Vista previa del material en texto
1 J. Larrosa y C. Skliar, eds, Habitantes de Babel. Política y poéticas de la diferencia, Laertes, Barcelona, 2000, pp. 245-276 TRIVIALIDAD Y TRASCENDENCIA Usos sociales y políticos del turismo cultural Manuel Delgado UNIVERSIDAD DE BARCELONA 1. Turismo y cultura en un tiempo descoyuntado1 Hay muchas comparaciones posibles entre dos modalidades de extrañamiento que tienen, no en vano, como común denominador el viaje en pos de la cultura. De un lado, el banal turismo. Del otro, el científico estudio antropológico. Por encima de la distancia que se extiende entre la práctica de una forma «superficial» de ocio y el rigor que se le presume a una disciplina académica, el turista y el etnógrafo se parecen. Hay algo en el espíritu de ambos que se nutre de una idéntica sustancia. Me refiero a aquel «yo partí» que podemos encontrar en la atracción hacia lo extraordinario, lo insólito, lo distante, etc., y que está en la base de ese abanico de experimentos humanos que va desde el viaje filosófico del siglo XVIII hasta la actividad de los modernos tour operators, con una gran modalidad de lugares intermedios, uno de los cuales podrían ser esos viajes anunciados como «etnográficos» que las agencias turísticas actuales más selectas incorporan entre sus ofertas, y en las que se vende una aproximación a culturas reputadas como exóticas. Tanto del desplazamiento turístico como del etnográfico, con toda la enorme distancia que parece extenderse entre ambos –situados en las puntas de lo «trivial» y de lo «serio»–, se podría decir lo que de todo viaje apuntaba James Clifford: «El “viaje” abarca una variedad de prácticas más o menos voluntaristas de abandonar “el hogar” para ir a “otro lugar”. El desplazamiento ocurre con un propósito de ganancia: material, espiritual, científica. Entraña obtener conocimiento y/o tener una “experiencia” (excitante, edificante, placentera, de extrañamiento i de ampliación de conocimientos...».2 Más adelante: «El “viaje” denota prácticas más o menos voluntarias de abandono del terreno familiar, en busca de la diferencia, la sabiduría, el poder, la aventura o una perspectiva modificada».3 Turismo y etnología: dos formas de peregrinación en busca del sentido perdido. En un caso y en el otro de lo que se trata es, como insiste Geertz en El antropólogo como autor, de «haber estado allí»,4 haber practicado un tipo de inmediatez particular y acaso irrepetible, por mucho que el «haber estado allí» del turista y del etnólogo sea el resultado de un billete de ida y vuelta y de la capacidad de afrontar un cierto nivel de incomodidad. Además de esto, y de la duración y la 1 Este texto corresponde a una aportación al 1er. Simposio Internacional sobre Turismo Cultural, celebrado en Valladolid en noviembre de 1999. 2 J. Clifford, Itinerarios transculturales, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 88. 3 Ibidem, p. 98. 4 C. Geertz, El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós, 1989, passim. 2 profundidad de la mirada que se dirige a los que no son culturalmente como uno, hay otro factor que incide en el parentesco entre etnógrafo y turista. Mucho antes de que el desplazamiento turístico generalizase la experiencia del «efecto túnel» – viaje de punto a punto, sin atención por los lugares intermedios o lejos de los centros de interés– el antropólogo sobre el terreno trabajó ya, como el moderno turista, ante todo sobre nudos, es decir sobre intersecciones extremadamente concretas que funcionaban como sinécdoques, marcos privilegiados en que reconocer la supuesta totalidad esencial de la sociedad visitada. Por su parte, la cultura receptora se esfuerza precisamente en ofrecer aquello que le es requerido, de acuerdo con su articulación en un sistema intercultural plenamente sometido a las leyes de la oferta y la demanda. Es lo diferente lo que la sociedad anfitriona sabe que debe exhibir enfáticamente, consciente como es de lo que se espera de ella por parte de quienes acuden turísticamente a visitarla y que deben ver «lo que hay que ver», esos puntos de las guías turísticas, marcados con diferentes grados de adjetivos admirativos, que no pueden ser soslayados so pena de un implacable sentimiento de culpa.5 Éstos, por su parte, no esperan en realidad nada nuevo, nada distinto de lo que han visto en las fotografías exhibidas en los libros o las revistas de viajes, en las postales turísticas, en los documentales de la televisión o en las películas de ficción. Ha llegado hasta ahí sólo para confirmar que todo lo que le fue mostrado como en sueños existe de veras. El turismo radicaliza la lógica institucional y representacional en que se inscribe. Esta no es otra que la del llamado tiempo libre o de ocio, por mucho que el tiempo de ocio consista básicamente en hacer que el tiempo libre deje de serlo realmente. El imaginario dominante da por descontando que ese tiempo libre o de ocio es, por definición casi, esa totalidad abstracta que se extiende del otro lado del tiempo de trabajo. Lo conforman actividades que una ficción operatoria supone del todo disociadas tanto de las obligatorias por el lugar que cada cual ocupa en el sistema productivo. En el seno de esta esfera de tiempo libre, imaginado como autónomo e independiente, cada cual debe tratar de satisfacer lo que vive como sus «auténticas necesidades» afectivas e intelectuales. Ha sido Jean Remy quien ha puesto de manifiesto cómo el turismo es una expresión de lateralidades, modo menor o secundariedad, estado de excepción que salpica la vida social del individuo y que contrasta con la centralidad, los modos mayores, la primariedad, es decir el conjunto de papeles que asumimos en nuestra vida cotidiana en términos de responsabilidad, las obligaciones relativas a nuestro lugar en la estructura social, nuestros «compromisos ineludibles». 6 Se supone que la secundariedad cumple la función de otorgarnos una oportunidad para la reflexión, para calibrar nuestra ubicación en el mundo social y hacer un cierto balance existencial. Prometiendo cumplir semejantes presupuestos el turismo teje una trama social alternativa y paralela, propociona una puesta a distancia respecto de lo social ordinario, permite una escapada efímera hacia una arcadia provisional, sin conflictos, sin contradicciones, sin paradojas. Una burbuja ideal, un escenario preparado para colmar los deseos y en el que uno podrá estar al mismo tiempo lejos y como en casa. Paréntesis –dosis controlada de utopía– en que regenerarse del desgaste provocado por todos esos compromisos que pronto, de regreso, cada cual habrá de reasumir. 5 Cf. A. Cardín, «El supermercado turístico», en Lo próximo y lo ajeno, Icaria, Barcelona, 1989, pp. 147-151. 6 J. Remy, «La implication paradoxale dans l´expérience touristique», en Sociologie urbaine et rurale, L´Harmattan, París, 1998, pp. 353-368. 