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!Abajo los prejuicios! - Franz Brentano

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¡Abajo los prejuicios!
Serie
opuscula philosophica
64
2
Franz Brentano
¡Abajo los prejuicios!
Aviso dirigido al presente para que se libre de todo ciego «a priori», conforme
al espíritu de Bacon y Descartes
Traducción de Xavier Zubiri
Edición de Juan José García Norro
 
3
Título original: «Nieder mit den Vorurteilen!» en Franz Brentano, Versuch über die Erkenntnis, aus seinem
Nachlasse herausgegeben von Alfred Kastil, Hamburg, Felix Meiner Verlag, 1925. Traducción de Xavier Zubiri:
«¡Abajo los prejuicios!» en El porvenir de la filosofía. Madrid, Revista de Occidente, 1936.
© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2018
© de la traducción: Fundación Xavier Zubiri
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y
ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los
citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 38
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN epub: 978-84-9055-870-6
Depósito Legal: M-1831-2018
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones,
dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
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ÍNDICE
ÍNDICE
PREFACIO
PRIMERA PARTE
FILOSOFÍA CIENTÍFICA Y FILOSOFÍA DE PREJUICIOS
SEGUNDA PARTE
EL CARÁCTER LÓGICO DE LA MATEMÁTICA
TERCERA PARTE
EL PROBLEMA DE LA INDUCCIÓN
CUARTA PARTE
EL PRINCIPIO GENERAL DE CAUSALIDAD Y LA IMPOSIBILIDAD DE QUE NADA EXISTA EN EL
PRESENTE, EN EL PASADO O EN EL FUTURO POR AZAR ABSOLUTO
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Hay filósofos que han ejercido una influencia mucho mayor de lo que su fama actual o
la escasa atención que los manuales al uso les dedican podría sugerir. No cabe duda de
que entre los pensadores de magisterio más amplio que celebridad se encuentra Franz
Brentano (1838- 1917), sin cuya enseñanza tanto la fenomenología como la filosofía
analítica del lenguaje no habrían llegado a ser los fructíferos movimientos filosóficos
que hoy conocemos.
En ¡Abajo los prejuicios!, Brentano defiende con inusitado vigor la posibilidad de una
filosofía no ligada a la admisión de apriorismos. Básicamente, estos apriorismos, o lo
que es lo mismo para Brentano, meros prejuicios, son la filosofía del sentido común,
common sense, de Thomas Reid y el idealismo transcendental de Kant. Ambas
posiciones coinciden en el motivo por el que surgen: dar respuesta al devastador
escepticismo de Hume. Y, a juicio de Brentano, los dos fracasan porque no pasan de ser
formas encubiertas de relativismo epistemológico o antropologismo, como insistirá,
después, Husserl en sus Investigaciones lógicas.
La contundencia de la argumentación expuesta en ¡Abajo los prejuicios! llamó la
atención del joven Zubiri, que en 1936 tradujo pulcramente el volumen que había
preparado un discípulo de Brentano, Alfred Kastil, con el título de Investigaciones sobre
el conocimiento, en el que se recogían cuatro textos brentanianos: «Las cuatro fases de
la filosofía y su estado actual», «El porvenir de la filosofía» y «Las razones del
desaliento en la filosofía», estos dos últimos textos ya reeditados en esta colección de
Ediciones Encuentro, y «¡Abajo los prejuicios!». La traducción fue acogida
inmediatamente en la Revista de Occidente que animaba Ortega y Gasset. Agotada hace
muchos años, se ofrece de nuevo al lector de lengua española. La labor de edición ha
consistido exclusivamente en añadir el prólogo de Brentano, que no aparece en la
versión de Zubiri, y que resulta muy esclarecedor de su intención, y corregir
calladamente alguna errata detectada. Agradezco muy profundamente a la Fundación
Zubiri la generosidad mostrada al conceder el premiso para esta edición.
Juan José García Norro
(Universidad Complutense)
6
PREFACIO
Quizá quien lea estas páginas se pregunte enojado por qué no les he dado directamente
por título «¡Abajo Kant!» Y en verdad, si mis consideraciones fuesen correctas, se
pondría de manifiesto que todo su criticismo yerra desde su raíz. Pero lejos de mí
pretender que, cuando me niego reconocer como apoyos apropiados de la investigación
el conocimiento sintético a priori de Kant, así como también el sentido común de Reid,
vilipendie a una de estas dos nobles personas. Su empresa no alcanzó su objetivo y quien
camina sobre las vías trazadas por ellos avanza por el sendero incorrecto. Pero en sí
mismo su objetivo era bueno. Y quien reemprenda la tarea, que ellos realizaron sólo
aparentemente, de defender la posibilidad de la ciencia inductiva en general y, en
especial, la justificación de nuestras convicciones más excelsas, debe ser tratado más
como su aliado que como su oponente.
En mi tratado sobre Las cuatro fases de la Filosofía, mostré de acuerdo con qué ley
histórica ciertos momentos del tiempo favorecen la aplicación de los medios no naturales
de Reid y Kant y la capacidad de crear una época de tales tendencias. Pero, asimismo,
nuestra época tiene la vocación de regresar a la investigación de acuerdo con el método
natural. Y su éxito, que sólo entonces puede ser llamado éxito en el sentido de una
ampliación de nuestro conocimiento, aclarará entonces a todos, así lo espero, que en la
filosofía la investigación con el método natural puede obtener mucho más que lo que se
suele esperar todavía hoy con la admisión de medios de ayuda totalmente imaginarios a
su ámbito1.
7
PRIMERA PARTE
FILOSOFÍA CIENTÍFICA Y FILOSOFÍA DE PREJUICIOS
1. Cuando Descartes inició la filosofía moderna, se impuso como deber no admitir sin
prueba ninguna proposición que no fuera inmediatamente evidente. Esta exigencia está
plenamente justificada. Ya los escépticos de la antigüedad se apoyaban en ella para hacer
valer, contra la posibilidad de toda demostración segura, la arbitrariedad de los
principios de que parte. Sólo que no admitían como dado en ninguna parte el carácter
relevante que poseen ciertas suposiciones como inmediatamente evidentes, frente a otras
que son ciegas.
2. También Hume, con el cual el escepticismo volvió a hacer época en los tiempos
modernos, admite con toda evidencia la regla de Descartes, y aunque no desconoce, en
general, la evidencia inmediata de ciertas verdades, deduce de ellas consideraciones
sumamente perjudiciales para el conocimiento. Según él, todos los juicios se dividen,
desde el punto de vista de su contenido, en dos clases: los unos afirman la existencia de
cierto hecho, los otros la de una relación. En la primera clase sólo son evidentes los
juicios particulares. Son las percepciones evidentes, a las cuales (y en esto se muestra
quizá demasiado incauto) permite asociar con seguridad inmediata muchos hechos de
que da testimonio la memoria.
Respecto de la segunda clase, reconoce que comprende en sí juicios generales de
evidencia inmediata. Cuenta entre ellos todos los axiomas matemáticos. Pero intenta
mostrar que con ellos no adelantamos gran cosa. Aunque la matemática parezca
asegurada, la física deviene una imposibilidad científica, pues las percepciones evidentes
no nos autorizan conclusiones respecto de hechos que no nos están inmediatamente
presentes, sino en el supuesto, nada obvio, de una concatenación absolutamente
uniforme. Si los acontecimientos vuelven a presentarse una y otra vez en el mismo
orden, nuestra naturaleza nos lleva a esperar, en virtud del hábito, el retorno de iguales
consiguientes cuando se presentan nuevamente los mismos antecedentes. Lo que hay es
que es imposible encontrar una justificación lógica a esta esperanza. No sería
contradictorio que en un nuevo caso las cosas transcurrieran de manera distinta a la de
todos los casos observados, precisamente por ser nuevo y distinto de los ya observados.
Toda formulación deleyes generales por el naturalista es algo lógicamente censurable.
Pero si se pasa, con el metafísico, a sentar afirmaciones según las cuales habría que
reconocer como hecho algo que jamás se presenta en la experiencia, no solamente se
8
procede de un modo irracional, sino también antinatural, porque en tal caso no poseemos
ni tan siquiera el hábito que nos inclina a semejante suposición.
3. Quedó reservado a Reid en Inglaterra y a Kant en el continente romper sin miedo
con la exigencia de Descartes. Y, tanto en el primero como en el segundo, se trataba
manifiestamente de evitar los ataques del gran escéptico, y ello fue lo que impulsó a la
renovación.
4. Reid afirmaba que estamos en posesión de un tesoro de juicios que llamó sentido
común. No poseen evidencia que nos garantice su verdad, pero nos sentimos impulsados
por la naturaleza a admitirlos inmediatamente. Si lo hacemos, podremos fundamentar
sobre estos juicios teorías consecuentes, al paso que quien pretendiera negarlos se vería
absolutamente imposibilitado para toda construcción teorética.
5. Y exige, así, que no se combatan críticamente estos ciegos prejuicios, sino que se
los tenga como verdaderos, con absoluta convicción, y se deje influir por ellos todo el
pensamiento y toda la investigación. Es claro que entonces, en lugar de una filosofía
científica, como aquella por la que se esforzó Descartes, y de la que Hume dudó
escépticamente, se ha implantado una filosofía de los prejuicios. Si consideramos lo que
ha hecho Kant en el continente, reconoceremos fácilmente que no solamente ha recibido
el estímulo del mismo Hume y que todos sus esfuerzos tienden a evitar los ataques de
este escéptico, sino que también se sirve de un medio esencialmente análogo. El célebre
criticismo kantiano, que, según muchos, ha convertido por vez primera a la filosofía en
verdadera ciencia, no consiste, bien mirado, sino en que en lugar de la filosofía
científica, o del esfuerzo por lograrla, se establece una filosofía de prejuicios. Claro está
que Kant tiene tantas peculiaridades y es tan distinto de Reid en su terminología, que ha
podido escapar a muchos el esencial parentesco de ambos pensadores. Por esto es
necesario detenernos algo más en este punto.
