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2 © Raúl Rodrigo Rubio, 2020 © Portada: QTZ Marketing, 2020 © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2020 Henao, 6 – 48009 BILBAO www.edesclee.com info@edesclee.com Facebook: EditorialDesclee Twitter: @EdDesclee Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-330-3857-9 Adquiera todos nuestros ebooks en www.ebooks.edesclee.com 3 http://www.edesclee.com mailto:info@edesclee.com https://www.facebook.com/EditorialDesclee https://twitter.com/EdDesclee http://www.cedro.org http://www.ebooks.edesclee.com/ A Raquel Santiso, por envolverme en Tierra Fértil. 4 El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida, porque acaba siendo verdad. Ana María Matute (1925-2014). 5 1. 6 Presentación Si vamos a compartir una fracción de vida, por pequeña que esta sea, bien merece que me presente, que te cuente quién soy. Mi nombre es Raúl Rodrigo y aunque en los treinta y seis años que llevo vivo me han sucedido muchas más cosas, la mayor parte de ellas maravillosas, el motivo que nos une es que yo también sufrí acoso escolar; en mi caso en el instituto. No soy psicólogo ni trabajador social, de hecho mi profesión actual dista mucho de estas disciplinas: soy auditor. Por tanto, no me presento ante ti como experto en nada. Me presento como un superviviente que lamenta que el acoso escolar siga siendo un problema. Pero la realidad es que lo es. Y ante un problema, uno solo tiene dos opciones: ignorarlo o enfrentarse a él. A mí, la experiencia me demuestra que ignorar los problemas acaba trayendo consecuencias desastrosas. De modo que creo que es el momento de actuar, de que cada uno haga su parte para curarnos de esta epidemia que asola nuestra sociedad. Mi parte comenzó hace algo más de dos años cuando una mañana, al despertar, comprendí que todo lo que yo había vivido, todo mi sufrimiento, no podía ser en vano. Me levanté, y sin perder un segundo en desayunar o ducharme, me senté frente al ordenador y escribí un montón de mensajes que me gustaría decirle a un chaval o a una chavala que estuviera sufriendo acoso si tuviera la oportunidad de estar con él o con ella. Las cosas que me gustaría contarte a ti. Y, como todo lo que deseamos con fuerza, como todo lo que pedimos con el corazón, esa oportunidad llegó un año más tarde. La prueba final de un curso de oratoria consistía en una charla de veinte minutos ante un público desconocido. ¿Temática? Libre. Rescaté esas notas que llevaban un año guardadas en mi ordenador y preparé una ponencia con las ideas más importantes que contaría a un público de adolescentes, fueran o no personas acosadas. Lo que ocurrió a partir de ese momento fue maravilloso. Entre los asistentes, una antigua profesora a la que pedí que viniera para darme su parecer sobre lo que quería transmitir: Ana Rosa. Quedó encantada. Me abrió la puerta a una asamblea de mediadores en la que participaban más de trescientos alumnos y catorce institutos. Conté lo que quería contar y a partir de ahí surgió la oportunidad de compartir mi experiencia en decenas de institutos. 7 Y mi parte continúa con este libro. Actualmente me resulta inviable dedicarme en exclusiva a contar mi vivencia en centros educativos. Sin embargo, cada vez veo más urgente actuar. Escribo este libro con el propósito de llegar a cuantas más personas sea posible, para que mis palabras de esperanza se queden a vivir en tu corazón. Si mi relato, si confesarte cómo fueron aquellas duras mañanas y, sobre todo, compartir contigo mi trabajo emocional posterior siembra una semilla de esperanza en ti, lo que yo viví, este libro y el tiempo que pasemos juntos habrán merecido la pena. Pero antes de seguir me veo en la obligación de aclarar algo. A este libro es bienvenido todo el mundo. Lo es aquel que esté sufriendo acoso, lo es quien lo sufrió, lo es quien lo está provocando y lo son, por supuesto, los padres y los profesores de unos y otros. Pero escribo este libro como si frente a mí tuviera un auditorio lleno de chavales adolescentes. Ellos, vosotros, tú, eres el verdadero protagonista. Ahora bien, como ocurre en mis charlas, también hay padres y profesores que se pueden sentar a escuchar, a formar parte de esta lucha activa. Y también, como ocurre en mis charlas, es probable que en algunos capítulos desvíe mi mirada hacia esos padres o profesores que, sentados en la última fila, deben cobrar un especial protagonismo. Pero, salvo contadas excepciones, esta será mi voz narrativa a lo largo del libro. Una conversación de tú a tú con un joven, a veces acosado, a veces acosador, a veces cómplice. Hechas las presentaciones, toca entrar en materia. Y en primer lugar me corresponde decirte qué vas a encontrar en el libro. Al margen de los diferentes asuntos que iremos abordando y que has podido, o puedes, ver en el índice, lo que encontrarás son tres ejes centrales. ¿Qué vas a encontrar en este libro? 1. Todos somos responsables 2. No estás solo, no estás sola 3. Hay esperanza 8 Los diferentes capítulos se circunscribirán en torno a estas tres ideas principales. En la primera, Todos somos responsables, alzaremos la mirada para llamar la atención de aquellos que no están asumiendo su parte en esta contienda. Más adelante lo desarrollaremos. En los capítulos dedicados a reforzar la idea de que No estás solo, no estás sola, te invitaré a pedir ayuda, a reflexionar sobre la necesidad de hacerlo o por qué no te atreves a alzar la voz. Finalmente, Hay esperanza. No dudes que la hay. Yo soy un ejemplo de ello, pero como yo hay miles de personas que han sobrevivido al acoso, han sanado sus heridas y ahora disfrutan de la vida con plenitud. Eso es cierto. Pero no lo es menos que el sufrimiento no sirve de nada y que el acoso escolar pasa una importante factura emocional. Por tanto, pongámonos manos a la obra para que si estás sufriendo acoso salgas de ahí cuanto antes y si lo estás provocando o permitiendo, salgas también de ahí cuanto antes. 9 2. 10 Normas de convivencia Tras presentarme, en mis charlas, pongo unas sencillas reglas. Pido que en el rato que vamos a pasar juntos respetemos ciertas normas de convivencia. Aquí carece de toda lógica. Sin embargo, me permito rescatar algunas de ellas para invitarte a hacer algunas reflexiones. Llevamos poco tiempo juntos, quizá no el suficiente para que te hayas podido percatar de algo: a mí no me gusta hablar de bullying. Yo trato de utilizar siempre la palabra castellana: acoso, acoso escolar. Libre eres de usar el término que más te guste, ¡faltaría más! Pero te invito a pensar si la palabra bullying no es un eufemismo. ¿Sabes lo que es un eufemismo? Algunos de los chavales con los que he hablado antes no lo sabían, de modo que abro un breve paréntesis para aclarártelo. Se trata de una palabra que utilizamos para no decir otra, que es la correcta, pero que nos parece políticamente inapropiada o malsonante. Por ejemplo, decir que un hombre es de color es un eufemismo de la palabra negro. O que alguien está grueso es un eufemismo de gordo. No hay nada peyorativo en la palabra negro o gordo, el desprecio no reside en los términos sino en la intención de quien los usa. Así pues, a mí bullying me resulta un eufemismo de la palabra acoso. Hemos importado una palabra del inglés porque nos suena menos dolorosa, pero corremos el riesgo que se nos olvide la gravedad del término. Esto es acoso, y en algunos casos maltrato. Sí, nos duela o no el reflejo que vemos en el espejo, esto es lo que somos y en esto nos hemos convertido como sociedad. Por tanto, como digo, libre eres de usar el término que te plazca, pero dejo jugueteando 11 entre tus neuronas esta primera reflexión. Precisamente porla gravedad del asunto que nos traemos entre manos, debemos ser extremadamente cautos. Debemos hacer un ejercicio de responsabilidad y reflexión. Es muy difícil definir qué es el acoso escolar. Se considera que estamos ante una situación de acoso escolar cuando se produce una vejación, aislamiento y/o maltrato físico –entre otros–, continuados en el tiempo. Como fuere, quien lo sufre sabe reconocerlo. Si has llegado hasta aquí es porque lo sufres, lo has sufrido o lo sufre un ser cercano. Lo que me interesa destacar en este punto es el hecho de que la mayoría de los expertos –a los que me sumo no como experto, sino como emisor del mismo mensaje–, coinciden en que, para poder hablar de acoso, lo fundamental es que se trate de una situación prolongada en el tiempo. Donde quiero llegar, y lo digo sin paños calientes, es a que no debemos banalizar este asunto. No debemos confundir un desencuentro con un compañero, una pelea con una compañera, un cambio de grupo en el que paso unos días desubicado o desubicada, con una situación de acoso escolar. ¡Ojo! No justifico ni consiento la violencia, no considero que nadie deba aceptar ni una sola falta de respeto, pero decir que alguien nos está acosando es una acusación seria y debe ser meridianamente cierta. Por muchos motivos. Se me ocurren algunos que te pueden ayudar a entenderlo: Algunas razones para no banalizar en este asunto: • Estaríamos acusando a alguien injustamente de algo muy grave. • Estaríamos frivolizando con algo muy serio. • Estaríamos faltando al respeto a aquellos que sí están sufriendo acoso escolar. • Corremos el riesgo de que la sociedad deje de tomarnos en serio. Alzo en este punto la mirada, la dirijo a esos padres sentados en la última fila. Apelo a ellos, apelo a vosotros, por dos cuestiones: 12 La visión de un adulto Vosotros sois adultos, contáis con todos los recursos personales necesarios para guiar a vuestros hijos, para evaluar lo que está ocurriendo con objetividad. Y si no podéis hacerlo solos, tenéis a vuestro alcance a profesionales que os pueden ayudar. ¿De verdad está sufriendo acoso mi hijo? ¡Cuidado! No invito a cuestionar el testimonio del menor, no digo que haya un gran número de casos de acusaciones infundadas, lo que propongo es que antes de entrar en cólera y aparecer en el