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Vida publica de Jesus 1 año - J E Bolzan

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Copyright J.E. Bolzán © 1999-2017 - El texto y los mapas del presente libro ha sido
registrado y está protegido por las leyes de Copyright y Derechos de Autor. Todos los
derechos reservados.
 
Nihil Obstat:
José Carlos A. D’Andrea, Pbro.
Censor ad hoc
 
Imprimatur:
Mons. Nicolás Baisi
Obispo Auxiliar de La Plata - Argentina
La Plata, 4 de junio de 2012
 
Imagen Tapa: Nelly Bolzán, "Las barcas" (óleo), detalle.
Diseño de tapa e interior: Gerardo E. Bolzán
 
ASIN: B0747T1QDV
Distribuido por: Amazon Digital Services LLC
Primera edición: 1999
Segunda edición: 2012
Segunda reimpresión – 2013
Tercera reimpresión – 2017
Tercera edición (en cinco tomos) – 2017
4
Sobre el autor
El Dr. Juan Enrique Bolzán (1926-2017), científico y filósofo a la vez, ingresó a la
Carrera de Investigador Científico del CONICET en 1961, llevando a cabo estudios de
cinética química. Reingresó a la misma institución en 1973, para dedicarse a la filosofía
de la naturaleza. En 1983 alcanzó la categoría máxima de Investigador Superior; presidió
en varias oportunidades la Comisión Asesora de Filosofía, y formó parte de la Junta de
Calificación de la Carrera del Investigador.
Es autor de varios libros (El tiempo de las cosas y el hombre, 1965; Qué es la
Filosofía de la Naturaleza, 1967; Le Temps et la mort dans la philosophie
contemporaine d’Amerique latine, antología (en pp. 141-166 aparece una selección del
El tiempo de las cosas y el hombre), Toulouse 1971; Roberto Grosseteste: Suma de los
ocho libros de la Física de Aristóteles, en colab. con Celina Lértora Mendoza, 1971;
Continuidad de la materia. Ensayo de interpretación cósmica, 1973; Qué es la
Educación, 1984; La ciencia en Aristóteles, 1984; La matemagia del laberinto, en
colab. con A. R. Palacios, P. L. Barcia, J. E. Clemente, y E. Anderson, 1997; Física,
Química y Filosofía Natural en Aristóteles, 2005) y de más de cien trabajos de una u
otra de sus especialidades, publicados en nuestro país (Argentina) y en Alemania,
Inglaterra, Méjico, Estados Unidos, España, Italia, Grecia, etc. Recientemente se han
publicado cuatro obras póstumas: Fundamentos de una ontología de la naturaleza
(2017), Apostillas (2017), Gropos (2017), y Big Bang y Filosofía (2017).
Ha sido profesor ordinario en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad
Católica Argentina (1959-1979); Director del Centro de Investigaciones Filosófico-
Naturales (1976-1986); ha dictado cursos de postgrado en las Universidades de La Plata,
Córdoba, etc. Su temprana y providencial amistad con Mons. Juan Straubinger –
conocido traductor y comentador de la Biblia– lo orientó hacia los estudios bíblicos y
teológicos, uno de cuyos frutos es la obra que presentamos.
5
 
 
A mi amada esposa Elba Nelly.
A nuestros queridos hijos:
María Cristina,
Agustín Eduardo,
Pablo Esteban,
Andrés Guillermo,
Alejandro Daniel,
Gerardo Emilio;
sus esposas e hijos
“Este es mi Hijo muy amado.
Escuchadlo” 
(Mt. 4,22)
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Tabla de Contenidos
Sobre el autor
Prefacio a la Primera Edición
Prefacio a la Segunda Edición
TERCERA PARTE:
LA VIDA PÚBLICA PROLEGÓMENOS Año 27 d. C. / 780 ab U.c.
CAPITULO I: Aparece El Precursor [Mc 1,1-2 / Jn 1,6-8;15 / Lc 3,1-2a]
La voz que clama en el desierto [Lc 3,2b-18]
PRIMER AÑO DE PREDICACIÓN 28 d. C. / 781 ab U. c.
CAPITULO II: Jesús, bautizado por Juan [Mt 3,4;14-15 / Mc 1,9 / Lc 3,21-22]
El ayuno y las tentaciones [Lc 3,23;4,1 y 13 / Mt4,1-11
El Bautista y los judíos [Jn 1,19-27]
Juan y El Cordero [Jn 1,29-34]
Los primeros oyentes de Jesús [Jn 1,35-51]
Boda en Caná [Jn 2,1-11]
Hacia Cafarnaúm [Jn 2,12]
CAPITULO III: Hacia Jerusalén
Primera Pascua: Marzo-Abril del 28
Los mercaderes del Templo [Jn 2,13-25]
Dialogo con Nicodemo [Jn 3,1-21;31-36]
Actividades en Judea [Jn 3,22-30]
Prendimiento de Juan [Mt 4,12-16 / Mc 1,14-15 / Jn 4,1-4]
Hacia Galilea - La Samaritana [Jn 4,5-42]
En Galilea [Jn 4,43-45]
Primera predicación en Nazaret [Lc 4,16-22]
Curación del hijo del cortesano [Jn 4,46-54]
La pesca milagrosa - Primeros discípulos [Mt 4,18 / Mc 1,20 / Lc 5,1-9]
El endemoniado de Cafarnaúm [Mc 1,21-28]
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Curación de la suegra de Pedro [Lc 4,38-39]
Otras curaciones [Lc 4,40-41 / Mt 8,17]
Predicación por Galilea [Mc 1,35-39 / Mt 4,23-25]
Curación de un leproso [Mc 1,40-45 / Lc 5,15-16]
Retorno a Cafarnaúm [Mc 2,1-2;3-21]
Curación de un paralítico [Mc 2,3-11 / Lc 5,25-26] .
Vocación de Mateo [Mt 9,8-13 / Mc 2,13-15 / Lc 5,28-32]
El ayuno y la nueva ley [Mc 2,18-20 / Lc 5,36-39]
Las espigas [Lc 6,1-2 / Mc 2,27-28]
El hombre de la mano seca [Lc 6,6-9 / Mc 3,4-6]
Otras curaciones [Mc 3,7-10 / Mt 12,17-21]
Hacia el Monte de las Bienaventuranzas
Elección de los apóstoles [Mc 3,13-19]
CAPITULO IV: El Sermón de La Montaña [Lc 6,17-19 / Mt 5,1]
Las Bienaventuranzas [Mt 5,2-12]
Las maldiciones [Lc 6,24-26]
Sal de la tierra, luz del mundo [Mt 5,13-16]
Perfeccionamiento de la ley [Mt 5,17-48]
Recta intención [Mt 6,1-8]
“Padre Nuestro...” [Mt 6,9-15]
El ayuno [Mt 6,16-18]
Las verdaderas riquezas [Mt 6,19-21]
La claridad interior [Mt 6,22-24]
Confianza en la Providencia [Mt 6,25-34 / Mc 4,26]
No juzgar [Lc 6,37-38 / Mt 7,2]
La hipocresía [Mt 7,3-5-]
Celo de lo santo [Mt 7,6]
Poder de la oración [Mt 7,7-11;18-19-23 / Lc 11,13]
La regla de oro [Mt 7,12]
Los dos caminos [Mt 7,13-14]
Los falsos profetas [Mt 7,15-20]
Obras son amores...[Lc 6,46 / Mt 7,21-27]
Finis coronat opus [Mt 7,28-29]
8
CAPITULO V: Vuelta a Cafarnaúm [Lc 7,1 / Mt 8,1]
El siervo del centurión [Lc 7,2-10 / Mt 8,11-12]
Resurrección en Naím [Lc 7,11-17]
Embajada del Bautista [Lc 3,19-20; 7,18-30 / Mt 11,18-15 / Lc 16,16]
Parábola de los chicos caprichosos [Lc 7,31-35]
La pecadora perdonada [Lc 7,36-50]
Prosigue su viaje por la Galilea
Las proveedoras de Jesús [Lc 8,1-3]
En Cafarnaúm - Alarma de sus parientes [Mc 3,20-21]
Las parábolas del reino [Mt 13,1-3a]
La parábola del sembrador [Mc 4,3-9]
El trigo y la cizaña [Mt 13,24-30]
La semilla crece por sí [Mc 4,26-29]
El grano de mostaza [Mc 4,30-32]
La levadura [Mt 13,33-34]
Lo interrogan sus discípulos [Mc 4,33-34;13-20 / Mt 13,10-18;36-43]
Tres símiles complementarios
El tesoro escondido [Mt 13,44]
La perla fina [Mt 13,45-46]
La red barredera [Mt 13,47-50]
Nova et vetera [Mt 13,51-52 / Mc 4,21-25 / Lc 12,3]
La tempestad en el lago [Mc 4,35-41]
ABREVIATURAS BÍBLICAS
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
 