3 Ni que decir tiene que esa esfera del ocio o del tiempo libre no tiene nada de autónomo, ni obedece a una lógica propia. Existe y se despliega en función –y como función– de circunstancias políticas, económicas, legales y sociales cambiantes, pero siempre concretas. En cuanto a sus contenidos específicos, no es menos evidente que dependen de determinadas instancias de producción y control, y son sugeridas a los individuos –entendidos como consumidores de su propio tiempo libre– por medio de estímulos publicitarios procedentes tanto de empresas privadas como de instituciones públicas.7 Conviene subrayar aquí la dimensión espacial y, sobre todo, temporal del hecho turístico. El hecho turístico se inscribe dentro de una sociedad que valora la movilidad espacial, el desplazamiento, como uno de los mecanismos esenciales de los que depende la realización personal. Cada individuo se valora y es valorado en gran medida en función de cantidad y excepcionalidad de los sitios en qué ha estado, es decir de su cuentapersonal de países y ciudades de los que puede decir «los conozco». Por otro lado, sin duda el turismo funciona ante todo como un uso cualificado del tiempo de ocio, y es específico –por supuesto– de las sociedades industrializadas, definidas por una vivencia del tiempo basado en el culto a la producción y por la serialización y la mercantilización de lo temporal, así como por la dicotomización brutal entre tiempo productivo y tiempo no productivo. La realidad vivida tiende cada vez más a cronificarse : ese tupido entramado de horarios, turnos, agendas, plazos, etc., que se colocan bajo el despotismo de los ritmos sincronizados y los procesos calculables, que obedecen a la lógica implacable de los calendarios y los relojes. El tiempo, así racionalizado, se divide en grandes bloques pautados y planificables de los que no es posible escapar, en los que el tiempo libre debe dejar de serlo inmediatamente y no cabe pretexto alguno para el «tiempo muerto».8 El tiempo es de trabajo, de ocio o de descanso. El primero de ellos no ha dejado de disminuir y se calcula que hoy no ocupa mucho más del 15 % del tiempo total de un asalariado o de un estudiante. El resto, descontándole el de descanso, es tiempo de un ocio cada vez más monitorizado, que es ya una fuente fundamental de riqueza, comparable incluso con la que genera el trabajo productivo. Ese tiempo inicialmente concebido para la expansión y el crecimiento personal está hoy fuertemente mediatizado no sólo por las prácticas asociadas al consumo de masas, sino también por las instituciones que organizan y fiscalizan la vida, que la instalan en espacios físicos y temporales perfectamente delimitados de los que se disuade no apartarse. Los tiempos presuntamente consagrados al ocio, que en principio se supondrían disponibles y no rutinizados, son cada vez más víctimas de lo que algunos autores han llamado una cronificación perversa,9 consecuencia mórbida de la propia dinámica expansiva de la cronificación, que busca y obtiene el disciplinamiento de todos y cada uno de los momentos de la vida humana. Se produce una creciente sincronización a nivel planetario, parte de ese proceso que se da en llamar mundialización, y que consiste en la aparición de un tiempo público común que 7 Cf. J.-F. Lanfant, Sociología del ocio, Península, Barcelona, 1978, pp. 274-275. 8 Al respecto, véase J. A. González Saínz, «Una modesta reclamación del tiempo muerto», Archipiélago, 10-11 (noviembre 1992), pp. 83-87. 9 R. Ramos Torre, «El desvanecimiento de Cronos : aspectos de la temporalidad en las sociedades actuales», en M.J. González Ordovás et al., El malestar urbano en la gran ciudad, Talasa/Fundación Cultural Coam, Madrid, 1998, pp. 35-44. 4 rige la proliferación en todas direcciones de redes de comunicación y de información que ya cubren la totalidad de la superficie terrestre. Contrastando con esa poderosa tendencia a la homogeneización de las rutinas temporarias, otra poderosa presión, no menos característica del mundo contemporáneo, no menos potencialmente anómica, se ejerce en sentido contrario: la heterogeneización, el dislocamiento, la impredictibilidad. A la inversa del tiempo homologado a nivel planetario, la incertidumbre de un tiempo hecho trizas, descoyuntado, marcado por constantes arritmias, las que representan los contratos temporales, los horarios comerciales flexibles, la aceleración de la movilidad, las jornadas laborales «a la carta», las intermitencias afectivas, las urgencias o ralentizaciones de todo orden.10 La sociedad urbana es cada vez más una sociedad temporalmente hipersegmentada. Pasamos así de la experiencia de los grandes ciclos y ritmos que unifican mundialmente la vivencia del tiempo a todo lo contrario, taquicardias, aleatoriedades e irregularidades en la organización temporal que precarizan nuestra seguridad en el futuro inmediato y nos dejan a merced del azar. Lejos de las viejas regularidades locales que caracterizaban la comunidad premoderna, sometido ora a la homogeneidad absoluta que absorve o anonada la identidad, ora a una pluralidad que la hace estallar en mil pedazos, el individuo se siente al mismo tiempo atrapado en una colosal máquina masificadora y perdido en un laberíntico universo de referencias contradictorias. En las antípodas de esa estatuación cuantificada del tiempo, tal y como el mundo urbano-industrial lo entiende, se encuentra –o así se presenta– el concepto de tiempo de fiesta. La fiesta, como el turismo, pueden por ello presentarse como expresiones de lo que Krzystof Pomian llama tiempo cualitativo,11 distinto y alternativo del tiempo impuesto desde la razón política e industrial, asociable una actividad que se presume liberadora y catárquica, a la vez que sutilmente normativizadora, lugar en realidad en el que se despliegan formas eficaces de acción social y de ideología cultural. De ahí también la complementariedad que, bajo la apariencia de diferencialidad, busca el tiempo turístico. Hace falta tan sólo una observación sencilla del tipo de repertorios que suelen ofrecérseles a los practicantes del peregrinaje turístico, para dar con lo que se anda buscando: el reencuentro inconsciente con esa unidad que la vida moderna habría sacrificado en el altar de la razón práctico-instrumental, todo lo asociable con lo auténtico, lo profundo, lo perenne, en un mundo dominado por lo falso, lo banal, lo efímero. Como se apuntaba en la presentación de un número especial dedicado a los tiempos urbanos de Les Annales de la Recherche Urbaine, «para los funcionarios del patrimonio cultural [la temporalidad] es continua, acumulativa y simbólica».12 Es en la «cultura» y en lo «cultural», del arte a la tradición, de la historia a la arquitectura, donde puede darse con la confirmación de toda identidad colectiva, política o socialmente determinada, con la evidencia palpable de toda esencia supuesta a una comunidad humana, allí donde ésta encuentra los signos externos y las pruebas de su calidad y grandeza. A su vez, el turista cultural es aquél que entra en contacto con expresiones literales de verdad, de autenticidad, manifestaciones sagradas de una totalidad trascendente e inefable –la Cultura, la Historia, el Arte...–, que permite extender a capas cada vez mayores de la 10 F. Godard, «À propos des nouvelles temporalités urbaines», Les Annales de la Recherche Urbaine, 77 (1997), pp. 7-14. 11 K. Pomian, El orden del tiempo, Júcar, Gijón, 1990, passim. 12 P. Lassave y A. Querrien, «Emploi du temps», Les Annales de la Recherche Urbaine, 77 (1997), p. 4. 5 población aquel mecanismo que le había permitido, según Paul Willis, a la cultura burguesa, «engañada por su propio enigma», buscar «escapatorias de la alienación y el fetichismo..., en el mundo quieto, atacado, pequeño, fuera del tiempo, inmutable de los objetos auráticos».13 Pocas dudas pueden caber acerca de que el turismo cultural se ha constituido en lugar privilegiado en el que operar análisis acerca de cómo las sociedades humanas se presentan ante otras sociedades y ante sí mismas. Como ámbito específico de la manera como se configura hoy espacio-temporalmente el mundo, el turismo cultural es una industria cuya materia prima es la representación dramatizada y en extremo realista, de cualidades que se consideran de algún modo inmanentes a determinadas agrupaciones humanas de base territorial –ciudades, regiones, países–, reificación radical de lo que de permanente y substantivo pueda presumir una entidad colectiva cualquiera. Por otra parte, los objetivos total o parcialmente presentados como de índole «cultural» dignifican, elevan, por así decirlo, una práctica social amenazada por el descrédito de lo trivial. La marca cultural permite al desplazado por motivos de ocio rescatarse a sí mismo del infierno de la vulgaridad, le lleva a un reencuentro con el turismo pioneroy todavía puro de los románticos del XIX, lo salva de lo que podría percibirse como el adocenamiento de los turistas de «sol y playa». El turista culturalmente redimido obtiene un rango superior en las jerarquías basadas en la posesión de capital simbólico y le permite justificar ante sí mismo y ante los demás el viaje realizado a partir de la dignidad de los sitios de Cultura que ha visitado y hasta de los recuerdos que allí mismo ha comprado y que ostentará en público más tarde. 