colegio o en casa de otro padre hecho un basilisco, respiremos. Respiremos y abordemos este asunto con calma. Una vez escuchado el testimonio del menor, el siguiente paso debería ser concertar una reunión con el tutor (más adelante dedicaremos un apartado a las pautas de actuación). A partir de ese momento, estableced las medidas oportunas y por supuesto sed críticos con todo lo que escuchéis. No vamos a hacerle ningún favor a nuestro hijo, a nuestra hija, si reaccionamos de manera visceral, tanto si se trata de una situación grave y peligrosa como si se trata de un relato infundado. He asistido a situaciones en las que profesoras entregadas a esta causa, comprometidas, sensibles y empáticas, recomendaban con todo el respeto del mundo ayudar a los hijos a desarrollar habilidades sociales ante la negativa continua de los padres. Casos en los que el motivo por el que nadie quería sentarse con un chaval era una cuestión de higiene, pero los padres se negaban a aceptarlo, a reconocer que dicho problema existía. No se trataba de una situación de acoso premeditado y orquestado, se trataba de que al resto de compañeros, y a los profesores, les resultaba imposible estar al lado de una persona con escasa higiene. Por eso es mi obligación levantar la mano en este punto, por eso debo apelar a vuestro sentido crítico, a vuestra capacidad para desprenderos del egocentrismo y el victimismo. Quizá no sea el discurso que alguien esperaría encontrar en un libro como este, pero considero que obviar esta realidad sería faltar a la verdad e incumplir mi compromiso de servicio a la sociedad. 13 ¿Predico con el ejemplo? Para desarrollar este punto me ayudaré de un ejemplo absolutamente ilustrativo. Hace unos meses, cuando Andrea Janeiro, la hija de Belén Esteban y Jesulín de Ubrique cumplió la mayoría de edad, este país la convirtió en #TT a nivel mundial. ¿Por qué? Por su aspecto físico. De todas las cosas que se podrían haber elegido, se optó por su apariencia física. Da igual si Andrea Janeiro es buena o mala persona, si trata bien o no a sus amigos, si es o no una buena estudiante –que al parecer lo es, algo que, a tenor de sus vivencias, en mi opinión debería ser el motivo por el que convertirla en #TT–. Todo eso dio igual. Lo único que importó fue su aspecto físico. ¿Retuiteaste esa imagen? ¿Compartiste ese chiste fácil con su cara por Whatsapp? ¿Le diste Me gusta a la publicación de Facebook? Entonces, ¿qué les estás enseñando a tus hijos? Y podemos ir más allá, en el silencio y la intimidad que nos permite la lectura, podemos aprovechar y plantearnos otras cuestiones. ¿Cómo le hablas a tu pareja delante de tus hijos? ¿Cómo permites que te hable tu pareja delante de ellos? ¿Cómo te diriges a tu propio hijo? ¿Cómo resuelves los conflictos familiares? ¿Los resuelves? ¿Cómo te comportas en el grupo de Whatsapp del colegio? ¿Cómo hablas de los profesores de tu hijo en su presencia? Ahí lo dejo, repiqueteando por tu cabeza… También hay normas para mí. En el mismo instante que supe que quería compartir mi vivencia contigo, entendí que bajo ningún concepto iba a contarte el cuento del patito feo. ¿Lo conoces? Es la historia de una mamá pata que empollaba varios huevos y para su sorpresa, y la del resto de animales de la granja, de uno de los huevos salió un pato totalmente diferente al resto. Era grande y feo, y no parecía un pato. El resto de los animales del corral comenzaron a reírse de él y a llamarle feo: el patito feo. Tales fueron las burlas que la propia mamá pata acabó repudiando a la criatura y le invitó a marcharse de allí. Después de varios periplos, que omito para ahorrarte la crueldad del relato, el pato creció y resultó ser un cisne, un bello y elegante cisne. Sí, el final es el que 14 imaginas. El patito feo regresó a la granja convertido en cisne y saboreó las mieles de la admiración y la vergüenza de todos aquellos que un día se rieron de él. No me gusta. Es una historia revanchista, llena de prejuicios y que nos genera unas expectativas que no siempre tienen por qué cumplirse y por lo tanto puede llevarnos a la frustración. Las cosas no son así, ni deben serlo. No me detendré mucho en este punto porque confío en ser capaz de ir desgranando estos argumentos a lo largo del libro. De hecho, en parte estos podrían ser los axiomas fundamentales de esta obra. Pero sí aclararé algunos asuntos. Nadie sufre acoso por ser el patito feo. No hay razones que justifiquen una situación de acoso escolar –ni laboral, ni por supuesto de maltrato físico entre adultos–. Por tanto, explicar lo que le ocurre al patito desde su fealdad es el primer gran error que desgraciadamente seguimos cometiendo cuando tratamos de entender por qué una persona es maltratada o apartada. Lo desarrollaremos más adelante. En segundo lugar, esperar, o proponer, que la situación remita cuando la víctima se convierta en alguien que cumple con todos los rasgos –o incluso los supera– del acosador, es un atentado a la autoestima, a la ética y a los valores que deberíamos tener. Nadie debe cambiar para ser aceptado. Nadie debe cambiar para intentar agradar a nadie. También lo desarrollaremos más tarde. En tercer lugar, porque yo me he propuesto transmitirte esperanza, pero esperanza hoy, no esperanza en el futuro. Y, finalmente, porque sentiría una gran satisfacción si al finalizar este libro –y después de hacer el trabajo personal que necesites–, fueras capaz de regresar a la granja sin sentir rencor por nadie ni necesidad de paladear el sabor de la revancha. 15 3. 16 Las mañanas frías y oscuras Esta es una historia sencilla, pero no es fácil de contar. Como en una fábula, hay dolor, y como una fábula, está llena de maravillas y felicidad. La vida es bellaNo es fácil contar una historia cuando hay dolor, cuando hubo dolor –afortunadamente en mí ya no lo hay–. Pero es necesario hacerlo. Es necesario que te hable de mis días más oscuros, que te cuente cómo eran mis noches de domingo, que te narre mi soledad. Porque si no, nada de lo que te diga después, ninguno de mis mensajes de esperanza te resultará convincente. Solo convirtiéndome en protagonista del dolor, solo haciéndote partícipe de mi pasado, solo enseñándote las cicatrices de mis heridas, me creerás cuando te diga que se puede ser un superviviente de esta tormenta. Asistí a un congreso sobre acoso escolar en el que un escritor nos hablaba de cómo desfiguramos la realidad a medida que esta se va convirtiendo en recuerdos, a medida que pasa el tiempo. Nadie parecía cuestionar su tesis –que, por otra parte, ha sido refutada por numerosos expertos en psicología, psiquiatría o neurología– hasta que una asistente levantó la mano y preguntó: ¿Y lo que sentiste? ¿Se puede distorsionar el recuerdo de la emoción, de lo que aquellas vivencias te hicieron sentir? Touché. El escritor se adentró en un bosque de explicaciones y yo grité en silencio: ¡Bravo! ¡Bravo por esa locuaz asistente! Bravo, porque eso es precisamente lo que me ocurre a mí ahora. He olvidado infinidad de detalles, apenas recuerdo hechos concretos –entre otras cosas porque he perdonado y porque he descubierto que no soy rencoroso– pero no tengo la menor duda de lo que sentí aquellos años. De aquellos dos años recuerdo soledad, vergüenza y angustia. Mi historia es una más de entre tantas, y al contarla seguramente te resultará familiar porque, al final, casi todas tienen la misma esencia. Tuve la suerte de vivir una infancia normal, como considero que debe ser la de cualquier niño. Nací y crecí en un pequeño pueblo de Teruel, Burbáguena, justo a mitad 17 de camino entre dos pueblos más grandes: Calamocha y Daroca. Parte de mis años escolares los cursé en Daroca. Mis padres nos pusieron a salvo de la maestra cruel y despiadada que impartía las clases en Burbáguena y nos cambiaron de colegio. Nos llevaron, como digo, a Daroca. Cuento esto porque más tarde será importante para comprender que mis padres habrían hecho lo que fuera necesario para protegerme de lo que viví años más tarde en el instituto en Calamocha. El problema es que mis padres nunca supieron nada, porque no se lo conté. Desarrollaré este asunto en capítulos posteriores. Prosigo. Como decía, mi infancia fue feliz, especialmente en Daroca. Gocé de los amigos, de un colegio comprometido con la sociedad, de unas maestras y Hermanas cariñosas y entregadas. Me sentí querido, valorado y disfruté de aquellos años. La línea temporal que vino a atravesar mi destino fue una cuestión administrativa. A Burbáguena le correspondía el instituto de Calamocha. De modo que, cuando llegó el momento de comenzar el instituto, con catorce años, actual tercero de la ESO, tuve necesariamente que continuar en Calamocha. Como yo no pertenecía a la circunscripción de Daroca, no existía transporte escolar desde Burbáguena a Daroca y el transporte público, que usaba hasta entonces, ya no me servía porque todos los días habría llegado al instituto una hora tarde. Acepté los hechos con resignación y llegué a mi nuevo instituto en Calamocha con la misma ilusión y entrega con la que había ido cada mañana a Daroca. Sin embargo, sin saber cómo ni por qué, a las pocas semanas de comenzar las clases mis mañanas se habían convertido en un lugar gris, frío y solitario. Sobre todo solitario. Cada día, cuando se acercaba la hora del recreo, me invadía una angustia inmensurable. La angustia tenía que ver con que al llegar el descanso me descubría buscando a alguien que me permitiera formar parte de su grupo, y así salvar otra jornada sin que nadie reparara en mi soledad. Yo no entendía nada. Había pasado de estar feliz en un colegio a llegar a un instituto donde la gente me despreciaba e ignoraba. Tenía que mendigar que alguien quisiera dejarme formar parte de su grupo. Pero esto, no siempre ocurría. A menudo nadie quería que me acercara a su grupo. No había conflicto aparente ni eran precisas las negativas expresas: a estas alturas ya sabes que hay muchas formas de apartar a una persona sin mediar palabra, de