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Hola, alegría; bienvenida, libertad! - Juan Antonio Adánez Silván

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¡Hola, alegría;
bienvenida, libertad!
Armonía en clave franciscana
Juan Antonio Adánez Silván
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A mis padres, Agustín y Chon.
Lo mejor de mí es vuestro.
¡Gracias!
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Prólogo
 
En lo que los sociólogos y pensadores vienen llamando desde hace años «cambio de
paradigma», Olegario González de Cardedal interpreta «una metamorfosis
antropológico-religiosa» que, según sus palabras, afecta a las bases mismas de lo
humano, de la religión y del cristianismo (ABC, domingo 1 de septiembre de 2013).
Salta a la vista, sin embargo, que la frescura del Reino de Dios sigue atrapando la
mirada, el corazón y la intuición de quienes con honestidad presienten que es necesario
ir más allá de uno mismo para encontrar la Fuente de toda vida, belleza, alegría, libertad
y bondad del corazón; para vivirlas como don compartido y transformador.
La riqueza de imágenes, experiencias y sugerencias que el autor exhibe en estas
páginas nombran en voz alta la «sed» de la que los místicos de ayer y de hoy nos hablan
(Juan de la Cruz, Bonhoeffer, Madre Teresa de Calcuta...); la que a ellos les cambió la
vida y a nosotros nos sorprende en nuestra ansia de vivir a fondo, con sentido,
incondicionalmente, aunque nos dé vértigo. Nuestras búsquedas no encuentran horizonte
en los efímeros paradigmas de tantas otras ofertas que pretenden acaparar nuestro interés
y constituirse en estrellas que guíen nuestros deseos en un recorrido que enseguida
adivinamos corto.
Francisco de Asís, alma de estas páginas que siguen, expresa en su vida, a través de
gestos y símbolos, la vida y la búsqueda que le habitan, y nos llegan tan hondos sus
gestos porque siente a Jesús viviente en su ambiente, provocador y llamando, en su
sociedad, en su Iglesia, y él con el corazón en la mano, respondiendo... No hace
elucubraciones mentales: su modo de relación tan ampliamente receptivo le lleva a
respuestas inmediatas desde la vida que lleva entre manos, y que, es consciente, va
mucho más allá de su persona.
Las palabras que son paradigmas de vida en este libro –belleza, alegría, libertad y
corazón– conservan esa misma inmediatez, porque son don del Espíritu, hoy como ayer,
para quienes permanecen abiertos a él o no ponen límites al dejarse sorprender.
El camino personal y pastoral plasmado de forma tan escueta en las páginas que
siguen evidencian lo importantes que son los otros en la construcción y crecimiento de
nuestras personas: los padres, los hermanos, los amigos, los rostros y gestos familiares
del ambiente donde hemos crecido, la historia y tradición de nuestros pueblos, ciudades
y casas formativas. Todos ellos han ido dando forma, ciertamente no al azar, a lo que nos
sostiene, nos da firmeza y nos compromete para seguir caminando y generando vida hoy.
La experiencia del autor plasmada en estas páginas pone en escena un proceso muy
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común, quizá no tan rico en todos los casos, de haber aprendido a cribar la vida
quedándose con lo bueno recibido, dando pasos hacia lo mejor que se va intuyendo en el
horizonte del camino, queriendo responder al Señor, dejando atrás sueños construidos
desde el narcisismo y no desde el amor.
Nuestro Autor, con la naturalidad y la creatividad cromática que le caracterizan, ha
dejado traslucir en estas páginas su rico mundo interior, que sin duda afecta a su fe y
vocación franciscana.
La larga experiencia en pastoral juvenil de Juan Antonio Adánez en estos años ha
producido, a mi entender, una especie de ósmosis de su camino personal con los caminos
de tantas personas a las que ha acompañado desde su ministerio y responsabilidades; en
este caminar ha habido, y hay, encrucijadas no siempre fáciles, y también tantos regalos
recibidos que han pasado a formar parte de su bagaje afectivo y personal, del que no se
apropia celosamente, sino que es capaz de compartir y aprender. La espontaneidad y
simpatía que le caracterizan le hacen accesible a todos, y su capacidad de expresar las
cosas con el lenguaje corriente de la vida hace que todos lo puedan comprender,
sintiéndose incluidos en cuanto propone.
Siento que, para escribir estas páginas, ha hecho un gran esfuerzo: su alma creativa e
inteligentemente libre no es amiga de jaulas ni corsés; la riqueza del alma se queda
estrecha cuando hay que verbalizarla o expresarla en crónica; sin embargo, los
franciscanos conventuales hemos de agradecer a Juan Antonio haber marcado un estilo
de ser y de estar en medio de la gente. Es el suyo, pero ha sumado y sigue sumando a
favor del Evangelio y de la misión que, como familia religiosa, tenemos encomendada
en España. No dudo de que, como adulto que es, seguirá profundizando y haciéndose
dócil a cuanto el Señor le pida en el hoy de su vida.
San Francisco de Asís inaugura en los albores del Renacimiento una predicación
penitencial popular, directa, en medio del pueblo; en los cruces de los caminos, en la
convivencia con los hombres y las mujeres fuera de los lugares de culto y de cultura, en
los leprosarios y en los lugares de trabajo, en su itinerancia hasta Tierra Santa, donde se
encuentra con el sultán Melek el Kamel. La propuesta de estas páginas, que concentran
nuestra atención en «palabras sagradas» para nuestra cultura, son un aliciente para
centrar nuestra mirada y nuestra creatividad misionera en el don del Evangelio, que sigue
siendo la huella de Dios que en su Hijo se nos hace camino (santa Clara de Asís).
Estamos en tiempo de síntesis, de cambios profundos En opinión de otros, ¡es nuestro
tiempo! Nos hace falta audacia para no despreciar la nostalgia de las personas y del
cosmos, y descifrar en sus gritos el anhelo de eternidad que en ellos subyace; ¡las
personas y el cosmos, tan desgastado hoy por agresiones injustas e interesadas padecidas
cada día con menor impunidad! El deseo y el camino no nos pertenecen, son don del
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«Gran Limosnero» que a todos nos lanza a la vida y nos espera.
Gracias a Juan Antonio y a los testimonios que comparecen en este libro: son parte
viva de su camino y misión pastoral. Gracias en nombre de tantos jóvenes que no son
citados y se han beneficiado del camino franciscano y pastoral de estos años que aquí
queda reflejado.
 
 
fr. JOAQUÍN AGESTA,
Asistente general ofm conv
Roma, julio de 2015
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Unas palabras
 
Hola, amigo:
Más de uno habrá experimentado que toda realidad viene precedida por un sueño...
Pues sí, creo que, en este razonamiento, hay mucha razón.
Me explico. Allá por el año 1990 terminaba yo mi estancia de tres años en la
comunidad que mi Orden religiosa –franciscanos conventuales– tiene en Zaragoza. Yo
había comentado alguna vez a una amiga que algún día escribiría un libro sobre la
alegría. Bueno, más o menos. La cuestión es que el día que yo abandonaba aquel lugar
para seguir mi camino en otro, esta amiga me dio un paquete que, desenvolviéndolo,
resultó ser un libro precioso, encuadernado en piel color sangre de toro, titulado Hola,
Alegría, bienvenida, Libertad. Era un libro gordo, pero... todas sus hojas estaban en
blanco.
Ese día comenzó la historia de este libro que tienes en tus manos. Ahora ese sueño se
hace realidad, no sin esfuerzo y con un poco de pudor y mucho de atrevimiento.
Convencido de que, como alguien escribió, la magia de la literatura y de la escritura
consiste en contar la misma historia que a ti te han contado mil veces y hacerla parecer
única.
Pero vayamos al grano.
Aunque es este un libro que tiene como figura central a Francisco de Asís, quiero
comenzar estas líneas haciendo referencia a una anécdota que leí hace tiempo sobre la
Madre Teresa de Calcuta, que como bien sabéis tenía fama de ser una persona
extremadamente sencilla. También sus consejos fueron de una simplicidad que
desconcertaba a los que se lo pedían. En cierta ocasión, un grupo de profesores
norteamericanos se dirigió a ella y le preguntó:
–Por favor, díganos algo que pueda ayudarnos en nuestra vida.
La Madre, mirándoles a los ojos, se limitó a contestar:
–Sonrían. Lo digo completamente en serio.
Pues eso, lo digo completamente en serio y lo escribo completamenteen serio, y ojalá
que con una sonrisa leamos estas páginas poco a poco, sin prisas. Convencidos de que a
la vida no le podemos pedir más de lo que nos puede dar, que es mucho... Y también
ojalá que nos vayamos familiarizando con nuestro gran amigo y hermano Francisco, san
Francisco de Asís, que es el auténtico protagonista de estas páginas.
Y podríamos preguntarnos: ¿acaso la historia de alguien que vivió hace ochocientos
años puede decirnos algo a los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿Puede iluminar
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nuestro presente la historia de un hombre medieval? ¿Existen concomitancias y rasgos
familiares cuando entramos en la experiencia de Francisco de Asís? ¿Puede un artista –
eso fue Francisco de Asís– guiarnos, enseñarnos, mostrarnos el camino de la alegría, de
la felicidad?
Lo cierto es que necesitamos artistas, porque lo que más falta hace es aquello que no
hace falta, lo que no se ve, lo inútil, lo lateral, lo que no se puede medir ni tocar, pero
que nos llena por dentro. Aquello que hace que te descentres de ti mismo para que te
duela el mundo, el otro... Esos son los artistas que necesitamos. Los que están abiertos,
los que hacen de su vida una terapia saludable, porque si el arte no cura, no es arte.
Pues sí, en este mundo nuestro, tan complicado, nos hacen falta artistas por su
«innecesaridad». Por la innecesaridad de sus versos, de sus canciones, de la polifonía
cromática de sus pinturas, por su mirada fotográfica y cinematográfica, por sus espacios
arquitectónicos, por su melancolía, por su estupor ente la grandeza de las cosas y su
dolor ante el sufrimiento de los demás, por su oración y su alabanza nutrientes, por
elevar los brazos al cielo y enseñarnos a oxigenar el espíritu.
Necesitamos hombres y mujeres que nos enseñen el camino de la salvación (¡uf,
cómo suena eso...!); pues sí, el camino que nos lleve a sentirnos bien con nosotros
mismos y con los demás, y a hacer el bien. Alguien me dijo una vez, y se me quedó
grabado, que Dios nos salva siempre de la necesidad de que «todo vaya bien» para ser
felices. En fin, hay que intentar serlo así, sin más... porque Dios lo quiere.
Siempre me gustó y me alentó en mi caminar el cántico de Habacuc:
 
... aunque los campos no den su cosecha y el olivo no dé su aceituna...
yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador (Hab 3,17-18).
 
