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CIUDAD EXPRESS _ARQUITECTURA, LITERATURA, CIUDAD

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En los usos cotidianos de la palabra “express” se evidencia un carácter 
emergente en el gusto de la época: la agilidad y rapidez logradas por la 
simplificación de los aparatos operativos y el juego arbitrario de partes o 
fragmentos sobre estructuras leves e inestables. 
Desde esa óptica y mirando constantemente a la literatura, este texto 
señala aspectos del espacio arquitectónico y urbano a fines del siglo XX: 
las fantasías individualistas confrontadas a las utopías sociales y los 
conceptos de laberinto, silencio, narrativa, límite y fragmentación como 
categorías para observar la ciudad contemporánea.
Juan Carlos Pérgolis 
Centro de Estudios de la Sociedad Central de Arquitectos
Montevideo 938 - CP 1019 - Buenos Aires, Argentina
Tel: 4815-4075, 4812-3644 / 3986 / 5856 - Fax: 54-11-813-6629
info@socearq.org / www.socearq.org
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Ciudad express
Arquitectura, literatura, ciudad
 
MET00002657-B
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Medida de la distancia
145,10 mm
CIUDAD EXPRESS
ARQUITECTURA, LITERATURA, CIUDAD
Juan Carlos Pérgolis
nobuko
angelagozalvez@hotmail.com
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angelagozalvez@hotmail.com
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angelagozalvez@hotmail.com
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Sociedad Central
de Arquitectos
Fundada el 18 de marzo de 1886
COMISIÓN DIRECTIVA 
Período 2004-2007 
Presidente: Arq. Daniel Silberfaden
Vicepresidente 1º: Arq. Juan Carlos Fervenza
Vicepresidente 2º: Arq. Mauro Romero
Secretario General: Arq. Luis María Albornoz
Prosecretaria: Arq. Flora Manteola
Tesorero: Arq. Ricardo Koop 
Protesorera: Arq. Cristina Fernández 
Vocales Titulares
Arq. Ma. de las Nieves Arias Incollá,
Arq. Andrés Petrillo,
Arq. Luis Bruno,
Arq. Carlos Berdichevsky,
Arq. Cristian Carnicer
Vocales Suplentes 
Arq. Norberto D'Andrea,
Arq. Carlos Roizen,
Arq. Matías Gigli,
Arq. Mario Boscoboinik,
Arq. José Luis Sciarrotta,
Arq. Ana María Cabarrou,
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Arq. Guillermo García Fahler,
Arq. Néstor Magariños,
Arq. Gabriel Turrillo,
Arq. Rodrigo Cruz,
Arq. Agustín García Puga
Vocal Aspirante Titular
Sr. Gustavo L. Ferrari
Vocal Aspirante Suplente
Sr. Carlos Raspall
Proyecto Editorial del CESCA
Acuarela de tapa, gentileza María Isabel Velasco
Diseño general: Florencia Turek
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
La reproducción total o parcial de este libro, en
cualquier forma que sea, idéntica o modificada,
no autorizada por los autores, viola derechos
reservados; cualquier utilización debe ser pre-
viamente solicitada.
ISBN 987-584-013-0
© 2006 nobuko
Febrero de 2006
Este libro fue impreso bajo demanda, median-
te tecnología digital Xerox en bibliográfika de
Voros S.A. Av. El Cano 4048. Capital.
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FADU - Ciudad Universitaria
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Buenos Aires - Argentina
Tel: (54 11) 4786-7244
Pérgolis, Juan Carlos
Ciudad Express: arquitectura, literatura, ciudad - 1a ed. - Buenos
Aires: Nobuko, 2005.
162 p.; 21x15 cm. 
ISBN 987-584-013-0
1. Arquitectura I. Título
CDD 720
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A mis amigos de La Plata, 
que están lejos o ya no están.
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ÍNDICE
PRÓLOGO 7
INTRODUCCIÓN 9
CAPÍTULO I. Utopías - Fantasías 13
Metrópolis 21
La red 26
El tranvía 25 27
La peste 28
CAPÍTULO II. Laberintos 61
Borges y la Arquitectura 50
La traza36 54
Las sombras de la calle 53 55
Un reflejo 56
CAPÍTULO III. Silencios 59
Crónicas Marcianas 67
Los susurros en los capiteles 71
El águila de Plaza Italia 72
En el micro 8 73
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CAPÍTULO IV. Narrativa 77
La ciudad y los perros 79
La memoria I 84
La memoria II 85
Viajeros I 86
CAPÍTULO V. Límites 89
"Triste Le Ville" 98
Descubrir 100
La mujer desnuda 101
El límite 102
CAPÍTULO VI. Fragmentación 105
Conclusiones-express
a partir de las cinco conferencias de Ítalo Calvino 117
Hollywood Park 128
Viajeros II 129
Desde Bogotá 130
BIBLIOGRAFÍA 133
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PRÓLOGO
LA ARQUITECTURA Y LA PALABRA
La arquitectura ha adquirido una nueva dimensión, la de la palabra. Esto no
quiere decir que ahora se escriba sobre arquitectura. Vitruvio inauguró ese
capítulo en Occidente hace ya veinte siglos. Bajo su influencia surgieron los
tratados del renacimiento, los ensayos del siglo XVIII, los manuales del siglo XIX
y los manifiestos y programas del siglo XX. Ahora el asunto es bien distinto.
Hablar sobre arquitectura, escribir sobre ella, posee hoy en día una dimen-
sión especial en la cual las ideas priman sobre la materia. No se trata ya de
contar cómo son o deben ser los edificios, ni de analizar sus estilos o sus
propiedades materiales. Tampoco se trata de reescribir su historia, de teo-
rizar sobre ella o de insistir en la aguda y necesaria crítica social sobre sus
agentes y sus resultados. A través de una liberación de la mente, la arqui-
tectura puede convertirse en otra cosa, en muchas, incluso en algo etéreo,
liviano como propone Juan Carlos Pérgolis en este libro.
Hacer liviana la arquitectura no es una tarea fácil. Sobre ella se acumulan
incontables y pesadas cargas: la de su propia historia, la de explicaciones y
argumentos que requiere para ser entendida, la del dinero que contribuye
a producir y que la aplasta, la de las leyes que la reglamentan, y la estupi-
dez que la empequeñece... Solo el poder de la palabra y la libertad de la
imaginación permiten hablar de arquitectura en dimensiones inmateriales
y recorrer, casi volando, diferentes espacios, diferentes mundos.
Ciudad express es un libro insólito en su contenido y en su forma. Es un
libro sobre arquitectura y es una meditación sobre la ciudad, sobre una
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ciudad, mejor aún, sobre el recuerdo de una ciudad. Es uno y muchos
ensayos a la vez. Al leerlo se desentrañan sensaciones acerca de ese fenó-
meno obvio y enigmático del espacio y del tiempo. Es prosa y es poesía. Es
difícil clasificarlo en una de las categorías convencionales ¿Es historia? ¿Es
teoría? ¿Es crítica?
Juan Carlos Pérgolis no es un novato en las lides literarias, cuenta ya con
varios libros e infinidad de ensayos y artículos publicados. Aquí, sin embar-
go, ofrece una cara desconocida de su personalidad, la de un escritor ave-
zado que puede pasar confortablemente de lo puramente arquitectónico a
un sencillo relato de memorias; del difícil argumento a la frase evocadora.
Su memoria y su amplio conocimiento del mundo de la arquitectura y de los
otros mundos se manifiestan aquí con plenitud. Y sin decirlo abiertamente,
rinde en su libro un homenaje personal y profundo a Borges y a Calvino. 
Ciudad express es un libro de texto que enseña, de manera muy distinta, a
entender la arquitectura a través de ese intrincado laberinto de ideas, sen-
saciones, intuiciones y recuerdos que existen en el interior de la mente, no
en las obvias explicaciones del exterior que nos rodea y que tenemos que
sufrir o disfrutar, apreciar o rechazar todos los días.
ALBERTO SALDARRIAGA ROA
Coordinador Académico
Maestría en Historia y 
Teoría del Arte y la Arquitectura
Universidad Nacional de Colombia
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INTRODUCCIÓN
La palabra “express” ha sido utilizada casi exclusivamente en el ámbito del
correo postal para designar la correspondencia tramitada con prelación y,
por ello, con mayor rapidez en la entrega. Sin embargo, en los últimos años
se ha generalizado su uso en otros campos: una marca fotográfica con el
agregado “express” sugiere un más rápido proceso de revelado; un super-
mercado-express indica un modo más ágil de realizar las compras. En estos
usos aparentemente arbitrarios deltérmino se puede detectar un “carácter
emergente” en el llamado gusto de la época: la agilidad y rapidez logradas
por la simplificación de los aparatos operativos.
Hoy vemos que esta palabra en el marco del habla, la parte más dinámica
y cambiante del lenguaje, proyecta significaciones (significados de uso)
referidos a la ligereza lograda mediante estructuras livianas, leves, en el
límite de la inestabilidad: ese otro carácter que surge y da a entender el
juego arbitrario de partes independientes (fragmentos) sobre estructuras
casi imperceptibles por su levedad.
Con esa intención fue estructurado (o desestructurado) este texto.
Aunque cada capítulo se inicia con el comentario sobre algún aspecto
que caracteriza el manejo del espacio arquitectónico y urbano en este fin
de siglo, la aparente coherencia que nos debería conducir a la inmediata
observación de ejemplos gráficos se rompe ante el análisis de un texto
literario. A esto le sigue, en cada capítulo, una serie de tres anécdotas,
que basadas en mi nostalgia por la ciudad de La Plata, intentan –con las
dificultades del caso– sugerir conformaciones emocionales y espaciales,
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o ambas a la vez, ya que no hay espacio ajeno a las emociones ni, recí-
procamente, emociones sin espacialidad.