ignorarle, de excluirle, de golpearle sin ni siquiera rozarle... Así que muchos días acababa deambulando solo durante el recreo, obligado a la soledad y, lo que es peor, a la humillación de tener que mostrarla ante todo el que quisiera mirar. Si lo has vivido lo sabes, si no, yo te lo cuento. Te aseguro que más 18 doloroso que la soledad, es el hecho de tener que mostrarla ante quien quiera mirar. Es humillante, denigrante. Es el maltrato silencioso, la crueldad contra la que no se puede luchar, el triunfo del mal: porque quien lo provoca sabe que ante eso no tienes armas para pelear. Si te pegan puedes acudir al director y tendrá consecuencias pero, ¿si te ignoran? ¿Qué haces si el maltrato consiste en aislarte e ignorarte? A nadie se le puede obligar a estar al lado de quien no quiere estar. Ningún docente se encontrará con recursos para solventar una situación así de manera inmediata. De modo que recuerdo esa soledad punzante y fría, esa espada de Damocles sobre mi espalda durante los treinta minutos que duraba el recreo. Y sí, recuerdo las miradas triunfales. Los ojos destellantes de los que habían orquestado todo aquello. Recuerdo cómo me dedicaban una fracción de segundo. Como siempre, recreo tras recreo y a pesar de su empeño en ignorarme, me miraban. Un segundo, quizá menos. Lo suficiente para regodearse, para disfrutar de su triunfo, para saborear la cosecha de su plan urdido con nocturnidad y alevosía. Me miraban y hablábamos sin articular palabra. En esa fracción minúscula de tiempo nos decíamos infinidad de cosas con la mirada, que se resumían en una pregunta y una respuesta: «Entiendes que esto es un desafío, ¿verdad?» «Lo entiendo». Necesitaban comprobar que yo sabía que nada era casual, que aquello era su obra maestra. De hecho, si no hubiéramos compartido una lucidez similar –porque los que a mí me acosaron eran tremendamente inteligentes, de eso hablaremos más adelante, en un capítulo dedicado a la envida–, si yo hubiera tenido peores entendederas, el conflicto se hubiera librado en otros términos –más físicos, más agresivos, aunque también los hubo–. Porque de nada les habría servido aislarme si el dolor no hubiera sido tan profundo, si yo no hubiera comprendido de qué se trataba todo aquello. Como he dicho antes, he olvidado la mayor parte de las anécdotas, pero respecto a la soledad recuerdo que para mí era un calvario lo que para los demás era una fiesta: las clases de educación física, los trabajos en grupo y las excursiones. Temía todo aquello porque suponía situaciones incontrolables para mí –más tarde hablaremos de patologías derivadas del acoso, la necesidad de controlarlo todo es una de ellas– y por tanto susceptibles de convertirse en un foco de burlas y ofensas. Si en las clases de educación física se formaban equipos, yo siempre era el último en ser elegido –de nuevo, la soledad–, en las excursiones en autobús solo encontraba chicas con las que sentarme –las chicas que me rodearon fueron más sensibles y valientes que los chicos–, lo cual no hacía sino acrecentar el problema de exclusión y burla. Si los trabajos por equipos los fijaba el profesor o se hacían por sorteo, parecía que yo era una especie de apestado con quien casi nadie quería estar –a pesar de mi excelencia académica–. Me escapo un 19 instante de mi relato para decir en este punto que tengo la sensación que los profesores, actualmente, cuidan mucho este tipo de cosas y no permiten que se den situaciones similares. Esto es algo que me congratula y que si no es así debería llevar a la reflexión. Todos y cada uno de los días que fui al instituto durante 3º y 4º de la ESO soñaba con volverme invisible y desaparecer. Durante dos años de mi vida, de lunes a viernes, pasaba media mañana sufriendoporque iba a llegar el recreo, sufriendo porque llegaba, sufriendo por los cambios de clases que suponían tener que atravesar medio instituto, sufriendo porque llegara el martes –eso no lo he olvidado, las clases de educación física eran los martes–, sufriendo porque al día siguiente era lunes… Durante aquellos años, anhelaba que el tiempo pasara deprisa, sobre todo el tiempo del recreo para regresar a mi pupitre, protegido de las burlas y ofensas. A salvo, bajo la vigilancia de mis profesores –a los que tan agradecido estoy, por otra parte–. Porque también las hubo. No solo hubo ignorancia y aislamiento. También hubo burlas, ofensas y golpes. Odiaba las clases de tecnología, de música, de plástica y de educación física. De hecho, no creo que fuera casual que en ninguna de estas asignaturas llegara nunca a ser brillante. Las de educación física ya he explicado por qué, aunque añadiré algo más. Alzo la vista en este punto a los adultos que puedan estar escuchando, leyendo. Os pido que penséis en vuestros pudores, en vuestros complejos, en la relación que mantenéis con vuestro cuerpo. Y ahora, os pido que imaginéis que cada semana os obligaran a ducharos desnudos con las personas que os maltratan y desprecian. Un hombre desnudo, una mujer desnuda, se siente vulnerable, frágil, débil. Imaginad un chaval de catorce años repudiado y vilipendiado por sus compañeros. Lo dejo ahí. Las otras tres las odiaba porque eran las únicas que se daban fuera del aula habitual y, por tanto, suponían tener que salir de clase y atravesar pasillos atestados de gente, atestados de manos susceptibles de convertirse en puños, de piernas dispuestas a cruzarse con las mías, de gargantas preparadas para soltar el insulto más doloroso jamás dicho. Eso era para mí ir a clase de música, de plástica o de tecnología: atravesar un campo de minas antipersona. A veces, las menos, no pasaba nada. A veces, las más, era un ligero susurro al entrar al aula y una carcajada después. A veces, un sonido gutural, un insulto en alto delante de todo el instituto y su posterior orquesta de risas y vítores. A veces formaban un pasillo por el que yo necesariamente tenía que pasar para entrar en clase; unas veces con el mero propósito de hacérmelo pasar mal, otras me golpeaban de un lado a otro, como si fuera una pelota. Yo jamás dije nada, trataba de 20 evitarlo, me servía de mi inteligencia para pasar a la vez que otra persona a la que sabía que jamás golpearían o esperaba al momento exacto en el que aparecía el profesor por el pasillo. Vivía en continua alerta, jamás podía relajarme. Y no solo en el instituto. Esa opresión me acompañaba en casi todos los momentos. Si alguna tarde, fuera del instituto, iba con mi madre por la calle, o con mis hermanas – mayores que yo–, y me cruzaba con alguno de ellos, sentía pánico de que algo ocurriera. Sufría por la vergüenza de que mi familia viera que había fracasado en lo único que tenía que hacer: tener amigos. Y sufría por imaginar su dolor. Rogaba al cielo que nada ocurriera cuando esos encuentros se daban: no por mí, por ellas –mi padre tenía poco tiempo para dedicar al ocio, pero el sentimiento era el mismo–. ¡Es delirante! Tú eres el que sufres acoso, tú eres a quien los demás están tratando de arruinar la vida y, sin embargo, eres tú quien siente vergüenza. Y como sientes vergüenza, callas. Vivía pensando que, un día, todo aquello igual que había llegado se iría, y no decía nada. Y como no dices nada, ocurre que una mañana estás sentado en tu pupitre mientras esperas a que llegue el siguiente profesor, Don Pascual Diarte, lo recuerdo como si fuera hoy, y escuchas cómo un enjambre de chavales se precipita hacia ti, y sin que hayas tenido tiempo si quiera de comprender qué está ocurriendo, sientes que los ojos te arden, te abrasan, te rasgan por dentro y te dejan el alma hecha jirones al tiempo que comprendes que te los han rociado con colonia. Vinieron a echarme colonia a los ojos y se rieron por ello. Pusieron en riesgo mi salud, mi visión. Podrían haber causado una lesión ocular de por vida y, sin embargo, ¿sabes lo único que a mí me preocupaba? Que nada de aquello transcendiera. En cierto modo, incluso pensaba en ellos, en que no tuviera consecuencias para ellos. Si por mí hubiera sido, no habría accedido ni siquiera a ir al centro médico. Me llevó uno de los profesores, Juan Fermín. Recuerdo la charla tan dura y enérgica que dio después Javier –gracias–. Pero como digo, yo no quería ir porque sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento. Ir al médico supuso que todos los profesores se alarmaran, supuso tener que hablar con la Jefa de estudios, Patro. Y supuso que mis padres se enteraran. Pero yo era listo, o mejor dicho, me creía muy listo. Y como estaba muerto de miedo, me serví de todas las artimañas que encontré para convencer a la Jefa de estudios que no había visto nada, que no sabía quién me había echado la colonia en los ojos –veinte años después sería capaz de describir sus rostros y recordar sus nombres– y que aquello era un hecho puntual. Creo que no se creyó ni una 21 palabra de lo que le dije, pero no le quedó más remedio que aceptarlas, no podía hacer nada si yo no le daba nombres. A mis padres les conté que había sido un accidente, una cosa de críos. Y a mí mismo que aquello, no enfrentarme, era lo más inteligente que podía hacer. Que lo contrario sería muy peligroso para mí. No tuvo consecuencias para ellos y hoy sé que no actué bien. No me juzgo, me he perdonado no haber tenido la valentía de denunciarlo, de contar la verdad, de contarle a todo el mundo que estaba pasando un infierno, pero hoy sé que no hice lo correcto. Me hubiera hecho un favor a mí mismo y se lo hubiera hecho a ellos también. Pero de eso te hablaré más adelante. He comenzado explicando que recuerdo pocas cosas concretas. No porque no ocurrieran, creo que no miento si digo que en los dos años que duró aquello no hubo un día en el que yo fuera con paz y serenidad a clase, sino porque he perdonado. Porque no soy rencoroso, porque he hecho mi trabajo emocional y porque nuestra mente nos pone a salvo y nos ayuda a sanar. Pero he dicho que sí recordaba la soledad, la vergüenza y la angustia. La angustia era la consecuencia