9
 
Prefacio a la Primera Edición
“...Cristo, que es poder
y sabiduría de Dios”.
SAN PABLO, ICo 1,24
Escribimos para gente de fe; o, al menos, de buena voluntad. Por lo tanto allá van los
hechos y dichos del Señor coordinados cronológicamente y brevemente comentados para
ayudar a la intelección de lo actuado y a su consiguiente meditación. Porque la vida de
Jesucristo no es la de un simple hombre importante, con su cronología de batallas,
descubrimientos, y dichos más o menos destacables: se trata aquí nada menos que del
Verbo encarnado que vino a darnos la Vida, a enseñarnos la Verdad, a prepararnos el
Camino.
Lo seguimos en su paso por la tierra ajustándonos a los textos evangélicos; para lo
cual los coordinamos, esto es, los disponemos cronológicamente, sin repetir lo que en
ellos se repite: toda vez que más de un evangelista refiere el mismo hecho, seleccionamos
el que estimamos más adecuado a nuestros fines. Quiere esto decir que si bien se hallarán
aquí todos los actos y dichos de Nuestro Señor, no se encontrarán los textos completos
de los cuatro Evangelios. En cuanto a la cronología detallada de tales hechos, el tema es
sumamente complejo y discutido por los eruditos; basaremos nuestro desarrollo teniendo
en cuenta la bibliografía existente al caso; muy útiles han sido las sinopsis de Leal,
Castellani, y Benoit-Boismard; así como las cronologías que aparecen en Ricciotti,
Schnackenburg, Wikenhauser y otros. Por razones de claridad cronológica hemos
aceptado —bajo la autoridad de Lagrange, Prat, Ricciotti, Wikenhauser, Schnackenburg
y otros— la transposición de los CC. 5 y 6 de San Juan, tal como lo decimos en su
lugar[1]; y en contadasocasiones nos hemos permitido alterar la posición de algunos
versículos siguiendo nuestro propio criterio, sin necesidad de advertirlo en cada caso: el
perito ya lo notará; y el lector nos agradecerá que lo eximamos de un recargo de
erudición.
El texto sagrado aparece siempre en “letra destacada y entre comillas”, a fin de que
se distinga claramente de todo otro enunciado. Utilizamos la traducción castellana que de
toda la Biblia llevara a cabo, por largos años, Mons. Dr. Juan Straubinger, pretendiendo
con ello rendir módico pero cordial homenaje a la memoria de quien nos despertara al
amor por tales temas durante nuestras visitas a su estudio en el Seminario Mayor “San
José”, de La Plata (Argentina); sin embargo introducimos algunas pequeñas alteraciones
gramaticales, y disponemos el texto en forma de diálogo cuando este ocurre.
Para comodidad del lector dividiremos cronológicamente nuestro relato de acuerdo a
10
los años de nuestra era, de enero a diciembre en cada caso (véase Excursus III, tomo V).
Los textos bíblicos se citan según abreviaturas convencionales, al margen del cuerpo de
la obra, y los Salmos se indican según la numeración de la Neo-vulgata. La “Bibliografía
general” se ha reducido a obras que el lector puede hallar fácilmente.
Finalmente, tres consejos para mejor aprovechar la lectura de los textos evangélicos
que aquí aparecen:
Primer consejo: Llevar la lectura del texto evangélico con seso, corazón, y sentido del
misterio, pues allí está el Espíritu Santo, “soplo eterno de Dios”. Pedir luces y ponerse en
clima, representándose al protagonista de esta historia: planta recia sin empaque; rasgos
finos y varoniles; mirada penetrante sin dureza; firme y reposada voz.
Segundo consejo: Seguir los desplazamientos del Señor con un mapa de Palestina y de
la ciudad santa a la vista, para mejor apreciar la extensión de su labor; en nuestro Índice
hemos escrito en letra destacada los diversos itinerarios, de modo que se tenga con él una
suerte de “hoja de ruta”. Pero, sobre todo, situarse vivamente en cada escena,
acompañando imaginativamente la acción; como aconseja S. Agustín: “Escuchemos el
Evangelio como si estuviera presente el Señor” [2], hablándonos singularmente a ti, a mí,
sin escudarnos en un plural aparentemente in-comprometedor; te sorprenderá el resultado
de tu lectura si cambias mentalmente el “vosotros” o “a vosotros”, por “tú” o “a ti”. En
algunas ocasiones haremos juntos esta experiencia, a modo de ejemplo.
Tercer consejo: Una vez leída esta obrita, desecharla y continuar el resto de la vida
bebiendo la Sabiduría generosamente repartida por el Espíritu Santo en los cuatro
Evangelios: cada evangelista tiene sus propios detalles, sus inagotables y misteriosos
pormenores como para enamorarnos de ese Dios que nos eligió —a ti y a mí, caro lector
— y nos llamó por nuestro nombre a la vida (Is 43, 1), “desde antes de la creación del
mundo” (Ef 1,4) y para toda la eternidad; y que por ti y por mí, y porque nos quiere
con Él, no vaciló en enviar a Su Hijo como Cordero expiatorio.
 
J. E. B.
 
11
Prefacio a la Segunda Edición[3]
“...con tal de que concluya mi carrera dando
testimonio del Evangelio de la gracia de Dios”.
Ac., 20, 24
Esta segunda edición es substancialmente igual a la anterior; hemos corregido las faltas
tipográficas que allí se habían deslizado, redistribuido algunos versículos para mejorar en
lo posible el orden de los hechos (especialmente en los CC. 10, 13, 15 y 17);
reemplazado algunas de ellos por textos equivalentes de otros evangelistas; agregado
nuevos comentarios aquí y allá; y sobre ello, un poco de lima que haga la obra del autor
algo menos indigna de los textos que se comentan.
Nos permitimos insistir en vivir la lectura con espíritu de misterio y en presencia de
Jesús, de modo tal que con el correr del tiempo el subtítulo de la obra vaya
transformándose, paulatinamente, en “Mi vida en la Vida de N. S. Jesucristo según los
Evangelios concordados”. No sea que tras las parábolas, milagros, alegorías y frases
luminosas con las cuales quiere el Señor llevarnos consigo, perdamos de vista que se
trata no de un interesante libro de espiritualidad ni de un rabí muy agudo en sus dichos y
portentoso en sus hechos, sino del mismo Dios que nos habla desde su Hijo, “en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Cl 2,3);
perla finísima por la cual hay que darlo todo (Mt 13,45).
Por ello mismo es la nuestra una “crónica pedagógica”, destinada a facilitar al lector
más bien la doctrina que las “fechas” en detalle de todos los acontecimientos; obra por
otra parte imposible pues la vida de Jesús transcurrió en tiempos poco interesados en
cronología, como lo reconocen los estudiosos del denominado “Jesús histórico”; y los
mismos evangelistas no han hecho tarea de historiadores sino de predicadores, dejando
en sus relatos una suerte de ayuda-memoria, resumen suficiente para la obra de
predicación ordenada por Jesús. En otras palabras, aquí nos interesamos por el Jesús real
y su mensaje para nosotros.
 
 
J. E. B.
 
 
12
Nota del editor a la Tercera Edición
Esta tercera edición en cinco tomos contiene el mismo texto de la segunda edición en
un solo tomo. Por sugerencia de algunas personas, hemos decidido dividir el texto
original y darles más opciones a los lectores, no sólo para adquirir separadamente el tomo
que deseen leer sino también para que, aquellos que estén interesados en la colección
completa, puedan disponer de los textos de una manera más cómoda, debido a que se
trata de un volumen muy extenso.
Tanto los capítulos como las notas al pie de cada tomo tendrán su propia numeración,
sin seguir una correlación con la edición en un solo volumen. Cuando se cita solamente el
nombre del autor, el título de la obra se hallará en la Bibliografía General, al final del
libro.
Lamentablemente el autor falleció pocos meses antes de que saliera a la luz esta nueva
edición. Nos sentimos honrados de haber podido contribuir a la versión final de esta gran
obra, que forma parte central de su testamento espiritual.
 
 
G.E.B.
 
 
 
13
 
 
 
