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Las caras de la depresión_ Abandonar el rol de víctima - Emmanuela Muriana Laura Petteno Tiziana Verbitz

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Emanuela Muriana, Laura Pettenò,
Tiziana Verbitz
LAS CARAS DE LA DEPRESIÓN
Abandonar el rol de víctima:
curarse con la psicoterapia en tiempo breve
Con un prefacio de
Giorgio Nardone
Traducción de
Jordi Bargalló Chaves
Revisión de
Adela Resurrección Castillo
Herder
www.herdereditorial.com
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http://www.herdereditorial.com
Título original: I volti della depressione
Traducción: Jordi Bargalló Chaves
Diseño de cubierta: Claudio Bado
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 2006, Ponte alle Grazie srl, Milán
© 2007, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3113-5
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está
prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
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http://www.herdereditorial.com
Cada una de nosotras,
a lo largo de este trabajo,
ha perdido a uno de sus padres.
A ellos dedicamos este esfuerzo.
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Índice
Prefacio, por Giorgio Nardone
 1. Depresión: historia y remedios
 2. La investigación
 3. La renuncia
 4. La creencia
 5. Las caras de la depresión
 6. Deprimido radical
 7. Iluso desilusionado de sí mismo
 8. Iluso desilusionado de los demás
 9. Moralista
10. Consideraciones finales
11. Metodología y resultados
Apéndice
Conclusión, por Giorgio Nardone
Bibliografía
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Prefacio
Por Giorgio Nardone
A menudo, términos que se derivan de la psiquiatría y de la psicología se convierten en
palabras de uso común. De éstos, el término «depresión» es seguramente el más usado y
del que más se ha abusado en los últimos veinte años, porque a través de él se indica una
serie de diferentes estados de humor de una persona.
Por esta razón, este libro comienza con una historia de la evolución del término y de
sus diversas acepciones, desde las de resonancias hipocráticas, como la «bilis negra», y
el «mal de existir» de los existencialistas, pasando por el spleen de los románticos, hasta
la «enfermedad del siglo» de la psiquiatría moderna.
Esto ya indica al lector el hecho de que nos encontramos frente a una materia
controvertida, de la que se han ocupado no sólo médicos y psicólogos, sino también
literatos y religiosos. Con el fin de proporcionar una imagen concreta, los autores han
llevado a cabo una investigación empírica que establece las diferentes formas expresivas
del llamado «mal oscuro», uniéndolas, en otros términos, a una descripción de las caras
de la depresión.
Sin embargo, para que el resultado fuese realmente concreto, no prejuicioso ni
ideológico, el método de investigación ha sido el utilizado por la tecnología, es decir,
conocer cómo funciona una realidad a través de estrategias capaces de transformarla,
orientándola hacia objetivos fijados de antemano.
Esto significa que el único modo realmente eficaz de conocer una patología está
representado por las técnicas terapéuticas capaces de extinguirla, técnicas que funcionan
como auténticas exploraciones fiables en virtud de su poder de producir cambios
estratégicos.
Así, el lector encontrará descritas, en este desarrollo, las variantes de la depresión,
observadas a través de la aplicación de un modelo de intervención terapéutica que ha
sido, al mismo tiempo, el instrumento de la investigación.
Emanuela Muriana, Laura Pettenò y Tiziana Verbitz —terapeutas, docentes e
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investigadoras asociadas del Centro de Terapia Estratégica de Arezzo, que dirijo— han
llevado a cabo este estudio sobre una amplia muestra de pacientes, con extraordinaria
paciencia y hercúlea tenacidad, hasta conseguir la puesta a punto de protocolos de
tratamiento específicos para las diferentes variantes del trastorno depresivo.
Esta obra no sólo representa una descripción rigurosamente empírica de esta grave
patología, sino que es también una formidable contribución para su tratamiento efectivo.
El libro ha sido escrito de forma que cualquier persona pueda leerlo y comprender
con claridad los contenidos; no está dirigido únicamente a especialistas, sino también a un
público más amplio, puesto que el tema en cuestión hace referencia a muchísimas
personas y, por lo tanto, merece ser tratado no sólo dentro los ámbitos restringidos
médico-científicos, sino que ha de poder ser disfrutado también por los directamente
interesados.
El lector podrá constatar de este modo que la depresión no es un mal incurable y que
su superación no requiere necesariamente terapias a veces más devastadoras que la
propia enfermedad.
En palabras de Francisco de Asís, a menudo «basta un único rayo de luz para disipar
mil oscuridades».
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Capítulo 1
Depresión: historia y remedios
Una depresión es, en sentido literal, una hondonada del terreno o una disminución de la
presión atmosférica, cualquier cosa que va hacia abajo partiendo de un estado precedente
más o menos equilibrado.
Referido al sistema humano, el término indica la ruptura de un equilibrio y la
consiguiente caída hacia abajo del estado de ánimo, una «hondonada» percibida como
abatimiento.
Es una experiencia que acompaña a los seres humanos desde el origen de su historia:
la depresión tiene la misma edad que la humanidad, en cuanto está ligada al sufrimiento
humano. Y desde siempre el hombre se ha enfrentado al ánimo abatido, a la falta de
ganas de hacer algo, la pérdida de interés, la incapacidad de volver a ser lo que se había
sido.
Así, Homero (Ilíada, libro IX, vv. 5 ss.) describe el estado de desesperanza y la
consternación de los aqueos frente a la pérdida del favor de los dioses:
De los Aqueos habíase enseñoreado la ingente fuga,
compañera del glacial terror: los más valientes
estaban agobiados
por insufrible pesar.
Y también Saúl, como cuenta la Biblia (Samuel, 1-31), es cogido por la cólera de Dios;
Vittorio Alfieri (Saúl, acto V, escena V, vv. 18-20) presenta a su Saúl inmerso en un
estado de profunda tristeza, incapaz de hacer frente a las tareas que le han sido
encomendadas:
Hete aquí solo, oh rey; ni uno sólo te queda
de tantos amigos, y siervos tuyos. ¿Así pagas
la terrible ira del inexorable Dios?
En los orígenes de la historia, el mal del hombre es fruto del castigo divino.
Se convierte en enfermedad en el siglo v a. C., cuando Hipócrates, al escribir sobre la
«locura» de Demócrito, atribuye la depresión al exceso de «bilis negra».
La secreción excesiva de melánia cholé —la bilis negra— del bazo (todavía hoy la
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palabra inglesa spleen, «bazo», se utiliza para indicar los trastornos de tipo depresivo)
ocasiona la melancolía. Este estado está marcado por alteraciones físicas y por
importantes síntomas psíquicos: misantropía, miedo, tristeza, hasta la locura. Está loco,
en efecto, el Orestes de Eurípides, acosado no ya por las Erinias, las terribles furias, sino
por el remordimiento del delito cometido.
De la melancolía se han ocupado médicos y filósofos, los primeros para enriquecer el
repertorio melancólico con innumerables teorías etiológicas, descripciones sintomáticas y
terapias fantasiosas. Aristóteles, por ejemplo, en el más conocido de sus Problemata
(xxx, 1) se pregunta por qué están más expuestos al «riesgo» melancólico artistas, poetas
y filósofos.
«Enfermedad» del alma y del comportamiento, la melancolía es tratada como
enfermedad del cuerpo, el cual, de todas formas, para recuperarse ha de dedicarse a
actividades lúdicas y placeres: teatro, paseos, ejercicios físicos, como aconsejan Asclepio
y Sorano de Éfeso, entre los griegos, y Arquígenes entre los romanos. Y si esto no basta
se recurre al uso de fármacos evacuantes y diuréticos, para expulsar la sustancia en
exceso, y al eléboro (Helleborus níger y Helleborus viridis), el remedio antidepresivo
por excelencia. El extracto de eléboro tiene un efecto fuertemente irritante para las
mucosas. Produce la rotura de vasos sanguíneos, con expulsión de sangre coagulada,
oscura, considerada entonces como «bilis negra». El éxito del eléboro, de hecho, no
conoce ningún declive hasta el siglo xix.
Era necesario, como siemprepara el Hombre, comprender, influenciar, controlar, con
el fin de llevar a cabo cualquier posible medida preventiva, protectora y curativa. Y
cuando los conocimientos árabes sobre astronomía y astrología se funden con el corpus
de los conocimientos médico-filosóficos griegos y romanos, es el turno de las
correspondencias entre astros concretos y tipos humorales específicos: a los melancólicos
les toca Saturno como tutor, frío y ventoso, el más lento y lejano de la Tierra de entre los
planetas. Y los «hijos de Saturno» se convierten en los más infelices entre los humanos.
En el Medioevo se refuerza la connotación negativa de la melancolía, despreciable
trastorno que induce a la sospecha de la culpa y, por tanto, de la pena merecida que poco
a poco se confunde con el vicio.
El doctor de la Iglesia Isidoro de Sevilla sostiene que el adjetivo latino malus (feo,
malo, malvado) deriva del nombre griego utilizado para indicar la bilis negra: «Malus se
dice de la hiel negra, que los griegos llaman mélan; por lo que se llaman melancólicos
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aquellos que huyen de la conversación de sus semejantes» (Klibansky et al., 2002, p.
72).
Y el vicio culpable se expresa en acedia (la pereza —el ocio—, uno de los vicios
capitales) y tristidia (la tristeza). Es el castigo divino que espera a los humanos
manchados por el pecado original, la consecuencia inevitable de la expulsión del paraíso
terrenal.
El término acedia indica sobre todo la pérdida, ciertamente culpable, de la adecuada
e intensa unión con Dios. El perezoso es, por lo tanto, causa de su propio mal, en tanto
que sólo cuando el alma goza de la comunión con Dios puede existir la paz de espíritu.
Como dice San Buenaventura: Ubi fruitio, ibi quietatio. El perezoso, pues, renuncia a
la unión espiritual, por vagancia, indolencia o impotencia.
