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Mi receta contra en acoso escolar - Raúl Rodrigo Rubio

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© Raúl Rodrigo Rubio, 2020
© Portada: QTZ Marketing, 2020
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A Raquel Santiso, 
por envolverme en Tierra Fértil.
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El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear
peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar
la vida, porque acaba siendo verdad.
Ana María Matute (1925-2014).
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Presentación
Si vamos a compartir una fracción de vida, por pequeña que esta sea, bien merece que
me presente, que te cuente quién soy.
Mi nombre es Raúl Rodrigo y aunque en los treinta y seis años que llevo vivo me han
sucedido muchas más cosas, la mayor parte de ellas maravillosas, el motivo que nos une
es que yo también sufrí acoso escolar; en mi caso en el instituto.
No soy psicólogo ni trabajador social, de hecho mi profesión actual dista mucho de
estas disciplinas: soy auditor. Por tanto, no me presento ante ti como experto en nada.
Me presento como un superviviente que lamenta que el acoso escolar siga siendo un
problema. Pero la realidad es que lo es. Y ante un problema, uno solo tiene dos opciones:
ignorarlo o enfrentarse a él. A mí, la experiencia me demuestra que ignorar los
problemas acaba trayendo consecuencias desastrosas. De modo que creo que es el
momento de actuar, de que cada uno haga su parte para curarnos de esta epidemia que
asola nuestra sociedad.
Mi parte comenzó hace algo más de dos años cuando una mañana, al despertar,
comprendí que todo lo que yo había vivido, todo mi sufrimiento, no podía ser en
vano. Me levanté, y sin perder un segundo en desayunar o ducharme, me senté frente al
ordenador y escribí un montón de mensajes que me gustaría decirle a un chaval o a una
chavala que estuviera sufriendo acoso si tuviera la oportunidad de estar con él o con ella.
Las cosas que me gustaría contarte a ti. Y, como todo lo que deseamos con fuerza,
como todo lo que pedimos con el corazón, esa oportunidad llegó un año más tarde. La
prueba final de un curso de oratoria consistía en una charla de veinte minutos ante un
público desconocido. ¿Temática? Libre. Rescaté esas notas que llevaban un año
guardadas en mi ordenador y preparé una ponencia con las ideas más importantes que
contaría a un público de adolescentes, fueran o no personas acosadas. Lo que ocurrió a
partir de ese momento fue maravilloso. Entre los asistentes, una antigua profesora a la
que pedí que viniera para darme su parecer sobre lo que quería transmitir: Ana Rosa.
Quedó encantada. Me abrió la puerta a una asamblea de mediadores en la que
participaban más de trescientos alumnos y catorce institutos. Conté lo que quería contar
y a partir de ahí surgió la oportunidad de compartir mi experiencia en decenas de
institutos.
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Y mi parte continúa con este libro. Actualmente me resulta inviable dedicarme en
exclusiva a contar mi vivencia en centros educativos. Sin embargo, cada vez veo más
urgente actuar. Escribo este libro con el propósito de llegar a cuantas más personas sea
posible, para que mis palabras de esperanza se queden a vivir en tu corazón.
Si mi relato, si confesarte cómo fueron aquellas duras mañanas y, sobre todo,
compartir contigo mi trabajo emocional posterior siembra una semilla de esperanza en ti,
lo que yo viví, este libro y el tiempo que pasemos juntos habrán merecido la pena.
Pero antes de seguir me veo en la obligación de aclarar algo. A este libro es bienvenido
todo el mundo. Lo es aquel que esté sufriendo acoso, lo es quien lo sufrió, lo es quien lo
está provocando y lo son, por supuesto, los padres y los profesores de unos y otros. Pero
escribo este libro como si frente a mí tuviera un auditorio lleno de chavales adolescentes.
Ellos, vosotros, tú, eres el verdadero protagonista. Ahora bien, como ocurre en mis
charlas, también hay padres y profesores que se pueden sentar a escuchar, a formar parte
de esta lucha activa. Y también, como ocurre en mis charlas, es probable que en algunos
capítulos desvíe mi mirada hacia esos padres o profesores que, sentados en la última fila,
deben cobrar un especial protagonismo. Pero, salvo contadas excepciones, esta será mi
voz narrativa a lo largo del libro. Una conversación de tú a tú con un joven, a veces
acosado, a veces acosador, a veces cómplice.
Hechas las presentaciones, toca entrar en materia. Y en primer lugar me corresponde
decirte qué vas a encontrar en el libro. Al margen de los diferentes asuntos que iremos
abordando y que has podido, o puedes, ver en el índice, lo que encontrarás son tres ejes
centrales.
¿Qué vas a encontrar en este libro?
1. Todos somos responsables
2. No estás solo, no estás sola
3. Hay esperanza
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Los diferentes capítulos se circunscribirán en torno a estas tres ideas principales. En la
primera, Todos somos responsables, alzaremos la mirada para llamar la atención de
aquellos que no están asumiendo su parte en esta contienda. Más adelante lo
desarrollaremos. En los capítulos dedicados a reforzar la idea de que No estás solo, no
estás sola, te invitaré a pedir ayuda, a reflexionar sobre la necesidad de hacerlo o por qué
no te atreves a alzar la voz. Finalmente, Hay esperanza. No dudes que la hay. Yo soy un
ejemplo de ello, pero como yo hay miles de personas que han sobrevivido al acoso, han
sanado sus heridas y ahora disfrutan de la vida con plenitud. Eso es cierto. Pero no lo es
menos que el sufrimiento no sirve de nada y que el acoso escolar pasa una importante
factura emocional. Por tanto, pongámonos manos a la obra para que si estás sufriendo
acoso salgas de ahí cuanto antes y si lo estás provocando o permitiendo, salgas también
de ahí cuanto antes.
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2.
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Normas de convivencia
Tras presentarme, en mis charlas, pongo unas sencillas reglas. Pido que en el rato que
vamos a pasar juntos respetemos ciertas normas de convivencia. Aquí carece de toda
lógica. Sin embargo, me permito rescatar algunas de ellas para invitarte a hacer algunas
reflexiones.
Llevamos poco tiempo juntos, quizá no el suficiente para que te hayas podido percatar
de algo: a mí no me gusta hablar de bullying. Yo trato de utilizar siempre la palabra
castellana: acoso, acoso escolar. Libre eres de usar el término que más te guste, ¡faltaría
más! Pero te invito a pensar si la palabra bullying no es un eufemismo. ¿Sabes lo que es
un eufemismo? Algunos de los chavales con los que he hablado antes no lo sabían, de
modo que abro un breve paréntesis para aclarártelo. Se trata de una palabra que
utilizamos para no decir otra, que es la correcta, pero que nos parece políticamente
inapropiada o malsonante. Por ejemplo, decir que un hombre es de color es un
eufemismo de la palabra negro. O que alguien está grueso es un eufemismo de gordo.
No hay nada peyorativo en la palabra negro o gordo, el desprecio no reside en los
términos sino en la intención de quien los usa. Así pues, a mí bullying me resulta un
eufemismo de la palabra acoso. Hemos importado una palabra del inglés porque nos
suena menos dolorosa, pero corremos el riesgo que se nos olvide la gravedad del
término. Esto es acoso, y en algunos casos maltrato. Sí, nos duela o no el reflejo que
vemos en el espejo, esto es lo que somos y en esto nos hemos convertido como sociedad.
Por tanto, como digo, libre eres de usar el término que te plazca, pero dejo jugueteando
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entre tus neuronas esta primera reflexión.
Precisamente porla gravedad del asunto que nos traemos entre manos, debemos ser
extremadamente cautos. Debemos hacer un ejercicio de responsabilidad y reflexión.
Es muy difícil definir qué es el acoso escolar. Se considera que estamos ante una
situación de acoso escolar cuando se produce una vejación, aislamiento y/o maltrato
físico –entre otros–, continuados en el tiempo. Como fuere, quien lo sufre sabe
reconocerlo. Si has llegado hasta aquí es porque lo sufres, lo has sufrido o lo sufre un ser
cercano. Lo que me interesa destacar en este punto es el hecho de que la mayoría de los
expertos –a los que me sumo no como experto, sino como emisor del mismo mensaje–,
coinciden en que, para poder hablar de acoso, lo fundamental es que se trate de una
situación prolongada en el tiempo. Donde quiero llegar, y lo digo sin paños calientes, es
a que no debemos banalizar este asunto. No debemos confundir un desencuentro con
un compañero, una pelea con una compañera, un cambio de grupo en el que paso unos
días desubicado o desubicada, con una situación de acoso escolar. ¡Ojo! No justifico ni
consiento la violencia, no considero que nadie deba aceptar ni una sola falta de respeto,
pero decir que alguien nos está acosando es una acusación seria y debe ser
meridianamente cierta. Por muchos motivos. Se me ocurren algunos que te pueden
ayudar a entenderlo:
Algunas razones para no banalizar en este asunto:
• Estaríamos acusando a alguien injustamente de algo muy grave.
• Estaríamos frivolizando con algo muy serio.
• Estaríamos faltando al respeto a aquellos que sí están sufriendo acoso
escolar.
• Corremos el riesgo de que la sociedad deje de tomarnos en serio.
Alzo en este punto la mirada, la dirijo a esos padres sentados en la última fila. Apelo a
ellos, apelo a vosotros, por dos cuestiones:
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La visión de un adulto
Vosotros sois adultos, contáis con todos los recursos personales necesarios para guiar a
vuestros hijos, para evaluar lo que está ocurriendo con objetividad. Y si no podéis
hacerlo solos, tenéis a vuestro alcance a profesionales que os pueden ayudar. ¿De
verdad está sufriendo acoso mi hijo? ¡Cuidado! No invito a cuestionar el testimonio
del menor, no digo que haya un gran número de casos de acusaciones infundadas, lo que
propongo es que antes de entrar en cólera y aparecer en el colegio o en casa de otro
padre hecho un basilisco, respiremos. Respiremos y abordemos este asunto con calma.