Mapas
 
14
Ilustración 1: Mapa de Palestina en tiempos de N. S. Jesucristo
 
 
15
Ilustración 2: Mapa de Jerusalén
16
TERCERA PARTE
LA VIDA PÚBLICA
PROLEGÓMENOS
Año 27 d. C. / 780 ab U.c.
CAPITULO I
Aparece El Precursor
Creciendo al amparo del amor de María y de José, Jesús ha aprendido el oficio de su
padre sirviendo, con su trabajo, a sus convecinos; tan naturalmente ha transcurrido su
vida allí, en Nazaret, que se asombrarán de su sabiduría cuando comience a predicar su
jamás oída Buena Nueva. Y pues va llegando el tiempo en que deberá iniciar el Señor su
obra específica acá va el “comienzo del Evangelio de Jesucristo” [Mc 1,1-2]; siendo,
por consiguiente, necesario que se presente ya el Precursor, “según lo que está escrito
en Isaías, el profeta: «Mira que envío delante de ti a mi mensajero, el cual
preparará tu camino»” [4].
Entonces “apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Él vino
como testigo para dar testimonio acerca de la luz, a fin de que todos creyesen por
él. Él no era la luz pero vino para dar testimonio de la luz. Juan da testimonio de
Él y clama:
—De Éste dije yo: El que viene después de mí se me ha adelantado, porque Él
existía antes que yo” [Jn 1,6-8y15].[5]
Así resume Juan Evangelista la misión de Juan Bautista; pero veámoslo en detalle. En
primer lugar, ¿cuándo apareció el Precursor? Lucas que, tal como lo hemos visto, quiere
relatarlo todo “en forma ordenada”, lo señala con precisión de historiador: “El año
decimoquinto del reinado de Tiberio César; siendo Poncio Pilato gobernador de
Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de la
Traconítide; y Lisanias, tetrarca de Abilene; bajo el pontificado de Anás y
Caifás...” [Lc 3,1-2a][6]. Con su referencia a Tiberio, Lucas define relativamente bien la
fecha pues según cómputos ese décimo quinto año debe abarcar desde el 1º de octubre
del27 al 30 de setiembre del 28[7]; comenzando Juan su predicación probablemente hacia
fines de octubre del 780 ab U.c. (27 d.C.). De paso y en cuatro trazos dibuja Lucas la
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situación política de Palestina de entonces: gobernaban dos hijos de Herodes el Grande
(el asesino de los inocentes) correspondiendo: a Herodes Antipas, Galilea y Perea; a
Filipo, la zona NE; y a Lisanias, que no pertenecía a la familia, la zona más al N del
territorio de Filipo. Finalmente aparece Poncio Pilato, Procurador —título romano oficial
de su cargo— de toda la región de Judea anexada a Roma como provincia imperial,
desde la destitución de Arquelao por César Augusto[8]. Las provincias imperiales o
reservadas al emperador —a diferencia de las senatoriales, reservadas al senado romano
— eran gobernadas, en última instancia, por el mismo emperador quien delegaba el
mando directo en sus legados o bien, tratándose de provincias difíciles de gobernar, en
sus procuradores residentes; a su vez, el procurador y la Judea quedaban bajo la
supervisión final del legado de Siria. Poncio Pilato se hizo cargo de su gobierno en año
26 de nuestra era, residiendo oficialmente en Cesarea del Mar (a orillas del Mar Grande);
pero para las fiestas, cuando podían esperarse tumultos y rebeliones de parte de los
indómitos judíos, se trasladaba a Jerusalén, asentándose sea en el palacio de Herodes,
sea en la fortificada Torre Antonia, edificada en el vértice NO de la muralla del Templo.
Era él el único que podía dictar la pena de muerte (ius gladii), dejándose los casos
ordinarios a la potestad de los tribunales judíos, especialmente el Sanedrín (o Sinedrio).
Por su parte, dentro del sistema teocrático judío el Sumo Sacerdote, elegido de entre
algunas familias sacerdotales más poderosas, era no sólo cabeza del sacerdocio levítico
sino también de toda la nación, reteniendo para sí la suprema autoridad religiosa y civil.
El cargo era, teóricamente, de por vida pero en la práctica —al menos en tiempos de
Jesús— no raramente algunos de ellos fueron depuestos más o menos fácilmente; pero
aun destituidos seguían formando parte de la clase de los Sumos Sacerdotes. En lo civil,
era este Sumo Sacerdote el gran jefe del Sanedrín, órgano supremo de administración
compuesto por setenta miembros (Yahvé había ordenado ya a Moisés que eligiera un
concejo de ayuda de setenta ancianos: Nm 11,16) que en conjunto representaban a tres
grandes grupos: el de los sacerdotes; el de los ancianos, que conformaban la aristocracia
y el poder económico; y el de los escribas y doctores de la Ley, donde predominaban los
fariseos. Existían, asimismo, Sanedrines menores en Palestina y en el exterior, allí donde
hubiere una comunidad judía importante; esto Sanedrines juzgaban asuntos locales según
las normas dictadas por el gran Sanedrín. En cuanto a esos que nombra expresamente
Lucas: Anás y Caifás, ya tendremos amplia oportunidad de habérnoslas con ellos.
La voz que clama en el desierto
Pues bien: en esos momentos “la palabra de Dios vino sobre Juan, hijo de
Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la región del Jordán, predicando el
bautismo de arrepentimiento para la remisión de los pecados, como está escrito en
el libro de los vaticinios del profeta Isaías [Is 40,3-5]: «Voz de uno que clama en el
desierto. Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo valle debe
rellenarse y toda montaña y colina ha de rebajarse; los caminos tortuosos han de
hacerse rectos y los escabrosos, llanos; y toda carne verá la salvación de Dios»” [Lc
3,2b-6].
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Era la del bautismo una ceremonia conocida ya y practicada bajo la Ley como baño
purificador [Lv c.14; Nm c.19], y aun como definida purificación moral exigida por Yahvé [Is
1,16; Ez 36,25; etc.]; mas la inesperada aparición de Juan en el desierto de Judea, con su
estilo de vida y la urgencia de sus palabras, produjo la conmoción que veremos en el
pueblo y sus jefes religiosos. Citando a Isaías pide Juan que toda bajeza se rellene, que
toda soberbia se abaje, que toda intención se rectifique, y hasta que se pula toda
aspereza. ¡Es que viene el Señor y aquí no hay vuelta de hoja! No se trata de darle una
repasada a los muebles y barrer la casa echando el polvo bajo la alfombra para guardar
las apariencias; el esfuerzo de perfección ha de ser de verdad o no servirá para nada.
Entonces, como ahora, la desidia era grande y el remedio, urgente y valioso como para
andarse con paños tibios. Juan decía “a las muchedumbres que salían a hacerse
bautizar por él:
—Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la cólera que se os viene
encima? Producid frutos propios de arrepentimiento. Y no andéis diciendo dentro
de vosotros: «Tenemos por padre a Abrahán»; porque os digo que de estas piedras
puede hacer Dios que nazcan hijos de Abrahán. Ya está el hacha puesta a la raíz de
los árboles: todo árbol que no produce buen fruto va a ser tronchado y arrojado al
fuego” [Lc 3,7-9].
El lenguaje es duro, de tono profético (Is 59,5 habla de los que “empollan huevos de
áspid”), sacudiendo a sus contemporáneos para desengañarlos de esa falsa seguridad en
que vivían por pertenecer a la estirpe de Abrahán. El Bautista les dice claramente que de
nada les valdrá ser (o llamarse) hijos de Abrahán: la santidad no se hereda; no hay tal
cosa como “madera de santo” en que confiar sino lucha, gozosa lucha diaria para
conquistar aquella santidad. Hay que producir frutos, ¡y buenos! Incorporémonos, pues,
a quienes escuchaban a Juan y preguntémosle:
“—Y bien, ¿qué debemos hacer?
Les respondió y les dijo:
—Quien tiene dos túnicas dé una a quien no la tiene; y quien víveres, haga lo
mismo” [Lc 3,10-11].
Juan pide amor práctico, operativo, como inmediata medida del amor a Dios
manifestado en el amor al prójimo; pues “quien tiene bienes de este mundo y ve a su
hermano padecer y le cierra sus entrañas, ¿de qué manera permanece el amor de
Dios en él? Hijitos: no amemos de palabra y con la lengua sino de obra y en
verdad” [IJn 3,17-18]. Mas, ¿con cuánta obra? Pues... con gran generosidad, como queda
sugerido por esa partición a mitades de bienes tan apreciados para la gente común de
entonces como lo eran la túnica y los víveres. Esto es: caridad magnánima para con
todos. Siguen ahora dos aplicaciones de “moral profesional”. La primera: “Vinieron
también los publicanos a hacerse bautizar, y le dijeron:
—Maestro, ¿qué debemos hacer?
Les dijo:
—No hagáis pagar nada por encima de vuestro arancel” [Lc 3,12-13].
Los publicanos eran personas particularmente odiosas a los judíos pues por oficio se
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dedicaban a cobrar los impuestos indirectos (derechos y gabelas) fijados por el
gobernador romano, pero la percepción de los mismos constituía un sistema corrompido
por su misma organización. En efecto: el procurador romano percibía los impuestos
mediante funcionarios del estado; pero las gabelas (derechos aduaneros, alquiler de
lugares públicos y del mercado, derechos de peaje, etc.) las recaudaban capitalistas
privados, denominados “publicanos”, quienes adquirían ese derecho mediante el pago de
una cantidad convenida y quedaban en libertad de sacar luego al pueblo cuanto podían,
como ganancia. Y no digamos nada cuando, como ocurría frecuentemente, esos
publicanos subarrendaban los derechos a otras personas, menos escrupulosas aun por
cuanto más alejadas de la fuente originaria del poder y del control.
Segunda aplicación: “A su vez, algunos soldados le preguntaron:
—Y nosotros, ¿qué debemos hacer?
Les dijo:
—No hagáis extorsión a nadie, no denunciéis falsamente a nadie, y contentaos
con vuestra paga” [Lc 3,14].
Estos soldados no eran ciertamente los soldados romanos (stratiõtai) que respondían
al Pretor y se harán presentes durante la Pasión; podrían ser mercenarios de Herodes
Antipas, pero con mayor probabilidad se trata de “judíos enrolados para prestar ayuda a
los recaudadores de impuestos (strateuomenoi)” [9]; tropas estas odiadas por los judíos,
tanto por ser compatriotas cuanto por el oficio que ejercían y la rudeza con que
manifestaban su poder—del pequeño poder, pero poder al fin— y de allí la admonición
de Juan. Obsérvese que en ninguno de ambos casos aconseja Juan dejar la profesión sino
colocarla en su cauce correcto; pues de sí ambas eran honestas y la vocación del Reino
no exigirá alteración en lo que de bueno tenga la tarea en manos sino mejoría en el modo
de llevarla a cabo tras un cambio de mentalidad y de corazón. Hacer lo mismo, pero no
ya de la misma manera. La expectativa de la venida del Mesías, siempre presente en ese
pueblo, unida al largo tiempo de ausencia de profetas, hace comprensible que agregue
Lucas: “Como el pueblo estuviese en expectación y cada uno se preguntase
interiormente, a propósito de Juan, si no era él el Cristo, Juan respondió a todos
diciendo:
—Yo, por mi parte, os bautizo con agua. Pero viene Aquel que es más poderoso
que yo, a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, y Él os
bautizará en Espíritu Santo y fuego. El aventador está en su mano para limpiar su
era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará en un fuego que no se