2. Religión oficial y turismo de estado Para los antropólogos resulta ciertamente comprometido hablar de cultura. Cuando lo hacen es para aludir a aquello que definen como su objeto de conocimiento, puesto que la suya es la «ciencia de la cultura», con lo que es habitual que provoquen más de un malentendido. Para ellos el término en cuestión es la categoria operacional en torno a la que vertebran sus explicaciones. Esta noción de cultura –que impregna también un buen número de trabajos historiográficos– puede inspirarse ya sea en una fuente ilustrada –la cultura como elemento distintivo del ser humano con respecto de la naturaleza–, ya sea adoptando el referente romántico-idealista –la cultura como configuración idiosincrática singular y coherente que da personalidad a un grupo humano.14 A partir de ahí, los antropólogos e historiadores al hablar de cultura, y en función de la estrategia a la que estén adscritos, pueden aludir al universo ideacional de las pautas y los valores que singularizan a un grupo humano, al conjunto de las tecnologías materiales e ideológicas de que una sociedad se dota, a una instancia social compleja que se supone autónoma o, en general, a la capacidad 13 P. Willis, «La metamorfosis de mercancías culturales», en M. Castells et al., Nuevas perspectivas críticas en educación, Paidós, Barcelona, 1994. p. 186. 14 Para una genealogía de estas dos concepciones de cultura, me remito a V. Hell, La idea de cultura, FCE, México DF., 1986. 6 simbolizadora humana.15 En sociología, y desde perspectivas marxistas –Raymond Williams, Thompson, Willis–, se ha constituido en las últimas dos décadas una especialización en estudios culturales, interesados en los procesos de producción de cultura de las clases subalternas en las sociedades urbano-industriales. De espaldas a todas esas concepciones holísticas de cultura empleadas desde las ciencias sociales, el uso convencional del término cultura es muy distinto. La idea más frecuentada de cultura –aquélla a la que se hace referencia cuando se habla, por ejemplo, de turismo cultural– se dirige más bien a un campo difuso, pero supuestamente exento, en el que se integran de manera poco clarificada toda una retahíla de producciones para las que se consensúa una puesta en valor especial. En realidad, este concepto estandarizado de cultura se conforma y actúa a la manera de lo que los antropólogos entienden por sistema cultural, es decir un sistema de significados compartidos, expresados en un orden de representaciones y comunicables por medio se símbolos. En él se verían integradas personas, actividades y productos que reciben su homologación en tanto que materia cultural a partir de juicios emanados por una casta especial constituida por personas consideradas autorizadas o entendidas. Además, el espacio de «lo cultural» genera últimamente no sólo discurso a propósito suyo, sino actuaciones públicas o privadas de calado a las que se alude como política, iniciativa, financiación, gestión, promoción «cultural», que centran a su vez la actividad de departamentos, concejalías, ministerios, asociaciones, direcciones generales... «de Cultura», o de industrias, agentes, gestores, empresas, servicios, consumos, sectores... igualmente «culturales», que se desarrollan en tiempos o espacios que se presentan como equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, plataformas, territorios... no menos «culturales». En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como «culturales» se insinúa intento alguno por establecer qué significa la palabra cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad absoluta. En la práctica, lo que es incorpora a este territorio presumido como segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las revistas especializadas llamadas «culturales», o las secciones o suplementos «de cultura» de la prensa periódica : libros, artes plásticas, pensamiento, música clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos.16 Esta idea se corresponde bastante bien con la de «cultura de élites», que a partir de ahora designaremos como Cultura, con mayúsculas, para distinguirla de otras expresiones culturales de amplia aceptación por parte del público en general, y que suelen agruparse bajo el capítulo también poco claro de «cultura de masas», cuyas manifestaciones más despreciables serían lo kitsch, lo hortera, lo cursi, lo snob, etc. Esa dicotomía puede manifestarse en otras. Jordi Busquets ha sugerido algunas: calidad versus cantidad, elegancia versus vulgaridad, creación versus 15 Cf. C. Esteva Fabregat et al., Sobre el concepto de cultura, Mitre, Barcelona, 1985, y J.S. Kahn, ed., El concepto de cultura, Anagrama, Barcelona, 1978. 16 Un ejemplo de la confusión que suele rodear el concepto de «cultura» lo tenemos en el recientemente publicado Llibre blanc de la cultura (Edicions 62, Barcelona, 1999), a través del cual el Partit dels Socialistes de Catalunya establece sus propuestas en ese capón. En la presentación la palabra «cultura» se emplea de una manera errática y contradictoria. No obstante, a la hora de las concreciones sectoriales, los ámbitos contemplados en el propio índice de la obra están mucho más claros : artes plásticas y visuales, creación literaria y edición, artes escénicas –teatro, danza, circo–, música, museos y patrimonio mueble, patrimonio documental y archivos, culturas populares y tradicionales... 7 producción, conocimiento versus ignorancia.17 Tales contrastes se podrían asociar a una a tipología ya consagrada, que viene sirviendo para clasificar a las personas en función de sus gustos: highbrow («cejas altas»), middlebrow («cejas medias» y lowbrow («cejas bajas»). La Cultura se identificaría con los gustos de la gente higbrow, y se opondría, siguiendo ahora otra no menos citada tipología a la masscult o cultura vulgar –producciones superficiales, pobres formal y simbólicamente–, pero no menos a la midcult, formada por productos pseudocultos, pretenciosos, afectados, que cautivan a la pequeña burguesía y a los intelectuales postizos.18 También podrían plantearse este tipo de oposiciones en términos de Cultura como «lo extraordinario», lo «excepcional», en cierto modo «lo sagrado», en contraposición a lo ordinario, lo cotidiano, la experiencia del cada día. Entre las producciones por lo general indignas de ser incluidas en el «Cultura» se pueden mencionar la música ligera, el teatro para el gran público, los deportes, el cine comercial, los best-sellers editoriales, las producciones destinadas a ser difundidas por radio o televisión, etc.: creaciones que son consideradas desde los centros de homologación de lo que es y no es cultural como frívolas, y por tanto netamente inferiores. Otras elaboraciones culturales, como el cine clásico de Hollywood, la fotografía, ciertos grupos de rock o cantautores, los comics, el circo, el music-hall, entre otras, reciben un estatuto ambiguo o fluctuante. A todo ello habría que añadirle aquellas expresiones culturales atribuidas en origen a las «clases populares», al «pueblo» o, en una clave más marxista, a las «clases dominadas» o «subalternas» que, según los expertos, ilustran la auténtica verdad de la gente, aquello que no ha