Este esquema aleatorio resultó de algunas convicciones que el paso del
tiempo fue modelando como obsesiones. La primera, que surgió de las lec-
turas de Calvino, Eco, Lyotard, Calabrese y otros autores contemporáneos, es
el profundo rechazo que siento por las tesis magistrales, indiscutibles y de
una única lectura referida al marco de los grandes horizontes, en palabras
de Eco, o de los metarrelatos en las de Lyotard: la cultura, el urbanismo, las
teorías, etc., cuyas inabarcables amplitudes y obligatorias referencias (las
referentes) terminaron por ahogarlos en discursos densos que encuentran su
razón de ser solamente en el regocijo de usar el lenguaje.
Ante esta peste del lenguaje, que se manifiesta como pérdida de fuerza
cognoscitiva y de inmediatez, Calvino sugiere que la literatura (y quizá solo
ella, enfatiza) pueda crear los anticuerpos que la contrarresten. La literatu-
ra muestra un camino: el de la levedad que se crea en la escritura con los
medios lingüísticos propios del poeta. Sus imágenes son emociones conce-
bidas a priori y luego proyectadas como tales.
Observar el espacio arquitectónico o urbano en la narrativa nos permite
alejarnos de esos grandes horizontes, descubrir los pequeños relatos, los
acontecimientos que le dan “sentido” en el cercano entorno de la experien-
cia emocional, más íntimo y profundo que los “significados” que intentan
explicarlo en las referentes lejanas de algún horizonte establecido. Esta es
la segunda convicción, la prevé el reemplazo de los sistemas rígidamente
jerarquizados por redes menores, locales, sin jerarquías visibles y que se van
entretejiendo sobre la urdimbre del mundo afectivo.
Esa misma intención intervino en la conformación, pretendidamente “leve”
de la estructura de este texto, que no existe más allá de las partes que se
arman como “redes locales” en torno a cada aspecto observado en la arqui-
tectura o en la ciudad. Pero aún en el interior de esas partes, las relaciones
intentan ser tan ligeras, que pueden romperse (fragmentarse) con facilidad.
Cada lector arma su propia red a partir de sus emociones, siguiendo el hilo
conductor que estas le van trazando en el interior de cada capítulo o entre
los fragmentos que escoja de cada uno de ellos. El “sentido” del espacio
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resulta entonces de la experiencia emocional; así enunciado, quizá se
podría decir que esa es la tercera convicción.
Los vacíos entre las partes, los silencios entre las frases, las tensiones entre
los volúmenes construidos, permiten armar esas infinitas redes: la reflexión
(y la emoción) que el silencio posibilita, el vacío que da “sentido” al texto
puesto que rompe la actitud discursiva y posibilita que aparezca (o se
“cuele”) el relato. Ojalá que este texto permita esa libertad.
Varios de los temas que inician los capítulos y algunos comentarios sobre
obras literarias han sido presentados a modo de ensayos temáticos en el
Magazín Dominical del diario El Espectador de Colombia y otros en confe-
rencias académicas en diferentes universidades. El tema de la fragmenta-
ción pude discutirlo en la Cátedra UNESCO de Comunicación Social que se
desarrolló en Bogotá y en la Bienal Panamericana de Urbanismo realizada
en Luján, Argentina. Todo este debate permitió hacer ajustes y aclaracio-
nes, buscar algunas líneas de coherencia y romper intencionalmente otras
para facilitar la arbitraria lectura del texto. También el seminario electivo
sobre este tema, dictado durante dos semestres en la Universidad Nacional
de Colombia, me aportó una valiosa discusión y diferentes puntos de vista
que se incluyeron en el texto.
El desplazamiento de las utopías en favor de las fantasías, la intención labe-
ríntica, el énfasis en el silencio, la ambigüedad de los límites, la confronta-
ción entre discurso y narrativa y la fragmentación como carácter surgente
en el gusto de la época, son los aspectos que he considerado notables en el
manejo de los espacios urbanos y arquitectónicos hoy. El texto intenta ver-
los desde otro ángulo, el de los escritores, los que con sus medios lingüísti-
cos trabajan el espacio y las emociones con habilidad más explícita que la
que nos permiten nuestros recursos de arquitectos.
JUAN CARLOS PÉRGOLIS
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CAPÍTULO I
Utopías - Fantasías
En una publicación sobre la arquitectura actual en Moscú, Alexandre
Rappaport analiza la llamada “arquitectura de papel” que están experimen-
tando algunos grupos de esa ciudad: una serie de dibujos, pinturas y batiks
de gran contenido plástico, que intentan ser una arquitectura fantástica e
irrealizable (por eso el nombre: queda en el papel).
La confronta con la arquitectura visionaria de los años 20, cuando el apo-
geo utópico de la Revolución y observa que no se trata ya de una utopía,
sino de una fantasía contestataria que no pretende descubrir las necesida-
des históricas o metafísicas del proyecto arquitectónico.
Ya no existe una identificación utópica de las intenciones subjetivas, la
fantasía propone un esquema posible pero no obligatorio o normativo... la
fantasía es libre de aquella doctrina teórica dogmática que acompañó los
parámetros de la arquitectura utópica de la primera mitad del siglo XX.
No todos los espacios arquitectónicos se manifiestan necesariamente a tra-
vés de su construcción. Se puede hablar de muchos otros modos de expre-
sión, capaces de concretar una idea espacial: la literatura de Borges, la
música de Edgar Varesse, la pintura de Piero della Francesca, etc. Han con-
ceptualizado excelentes ejemplos de arquitectura “no construida”; sin
embargo, lo que aleja a estas manifestaciones rusas actuales de la condi-
ción arquitectónica no es su expresión sino la falta de un discurso que las
contextualice, que les dé coherencia como resultado de un pensamiento.
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Del número de ciudades imaginarias hay que excluir aquellas donde
se suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna,
una perspectiva, un discurso.
Responde Marco Polo cuando Jublai Kan –en Las ciudades invisibles de
Ítalo Calvino– le describe una ciudad fantástica, llena de elementos absur-
dos y sin relación entre sí.
A través de este párrafo de Calvino, se hace evidente que la fantasía no
basta para imaginar la ciudad –o la arquitectura– si los elementos imagi-
nados, por fantásticos que sean, no están integrados a un discurso.
La existencia de éste, como estructura que soporta las imágenes fantásti-
cas, es lo que diferencia a la “utopía” de la “fantasía”, pues la primera
implica unpensamiento global, ordenado y racional, en el cual las formas
(urbanas o arquitectónicas) son solamente una de sus expresiones.
Históricamente, las utopías han buscado la definición de sociedades idea-
les, aunque sus manifestaciones más visibles hayan sido los modelos urba-
nos o las formas arquitectónicas en que esas sociedades se desarrollarían.
Mientras que en la fantasía el único objetivo es la imaginación en sí misma,
en la utopía prevalece un pensamiento social, una perspectiva de condicio-
nes idealmente perfectas. Estas utopías son inherentes al carácter social
del hombre, a sus pensamientos e ideales, a sus aspiraciones y a sus ansias
de perfección; aparecen –como señala Tafuri– en los laboratorios de ideas
de los intelectuales, donde se generan proyectos ideológicos que esperan
hipotéticas posibilidades o coyunturas de realización. Así, han acompaña-
do a los procesos del pensamiento occidental concretando y protegiendo
las ideas como los mandalas en oriente.
El pensamiento utópico está siempre presente en los momentos de trans-
formación social y va convirtiéndose de un modelo inaplicable (por carecer
de condiciones que permitan su inserción histórico-geográfica) en otro
modelo que, basado en las posibilidades de cambio de la realidad, se expre-
sa como un proyecto resultado de la planificación.
Una sociedad que no apunta al cambio es decadente en lo intelectual y en
sus estructuras. Esto equivale a decir que una sociedad sin utopías –que
son la expresión de la voluntad de cambio– muestra la falta de dinámica,
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propia de la agonía del ente colectivo y da lugar a todas las manifestacio-
nes del individualismo y sus fantasías. La utopía con su intención social
apunta a lo colectivo, la fantasía surge del punto de vista particular y de
los objetivos y anhelos individuales.
Karl Manheim definió las utopías como aquellos estados del espíritu que
resultan desproporcionados en relación con la realidad en que ocurren;
observó también el carácter colectivo de ese estado, ese consenso o reco-
nocimiento de la correlación utopía-orden social y resumió así el concep-
to: “un individuo por sí solo no puede desgarrar la situación histórico-social
en que vive”. Se podría completar esa frase, diciendo que si bien un indivi-
duo solo no puede desgarrar la situación histórico-social en que vive, si
puede disimularla o maquillarla, ya sea con sus propias fantasías o con fan-
tasías provenientes del orden establecido. Una fantasía así manejada se
convierte en un elemento de control que anula el pensamiento utópico per-
mitiendo, incluso, una sensación de “cambio” a nivel individual que satis-
face la necesidad y la expectativa de transformación del ente colectivo:
fomenta la llamada “salida individual” con todas sus connotaciones de
“arribismo” que, vistas en ese contexto, no se consideran de ese modo, sino
que sugieren la idea de “progreso personal”...
Hoy vemos –algunos con asombro- cómo las fantasías de ese “progreso”, a
través del consumo anularon el pensamiento utópico, convirtiendo los
objetivos sociales en una serie de manifestaciones del más desenfrenado
individualismo. Y la arquitectura no escapa a eso.