¡Qué palabras tan estupendas en tiempos de crisis! ¡Qué experiencia profunda de fe
real, sin trampas, de confianza plena, sabiendo que la última palabra la tiene Dios!
Porque hay saber espera, ser pacientes. Esto también nos lo enseña la Biblia en los
Salmos:
 
... yo esperaba con ansia al Señor.
Él se inclinó sobre mí y escuchó mi voz,
me puso en la boca un cántico nuevo... (Sal 39).
 
Pues bien, cuando por todos lados se alza la voz para convencernos de que todo va
mal; cuando el mundo está lleno de profetas de calamidades; cuando algunos se
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empeñan en convencernos de que el futuro está lleno de patologías, de fármacos, de
terapias, de dependencias, ahí precisamente queremos colocar estas páginas para hablar
de la alegría, del valor de una sonrisa, de la belleza, de la libertad, del corazón... Para
intentar decir que estas son patrimonio del ser humano. De todos nosotros. Que son más
nuestras que lo más nuestro. Que no tengamos miedo. Que no estamos solos. Que no es
que no tengamos nada, sino que lo tenemos todo, sí, todo:
 
Tu dici: Non ho niente.
Ti sembra niente il sole,
la vita,
l´amore!
Meraviglioso... 1
 
Lo pongo en su italiano original porque suena precioso –intenta pronunciarlo en voz
alta, verás qué bonito–. La cita la he encontrado escrita en una de esas revistas de los
aviones, que están llenas de cosas para comprar. Justamente ahí estaban estas palabras
bellísimas para decirnos que lo de verdad, lo auténtico, lo más valioso, no cuesta nada. Y
resulta que son las palabras de una canción que por los años setenta cantaba Domenico
Modugno, de la que se han hecho varias versiones –bendito Internet, que te saca siempre
de la duda–.
Nos lo acaba de recordar el papa Francisco: la fuente de la alegría es que «Dios
mismo nos acompaña». Que no nos deja deambular solos en el sinsentido. Recordar y
poner al día la primera palabra que el ángel le dijo a María, y que con tanta facilidad
olvidamos: «Alégrate». Lo mismo que los ángeles anunciaron la noche de Navidad a los
pastores: «No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el
pueblo...». Y es que pocas cosas pueden interesarnos más a los hombres que la alegría, y
también pocas cosas pueden despertar en nosotros más miedos y temores que la pérdida
o la ausencia de la misma. Y es que la alegría, la verdadera alegría, no es un estado
emocional, un sentimiento, un bienestar pasajero, sino una persona: Jesús de Nazaret.
Antes hablábamos de nuestros miedos y desesperanzas; pues bien, en medio de este
caos que nos invade, de sistemas políticos que se desmoronan, de crisis que entran en
crisis, de economías declinantes, del ocaso de las ideologías... en medio de todo aparece
Francisco de Asís como un faro luminoso en las costas de nuestra existencia. Aparece
como un espejo donde poder mirarnos. Aparece como un regalo, para que su vida
ilumine nuestras vidas y su inmersión espiritual nos sumerja, también a nosotros, en una
vivencia real de Jesucristo.
Su historia es quizá más impactante por el hecho de ser un joven que tenía todo a su
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alcance. Su familia era rica y estaba bien situada, sus amigos le veían como un valiente
soldado, él era líder natural y disfrutaba de los placeres de la vida... pero lo sacrificó todo
en el altar de la generosidad, del altruismo, de la alabanza y de la fe. Cambió de vida y
tomó para sí la responsabilidad de vivir mirándose en el espejo de Cristo, de
desapropiarse, de estar al lado de los pobres, de cuidar de toda la creación... por encima
de su propio bienestar. Al hacer esto consiguió vivir en una armonía profunda y
encantadora con todo y con todos. Me gusta esta palabra: armonía. Los Santos Padres
decían que el Espíritu Santo ipse harmonia est, o sea: es la armonía misma. ¡Dejémonos,
pues, invadir e inundar del Espíritu, como Francisco de Asís, para vivir del Espíritu, o
sea, en armonía!
En estos momentos de la historia todos andamos un tanto desubicados. Pero, si me lo
permitís, creo que los jóvenes andan un poco más perdidos y desorientados, a la
búsqueda de nuevas experiencias que den razón de sus inquietudes interiores. Andan
buscando maestros del pensamiento y del alma y son capaces de recorrer el planeta
entero en su busca, pero a veces caen enredados entre ideas, vacíos epidérmicos y falsas
promesas de felicidad.
Eso también le pasó a Francisco. Pero él supo mirarse en el Evangelio. Se enamoró de
Jesús perdidamente. Bebió incesantemente en las fuentes de la Palabra. Se metió de tal
manera en el texto evangélico que es posible imaginar que veía a Jesús sonriendo al
realizar los milagros, sonriendo al devolver la salud, sonriendo al devolver la alegría a
los que estaban tristes, sonriendo al ver cómo las multitudes le oían y seguían... Y es que
«¿pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos?»
(Mt 9,15).
Es muy significativo también que en el capítulo 15 del evangelio de Lucas, en las tres
parábolas de la misericordia se hable continuamente de la alegría como la actitud
esencial y fundamental de aquel que entra en la dinámica del Reino.
Creo que muchas veces no hablamos de estas facetas del Evangelio o de la vida de los
santos, porque nos parece que esto le quita importancia, seriedad e incluso santidad. Y
nada más lejos de la realidad, porque nada hay más terapéutico que la alabanza, la risa, el
buen humor, que nos ayudan a nosotros mismos y ayudan a los demás a aproximarnos a
lo que Dios quiere de nosotros.
Ya ves, puede que parezca una arrogancia, pero me encantaría con estas páginas abrir
una brecha en el camino hacia la plenitud que todos estamos llamados a recorrer. Un
espacio para ordenar ideas, pensamientos, recuerdosque nos hacen bien, sentimientos
que a veces nos agobian y otros que ponen alas a nuestro vivir.
Estas páginas quieren iluminar, dar luz, poner experiencia a tu experiencia. No
queremos mecernos en una evocación nostálgica, sensiblera o estéril que tanto daño
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suele hacer. Queremos acoger la experiencia de Francisco de Asís como un regalo
maravilloso. Encontrarnos con él, abrirnos a las grandes cuestiones que nos rodean.
Encontrar respuestas desde las intuiciones que vamos descubriendo. Escuchar, después
de ocho siglos, la palabra de Francisco. Rememorar sus vivencias. Mirarnos cara a cara
en los ojos de él para encontrar el rostro de Cristo. Beber en sus mismas fuentes para
saciarnos de la locura del Evangelio.
Escribir un libro es una tarea tremenda, inmensa, preocupante, casi siempre
arrebatadora. Cuando te lo proponen te parece que no será muy difícil, luego el paso de
los meses te va situando. Y así han pasado dos años. Muchas veces, a lo largo del
camino, te entran ganas de tirar la toalla y parar. Pero también es una tarea ilusionante y
maravillosa, porque puedes volcar en unas hojas de papel tu vida, tus anhelos, tus
inquietudes, lo mejor de ti... con mucha ilusión y mucho miedo. Y te puede salir bien o
te puede salir mal. Bueno, ya pongo aquí, al principio, que a mí eso no me preocupa
mucho, porque lo estoy viviendo como un regalo inmerecido e inesperado en estos
momentos de mi vida. Y como una experiencia de agradecimiento, y también como un
ejercicio muy saludable y enriquecedor de la memoria.
No sabía bien cómo hacer, cómo escribir, cómo transmitir tantos sentimientos, tantas
vivencias y dones como el Señor me ha regalado. ¿Cómo hacerlo? Y entonces fue
apareciendo en el horizonte de mis pensamientos y mis reflexiones la idea de «jugar»
con alguna palabra. Decir lo que siente mi corazón a través de palabras... Pero, ¿cuáles?
Y poco a poco fueron apareciendo: «belleza», «alegría», «libertad» y «corazón».
Ya sé que hay muchas más, y puede que mejores. Ya lo creo que las hay, pero había
que elegir. En fin, no sé, pero a mí, personalmente, me brindan la oportunidad de
expresarme y mostrarme como soy. No esperéis un desarrollo exhaustivo de cada
palabra, no. Más bien transitaremos por ellas, como «pespunteando» (en mi infancia y
juventud estuve siempre rodeado de mujeres que cosieron y cosen con verdadero primor,
y eso de «dar pespuntes» me suena como algo muy importante y decisivo...). Pues eso
quiero decir y transmitir: que estas cuatro palabras tienen que ir pespunteando nuestras
vidas, para darles forma.
En uno de sus libros, Dolores Aleixandre nos recuerda que Aristóteles dice en su
Poética que cada palabra tiene su dynamis (dinámica o fuerza intrínseca), que nos
aguarda silenciosa y vigilante para enseñarnos algo. Y yo me lo creo, de verdad, y pido
que nuestras cuatro palabras tengan esa fuerza inmensa y dinámica para que puedas
hacer una paradita en el camino de la vida. Que te hagan pensar, reflexionar y, ojalá,
actuar. Que estas palabras se conviertan para ti en itinerario vital y dinámico. Que te
sostengan, que den sentido a lo que eres, vives, sientes y haces. Deja que las palabras se
conviertan en semilla. Deja que vayan dando fruto, sin prisas. Deja que ahonden, que te
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den guerra y paz. Que te inquieten, te motiven. Te hagan reír y te hagan llorar...
Al comienzo de cada palabra he puesto un cuento. No un cuento cualquiera, sino un
cuento que haya significado algo importante en mi vida y en mi experiencia personal de
Dios y en el trabajo de pastoral juvenil que durante tantos años he intentado desarrollar.
En el fondo siempre quise ser un narrador de cuentos, de historias, de parábolas... como
Jesús de Nazaret. Un buscador de historias para acercarme al mundo del espíritu, al
mundo de la interioridad, al mundo de la verdadera libertad, en una búsqueda constante
de autenticidad. Y es ahí, precisamente, donde Francisco de Asís nos ofrece una
personalidad polícroma que rebosa integridad, con un magnetismo propio y con una
armonía asombrosa.
Deja que el cuento resuene en tu interior hasta que te hable. No tengas prisa y ábrete a
la inmensidad del mensaje.
Al final de cada palabra encontrarás unos testimonios de hombres y mujeres con
rostro propio, con nombres y apellidos: profesores, psicólogos, «de profesión sus
labores», médicos, religiosos, asistentes sociales, maestros... Su profesión no es lo más
significativo, ni más importante, ni lo más relevante... qué va. Por supuesto, lo más
importante es que han querido y quieren seguir viendo el mundo con espíritu
franciscano. Son doce, pero están aquí representando a tantas gentes y tantos jóvenes que
han hecho camino conmigo y con nosotros, los frailes franciscanos conventuales, en
tantos encuentros, retiros, convivencias, Pascuas, peregrinaciones... y en los que el
Evangelio y la vida de Francisco han dejado una huella indeleble.
Testimonios reales de aquellos que, en su juventud, se encontraron frente a frente con
Dios y con Francisco de Asís. Gracias también a ellos por acoger la invitación a
desnudarse espiritualmente y por el regalo de su amistad desinteresada, que siempre me
acompaña. Y gracias también a los que no salís en estas páginas con vuestro nombre
propio, pero no por ello estáis menos presentes en las páginas de mi corazón y de mi día
a día.
Y después de los testimonios hay una catequesis relacionada con un momento
concreto de la vida de Francisco de Asís que tenga conexión con la palabra concreta de
ese capítulo. Aprovecho para dar las gracias a Pepe Trívez por su trabajo, su
colaboración y su sintonía, y por todo lo que él ya sabe. Estas catequesis son un regalo
suyo para que las puedas trabajar. Para que profundices en algún aspecto de la vida de
san Francisco de Asís, aspecto que quizá ya conoces y así puedas entrar mejor en la
dinámica que él vivió, para que tu vida interior crezca y crezca. Para que puedas
contemplar esos momentos y puedas ponerte a su vera, a su ladito... sintiendo el gustazo
de entrelazar su vida en la tuya.
Antes de terminar esta especie de introducción permitidme unos agradecimientos
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más, de entre los muchos que siente mi corazón:
A José Antonio Merino, ofm, porque fue él el que me brindó la posibilidad de escribir
este libro y me animó mucho cuando yo ponía mis objeciones, pero sobre todo porque
creyó en mí.
A Óscar Alonso, por su cercanía y amistad a prueba de bomba, y por la paciencia y el
cariño mostrados en las correcciones de estas páginas y por sus propuestas siempre
animadoras.
A mi fraternidad de hermanos franciscanos conventuales de Barcelona, siempre tan
cercanos y comprensivos conmigo, porque han sentido estas páginas como suyas y he
experimentado su aliento, su apoyo y su ánimo. Porque han sobrellevado mis «neuras»
con mucha paciencia, con mucha humildad franciscana y, sobre todo, con mucho sentido
del humor, y han apoyado siempre este proyecto. En el fondo, este libro es un poco de
ellos y de toda la familia de franciscanos conventuales de España.
A Mariadelao La Marca, por su sonrisa y sus colores. Porque leyó un capítulo del
libro, se entusiasmó y pintó un cuadro precioso con una de las palabras.
A Isabel Español, que yo creo que cree que valgo más de lo que valgo, por sus
comentarios, siempre útiles, y por ayudarme con sus correcciones en el último repaso de
los originales. Y con ella a los hombres y mujeres de la Comunidad Eclesial «San
Francisco de Asís», de Barcelona, que en los últimos años han sido mi «razón de ser».
Y, cómo no, gracias a las gentes de Almorox, mi pueblo. A mi familia y a todos mis
amigos que he ido encontrando a lo largo del camino de mi vida; sin ellos esta historia
no sería posible.
Y, por último (aunque quedan muchos por nombrar), gracias a Jesús, Mariví, Clara y
Jacobo, mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, por su ejemplo de esperanza y de mirar
la vida con confianza y desde la fe. Cuando estaba en mitad de este trabajo de escribir el
libro, en los momentos de mayor euforia y subidón adrenalínico, nos sorprendióla
noticia inesperada de que Mariví tenía un tumor que había que extirpar... Bueno, lo
pongo aquí, porque esa lucha que ella y su familia han demostrado me han acompañado
y dado fuerzas y me han hecho experimentar en propia carne que lo que iba escribiendo
en el papel había que creérselo de verdad y hacerlo vida en la vida real de cada día. Otra
vez, gracias.
Ya ves que es un libro muy coral. No es mío, es nuestro... sí, sí, tuyo también.
Ojalá que no solo leas este libro, sino que lo hagas vida. Pon tu vida en las manos de
Dios; puede que, como Francisco, recibas la gran misión de «restaurar» y «reconstruir».
Termino con una famosa oración de santo Tomás Moro; supongo que sabéis lo que
tuvo que pasar y cómo terminó:
 