de todo lo explicado. La palabra angustia tiene su raíz etimológica en el latín, angutia, “angostura”, “dificultad”. La palabra angustia hace referencia a lo angosto, a lo estrecho, a aquello que nos oprime, que nos asfixia, a lo que no tiene salida. Nadie debería sentir angustia a los catorce años. Nadie debería sentirla todas y cada una de las mañanas de su vida. La angustia y la claustrofobia han sido mis compañeras de viaje durante más de veinte años. Tras dos años viviendo en continua tensión, haciendo quiebros por la calle para evitar cruzarme con quien pudiera atacarme, atento a cada sonido que ocurría a mi alrededor, a cada palabra, a cada movimiento. Tras dos años alerta, urdiendo un plan B a la velocidad de la luz, planeando una reacción inteligente que disipara un insulto –si se producía–, evitando un golpe –si lo veía llegar–, anticipándome a cualquier tipo de situación incómoda en un reparto de grupos o roles en clase para no volver a ser el foco de burlas y ofensas, de algún modo creí que aquella manera de enfrentarme a la vida, a fin de cuentas, funcionaba. Al menos, seguía adelante. Y aquella forma de vida se quedó a vivir en la memoria de mi piel. Mis cicatrices más profundas no están en ese ojo al que me echaron colonia. Los moratones de los golpes no tardaron en irse. Pero las marcas de la soledad, las cicatrices de lo no vivido y no compartido en la adolescencia, duraron muchos años. 22 La falta de confianza en los demás y en la vida misma se convirtió en un monstruo con el que he luchado cada noche, hasta hace bien poco tiempo. 23 4. 24 Huir también es una opción Fue duro. Fue muy duro. Es cierto que aprendí de ello y crecí con la vivencia. Es verdad que buena parte de las cosas que hoy soy, de las cosas buenas que hoy soy, se forjaron enaquellas vivencias. Pero, en mi opinión, se puede aprender y crecer personalmente sin sufrir. Por eso estoy aquí. Porque si lo que yo viví y, sobre todo, mi trabajo emocional posterior, puede ayudarte a recuperar la esperanza y a encontrar la fuerza que te falta, todo aquel sufrimiento no habrá sido en vano. A partir de este punto todo mi empeño va a consistir en darte herramientas para poner fin a lo que estás viviendo. Regresaré de vez en cuando a mis vivencias, pero solo para ilustrar o reforzar mis teorías, no para ahondar en el dolor. Si recuerdas, dije que a partir de este momento todo versaría en torno a tres ideas. Las siguientes: ¿Qué vas a encontrar en este libro? 1. Todos somos responsables 2. No estás solo, no estás sola 3. Hay esperanza Pero antes quiero abrir un paréntesis. Llevo dadas decenas de charlas, he asistido a numerosos foros, y siempre me ocurre lo mismo. Siempre dudo de si debo o no dar el mensaje que daré a continuación. Pero después siempre ocurre algo, una noticia en prensa, una información que me llega a través de algún amigo… que me hace reafirmarme en la necesidad de decir lo siguiente: Si dudo en decirlo es por dos motivos. El primero, porque no es políticamente 25 correcto, desarrollo esta idea a continuación. El segundo, porque me da miedo abordar cuestiones delicadas con menores, también lo desarrollaré enseguida. No es políticamente correcto decirle a un adolescente que está sufriendo acoso escolar que huya. Lo correcto es decirle que luche, que pelee, que reivindique su lugar. Cierto. No me excusaré, porque si sigues leyendo este libro hasta el final comprobarás que si algo quiero es eso: quiero que te conviertas en un tipo (¿se puede decir una tipa?) fuerte y poderoso, poderosa. Pero, si bien es cierto que ese es el motivo por el que estoy aquí, no lo es menos que a veces la situación es tan dramática, tan peligrosa, que la única salida es la huida. Si te encuentras en ese peligroso abismo, si tienes que huir, solo lo sabes tú. El miedo es una moneda de dos caras. La parte negativa del miedo es que nos paraliza, nos acobarda, nos limita. ¿Sabes cuál es la parte positiva? El miedo, cuando es una emoción sana, pura, tiene la función de alejarnos del peligro. ¿Qué hacían nuestros antepasados, aquellos que vivían en cuevas, cuando estaban en peligro? ¡Correr! ¡Huir! Te contaré un secreto. Llevas guardada en el corazón la brújula que debe guiar tus pasos. Tu corazón nunca se va a equivocar. Si le preguntas, su respuesta siempre será la correcta. De modo que si sientes que estás en peligro, que la situación que estás viviendo tiene visos de convertirse en un asunto peligroso para tu vida: huye. Habla con tus padres y con tus profesores y activad todos los mecanismos que sean necesarios: cambio de centro educativo y cambio de residencia si fuera necesario. ¡Nada es más importante que tú! Ni el dinero, ni el trabajo de tus padres, ni la familia que dejéis atrás. Todo eso se podrá reparar, tu vida no. Y si decides huir, si decides ponerte a salvo: ¡queda prohibido sentir que has fracasado! Fracasar sería lo contrario, fracasar sería poner en riesgo tu vida o tu integridad emocional. Te aseguro que lo contrario es triunfar. Vivimos tiempos en los 26 que la resistencia está sobrevalorada. Nos hemos convencido –o nos han convencido– de que todos podemos con todo, de que la capacidad de superación del ser humano es infinita, de que no hay reto que se nos resista. Hemos hecho de esto una forma de vida, uno de los rasgos que identifican a nuestra sociedad. Y como no cumplir con este precepto supone estar al margen de la comunidad actual, hemos confundido la fortaleza con el masoquismo. No hay nada que denote mayor inteligencia, sabiduría y salud emocional que saber cuándo nos toca replegarnos, ponernos a salvo o rendirnos. Alzo en este punto la vista, miro a las últimas filas, las de los padres y profesores. El mensaje es claro. Si vuestro hijo, si vuestro alumno, os pide que le cambiéis de centro, ¡hacedlo sin pestañear! Más adelante veremos que no es lo habitual que alguien que sufre acoso lo diga y mucho menos que pida ayuda, por tanto, si se ha atrevido a pediros algo tan drástico como un cambio de centro, es que la situación es dramática. No dejéis que pase ni un día más en ese lugar. Si no hay otros centros educativos porque vivís en un entorno rural –como me sucedió a mí– plantead un cambio de residencia. Buscad opciones. Desplazaos parte de la familia a una ciudad hasta que la otra parte lo pueda hacer. Hablad con familiares y amigos en busca de salidas. Pero no dejéis pasar el tiempo esperando que las cosas se solucionen solas. Sé que hablo de palabras mayores: soy adulto, tengo hipoteca y cargas económicas ante las que responder. Pero todo eso son cuestiones que con ingenio, voluntad y paciencia se solventan. ¿Es preciso que te diga cuál puede ser el final de no hacer nada? ¿Es preciso que lo escriba? Si lo es lo haré: el suicidio. Y sí, me asusta hablar de esto con menores. Pero no por ti, yo sé que tienes la madurez suficiente para que hablemos. Sé que te llega el amor desde el que te lo digo. Sé que sabes que si algo soy es optimista y vital. Me preocupa por tus padres, por tus profesores. Por la interpretación que puedan hacer de estas palabras, porque puedan pensar que lanzo mensajes catastrofistas o muestro una realidad demasiado cruel para tu tierna existencia. Os miro a vosotros de nuevo. Si queréis protegerlos de verdad, no los metáis en una urna de cristal. No les neguéis una parte de la realidad, porque les estaréis privando de un valioso recurso: conocer la sombra, valorar la luz por haberla visto al lado de la oscuridad, saber elegir un camino por ser conscientes que otros conducen a los abismos. Los abismos existen, si se los negamos, si los borramos del mapa de su vida, andarán sin cuidado de un lado para otro y entonces sí, entonces puede que un día, de repente, sin saber cómo, se encuentren con un pie suspendido sobre un precipicio infinito. 27 Termino el capítulo con un regusto amargo. Me invade la culpa y las dudas de si he hecho lo correcto. Sin embargo, pienso en los que ya no están: ojalá alguien les hubiera animado a huir. Pero si recuerdas, dije que este capítulo era una especie de paréntesis. De modo que como yo quiero que nadie tenga que huir, cerramos el paréntesis y vamos a trabajar para que te conviertas en ese ser poderoso y lleno de vida. 28 5. 29 Todos somos responsables En un asunto como este es muy fácil caer en la obviedad de considerar que el único responsable de la situación es el acosador. Nada más lejos de la realidad. Qué duda cabe que el acosador es uno de los principales protagonistas de esta historia, de esta dramática película, pero no es el único. De hecho hay ocasiones en las que, siguiendo con el símil cinematográfico, el acosador no tendría plató, ni cámaras, ni atrezo de no ser por toda una serie de cómplices que le rodean y colaboran activa o pasivamente. En mis charlas, comienzo este apartado preguntando a los chavales si están nerviosos. Les digo que no es preciso que respondan. Es más, les pido que no lo hagan, pero sí que dediquen un minuto a reflexionar sobre ello. Insisto en que se pregunten si están nerviosos, si lo estuvieron cuando les anunciaron que iban a asistir a una jornada sobre acoso escolar. Sus caras los delatan. Algunos bajan la mirada, otros niegan expresamente con la cabeza, los hay que mascullan entre ellos medio sorprendidos, medio tensos. Pasados unos segundos les explico por qué hago esta pregunta. «Si estás nervioso es que de algún modo eres protagonista de esta historia», les digo por fin tras un silencio que se les hace gélido y eterno. Descansan por fin, se relajan, alguno incluso suspira. Entonces, algunos se atreven a decir en alto que no lo son, que ellos no tienen ningún papel asignado en esta película. Y es ahí cuando intervengo de nuevo: «Os demostraré que aunque no estéis nerviosos, aunque no lo creáis, también sois protagonistas de este drama».Para ello vamos a repasar los principales agentes que intervienen en una situación de acoso escolar. 