Dante, intérprete escogido de la cultura medieval, hunde a los perezosos en el
Infierno, sumergidos en la Laguna Estigia, horriblemente castigados por no haber sabido
apreciar la belleza del mundo (Infierno, canto VII, vv. 118-126):
[...] que bajo el agua hay gente que suspira,
y borbotean esta agua que está arriba,
como el ojo te dice, a donde gire.
Inmersos en el limo dicen: «Tristes fuimos,
bajo el aire dulce que el sol se alegra,
llevando adentro un acidioso humo:
Ahora nos apenamos en este negro cieno».
Este himno barbotaban en el garguero,
porque hablar no pueden con palabra entera.
La teología moral cristiana modifica la connotación de la melancolía, añadiendo las
referencias a la culpa y al sentido de indignidad que le eran originariamente ajenas. De
este modo, pecado y locura se funden y confunden, tanto en la búsqueda de las causas
explicativas como en la «cura», que no siempre, ¡ay de mí!, se limita al ora et labora
(reza y trabaja). Al inicio del siglo xvi, aún antes de que los furores religiosos quemaran
en las hogueras de la Contrarreforma todo aquello y a todos aquellos que fuesen
sospechosos de haberse alejado de la ortodoxia, San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios
Espirituales, habla de la que llama «desolación espiritual»: «Por desolación entiendo [...]
la oscuridad del alma, la turbación interior, el estímulo a cosas bajas y terrenales; la
inquietud por toda clase de agitaciones y tentaciones, que empujan a la desconfianza, sin
esperanza y sin amor, por la que el alma se encuentra perezosa, tibia, entristecida y como
separada de su Creador y Señor».
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Durante todo el siglo xvii, Dios y el diablo son aún la causa de las calamidades
humanas. Lo testimonia magistralmente la obra monumental de Robert Burton, de 1621,
que, por un lado, resume bien, en la búsqueda de las causas y en la sugerencia de los
remedios, la moral de la época: honrar a Dios y no ceder a las tentaciones del ocio, padre
de todos los vicios; por el otro, abre una primera rendija, un camino a la concepción
psicológica y ya no exclusivamente humoral del trastorno.
Por largo tiempo, médicos, filósofos y, obviamente, moralistas, se refieren a la
poderosa obra de Burton: de ahí en adelante la melancolía se transforma en prerrogativa
de la nosografía médica y, a partir del siglo xviii, también de la nosografía psiquiátrica y
neurológica.
Algo extraño sucede, por tanto, en el siglo de las luces: por un lado, médicos y
futuros operadores sociales se apropian de «la curación del alma» y se difunde el
«tratamiento moral», especie de prototerapia fundada en el acercamiento psicológico al
concepto de salud mental; por otro, la melancolía entra, de hecho, en el campo de interés
de la naciente psiquiatría y, sustraída para siempre a filósofos, teólogos y moralistas, se
convierte en objeto de una competencia exclusivamente médica. Se puede recordar la
liberación de los alienados «del uso bárbaro de las cadenas de hierro» querida por
Philippe Pinel en el año I de la República (1793) en el asilo parisino de Bicêtre, en pleno
Terror.
Puesto que a mitad del siglo xviii Giambattista Morgagni enseña el concepto de
enfermedad de órgano, los orígenes de la melancolía ya no están en el desequilibrio de
los humores, sino en lesiones precisas de la materia nerviosa, ya no en todo el cuerpo,
sino en una de sus partes. Mente y cerebro se convierten entonces en la misma cosa.
La melancolía aparece aún en las nosografías de Vincenzo Chiarugi (1793-1794) y
Philippe Pinel al inicio del siglo xix, pero en 1819 ya es desahuciada por Jean-Etienne-
Dominique Esquirol y sustituida por el término «lipemanía» (del griego: luph, tristeza,
dolor, aflicción).
Y en la séptima versión de la nosografía kraepeliniana (Kraepelin, 1904, tr. it. 1996)
aquélla es sustituida por «psicosis maniaco-depresiva», y esta última es diferenciada de
las condiciones de naturaleza constitucional, como la «neurastenia». Desde este
momento, la palabra melancolía es sustituida por depresión y degradada de sustantivo a
adjetivo.
La configuración moderna de la depresión parece haber aparecido en Inglaterra, entre
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1700 y 1800. La «enfermedad inglesa» o spleen, connotada por el cuadro
prevalentemente psíquico descrito por Kraepelin y por sus sucesores, suplanta totalmente
el cuadro fundamentalmente somático de la melancolía medieval. No parece casualidad la
reivindicación geográfica. Algunos (por ejemplo, Murphy, 1982) opinan que se manifestó
en aquel lugar y en aquel preciso momento histórico-social por la concomitancia de al
menos cuatro factores: el protestantismo; el cambio sustancial en el modo de educar a los
hijos; la reducción de los vínculos sociales más estrechos a causa de la creciente
movilidad geográfica; la difusión de las ideas cartesianas relativas al dualismo cuerpo-
mente.
Lo que todavía parece perdurar del Medioevo es el sentido de culpa, que connota el
malestar depresivo: es la impronta indeleble del sentido del pecado, sugerido por la
religión, cualquiera que sea, que de manera sutil pero permanente ha modelado y modela
todos los sistemas culturales que tienen que ver con una tradición monoteísta.
Al inicio del siglo xix se abre camino otra lectura: irritación, cansancio, tristeza sine
causa son imputables a dos formas distintas de «irritación» del sistema nervioso, la
«asténica» y la «esténica», caracterizadas respectivamente por cansancio e
hiperexcitabilidad. La asténica, la «neurastenia», se convierte más tarde en el contenedor
de cada posible síntoma psíquico y físico, de todo aquello que, referido a pacientes de
sexo femenino, connota la histeria, pero que, como tal, se adapta mal a los nuevos
businessmen (recordemos que el término «histeria» nace del griego ustera, es decir,
útero, para indicar precisamente un trastorno de naturaleza «uterina», por tanto
exclusivamente femenino).
Charcot ennoblece la nueva forma nosológica, que junto a la histeria se convierte en
la enfermedad del siglo por excelencia. Así, la neurastenia (o agotamiento nervioso —
expresión sorprendentemente aún en uso entre aquellos que sufren este malestar—, en
cuanto se suponían, precisamente, «agotados» los centros nerviosos) lleva a una gran
cantidad de ricos empresariosa las consultas de los neurólogos, convirtiéndose en la
enfermedad de moda y, como tal, se difunde desmesuradamente entre las clases
acomodadas.
Es interesante recordar que también en Italia los diagnósticos sufren la evolución de
los tiempos: así, lo que entre 1933 y 1937 se diagnosticaba como neurastenia y
psicoastenia se convierte casi totalmente en agotamiento nervioso entre 1937 y 1943,
año en el que se transforma en psiconeurosis neurasténica y, mágicamente,
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inmediatamente después, en depresión (Muriana, 1982).
Jean-Martin Charcot y Paul Janet preparan, mientras tanto, el terreno a Freud, que
sistematiza sus ideas en un corpus teórico y en un enfoque práctico destinado a orientar
un siglo de psicoterapia.
La interpretación «neurasténica» tiene, por tanto, una competidora en la
interpretación «psicógena» del trastorno depresivo: no se trata de alteraciones anatómico-
fisiológicas del sistema nervioso, sino de ideas, sentimientos, que sin una precisa «sede»
somática influyen en la mente y también el cuerpo. El paciente ya no sufre por la materia
«agotada» sino por los recuerdos eliminados.
Freud trata así, de forma innovadora y revolucionaria (Salvini, Verbitz, 1985, pp. 11-
45), al colocarse en la visión del mundo de la época, el tema de la melancolía. Después
de un primer esbozo en 1897, en el que sostiene que «la eliminación de los impulsos no
parece generar angustia sino más bien depresión: melancolía» (Freud, 1968, p.65), lo
introduce en Duelo y melancolía, como parte de los doce proyectos que, en 1915,
constituyen el andamio conceptual del corpus teórico del psicoanálisis.
Freud aún se refiere a melancolía, pero cada vez más se habla de depresión y cada
vez más se refiere a un horizonte interno de la persona enormemente dilatado, ocupado
por sistemas y órganos, por emociones y sentimientos producidos por éstos. Esto frente a
un sistema externo cada vez más «empequeñecido», en el que astros y demonios
desaparecen bajo el trasfondo de las nuevas adquisiciones científicas.
Aquí se introduce una nueva perspectiva, llamada «psicosocial». El aspecto peculiar
de este enfoque reside en el concepto de «reacción», que encuentra su máximo promotor
en Meyer (Meyer, 1951): todo individuo sometido a traumas lo suficientemente intensos
puede desarrollar una patología mental. La orientación de investigadores y clínicos se
abre mayormente a los componentes psicológicos, sin negar que eventuales aspectos
orgánicos, junto con los afectivos, cognitivos y ambientales, puedan ser determinantes en
la manifestación persistente de la depresión.
En ciertos aspectos hoy no ha cambiado mucho, si nos referimos al contencioso que
aún enfrenta teorías psicógenas (tanto psicodinámicas como psicosociales) y teorías
neurológicas, y que aún despliega una frente a otra a medicina y psicoterapia, por la
primacía de la credibilidad y por aquello más material de la conquista de un real y
auténtico «mercado».
Es únicamente la psiquiatría de inspiración fenomenológica, con Ludwig Binswanger
15
(Binswanger, 1960, tr. it. 2006) a la cabeza, la que sugiere una alternativa a la obsesión
neurobiológica y psicodinámica, analizando los modos particulares de estar-en-el-mundo
e intentando llegar a una comprensión del sufrimiento psicopatológico.
Por desgracia se trata de una voz que no ha sido escuchada y en la cotidianidad de la
práctica médico-psiquiátrica continúan dominando tanto el intento clasificatorio como la
tendencia a leer, en las vivencias melancólicas y depresivas de las enfermedades, temas
observables de la naturaleza.
