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Trivialidad_y_trascendencia_Usos_sociale

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1 
J. Larrosa y C. Skliar, eds, Habitantes de Babel. Política y poéticas de la diferencia, Laertes, 
Barcelona, 2000, pp. 245-276 
 
TRIVIALIDAD Y TRASCENDENCIA 
Usos sociales y políticos del turismo cultural 
 
 
Manuel Delgado 
UNIVERSIDAD DE BARCELONA 
 
 
1. Turismo y cultura en un tiempo descoyuntado1 
 
 
Hay muchas comparaciones posibles entre dos modalidades de extrañamiento que 
tienen, no en vano, como común denominador el viaje en pos de la cultura. De un 
lado, el banal turismo. Del otro, el científico estudio antropológico. Por encima de 
la distancia que se extiende entre la práctica de una forma «superficial» de ocio y 
el rigor que se le presume a una disciplina académica, el turista y el etnógrafo se 
parecen. Hay algo en el espíritu de ambos que se nutre de una idéntica sustancia. 
Me refiero a aquel «yo partí» que podemos encontrar en la atracción hacia lo 
extraordinario, lo insólito, lo distante, etc., y que está en la base de ese abanico de 
experimentos humanos que va desde el viaje filosófico del siglo XVIII hasta la 
actividad de los modernos tour operators, con una gran modalidad de lugares 
intermedios, uno de los cuales podrían ser esos viajes anunciados como 
«etnográficos» que las agencias turísticas actuales más selectas incorporan entre 
sus ofertas, y en las que se vende una aproximación a culturas reputadas como 
exóticas. Tanto del desplazamiento turístico como del etnográfico, con toda la 
enorme distancia que parece extenderse entre ambos –situados en las puntas de lo 
«trivial» y de lo «serio»–, se podría decir lo que de todo viaje apuntaba James 
Clifford: «El “viaje” abarca una variedad de prácticas más o menos voluntaristas 
de abandonar “el hogar” para ir a “otro lugar”. El desplazamiento ocurre con un 
propósito de ganancia: material, espiritual, científica. Entraña obtener 
conocimiento y/o tener una “experiencia” (excitante, edificante, placentera, de 
extrañamiento i de ampliación de conocimientos...».2 Más adelante: «El “viaje” 
denota prácticas más o menos voluntarias de abandono del terreno familiar, en 
busca de la diferencia, la sabiduría, el poder, la aventura o una perspectiva 
modificada».3 Turismo y etnología: dos formas de peregrinación en busca del 
sentido perdido. 
 
En un caso y en el otro de lo que se trata es, como insiste Geertz en El antropólogo 
como autor, de «haber estado allí»,4 haber practicado un tipo de inmediatez 
particular y acaso irrepetible, por mucho que el «haber estado allí» del turista y 
del etnólogo sea el resultado de un billete de ida y vuelta y de la capacidad de 
afrontar un cierto nivel de incomodidad. Además de esto, y de la duración y la 
 
1 Este texto corresponde a una aportación al 1er. Simposio Internacional sobre Turismo Cultural, celebrado en 
Valladolid en noviembre de 1999. 
2 J. Clifford, Itinerarios transculturales, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 88. 
3 Ibidem, p. 98. 
4 C. Geertz, El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós, 1989, passim. 
 2 
profundidad de la mirada que se dirige a los que no son culturalmente como uno, 
hay otro factor que incide en el parentesco entre etnógrafo y turista. Mucho antes 
de que el desplazamiento turístico generalizase la experiencia del «efecto túnel» –
viaje de punto a punto, sin atención por los lugares intermedios o lejos de los 
centros de interés– el antropólogo sobre el terreno trabajó ya, como el moderno 
turista, ante todo sobre nudos, es decir sobre intersecciones extremadamente 
concretas que funcionaban como sinécdoques, marcos privilegiados en que 
reconocer la supuesta totalidad esencial de la sociedad visitada. Por su parte, la 
cultura receptora se esfuerza precisamente en ofrecer aquello que le es requerido, 
de acuerdo con su articulación en un sistema intercultural plenamente sometido a 
las leyes de la oferta y la demanda. Es lo diferente lo que la sociedad anfitriona 
sabe que debe exhibir enfáticamente, consciente como es de lo que se espera de 
ella por parte de quienes acuden turísticamente a visitarla y que deben ver «lo que 
hay que ver», esos puntos de las guías turísticas, marcados con diferentes grados 
de adjetivos admirativos, que no pueden ser soslayados so pena de un implacable 
sentimiento de culpa.5 Éstos, por su parte, no esperan en realidad nada nuevo, 
nada distinto de lo que han visto en las fotografías exhibidas en los libros o las 
revistas de viajes, en las postales turísticas, en los documentales de la televisión o 
en las películas de ficción. Ha llegado hasta ahí sólo para confirmar que todo lo 
que le fue mostrado como en sueños existe de veras. 
 
El turismo radicaliza la lógica institucional y representacional en que se inscribe. 
Esta no es otra que la del llamado tiempo libre o de ocio, por mucho que el tiempo 
de ocio consista básicamente en hacer que el tiempo libre deje de serlo realmente. 
El imaginario dominante da por descontando que ese tiempo libre o de ocio es, por 
definición casi, esa totalidad abstracta que se extiende del otro lado del tiempo de 
trabajo. Lo conforman actividades que una ficción operatoria supone del todo 
disociadas tanto de las obligatorias por el lugar que cada cual ocupa en el sistema 
productivo. En el seno de esta esfera de tiempo libre, imaginado como autónomo 
e independiente, cada cual debe tratar de satisfacer lo que vive como sus 
«auténticas necesidades» afectivas e intelectuales. Ha sido Jean Remy quien ha 
puesto de manifiesto cómo el turismo es una expresión de lateralidades, modo 
menor o secundariedad, estado de excepción que salpica la vida social del 
individuo y que contrasta con la centralidad, los modos mayores, la primariedad, 
es decir el conjunto de papeles que asumimos en nuestra vida cotidiana en 
términos de responsabilidad, las obligaciones relativas a nuestro lugar en la 
estructura social, nuestros «compromisos ineludibles». 6 Se supone que la 
secundariedad cumple la función de otorgarnos una oportunidad para la reflexión, 
para calibrar nuestra ubicación en el mundo social y hacer un cierto balance 
existencial. Prometiendo cumplir semejantes presupuestos el turismo teje una 
trama social alternativa y paralela, propociona una puesta a distancia respecto de 
lo social ordinario, permite una escapada efímera hacia una arcadia provisional, 
sin conflictos, sin contradicciones, sin paradojas. Una burbuja ideal, un escenario 
preparado para colmar los deseos y en el que uno podrá estar al mismo tiempo 
lejos y como en casa. Paréntesis –dosis controlada de utopía– en que regenerarse 
del desgaste provocado por todos esos compromisos que pronto, de regreso, cada 
cual habrá de reasumir. 
 