apaga.
Con estas y otras muchas exhortaciones evangelizaba al pueblo. Pero Herodes,
el tetrarca, a quien él había reprendido a causa de Herodías, la mujer de su
hermano, y a causa de todas sus maldades, añadió a todas estas la de poner a Juan
en la cárcel” [Lc 3,15-18], adelantando así Lucas lo que acontecerá muy posteriormente.
Evidentemente había causado Juan gran impresión en el pueblo por su figura ascética,
su modo de vida, su predicación y su bautismo; el cual, como lo aclara él mismo, era una
ceremonia preparatoria, “un bautismo de arrepentimiento” dirá Pedro [Ac 13,24] y
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figura del bautismo que administrará en un futuro otro personaje —misterioso, por ahora
— y que lo hará “en Espíritu Santo y fuego” (en el fuego del Espíritu Santo), expresión
esta no menos críptica[10]. La imagen del labrador con su bieldo echando, al viento suave,
grano y paja para separarlos (el grano, por gravedad, cae al pie mientras la broza es
arrastrada) era bien conocida por el pueblo, así como el destino de ambas partes. Ese
“fuego que no se apaga” es imagen apocalíptica que utiliza Juan para conmover, por un
lado, y señalar, por otro, la permanencia misma de la operación de limpieza de la era. Por
lo cual hemos de ser cuidadosos con el “material” con que vamos edificando nuestra
propia vida y cómo vamos construyendo sobre ese fundamento “ya puesto, que es
Jesucristo. Si, empero, sobre este fundamento se edifica oro, plata, piedras
preciosa [o bien] madera, heno, paja, la obra de cada uno se hará manifiesta,
porque el día la descubrirá pues en fuego será revelado; y el fuego pondrá a
prueba cuál sea la obra de cada uno” [ICo 3,11-13]. Los metales se purifican por el
fuego; pero madera, heno y paja acaban por él consumidos, destruidos.
Aquellas exhortaciones de Juan no comportan una verdadera predicación del
Evangelio, la cual estará reservada a Jesús; aquí se trata simplemente de consejos
generales y de la necesidad de penitencia como prolegómenos a la aparición del Mesías.
21
PRIMER AÑO DE PREDICACIÓN
28 d. C. / 781 ab U. c.
CAPITULO II
Jesús, bautizado por Juan
Así pasaba los días Juan, bautizando y predicando cabe el río Jordán, vestido
ascéticamente tal como lo había hecho en su tiempo Elías (IIRy 1,8), pues también
“Juan tenía un vestido de pelos de camello y un cinto de cuero alrededor de su
cintura; su comida era langostas y miel silvestre” [Mt 3,4]. Así, pues, es erróneo
representar a Juan con un cuero de camello: se trataba de un áspero tejido de recio pelo
de camello, como correspondía a un asceta; la langosta, verdadera plaga de Palestina[11],
se podía comer según la Ley (Lv 11.22) y de hecho a veces se la utilizaba como
alimento, hervida en agua y sal, o bien seca y molida se mezclaba con la harina para
hacer pan, y aun se preparada como encurtido con miel o vinagre; en cuanto a la miel,
abundante en Palestina, era alimento conocido y apreciado por su dulzura, siendo la que
se menciona aquí producida por la abeja silvestre y depositada en troncos o en
hendiduras rocosas.
Pasando así el tiempo, probablemente a principios del año 28, “sucedió que en
aquellos días vino Jesús de Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por Juan en el
Jordán [Mc 1,9]. Pero Juan quería impedírselo y le decía:
—Yo tengo necesidad de ser bautizado por Ti y, ¿vienes Tú a mí?
Jesús le respondió:
—Deja ahora, porque así conviene que nosotros cumplamos toda justicia.
Entonces Juan se lo permitió” [Mt, 3,14-15].
Es de suponer la perplejidad de Juan cuando Aquel a quien no era digno de desatar las
correas de sus sandalias (oficio este de esclavo) le solicita un bautismo que, como Juan
mismo lo proclamaba, era de penitencia. Y, ¡qué necesidad de penitencia podía existir en
el Mesías! Pero Jesús responde brevemente a la objeción de Juan y este debe
contentarse con saber que así ha de proceder; pues hacer justicia es, en lenguaje bíblico
y en boca del Señor, cumplir la voluntad de Dios y ella consiste ahora —dicho por Él
22
mismo— en que el Mesías se presente como penitente ya que acabará por cargar con
todos los pecados. ¿Qué puede replicar a ello el Bautista? E hizo bien, tal como lo
confirma la segunda escena:
“Al bautizarse toda la gente, habiendo sido bautizado también Jesús y estando
Éste orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre Él en figura
corporal, como una paloma, y una voz vino del cielo:
—Tú eres mi Hijo, el Amado: en Ti me recreo” [Lc 3,21-22].
Tal vez con este su sorprendente bautismo, el Señor haya querido autorizar a Juan
ante el pueblo a fin de que quienes escuchaban al Bautista emprendieran un verdadero
camino de penitencia, preparando así el terreno (sus almas) para recibir con fruto la
semilla del Evangelio del Reino ya tan próximo a serles anunciado. De aquí que a la
oración del Hijo se produzca la primera teofanía o manifestación de Dios en el Evangelio
bajo forma de testimonio a favor de Jesús. El Espíritu Santo, que sobrevolara otrora las
aguas en la Creación, aparece reposando aquí en forma de paloma sobre el nuevo Adán.
La Voz celestial parece aludir, por un lado, al Salmo 2,7, salmo clásicamente mesiánico,
donde Yahvé declara:
“Tú eres mi Hijo,
Yo te he engendrado hoy”;
por otra parte, al llamado “Primer Canto del Siervo”, que aparece en el profeta
Isaías:
“He aquí mi Siervo
a quien sostengo,
mi escogido,
en el que se complace mi alma.
Sobre Él he puesto mi Espíritu...” [Is 42,1].
En estos momentos iniciales de su vida pública aparecería el Señor a la pequeña
multitud que rodeaba al Bautista como uno de los tantos que se acercaban a Juan en
actitud penitencial: ¡una verdadera epifanía de la humildad del Señor! A la cual acompaña
esa epifanía trinitaria según los tres modos con que el hombre se pone en contacto con la
realidad sensible: la vista (Paloma), el oído (la Voz) y el tacto (Jesús mismo), que admira
a todos los espectadores y dará comienzo a la serie de interminables preguntas sobre la
personalidad de “ése” allí presente; pues evidentemente no se trata de un pecador
cualquiera que necesita penitencia sino de un misterioso personaje aparecido
imprevistamente y del cual no se sabe qué pensar. Cierto es que el evangelista no aclara
si tal manifestación lo fue para todos los presentes (sí la vio Juan Bautista, según Jn 1,
32); sin embargo la declaración de Lucas de una aparición corporal del Espíritu como
paloma apunta a que así debió de haber ocurrido; y a mayor abundancia, en Jn 1,31-34
apelará el Bautista a esa aparición de la Paloma para justificar que se trata del Hijo de
Dios. De todos modos “el significado pleno del bautismo de Jesús que comporta cumplir
«toda justicia» se manifestará sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte
por los pecados de toda la humanidad y la voz del cielo es una referencia anticipada a la
resurrección” [12].
23
Probablemente este viaje al Jordán marque para Jesús el abandono definitivo de su
hogar de Nazaret; sólo retornará a esa ciudad en dos oportunidadespara predicar [Lc 4,16-
22], siendo definitivamente rechazado en la segunda [Mc 6,1-3 y Lc 4,23-30][13].
El ayuno y las tentaciones
“Y el mismo Jesús era, en su iniciación, como de treinta años” [Lc 3,23], según lo
indica expresa y únicamente Lucas, pues tal edad era la legal para aparecer públicamente
predicando. Ahora, tras el bautismo, y señalado por la teofanía, se dispone Jesús a la
acción... ¡con cuarenta días de retiro, de oración y de mortificación! ¡Él, que poseía la
plenitud del Espíritu! Pero así fue: “Jesús, lleno del Espíritu Santo, dejó el Jordán y
fue conducido por el Espíritu al desierto” [Lc 4,1]. La penitencia fue rigurosa, en
verdad; y más aun si se considera que el episodio debió de haber ocurrido en la época
más fría y lluviosa de Palestina (entre enero y febrero, cálculo este que se apoya en el
hecho de celebrarse de allí a poco la fiesta de la Pascua). Una tradición venerable señala
como lugar de la acción el desde entonces denominado Monte de la Cuarentena, situado
a unos 8-10 km al NE de Jerusalén. No será esta la única vez que el Señor se retire al
desierto para orar; pero en la ocasión eligió un lugar especialmente salvaje pues, como lo
dice Marcos para enfatizar la soledad, “estaba entre fieras” [Mc 1,13]; las habituales del
desierto palestino de entonces: cabras salvajes, víboras, chacales, etc.
El ayuno era práctica conocida en el pueblo bíblico: Moisés ayunó cuarenta días [Éx
34,28 y Dt 9,9], así como también Elías [IRy 19,8]; e incluso Pablo se retirará al desierto
después de su conversión camino de Damasco [Ga 1,17]. Pero Jesús, ¿para qué? Mucho
discuten al caso los exegetas, tendiendo en general a aceptar razones de conveniencia de
que el Mesías se sometiera a la experiencia; y San Juan Crisóstomo (CA, ad loc.) lo
aplica a nosotros: “Para que conozcas cuán útil y bueno es el ayuno, y qué clase de
escudo es contra el diablo; y porque después del bautismo conviene ayunar y no vivir en
la lascivia, quiso ayunar Jesús: no porque lo necesitase sino para enseñarnos”. Pero en
este episodio hay más que ayuno y hambre, pues Jesús “fue conducido por el Espíritu
al desierto para que fuese tentado por el diablo” [Mt 4,1][14]. Extraña razón. “Tienta en
diablo cuanto mayor es la soledad”, dice el Crisóstomo (CA, ad loc.); y añade: “El diablo
busca a los hombres para tentarlos; pero como el demonio no podía ir contra el Señor, Él
fue a buscarlo; por eso se dice que fue para ser tentado”. Siempre la iniciativa debe
quedar en manos de Dios, como Causa Primera absoluta. La opinión más corriente
considera que ese desierto es el situado entre Jerusalén y Jericó, hacia el sur, yermo e
inhóspito al extremo. Bajo esas condiciones, “ayunó cuarenta días y cuarenta noches,
después de lo cual tuvo hambre. Entonces el tentador se aproximó y le dijo:
—Si tú eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se vuelvan panes.
Mas Él replicó y dijo:
—Está escrito: No sólo de pan vivirá el hombre, sino [también] de toda palabra
que sale de la boca de Dios” [Mt 4,4][15].
Primera tentación: en el momento culminante de la debilidad del cuerpo tras el ayuno,
apela el tentador a la concupiscencia de la carne (y de los ojos, y la soberbia de la vida).
24
¿Qué le costaba al Mesías —si es que lo era: eso pretendía averiguar el diablo— hacerse
un “milagrito” para saciar su hambre, que debió ser intensa y dolorosa al cabo de tantos
días? La respuesta del Señor es una inmediata elevación de tono del diálogo, trayendo a
la memoria una cita del antiguo Testamento, cuando Moisés le recuerda al pueblo los
favores recibidos de Yahvé: “[el Señor] te afligió y te hizo padecer hambre; y te dio a
comer el maná, que tú no conocías ni habían conocido tus padres, para mostrarte
que no sólo de pan vive el hombre, sino [también] de todo lo que sale de la boca de
Dios” [Dt 8,3]. Así, pues, con su respuesta no se pone Jesús en evidencia como deseaba
el diablo sino que sólo hace una apelación a la Providencia, tal como podía hacerla
cualquier piadoso israelita. En su momento hará aparecer pan en abundancia, pero lo