6. David Hume, al dividir los juicios en juicios sobre hechos y en juicios sobre
relaciones, se sirvió de una expresión muy poco adecuada. Llamamos «relaciones» no
sólo a las relaciones de magnitud, y otras especies de conformidad y diferencia, sino que
decimos también que algo «se relaciona» respecto de algo como causa y efecto; lo cual,
según Hume, no podría llamarse relación, sino «hecho». Por otra parte, en esta
contraposición entre hecho y relación, así como restringió arbitrariamente este concepto,
también restringió igualmente el primero, porque, según la expresión corriente, la verdad
de que tres por cuatro son doce puede ser designada lo mismo como ley que como hecho
general, lo mismo que la verdad de que los cuerpos en movimiento, si están aislados,
continúan moviéndose con velocidad y dirección invariables.
7. Parece por esto comprensible que Kant haya evitado las expresiones de Hume y
haya introducido otras.
9
Habla, según es sabido, de conocimientos a priori y a posteriori. Estos serían
conocimientos de experiencia, y los primeros serían independientes de toda experiencia.
Estos últimos se dividen, a su vez, en dos clases. Los que Kant llama analíticos y los que
llama sintéticos. Son analíticas las proposiciones que ofrecen el carácter del principio de
contradicción. Si son afirmativas, el predicado está incluido en el sujeto. Si son
negativas, contienen una determinación que está contradictoriamente opuesta a una nota
contenida en el sujeto. Las sintéticas son todas aquellas que no tienen este carácter. Si
son afirmativas, el predicado contiene una determinación que no está en el sujeto. Si son
negativas, falta en el predicado toda determinación que fuera contradictoria a una
determinación contenida en el sujeto. Kant ha tenido por evidentemente verdaderos los
conocimientos analíticos a priori. Como en el predicado no se añade nada nuevo al
sujeto, no es posible caer en ningún error. Pero es igualmente claro, cree Kant, que los
conocimientos sintéticos a priori no son verdaderos evidentemente y sin más. Como en
el predicado se añade algo nuevo al sujeto, no se ve inmediatamente por qué con esto
nuevo no ha de atribuírsele algo erróneo, y, por tanto, es preciso que la experiencia lo
garantice. Podría, así, creerse que los conocimientos sintéticos a priori son imposibles.
Pero cree que, sin embargo, los poseemos de hecho, y aduce como ejemplo, entre otros,
las proposiciones inmediatas de la matemática, a las que niega carácter analítico, y el
principio general de causalidad, según el cual nada deviene sin causa. (El concepto de
causa no está incluido en el concepto del devenir.)
8. La respuesta a la cuestión «cómo son posibles los conocimientos sintéticos a priori»
es, por esto, el problema que Kant se plantea preferentemente en su Crítica de la razón
pura. En el curso de ella se plantea una segunda cuestión: «¿En qué medida nos es lícito
confiar en nuestros conocimientos sintéticos a priori?» Ambas cuestiones son de tanta
más importancia cuanto que la ciencia entera, como ampliación de nuestros
conocimientos allende los conocimientos inmediatos, sólo es pensable fundada en
conocimientos sintéticos a priori. Pues los conocimientos analíticos a priori jamás
aportan una ampliación del conocimiento, porque el predicado estaba ya contenido en el
sujeto (tratándose de juicios afirmativos). Son todos ellos solamente juicios aclaratorios,
pero no amplificatorios. Por consiguiente, de la licitud de la confianza en los
conocimientos sintéticos a priori depende, para Kant, la posibilidad de toda construcción
teorética consecuente, al igual que para Reid dependía de la licitud del sentido común; y
de los límites de la licitud de esta confianza dependen los límites del dominio dentro del
cual es posible semejante construcción teorética, esto es, los límites de la ciencia.
9. Echemos una mirada crítica sobre lo que Kant nos enseña en este punto.
Ciertamente, si era objetable el modo de expresarse de Hume, el de Kant se halla
sometido a un reproche infinitamente más justo todavía. Habla de conocimientos,
10
tratándose de juicios emitidos sin evidencia ninguna. Comprende, en efecto, bajo aquella
denominación juicios inmediatos y que, sin embargo, no son por sí mismos
evidentemente verdaderos; más aún: juicios que, considerados en toda la generalidad que
compete a la extensión de este concepto, se van a mostrar más tarde justamente como no
verdaderos, como conduciendo a contradicciones. (Véase, por ejemplo, la doctrina
kantiana de las antinomias.) Pero aun cuando no sobreviniese esta última circunstancia,
aunque fuesen ilimitadamente verdaderos, existiría entre estos juicios verdaderos, pero
ciegos, y los conocimientos una diferencia conceptual muy significativa. Un
conocimiento ciego, tomando la palabra conocimiento en el sentido indicado, es una
clara contradicción in adjecto. La arbitraria alteración de esa significación por Kant ha
contribuido no poco a velar ante los ojos de muchos lo chocante de su teoría del
conocimiento. En lugar de conocimientos a priori, Kant debió de haber hablado tan sólo
de convicciones a priori.
10. Igualmente reprochable es la diferencia entre juicios analíticos y sintéticos, según
las definiciones dadas por él. De las tres clases de juicios que Kant distingue,
categóricos, hipotéticos y disyuntivos, solamente considera los primeros, abandonando
extrañamente por completo las otras dos. Sin mostrar un predicado que estuviera
incluido ya en el sujeto, la proposición «o bien hay un Dios, o bien no hay un Dios» es,
indudablemente, una proposición inmediatamente evidente con carácter del principio de
contradicción, y sin mostrar un predicado que añadiera una nueva nota al concepto del
sujeto, la proposición «o bien lloverá mañana, o bien saldré mañana de paseo», esmanifiestamente una proposición cuya falta total de evidencia interna le es común con
aquellas otras proposiciones que Kant llamó sintéticas.
11. Más todavía: la proposición «el agua es un cuerpo», tomada como expresión de un
juicio afirmativo, correspondería a la definición que dio Kant de un juicio analítico,
porque el concepto de cuerpo está incluido en el concepto de agua; pero no es en manera
alguna evidente por sí misma a la manera del principio de contradicción, sino que más
bien corresponde a este principio, que es negativo, solamente la proposición negativa:
«el agua que no es cuerpo es imposible», pues para que la proposición «el agua es un
cuerpo», en sentido afirmativo, fuera exacta y evidente de antemano, tendría que ser
evidente de antemano la existencia del agua, lo cual Kant mismo no lo admite, y, como
ya Aristóteles decía expresamente, las determinaciones contenidas en la definición del
sujeto no pueden serle atribuidas cuando deja de estar dado de hecho. Un hombre que
muere, por el mero hecho de dejar de existir, deja de ser hombre.
12. Sin embargo, hay que decir todavía algo más esencial contra la distinción kantiana
de los conocimientos en analíticos y sintéticos. Kant hace como si pudiera probar que, al
añadir al sujeto un predicado ya contenido en él, no pudiera cometerse error ninguno,
11
porque no se introduce nada nuevo. Pero esta concepción es el más claro círculo vicioso,
pues no hace sino corroborar la afirmada autoevidencia de los juicios analíticos, puesta
en discusión, apelando a un juicio analítico.
13. Es, en general, un intento absurdo querer asegurar en su evidencia lo que es
evidente por sí mismo por medio de razonamientos. E igualmente querer afirmar de
antemano y con anterioridad a haberlo experimentado que toda evidencia ha de ser de tal
o cual índole.
14. En realidad, tenemos nosotros no solamente juicios que ofrecen el carácter del
principio de contradicción, que son inmediatamente evidentes de antemano, sino también
proposiciones de oposición positiva. Por ejemplo, tan claro como que si algo es recto no
puede ser no recto, lo es el que si algo es recto no es entonces curvo; tan claro como que
si algo es rápido no es lento, o que si es azul no puede ser amarillo, lo es que algo rápido
no puede ser no rápido, y algo azul no puede ser no azul. Quien afirmara que no
poseemos a priori estos conocimientos que tienen el carácter de un positivo principio de
oposición, sino que los tenemos fundados en la experiencia, afirmaría evidentemente
algo imposible. Pues ¿cómo habríamos de constatar nunca que algo azul no es amarillo,
si el encontrar lo uno no nos denunciara la ausencia del otro? Todas nuestras
percepciones son, en efecto, positivas, ninguna es negativa; sin un conocimiento a priori
de las leyes de la oposición, nos sería completamente imposible llegar a negar algo. Se
nos sustraería entonces el concepto de determinación negativa y la posibilidad de una
conexión de determinaciones contradictorias, que habría de negarse con la evidencia del
principio de contradicción. Pero, según Kant, proposiciones como éstas: «lo que es rojo
no es azul», «lo que es redondo no es anguloso», etc., serían sintéticas y, por tanto,
ciegas, como todos los juicios sintéticos, si no nos estuvieran garantizadas desde fuera.
15. La afirmación de que las proposiciones analíticas son solamente juicios
aclaratorios, pero no amplificatorios, es, bien mirada, una pura contradicción. Quien
explica algo, al hacerlo amplía, efectivamente, nuestro conocimiento. Helmholtz, en su
análisis de los sonidos, nos ha explicado de qué fenómenos parciales está constituido el
fenómeno de un sonido, cosa no analizada antes de él. No ha hecho sino aclarar el
concepto del sonido, en relación con una serie de notas internas sin las cuales no podría
ser el concepto mismo. Pero ¿quién se atrevería a hacer la paradójica afirmación de que,
justamente por eso, sus investigaciones no han ampliado en nada nuestro conocimiento?