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Dame, Señor, el sentido del humor,
la gracia de saber apreciar un chiste,
para que pueda sacar de él alguna alegría,
aunque sea pasajera,
y haga participar de ella a los demás.
 
¡Adelante, ayúdate y ayuda a los hombres y mujeres de hoy, especialmente a los
jóvenes, a cantar con su vida un nuevo Cántico!
Por cierto, faltan muchas palabras: añádelas tú desde tu experiencia, desde tus
sentimientos, desde tus anhelos, fracasos y éxitos, pero, sobre todo, desde tus ilusiones.
Y me apetece mucho terminar estas líneas introductorias –bueno, en realidad todo lo
que quería decir casi ya lo he dicho, así es que, si quieres dejar la lectura aquí lo
entenderé–, con una relectura de la «Bendición de san Francisco». Os recuerdo que san
Francisco, antes de morir, le escribió en un trocito de papel a fray León esta bendición,
tomada del libro sagrado de los Números. Es la lectura que escuchamos en las iglesias en
la misa de cada 1 de enero, para comenzar el año con energía y con las bendiciones
divinas.
En un interesante estudio, Francesco Cocco, franciscano conventual, buen biblista y
mejor amigo, afirma que un análisis riguroso de los verbos de este fragmento bíblico
demuestra que esta bendición que Dios derrama sobre los hombres se expresa
antropomórficamente en el texto original del Antiguo Testamento por medio de la
expresión «la alentadora sonrisa de Dios», capaz de borrar todo temor y miedo,
revelando, aun en la efímera duración de una sonrisa, una realidad que es permanente y
nunca falla.
Además, en la traducción que él propone, que veis a continuación, hay dos palabras
de las cuatro que trataremos en este libro: sonrisa e intimidad (corazón). Cuando oí esta
interpretación en una conferencia pensé que me lo estaba diciendo a mí personalmente,
para que lo pusiera aquí, al principio, al inicio de esta aventura editorial.
Dice así:
 
Que Yahvé sea constantemente benévolo hacia ti
y cuide de ti;
que Yahvé te muestre su favor
y te introduzca en la intimidad de la comunión con él;
que Yahvé te sonría
y te establezca en la prosperidad y en la paz.
 
¡Adelante, amigo, abriendo caminos de paz y bien!
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«Donde la Belleza»
 
Un cuento para empezar...
 
Un cargador de agua en la India tenía dos grandes vasijas que colgaban de los
extremos de un palo que él llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía
varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua. Al final del
largo camino a pie desde el arroyo hasta la casa de su patrón, cuando llegaba, la
vasija rota solo contenía la mitad del agua. Durante dos años completos esto sucedió
diariamente. Desde luego, la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues
se sabía perfecta para los fines para los cuales fue creada. Pero la pobre vasija
agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable,
porque solo podía hacer la mitad de lo que se suponía era su obligación. Después de
dos años, la tinaja quebrada le habló al aguador, diciéndole:
–Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo, porque, debido a mis grietas,
solo puedes entregar la mitad de mi carga y solo obtienes la mitad del valor que
deberías recibir.
El aguador, apesadumbrado, le dijo compasivamente:
–Cuando vayamos de regreso a casa quiero que observes las bellísimas flores que
crecen a lo largo del camino.
Así lo hizo la tinaja. Y, en efecto, vio muchísimas flores a lo largo de todo el
camino. Pero de todos modos se sintió apenada, porque, al final, solo quedaba dentro
de sí la mitad del agua que debía llevar.
El aguador dijo entonces:
–¿Te diste cuenta de que las flores solo crecen en tu lado del camino? Siempre he
sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a
lo largo del camino por donde vas y todos los días las has regado sin darte cuenta.
Durante dos años yo he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Dios.
Si no fueras como eres, con todos tus defectos, no habría sido posible crear esta
belleza.
 