Una vez escuchado el testimonio del menor, el siguiente paso debería ser concertar una
reunión con el tutor (más adelante dedicaremos un apartado a las pautas de actuación). A
partir de ese momento, estableced las medidas oportunas y por supuesto sed críticos con
todo lo que escuchéis. No vamos a hacerle ningún favor a nuestro hijo, a nuestra
hija, si reaccionamos de manera visceral, tanto si se trata de una situación grave y
peligrosa como si se trata de un relato infundado. He asistido a situaciones en las que
profesoras entregadas a esta causa, comprometidas, sensibles y empáticas,
recomendaban con todo el respeto del mundo ayudar a los hijos a desarrollar habilidades
sociales ante la negativa continua de los padres. Casos en los que el motivo por el que
nadie quería sentarse con un chaval era una cuestión de higiene, pero los padres se
negaban a aceptarlo, a reconocer que dicho problema existía. No se trataba de una
situación de acoso premeditado y orquestado, se trataba de que al resto de compañeros, y
a los profesores, les resultaba imposible estar al lado de una persona con escasa higiene.
Por eso es mi obligación levantar la mano en este punto, por eso debo apelar a vuestro
sentido crítico, a vuestra capacidad para desprenderos del egocentrismo y el victimismo.
Quizá no sea el discurso que alguien esperaría encontrar en un libro como este, pero
considero que obviar esta realidad sería faltar a la verdad e incumplir mi compromiso de
servicio a la sociedad.
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¿Predico con el ejemplo?
Para desarrollar este punto me ayudaré de un ejemplo absolutamente ilustrativo.
Hace unos meses, cuando Andrea Janeiro, la hija de Belén Esteban y Jesulín de
Ubrique cumplió la mayoría de edad, este país la convirtió en #TT a nivel mundial. ¿Por
qué? Por su aspecto físico. De todas las cosas que se podrían haber elegido, se optó por
su apariencia física. Da igual si Andrea Janeiro es buena o mala persona, si trata bien o
no a sus amigos, si es o no una buena estudiante –que al parecer lo es, algo que, a tenor
de sus vivencias, en mi opinión debería ser el motivo por el que convertirla en #TT–.
Todo eso dio igual. Lo único que importó fue su aspecto físico. ¿Retuiteaste esa imagen?
¿Compartiste ese chiste fácil con su cara por Whatsapp? ¿Le diste Me gusta a la
publicación de Facebook? Entonces, ¿qué les estás enseñando a tus hijos?
Y podemos ir más allá, en el silencio y la intimidad que nos permite la lectura,
podemos aprovechar y plantearnos otras cuestiones. ¿Cómo le hablas a tu pareja delante
de tus hijos? ¿Cómo permites que te hable tu pareja delante de ellos? ¿Cómo te diriges a
tu propio hijo? ¿Cómo resuelves los conflictos familiares? ¿Los resuelves? ¿Cómo te
comportas en el grupo de Whatsapp del colegio? ¿Cómo hablas de los profesores de tu
hijo en su presencia? Ahí lo dejo, repiqueteando por tu cabeza…
También hay normas para mí. En el mismo instante que supe que quería compartir mi
vivencia contigo, entendí que bajo ningún concepto iba a contarte el cuento del patito
feo. ¿Lo conoces? Es la historia de una mamá pata que empollaba varios huevos y para
su sorpresa, y la del resto de animales de la granja, de uno de los huevos salió un pato
totalmente diferente al resto. Era grande y feo, y no parecía un pato. El resto de los
animales del corral comenzaron a reírse de él y a llamarle feo: el patito feo. Tales fueron
las burlas que la propia mamá pata acabó repudiando a la criatura y le invitó a marcharse
de allí. Después de varios periplos, que omito para ahorrarte la crueldad del relato, el
pato creció y resultó ser un cisne, un bello y elegante cisne. Sí, el final es el que
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imaginas. El patito feo regresó a la granja convertido en cisne y saboreó las mieles de la
admiración y la vergüenza de todos aquellos que un día se rieron de él.
No me gusta. Es una historia revanchista, llena de prejuicios y que nos genera unas
expectativas que no siempre tienen por qué cumplirse y por lo tanto puede llevarnos a la
frustración. Las cosas no son así, ni deben serlo.
No me detendré mucho en este punto porque confío en ser capaz de ir desgranando
estos argumentos a lo largo del libro. De hecho, en parte estos podrían ser los axiomas
fundamentales de esta obra. Pero sí aclararé algunos asuntos. Nadie sufre acoso por ser
el patito feo. No hay razones que justifiquen una situación de acoso escolar –ni laboral,
ni por supuesto de maltrato físico entre adultos–. Por tanto, explicar lo que le ocurre al
patito desde su fealdad es el primer gran error que desgraciadamente seguimos
cometiendo cuando tratamos de entender por qué una persona es maltratada o
apartada. Lo desarrollaremos más adelante. En segundo lugar, esperar, o proponer, que
la situación remita cuando la víctima se convierta en alguien que cumple con todos los
rasgos –o incluso los supera– del acosador, es un atentado a la autoestima, a la ética y a
los valores que deberíamos tener. Nadie debe cambiar para ser aceptado. Nadie debe
cambiar para intentar agradar a nadie. También lo desarrollaremos más tarde. En tercer
lugar, porque yo me he propuesto transmitirte esperanza, pero esperanza hoy, no
esperanza en el futuro. Y, finalmente, porque sentiría una gran satisfacción si al finalizar
este libro –y después de hacer el trabajo personal que necesites–, fueras capaz de
regresar a la granja sin sentir rencor por nadie ni necesidad de paladear el sabor de la
revancha.
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3.
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Las mañanas frías y oscuras
Esta es una historia sencilla, pero no es fácil de contar. Como en
una fábula, hay dolor, y como una fábula, está llena de maravillas
y felicidad.
La vida es bellaNo es fácil contar una historia cuando hay dolor, cuando hubo dolor –afortunadamente
en mí ya no lo hay–. Pero es necesario hacerlo.
Es necesario que te hable de mis días más oscuros, que te cuente cómo eran mis
noches de domingo, que te narre mi soledad.
Porque si no, nada de lo que te diga después, ninguno de mis mensajes de esperanza te
resultará convincente. Solo convirtiéndome en protagonista del dolor, solo haciéndote
partícipe de mi pasado, solo enseñándote las cicatrices de mis heridas, me creerás
cuando te diga que se puede ser un superviviente de esta tormenta.
Asistí a un congreso sobre acoso escolar en el que un escritor nos hablaba de cómo
desfiguramos la realidad a medida que esta se va convirtiendo en recuerdos, a medida
que pasa el tiempo. Nadie parecía cuestionar su tesis –que, por otra parte, ha sido
refutada por numerosos expertos en psicología, psiquiatría o neurología– hasta que una
asistente levantó la mano y preguntó: ¿Y lo que sentiste? ¿Se puede distorsionar el
recuerdo de la emoción, de lo que aquellas vivencias te hicieron sentir? Touché. El
escritor se adentró en un bosque de explicaciones y yo grité en silencio: ¡Bravo! ¡Bravo
por esa locuaz asistente! Bravo, porque eso es precisamente lo que me ocurre a mí ahora.
He olvidado infinidad de detalles, apenas recuerdo hechos concretos –entre otras cosas
porque he perdonado y porque he descubierto que no soy rencoroso– pero no tengo la
menor duda de lo que sentí aquellos años.
De aquellos dos años recuerdo soledad, vergüenza y angustia.
Mi historia es una más de entre tantas, y al contarla seguramente te resultará familiar
porque, al final, casi todas tienen la misma esencia.
Tuve la suerte de vivir una infancia normal, como considero que debe ser la de
cualquier niño. Nací y crecí en un pequeño pueblo de Teruel, Burbáguena, justo a mitad
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de camino entre dos pueblos más grandes: Calamocha y Daroca. Parte de mis años
escolares los cursé en Daroca. Mis padres nos pusieron a salvo de la maestra cruel y
despiadada que impartía las clases en Burbáguena y nos cambiaron de colegio. Nos
llevaron, como digo, a Daroca. Cuento esto porque más tarde será importante para
comprender que mis padres habrían hecho lo que fuera necesario para protegerme de lo
que viví años más tarde en el instituto en Calamocha. El problema es que mis padres
nunca supieron nada, porque no se lo conté. Desarrollaré este asunto en capítulos
posteriores. Prosigo. Como decía, mi infancia fue feliz, especialmente en Daroca. Gocé
de los amigos, de un colegio comprometido con la sociedad, de unas maestras y
Hermanas cariñosas y entregadas. Me sentí querido, valorado y disfruté de aquellos
años. La línea temporal que vino a atravesar mi destino fue una cuestión administrativa.
A Burbáguena le correspondía el instituto de Calamocha. De modo que, cuando llegó el
momento de comenzar el instituto, con catorce años, actual tercero de la ESO, tuve
necesariamente que continuar en Calamocha. Como yo no pertenecía a la circunscripción
de Daroca, no existía transporte escolar desde Burbáguena a Daroca y el transporte
público, que usaba hasta entonces, ya no me servía porque todos los días habría llegado
al instituto una hora tarde.
Acepté los hechos con resignación y llegué a mi nuevo instituto en Calamocha con la
misma ilusión y entrega con la que había ido cada mañana a Daroca.
Sin embargo, sin saber cómo ni por qué, a las pocas semanas de comenzar las clases
mis mañanas se habían convertido en un lugar gris, frío y solitario. Sobre todo solitario.
Cada día, cuando se acercaba la hora del recreo, me invadía una angustia inmensurable.
La angustia tenía que ver con que al llegar el descanso me descubría buscando a alguien
que me permitiera formar parte de su grupo, y así salvar otra jornada sin que nadie
reparara en mi soledad. Yo no entendía nada. Había pasado de estar feliz en un colegio a
llegar a un instituto donde la gente me despreciaba e ignoraba. Tenía que mendigar que
alguien quisiera dejarme formar parte de su grupo. Pero esto, no siempre ocurría. A
menudo nadie quería que me acercara a su grupo. No había conflicto aparente ni eran
precisas las negativas expresas: a estas alturas ya sabes que hay muchas formas de
apartar a una persona sin mediar palabra, de ignorarle, de excluirle, de golpearle sin ni
siquiera rozarle...
