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¡Hola, alegría; bienvenida, libertad! Armonía en clave franciscana Juan Antonio Adánez Silván 2 A mis padres, Agustín y Chon. Lo mejor de mí es vuestro. ¡Gracias! 3 Prólogo En lo que los sociólogos y pensadores vienen llamando desde hace años «cambio de paradigma», Olegario González de Cardedal interpreta «una metamorfosis antropológico-religiosa» que, según sus palabras, afecta a las bases mismas de lo humano, de la religión y del cristianismo (ABC, domingo 1 de septiembre de 2013). Salta a la vista, sin embargo, que la frescura del Reino de Dios sigue atrapando la mirada, el corazón y la intuición de quienes con honestidad presienten que es necesario ir más allá de uno mismo para encontrar la Fuente de toda vida, belleza, alegría, libertad y bondad del corazón; para vivirlas como don compartido y transformador. La riqueza de imágenes, experiencias y sugerencias que el autor exhibe en estas páginas nombran en voz alta la «sed» de la que los místicos de ayer y de hoy nos hablan (Juan de la Cruz, Bonhoeffer, Madre Teresa de Calcuta...); la que a ellos les cambió la vida y a nosotros nos sorprende en nuestra ansia de vivir a fondo, con sentido, incondicionalmente, aunque nos dé vértigo. Nuestras búsquedas no encuentran horizonte en los efímeros paradigmas de tantas otras ofertas que pretenden acaparar nuestro interés y constituirse en estrellas que guíen nuestros deseos en un recorrido que enseguida adivinamos corto. Francisco de Asís, alma de estas páginas que siguen, expresa en su vida, a través de gestos y símbolos, la vida y la búsqueda que le habitan, y nos llegan tan hondos sus gestos porque siente a Jesús viviente en su ambiente, provocador y llamando, en su sociedad, en su Iglesia, y él con el corazón en la mano, respondiendo... No hace elucubraciones mentales: su modo de relación tan ampliamente receptivo le lleva a respuestas inmediatas desde la vida que lleva entre manos, y que, es consciente, va mucho más allá de su persona. Las palabras que son paradigmas de vida en este libro –belleza, alegría, libertad y corazón– conservan esa misma inmediatez, porque son don del Espíritu, hoy como ayer, para quienes permanecen abiertos a él o no ponen límites al dejarse sorprender. El camino personal y pastoral plasmado de forma tan escueta en las páginas que siguen evidencian lo importantes que son los otros en la construcción y crecimiento de nuestras personas: los padres, los hermanos, los amigos, los rostros y gestos familiares del ambiente donde hemos crecido, la historia y tradición de nuestros pueblos, ciudades y casas formativas. Todos ellos han ido dando forma, ciertamente no al azar, a lo que nos sostiene, nos da firmeza y nos compromete para seguir caminando y generando vida hoy. La experiencia del autor plasmada en estas páginas pone en escena un proceso muy 4 común, quizá no tan rico en todos los casos, de haber aprendido a cribar la vida quedándose con lo bueno recibido, dando pasos hacia lo mejor que se va intuyendo en el horizonte del camino, queriendo responder al Señor, dejando atrás sueños construidos desde el narcisismo y no desde el amor. Nuestro Autor, con la naturalidad y la creatividad cromática que le caracterizan, ha dejado traslucir en estas páginas su rico mundo interior, que sin duda afecta a su fe y vocación franciscana. La larga experiencia en pastoral juvenil de Juan Antonio Adánez en estos años ha producido, a mi entender, una especie de ósmosis de su camino personal con los caminos de tantas personas a las que ha acompañado desde su ministerio y responsabilidades; en este caminar ha habido, y hay, encrucijadas no siempre fáciles, y también tantos regalos recibidos que han pasado a formar parte de su bagaje afectivo y personal, del que no se apropia celosamente, sino que es capaz de compartir y aprender. La espontaneidad y simpatía que le caracterizan le hacen accesible a todos, y su capacidad de expresar las cosas con el lenguaje corriente de la vida hace que todos lo puedan comprender, sintiéndose incluidos en cuanto propone. Siento que, para escribir estas páginas, ha hecho un gran esfuerzo: su alma creativa e inteligentemente libre no es amiga de jaulas ni corsés; la riqueza del alma se queda estrecha cuando hay que verbalizarla o expresarla en crónica; sin embargo, los franciscanos conventuales hemos de agradecer a Juan Antonio haber marcado un estilo de ser y de estar en medio de la gente. Es el suyo, pero ha sumado y sigue sumando a favor del Evangelio y de la misión que, como familia religiosa, tenemos encomendada en España. No dudo de que, como adulto que es, seguirá profundizando y haciéndose dócil a cuanto el Señor le pida en el hoy de su vida. San Francisco de Asís inaugura en los albores del Renacimiento una predicación penitencial popular, directa, en medio del pueblo; en los cruces de los caminos, en la convivencia con los hombres y las mujeres fuera de los lugares de culto y de cultura, en los leprosarios y en los lugares de trabajo, en su itinerancia hasta Tierra Santa, donde se encuentra con el sultán Melek el Kamel. La propuesta de estas páginas, que concentran nuestra atención en «palabras sagradas» para nuestra cultura, son un aliciente para centrar nuestra mirada y nuestra creatividad misionera en el don del Evangelio, que sigue siendo la huella de Dios que en su Hijo se nos hace camino (santa Clara de Asís). Estamos en tiempo de síntesis, de cambios profundos En opinión de otros, ¡es nuestro tiempo! Nos hace falta audacia para no despreciar la nostalgia de las personas y del cosmos, y descifrar en sus gritos el anhelo de eternidad que en ellos subyace; ¡las personas y el cosmos, tan desgastado hoy por agresiones injustas e interesadas padecidas cada día con menor impunidad! El deseo y el camino no nos pertenecen, son don del 5 «Gran Limosnero» que a todos nos lanza a la vida y nos espera. Gracias a Juan Antonio y a los testimonios que comparecen en este libro: son parte viva de su camino y misión pastoral. Gracias en nombre de tantos jóvenes que no son citados y se han beneficiado del camino franciscano y pastoral de estos años que aquí queda reflejado. fr. JOAQUÍN AGESTA, Asistente general ofm conv Roma, julio de 2015 6 Unas palabras Hola, amigo: Más de uno habrá experimentado que toda realidad viene precedida por un sueño... Pues sí, creo que, en este razonamiento, hay mucha razón. Me explico. Allá por el año 1990 terminaba yo mi estancia de tres años en la comunidad que mi Orden religiosa –franciscanos conventuales– tiene en Zaragoza. Yo había comentado alguna vez a una amiga que algún día escribiría un libro sobre la alegría. Bueno, más o menos. La cuestión es que el día que yo abandonaba aquel lugar para seguir mi camino en otro, esta amiga me dio un paquete que, desenvolviéndolo, resultó ser un libro precioso, encuadernado en piel color sangre de toro, titulado Hola, Alegría, bienvenida, Libertad. Era un libro gordo, pero... todas sus hojas estaban en blanco. Ese día comenzó la historia de este libro que tienes en tus manos. Ahora ese sueño se hace realidad, no sin esfuerzo y con un poco de pudor y mucho de atrevimiento. Convencido de que, como alguien escribió, la magia de la literatura y de la escritura consiste en contar la misma historia que a ti te han contado mil veces y hacerla parecer única. Pero vayamos al grano. Aunque es este un libro que tiene como figura central a Francisco de Asís, quiero comenzar estas líneas haciendo referencia a una anécdota que leí hace tiempo sobre la Madre Teresa de Calcuta, que como bien sabéis tenía fama de ser una persona extremadamente sencilla. También sus consejos fueron de una simplicidad que desconcertaba a los que se lo pedían. En cierta ocasión, un grupo de profesores norteamericanos se dirigió a ella y le preguntó: –Por favor, díganos algo que pueda ayudarnos en nuestra vida. La Madre, mirándoles a los ojos, se limitó a contestar: –Sonrían. Lo digo completamente en serio. Pues eso, lo digo completamente en serio y lo escribo completamenteen serio, y ojalá que con una sonrisa leamos estas páginas poco a poco, sin prisas. Convencidos de que a la vida no le podemos pedir más de lo que nos puede dar, que es mucho... Y también ojalá que nos vayamos familiarizando con nuestro gran amigo y hermano Francisco, san Francisco de Asís, que es el auténtico protagonista de estas páginas. Y podríamos preguntarnos: ¿acaso la historia de alguien que vivió hace ochocientos años puede decirnos algo a los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿Puede iluminar 7 nuestro presente la historia de un hombre medieval? ¿Existen concomitancias y rasgos familiares cuando entramos en la experiencia de Francisco de Asís? ¿Puede un artista – eso fue Francisco de Asís– guiarnos, enseñarnos, mostrarnos el camino de la alegría, de la felicidad? Lo cierto es que necesitamos artistas, porque lo que más falta hace es aquello que no hace falta, lo que no se ve, lo inútil, lo lateral, lo que no se puede medir ni tocar, pero que nos llena por dentro. Aquello que hace que te descentres de ti mismo para que te duela el mundo, el otro... Esos son los artistas que necesitamos. Los que están abiertos, los que hacen de su vida una terapia saludable, porque si el arte no cura, no es arte. Pues sí, en este mundo nuestro, tan complicado, nos hacen falta artistas por su «innecesaridad». Por la innecesaridad de sus versos, de sus canciones, de la polifonía cromática de sus pinturas, por su mirada fotográfica y cinematográfica, por sus espacios arquitectónicos, por su melancolía, por su estupor ente la grandeza de las cosas y su dolor ante el sufrimiento de los demás, por su oración y su alabanza nutrientes, por elevar los brazos al cielo y enseñarnos a oxigenar el espíritu. Necesitamos hombres y mujeres que nos