sido contaminado ni pervertido por la alienación de lacultura de masas o por el imperialismo cultural norteamericano. Se trata de lo que ha sido etiquetado como «cultura popular y tradicional» y que no es sino lo que hasta ahora había recibido el nombre de folklore, que, a pesar de su humilde procedencia, aparece asiduamente catalogándose como Cultura. Este diagnóstico sobre la dignidad de las «obras de cultura» suele remitir al grado de especulación formal presente en ellas, aunque no por fuerza. Ni que decir tiene que existe un considerable terreno intermedio entre lo que entendemos por Cultura y lo que entendemos por cultura, y también que la compartimentación entre tales ámbitos es lábil, de manera que podemos contemplar como los objetos de un estrato pasan a veces al contiguo y ven aumentar o disminuir su cotización en función del sentido en que se produce el traspaso. Una maquinilla de afeitar expuesta en una exposición sobre diseño en un gran centro cultural es alta cultura; un aria de Verdi interpretada en un estadio de fútbol es cultura de masas.19 Los criterios del gusto personal son los que le permiten a los individuos ejercer una adhesión a cada uno de los niveles en que –aunque sea de manera grosera pero operativa– pueden ser divididas las producciones estéticas o intelectuales, de los cuales sólo el más elevado aparece como merecedor de una plena legitimación. 17 J. Busquets, El sublim i el vulgar. Els intel.lectuals i la «cultura de masses», Proa, Barcelona, 1998, p. 185. 18 En catalán existe un término específico para la midcult : cultureta, es decir «culturita», un diminutivo que indica no tanto trivialización de la Cultura sino más bien mezquinización, empequeñecimiento. 19 La súbita, casi milagrosa, dignificación cultural de un producto puede venir dada tan solo por su ubicación. En el otoño de 1999 coincidieron tres acontecimientos que ilustran a la perfección ese fenómeno : la exposición de motos en el Guggenheim de Bilbao, la de diseño y música discotequeros en el Centro Gallego de Arte de Santiago de Compostela y la celebración del Campeonato de Catalunya de Boxeo en la sala Metrònom de Barcelona. 8 Estas orientaciones del gusto personal, tienen una doble virtud ordenadora. Es cierto que por un lado reflejan con bastante exactitud la división social en clases económicas, pero al mismo tiempo generan un entramado social paralelo a partir de su capacidad taxonómica propia, que permite que las personas se enclasen a partir de su grado de adscripción a los énfasis de cada uno de los estratos culturales reconocibles. Es esto lo que nos permite hablar de personas de más o de menos «cultura», o de un nivel cultural más o menos distinguido, conectando entonces la idea de Cultura como conjunto de las elaboraciones provistas por artistas y creadores con aquella otra que se refiere a la globalidad acumulada de los conocimientos enciclopédicos, y que, descalificando las pretensiones del autodidacta, suele requerir un reconocimiento de nobleza que únicamente las titulaciones académicas pueden certificar. Este valor clasificador de los individuos a partir de su adhesión erudita es la que delata el origen etimológico del valor «cultura», en la acepción latina de cultura, es decir cultivo o aprovechamiento de la tierra, pero también del cuerpo y del alma. La cultura se asimila aquí a la Bindung de los idealistas alemanes –Goethe, Hegel, Schiller...–, es decir a la formación intelectual, estética y moral del ser humano, aquéllo que le permite vivir plenamente su propia autenticidad. La diferencia que se produce entonces entre una persona que mediante la exquisitez de sus aficiones de tiempo libre participa de los estratos aceptados como más sofisticados de la Cultura con respecto de aquella otra que mantiene una relación escasa o nula con tales planos será del tipo crudo-cocido o salvaje-domesticado, siendo la materia a condimentar el espíritu de cada cual. Es esto lo que permite hablar de sujetos más o menos cultivados, para dar a entender su grado la proximidad a un estado de naturaleza no trabajada y, en consecuencia, para justificar una valoración más baja ; esa valoración, por cierto, que les coloca como naturalmente en el lugar entre los sectores sometidos de la sociedad en que suelen encontrarse prácticamente siempre.20 Éste, el individuo «sin cultura», «de poca cultura», «con un nivel cultural bajo», etc., se apartaría de un orden simbólico considerado como el más legítimo y legitimados de todos y se vería abocado a generar sentimientos de «infracción, error, torpeza, privación de códigos, distancia, conciencia avergonzada o atribulada de esta distancia o de estas faltas».21 Tal jerarquización de los seres humanos en función de su grado de contacto con la Cultura es lo que Pierre Bourdieu ha traducido en términos de capital cultural, cuya posesión debe ser proclamada por medio de la frecuentación de actividades y lugares culturales, tales como exposiciones temáticas o de arte, salas de cine selectas, teatros, auditorios, etc. El beneficio simbólico, lo que Bourdieu llama la rentabilidad cultural, se obtendrá no sólo en la comunión casi mística con el objeto «de arte y cultura» dado en cada actividad, sino muchas veces a posteriori «de las conversaciones que mantendrán con respecto a la misma, y mediante la cual se esforzarán por apropiarse una parte de su valor distintivo».22 20 La antropóloga Maria A. García de León fue responsable a mediados de los 90 de un curso de doctorado en la Universidad Complutense cuyo título era precisamente «Culto/Inculto». Su objeto era contemplar tal desglose como un instrumento-coartada al servicio de la práctica de la hegemonía social y política. Una síntesis de los contenidos de esa asignatura puede encontrarse en M.A. García de León, «Culto/Inculto. Análisis de las estructuras de diferenciación y jerarquización socioculturales», Revista Complutense de Educación, VIII/2 (1997), pp. 194-209. 21 C. Grignon y J.-C. Passeron, Lo culto y lo popular, La Piqueta, Madrid, 1992, p. 41. 22 P. Bourdieu, La distinción. Claves sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1992, p. 266. 9 La función social de la Cultura como ámbito específico juega pues un doble papel. Como acabamos de ver, distingue a quienes se relacionan con sus objetos, ordenándolos verticalmente en función del grado de frecuencia o/y de intensidad de ese contacto. De hecho, el contacto masivo con la Cultura supone una especie de crítica de masas a la cultura de masas, una paradoja que Umberto Eco ya había enunciado como «una crítica popular de la cultura popular».23 Pero al mismo tiempo que segrega del resto a quienes se acercan devotamente a ella para recibir su bendición, la Cultura los homogeneiza, puesto que los reúne, los agrupa, los hace comulgar con otros muchos con ese mismo objeto cultural que disfrutan. La dialéctica de los usos culturales implica singularización, puesto que diferencia a unos individuos de los demás por su adscripción a los valores llamados «culturales», pero también masificación, dado que opera el agrupamiento de un público a veces numerosísimo alrededor del asunto cultural distinguido y distinguidor.24 Esta condición dialéctica, con su falso aspecto de paradoja, reclama otra pista etimológica: la que hace del cultor latino no solo un «labrador» sino también un «adorador» o persona que rinde homenaje a los dioses. En efecto, la palabra cultura está igualmente asociada con la noción de culto como práctica de la religión. Esto sería adecuado a la conceptualización que antes hacíamos de la Cultura en tanto que sistema cultural, en la medida que justamente ha sido la religión uno de los ejemplos que mejor ha patentizado los dinteles de poder que pueden alcanzar ciertos sistemas de representación, basados en símbolos