Así que muchos días acababa deambulando solo durante el recreo, obligado a la
soledad y, lo que es peor, a la humillación de tener que mostrarla ante todo el que
quisiera mirar. Si lo has vivido lo sabes, si no, yo te lo cuento. Te aseguro que más
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doloroso que la soledad, es el hecho de tener que mostrarla ante quien quiera mirar. Es
humillante, denigrante. Es el maltrato silencioso, la crueldad contra la que no se
puede luchar, el triunfo del mal: porque quien lo provoca sabe que ante eso no
tienes armas para pelear. Si te pegan puedes acudir al director y tendrá consecuencias
pero, ¿si te ignoran? ¿Qué haces si el maltrato consiste en aislarte e ignorarte? A nadie se
le puede obligar a estar al lado de quien no quiere estar. Ningún docente se encontrará
con recursos para solventar una situación así de manera inmediata.
De modo que recuerdo esa soledad punzante y fría, esa espada de Damocles sobre mi
espalda durante los treinta minutos que duraba el recreo. Y sí, recuerdo las miradas
triunfales. Los ojos destellantes de los que habían orquestado todo aquello. Recuerdo
cómo me dedicaban una fracción de segundo. Como siempre, recreo tras recreo y a pesar
de su empeño en ignorarme, me miraban. Un segundo, quizá menos. Lo suficiente para
regodearse, para disfrutar de su triunfo, para saborear la cosecha de su plan urdido con
nocturnidad y alevosía. Me miraban y hablábamos sin articular palabra. En esa fracción
minúscula de tiempo nos decíamos infinidad de cosas con la mirada, que se resumían en
una pregunta y una respuesta: «Entiendes que esto es un desafío, ¿verdad?» «Lo
entiendo». Necesitaban comprobar que yo sabía que nada era casual, que aquello era su
obra maestra. De hecho, si no hubiéramos compartido una lucidez similar –porque los
que a mí me acosaron eran tremendamente inteligentes, de eso hablaremos más adelante,
en un capítulo dedicado a la envida–, si yo hubiera tenido peores entendederas, el
conflicto se hubiera librado en otros términos –más físicos, más agresivos, aunque
también los hubo–. Porque de nada les habría servido aislarme si el dolor no hubiera sido
tan profundo, si yo no hubiera comprendido de qué se trataba todo aquello.
Como he dicho antes, he olvidado la mayor parte de las anécdotas, pero respecto a la
soledad recuerdo que para mí era un calvario lo que para los demás era una fiesta: las
clases de educación física, los trabajos en grupo y las excursiones. Temía todo aquello
porque suponía situaciones incontrolables para mí –más tarde hablaremos de patologías
derivadas del acoso, la necesidad de controlarlo todo es una de ellas– y por tanto
susceptibles de convertirse en un foco de burlas y ofensas. Si en las clases de educación
física se formaban equipos, yo siempre era el último en ser elegido –de nuevo, la
soledad–, en las excursiones en autobús solo encontraba chicas con las que sentarme –las
chicas que me rodearon fueron más sensibles y valientes que los chicos–, lo cual no
hacía sino acrecentar el problema de exclusión y burla. Si los trabajos por equipos los
fijaba el profesor o se hacían por sorteo, parecía que yo era una especie de apestado con
quien casi nadie quería estar –a pesar de mi excelencia académica–. Me escapo un
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instante de mi relato para decir en este punto que tengo la sensación que los profesores,
actualmente, cuidan mucho este tipo de cosas y no permiten que se den situaciones
similares. Esto es algo que me congratula y que si no es así debería llevar a la reflexión.
Todos y cada uno de los días que fui al instituto durante 3º y 4º de la ESO soñaba con
volverme invisible y desaparecer.
Durante dos años de mi vida, de lunes a viernes, pasaba media mañana sufriendoporque iba a llegar el recreo, sufriendo porque llegaba, sufriendo por los cambios de
clases que suponían tener que atravesar medio instituto, sufriendo porque llegara el
martes –eso no lo he olvidado, las clases de educación física eran los martes–, sufriendo
porque al día siguiente era lunes… Durante aquellos años, anhelaba que el tiempo pasara
deprisa, sobre todo el tiempo del recreo para regresar a mi pupitre, protegido de las
burlas y ofensas. A salvo, bajo la vigilancia de mis profesores –a los que tan agradecido
estoy, por otra parte–. Porque también las hubo. No solo hubo ignorancia y aislamiento.
También hubo burlas, ofensas y golpes.
Odiaba las clases de tecnología, de música, de plástica y de educación física. De
hecho, no creo que fuera casual que en ninguna de estas asignaturas llegara nunca a ser
brillante. Las de educación física ya he explicado por qué, aunque añadiré algo más.
Alzo la vista en este punto a los adultos que puedan estar escuchando, leyendo. Os pido
que penséis en vuestros pudores, en vuestros complejos, en la relación que mantenéis
con vuestro cuerpo. Y ahora, os pido que imaginéis que cada semana os obligaran a
ducharos desnudos con las personas que os maltratan y desprecian. Un hombre desnudo,
una mujer desnuda, se siente vulnerable, frágil, débil. Imaginad un chaval de catorce
años repudiado y vilipendiado por sus compañeros. Lo dejo ahí.
Las otras tres las odiaba porque eran las únicas que se daban fuera del aula habitual y,
por tanto, suponían tener que salir de clase y atravesar pasillos atestados de gente,
atestados de manos susceptibles de convertirse en puños, de piernas dispuestas a
cruzarse con las mías, de gargantas preparadas para soltar el insulto más doloroso jamás
dicho. Eso era para mí ir a clase de música, de plástica o de tecnología: atravesar un
campo de minas antipersona. A veces, las menos, no pasaba nada. A veces, las más,
era un ligero susurro al entrar al aula y una carcajada después. A veces, un sonido
gutural, un insulto en alto delante de todo el instituto y su posterior orquesta de risas y
vítores. A veces formaban un pasillo por el que yo necesariamente tenía que pasar para
entrar en clase; unas veces con el mero propósito de hacérmelo pasar mal, otras me
golpeaban de un lado a otro, como si fuera una pelota. Yo jamás dije nada, trataba de
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evitarlo, me servía de mi inteligencia para pasar a la vez que otra persona a la que sabía
que jamás golpearían o esperaba al momento exacto en el que aparecía el profesor por el
pasillo. Vivía en continua alerta, jamás podía relajarme.
Y no solo en el instituto. Esa opresión me acompañaba en casi todos los momentos. Si
alguna tarde, fuera del instituto, iba con mi madre por la calle, o con mis hermanas –
mayores que yo–, y me cruzaba con alguno de ellos, sentía pánico de que algo ocurriera.
Sufría por la vergüenza de que mi familia viera que había fracasado en lo único que
tenía que hacer: tener amigos. Y sufría por imaginar su dolor. Rogaba al cielo que nada
ocurriera cuando esos encuentros se daban: no por mí, por ellas –mi padre tenía poco
tiempo para dedicar al ocio, pero el sentimiento era el mismo–.
¡Es delirante! Tú eres el que sufres acoso, tú eres a quien los demás están tratando de
arruinar la vida y, sin embargo, eres tú quien siente vergüenza. Y como sientes
vergüenza, callas. Vivía pensando que, un día, todo aquello igual que había llegado
se iría, y no decía nada.
Y como no dices nada, ocurre que una mañana estás sentado en tu pupitre mientras
esperas a que llegue el siguiente profesor, Don Pascual Diarte, lo recuerdo como si fuera
hoy, y escuchas cómo un enjambre de chavales se precipita hacia ti, y sin que hayas
tenido tiempo si quiera de comprender qué está ocurriendo, sientes que los ojos te arden,
te abrasan, te rasgan por dentro y te dejan el alma hecha jirones al tiempo que
comprendes que te los han rociado con colonia. Vinieron a echarme colonia a los ojos y
se rieron por ello.
Pusieron en riesgo mi salud, mi visión. Podrían haber causado una lesión ocular de por
vida y, sin embargo, ¿sabes lo único que a mí me preocupaba? Que nada de aquello
transcendiera. En cierto modo, incluso pensaba en ellos, en que no tuviera
consecuencias para ellos. Si por mí hubiera sido, no habría accedido ni siquiera a ir al
centro médico. Me llevó uno de los profesores, Juan Fermín. Recuerdo la charla tan dura
y enérgica que dio después Javier –gracias–. Pero como digo, yo no quería ir porque
sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento. Ir al médico supuso que todos los
profesores se alarmaran, supuso tener que hablar con la Jefa de estudios, Patro. Y supuso
que mis padres se enteraran. Pero yo era listo, o mejor dicho, me creía muy listo. Y
como estaba muerto de miedo, me serví de todas las artimañas que encontré para
convencer a la Jefa de estudios que no había visto nada, que no sabía quién me había
echado la colonia en los ojos –veinte años después sería capaz de describir sus rostros y
recordar sus nombres– y que aquello era un hecho puntual. Creo que no se creyó ni una
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palabra de lo que le dije, pero no le quedó más remedio que aceptarlas, no podía hacer
nada si yo no le daba nombres. A mis padres les conté que había sido un accidente, una
cosa de críos. Y a mí mismo que aquello, no enfrentarme, era lo más inteligente que
podía hacer. Que lo contrario sería muy peligroso para mí.
No tuvo consecuencias para ellos y hoy sé que no actué bien.
No me juzgo, me he perdonado no haber tenido la valentía de denunciarlo, de contar la
verdad, de contarle a todo el mundo que estaba pasando un infierno, pero hoy sé que no
hice lo correcto. Me hubiera hecho un favor a mí mismo y se lo hubiera hecho a ellos
también. Pero de eso te hablaré más adelante.
He comenzado explicando que recuerdo pocas cosas concretas. No porque no
ocurrieran, creo que no miento si digo que en los dos años que duró aquello no hubo un
día en el que yo fuera con paz y serenidad a clase, sino porque he perdonado. Porque no
soy rencoroso, porque he hecho mi trabajo emocional y porque nuestra mente nos pone a
salvo y nos ayuda a sanar. Pero he dicho que sí recordaba la soledad, la vergüenza y la
angustia.
La angustia era la consecuencia de todo lo explicado. La palabra angustia tiene su
raíz etimológica en el latín, angutia, “angostura”, “dificultad”. La palabra angustia
hace referencia a lo angosto, a lo estrecho, a aquello que nos oprime, que nos asfixia, a
lo que no tiene salida. Nadie debería sentir angustia a los catorce años. Nadie debería
sentirla todas y cada una de las mañanas de su vida.