16. Y a todos estos reproches se añade todavía el más terrible de todos, que toca
igualmente a Kant y a Reid, a saber: que, en lugar de exigir de nosotros con toda energía,
como Descartes y Bacon, que nos liberemos de nuestros ciegos prejuicios, porque la
evidencia sólo puede brotar de evidencia, eleva más bien a principio el que debamos
edificar el edificio entero de nuestras teorías fundadas en prejuicios objetivos.
12
17. Esta aberración es tanto más asombrosa cuanto que, enunciada con estas palabras y
sin ambages, pudiera precisamente parecer increíble. Y de hecho he podido ver que, al
servirme de ellas, inclusive hombres que se ocupan con Kant desde hace años quedan
suspensos, dudando de si expongo realmente su doctrina sin alterarla. Sin embargo,
reconocían inmediatamente después que la había caracterizado con absoluta justeza. Lo
único que había impedido percibir inmediatamente mi exactitud era la elección de
expresiones que se debe a mi vuelta al lenguaje usual, del que Kant se había alejado tan
notoriamente. Incluso Windelband pareció extrañarse cuando tropezó con mis Cuatro
fases2. Reproduce en su crítica mis palabras con tres puntos de admiración; pero estas
espadas, si no vienen acompañadas de razones, sirven muy poco para atacarme o para
defender a Kant. Se ve más bien que, en Kant, merecen los reproches más justificados no
sólo su doctrina, sino también sus expresiones, tan inadecuadas, que pueden ocultar lo
más esencial, aun a los especialistas en historia de la filosofía.
18. Lástima que no podamos invocar desde su tumba al espíritu de Kant para que nos
dijera formalmente si he deformado en algún modo el contenido de su doctrina, o
simplemente traducido en un lenguaje vulgar, y pudiéramos decir en un alemán sano y
bueno, sus expresiones barrocas, que se atreven a presentar los juicios ciegos como
«conocimientos», y, por tanto, los ciegos prejuicios como «conocimientos a priori». Pero
no necesitamos su resurrección. Las dos cuestiones que ha planteado: «¿cómo son
posibles los conocimientos sintéticos a priori?» y «¿en qué medida podemos confiar en
ellos?», excluyen desde luego toda duda respecto de su verdadera opinión.
¿Cuál es, en efecto, el sentido de la primera? Desde luego, no quiere decir: «¿cómo
tiene que estar organizado nuestro cerebro, y si además de él hubiera un principio
espiritual, cuál tiene que ser su naturaleza para que nos lleguen conocimientos sintéticos
a priori?»
Planteada la cuestión en este sentido, hubiera podido extenderla a los conocimientos
analíticos, y en general a todos los juicios; pero, naturalmente, para dar a entender a
cualquiera que con estas cuestiones rebasa todos los límites de una posible respuesta.
Evidentemente, aquella cuestión tenía para él un sentido completamente distinto; pide
una explicación de cómo es que nosotros, no solamente emitimos a priori con absoluta
seguridad ciertos juicios que nos son evidentes en sí (lo cual no tiene nada de
sorprendente, precisamente por su evidencia), sino también otros juicios que no nos son
evidentes, antes bien, completamente ciegos (y por esta su ceguera es más asombroso
aún que las experiencias se muestren una y otra vez en completo acuerdo con esos
juicios ciegos). Tal cree él ser el caso de los llamados conocimientos sintéticos a priori.
No conoce otro camino para resolver la dificultad sino el establecer una hipótesis, que
él mismo reconoce ser inaudita, según la cual nosotros no estamos determinados en
13
nuestro conocimiento por la naturaleza de los objetos, sino que los objetos están
determinados en su naturaleza por nuestro conocimiento (es decir, nuestras
convicciones). Pero esta hipótesis se nos hace aceptable por el hecho de que entre los
objetos hay fenómenos que, por ser nuestros fenómenos, están condicionados por
nuestra subjetividad.
Por tanto, la primera de las dos cuestiones cobra sentido comprensible sólo dándose
claramente cuenta de que a lo que Kant llama conocimientos sintéticos a priori, había
que llamar no «conocimientos», en el sentido usual delvocablo, sino juicios ciegos.
19. Y esto mismo resulta con toda claridad del examen de la segunda cuestión: ¿En
qué medida podemos abandonarnos a los conocimientos sintéticos a priori? Pues,
evidentemente, esta cuestión no tendría sentido ninguno si todos estos juicios tuvieran
asegurada su verdad por medio de la generalidad que compete a sus conceptos. Y éste
sería el caso, sin duda ninguna, si fueran evidentes. La duda de si en alguna parte
pudieran mostrarse como no verdaderos no tendría entonces ningún sentido. Sólo tiene
sentido en la hipótesis de la ceguera de nuestras convicciones. Y sólo en ella es
comprensible que Kant se permita sin contradicción, no simplemente dudar de ellos en la
forma dicha, sino inclusive negar en algunos casos su validez. En todo el dominio de lo
trascendente, estos juicios, según él, no son de fiar; más aún: si nos atenemos a ellos, nos
llevan necesariamente a contradicciones que atestiguan de la manera más clara contra su
verdad. Y si no son ni tan siquiera verdaderos en la generalidad de su estructura
conceptual, ¿cómo podrían ser evidentes?
Queda, por tanto, absolutamente probado que no deformo a Kant cuando digo que, al
igual que Reid, quiere edificar la ciencia sobre la base de prejuicios ciegos. ¿Hace falta
algo más que esta rigurosa característica para mostrar en ellos justamente el polo opuesto
de todo procedimiento natural? Sin embargo, vamos a escuchar lo que puede alegarse en
defensa suya.
20. a) Cuando Reid se propuso edificar sobre esos ciegos prejuicios, dados a todos, y
que llamó sentido común, se fundaba para ello en que sin su ayuda no podía superarse el
escepticismo de Hume; por tanto, que no podía lograrse ninguna construcción teorética;
mientras que admitiéndolos se hacía posible esto último de la manera más consecuente.
Por consiguiente, creía él, no se ha perdido nada; y aunque los principios no estén
asegurados por evidencia, se tiene, en cambio, la posibilidad de ganar algo, dado caso
que fueran verdaderos. Se puede ver claramente que la convicción de que, si no nos
apoyamos más que en percepciones evidentes y en principios generales evidentes en sí,
no poseemos ningún medio eficaz para rechazar el ataque de Hume y levantar un edificio
teorético ha sido también para Kant el motivo más esencial para poner como cimiento de
todos los conocimientos mediatos, convicciones ciegas y apremiantes. En su prólogo a la
14
Crítica la razón pura dice Kant que hasta ahora se había admitido que nuestros
conocimientos han de acomodarse a las cosas. Pero que se había visto que con esta
suposición el conocimiento era imposible. Y que, por tanto, no queda más ensayar la
hipótesis contraria, a saber, que las cosas se acomodan a nuestra facultad de conocer.
21. Desde luego, si se hubiera demostrado que sin la ayuda de ciegos prejuicios no
podríamos lograr ningún saber, y que con ellos podemos alcanzarlo, el proceder
científico apoyado en prejuicios sería necesariamente un imperativo de la lógica. Pero se
puede ver sin dificultad que por este camino no puede lograrse ningún conocimiento
absolutamente seguro, ni tan siquiera un conocimiento que posea algún grado de
probabilidad. Supongamos que sacamos las consecuencias lógicamente necesarias de
cualesquiera prejuicios: ¿qué habríamos ganado en punto a saber? Nada, sino el
conocimiento de la validez hipotética de un conjunto de proposiciones, en el supuesto de
la validez de ciertas otras proposiciones cuya verdad ignoramos. Los conocimientos que
adquiriéramos así serían el producto de nuestra facultad analítica de conocimiento.
Tendrían el carácter propio de los conocimientos analíticos. A estos conocimientos de
índole hipotética se agregaría entonces, como ciega aceptación, la afirmación de que
todo ello no es hipotética, sino efectivamente, Kant diría «categóricamente», válido, y no
podría ni tan siquiera decirse que por ello se la haya hecho lo más mínimamente
probable. Es, por tanto, un puro delirio el que los prejuicios ciegos, lógicamente
desenvueltos, sean capaces de suministrarnos una amplificación del saber. Lo único que
en semejante procedimiento hay de amplificación del saber es un conocimiento analítico
de la inclusión de ciertas consecuencias en las premisas.
22. Esto no se compadece, naturalmente, con la afirmación de Kant de que no
podemos ampliar en manera alguna nuestro conocimiento por medio del pensar analítico.
Pero ya hemos demostrado antes que es enormemente injusto al despreciar la fertilidad
de los juicios analíticos, y esto inclusive para aquellos que tienen el carácter del
principio de contradicción. Y hemos mostrado también cómo Kant ha interpretado
demasiado estrechamente el concepto del juicio analítico entendiendo bajo este nombre
todos los juicios evidentes a priori.
Además, el ensayo de probar la esterilidad de los conocimientos analíticos para la
amplificación del saber fue algo nuevo. Si lo hubiera logrado, habríamos de considerarlo
como una amplificación de nuestro saber. Y ¿cómo lo habríamos conseguido?
Examínese, para esto, el argumento que Kant pretende aportar, apoyándose en la relación
entre el predicado y el sujeto del juicio analítico, y se verá que su procedimiento mismo
es puramente analítico, y, por tanto, su resultado, precisamente por mostrarse exacto, lo
refutaría. Hasta tal punto se olvida Kant de todo ello, que en otros lugares considera la
lógica formal entera como una ciencia edificada sobre juicios no sintéticos, sino
15
solamente analíticos.