sacramentados. Más en concreto, toda idea de cultura es inseparable de su propia génesis teológica, que fundamentacon argumentos santificadores la ya mencionada dicotomía crudo-cocido, y que resulta comprensible sólo a partir de su deuda conceptual con lo que la escolástica cristiana concibió como el Reino de la Gracia, como dominio opuesto al Reino de la Naturaleza.25 Más en concreto, la noción de cultura que estamos manipulando todos –incluyendo ahora a los propios antropólogos– no constituye sino una transformación laica fácilmente reconocible de aquel desplazamiento en la idea de gracia que en el siglo XIII opera la escuela franciscana, diferenciando la gracia creada del habitus o gracia otorgada, para denotar el resultado de la capacidad humana de producir este don o auxilio para la salvación a partir de sus propios méritos. La Cultura, en el sentido de «las artes y las letras», no hace otra cosa que reconocer esta base mística de la idea general de cultura que manipulamos. El terreno se traslada ahora a la manera cómo esta gracia, interpretada en tanto que Cultura universal, se distribuye y cómo los individuos participan de ella, y así se salvan, a partir de sus gustos artísticos e intelectuales. Ubicada en un nivel máximo de abstracción, la Cultura es entonces comprendida como parte de una esfera de algún modo sobrenatural a la que se rinde –y la expresión cobra un sentido doblemente literal– culto por parte de una minoría de elegidos: el público 23 U. Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Lumen, Barcelona, 1968, p. 13. 24 Ese doble movimiento, ha sido advertido por Armet Huet en sus comentarios sobre las políticas culturales en la ciudad francesa de Rennes : «De la démocratisation de la culture à la diversité créatrice», Les Annales de la Recherche Urbaine, 70,(1996) pp. 4-26. 25 Cf. G. Bueno, «La génesis de la idea metafísica de cultura», en El mito de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona, 1997, pp. 117-146. 10 consumidor de Cultura como idéntico a un nuevo pueblo de Dios. La celebración de la Cultura se comporta entonces igual que lo haría cualquier otro aparato de numinización asociado a una entidad metafísica que se presenta como eterna y universal. Sus actos públicos –exposiciones, conciertos, representaciones teatrales, conferencias...– funcionarían como liturgias que escogen espacios – teatros, auditorios, bibliotecas, ateneos, museos o territorios llamados elocuentemente salas, casas o centros de cultura– que apenas si disimulan su vocación de auténticos templos en los que la Cultura protagoniza sus hierofanías, y que encuentran en los monumentales «centros de cultura» de las grandes ciudades su versión catedralicia. Al símil religioso de la catedral medieval se le podría añadir la analogía con el santuario, entendido como lugar dónde se guardan imágenes veneradas o reliquias santas, y que se constituye en una actividad que no debería dudarse de denominar peregrinación.26 En función de esta tipificación en tanto que religiosidad implícita, los gestores o especialistas culturales se constituirían en miembros de una especie de clericato, profesionales cuya función sería administrar tanto espiritual como materialmente todo lo relacionado con lo sagrado cultural. De igual manera, las figuras del artista, el intelectual o del creador corresponderían entonces a las de personajes que han sido literalmente poseídos por la Cultura, concebida como instancia sobrehumana que se manifiesta, que puede ser interpelada y que se encarna en ellos o los convierte en instrumentos vicariales de su acción. Su papel es entonces el de mediadores –funcionariales en el primer caso, carismáticos en el segundo– que comunican instancias que, de no ser por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura por un lado y, por el otro, la vida ordinaria de los simples mortales, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de las que habla la teología católica, las imágenes u objetos que le hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales. La relación entre esos dos niveles –variante del viejo desglose sagrado/profano– es, en cualquier caso, siempre vertical, es decir de arriba a abajo. Tanto los oficiantes como el público – el nuevo fielato– de la Cultura son receptáculos pasivos de la actividad pentecostal, por así decirlo, de un nuevo Espíritu Santo, que desciende sobre ellos como las lenguas de fuego del episodio neotestamentario. A pesar de ello, y siguiendo la analogía, la Cultura no puede limitarse a devenir una práctica elitista que restrinja los beneficios de su acción salvífica, a la manera del predestinacionismo calvinista. Debe tener expresiones que evoquen lo que se presenta como religiosidad popular implícita, fórmulas de piedad accesibles incluso para lo que antes fue la «gente sencilla» y hoy suele denominarse «gran público». Pasando por alto la mera dimensión comercial e industrial de esta popularización de la Cultura, esta modalidad de religiosidad implícita supone la generalización de la acción purificadora de lo que se presenta como actos y prácticas culturales. En este caso, la tarea de los difusores-apóstoles y oficiantes de la Cultura no puede limitarse al conjunto de los bienes protegidos y mostrados, 26 La analogía es, en cierto modo, literal. La noción central en la mayoría de actividades de masas presentadas como «cultural» tiene que ver el criterio de autenticidad que se atribuye a las cosas visitadas-veneradas, ya sean objetos de un museo o monumentos históricos. Ese criterio fue el que marcó la aparición del primer gran precedente de lo que hoy llamamos «turismo cultural», que gira en torno a objetos cuya presencia otorga rango o prestigio al lugar en que se custodian : el comercio de reliquias en la Europa carolingia. Véase el artículo al respecto de Patrick Geary en A. Appadurai, ed., La vida social de las cosas, Grijalbo, México DF., 1983. 11 ni a los servicios ofertados al público desde los equipamientos culturales. La exaltación de la Cultura pasa entonces, por plantearlo como hacia Jacques Duhamel, el que fuera ministro de cultura francés, por «crear un ambiente», esto es generar un clima que es, en cierto modo, clima de santidad, ámbito de elevación, lo que hace del turismo cultural una forma desplazado del turismo religioso.27 No en vano la orientación última de toda política cultural obedece al modelo del ideal democrático que otrora se conociera como «educación popular», exacerbación de la lógica que impulsara un día las políticas ateneístas y que hoy aspiran a constituirse en referente exclusivo de lo que –tampoco en vano– se da en llamar homogeneización cultural. Esta consiste en la disolución de la infinita diversidad de las prácticas y usos culturales a través de los cuales se expresan unos no menos innumerables universos sociales, todo ello en el marco de una sociedad en que la complejidad y la pluralidad no dejan nunca de crecer, una diversidad en expansión que amenaza –por la vía del desacato o de la indiferencia– la centralización y la unificación de las que depende el control político en las sociedades modernas. Todas estas consideraciones explican por qué es la administración pública la más interesada en mantener lo que bien podríamos denominar «gastos del culto», consistentes en levantar y mantener los lugares especiales dónde la Cultura produce sus epifanías y esponsorizar sus con tanta frecuencia costosas puestas en escena. Es más, es esta prioridad en erigir equipamientos culturales –puntos de referencia espaciales, polos de atracción devota– lo que está determinando la regeneración de paisajes industriales o urbanísticos depauperados y reimpulsar la economía de numerosas ciudades en base a la inversión turística de grandes capitales internacionales.28 La mayoría de