La angustia y la claustrofobia han sido mis compañeras de viaje durante más de veinte
años. Tras dos años viviendo en continua tensión, haciendo quiebros por la calle para
evitar cruzarme con quien pudiera atacarme, atento a cada sonido que ocurría a mi
alrededor, a cada palabra, a cada movimiento. Tras dos años alerta, urdiendo un plan B a
la velocidad de la luz, planeando una reacción inteligente que disipara un insulto –si se
producía–, evitando un golpe –si lo veía llegar–, anticipándome a cualquier tipo de
situación incómoda en un reparto de grupos o roles en clase para no volver a ser el foco
de burlas y ofensas, de algún modo creí que aquella manera de enfrentarme a la vida, a
fin de cuentas, funcionaba. Al menos, seguía adelante. Y aquella forma de vida se quedó
a vivir en la memoria de mi piel.
Mis cicatrices más profundas no están en ese ojo al que me echaron colonia. Los
moratones de los golpes no tardaron en irse. Pero las marcas de la soledad, las
cicatrices de lo no vivido y no compartido en la adolescencia, duraron muchos años.
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La falta de confianza en los demás y en la vida misma se convirtió en un monstruo con el
que he luchado cada noche, hasta hace bien poco tiempo.
23
4.
24
Huir también es una opción
Fue duro. Fue muy duro. Es cierto que aprendí de ello y crecí con la vivencia. Es
verdad que buena parte de las cosas que hoy soy, de las cosas buenas que hoy soy, se
forjaron enaquellas vivencias. Pero, en mi opinión, se puede aprender y crecer
personalmente sin sufrir. Por eso estoy aquí. Porque si lo que yo viví y, sobre todo, mi
trabajo emocional posterior, puede ayudarte a recuperar la esperanza y a encontrar la
fuerza que te falta, todo aquel sufrimiento no habrá sido en vano.
A partir de este punto todo mi empeño va a consistir en darte herramientas para poner
fin a lo que estás viviendo. Regresaré de vez en cuando a mis vivencias, pero solo para
ilustrar o reforzar mis teorías, no para ahondar en el dolor.
Si recuerdas, dije que a partir de este momento todo versaría en torno a tres ideas. Las
siguientes:
¿Qué vas a encontrar en este libro?
1. Todos somos responsables
2. No estás solo, no estás sola
3. Hay esperanza
Pero antes quiero abrir un paréntesis. Llevo dadas decenas de charlas, he asistido a
numerosos foros, y siempre me ocurre lo mismo. Siempre dudo de si debo o no dar el
mensaje que daré a continuación. Pero después siempre ocurre algo, una noticia en
prensa, una información que me llega a través de algún amigo… que me hace
reafirmarme en la necesidad de decir lo siguiente:
Si dudo en decirlo es por dos motivos. El primero, porque no es políticamente
25
correcto, desarrollo esta idea a continuación. El segundo, porque me da miedo abordar
cuestiones delicadas con menores, también lo desarrollaré enseguida.
No es políticamente correcto decirle a un adolescente que está sufriendo acoso escolar
que huya. Lo correcto es decirle que luche, que pelee, que reivindique su lugar. Cierto.
No me excusaré, porque si sigues leyendo este libro hasta el final comprobarás que si
algo quiero es eso: quiero que te conviertas en un tipo (¿se puede decir una tipa?)
fuerte y poderoso, poderosa. Pero, si bien es cierto que ese es el motivo por el que
estoy aquí, no lo es menos que a veces la situación es tan dramática, tan peligrosa, que la
única salida es la huida.
Si te encuentras en ese peligroso abismo, si tienes que huir, solo lo sabes tú. El miedo
es una moneda de dos caras. La parte negativa del miedo es que nos paraliza, nos
acobarda, nos limita. ¿Sabes cuál es la parte positiva? El miedo, cuando es una emoción
sana, pura, tiene la función de alejarnos del peligro. ¿Qué hacían nuestros antepasados,
aquellos que vivían en cuevas, cuando estaban en peligro? ¡Correr! ¡Huir!
Te contaré un secreto. Llevas guardada en el corazón la brújula que debe guiar tus
pasos. Tu corazón nunca se va a equivocar. Si le preguntas, su respuesta siempre será la
correcta. De modo que si sientes que estás en peligro, que la situación que estás viviendo
tiene visos de convertirse en un asunto peligroso para tu vida: huye. Habla con tus padres
y con tus profesores y activad todos los mecanismos que sean necesarios: cambio de
centro educativo y cambio de residencia si fuera necesario. ¡Nada es más importante
que tú! Ni el dinero, ni el trabajo de tus padres, ni la familia que dejéis atrás. Todo eso
se podrá reparar, tu vida no.
Y si decides huir, si decides ponerte a salvo: ¡queda prohibido sentir que has
fracasado! Fracasar sería lo contrario, fracasar sería poner en riesgo tu vida o tu
integridad emocional. Te aseguro que lo contrario es triunfar. Vivimos tiempos en los
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que la resistencia está sobrevalorada. Nos hemos convencido –o nos han convencido– de
que todos podemos con todo, de que la capacidad de superación del ser humano es
infinita, de que no hay reto que se nos resista. Hemos hecho de esto una forma de vida,
uno de los rasgos que identifican a nuestra sociedad. Y como no cumplir con este
precepto supone estar al margen de la comunidad actual, hemos confundido la fortaleza
con el masoquismo. No hay nada que denote mayor inteligencia, sabiduría y salud
emocional que saber cuándo nos toca replegarnos, ponernos a salvo o rendirnos.
Alzo en este punto la vista, miro a las últimas filas, las de los padres y profesores. El
mensaje es claro. Si vuestro hijo, si vuestro alumno, os pide que le cambiéis de
centro, ¡hacedlo sin pestañear! Más adelante veremos que no es lo habitual que alguien
que sufre acoso lo diga y mucho menos que pida ayuda, por tanto, si se ha atrevido a
pediros algo tan drástico como un cambio de centro, es que la situación es dramática. No
dejéis que pase ni un día más en ese lugar. Si no hay otros centros educativos porque
vivís en un entorno rural –como me sucedió a mí– plantead un cambio de residencia.
Buscad opciones. Desplazaos parte de la familia a una ciudad hasta que la otra parte lo
pueda hacer. Hablad con familiares y amigos en busca de salidas. Pero no dejéis pasar el
tiempo esperando que las cosas se solucionen solas. Sé que hablo de palabras mayores:
soy adulto, tengo hipoteca y cargas económicas ante las que responder. Pero todo eso
son cuestiones que con ingenio, voluntad y paciencia se solventan. ¿Es preciso que te
diga cuál puede ser el final de no hacer nada? ¿Es preciso que lo escriba? Si lo es lo
haré: el suicidio.
Y sí, me asusta hablar de esto con menores. Pero no por ti, yo sé que tienes la madurez
suficiente para que hablemos. Sé que te llega el amor desde el que te lo digo. Sé que
sabes que si algo soy es optimista y vital. Me preocupa por tus padres, por tus
profesores. Por la interpretación que puedan hacer de estas palabras, porque puedan
pensar que lanzo mensajes catastrofistas o muestro una realidad demasiado cruel para tu
tierna existencia. Os miro a vosotros de nuevo. Si queréis protegerlos de verdad, no los
metáis en una urna de cristal. No les neguéis una parte de la realidad, porque les estaréis
privando de un valioso recurso: conocer la sombra, valorar la luz por haberla visto al
lado de la oscuridad, saber elegir un camino por ser conscientes que otros conducen a los
abismos. Los abismos existen, si se los negamos, si los borramos del mapa de su vida,
andarán sin cuidado de un lado para otro y entonces sí, entonces puede que un día, de
repente, sin saber cómo, se encuentren con un pie suspendido sobre un precipicio
infinito.
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Termino el capítulo con un regusto amargo. Me invade la culpa y las dudas de si he
hecho lo correcto. Sin embargo, pienso en los que ya no están: ojalá alguien les
hubiera animado a huir.
Pero si recuerdas, dije que este capítulo era una especie de paréntesis. De modo que
como yo quiero que nadie tenga que huir, cerramos el paréntesis y vamos a trabajar para
que te conviertas en ese ser poderoso y lleno de vida.
28
5.
29
Todos somos responsables
En un asunto como este es muy fácil caer en la obviedad de considerar que el único
responsable de la situación es el acosador. Nada más lejos de la realidad.
Qué duda cabe que el acosador es uno de los principales protagonistas de esta historia,
de esta dramática película, pero no es el único. De hecho hay ocasiones en las que,
siguiendo con el símil cinematográfico, el acosador no tendría plató, ni cámaras, ni
atrezo de no ser por toda una serie de cómplices que le rodean y colaboran activa o
pasivamente.
En mis charlas, comienzo este apartado preguntando a los chavales si están nerviosos.
Les digo que no es preciso que respondan. Es más, les pido que no lo hagan, pero sí que
dediquen un minuto a reflexionar sobre ello. Insisto en que se pregunten si están
nerviosos, si lo estuvieron cuando les anunciaron que iban a asistir a una jornada sobre
acoso escolar. Sus caras los delatan. Algunos bajan la mirada, otros niegan expresamente
con la cabeza, los hay que mascullan entre ellos medio sorprendidos, medio tensos.
Pasados unos segundos les explico por qué hago esta pregunta. «Si estás nervioso es
que de algún modo eres protagonista de esta historia», les digo por fin tras un
silencio que se les hace gélido y eterno. Descansan por fin, se relajan, alguno incluso
suspira. Entonces, algunos se atreven a decir en alto que no lo son, que ellos no tienen
ningún papel asignado en esta película. Y es ahí cuando intervengo de nuevo: «Os
demostraré que aunque no estéis nerviosos, aunque no lo creáis, también sois
protagonistas de este drama».Para ello vamos a repasar los principales agentes que intervienen en una situación de
acoso escolar.
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Agentes que intervienen en una situación de acoso escolar:
1. Acosado
2. Acosador
3. Cómplices
De entre las muchas técnicas que se utilizan en investigación científica, una de ellas
consiste en ir separando y aislando los elementos o partículas que intervienen en una
composición y observar cómo se comportan. Algo así haremos a continuación. Es una
buena idea que vayamos desgranando uno a uno los participantes de la situación de
acoso.