La utopía es moral, la fantasía no necesita serlo (y esa facilidad es uno de
sus atractivos) ya que siendo el resultado del pensamiento individual, no
necesita del consenso colectivo, ese que fija las pautas de aquello que es
moral y aquello que no lo es. La fantasía, vista de esa forma, es atomizan-
te del “todo-social” y quizá, así haya sido manejada a través de las imáge-
nes de bienestar sugeridas por el consumo como parte de un programa, de
un orden establecido que busca satisfacer la necesidad de cambio a nivel
individual, para que en la realidad nada cambie: la fantasía conservadora
contra la utopía progresista.
La arquitectura actual carece de utopías porque la sociedad actual carece
de un proyecto ideológico, ya que alegremente reemplazó el pensamiento
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social (con su enorme carga utópica) por la búsqueda de un bienestar indi-
vidual inmediato; y es precisamente esa inmediatez en el logro de los obje-
tivos lo que impide cualquier proyecto utópico, aún en arquitectura.
A la vez, esa misma arquitectura de hoy, trata de explicarse a través de una
asombrosa acumulación de gestos y formas en su lenguaje, olvidando que los
elementos de la fantasía, sin un discurso que los conecte, no tienen la capa-
cidad de explicar el mensaje de la arquitectura, más allá de hacer evidentes
los rasgos de una u otra moda ocasional. Retomando la conclusión de la ya
citada frase de Calvino: es evidente que la sola fantasía no basta para imagi-
nar la ciudad o la arquitectura. La forma particular, el gesto aislado, resulta-
do ambos de la fantasía individual del proyectista, son incapaces de explicar
el hecho arquitectónico que los contiene; les falta el consenso social que les
de el reconocimiento y el contexto histórico que los enmarque.
Es más, esa acumulación de gestos y formas sin contenido pueden trans-
formar fácilmente el concepto de “ciudad amena en su variedad” en el de
“ciudad agobiante”.
La arquitectura consecuente con el pensamiento utópico –cualquiera que
este sea, como lo mostró la historia– es decir, inserta en una ideología que
al buscar un cambio exprese la dinámica vital de la sociedad, manifiesta
una dimensión temporal más allá de la eventualidad de la moda y sus ges-
tos, por fantásticos que esto s sean.
Es muy significativo que actualmente las propuestas fantásticas rusas
estén tan cercanas al concepto occidental de “moda” y por lo tanto sean
las más empecinadamente antiutópicas e individualistas. En ellas la forma
ya no es el objetivo final del proyecto; no existe memoria, ni siquiera algún
nivel histórico del desarrollo de las estructuras socio-culturales. La forma
pierde su significado simbólico y la idea utópica del tiempo y la eternidad
busca ser un único flujo del tiempo, como episodios temporales que se
insertan en la corriente de las diversas situaciones.
La actitud rusa responde a una situación extrema, comprensible en su con-
texto, como golpe de péndulo hacia el lado opuesto. Pero fuera de ese con-
texto (y se podría decir que aún dentro de él) duele ver la intrascendencia
de una arquitectura sin contenido, que responde solamente a formas o a
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forzados discursos de una moda que el consumo acelera cada día más y por
ello la hace más rápidamente deshechable.
El Movimiento Moderno propuso la gran (y última) utopía arquitectónica
de nuestro siglo: hacia los años veinte concretó, en su intención de cam-
biar la sociedad a través de la arquitectura y del urbanismo, todas las
ideas sociales y las utopías del siglo XIX, sobre la base del pensamiento
racional heredado del siglo XVIII. Se puede estar o no de acuerdo con sus
formas, aun con sus resultados (en el ámbito urbano, muy dudosos) e
incluso con su mismo contenido teórico, pero es innegable que la auda-
cia del pensamiento utópico y la magnitud de la reflexión social que
encierra, no han podido ser reemplazados por las múltiples intenciones
que aparecieron más tarde.
El Movimiento Moderno no murió el día en que derribaron algunos bloques
de vivienda masiva que se habían convertido en comunidades marginales
(creerlo así sería como querer explicar el mundo a través de una anécdota).
Fue muriendo lentamente a partir de la Segunda Posguerra, cuando
comenzó a ser absorbido por la sociedad de consumo como bandera de un
modo de vida “occidental y moderno”, al tiempo que el mundo fue trans-
formando la utopía que encierra la conciencia social, en la individualista
fantasía de las formas por sí mismas.
Esta observación aparece teñida, indudablemente, por una óptica “moralis-
ta” que contempla la necesidad de justificación social y reconocimiento
consensual del proyecto arquitectónico.
En este sentido, el Movimiento Moderno, especialmente en superíodo de
preguerra, fue el resultado de una actitud moral inscrita en un pensamien-
to de ideal social expresado en la utopía.
Sin embargo, muchos autores contemporáneos tratan de explicarlo –y
también de atacarlo– a través de su estética inmediata. También muchas
corrientes arquitectónicas en la década de 1980 intentaron superarlo e ir
“más allá” mediante actitudes estetizantes nuevas en relación con el dis-
curso de las formas del Movimiento Moderno, sin ver que de ese momen-
to de la historia de la arquitectura es más interesante descubrir –en las
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formas– la presencia de la utopía y la voluntad de cambio hacia un ideal
social, que la simple denotación formal, que podemos o no compartir,
pero que sin duda encierra la poética (no siempre accesible) del pensa-
miento utópico.
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Romeo y Julieta. 
Arquitectura de papel de Sergei Barkhin (1975).
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Esto no significa confrontar una supuesta polaridad “moral-utopía contra
estética-fantasía”, sino tratar de ver, de descubrir, a través de una poética
(la de las formas de la utopía), que el mensaje estético del pensamiento
utópico va más allá de sus formas, subyace en su contenido social.
Decoración urbana.
Arquitectura de papel de Evtsovitch y Hisman (1985).
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Proyectos para el monumento de la tercera Internacional 
y esquema para la ciudad del futuro. Arquitectura visionaria (V. E. Tatlin, 1920).
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METRÓPOLIS1
Utopía - Fantasía en la novela de Thea Von Harbou
Sin duda, el nombre de Fritz Lang, director de Metrópolis, resulta más
conocido que el de Thea von Harbou, su mujer y autora de la novela homó-
nima en la que se basó el filme. Entre ella y la película existe una gran
coherencia, ya que la versión cinematográfica es respetuosa y fiel respecto
de la novela. Pero, la idea de Modernidad que surge de una y otra difiere
en algunos aspectos. El cine permitió una expresión fragmentaria, donde
cada secuencia constituye un manifiesto, articulado en la totalidad por los
muy pocos carteles con texto (propios del cine mudo) que el director logró
definir como vacíos que exaltan el valor de las partes. La continuidad del
texto literario, por momentos demasiado discursivo, enfatiza una totalidad
en la que los capítulos no detallan partes sino que organizan un recorrido
sin interrupciones entre principio y fin.
Esa ruptura de la unidad en el filme, expresa el significado de la
Modernidad quizás tanto como las imágenes urbanas que muestra, ligadas
a la iconografía de los futuristas y al Constructivismo Ruso; a diferencia de
lo estrictamente arquitectónico que connota las construcciones de los años
previos a la expansión del Movimiento Moderno, cuando subyacía, de un
modo evidente, el peso de la tradición clásica en ritmos y referencias for-
males por detrás de los “volúmenes puros”: imágenes que aún hoy asocia-
mos con los regímenes totalitarios y nos permiten evocar los diseños de la
época fascista o la fría síntesis del neoclasicismo de Albert Speer. Pero el
sentido de Modernidad está en el texto.
Así como en la Ilíada, el tema (la ira de Aquiles) permite narrar una gue-
rra (la de Troya) y un episodio emocional (el triángulo Agamenón-
Helena-Paris), en la novela de Thea von Harbou el tema surge de la ven-
ganza de Rotwang el inventor de las máquinas de la ciudad, cuya mujer
lo abandonó por Fredersen, el amo y dictador de Metrópolis. A partir de
este nudo temático y con el telón de fondo de la ciudad, encontramos
dos niveles de discurso o medios para desarrollarlo: la tensión y poste-
rior revuelta obrera y el romance entre el hijo de Fredersen y una líder
proletaria.
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Sin embargo, la importancia de la lucha de clases en el desarrollo del texto
y las imágenes de vértigo urbano y velocidad (mejor expresadas en la nove-
la que en el filme) presentan a la Modernidad como único y gran tema, al
que los desarrollos argumentales concurren como partes:
Las casas recortadas en conos y cubos por las guadañas en movimien-
to de los reflectores, brillaban, parecían alzarse, descender, danzar al
compás de la luz que acariciaba sus flancos como la fina lluvia [...] el
estruendo del tráfico de cincuenta millones, la locura mágica de la
velocidad [...].
El significado de la ciudad vertiginosa y la contradicción entre el proletaria-
do y los “señores de la ciudad” como paradigmas de la Modernidad, quedan
expresados en el comportamiento del operario que, cuando es reemplazado
por el hijo del amo de Metrópolis, sale a la calle a ocupar el lugar social de
éste y se deslumbra con lo que ve:
[...] el obrero 11.811, el hombre que vivía en una casa-prisión bajo el
tren subterráneo de Metrópolis, que no conocía otro camino que el
que iba desde su agujero a la máquina y viceversa, este hombre vio por
primera vez en su vida la maravilla del mundo que era Metrópolis: la
ciudad de noche, brillando bajo millones y millones de luces.
Vio el océano de luces que inundaba las avenidas y calles intermina-
bles con un brillo plateado. Vio el rápido parpadeo de los anuncios
eléctricos [...] Una voz le había dicho: “en mis bolsillos encontrarás
dinero más que suficiente”.
Dinero suficiente... ¿para qué? Para arrastrarse por aquella ciudad,
aquella ciudad poderosa, celestial, infernal: para abrazarla con todas
sus fuerzas, aun en la impotencia por dominarla; para desesperarse,
para lanzarse a ella [...].