Y esto sigue siendo el hilo conductor cuando, en la segunda posguerra, el testigo de la
psiquiatría pasa de la clasificatoria, pero ordenada, cultura alemana, a la primacía
estadounidense, en la que no hay margen para la incertidumbre: o «es» o «no es». Con
las ordenadas y tranquilizantes clasificaciones de las diversas versiones del DSM (Manual
Diagnóstico y Estadístico), los nombres de las enfermedades ya contienen toda la
información «necesaria» sobre la causa, terapia y prognosis. Se crea, de este modo, un
consenso universal en torno a objetos estandarizados pero, de por sí, inexistentes en la
naturaleza. La polimorfa variabilidad de la expresión del sufrimiento humano queda
encorsetada en definiciones, ejes y coeficientes (Nardone, 1994, pp. 11-21).
El tranquilizante furor clasificatorio parece olvidar que las clasificaciones médicas,
que se rigen en incontestables (al menos para la medicina occidental) teorías etiológicas
(así, causa de enfermedad pueden ser defectos congénitos, sustancias tóxicas, virus,
parásitos, etcétera) tienen un fundamento «naturalista» no siempre, ni tan fácilmente,
transferible a la psiquiatría.
Si un diagnóstico encuentra consuelo o coincidencia en los criterios diagnósticos del
DSM es, sin ninguna duda, «verdadero» y, por lo menos para algunos, no es discutible,
precisamente a causa de la falta, en el caso de los trastornos psíquicos, de aquel
«testigo», tan tranquilizante para la ciencia médica, algo que pueda ser sometido a
lecturas radiográficas o a exámenes de laboratorio.
Hasta los años cincuenta con la llegada de la psicofarmacología, melancolía,
depresión y enfermedades mentales en general habían sido tratadas con los instrumentos
que los conocimientos de las diferentes épocas ponían a disposición, fieles a la propia
lectura etiológica de los trastornos individuales: De los preparados herbáceos (con el
eléboro a la cabeza) a las curas termales; de las prescripciones higiénico-dietéticas a la
oración y a los consejos morales; de la obra de convencimiento racional al electroshock y
a la lobotomía; de la palabra a la utilización de sustancias psicoactivas (cocaína y
16
Amanita muscaria).
En los años cincuenta las primeras sustancias psicotrópicas (clorpromazina,
isoniazida, imipramina), como sucede a menudo, fueron descubiertas por casualidad y
mostraban inesperados efectos lenitivos en los trastornos del humor y en algunos
trastornos de comportamiento. Se experimentaron, por lo tanto, sobre diferentes
patologías para las que habían sido puestas a punto. En ausencia de teorías etiológicas
precisas (indispensables desde el punto de vista de nuestra medicina) y desde el momento
en que estas sustancias actúan sobre una cierta forma morbosa, el tratamiento permite
afirmar que esta forma morbosa «es precisamente una enfermedad». Éste es el
procedimiento definido en medicina como «prueba terapéutica» o ex adiuvantibus. «La
taxonomía y, por tanto, la terminología adoptada para los trastornos del humor en
nuestro días, en ausencia de referencias etiopatogénicas, tiene como principal valedor
externo la respuesta al tratamiento farmacológico» (Cassano et al., 1993). Sin embargo,
«la existencia de un grupo nada desdeñable de pacientes que no responden de modo
satisfactorio a una terapia farmacológica (del diez al treinta por ciento de los pacientes
deprimidos no presenta remisión sintomatológica), bien establecida, documenta de modo
inequívoco, tanto la oportunidad de valorar realmente el papel de los fármacos en la
depresión, como la oportunidad de desarrollar la investigación en este sector»
(Bellantuono et al., 1994).
La depresión se ha convertido hoy en el colector de todo el conjunto de las
dificultades del hombre: la problemática para definirla y, por el contrario, la multiplicidad
de definiciones, han permitido utilizarla de una manera extremadamente elástica y
multicomprensiva.
Lo que en el transcurso de los siglos ha caracterizado el enfoque humano de la
depresión y de la enfermedad mental en general ha sido la búsqueda de la «causa
original». La búsqueda etiológica siempre ha sido tranquilizante para el hombre,
necesitado de colmar de certezas conjeturadas la incertidumbre de la vida; necesitado de
autoengaños que le permitan «creer» en puntos estables que le aparten de la angustia de
lo desconocido y de lo incontrolable. Es mucho más tranquilizante hallar un nombre y un
origen a las cosas, sobre todo si son difíciles de colocar. Inclusoes más tranquilizante
pensar que las calamidades propias están causadas por la cólera divina, por el demonio,
por una alteración orgánica o por un trauma, que no saber.
Algo ha quedado indemne en el curso de muchos siglos, el principio de Galeno:
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«Inútil hablar de curación o pensar en remedios, hasta que no se comprendan las causas»
(Burton, 1621, tr. it. 2001). El método de investigación que sostiene una lógica lineal y,
por tanto, una etiología cierta antes de pensar en los remedios, todavía no ha dado los
frutos esperados.
Y la investigación continúa, desde los tiempos de Homero hasta hoy, con el enfoque
inmutable: «Dadme la causa y os encontraré el remedio». Cada época ha construido sus
causas y suministrado sus soluciones terapéuticas. Sin embargo, la causa objetivable no
existe por ahora; hipótesis bioquímicas están forzadas todavía en metodologías con
reminiscencias hipocráticas no tan valiosas para la actual medicina científica...
En la búsqueda de las causas del sufrimiento encontramos una enorme divergencia
entre los diferentes enfoques (entre el médico y el psicológico, por un lado, y dentro del
mismo enfoque psicológico, por otro). Sin embargo, todos ellos tienen en común un
modelo de investigación de tipo positivista, basado en el principio determinista de
causalidad lineal: existe una relación directa y unívoca entre causa y efecto; de ello se
deriva que sin la causa no se puede curar el efecto. Y la práctica no se aleja, ciertamente,
de la teoría: también la acción terapéutica dirigida al cambio sigue una lógica lineal, por lo
que se actúa sobre la causa (o, mejor dicho, en busca de la que se cree como tal)
poniendo entre paréntesis todo otro factor. Cada disciplina, entonces, pone sobre el
tapete su propia investigación, a menudo muy diferente pero sostenida por el mismo
principio de causalidad o lógica lineal.
No podemos asombrarnos, en este punto, si frente a una consistente variedad de
enfoques, del neurológico al psicobiológico, del psicodinámico al existencial, encontramos
caminos recorridos por muchos pero privados de puntos de encuentro.
Lo que es cierto es que actualmente estamos frente a un abuso de diagnósticos de
depresión: parece que todo lo que antes se identificaba como funcional, o por medio de
una fuerte etiología psicológica —en la acepción médica—, ahora se diagnostique como
depresión.
En nuestra experiencia clínica, en cambio, hemos visto que el surgimiento de un
cuadro depresivo es el efecto de la reacción de la persona a alguna cosa que «se rompe»
en su vida, aunque, la mayoría de las veces, ha sido peligrosamente definido como una
enfermedad en sentido biológico. No hay que infravalorar, en relación con ello, el
impacto que han tenido en el mercado los fármacos antidepresivos de nueva generación
(los ISRS, inhibidores selectivos de recaptación de serotonina), precisamente al subrayar
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el aspecto biológico del sufrimiento depresivo. Esto también está en concordancia con la
bibliografía que indica que en el diez a trece por ciento de los casos la manifestación
depresiva puede ser efectivamente considerada de naturaleza biológica. Con frecuencia
las depresiones parecen salir de trastornos de ansiedad, in primis ataques de pánico, o
más bien trastornos fóbicos paralizantes, pero también problemas de relación, que limitan
o impiden la vida diaria, y no lo contrario. Aquí está en juego la relación que la persona
tiene consigo misma, con los demás y con el mundo: lo que piensa y cómo lo piensa,
aspectos esenciales para nosotros, sobre los cuales ha de hacer brecha la palanca
terapéutica.
La conclusión a la que se llega, aunque consideráramos sólo estas observaciones
históricas, es que se habla mucho de depresión, pero desde un punto de vista empírico se
sabe muy poco.
De aquí ha nacido la exigencia de estudiar el problema, basándonos solamente en
«aquello que funciona» para romper el cuadro depresivo, libres de presupuestos teóricos
y de intereses diferentes.
19
Capítulo 2
La investigación
En el Centro de Terapia Estratégica de Arezzo trabajamos desde hace casi veinte años,
tanto a nivel terapéutico como en el ámbito de la investigación, utilizando un modelo
empírico-experimental que nos lleva a conocer un problema a través de su solución, con
la consiguiente puesta a punto de instrumentos terapéuticos y cognoscitivos (Nardone,
1988; Nardone, Watzlawick, 1990; Nardone, 1993; Nardone, Watzlawick, 1997;
Nardone, Verbitz, Milanese, 1999; Nardone, Salvini, 2004). La pregunta «por qué» es
sustituida por la pregunta «cómo». No, «¿por qué Tizio está deprimido?», sino, «¿cómo
funciona su depresión?; ¿cómo la ha construido y cómo continúa manteniéndola y
alimentándola, a pesar suyo?»
La pregunta «por qué» responde a una explicación causal: dada una cierta causa,
colocada en el pasado, sin importar lo remoto que sea, debería ser suficiente actuar sobre
ella, para modificar los efectos en el presente. Es el principio etiológico (de la causa
primaria) por excelencia.
La pregunta «cómo» prescinde de una hipótesis causal y se detiene, más bien, en
considerar la modalidad de formación y persistencia del problema «aquí y ahora»:
aquello que el paciente y/o el sistema en torno a él se obstinan en poner en acto como
solución fallida, que, en cuanto disfuncional, continúa alimentando el problema mismo.