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Acosado
Quien sufre acoso lo sabe. Si estás aquí es porque tú, o un ser cercano, lo sufres o
sufriste. Nada más que añadir.
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Acosador
Si quien sufre acoso lo sabe, si un chaval o una chavala maltratado o maltratada por
sus compañeros es una verdad incuestionable, cuando hablamos del acosador las
definiciones empiezan a desdibujarse. Y para acotarlas, para continuar con mi ejercicio
de aislar cada variable de esta ecuación, me valdré de dos términos que yo mismo he
acuñado: Acosador evidente y Acosador silencioso. Y es que podemos distinguir dos
perfiles de acosadores.
Acosador evidente
Los llamaremos así porque hay un tipo de acosadores cuya conducta es absolutamente
evidente. La forma en que maltratan y hieren se basa en los insultos, las vejaciones
y la violencia física –sin que se tengan que dar necesariamente las tres a la vez–. Por
tanto, resulta relativamente sencillo identificarlos y retratar sus actuaciones. Habrá otros
compañeros que puedan atestiguar lo ocurrido, en ocasiones incluso los propios
profesores –no es de extrañar que haya perfiles que no se escondan ni siquiera de los
profesores–.
No es tarea sencilla lidiar con este asunto ni mucho menos demostrar los hechos si
llega el caso, pero se comprenderá a continuación que resulta más sencilla de gestionar.
Ante este tipo de prácticas, el docente se encuentra con más herramientas para movilizar
al resto del alumnado, para llamar a la reflexión, para apelar a la bondad. Los propios
compañeros no pueden negar la realidad que se muestra ante ellos y aunque no tomen
partido en una lucha activa, al menos no pueden jugar a no ser conscientes de lo que
ocurre. Y los padres tienen hechos objetivos a los que agarrarse.
Acosador silencioso
Hay un perfil de acosador, de acosadora, que se disfraza de buen tipo, de buena chica.
Son chavales y chavalas que sacan buenas notas, que se comportan bien en casa,
que se comportan bien en clase. Entonces, ¿cómo acosan? Tú ya sabes la respuesta,
no hace falta que te la diga, pero quizá tus padres o tus profesores, que también están
leyendo, sí necesiten mi ayuda. Acosan mediante el aislamiento.
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Utilizan su liderazgo para aislar y apartar del grupo a todos aquellos y aquellas que
no les caen bien, que no son de su agrado.
Son perfiles de adolescentes muy inteligentes y maduros, es un maltrato premeditado y
orquestado; requiere de intelecto y planificación.
Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia sobre mis
ojos y, sin embargo, lo que a mí me abrasó durante años fue la
soledad.
Y es el más doloroso. Si lo has sufrido sabes que no falto a la verdad. Yo no recuerdo
ni uno solo de los golpes. Sé que los hubo, pero los he olvidado. Sin embargo, jamás
podré olvidar la soledad. Te aseguro que mis heridas más profundas no están en la piel.
Los moratones, si los hubo, se fueron en un par de semanas. Pero las cicatrices del
aislamiento todavía perduran. Hoy ya no duelen, hoy me sirven como el mapa de mi
pasado. Hoy las miro y sonrío con cariño, me ayudan a seguir caminando, a dibujar el
sendero por el que quiero continuar, pero durante mucho tiempo, muchos años,
quemaron a rabiar. Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia en los ojos y
sin embargo, lo que a mí me abrasó durante casi veinte años fue la soledad.
Para los docentes, los padres, incluso para ti, luchar contra este tipo de acoso es harto
difícil. Si ambos tipos de acoso son complejos de solucionar –de no ser así no estaríamos
ahora juntos–, el silencioso es, en mi opinión, el que se lleva la palma. Y la complejidad
radica en que no es sencillo identificarlo, y si uno no diagnostica un problema
difícilmente podrá ponerle remedio. Pero también radica en las malas artes de quien lo
ejecuta. Como ya te he explicado –y es bueno que lo sepas– este tipo de acosador es una
persona inteligente y con recursos. Finalmente, no hay que obviar el hecho de que, como
esta agresión es pasiva, es muy difícil que como adultos, como profesores o padres
podamos gestionarla. ¿Se puede obligar a un adolescente a que acepte entre sus amigos a
otro? Definitivamente no. Hablo en términos reales, prácticos, operativos. Desde el
punto de vista moral y ético, por supuesto que debemos tratar de ejercer nuestra
autoridad como adultos –padres o docentes– e intentar que ese chaval o esa chavala
considere que debe hacernos caso y abra su mundo al de la víctima del aislamiento. Pero
desde el punto de vista práctico, ¿cómo se hace? Podemos obligarle incluso a que pase
los recreos junto a él o ella, podemos ponernos a su lado en el patio para asegurarnos que
no se separan pero, ¿tiene algo que ver estar físicamente al lado de una persona con la
amistad, con el amor, con el respeto? Absolutamente nada.
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No voy a dejar de recordarte que este libro tiene como propósito devolverte la
esperanza. Lo que acabas de leer no tiene por objetivo desmoralizarte, sino saber con
quién nos estamos jugando los cuartos. Necesitamos entender lo que está ocurriendo
para poder actuar, seas víctima de acoso, padre o profesor. Más adelante hablaremos de
la necesidad de contarlo, de pedir ayuda, de qué puedes hacer tú de manera activa, pero
permíteme que ahora te dé una breve pincelada.
Si eres tú quien está sufriendo este tipo de acoso te daré una mala pero retadora
noticia: te va a tocar ser tremendamente creativo, creativa. Vas a tener que ser más
inteligente que él, que ella, y te vas a tener que servir de la ayuda de los profesores.
Vais a tener que trabajar de la mano para romper esas dinámicas, para favorecer que
surjan nuevos grupos, para conseguir que tus compañeros te conozcan y descubran lo
maravilloso que eres, lo maravillosa que eres. Lo retomamos en los siguientes capítulos.
Y como soy tremendamente optimista, si resulta que eres uno de ellos, si eres uno de
esos acosadores silenciosos: sigue leyendo. Lee todo este libro, por favor. Espero que
con eso baste para hacerte reflexionar, para tomar consciencia de que tus actos, y la
ausencia de los mismos, están ocasionando un dolor inmensurable en otra persona, que
estás maltratando a un ser humano. No te juzgo, no te juzgamos, solo te pido que pienses
en ello y que sigas leyendo.
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Cómplices
Déjame que te plantee una escena. Imagina a dos de tus profesores, ¿los tienes? Es
importante que sean dos en concreto, no importa quiénes, pero que sean reales, que
existan, que tengan nombre y apellidos, que sepas cómo visten, cómo caminan, cómo se
comportan. Supongamos que están en la sala de profesores durante la hora del recreo y
que yo me encuentro allí con ellos pero a unos metros de distancia, entretenido con mi
teléfono móvil. Pensemos que ocurre lo siguiente. Tu profesor A siente la necesidad de ir
al baño, deja su taza de café sobre la mesa y abandona la sala. En ese momento, tu
profesor B, alza la vista para asegurarse de que no le miro. Parece que no veo lo que está
haciendo, pero de soslayo soy capaz de ver que saca un bote de una sustancia trasparente
que vierte en la taza de café de tu profesor A. Este regresa del baño y sigue bebiendo de
su café con normalidad. A los pocos segundos comienza a sentirse mal, le falta el aire,
no consigue hablar, se retuerce de dolor y cae al suelo fulminado. Era veneno. Yo lo vi.
Vi como vertía un líquido sospechoso en su taza y no hice nada para impedirlo, tampoco
le alerté cuando regresó. ¿Soy responsable de esa muerte?
Sin lugar a dudas sí.
El cómplice de un asesinato es tan responsable como el que lo ejecutó,porque si
pudo evitarlo y no lo hizo, buscaba el mismo final.
Hay muchas –por no decir prácticamente todas– situaciones de acoso que tienen lugar
porque hay cómplices que las consienten. El acosador se acaba sintiendo respaldado por
ese beneplácito velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no toman
partido. Es más, comprendería que si se sometiera a juicio a un acosador o acosadora
delante de todos sus compañeros, profesores y padres, pudiera alzar la mirada y sonrojar
a todos los asistentes con una sencilla pregunta: «¿Y vosotros, qué hicisteis para
impedirlo? Me visteis despreciar día tras día a fulanito o menganita y mirasteis hacia
otro lado. ¿Qué debía pensar?, ¿que os parecía mal? No era eso lo que decían vuestros
actos».
El acosador se acaba sintiendo respaldado por ese consentimiento
velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no
toman partido.
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A continuación vamos a seguir desgranando. Para que nadie mire hacia otro lado, para
que si eres un padre cómplice, un profesor cómplice, un compañero cómplice, no puedas
rehuirme la mirada. También para ti que sufres acoso, esto es importante, debes saber
quiénes son esos cómplices, después te digo por qué. Veamos algunos tipos.
Tipos de cómplices:
1. Líderes pasivos
2. Aterrados
3. Profesores que miran hacia otro lado
4. Padres que miran hacia otro lado
Cómplice tipo 1: Líderes pasivos
Hay adolescentes que son líderes innatos. Chicos o chicas que consiguen captar la
atención de sus compañeros, que consiguen, sin pretenderlo, que sus opiniones sean
consideradas, que su forma de vestir o de comportarse sea imitada, que son admirados y
con los que todos sus compañeros quieren estar. Estos a quienes me refiero, no acosan ni
maltratan a sus compañeros.
Pero tampoco hacen nada para evitarlo.
¿Te reconoces? ¿Reconoces a tu hijo o a tu hija entre ellos?
No hay nada negativo en ser un líder. La figura del líder está denostada porque la
historia está llena de personajes que han usado su liderazgo para sembrar el terror y
propagar el mal. Pero también los hay que usaron su liderazgo, su carisma, para hacer el
bien, para hacer de este mundo un lugar mejor: Gandhi, Nelson Mandela o la Madre
Teresa de Calcuta, por citar algunos ejemplos. Por tanto, el problema no está en lo que
haces, en lo que hacen, el problema está en lo que no haces.