planificaciones urbanísticas rehabilitadoras de los últimos años han colocado en primer término la importancia de enaltecer«lo histórico», sin disimular a veces los objetivos politizadores –centralización, participación, promoción de la identidad– que se buscan, como cuando Oriol Bohigas decía en unas jornadas sobre los centros históricos : «Nuestras ciudades necesitan una doble intervención simultánea y coordinada : rehabilitar el centro histórico, actuando a fondo, y dar “centralidad” –urbanidad, identidad, monumentalidad, espíritu colectivo, participación política– a la periferia».29 La capitalización estatal de los beneficios redentores de la Cultura es todavía más evidente en los macroespectáculos culturales periódicos o excepcionales, a la manera de los grandes festivales o las capitalidades culturales europeas, en los que se confirman las tendencias teatrocráticas que experimentan en la actualidad las instituciones políticas en todo el mundo.30 La actividad asociada a la Cultura resulta las más de las veces sólo posible por el patrocinio de los gobiernos locales, regionales o nacionales, que tienen en los 27 Algo que en casos como el las actividades organizadas en torno al Camino de Santiago puede quedar plenamente explicitado. 28 A la manera como Joseba Zulaika ha advertido en el caso del Guggeheim de Bilbao : Crónica de una seducción. El museo Guggenheim-Bilbao, Nerea, Madrid, 1997. A propósito de esta obra, véase el comentario de J. de la Haba, «Bienvenido Mister Krens», Archipiélago, 34-35 (invierno 1998), pp. 225-226. 29 O. Bohigas , «La reconstrucció de la ciutat», en B. Gabrielli et al., La ciudad històrica dins la ciutat, Ajuntament de Girona/Universitat de Girona/Fundació la Caixa, Girona, 1997, p. 163. 30 La vocación de los grandes monumentos culturales de devenir instrumento de loa al poder político que los encarga puede tener exponentes tan claros como el caso de el Teatro Nacional de Catalunya y del Auditorio, en Barcelona, situados uno junto al otro para expresar, en términos de grandeza faraónica, la competencia entre los gobiernos de la Generalitat de Catalunya y el Ayuntamiento de Barcelona. 12 resultados de tal mecenazgo uno de los elementos de ostentación más importantes, el argumento principal del que depende su imagen pública, marca de grandeza que exhibe ante propios –sus ciudadanos– y extraños –los visitantes, aunque también las otras administraciones con las que, en este dominio, no deja nunca de competir. El cultural es, no se olvide, un turismo que se caracteriza porque sus objetos de atención suelen ser o muy baratos –las entradas a los centros culturales o los museos– o totalmente gratuitos –catedrales, edificios singulares, paisajes, monumentos–, precisamente por su condición de haber sido dispuestos o conservados por la administración pública. En otras palabras, a pesar de que se hable de mercado o negocio cultural, o de que genere a su alrededor prácticas de merchandising y de marketing, la actividad asociada a la Cultura es, al menos en primera instancia, casi siempre deficitaria. La inversión institucional en el capítulo cultural no suele revertir beneficios económicos por la vía directa, aunque beneficie a los proveedores privados de servicios que convoca en torno suyo, como son la hostelería, la restauración, los transportes, etc., a la vez que dinamiza la creación de nuevas infraestructuras, con el movimiento económico que ello conlleva. Por el protagonismo que las instituciones políticas asumen en su promoción, del turismo cultural bien se podría decir que es una forma de lo que deberíamos llamar turismo de Estado, en el sentido de que son las instancias oficiales las encargadas de patrocinarlo y de invertir en su promoción, pero también las que obtienen el grueso de sus beneficios, beneficios económicos que le llegan indirectamente por la vía impositiva, pero beneficios que sobre todo se miden en términos de prestigio y reconocimiento. En una palabra, la institucionalización política de la cultura –y su consecuente funcionarización– hace de ella en la actualidad no únicamente un nuevo culto más entre los que caracterizan el proceso de repaganización que experimenta la sociedad tardocapitalista, sino, como se encargó en su día de advertirnos Marc Fumaroli,31 la auténtica nueva modalidad que ha adoptado hoy y entre nosotros la vieja figura de la religión de Estado. Esa visibilización grandiosa del poder político es lo que da pie a lo que algunos autores han llamado un quinto poder,32 destinado en cierto modo a restituir lo que en su día fue la antigua autoridad de las iglesias y las castas sacerdotales. 3. Cultura, ocio y realidad virtual En el marco de las formas actualmente en curso a través de las cuales se nos obliga, como sea, a librarnos de nuestro tiempo libre, nada más cerca de un equipamiento cultural que un parque de atracciones. Es cierto que acabamos de ver cómo las grandes instalaciones culturales –Domus de A Coruña, Kursaal, de San Sebastián, Guggenheim de Bilbao, Macba de Barcelona...– se constituyen en templos en que se oficia la religión oficial de los estados modernos, con lo que 31 M. Fumaroli, L´État culturel. Essai sur une religion moderne, Éditions de Fallois, París, 1992. Una aportación a la línea crítica inaugurada por Fumaroli aparecida muy recientemente es M. de Saint-Puigent, Le Gouvernement de la culture, Gallimard, París, 1999. 32 Cf. C. Mollard, Le Cinquième Pouvoir. La culture et l´Etat de Malraux à Lang, Armand Colin, París, 1999. 13 penetrar en ellos exige del visitante la misma austeridad y recogimiento que se debe observar en cualquier lugar sagrado. Nada de casual hay en ello, puesto que se representa ahí uno de los aspectos más exigentes y menos mundanos de los modernos cultos culturales. En cambio, el parque de atracciones es un espacio todo él destinado al estímulo de sensaciones en absoluto sofisticadas, al que se acude para recibir gratificaciones inmediatas que no requieren ningún esfuerzo de atención y que no exigen –antes bien lo contrario– la mínima discreción en las conductas. A pesar de esa enorme distancia aparente, el equipamiento cultural y la feria mantienen entre sí algunas analogías importantes. En primer lugar, por la propia naturaleza festiva de toda actividad asociada al ocio de masas y al turismo. Luego, y sobre todo, porque los parques de atracciones, además de instalaciones en las que se juega a destruir por unos momentos la estabilidad de la percepción y a buscar un cierto vértigo, suelen, no en vano, incluir espacios destinados a exposiciones, auténticos museos paródicos dedicados en este caso a cosas caracterizadas por un tipo particular de anomalía que las hace sorprendentes, raras, extraordinarias... Esta consideración se asigna a objetos que han sido considerados, siguiendo la tipología propuesta por Dan Sperber en un memorable trabajo sobre las anomalías clasificatorias animales,33 bien híbridos –los autómatas–, bien monstruos –los fenómenos humanos que se exhibían antes en las ferias o las imágenes de uno mismo que se reflejan en las salas de espejos cóncavos y convexos–. Los objetos excepcionales que se exhiben en los museos, en los festivales artísticos o en los equipamientos culturales, igualmente sobreabundantes en significado, también entrarían dentro de esa caracterología de los accidentes taxonómicos, sólo que Sperber hubiera reservado para ellos la etiqueta de perfectos, es decir ideales, sin mácula, impecables, modélicos, etc. El público que asiste a la feria o que se presenta ante los altares de la Cultura es invitado a llevar a cabo dos operaciones simétricas pero idénticas en el plano lógico-formal : colocarse ante cosas que han sido previamente puestas entre comillas y que suscitan bien la más absoluta circunspección ante una perfección