Así, el hombre de la ciudad moderna accede y participa de ella a través del
dinero; el último texto transcrito, sitúa a Metrópolis en la órbita capitalis-
ta: la ciudad de la burguesía, esa que encuentra “en hacer dinero la única
actividad que realmente significa algo para sus miembros”, según palabras
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de Marshall Berman, que explican el objetivo de la vida frenética que corre
por las calles de Metrópolis.
Pero el mismo párrafo también sitúa temporalmente la ciudad y lo hace tan
profundamente como las imágenes tecnológicas; Metrópolis es de nuestro
siglo o del futuro, ya que un hombre como el obrero 11.811 no pudo exis-
tir antes, no solo por su identidad proletaria sino por su conducta en rela-
ción con la ciudad.
11.811 no se comporta como el “hombre de la calle” que Berman describe
caminando por la Avenida Nevski en San Petersburgo, ni como el ciudada-
no moderno que refiere Baudelaire, ese que aparece en la escena urbana
cuando:
[...] las transformaciones físicas y sociales que quitaron a los pobres de
la vista, ahora los traen de nuevo, directamente al campo visual de
todos [...] los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecin-
darios más pobres (se refiere a las intervenciones urbanas del Barón
Haussmann en París) permiten a sus habitantes pasar por esos huecos
y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia
del resto de la ciudad y del resto de la vida [...]. 
El operario 11.811 descubre las partes –para él– desconocidas de la ciudad
por una causa fortuita, pero estas no son partes de “su” ciudad, ya que la de
los trabajadores de las máquinas no es Metrópolis sino una contraparte (de
la cual depende) que se encuentra bajo tierra, más profunda que las vías de
los trenes subterráneos. Tampoco nuestro obrero es el hombre del subsuelo,
al que Chernichevski hace decir: “Tenía miedo a ser visto, a ser reconocido.
Ya tenía el subsuelo en el alma...” y que ante un acontecimiento violento
(una pelea en un bar) despierta a la vida y busca ser reconocido, identifica-
do por la sociedad. Nada de eso ocurre a nuestro 11.811, quien encontró por
casualidad su salida individual; no quiere reconocimientos, solo quiere apro-
vechar, vivir. En este sentido, von Harbou propuso un hombre más cercano
a nuestros años que a la década de 1920, cuando escribió lanovela.
Metrópolis no se relaciona con territorio alguno. Es un fenómeno grandio-
so pero aislado: no forma parte de ningún país o sistema de ciudades.
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Presuponemos (sin saberlo) que es una capital, o quizás solamente sea una
ciudad con un “amo”, sin otra estructura política que esa; algo así como
una ciudad-estado del Medioevo; y es esa falta de inserción territorial lo
que permite una gran libertad a von Harbou para plantear el tema.
Como fenómeno de la Modernidad, Metrópolis termina bruscamente en el
deslinde con un medio rural atrasado y muy cercano: un campo que inclu-
so desconoce la existencia de la ciudad-maravilla. Este rasgo contradicto-
rio es propio de la génesis de la ciudad moderna del siglo XIX; podría ser la
imagen que Süskind muestra de París en su novela El Perfume. Sin embar-
go, es algo aún presente en la estructura urbana de Alemania en la déca-
da de 1920. Cuando Josafat –amigo del hijo de Fredersen– es obligado a
abandonar Metrópolis, cae en paracaídas, al poco tiempo de vuelo, en un
campo donde lo recibe una niña:
¿Dónde estaba la ciudad más próxima? No había ninguna ciudad en
muchos kilómetros a la redonda. ¿Dónde estaba el ferrocarril más cer-
cano? No había ferrocarril en muchos kilómetros a la redonda. Josafat
se incorporó. Miró a su alrededor. Hasta donde alcanzaba la vista se
extendían campos, praderas y bosques serenos a la luz crepuscular. El
escarlata del cielo iba desvaneciéndose ya. Cantaban los grillos. Sobre
las colinas distantes se adivinaba una tenue neblina y las primeras
estrellas aparecían con su brillo inmóvil en el cielo sin mácula.
Esta imagen romántica del medio bucólico que contradice a la gran ciudad
es la misma que define a la madre del amo Fredersen cuya actuación es una
referencia moral frente a la conducta moderna:
Era ya la una de la madrugada cuando Joh Fredersen llegó a casa de
su madre. Se trataba de una granja de un solo piso, con tejado de paja,
edificada en lo más alto de uno de los gigantes de piedra de
Metrópolis, no lejos de la catedral. La rodeaba un jardín rebosante de
lirios, malvarrosas, guisantes de olor, amapolas y narcisos, todo ello
presidido por un enorme, majestuoso castaño.
Joh Fredersen era hijo único y su madre le había amado mucho. Pero
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el Amo de la gran Metrópolis, el Amo de la ciudad-máquina, el cere-
bro de la Nueva Torre de Babel se había convertido en un extraño para
su madre y también ella le era hostil [...].
La contradicción acentúa la imagen fáustica de Fredersen; el ambiente
romántico en el que vive la madre, su carácter duro y su rigidez ante prin-
cipios tradicionales, la acercan al significado de la pareja de ancianos, que
en la última parte de la obra de Goethe aparecen amenazadores desde su
pasividad campesina. Pero a diferencia del Fausto, la salida que propone
von Harbou no es la inevitable alternativa del progreso (la Modernidad)
sino un retorno al sentimiento o un ir más allá del “progreso”: aquí, el pro-
ceso lleva a través de la ideología a lo sensible.
En la novela subsiste la confrontación clásico-romántico en una dialéctica
similar a la que encontramos en la arquitectura de Schinkel, en las prime-
ras décadas de 1800; o en el Fausto de Goethe (terminado en 1831, un año
antes de su muerte). La dicotomía clásico-romántico entendida como la
oposición razón-sentimiento, en la que la primera conduce inevitablemen-
te al progreso –paradigma de la Modernidad– y el segundo se relaciona con
la tradición, muestra la ciudad “impura”, ambiciosa y egoísta contra el
campo, ese medio rural de nobles y firmes principios morales.
Esta dicotomía y la fuerte ruptura entre Metrópolis, la ciudad de las máqui-
nas y el campo cercano, permitiría ubicar la ciudad en un Tercer Mundo que
aún no existía (o no había sido definido como tal) en el momento de la cre-
ación de la novela. Por otra parte, la imagen feudal de Fredersen, el amo,
nos recuerda otra frase de Marshall Berman: 
En el siglo XX, los intelectuales del Tercer Mundo, portadores de una
cultura de vanguardia en una sociedades atrasadas, han experimen-
tado la escisión fáustica con especial interés.
Esta escisión no la experimenta el amo Fredersen, un héroe moderno que
significativamente no conforma un “personaje malo” ni en la novela ni en
el filme; la experimenta su hijo Freder, quien constituye una especie de
“antihéroe” débil y de convicciones románticas, cuya personalidad se arti-
cula en torno al sentimiento.
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El desenlace de la novela, a través de este antihéroe y del antimoderno
sentimiento de venganza en Rotwang el inventor, es la destrucción de la
ciudad y la sociedad modernas para ser reemplazadas por otras, posible-
mente premodernas (¿posmodernas?), más cercanas a las emociones,
como la autora indica al introducir el libro: “Entre el cerebro y el múscu-
lo debe mediar el corazón”.
Pero es justamente en esa destrucción donde encontramos la última y más
notable imagen de Modernidad: Metrópolis, el gran pensamiento, el gran
logro del progreso, la gran construcción que se destruye a sí misma confir-
mando las palabras de Marx y su paráfrasis en el título de la obra de
Berman: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
La Red
Algunas veces, los platenses nos hemos sentido muy seguros moviéndonos
sobre una trama urbana nítidamente ortogonal o deslizándonos por los
claros ángulos de las diagonales. No me puedes negar la satisfacción que
sientes (y no debería referirme solo a ti) cuando asocias tu pensamiento
racional con la perfecta forma de la ciudad. Sin embargo, la vida diaria con
sus incertidumbres, explosiones y ansiedades, con sus aciertos y desenga-
ños, no surge del orden de esta trama sino del caos y la –aparente- arbi-
trariedad de una malla tejida con hilos de tensión y líneas de fuerza que
como una red de pescadores cubre la ciudad.
Quizás no lo has notado (yo tampoco había reparado en ello) la gran can-
tidad de torres y agujas que hay en La Plata, aunque su presencia no sea
tan significativa como en otras ciudades latinoamericanas de origen colo-
nial. Más allá de la Catedral, que domina el panorama platense, hay igle-
sias menores, parroquias barriales y capillas de colegios e instituciones
religiosas, visibles en otra época por la presencia de sus torres, hoy ocul-
tas por las nuevas construcciones en altura.
Pero afortunadamente aún existe la red que se genera entre las agujas que
señalan al cielo, aunque se estrelle contra las fachadas de los nuevos edi-
ficios de departamentos o se rompa irremediablemente en los pararrayos de
los edificios de oficinas. El daño que esta ambiciosa arquitectura hace en
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la malla virtual es irreparable: por cada orificio que quiebra su continuidad,
escapa sin retorno alguna vieja emoción de la ciudad.
Nunca se sabrá cuantas ilusiones susurradas en torno a un helado de
Pérsico, se fueron para siempre por un irresponsable agujero causado en
cercanías a San Ponciano, ni cuantas expectativas de domingo por la
mañana se escaparon por otro daño, vecino a San José. La rotura del invi-
sible hilo que unía la aguja de la Catedral con la torre roma del Sagrado
Corazón no pudo impedir que ideales progresistas y utopías ya no sean.