Si eres uno de ellos –si tu hijo o tu alumno es uno de ellos–, debes comprender que
tienes una responsabilidad con tus compañeros y con la sociedad. Tu magnetismo te fue
dado para ser usado, para ponerlo al servicio de los demás. Si permaneces inmóvil, si
no coges todo eso que posees y lo conviertes en algo mejor, en algo más grande, estás
siendo igual de responsable que el que insulta, pega, maltrata o aísla.
Actúa. Tu poder es incuestionable. Si tú te posicionas, muchos de tus compañeros
se posicionarán. Aquellos que están aterrados –no hablo de acosados sino de otro tipo
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de cómplices–, que no les gusta lo que ven pero que se sienten vulnerables y por eso no
actúan, te necesitan, necesitan que les des fuerza, que los acompañes. Necesitan que
alces la voz, que grites «¡Basta ya!». Que lo digas tú para después decirlo ellos, decirlo
ellas. Te seguirán. Tu liderazgo es innato, sabes que es a tu lado donde los demás
quieren estar.
Cómplices tipo 2: Aterrados
Hay personas que detestan lo que ven, que sufren por las humillaciones a las que te ves
sometido pero tampoco hacen nada para evitarlas. Debes comprenderlas. Están muertos
de miedo.
¿Eres uno de ellos, una de ellas? Si es así, acabas de leer que te comprendo, pero te
invito a que te hagas una pregunta. ¿Cuántos sois? ¡Uníos!
Te contaré una historia real.
El poder del grupo
Hace unos meses di por casualidad con una secuencia de cinco imágenes
–puedes encontrarlas en mi cuenta de Instagram @elfarodelmar, el
fotógrafo Radiaga Studios me permitió usarlas desinteresadamente–, que
me inspiraron una reflexión que ilustra lo que quiero transmitirte. En las
fotografías, se puede observar cómo un grupo de grullas que come
plácidamente comienzan a gruir despavoridas mirando al cielo. Gruyen
para alertarse las unas a las otras del peligro: un águila real se dispone a
atacarlas. En cuestión de segundos forman una piña, un hermético
búnker sin más pared que sus propias plumas. Una se queda a la zaga y
parece que va a ser el blanco del depredador. Por fortuna, en el último
instante consigue unirse a sus compañeras. El águila se reconoce incapaz
de completar su empresa y acaba por retirarse.
Podemos extraer al menos dos aprendizajes de este suceso.
El primero es que el miedo nos pone a salvo –ya lo hemos hablado en
este libro–. Vivimos tiempos en los que el miedo está subestimado. Lo
ignoramos, lo silenciamos, miramos hacia otro lado por temor –qué
paradoja– a sentir, y porque la sociedad se ha encargado de hacernos
creer que el miedo es sinónimo de debilidad. Y nos estamos perdiendo
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valiosísimas señales para escoger nuestro camino, nuestro futuro.
El segundo mensaje, y el que quiero que tú, cómplice temeroso,
comprendas, es el poder del grupo. La necesidad de unirnos para salir
adelante, para sobrevivir. Nunca hemos tenido más herramientas para
tejer redes y nunca hemos estado más desconectados. Es esencial que
recuperemos la tribu, el grupo, la manada y que nos valgamos de ella.
Solo así se sale adelante en los tiempos difíciles. Así salieron adelante
nuestros abuelos, tus bisabuelos. Porque nunca les faltó un vecino que
les prestara un macho para ir a sembrar o una vecina que les fiara un
trozo de abadejo con el que apañar las patatas. Por eso pudieron
sobrevivir y ser supervivientes de las guerras, del hambre y de la miseria.
Hoy vivimos otra realidad, tú te enfrentas a otra realidad, pero la esencia
es la misma: juntos sí podemos.
Me encantaría que vieras las instantáneas y te dejaras grabadas esas imágenes para
siempre. Si comprendéis en lo más profundo de vuestro ser que si os unís nada ni nadie
podrá con vosotros, seréis capaces de lidiar con todo lo que esté por llegar.
Si recuerdas, nos encontramos analizando algunos tipos de cómplices. De momento
hemos hablado de los líderes pasivos y de los aterrados. Pero antes de seguir con el resto
me gustaría hacer una llamada de atención, dos en realidad. A los líderes pasivos y a los
aterrados, me gustaría hablarles del poder de los pequeños gestos. A ti, que sufres acoso,
te hablaré después de la importancia de hacer responsables de esta situación a dichos
cómplices.
Sit with us
Quizás penséis que quien sufre acoso necesita de grandes cosas, que
ayudarle pasa por una labor complicada, incluso que necesariamente la
única manera de ayudarle es convirtiéndoos en su amigo –algo a lo que
quizá no estáis dispuestos porque no compartís gustos ni aficiones–. No
es cierto. Lo que necesita de manera urgente quien sufre acoso es: 1)
acudir al instituto sin miedo y 2) poder compartir el día a día con sus
compañeros, no estar solo y aislado.
Para ayudaros a entender el poder de un pequeño gesto, me valdré de
una historia que ha dado la vuelta al mundo.
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Natalie Hampton es una estudiante estadounidense que durante un largo
tiempo sufrió acoso y aislamiento, fue agredida de diferentes maneras y
sometida a una de las torturas más dolorosas: la soledad. Relata que una
de las cosas más crueles que vivió fue tener que comer todos y cada uno
de los días del curso sola.
Cuando cambió de centro educativo tuvo la suerte de encontrarse en un
entorno más amable y allí comenzó a ofrecer su mesa para comer a todo
aquel a quien veía solo y aislado. No quería que nadie tuviera que pasar
por lo que ella pasó. Entonces comprendió la importancia de ese pequeño
gesto, el de ofrecer a alguien que coma contigo y decidió crear una App:
Sit with us. A través de la App, los estudiantes embajadores pueden
indicar que en su mesa las personas que estén solas son bien recibidas.
Así, dichas personas no tienen que pasar por la vergüenza de ir mesa por
mesa esperando que alguien les hagaun hueco, saben a cuáles pueden
acudir porque serán bien recibidas. Y todo ello de manera anónima y
discreta.
Mi propio sit with us
En mi instituto no hubo ninguna Natalie Hampton, ojalá la hubiera habido
–por supuesto que hubo compañeras, sobre todo compañeras, amigas,
que velaron porque no estuviera solo, que hicieron todo lo que pudieron
por ayudarme–. Pero viví una situación que creo que te puede ayudar, si
eres uno de esos cómplices pasivos, a entender el poder de un gesto.
Junio de 1998. Han pasado exactamente veinte años, y sin embargo
podría recordar hasta el último detalle de aquella noche. Celebrábamos el
final de curso. Habíamos organizado una cena en uno de los restaurantes
del pueblo para despedir el año académico.
Me atreví a ir, me atreví a asistir porque ese año los profesores
propiciaron un cambio muy importante que contaré después y que me dio
mucha fuerza –eso lo comprendo ahora–. La cena transcurrió con
normalidad –incluso bien, diría–, ya que no recuerdo haber padecido
angustia. Pero lo extraordinario sucedió después. Una vez hubimos
devorado la comida, nos fuimos de fiesta. He olvidado si fuimos a varios
locales o directamente al Zona. Ya solo puedo recordar el Zona. Yo
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estaba bebiendo algo con una de mis amigas, imagino que
comentábamos las cosas que sucedían a nuestro alrededor, los idilios de
nuestros compañeros, supongo que nos movíamos al ritmo de la música
sin grandes aspavientos –nosotros no podíamos llamar la atención, eso
estaba destinado a otros, a otras– cuando uno de mis compañeros de
clase, uno de los líderes pasivos se acercó a mí. El corazón se me aceleró
y el estómago se me hizo diminuto. Durante dos años, ninguno de los
chicos del instituto se había acercado a hablar conmigo jamás, mucho
menos de noche, de fiesta. Y aquel viernes de junio de 1998, uno de los
líderes del curso venía hasta mí sin importarle lo que los demás pudieran
decir o pensar. No recuerdo como comenzó su conversación, no sé si
justificó su acercamiento, lo único que sé es que de repente escuché
«Raúl, tú vales mucho». ¿Lo estaba escuchando bien? ¿Había dicho lo
que había dicho? Como si hubiera sido capaz de leer mi mente insistió
«Lo estaba hablando ahora con Juan –diremos que se llamaba Juan–,
que eres muy buen tío». No sé qué dije. Imagino que no acerté ni a decir
gracias, imagino que sonreí y bajé la mirada.
Nunca llegamos a ser amigos, nunca me invitó a formar parte de su
grupo o a ir a una fiesta con él, pero aquellas palabras fueron un bote
salvavidas en medio de una tormenta, fueron un lugar al que agarrarme
cuando comencé a reconstruirme.
El poder de un gesto minúsculo. En un mundo ideal lo deseable hubiera
sido que mi compañero hubiera dicho aquello a principio de curso, un
martes, por ejemplo, a plena luz del día y delante de todos. Que me
hubiera invitado a formar parte de su grupo o de su vida, si de verdad
creía que yo valía, que era un buen tipo. Pero lo que hizo fue muy valioso
para mí. Aquellas palabras dichas con nocturnidad, con la salvaguarda de
unos bafles emitiendo música a tope de decibelios, con la seguridad de
que nadie más las escuchaba, aquellas decenas de sílabas que habrá
quien pueda tildar incluso de cobardes, jamás las olvidaré.
No es preciso que hagas gestos épicos, no es necesario que conviertas tu vida en la
dedicación absoluta a los demás, a esta causa, es bastante con que hagas tu parte.
A tu edad la bondad se confunde con la debilidad. Pero la bondad es la ausencia de
maldad. La bondad es la luz y la maldad es la oscuridad. La bondad es el blanco y la
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maldad es el negro. Y aquí no hay grises. Cuando la vida nos sitúa ante una injusticia se
ponen a examen nuestros valores y nuestra bondad. Nunca tendrás mejor oportunidad
que una injusticia, como es esta, para examinar tus valores y tu bondad.
Hay una cuestión trasversal a unos y a otros, a cómplices aterrados y a
cómplices por pasividad: el miedo a abrazar la diferencia.