5 Cf. A. Cardín, «El supermercado turístico», en Lo próximo y lo ajeno, Icaria, Barcelona, 1989, pp. 147-151. 
6 J. Remy, «La implication paradoxale dans l´expérience touristique», en Sociologie urbaine et rurale, 
L´Harmattan, París, 1998, pp. 353-368. 
 3 
Ni que decir tiene que esa esfera del ocio o del tiempo libre no tiene nada de 
autónomo, ni obedece a una lógica propia. Existe y se despliega en función –y 
como función– de circunstancias políticas, económicas, legales y sociales 
cambiantes, pero siempre concretas. En cuanto a sus contenidos específicos, no es 
menos evidente que dependen de determinadas instancias de producción y 
control, y son sugeridas a los individuos –entendidos como consumidores de su 
propio tiempo libre– por medio de estímulos publicitarios procedentes tanto de 
empresas privadas como de instituciones públicas.7 
 
Conviene subrayar aquí la dimensión espacial y, sobre todo, temporal del hecho 
turístico. El hecho turístico se inscribe dentro de una sociedad que valora la 
movilidad espacial, el desplazamiento, como uno de los mecanismos esenciales de 
los que depende la realización personal. Cada individuo se valora y es valorado en 
gran medida en función de cantidad y excepcionalidad de los sitios en qué ha 
estado, es decir de su cuentapersonal de países y ciudades de los que puede decir 
«los conozco». Por otro lado, sin duda el turismo funciona ante todo como un uso 
cualificado del tiempo de ocio, y es específico –por supuesto– de las sociedades 
industrializadas, definidas por una vivencia del tiempo basado en el culto a la 
producción y por la serialización y la mercantilización de lo temporal, así como por 
la dicotomización brutal entre tiempo productivo y tiempo no productivo. La 
realidad vivida tiende cada vez más a cronificarse : ese tupido entramado de 
horarios, turnos, agendas, plazos, etc., que se colocan bajo el despotismo de los 
ritmos sincronizados y los procesos calculables, que obedecen a la lógica 
implacable de los calendarios y los relojes. El tiempo, así racionalizado, se divide 
en grandes bloques pautados y planificables de los que no es posible escapar, en 
los que el tiempo libre debe dejar de serlo inmediatamente y no cabe pretexto 
alguno para el «tiempo muerto».8 El tiempo es de trabajo, de ocio o de descanso. 
El primero de ellos no ha dejado de disminuir y se calcula que hoy no ocupa 
mucho más del 15 % del tiempo total de un asalariado o de un estudiante. El resto, 
descontándole el de descanso, es tiempo de un ocio cada vez más monitorizado, 
que es ya una fuente fundamental de riqueza, comparable incluso con la que 
genera el trabajo productivo. Ese tiempo inicialmente concebido para la expansión 
y el crecimiento personal está hoy fuertemente mediatizado no sólo por las 
prácticas asociadas al consumo de masas, sino también por las instituciones que 
organizan y fiscalizan la vida, que la instalan en espacios físicos y temporales 
perfectamente delimitados de los que se disuade no apartarse. 
 
Los tiempos presuntamente consagrados al ocio, que en principio se supondrían 
disponibles y no rutinizados, son cada vez más víctimas de lo que algunos autores 
han llamado una cronificación perversa,9 consecuencia mórbida de la propia 
dinámica expansiva de la cronificación, que busca y obtiene el disciplinamiento de 
todos y cada uno de los momentos de la vida humana. Se produce una creciente 
sincronización a nivel planetario, parte de ese proceso que se da en llamar 
mundialización, y que consiste en la aparición de un tiempo público común que 
 
7 Cf. J.-F. Lanfant, Sociología del ocio, Península, Barcelona, 1978, pp. 274-275. 
8 Al respecto, véase J. A. González Saínz, «Una modesta reclamación del tiempo muerto», Archipiélago, 10-11 
(noviembre 1992), pp. 83-87. 
9 R. Ramos Torre, «El desvanecimiento de Cronos : aspectos de la temporalidad en las sociedades actuales», 
en M.J. González Ordovás et al., El malestar urbano en la gran ciudad, Talasa/Fundación Cultural Coam, 
Madrid, 1998, pp. 35-44. 
 4 
rige la proliferación en todas direcciones de redes de comunicación y de 
información que ya cubren la totalidad de la superficie terrestre. 
Contrastando con esa poderosa tendencia a la homogeneización de las rutinas 
temporarias, otra poderosa presión, no menos característica del mundo 
contemporáneo, no menos potencialmente anómica, se ejerce en sentido contrario: 
la heterogeneización, el dislocamiento, la impredictibilidad. A la inversa del 
tiempo homologado a nivel planetario, la incertidumbre de un tiempo hecho 
trizas, descoyuntado, marcado por constantes arritmias, las que representan los 
contratos temporales, los horarios comerciales flexibles, la aceleración de la 
movilidad, las jornadas laborales «a la carta», las intermitencias afectivas, las 
urgencias o ralentizaciones de todo orden.10 La sociedad urbana es cada vez más 
una sociedad temporalmente hipersegmentada. Pasamos así de la experiencia de 
los grandes ciclos y ritmos que unifican mundialmente la vivencia del tiempo a 
todo lo contrario, taquicardias, aleatoriedades e irregularidades en la organización 
temporal que precarizan nuestra seguridad en el futuro inmediato y nos dejan a 
merced del azar. Lejos de las viejas regularidades locales que caracterizaban la 
comunidad premoderna, sometido ora a la homogeneidad absoluta que absorve o 
anonada la identidad, ora a una pluralidad que la hace estallar en mil pedazos, el 
individuo se siente al mismo tiempo atrapado en una colosal máquina 
masificadora y perdido en un laberíntico universo de referencias contradictorias. 
 