Aún recuerdo –y ojalá perdure– la imagen de la torre de la iglesia de Tolosa,
destacándose como un dedo sobre el bajo perfil de la ciudad, cuando los
platenses mirábamos hacia donde los hitos señalaban, sin tener la preten-
sión de querer estar allá.
El tranvía 25
A veces temo (porque sé lo distraída que puedes ser) que te hayas encon-
trado con el fantasma del tranvía 25; ese que algunas noches –no todas–
recorre las penumbras platenses arrasando a quien se le atraviese. Sé tam-
bién que nadie (o casi nadie) puede verlo, aunque muchos hayamos oído los
espantosos alaridos de su cobrador deforme, desvaríogenético, alucinación
gris, desde la plataforma trasera.
No hay otro motivo para tu silencio.
También hay quienes aseguran –aunque con una sombra de duda– haber
visto los chispazos que produce el trole cargado de nostalgias de obreros
que van a un frigorífico que ya no es; destellos en un cable inexistente aún
envuelto en las nieblas tempranas del camino a Berisso y en los alientos
brutales de los italianos que vuelven a su Isla Paulino. Nada de eso se ve en
la incierta presencia del tranvía fantasma. Pero su encuentro en alguna
empedrada calle platense puede ser definitivo...
No hay otro motivo para tu silencio.
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Yo nunca lo vi, pero intuyo haber olido el tufo (que hoy es pieza de colec-
ción en mi memoria) mezcla de petróleos viejos, vino ácido de la Isla, axi-
las progresistas y eructos trasnochados que impregnaban sus asientos de
madera con tablitas: una clara, una oscura, una clara... un infinito que mis
dedos nunca acabaron de contar, aunque estuvieron cerca, casi pisando un
límite en el que ahora prefiero no pensar. Pero triste de aquel que en estas
noches se encuentra con la equivocada y errática mole plateada cuyas rue-
das chirrían eternas consignas populares al doblar lentamente la esquina
de 1 y 60...
No hay otro motivo para tu silencio. Me preocupa.
La peste
En mi reciente viaje a La Plata me dediqué casi obsesivamente a recorrer
los lugares de mis recuerdos. Casi no quedó rincón de la ciudad que no vol-
viera a pisar, como queriendo reafirmar mis huellas anteriores. Sin embar-
go, no tuve valor para volver a la gruta del Bosque, esa insólita manifesta-
ción (rocas y cuevas artificiales) que nos dejó algún trasnochado gesto del
Romanticismo; ese lugar misterioso de mi infancia, paseo de los domingos
y territorio de tanta historia trágica en años de la dictadura.
Vi la gruta desde lejos, una tarde en que caminaba con un amigo por la ori-
lla del lago. Me pareció verla blanca, pintada con cal, aunque tal vez fue
una alucinación. Una horrible alucinación que me hizo pensar en el anti-
guo blanqueado sanitario a las casas de los muertos por la peste...
No quise acercarme ni hacer comentarios. ¿Cómo pudo haber sido lugar de
tortura y muerte el mismo de nuestros juegos y fantasías infantiles?
Sé que allá no podrá ser jamás, pero quisiera que aquí, en mi memoria,
la gruta del Bosque fuera siempre el lugar de las coronas de novia, esas
flores blancas que crecen en largas ramas bajo el frío sol de otoño y que
quizás ahora no sean tan blancas, aunque echen cal sobre el recuerdo de
la peste.
Los muertos testimonian para que la memoria no se confunda.
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NOTA
1
VON HARBOU, Thea. Metrópolis. Barcelona: Orbis, 1977, 189 pp. Siguiendo
el texto de la 1º ed. publicada en lengua inglesa en 1927.
29
Vista de una de las cópulas de la ciudad de La Plata.
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CAPÍTULO II
Laberintos 
Cuando Evans descubrió el Palacio de Cnossos, lo asoció con el laberinto
del mítico edificio que Dédalo construyó para el rey Minos en ese lugar de
la isla de Creta. El arqueólogo fundamentaba esa asociación en la comple-
jidad de la planta del palacio y en la derivación de la palabra “laberinto”
del lidio lðaðbðrðuðsð ð=ð hacha, por la gran cantidad de símbolos de
doble hacha encontrados en Cnossos, pintados o tallados en las paredes...
... en todo laberinto subyace una duda
La duda aparece ante una situación ambigua, pero, ¿qué rasgo de la ambi-
güedad en la arquitectura expresa su condición laberíntica?
En el Palacio de Cnossos, la complejidad de la planta sugirió a Evans la pre-
sencia del mítico rey Minos; sin embargo, Cnossos es complejo sin ser apa-
rentemente ambiguo y sus rasgos laberínticos surgen de la repetición de un
único tipo de espacio: el recinto al final del corredor. Innumerables pasillos
–ordenados ortogonalmente– conducen a innumerables salas.
Cuando el número de un fenómeno o una situación sobrepasa el umbral
que nuestra razón admite, surge la duda. Así, Cnossos es más ambiguo en
nuestro mundo de significaciones espaciales que en su realidad física.
Al mismo tipo de laberinto corresponden las descripciones de Jorge Luis
Borges, en particular la Biblioteca de Babel: 
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El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un núme-
ro indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales [...] la distribu-
ción de las galerías es invariable, una de las caras libres da a un
angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la prime-
ra y a todas.
La uniformidad lograda por la repetición del tipo espacial impide la orien-
tación y genera la duda ante la ambigüedad que caracteriza al laberinto.
Pero la observación recíproca no es válida: existen también arquitecturas
ambiguas que no producen dudas sino “inquietud”; en estos casos la expre-
sión espacial no es laberíntica sino contradictoria.
Estos ejemplos han sido observados por Robert Venturi en su texto
Complejidad y contradicción en la arquitectura (en el que curiosamente no
se habla de laberintos). Venturi sitúa la contradicción en el contraste para-
dójico que sugiere la conjunción “aunque”. Así, se puede hablar de edificios
“cerrados aunque abiertos”, “sencillos por fuera aunque complejos por den-
tro”, “simétricos aunque asimétricos”, etc.; todos son ejemplos en los que
el fenómeno de “lo uno y lo otro” no implica ni la condición laberíntica ni
la duda, sino la inquietud ante el contraste.
San Carlo alle Quattro Fontane, la pequeña iglesia barroca de Borromini en
Roma, es uno de los edificios más ricos en este tipo de manifestaciones: el
tratamiento casi igual de las cuatro alas insinúa una planta en cruz griega,
pero las alas distorsionadas según el eje este-oeste sugieren una cruz latina
y la continuidad de los muros da a entender una planta circular deformada.
La citada inscripción en grafía lineal (lðaðbðrðuðsð) es el único testimo-
nio del laberinto anterior a Herodoto, quien no se refiere al laberinto cre-
tense –que es mencionado solo en textos posteriores– sino a uno egipcio,
quizás el templo funerario de Amenhemet III en Heracléopolis. Después
de Herodoto, la palabra laberinto es aplicada a otros edificios sacros de
particular complejidad como las grutas de Nauflios, el santuario hipósti-
lo de Lemnos o el subterráneo de la tumba de Porsena en Chiusi. La entra-
da y salida del laberinto tendría un significado iniciático de ida al Más
Allá y de regreso...
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... el laberinto implica una situación de reflejo.
Los reflejos (y los espejos) duplican realidades, pero todos sabemos que
detrás de una situación doble existen una verdad y una mentira. El laberin-
to –como la vida– propone ambas simultáneamente y el atractivo que ofre-
ce es el de permitirnos escoger: la verdad resulta de nuestra opción y no
hay verdad más cierta que aquella que escogemos como tal.
Realidad y reflejo son igualmente válidos y entre ambas instancias se con-
forma una nueva realidad mayor en la que, muchas veces, ambos términos
son inseparables y cada uno de ellos existe porque ahí, muy cerca, está el
otro para confrontarlo o completarlo. La realidad (y la arquitectura es reali-
dad) tampoco existiría sin la ilusión y su magia reside en nuestra posibilidad
de alterarla, porque modificando el reflejo podemos cambiar una realidad.
Desde el Renacimiento, es decir desde cuando se volvió a concebir la repre-
sentación en perspectiva, realidad y reflejo alcanzan una nueva dimensión.
Junto al pequeño templo de San Sátiro en Milán, Bramante concluyó la ya ini-
ciada iglesia de Santa María Presso San Satiro con la planta en cruz latina. Allá,
la dificultad creada por la falta de espacio para el presbiterio fue solucionada
con un recurso pictórico: se sugirió la existencia de un amplio espacio median-
te un efecto óptico de perspectiva conseguidocon pintura y relieves sobre el
estuco del muro; así se sustituyó el espacio real inexistente por una ilusión en
un efecto de típico sesgo laberíntico, el de los espejos enfrentados.
Pero, es en la dualidad ciudad-jardín donde realidad e ilusión (o reflejo)
muestran su máxima significación. Las villas señoriales que se construye-
ron en los límites de las viejas ciudades de trazado medieval abren uno de
sus frentes a la ciudad y el otro a los jardines que se pierden en los bos-
ques vecinos; en medio, el edificio juega el papel del plano del espejo entre
una realidad urbana con su traza laberíntica de callejuelas y plazas y el jar-
dín ilusorio, ordenado y simétrico, intencionalmente laberíntico para ser
fiel a la realidad que duplica. Sin embargo, la lectura puede hacerse en
ambos sentidos y cualquiera de los dos lados puede ser realidad o ilusión
reflejada en el todo “ciudad-villa-jardines”.