hará para esa pobre gente que lo ha acompañado en una larga jornada y estará
hambrienta. Y lo hará cuando, ante su muerte ya próxima, decida quedarse entre
nosotros hasta su Parusía. Por ahora, el demonio insiste, segundando: “Entonces lo
llevó el diablo a la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo; y le dijo:
—Si tú eres el Hijo de Dios, échate abajo; porque está escrito [S 91,11]: Él dará
órdenes a sus ángeles acerca de Ti y te llevarán en palmas para que no lastimes tu
pie contra alguna piedra.
Respondióle Jesús:
—También está escrito [Dt 6,16]: No tentarás al Señor tu Dios” [Mt 4,5-7].
Concupiscencia de los ojos (y de la carne, y soberbia de la vida); apelación al deseo
de mostrarse; pues, ¿cómo no habrían de maravillarse quienes lo divisaran en lo más alto
del Templo —ese Templo al cual se dirigían ojos y corazones a menudo durante el día—
y lo vieran arrojarse con toda prosopopeya, para ser recogido por ángeles? ¡Este
endiablado diablo! Ahora es él quien recurre a esas Escrituras que conoce muy bien (no
olvidemos que posee inteligencia angélica) y sabe aprovecharlas para su mal uso (he ahí
el peligro del “libre examen”). Si Ese que está allí es el Hijo de Dios, los ángeles no
dejarán que se hiera en su caída, como estaba prometido por el Salmista. Mas con gran
sabiduría responde Jesús, también según las Escrituras y con un texto que incluso deja
perplejo al diablo pues, a pesar de lo que a primera consideración pudiera parecer, con lo
que dice Jesús a la letra no se está revelando Él como Dios sino que al citar ese paso del
Deuteronomio indica un mandato general para todo fiel en el sentido de que no ha de
tentarse a Dios intentando “obligarlo” a actuar según nuestro capricho. Nuevamente
queda en la duda Satanás; y entonces, ya desesperado —como vive siempre— se deja de
sutilezas y condicionales: no le dirá ahora: “Si tú eres Hijo de Dios”, sino que se lanza
groseramente a corromper; y con un recurso directo a la soberbia de la vida pretende
despertar ese deseo de poder que, santo como lo era al principio [Gn 1,28 y 2,5], desde el
pecado original, desde aquel querer ser el hombre como Dios en la desobediencia, lleva
en sí semilla de corrupción en todos los niveles y en todas sus modalidades: “de nuevo
le llevó el diablo a una montaña muy alta, y mostrándole todos los reinos del
mundo y su gloria le dijo:
—Yo te daré todo esto si, postrándote, me adoras.
Entonces Jesús le dijo:
25
—Vete, Satanás; porque está escrito [Dt 6,13]: Adorarás al Señor tu Dios, y a Él
sólo servirás” [Mt 4,8-10].
Es claro que el diablo tiene poder sobre las cosas de este mundo, pero a condición de
que Dios se lo permita; por lo cual esta escena tiene su donaire ya que le hace la oferta al
Dueño de todo ello, a Quien se lo está permitiendo en ese momento[16]. Sea como fuere,
recurriendo a algún tipo extraordinario de visión —pues desde ningún monte pueden
verse “todos los reinos de la tierra” — intenta Satanás someter por extraviados deseos
de poder y de gloria terrenales a ese misterioso personaje; todo cuanto quiere es la
sumisión de Jesús, lo cual comportaría un estrepitoso fracaso... ¡de Dios en su Mesías! Y
esto, entrando en soberbia competencia con el mismo Yahvé, quien ya le había dicho a
su Hijo:
“Pídeme y te daré en herencia las naciones,
y en posesión tuya los confines de la tierra” [S 2,8].
¿Recordó el diablo este Salmo mesiánico y se jugó el todo por el todo, presentando
ante Jesús, a ojos vista, lo que el Salmo le prometía? Este Satanás, que sabe más por
experiencia que por naturaleza angélica —como lo dice Santo Tomás en su Summa
Theologiae y aun nuestro Martín Fierro: “El diablo sabe por diablo / pero más sabe por
viejo” — confía en la fuerza de lo ofrecido, de eso que aparece allí, como a la mano y
que entra por los ojos. Pero falla una vez más; porque Jesús, ya hastiado, corta ahora
por lo sano con un vade retro!, seguido de una nueva apelación a la Escritura Santa.
Como colofón: “Dejóleentonces el diablo y he aquí que ángeles se acercaron para
servirle” [Mt 4,11]. No le quedaba a Satanás terreno genérico por explorar, pues como
bien dice San Ambrosio: “No diría la Sagrada Escritura que el diablo se retiró acabada
toda tentación si no se hallase en esas tres la materia de todos los pecados; porque las
causas de las tentaciones son las mismas de la codicia, a saber: deleite de la carne,
esperanza de gloria, y ambición del poder” [17]. Finalizado el ayuno, en el triunfo de su
mansedumbre el Padre le envía ángeles como manifestación de su Providencia: ¡era ya
tiempo de comer algo!
Es curiosa la observación con que finaliza este episodio Lucas: “Entonces el diablo,
habiendo agotado toda tentación, se alejó de Él hasta su tiempo” [Lc 4,13]. Ya
tendremos ocasión de ver la actuación del diablo durante “su tiempo”, en la Pasión,
cuando Jesús predice su aproximación [Jn 14,30]; se apodera de Judas [Lc 22,3]; tienta a los
apóstoles [Lc 22,31]; y, en fin, actuando sobre los dirigentes del pueblo [Lc 22,53].
A esta altura de los acontecimientos podría uno preguntarse a qué tanto esfuerzo del
diablo por enterarse acerca de la persona y misión de Jesús. Es evidente que no sabe si
se trata de un santo varón; o de un profeta que envía el Señor luego de tantos siglos de
silencio; o bien —¡Dios no lo permita!— del Mesías, de ese Hijo de Dios por el cual
pregunta directamente, sacándose la careta. En efecto, lo único que le importaba a
Satanás era esto último: si ese Jesús venía o no como Mesías. Porque si era así, entonces
comenzaba a declinar definitivamente su reinado sobre el hombre pues se trataba nada
menos que de Aquel de quien estaba predicho que le aplastaría su cabeza (Proto-
evangelio). Las respuestas de Jesús lo dejan en la duda; podrá sospechar cuanto quiera,
26
pero si desea saber más deberá seguir de cerca la predicación y la vida de ese Hombre
que tiene delante, escuchando y observándolo todo muy atentamente. ¡Vaya paradoja! El
diablo, el archienemigo de Dios, será al cabo su más atento escucha. Su tragedia —como
la de muchos hombres— es que escuchará, sí, muy atentamente; será un verdadero
perito en la materia, mas no pondrá en práctica la doctrina.
Jesús, el Hijo hecho hombre, ha pasado cuarenta días a solas con el Padre y el
Espíritu Santo. Diálogo trinitario con un vértice en la tierra. “Ni oído oyó ni ojo vio ni
pasó por mente alguna” lo que allí aconteció. Pero el amor nos deja prendados de la
escena...
El corazón ansía, Señor, pisar sobre tus huellas;
pretende el pensamiento lograr tus altas cumbres.
Por eso, mi Yahvé, haz que tu Luz me alumbre,
y que tu Amor me lance allende las estrellas.
El Bautista y los judíos
Mientras esto acontecía en solitario, los jerarcas del pueblo (a los cuales suele referirse
preferentemente Juan Evangelista con el término “los judíos”) también estaban
inquietos, pero por otro personaje: por Juan Bautista. No atinaban a clasificarlo en
ninguna de las categorías que ellos bien conocían pues no parecía fariseo ni saduceo ni
herodiano ni esenio, etc.[18]; y por ello se sentían perplejos. De allí que se decidieran por
la pregunta directa: “Y he aquí el testimonio de Juan cuando los judíos enviaron a
él, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle:
—¿Quién eres tú?” [Jn 1,19].
Juan se da clara cuenta del sentido técnico que se oculta en la pregunta pues ya el
pueblo (lo hemos visto en Lc 3,15-18) se interrogaba por lo mismo y Juan lo había
declarado indirectamente. Ahora será más directo y cortante: “él confesó y no negó; y
confesó:
—Yo no soy el Cristo” [Jn 1,20].
Pero, de todos modos, cabían otras posibilidades; y así, “le preguntaron:
—Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?
Dijo:
—No lo soy.
—¿Eres el Profeta?
Respondió:
—No” [Jn 1,21].
Los judíos le preguntan si es Elías porque sabían que éste debía venir inmediatamente
antes que el Mesías, según la conocida profecía de Malaquías (Ml 3,23; más adelante
veremos cómo interpreta Jesús esta profecía); y ante la negativa insisten apelando a aquel
oscuro “Profeta” que predice el Deuteronomio (18,18); por otra parte, Juan surge como
de la nada en el desierto, tal como Elías (I Ry, 17, 1), y como Elías (II Ry, 1, 8) viste
manto de pelos y un cinturón ceñido a sus lomos. Sea como fuere, esa comisión necesita
una respuesta positiva. “Le dijeron entonces:
27
—¿Quién eres tú, para que demos una respuesta a los que nos han enviado?
¿Qué dices de ti mismo?” [Jn 1,22].
Pero Juan repite su leitmotiv: “Él dijo:
—Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor,
como dijo el profeta Isaías” [Jn 1,23].
Formidable es la humildad de Juan: no importa quién es él más allá de la mera voz, la
renovada voz de Isaías, providencialmente enviada ahora para cumplir su cabal oficio de
mensajera advirtiendo que hay que estar preparado para algo misterioso que vendrá, que
ya viene. Pero los judíos no atinaron con el sentido profético del texto citado de Isaías, o
bien no quisieron darse por enterados y piden aclaración, pues “había también allí
enviados de entre los fariseos; ellos preguntaron:
—¿Por qué, pues, bautizas si no eres ni el Cristo ni Elías ni el Profeta?
Juan les respondió:
—Yo, por mi parte, bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno que
vosotros no conocéis, que viene después de mí, y al cual yo no soy digno de
desatar la correa de su sandalia” [Jn 1,24-27].
Nuevamente se contenta Juan con repetir lo que ya ha dicho al pueblo,
considerándolo suficiente: lo importante no es él sino Aquel que viene en pos; y con eso
debe bastarles. Sin embargo la pregunta de los judíos era atinada puesto que ellos solían
someter a un tipo de bautismo de purificación a los paganos que querían abrazar el
judaísmo; pero Juan ¡pretendía que ellos mismos fueran bautizados! Aspiración tal sólo
podría provenir de un personaje de la jerarquía del Mesías o de algún profeta muy
especial. Pero deberán retirarse sin otra ilustración sobre el carácter provisorio y
penitencial del bautismo de Juan.
En fin, “Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan
bautizaba” [Jn 1,28]. Esta Betania allende el Jordán no es conocida con seguridad pero se
estima que podría ser una localidad situada más o menos a unos 20 km al SE de Jericó,
cruzando el Jordán.
Juan y El Cordero
“El que viene detrás de mí...”. Pues bien:
“Al día siguiente vio a Jesús que venía hacia él y dijo:
—He ahí el Cordero de Dios, que lleva el pecado del mundo. Este es Aquel de
quien yo dije: En pos de mí viene un varón que me ha tomado la delantera, porque
Él existía antes que yo” [Jn 1,29-30].
Aparece aquí, por vez primera en el Evangelio, la misteriosa denominación de Jesús
como el Cordero, precisión del lenguaje que, junto a esa alusión a lo que ya había
declarado en Jn 1,15: “...Él existía antes que yo”, habrá dejado caviloso por demás al
escucha atento, pues por entonces no podía saberse que se trataba de Aquel que será
sacrificado en la Pascua final, culminante de las innumerables celebradas de Moisés acá
por el pueblo judío. Ahora, refiriéndose el Bautista al pecado hace una aclaración
decisiva pues habla no del pecado del pueblo judío sino del “pecado del mundo”,