En las antípodas de esa estatuación cuantificada del tiempo, tal y como el mundo 
urbano-industrial lo entiende, se encuentra –o así se presenta– el concepto de 
tiempo de fiesta. La fiesta, como el turismo, pueden por ello presentarse como 
expresiones de lo que Krzystof Pomian llama tiempo cualitativo,11 distinto y 
alternativo del tiempo impuesto desde la razón política e industrial, asociable una 
actividad que se presume liberadora y catárquica, a la vez que sutilmente 
normativizadora, lugar en realidad en el que se despliegan formas eficaces de 
acción social y de ideología cultural. De ahí también la complementariedad que, 
bajo la apariencia de diferencialidad, busca el tiempo turístico. Hace falta tan sólo 
una observación sencilla del tipo de repertorios que suelen ofrecérseles a los 
practicantes del peregrinaje turístico, para dar con lo que se anda buscando: el 
reencuentro inconsciente con esa unidad que la vida moderna habría sacrificado 
en el altar de la razón práctico-instrumental, todo lo asociable con lo auténtico, lo 
profundo, lo perenne, en un mundo dominado por lo falso, lo banal, lo efímero. 
Como se apuntaba en la presentación de un número especial dedicado a los 
tiempos urbanos de Les Annales de la Recherche Urbaine, «para los funcionarios 
del patrimonio cultural [la temporalidad] es continua, acumulativa y simbólica».12 
Es en la «cultura» y en lo «cultural», del arte a la tradición, de la historia a la 
arquitectura, donde puede darse con la confirmación de toda identidad colectiva, 
política o socialmente determinada, con la evidencia palpable de toda esencia 
supuesta a una comunidad humana, allí donde ésta encuentra los signos externos 
y las pruebas de su calidad y grandeza. A su vez, el turista cultural es aquél que 
entra en contacto con expresiones literales de verdad, de autenticidad, 
manifestaciones sagradas de una totalidad trascendente e inefable –la Cultura, la 
Historia, el Arte...–, que permite extender a capas cada vez mayores de la 
 
10 F. Godard, «À propos des nouvelles temporalités urbaines», Les Annales de la Recherche Urbaine, 77 
(1997), pp. 7-14. 
11 K. Pomian, El orden del tiempo, Júcar, Gijón, 1990, passim. 
12 P. Lassave y A. Querrien, «Emploi du temps», Les Annales de la Recherche Urbaine, 77 (1997), p. 4. 
 5 
población aquel mecanismo que le había permitido, según Paul Willis, a la cultura 
burguesa, «engañada por su propio enigma», buscar «escapatorias de la alienación 
y el fetichismo..., en el mundo quieto, atacado, pequeño, fuera del tiempo, 
inmutable de los objetos auráticos».13 
 
Pocas dudas pueden caber acerca de que el turismo cultural se ha constituido en 
lugar privilegiado en el que operar análisis acerca de cómo las sociedades humanas 
se presentan ante otras sociedades y ante sí mismas. Como ámbito específico de la 
manera como se configura hoy espacio-temporalmente el mundo, el turismo 
cultural es una industria cuya materia prima es la representación dramatizada y en 
extremo realista, de cualidades que se consideran de algún modo inmanentes a 
determinadas agrupaciones humanas de base territorial –ciudades, regiones, 
países–, reificación radical de lo que de permanente y substantivo pueda presumir 
una entidad colectiva cualquiera. Por otra parte, los objetivos total o parcialmente 
presentados como de índole «cultural» dignifican, elevan, por así decirlo, una 
práctica social amenazada por el descrédito de lo trivial. La marca cultural permite 
al desplazado por motivos de ocio rescatarse a sí mismo del infierno de la 
vulgaridad, le lleva a un reencuentro con el turismo pioneroy todavía puro de los 
románticos del XIX, lo salva de lo que podría percibirse como el adocenamiento de 
los turistas de «sol y playa». El turista culturalmente redimido obtiene un rango 
superior en las jerarquías basadas en la posesión de capital simbólico y le permite 
justificar ante sí mismo y ante los demás el viaje realizado a partir de la dignidad 
de los sitios de Cultura que ha visitado y hasta de los recuerdos que allí mismo ha 
comprado y que ostentará en público más tarde. 
 
 
 
2. Religión oficial y turismo de estado 
 
 
Para los antropólogos resulta ciertamente comprometido hablar de cultura. 
Cuando lo hacen es para aludir a aquello que definen como su objeto de 
conocimiento, puesto que la suya es la «ciencia de la cultura», con lo que es 
habitual que provoquen más de un malentendido. Para ellos el término en 
cuestión es la categoria operacional en torno a la que vertebran sus explicaciones. 
Esta noción de cultura –que impregna también un buen número de trabajos 
historiográficos– puede inspirarse ya sea en una fuente ilustrada –la cultura como 
elemento distintivo del ser humano con respecto de la naturaleza–, ya sea 
adoptando el referente romántico-idealista –la cultura como configuración 
idiosincrática singular y coherente que da personalidad a un grupo humano.14 A 
partir de ahí, los antropólogos e historiadores al hablar de cultura, y en función de 
la estrategia a la que estén adscritos, pueden aludir al universo ideacional de las 
pautas y los valores que singularizan a un grupo humano, al conjunto de las 
tecnologías materiales e ideológicas de que una sociedad se dota, a una instancia 
social compleja que se supone autónoma o, en general, a la capacidad 
 
13 P. Willis, «La metamorfosis de mercancías culturales», en M. Castells et al., Nuevas perspectivas críticas en 
educación, Paidós, Barcelona, 1994. p. 186. 
14 Para una genealogía de estas dos concepciones de cultura, me remito a V. Hell, La idea de cultura, FCE, 
México DF., 1986. 
 6 
simbolizadora humana.15 En sociología, y desde perspectivas marxistas –Raymond 
Williams, Thompson, Willis–, se ha constituido en las últimas dos décadas una 
especialización en estudios culturales, interesados en los procesos de producción 
de cultura de las clases subalternas en las sociedades urbano-industriales. 
 