enseñen el camino de la salvación (¡uf, cómo suena eso...!); pues sí, el camino que nos lleve a sentirnos bien con nosotros mismos y con los demás, y a hacer el bien. Alguien me dijo una vez, y se me quedó grabado, que Dios nos salva siempre de la necesidad de que «todo vaya bien» para ser felices. En fin, hay que intentar serlo así, sin más... porque Dios lo quiere. Siempre me gustó y me alentó en mi caminar el cántico de Habacuc: ... aunque los campos no den su cosecha y el olivo no dé su aceituna... yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador (Hab 3,17-18). ¡Qué palabras tan estupendas en tiempos de crisis! ¡Qué experiencia profunda de fe real, sin trampas, de confianza plena, sabiendo que la última palabra la tiene Dios! Porque hay saber espera, ser pacientes. Esto también nos lo enseña la Biblia en los Salmos: ... yo esperaba con ansia al Señor. Él se inclinó sobre mí y escuchó mi voz, me puso en la boca un cántico nuevo... (Sal 39). Pues bien, cuando por todos lados se alza la voz para convencernos de que todo va mal; cuando el mundo está lleno de profetas de calamidades; cuando algunos se 8 empeñan en convencernos de que el futuro está lleno de patologías, de fármacos, de terapias, de dependencias, ahí precisamente queremos colocar estas páginas para hablar de la alegría, del valor de una sonrisa, de la belleza, de la libertad, del corazón... Para intentar decir que estas son patrimonio del ser humano. De todos nosotros. Que son más nuestras que lo más nuestro. Que no tengamos miedo. Que no estamos solos. Que no es que no tengamos nada, sino que lo tenemos todo, sí, todo: Tu dici: Non ho niente. Ti sembra niente il sole, la vita, l´amore! Meraviglioso... 1 Lo pongo en su italiano original porque suena precioso –intenta pronunciarlo en voz alta, verás qué bonito–. La cita la he encontrado escrita en una de esas revistas de los aviones, que están llenas de cosas para comprar. Justamente ahí estaban estas palabras bellísimas para decirnos que lo de verdad, lo auténtico, lo más valioso, no cuesta nada. Y resulta que son las palabras de una canción que por los años setenta cantaba Domenico Modugno, de la que se han hecho varias versiones –bendito Internet, que te saca siempre de la duda–. Nos lo acaba de recordar el papa Francisco: la fuente de la alegría es que «Dios mismo nos acompaña». Que no nos deja deambular solos en el sinsentido. Recordar y poner al día la primera palabra que el ángel le dijo a María, y que con tanta facilidad olvidamos: «Alégrate». Lo mismo que los ángeles anunciaron la noche de Navidad a los pastores: «No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo...». Y es que pocas cosas pueden interesarnos más a los hombres que la alegría, y también pocas cosas pueden despertar en nosotros más miedos y temores que la pérdida o la ausencia de la misma. Y es que la alegría, la verdadera alegría, no es un estado emocional, un sentimiento, un bienestar pasajero, sino una persona: Jesús de Nazaret. Antes hablábamos de nuestros miedos y desesperanzas; pues bien, en medio de este caos que nos invade, de sistemas políticos que se desmoronan, de crisis que entran en crisis, de economías declinantes, del ocaso de las ideologías... en medio de todo aparece Francisco de Asís como un faro luminoso en las costas de nuestra existencia. Aparece como un espejo donde poder mirarnos. Aparece como un regalo, para que su vida ilumine nuestras vidas y su inmersión espiritual nos sumerja, también a nosotros, en una vivencia real de Jesucristo. Su historia es quizá más impactante por el hecho de ser un joven que tenía todo a su 9 alcance. Su familia era rica y estaba bien situada, sus amigos le veían como un valiente soldado, él era líder natural y disfrutaba de los placeres de la vida... pero lo sacrificó todo en el altar de la generosidad, del altruismo, de la alabanza y de la fe. Cambió de vida y tomó para sí la responsabilidad de vivir mirándose en el espejo de Cristo, de desapropiarse, de estar al lado de los pobres, de cuidar de toda la creación... por encima de su propio bienestar. Al hacer esto consiguió vivir en una armonía profunda y encantadora con todo y con todos. Me gusta esta palabra: armonía. Los Santos Padres decían que el Espíritu Santo ipse harmonia est, o sea: es la armonía misma. ¡Dejémonos, pues, invadir e inundar del Espíritu, como Francisco de Asís, para vivir del Espíritu, o sea, en armonía! En estos momentos de la historia todos andamos un tanto desubicados. Pero, si me lo permitís, creo que los jóvenes andan un poco más perdidos y desorientados, a la búsqueda de nuevas experiencias que den razón de sus inquietudes interiores. Andan buscando maestros del pensamiento y del alma y son capaces de recorrer el planeta entero en su busca, pero a veces caen enredados entre ideas, vacíos epidérmicos y falsas promesas de felicidad. Eso también le pasó a Francisco. Pero él supo mirarse en el Evangelio. Se enamoró de Jesús perdidamente. Bebió incesantemente en las fuentes de la Palabra. Se metió de tal manera en el texto evangélico que es posible imaginar que veía a Jesús sonriendo al realizar los milagros, sonriendo al devolver la salud, sonriendo al devolver la alegría a los que estaban tristes, sonriendo al ver cómo las multitudes le oían y seguían... Y es que «¿pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos?» (Mt 9,15). Es muy significativo también que en el capítulo 15 del evangelio de Lucas, en las tres parábolas de la misericordia se hable continuamente de la alegría como la actitud esencial y fundamental de aquel que entra en la dinámica del Reino. Creo que muchas veces no hablamos de estas facetas del Evangelio o de la vida de los santos, porque nos parece que esto le quita importancia, seriedad e incluso santidad. Y nada más lejos de la realidad, porque nada hay más terapéutico que la alabanza, la risa, el buen humor, que nos ayudan a nosotros mismos y ayudan a los demás a aproximarnos a lo que Dios quiere de nosotros. Ya ves, puede que parezca una arrogancia, pero me encantaría con estas páginas abrir una brecha en el camino hacia la plenitud que todos estamos llamados a recorrer. Un espacio para ordenar ideas, pensamientos, recuerdosque nos hacen bien, sentimientos que a veces nos agobian y otros que ponen alas a nuestro vivir. Estas páginas quieren iluminar, dar luz, poner experiencia a tu experiencia. No queremos mecernos en una evocación nostálgica, sensiblera o estéril que tanto daño 10 suele hacer. Queremos acoger la experiencia de Francisco de Asís como un regalo maravilloso. Encontrarnos con él, abrirnos a las grandes cuestiones que nos rodean. Encontrar respuestas desde las intuiciones que vamos descubriendo. Escuchar, después de ocho siglos, la palabra de Francisco. Rememorar sus vivencias. Mirarnos cara a cara en los ojos de él para encontrar el rostro de Cristo. Beber en sus mismas fuentes para saciarnos de la locura del Evangelio. Escribir un libro es una tarea tremenda, inmensa, preocupante, casi siempre arrebatadora. Cuando te lo proponen te parece que no será muy difícil, luego el paso de los meses te va situando. Y así han pasado dos años. Muchas veces, a lo largo del camino, te entran ganas de tirar la toalla y parar. Pero también es una tarea ilusionante y maravillosa, porque puedes volcar en unas hojas de papel tu vida, tus anhelos, tus inquietudes, lo mejor de ti... con mucha ilusión y mucho miedo. Y te puede salir bien o te puede salir mal. Bueno, ya pongo aquí, al principio, que a mí eso no me preocupa mucho, porque lo estoy viviendo como un regalo inmerecido e inesperado en estos momentos de mi vida. Y como una experiencia de agradecimiento, y también como un ejercicio muy saludable y enriquecedor de la memoria. No sabía bien cómo hacer, cómo escribir, cómo transmitir tantos sentimientos, tantas vivencias y dones como el Señor me ha regalado. ¿Cómo hacerlo? Y entonces fue apareciendo en el horizonte de mis pensamientos y mis reflexiones la idea de «jugar» con alguna palabra. Decir lo que siente mi corazón a través de palabras... Pero, ¿cuáles? Y poco a poco fueron apareciendo: «belleza», «alegría», «libertad» y «corazón». Ya sé que hay muchas más, y puede que mejores. Ya lo creo que las hay, pero había que elegir. En fin, no sé, pero a mí, personalmente, me brindan la oportunidad de expresarme y mostrarme como soy. No esperéis un desarrollo exhaustivo de cada palabra, no. Más bien transitaremos por ellas, como «pespunteando» (en mi infancia y juventud estuve siempre rodeado de mujeres que cosieron y cosen con verdadero primor, y eso de «dar pespuntes» me suena como algo muy importante y decisivo...). Pues eso quiero decir y transmitir: que estas cuatro palabras tienen que ir pespunteando nuestras vidas, para darles forma. En uno de sus libros, Dolores Aleixandre nos recuerda que Aristóteles dice en su Poética que cada palabra tiene su dynamis (dinámica o fuerza intrínseca), que nos aguarda silenciosa y vigilante para enseñarnos algo. Y yo me lo creo, de verdad, y pido que nuestras cuatro palabras tengan esa fuerza inmensa y dinámica para que puedas hacer una paradita en el camino de la vida. Que te hagan pensar, reflexionar y, ojalá, actuar. Que estas palabras se conviertan para ti en itinerario vital y dinámico. Que te sostengan, que den sentido a lo que eres, vives, sientes y haces. Deja que las palabras se conviertan en semilla. Deja que vayan dando fruto, sin prisas. Deja que ahonden, que te 11 den guerra y paz. Que te inquieten, te motiven. Te hagan reír y te hagan llorar... Al comienzo de cada palabra he puesto un cuento. No un cuento cualquiera, sino un cuento que haya significado algo importante en mi vida y en mi experiencia personal de Dios y en el trabajo de pastoral juvenil que durante tantos años he intentado desarrollar. En el fondo siempre quise