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apuntando a una universalidad de acción de ese Cordero; y “no solamente dice que los
quita, sino que según la fuerza de la propia palabra, así los quita de nosotros que los
carga sobre sí mismo, y los hace como suyos, para ser Él castigado por ellos, y que
quedásemos libres”, como lo dice bellamente Fray Luis de León[19]. De paso, el texto
puede recordar al siervo sufriente de Dios de quien habla Is 53 y que, siendo Dios Él
mismo, preexistía necesariamente a Juan, aun cuando Juan era en el tiempo seis meses
mayor que Jesús; sin embargo de lo cual no lo conocía hasta ese momento puesto que
ambos habían llevado vidas muy separadas en el espacio; y así lo declara:
“—Yo no lo conocía, mas yo vine a bautizar en agua para que Él sea
manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
—He visto al Espíritu descender como paloma delcielo, y se posó sobre Él.
Ahora bien: yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me había
dicho: «Aquel sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, Ese es el
que bautiza en Espíritu Santo». Y bien: he visto y testifico que Él es el Hijo de
Dios” [Jn 1,31-34].
Ha existido, por consiguiente, una especial revelación de Dios a Juan; pues si Juan
reconoció al Mesías antes de bautizarlo y por ello “quería impedírselo” [Mt 3,14], la
manifestación aludida aquí debe ser previa a aquella que refiere Lc 3,21-22 para después
de la ceremonia, dejando así entrever que la teofanía primitivamente dedicada a Juan se
hizo pública al cumplirse efectivamente el rito. Repárese en que toda esta declaración de
Juan acerca de su función precursora de quien bautizará “en Espíritu Santo” es
espontánea, provocada por la aparición de Jesús que se le acerca; y así, lo que no
lograron saber los jerarcas preguntones lo supo el pueblo piadoso que acompañaba a
Juan: que Jesús es el Hijo de Dios. ¿Qué siguió a este acercamiento de Jesús al Bautista?
¿Qué hay de la reacción de los circunstantes, enterados ahora de que ese misterioso
Cordero es, además, Hijo de Dios? No lo declara el Evangelio y es una de las tantas
ocasiones en que nuestra piedad se siente un tanto frustrada, especialmente cuando,
llegados a nuestro Capítulo VIII (tomo III), comprobemos que la labor del Bautista
incluía una más explícita predicación acerca de ese Cordero, pues los habitantes de Perea
reconocerán que “todo lo que dijo [Juan] de Éste [Jesús] era verdad” [Jn 10,41]
Los primeros oyentes de Jesús
Pasemos, pues, a la próxima jornada. A eso de las cuatro de la tarde del “día
siguiente Juan estaba otra vez allí, así como también dos de sus discípulos; y
fijando su mirada sobre Jesús que pasaba dijo:
—He aquí el Cordero de Dios.
Los dos discípulos, oyéndolo hablar así, siguieron a Jesús. Jesús, volviéndose y
viendo que lo seguían, les dijo:
—¿Qué queréis?
Le dijeron:
—Rabí —que se traduce: Maestro— ¿dónde moras?
29
Él les dijo:
—Venid y veréis.
Fueron entonces y vieron dónde moraba, y se quedaron con Él ese día. Esto
pasaba alrededor de la hora décima” [Jn 1,35-39].
El Mesías, el Cristo ya declarado por Juan, pasa nuevamente y halla al Bautista en
coloquio íntimo con dos de sus discípulos y estos entienden que Juan les indica abordar a
Jesús; a lo cual sigue una escena digna de haberse visto: los discípulos de Juan seguían a
Jesús un poco acoquinados, sin decidirse a hablarle. Jesús los deja así un tiempo, tal vez
sonriéndose en su interior; y de pronto, los encara. Un tanto sorprendidos, se dirigen a Él
con un título de consideración: Rabí; y le preguntan por su morada, frase con la cual le
indican que desean conversar más largamente con Él, como en efecto lo hicieron (pero
queda el interrogante: ¿Dónde vivía Jesús por entonces?). Y de la alegría de recibir, la
alegría de hacer participar: “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos
que habían oído [la palabra] de Juan y que habían seguido [a Jesús]; él encontró
primero a su hermano Simón y le dijo:
—Hemos hallado al Mesías —que se traduce: Cristo.
Lo condujo a Jesús y Jesús, poniendo sus ojos en él, dijo:
—Tú eres Simón, hijo de Juan: tú te llamarás Kefas —que se traduce: Pedro”
[Jn 1,40-42].
Ya está el Señor preparando su pequeña grey, el núcleo de los que serán sus
apóstoles. Desconcertados habrán quedado Andrés y su compañero (probablemente el
futuro evangelista Juan), y especialmente Simón cuando, fijando Jesús su mirada —¡esas
miradas de Dios-Hijo!— en Simón, a quien acaba de conocer, no sólo le dice quién es
sino que, a continuación ¡le cambia el nombre! ¡Vaya atrevimiento el de este hombre!,
pudo haber pensado Simón. O tal vez no: habría que haber estado allí para experimentar
la presencia imponente —serenamente imponente— del Rabí. Pero sin dudas el asombro
siguió a ese cambio; pues en el A. Testamento, tal como no lo ignoraba ningún israelita, a
un cambio de nombre se sigue una variación de oficio o destino. Por consiguiente Jesús
aparece anunciando a Simón que le aguarda alguna mutación en su vida, para cuando
llegue a llamarse Cefas (arameo: Kefas) o Pedro (griego: Petros; en ambos casos = roca).
Tras esta escena, Jesús emprende camino hacia el norte en ese que será el primero de
sus numerosos y fatigantes itinerarios: desde las proximidades del lugar en donde
bautizaba Juan, la frontera de Galilea le quedaba a unos 70 km; y Nazaret, a cerca de
100 km en línea recta; lo cual es idealizar las cosas pues se trataba de caminos
zigzagueantes y abruptos, dada la geografía del país. Será oportuno, de aquí en más,
mantener a la vista el aconsejado mapa de Palestina antigua y consultarlo cada vez que
en el Evangelio se hable de un viaje del Señor para poder acompañarle en sus fatigas y
estrecheces, con imaginación viva, atento el oído y rendido el corazón. Sea como fuere,
“al día siguiente resolvió [Jesús] partir para Galilea. Encontró a Felipe y le dijo:
—Sígueme.
Era Felipe de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro” [Jn 1,43-44].
Jesús, que probablemente iba ya acompañado de los tres primeros elegidos[20], halla a
30
Felipe y toma la iniciativa con éxito, por lo visto; y no sólo porque Felipe se incorpora a
la comitiva sino también porque, convencido él, procura posteriormente convencer:
“Felipe encontró a Natanael y le dijo:
—A Aquel de quien Moisés habló en la Ley, y también los profetas, lo hemos
encontrado: es Jesús, hijo de José, de Nazaret” [Jn 1,45].
Las palabras de Felipe compendian muy bien la persona de “ese” Jesús (porque era
nombre muy corriente entre el pueblo, bajo la forma de Jesús, Josué, Yesúa, etc.); de
donde se puede colegir el tenor de las conversaciones habidas entre esos primeros
discípulos y el Rabí. Pero, según parece, Nazaret no gozaba de buena fama pues
“Natanael replicó:
—¿De Nazaret puede salir algo bueno?”
¿Por qué esa opinión? Se trataba, sí, de una aldea pequeña hasta la insignificancia;
pero tal vez, sobre ello, sus habitantes dejarían qué desear; veremos que en las ocasiones
en que surja Nazaret más adelante, su gente no sale lucida. Pero Natanael no podía saber
que de Nazaret era la criatura más perfecta creada por Dios: María, la Madre de Dios...
Ahora bien: la respuesta de Felipe respira confianza en el resultado de su invitación:
“Felipe le dijo:
—Ven y ve” [Jn 1,46].
Y Natanael fue; “Jesús vio a Natanael que se acercaba, y dijo de él:
—He aquí, en verdad, un israelita sin doblez” [Jn 1,47].
¡Bravo, ciertamente, el elogio! (¿te imaginas a Dios diciendo algo análogo de ti?). A lo
cual sigue nueva admiración: “Díjole Natanael:
—¿De dónde me conoces?
Jesús le respondió:
—Antes de que Felipe te llamase, cuando estabas bajo la higuera, te vi.
Natanael le dijo:
—Rabí, Tú eres el Hijo de Dios. Tú eres el Rey de Israel.
Jesús le respondió:
—¿Porque te dije que te vi debajo de la higuera, crees? Verás todavía más” [Jn
1,48-50].
No deja de producir su extrañeza esta escena. Es claro que el episodio de Natanael
sentado bajo la higuera ha ocurrido algún tiempo atrás y sin aparente conexión alguna
con ese Rabí que ahora declara “haberlo visto” en aquella situación. Y haberlo visto
“bien por dentro” ya que se atreve a declararlo un hombre recto. Pues bien: ¿qué pasaba
en el alma de Natanael cuando estaba debajo de la higuera? ¿Comprendió que ese
“verle” del Rabí era una mirada profunda hasta escudriñar sus secretos? Leer la Escritura
debajo de algún árbol (corrientemente, de una higuera) era algo muy acostumbrado y el
profeta Miqueas habla del tiempo de la restauración de Sión como de esa felicidad de
“sentarse cada uno en paz bajo su parra y bajo su higuera” [Mq 4,4]; tal vez en
aquella oportunidad estuvo Natanael considerando precisamente las promesas
mesiánicas, movido por la predicación de Juan, por lo cual el pensamiento de un Mesías
ya muy próximo encendió su corazón. Pero ahora, cara a cara, es más bien Su mirada
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actual la verdaderamente convincente, la que está irrumpiendo en lo recónditode su
alma. Sea de ello lo que fuere, con diálogo tan sobrio, ese extraño episodio de la higuera
muestra su importancia por el resultado a la vista: confesión tal de Natanael que ahora ha
pasado desde una actitud despreciativa a una amplia y rotunda declaración. La réplica de
Jesús, no exenta de humor (¿otra sonrisa del Rabí?) está llena de promesas. Ahora, y a
modo de resumen, se dirigió Jesús a todos, “y les dijo:
—En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios
que suben y descienden sobre el Hijo del hombre” [Jn 1,51].
Aludiendo a la misteriosa escala de Jacob que unía cielo y tierra (Gn 28,12), les
promete ser testigos de esta nueva y verdadera unión que entre Dios y el hombre se hace
en Él, y que podrán constatar acompañándolo en su misión. ¿Se incorporó Natanael a los
amigos de Jesús? No lo dice a la letra el Evangelio; pero parece que sí, pues vuelve a
hallárselo con aquellos luego de la Resurrección del Señor (Jn 21,1); y además los tres
sinópticos, al dar la lista de los apóstoles, hacen figurar a un inesperado Bartolomé, lo
cual ha hecho que la tradición se permita suponer que Bartolomé y Natanael son una
misma persona.
Boda en Caná
Continuando cronológicamente el relato, después de este episodio de Natanel, “al
tercer día, hubo unas bodas en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús.
Jesús también fue invitado a estas bodas, como asimismo sus discípulos. Y
llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo:
—No tienen vino.
Jesús le dijo:
—¿Qué, a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía” [Jn 2,1-4].
Ya Jesús y sus discípulos comenzaban a ser conocidos pues también ellos fueron
invitados a esa larga fiesta de amigos y familiares que era la de bodas[21]; la cual,
conforme al uso, debía durar siete días si la esposa era virgen, y tres o menos si se
trataba de una viuda (quien, a su tiempo, había tenido su fiesta de siete días); este uso de
siete días figura, por ejemplo, en las bodas de Sansón (Jc 14,12). Y se festejaba en
grande, lo cual es explicable para una gente que estimaba ciertamente el matrimonio y