30 Agentes que intervienen en una situación de acoso escolar: 1. Acosado 2. Acosador 3. Cómplices De entre las muchas técnicas que se utilizan en investigación científica, una de ellas consiste en ir separando y aislando los elementos o partículas que intervienen en una composición y observar cómo se comportan. Algo así haremos a continuación. Es una buena idea que vayamos desgranando uno a uno los participantes de la situación de acoso. 31 Acosado Quien sufre acoso lo sabe. Si estás aquí es porque tú, o un ser cercano, lo sufres o sufriste. Nada más que añadir. 32 Acosador Si quien sufre acoso lo sabe, si un chaval o una chavala maltratado o maltratada por sus compañeros es una verdad incuestionable, cuando hablamos del acosador las definiciones empiezan a desdibujarse. Y para acotarlas, para continuar con mi ejercicio de aislar cada variable de esta ecuación, me valdré de dos términos que yo mismo he acuñado: Acosador evidente y Acosador silencioso. Y es que podemos distinguir dos perfiles de acosadores. Acosador evidente Los llamaremos así porque hay un tipo de acosadores cuya conducta es absolutamente evidente. La forma en que maltratan y hieren se basa en los insultos, las vejaciones y la violencia física –sin que se tengan que dar necesariamente las tres a la vez–. Por tanto, resulta relativamente sencillo identificarlos y retratar sus actuaciones. Habrá otros compañeros que puedan atestiguar lo ocurrido, en ocasiones incluso los propios profesores –no es de extrañar que haya perfiles que no se escondan ni siquiera de los profesores–. No es tarea sencilla lidiar con este asunto ni mucho menos demostrar los hechos si llega el caso, pero se comprenderá a continuación que resulta más sencilla de gestionar. Ante este tipo de prácticas, el docente se encuentra con más herramientas para movilizar al resto del alumnado, para llamar a la reflexión, para apelar a la bondad. Los propios compañeros no pueden negar la realidad que se muestra ante ellos y aunque no tomen partido en una lucha activa, al menos no pueden jugar a no ser conscientes de lo que ocurre. Y los padres tienen hechos objetivos a los que agarrarse. Acosador silencioso Hay un perfil de acosador, de acosadora, que se disfraza de buen tipo, de buena chica. Son chavales y chavalas que sacan buenas notas, que se comportan bien en casa, que se comportan bien en clase. Entonces, ¿cómo acosan? Tú ya sabes la respuesta, no hace falta que te la diga, pero quizá tus padres o tus profesores, que también están leyendo, sí necesiten mi ayuda. Acosan mediante el aislamiento. 33 Utilizan su liderazgo para aislar y apartar del grupo a todos aquellos y aquellas que no les caen bien, que no son de su agrado. Son perfiles de adolescentes muy inteligentes y maduros, es un maltrato premeditado y orquestado; requiere de intelecto y planificación. Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia sobre mis ojos y, sin embargo, lo que a mí me abrasó durante años fue la soledad. Y es el más doloroso. Si lo has sufrido sabes que no falto a la verdad. Yo no recuerdo ni uno solo de los golpes. Sé que los hubo, pero los he olvidado. Sin embargo, jamás podré olvidar la soledad. Te aseguro que mis heridas más profundas no están en la piel. Los moratones, si los hubo, se fueron en un par de semanas. Pero las cicatrices del aislamiento todavía perduran. Hoy ya no duelen, hoy me sirven como el mapa de mi pasado. Hoy las miro y sonrío con cariño, me ayudan a seguir caminando, a dibujar el sendero por el que quiero continuar, pero durante mucho tiempo, muchos años, quemaron a rabiar. Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia en los ojos y sin embargo, lo que a mí me abrasó durante casi veinte años fue la soledad. Para los docentes, los padres, incluso para ti, luchar contra este tipo de acoso es harto difícil. Si ambos tipos de acoso son complejos de solucionar –de no ser así no estaríamos ahora juntos–, el silencioso es, en mi opinión, el que se lleva la palma. Y la complejidad radica en que no es sencillo identificarlo, y si uno no diagnostica un problema difícilmente podrá ponerle remedio. Pero también radica en las malas artes de quien lo ejecuta. Como ya te he explicado –y es bueno que lo sepas– este tipo de acosador es una persona inteligente y con recursos. Finalmente, no hay que obviar el hecho de que, como esta agresión es pasiva, es muy difícil que como adultos, como profesores o padres podamos gestionarla. ¿Se puede obligar a un adolescente a que acepte entre sus amigos a otro? Definitivamente no. Hablo en términos reales, prácticos, operativos. Desde el punto de vista moral y ético, por supuesto que debemos tratar de ejercer nuestra autoridad como adultos –padres o docentes– e intentar que ese chaval o esa chavala considere que debe hacernos caso y abra su mundo al de la víctima del aislamiento. Pero desde el punto de vista práctico, ¿cómo se hace? Podemos obligarle incluso a que pase los recreos junto a él o ella, podemos ponernos a su lado en el patio para asegurarnos que no se separan pero, ¿tiene algo que ver estar físicamente al lado de una persona con la amistad, con el amor, con el respeto? Absolutamente nada. 34 No voy a dejar de recordarte que este libro tiene como propósito devolverte la esperanza. Lo que acabas de leer no tiene por objetivo desmoralizarte, sino saber con quién nos estamos jugando los cuartos. Necesitamos entender lo que está ocurriendo para poder actuar, seas víctima de acoso, padre o profesor. Más adelante hablaremos de la necesidad de contarlo, de pedir ayuda, de qué puedes hacer tú de manera activa, pero permíteme que ahora te dé una breve pincelada. Si eres tú quien está sufriendo este tipo de acoso te daré una mala pero retadora noticia: te va a tocar ser tremendamente creativo, creativa. Vas a tener que ser más inteligente que él, que ella, y te vas a tener que servir de la ayuda de los profesores. Vais a tener que trabajar de la mano para romper esas dinámicas, para favorecer que surjan nuevos grupos, para conseguir que tus compañeros te conozcan y descubran lo maravilloso que eres, lo maravillosa que eres. Lo retomamos en los siguientes capítulos. Y como soy tremendamente optimista, si resulta que eres uno de ellos, si eres uno de esos acosadores silenciosos: sigue leyendo. Lee todo este libro, por favor. Espero que con eso baste para hacerte reflexionar, para tomar consciencia de que tus actos, y la ausencia de los mismos, están ocasionando un dolor inmensurable en otra persona, que estás maltratando a un ser humano. No te juzgo, no te juzgamos, solo te pido que pienses en ello y que sigas leyendo. 35 Cómplices Déjame que te plantee una escena. Imagina a dos de tus profesores, ¿los tienes? Es importante que sean dos en concreto, no importa quiénes, pero que sean reales, que existan, que tengan nombre y apellidos, que sepas cómo visten, cómo caminan, cómo se comportan. Supongamos que están en la sala de profesores durante la hora del recreo y que yo me encuentro allí con ellos pero a unos metros de distancia, entretenido con mi teléfono móvil. Pensemos que ocurre lo siguiente. Tu profesor A siente la necesidad de ir al baño, deja su taza de café sobre la mesa y abandona la sala. En ese momento, tu profesor B, alza la vista para asegurarse de que no le miro. Parece que no veo lo que está haciendo, pero de soslayo soy capaz de ver que saca un bote de una sustancia trasparente que vierte en la taza de café de tu profesor A. Este regresa del baño y sigue bebiendo de su café con normalidad. A los pocos segundos comienza a sentirse mal, le falta el aire, no consigue hablar, se retuerce de dolor y cae al suelo fulminado. Era veneno. Yo lo vi. Vi como vertía un líquido sospechoso en su taza y no hice nada para impedirlo, tampoco le alerté cuando regresó. ¿Soy responsable de esa muerte? Sin lugar a dudas sí. El cómplice de un asesinato es tan responsable como el que lo ejecutó,porque si pudo evitarlo y no lo hizo, buscaba el mismo final. Hay muchas –por no decir prácticamente todas– situaciones de acoso que tienen lugar porque hay cómplices que las consienten. El acosador se acaba sintiendo respaldado por ese beneplácito velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no toman partido. Es más, comprendería que si se sometiera a juicio a un acosador o acosadora delante de todos sus compañeros, profesores y padres, pudiera alzar la mirada y sonrojar a todos los asistentes con una sencilla pregunta: «¿Y vosotros, qué hicisteis para impedirlo? Me visteis despreciar día tras día a fulanito o menganita y mirasteis hacia otro lado. ¿Qué debía pensar?, ¿que os parecía mal? No era eso lo que decían vuestros actos». El acosador se acaba sintiendo respaldado por ese consentimiento velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no toman partido. 