23. El mismo Hume no fue tan lejos al rebajar la fuerza de nuestros principios
evidentes. Para él, la matemática entera reposa sobre el fundamento de la más indudable
evidencia. Por esto, su escepticismo comienza solamente en el umbral de la ciencia
inductiva, porque para él la inducción incompleta, que en sus premisas no incluye
verdaderamente la conclusión, parece carecer de evidencia. Pero, al haber admitido la
posibilidad de un conocimiento matemático sobre el fundamento de evidencias
inmediatas, dejó en pie implícitamente –naturalmente sin darse cuenta de ello, pues era
hombre poco ducho en matemáticas– la posibilidad de la elaboración del cálculo de
probabilidades, que bajo ciertas circunstancias conduce en una inducción a la
probabilidad infinita del resultado. Y es fácil mostrar entonces que esta probabilidad
debe considerarse prácticamente como un equivalente de una demostración rigurosa de
una verdad completamente segura.
De esta suerte tendremos un control lógico de la inducción en general, y especialmente
en el caso en que se trate del principio de causalidad. Y si se estuviera en situación de
demostrar, a propósito de él, una infinita probabilidad, se habría cortado la raíz de todo
el escepticismo de Hume.
Y así no habría razón ninguna para que, sin apelar a juicios ciegos a priori, la ciencia
entera se desarrollara cada vez más, en lugar de quedar estancada, como Kant creía,
dentro de los límites impuestos por la ayuda de esos prejuicios.
Volveremos más tarde y desarrollaremos más detenidamente lo que aquí no hacemos
sino insinuar, al ocuparnos de los axiomas de la matemática y de la evidente justificación
del principio de causalidad.
24. b) Al habérsenos mostrado que es injustificado el motivo, común a Kant y a Reid,
por el que habría de levantarse sobre ciegos prejuicios el edificio de la ciencia, podría
hacer tanto más sostenible una consideración que se encuentra solamente en Kant. Es
evidente, podría decir alguien, que nuestros fenómenos dependen de nuestra
subjetividad. Es igualmente evidente que presuntas convicciones sintéticas a priori
pudieran pertenecer a esa misma subjetividad, según enseña Kant (y el principio de
causalidad, por ejemplo, que con toda la fuerza con que nos urge se burla de todo
análisis, parece asegurar suficientemente su vigencia). Y entonces es también evidente
que, si como Kant pretende, limitamos nuestras investigaciones al dominio de los
fenómenos, las cosas con las que tenemos que habérnoslas estarán influidas, a priori, por
estas convicciones nuestras y,por tanto, tendrán que transcurrir de acuerdo con ellas. Y,
por tanto, no es obstáculo para el carácter verdaderamente científico de nuestros
conocimientos el que tomemos estos juicios sintéticos a priori, por muy ciegos que sean,
como normas, exactamente igual que si fueran evidentes.
16
25. Sin embargo, este argumento resiste tan poco la crítica como el anterior.
Supongamos, por un momento, que sea realmente evidente todo lo que se hace valer
como evidente, tal como la dependencia de los fenómenos respecto de nuestra
subjetividad, la pertenencia de ciertas convicciones ciegas, a priori, a esta subjetividad,
y, en su consecuencia, la influencia que sufren los fenómenos por parte de estas
convicciones, de suerte que transcurren general y necesariamente conforme a las leyes
tenidas en ellas por verdaderas; ciertamente, no podría negarse entonces que no nos es
lícito abrigar la menor preocupación razonable de que nos conduzcan a error. Pero
tampoco podría desconocerse que en tal caso no nos apoyamos en esos ciegos prejuicios
en cuanto tales, sino más bien, por una parte, en percepciones internas evidentes que nos
muestran estos prejuicios y, en general, los fenómenos como dados; y, por otra parte, en
axiomas evidentes, que en tal caso harían completamente indudable la armonía afirmada
entre los fenómenos y los prejuicios. En otras palabras: nuestra ciencia se nos mostraría
garantizada puramente por observación y evidencia a priori, pero no por ciegos juicios
sintéticos. En tal caso estaríamos, una vez más, en lo que decían los filósofos antes de
Reid y de Kant: que en la ciencia hay que atenerse, en última instancia, sólo a lo que es
evidente. Los ciegos prejuicios aparecerían como objetos de experiencia como
cualesquiera otros, y serían registrados, analizados y combinados con otros hechos. Pero
en manera alguna pertenecerían a los principios del saber.
26. Sin embargo, no puede admitirse que sea realmente evidente todo lo que en este
argumento se afirma serlo. Se dice que ciertas convicciones, que Kant llama juicios
sintéticos a priori, pertenecen a nuestra subjetividad. Pero, ¿qué hemos de entender por
esto? ¿Que realmente se hallan y han de hallarse siempre en nosotros? Quien afirmara
esto diría algo que no solamente no está garantizado por ninguna observación evidente,
sino algo que contradice de la manera más formal a la experiencia. Una convicción se
halla realmente en nosotros solamente cuando y en la medida que emitimos el juicio
respectivo, y pensamos realmente los conceptos utilizados en él. Pero hay que negar,
simpliciter, que tengamos siempre realmente en nuestra conciencia, por ejemplo, el
principio de causalidad; y que pensemos siempre realmente los conceptos de devenir y
de causa puestos en relación en aquél. Lo único que se atrevería a afirmar quien tuviera
en cuenta nuestras experiencias psíquicas, sería que la convicción respectiva nace
regularmente, en nosotros, en circunstancias homólogas; por tanto, que nuestra
subjetividad posee una disposición hacia ella. Pero semejante disposición se atribuye a
nuestra subjetividad también en tanto que fenómeno. Y podría decirse, justamente, que
esta convicción misma debe contarse a su vez como un fenómeno. Entonces, quien
pretendiera afirmar que todos los demás fenómenos habrían de transcurrir de tal forma
que demostraran ser verdadero lo creído en este fenómeno de la convicción, afirmaría
17
algo que en manera alguna podría llamarse evidente. También otras convicciones, con
las cuales nuestros fenómenos no se muestran de acuerdo de ninguna manera, fueron,
cuando nacieron, productos de nuestra subjetividad. No estarían confirmadas, sino
refutadas y rectificadas por los fenómenos. ¿Qué contradicción existiría en que
admitiéramos que habría de acontecer lo mismo con esos conocimientos sintéticos a
priori, puesto que son convicciones ciegas? Si se dice que existe una gran diferencia
porque estos juicios no toleran que nuestra convicción se cambie en la convicción
contraria, ni permiten que disminuya de fuerza aquella, yo me vería en el caso de negar,
ante todo, lo que aquí se afirma como un hecho. No solamente se oye decir con
frecuencia, entre legos en materia científica, que hay cosas que pasan porque sí, sino que
también filósofos como Epicuro, cuando habla de la fortuita desviación de los átomos
respecto de la línea recta, han admitido con plena conciencia sucesos que no transcurren
conforme al principio de causalidad. No debe extrañarnos esto, porque hasta en nuestros
días todavía Hegel pudo errar inclusive tratándose del principio de contradicción, el más
evidente de todos. Pero, aun suponiendo que no fuera así, tengo que repetir, una vez más,
que la proposición de que «todo fenómeno, por hallarse igualmente condicionado por
nuestra subjetividad, haya de confirmar como verdadera aquella convicción», no se ha
hecho evidente por haberse añadido el atributo de la inalterabilidad a aquella convicción
nacida en nosotros de una disposición subjetiva; no es una proposición analítica del
carácter del principio de contradicción. Ensáyese el análisis y se verá inmediatamente
cómo fracasa por completo.
Es claro que la consideración de otras particularidades, por ejemplo, la de que este
prejuicio se presenta como general por razón de la cantidad, pero apodíctico por razón de
la modalidad, no cambia la cosa lo más mínimo.
Y esto valdría todavía aun cuando no se insistiera sobre la inexactitud de hablar de
estos juicios sintéticos como si existieran en nosotros siempre no sólo dispositiva, sino
también realmente. Incluso en este caso fracasaría de la manera más rotunda todo ensayo
de un análisis que pretendiera mostrar que es contrario al principio de contradicción el
que un fenómeno no transcurra sin que ratifique la verdad de esas convicciones que están
siempre realmente dadas en nosotros y pertenecen, por tanto, a nuestra subjetividad.
Estar condicionado por una subjetividad a la que pertenecen tales convicciones, quiere
decir hallarse influido en algún modo por ella; pero en manera alguna es claro y evidente
que este influjo tenga que ser tal que produzca aquella peculiar armonía. Esta es una
suposición completamente gratuita. Puede ser algo deseable, pero sin la demostración de
un especial orden teleológico no tenemos derecho a admitir que algo está realmente dado
porque sea deseable y bueno. Las relaciones inarmónicas son en número
incomparablemente mayor que las armónicas, si se tienen en cuenta por igual todos los
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casos pensables. Y entonces la suposición de una armonía, tal como la que aquí se
admite, no solamente no es la única posible, sino que no tiene a su favor más que una
probabilidad muy pequeña.
27. c) Ensayemos de ver si, ya que no de esta, por lo menos de alguna otra manera
cualquiera puede aducirse algo que sirviera para defender lo que quiere construirse con
este procedimiento de los ciegos prejuicios, aun a trueque de separarse algo del maestro,
como se lo permiten no raras veces los neokantianos.
Pudiera decir alguien que no es tan grande como hemos visto la improbabilidad de una
armonía entre nuestros juicios sintéticos a priori y la realidad. Pues toda la naturaleza
viviente tiene el carácter de una finalidad verdadera o aparente. Nadie se atrevería a
negarlo, sea que lo explique por un entendimiento que lo ha dispuesto todo como causa
primera, sea que lo considere, como los darwinistas, como resultado de una larga cadena
de luchas en las que predominó lo más perfecto sobre lo menos perfecto. La admirable
estructura teleoide de los órganos es un testimonio de esto.