ANÓNIMO
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Reflexión
 
Cada uno de nosotros tiene sus propias debilidades. Todos somos vasijas con alguna
grieta. Pero en el plan de Dios nada es desechable. Cuando Dios te llame a realizar las
tareas para las que te ha designado, no tengas miedo de tus imperfecciones. Lo que tú
llamas imperfecciones puede ser una bendición de Dios para ayudar a otros en su paso
por la vida.
¡Cuántas historias podría escribir en este libro con el tema de las «grietas»! ¡Cuánto
juego me ha dado a lo largo de los años este pequeño cuento para que mucha gente joven
y menos joven haya profundizado en el valor de sus grietas, de lo que han regado, sin
saberlo, en el camino de la vida gracias al agua que se iba «perdiendo» –¿se perdía?– por
sus grietas! ¡Cuántas oraciones de alabanza y de súplica han brotado espontáneamente
por la lectura y la meditación de este cuento y de la Palabra de Dios!
¡Cuánta belleza por descubrir en las grietas de nuestra vida! En aquello
aparentemente feo, pero que se convierte en absolutamente necesario. Darse, derramarse,
entregarse, vaciarse, regar otras flores, otros campos, otras vidas.
Algún sastre famoso puso de moda aquello de «la arruga es bella», ¿recordáis? A la
luz de eso podríamos decir que las grietas son bellas, porque nos posibilitan embellecer
la vida de los demás.
Muy a menudo, cuando disfruto de algo especialmente hermoso: una buena
exposición, un atardecer inolvidable, una conversación, un buen libro, una película
emocionante, una canción que me hace vibrar, un paseo en primavera con los campos
florecidos, un rato tranquilo de oración... siento que algo muy real y muy profundo está
cerca de mí, que no estoy solo, que formo parte de algo muy hermoso y verdadero que
está lleno de una belleza inexplicable que me remite a otra Belleza, con mayúscula.
Siento la vida como un gran regalo, como algo que me ha ido viniendo poco a poco
lleno de belleza y sencillez, y es entonces cuando pienso que un solo instante de
verdadera belleza puede valer toda una vida. Que ese instante da sentido a todo lo que
siente mi corazón. Que ese instante da calor y color a otros instantes distintos y distantes.
San Agustín, gran teólogo y filósofo, nos invita a descubrir a Dios viendo la belleza
de las cosas:
 
Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del cielo... interroga
a todas esas realidades. Todas te responden: «Somos bellas»... Pues bien, esas bellezas sujetas a cambio,
¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza que no está sujeta a cambio? (Sermón 241,2).
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Y, hablando de belleza, no puedo evitar hacer referencia a mi experiencia personal
desde la infancia en Almorox, mi pueblo, al que tanto amo, al que tanto debo y que llevo
en lo más profundo de mi corazón.
Me parece importantísimo no perder de vista nuestras raíces, nuestros referentes,
porque hacer memoria, recordar, volver a traer al corazón otros momentos de tu vida ya
pasados, es el único modo con el que construimos nuestra vida, construimos nuestra
memoria y, por tanto, construimos nuestra identidad. El que pierde sus raíces pierde
parte de su identidad. Rememorar el pasado es un acto de amor que debemos a nuestros
mayores y a nuestra familia y amigos, sobre todo a los que ya no están.
Aunque no guardomemoria fiel de todos los años de mi infancia en el pueblo –ya me
gustaría poder rememorar de una manera más lúcida una infancia tan feliz y tan llena de
experiencias, de juegos, de amigos, de deberes escolares, de rezos compartidos, de
fiestas (Almorox es un pueblo muy fiestero)...–, he de decir que conservo muchos de los
recuerdos sumamente vívidos...
En mi infancia vivíamos juntos padres, hijos y abuelos. El barrio era una ebullición
de vida. Yo los he tenido a todos muy cerca y de todos he aprendido lecciones
impagables. Pero permitidme poner los nombres de mis abuelas (es una manera de
rendirles homenaje y de que no se pierda su memoria). Mi abuela materna se llamaba
Nicéfora, se murió siendo yo apenas un adolescente, pero guardo de ella un recuerdo
precioso y genuino de bondad, de servicio, de abnegación y de una fe real y profunda.
De hecho, de entre los muchos recuerdos que guardo en mi mente y en mi corazón está
el de ella arrodillada en su reclinatorio (tenía reclinatorio propio) a un lado de la nave
central de la iglesia parroquial, recogida, orando y mirando al Señor en el sagrario.
Y mi abuela paterna se llamaba Luftolde (podéis pensar que me invento estos
nombres tan extraños, pero es la pura verdad). Murió muy anciana, siendo yo ya fraile y
sacerdote, por lo que tengo (en realidad tenemos toda la familia) unos recuerdos
maravillosos de ella, de su inteligencia, su cultura hecha de manera autodidacta, de sus
cánticos y poesías... Yo creo que era de sus «nietos preferidos»; además, eso de ser fraile
y sacerdote me sumaba puntos. Pero qué fe tan real, qué oraciones y qué cánticos, con
rimas y sin rimas, cuántas historias y saberes, cuántas lecciones de vida de nuestros
antepasados.
A este propósito pongo aquí una página que escribí con motivo del V Centenario de
la construcción de la iglesia parroquial de Almorox, iglesia dedicada a san Cristóbal:
 
Cierro los ojos y oigo el eco del canto inundando este bello templo de Almorox. A sus gentes orando y
poniendo en Dios, en sus manos, toda su vida. Y vuelvo a mi infancia, y a este lugar, y a estos bancos... Y los
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ojos se me nublan de lágrimas y de emoción al recordar: todo giraba en torno a la iglesia. La sucesión de los
días de la semana y de los diversos períodos del año era una secuencia en la que el ciclo de las estaciones se
iba entrelazando con los diversos tiempos litúrgicos y con las tareas de la vida y del campo... Hasta los cajones
de madera para la uva temprana reposaban plácidamente en sus muros, esperando ser llenados por esas uvas
de oro y ese aroma inconfundible y dulzón que expandían los aires...
Me siento muy afortunado de poder amar estas piedras y lo que ellas significan, y soy realmente
consciente de la profunda influencia que ha tenido la fe en mi itinerario personal, tanto en lo que se refiere a
mi educación como a la cultura recibida y a todos los ámbitos de mis relaciones personales y sociales.
Soy sacerdote y fraile franciscano conventual, «arropado» por las piedras de esta iglesia cinco veces
centenaria, «mecido» por la fe de mis abuelos, de mis padres y de toda mi familia –los que viven y los que ya
están en el cielo– y de las gentes de esta querida parroquia, y «sostenido» siempre por vuestro cariño.
Desde que tengo uso de razón he percibido que en Almorox todo converge en torno a la iglesia parroquial,
verdadero eje unificador del territorio urbano y del paisaje rural que lo rodea. Su presencia irradia una fuerza
infinita. Sus piedras nos hablan del tiempo y de la eternidad. Todo va más allá de lo que la vista contempla.
Todo nos habla de paz. Al abrigo de sus muros hemos jugado y reído, nos hemos peleado y hemos hecho
amigos. Y aquí, en este templo, está grabada, como una huella imborrable, gran parte de mi historia y de la de
muchos de los que ahora estáis leyendo estas páginas, porque en él, entre sus muros, hemos ido descubriendo
poco a poco la respuesta al deseo infinito de amar y de abrirnos a la trascendencia que late en el corazón de
todo hombre.
Con estas palabras quiero afirmar mi entrañable vinculación afectiva con Almorox y su iglesia, mi
apasionada admiración por su belleza interior y exterior, y por los que hacéis posible que esto siga adelante.
Siempre que vuelvo lo hago consciente de que regreso a las fuentes de mi existencia y de mi vida
espiritual, a un mundo que me pertenece. Y creo, sinceramente, que la lealtad para con mis raíces es un
componente muy importante de mi vocación religiosa...
 