En ocasiones ocurre que la complicidad se explica en el temor a situarnos
al lado del diferente por no ser catalogados de aquello que les diferencia
de la generalidad. En otras palabras: tememos que nos tilden de aquello
que caracteriza al acosado. Nos asusta que se pongan en cuestión
nuestras habilidades sociales o los rasgos que nos identifican. Nos
paraliza pensar que si nos situamos al lado de un compañero gay, nos
tachen de homosexuales sin serlo, que piensen que somos unos
empollones si comenzamos a prestarle atención al empollón de la clase,
perder todas nuestras amistades por brindar la mano a compañeros de
otras etnias o con problemas económicos.
Y yo os pregunto, ¿qué cuenta eso de vosotros?, ¿qué valiosa
información nos revela vuestro temor a ser asociados con lo que no sois?,
¿de qué habla vuestro miedo?
De falta de autoestima. Sí, así es. Por muy fuertes y valientes que os
consideréis, si os asusta abrazar al diferente es que no lo sois tanto. Si lo
fuerais, si tuvierais absolutamente claro lo que sois, no temeríais ser
encasillados en lo que no os corresponde. Si yo voy por la calle y alguien
me grita: “¡Ladrón! ¡Estafador!”, no me giraré, porque sé que no lo soy.
Piensa en ello. Como he dicho, cuando la vida nos sitúa ante una
injusticia se someten a examen nuestros valores y lo que verdaderamente
somos frente a lo que creíamos ser: Esta es una gran oportunidad de
crecimiento personal.
También tengo un mensaje para ti. Si eres uno de los padres de la última fila, si eres
uno de los profesores de la última fila, también tú tienes responsabilidad en esto. Si tu
hijo, si tu alumna, es uno de esos líderes innatos o uno de esos chavales aterrados,
trabaja con él, con ella. Hazle comprender la importancia de sus gestos, sus palabras y
sus silencios. Y sé ocurrente. Piensa en cómo puedes conseguir que las cosas cambien.
Estoy seguro de que tienes muchos más recursos de los que crees.
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No me he olvidado de ti. Tú eres el verdadero protagonista, la verdadera protagonista,
lo dije al principio y así es. Pero tengo la esperanza de que hayan llegado hasta aquí
muchos otros compañeros, padres y profesores, y su papel es crucial para ayudarte, para
ayudarnos. Te diré algo que probablemente no te guste.
Al respecto de los cómplices, hay algo que es probable que no hayas pensado o no
quieras pensar, porque duele: los cómplices son tan responsables de tu dolor como el
acosador. Es importante que también los responsabilices a ellos. Es importante que
comprendas que ellos tampoco se están portando bien contigo. Sé que es duro, casi
desgarrador. Reconocer esta verdad es casi tanto como reconocer que hay toda una
inmensidad de personas a un abismo de ti, que tu soledad es inmensurable. Sí y no.
Muchos de los que no toman partido están a tu lado emocionalmente, piensan en ti a
diario y querrían ayudarte, pero se mueren de miedo. Por tanto, no es del todo cierto que
tu soledad sea absoluta. Pero sí es verdad que muchas más personas además del acosador
son responsables de lo que te ocurre. ¿Y por qué te lo cuento?, ¿por qué quiero que
tomes consciencia de ello? Porque si los responsabilizas les estarás haciendo un favor y
te lo harás también a ti. Si coges esta bola de vergüenza y humillación que pesa sobre tus
espaldas y se la pones encima a ellos, la responsabilidad estará en el lugar adecuado. Y
solo si sienten el peso enorme de las circunstancias es posible que comiencen a
cambiar sus patrones de comportamiento. Confía en mí, aunque te cueste creerlo,
funcionará. Los seres humanos somos así.
Te contaré una cosa sobre la responsabilidad.
Hace un tiempo asistí a una sesión de coaching organizada por la empresa en la que
trabajo. La ponente era formidable –lástima que no recuerde su nombre– y nos planteó
un ejercicio muy sencillo pero tremendamente ilustrativo sobre la responsabilidad. Pidió
un voluntario para dibujar con ella, con sus cuerpos, un arco de medio punto. ¿Sabes lo
que es un arco de medio punto? Es el que forman dos columnas que se encuentra entre sí
tras dibujar un cuarto de circunferencia cadauna de ellas, el que se usaba
tradicionalmente para dar forma a los portones de iglesias y palacios. Puedes buscarlo en
la red. Bueno, pues al voluntario le pidió que simulara con su cuerpo ser una columna
cuyas manos se encontraban en lo alto con las suyas –las de la ponente– y crear una
tensión entre ambos para mantener el equilibrio. Es decir, la figura que habían dibujado
se parecía más a un triángulo –cuyos lados eran la ponente, el voluntario y el suelo– que
a un arco de medio punto, pero se entenderá mejor lo que pretendo ilustrar. Ella hizo que
la tensión de sus cuerpos fuera tal que si uno de los dos rompía la figura sin avisar, el
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otro se caía al suelo. Y así, en esa posición, nos explicó que en toda relación personal la
responsabilidad es al 50% de cada uno de los dos. Fue una de las lecciones más valiosas
y sencillas que he aprendido jamás. Ver esa figura me ayudó sobremanera a cambiar mi
perspectiva sobre todas mis relaciones. Las cosas funcionan o no funcionan debido a
dos personas, nunca una de las dos, por sí sola, puede sostener la totalidad de la
relación. Lo que ocurre entre tú y cualquiera que te rodea, se debe y explica por ambos al
50%. Mira de nuevo la imagen de un arco de medio punto. Si el lado derecho se
desmorona, se desmorona también el izquierdo. Ambos son necesarios y ningún por sí
solo puede sostener las toneladas y siglos de historia que hay sobre él.
Pretendes cargar con el peso tú solo, tú sola. Les estás exculpando y lo haces por
no sentir más dolor. Porque te encuentras tan solo y asustado que aceptarías cualquier
migaja de amistad. Lo comprendo. Yo he hecho lo mismo, pero no es el camino, te lo
aseguro. Ya sientes dolor, ya estás solo, por tanto, reivindica tu lugar con todos y cada
uno de aquellos que no están haciendo bien su parte. ¿Cómo? Cuando algo suceda,
mírales también a ellos, mantenles la mirada, diles con los ojos que ellos también te
están haciendo daño con su silencio. Habla con tus profesores, explícales que
Menganito te insulta pero que todos los demás callan. Exprésalo en voz alta siempre que
sea posible. Hazles saber, cuando tengas la oportunidad, que sus complicidades te
duelen.
Cómplices tipo 3: profesores que miran hacia otro lado
Cuando somos niños y adolescentes los maestros y profesores nos parecen seres
superiores; una especie de superhéroes con fortalezas y capacidades inmensurables. Los
endiosamos porque se sitúan a una gran distancia del lugar en el que nosotros creemos
estar. Pero son adultos con miedos, problemas y miserias. Y esos miedos, esos
problemas y esas miserias, se hacen a veces monstruos tan grandes que consiguen
asustarlos tanto que ya no son capaces ni de enfrentarse a los problemas de su aula. Hay
profesores que miran hacia otro lado.
Nos cueste o no creerlo, es así. Basta con mirar las noticias cada día para descubrir un
nuevo caso de profesores que niegan que en su centro haya acoso escolar o incluso, y
esto ya sí que es delirante, para descubrir profesores que maltratan a los alumnos.
Son los menos, pero existen. Por tanto, y aquí me dirijo a padres y profesores, es
vuestra responsabilidad velar por la integridad moral y física de vuestros menores y
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denunciar cualquier actitud reprobable de un docente.
También en esto la vida me ha permitido ver los dos lados de una misma moneda. Te
los cuento.
Una maestra maltratadora
Sí, maltratadora emocional, pero maltratadora. La sufrí yo, y la sufrieron
todos mis compañeros de escuela durante muchos años.
Como he contado hace unos capítulos, nací en un pueblo muy pequeño
donde todos los niños, sin importar la edad, íbamos juntos a clase en una
única aula: escuela unitaria. Un único maestro o maestra para todos
nosotros. Con seis años, 1º de E.G.B. de mi época, nos dejó el anterior
maestro y vino una nueva señorita –ese fue el primer cambio, a ella no
podíamos llamarla maestra sino señorita y de usted, a pesar de tener
veintiséis años–. Los primeros meses no fueron del todo malos. Con las
peculiaridades de tener que acostumbrarnos a hablarle de usted, a esas
distancias que nunca habíamos sufrido, era soportable. Pero poco a poco
comenzó a agriarse su carácter y las clases se convirtieron en un lugar
inhóspito. Comenzó a mandarnos tanta tarea para casa que nadie podía
jugar por las tardes, el pueblo era un lugar desierto de niños porque
todos estábamos sobrecargados de tarea, nadie lograba acabar el trabajo
antes de la hora de la cena, algunos tenían que seguir incluso después.
Niños y niñas de siete u ocho años haciendo tareas hasta las once de la
noche, muertos de angustia. Acudíamos a la escuela con miedo. Algunos
llegaban incluso a vomitar la comida antes de entrar por el terror de lo
que podía suponer no saberse la lección –y no porque no hubieran
estudiado, sino porque recitar cualquier cosa ante ella era una labor
titánica–. Despreciaba el trabajo que hacíamos, nada estaba bien nunca.
Nos auguraba un futuro lamentable. Se reía, literalmente, del físico de
algunos niños. Recuerdo un día en el que se dedicó a decirnos la estatura
que íbamos a alcanzar en función de nuestras manos, recuerdo cómo a
mi hermana y a otro niño les dijo: «A vosotros ni os miro, para qué, vais
a ser retacos». Castigó sin motivo a una niña, buena como no había otra,
el día de su cumpleaños. Recuerdo estar todos en su casa esperando a
que ella saliera del colegio. Cuando a la señorita –insisto, así era como
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ella quería ser llamada– se le antojo, la dejó salir, pero ya se había
evaporado la mitad de su tarde. Podría enumerar cientos de anécdotas
así de crueles.
He de decir, en honor a la verdad, que yo no fui de los que más sufrió.
Directamente a mí nunca me insultó, pero padecí cosas como regresar de
las vacaciones de Semana Santa, en las que había sido un suplicio hacer
todas la tareas que nos había mandado, llegar agotado y angustiado a
presentarle todo lo que me había mandado –no exagero si digo que
podrían ser unas veinte láminas dibujadas y otras tantas en resúmenes
de lecturas, y ejercicios varios, con ocho años–, y cómo cogió todo mi
trabajo de dos semanas y sin mirarlo ni pestañear lo rompió en pedazos y
lo tiró a la papelera. Esta escena se repitió con todos y cada uno de los
alumnos.