ser un narrador de cuentos, de historias, de parábolas... como Jesús de Nazaret. Un buscador de historias para acercarme al mundo del espíritu, al mundo de la interioridad, al mundo de la verdadera libertad, en una búsqueda constante de autenticidad. Y es ahí, precisamente, donde Francisco de Asís nos ofrece una personalidad polícroma que rebosa integridad, con un magnetismo propio y con una armonía asombrosa. Deja que el cuento resuene en tu interior hasta que te hable. No tengas prisa y ábrete a la inmensidad del mensaje. Al final de cada palabra encontrarás unos testimonios de hombres y mujeres con rostro propio, con nombres y apellidos: profesores, psicólogos, «de profesión sus labores», médicos, religiosos, asistentes sociales, maestros... Su profesión no es lo más significativo, ni más importante, ni lo más relevante... qué va. Por supuesto, lo más importante es que han querido y quieren seguir viendo el mundo con espíritu franciscano. Son doce, pero están aquí representando a tantas gentes y tantos jóvenes que han hecho camino conmigo y con nosotros, los frailes franciscanos conventuales, en tantos encuentros, retiros, convivencias, Pascuas, peregrinaciones... y en los que el Evangelio y la vida de Francisco han dejado una huella indeleble. Testimonios reales de aquellos que, en su juventud, se encontraron frente a frente con Dios y con Francisco de Asís. Gracias también a ellos por acoger la invitación a desnudarse espiritualmente y por el regalo de su amistad desinteresada, que siempre me acompaña. Y gracias también a los que no salís en estas páginas con vuestro nombre propio, pero no por ello estáis menos presentes en las páginas de mi corazón y de mi día a día. Y después de los testimonios hay una catequesis relacionada con un momento concreto de la vida de Francisco de Asís que tenga conexión con la palabra concreta de ese capítulo. Aprovecho para dar las gracias a Pepe Trívez por su trabajo, su colaboración y su sintonía, y por todo lo que él ya sabe. Estas catequesis son un regalo suyo para que las puedas trabajar. Para que profundices en algún aspecto de la vida de san Francisco de Asís, aspecto que quizá ya conoces y así puedas entrar mejor en la dinámica que él vivió, para que tu vida interior crezca y crezca. Para que puedas contemplar esos momentos y puedas ponerte a su vera, a su ladito... sintiendo el gustazo de entrelazar su vida en la tuya. Antes de terminar esta especie de introducción permitidme unos agradecimientos 12 más, de entre los muchos que siente mi corazón: A José Antonio Merino, ofm, porque fue él el que me brindó la posibilidad de escribir este libro y me animó mucho cuando yo ponía mis objeciones, pero sobre todo porque creyó en mí. A Óscar Alonso, por su cercanía y amistad a prueba de bomba, y por la paciencia y el cariño mostrados en las correcciones de estas páginas y por sus propuestas siempre animadoras. A mi fraternidad de hermanos franciscanos conventuales de Barcelona, siempre tan cercanos y comprensivos conmigo, porque han sentido estas páginas como suyas y he experimentado su aliento, su apoyo y su ánimo. Porque han sobrellevado mis «neuras» con mucha paciencia, con mucha humildad franciscana y, sobre todo, con mucho sentido del humor, y han apoyado siempre este proyecto. En el fondo, este libro es un poco de ellos y de toda la familia de franciscanos conventuales de España. A Mariadelao La Marca, por su sonrisa y sus colores. Porque leyó un capítulo del libro, se entusiasmó y pintó un cuadro precioso con una de las palabras. A Isabel Español, que yo creo que cree que valgo más de lo que valgo, por sus comentarios, siempre útiles, y por ayudarme con sus correcciones en el último repaso de los originales. Y con ella a los hombres y mujeres de la Comunidad Eclesial «San Francisco de Asís», de Barcelona, que en los últimos años han sido mi «razón de ser». Y, cómo no, gracias a las gentes de Almorox, mi pueblo. A mi familia y a todos mis amigos que he ido encontrando a lo largo del camino de mi vida; sin ellos esta historia no sería posible. Y, por último (aunque quedan muchos por nombrar), gracias a Jesús, Mariví, Clara y Jacobo, mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, por su ejemplo de esperanza y de mirar la vida con confianza y desde la fe. Cuando estaba en mitad de este trabajo de escribir el libro, en los momentos de mayor euforia y subidón adrenalínico, nos sorprendióla noticia inesperada de que Mariví tenía un tumor que había que extirpar... Bueno, lo pongo aquí, porque esa lucha que ella y su familia han demostrado me han acompañado y dado fuerzas y me han hecho experimentar en propia carne que lo que iba escribiendo en el papel había que creérselo de verdad y hacerlo vida en la vida real de cada día. Otra vez, gracias. Ya ves que es un libro muy coral. No es mío, es nuestro... sí, sí, tuyo también. Ojalá que no solo leas este libro, sino que lo hagas vida. Pon tu vida en las manos de Dios; puede que, como Francisco, recibas la gran misión de «restaurar» y «reconstruir». Termino con una famosa oración de santo Tomás Moro; supongo que sabéis lo que tuvo que pasar y cómo terminó: 13 Dame, Señor, el sentido del humor, la gracia de saber apreciar un chiste, para que pueda sacar de él alguna alegría, aunque sea pasajera, y haga participar de ella a los demás. ¡Adelante, ayúdate y ayuda a los hombres y mujeres de hoy, especialmente a los jóvenes, a cantar con su vida un nuevo Cántico! Por cierto, faltan muchas palabras: añádelas tú desde tu experiencia, desde tus sentimientos, desde tus anhelos, fracasos y éxitos, pero, sobre todo, desde tus ilusiones. Y me apetece mucho terminar estas líneas introductorias –bueno, en realidad todo lo que quería decir casi ya lo he dicho, así es que, si quieres dejar la lectura aquí lo entenderé–, con una relectura de la «Bendición de san Francisco». Os recuerdo que san Francisco, antes de morir, le escribió en un trocito de papel a fray León esta bendición, tomada del libro sagrado de los Números. Es la lectura que escuchamos en las iglesias en la misa de cada 1 de enero, para comenzar el año con energía y con las bendiciones divinas. En un interesante estudio, Francesco Cocco, franciscano conventual, buen biblista y mejor amigo, afirma que un análisis riguroso de los verbos de este fragmento bíblico demuestra que esta bendición que Dios derrama sobre los hombres se expresa antropomórficamente en el texto original del Antiguo Testamento por medio de la expresión «la alentadora sonrisa de Dios», capaz de borrar todo temor y miedo, revelando, aun en la efímera duración de una sonrisa, una realidad que es permanente y nunca falla. Además, en la traducción que él propone, que veis a continuación, hay dos palabras de las cuatro que trataremos en este libro: sonrisa e intimidad (corazón). Cuando oí esta interpretación en una conferencia pensé que me lo estaba diciendo a mí personalmente, para que lo pusiera aquí, al principio, al inicio de esta aventura editorial. Dice así: Que Yahvé sea constantemente benévolo hacia ti y cuide de ti; que Yahvé te muestre su favor y te introduzca en la intimidad de la comunión con él; que Yahvé te sonría y te establezca en la prosperidad y en la paz. ¡Adelante, amigo, abriendo caminos de paz y bien! 14 «Donde la Belleza» Un cuento para empezar... Un cargador de agua en la India tenía dos grandes vasijas que colgaban de los extremos de un palo que él llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua. Al final del largo camino a pie desde el arroyo hasta la casa de su patrón, cuando llegaba, la vasija rota solo contenía la mitad del agua. Durante dos años completos esto sucedió diariamente. Desde luego, la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para los fines para los cuales fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable, porque solo podía hacer la mitad de lo que se suponía era su obligación. Después de dos años, la tinaja quebrada le habló al aguador, diciéndole: –Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo, porque, debido a mis grietas, solo puedes entregar la mitad de mi carga y solo obtienes la mitad del valor que deberías recibir. El aguador, apesadumbrado, le dijo compasivamente: –Cuando vayamos de regreso a casa quiero que observes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino. Así lo hizo la tinaja. Y, en efecto, vio muchísimas flores a lo largo de todo el camino. Pero de todos modos se sintió apenada, porque, al final, solo quedaba dentro de sí la mitad del agua que debía llevar. El aguador dijo entonces: –¿Te diste cuenta de que las flores solo crecen en tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a lo largo del camino por donde vas y todos los días las has regado sin darte cuenta. Durante dos años yo he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Dios. Si no fueras como eres, con todos tus defectos, no habría sido posible crear esta belleza. ANÓNIMO 15 Reflexión Cada uno de nosotros tiene sus propias debilidades. Todos somos vasijas con alguna grieta. Pero en el plan de Dios nada es desechable. Cuando Dios te llame a realizar las tareas para las que te ha designado, no tengas miedo de tus imperfecciones. Lo que tú llamas imperfecciones puede ser una bendición de Dios para ayudar a otros en su paso por la vida. ¡Cuántas historias podría escribir en este libro con el tema de las «grietas»! ¡Cuánto juego me ha dado a lo largo de los años este pequeño cuento para que mucha gente joven y menos joven haya profundizado en el valor de sus grietas, de lo que han regado, sin saberlo, en el camino de la vida gracias al agua que se iba «perdiendo» –¿se perdía?