También en el mundo psíquico aparecen los seres vivientes dotados de la máxima
finalidad. Desde muy antiguo se había visto que los animales tienen instintos que son
ciegos, pero sirven admirablemente para guiar al individuo y a la especie hacia su
conservación. El impulso alimenticio con el discernimiento de los alimentos adecuados
para una especie, el impulso sexual, la tendencia a la construcción de nidos en los
pájaros, así como en muchosinsectos; la solicitud por las crías, la aversión a los
enemigos, por la que la oveja huye ante el lobo, el polluelo del agua, a la que
intrépidamente se lanza el patito empollado con él; la convergencia ocular que parecen
poseer inmediatamente los animales recién nacidos, el impulso al ataque, que se
denuncia en los animales dotados de cuernos antes de que le nazcan estos, y mil
ejemplos más.
Ante esta admirable disposición teleoide, tanto física como psíquica, de los seres
vivientes no podemos sino admitir que, si le están dadas al hombre por la Naturaleza
ciertas convicciones a priori ciegas, pertenecen también estas a su dispositivo
teleológico. Serán beneficiosas para el hombre, lo cual exige entonces que sean
verdaderas. Pues, aunque ciegas, son entonces semejantes al saber en general,
especialmente en mostrarse útiles para la dominación y utilización de la Naturaleza. En
otras palabras: no parece haber nada más razonable que contar al ciego afán de juicios a
priori entre el número de los instintos naturales y confiar sin temor en él si lo
encontramos universalmente extendido entre los hombres.
28. Bien; el que argumenta así se apoya evidentemente, en última instancia, no sobre
principios sintéticos a priori, sino en la observación, junto con otras verdades
inmediatamente evidentes, de modo similar a los intentos de defensa anteriores.
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La comparación con los instintos no habla tampoco a favor de una confianza general e
ilimitada ni aun dentro del orden fenoménico, pues, aunque los instintos precaven
muchas veces de la muerte no lo hacen, sin embargo, de una manera universal. La
mariposa se quema en la llama, la rata devora con ansia el veneno, el pájaro sigue al
reclamo del cazador. La comparación aconseja, por consiguiente, no desechar por
completo las inclinaciones hacia suposiciones ciegas; pero tampoco abandonarse
ciegamente a ellas, sino someterlas a una crítica racional. Son en este caso hechos de
experiencia, relacionados con otros, y a los cuales hacemos acompañar juicios analíticos.
Una convicción científica podrá descansar entonces sobre estos juicios, pero no sobre
convicciones ciegas en cuanto tales.
Nada más lejos de mí que negar la existencia de estas inclinaciones ciegas hacia otras
hipótesis, aunque no incluya en ellas las que Kant ha enseñado. Con más fundamento
habría que incluir entre ellas nuestra confianza ciega en lo que nos muestran los sentidos
externos, la confianza en la memoria y en la expectación habitual, así como la
repugnancia ante ciertas acciones, que la ética enseña luego que son reprobables, y el
impulso a la recompensa, que en cierto sentido está justificada por la ética.
29. Sin embargo, tal vez se replique que en nuestra respuesta hemos tomado
demasiado al pie de la letra la comparación entre los conocimientos sintéticos a priori y
los instintos. Aquí, como en todo, hay que acordarse del omne simile claudicat. No es
lícito equiparar ambas cosas. Las atenciones mayores que merece lo que nos impulsa en
los conocimientos sintéticos, resultarían de que estos están unidos a representaciones
(tanto intuiciones como conceptos) dadas a priori y no obtenidas por ninguna
percepción. Serían intuiciones a priori el espacio y el tiempo, y conceptos a priori, por
ejemplo, el de causa, que Hume falsificó radicalmente por no poder descubrir su fuente
en ninguna experiencia, y lo reemplazó por el concepto de un antecedente temporal
constante; asimismo el concepto de sustancia, que llevó a Locke a grandes
inconsecuencias, y hasta el concepto del ser, único al que Rosmini reconoció aprioridad,
pues admitió que todos los demás conceptos derivan de la experiencia; así también el
concepto de necesidad, y otros.
Y así como la conexión de los juicios sintéticos a priori con sus conceptos a priori les
distingue de antemano de todo instinto, hay también una diferencia en que la
experiencia, que, como llevamos visto, no justifica de modo absoluto los impulsos
instintivos, se encuentra absolutamente y sin excepción de acuerdo con nuestros juicios
sintéticos a priori. Los juicios sintéticos a priori tendrían, a diferencia de los instintos, un
carácter de universalidad y de necesidad.
Y así, la inclinación a admitirlos no sólo sería imposible de debilitar, sino
completamente insuperable. Las convicciones sintéticas a priori pertenecerían a nuestra
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subjetividad sin que pudieran ser extirpadas de ella. Y donde no existe posibilidad de
librarse de algo, no puede tampoco exigirse que el pensamiento no se deje determinar
por ello. De hecho, no quedaría más recurso que edificar sobre estas bases y rechazar
como injustificada, y, por tanto, simpliciter, toda censura que se dirigiera contra ello.
30. Pero esta defensa no resulta afortunada. Pues el que así habla piensa,
evidentemente, que nuestra razón se encuentra sometida a una esclavitud igual que la
voluntad de un degenerado moralmente, a quien dominan irremediablemente los afectos
por encima de toda evidencia. Seríamos irremediablemente locos, estaríamos tiranizados
en nuestro pensamiento por ideas fijas, inclusive aunque hubiéramos llegado a descubrir
que son ideas fijas y carecen de toda justificación lógica.
Yo protesto de que sea así. Y en este punto me sirve de testigo Reid. Podemos, según
él, retirar realmente nuestra confianza al sentido común. Pero nos aconseja no hacerlo
porque cree que entonces no lograríamos nada en la ciencia.
Y por lo que a Kant se refiere, ¿es que no nos aporta aquí nada esencial para nuestro
caso? ¿No se emancipa, de hecho, de sus convicciones sintéticas a priori, y pide que se
emancipe críticamente de ellas todo el mundo y le retire inmediatamente toda confianza,
tratándose de objetos que no son fenómenos? Es, además, de notar que Reid y Kant han
establecido distintas convicciones ciegas a priori. Evidentemente, habrá sentido el uno
aquella imperiosa necesidad de ciertas convicciones, y el otro, de otras. Y todavía es de
considerar que entre las proposiciones que enumeran hay algunas que no solamente
fueron desconocidas para la ciencia durante largo tiempo, sino que hoy, todavía, son
dudosas para notables investigadores. Véase, por ejemplo, la proposición de Kant, según
la cual en todo cambio hay algo que permanece. Tal vez nuestros atomistas se sienten
inclinados a admitirla, pero entre los químicos y los físicos se cuentan hoy no pocos que
en manera alguna consideran el atomismo como cosa cierta. Y aun entre los partidarios
del atomismo, como Demócrito en la antigüedad, creen, los más, en la indestructibilidad
de los átomos fundados solamente en la experiencia, pero no en una ley a priori según la
cual, en el fondo de todo cambio, ha de existir una sustancia inerte.
Este argumento es, pues, peor que el otro, y tanto peor cuanto que, como enseña la
experiencia y lo hemos indicado ya a propósito del otro argumento, puede ocurrir incluso
que se rehúse creer en proposiciones inmediatamente evidentes a priori y se haga valer
como verdad segura un inmediato absurdo.
31. Y así como no es adecuada aquí la apelación a una presunta inclinación irresistible
hacia ciertas convicciones, así tampoco lo está la apelación a lo que en este argumento se
designa con el nombre de conocimientos sintéticos a priori. Se dice que, a diferencia de
lo que se ve en los instintos, se muestra la experiencia de acuerdo, sin excepción, con
conocimientos sintéticos a priori. Pero, aun admitiendo que semejante coincidencia se dé
21
sin excepción, ¿qué podría seguirse de aquí? Desde el punto de vista de Kant, esta
experiencia no podría constituir una prueba lógicamente válida de su verdad si no va
unida a conocimientos sintéticos a priori; por tanto, se tendría un puro círculo vicioso,
puesto que se supondría precisamente lo que se quiere justificar con la prueba.
Supongamos, separándonos de él, que semejante experiencia sea suficiente para mostrar
su verdad sin la ayuda de esos conocimientos: resultaría, ahora como antes, que aquello
sobre lo que en última instancia habríamos de apoyarnos no son los conocimientossintéticos a priori, sino las observaciones evidentes y ciertas proposiciones analíticas
evidentes pertenecientes a las reglas de la lógica.
32. Así como no podemos valernos de esta notable peculiaridad, tampoco podemos
valernos de otras, y especialmente de aquella por la cual los conocimientos sintéticos a
priori se distinguirían de los instintos en afirmar algo como universal y necesario. No
puede negarse que un juicio universal, lo mismo que uno particular, y un juicio
apodíctico, lo mismo que uno asertórico, pueden pertenecer a las ideas fijas de un
demente.
Si alguien interpretara lo «universal» en el sentido de «común a todos los hombres»,
ello sería inadmisible. Apelaría nuevamente a la experiencia, pues sólo ella podría
informarnos sobre el hecho de que todos los hombres se encuentran de acuerdo sobre
este punto.
33. Además, yo no niego solamente que sea lícito tomar como fundamento de la
ciencia principios sintéticos a priori ciegos, sino también niego que Kant tenga derecho a
decir que ciertas proposiciones, sobre las cuales descansan la matemática y la física, sean
principios sintéticos a priori. Aprehendidos rectamente, los axiomas de la matemática
son evidentes por sí mismos; la aritmética y la geometría pura son ciencias puras
analíticas a priori. Nada tiene de extraño entonces que la experiencia se muestre siempre
de acuerdo con ellos y con sus consecuencias. Y lo mismo vale del principio general de
causalidad en cuanto que es una consecuencia necesaria de principios analíticos, bien por
sí solos, bien en unión de experiencias evidentes. Y así se deshace la paradoja de aquella
presunta conformidad.
Esperamos poder fundamentar todo esto de manera convincente en páginas sucesivas.