monstruosa, o bien la risa o el escalofrío ante una monstruosidad perfecta. El gran equipamiento cultural no hace, en definitiva, sino trasladara un nivel trascendente –se guardan allí restos o testimonios de una autenticidad perdida o lejana– la misma substancia –lo raro, lo excéntrico– que la feria desplaza al campo de la irrisión y la parodia, como si se tratase de dos formas alternativas, y en el fondo indisociables por complementarias, de integrar lo aberrante, la excepción, la desmesura. No es esta la única afinidad entre la feria y los lugares en que se encarna la Cultura. El parque de atracciones es, sobre todo, un campo cerrado en que ilusiones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad. En este espacio acotado las posibilidades que el pensamiento intuye, pero de las que la realidad cotidiana no ha sido, ni es, ni será nunca proveedora, cobran carta de naturaleza, reciben el excepcional derecho de existir. Es así que de los parques de atracciones y de las ferias se podría decir lo mismo que, siguiendo a Merlau-Ponty, Pomian sugería de las colecciones y los museos: su función de servir de vínculo entre lo visible y lo 33 D. Sperber, «Pourquoi les animaux parfaits, les hybrides et les monstres sont-ils bons à penser symboliquement?», L´Homme, XV/2 (abril-juny 1975), pp. 5-34. 14 invisible, es decir, en otros términos, entre mundo y pensamiento.34 De pronto, en una sociedad en que los automóviles tienen terminantemente prohibido colisionar entre sí, se hace real la imposible alucinación de un sitio –los autos de choque– en los que la única cosa que pueden hacer los vehículos que por allí circulan es topar convulsivamente. Las ferias asumen también el encargo de escenificar como si fuesen reales los imaginarios que el folclor contemporáneo ha ido forjando, sobre todo desde el cine, que no en vano arranca y vuelve hoy en sus últimos experimentos como una atracción de feria más: las naves espaciales, las diligencias, los bólidos, los barcos piratas de los tío-vivos, en sus formas más ingenuas, o las modernas técnicas de realidad virtual, para referirnos a las expresiones más sofisticadas y últimas de este mismo principio de virtualización. También se trata de encarnar auténticos escenarios de este mismo imaginario colectivo, una tendencia que apuntaban los castillos encantados y los túneles del terror y que la moderna industria del ocio ha amplificado hasta la desmesura bajo la forma de los actuales parques temáticos, en los que el visitante puede trasladarse físicamente al Salvaje Oeste, al Castillo de Blancanieves, a la Guerra de las Galaxias o a los paisajes de las Mil y Una Noches. Si nos fijamos, los sagrarios culturales operan exactamente igual. Bajo su seriedad litúrgica lo que se pretende en ellos es que ciertas realidades presumidas como incontestables y poderosas, pero nunca vistas en realidad y sólo intuidas por la recurrencia y la autoridad con que son invocadas, pueden hacerse realidad ante nosotros, aparecer literalmente como verdades materiales que incluso se podrían tocar si las medidas de seguridad no nos lo impidiesen. Todo museo o centro cultural es inevitablemente un lugar de evasión, igual que los parques de atracciones, no porque ambos sean espacios de ocio, sino porque uno y otro están repletos de objetos concebidos para cambiar de realidad, para huir de lo cotidiano y para procurar un viaje casi místico hacia los territorios de lo inefable, lo ucrónico y lo legendario. De pronto, los museos de Bellas Artes nos demuestran, en efecto, que la Belleza tiene domicilio estable. Los museos de Artesanía Popular hacen evidente que la Tradición es algo más que una entelequia o un simple look. La Identidad puede recibir su consistencia de museos que se presentan con frecuencia como de Historia Nacional, donde los rasgos nacionales o étnicos son expuestos como cosas realmente reales y obtienen los términos de su legitimidad. Los museos de Antropología y de Etnología suelen estar ahí para brindarnos una imagen de lo exótico y de lo humano salvaje que responda a nuestras expectativas al respecto. Los restos arqueológicos reciben la no menos estratégica tarea de confirmar que nuestro presente ya estaba de algún modo en el pasado. Las demostraciones en vivo de la Cultura Popular y Tradicional sirven para confirmar la imagen que el turista se hace de aquellos a quienes visita, que le brindan lo que su figuración de lo arcaico esperaba, al tiempo que los lugareños escenifican la comedia de su identidad. Los eco-museos en plena naturaleza no hacen sino explicitar esa misma voluntad por naturalizar lo mostrado, integrándolo en una escenificación «en exteriores» de sus propias condiciones de verdad. Por su parte, ¿qué sería de la Vanguardia sino fuera por los lugares en que ésta puede practicar periódicamente sus piruetas? El proyecto de una macroexposición universal en Barcelona para el 2004 –el llamado Fórum Internacional de las Culturas– expresa la ambición de poner en escena grandilocuentemente «lo multicultural», 34 K. Pomian, «La colección, entre lo visible y lo invisible», Revista de Occidente, 141 (febrero 1993), pp. 41-50. 15 entendido, claro está, en su sentido más trivializado. Jean Baudrillard se ha referido al Centro Georges Pompidou de París como un monumento a la «disuasión cultural», que se levanta «sobre un escenario museal que sólo sirve para salvar la ficción humanista de la cultura».35 Los centros urbanos museificados, los edificios públicos singulares, los monumentos, los puntos marcados en los mapas turísticos, en los que aparece lo que merece la pena ser visto por sus valores históricos o artísticos, implican una cartografía en cierto modo mágica, que no es propiamente sincrónica, ni tampoco diacrónica, sino más bien anacrónica, puesto que, como ha puesto de manifiesto Lévi-Strauss al referirse a los archivos históricos, representa la pura ahistoricidad.36 La función de las marcas territoriales «de visita obligada» no es distinta que la que desempeñan los documentos antiguos, los objetos de los coleccionistas y otros vestigios memorables, que si desapareciesen arrastrarían consigo las «pruebas» del pasado, y nos dejarían huérfanos de ancestros y de raíces. Su tarea es precisamente esa: constituirse en herencia, en el sentido más estricto de la palabra, tal y como la emplearíamos para referirnos a un título nobiliario, un acta notarial o una prueba de sangre, sólo que el pasado imaginario al que remiten no es su fuente sino la consecuencia de su necesidad. Esos testimonios magníficos, hechos de piedra, que se levantan como puntos de atracción y referencias espaciales poderosas, son el acontecimiento en su contingencia más radical, puesto que le otorgan a la historia una existencia física insoslayable. Se podría decir de esos objetos espaciales lo que de aquellos otros «objetos singulares» –antiguos, exóticos, folclóricos...– escribía de nuevo Baudrillard:37 son signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser del esfuerzo que se hace en representarlo. Los monumentos y edificios destacados en las guías están ahí para significar, y para significar justamente el tiempo, o, mejor, la elisión del tiempo. Como objetos de autenticidad tienen lo que los demás puntos que les rodean en el espacio no tienen ni seguramente tendrán nunca: la capacidad de transportarnos a la infancia, al nacimiento, a la madre, al origen o incluso a vidas pasadas, realidades de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. Ha sido Marc Augé quien más agudamente ha percibido esa tendencia a la disneylización de las ciudades culturalmente emblemáticas, depositarias de connotaciones que las eternizan y las convierten en desembocadura de peregrinaciones que siempre encuentran lo que pensaban encontrar. Muchas ciudades son ya conglomerados en que se procura hacer compatible una vida civilmás o menos normalizada con una oferta turística en que la forma urbana, sus elementos constitutivos y hasta los propios urbanitas buscan parecerse a la imagen que de ellos se tiene, a la manera como veíamos que sucedía en el pueblo castellano convertido en un típico pueblo andaluz en la película Bienvenido Mr. Marshall, de Luís García Berlanga. Augé se imaginaba algo parecido en un París del 2025 que había sido adquirido completo por la Compañía Disney para convertirlo en una reproducción de sí mismo, que recogía y ordenaba debidamente todos los prototipos que le podían ser atribuidos: Disney-Bellas Artes en 35 J. Baudrillard, L´effet Beaubourg. Implosion et dissuasion, Galilée, París, 1977, p. 23. 