36 A continuación vamos a seguir desgranando. Para que nadie mire hacia otro lado, para que si eres un padre cómplice, un profesor cómplice, un compañero cómplice, no puedas rehuirme la mirada. También para ti que sufres acoso, esto es importante, debes saber quiénes son esos cómplices, después te digo por qué. Veamos algunos tipos. Tipos de cómplices: 1. Líderes pasivos 2. Aterrados 3. Profesores que miran hacia otro lado 4. Padres que miran hacia otro lado Cómplice tipo 1: Líderes pasivos Hay adolescentes que son líderes innatos. Chicos o chicas que consiguen captar la atención de sus compañeros, que consiguen, sin pretenderlo, que sus opiniones sean consideradas, que su forma de vestir o de comportarse sea imitada, que son admirados y con los que todos sus compañeros quieren estar. Estos a quienes me refiero, no acosan ni maltratan a sus compañeros. Pero tampoco hacen nada para evitarlo. ¿Te reconoces? ¿Reconoces a tu hijo o a tu hija entre ellos? No hay nada negativo en ser un líder. La figura del líder está denostada porque la historia está llena de personajes que han usado su liderazgo para sembrar el terror y propagar el mal. Pero también los hay que usaron su liderazgo, su carisma, para hacer el bien, para hacer de este mundo un lugar mejor: Gandhi, Nelson Mandela o la Madre Teresa de Calcuta, por citar algunos ejemplos. Por tanto, el problema no está en lo que haces, en lo que hacen, el problema está en lo que no haces. Si eres uno de ellos –si tu hijo o tu alumno es uno de ellos–, debes comprender que tienes una responsabilidad con tus compañeros y con la sociedad. Tu magnetismo te fue dado para ser usado, para ponerlo al servicio de los demás. Si permaneces inmóvil, si no coges todo eso que posees y lo conviertes en algo mejor, en algo más grande, estás siendo igual de responsable que el que insulta, pega, maltrata o aísla. Actúa. Tu poder es incuestionable. Si tú te posicionas, muchos de tus compañeros se posicionarán. Aquellos que están aterrados –no hablo de acosados sino de otro tipo 37 de cómplices–, que no les gusta lo que ven pero que se sienten vulnerables y por eso no actúan, te necesitan, necesitan que les des fuerza, que los acompañes. Necesitan que alces la voz, que grites «¡Basta ya!». Que lo digas tú para después decirlo ellos, decirlo ellas. Te seguirán. Tu liderazgo es innato, sabes que es a tu lado donde los demás quieren estar. Cómplices tipo 2: Aterrados Hay personas que detestan lo que ven, que sufren por las humillaciones a las que te ves sometido pero tampoco hacen nada para evitarlas. Debes comprenderlas. Están muertos de miedo. ¿Eres uno de ellos, una de ellas? Si es así, acabas de leer que te comprendo, pero te invito a que te hagas una pregunta. ¿Cuántos sois? ¡Uníos! Te contaré una historia real. El poder del grupo Hace unos meses di por casualidad con una secuencia de cinco imágenes –puedes encontrarlas en mi cuenta de Instagram @elfarodelmar, el fotógrafo Radiaga Studios me permitió usarlas desinteresadamente–, que me inspiraron una reflexión que ilustra lo que quiero transmitirte. En las fotografías, se puede observar cómo un grupo de grullas que come plácidamente comienzan a gruir despavoridas mirando al cielo. Gruyen para alertarse las unas a las otras del peligro: un águila real se dispone a atacarlas. En cuestión de segundos forman una piña, un hermético búnker sin más pared que sus propias plumas. Una se queda a la zaga y parece que va a ser el blanco del depredador. Por fortuna, en el último instante consigue unirse a sus compañeras. El águila se reconoce incapaz de completar su empresa y acaba por retirarse. Podemos extraer al menos dos aprendizajes de este suceso. El primero es que el miedo nos pone a salvo –ya lo hemos hablado en este libro–. Vivimos tiempos en los que el miedo está subestimado. Lo ignoramos, lo silenciamos, miramos hacia otro lado por temor –qué paradoja– a sentir, y porque la sociedad se ha encargado de hacernos creer que el miedo es sinónimo de debilidad. Y nos estamos perdiendo 38 valiosísimas señales para escoger nuestro camino, nuestro futuro. El segundo mensaje, y el que quiero que tú, cómplice temeroso, comprendas, es el poder del grupo. La necesidad de unirnos para salir adelante, para sobrevivir. Nunca hemos tenido más herramientas para tejer redes y nunca hemos estado más desconectados. Es esencial que recuperemos la tribu, el grupo, la manada y que nos valgamos de ella. Solo así se sale adelante en los tiempos difíciles. Así salieron adelante nuestros abuelos, tus bisabuelos. Porque nunca les faltó un vecino que les prestara un macho para ir a sembrar o una vecina que les fiara un trozo de abadejo con el que apañar las patatas. Por eso pudieron sobrevivir y ser supervivientes de las guerras, del hambre y de la miseria. Hoy vivimos otra realidad, tú te enfrentas a otra realidad, pero la esencia es la misma: juntos sí podemos. Me encantaría que vieras las instantáneas y te dejaras grabadas esas imágenes para siempre. Si comprendéis en lo más profundo de vuestro ser que si os unís nada ni nadie podrá con vosotros, seréis capaces de lidiar con todo lo que esté por llegar. Si recuerdas, nos encontramos analizando algunos tipos de cómplices. De momento hemos hablado de los líderes pasivos y de los aterrados. Pero antes de seguir con el resto me gustaría hacer una llamada de atención, dos en realidad. A los líderes pasivos y a los aterrados, me gustaría hablarles del poder de los pequeños gestos. A ti, que sufres acoso, te hablaré después de la importancia de hacer responsables de esta situación a dichos cómplices. Sit with us Quizás penséis que quien sufre acoso necesita de grandes cosas, que ayudarle pasa por una labor complicada, incluso que necesariamente la única manera de ayudarle es convirtiéndoos en su amigo –algo a lo que quizá no estáis dispuestos porque no compartís gustos ni aficiones–. No es cierto. Lo que necesita de manera urgente quien sufre acoso es: 1) acudir al instituto sin miedo y 2) poder compartir el día a día con sus compañeros, no estar solo y aislado. Para ayudaros a entender el poder de un pequeño gesto, me valdré de una historia que ha dado la vuelta al mundo. 39 Natalie Hampton es una estudiante estadounidense que durante un largo tiempo sufrió acoso y aislamiento, fue agredida de diferentes maneras y sometida a una de las torturas más dolorosas: la soledad. Relata que una de las cosas más crueles que vivió fue tener que comer todos y cada uno de los días del curso sola. Cuando cambió de centro educativo tuvo la suerte de encontrarse en un entorno más amable y allí comenzó a ofrecer su mesa para comer a todo aquel a quien veía solo y aislado. No quería que nadie tuviera que pasar por lo que ella pasó. Entonces comprendió la importancia de ese pequeño gesto, el de ofrecer a alguien que coma contigo y decidió crear una App: Sit with us. A través de la App, los estudiantes embajadores pueden indicar que en su mesa las personas que estén solas son bien recibidas. Así, dichas personas no tienen que pasar por la vergüenza de ir mesa por mesa esperando que alguien les hagaun hueco, saben a cuáles pueden acudir porque serán bien recibidas. Y todo ello de manera anónima y discreta. Mi propio sit with us En mi instituto no hubo ninguna Natalie Hampton, ojalá la hubiera habido –por supuesto que hubo compañeras, sobre todo compañeras, amigas, que velaron porque no estuviera solo, que hicieron todo lo que pudieron por ayudarme–. Pero viví una situación que creo que te puede ayudar, si eres uno de esos cómplices pasivos, a entender el poder de un gesto. Junio de 1998. Han pasado exactamente veinte años, y sin embargo podría recordar hasta el último detalle de aquella noche. Celebrábamos el final de curso. Habíamos organizado una cena en uno de los restaurantes del pueblo para despedir el año académico. Me atreví a ir, me atreví a asistir porque ese año los profesores propiciaron un cambio muy importante que contaré después y que me dio mucha fuerza –eso lo comprendo ahora–. La cena transcurrió con normalidad –incluso bien, diría–, ya que no recuerdo haber padecido angustia. Pero lo extraordinario sucedió después. Una vez hubimos devorado la comida, nos fuimos de fiesta. He olvidado si fuimos a varios locales o directamente al Zona. Ya solo puedo recordar el Zona. Yo 40 estaba bebiendo algo con una de mis amigas, imagino que comentábamos las cosas que sucedían a nuestro alrededor, los idilios de nuestros compañeros, supongo que nos movíamos al ritmo de la música sin grandes aspavientos –nosotros no podíamos llamar la atención, eso estaba destinado a otros, a otras– cuando uno de mis compañeros de clase, uno de los líderes pasivos se acercó a mí. El corazón se me aceleró y el estómago se me hizo diminuto. Durante dos años, ninguno de los chicos del instituto se había acercado a hablar conmigo jamás, mucho menos de noche, de fiesta. Y aquel viernes de junio de 1998, uno de los líderes del curso venía hasta mí sin importarle lo que los demás pudieran decir o pensar. No recuerdo como comenzó su conversación, no sé si justificó su acercamiento, lo único que sé es que de repente escuché «Raúl, tú vales mucho». ¿Lo estaba escuchando bien? ¿Había dicho lo que había dicho? Como si hubiera sido capaz de leer mi mente insistió «Lo estaba hablando ahora con Juan –diremos que se llamaba Juan–, que eres muy buen tío». No sé qué dije. Imagino que no acerté ni a decir gracias, imagino que sonreí y bajé la mirada. Nunca llegamos a ser amigos, nunca me invitó a formar parte de su grupo o a ir a una fiesta con él, pero aquellas palabras fueron un bote salvavidas en medio de una tormenta, fueron un lugar al que agarrarme cuando comencé a reconstruirme. El poder de un gesto minúsculo. En un mundo ideal lo deseable hubiera sido que mi compañero hubiera dicho aquello a principio de curso, un martes, por ejemplo, a plena luz del día y delante de todos. Que me hubiera invitado a formar parte de su grupo o de su vida, si de verdad creía que yo valía, que era un buen tipo. Pero lo que hizo fue muy valioso para mí. Aquellas palabras dichas con nocturnidad, con la salvaguarda de unos bafles emitiendo música a tope de decibelios, con la seguridad de que nadie más las escuchaba, aquellas decenas de sílabas que habrá quien pueda tildar incluso de cobardes, jamás las olvidaré. No es preciso que hagas gestos épicos, no es necesario que conviertas tu vida en la dedicación absoluta a los demás, a esta causa, es bastante con que hagas tu parte. A tu edad la bondad se confunde con la debilidad. Pero la bondad es la ausencia de maldad. La bondad es la luz y la maldad es la oscuridad. La bondad es el blanco y la 41 maldad es el negro. Y aquí no hay grises. Cuando la vida nos sitúa ante una injusticia se ponen a examen nuestros valores y nuestra bondad. Nunca tendrás mejor oportunidad que una injusticia, como es esta, para examinar tus valores y tu bondad. Hay una cuestión trasversal a unos y a otros, a cómplices aterrados y a cómplices por pasividad: el miedo a abrazar la diferencia. En ocasiones ocurre que la complicidad se explica en el temor a situarnos al lado del diferente por no ser catalogados de aquello que les diferencia de la generalidad. En otras palabras: tememos que nos