De espaldas a todas esas concepciones holísticas de cultura empleadas desde las 
ciencias sociales, el uso convencional del término cultura es muy distinto. La idea 
más frecuentada de cultura –aquélla a la que se hace referencia cuando se habla, 
por ejemplo, de turismo cultural– se dirige más bien a un campo difuso, pero 
supuestamente exento, en el que se integran de manera poco clarificada toda una 
retahíla de producciones para las que se consensúa una puesta en valor especial. 
En realidad, este concepto estandarizado de cultura se conforma y actúa a la 
manera de lo que los antropólogos entienden por sistema cultural, es decir un 
sistema de significados compartidos, expresados en un orden de representaciones 
y comunicables por medio se símbolos. En él se verían integradas personas, 
actividades y productos que reciben su homologación en tanto que materia 
cultural a partir de juicios emanados por una casta especial constituida por 
personas consideradas autorizadas o entendidas. Además, el espacio de «lo 
cultural» genera últimamente no sólo discurso a propósito suyo, sino actuaciones 
públicas o privadas de calado a las que se alude como política, iniciativa, 
financiación, gestión, promoción «cultural», que centran a su vez la actividad de 
departamentos, concejalías, ministerios, asociaciones, direcciones generales... 
«de Cultura», o de industrias, agentes, gestores, empresas, servicios, consumos, 
sectores... igualmente «culturales», que se desarrollan en tiempos o espacios que 
se presentan como equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, 
plataformas, territorios... no menos «culturales». 
 
En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como 
«culturales» se insinúa intento alguno por establecer qué significa la palabra 
cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad 
absoluta. En la práctica, lo que es incorpora a este territorio presumido como 
segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las 
revistas especializadas llamadas «culturales», o las secciones o suplementos «de 
cultura» de la prensa periódica : libros, artes plásticas, pensamiento, música 
clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos.16 
Esta idea se corresponde bastante bien con la de «cultura de élites», que a partir 
de ahora designaremos como Cultura, con mayúsculas, para distinguirla de otras 
expresiones culturales de amplia aceptación por parte del público en general, y que 
suelen agruparse bajo el capítulo también poco claro de «cultura de masas», cuyas 
manifestaciones más despreciables serían lo kitsch, lo hortera, lo cursi, lo snob, 
etc. Esa dicotomía puede manifestarse en otras. Jordi Busquets ha sugerido 
algunas: calidad versus cantidad, elegancia versus vulgaridad, creación versus 
 
15 Cf. C. Esteva Fabregat et al., Sobre el concepto de cultura, Mitre, Barcelona, 1985, y J.S. Kahn, ed., El 
concepto de cultura, Anagrama, Barcelona, 1978. 
16 Un ejemplo de la confusión que suele rodear el concepto de «cultura» lo tenemos en el recientemente 
publicado Llibre blanc de la cultura (Edicions 62, Barcelona, 1999), a través del cual el Partit dels Socialistes 
de Catalunya establece sus propuestas en ese capón. En la presentación la palabra «cultura» se emplea de una 
manera errática y contradictoria. No obstante, a la hora de las concreciones sectoriales, los ámbitos 
contemplados en el propio índice de la obra están mucho más claros : artes plásticas y visuales, creación 
literaria y edición, artes escénicas –teatro, danza, circo–, música, museos y patrimonio mueble, patrimonio 
documental y archivos, culturas populares y tradicionales... 
 7 
producción, conocimiento versus ignorancia.17 Tales contrastes se podrían asociar 
a una a tipología ya consagrada, que viene sirviendo para clasificar a las personas 
en función de sus gustos: highbrow («cejas altas»), middlebrow («cejas medias» y 
lowbrow («cejas bajas»). La Cultura se identificaría con los gustos de la gente 
higbrow, y se opondría, siguiendo ahora otra no menos citada tipología a la 
masscult o cultura vulgar –producciones superficiales, pobres formal y 
simbólicamente–, pero no menos a la midcult, formada por productos 
pseudocultos, pretenciosos, afectados, que cautivan a la pequeña burguesía y a los 
intelectuales postizos.18 También podrían plantearse este tipo de oposiciones en 
términos de Cultura como «lo extraordinario», lo «excepcional», en cierto modo 
«lo sagrado», en contraposición a lo ordinario, lo cotidiano, la experiencia del cada 
día. 
 
Entre las producciones por lo general indignas de ser incluidas en el «Cultura» se 
pueden mencionar la música ligera, el teatro para el gran público, los deportes, el 
cine comercial, los best-sellers editoriales, las producciones destinadas a ser 
difundidas por radio o televisión, etc.: creaciones que son consideradas desde los 
centros de homologación de lo que es y no es cultural como frívolas, y por tanto 
netamente inferiores. Otras elaboraciones culturales, como el cine clásico de 
Hollywood, la fotografía, ciertos grupos de rock o cantautores, los comics, el circo, 
el music-hall, entre otras, reciben un estatuto ambiguo o fluctuante. A todo ello 
habría que añadirle aquellas expresiones culturales atribuidas en origen a las 
«clases populares», al «pueblo» o, en una clave más marxista, a las «clases 
dominadas» o «subalternas» que, según los expertos, ilustran la auténtica verdad 
de la gente, aquello que no ha sido contaminado ni pervertido por la alienación de 
lacultura de masas o por el imperialismo cultural norteamericano. Se trata de lo 
que ha sido etiquetado como «cultura popular y tradicional» y que no es sino lo 
que hasta ahora había recibido el nombre de folklore, que, a pesar de su humilde 
procedencia, aparece asiduamente catalogándose como Cultura. Este diagnóstico 
sobre la dignidad de las «obras de cultura» suele remitir al grado de especulación 
formal presente en ellas, aunque no por fuerza. Ni que decir tiene que existe un 
considerable terreno intermedio entre lo que entendemos por Cultura y lo que 
entendemos por cultura, y también que la compartimentación entre tales ámbitos 
es lábil, de manera que podemos contemplar como los objetos de un estrato pasan 
a veces al contiguo y ven aumentar o disminuir su cotización en función del 
sentido en que se produce el traspaso. Una maquinilla de afeitar expuesta en una 
exposición sobre diseño en un gran centro cultural es alta cultura; un aria de Verdi 
interpretada en un estadio de fútbol es cultura de masas.19 
 
Los criterios del gusto personal son los que le permiten a los individuos ejercer 
una adhesión a cada uno de los niveles en que –aunque sea de manera grosera 
pero operativa– pueden ser divididas las producciones estéticas o intelectuales, de 
los cuales sólo el más elevado aparece como merecedor de una plena legitimación. 
 