– por sus grietas! ¡Cuántas oraciones de alabanza y de súplica han brotado espontáneamente por la lectura y la meditación de este cuento y de la Palabra de Dios! ¡Cuánta belleza por descubrir en las grietas de nuestra vida! En aquello aparentemente feo, pero que se convierte en absolutamente necesario. Darse, derramarse, entregarse, vaciarse, regar otras flores, otros campos, otras vidas. Algún sastre famoso puso de moda aquello de «la arruga es bella», ¿recordáis? A la luz de eso podríamos decir que las grietas son bellas, porque nos posibilitan embellecer la vida de los demás. Muy a menudo, cuando disfruto de algo especialmente hermoso: una buena exposición, un atardecer inolvidable, una conversación, un buen libro, una película emocionante, una canción que me hace vibrar, un paseo en primavera con los campos florecidos, un rato tranquilo de oración... siento que algo muy real y muy profundo está cerca de mí, que no estoy solo, que formo parte de algo muy hermoso y verdadero que está lleno de una belleza inexplicable que me remite a otra Belleza, con mayúscula. Siento la vida como un gran regalo, como algo que me ha ido viniendo poco a poco lleno de belleza y sencillez, y es entonces cuando pienso que un solo instante de verdadera belleza puede valer toda una vida. Que ese instante da sentido a todo lo que siente mi corazón. Que ese instante da calor y color a otros instantes distintos y distantes. San Agustín, gran teólogo y filósofo, nos invita a descubrir a Dios viendo la belleza de las cosas: Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del cielo... interroga a todas esas realidades. Todas te responden: «Somos bellas»... Pues bien, esas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza que no está sujeta a cambio? (Sermón 241,2). 16 Y, hablando de belleza, no puedo evitar hacer referencia a mi experiencia personal desde la infancia en Almorox, mi pueblo, al que tanto amo, al que tanto debo y que llevo en lo más profundo de mi corazón. Me parece importantísimo no perder de vista nuestras raíces, nuestros referentes, porque hacer memoria, recordar, volver a traer al corazón otros momentos de tu vida ya pasados, es el único modo con el que construimos nuestra vida, construimos nuestra memoria y, por tanto, construimos nuestra identidad. El que pierde sus raíces pierde parte de su identidad. Rememorar el pasado es un acto de amor que debemos a nuestros mayores y a nuestra familia y amigos, sobre todo a los que ya no están. Aunque no guardomemoria fiel de todos los años de mi infancia en el pueblo –ya me gustaría poder rememorar de una manera más lúcida una infancia tan feliz y tan llena de experiencias, de juegos, de amigos, de deberes escolares, de rezos compartidos, de fiestas (Almorox es un pueblo muy fiestero)...–, he de decir que conservo muchos de los recuerdos sumamente vívidos... En mi infancia vivíamos juntos padres, hijos y abuelos. El barrio era una ebullición de vida. Yo los he tenido a todos muy cerca y de todos he aprendido lecciones impagables. Pero permitidme poner los nombres de mis abuelas (es una manera de rendirles homenaje y de que no se pierda su memoria). Mi abuela materna se llamaba Nicéfora, se murió siendo yo apenas un adolescente, pero guardo de ella un recuerdo precioso y genuino de bondad, de servicio, de abnegación y de una fe real y profunda. De hecho, de entre los muchos recuerdos que guardo en mi mente y en mi corazón está el de ella arrodillada en su reclinatorio (tenía reclinatorio propio) a un lado de la nave central de la iglesia parroquial, recogida, orando y mirando al Señor en el sagrario. Y mi abuela paterna se llamaba Luftolde (podéis pensar que me invento estos nombres tan extraños, pero es la pura verdad). Murió muy anciana, siendo yo ya fraile y sacerdote, por lo que tengo (en realidad tenemos toda la familia) unos recuerdos maravillosos de ella, de su inteligencia, su cultura hecha de manera autodidacta, de sus cánticos y poesías... Yo creo que era de sus «nietos preferidos»; además, eso de ser fraile y sacerdote me sumaba puntos. Pero qué fe tan real, qué oraciones y qué cánticos, con rimas y sin rimas, cuántas historias y saberes, cuántas lecciones de vida de nuestros antepasados. A este propósito pongo aquí una página que escribí con motivo del V Centenario de la construcción de la iglesia parroquial de Almorox, iglesia dedicada a san Cristóbal: Cierro los ojos y oigo el eco del canto inundando este bello templo de Almorox. A sus gentes orando y poniendo en Dios, en sus manos, toda su vida. Y vuelvo a mi infancia, y a este lugar, y a estos bancos... Y los 17 ojos se me nublan de lágrimas y de emoción al recordar: todo giraba en torno a la iglesia. La sucesión de los días de la semana y de los diversos períodos del año era una secuencia en la que el ciclo de las estaciones se iba entrelazando con los diversos tiempos litúrgicos y con las tareas de la vida y del campo... Hasta los cajones de madera para la uva temprana reposaban plácidamente en sus muros, esperando ser llenados por esas uvas de oro y ese aroma inconfundible y dulzón que expandían los aires... Me siento muy afortunado de poder amar estas piedras y lo que ellas significan, y soy realmente consciente de la profunda influencia que ha tenido la fe en mi itinerario personal, tanto en lo que se refiere a mi educación como a la cultura recibida y a todos los ámbitos de mis relaciones personales y sociales. Soy sacerdote y fraile franciscano conventual, «arropado» por las piedras de esta iglesia cinco veces centenaria, «mecido» por la fe de mis abuelos, de mis padres y de toda mi familia –los que viven y los que ya están en el cielo– y de las gentes de esta querida parroquia, y «sostenido» siempre por vuestro cariño. Desde que tengo uso de razón he percibido que en Almorox todo converge en torno a la iglesia parroquial, verdadero eje unificador del territorio urbano y del paisaje rural que lo rodea. Su presencia irradia una fuerza infinita. Sus piedras nos hablan del tiempo y de la eternidad. Todo va más allá de lo que la vista contempla. Todo nos habla de paz. Al abrigo de sus muros hemos jugado y reído, nos hemos peleado y hemos hecho amigos. Y aquí, en este templo, está grabada, como una huella imborrable, gran parte de mi historia y de la de muchos de los que ahora estáis leyendo estas páginas, porque en él, entre sus muros, hemos ido descubriendo poco a poco la respuesta al deseo infinito de amar y de abrirnos a la trascendencia que late en el corazón de todo hombre. Con estas palabras quiero afirmar mi entrañable vinculación afectiva con Almorox y su iglesia, mi apasionada admiración por su belleza interior y exterior, y por los que hacéis posible que esto siga adelante. Siempre que vuelvo lo hago consciente de que regreso a las fuentes de mi existencia y de mi vida espiritual, a un mundo que me pertenece. Y creo, sinceramente, que la lealtad para con mis raíces es un componente muy importante de mi vocación religiosa... Por eso para mí Almorox es tan importante, y todo lo que con él forma parte de mi primera y verdadera vivencia de lo bueno, de lo auténtico, de lo bello, de lo verdadero, que ha forjado mi vida: las risas en casa, hasta las lágrimas. Los cantos y los bailes – somos una familia cantarina y besucona–. La vuelta al hogar en vacaciones desde el internado (en Navidad, Semana Santa y verano... y pare usted de contar) y el impacto que sentía al oler la comida de casa. El olor de los viejos mostradores de la tienda familiar en casa y los olores propios también del estanco de los abuelos. Los aromas de la jara y los pinos en primavera que recibíamos desde las ventanillas abiertas del Seat 600. El olor dulzón de las uvas en verano y la experiencia preciosa de estar sentado en el trillo, envuelto en una nube de polvo y paja. La sensación inenarrable de sumergirse en el agua del río y la búsqueda de «benajos» –pequeños hondones en medio del río– donde sumergirnos, gritar y saltar y volver a gritar. Las procesiones de los santos, con sus ritmos y sus cantares, que articulaban el calendario de nuestras vidas. Las visitas al portal de la casa de los abuelos o a otras casas solo por el gustazo de coger el botijo de agua fresca entre las manos y levantarlo mientras se iba derramando el agua por la cara. Los juegos con los amigos en el barrio. Los ratitos en la iglesia en verano, sumergiéndome en una oleada de «frescor gótico» mientras miraba de reojo al Nazareno pensando que, de un momento a otro, iba a saltar de su hornacina para decirme algo. El 18 sentarme por la noche en la picota y sentirme por un momento dueño de mi propio destino... Pero, sobre todo, el estupor ante la Belleza, con mayúscula, que me ha envuelto siempre: una noche estrellada «tomando el fresco» en la ermita; un atardecer en la playa arropado por la magnificencia de la bóveda celeste... Los que me conocen me recuerdan siempre esa frase que tanto he pronunciado estos años de vida franciscana y ministerio sacerdotal: «En este paraje incomparable», aplicada a cada cosa, a cada espacio, a cada momento irrepetible, vivido y celebrado. Todos deberíamos ser conscientes de hasta qué punto los seres humanos necesitamos la belleza para poder vivir, para equilibrar tanta «fealdad» y tanta «rotura» como nos rodea. Y pienso que se trata de una necesidad primaria, esencial, básica, que no la tenemos que buscar, porque habita dentro de nosotros. Nos es imprescindible para poder sentir las primeras caricias y las primeras sonrisas de aquellos que nos aman. Lo primero que vemos es la sonrisa abierta y real de nuestros padres, y esa sonrisa está llena de belleza, está llena de gratuidad, está llena de Dios. Y es que la belleza tiene capacidad para transformar el corazón de los hombres. Y también la belleza tiene capacidad para dignificar la vida de la persona. Cabe mencionar a este propósito las razones que aporta el psiquiatra Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido. En este relato autobiográfico, el autor escribe