El método de investigación empírica nos permite salir de los límites del pensamiento
determinista, desplazando el estudio de la búsqueda de las causas de un problema a
«cómo» ese mismo problema puede ser cambiado. Esta modificación de la estrategia nos
permite llegar a la comprensión de «cómo» funciona el problema y cómo persiste en el
tiempo. Los conceptos de formación y persistencia permiten desvincularse de cualquier
cuestión teórica a priori. En este sentido, la «lógica estratégica» representa el
instrumento de excelencia que permite la construcción de modelos rigurosos de
intervención, pero capaces de autocorrección, partiendo de los objetivos que se quieren
alcanzar. Y, puesto que se conoce un problema a través de su solución (Nardone, 1993),
esta lógica nos permite el paso de un plano más propiamente operativo a uno
estrechamente cognoscitivo, en una especie de circularidad productiva: de la solución de
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un problema a su conocimiento, y de éste a un perfeccionamiento de los instrumentos
operativos. Ha sido la solución de numerosísimos casos relativos a personas diferentes
con el mismo tipo de problema lo que nos ha indicado la estructura, el funcionamiento y
la persistencia del problema.
Gracias a este proceso de investigación hemos logrado enfocar específicamente el
hecho de «estar deprimido». Nos hemos planteado sucesivamente la pregunta de si
podían existir variantes en el modo en que funciona la depresión. Detectadas éstas
empíricamente, hemos puesto a punto intervenciones terapéuticas dirigidas, o protocolos
de terapia mucho más específicos, con precisión casi quirúrgica.
El instrumento que hemos utilizado es el de la Terapia Breve Estratégica, bajo la
forma de investigación-intervención. El método se basa en el concepto de investigación-
acción puesto a punto por Lewin (1951). El presupuesto sobre el que se funda esta
rigurosa metodología es que podemos conocer cómo un problema persiste en el tiempo
solamente interviniendo activamente sobre él, al intentar cambiarlo, en cuanto que la
única variable de que dispone el investigador es su propia estrategia: «La terapia como
investigación, la investigación como terapia», por tomar el título de un capítulo de una
publicación reciente (Nardone, Portelli, 2005). En virtud de esta tipología de
investigación aplicada al campo clínico, en el curso de los últimos quince años se han
puesto a punto protocolos definidos de intervención para patologías específicas, que se
han demostrado particularmente eficaces y eficientes, hasta el punto de que ahora se
utilizan a nivel internacional. Desde un punto de vista teórico-práctico es bueno hacer
hincapié en que el modelo estratégico se ocupa del modo en elque el hombre percibe y
gestiona su propia realidad en la interacción constante consigo mismo, con los demás y
con el mundo. En este sentido, también los «problemas» del hombre son producidos por
la interacción entre la persona y la realidad. Lo que hace que una dificultad se convierta
en un problema, y un problema en una patología, es lo que la persona hace o piensa —y
a menudo también el sistema en torno a ella— en su intento por resolver la dificultad.
Las reacciones y los comportamientos, precisamente las soluciones intentadas, que la
persona utiliza con el fin de superar su propia dificultad, en el momento en que no
funcionan se utilizan generalmente aún más (según la lógica devastadora del «más que
antes») (Watzlawick et al. 1971, 1974), complicando posteriormente la situación en vez
de resolverla. Se construye de este modo «una modalidad redundante de reacción en
relación con determinadas percepciones». Este modelo, que se repite en la interacción
21
entre la persona y su realidad, es lo que nosotros llamamos «sistema perceptivo-
reactivo» (Nardone, 1991). Estas respuestas contribuyen, por tanto, al hacerse rígidas
sobre la misma lógica de solución, a hacer el sistema disfuncional, de modo que «el
problema existe precisamente en virtud de lo que se ha hecho para intentar resolverlo».
La investigación, llevada a cabo a través de la comparación con los colegas y bajo la
supervisión de Giorgio Nardone, nos ha permitido determinar que, dentro del cuadro
clínico de la depresión, hay modalidades diferentes de expresión y de constitución del
fenómeno. Cada una de estas diferentes caras de la depresión parece construirse y
mantenerse a través de una secuencia de típicas tentativas fallidas de afrontar el
problema, del mismo modo en que, por ejemplo, la evitación y el recurso a la ayuda de
los demás, como soluciones tentativas típicas, conducen a síndromes de ataques de
pánico; la evitación y el control de las situaciones ansiógenas a través de rituales
repetidos a síndromes obsesivo-compulsivos. La determinación de la solución intentada
disfuncional se convierte, por lo tanto, en el primer paso para determinar las «trampas»
mentales con las que la persona ha construido su propia realidad problemática o
patológica. Al mismo tiempo, nos suministra la «clave» para el cambio terapéutico, que
consiste en sustituir la modalidad patógena por ideaciones funcionales.
El primer paso para la construcción de uno o más protocolos de intervención para
comprender cómo «funciona» la depresión lo constituye, por tanto, la búsqueda de una
solución tentativa típica de los cuadros depresivos.
Hemos localizado así una solución tentativa común a todas las personas deprimidas:
la renuncia.
22
Capítulo 3
La renuncia
Aliud agere quam nihil.
(Hacer alguna cosa antes que nada.)
Séneca
De la investigación-intervención sobre la depresión ha surgido que la solución tentativa
que caracteriza todas las tipologías de depresión localizadas por nosotros es, como hemos
dicho, la renuncia. Sin embargo, al continuar con nuestro trabajo nos hemos dado
cuenta de que ésta pueda presentar diferentes matices. Hemos partido, en un cierto
sentido, de lo «ordinario», para llegar a lo «distinto», a través de tamices de diferente
calibre: de lo general a lo particular.
El término «renuncia», entendido en su primera acepción, se refiere a una forma
generalizada: comportamental, ideativa y relacional; nos sugiere la imagen de una persona
«paralizada» por el rechazo a hacer cualquier cosa. El comportamiento está ralentizado,
desmotivado, la ideación es negativa («¡no hay nada que hacer!»); el placer, en
cualquiera de sus formas, está ausente; el humor se halla caracterizado por una general
ausencia de esperanza (sine spes): la posición de quien ahora solamente puede padecer.
Es la tragedia de la impotencia, que deja espacio, a veces, solamente a la lamentación. El
paciente es una marioneta con los hilos cortados.
Esta modalidad redundante de respuesta, que podemos llamar global, caracteriza los
estados depresivos más graves, es decir, aquellos que más a menudo llegan al
ambulatorio psiquiátrico o al estudio de un psicoterapeuta. Estos casos sobre todo «son
llevados» por otros, por los familiares en general, en cuanto la renuncia reviste tanto la
esperanza de cambio como la idea misma de posibilidad de cambio y son los que, en
ausencia de obediencia (observación de las prescripciones terapéuticas), son
habitualmente tratados farmacológicamente.
Es interesante notar que la renuncia global no es característica de una tipología
específica de depresión, aunque el imaginario clínico daría la impresión de invocar
formas específicas, pero puede disponerse, más bien, transversalmente respecto a todas
las variantes. Podemos decir, en este sentido, que el término global representa el aspecto
generalizado de la renuncia, que puede presentarse invariablemente en las diferentes
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tipologías depresivas. Existe siempre renuncia, aunque diferentemente «calibrada». Nos
damos cuenta de que, en este punto, un ejemplo puede ser muchos más explicativo.
Un hombre de mediana edad que en una primera impresión podríamos definir de
guapo, rico y famoso, se presenta acompañado por una amiga que lo ha animado a
hacerse ayudar. Hombre triunfador y de éxito, tanto profesional como personal —así se
define él—, tras el naufragio de su matrimonio y su separación encuentra una mujer
mucho más joven que él. Con ella mantiene una relación que dura cerca de siete años: la
historia más bella de su vida desde el punto de vista sentimental. El único inconveniente
son los cuatro hijos que, paladines de una madre nunca resignada, no aprueban el «golpe
de juventud» del padre. La joven mujer siempre ha soportado mal esta disponibilidad
hipotecada del rol de padre de él; empieza, por lo tanto, a reclamar su puesto y anuncia
su deseo de tener un hijo. Desde el punto de vista de la mujer, la pretensión es obvia: la
coronación lógica de su amor. Esto no lo es para él, que, en cambio, ve en la maternidad
el posible fin del encantamiento. La relación se complica: de un entendimiento perfecto
(complementariedad funcional) se pasa a divergencias continuas que desembocan en
discusiones; cada intercambio asume el tono de la polémica y de la recriminación por
parte de ella, con las consiguientes reacciones de él (la relación se vuelve simétrica). De
común acuerdo deciden, dolorosamente, no verse durante algunos meses, con la
esperanza de poder salvar su relación. Se hablan con frecuencia pero evitan verse para
no empeorar la situación. Se vuelven a ver durante un fin de semana: el amor y la pasión
se encienden de nuevo; sin embargo, él intuye que ha sido traicionado. Ella lo confirma.
Él reacciona perdiendo todo el savoir faire que le distingue, descubriéndose posesivo e
intransigente. Se siente traicionado, aunque el «crimen» se haya producido durante la
consensuada separación.
Después: rabia, depresión, caracterizada por la confusión mental, pensamientos
recurrentes, trastorno del sueño y del humor, síntomas neurovegetativos, soledad,
desesperación. Al no saber resolver el asunto de ninguna manera, empieza a rendirse,
renunciando a manejar la situación. Su autoestima, que hasta entonces había sido la clave
de su éxito, se hace añicos, así como la vida profesional. Ahora, tras dos años de lucha
consigo mismo, confundido entre débiles esperanzas de volver a empezar y repetidas
desilusiones, cae en un estado de postración total. Su malestar abarca todas las áreas de
su vida. La renuncia es global. Y él, que siempre ha sido un vencedor combativo, se
siente ahora derrotado por sí mismo. Del coloquio clínico surge su talón de Aquiles: la
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convicción acrítica de que ella nunca le habría traicionado. Un iluso desilusionado de los
demás (de ella), desde el punto de vista de nuestra investigación, que se ha convertido
sucesivamente en un iluso desilusionado de sí mismo, una vez que se ha dado cuenta de
que no es capaz de perdonar una traición. Pero, sobre todo, diremos nosotros,al no
haber nunca tenido en cuenta que podía sucederle precisamente a él, a él que siempre
había considerado la vida sentimental como el primer alimento del propio éxito. Tras
haber sido, literalmente, «traído» a consulta, sale de la primera sesión diciendo que está
dispuesto a hacer cualquier cosa para salir del impasse. Ahora pide explícitamente ayuda:
él, por sí solo, no sabe qué tiene que hacer o pensar. Su demanda es un indicio claro de
un primer cambio: el paso de la renuncia global a la solicitud de ayuda.