17 J. Busquets, El sublim i el vulgar. Els intel.lectuals i la «cultura de masses», Proa, Barcelona, 1998, p. 185. 
18 En catalán existe un término específico para la midcult : cultureta, es decir «culturita», un diminutivo que 
indica no tanto trivialización de la Cultura sino más bien mezquinización, empequeñecimiento. 
19 La súbita, casi milagrosa, dignificación cultural de un producto puede venir dada tan solo por su ubicación. 
En el otoño de 1999 coincidieron tres acontecimientos que ilustran a la perfección ese fenómeno : la exposición 
de motos en el Guggenheim de Bilbao, la de diseño y música discotequeros en el Centro Gallego de Arte de 
Santiago de Compostela y la celebración del Campeonato de Catalunya de Boxeo en la sala Metrònom de 
Barcelona. 
 8 
Estas orientaciones del gusto personal, tienen una doble virtud ordenadora. Es 
cierto que por un lado reflejan con bastante exactitud la división social en clases 
económicas, pero al mismo tiempo generan un entramado social paralelo a partir 
de su capacidad taxonómica propia, que permite que las personas se enclasen a 
partir de su grado de adscripción a los énfasis de cada uno de los estratos 
culturales reconocibles. Es esto lo que nos permite hablar de personas de más o de 
menos «cultura», o de un nivel cultural más o menos distinguido, conectando 
entonces la idea de Cultura como conjunto de las elaboraciones provistas por 
artistas y creadores con aquella otra que se refiere a la globalidad acumulada de 
los conocimientos enciclopédicos, y que, descalificando las pretensiones del 
autodidacta, suele requerir un reconocimiento de nobleza que únicamente las 
titulaciones académicas pueden certificar. 
 
Este valor clasificador de los individuos a partir de su adhesión erudita es la que 
delata el origen etimológico del valor «cultura», en la acepción latina de cultura, 
es decir cultivo o aprovechamiento de la tierra, pero también del cuerpo y del 
alma. La cultura se asimila aquí a la Bindung de los idealistas alemanes –Goethe, 
Hegel, Schiller...–, es decir a la formación intelectual, estética y moral del ser 
humano, aquéllo que le permite vivir plenamente su propia autenticidad. La 
diferencia que se produce entonces entre una persona que mediante la exquisitez 
de sus aficiones de tiempo libre participa de los estratos aceptados como más 
sofisticados de la Cultura con respecto de aquella otra que mantiene una relación 
escasa o nula con tales planos será del tipo crudo-cocido o salvaje-domesticado, 
siendo la materia a condimentar el espíritu de cada cual. Es esto lo que permite 
hablar de sujetos más o menos cultivados, para dar a entender su grado la 
proximidad a un estado de naturaleza no trabajada y, en consecuencia, para 
justificar una valoración más baja ; esa valoración, por cierto, que les coloca como 
naturalmente en el lugar entre los sectores sometidos de la sociedad en que suelen 
encontrarse prácticamente siempre.20 Éste, el individuo «sin cultura», «de poca 
cultura», «con un nivel cultural bajo», etc., se apartaría de un orden simbólico 
considerado como el más legítimo y legitimados de todos y se vería abocado a 
generar sentimientos de «infracción, error, torpeza, privación de códigos, 
distancia, conciencia avergonzada o atribulada de esta distancia o de estas 
faltas».21 Tal jerarquización de los seres humanos en función de su grado de 
contacto con la Cultura es lo que Pierre Bourdieu ha traducido en términos de 
capital cultural, cuya posesión debe ser proclamada por medio de la frecuentación 
de actividades y lugares culturales, tales como exposiciones temáticas o de arte, 
salas de cine selectas, teatros, auditorios, etc. El beneficio simbólico, lo que 
Bourdieu llama la rentabilidad cultural, se obtendrá no sólo en la comunión casi 
mística con el objeto «de arte y cultura» dado en cada actividad, sino muchas 
veces a posteriori «de las conversaciones que mantendrán con respecto a la 
misma, y mediante la cual se esforzarán por apropiarse una parte de su valor 
distintivo».22 
 
20 La antropóloga Maria A. García de León fue responsable a mediados de los 90 de un curso de doctorado en 
la Universidad Complutense cuyo título era precisamente «Culto/Inculto». Su objeto era contemplar tal 
desglose como un instrumento-coartada al servicio de la práctica de la hegemonía social y política. Una 
síntesis de los contenidos de esa asignatura puede encontrarse en M.A. García de León, «Culto/Inculto. 
Análisis de las estructuras de diferenciación y jerarquización socioculturales», Revista Complutense de 
Educación, VIII/2 (1997), pp. 194-209. 
21 C. Grignon y J.-C. Passeron, Lo culto y lo popular, La Piqueta, Madrid, 1992, p. 41. 
22 P. Bourdieu, La distinción. Claves sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1992, p. 266. 
 9 
 