sobre su experiencia en un campo de concentración. Llama la atención que, en el relato, para describir las causas de su desesperación y agresividad está la ausencia de belleza. Según su diagnóstico profesional, la fealdad que les rodeaba era una de las causas más importantes para perder el gusto por la vida. No deja de ser sorprendente que, en situaciones límites, en las que la misma vida está en juego, el hecho de vivir sin ningún tipo de belleza fuese tan relevante. De hecho, él comenta la alegría y la fascinaciónque sentían aquellos condenados ante el espectáculo de un amanecer o de un atardecer. Era ese elemental contacto con la belleza lo que les provocaba y renovaba sus ansias de seguir viviendo. Supongo que los franciscanos que estéis leyendo estas páginas, pero también otros muchos de nosotros, estamos pensado en estos momentos en san Maximiliano Kolbe – franciscano conventual– y en el testimonio luminoso y bellísimo de su entrega. Una vez leí en la columna de un periódico, que hablaba de la belleza a propósito de una exposición de Rembrandt, que los cromañones trogloditas ya usaban collares, pendientes, adornaban sus espacios. Invertían tiempo y esfuerzos en crear objetos aparentemente inútiles, pero que les alegraban la existencia. Los neandertales, en cambio, no crearon adornos, aunque tenían la misma capacidad craneal y, por consiguiente, la misma inteligencia. Los paleontólogos se preguntan si el éxito de los cromañones se pudiera haber debido, entre otras cosas, precisamente a esta diferencia. 19 Esto es, si la belleza nos ayudó a sobrevivir. Si esto se corresponde con la realidad –y yo lo creo–, nada sería más útil que la inutilidad. La belleza revela la inexorable nostalgia del ser humano por la verdad y el bien. Esto es, nos revela la nostalgia de Dios. Por ello, la experiencia de la belleza es fundamental en la vida del hombre y en su cultura. El gran escritor ruso Dostoievski afirma en su obra El idiota que la humanidad no podría vivir sin la belleza, porque solo ella salvará al mundo. Es una frase muy famosa y muy citada; menos conocida es, sin embargo, su afirmación de que la Belleza es Cristo. Un Cristo resucitado, vivo, aquel al que los Salmos describen como «el más bello de los hombres». Y el cardenal Ravasi –presidente del Pontificio Consejo de la Cultura– nos decía, en la inauguración del «Atrio de los Gentiles» en Barcelona, que «el arte y la belleza han sido siempre un camino de búsqueda de la realidad total», por tanto son inseparables de la trascendencia, porque nos abren un camino de superación de los horizontes estrechos de la cotidianidad. Aunque este dinamismo de búsqueda ha quedado olvidado en algunas corrientes contemporáneas, nosotros, cristianos, tenemos el deber de sacarlo a la luz y hacer que brille para que nosotros, pero también «los otros», sobre todo los jóvenes, vean que, como nos recordó el papa Benedicto XVI, la via pluchritudinis, el camino de la belleza, es un camino abierto al encuentro sincero con Dios, un camino que nos ayuda a crecer en la relación con él y en la experiencia de la oración. Es un camino privilegiado para acercarnos al misterio de la fe y, por tanto, un medio evangelizador y catequético inigualable. Siendo todavía cardenal, Joseph Ratzinger dijo a los participantes del Encuentro de Rímini: La verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello. Y también aprovecho para transcribir aquí unas palabras que me llaman la atención por su actualidad y por su lucidez. Las pronunció el cardenal Daneels, arzobispo de Bruselas, durante el Jubileo de los Artistas en el año 2000 en Roma: Me pregunto si la belleza no es el camino por excelencia para encontrar a Dios. Dios es, evidentemente, verdad, bondad y belleza. Aunque, si Dios es verdad, no creo que nuestros contemporáneos entren fácilmente por este camino... ¿Qué es la verdad? Todos somos pequeños Pilatos que se preguntan eso. La verdad no 20 interesa en primer lugar, es inaccesible, y cuando alguno la encuentra es sospechoso de ser pretencioso y arrogante. Ahora, llegar a Dios a través de la puerta de lo bueno y del bien hoy es más difícil: si Dios es bueno, incluso eso es demasiado bueno para mí. No soy capaz de hacer el bien, y la ética es una puerta difícil para tener acceso a Dios en nuestros días. Estamos profundamente convencidos por la experiencia, y también un poco por miedo, que somos incapaces de vivir ética y moralmente. Un Dios perfecto nos desanima y un Dios verdadero nos sobrepasa. Pero si entramos por la puerta de la belleza cae toda resistencia. Probad con los jóvenes. Habladles de Dios como fuente de lo verdadero, de la gran verdad: todos duermen. Habladles de Dios como ejemplo de moralidad: se ponen de mal humor. Pero mostradles que Dios es belleza, en la Biblia, en la creación, en el hombre, en la pareja, en Jesús, en las obras de arte, en la historia del arte, en los iconos, en el Renacimiento, en las pequeñas iglesias románicas; mostradles la belleza de Dios diciendo que él es la belleza misma: no afirmo que se convertirán todos, pero al menos no habrá resistencia. ¿No se nos estará mostrando un camino concreto de pastoral? ¿No se nos estarán dando pistas para nuestro actuar concreto? ¿No es verdad que las obras de arte tienen algo que no muere y que son capaces de hacer que levantemos los ojos al cielo? En este sentido creo que nosotros, los franciscanos, tenemos un tesoro importantísimo en toda nuestra historia, en las bellísimas iglesias que hemos ido construyendo a lo largo de los siglos, y de una manera especial e importantísima en los grandes ciclos de frescos que adornan la basílica de San Francisco, en Asís. Allí, entrando en la basílica inferior, en el primer arco gótico se encuentra un fresco del pintor Cesare Sermei que reproduce a san Francisco mientras acoge a los peregrinos que van allí. Una larga inscripción en latín saluda a las personas así: «Para el paso y alégrate, oh peregrino. Ya has llegado a la colina del paraíso...», y termina diciendo: «Es un verdadero paraíso de alegrías espirituales. Entra: verás cosas mayores». Y es que tenemos que ser testigos de la belleza de Dios que san Francisco tan bien supo cantar. Tenemos que elevar nuestra propia oración de alabanza contemplando admirados esa catequesis pictórica y de gran belleza. Esos estupendos ciclos pictóricos que adornan la basílica se convierten en un camino excelente hacia la contemplación de la Belleza. Contemplando estas pinturas murales sentimos un profundo agradecimiento a nuestros antepasados por haber expresado la fe cristiana y la experiencia franciscana de manera tan bonita, tan llena de belleza y tan en diálogo con las corrientes artísticas que florecían en ese momento. Y, por supuesto, con tanta fe, con tanto sentido de la trascendencia... con tanto amor. Y nosotros, franciscanos, estamos llamados a proclamar este mensaje: la belleza salva. Se dice que san Francisco de Asís inspiró el Renacimiento italiano, una de las revoluciones culturales más grandes que el mundo ha visto. Y es que, sin duda, su amor profundo por la belleza de la naturaleza y por la belleza divina inspiró a muchos artistas y pintores a traer el naturalismo a sus trabajos. También despertó los movimientos 21 propios del Renacimiento hacia el humanismo. Él fue una inspiración en su tiempo de vida para los siguientes siglos y hasta de movimientos culturales que llegan hasta el día de hoy. Lo mismo sucede con los iconos en general y con el crucifijo de San Damián en particular. Hace muchos años quedé impresionado ante la lectura de un libro de Paul Evdokimov titulado La teología de la Belleza. Gracias a esta lectura aprendí a amar, a gustar y a contemplar los iconos... y eso me ayudó mucho en mi camino de descubrimiento de la riqueza que contiene el Cristo de San Damián, joya icónica de primer orden para toda la familia franciscana. Una obra que es un auténtico tesoro. Una imagen que guarda dentro de sí una incomparable riqueza teológica y un gran impacto visual. Hace más de ocho siglos, Francisco se encontró con esta imagen de Cristo y oyó su voz, que le susurraba al corazón y le hacía cambiar de vida... sí, sí. Hace más de ochocientos años, pero la experienciade Francisco puede ser también válida hoy mismo, ahora, mientras lees estas líneas. Es el impacto de lo esencial, el impacto de la belleza, es el quedarte con la boca abierta ante tanta abundancia. En principio, mirándolo superficialmente, el crucifijo de San Damián no sugiere pensamientos alegres, pero, si uno se para y lo contempla con amor, siente crecer dentro de sí el germen de la alegría, de la gran alegría pascual que el autor, el artista, quiso plasmar en el que sería el crucifijo más famoso de la historia. Y creemos que también este crucifijo es un buen motivo para hablar y meditar sobre la belleza. En la antigüedad había muchísimos iconos como este o parecidos, sin embargo creo poder afirmar que este es casi el único que ha llegado hasta nuestros días con esta cautivadora hermosura y con una lectura tan clara de la plenitud de Cristo. Dicen en Asís que es el crucifijo más representado y divulgado de toda la cristiandad, y puede que tengan razón. Aquí encontramos un motivo, perfecto y precioso, para reflexionar sobre el saber mirar, sobre cómo contemplar la belleza que nos rodea, que es imagen de la Belleza, con mayúscula. Cómo me gustan las palabras del Salmo 34: Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará... Gustad y ved qué bueno es el Señor: dichoso el que se acoge a él. Es esta una invitación a descubrir este icono y otros que puedas encontrar en tu 22 camino. Entrar en el irresistible poder de fascinación que tiene: todo repleto de luz. Una tabla ante la cual nuestra mirada se posa cálidamente con cierta complacencia, pues descubrimos a un Cristo de una belleza