34. La cosa se pone todavía peor por lo que refiere al origen puro de ciertas intuiciones
y conceptos, con los cuales habrían de estar íntimamente unidos los presuntos
conocimientos sintéticos a priori. Vuelven, por lo pronto, los mismos reparos que antes y
especialmente el aplastante dilema de que el argumento, o bien reposa a su vez sobre
principios sintéticos a priori, o se funda en ciertas observaciones evidentes y tiene
entonces carácter analítico. Si lo primero, tenemos un círculo vicioso; si lo segundo,
resultará que nuestro saber puede ampliarse de un modo analítico; más aún: que, en
22
virtud de la justificación analítica de los conocimientos sintéticos a priori, no serán estos
los fundamentos últimos y propiamente dichos de todo nuestro saber, sino las evidencias
analíticas, unidas a ciertas experiencias psicológicas. Pero, además de este argumento, se
agrega el que es simpliciter inexacto el afirmar, como lo hace Kant, que poseemos
ciertas representaciones, sean intuiciones o conceptos, que tienen carácter a priori.
35. Una intuición de un espacio que se extiende infinitamente en tres dimensiones y
que, según Kant, nos está dado a priori, no solamente no es algo que poseemos a priori,
sino que es algo de cuya posesión somos totalmente incapaces. Sólo dentro de límites
muy estrechos de la extensión espacial se nos muestran objetos percibidos, calientes,
fríos, coloreados, sonoros, etc. Pero nuestro entendimiento aprehende en ellos los
conceptos más generales de las relaciones espaciales. Y estos sirven después para
ampliar conceptualmente lo espacial intuitivamente dado, según todas las direcciones,
mediante yuxtaposiciones hasta el infinito.
Lo propio acontece con las intuiciones y los conceptos temporales. Todo el futuro, al
igual que las partes más lejanas del pretérito, son algo tan sólo concebible, mas no
intuitivamente representable.
Por tanto, no hay duda ninguna de que las determinaciones espaciales y temporales no
tienen el menor derecho de ser contrapuestas, como representaciones a priori, a otras
determinaciones, como, por ejemplo, las cualidades; que serían a posteriori. Llegamos a
las primeras, igual que a las segundas, por experiencias concretas, con cuyo presentarse
comienza nuestra vida psíquica.
36. Igual que para los conceptos del tiempo y del espacio (cuyo carácter conceptual
desconocía Kant), puede mostrarse que también aquellas representaciones que según
Kant habían de ser conceptos dados a priori, conceptos procedentes del entendimiento,
han sido en realidad adquiridas por la experiencia.
Así, el concepto del ser. «Que es» significa «presente». Lo sido y lo que ha de ser es
idéntico a lo pasado y a lo futuro. Vemos, por tanto, que hay que buscar su origen
precisamente allí donde se encuentra el origen de las determinaciones temporales.
37. También el concepto de necesidad. Su origen se halla en el campo de las
representaciones perceptivas, que tenemos, por ejemplo, en el caso de un silogismo
evidente. Reconocemos analíticamente, por medio de un juicio apodíctico, la
imposibilidad de que la consecuencia sea falsa, pero verdaderas las premisas. Y
análogamente, si unimos predicativamente determinaciones positivas opuestas, por
ejemplo, algo azul-rojo, al rechazar esta reunión apodícticamente y con evidencia,
reconocemos la imposibilidad de que haya algo que responda a ella. Pero es necesario
aquello cuyo no ser es una imposibilidad.
Kant mismo ha puesto en relación el concepto de necesidad con nuestros juicios
23
apodícticos. Pero ha desconocido que nuestros actos de juicio pertenecen también a
nuestros objetos de experiencia y que, por consiguiente, no hay contradicción ninguna en
que ciertos conceptos hayan sido adquiridos con vistas a nuestros juicios y que sin
embargo sean, igual que otros, conceptos de experiencia.
38. Lo propio debe decirse del concepto de sustancia. Se equivoca completamente
quien cree que no va incluido en ninguna intuición perceptiva, porque, por el contrario,
va incluida en todas, como ya lo afirmó Aristóteles, que aprehendió rigurosamente por
vez primera este concepto.
Claro está que, al decir esto, doy por supuesto que se toma esa expresión en su sentido
primario, del cual no tiene Kant la menor sospecha debido a sus escasos conocimientos
de Historia de la Filosofía.
Para él, la sustancia es algo que permanece en el fondo de todo cambio. Pero ni la
permanencia en el cambio ni el hallarse en el fondo de algo pertenece a toda sustancia.
Así dice Aristóteles que Dios es una sustancia, sin que acontezca en él cambio ninguno
ni vaya unido a accidentes.
Lo que condujo a desplazar el concepto en esta forma fue la traducción de la οὐσία
aristotélica por sustancia; οὐσία significa entidad. Para que algo sea οὐσία, no necesita
ser sujeto de determinaciones reales, aunque muchas veces se presente dentro de esta
relación. Pero, en términos generales, lo riguroso es solamente que una entidad no es
propiedad real de ninguna otra. Si la οὐσία tiene propiedades reales, entra en todas ellas
como una parte en su todo. Y así como ningún todo puede existir sin sus partes, así
tampoco una propiedad real sin su sustancia. Y así como no hay ningún todo que pueda
ser pensado sin algunas de sus partes, así tampoco puede una propiedad real ser pensada
sin su sustancia.
Sin embargo, esta relación de todo y parte, tratándose de sustancia y accidente real, es
de índole especial. Tenemos conceptos compuestos, cada una de cuyas partes puede ser
pensada por sí misma. Así, por ejemplo, el concepto de un caballo rojo. Tenemos
también otros conceptos compuestos, de los cuales sólo puede segregarse, de por sí, una
parte. A ella se opone no una segunda parte, sino el todo. Es lo que pasa con el concepto
de rojo. Contiene el concepto de lo coloreado; parece, por tanto, un concepto
diferenciado, pero la diferenciación no tiene lugar por la adición de un concepto que
contuviera el concepto de lo coloreado, o recíprocamente. La diferencia específica
«rojo» es, a su vez, idéntica con la especie. Rojo, es algo coloreado que es rojo. El ser
rojo incluye en sí el ser coloreado. Según esto, no es difícil poner en claro la importante
distinción que existe entre ciertas relaciones de todo real y parte real. Hay algunos todos
reales de los cuales pudiera separarse algunade sus partes, mientras las otras continúan
siendo lo que fueron hasta ahora. Tal acontece, por ejemplo, con las dos mitades de un
24
continuo. Pero hay también composiciones de otra suerte, en las cuales la separabilidad
es solamente unilateral. Supongamos que un cuerpo pudiera pensar, y pensara realmente;
en tal caso, el cuerpo podría perdurar aunque no pensara, pero este ente individual
pensante ya no existiría desde el momento en que hubiese dejado de existir el cuerpo.
Designamos adecuadamente la peculiaridad de esta relación diciendo que el cuerpo es
algo que tiene consistencia propia, algo independiente en su existencia; por el contrario,
este ente individual pensante, en tanto que pensante, es algo real que sobreviene
(συμβεβηκός) al cuerpo en cuanto cuerpo. A diferencia de semejante συμβεβηκός, toda
ουσία es una entidad que existe en sí misma. No incluye en sí ningún συμβεβηκός, sino
que, al revés, si le sobreviene alguno, está incluida en él, y si le sobrevienen varios, está
incluida en cada uno de ellos, al paso que estos pueden separarse los unos de los otros.
Supongamos que un cuerpo pueda ver y oír al mismo tiempo, y que vea y oiga
efectivamente; si el cuerpo dejara de existir, no podría existir este ente vidente o
audiente, mientras que el ente vidente, en cuanto tal, podría persistir invariable aunque el
cuerpo dejara de oír, y recíprocamente. A esto se refiere lo que Aristóteles subraya
explícitamente, a saber: que el concepto de una sustancia, incluso la representación
individual de una sustancia separada de todo accidente, puede ser pensado sin
contradicción, mientras que el concepto de un accidente incluye en sí con necesidad
lógica el concepto de sustancia, y la representación individual del accidente incluye en sí
con necesidad lógica la representación de una sustancia individual. Si nos aparece en la
intuición algo coloreado concreto, y por tanto localizado, no nos aparece (y aquí me
permito rectificar una inconsecuencia de Aristóteles) nada accidental, sino una sustancia.
Lo que aparece, no aparece como dotado de dos accidentes: un color y una
determinación local, sino que sus peculiaridades cualitativas y locales son más bien
diferencias sustanciales que se individualizan mutuamente. Y si se nos aparece
intuitivamente nuestro yo como pensante y volente nos aparece, es verdad, con
accidentes; pero se equivocaría quien creyera que este fenómeno no contiene
intuitivamente sustancia ninguna. Es lo que da a ambos su diferencia individual frente a
otro ente igual pensante y volente cuando se encuentra otra persona que piensa y ve
exactamente lo mismo. Que este momento individualizador, a diferencia de lo que está
dado en el fenómeno de otro que piensa y quiere lo mismo, no pueda ser notado y
caracterizado por nosotros, es la consecuencia natural de la limitación de todas nuestras
percepciones psíquicas a la propia persona. Pero el que negara por esto que, sin estar
explícitamente notada, está contenida en nuestra percepción de los actos psíquicos,
tendría que negar, consecuentemente, la verdad reconocida por todos los psicólogos,
según la cual toda intuición, incluso la interna, es individual y merece, por tanto,
verdaderamente el nombre de intuición y no de concepto general. Naturalmente, el
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concepto de sustancia tendrá que estar dado en estos fenómenos al igual que lo estaba en
el fenómeno de lo coloreado concreto de que hablábamos. En este se encontraba
inseparablemente unido como el concepto genérico universalísimo de sustancia en la
representación concreta de una οὐσία; aquí se encontrará inseparablemente unido como
el concepto universalísimo de una parte de un accidente, existente por sí misma, lo está
en el fenómeno o manifestación de él. Así, pues, la sustancia, οὐσία en sentido
aristotélico, no aparece en manera alguna como existiendo a priori en nosotros, sino
como un concepto abstraído de los objetos de la experiencia.