De este modo, la simetría se asimila conceptualmente a la imagen del labe-
rinto (no se puede negar la simetría como instancia de reflejo) y cobra vida
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propia a través de diseños puntuales en los jardines; como tales los vemos
en la Villa d’Este en Tivoli (1550) o, más tarde en Schönbornschlosser
(1726) hasta llegar a principios del siglo XIX con la reflexión de Karl
Schinkel quien proponía la ciudad como foro del pensamiento (la razón) y
el jardín como imagen de la ciudad (el sentimiento).
El signo gráfico del laberinto puede representar una planta circular o cua-
drada, que muestra siempre un complejo de recorridos, uno de los cuales
conduce desde el exterior hasta el centro. La forma cuadrada es la más
antigua, está documentada sobre una tablilla micénica de Pilos, reaparece
más tarde sobre una teja de la Acrópolis de Atenas y luego en varias mone-
das de Cnossos y del Ática. La forma circular aparece por primera vez en la
cultura etrusco-itálica de Tagliatella y luego en una moneda (también de
Cnossos) del siglo III a.C. ...
... en el centro de cualquier laberinto se encierra una verdad.
La verdad se revela progresivamente. Acceder a la Verdad a través de un
recorrido fue objetivo, a la vez que expresión, de los primeros cristianos en
cuyas basílicas el eje entrada-altar simbolizaba el camino entre el mundo
terrenal exterior y el mundo celestial interior que el fiel debía recorrer pau-
sadamente, solo y observado desde la distancia por las impersonales
columnas que flanquean la nave del templo. En estos edificios el recorrido
no es laberíntico, es una tensión recta, direccional y rítmica; los meandros
que anteceden a la Verdad están en el fiel, en su laberinto íntimo de acce-
so a la Revelación.
Ludovico Quaroni compara la estructura de la Ciudad Prohibida de Pekín
con las llamadas “cajas chinas” que se ubican unas dentro de otras en lar-
gas secuencias o sea, un conjunto de espacios concéntricos, cercados,
colocados también unos dentro de otros, para determinar a lo largo de un
recorrido axial, una sucesión de perspectivas centrales. Atravesando la
puerta de un recinto se encuentra un espacio nuevo, más pequeño pero
más interesante, que se deja atrás para entrar en otro ámbito aún menor
pero más atractivo. La jerarquía de valores selecciona los espacios en el
tiempo, juntándolos en precisas secuencias, dosificadas y rítmicas. La
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Ciudad Prohibida de Pekín que encierra al Palacio Imperial, está precedida
por la Ciudad China y rodeada por la Ciudad Tártara.
Angkor Vat en Camboya y Madura en la India son ciudades-santuario; la pri-
mera es una composición regular y controlada que constituye un enorme
monumento budista cuyas partes funcionales se pierden entre una decora-
ción que compite con la exuberancia de la selva que las rodea. La segunda
es una composición espontánea de pórticos y piscinas, dispuestos en torno
a un santuario hindú, encerrados en un primer cinturón de murallas en los
que los “gopuram” suceden a las puertas, luego un segundo cinturón prote-
ge a las nuevas construcciones agregadas y así, sucesivamente, en una serie
homogénea de áreas crecientes en dimensiones y riqueza de las torres.
La misma estructura cerrada, unitaria y de lectura laberíntica de los santua-
rios-ciudad, la tienen algunas ciudades-palacio, como la que construyó la
dinastía aqueménida en la llanura de Persépolis. En este conjunto, la suce-
sión de apadanas, salas con columnas, escaleras menores y habitaciones se
modulan a partir de la geometría del cuadrado como forma generadora. Sin
embargo, la falta de ejes ordenadores dominantes en la composición y la
arbitraria disposición de los módulos, producen la desorientación propia de
la imagen laberíntica.
En el mundo romano, el laberinto está presente en un grafismo pompeya-
no y en muchos mosaicos de piso en Italia, España, las Galias y en África
del Norte. La forma más frecuente en estos pavimentos es el laberinto cua-
drado. Más tarde, el signo fue acogido por el arte paleocristiano, el ejem-
plo más antiguo es el mosaico de la basílica de San Reparato en
Orléansville, Túnez, hacia el año 328. En las alegorías cristianas del alto
medioevo, el laberinto simbolizaba las pruebas que el devoto debe afrontar
antes de alcanzar la Jerusalén celestial...
... un laberinto es una imagen de muchas imágenes.
Desde este punto de vista, el laberinto se asocia con la idea de “caos”, aun-
que su expresión formal busque una geometría ordenadora y el signo que
lo representa –ya sea cuadrado o circular– se convierta en una imagen
cerrada y de fácil lectura.
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Para entender el laberinto como expresión del caos, debemos atenernos a
dos consideraciones: la primera, entender que el caos se manifiesta en el
interior del sistema, en cada uno de los recorridos erráticos, en tanto que
solamente una alternativa (la que conduce al destino y no es manifestación
caótica sino “ordenada”), escaparía a esta pauta.
De este modo, un laberinto no es cualquier recorrido o situación tortuosa e
inconclusa: es la evidencia simultánea de varias alternativas, de las cuales
solo una culmina felizmente. Así, el caos se expresa más en la multiplici-
dad de posibilidades que en el colapso o falla de la mayoría de ellas. El
laberinto plantea una escogencia entre una gama de alternativas similares
y es también en esa homogeneidad de la oferta donde se genera la situa-
ción caótica.
Algo similar ocurre en la arquitectura, cuando la obra ofrece múltiples lec-
turas, entre ellas varias erráticas desde el concepto racional de la signifi-
cación arquitectónica. Este sería el caso de algunas obras de Antoni Gaudí
como la casa Battló o en especial, las construcciones del parque Güell, en
las cuales la posibilidad de significaciones metafóricas ofrecen alternativas
fallidas para la comprensión de la obra.
En el edificio de la Löwengasse, en Viena, obra del pintor Hundertwasser
existe una cantidad tan grande de elementos, lenguajes, formas y vegeta-
ción, de equivalente jerarquía sígnica, que resulta imposible involucrarlos
en una única línea de lectura; allí siempre se produce la sensación de
haber accedido a la comprensión de la obra por el camino equivocado. El
laberinto que aparece en el proceso de comprensión y significación de las
formas adquiere una dimensión mayor que la complejidad ofrecida por la
obra misma.
La segunda consideración que debemos hacer para entender al laberinto
como expresión del caos, se refiere a la dimensión temporal.
Considerado en la imagen borgiana, el laberinto propone una infinitud; sin
embargo nuestra percepción –y comprensión– parcial de esa escala, limita
la observación a un período o fragmento del todo que se considera como
una estructura de comportamiento estable. La repetición de situaciones
indiferenciadas jerárquicamente, produce una monotonía de particular
ritmo en la cual la duda subyace como detonadora del caos.
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Estees un caso particular de secuencia rítmica, a la vez que expectativa
ante la incertidumbre que sugiere que el tiempo y la forma pueden rom-
perse en cualquier momento. En esta observación, la indefinición temporal
en las formas arquitectónicas implicaría una alternativa de origen laberín-
tico, como la situación planteada en los edificios con curtain-wall de Mies
van der Rohe en la década de 1950. Los bloques del conjunto de Lake Shore
Drive en Chicago o el Seagram en nueva York se expresan en fachada como
fragmentos indiferenciados de una textura aparentemente infinita, en los
que intencionalmente el arquitecto no enfatizó los remates ni las aristas
para acentuar esa “infinitud” opuesta a una tradición arquitectónica que
siempre buscó la imagen del edificio “contenido entre límites”.
En las iglesias francesas e italianas de la plena Edad Media, el laberinto
(llamado dédalus en esa época) se repite con cierta frecuencia como tema
decorativo; y en determinados ambientes alcanza un valor esotérico en
relación con su naturaleza iniciática. A partir de los siglos XV y XVI, el
laberinto fue adoptado por los diseñadores de jardines que realizaron
laberintos con recorridos entre arbustos. Por lo menos en la disposición de
los primeros jardines existió una connotación esotérica enmarcada en la
simbología del Humanismo...
... el laberinto está en cada uno de nosotros.
En la dualidad entre el mundo de la razón y el mundo del sentimiento, el
concepto de laberinto pertenece al segundo. La razón, circunstancia de una
sola variable es lineal. Pero los meandros de la esfera del sentir son resul-
tado de muchas variables simultáneas (algunas inmanejables) que se
expresan en la imagen laberíntica. Quizás por ese motivo, en la arquitectu-
ra utópica, que es expresión del pensamiento racional, no encontramos
espacios laberínticos sino regularidad y orden.
Desde la Isla de Tomás Moro hasta el Movimiento Moderno en arquitec-
tura, la razón acompañó a la utopía en su contenido social y en el cami-
no hacia las “formas puras” y recibió de la psicología fenomenológica
(básicamente de la escuela de Graz) el aporte teórico de la univalencia de
las percepciones y del proceso de significación racional fundamentado en
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la descomposición del todo en sus partes. Ni el arte cubista de las
Vanguardias, ni la arquitectura moderna, ambos expresiones de ese apor-
te teórico, plantean laberintos: la razón los explica o nos acompaña en el
proceso de comprensión.
Contrario a la dispersión y a la individualidad de las formas en la urbanís-
tica moderna, la ciudad vista por el gran maestro de la imagen laberínti-
ca, Gian Battista Piranesi, es un tejido de elementos continuos, sin jerar-
quía en la organización y sin relaciones definidas entre los monumentos;
son imágenes del sentimiento y como tales, lo son también de la fantasía:
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Torreón y laberinto de la Villa Pisani. 
Grabado del siglo XVII. Vista frontal.