cautivadora. Este icono de San Damián en un icono de esperanza. De su contemplación recibimos la invitación a ser también nosotros anunciadores, mensajeros, voceros de la Buena Nueva del Reino. Buena y Bella Nueva del Reino. Sabemos poco o nada de sus orígenes. Por los biógrafos de san Francisco conocemos que se encontraba colgado en la desvencijada iglesita de San Damián, que todavía hoy día podemos visitar en las afueras de Asís. Francisco, ya tocado por la gracia de Dios, abierto a sus designios, sensible y apto para captar la belleza de las cosas, fue capturado y atrapado por el Señor, que, como saliéndose de la tabla, le miraba a los ojos diciéndole: «Francisco, repara mi casa que, como ves, está en ruinas». Y desde entonces esta cruz queda para la historia como un icono valiosísimo, y para el mundo franciscano como una de sus más importantes y bellas reliquias. Permaneció en la ermita de San Damián, custodiado por Clara y sus hermanas, y cuando, en 1257, dejaron este lugar para trasladarse dentro de los muros de Asís, se llevaron consigo el crucifijo, donde permanece actualmente y donde lo podemos venerar y contemplar en una capilla que, después del gran terremoto de 1997, ha sufrido una buena restauración, ubicándose el icono adecuadamente. Francisco seguirá a Jesús hasta la estigmatización, pero esta no será la etapa final, la meta definitiva es la Gloria, la Alegría verdadera, la Belleza real, la Danza eterna. Ya ves cómo el arte se convierte en un camino hacia la felicidad y hacia la profundización de la fe. Y que el arte nos hace también más optimistas, porque casi siempre nos transmite y nos hace contemplar objetos bellos: paisajes, bodegones, personas felices, flores... A este propósito he leído que la postal más vendida en el mundo es aquella que reproduce la obra de Monet Las ninfas, que está en el Museo Metropolitano de Nueva York. Otra vez insistimos en la necesidad que tenemos de tener contacto con las cosas bellas, y puede que este instinto se vuelva más acuciante cuando estamos cercados cada día por muchísimas situaciones graves que nos pueden llevar a caer en la tentación o ponernos al borde de la tristeza y de la depresión. El arte también nos redime de la soledad y nos recuerda que el dolor, el sufrimiento, la soledad y la confusión están en nuestras vidas como en las grandes obras de arte. Nos ayuda a situar las cosas y a solidarizarnos con el dolor y el sufrimiento de la humanidad. Nos ayuda, en definitiva, a sentirnos más equilibrados (no olvidemos que los desequilibrios forman parte de nuestra existencia). Cuando nos conmovemos ante una obra de arte es porque contiene grandes dosis de esas cualidades de las que tenemos 23 tanta necesidad en nuestra vida. Cuando decimos: «¡Qué serenidad transmite este cuadro!», ¿no estaremos anhelando nosotros esa misma serenidad? Y lo mismo vale con la ternura, pero también con el sufrimiento y el dolor, que nos hacen madurar y avanzar en el camino de la vida. En definitiva, el arte es una fuerza tremenda que sostiene el lado mejor de nuestra naturaleza. El arte refuerza y pone en evidencia que la vida tiene otras dimensiones y que el mundo no es solo ruidos, confusión y distracción. En fin, ojalá que sepamos gustar el arte, la música, la contemplación... como caminos que nos conducen a las fuentes mejores, que nos sostienen y nos dan fuerzas y que nos ayudan a mejorarnos, a nosotros mismos y a los demás. Y, volviendo a nuestro santo, tenemos que decir que la belleza era para él un elemento importantísimo en su vida, una característica muy peculiar. El gran franciscanista Éloi Leclerc dice de Francisco que este «vibraba espontáneamente ante la belleza de las cosas. Le gustaba pasear en medio de los campos, entre los olivos y las viñas, sensible a los juegos de la luz del sol». Francisco creía en la belleza de la naturaleza. Y creía porque estaba convencido de que las cosas creadas son bellas porque quien se revela en sus obras es plenamente bello. El padre Bernhard Häring dice que «si retiras la belleza de la vida de san Francisco de Asís y de la espiritualidad vivida por él, entonces no podrás nunca entenderla ni regocijarte en él». De hecho, la persona incapaz de sentir la majestad del Espíritu soplando sobre la creación, quien no alaba gozosamente a Dios cuando lo contempla en toda su grandeza, carece de la aptitud fundamental para celebrar al buen Dios y Padre, y no aprenderá a glorificarlo en su relación con las cosas creadas. «¡Tú eres belleza!» es la exclamación de san Francisco después de una experiencia profunda, durísima y de encuentro personal con el Crucificado en el monte Alverna. Francisco ha experimentado una transformación interior y exterior, profunda, grande. El corazón está inundado de Dios y la palabra «belleza» es, seguramente, la que mejor expresa su experiencia, su vivencia real. «¡Tú eres belleza!» es la exclamación que dirá Clara, fruto de la constante contemplación del misterio de la encarnación, y particularmente de la pasión y muerte del Señor Jesús. Fruto de vivir inclinándose para lavar los pies de sus hermanas y ver en ellos la huella del Altísimo. «¡Tú eres belleza!» decimos nosotros cuando nos enamoramos, cuando amamos de verdad a alguien, ante una experiencia de enamoramiento, de arrebato, donde todo nos parece bueno, bonito y bello. «¡Qué belleza!» decimos todos cuando contemplamos a un recién nacido, cuando nos encontramos ante un paisaje agradable, una flor, un fenómeno natural y extraordinario 24 que se nos presenta ante nuestros ojos, ante nuestra mirada contemplativa. O ante una pintura, o ante una composición musical magistralmente interpretada... En todo está la huella de Dios o, mejor dicho, en todo hay que buscar la huella de Dios. Por ello la experiencia de la belleza es fundamental en la vida del hombre y de su cultura. A nosotros, por tanto, se nos pide que anunciemos a Cristo siendo testigos de la belleza de la fe, como Francisco. En actitud de diálogo, con mansedumbre y confianza. Los franciscanos, y los que seguís este carisma, debemos imitarlo irradiando la belleza que salva, que ilumina, que transforma. Y, a propósito de la belleza, quiero traer en este momento para vuestra reflexión uno de los momentos más mágicos, más conmovedores, más bellos y extraordinarios de la vida de Francisco de Asís: Greccio, año 1223. Y nos paramos en este momento conuna mirada llena de luz y de agradecimiento. Así es. Fue en el pueblo de Greccio, en el corazón de la montaña, muy cerca de Asís, durante la fiesta de la Navidad. Fue una experiencia que permaneció imborrable en la retina de los ojos de Francisco, pero sobre todo en la memoria de su corazón. Son esos recuerdos que nos impulsan en la vida. Francisco, hombre profundamente contemplativo, hace memoria de Cristo en el momento de su nacimiento. Y lo hace representando, como en una gran escena, el misterio de la Navidad. Más allá de un ejercicio de sentimentalismo barato es, en realidad, una expresión real de su alma soñadora y mística. Pero lo hace sintiéndose él mismo afectado por la invalidez del Niño de Belén. Con preferencia a las demás fiestas y solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento de Jesús; la llamaba la fiesta de las fiestas (2 Celano, 199). Y es que hay momentos en la vida que permanecen impresos en nuestra memoria hasta hacerse carne. Estos recuerdos, como el caso de Greccio y otros, se convierten en impulsos para ir hacia adelante. Alimentan nuestro espíritu. Es una memoria nutriente, pero también una «memoria peligrosa» –dice el teólogo Metz–, porque nos cuestiona nuestro modo de vivir facilón y aburguesado. Y hablando de belenes y de cielos, aprovecho este momento para hacer un inciso y una pequeña reflexión. Si crees que tú no eres capaz de vivir esto o de experimentarlo en tu vida, en fin, que si te sientes lejos de esta realidad, pues mira hacia arriba, al firmamento. Intenta por un instante salir de ti mismo y acercarte un poquito a Dios. Creo que es una pena que mucha gente, muchos jóvenes, solo tengan contacto con Dios a través de la estrellas... Y como las estrellas apenas pueden verse con tanta contaminación 25 lumínica y tanto ruido en nuestras ciudades, así es que nosotros, casi todos seres urbanitas, apenas tenemos la oportunidad de pensar en un ser superior, porque no tenemos ni siquiera oportunidad de contemplar las estrellas como Dios manda. Por eso el día en que podemos hacerlo nos quedamos con la boca abierta y con el corazón balbuciente, y pensamos, desde lo más profundo de nosotros mismos, que nada de todo esto puede haber sido efecto de la casualidad, que detrás de las estrellas, y de una flor, y de todo lo que nos hace vibrar, tiene que haber alguien superior, ¿por qué no Dios? Sí, Dios, el arquitecto primero. Pero también estamos llamados a contemplar la belleza, la auténtica, no solo en las cosas, sino también en los demás, en los otros. Esa es la belleza que nos configura auténticamente. Puede que no la encontremos en una solo persona, sino que tengamos que buscarla en la comunidad, en la fraternidad. De aquí la importancia del grupo, de la dimensión comunitaria de nuestra existencia. Qué bien lo intuyó y lo proclamó Francisco cuando, según un relato tardío, pero muy sabroso, nos dice quién es para él el verdadero hermano menor. O sea, dónde está la auténtica belleza del hombre: Aseguraba que sería un perfecto fraile menor aquel que reuniera en sí mismo las virtudes y género de vida de los siguientes religiosos: la fe de fray Bernardo y su amor a la pobreza. La sencillez y la pobreza de fray León. La afabilidad de fray Ángel. Los finos modales y agradable conversación de fray Maseo. El espíritu de contemplación de fray Gil. La actividad constante de fray Rufino. La fortaleza espiritual y corporal de fray Juan Laudibus. La