Alguien a quien no satisficiera esto como refutación de Kant, podría tal vez decir que
haría falta mostrar cómo puede obtenerse de la experiencia el concepto que, desviándose
inconscientemente del uso habitual de los vocablos, ha designado Kant con el nombre de
sustancia. Sin embargo, por lo menos parcialmente, hemos satisfecho ya esta exigencia.
Hemos puesto en claro no simplemente el concepto de sustancia en general, sino también
el de esa peculiar relación de parte a todo en la cual se presenta muchas veces la
sustancia respecto de algo real, y ello refiriéndonos a la experiencia correspondiente.
Esta relación de parte a todo es lo que Kant ha llamado «estar a la base de» (ser sujeto,
ser hypokeimenon). No faltaría, por tanto, sino aducir algunos ejemplos de variación y
permanencia dentro de nuestra experiencia, para mostrar el origen empírico de todos los
elementos conceptuales que entran en la idea kantiana de sustancia. Pero, después de lo
que hemos dicho acerca del tiempo y acerca del ser y del haber sido, no es necesario
añadir nada nuevo.
39. Finalmente, por lo que respecta al concepto de causa, debo dar sin ninguna duda la
razón a Reid y Kant, en no admitir la exposición de Hume. La definición de la causa
como un antecedente constante, al presentarse el cual nos veríamos llevados, por el
hábito, a esperar el consiguiente experimentado con anterioridad, no responde a su
verdadero concepto. Se ve con toda claridad que Hume mismo buscaba algo
completamente distinto. Como no lo encontró, es decir, como no pudo descubrir ningún
fenómeno del cual pudiera haber obtenido el concepto de causa, desesperó de que
pudiera ser encontrado semejante fenómeno. Y entonces su convicción acerca del origen
exhaustivamente empírico de nuestros conceptos le hizo errar acerca de la existencia de
un concepto tal como el que buscaba. Pero Reid y Kant no se dejaron seducir así. La
falsificación del concepto era palmaria. Pero su inclinación hacia lo dado a priori hizo
que no se sintieran llevados a inquirir por la fuente empírica del verdadero concepto de
causalidad, sino que creyeran que el fracaso del ensayo de Hume podía ser considerado
como una confirmación de su filosofía apriorista. El concepto de causa, creyeron ellos,
no deriva en manera alguna de una intuición empírica, sino que nos está dado con
independencia de toda experiencia.
26
Veamos nosotros cómo puede recuperarse lo que ellos perdieron. Tiene razón Hume al
decir que no percibimos nunca la causación de un movimiento en nuestros fenómenos
físicos, tales como el movimiento, sea que esté producido por el choque o por una
atracción, o por el impulso interior hacia la persistencia del movimiento, según el
principio de inercia. Y también hay que darle la razón cuando niega que percibimos
verdaderamente semejante eficiencia en esos estados psíquicos que, según el sentir
general, se hallan producidos por influencias del cuerpo; ni tampoco la percibimos en
aquellas alteraciones físicas debidas a influencias psíquicas, tales como, por ejemplo, el
movimiento de los miembros por la voluntad.
Pero si bien no se encuentran en el dominio de la «sensación» las intuiciones, que,
como Locke decía, permitieran aprehender unitariamente los conceptos de causa y
efecto, creo, por el contrario, que se encuentran con tanta mayor riqueza en el dominio
de la «reflexión». Pero tratándose de la experiencia interna, no necesitamos buscar
ningún rincón especial; de lo contrario, el concepto de causa no podría ser tan familiar al
hombre vulgar y hacer de él un uso constante. El hecho de que muchos investigadores
capaces no hayan sabido lograr acrisoladamente la explicación del concepto de causa,
debe atribuirse al hecho de que ciertas circunstancias les han conducido a desconocer su
significación.
Se trata de cuatro casos muy comunes, de los cuales dos pertenecen al dominio del
juicio y dos al del sentimiento.
El primer caso se presenta todas las veces que, partiendo de ciertas convicciones, nos
vemos conducidos por el razonamiento a una nueva convicción; por tanto, por ejemplo,
en todo razonamiento silogístico.El segundo caso, análogo al anterior, lo tenemos
cuantas veces queremos o deseamos algo, indiferente de suyo, con vistas a alguna otra
cosa. El tercer caso, de nuevo en el dominio intelectual, es aquel en que algo salta a la
vista, como suele decirse por el concepto mismo. El cuarto, análogo al anterior en el
dominio del sentimiento, es aquel en que nace del concepto un acto de amor
caracterizado necesariamente como justo.
Vamos a explicar brevemente cada uno de estos cuatro casos. Digo, por tanto, ante
todo, que cuantas veces concluimos algo de algo, se nos hace perceptible una eficiencia.
No percibimos solamente que pensamos la conclusión después de haber pensado las
premisas, sino también que, al pensar la conclusión por nosotros mismos, estamos
determinados por el pensamiento de las premisas. Y esto no quiere decir que creamos
que al pensamiento de las premisas suceda siempre y haya de suceder siempre el
pensamiento de la conclusión; esto se ve con claridad la primera vez que formamos el
razonamiento. Junto al pensamiento de las premisas se dan en nuestra conciencia otros
muchos antecedentes. Podemos, por ejemplo, formar el razonamiento mientras paseamos
27
por el jardín y percibimos muchas impresiones visuales. Pero ninguna de estas
impresiones, sino solamente el pensamiento de las citadas premisas, es percibido como
algo que nos determina a pensar la conclusión.
Tal vez diga alguien que no se puede interpretar el razonamiento silogístico como si
consistiera en producir el pensamiento de la conclusión en virtud del pensamiento de las
premisas, porque entre las premisas y la conclusión existe más bien una relación de
identidad, toda vez que la conclusión no contiene nada que no esté contenida en las
premisas. Pero a esto respondo que nuestra cuestión no se refiere a lo pensado por el que
raciocina, sino a su pensar mismo. Quien niega lo que piensa en la conclusión, y sostiene
lo que piensa en las premisas, es posible que sea culpable de contradicción, pero puede
acontecer sin contradicción que alguien piense las premisas sin sacar la consecuencia de
ellas.
Algún otro podría decir también que en un silogismo no se saca en rigor conclusión
ninguna. La conclusión no hace sino expresar en palabras una parte de lo que está ya
dado en las premisas. Pero esta opinión errónea, hoy tan extendida, se halla ya refutada
por Aristóteles, cuando dice que al emitir los dos juicios que constituyen las premisas,
nadie piensa en ninguno de los dos juicios la conclusión, porque entonces una de las dos
premisas sería inútil para el razonamiento. No la piensa, pues, efectivamente, sino que
solamente por la concurrencia de ambas premisas logra adquirir la conclusión como una
nueva evidencia.
Veamos ahora el caso análogo en el dominio del sentimiento. Deseamos algo y
sabemos que depende de algún otro suceso que nos es indiferente de suyo, y en su virtud
deseamos este último gracias al primero. No notamos solamente que deseamos lo uno
después de haber deseado lo otro, sino también que deseamos lo uno determinados por la
creencia en la dependencia de uno de los acontecimientos respecto del otro.
Al notar esto, notamos una eficiencia en el sentido más estricto del vocablo.
Nadie puede pasar por alto estos dos casos. Se habla generalmente de los antecedentes
como motivos. Especialmente se oye hablar con frecuencia de los motivos de la
voluntad. Pero motivo significa motor, esto es, principio eficiente. En la Edad Media,
Tomás de Aquino llegó a plantearse la cuestión de la relación en que están el
pensamiento de la conclusión y el pensamiento de las premisas, y la resolvió
debidamente diciendo que el pensamiento de las premisas es causa del pensamiento de la
conclusión, no en el sentido de una causa final, material o formal, sino en el sentido de
causa eficiente, conforme a la distinción que hicieron los escolásticos siguiendo a
Aristóteles. Y aunque el genial escolástico no haya sabido utilizar el caso para esclarecer
el concepto de causa en todas las dimensiones de su filosofía, que no va, como la de
Locke, a investigar el origen de nuestros conceptos, sin embargo, en nuestra época,
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Schopenhauer se ha referido ya al caso de la volición motivada como a una de las
fuentes del concepto de causa.
¿Cómo pudo ocurrir entonces que lo que era tan evidente para Tomás de Aquino y
cuya percepción es lo único que condujo a la formación de la palabra motivo, haya
escapado tan absolutamente a un David Hume, al esforzarse denodadamente por
descubrir una intuición en la que nos fuera dada una eficiencia y un ser efectuado, y que
después de él los demás investigadores no hayan reflexionado sobre este caso? En
Hume, el fundamento de esto se encuentra expresamente en que creía que sólo podía
darse y conocerse la eficiencia cuando sucede algo con universalidad sin excepción; y al
pensamiento de las premisas no sucede sin excepción el pensamiento de la conclusión, ni
se desea siempre el medio adecuado para obtener un objeto que se quiere. Para que esto
acontezca tienen que darse ciertas condiciones concomitantes, tanto positivas como
negativas, que contrarresten la influencia de circunstancias impedientes. Muchas veces
tenemos conciencia de ellas, como, por ejemplo, cuando luchan entre sí los diversos
motivos de la voluntad, y no dejan llegar a ninguna elección decisiva. Se llega entonces
a una especie de deseo hipotético: yo desearía ciertamente tal cosa si no temiera tal otra.