Por eso para mí Almorox es tan importante, y todo lo que con él forma parte de mi
primera y verdadera vivencia de lo bueno, de lo auténtico, de lo bello, de lo verdadero,
que ha forjado mi vida: las risas en casa, hasta las lágrimas. Los cantos y los bailes –
somos una familia cantarina y besucona–. La vuelta al hogar en vacaciones desde el
internado (en Navidad, Semana Santa y verano... y pare usted de contar) y el impacto
que sentía al oler la comida de casa. El olor de los viejos mostradores de la tienda
familiar en casa y los olores propios también del estanco de los abuelos. Los aromas de
la jara y los pinos en primavera que recibíamos desde las ventanillas abiertas del Seat
600. El olor dulzón de las uvas en verano y la experiencia preciosa de estar sentado en el
trillo, envuelto en una nube de polvo y paja. La sensación inenarrable de sumergirse en
el agua del río y la búsqueda de «benajos» –pequeños hondones en medio del río– donde
sumergirnos, gritar y saltar y volver a gritar. Las procesiones de los santos, con sus
ritmos y sus cantares, que articulaban el calendario de nuestras vidas. Las visitas al
portal de la casa de los abuelos o a otras casas solo por el gustazo de coger el botijo de
agua fresca entre las manos y levantarlo mientras se iba derramando el agua por la cara.
Los juegos con los amigos en el barrio. Los ratitos en la iglesia en verano,
sumergiéndome en una oleada de «frescor gótico» mientras miraba de reojo al Nazareno
pensando que, de un momento a otro, iba a saltar de su hornacina para decirme algo. El
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sentarme por la noche en la picota y sentirme por un momento dueño de mi propio
destino...
Pero, sobre todo, el estupor ante la Belleza, con mayúscula, que me ha envuelto
siempre: una noche estrellada «tomando el fresco» en la ermita; un atardecer en la playa
arropado por la magnificencia de la bóveda celeste... Los que me conocen me recuerdan
siempre esa frase que tanto he pronunciado estos años de vida franciscana y ministerio
sacerdotal: «En este paraje incomparable», aplicada a cada cosa, a cada espacio, a cada
momento irrepetible, vivido y celebrado.
Todos deberíamos ser conscientes de hasta qué punto los seres humanos necesitamos
la belleza para poder vivir, para equilibrar tanta «fealdad» y tanta «rotura» como nos
rodea. Y pienso que se trata de una necesidad primaria, esencial, básica, que no la
tenemos que buscar, porque habita dentro de nosotros. Nos es imprescindible para poder
sentir las primeras caricias y las primeras sonrisas de aquellos que nos aman. Lo primero
que vemos es la sonrisa abierta y real de nuestros padres, y esa sonrisa está llena de
belleza, está llena de gratuidad, está llena de Dios.
Y es que la belleza tiene capacidad para transformar el corazón de los hombres. Y
también la belleza tiene capacidad para dignificar la vida de la persona. Cabe mencionar
a este propósito las razones que aporta el psiquiatra Viktor Frankl en su libro El hombre
en busca de sentido. En este relato autobiográfico, el autor escribe sobre su experiencia
en un campo de concentración. Llama la atención que, en el relato, para describir las
causas de su desesperación y agresividad está la ausencia de belleza. Según su
diagnóstico profesional, la fealdad que les rodeaba era una de las causas más importantes
para perder el gusto por la vida. No deja de ser sorprendente que, en situaciones límites,
en las que la misma vida está en juego, el hecho de vivir sin ningún tipo de belleza fuese
tan relevante. De hecho, él comenta la alegría y la fascinaciónque sentían aquellos
condenados ante el espectáculo de un amanecer o de un atardecer. Era ese elemental
contacto con la belleza lo que les provocaba y renovaba sus ansias de seguir viviendo.
Supongo que los franciscanos que estéis leyendo estas páginas, pero también otros
muchos de nosotros, estamos pensado en estos momentos en san Maximiliano Kolbe –
franciscano conventual– y en el testimonio luminoso y bellísimo de su entrega.
Una vez leí en la columna de un periódico, que hablaba de la belleza a propósito de
una exposición de Rembrandt, que los cromañones trogloditas ya usaban collares,
pendientes, adornaban sus espacios. Invertían tiempo y esfuerzos en crear objetos
aparentemente inútiles, pero que les alegraban la existencia. Los neandertales, en
cambio, no crearon adornos, aunque tenían la misma capacidad craneal y, por
consiguiente, la misma inteligencia. Los paleontólogos se preguntan si el éxito de los
cromañones se pudiera haber debido, entre otras cosas, precisamente a esta diferencia.
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Esto es, si la belleza nos ayudó a sobrevivir. Si esto se corresponde con la realidad –y yo
lo creo–, nada sería más útil que la inutilidad.
La belleza revela la inexorable nostalgia del ser humano por la verdad y el bien. Esto
es, nos revela la nostalgia de Dios.
Por ello, la experiencia de la belleza es fundamental en la vida del hombre y en su
cultura. El gran escritor ruso Dostoievski afirma en su obra El idiota que la humanidad
no podría vivir sin la belleza, porque solo ella salvará al mundo. Es una frase muy
famosa y muy citada; menos conocida es, sin embargo, su afirmación de que la Belleza
es Cristo. Un Cristo resucitado, vivo, aquel al que los Salmos describen como «el más
bello de los hombres».
Y el cardenal Ravasi –presidente del Pontificio Consejo de la Cultura– nos decía, en
la inauguración del «Atrio de los Gentiles» en Barcelona, que «el arte y la belleza han
sido siempre un camino de búsqueda de la realidad total», por tanto son inseparables de
la trascendencia, porque nos abren un camino de superación de los horizontes estrechos
de la cotidianidad. Aunque este dinamismo de búsqueda ha quedado olvidado en algunas
corrientes contemporáneas, nosotros, cristianos, tenemos el deber de sacarlo a la luz y
hacer que brille para que nosotros, pero también «los otros», sobre todo los jóvenes,
vean que, como nos recordó el papa Benedicto XVI, la via pluchritudinis, el camino de
la belleza, es un camino abierto al encuentro sincero con Dios, un camino que nos ayuda
a crecer en la relación con él y en la experiencia de la oración. Es un camino privilegiado
para acercarnos al misterio de la fe y, por tanto, un medio evangelizador y catequético
inigualable.
Siendo todavía cardenal, Joseph Ratzinger dijo a los participantes del Encuentro de
Rímini:
 
La verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que
lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe
se pueda extender tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos
encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello.
 
Y también aprovecho para transcribir aquí unas palabras que me llaman la atención
por su actualidad y por su lucidez. Las pronunció el cardenal Daneels, arzobispo de
Bruselas, durante el Jubileo de los Artistas en el año 2000 en Roma:
 
Me pregunto si la belleza no es el camino por excelencia para encontrar a Dios. Dios es, evidentemente,
verdad, bondad y belleza. Aunque, si Dios es verdad, no creo que nuestros contemporáneos entren fácilmente
por este camino... ¿Qué es la verdad? Todos somos pequeños Pilatos que se preguntan eso. La verdad no
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interesa en primer lugar, es inaccesible, y cuando alguno la encuentra es sospechoso de ser pretencioso y
arrogante. Ahora, llegar a Dios a través de la puerta de lo bueno y del bien hoy es más difícil: si Dios es
bueno, incluso eso es demasiado bueno para mí. No soy capaz de hacer el bien, y la ética es una puerta difícil
para tener acceso a Dios en nuestros días. Estamos profundamente convencidos por la experiencia, y también
un poco por miedo, que somos incapaces de vivir ética y moralmente. Un Dios perfecto nos desanima y un
Dios verdadero nos sobrepasa. Pero si entramos por la puerta de la belleza cae toda resistencia. Probad con los
jóvenes. Habladles de Dios como fuente de lo verdadero, de la gran verdad: todos duermen. Habladles de Dios
como ejemplo de moralidad: se ponen de mal humor. Pero mostradles que Dios es belleza, en la Biblia, en la
creación, en el hombre, en la pareja, en Jesús, en las obras de arte, en la historia del arte, en los iconos, en el
Renacimiento, en las pequeñas iglesias románicas; mostradles la belleza de Dios diciendo que él es la belleza
misma: no afirmo que se convertirán todos, pero al menos no habrá resistencia.
 
¿No se nos estará mostrando un camino concreto de pastoral? ¿No se nos estarán
dando pistas para nuestro actuar concreto? ¿No es verdad que las obras de arte tienen
algo que no muere y que son capaces de hacer que levantemos los ojos al cielo?
En este sentido creo que nosotros, los franciscanos, tenemos un tesoro importantísimo
en toda nuestra historia, en las bellísimas iglesias que hemos ido construyendo a lo largo
de los siglos, y de una manera especial e importantísima en los grandes ciclos de frescos
que adornan la basílica de San Francisco, en Asís. Allí, entrando en la basílica inferior,
en el primer arco gótico se encuentra un fresco del pintor Cesare Sermei que reproduce a
san Francisco mientras acoge a los peregrinos que van allí. Una larga inscripción en latín
saluda a las personas así: «Para el paso y alégrate, oh peregrino. Ya has llegado a la
colina del paraíso...», y termina diciendo: «Es un verdadero paraíso de alegrías
espirituales. Entra: verás cosas mayores».
Y es que tenemos que ser testigos de la belleza de Dios que san Francisco tan bien
supo cantar. Tenemos que elevar nuestra propia oración de alabanza contemplando
admirados esa catequesis pictórica y de gran belleza. Esos estupendos ciclos pictóricos
que adornan la basílica se convierten en un camino excelente hacia la contemplación de
la Belleza. Contemplando estas pinturas murales sentimos un profundo agradecimiento a
nuestros antepasados por haber expresado la fe cristiana y la experiencia franciscana de
manera tan bonita, tan llena de belleza y tan en diálogo con las corrientes artísticas que
florecían en ese momento. Y, por supuesto, con tanta fe, con tanto sentido de la
trascendencia... con tanto amor.
Y nosotros, franciscanos, estamos llamados a proclamar este mensaje: la belleza
salva.
Se dice que san Francisco de Asís inspiró el Renacimiento italiano, una de las
revoluciones culturales más grandes que el mundo ha visto. Y es que, sin duda, su amor
profundo por la belleza de la naturaleza y por la belleza divina inspiró a muchos artistas
y pintores a traer el naturalismo a sus trabajos. También despertó los movimientos
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propios del Renacimiento hacia el humanismo. Él fue una inspiración en su tiempo de
vida para los siguientes siglos y hasta de movimientos culturales que llegan hasta el día
de hoy.
Lo mismo sucede con los iconos en general y con el crucifijo de San Damián en
particular. Hace muchos años quedé impresionado ante la lectura de un libro de Paul
Evdokimov titulado La teología de la Belleza. Gracias a esta lectura aprendí a amar, a
gustar y a contemplar los iconos... y eso me ayudó mucho en mi camino de
descubrimiento de la riqueza que contiene el Cristo de San Damián, joya icónica de
primer orden para toda la familia franciscana. Una obra que es un auténtico tesoro. Una
imagen que guarda dentro de sí una incomparable riqueza teológica y un gran impacto
visual.
Hace más de ocho siglos, Francisco se encontró con esta imagen de Cristo y oyó su
voz, que le susurraba al corazón y le hacía cambiar de vida... sí, sí. Hace más de
ochocientos años, pero la experienciade Francisco puede ser también válida hoy mismo,
ahora, mientras lees estas líneas. Es el impacto de lo esencial, el impacto de la belleza, es
el quedarte con la boca abierta ante tanta abundancia.
En principio, mirándolo superficialmente, el crucifijo de San Damián no sugiere
pensamientos alegres, pero, si uno se para y lo contempla con amor, siente crecer dentro
de sí el germen de la alegría, de la gran alegría pascual que el autor, el artista, quiso
plasmar en el que sería el crucifijo más famoso de la historia. Y creemos que también
este crucifijo es un buen motivo para hablar y meditar sobre la belleza.
En la antigüedad había muchísimos iconos como este o parecidos, sin embargo creo
poder afirmar que este es casi el único que ha llegado hasta nuestros días con esta
cautivadora hermosura y con una lectura tan clara de la plenitud de Cristo. Dicen en Asís
que es el crucifijo más representado y divulgado de toda la cristiandad, y puede que
tengan razón.
Aquí encontramos un motivo, perfecto y precioso, para reflexionar sobre el saber
mirar, sobre cómo contemplar la belleza que nos rodea, que es imagen de la Belleza, con
mayúscula.
Cómo me gustan las palabras del Salmo 34:
 
Contempladlo y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará...
Gustad y ved qué bueno es el Señor:
dichoso el que se acoge a él.
 