que pocas ocasiones tenía de solemnizar algo con tales alardes de bebida y comida.
Sabemos ya que los esponsales se celebraban con notable anticipación; y llegado el día
de la boda la esposa, coronada de flores y acompañada de su corte de muchachas
vírgenes provistas de lámparas de aceite, esperaba en su casa la llegada del esposo. Este
arribaba al caer la noche rodeado, a su vez, por sus jóvenes amigos; y todo el cortejo:
esposo y esposa, amigos, familiares e invitados —así como gran cantidad de vecinos—
se dirigían a la casa del esposo, al son de música y cánticos, para celebrar el banquete
nupcial. Este es el banquete que continuaba por siete días, durante los cuales los
invitados iban y venían cada día a beber, comer, y hacer las chanzas acostumbradas a
costa de los esposos y de las suegras.
Pues bien, allí estaban Jesús, la Virgen y los discípulos, conversando amablemente
32
con los invitados (¡no haber estado presente para participar en esas conversaciones
familiares del Señor y de María!). La Virgen debió de haber pertenecido a la familia de
alguno de estos novios porque el texto dice claramente que ella “estaba allí”, como
aludiendo a algún tipo de familiaridad con aquella casa, mientras que Jesús y sus
discípulos fueron “también” invitados, llegando probablemente en los últimos días de la
fiesta pues ya se estaba agotando el vino disponible. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es
que la Virgen estuvo cerca de los sirvientes y de las vicisitudes íntimas del banquete,
hasta darse cuenta de que la reserva de vino estaba en las últimas. Mal momento para
quienes vivían en tierra de vides y bien conocían los elogios (y las prevenciones) según el
Eclesiástico [Eo 31, 32-36], pues “¿qué vida es la de aquel a quien le falta el vino?”; ese
vino “que desde el principio fue creado para alegría” pero que ha de ser “usado con
sobriedad”, porque “recrea el alma y el corazón el vino bebido con moderación”.
La apelación de María a Jesús es precisamente un acudir en ayuda y no una simple
noticia; madre e Hijo se conocen bien y a buen entendedor, media palabra. Mas Jesús
parece apartarse del problema en unos términos que siempre han sonado un poco duros
pero que no lo son, debiendo tenerse en cuenta el uso del arameo de entonces, donde ese
“mujer” era trato muy respetuoso, tal como hoy sería el de “señora” —de hecho,
“mujer” era más ceremonioso que el mas familiar “madre” — y “mujer” volverá a
llamarla Jesús a su madre desde la Cruz, en el momento solemne de dejárnosla por
Madre nuestra; y puesto que la expresión “¿Qué, a Mí y a ti?” es un modismo que
aparece varias veces en la Biblia, en total aquel modo de pregunta está en perfecto
acuerdo con el correcto uso de entonces. A ello, agrega Jesús una grave dificultad para
acceder a la invitación de la Virgen: no ha llegado el momento de milagros[22].
Nuevamente: a buen entendedor... Tanto confía María en el resultado de ese escueto
diálogo que, con una serena sonrisa de confianza (ahora, ¡las sonrisas de María!) “dijo a
los sirvientes:
—Cualquier cosa que Él os diga, hacedla” [Jn 2,5].
Muy bien conocía a su Hijo como para inquietarse por aquello de no haberle llegado
su hora. Y razón tuvo. El caso es que “había allí seis tinajas de piedra para las
purificaciones de los judíos, que contenían cada una dos o tres metretas. Jesús les
dijo:
—Llenad las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo:
—Ahora sacad y llevad al maestresala.
Y le llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, cuya
procedencia ignoraba —aunque la conocían los sirvientes que habían sacado el
agua— llamó al novio y le dijo:
—Todo el mundo sirve primero el buen vino y después, cuando han bebido
bien, el ordinario; pero tú has conservado el buen vino hasta este momento.
Tal fue el comienzo que dio Jesús a sus milagros, en Caná de Galilea; y
manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” [Jn 2,6-11].
Primer milagro y primeros testigos: los humildes criados. Sin una palabra especial, sin
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un gesto decisivo; sólo una simple orden de llenar las vasijas y la obediencia de esos
sirvientes consumaron una acción llevada tan discretamente como discreta fue la solicitud
de la Virgen a su Hijo, de esa madre que “intuye como ninguna otra persona las
intuiciones profundas de Jesús. Lo conoce «de corazón a corazón», pues conserva y
medita desde el inicio cada uno de sus gestos y palabras” [23]. De este modo, ¡la Virgen
adelantó la hora de su Hijo[24]! Es un milagro que podríamos denominar placentero: la
Virgen no pide, señala un apuro; el Hijo no se niega formalmente, indica una dificultad;
mas por ese entendimiento perfecto que reina entre Madre e Hijo sabe María que Jesús
no se desentenderá del caso; de allí su indicación decidida a los criados. Y queda salvada
la situación: hay nuevamente vino, ¡y en qué cantidad! La metreta equivalía a unos 40
litros, con lo cual las seis vasijas de dos o tres metretas cada una, representaban entre
500 y 700 litros del mejor vino. El maestresala, encargado de probar los alimentos y,
especialmente, el vino (¡no sea que estuviera agriado o aguado!) conocía la estrategia
corriente de dejar el de calidad inferior para el final cuando, estragado el gusto, los
invitados, un tanto achispados, no estaban en condiciones de apreciar calidades; pero
ahora ve invertidos los términos y no puede menos que ir a decírselo al esposo, quien tal
vez para entonces tampoco entendería muy bien de qué le estaba hablando. Ahora bien,
¿merecía la ocasión, trivial en sí misma, que el Señor adelantara nada menos que su
hora; que la Trinidad toda “cambiara sus planes” por una simple fiesta de matrimonio,
por la falta de vino? Puestas así las cosas, todo parece un poco desproporcionado... hasta
que reparamos en el sentido de lo obrado: por un lado aparece ese amor maternal de la
Virgen por los jóvenes esposos, a quienes quiere evitarles que su fiesta, santa en sí
misma, acabeen bochorno; y, por otro —y esto es lo esencial— se pone de manifiesto y
en obra cuál es el amor preferencial que esa Trinidad tiene a María: si ella se fija en
detalles que cree necesario atender, allí está el Cielo pendiente de sus deseos...
Y de este modo esa boda da pie a esta suerte de parábola de acción, donde sólo
hablan María (con una simple indicación que no es un pedido), Jesús (con una
observación que no es una respuesta), el maestresala (testificando la bondad del vino) y
los sirvientes (testigos inmediatos del milagro, que a su tiempo han hecho correr la
nueva); el todo destinado por el Hijo a poner de relieve desde ya que Su Madre será, al
cabo, la Mediadora de todas las gracias; pues, como Dios, bien sabía Él que haría el
milagro pero quiso provocar la suave insinuación de Su Madre para que nosotros
recurramos con toda confianza a Ella. Desde entonces María, Omnipotencia Suplicante,
está perpetuamente indicando al Señor lo que cada uno de nosotros necesita: “Hijo, mira
que fulano no tiene vino (salud, gracia, etc.)”; y dirigiéndose a ese fulano (a ti, a mí) le
pone la condición: “Haz lo que Él te diga”. He aquí la perfecta “receta” de la vida
espiritual cotidiana. Porque, a tenor del relato, no se trata de tener presente al Señor y de
recurrir a María sólo para grandes cosas (que tal vez nunca nos ocurran) sino de vivir la
aventura de cada día sabiéndonos rodeados del amor de Dios, presentándole todas
nuestras necesidades, aun las más corrientes como “el pan nuestro de cada día” y
hasta esas pequeñeces —un poco de vino— que nos alivian las asperezas del cotidiano
acontecer y aun hacen más grato el vivir una vida naturalmente sobrenatural. Porque
34
hemos de convencernos que Dios nos quiere felices aun aquí en la tierra; y nos lo dice a
través de este milagro tan “simple”, pues se trató allí de dar alegría a una fiesta evitando,
por un lado, tristezas de los neo-esposos; y acreciendo, por otro, el júbilo de los
invitados, aun el de aquellos que tal vez (y el Señor bien lo sabía) gozaban ya los
prolegómenos de una pítima tal que los inhabilitaba como para distinguir cualidad vínica
alguna, como lo da a entender el mayordomo. En fin, maravilloso milagro. ¿Maravilloso?
Pero, ¡si “quien hizo el vino en las bodas [...] es el mismo que lo hace cada año en las
vides [...] y lo que las nubes derraman es convertido en vino por obra del mismo Señor
[...] lo cual es más digno de consideración que lo que hizo con las tinajas de agua” [25]!
Pero ya no nos asombra suficientemente el orden natural, por cotidiano.
De paso, es interesante notar con cuánto cuidado ha establecido el evangelista la
cronología de esta primera semana: en el primer día, el testimonio del Bautista (v. 19ss);
en el segundo, la aparición del Cordero de Dios (v. 29ss); en el tercero, nueva aparición
del Cordero e interés de los primeros discípulos; en el cuarto, Andrés lleva a Pedro hacia
el Maestro (v. 40ss); en el quinto, aparición de Felipe (v. 43ss); parece que habrá que
contar un sexto día: el del encuentro de Felipe con Natanael, y de éste con Jesús. Tres
días después, el milagro en Caná y un conciso relato que es paradigma de la sobriedad
propia de los evangelistas. Porque si Juan lo hubiera deseado, allí tenía motivos de sobra
para explayarse: la cantidad de gente que hablaría de Jesús; los comentarios que entre sí
y con los convidados harían los sirvientes, testigos inmediatos de semejante
transformación instantánea del agua en vino de primera; el esposo, que sabía no tener en
sus bodegas tal vino y discutiría el caso con el maestresala; el agradecimiento al Señor de
los asombrados familiares organizadores del festín; la inmediata popularidad de Él a
medida que se extendía la noticia; los plácemes a su Madre... Todo ello y mucho más
podrían haber dado color a este relato, alimentando la pluma del Evangelista; pero no es
tal la finalidad de los evangelios sino que estos se escribieron al sólo y concreto efecto de
presentar la persona del Señor y sus enseñanzas, para salvación de todos, relatando
sucintamente algunos de los momentos de Su vida en la tierra.
Hacia Cafarnaúm
“Después de esto descendió a Cafarnaúm con su madre, sus hermanos y sus
discípulos, y se quedaron allí no muchos días” [Jn 2,12].
Esta breve declaración supone un viaje de unos 30 km, con María, sus discípulos y
“hermanos”. Estos hermanos —nombrados aquí y en otros lugares del Evangelio— no
eran hermanos de Jesús en sentido estricto, esto es: hijos de María y de José; con ese
término se designaba tanto a los hermanos cuanto a otros grados de parentesco: primos,
sobrinos, etc.; y aun se utilizaba para aludir a aliados y amigos. El hebreo y el arameo
carecen de expresiones específicas para esos parentescos o relaciones, utilizando siempre
el mismo término, “hermano”;y los evangelistas, si bien escribieron en griego, pensaban
como hebreos, por lo cual utilizaron para referirse a los parientes el adelphos griego, que
equivale a hermano, primo y, en general, pariente[26]. En el A. Testamento hay ejemplos
muy claro de este uso. Así, Abrahán llama “hermano” a Lot, su primo (Gn 13,8 y
35