caridad de fray Rogerio. La diligente solicitud de fray Lúcido... (Espejo de perfección, 85). ¿No os parece simplemente maravilloso y precioso que Francisco hable de las cualidades de sus hermanos más cercanos para hacer un «retrato robot» del verdadero y auténtico hermano menor? ¿No os parece que nos hacen falta psicólogos como él, sin miedos, sin complejos, viendo lo mejor de cada uno, sacando lo mejor de los otros, construyendo de verdad la auténtica hermandad? Y es que la Belleza, cuando es con mayúscula, se convierte en un ideal tan grande que solo es posible realizarlo con la aportación de todos. Es el ideal de la comunidad o del grupo que intenta funcionar bien, en armonía, y que intenta transmitir la belleza del vivir, estar y trabajar juntos. Al final todos estamos llamados a ser unos apasionados por Dios y a ser testigos de su ternura, de su belleza y de su gratuidad. Pero todo no como fruto de especulaciones metafísicas, sino como fruto de experiencias reales y transformadoras, como algo que se refiere al más alto vértice de la trascendencia y de la espiritualidad. Es la gran experiencia de Francisco de Asís con sus hermanos de comunidad y en la 26 contemplación de la naturaleza, de todo lo creado. Es la experiencia profunda de todo ser humano, frágil y contingente, ante tanta hermosura, experiencia que nos hace más buenos, mejores personas, dispuestos a vivir a fondo y custodiar, sí, custodiar, una palabra que ha puesto en su dimensión auténtica el papa Francisco. A este propósito pongo aquí, con mucho gusto, unas palabras que él pronunció en la homilía de la misa del inicio de su ministerio petrino: La vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como nos dice el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Y todo porque Dios es bello. Porque la única hermosura y belleza que merece la pena es de origen divino. Me gustan mucho los últimos trabajos exegéticos que traducen la famosa frase del evangelio de san Juan en el capítulo 10: «Yo soy el buen pastor», por: «Yo soy el pastor hermoso». El adjetivo griego kalós normalmente se ha traducido como «bueno», lo cual es correcto, pero parcial. Kalós es, ante todo, bello, hermoso. Y es que, en realidad, no podríamos seguir a un pastor que no fuera hermoso, bueno, noble, honesto, glorioso, bello, precioso, perfecto, excelente. Ante alguien así es natural confiar en él, amarlo y seguirlo. Si se le busca y al final se le descubre y encuentra, uno no puede menos que exclamar como san Agustín: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!». Desde esta perspectiva habría que restituir a su sentido primario muchos textos de las Sagradas Escrituras. Seguramente nos sentiríamos mucho más cercanos a la Palabra de Dios si nos sintiéramos afectivamente más cercanos a lo que nos dice. Además, me parece una auténtica maravilla buscar y encontrar a Cristo –como Francisco– de una manera, podríamos decir, sorprendente y refrescante, entendiendo que la belleza acompaña siempre la figura de Cristo y a cuanto tiene que ver con él, sus palabras, sus gestos solidarios, sus acciones milagrosas, su doctrina, su ejemplo, su manera de comportarse. Y es que en todo hombre late el anhelo de una vida bella, la sed de la belleza. Y este es un camino abierto por Jesús de Nazaret para que lo recorra todo hombre, porque toda persona es capaz de hacer el bien, o sea, de realizar la belleza. En el siglo IV, Dionisio escribió que el bien es alabado por ser bello. Siglos después, 27 Tomás de Aquino sentenció que, en un sujeto determinado, la belleza y la bondad son lo mismo, que lo bueno se considera como bello. Y san Juan de la Cruz escribirá en su Cántico espiritual (estando en la cárcel, pero totalmente libre en su corazón): Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con solo su figura, vestidos los dejó de su hermosura. «Tú eres hermosura», dice san Francisco en una de sus oraciones. Y para ser testigos de esta hermosura y belleza de Dios se necesitan hombres y mujeres entregados, llenos de generosidad, alegres, rebosantes degozo. Testigos y anunciadores de la buena nueva y bella. Testigos de la dulzura embriagadora del amor de Dios, como María, la Tota Pulchra. Y quiero terminar este capítulo con unas palabras del papa Francisco en la plaza de España de Roma el día de la Inmaculada del año 2013: Contemplando a nuestra madre Inmaculada, bella, reconocemos también nuestro auténtico destino, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, ser trasformados por la belleza de Dios. 28 Testimonios ¡Aquello! (o la Belleza, una manera de ser) Mi padre me puso de nombre Isabel después de haber leído un libro sobre la princesa de Hungría, esposa y madre de familia numerosa y, ya viuda, penitente franciscana. Siempre me sentí atraída por esta mujer generosa y sensible que, siguiendo a san Francisco, se desprendió de su condición de noble para dedicarse a los pobres y débiles. Fue mi padre también quien me llevó a un pequeño colegio laico de inspiración cristiana llamado «Talitha» («niña» en hebreo), donde se me inculcó el gusto por la naturaleza y la sobriedad, y un sentido fraternal y comunitario, un poco a lo kibutz. Pese a ser un colegio idílico, en una mansión regia, yo no me sentía libre. Me aburrían los grupos y los juegos, y solía tener la cabeza en «otro lugar». Sigo igual. Ahora espero el fin de la jornada laboral con la misma ilusión con que de niña esperaba el fin del patio, pues solo en clase «me dejaban en paz» para mirar a mi aire los árboles del jardín y evadirme a ese «otro lugar», una especie de horizonte que se abría y ensanchaba hasta perderse en el infinito. No sabía entonces qué quería ser de mayor ni por qué tenía que querer ser nada. Me resultaba difícil concretar mi vocación. A mí solo me gustaba «aquello». Al acabar bachillerato estudié piano, armonía y canto coral durante ocho años en el conservatorio, hasta comprender que la música activaba en mí una desmesura que disolvía mi voluntad y me desviaba de mi eje. Me dediqué entonces a la literatura inglesa, norteamericana y alemana y, siendo ya licenciada, pasé a la teología. Gracias a unas becas del Ministerio de Asuntos Exteriores pude dedicar cuatro años a investigar en estética, filosofía del arte y teoría literaria en Polonia. Finalmente, el doctorado que allí escribí me proporcionó las herramientas para reflexionar sobre ese «lugar» que ahora identifico como un estado contemplativo habitado por la capacidad de belleza, un lugar donde me siento en casa, cerca de Dios. La tradición platónica presenta como necesarios solo la verdad y el bien, y hace de la belleza un accesorio que a veces incordia. En mí, que estaba fascinada con la exuberancia de la vida, ese deseo de belleza era imperioso y acuciante, y fue problemático en mi juventud, porque reclamaba exclusividad. Con los años he comprendido que la belleza merece ser vista dentro de la unidad que constituye el espíritu humano. Que, efectivamente, solo la bondad puede avalar la calidad de la belleza, y que a esta le corresponde irradiar la bondad haciéndola deseable. Para ilustrar lo que digo me gustaría narrar aquí el siguiente episodio: un verano, 29 viajando por la región montañosa de la Bucovina, en Rumanía, visité el monasterio Sucevita (siglos XV-XVI) después de una imponente granizada. El jardín que rodeaba la pequeña iglesia ortodoxa estaba sembrado de rosas fucsia y coral, y las nubes bajas se retiraban dejando un vapor fresco en la cuenca que formaban los muros del monasterio, como una enorme pila bautismal. Con esa mezcla de confort y estremecimiento que sigue al baño contemplaba maravillada las pinturas murales de las paredes externas de la iglesia, de vivos colores verde, azul y rojo, representando escenas de la vida de Jesús y de la Biblia. Una vez dentro me sorprendió una escena sublime, de gran sencillez y naturalidad: tres monjas jóvenes vestidas de riguroso hábito negro cantaban las vísperas de pie. Las mejillas enceradas de rojo, los ojos de laca azul, integradas en los magnificentes frescos que a su lado, en ese atardecer húmedo de verano, estaban restaurando tres estudiantes, bajo unos focos que prodigaban un aura bienhechora. Todo el conjunto era una invitación a una vida que mantiene abiertas sus promesas. En mi asombro, pensaba: ¡qué irreprimible es esa tendencia de la creación hacia la belleza! Nos sale al encuentro con una resolución e intencionalidad imparables. Adviene, irrumpe de forma inesperada, como don que no se entrega totalmente, que se revela en el instante único y singular a quien está dispuesto a ahondar en su propia receptividad. El universo, la naturaleza, el cuerpo humano, no tienen obligación ni necesidad de ser bellos, y sin embargo encierran la posibilidad de belleza. No son solo materia, función, sino también forma. Es más: el ser humano está hecho para sentirse atraído por esa forma. Sabe que no puede prescindir de la belleza para ser feliz, como sabe que hay un tipo de mal causado por usar la apariencia de belleza para seducir y engañar. La belleza no pertenece al tener, sino que es una manera de ser, de existir. A medida que crece, el ser humano constata que hay sentimientos, actitudes y relaciones que espontáneamente identifica también como «de belleza»: el amor, la amistad, la inocencia, la entrega fiel, el gesto valiente y generoso. Más raramente es protagonista o testigo de actos que le conmueven por ser de una belleza «suprema», por más que encierren algo terrible y desgarrador. Actos altruistas, de justicia o de sacrificio. Y esto porque no somos figuras, sino presencias reales, animadas. Y un rostro nos gusta no solo por la composición de sus rasgos y su psicología, sino porque deja entrever la manera en que la trascendencia le interroga, lo que allí acontece. Por eso podemos hablar, por ejemplo, de la