Resquebrajar una creencia significa intervenir sobre la solución intentada y poner los
presupuestos para el cambio.
En este caso el paciente renuncia rindiéndose: desilusionado primero por la traición,
nunca contemplada ni siquiera como hipótesis remota, luego por sí mismo. También la
hipótesis de la propia incapacidad en cualquier campo nunca había sido considerada
como una eventualidad posible y, al encontrase brutalmente frente a ella, toda certeza se
resquebraja. La incapacidad en un sector de la propia vida se extiende como un virus,
contagiándolo todo, y la renuncia se vuelve global. La persona se vuelve un iluso
desilusionado, que renuncia rindiéndose, de modo global.
Más a menudo, quien pide ayuda en primera persona utiliza una forma de renuncia
no tan totalizadora: está abatido, pero no aniquilado. Es decir, la renuncia parece ser
parcial y afectar solamente algunos ámbitos de la vida del paciente. Éste continúa
viviendo, aunque de manera sufrida o insatisfactoria, pero no «se deja vivir». El estado
de malestar puede también ser generalizado en sus efectos, pero la renuncia, como
solución específica, es aplicada de forma «circunscrita». Es un nudo, un impasse, cuyos
efectos pueden sucesivamente también extenderse.
La renuncia, en este caso parcial, puede implicar el plano de las ideas, el del
comportamiento o el de las relaciones.
Se presenta un hombre de unos cuarenta años, sin aspecto descuidado ni en apariencia
depresivo, padeciendo una profunda insatisfacción que reviste cada aspecto de su vida,
en cuanto que no consigue experimentar placer, ni siquiera satisfacción en ninguna de sus
actividades. Hace de todo, pero con esfuerzo, y ahora se da cuenta de que, quizás, se
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«está perdiendo algo». Casado desde hace algunos años, más por temor a la soledad que
por un arrebato afectivo, describe una especie de «congelamiento emocional». A través
del diálogo estratégico (técnica de coloquio clínico, cfr. Nardone, Salvini, 2004) se
localiza la solución tentativa redundante en la renuncia que, sin embargo, se sitúa
temporalmente de modo preciso y afecta solamente al plano emocional. Cuando era
joven estuvo implicado en un par de «historias» sentimentales que naufragaron
dramáticamente. Se entregó totalmente a su pareja, con la convicción de que sólo
anulándose en ella se puede ser amado, se puso en una situación de total vasallaje. Sin
embargo, rechazado por su amada, desde entonces renunció a cualquier forma de
implicación emocional. El efecto de la renuncia ha sido la extinción de toda emoción,
dolorosa o agradable.
En este caso, la renuncia es, y continúa siendo, parcial y no afecta la capacidad
«operativa» de la persona, que lleva una existencia «normal», sin «afrentas ni
alabanzas», como muchas otras; trabaja, tiene una relación no conflictiva con su mujer,
una vida sexual, frecuenta algunos amigos, pero en un desierto emocional.
Aunque, como veremos más adelante, las diferentes expresiones de la depresión
tienen características distintas, existe, en cambio, un modelo de percepción y respuesta
que se repite en todas. El sistema perceptivo-reactivo típico se manifiesta, aunque con
modalidades específicas correlativas, en la tendencia a una actitud de renuncia frente a la
realidad. La renunciaparcial, como la global, parece que no caracteriza una cierta
tipología depresiva, sino que más bien se dispone transversalmente respecto a todas. Así,
el paciente del ejemplo observado antes es un iluso desilusionado de los demás que, al
quebrantarse la creencia: «Si doy lo mejor de mí mismo en una relación, seguro que
funciona. Se me entregará por completo. Halagada, no tendrá más remedio que
aceptarme», renuncia a cualquier forma de implicación emocional construyéndose la
nueva creencia, igualmente disfuncional: «No me dejo involucrar y ya nada podrá
sucederme». La renuncia en cuanto tal se aplica solamente al plano emocional, aunque
los efectos, entendidos como un sentido generalizado de insatisfacción, afectan también a
otras áreas de la vida del paciente.
La renuncia parcial, cuando no funciona, hace que la persona se vuelva rígida en la
renuncia misma; con más razón si no ocurre nada en su vida que le obligue a cambiar.
De este modo, la renuncia parcial puede extenderse y convertirse en global. La persona
que renuncia parcialmente y no consigue superar el impasse puede, por decirlo así,
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agrandar, generalizar esta modalidad; el hecho de renunciar puede llegar a ser un modo
reiterado de afrontar las propias dificultades y los propios problemas, así que la renuncia
se convierte en global. Con el correr del tiempo, el malestar, más marcado en un área
existencial, puede generalizarse por consiguiente en la dirección de un trastorno depresivo
de mayor importancia.
Nos parece, por lo tanto, que podemos decir que la renuncia parcial puede
considerarse la predicción de una posible evolución de empeoramiento, casi una
depresión (tal y como se entiende habitualmente) en marcha.
Siguiendo con nuestro tamiz, de lo general a lo particular, hemos identificado algunas
formas de solución tentativa, que aunque no se identifican, en sentido estricto, en la
renuncia, parecen ser equivalentes a todos los efectos. ¡Y el resultado final no es
diferente!
Así se presenta el hecho de aplazar, esperar (ante la incapacidad de ver soluciones) y
no tomar decisiones.
Un paciente, convencido de «haber perdido siempre el tren» y de haber dejado escapar
toda buena ocasión que la vida le ofrecía, padece una condición de abatimiento profundo
e incapacidad de reaccionar. Descontento con su trabajo, insatisfecho en el plano
sentimental, vive emocionalmente una condición sine spes, hasta el punto de que ha sido
tratado con fármacos antidepresivos. Sin embargo, tiene una oportunidad en el ámbito de
un segundo trabajo, sobre proyectos, que le gusta y en el que se desenvuelve bastante
bien. No obstante, cada vez que se le encarga un proyecto, aplaza su realización hasta el
final, con el riesgo de perder la oportunidad, bajo la influencia de un leitmotiv que
siempre suena de la misma manera: «Total... ahora...». Como si, perdidos los primeros
trenes, los siguientes ya no pudieran llevar al mismo destino.
En este caso, el efecto del aplazamiento no es distinto a la renuncia y el paciente
permanece, de esta forma, atrapado por su propia creencia.
Parecidos entre sí se muestran el hecho de esperar y el de no tomar decisiones.
Parecen ser matices sutiles de una incapacidad de ver una posible vía de salida al
impasse, el punto de partida del problema (Watzlawick, Weakland, Fisch, 1974, p. 51).
La persona que espera parece vivir su propia espera en la óptica por la que, incapaz
de ser agente de cualquier cambio, no le queda más que esperar los acontecimientos. Los
demás, la casualidad, el destino... lo harán por él. Antes o después «caerá el maná del
27
cielo».
Del mismo modo funciona el que no toma decisiones, que no debe confundirse con el
indeciso entre diferentes opciones, que quiere hacer «la elección correcta» (aquí el
sistema perceptivo-reactivo es generalmente de tipo obsesivo y la persona busca un
control imposible sobre el futuro): no es el indeciso, que no resuelve en cuanto que
considera infinitamente los pros y los contras de las posibilidades alternativas, sino que es
más bien el que no decide «porque… total...», porque de todas formas no vale la pena,
visto que las cosas no podrán cambiar. Mejor, por lo tanto, que decidan los
acontecimiento una vez más.
Es el caso de un joven que desdela adolescencia vive, según dice, «de manera diferente
a la gente de su edad». De niño no tenía moto, porque era demasiado peligroso; no hacía
deporte, porque al sufrir imprecisas alergias su madre lo «protegía» de las posibles
complicaciones de un constipado; en el colegio no era ni brillante ni interesante, así que al
poco tiempo se encontró aislado: nadie quería estar con él. Alguien distinto, en definitiva,
con su madre siempre a su lado para protegerlo de las injusticias del mundo. En pocas
palabras, hasta la pequeña satisfacción de un rendimiento escolar suficiente se viene
abajo con un suspenso y la necesidad de repetir curso. Éste es el epílogo de la
construcción devastadora del problema. El suspenso se vive, más por la familia que por
él, como una injusticia, y desaparece de este modo la ocasión de aceptar el desafío
consigo mismo. Por consejo de sus padres cambia de colegio, pero vive cada vez con
más malestar la relación con los de su edad, a los que percibe como «afortunados». En
cambio, a él todo le va mal: aprovechamiento escolar, amistades inexistentes, relaciones
sentimentales impensables pero envidiables... Bajo la bandera familiar de la desgracia se
construyen la incapacidad de pensar y la renuncia a hacer. Queda solamente un gran
esfuerzo: continuar estudiando. Con sacrificios inenarrables consigue graduarse con la
calificación mínima, tras haber estudiado dieciséis horas de media al día y haber repetido
a menudo los exámenes. Ninguna relación, a pesar de la larga permanencia en la
universidad, aunque el motivo principal por el que había continuado estudiando era la
esperanza de encontrar a alguien. La suya ha sido siempre una posición de espera pasiva,
consciente que de todas formas «no sucedería nada». Y así fue. La profecía se cumplió,
la creencia —tengo mala suerte— se ha confirmado con los hechos. Y los hechos han
alimentado repetidamente la creencia. Ahora sabe lo que tendría que hacer, pero
28
renuncia a correr el mínimo riesgo: ahora es demasiado tarde, total ya sabe cómo
terminará. Con determinación detalla así su situación. «Tengo mala suerte: no tengo
amigos, nunca los he tenido y siempre los he deseado; no tengo una mujer ni nunca la he
tenido, y no me lo explico; he estudiado mucho y he obtenido poco, los demás
estudiaban menos y tenían notas excelentes, ¡que afortunados! Ni siquiera tengo coche,
es de mis padres, busco un trabajo que no encuentro, además de buscar, ¿qué tengo que
hacer? Mis padres están enfermos, y yo no estoy bien, tengo el colesterol alto...»