14,14); Eleazar y Quis eran hermanos, pero cuando las hijas de uno se casan con los
hijos del otro, se dice que lo hacen con sus “hermanos” (IPa 23,22); etc. Asimismo, es
de observar que estos así llamados “hermanos” de Jesús aparecen como tales sólo en la
vida pública del Señor mientras que nada se dice de ellos durante su infancia ni aparecen
nunca designados como hijos de José y de María; y aun Jesús, en el momento de su
muerte, encarga a Juan el cuidado de María, lo cual hubiera estado fuera de lugar si de
hecho existieran otros hijos de ella. Debe afirmarse que Jesús es el único hijo de María,
nacido en condiciones excepcionales por cuanto su santísima madre fue virgen antes,
durante y después del parto.
*
En fin: por poco tiempo se detiene Jesús allí pues, como veremos, le urge emprender
viaje hacia Jerusalén, para festejar la Pascua próxima.
36
CAPITULO III
Hacia Jerusalén
Primera Pascua: Marzo-Abril del 28
Cafarnaúm acabará por convertirse en la patria adoptiva de Jesús. Pero ahora decide
el Señor dirigirse hacia Jerusalén para celebrar la fiesta de Pascua, uniéndose a las
caravanas de peregrinos que partían hacia aquella ciudad, de las cuales hemos hablado
con ocasión de la pérdida y hallazgo del Niño en el Templo.
Los mercaderes del Templo
Así, pues “la Pascua de los judíos estaba próxima y Jesús subió a Jerusalén. En
el Templo encontró a los mercaderes de bueyes, de ovejas y de palomas, y a los
cambistas sentados a sus mesas” [Jn 2,13-14].
La fiesta de Pascua era notablemente importante, como lo hemos referido al tratar de
la visita de la Sagrada Familia a Jerusalén. Por tres caminos podía llegarse de Galilea a la
ciudad santa: a través de Samaria; o siguiendo un curso paralelo al Jordán; o bien por el
camino costero del Mar Grande (Mediterráneo). A fin de facilitar las cosas a los
numerosísimos peregrinos que entonces se congregaban, se vendían en el Templo (en el
atrio de los gentiles) ganado, harina, vino, sal, para los sacrificios. Esto no estaba mal
mientras fuera un verdadero servicio al prójimo; pero como para ello se compraba y se
vendía y aun se cambiaban monedas porque las limosnas y el pago de impuestos al
Templo debían hacerse en moneda judía y no en la moneda pagana (que siempre tenía
una u otra efigie inaceptable), el “negocio” comenzó a privar sobre el servicio: el atrio se
convirtió prontamente en un mare magnum de bueyes, vacas, terneros, corderos, cabras,
palomas...; y, sobre todo, de los ruidosos altercados que a la sazón, y al modo expresivo
oriental, se producían por precios, calidades, etc. El panorama era así más que impropio
de la devoción y el respeto con que debía ser tratada la Casa de Dios. Ahora, ante este
lastimoso espectáculo, Jesús sale por los fueros de su Padre “y haciendo un azote de
cuerdas, arrojó del Templo a todos, con las ovejas y los bueyes; desparramó las
monedas de los cambistas y volcó sus mesas.Y a los vendedores de palomas les
dijo:
—Quitad esto de aquí; no hagáis de la casa de mi Padre un mercado” [Jn 2,15-16].
La ira santa de Jesús vuelve a ser motivo, como veremos, de enseñanza para sus
37
discípulos. Pero, ¿puede existir, de hecho, una ira santa, no pecaminosa? San Pablo lo
admite al decir: “Airaos, sí, mas no pequéis: no se ponga el sol sobre vuestra ira” [Ef
4,26]. Esto es: no se convierta vuestra ira en iracundia, en un estado más o menos
prolongado de indignación porque si no, se caerá fácilmente en la ira desmedida de una
razón ofuscada, en ese odio incapaz de juzgar rectamente. ¡Cuántas veces ciertos
pedidos de “justicia” son clamores de venganza! La ira es pecaminosa cuando falta a la
caridad y es simple expresión de maldad o de soberbia; mas cuando alguien se irrita —
entra en ira— por motivos nobles, esta ira significa una pasión que impulsa a obrar por el
bien buscado, y ese obrar debe estar dirigido y decidido por la razón que, viendo el mal a
combatir y el bien a lograr, decide actuar aun a costa de sacrificios: “la ira que impide el
juicio de la razón es mala; mas la que se sigue de aquel juicio es útil para proseguir la
obra”, para lograr el bien arduo al cabo de lo cual surgirá la paz donde “el alma juzgará
de la verdad en la tranquilidad de la mente”, como bien dice el manso Tomás[27]; pues
según S. Gregorio: “Con tanto mayor vigor se levanta la razón contra los vicios cuanto la
ira está al servicio del corazón”. Claro está que si esta indignación se excede en la acción
y se convierte en odio al prójimo; o bien es irracional y surge como cólera, estamos en
terrenos de pecado. Por eso, continúa S. Gregorio: “Mucho ha de cuidarse, no sea que la
ira, que es instrumento de la virtud, domine a la inteligencia: que no se porte como
señora sino cual sierva, dispuesta a obedecer las órdenes de la razón”. Se entiende así
por qué un filósofo como Paul Landsberg ha podido decir —contra la frase tópica
conocida— que “la verdad se ha hallado siempre cum ira et studio, investigando con
pasión”. La justa ira es virtuosa. Por lo demás esta ira de Jesús tiene, incluso,
precedentes históricos: así, la ira de Moisés ante la adoración del becerro (Ex 32,19); y
aun fundamento profético pues no sólo Él mismo hace referencia a Zc 14,21, sino que
también “sus discípulos se acordaron de que está escrito [S 69,10]: «El celo de tu
Casa me devora»” [Jn 2,17] (ese S 69 lo veremos citado en otros lugares como profecía
de la Pasión, p.ej. en Jn 15,25; Jn 19,29; Rm 15,3); y ya aparecerá el Señor más
decididamente airado cuando lance sus invectivas últimas contra la doblez de los escribas
y fariseos hipócritas (cfr. nuestro Capítulo III, tomo IV).
No hace falta mucha imaginación para hacerse cargo de sorpresas, protestas y
reclamos de los comerciantes afectados; así como no la hace para suponerlos, al cabo,
cohibidos ante la autoridad moral del Rabí hasta tal punto que ni la guardia del Templo se
animó a intervenir. Pero el gran negocio final era de quienes detentaban el mando del
Templo, como dueños —sacerdotes y levitas, “los judíos” según Juan— menos
impresionables que los mercaderes; estos personajes son los que se acercan a Jesús para
pedirle las “credenciales” que justificaran tan “descomedido” acto. “Entonces los judíos
le dijeron:
—¿Qué señal nos muestras, ya que haces estas cosas?
Jesús les respondió:
—Destruid este Templo y en tres días Yo lo volveré a levantar.
Replicáronle los judíos:
—Se han empleado cuarenta y seis años en edificar este Templo y Tú, ¿en tres
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días lo volverás a levantar?
Pero Él hablaba del Templo de su cuerpo. Y cuando hubo resucitado de entre
los muertos sus discípulos se acordaron de que había dicho esto, y creyeron a la
Escritura y a la palabra que Jesús había dicho” [Jn 2,18-22].
Una “señal” es, en este contexto, un milagro y eso es lo que le piden para que
demuestre que viene de parte de Dios y que, por lo tanto, tiene autoridad por sobre las
disposiciones de los sumos sacerdotes. El Señor no está dispuesto a hacerlo; y de hecho
nunca hará milagro alguno “a pedido” curioso o desaprensivo (y en seguida viene a las
mientes el caso de esos “pastores” que atraen a los incautos con un: “Venga y llévese su
milagrillo”; o el “Hágalo Ud. mismo”, de algunos “parapsicólogos”). Pero Jesús los
remite a una señal que sí vendrá y por obra de ellos mismos, como artífices que serán de
Su muerte. Claro es que los judíos no están para sutilezas y entienden materialmente lo
dicho; mas el evangelista se encarga de aclararnos las cosas: el Señor habla de Su propio
Cuerpo, no del Templo de la ciudad. Un detalle importante aquí es la referencia a los
cuarenta y seis años que lleva, hasta esos momentos, la edificación del Templo, cuya
terminación efectiva ocurrió en el 63 d. C.; porque Herodes el Grande comenzó esa
edificación en el año 18º de su reinado (20/19 a.C.), y un simple cálculo nos lleva a que
esos cuarenta y seis años coinciden con el año décimo-quinto del imperio de Tiberio, esto
es: el año 27/28 de nuestra era[28]. De este modo la primera Pascua en la vida pública del
Señor a que se refiere esta visita al Templo es la del mes de Nisán del año 28; queda así
fijada una fecha importante en la cronología.
Así las cosas, “mientras Él estaba en Jerusalén durante la fiesta de Pascua,
muchos creyeron en su nombre viendo los milagros que hacía. Pero Jesús no se
fiaba de ellos, porque a todos los conocía y no necesitaba de informes acerca del
hombre, conociendo por sí mismo lo que hay en el hombre” [Jn 2,23-25]. Por lo visto
más allá de la exigencia de las autoridades y ahora con plena libertad Jesús hizo, al fin,
milagros; esto queda corroborado por lo que dirá inmediatamente Nicodemo y por la
reacción de los galileos, como veremos. De aquí surgió una buena cantidad de entusiastas
que, deslumbrados, aceptaron a ese Rabí como enviado de Dios; mas esta fe fundada en
milagros es fe imperfecta y el Señor le reprochará eso mismo al funcionario real que le
pida salvar a su hijo (Jn 4,48). Él no se fía de un basamento tan endeble, de una fe
prendida como con alfileres; por otra parte, y pues es Dios, bien sabe lo inconstantes,
débiles y traicioneros que somos los hombres, sometidos como lo estamos al pecado.
Precisamente a este tema de la fe se refiere en su...
Dialogo con Nicodemo
“Había un hombre de los fariseos llamado Nicodemo, principal entre los judíos.
Vino de noche a encontrarle y le dijo:
—Rabí: sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro, porque nadie
puede hacer los milagros que Tú haces si Dios no está con él.
Jesús le respondió:
—En verdad, en verdad te digo: si uno no nace de lo alto no puede ver el reino
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de Dios.
—¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? —dijo Nicodemo— ¿Puede
acaso entrar en el seno de su madre y nacer de nuevo?
Jesús le respondió:
—En verdad, en verdad te digo: si uno no nace del agua y del espíritu no puede
entrar en el reino de los cielos. Lo nacido de la carne es carne; y lo nacido del
espíritu es espíritu. No te admires de que te haya dicho: os es necesario nacer de lo
alto. El viento sopla donde quiere; tú oyes su sonido pero no sabes de dónde viene
ni adónde va. Así acontece con todo aquel que ha nacido del espíritu.
A lo cual Nicodemo le dijo:
—¿Cómo puede hacerse esto?” [Jn 3,1-9].
Otra figura aparece en escena. Esta vez se trata de un personaje prominente de entre
los fariseos quien provoca, con su afirmación primera para entrar en materia, una
declaración teológica de altísimo nivel de parte de ese Rabí y con la cual será Jesús quien
proponga el tema de conversación. Por lo visto también entre las autoridades de Israel
había impresionado la actuación de Jesús; y así Nicodemo, sincero doctor de la Ley y
ciertamente interesado en todo cuanto se refiriera al Mesías, supo probablemente de las
declaraciones de Juan tanto a los enviados por el Sanedrín cuanto al pueblo en general;
sumado a ello el proceder de Jesús con los mercaderes del Templo y su propia
declaración insólita sobre la reconstrucción del mismo,

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