La función social de la Cultura como ámbito específico juega pues un doble papel. 
Como acabamos de ver, distingue a quienes se relacionan con sus objetos, 
ordenándolos verticalmente en función del grado de frecuencia o/y de intensidad 
de ese contacto. De hecho, el contacto masivo con la Cultura supone una especie 
de crítica de masas a la cultura de masas, una paradoja que Umberto Eco ya había 
enunciado como «una crítica popular de la cultura popular».23 Pero al mismo 
tiempo que segrega del resto a quienes se acercan devotamente a ella para recibir 
su bendición, la Cultura los homogeneiza, puesto que los reúne, los agrupa, los 
hace comulgar con otros muchos con ese mismo objeto cultural que disfrutan. La 
dialéctica de los usos culturales implica singularización, puesto que diferencia a 
unos individuos de los demás por su adscripción a los valores llamados 
«culturales», pero también masificación, dado que opera el agrupamiento de un 
público a veces numerosísimo alrededor del asunto cultural distinguido y 
distinguidor.24 
 
Esta condición dialéctica, con su falso aspecto de paradoja, reclama otra pista 
etimológica: la que hace del cultor latino no solo un «labrador» sino también un 
«adorador» o persona que rinde homenaje a los dioses. En efecto, la palabra 
cultura está igualmente asociada con la noción de culto como práctica de la 
religión. Esto sería adecuado a la conceptualización que antes hacíamos de la 
Cultura en tanto que sistema cultural, en la medida que justamente ha sido la 
religión uno de los ejemplos que mejor ha patentizado los dinteles de poder que 
pueden alcanzar ciertos sistemas de representación, basados en símbolos 
sacramentados. Más en concreto, toda idea de cultura es inseparable de su propia 
génesis teológica, que fundamentacon argumentos santificadores la ya 
mencionada dicotomía crudo-cocido, y que resulta comprensible sólo a partir de 
su deuda conceptual con lo que la escolástica cristiana concibió como el Reino de 
la Gracia, como dominio opuesto al Reino de la Naturaleza.25 Más en concreto, la 
noción de cultura que estamos manipulando todos –incluyendo ahora a los 
propios antropólogos– no constituye sino una transformación laica fácilmente 
reconocible de aquel desplazamiento en la idea de gracia que en el siglo XIII opera 
la escuela franciscana, diferenciando la gracia creada del habitus o gracia 
otorgada, para denotar el resultado de la capacidad humana de producir este don 
o auxilio para la salvación a partir de sus propios méritos. 
 
La Cultura, en el sentido de «las artes y las letras», no hace otra cosa que 
reconocer esta base mística de la idea general de cultura que manipulamos. El 
terreno se traslada ahora a la manera cómo esta gracia, interpretada en tanto que 
Cultura universal, se distribuye y cómo los individuos participan de ella, y así se 
salvan, a partir de sus gustos artísticos e intelectuales. Ubicada en un nivel 
máximo de abstracción, la Cultura es entonces comprendida como parte de una 
esfera de algún modo sobrenatural a la que se rinde –y la expresión cobra un 
sentido doblemente literal– culto por parte de una minoría de elegidos: el público 
 
23 U. Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Lumen, Barcelona, 1968, p. 13. 
24 Ese doble movimiento, ha sido advertido por Armet Huet en sus comentarios sobre las políticas culturales 
en la ciudad francesa de Rennes : «De la démocratisation de la culture à la diversité créatrice», Les Annales de 
la Recherche Urbaine, 70,(1996) pp. 4-26. 
25 Cf. G. Bueno, «La génesis de la idea metafísica de cultura», en El mito de la cultura, Prensa Ibérica, 
Barcelona, 1997, pp. 117-146. 
 10 
consumidor de Cultura como idéntico a un nuevo pueblo de Dios. La celebración 
de la Cultura se comporta entonces igual que lo haría cualquier otro aparato de 
numinización asociado a una entidad metafísica que se presenta como eterna y 
universal. Sus actos públicos –exposiciones, conciertos, representaciones 
teatrales, conferencias...– funcionarían como liturgias que escogen espacios –
teatros, auditorios, bibliotecas, ateneos, museos o territorios llamados 
elocuentemente salas, casas o centros de cultura– que apenas si disimulan su 
vocación de auténticos templos en los que la Cultura protagoniza sus hierofanías, y 
que encuentran en los monumentales «centros de cultura» de las grandes 
ciudades su versión catedralicia. Al símil religioso de la catedral medieval se le 
podría añadir la analogía con el santuario, entendido como lugar dónde se 
guardan imágenes veneradas o reliquias santas, y que se constituye en una 
actividad que no debería dudarse de denominar peregrinación.26 
 
En función de esta tipificación en tanto que religiosidad implícita, los gestores o 
especialistas culturales se constituirían en miembros de una especie de clericato, 
profesionales cuya función sería administrar tanto espiritual como materialmente 
todo lo relacionado con lo sagrado cultural. De igual manera, las figuras del 
artista, el intelectual o del creador corresponderían entonces a las de personajes 
que han sido literalmente poseídos por la Cultura, concebida como instancia 
sobrehumana que se manifiesta, que puede ser interpelada y que se encarna en 
ellos o los convierte en instrumentos vicariales de su acción. Su papel es entonces 
el de mediadores –funcionariales en el primer caso, carismáticos en el segundo– 
que comunican instancias que, de no ser por ellos, permanecerían aisladas unas de 
otras, y que son la Cultura por un lado y, por el otro, la vida ordinaria de los 
simples mortales, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de las que 
habla la teología católica, las imágenes u objetos que le hacen posible al pueblo fiel 
concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales. La relación entre esos 
dos niveles –variante del viejo desglose sagrado/profano– es, en cualquier caso, 
siempre vertical, es decir de arriba a abajo. Tanto los oficiantes como el público –
el nuevo fielato– de la Cultura son receptáculos pasivos de la actividad 
pentecostal, por así decirlo, de un nuevo Espíritu Santo, que desciende sobre ellos 
como las lenguas de fuego del episodio neotestamentario. 
 