Es esta una invitación a descubrir este icono y otros que puedas encontrar en tu
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camino. Entrar en el irresistible poder de fascinación que tiene: todo repleto de luz. Una
tabla ante la cual nuestra mirada se posa cálidamente con cierta complacencia, pues
descubrimos a un Cristo de una belleza cautivadora.
Este icono de San Damián en un icono de esperanza. De su contemplación recibimos
la invitación a ser también nosotros anunciadores, mensajeros, voceros de la Buena
Nueva del Reino. Buena y Bella Nueva del Reino.
Sabemos poco o nada de sus orígenes. Por los biógrafos de san Francisco conocemos
que se encontraba colgado en la desvencijada iglesita de San Damián, que todavía hoy
día podemos visitar en las afueras de Asís. Francisco, ya tocado por la gracia de Dios,
abierto a sus designios, sensible y apto para captar la belleza de las cosas, fue capturado
y atrapado por el Señor, que, como saliéndose de la tabla, le miraba a los ojos
diciéndole: «Francisco, repara mi casa que, como ves, está en ruinas». Y desde entonces
esta cruz queda para la historia como un icono valiosísimo, y para el mundo franciscano
como una de sus más importantes y bellas reliquias.
Permaneció en la ermita de San Damián, custodiado por Clara y sus hermanas, y
cuando, en 1257, dejaron este lugar para trasladarse dentro de los muros de Asís, se
llevaron consigo el crucifijo, donde permanece actualmente y donde lo podemos venerar
y contemplar en una capilla que, después del gran terremoto de 1997, ha sufrido una
buena restauración, ubicándose el icono adecuadamente.
Francisco seguirá a Jesús hasta la estigmatización, pero esta no será la etapa final, la
meta definitiva es la Gloria, la Alegría verdadera, la Belleza real, la Danza eterna.
Ya ves cómo el arte se convierte en un camino hacia la felicidad y hacia la
profundización de la fe. Y que el arte nos hace también más optimistas, porque casi
siempre nos transmite y nos hace contemplar objetos bellos: paisajes, bodegones,
personas felices, flores... A este propósito he leído que la postal más vendida en el
mundo es aquella que reproduce la obra de Monet Las ninfas, que está en el Museo
Metropolitano de Nueva York.
Otra vez insistimos en la necesidad que tenemos de tener contacto con las cosas
bellas, y puede que este instinto se vuelva más acuciante cuando estamos cercados cada
día por muchísimas situaciones graves que nos pueden llevar a caer en la tentación o
ponernos al borde de la tristeza y de la depresión.
El arte también nos redime de la soledad y nos recuerda que el dolor, el sufrimiento,
la soledad y la confusión están en nuestras vidas como en las grandes obras de arte. Nos
ayuda a situar las cosas y a solidarizarnos con el dolor y el sufrimiento de la humanidad.
Nos ayuda, en definitiva, a sentirnos más equilibrados (no olvidemos que los
desequilibrios forman parte de nuestra existencia). Cuando nos conmovemos ante una
obra de arte es porque contiene grandes dosis de esas cualidades de las que tenemos
23
tanta necesidad en nuestra vida. Cuando decimos: «¡Qué serenidad transmite este
cuadro!», ¿no estaremos anhelando nosotros esa misma serenidad? Y lo mismo vale con
la ternura, pero también con el sufrimiento y el dolor, que nos hacen madurar y avanzar
en el camino de la vida.
En definitiva, el arte es una fuerza tremenda que sostiene el lado mejor de nuestra
naturaleza. El arte refuerza y pone en evidencia que la vida tiene otras dimensiones y que
el mundo no es solo ruidos, confusión y distracción. En fin, ojalá que sepamos gustar el
arte, la música, la contemplación... como caminos que nos conducen a las fuentes
mejores, que nos sostienen y nos dan fuerzas y que nos ayudan a mejorarnos, a nosotros
mismos y a los demás.
Y, volviendo a nuestro santo, tenemos que decir que la belleza era para él un
elemento importantísimo en su vida, una característica muy peculiar.
El gran franciscanista Éloi Leclerc dice de Francisco que este «vibraba
espontáneamente ante la belleza de las cosas. Le gustaba pasear en medio de los campos,
entre los olivos y las viñas, sensible a los juegos de la luz del sol».
Francisco creía en la belleza de la naturaleza. Y creía porque estaba convencido de
que las cosas creadas son bellas porque quien se revela en sus obras es plenamente bello.
El padre Bernhard Häring dice que «si retiras la belleza de la vida de san Francisco de
Asís y de la espiritualidad vivida por él, entonces no podrás nunca entenderla ni
regocijarte en él». De hecho, la persona incapaz de sentir la majestad del Espíritu
soplando sobre la creación, quien no alaba gozosamente a Dios cuando lo contempla en
toda su grandeza, carece de la aptitud fundamental para celebrar al buen Dios y Padre, y
no aprenderá a glorificarlo en su relación con las cosas creadas.
«¡Tú eres belleza!» es la exclamación de san Francisco después de una experiencia
profunda, durísima y de encuentro personal con el Crucificado en el monte Alverna.
Francisco ha experimentado una transformación interior y exterior, profunda, grande. El
corazón está inundado de Dios y la palabra «belleza» es, seguramente, la que mejor
expresa su experiencia, su vivencia real.
«¡Tú eres belleza!» es la exclamación que dirá Clara, fruto de la constante
contemplación del misterio de la encarnación, y particularmente de la pasión y muerte
del Señor Jesús. Fruto de vivir inclinándose para lavar los pies de sus hermanas y ver en
ellos la huella del Altísimo.
«¡Tú eres belleza!» decimos nosotros cuando nos enamoramos, cuando amamos de
verdad a alguien, ante una experiencia de enamoramiento, de arrebato, donde todo nos
parece bueno, bonito y bello.
«¡Qué belleza!» decimos todos cuando contemplamos a un recién nacido, cuando nos
encontramos ante un paisaje agradable, una flor, un fenómeno natural y extraordinario
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que se nos presenta ante nuestros ojos, ante nuestra mirada contemplativa. O ante una
pintura, o ante una composición musical magistralmente interpretada... En todo está la
huella de Dios o, mejor dicho, en todo hay que buscar la huella de Dios. Por ello la
experiencia de la belleza es fundamental en la vida del hombre y de su cultura.
A nosotros, por tanto, se nos pide que anunciemos a Cristo siendo testigos de la
belleza de la fe, como Francisco. En actitud de diálogo, con mansedumbre y confianza.
Los franciscanos, y los que seguís este carisma, debemos imitarlo irradiando la belleza
que salva, que ilumina, que transforma.
Y, a propósito de la belleza, quiero traer en este momento para vuestra reflexión uno
de los momentos más mágicos, más conmovedores, más bellos y extraordinarios de la
vida de Francisco de Asís: Greccio, año 1223.
Y nos paramos en este momento conuna mirada llena de luz y de agradecimiento.
Así es. Fue en el pueblo de Greccio, en el corazón de la montaña, muy cerca de Asís,
durante la fiesta de la Navidad. Fue una experiencia que permaneció imborrable en la
retina de los ojos de Francisco, pero sobre todo en la memoria de su corazón. Son esos
recuerdos que nos impulsan en la vida.
Francisco, hombre profundamente contemplativo, hace memoria de Cristo en el
momento de su nacimiento. Y lo hace representando, como en una gran escena, el
misterio de la Navidad. Más allá de un ejercicio de sentimentalismo barato es, en
realidad, una expresión real de su alma soñadora y mística. Pero lo hace sintiéndose él
mismo afectado por la invalidez del Niño de Belén.
 
Con preferencia a las demás fiestas y solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento de
Jesús; la llamaba la fiesta de las fiestas (2 Celano, 199).
 
Y es que hay momentos en la vida que permanecen impresos en nuestra memoria
hasta hacerse carne. Estos recuerdos, como el caso de Greccio y otros, se convierten en
impulsos para ir hacia adelante. Alimentan nuestro espíritu. Es una memoria nutriente,
pero también una «memoria peligrosa» –dice el teólogo Metz–, porque nos cuestiona
nuestro modo de vivir facilón y aburguesado.
Y hablando de belenes y de cielos, aprovecho este momento para hacer un inciso y
una pequeña reflexión. Si crees que tú no eres capaz de vivir esto o de experimentarlo en
tu vida, en fin, que si te sientes lejos de esta realidad, pues mira hacia arriba, al
firmamento. Intenta por un instante salir de ti mismo y acercarte un poquito a Dios. Creo
que es una pena que mucha gente, muchos jóvenes, solo tengan contacto con Dios a
través de la estrellas... Y como las estrellas apenas pueden verse con tanta contaminación
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lumínica y tanto ruido en nuestras ciudades, así es que nosotros, casi todos seres
urbanitas, apenas tenemos la oportunidad de pensar en un ser superior, porque no
tenemos ni siquiera oportunidad de contemplar las estrellas como Dios manda. Por eso el
día en que podemos hacerlo nos quedamos con la boca abierta y con el corazón
balbuciente, y pensamos, desde lo más profundo de nosotros mismos, que nada de todo
esto puede haber sido efecto de la casualidad, que detrás de las estrellas, y de una flor, y
de todo lo que nos hace vibrar, tiene que haber alguien superior, ¿por qué no Dios? Sí,
Dios, el arquitecto primero.
Pero también estamos llamados a contemplar la belleza, la auténtica, no solo en las
cosas, sino también en los demás, en los otros. Esa es la belleza que nos configura
auténticamente. Puede que no la encontremos en una solo persona, sino que tengamos
que buscarla en la comunidad, en la fraternidad. De aquí la importancia del grupo, de la
dimensión comunitaria de nuestra existencia. Qué bien lo intuyó y lo proclamó Francisco
cuando, según un relato tardío, pero muy sabroso, nos dice quién es para él el verdadero
hermano menor. O sea, dónde está la auténtica belleza del hombre:
 
Aseguraba que sería un perfecto fraile menor aquel que reuniera en sí mismo las virtudes y género de vida
de los siguientes religiosos: la fe de fray Bernardo y su amor a la pobreza. La sencillez y la pobreza de fray
León. La afabilidad de fray Ángel. Los finos modales y agradable conversación de fray Maseo. El espíritu de
contemplación de fray Gil. La actividad constante de fray Rufino. La fortaleza espiritual y corporal de fray
Juan Laudibus. La caridad de fray Rogerio. La diligente solicitud de fray Lúcido... (Espejo de perfección, 85).
 