tilden de aquello que caracteriza al acosado. Nos asusta que se pongan en cuestión nuestras habilidades sociales o los rasgos que nos identifican. Nos paraliza pensar que si nos situamos al lado de un compañero gay, nos tachen de homosexuales sin serlo, que piensen que somos unos empollones si comenzamos a prestarle atención al empollón de la clase, perder todas nuestras amistades por brindar la mano a compañeros de otras etnias o con problemas económicos. Y yo os pregunto, ¿qué cuenta eso de vosotros?, ¿qué valiosa información nos revela vuestro temor a ser asociados con lo que no sois?, ¿de qué habla vuestro miedo? De falta de autoestima. Sí, así es. Por muy fuertes y valientes que os consideréis, si os asusta abrazar al diferente es que no lo sois tanto. Si lo fuerais, si tuvierais absolutamente claro lo que sois, no temeríais ser encasillados en lo que no os corresponde. Si yo voy por la calle y alguien me grita: “¡Ladrón! ¡Estafador!”, no me giraré, porque sé que no lo soy. Piensa en ello. Como he dicho, cuando la vida nos sitúa ante una injusticia se someten a examen nuestros valores y lo que verdaderamente somos frente a lo que creíamos ser: Esta es una gran oportunidad de crecimiento personal. También tengo un mensaje para ti. Si eres uno de los padres de la última fila, si eres uno de los profesores de la última fila, también tú tienes responsabilidad en esto. Si tu hijo, si tu alumna, es uno de esos líderes innatos o uno de esos chavales aterrados, trabaja con él, con ella. Hazle comprender la importancia de sus gestos, sus palabras y sus silencios. Y sé ocurrente. Piensa en cómo puedes conseguir que las cosas cambien. Estoy seguro de que tienes muchos más recursos de los que crees. 42 No me he olvidado de ti. Tú eres el verdadero protagonista, la verdadera protagonista, lo dije al principio y así es. Pero tengo la esperanza de que hayan llegado hasta aquí muchos otros compañeros, padres y profesores, y su papel es crucial para ayudarte, para ayudarnos. Te diré algo que probablemente no te guste. Al respecto de los cómplices, hay algo que es probable que no hayas pensado o no quieras pensar, porque duele: los cómplices son tan responsables de tu dolor como el acosador. Es importante que también los responsabilices a ellos. Es importante que comprendas que ellos tampoco se están portando bien contigo. Sé que es duro, casi desgarrador. Reconocer esta verdad es casi tanto como reconocer que hay toda una inmensidad de personas a un abismo de ti, que tu soledad es inmensurable. Sí y no. Muchos de los que no toman partido están a tu lado emocionalmente, piensan en ti a diario y querrían ayudarte, pero se mueren de miedo. Por tanto, no es del todo cierto que tu soledad sea absoluta. Pero sí es verdad que muchas más personas además del acosador son responsables de lo que te ocurre. ¿Y por qué te lo cuento?, ¿por qué quiero que tomes consciencia de ello? Porque si los responsabilizas les estarás haciendo un favor y te lo harás también a ti. Si coges esta bola de vergüenza y humillación que pesa sobre tus espaldas y se la pones encima a ellos, la responsabilidad estará en el lugar adecuado. Y solo si sienten el peso enorme de las circunstancias es posible que comiencen a cambiar sus patrones de comportamiento. Confía en mí, aunque te cueste creerlo, funcionará. Los seres humanos somos así. Te contaré una cosa sobre la responsabilidad. Hace un tiempo asistí a una sesión de coaching organizada por la empresa en la que trabajo. La ponente era formidable –lástima que no recuerde su nombre– y nos planteó un ejercicio muy sencillo pero tremendamente ilustrativo sobre la responsabilidad. Pidió un voluntario para dibujar con ella, con sus cuerpos, un arco de medio punto. ¿Sabes lo que es un arco de medio punto? Es el que forman dos columnas que se encuentra entre sí tras dibujar un cuarto de circunferencia cadauna de ellas, el que se usaba tradicionalmente para dar forma a los portones de iglesias y palacios. Puedes buscarlo en la red. Bueno, pues al voluntario le pidió que simulara con su cuerpo ser una columna cuyas manos se encontraban en lo alto con las suyas –las de la ponente– y crear una tensión entre ambos para mantener el equilibrio. Es decir, la figura que habían dibujado se parecía más a un triángulo –cuyos lados eran la ponente, el voluntario y el suelo– que a un arco de medio punto, pero se entenderá mejor lo que pretendo ilustrar. Ella hizo que la tensión de sus cuerpos fuera tal que si uno de los dos rompía la figura sin avisar, el 43 otro se caía al suelo. Y así, en esa posición, nos explicó que en toda relación personal la responsabilidad es al 50% de cada uno de los dos. Fue una de las lecciones más valiosas y sencillas que he aprendido jamás. Ver esa figura me ayudó sobremanera a cambiar mi perspectiva sobre todas mis relaciones. Las cosas funcionan o no funcionan debido a dos personas, nunca una de las dos, por sí sola, puede sostener la totalidad de la relación. Lo que ocurre entre tú y cualquiera que te rodea, se debe y explica por ambos al 50%. Mira de nuevo la imagen de un arco de medio punto. Si el lado derecho se desmorona, se desmorona también el izquierdo. Ambos son necesarios y ningún por sí solo puede sostener las toneladas y siglos de historia que hay sobre él. Pretendes cargar con el peso tú solo, tú sola. Les estás exculpando y lo haces por no sentir más dolor. Porque te encuentras tan solo y asustado que aceptarías cualquier migaja de amistad. Lo comprendo. Yo he hecho lo mismo, pero no es el camino, te lo aseguro. Ya sientes dolor, ya estás solo, por tanto, reivindica tu lugar con todos y cada uno de aquellos que no están haciendo bien su parte. ¿Cómo? Cuando algo suceda, mírales también a ellos, mantenles la mirada, diles con los ojos que ellos también te están haciendo daño con su silencio. Habla con tus profesores, explícales que Menganito te insulta pero que todos los demás callan. Exprésalo en voz alta siempre que sea posible. Hazles saber, cuando tengas la oportunidad, que sus complicidades te duelen. Cómplices tipo 3: profesores que miran hacia otro lado Cuando somos niños y adolescentes los maestros y profesores nos parecen seres superiores; una especie de superhéroes con fortalezas y capacidades inmensurables. Los endiosamos porque se sitúan a una gran distancia del lugar en el que nosotros creemos estar. Pero son adultos con miedos, problemas y miserias. Y esos miedos, esos problemas y esas miserias, se hacen a veces monstruos tan grandes que consiguen asustarlos tanto que ya no son capaces ni de enfrentarse a los problemas de su aula. Hay profesores que miran hacia otro lado. Nos cueste o no creerlo, es así. Basta con mirar las noticias cada día para descubrir un nuevo caso de profesores que niegan que en su centro haya acoso escolar o incluso, y esto ya sí que es delirante, para descubrir profesores que maltratan a los alumnos. Son los menos, pero existen. Por tanto, y aquí me dirijo a padres y profesores, es vuestra responsabilidad velar por la integridad moral y física de vuestros menores y 44 denunciar cualquier actitud reprobable de un docente. También en esto la vida me ha permitido ver los dos lados de una misma moneda. Te los cuento. Una maestra maltratadora Sí, maltratadora emocional, pero maltratadora. La sufrí yo, y la sufrieron todos mis compañeros de escuela durante muchos años. Como he contado hace unos capítulos, nací en un pueblo muy pequeño donde todos los niños, sin importar la edad, íbamos juntos a clase en una única aula: escuela unitaria. Un único maestro o maestra para todos nosotros. Con seis años, 1º de E.G.B. de mi época, nos dejó el anterior maestro y vino una nueva señorita –ese fue el primer cambio, a ella no podíamos llamarla maestra sino señorita y de usted, a pesar de tener veintiséis años–. Los primeros meses no fueron del todo malos. Con las peculiaridades de tener que acostumbrarnos a hablarle de usted, a esas distancias que nunca habíamos sufrido, era soportable. Pero poco a poco comenzó a agriarse su carácter y las clases se convirtieron en un lugar inhóspito. Comenzó a mandarnos tanta tarea para casa que nadie podía jugar por las tardes, el pueblo era un lugar desierto de niños porque todos estábamos sobrecargados de tarea, nadie lograba acabar el trabajo antes de la hora de la cena, algunos tenían que seguir incluso después. Niños y niñas de siete u ocho años haciendo tareas hasta las once de la noche, muertos de angustia. Acudíamos a la escuela con miedo. Algunos llegaban incluso a vomitar la comida antes de entrar por el terror de lo que podía suponer no saberse la lección –y no porque no hubieran estudiado, sino porque recitar cualquier cosa ante ella era una labor titánica–. Despreciaba el trabajo que hacíamos, nada estaba bien nunca. Nos auguraba un futuro lamentable. Se reía, literalmente, del físico de algunos niños. Recuerdo un día en el que se dedicó a decirnos la estatura que íbamos a alcanzar en función de nuestras manos, recuerdo cómo a mi hermana y a otro niño les dijo: «A vosotros ni os miro, para qué, vais a ser retacos». Castigó sin motivo a una niña, buena como no había otra, el día de su cumpleaños. Recuerdo estar todos en su casa esperando a que ella saliera del colegio. Cuando a la señorita –insisto, así era como 45 ella quería ser llamada– se le antojo, la dejó salir, pero ya se había evaporado la mitad de su tarde. Podría enumerar cientos de anécdotas así de crueles. He de decir, en honor a la verdad, que yo no fui de los que más sufrió. Directamente a mí nunca me insultó, pero padecí cosas como regresar de las vacaciones de Semana Santa, en las que había sido un suplicio hacer todas la tareas que nos había mandado, llegar agotado y angustiado a presentarle todo lo que me había mandado –no exagero si digo que podrían ser unas veinte láminas dibujadas y otras tantas en resúmenes de lecturas, y ejercicios varios, con ocho años–, y cómo cogió todo mi trabajo de dos semanas y sin mirarlo ni pestañear