A pesar de ello, y siguiendo la analogía, la Cultura no puede limitarse a devenir 
una práctica elitista que restrinja los beneficios de su acción salvífica, a la manera 
del predestinacionismo calvinista. Debe tener expresiones que evoquen lo que se 
presenta como religiosidad popular implícita, fórmulas de piedad accesibles 
incluso para lo que antes fue la «gente sencilla» y hoy suele denominarse «gran 
público». Pasando por alto la mera dimensión comercial e industrial de esta 
popularización de la Cultura, esta modalidad de religiosidad implícita supone la 
generalización de la acción purificadora de lo que se presenta como actos y 
prácticas culturales. En este caso, la tarea de los difusores-apóstoles y oficiantes 
de la Cultura no puede limitarse al conjunto de los bienes protegidos y mostrados, 
 
26 La analogía es, en cierto modo, literal. La noción central en la mayoría de actividades de masas presentadas 
como «cultural» tiene que ver el criterio de autenticidad que se atribuye a las cosas visitadas-veneradas, ya 
sean objetos de un museo o monumentos históricos. Ese criterio fue el que marcó la aparición del primer gran 
precedente de lo que hoy llamamos «turismo cultural», que gira en torno a objetos cuya presencia otorga 
rango o prestigio al lugar en que se custodian : el comercio de reliquias en la Europa carolingia. Véase el 
artículo al respecto de Patrick Geary en A. Appadurai, ed., La vida social de las cosas, Grijalbo, México DF., 
1983. 
 11 
ni a los servicios ofertados al público desde los equipamientos culturales. La 
exaltación de la Cultura pasa entonces, por plantearlo como hacia Jacques 
Duhamel, el que fuera ministro de cultura francés, por «crear un ambiente», esto 
es generar un clima que es, en cierto modo, clima de santidad, ámbito de 
elevación, lo que hace del turismo cultural una forma desplazado del turismo 
religioso.27 No en vano la orientación última de toda política cultural obedece al 
modelo del ideal democrático que otrora se conociera como «educación popular», 
exacerbación de la lógica que impulsara un día las políticas ateneístas y que hoy 
aspiran a constituirse en referente exclusivo de lo que –tampoco en vano– se da en 
llamar homogeneización cultural. Esta consiste en la disolución de la infinita 
diversidad de las prácticas y usos culturales a través de los cuales se expresan unos 
no menos innumerables universos sociales, todo ello en el marco de una sociedad 
en que la complejidad y la pluralidad no dejan nunca de crecer, una diversidad en 
expansión que amenaza –por la vía del desacato o de la indiferencia– la 
centralización y la unificación de las que depende el control político en las 
sociedades modernas. 
 
Todas estas consideraciones explican por qué es la administración pública la más 
interesada en mantener lo que bien podríamos denominar «gastos del culto», 
consistentes en levantar y mantener los lugares especiales dónde la Cultura 
produce sus epifanías y esponsorizar sus con tanta frecuencia costosas puestas en 
escena. Es más, es esta prioridad en erigir equipamientos culturales –puntos de 
referencia espaciales, polos de atracción devota– lo que está determinando la 
regeneración de paisajes industriales o urbanísticos depauperados y reimpulsar la 
economía de numerosas ciudades en base a la inversión turística de grandes 
capitales internacionales.28 La mayoría de planificaciones urbanísticas 
rehabilitadoras de los últimos años han colocado en primer término la 
importancia de enaltecer«lo histórico», sin disimular a veces los objetivos 
politizadores –centralización, participación, promoción de la identidad– que se 
buscan, como cuando Oriol Bohigas decía en unas jornadas sobre los centros 
históricos : «Nuestras ciudades necesitan una doble intervención simultánea y 
coordinada : rehabilitar el centro histórico, actuando a fondo, y dar “centralidad” 
–urbanidad, identidad, monumentalidad, espíritu colectivo, participación 
política– a la periferia».29 La capitalización estatal de los beneficios redentores de 
la Cultura es todavía más evidente en los macroespectáculos culturales periódicos 
o excepcionales, a la manera de los grandes festivales o las capitalidades culturales 
europeas, en los que se confirman las tendencias teatrocráticas que experimentan 
en la actualidad las instituciones políticas en todo el mundo.30 
 
La actividad asociada a la Cultura resulta las más de las veces sólo posible por el 
patrocinio de los gobiernos locales, regionales o nacionales, que tienen en los 
 
27 Algo que en casos como el las actividades organizadas en torno al Camino de Santiago puede quedar 
plenamente explicitado. 
28 A la manera como Joseba Zulaika ha advertido en el caso del Guggeheim de Bilbao : Crónica de una 
seducción. El museo Guggenheim-Bilbao, Nerea, Madrid, 1997. A propósito de esta obra, véase el comentario 
de J. de la Haba, «Bienvenido Mister Krens», Archipiélago, 34-35 (invierno 1998), pp. 225-226. 
29 O. Bohigas , «La reconstrucció de la ciutat», en B. Gabrielli et al., La ciudad històrica dins la ciutat, 
Ajuntament de Girona/Universitat de Girona/Fundació la Caixa, Girona, 1997, p. 163. 
30 La vocación de los grandes monumentos culturales de devenir instrumento de loa al poder político que los 
encarga puede tener exponentes tan claros como el caso de el Teatro Nacional de Catalunya y del Auditorio, en 
Barcelona, situados uno junto al otro para expresar, en términos de grandeza faraónica, la competencia entre 
los gobiernos de la Generalitat de Catalunya y el Ayuntamiento de Barcelona. 
 12 
resultados de tal mecenazgo uno de los elementos de ostentación más 
importantes, el argumento principal del que depende su imagen pública, marca de 
grandeza que exhibe ante propios –sus ciudadanos– y extraños –los visitantes, 
aunque también las otras administraciones con las que, en este dominio, no deja 
nunca de competir. El cultural es, no se olvide, un turismo que se caracteriza 
porque sus objetos de atención suelen ser o muy baratos –las entradas a los 
centros culturales o los museos– o totalmente gratuitos –catedrales, edificios 
singulares, paisajes, monumentos–, precisamente por su condición de haber sido 
dispuestos o conservados por la administración pública. En otras palabras, a pesar 
de que se hable de mercado o negocio cultural, o de que genere a su alrededor 
prácticas de merchandising y de marketing, la actividad asociada a la Cultura es, 
al menos en primera instancia, casi siempre deficitaria. La inversión institucional 
en el capítulo cultural no suele revertir beneficios económicos por la vía directa, 
aunque beneficie a los proveedores privados de servicios que convoca en torno 
suyo, como son la hostelería, la restauración, los transportes, etc., a la vez que 
dinamiza la creación de nuevas infraestructuras, con el movimiento económico 
que ello conlleva. Por el protagonismo que las instituciones políticas asumen en su 
promoción, del turismo cultural bien se podría decir que es una forma de lo que 
deberíamos llamar turismo de Estado, en el sentido de que son las instancias 
oficiales las encargadas de patrocinarlo y de invertir en su promoción, pero 
también las que obtienen el grueso de sus beneficios, beneficios económicos que le 
llegan indirectamente por la vía impositiva, pero beneficios que sobre todo se 
miden en términos de prestigio y reconocimiento. 
 