Pero igualmente pueden existir fuera de la conciencia circunstancias que cooperen a ello
o lo impidan. Pero esto muestra justamente que la opinión de Hume es un prejuicio
infundado y erróneo. En el concepto de una causa eficiente no entra en manera alguna el
que tuviera que producir lo que produce, incluso cuando estuviera aislada y no estuviera
apoyada para su producir por la cooperación de algo, ni entra el que fuera imposible que
aconteciera el que otra causa impidiera su actuación. Es suficiente que en un caso dado
no esté impedida y no le falten ninguna de las demás condiciones positivas. Por
consiguiente, para que algo produzca algo, y para que esto último sea intuitivamente
aprehendido como producido, no es en manera alguna necesario que haya un antecedente
respecto del cual se presente lo efectuado como un consiguiente, en toda circunstancia y,
por tanto, sin excepción. Si seis caballos tiran de un pesado carro, creemos que cada uno
de los seis caballos ha cooperado. Pero no creemos por esto que, en otras circunstancias,
es decir, sin la cooperación de los otros cinco caballos, hubiera podido cada uno mover
el carro de su sitio.
Por tanto, no puede preocuparnos lo más mínimo esto que ha hecho errar a Hume. En
los dos casos que acabamos de citar está intuitivamente el influjo de la causa eficiente. Y
especialmente aquello que está producido es aquello a lo cual se le imprime el carácter
de algo motivado y producido por otra cosa.
Dirijamos ahora nuestra atención a los otros dos casos. El uno era el de los juicios,
que, como se dice, saltan a la vista por sus solos conceptos. Se los llama conocimientos
inmediatos porque no son conclusiones de otros conocimientos, pero no porque no
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requieran otros antecedentes psíquicos. Especialmente exigen todos ellos una
representación que reúne una pluralidad de notas para rechazar después esta reunión
como algo imposible. Así, por ejemplo, piensa uno un cuadrado redondo y lo rechaza
como imposible. En este caso, digo, notamos, no solamente que conocemos la
imposibilidad de un cuadrado redondo, sino también que este conocimiento está
obtenido por la representación dada. Esta evidencia inmediata se distingue por esto muy
esencialmente de otras convicciones inmediatamente evidentes, que se encuentran muy
abundantemente en los hechos de nuestra percepción interna. Tan cierto como que tienen
una causa es que escapan por completo a nuestra percepción. Se equivocaría quien la
buscara en una representación que sirviera de fundamento. Indicio de que este caso de
causación es en cierto modo perceptivo,es también que suele decirse que algo salta a la
vista por su solo concepto, solamente cuando se trata de axiomas, pero no de hechos de
percepción inmediatamente evidentes.
A este caso de observación de la causación en el dominio intelectual corresponde,
según dijimos, un caso en el dominio del sentimiento. Aquel en que un acto de amor, sea
simple, sea un acto de preferencia, resulte inmediatamente de los conceptos. Son
también casos en que la verificación se caracteriza como necesariamente justa. Hace
muchos años que llamé la atención sobre ello y que intenté mostrar cómo arranca de ello
todo conocimiento ético. Tenemos un simple ejemplo de ello si alguien pregunta si
prefiere el conocimiento al error o el error al conocimiento, o si prefiere la alegría al
dolor o el dolor a la alegría. Surge inmediatamente en él, de los simples conceptos, una
preferencia que no se presenta como simple cuestión de gusto, sino que se da a conocer
como necesariamente justa. Porque no solamente en el dominio del juicio, sino también
en el dominio del sentimiento; esto es, en el dominio del amor y del odio, del preferir y
del posponer, es preciso hablar de rectitud y de evidencia, si es que no se quiere suprimir
los conceptos de bueno y de malo, de más y menos bueno, que no significan sino lo que
ha de amarse rectamente, lo que ha de odiarse rectamente, lo que ha de preferirse
rectamente.
Cuanto más exactamente se analice el caso, tanto más análogo parecerá al caso
anterior, y, por tanto, como un innegable ejemplo de una eficiencia, intuitivamente
aprehendida, de una causación a partir de su causa.
Después de esta explicación del origen de nuestro concepto de causa, habría que pasar
a los detalles de su contenido y con ello a toda una serie de particularidades, cada una de
las cuales nos daría a conocer más concretamente los defectos de la definición de Hume.
Para no detenernos excesivamente sobre este punto, basta indicar solamente dos
caracteres.
Cuando Hume dice que el concepto de causa es un antecedente temporal, se opone a
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Aristóteles, que quería mostrar más bien que la causa y el efecto no pueden existir sino
simultáneamente. Los ejemplos que hemos aducido muestran que Aristóteles tenía razón.
Las premiase tienen que existir durante todo el tiempo en que surge de ellas la
conclusión. Los motivos de la voluntad tienen que estar psíquicamente dados durante
todo el tiempo en que preferimos algo. La causa comienza, pues, a ser causa, cuando
comienza el efecto, y lo es tan sólo mientras algo es efectuado.
De la misma manera que nada comienza y termina al mismo tiempo, así también toda
causación dura cierto tiempo. Durante ella existen en continuidad lo causante y lo
causado como tal en contacto temporal, esto es, en coincidencia temporal, presentándose
una paulatina operación de la causa y del efecto, o bien, como en el caso de una
eficiencia que se conserva (por ejemplo, si durante un lapso de tiempo la misma
conclusión salta de las mismas premisas), no presentándose más variaciones que las del
tiempo. Lo que digo no puede parecer paradójico a nadie que se haya ocupado de
estudios sinecológicos y del concepto de límite. Las cosas que están espacialmente las
unas fuera de las otras, coinciden en sus límites, interpretados estos como el lugar del
contacto inmediato, al cual no le pertenece la menor dimensión de profundidad en el
dominio de ninguno de los cuerpos tangentes. Si en estas circunstancias se quiere hablar
de un antes y de un después respecto de la causa inmediata y del efecto inmediato, no
serían aquel antes y después que se pueden percibir empíricamente cuando falta toda
diferencia de magnitudes finitas. Todo lo que Hume podría observar referente a
regularidad de sucesiones, no pertenece a los casos del antes y después que es preciso
admitir para una causa inmediata y un efecto inmediato.
Si se dice del efecto y de la causa que se suceden temporalmente, se dice solamente en
un sentido análogo, como si alguien se permitiera decir de un punto que está en la mitad
de una línea, por ser extremo de una parte, y está junto a ella, por ser extremo de la otra.
Durante un proceso de causación están en contacto lo causante y lo causado y se suceden
solamente como término y comienzo que coinciden desplazándose uniformemente.
No olvidemos, finalmente, otras circunstancias. Los que, siguiendo a Hume, definen la
causa como antecedente universal y necesario, esto es, como algo a lo cual sigue
necesariamente el consiguiente, se verán conducidos a pensar la causa como algo
sumamente complejo que contiene, además de determinaciones reales y positivas, una
multitud de momentos negativos. Tendrán que decir, por ejemplo, que no es el peso de la
balanza la causa de que se incline a un lado, sino el peso unido a la falta de un
contrapeso, y al punto de apoyo del brazo de la balanza y a las propiedades magnéticas y
eléctricas de los cuerpos, etcétera. Porque, de hecho, el peso puede encontrarse otra vez
en el platillo de la balanza, sin que esta haya cambiado de lugar. Lo cual muestra
también lo lejos que se está del verdadero concepto de causa con estas definiciones.
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Nada puede operar, y por tanto nada puede cooperar, sino lo que está dotado de esencia.
Que el defecto de un contrapeso mueva la balanza, o que haya cooperado al movimiento,
es algo simpliciter falso, aunque sea verdad que no se hubiera producido la inclinación
de la balanza si se hubiera contrapuesto algo dotado de esencia a lo que, por poseer
también esencia, mueve ahora la balanza.
40. Damos por terminada con esto la demostración del origen empírico de la causa
eficiente, y con ello nuestra refutación de la afirmación kantiana, según la cual existen
conceptos que brotan del entendimiento puro. Aunque no hayamos examinado en
particular cada uno de los conceptos de que él habla, nos hemos detenido, por lo menos,
en aquellos en que su doctrina parecía tener mayor viso de verdad. Sería recargar
inútilmente la cosa el ocuparnos igualmente con otros muchos, tales como el de
totalidad, pluralidad, unidad o posición, negación, limitación. El mismo Hume, que se
mostraba en actitud tan crítica frente a Locke respecto de las fuentes empíricas de
nuestro concepto de causa, se sonreiría de quien encontrara difícil mostrar el origen
empírico de los conceptos que acabamos de citar. Por tanto, podemos establecer como
resultado seguro de nuestro estudio que no existen en todo el ámbito de nuestra
conciencia ni intuiciones «a priori» ni conceptos «a priori».
Con esto podemos dar por resueltas todas las objeciones.
41. Fue una empresa absolutamente antirracional pretender edificar la ciencia sobre
ciegos prejuicios, aunque se los revistiera con el bello nombre de conocimientos
sintéticos a priori. La luz viene de la luz, no de las tinieblas. Existe entre ambas una
eterna enemistad. Donde la luz logra imperar, expulsa las tinieblas; pero donde imperan
estas, tiene que extinguirse la luz. Y en las tinieblas es imposible defenderse de ningún
dislate. Así es como después de Kant vemos que la filosofía se halla abandonada a la
arbitrariedad en grado mucho mayor que con él. Los más aventurados sistemas se
explican ante el público por Fichte, Schelling, Hegel, y son saludados con gestos de
aprobación. Herbart los critica, y Schopenhauer los colma de denuestos. Pero, como
ninguno de los dos reconoce que el germen de la desgracia está en Kant mismo, no ha
podido ninguno de los dos, y especialmente Schopenhauer, aportar propiamente nada
mejor en su lugar. Por el contrario, el espíritu embotado para toda disonancia filosófica
ha podido encontrar gusto últimamente hasta en los absurdos, que ponen los pelos de
punta, de un Nietzsche. En el campo de la filosofía ya no se piensa en pedir luz y verdad,
sino solamente un entretenimiento con novedades sorprendentes. Por estos frutos, que
han madurado en el árbol de los conocimientos sintéticos «a priori», puede
revelársenos, más que suficientemente, lo que son estos.
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SEGUNDA PARTE
EL CARÁCTER LÓGICO DE LA MATEMÁTICA

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