Ha llegado a la renuncia global. Éste es un caso ejemplar de cómo la familia, con las
mejores intenciones, puede contribuir a crear un problema psicológico grave, que impide
el crecimiento de un hijo, quizás de por sí ya poco autónomo. Aunque el problema ha
aparecido en la adolescencia y nunca ha sido superado, el estado de «desafortunado»
que nada puede hacer se ha convertido en condición perenne.
Creemos que pueden hacerse, de lo dicho anteriormente, algunas consideraciones
interesantes. Hay personas que «funcionan» según una modalidad depresiva, basada por
tanto en la renuncia, que no presentan estados humorales relacionados con la depresión.
Hay, por el contrario, personas deprimidas de modo «evidente», con una implicación
más marcada del tono del humor. Actualmente parece que en la depresión han pasado a
un segundo plano los síntomas clásicos ligados a la pérdida de la alegría de vivir, al dolor
moral, al sentido de culpa, respecto a la ansiedad: «El eje sintomático se traslada de la
tristeza a la inhibición, a la pérdida de iniciativa» (Borgna, 1992) y éste es un dato que ha
surgido con evidencia también en nuestro trabajo.
Han llegado, y no raramente, pacientes que «llevaban» literalmente sobre sus
espaldas desde hacía años, y a veces decenios, pesadas etiquetas de depresión,
construidas a partir de síntomas padecidos. Los síntomas tales como tristeza, astenia,
insomnio, pérdida de placer, por citar solamente algunos, se consideraban expresión de
una entidad morbosa subyacente llamada depresión. Años de psicoterapia, más que de
psicofármacos, habían resultado sin efecto apreciable o con efecto de todas formas no
resolutorio.
Ser o convertirse en víctima del destino, de la desgracia o de la naturaleza es la
misma cosa. Esto nos muestra que de la evitación del conflicto se pasa a la renuncia
parcial, de la renuncia parcial a la global, y así hasta la resignación. Una escalada de
soluciones tentativas disfuncionales, que de una condición de dificultad llevan, con el
tiempo, a la parálisis global. Todo parece partir de creencias precisas, a veces
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desconocidas por las personas, pero que tienen efectos concretos en la vida diaria y,
sobre todo, en la solución de problemas.
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Capítulo 4
La creencia
La verdad no es lo que descubrimos
sino lo que creemos.
Antoine de Saint-Exupéry
La depresión parece construirse a partir de una creencia, es decir, de un pensamiento
estructurado, por el que la persona se siente víctima de algo que no puede combatir o
superar, razón por la cual renuncia. La creencia es una forma de conocimiento
descriptivo de un fenómeno, que la persona asume como explicativo y verdadero. O, en
otras palabras, un conocimiento estructurado que actúa en la propia elección, en los
pensamientos y en las acciones. Es la teoría la que estructura la propia, personalísima,
visión del mundo. La mayoría de las veces se desarrolla mediante comportamientos
reiterados: la repetición hace que la realidad subjetiva se perciba como verdadera. La
creencia favorecida se convierte entonces en realidad (Nardone, comunicación personal,
2005). La creencia no se construye sobre la base de una idea racional (cognitiva, es
decir, los procesos de conocimiento que, funcionalmente, guían el comportamiento), sino
que es fruto de una precisa elección ideológica. En los aprendizajes secundarios esta
creencia define la relación entre el individuo y su ambiente, modela su carácter. Una vez
establecido este esquema, tenderá a reforzarse según el principio del «efecto Rosenthal»:
cuando alguien se persuade de que una cosa es verdadera, adapta su comportamiento a
esta convicción, comportándose «como si» fuese cierto, induciendo reacciones que a su
vez refuercen esta convicción (Wittezaele, 2004, p. 92).
En el caso de la depresión no es solamente la rigidez de la creencia de base, sino la
ruptura de la creencia en cuanto tal. Frente a un acontecimiento inesperado, no
contemplado precisamente por la rigidez de la creencia, ésta se resquebraja y se rompe:
todo lo que ha funcionado (y que, por tanto, ha contribuido a la rigidez de la propia
creencia) ya no funciona; todo aquello en lo que se ha creído se derrumba ruinosamente
bajo el empuje destructivo del «accidente» no previsto. No importa que el «accidente»,
en cuanto tal, se realice concretamente, en términos de acontecimiento dramático o
traumático.
El accidente puede estar representado por cualquier cosa que asuma un valor de
31
catástrofe, precisamente en cuanto no se presente como posibilidad en la visión propia
del mundo. Puede fundarse en una comparación cualitativa entre un «antes» y un
«después», cuando una persona, incapaz de hacer frente a situaciones que no «tendrían
que haber sucedido», no admite la posibilidad de fracasar: «Ya no soy el de antes. Es
inaceptable». Puede ser representado por un acontecimiento inesperado: «Los demás me
han traicionado», que, dada la rigidez de la creencia, no puede ser, por decirlo así,
«absorbido» gracias a una reestructuración (otra manera de ver la misma cosa) de la
creencia misma («es posible que a veces los demás o “alguien” traicione»), sino que más
bien comporta la disgregación irremediable. La persona, en este punto aún no deprimida,
sólo tiene dos posibilidades: puede intentar volver a recomponer, unir los añicos de la
propia creencia o puede, desanimado, contemplarlos en la ahora inevitable certeza de
que ya no podrán ser recompuestos. Es decir, puede renunciar enseguida o renunciar
después de intentosinfructuosos. Es en el momento en que la renuncia sustituye a
cualquier otra posible o precedente solución tentativa (modo de hacer frente a las
dificultades) y la persona sustituye el propio sistema perceptivo-reactivo (modo subjetivo
de respuestas redundantes), anteriormente funcional, por un sistema de tipo depresivo. El
nuevo sistema perceptivo-reactivo se construye sobre una nueva creencia, antitética a la
precedente, aunque igualmente rígida.
Se podría, con razón, objetar que todas las patologías psiquiátricas se fundan en una
creencia, pero en el caso de la depresión, y esto la caracteriza, la creencia de fondo se
hace añicos, se rompe, y el paciente, incapaz de reconstruirla, renuncia.
Y es la renuncia —sea de comportamiento, de idea y/o de relación— la que sitúa al
paciente en el rol de «víctima»: él es siempre el que, desde su propio punto de vista,
padece la realidad de forma impotente. El paciente renuncia en cuanto piensa que no
tiene los medios (que ya no los tiene o que no los ha tenido nunca) o que la situación es,
por su naturaleza, inmodificable (por ejemplo, a causa de la desgracia, del destino
adverso, etcétera). El silogismo paralizante es: no soy capaz, así que renuncio, por lo
tanto, soy una víctima.
32
Capítulo 5
Las caras de la depresión
Todo hombre es dos hombres:
uno está despierto en las tinieblas,
otro duerme en la luz.
Khalil Gibran, En la luz
Los «deprimidos» son personas que enseñan solamente la cara oculta de la luna.
Parece entonces que tiene que ver con planetas a los que no llega el sol, donde
continúan existiendo los puntos cardinales, pero sin la referencia de la luz y de la vida.
La desesperación es impotencia, es el resultado del fracaso en la consecución de una
meta demasiado elevada o de un impedimento externo, que no permite llegar a un
objetivo valorado como alcanzable. La impotencia, entonces, es siempre el resultado de
una relación consigo mismo, con los demás o con el mundo.
A veces, en cambio, existe el resentimiento que emerge explícito, como rencor o
desprecio.
El resentimiento, en los textos budistas, se define como una emoción que se deriva de
una «aflicción mental primaria»: la rabia, que con el deseo y la ilusión es considerada uno
de los «tres venenos del espíritu». La rabia genera también ira, despecho, envidia, celos
y crueldad, «emociones destructivas» (Dalai Lama, Goleman, 2003) que, por obra de la
renuncia, pueden ser después calmadas por la apatía y la indiferencia.
Sin embargo, la ira es algo distinto de la agresividad: es la expresión del conflicto con
el mundo exterior y consigo mismo. Por supuesto, difícil de gestionar: implica siempre el
temor de la pérdida de control y del dominio de las propias acciones. Como algo que
puede apoderarse de nosotros y «hacernos perder los estribos» o «sacarnos de quicio».
La inhibición, entonces, se convierte en la manera de no perder el control hasta el punto
de percibirse incapaz.
En este punto la pérdida de tensión, el sentido de vacío, la debilidad se vuelven
dominantes. Falta el polo de atracción que dé significado a las acciones de la vida
cotidiana.
Y en este «bostezo del alma», la persona vive sentimientos fuertemente hostiles en
relación consigo misma, más que con los demás o con el mundo, junto con impotencia.
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El esfuerzo de existir repercute tanto en la vida diaria que todo se vuelve difícil y fatigoso
y, por decirlo como Lorenzo de Medici, que por cierto no estaba deprimido, pero que
quizás sufrió un estado transitorio de depresión, «la angustia es tan grave que sólo de
pensar en ella me aflijo y...».
Para Kierkegaard, la desesperación, «hermana del vacío, circula insidiosa, en el cielo,
en la tierra y en cualquier lugar...», «y la desesperación es una enfermedad mortal...»