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expresan la contraparte de la utopía y en ellas no hay arquitectura del
objeto, del “edificio” como entidad autónoma y perfecta, sino el laberinto
onírico de formas urbanas que se desvanecen y entremezclan, quizá muy
cercano –no como imágenes sino como contenido subyacente– a esa ciu-
dad que cada uno de nosotros lleva por dentro. Una ciudad-sentimiento
en la que la trama urbana real se pierde para dar lugar a otra trama vir-
tual, producto de nuestras significaciones, emociones, recuerdos, presen-
te, espacios y vivencias que conforman una ciudad laberíntica, que no por
imaginada es menos real.
Planta del Palacio de Cnosso, 
en Grecia.
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Planta de San Carlo Alle Quattro Fontane,
en Roma
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Villa francesa en Caprarola.
El edificio actúa como el plano de un espejo entre la ciudad laberíntica y el jardín reflejo.
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Villa D’Este. 
Jardines con laberintos.
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Schönbornschlosser. 
Jardines con laberintos de arbustos.
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Mapa de la Ciudad Perdida, 
Pekín.
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Mapa de Argkor Vat, 
Camboya.
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Mapa del palacio de Persépolis, 
Irán.
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Torreón y laberinto de la Villa Pisani. 
Grabado del siglo XVII. 
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Palacio de Cnosso, 
en Grecia. Vista interna.
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San Carlo Alle Quattro Fontane, 
en Roma. Vista interna.
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BORGES Y LA ARQUITECTURA2
Los laberintos de Borges en el ensayo de Cristina Grau
Cristina Grau es arquitecta y profesora de la escuela de Arquitectura de la
Universidad Politécnica de Valencia, España. Con esa óptica sondea la idea
del espacio y la presencia de la arquitectura en la obra de Jorge Luis Borges.
Como era de esperarse –ya que nos ha ocurrido a casi todos los arquitec-
tos– el análisis de Cristina Grau se origina en las imágenes de laberintos
que el escritor propone en su obra.
La reflexión sobre el laberinto lleva a la autora a plantearse la relación
entre espacio literario y espacio “de la realidad”. Pero esta confrontación
deja por fuera otra observación, que de haberse hecho hubiera cambiado,
quizás, el tono del ensayo: ¿por qué a los arquitectos nos cuesta tanto asu-
mir como real el espacio narrado?
Con la misma tranquilidad con que describimos y explicamos una obra
arquitectónica construida, a diario encontramos en textos y revistas de
arquitectura el análisis de proyectos no construidos... esto es, reflexión y
crítica sobre la espacialidad a partir de planos y dibujos. Esta arquitectura
no construida, pero sí dibujada, puede ser tan real o irreal como la descri-
ta en la literatura. Pero es evidente que para el arquitecto, el dibujo como
sistema de codificación del espacio implica “realidad”, la narración en cam-
bio, expresa “irrealidad”.
Con este vicio de la formación arquitectónica, Cristina Grau se interna,
ordenada mental y metodológicamente en los laberintos de Borges. Así,
el ensayo adquiere un fuerte tono académico, una innegable connota-
ción de discusión “de facultad de arquitectura” y el carácter de resul-
tado de una cuidadosa y estructurada investigación. Tal vez muchos,
aun siendo arquitectos, disfrutemos más perdiéndonos en la realidad de
los laberintos de Borges que en la irrealidad del ordenado análisis que
busca explicarlos.
La autora inicia el recorrido por los espacios borgianos a partir de los pri-
meros poemas, publicados en España antes de su regreso a Buenos Aires en
1921. Allí encuentra referencias a Madrid, Sevilla y Palma de Mallorca, al
mar y a la catedral de palma, como un barco “que puja por romper las mil
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amarras” y aquí hay un logro metodológico en la investigación, ya que
estos poemas –quizás no tan difundidos– dieron a Cristina Grau una base
para entender las imágenes que Borges confronta al volver a su ciudad, una
ciudad “casi desconocida, distinta también de la que idealizara en el
recuerdo”.
Realmente, el Buenos Aires de Borges es más Borges que Buenos Aires,
aunque no por ello sea menos real. Como todas las ciudades, también
Buenos Aires es muchas ciudades a la vez. Una de esas es la de Borges, asu-
mida e interiorizada por los porteños, fácil de ver con un mínimo esfuerzo
allá donde no existe y quizás, tampoco existió.
Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que lo
abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no
lo pueble [...].
Y fueBorges, quien dijo esa frase, quien inventó el símbolo que para
muchos hoy puebla Buenos Aires, porque:
[...]
la ciudad está en mí como un poema
que aún no han logrado detener las palabras 
[...].
Fragmento del poema 
Vanielocuencia
Y también: 
[...] 
Yo soy el único espectador de esta calle
si dejara de verla se moriría 
[...].
Fragmento del poema 
Caminata
Grau analiza estas y otras imágenes, quizás con mayor rigor que emoción,
por eso concluye diciendo que la ciudad de Fervor de Buenos Aires es como:
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Esos libros de arquitectura en los que el fotógrafo, en un exceso de
celo, aparta todo lo que estorba, muebles y personas, para que el lec-
tor no pierda ningún detalle. El resultado es tan aséptico, tan imper-
sonal, que se hace imposible localizar las imágenes; ponerle nombres
a las cosas, pies a las fotos.
Como todas las ciudades, Buenos Aires es una suma de anécdotas, rinco-
nes, detalles, alucinaciones y fantasías. Entrar a una ciudad, ya sea narra-
da, dibujada o construida, abiertos a la emoción, nos acerca a otra realidad,
a esa que no siempre la ciudad deja ver...
Mi patria –Buenos Aires– no es el dilatado mito geográfico que esas
dos palabras señalan; es mi casa, los barrios amigables, y juntamente
con esas calles y retiros, que son querida devoción de mi tiempo, lo
que en ellas supe de amor, de penas, de dudas.
Vale la pena leer con detenimiento este primer capítulo del libro de
Cristina Grau, donde se señalan muchas, muchísimas referencias a la
arquitectura y a la ciudad. La secuencia cronológica de los ejemplos
escogidos por la autora permite entender parte de la historia de Buenos
Aires, la ciudad difícil y cambiante, de áspera poesía, a la vez que descu-
brir el Buenos Aires de Borges, el de los barrios amigables y la periferia
maleva, que pudo o no haber existido, pero que está allí, materializándo-
se en los textos tanto como el otro Buenos Aires se materializa a orillas
del Río de la Plata.
El resto del libro se dedica a los laberintos, la imagen espacial de mayor
relevancia en la obra de Borges, a la vez que la más inquietante para el lec-
tor: Cristina Grau los asocia con Kafka y observa dos modos de expresar la
identidad laberíntica en los relatos: como estructura del texto (argumentos
que contienen otros argumentos, secuencias recurrentes, etc.) y como figu-
ra que forma parte del contenido de la narración.
La autora se introduce en el mundo de los laberintos tratando de descifrar-
los, transformando en dibujos las narraciones de Borges. Así descubre suce-
siones de espacios por adición: 
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El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un núme-
ro indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable [...].
Logra representarlo y por supuesto, quitar la magia que la narración encie-
rra, al suponer que es sencillamente la uniformidad espacial lo que impide
la orientación del lector.
Se trata, sin duda, de un excelente ejercicio académico que le pone razón
a la fantasía, concretándola en dibujos y planos, el código de expresión más
inmediato en las facultades de arquitectura... pero que cae como un rocío
químico desfoliando los árboles del bosque de la fantasía...
Es mucho más feliz el resultado del análisis de los laberintos de las dupli-
caciones y simetrías y de los laberintos de vía única (Capítulos III y IV). El
primero con la referencia a los espejos: 
Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplicación
espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos. Su infalible y
continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima
cósmica, eran sobrenaturales desde que anochecía [...].
EL HACEDOR
o 
La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espe-
jos y la paternidad son abominables porque la multiplican y la afirman.
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA
En el Capítulo IV, el laberinto de vía única es observado como el resultado
de adiciones o subdivisiones infinitas: 
Alguien me dijo: no has despertado a la vigilia sino a un sueño ante-
rior. Ese sueño está dentro de otro y así hasta lo infinito, que es el
número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es
interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
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El Capítulo V, “La ciudad como laberinto”, aparece como el más atractivo
del libro, tal vez por el juego que la autora realiza entre las imágenes de
Borges y las de Piranesi, entre textos y dibujos. Toma como ejemplos las
“Carceri d’invenzione” y el cuento La ciudad de los inmortales e incluso
conduce una entrevista con el escritor hacia el tema del cementerio de la
Recoleta en Buenos Aires y descubre el recinto que hay por detrás de la
portada neoclásica, esa pequeña ciudad de los muertos, que si se hace una
abstracción de la escala, tiene grandes coincidencias con la ciudad que
Borges describe en el cuento El inmortal. Así, parece cerrarse un ciclo, que
comenzó con las imágenes del Buenos Aires de Borges para terminar con
las imágenes del Buenos Aires “real”.
Una lectura especial merecen las conversaciones entre Borges y Cristina
Grau, transcritas en el libro. Allí el escritor habla de la arquitectura y de la
ciudad, de Frank Lloyd Wright y del Palacio de Cnossos en Creta, desde su
percepción de no-vidente. Ese espacio, mezcla de presente y de recuerdos,
donde las duplicaciones y las simetrías articulan en la mente todo aquello
que la visión niega.
La traza
El plano de La Plata es una réplica del Universo. Esa verdad que subyace en la
geometría del cuadrado, en la exacta disposición de las diagonales, en el énfa-
sis en el punto central y las simetrías, la desconocen los platenses, aunque
intuyan o sospechen que hay algo más allá del simple trazado de la ciudad.