lo rompió en pedazos y lo tiró a la papelera. Esta escena se repitió con todos y cada uno de los alumnos. ¿Por qué lo cuento? Porque aquello nos minó la autoestima. Y porque nuestros padres no hicieron nada. Bueno, los míos cambiarnos de centro y de pueblo –con el consiguiente esfuerzo económico y el riesgo de ponernos en la carretera cada día–. Algún otro fue a la escuela a hablar con ella alguna vez. Pero deberían haberla denunciado, porque sufrimos maltrato y a todos nos dejó secuelas emocionales y académicas durante años. Eran otros tiempos y nuestros padres se situaban a un abismo académico de ella, se sentían pequeños a su lado. Creo que tanto yo como mis compañeros los entendemos hoy y nada les reprochamos, pero deberían haberla denunciado. Siguió trabajando, sigue trabajando de hecho. El sistema educativo permite cosas así porque los adultos las permitimos, porque esa bola pesada de responsabilidad de la que te hablaba, no se la cargamos a la persona que le corresponde, nos la quedamos para nosotros. La consecuencia es el sufrimiento de multitud de menores indefensos. Unos profesores con sensibilidad En 1996 nadie hablaba de acoso escolar. Absolutamente nadie. De hecho, creo que en aquel entonces me hubiera costado definir qué era lo que yo sufría cada mañana. No existían protocolos de actuación, no había asociaciones a las que acudir, ni, por supuesto, los profesores habían 46 asistido jamás a un congreso o a una formación sobre el asunto. Pero el sentido común y la sensibilidad son cuestiones universales que transcienden a la terminología y a cualquier circunstancia a la que se enfrente la sociedad. Yo me encontré con unos profesores sensibles. Septiembre de 1997. Primer día de 4º de la ESO. El tiempo ha desdibujado muchos de los trazos del relato y he olvidado cómo me enteré de cuál iba a ser mi nueva clase. No recuerdo si figuraban las listas colgadas en el tablónde anuncios o si cada tutor iba anunciando los nombres de sus alumnos. Lo que sí recuerdo es la luz y la armonía de esa clase de 4º A, al final del pasillo este del segundo piso. En la primera fila, Raúl Rodrigo, en la única mesa que quedaba impar, no importa. En las antípodas de la clase, Marco Franco y Hugo Lain –diremos que así se llaman–. Todo lo demás: 24 chicas. Dos líderes pasivos –de hecho, uno de ellos es el que se me acercó a final de curso a decirme aquello de «Raúl, tú vales mucho»–, 24 chicas y yo. Siempre hay maneras de ayudar a un menor que sufre acoso si existe voluntad. Mi primer año de instituto fue un infierno, no lo conté, no se lo dije a mis padres ni hablé jamás con mis profesores pero ellos lo vieron. Y en lugar de quedarse de brazos cruzados, cuando les tocó decidir las clases para el siguiente año, hicieron una clase ad hoc para mí. Hicieron un grupo en el que solo había dos chicos más, chicos que jamás se habían metido conmigo, jamás se habían reído de mí y jamás lo llegaron a hacer. Yo lo sufrí entre 1996 y 1998 en un medio rural, en un tiempo en el que no había protocolos educativos al respecto y en el que nadie hablábamos de esto. Pero mis profesores tuvieron la sensibilidad suficiente para observar que algo pasaba y tratar de ponerme a salvo. Nunca nadie me confirmó que esto fuera así, que hubiera sido algo orquestado. Tampoco lo pregunté. Pero estoy seguro. Alguna vez, alumnos de otras clases se quejaban de que habían agrupado en nuestra clase a los mejores expedientes, que eso era un menosprecio a los demás grupos. Siempre argumentaron que había sido fruto de la casualidad, que ahí no estaban los mejores estudiantes del curso –y la realidad era que había otros chicos con mejores expedientes que Marcos 47 y Hugo en otras clases–. Lo hicieron por mí y siempre estaré agradecido. Porque aunque en los pasillos la vida seguía igual de dura –de hecho, ese curso fue el que me rociaron los ojos con colonia–, en clase yo me sentía a salvo. Cada una de estas historias es un lado de la misma moneda. Sé, estoy plenamente convencido de ello, que las señoritas como la primera son las menos. Por fortuna, lo que abundan son los maestros –a los que les enorgullece que les llamen así– y profesores comprometidos y bondadosos. ¡Dichosa labor la de los docentes! Los de aquellos años hicieron lo que estuvo en sus manos. Los de estos tiempos hacen más de lo que pueden. He trabajado con profesoras, profesores, maestras y maestros que se dejan la vida por sus alumnos, que perdonan una comida por llegar a un congreso, que para poder hacer una actividad sobre acoso pagan el material de su bolsillo porque la Administración Pública no tiene fondos. Docentes que asisten en fin de semana, previo pago, a congresos para formarse, que sacan adelante actividades trabajando hasta la madrugada y a los que no se les reconoce absolutamente nada. Merecen que reivindiquemos para ellos lo que es justo: poder hacer esta tarea sin robar horas a su tiempo personal, a sus familias, y sin llegar al abuso de tener que poner dinero de sus bolsillos. Cómplices tipo 4: padres que miran hacia otro lado Si te cuento que hay padres de niños acosadores que miran hacia otro lado, seguro que no te sorprende. Pero, ¿y si te digo que hay padres de niños acosados que miran hacia otra parte y niegan la realidad? ¿Sorprendido? Pues los hay. Por mucho que nos cueste creerlo hay adultos, personas hechas y derechas, que ante una situación de este tipo escurren el bulto y adoptan la equivocada actitud del “ya pasará”. ¿Cuál es la razón? El miedo al conflicto. Del mismo modo que te decía que los profesores no son seres todopoderosos, que tienen sus miedos como tú, los adultos que te rodean tampoco. Ni siquiera tus padres. Los adultos tenemos nuestros temores y nuestros monstruos. Algunas noches, de vez en cuando, tampoco queremos que se apague la luz porque nos asusta lo que pueda traer la oscuridad o lo que nos espera al día siguiente. 48 Por eso hay padres de acosadores o acosados que miran hacia otro lado. Porque el conflicto es su monstruo, ese al que temen cuando se apaga la luz. Y claro, si llegamos nosotros y se lo podemos delante de las narices, van a hacer lo posible por evitarlo, por salir corriendo. ¿Qué podemos hacer? Pues depende. Depende de quiénes somos en esta historia. Si eres el acosado No me cansaré de recordarte que eres el protagonista de este libro, así que comienzo por ti. Si son tus padres los que miran hacia otro lado, debes seguir pidiendo ayuda. Insiste, hazles ver por lo que estás pasando, explícales que necesitas de su ayuda. Pero si, por miedo, tus padres no son capaces de afrontar la situación, debes buscar otro adulto que te ayude. Mira a tu alrededor. Si crees que uno de tus familiares no se asustará ante esto, si crees que sabrá lidiar con ello e incluso que conseguirá dar apoyo a tus padres: cuéntaselo a él o a ella. A un profesor, a un amigo de la familia, al voluntario de una asociación… a quien sea necesario. Porque si tienes la mala fortuna de no ser escuchado, debes seguir alzando la voz. Si son los padres del acosador los que miran hacia otro lado, esa guerra no te corresponde. Les corresponde a tus padres y a tus profesores. Eso sí, repito lo mismo que en el párrafo anterior. Si no te escuchan, si no se enfrentan al problema, sigue pidiendo ayuda. Si eres padre ¿Pero qué ocurre si soy padre, mi hijo sufre acoso y el padre del acosador mira hacia otro lado, si lo niega todo? El primer paso, el mayor logro, será conseguir un encuentro. No siempre es fácil. Hay padres que reniegan de la vida académica de sus hijos o de los problemas en general. De modo que, en primer lugar, centrad vuestros esfuerzos –junto con el personal docente– para conseguir un encuentro. Te sugiero que te sirvas del centro educativo como terreno neutral y que te valgas del tutor y algún profesor más como mediadores –siempre es positivo que haya perfiles distintos entre los profesores que mediarán, ayuda a generar empatías con unos y otros–. 49 Yo descartaría cualquier actuación individual, descartaría ponerte en contacto a título privado con los padres del acosador y mucho menos acudir a su domicilio. Por buenas que sean tus intenciones, se van a sentir atacados e intimidados. Nuestro hogar es nuestro templo y el mayor reflejo de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que no tenemos. No les dejes sin esa protección antes de comenzar, no les obligues a mostrar cosas que quizá no quieren mostrar y que pueden ser la raíz de todo el problema. Prepara los encuentros con empatía y diplomacia. Es muy importante que no se sientan atacados ni juzgados, y sobre todo que en ningún momento parezca que lo que ocurre es debido a que ellos han fallado como padres. Tampoco debéis achantaros, que no confundan vuestra buena educación con vulnerabilidad. Tendréis que mantener un equilibrio justo entre la comprensión y la reivindicación de vuestro lugar y los derechos de vuestro hijo o hija. Os dejo algunas pautas que os pueden funcionar si os encontráis ante un perfil de padres que niegan que su hijo sea un acosador. 1. Preparad la reunión con el personal docente, pero que bajo ningún concepto intuyan que antes habéis estado reunidos, más allá de para manifestar vuestra preocupación. 2. Es importante que se expongan hechos objetivos, lo más objetivos posible. Hechos contrastables, a poder ser con aportación de pruebas o testigos. Ante esto les será más difícil negar la realidad. 3. Es una buena idea que sea el personal docente quien los exponga. Vosotros sois solo una parte más del conflicto a resolver. 4. Que el personal docente no muestre simpatía hacia vosotros. Será difícil pero es importante. 5. Tratad de intervenir poco y cuando lo hagáis hablad de hechos objetivos siempre que sea posible. Los sentimientos también son hechos objetivos, se puede hablar de cómo se siente la víctima, de las cosas que le están ocurriendo, pero estableciendo un orden inteligente de acciones y consecuencias. 6. Jamás
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