(Kierkegaard, 1991). Sostiene el filósofo que la desesperación y la angustia caracterizan
una relación: la primera, del individuo consigo mismo; la segunda, del individuo con el
mundo. El hombre se desespera cuando quisiera, pero no consigue, encontrarse a sí
mismo, en cuanto todas las posibilidades son insuficientes o inadecuadas. La angustia, en
cambio, nace a la vista de «la infinidad de lo posible», que el mundo representa para el
hombre. La angustia surge cuando el hombre «percibe que no existe ninguna posibilidad
de encontrar el verdadero yo y renuncia, renegando de sí mismo».
La condición de extravío, inquietud, opresión y abatimiento frena el fluir de la vida,
forzada a un estado de estancamiento y de soledad interior. El pasado, el presente y el
futuro son contemplados a través de una mirada filtrada por lentes oscuras, como si
tuviese que protegerse siempre de una luz que no calienta y sólo deslumbra.
La experiencia melancólica de la tristeza vital es la sensación de vacío de la
existencia, «es el sentimiento de la falta de sentimiento», donde domina el dolor moral,
que escapa a cualquier motivación comprensible, expandiendo y saturando toda la
afectividad, hasta convertirse en culpa, a veces morbosa. Son experiencias importantes
que tendrían «que formar parte de la vida de cada uno». Tal y como dice Kierkegaard
(tr. it. 1991): «Aprender a conocer la angustia es una aventura que todo hombre debe
afrontar si no quiere perderse al no haberla experimentado nunca, o por haber
permanecido sumergido en ella». Son sentimientos onerosos y dolorosos de los cuales es
indispensable aprender a salir, sin ilusionarse acerca de que no deberían existir...
Ningún estado de ánimo ha ocupado el pensamiento occidental de los últimos dos
milenios como la melancolía, de Aristóteles a Baudelaire, hasta los contemporáneos,
como Eliade, Cioran, Ionesco, que ven en la depresión el reflejo espiritual de la cultura.
Sin embargo, este acervo de sentimientos, que hierven en una olla a presión, se
expresa de formas diferentes, con silbidos constantes y monótonos, hechos de
lamentaciones e impotencia.
Un sufrimiento concentrado en los pensamientos, que se manifiesta en primera
34
instancia en el rostro, que se queda sin expresión. Ninguna tensión, ninguna emoción
acompaña la mirada de quien ha renunciado a encontrar una vía de salida.
En la obra pictórica de Durero La Melancolía está representada la sonrisa solitaria y
desacralizada del melancólico, el desprecio acusador por la locura general del mundo. Es
la sonrisa de aquel que se siente portador de valores y de ética, de corrección y
educación, de respeto, y que espera lo mismo del mundo.
Es la inhibición de la acción y la acción del pensamiento, siempre obligado a observar
la degradación del mundo y condenado a no poder hacer nada por cambiarlo. Es una
creencia difícil de sostener que, si no se encauza en algún ideal colectivo, puede llevar a
la renuncia del individuo, a la posición de quien inevitablemente sufre: la víctima.
¿Cambiar el mundo, cambiar a los demás o más bien el propio punto de vista sobre
los demás y sobre el mundo?
Aquel que se siente impotente y renuncia es evidente que asume la posición de
víctima.
El término víctima, en latín, indicaba al animal destinado al sacrificio para los dioses.
Podía ser un toro, una oveja, pero también una víctima humana. En la mitología griega,
Ifigenia fue destinada como víctima para aplacar la ira de Neptuno y permitir a los
Aqueos la partida hacia Troya. Podemos citar muchos ejemplos, pero lo que nos interesa
subrayar es el aspecto de impotencia de aquel que sufre.
La persona que se siente impotente puede renunciar y colocarse en el rol de víctima
de diversos modos. Es decir, nos parece que hay diferencias en el modo en que se realiza
la renuncia. Estos diferentes modos nos han permitido localizar variantes en el cuadro
depresivo.
) La persona puede renunciar delegando y convertirse en víctimade sí misma («yo
estoy equivocado, porque yo soy incapaz o porque está en mi naturaleza. Y puesto
que el mundo es correcto y soy yo el equivocado, el incapaz... que lo hagan los
demás»).
) La persona puede renunciar rindiéndose y convertirse en víctima de sí mismo o
víctima de los demás (en el primer caso:«Pensaba que era capaz... de serlo en
cierta manera... En cambio, ya no lo soy»; en el segundo caso: «Creía en los
demás... pero los demás, en un cierto punto, me han desilusionado»).
) La persona puede renunciar pretendiendo y convertirse en víctima del mundo («Yo
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tengo principios, pero el mundo no funciona según estos principios. Es el mundo...
son los demás los que tienen que hacer»).
Como en muchas patologías, también en las personas deprimidas la atención continúa
dirigiéndose a lo que no funciona, elabora la creencia de no «saber reaccionar», como
resultado de la sensación de impotencia, y es una profecía que inevitablemente se
cumple. Renunciar, entonces, se convierte en la prueba concreta de la impotencia, así
como constatar que el mundo es maravilloso para los demás, o que el mundo está tan
«podrido» como para querer estar fuera de él.
) Así, el paciente que renuncia rindiéndose, y que se convierte en víctima de sí
mismo o víctima de los demás, pensaba que las cosas eran de un «cierto modo»,
pero en un momento dado ha tenido que cambiar de idea: ya no es así. Ya no tiene
el control que creía tener. Ése es un iluso desilusionado.
) La persona que renuncia pretendiendo y que se coloca como víctima del mundo y
de la naturaleza, del mismo modo constata la inutilidad de las propias convicciones
y el fracaso de las propias estrategias. Ha fallado en el uso de un control
exasperado, que pensaba que funcionaba. Ése es el que hemos llamado el
moralista.
) La persona que renuncia delegando y se coloca como víctima de sí mismo se
distingue de los otros tipos en cuanto cree que nunca ha sido capaz. Aquí la creencia
no se rompe sino que se vuelve rígida en exceso. El paciente cree que nunca ha
tenido el control. Es el que hemos definido deprimido radical.
Deprimido radical, iluso desilusionado de sí, iluso desilusionado de los demás, moralista,
representan las cuatro variantes de una misma forma redundante de responder a las
dificultades, que se construye a partir de la misma solución tentativa disfuncional —la
renuncia—, realizada según diversas modalidades. En consecuencia, nos ha sido posible
construir cuatro diferentes protocolos de intervención, específicos para cada una de las
variantes identificadas.
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Capítulo 6
Deprimido radical
También murieron pronto
mis dulces esperanzas: a mis años
también les negó el hado
mi juventud.
Giacomo Leopardi, A Silvia
Esta definición, decididamente fuerte, ha sido escogida precisamente para indicar la
intromisión y la persistencia del sufrimiento ínsito en su naturaleza. Es la forma más fácil
de reconocer, quizás la más difícil de tratar; caracterizada por la generalización del
pensamiento negativo, como refieren gran parte de los autores más importantes que han
estudiado el tema, se distingue por la temporalidad: es decir, todas las personas que la
sufren dicen haber estado siempre así.
Trabajando con las soluciones puestas a punto, la pregunta que nos hacemos es: ¿qué
tipo de pensamiento reiterado ha permitido a estas personas vivir en una especie de
burbuja impermeable, de la que no pueden o no logran salir?
Para precisar y especificar lo que antes hemos definido genéricamente como
pensamiento, podemos decir que con este término entendemos el resultado de la
interacción entre los comportamientos, las ideas y las sensaciones, así como las
relaciones. Deberemos buscar, con el coloquio clínico, los ingredientes que constituyen y
mantienen el malestar de modo tan patológico y persistente. Se supone que se ha
construido una creencia, con características muy precisas, a la que la persona se adhiere,
perpetuando el doloroso sistema disfuncional. La persona susceptible de convertirse en
un deprimido radical podría, en este sentido, haberse encontrado expuesta a toda una
serie de percepciones cuyo común denominador parece ser: «Total… no lo consigues, no
eres capaz, tienes mala suerte, no tienes los recursos para...», o bien: «Total… no puedo,
no soy capaz, tengo mala suerte, no tengo los recursos para...». Derrotas sucesivas, no
importa si son sólo temidas o reales, construyen la creencia en la propia «debilidad», en
la propia «desventaja», con comportamientos relacionados y repetidos que acaban
siempre por confirmarla y reforzarla. La derrota se convierte en la pruebairrefutable de
la propia incapacidad y la justificación de la propia renuncia, y, precisamente, no sucede
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que la derrota sea real: creer que no se puede hacer ya es no poder hacerlo. En este
sentido, evitaciones sucesivas y repetidas en el tiempo pueden llevar a la renuncia. Esto
nos indica que la persona se construye una creencia, que se convertirá en una profecía
que se autodetermina como ingrediente añadido a un fracaso garantizado.
En el coloquio clínico, la persona expresa enseguida una certeza: yo estoy
equivocado. Algunos expresan el concepto de ser biológicamente desaventajados, porque
piensan que siempre lo han sido o porque piensan que han llegado a serlo después de un
evento determinado o, aún peor, a partir del momento en que han sido informados
científicamente de su déficit biológico. El resultado es: yo he nacido así...
Este concepto de déficit de la naturaleza puede ser polarizado sobre algunos rasgos en
particular o bien de modo global. Con ello se confirma que en la depresión puede
coexistir un vasto complejo de síntomas e ideas que no están definidas prioritariamente
por el humor.
) En el plano cognitivo encontramos numerosas actitudes distorsionadas contra uno
mismo, como escasa estima en las propias capacidades, tanto intelectuales como
emocionales, expectativas negativas, autocensura y autoconmiseración. El
pensamiento siempre está connotado por el sentido de carencia, insuficiencia e
incapacidad, que la experiencia de la vida ha demostrado ser insuperable...
Expectativas negativas, con estilo de pensamiento absoluto y una consecuente idea
rígida (Yapko, 1989, p. 29). Todo ello comporta un déficit notable en el plano de la
motivación.