¿Por qué lo cuento? Porque aquello nos minó la autoestima. Y porque
nuestros padres no hicieron nada. Bueno, los míos cambiarnos de centro
y de pueblo –con el consiguiente esfuerzo económico y el riesgo de
ponernos en la carretera cada día–. Algún otro fue a la escuela a hablar
con ella alguna vez. Pero deberían haberla denunciado, porque sufrimos
maltrato y a todos nos dejó secuelas emocionales y académicas durante
años. Eran otros tiempos y nuestros padres se situaban a un abismo
académico de ella, se sentían pequeños a su lado. Creo que tanto yo
como mis compañeros los entendemos hoy y nada les reprochamos, pero
deberían haberla denunciado.
Siguió trabajando, sigue trabajando de hecho. El sistema educativo
permite cosas así porque los adultos las permitimos, porque esa bola
pesada de responsabilidad de la que te hablaba, no se la cargamos a la
persona que le corresponde, nos la quedamos para nosotros.
La consecuencia es el sufrimiento de multitud de menores indefensos.
Unos profesores con sensibilidad
En 1996 nadie hablaba de acoso escolar. Absolutamente nadie. De hecho,
creo que en aquel entonces me hubiera costado definir qué era lo que yo
sufría cada mañana. No existían protocolos de actuación, no había
asociaciones a las que acudir, ni, por supuesto, los profesores habían
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asistido jamás a un congreso o a una formación sobre el asunto.
Pero el sentido común y la sensibilidad son cuestiones universales que
transcienden a la terminología y a cualquier circunstancia a la que se
enfrente la sociedad. Yo me encontré con unos profesores sensibles.
Septiembre de 1997. Primer día de 4º de la ESO. El tiempo ha
desdibujado muchos de los trazos del relato y he olvidado cómo me
enteré de cuál iba a ser mi nueva clase. No recuerdo si figuraban las
listas colgadas en el tablónde anuncios o si cada tutor iba anunciando los
nombres de sus alumnos. Lo que sí recuerdo es la luz y la armonía de esa
clase de 4º A, al final del pasillo este del segundo piso. En la primera fila,
Raúl Rodrigo, en la única mesa que quedaba impar, no importa. En las
antípodas de la clase, Marco Franco y Hugo Lain –diremos que así se
llaman–. Todo lo demás: 24 chicas. Dos líderes pasivos –de hecho, uno
de ellos es el que se me acercó a final de curso a decirme aquello de
«Raúl, tú vales mucho»–, 24 chicas y yo.
Siempre hay maneras de ayudar a un menor que sufre acoso si existe
voluntad.
Mi primer año de instituto fue un infierno, no lo conté, no se lo dije a mis
padres ni hablé jamás con mis profesores pero ellos lo vieron. Y en lugar
de quedarse de brazos cruzados, cuando les tocó decidir las clases para
el siguiente año, hicieron una clase ad hoc para mí. Hicieron un grupo en
el que solo había dos chicos más, chicos que jamás se habían metido
conmigo, jamás se habían reído de mí y jamás lo llegaron a hacer.
Yo lo sufrí entre 1996 y 1998 en un medio rural, en un tiempo en el que
no había protocolos educativos al respecto y en el que nadie hablábamos
de esto. Pero mis profesores tuvieron la sensibilidad suficiente para
observar que algo pasaba y tratar de ponerme a salvo. Nunca nadie me
confirmó que esto fuera así, que hubiera sido algo orquestado. Tampoco
lo pregunté. Pero estoy seguro.
Alguna vez, alumnos de otras clases se quejaban de que habían agrupado
en nuestra clase a los mejores expedientes, que eso era un menosprecio
a los demás grupos. Siempre argumentaron que había sido fruto de la
casualidad, que ahí no estaban los mejores estudiantes del curso –y la
realidad era que había otros chicos con mejores expedientes que Marcos
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y Hugo en otras clases–. Lo hicieron por mí y siempre estaré agradecido.
Porque aunque en los pasillos la vida seguía igual de dura –de hecho, ese
curso fue el que me rociaron los ojos con colonia–, en clase yo me sentía
a salvo.
Cada una de estas historias es un lado de la misma moneda. Sé, estoy plenamente
convencido de ello, que las señoritas como la primera son las menos. Por fortuna, lo que
abundan son los maestros –a los que les enorgullece que les llamen así– y profesores
comprometidos y bondadosos. ¡Dichosa labor la de los docentes! Los de aquellos años
hicieron lo que estuvo en sus manos. Los de estos tiempos hacen más de lo que
pueden. He trabajado con profesoras, profesores, maestras y maestros que se dejan la
vida por sus alumnos, que perdonan una comida por llegar a un congreso, que para poder
hacer una actividad sobre acoso pagan el material de su bolsillo porque la
Administración Pública no tiene fondos. Docentes que asisten en fin de semana, previo
pago, a congresos para formarse, que sacan adelante actividades trabajando hasta la
madrugada y a los que no se les reconoce absolutamente nada.
Merecen que reivindiquemos para ellos lo que es justo: poder hacer esta tarea sin robar
horas a su tiempo personal, a sus familias, y sin llegar al abuso de tener que poner dinero
de sus bolsillos.
Cómplices tipo 4: padres que miran hacia otro lado
Si te cuento que hay padres de niños acosadores que miran hacia otro lado, seguro que
no te sorprende. Pero, ¿y si te digo que hay padres de niños acosados que miran
hacia otra parte y niegan la realidad? ¿Sorprendido? Pues los hay.
Por mucho que nos cueste creerlo hay adultos, personas hechas y derechas, que ante
una situación de este tipo escurren el bulto y adoptan la equivocada actitud del “ya
pasará”.
¿Cuál es la razón? El miedo al conflicto.
Del mismo modo que te decía que los profesores no son seres todopoderosos, que
tienen sus miedos como tú, los adultos que te rodean tampoco. Ni siquiera tus padres.
Los adultos tenemos nuestros temores y nuestros monstruos. Algunas noches, de vez en
cuando, tampoco queremos que se apague la luz porque nos asusta lo que pueda traer la
oscuridad o lo que nos espera al día siguiente.
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Por eso hay padres de acosadores o acosados que miran hacia otro lado. Porque el
conflicto es su monstruo, ese al que temen cuando se apaga la luz. Y claro, si llegamos
nosotros y se lo podemos delante de las narices, van a hacer lo posible por evitarlo, por
salir corriendo.
¿Qué podemos hacer?
Pues depende. Depende de quiénes somos en esta historia.
Si eres el acosado
No me cansaré de recordarte que eres el protagonista de este libro, así que comienzo
por ti. Si son tus padres los que miran hacia otro lado, debes seguir pidiendo ayuda.
Insiste, hazles ver por lo que estás pasando, explícales que necesitas de su ayuda. Pero si,
por miedo, tus padres no son capaces de afrontar la situación, debes buscar otro adulto
que te ayude. Mira a tu alrededor. Si crees que uno de tus familiares no se asustará ante
esto, si crees que sabrá lidiar con ello e incluso que conseguirá dar apoyo a tus padres:
cuéntaselo a él o a ella. A un profesor, a un amigo de la familia, al voluntario de una
asociación… a quien sea necesario. Porque si tienes la mala fortuna de no ser escuchado,
debes seguir alzando la voz.
Si son los padres del acosador los que miran hacia otro lado, esa guerra no te
corresponde. Les corresponde a tus padres y a tus profesores. Eso sí, repito lo mismo que
en el párrafo anterior. Si no te escuchan, si no se enfrentan al problema, sigue pidiendo
ayuda.
Si eres padre
¿Pero qué ocurre si soy padre, mi hijo sufre acoso y el padre del acosador mira
hacia otro lado, si lo niega todo?
El primer paso, el mayor logro, será conseguir un encuentro. No siempre es fácil. Hay
padres que reniegan de la vida académica de sus hijos o de los problemas en general. De
modo que, en primer lugar, centrad vuestros esfuerzos –junto con el personal docente–
para conseguir un encuentro.
Te sugiero que te sirvas del centro educativo como terreno neutral y que te valgas
del tutor y algún profesor más como mediadores –siempre es positivo que haya perfiles
distintos entre los profesores que mediarán, ayuda a generar empatías con unos y otros–.
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Yo descartaría cualquier actuación individual, descartaría ponerte en contacto a título
privado con los padres del acosador y mucho menos acudir a su domicilio. Por buenas
que sean tus intenciones, se van a sentir atacados e intimidados. Nuestro hogar es nuestro
templo y el mayor reflejo de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que no tenemos.
No les dejes sin esa protección antes de comenzar, no les obligues a mostrar cosas que
quizá no quieren mostrar y que pueden ser la raíz de todo el problema.
Prepara los encuentros con empatía y diplomacia. Es muy importante que no se sientan
atacados ni juzgados, y sobre todo que en ningún momento parezca que lo que ocurre es
debido a que ellos han fallado como padres. Tampoco debéis achantaros, que no
confundan vuestra buena educación con vulnerabilidad. Tendréis que mantener un
equilibrio justo entre la comprensión y la reivindicación de vuestro lugar y los derechos
de vuestro hijo o hija. Os dejo algunas pautas que os pueden funcionar si os encontráis
ante un perfil de padres que niegan que su hijo sea un acosador.
1. Preparad la reunión con el personal docente, pero que bajo ningún concepto
intuyan que antes habéis estado reunidos, más allá de para manifestar vuestra
preocupación.
2. Es importante que se expongan hechos objetivos, lo más objetivos posible. Hechos
contrastables, a poder ser con aportación de pruebas o testigos. Ante esto les será
más difícil negar la realidad.
3. Es una buena idea que sea el personal docente quien los exponga. Vosotros sois
solo una parte más del conflicto a resolver.
4. Que el personal docente no muestre simpatía hacia vosotros. Será difícil pero es
importante.
5. Tratad de intervenir poco y cuando lo hagáis hablad de hechos objetivos siempre
que sea posible. Los sentimientos también son hechos objetivos, se puede hablar de
cómo se siente la víctima, de las cosas que le están ocurriendo, pero estableciendo un
orden inteligente de acciones y consecuencias.
6. Jamás

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