¿No os parece simplemente maravilloso y precioso que Francisco hable de las
cualidades de sus hermanos más cercanos para hacer un «retrato robot» del verdadero y
auténtico hermano menor?
¿No os parece que nos hacen falta psicólogos como él, sin miedos, sin complejos,
viendo lo mejor de cada uno, sacando lo mejor de los otros, construyendo de verdad la
auténtica hermandad?
Y es que la Belleza, cuando es con mayúscula, se convierte en un ideal tan grande
que solo es posible realizarlo con la aportación de todos. Es el ideal de la comunidad o
del grupo que intenta funcionar bien, en armonía, y que intenta transmitir la belleza del
vivir, estar y trabajar juntos.
Al final todos estamos llamados a ser unos apasionados por Dios y a ser testigos de su
ternura, de su belleza y de su gratuidad. Pero todo no como fruto de especulaciones
metafísicas, sino como fruto de experiencias reales y transformadoras, como algo que se
refiere al más alto vértice de la trascendencia y de la espiritualidad.
Es la gran experiencia de Francisco de Asís con sus hermanos de comunidad y en la
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contemplación de la naturaleza, de todo lo creado. Es la experiencia profunda de todo ser
humano, frágil y contingente, ante tanta hermosura, experiencia que nos hace más
buenos, mejores personas, dispuestos a vivir a fondo y custodiar, sí, custodiar, una
palabra que ha puesto en su dimensión auténtica el papa Francisco. A este propósito
pongo aquí, con mucho gusto, unas palabras que él pronunció en la homilía de la misa
del inicio de su ministerio petrino:
 
La vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que
antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la
creación, como nos dice el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: tener respeto por
todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por
todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a
menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón.
 
Y todo porque Dios es bello. Porque la única hermosura y belleza que merece la pena
es de origen divino.
Me gustan mucho los últimos trabajos exegéticos que traducen la famosa frase del
evangelio de san Juan en el capítulo 10: «Yo soy el buen pastor», por: «Yo soy el pastor
hermoso». El adjetivo griego kalós normalmente se ha traducido como «bueno», lo cual
es correcto, pero parcial. Kalós es, ante todo, bello, hermoso. Y es que, en realidad, no
podríamos seguir a un pastor que no fuera hermoso, bueno, noble, honesto, glorioso,
bello, precioso, perfecto, excelente.
Ante alguien así es natural confiar en él, amarlo y seguirlo. Si se le busca y al final se
le descubre y encuentra, uno no puede menos que exclamar como san Agustín: «¡Tarde
te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!».
Desde esta perspectiva habría que restituir a su sentido primario muchos textos de las
Sagradas Escrituras. Seguramente nos sentiríamos mucho más cercanos a la Palabra de
Dios si nos sintiéramos afectivamente más cercanos a lo que nos dice.
Además, me parece una auténtica maravilla buscar y encontrar a Cristo –como
Francisco– de una manera, podríamos decir, sorprendente y refrescante, entendiendo que
la belleza acompaña siempre la figura de Cristo y a cuanto tiene que ver con él, sus
palabras, sus gestos solidarios, sus acciones milagrosas, su doctrina, su ejemplo, su
manera de comportarse.
Y es que en todo hombre late el anhelo de una vida bella, la sed de la belleza. Y este
es un camino abierto por Jesús de Nazaret para que lo recorra todo hombre, porque toda
persona es capaz de hacer el bien, o sea, de realizar la belleza.
En el siglo IV, Dionisio escribió que el bien es alabado por ser bello. Siglos después,
27
Tomás de Aquino sentenció que, en un sujeto determinado, la belleza y la bondad son lo
mismo, que lo bueno se considera como bello.
Y san Juan de la Cruz escribirá en su Cántico espiritual (estando en la cárcel, pero
totalmente libre en su corazón):
 
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con solo su figura, vestidos los dejó de su hermosura.
 
«Tú eres hermosura», dice san Francisco en una de sus oraciones. Y para ser testigos
de esta hermosura y belleza de Dios se necesitan hombres y mujeres entregados, llenos
de generosidad, alegres, rebosantes degozo. Testigos y anunciadores de la buena nueva
y bella. Testigos de la dulzura embriagadora del amor de Dios, como María, la Tota
Pulchra.
Y quiero terminar este capítulo con unas palabras del papa Francisco en la plaza de
España de Roma el día de la Inmaculada del año 2013:
 
Contemplando a nuestra madre Inmaculada, bella, reconocemos también nuestro auténtico destino, nuestra
vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, ser trasformados por la belleza de Dios.
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Testimonios
 
¡Aquello! (o la Belleza, una manera de ser)
 
Mi padre me puso de nombre Isabel después de haber leído un libro sobre la princesa de
Hungría, esposa y madre de familia numerosa y, ya viuda, penitente franciscana.
Siempre me sentí atraída por esta mujer generosa y sensible que, siguiendo a san
Francisco, se desprendió de su condición de noble para dedicarse a los pobres y débiles.
Fue mi padre también quien me llevó a un pequeño colegio laico de inspiración cristiana
llamado «Talitha» («niña» en hebreo), donde se me inculcó el gusto por la naturaleza y
la sobriedad, y un sentido fraternal y comunitario, un poco a lo kibutz. Pese a ser un
colegio idílico, en una mansión regia, yo no me sentía libre. Me aburrían los grupos y los
juegos, y solía tener la cabeza en «otro lugar». Sigo igual. Ahora espero el fin de la
jornada laboral con la misma ilusión con que de niña esperaba el fin del patio, pues solo
en clase «me dejaban en paz» para mirar a mi aire los árboles del jardín y evadirme a ese
«otro lugar», una especie de horizonte que se abría y ensanchaba hasta perderse en el
infinito. No sabía entonces qué quería ser de mayor ni por qué tenía que querer ser nada.
Me resultaba difícil concretar mi vocación. A mí solo me gustaba «aquello».
Al acabar bachillerato estudié piano, armonía y canto coral durante ocho años en el
conservatorio, hasta comprender que la música activaba en mí una desmesura que
disolvía mi voluntad y me desviaba de mi eje. Me dediqué entonces a la literatura
inglesa, norteamericana y alemana y, siendo ya licenciada, pasé a la teología. Gracias a
unas becas del Ministerio de Asuntos Exteriores pude dedicar cuatro años a investigar en
estética, filosofía del arte y teoría literaria en Polonia. Finalmente, el doctorado que allí
escribí me proporcionó las herramientas para reflexionar sobre ese «lugar» que ahora
identifico como un estado contemplativo habitado por la capacidad de belleza, un lugar
donde me siento en casa, cerca de Dios.
La tradición platónica presenta como necesarios solo la verdad y el bien, y hace de la
belleza un accesorio que a veces incordia. En mí, que estaba fascinada con la
exuberancia de la vida, ese deseo de belleza era imperioso y acuciante, y fue
problemático en mi juventud, porque reclamaba exclusividad. Con los años he
comprendido que la belleza merece ser vista dentro de la unidad que constituye el
espíritu humano. Que, efectivamente, solo la bondad puede avalar la calidad de la
belleza, y que a esta le corresponde irradiar la bondad haciéndola deseable.
Para ilustrar lo que digo me gustaría narrar aquí el siguiente episodio: un verano,
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viajando por la región montañosa de la Bucovina, en Rumanía, visité el monasterio
Sucevita (siglos XV-XVI) después de una imponente granizada. El jardín que rodeaba la
pequeña iglesia ortodoxa estaba sembrado de rosas fucsia y coral, y las nubes bajas se
retiraban dejando un vapor fresco en la cuenca que formaban los muros del monasterio,
como una enorme pila bautismal. Con esa mezcla de confort y estremecimiento que
sigue al baño contemplaba maravillada las pinturas murales de las paredes externas de la
iglesia, de vivos colores verde, azul y rojo, representando escenas de la vida de Jesús y
de la Biblia. Una vez dentro me sorprendió una escena sublime, de gran sencillez y
naturalidad: tres monjas jóvenes vestidas de riguroso hábito negro cantaban las vísperas
de pie. Las mejillas enceradas de rojo, los ojos de laca azul, integradas en los
magnificentes frescos que a su lado, en ese atardecer húmedo de verano, estaban
restaurando tres estudiantes, bajo unos focos que prodigaban un aura bienhechora. Todo
el conjunto era una invitación a una vida que mantiene abiertas sus promesas.
En mi asombro, pensaba: ¡qué irreprimible es esa tendencia de la creación hacia la
belleza! Nos sale al encuentro con una resolución e intencionalidad imparables. Adviene,
irrumpe de forma inesperada, como don que no se entrega totalmente, que se revela en el
instante único y singular a quien está dispuesto a ahondar en su propia receptividad. El
universo, la naturaleza, el cuerpo humano, no tienen obligación ni necesidad de ser
bellos, y sin embargo encierran la posibilidad de belleza. No son solo materia, función,
sino también forma. Es más: el ser humano está hecho para sentirse atraído por esa
forma. Sabe que no puede prescindir de la belleza para ser feliz, como sabe que hay un
tipo de mal causado por usar la apariencia de belleza para seducir y engañar. La belleza
no pertenece al tener, sino que es una manera de ser, de existir.
A medida que crece, el ser humano constata que hay sentimientos, actitudes y
relaciones que espontáneamente identifica también como «de belleza»: el amor, la
amistad, la inocencia, la entrega fiel, el gesto valiente y generoso. Más raramente es
protagonista o testigo de actos que le conmueven por ser de una belleza «suprema», por
más que encierren algo terrible y desgarrador. Actos altruistas, de justicia o de sacrificio.
Y esto porque no somos figuras, sino presencias reales, animadas. Y un rostro nos gusta
no solo por la composición de sus rasgos y su psicología, sino porque deja entrever la
manera en que la trascendencia le interroga, lo que allí acontece. Por eso podemos
hablar, por ejemplo, de la belleza de Cristo clavado en la cruz o de la belleza del pesebre.
La belleza no se agota, pues, en un estado de disfrute de formas o situaciones, sino que
está presente también en el dolor que entraña la vida. Es decir, no garantiza la
experiencia de placer, pero sí una satisfacción que afecta de raíz a toda la persona, la
trans-figura. El arte contemporáneo es un ejemplo de esto, al reivindicar que lo suyo no
es estar al servicio de lo bello y lo sublime, sino al servicio de la vida.
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Cada experiencia de belleza es un milagro que nos devuelve la frescura del primer
amanecer. A diferencia de lo que sucede con el arte, la belleza no es algo «opcional»
para nosotros. Es «condición necesaria» para la vida que en nuestro fuero interno
deseamos vivir. Precisamente ahí, y no en estas o en aquellas cualidades estéticas, ni
siquiera en lo sublime, radica su valor.
 