No quiero entrar en los detalles que me condujeron a esa conclusión que
explica, en parte, la relación de los platenses con su ciudad y, en especial,
la preocupación –que compartimos– por el estudio de la traza. Creo tam-
bién, que los fundadores de la ciudad no llegaron a esa solución mirando
hacia arriba, sino observando cuidadosamente hacia abajo, reflexionando
sobre estructuras mucho más pequeñas que son reflejos de una misma (y
única) estructura que se repite infinitamente. La Plata es un paso interme-
dio en un continuo sin origen ni final, pero lo que cambie en La Plata debe-
rá inevitablemente cambiarse arriba y abajo para mantener el orden de
algo que no comienza ni termina.
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Me preocupa que alguna alucinada voluntad urbanística quiera alterar la
precisa traza platense, romper un equilibrio del cual la ciudad es solamen-
te una instancia, un momento. Nadie sabrá nunca cuántas estrellas se apa-
garon por la inútil apertura de la Plaza Italia, ni se conocerán los desórde-
nes que a modo de locos isótopos (o en el confín del Universo) producen las
arbitrarias urbanizaciones en la periferia de la ciudad.
A veces me pregunto si habrá un anverso de La Plata, una ciudad invertida
y exacta, como el otro lado de una misma hoja, que refleje la continuidad
hacia abajo así como esta La Plata refleja –aparentemente– la continuidad
hacia arriba.
Las sombras de la calle 53
Ayer pensaba que en tus recorridos cotidianos por La Plata, poco tienes que
caminar por la calle 53 entre 7 y 12; sin embargo, vale la pena hacerlo. Las
sombras que proyectan en el piso los árboles de la calle 53 –en ese tramo–
son huecos profundos y negros, aunque nunca nadie haya caído dentro de
ellos. Si miras con cuidado en su interior, unos minutos antes del mediodía,
verás cosas asombrosas.
Le decía un amigo, que allí cada uno ve lo que quiere ver; yoen cambio,
creo que vemos todo aquello que el mundo (no se por qué razón) no se
atreve, no quiere o no puede mostrar en la superficie. Este mundo tiene, sin
duda, mucho más de lo que nos muestra en su ordenada cronología.
Hay quienes afirman que a través de esas sombras ven a sus muertos que-
ridos, todos juntos, en lugares y momentos que jamás pudieron compartir.
Yo una vez vi, llegando a calle 11, en la mancha negra que proyectaba una
rama de tilo apenas florecida, el eterno pasar de una misma pareja por una
misma esquina (que reconocí en Plaza Rocha) como si el disco del tiempo
se hubiera rayado y sonara siempre la misma imagen. El tiempo no existe
más allá de la sombra.
Ese día busqué –infructuosamente– mis huellas en el patio de la Escuela
N°2 ó en las galerías del segundo piso del Colegio Nacional, pero la man-
cha negra me mostró otras huellas, que no entendí, en otros patios y en
otras galerías que ahora estoy pisando y recién ahora entiendo.
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No quieras explicarte lo que allí veas, aunque tengas la certeza de que es
parte de tu vida: el tiempo se confunde en el fondo de las sombras de los
árboles de la calle 53.
UN REFLEJO
Siempre me inquietó esa extraña posibilidad que ofrece el Observatorio
Astronómico del Bosque, con sus telescopios para mirar las estrellas y con
las profundas sondas de sus sismógrafos que permiten escuchar –o ver– lo
que pasa en el interior de la tierra.
Visitar el Observatorio era como pisar un umbral en medio de dos infinitu-
des y así lo sentía cuando caminaba entre las pequeñas construcciones
neoclásicas, con balaustradas y columnas, abiertas al bosque de eucaliptos,
al universo de los astros y a las entrañas del planeta.
En uno de esos edificitos perdidos entre los árboles, detrás de la cúpula
enana del llamado “Buscacometas” hay una puerta metálica, ya oxidada y
cubierta de yuyos en mis años de adolescencia. Allí nace una escalera, que
con signos de poco uso, desciende algunos escalones. Después de varios
intentos, una tarde húmeda, otoñal, bajé hasta encontrar, al final, otra
puerta igual a la que había dejado atrás, que se abría (con el mismo óxido
y el mismo pastizal) en una idéntica fachada blanca frente a otro bosque
de eucaliptus igual, humedecido por la tarde de otoño.
Algo me decepcionó; el Observatorio ya no era como un umbral mágico
entre dos firmamentos, sino como una maqueta apoyada sobre un espejo
que separa (o une) dos escenas iguales.
Cuando bajé la segunda vez, llevé un pedazo de ladrillo para escribir, como
testimonio de mi aventura, mi nombre en la pared que enfrentaba al
mundo del otro lado. Pero, algo no estaba bien, una imperceptible diferen-
cia me intranquilizaba. Tardé mucho rato en darme cuenta que allá yo era
zurdo y que el otro lado es solamente un reflejo, una ilusión, como las
estrellas o las vísceras de la tierra...
Esa sensación de estar pegado a una estrecha capa de realidad entre dos
mundos ilusorios me alejó para siempre del Observatorio, de sus telescopios
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y de esa puerta que quizás no debí abrir jamás, para mantener la fantasía
de los astros en el cielo y las incógnitas subterráneas que enmarcan y
agrandan nuestra estrecha realidad.
No vayas al Observatorio, pero si lo haces, ve a mirar hacia lo lejos, evita
abrir puertas cotidianas.
NOTA
2 GRAU, Cristina. Borges y la Arquitectura. Madrid: Cátedra, 1989, 189 pp.
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Vista de un edificio en La Plata
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CAPÍTULO III
Silencios
Recorrer un plano arquitectónico con la vista, imaginar un espacio, recrearlo
–o crearlo– en el pensamiento, son actividades del silencio. Ese silencio de las
formas, cuyos inaudibles bajos parecen resonar golpeando nuestro interior.
Porque la actividad comunicante de las formas (y por ello de la arquitectu-
ra) excluye el sonido, aunque nos da a entender que deriva de él. Quizás por
esto, el diálogo que mantenemos con el espacio arquitectónico es una
experiencia personal, íntima, un contacto entre formas que emiten su
silencioso mensaje y nuestro yo más profundo.
Por ese motivo, enfatizar el silencio de los muros (que son la piel de la
arquitectura) crea distancias en la comunicación, ya que al espacio lo
entendemos por los límites que lo contienen: membranas, bordes, piel o
muros que lo definen.
La idea del espacio sin límites escapa a nuestra capacidad comprensiva, que
elementalmente se basa en la identidad denotativa de las formas, en su geo-
metría silenciosa que intuimos como protectora de un misterio. Reforzar de
algún modo ese silencio es exponer crudamente el misterio que se oculta en
las formas, más allá de su comprensión, más allá de la realidad, exigiendo
una excusa a la razón, así como tratamos de explicar o justificar las imáge-
nes de Giorgio de Chirico en la irreal dimensión del mundo onírico.
En El regreso del poeta (1911) o en Musas inquietantes (1916) de Chirico,
exalta el silencio de una arquitectura no comunicante y lo hace desnudan-
do las formas hasta mostrar el misterio que subyace en su interior. De este
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modo se rompe cualquier relación entre las imágenes (arquitectónicas o
antropomorfas) de la composición y entre estas y nosotros: la comunica-
ción se interrumpe y el callado mensaje de cada forma descontextualizada
se encierra en un Silencio aún mayor, más de lo que la razón admite...
Observando la obra de de Chirico, podemos concluir que los sonidos de la
arquitectura provienen de su relación con el contexto. Así, el castillo de
Ferrara que aparece como telón de fondo en Musas inquietantes agrega al
mutismo de su forma el hermetismo consecuente de su imposibilidad de
relación con el medio en que aparece inserto en la obra. Del mismo modo
se apagan los sonidos del tren que se insinúa en el primer plano de El regre-
so del poeta, como si el hermetismo de las imágenes absorbiera cualquier
posible sonido.
Cuanto más pura es la forma, más fácilmente deja entrever el misterio de
su geometría y resulta, por lo tanto, más silenciosa. No nos extraña, enton-
ces, la dificultad para entender el significado de la arquitectura moderna
entre algunos críticos y teóricos “posmodernos” de las décadas de 1970 y
1980, que ingenuamente confundían significaciones con “estridentes”
metáforas o con “sonoras” reminiscencias.
Por ser el final de un proceso de búsqueda de las formas puras, iniciado
en el Neoclasicismo, el Movimiento Moderno terminó de liberar la esen-
cia (el Misterio) de las formas de la arquitectura, silenciando sus mensa-
jes connotativos.
Muy cercana a las propuestas de de Chirico, encontramos la frase de Le
Corbusier que define la arquitectura como el juego sabio y correcto de los
volúmenes bajo la luz: allí no hay señales auditivas, solamente imágenes
visuales de una plástica descarnada conformada por volúmenes sueltos,
ajenos a todo contexto y relacionados entre sí más en la intención del
arquitecto que en la realidad.
Otra posibilidad de hacer énfasis en el silencio de la arquitectura sin dis-
minuir su capacidad comunicante, se encuentra en el manejo de las esca-
las, proporciones y “ritmos” de los elementos y formas que la componen. A
diferencia de la presentación rotunda y descarnada de las formas puras que
evidencian abiertamente el misterio de la geometría, esta otra actitud ha
configurado interesantes ejemplos en la historia de la arquitectura: en
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ellos, el diálogo aleja al observador, interponiendo un telón de serena gra-
vedad que permite insinuar –sin mostrar– la esencia que subyace detrás de
las formas. La mezcla de inquietud y respeto que esta arquitectura silen-
ciosa pero no hermética produce en quien la observa les valió, a algunas
construcciones, el acceso al reconocimiento colectivo: los llamados “gran-
des espacios” en la

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