) Se verifica falta de deseo espontáneo hacia aquellas pequeñas cosas que signan la
vida diaria; ausencia de interés por todo aquello que los demás hacen con agrado:
falta de placer (anhedonia) y de deseo. Los únicos deseos presentes son los de
evasiva y renuncia.
) Tampoco hay que infravalorar, en la sintomatología, la presencia de una nutrida lista
de síntomas que pueden parecer de naturaleza predominantemente médica; a
menudo pueden parecer inespecíficos, a veces difícilmente encasillables en
síndromes claros, muy a menudo con connotaciones de tipo ansioso y relaciones
neurovegetativas. De la ansiedad generalizada, atribuible a la ansiedad del momento,
a trastornos del apetito, caracterizados por la inapetencia o a veces por la hiperfagia
(comer demasiado) y un omnipresente alto cansancio. Los trastornos del sueño
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pueden presentarse en esta tipología, pero en nuestra opinión no son un síntoma
específico. A veces se presentan como una señal clara de naturaleza hipocondríaca.
La suma de estos aspectos en el plano ideativo y psicofisiológico, aunque presentes
en diferentes medidas, produce a menudo una notable inhibición con efectos
concretos y con consecuencias en el plano comportamental.
El comportamiento ralentizado, cansado y desmotivado, que no responde a lo que el
paciente sabe que tiene que hacer, pero no lo consigue, confirma y alimenta la creencia
de que es él quien está equivocado; el mundo es correcto (mundo entendido como la
totalidad de la gente).
En esta tipología de malestar encontramos personas que llevan una vida
aparentemente «normal», que pueden ser capaces de llevar a cabo las actividades de la
vida diaria, como trabajar y ocuparse de la casa o de los demás, y lo contrario, personas
que, vencidas por la depresión, no se sienten a la altura tampoco para preocuparse de sí
mismas. Estas dos formas opuestas de la misma tipología tienen en común una actitud de
renuncia constante, no sólo a hacer sino también a pensar, proyectar, fantasear, etcétera,
sostenida por un pensamiento omnipresentede delegación con los que viven en su red
de relaciones.
En la práctica de la Terapia Breve Estratégica la localización de la solución tentativa
es el constructo fundamental que nos lleva a descubrir el mecanismo a través del cual se
mantiene un problema; es decir, el mecanismo que inhibe la evolución y la solución
espontánea de una dificultad cualquiera, aunque sea grave y dolorosa. El equivocado,
rígido y reiterado mecanismo fracasado conduce a la instauración de un círculo vicioso
disfuncional, que puede evolucionar en espiral, ampliarse a varios sectores de la vida de
la persona hasta convertirse en un impedimento para la vida diaria.
Las personas que presentan este malestar razonan más o menos así: «Todos son
felices, todos son capaces, todos son afortunados... yo tengo mala suerte; la Madre
Naturaleza no me ha dado los instrumentos necesarios para la vida, no puedo hacer lo
que hacen los demás, no soy capaz y nunca lo seré... los demás harán lo que no puedo o
no soy capaz de hacer». Su vivencia de desaventajado o desafortunado, ya sea biológico
o social, se caracteriza por la certeza de haber sido siempre así y la condición es tal que
no admite esperanza. La vida diaria está signada por renuncias continuas por impotencia,
bajo el lema de una constante resignación. La posición es ser víctima de sí mismo y de la
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naturaleza, que ha sido tan avara e injusta. Sin embargo, la víctima es el resultado de la
renuncia. La actitud es así in primis de renuncia, pero delegando en los demás, en
cuanto ellos se sienten incapaces, a causa de su propia desventaja biológica, genética o
social. Y la solución tentativa se delinea con toda claridad. La creencia, de la que la
persona a menudo no es consciente, es continuamente confirmada por la experiencia
constantemente negativa. La creencia se debe a la certeza de «una fuerza nunca
poseída». Y los hechos lo confirman. En esta posición las consecuencias emotivas son el
autorreproche, la conmiseración, una lamentación constante. Aquí no encontramos una
«creencia» que se ha roto y ha hecho añicos el equilibrio de la persona, sino una creencia
constantemente confirmada por los hechos: ¡el vaso lleno hasta la mitad está siempre
medio vacío!
Esta tipología resulta decididamente anómala respecto a las demás, precisamente
porque no tenemos nada que hacer con una creencia que se ha roto y ha producido un
estado de postración desconocido para la persona. Estamos frente a una seguridad que
persiste; por decirlo con las palabras de Watzlawick, Weakland y Fisch (1974, p. 61), una
utopía negativa que se mantiene. Precisamente porque existe una certeza, ni se somete a
discusión ni es abandonada por la persona, a pesar del alto coste que comporta.
En este caso, las personas no tropiezan en la paradoja de «tengo que ser feliz»,
porque la actitud de renuncia es tal que ni siquiera hacen nada por pensarlo.
Es relevante destacar, en cambio, que casi en la totalidad de los casos vistos las
personas del propio entorno a menudo se dirigen al paciente solicitándole «que se
anime», «que no esté triste», «que intente ser feliz»... Ésta sí que es una típica solución
tentativa paradójica que la persona padece y, como tal, representa uno de los ingredientes
que favorecen la persistencia del problema.
La intervención: la primera sesión
«El trabajo del terapeuta estratégico se enfoca no en por qué existe un problema, sino en
cómo funciona y, sobre todo, en qué hacer para resolverlo, guiando a la persona a
cambiar no sólo sus propios comportamientos sino también sus propias modalidades
perceptivas y de atribución causal. Todo pasa prioritariamente a través del diálogo entre
terapeuta y paciente» (Nardone, Salvini, 2004, p. 21). El instrumento del diálogo
estratégico, con preguntas en embudo, nos lleva a conducir al paciente, desde la primera
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sesión, a que «sienta» las cosas de modo distinto, a abrir brecha en este sistema rígido de
ideas que mantiene y amplía el problema. La investigación se transforma en intervención.
El objetivo consiste, pues, en movilizar los recursos que estaban bloqueados o, como en
este caso, crear algunos y añadirle otros.
Habitualmente el deprimido radical se presenta con una comunicación no verbal más
bien indicativa: postura cerrada, dificultad para sostener la mirada, conversación poco
explicativa. Desde los primeros compases, cuando se le pregunta: «¿Cuál es el problema
que le trae aquí?», la actitud es la de una persona desanimada y escéptica, que a menudo
ha llegado al estudio de un psicoterapeuta porque los demás se lo han pedido. El
contenido siguiente siempre es expresión de insuficiencia, casi siempre generalizada,
sobre la que tendremos que indagar cuidadosamente.
Los primeros compases tienen el objetivo de discriminar si la persona está bloqueada
por un estado caracterizado por alarma, ansiedad y miedo «a tener una descarga
eléctrica» o por falta de fuerza, como si tuviese «las pilas descargadas», que no le dejan
reaccionar. En el coloquio seguimos, como ya hemos dicho varias veces, la técnica del
diálogo estratégico, haciendo al paciente preguntas con ilusión de alternativas para llegar
a la definición del problema.
«Las alternativas de respuesta se refieren a las posibles percepciones y modalidades
de combatir el problema, y ofrecen una imagen operativa de cómo la persona crea lo que
luego padece» (Nardone, Salvini, 2004, pp. 44-45). La primera pregunta, tras la
preceptiva «¿cuál es el problema que le trae aquí?», puede ser:
¿Usted no hace lo que debería o quisiera, por miedo a estar mal físicamente, o
renuncia porque no se siente a la altura de la situación? (Pregunta que discrimina la
tipología de la solución intentada: ¿miedo o renuncia?) Si la respuesta se inclina en la
vertiente de la alarma, seguimos la investigación relativa a los trastornos de ansiedad con
todas sus relativas variables. Sorprende que las personas que sufren de depresión cogen
al vuelo el término «renuncia». Si el paciente confirma esta última, siguiendo nuestra
hipótesis, estamos ante un posible cuadro depresivo y, en este punto, tendremos que
buscar la creencia disfuncional que le ha inducido a la renuncia (la solución tentativa).
La pregunta siguiente puede ser:
¿Usted no se siente a la altura de la situación en este periodo o siempre se ha sentido
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insuficiente e incapaz? (variable temporal). Con esta pregunta indagamos la variable
temporal de la persistencia del problema. Si la respuesta confirma la segunda parte de la
pregunta, o bien la sensación o, más a menudo, la certeza de que siempre ha sido así,
nos orientamos hacia la hipótesis de una depresión de tipo radical. Sin embargo, para
tener la confirmación, es necesario descubrir de qué modo el paciente renuncia.
¿Usted ha intentado hacer alguna cosa para salir del problema o lo ha dejado estar
ya que sabía que no lo iba a conseguir? Si el paciente responde afirmativamente a la
segunda parte de la pregunta nos confirma que siempre ha renunciado (cómo funciona:
la respuesta reiterada es disfuncional).
La pregunta siguiente puede ser entonces:
Sintiéndose tan incapaz, ¿deja que los demás le ayuden o piensa que los demás han de
hacerlo en su lugar? Esta pregunta tiende a discriminar si la persona delega o más bien
pretende que le ayuden. Si confirma la primera parte tenemos ya dos informaciones
esenciales: a saber, que la persona renuncia delegando (tipología de la solución tentativa
que mantiene el problema). Es, desde nuestro punto de vista, un cuadro claramente
depresivo.
Podemos proseguir preguntando:
¿Usted se siente más incapaz o más desafortunado? A esta pregunta, las personas
encasillables en el «deprimido radical» suelen contestar: «Más desafortunado»; por
ejemplo, «¡Soy así porque me parezco a mi tío que era o es precisamente como yo!». La
creencia en la desgracia, unida a la variable temporal «siempre he sido» coincide de todas
formas con la vivencia de impotencia y por tanto de renuncia. En este ejemplo es
evidente la hipótesis genética formulada por la persona. Poco cambia

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