belleza de Cristo clavado en la cruz o de la belleza del pesebre. La belleza no se agota, pues, en un estado de disfrute de formas o situaciones, sino que está presente también en el dolor que entraña la vida. Es decir, no garantiza la experiencia de placer, pero sí una satisfacción que afecta de raíz a toda la persona, la trans-figura. El arte contemporáneo es un ejemplo de esto, al reivindicar que lo suyo no es estar al servicio de lo bello y lo sublime, sino al servicio de la vida. 30 Cada experiencia de belleza es un milagro que nos devuelve la frescura del primer amanecer. A diferencia de lo que sucede con el arte, la belleza no es algo «opcional» para nosotros. Es «condición necesaria» para la vida que en nuestro fuero interno deseamos vivir. Precisamente ahí, y no en estas o en aquellas cualidades estéticas, ni siquiera en lo sublime, radica su valor. ISABEL ESPAÑOL (Barcelona) Profesora de traducción (alemán/español) en la Universidad Autónoma de Barcelona. Casada y madre de cuatro hijos La belleza, un bálsamo para el alma «Agua Fría se apresuró a fijar el paisaje con su Mirada Preservativa, para protegerlo de la nada». La primera vez que leí esta frase deseé con todas mis fuerzas tener ese don: una mirada preservativa que evitara que las cosas bellas, los momentos bellos, se los llevara una niebla espesa capaz de hacerlos desaparecer. Tenía esa edad en la que una cree que basta con desear algo para que se cumpla... en fin. Siempre he sido muy sensible a la belleza. No he llegado a desmayarme, como Stendhal, pero sí me he conmovido lo suficiente como para que algún amigo se riera de mis «levitaciones». Les aseguro que no soy una mística (nada más lejos de la realidad), pero al contemplar una obra bella, ya sea un cuadro, una canción o unas simples palabras, me siento siguiendo un hilo fino y débil que me conecta con Dios. «Tú eres Belleza», dirá san Francisco, consiguiendo decir con tres palabras lo que a mí me ha llevado bastante más. La belleza es un bálsamo para el alma. Esta vez no necesito citar a nadie, porque la frase es mía. La frase nació en un momento de dolor, de esos que la vida nos regala con más asiduidad de la que nos gustaría. Un momento de oscuridad y, por quéno, sinsentido, en el que de repente, a través de una ventana no muy grande, empezó a filtrarse una luz, tenue al principio, pero que de «a poquito» ilumina tu alrededor hasta convertir esas partículas de polvo que te rodean en partículas doradas. Sí, es un efecto óptico, pero tu alma lo siente «milagro». El milagro de la Belleza. Un Dios que te cura con delicadeza. «A Dios le gustan los feos», me dijo una vez un amigo, provocando en mí la misma reacción que adivino en algunos de vosotros al leer estas palabras. Es un amigo sabio y «bello» que acompañó sus palabras de Evangelio consiguiendo que me quedara sin 31 argumentos (lo cual no siempre es fácil). Empecé a creer que la belleza no siempre está en el objeto que uno mira. No se trata de una característica que las cosas o las personas tienen o no tienen. La Belleza (con mayúscula) casi siempre está en los ojos de quien mira. Son esos ojos los que la otorgan al posarse en algo. No sé si alguna vez os habéis sentido poquita cosa y, sin embargo, al miraros en los ojos de alguien os habéis visto en su reflejo y habéis sentido que esa mirada iba más allá de vosotros, capaz de ver lo mejor de vosotros. Es la mirada del otro la que te hace bello. Y más si ese otro es un Otro con mayúscula. Entonces comprendes cómo se sintió Francisco al ser mirado por Dios, cómo la ceguera no le impidió mirar a su alrededor y ver que todo cuanto le rodeaba llevaba noticia de su Autor y loarlo por ello. Ahora sé que esa mirada preservativa que tanto ansío no es una mirada capaz de congelar belleza, es una mirada capaz de derramarla. Y esa es mi oración, que al mirarme en tus ojos, Señor, mi mirada se «contamine» de ti y tu Belleza se derrame en lo que me rodea. ASUN UTANDE (Zaragoza) Profesora de Química y psicóloga, casada y madre de un hijo La belleza hace renacer y salva Hola, me llamo José y vivo en Sevilla. Doy clases en la universidad sobre desarrollo humano. Soy psicólogo. Hace ya muchos años que quedé cautivado para siempre por la figura de Francisco de Asís. Y, aunque son múltiples las facetas de este hombre, siempre me sentí atraído por su capacidad para sintonizar con la belleza. Porque, lejos de los artificios, Francisco supo encontrar la esencia de lo bello en lo simple, en lo cotidiano. Desde entonces he venido haciendo guiños en aquello que he ido creando: desde mi tesis doctoral hasta algunas de las exposiciones que he organizado con pinturas mías, la belleza de lo cotidiano ha estado presente de una u otra forma. Porque pinto, ¿no os he dicho que pinto? Mal, pero pinto. Y lo hago para que no me duela el estómago. Lo hago desde el convencimiento de que es un momento en que me siento vivo. Y como pinto sobre telas muy grandes tengo la impresión de estar pintando mientras bailo. Porque no uso pinceles, pinto con las manos y los brazos y dejo marcadas las líneas de mi movimiento, mis huellas dactilares y mis pelos y mis ansias. Porque soy nervioso, ¿no os he dicho que soy nervioso? Pues sí, y por eso me 32 llevaron a la piscina desde pequeño, y por eso conseguí una beca para realizar un curso de submarinismo el verano en que, una vez aprobada la selectividad, cambió mi vida para siempre. Porque mi vida cambió, ¿no os he dicho que mi vida cambió? Vaya, se me olvidan las cosas... Hoy no soy como iba a ser. Yo quería hacer Ciencias del Mar en la Universidad de Cádiz y no fui al curso de submarinismo porque mis mejores amigos iban de convivencias de verano con unos que se llamaban franciscanos. Y yo, que nunca fui de tener las cosas claras, preparé una mochila y viajé con ellos durante un día completo un trayecto que hoy se hace en un rato. Y luego vinieron las horas, unas más largas que otras; y luego vinieron las cartas y las despedidas, unas más largas que otras; pero siempre colgado del brazo de Francisco, queriendo mirar por su mirada para descubrir que en la belleza siempre hay un momento para renacer. Porque siempre podemos renacer, ¿no os he dicho que podemos renacer? Pues mirad, me gustaría compartir con vosotros un renacimiento, un caso que describe cómo la belleza salva una vida. Y me sucedió hace ya muchos años. Quedé para almorzar con mi compañera de piso, que resultó ser jueza en un pueblecito de Cádiz donde me destinaron como orientador de Secundaria. Me senté en un banco de madera frente a la puerta de una sala de vistas. Junto a mí había un chico tatuado en el cuello que dibujaba, sobre un papel cuadriculado, una niña pequeña sentada en un orinal, con el lápiz que había cogido de la cartera de su abogado. Cuando lo llamaron para testificar, el chico del tatuaje en el cuello hizo una bola con el dibujo y lo tiró bajo el banco. Dejé que se cerrara la puerta, me agaché, cogí el papel y lo escondí disimuladamente como quien guarda un tesoro, sabiendo que estaría condenado para siempre a recordar el gesto de doblar mis rodillas, cerrar la mano e introducirla en un bolso de cáñamo que nunca supe, a ciencia cierta, si era de mujer u hombre. Mientras nos servían el vino, la jueza me contaba el caso de un chico tatuado en el cuello que la noche anterior había asaltado una casa en Sotogrande, Cádiz, con tan mala fortuna de que se trataba del hogar de un magistrado del Tribunal Constitucional. Y, sin haber robado nada, pero por saltar la tapia de la vivienda, lo había enviado a que pintase las paredes del instituto donde yo trabajaba. A la mañana siguiente hablé con el profesor de pintura para que el chico del tatuaje en el cuello no pintara paredes, sino que pintara cuadros. Yo sabía que mi compañero tenía un estudio muy grande en el sótano de su casa y ese podía ser un verdadero escenario donde sacar lo mejor del chico con el tatuaje en el cuello. Así que la jueza accedió a que el profesor de pintura del instituto supervisara todas las tardes al chico del tatuaje en el cuello mientras pintaba en el sótano de su casa. Tardó un año en preparar su primera exposición colectiva, a los dos años viajó por 33 Centroeuropa para pintar paisajes, y pintó las playas de Cádiz, y en pocos cursos se doctoró en Bellas Artes. En la actualidad ha expuesto en museos y salas de los cinco continentes. Ha ganado todos los premios importantes y casi todas las colecciones públicas y privadas de pintura de España tienen un cuadro suyo. Me llama cada vez desde un país diferente, aunque a mi casa viene poco. Sin embargo, cuando los astros se alinean, nos gusta sacar tiempo para sentarnos, abrir una coca-cola y mirar de frente el papel donde dibujó a aquella niña pequeña sentada en un orinal: él dice que es su mejor obra; yo digo que su mejor obra es su propia vida. Porque renacer en este mundo merece la pena, ¿no os he dicho que renacer en este mundo merece la pena? Sé que sí al iniciar el texto. Pero no quiero que se os olvide. Este mundo merece la pena, porque siempre hay un momento para recomenzar, para resurgir, para reencontrarse con quien nunca te deja: tú mismo. Y contigo, la mirada de Francisco hacia Jesús. JOSÉ SÁNCHEZ (Sevilla) Profesor de Psicología en la Universidad de Sevilla, casado y padre de tres hijos 34 Catequesis VENITE, ADOREMUS LEE... textos para acercarse a Francisco Las fuentes SAN BUENAVENTURA, Leyenda mayor de san Francisco, 1-3 Tres años antes de su muerte se dispuso a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del Niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles. Mas, para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno. Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne. El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra
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