ISABEL ESPAÑOL (Barcelona)
Profesora de traducción (alemán/español)
en la Universidad Autónoma de Barcelona.
Casada y madre de cuatro hijos
 
 
La belleza, un bálsamo para el alma
 
«Agua Fría se apresuró a fijar el paisaje con su Mirada Preservativa, para protegerlo de
la nada». La primera vez que leí esta frase deseé con todas mis fuerzas tener ese don: una
mirada preservativa que evitara que las cosas bellas, los momentos bellos, se los llevara
una niebla espesa capaz de hacerlos desaparecer. Tenía esa edad en la que una cree que
basta con desear algo para que se cumpla... en fin.
Siempre he sido muy sensible a la belleza. No he llegado a desmayarme, como
Stendhal, pero sí me he conmovido lo suficiente como para que algún amigo se riera de
mis «levitaciones». Les aseguro que no soy una mística (nada más lejos de la realidad),
pero al contemplar una obra bella, ya sea un cuadro, una canción o unas simples
palabras, me siento siguiendo un hilo fino y débil que me conecta con Dios. «Tú eres
Belleza», dirá san Francisco, consiguiendo decir con tres palabras lo que a mí me ha
llevado bastante más.
La belleza es un bálsamo para el alma. Esta vez no necesito citar a nadie, porque la
frase es mía. La frase nació en un momento de dolor, de esos que la vida nos regala con
más asiduidad de la que nos gustaría. Un momento de oscuridad y, por quéno,
sinsentido, en el que de repente, a través de una ventana no muy grande, empezó a
filtrarse una luz, tenue al principio, pero que de «a poquito» ilumina tu alrededor hasta
convertir esas partículas de polvo que te rodean en partículas doradas. Sí, es un efecto
óptico, pero tu alma lo siente «milagro». El milagro de la Belleza. Un Dios que te cura
con delicadeza.
«A Dios le gustan los feos», me dijo una vez un amigo, provocando en mí la misma
reacción que adivino en algunos de vosotros al leer estas palabras. Es un amigo sabio y
«bello» que acompañó sus palabras de Evangelio consiguiendo que me quedara sin
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argumentos (lo cual no siempre es fácil). Empecé a creer que la belleza no siempre está
en el objeto que uno mira. No se trata de una característica que las cosas o las personas
tienen o no tienen. La Belleza (con mayúscula) casi siempre está en los ojos de quien
mira. Son esos ojos los que la otorgan al posarse en algo. No sé si alguna vez os habéis
sentido poquita cosa y, sin embargo, al miraros en los ojos de alguien os habéis visto en
su reflejo y habéis sentido que esa mirada iba más allá de vosotros, capaz de ver lo mejor
de vosotros. Es la mirada del otro la que te hace bello. Y más si ese otro es un Otro con
mayúscula. Entonces comprendes cómo se sintió Francisco al ser mirado por Dios, cómo
la ceguera no le impidió mirar a su alrededor y ver que todo cuanto le rodeaba llevaba
noticia de su Autor y loarlo por ello.
Ahora sé que esa mirada preservativa que tanto ansío no es una mirada capaz de
congelar belleza, es una mirada capaz de derramarla. Y esa es mi oración, que al
mirarme en tus ojos, Señor, mi mirada se «contamine» de ti y tu Belleza se derrame en lo
que me rodea.
 
ASUN UTANDE (Zaragoza)
Profesora de Química y psicóloga,
casada y madre de un hijo
 
 
La belleza hace renacer y salva
 
Hola, me llamo José y vivo en Sevilla. Doy clases en la universidad sobre desarrollo
humano. Soy psicólogo.
Hace ya muchos años que quedé cautivado para siempre por la figura de Francisco de
Asís. Y, aunque son múltiples las facetas de este hombre, siempre me sentí atraído por su
capacidad para sintonizar con la belleza. Porque, lejos de los artificios, Francisco supo
encontrar la esencia de lo bello en lo simple, en lo cotidiano. Desde entonces he venido
haciendo guiños en aquello que he ido creando: desde mi tesis doctoral hasta algunas de
las exposiciones que he organizado con pinturas mías, la belleza de lo cotidiano ha
estado presente de una u otra forma.
Porque pinto, ¿no os he dicho que pinto? Mal, pero pinto. Y lo hago para que no me
duela el estómago. Lo hago desde el convencimiento de que es un momento en que me
siento vivo. Y como pinto sobre telas muy grandes tengo la impresión de estar pintando
mientras bailo. Porque no uso pinceles, pinto con las manos y los brazos y dejo marcadas
las líneas de mi movimiento, mis huellas dactilares y mis pelos y mis ansias.
Porque soy nervioso, ¿no os he dicho que soy nervioso? Pues sí, y por eso me
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llevaron a la piscina desde pequeño, y por eso conseguí una beca para realizar un curso
de submarinismo el verano en que, una vez aprobada la selectividad, cambió mi vida
para siempre.
Porque mi vida cambió, ¿no os he dicho que mi vida cambió? Vaya, se me olvidan las
cosas... Hoy no soy como iba a ser. Yo quería hacer Ciencias del Mar en la Universidad
de Cádiz y no fui al curso de submarinismo porque mis mejores amigos iban de
convivencias de verano con unos que se llamaban franciscanos. Y yo, que nunca fui de
tener las cosas claras, preparé una mochila y viajé con ellos durante un día completo un
trayecto que hoy se hace en un rato. Y luego vinieron las horas, unas más largas que
otras; y luego vinieron las cartas y las despedidas, unas más largas que otras; pero
siempre colgado del brazo de Francisco, queriendo mirar por su mirada para descubrir
que en la belleza siempre hay un momento para renacer.
Porque siempre podemos renacer, ¿no os he dicho que podemos renacer? Pues mirad,
me gustaría compartir con vosotros un renacimiento, un caso que describe cómo la
belleza salva una vida. Y me sucedió hace ya muchos años. Quedé para almorzar con mi
compañera de piso, que resultó ser jueza en un pueblecito de Cádiz donde me destinaron
como orientador de Secundaria. Me senté en un banco de madera frente a la puerta de
una sala de vistas. Junto a mí había un chico tatuado en el cuello que dibujaba, sobre un
papel cuadriculado, una niña pequeña sentada en un orinal, con el lápiz que había cogido
de la cartera de su abogado. Cuando lo llamaron para testificar, el chico del tatuaje en el
cuello hizo una bola con el dibujo y lo tiró bajo el banco. Dejé que se cerrara la puerta,
me agaché, cogí el papel y lo escondí disimuladamente como quien guarda un tesoro,
sabiendo que estaría condenado para siempre a recordar el gesto de doblar mis rodillas,
cerrar la mano e introducirla en un bolso de cáñamo que nunca supe, a ciencia cierta, si
era de mujer u hombre.
Mientras nos servían el vino, la jueza me contaba el caso de un chico tatuado en el
cuello que la noche anterior había asaltado una casa en Sotogrande, Cádiz, con tan mala
fortuna de que se trataba del hogar de un magistrado del Tribunal Constitucional. Y, sin
haber robado nada, pero por saltar la tapia de la vivienda, lo había enviado a que pintase
las paredes del instituto donde yo trabajaba.
A la mañana siguiente hablé con el profesor de pintura para que el chico del tatuaje
en el cuello no pintara paredes, sino que pintara cuadros. Yo sabía que mi compañero
tenía un estudio muy grande en el sótano de su casa y ese podía ser un verdadero
escenario donde sacar lo mejor del chico con el tatuaje en el cuello. Así que la jueza
accedió a que el profesor de pintura del instituto supervisara todas las tardes al chico del
tatuaje en el cuello mientras pintaba en el sótano de su casa.
Tardó un año en preparar su primera exposición colectiva, a los dos años viajó por
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Centroeuropa para pintar paisajes, y pintó las playas de Cádiz, y en pocos cursos se
doctoró en Bellas Artes. En la actualidad ha expuesto en museos y salas de los cinco
continentes. Ha ganado todos los premios importantes y casi todas las colecciones
públicas y privadas de pintura de España tienen un cuadro suyo. Me llama cada vez
desde un país diferente, aunque a mi casa viene poco. Sin embargo, cuando los astros se
alinean, nos gusta sacar tiempo para sentarnos, abrir una coca-cola y mirar de frente el
papel donde dibujó a aquella niña pequeña sentada en un orinal: él dice que es su mejor
obra; yo digo que su mejor obra es su propia vida.
Porque renacer en este mundo merece la pena, ¿no os he dicho que renacer en este
mundo merece la pena? Sé que sí al iniciar el texto. Pero no quiero que se os olvide. Este
mundo merece la pena, porque siempre hay un momento para recomenzar, para resurgir,
para reencontrarse con quien nunca te deja: tú mismo. Y contigo, la mirada de Francisco
hacia Jesús.
 
JOSÉ SÁNCHEZ (Sevilla)
Profesor de Psicología en la Universidad de Sevilla,
casado y padre de tres hijos
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Catequesis
 
VENITE, ADOREMUS
 
LEE... textos para acercarse a Francisco
 
Las fuentes
 
SAN BUENAVENTURA, Leyenda mayor de san Francisco, 1-3
 
Tres años antes de su muerte se dispuso a celebrar en el castro de Greccio, con la
mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del Niño Jesús, a fin de excitar
la devoción de los fieles.
Mas, para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió
antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con
el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.
Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces y aquella
noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de
voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne.
El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en
lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra

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