36 Cf. C. Lévi-Strauss, El pensament salvatge, Ed. 62, Barcelona, 1985, pp. 279-82. 37 J. Baudrillard, «El objeto marginal, el objeto antiguo», en El sistema de los objetos, Siglo XXI, México DF, 1988, pp. 83-97. 16 Mormartre, Disney-Belle Epoque en los grandes bulevares, etc. Apenas nadie vivía, ni trabajaba, ni estudiaba en ese París futuro. Sólo había turistas y empleados Disney disfrazados de mosqueteros, de sans-coulottes, de bohemios del XIX, de existencialistas, de universitarios del 68, etc.38 Como un nudo entre instancias descontectadas –la fantasia y la existencia diaria– las ferias y los lugares de la Cultura llevan a cabo la misma tarea de hacer de veras real lo que necesitamos creer o lo que otros necesitan que creamos que es real. Surge el prodigio de cosas que son al mismo tiempo reales y virtuales. De hecho, la puesta en conexión de las ferias y los centros de cultura, los museos o los núcleos urbanos museificados no es arbitraria, ni tan solo original. Ya se ha evidenciado hasta qué punto estos dos marcos tienen mucho de intercambiable y contamos con el análisis de cómo se orientaron con criterios museísticos grandes festivales culturales destinados a un público familiar, como fue en gran medida el caso de la Expo´92 de Sevilla.39 Llorenç Prats se ha preguntado con lucidez : «¿Qué nos impide juzgar también como activación patrimonial un parque de atracciones como Port Aventura, ambientado por áreas culturales y dónde muchos de sus elementos son auténticos».40 En un sentido inverso pero equivalente, el Domus de A Coruña podría ser un ejemplo espléndido de centro museístico concebido a la manera de una colosal sala de juegos recreativos. El proyecto de la empresa Disney de construir en los Estados Unidos un parque-museo dedicado a divulgar la historia de aquel país demuestra lo permeable que resulta el tránsito entre estas dos modalidades de espacios protésicos, destinados los dos a prolongar la realidad con virtualidades institucionalmente pertinentes. De hecho, en Barcelona, por ejemplo, el Barrio Gótico, resultado artificial de las reformas en su casco antiguo a principios de siglo, o el Pueblo Español, construido con motivo de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, ya obedecían a esa misma dialéctica entre autenticidad e impostura. En realidad, todas las Exposiciones Universales celebradas hasta ahora se han constituido en paradigmas de banalización museística y se han consagrado a hacer carne entre nosotros entelequias relativas al «progreso humano» -«La Energía», «Los Descubrimientos», «La Navegación»– o a supuestas personalidades colectivas -«Japón», «Castilla-La Mancha»...–, en montajes basados inevitablemente en estereotipos y lugares comunes. No se debería ver en ello un fenómeno específicamente nuevo, sino la repetición de un mecanismo ya aplicado en los procesos de transformación de intereses en identidades histórico-culturales. Remy cita el caso de la Grand Place de Bruselas, construida en el siglo XVII en tres años y únicamente a base de fachadas. Ese pastiche se inspiraba en un modelo arquitectónico ya en desuso y sirvió para hacer la exaltación de las corporaciones, un modelo de asociación económica en declive en aquellos momentos.41 Todo museo o centro de cultura pone de manifiesto los efectos gratificantes de cualquier modalidad de coleccionismo: intento desesperado por preservar la memoria o invocar la presencia del pasado, o por evidenciar la existencia de lo 38 M. Augé, «La ciudad de ensueño», en El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 133-141. 39 Cf. S. Ventosa, «L´EXPO´92 : Museografia efímera i identitats culturals», Revista d´Etnologia de Catalunya (julio 1993), pp. 112-121. 40 Ll. Prats, Antropología y patrimonio, Ariel, Barcelona, 1997, p. 53. 41 Remy, op. cit., p. 195. 17 remoto o lo abstracto, siempre como fórmula casi mágica que busca escapar de las incongruencias y las inconsistencias de lo concreto cercano. Es en este orden de cosas que hay que insertar la lógica representacional que toda exhibición cultural ejecuta : los objetos descontextualizados, los paneles explicativos, las clasificaciones conceptuales, la narración que va cosiendo lo que se muestra..., todos los elementos didácticos, materiales, ideacionales que se ordenan cuidadosamente en vitrinas, paneles, montajes, vídeos, diapositivas..., están ahí para hacernos disfrutar y aprender, ofreciéndole a no importa qué realidad conceptual –el pop-art, la multiculturalidad, la historia de la radio, el románico– la posibilidad de una existencia física como entidad continua y sin fragmentaciones, ni errores, ni desmentidos, ni contradicciones, conjunto coherente, estructura toda ella hecha de materiales de deseo. Se vuelve a cumplir la oposición entre la perfección de la sociedad de las representaciones colectivas y la imperfección de la verdad morfológica de la sociedad de los humanos. Al orden social que constituyen los objetos «de Cultura» se lo podrían aplicar las palabras que el propio Durkheim escribiera de la sociedad que constituye el substrato de la vida religiosa: «Esa sociedad no es un dato empírico, definido y observable; es una quimera, un sueño donde los hombres han acunado sus miserias, pero que nunca han vivido en realidad. Es una simple idea que viene a traducir en la consciencia nuestras aspiraciones más o menos oscuras en torno al bien, la belleza y el ideal».42 También se viene, con todo ello, a darle la razón a Guy Debord, cuando señalaba cómo «el consumo espectacular que conserva la antigua cultura congelada llega a ser abiertamente en su sector cultural lo que es implícitamente en su totalidad : la comunicación de lo incomunicable. Allí la destrucción extrema del lenguaje puede encontrarse trivialmente reconocida como un valor positivo oficial, ya que se trata de anunciar una reconciliación con el estado de cosas dominante, en el cual toda comunicación es jubilosamente proclamada ausente».43 La contradicción entre la ritualización banalizadora y la ritualización sacramental se desvela enseguida como falsa. A una sociedad que tan poco le ha costado trivializar lo trascendente, menos le iba a costar acabar por trascendentalizar lo trivial. Se cumple así la lúcida apreciación de Adorno : «La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada. El fetichismo lleva a la mitología».44 Magno espectáculo de la Cultura, que hace el prodigio de convertir en ídolo cuanto muestra, que enaltece lo que antes ha sustraído a la vida, que convierte ese saber y esa belleza secuestrados en lo que son hoy : al mismo tiempo, un sacramento y una mercancía. 42 E. Durkheim, Les formes elementals de la vida religiosa, Edicions 62, Barcelona, 1982, p. 425. 43 G. Debord, La sociedad del espectáculo, Castellote, Madrid, 1976, p. 128. 44 T.W. Adorno, Crítica cultural y sociedad, Sarpe, Barcelona, 1984, p. 231. J. Larrosa y C. Skliar, eds, Habitantes de Babel. Política y poéticas de la diferencia, Laertes, Barcelona, 2000, pp. 245-276 TRIVIALIDAD Y TRASCENDENCIA Manuel Delgado