En una palabra, la institucionalización política de la cultura –y su consecuente 
funcionarización– hace de ella en la actualidad no únicamente un nuevo culto más 
entre los que caracterizan el proceso de repaganización que experimenta la 
sociedad tardocapitalista, sino, como se encargó en su día de advertirnos Marc 
Fumaroli,31 la auténtica nueva modalidad que ha adoptado hoy y entre nosotros la 
vieja figura de la religión de Estado. Esa visibilización grandiosa del poder político 
es lo que da pie a lo que algunos autores han llamado un quinto poder,32 destinado 
en cierto modo a restituir lo que en su día fue la antigua autoridad de las iglesias y 
las castas sacerdotales. 
 
 
 
3. Cultura, ocio y realidad virtual 
 
 
 
En el marco de las formas actualmente en curso a través de las cuales se nos 
obliga, como sea, a librarnos de nuestro tiempo libre, nada más cerca de un 
equipamiento cultural que un parque de atracciones. Es cierto que acabamos de 
ver cómo las grandes instalaciones culturales –Domus de A Coruña, Kursaal, de 
San Sebastián, Guggenheim de Bilbao, Macba de Barcelona...– se constituyen en 
templos en que se oficia la religión oficial de los estados modernos, con lo que 
 
31 M. Fumaroli, L´État culturel. Essai sur une religion moderne, Éditions de Fallois, París, 1992. Una aportación a la 
línea crítica inaugurada por Fumaroli aparecida muy recientemente es M. de Saint-Puigent, Le Gouvernement de la 
culture, Gallimard, París, 1999. 
32 Cf. C. Mollard, Le Cinquième Pouvoir. La culture et l´Etat de Malraux à Lang, Armand Colin, París, 1999. 
 13 
penetrar en ellos exige del visitante la misma austeridad y recogimiento que se 
debe observar en cualquier lugar sagrado. Nada de casual hay en ello, puesto que 
se representa ahí uno de los aspectos más exigentes y menos mundanos de los 
modernos cultos culturales. En cambio, el parque de atracciones es un espacio 
todo él destinado al estímulo de sensaciones en absoluto sofisticadas, al que se 
acude para recibir gratificaciones inmediatas que no requieren ningún esfuerzo de 
atención y que no exigen –antes bien lo contrario– la mínima discreción en las 
conductas. 
 
A pesar de esa enorme distancia aparente, el equipamiento cultural y la feria 
mantienen entre sí algunas analogías importantes. En primer lugar, por la propia 
naturaleza festiva de toda actividad asociada al ocio de masas y al turismo. Luego, 
y sobre todo, porque los parques de atracciones, además de instalaciones en las 
que se juega a destruir por unos momentos la estabilidad de la percepción y a 
buscar un cierto vértigo, suelen, no en vano, incluir espacios destinados a 
exposiciones, auténticos museos paródicos dedicados en este caso a cosas 
caracterizadas por un tipo particular de anomalía que las hace sorprendentes, 
raras, extraordinarias... Esta consideración se asigna a objetos que han sido 
considerados, siguiendo la tipología propuesta por Dan Sperber en un memorable 
trabajo sobre las anomalías clasificatorias animales,33 bien híbridos –los 
autómatas–, bien monstruos –los fenómenos humanos que se exhibían antes en 
las ferias o las imágenes de uno mismo que se reflejan en las salas de espejos 
cóncavos y convexos–. Los objetos excepcionales que se exhiben en los museos, en 
los festivales artísticos o en los equipamientos culturales, igualmente 
sobreabundantes en significado, también entrarían dentro de esa caracterología de 
los accidentes taxonómicos, sólo que Sperber hubiera reservado para ellos la 
etiqueta de perfectos, es decir ideales, sin mácula, impecables, modélicos, etc. El 
público que asiste a la feria o que se presenta ante los altares de la Cultura es 
invitado a llevar a cabo dos operaciones simétricas pero idénticas en el plano 
lógico-formal : colocarse ante cosas que han sido previamente puestas entre 
comillas y que suscitan bien la más absoluta circunspección ante una perfección 
monstruosa, o bien la risa o el escalofrío ante una monstruosidad perfecta. El gran 
equipamiento cultural no hace, en definitiva, sino trasladara un nivel 
trascendente –se guardan allí restos o testimonios de una autenticidad perdida o 
lejana– la misma substancia –lo raro, lo excéntrico– que la feria desplaza al 
campo de la irrisión y la parodia, como si se tratase de dos formas alternativas, y 
en el fondo indisociables por complementarias, de integrar lo aberrante, la 
excepción, la desmesura. 
 
No es esta la única afinidad entre la feria y los lugares en que se encarna la 
Cultura. El parque de atracciones es, sobre todo, un campo cerrado en que 
ilusiones terribles o maravillosas pueden hacerse realidad. En este espacio acotado 
las posibilidades que el pensamiento intuye, pero de las que la realidad cotidiana 
no ha sido, ni es, ni será nunca proveedora, cobran carta de naturaleza, reciben el 
excepcional derecho de existir. Es así que de los parques de atracciones y de las 
ferias se podría decir lo mismo que, siguiendo a Merlau-Ponty, Pomian sugería de 
las colecciones y los museos: su función de servir de vínculo entre lo visible y lo 
 
33 D. Sperber, «Pourquoi les animaux parfaits, les hybrides et les monstres sont-ils bons à penser 
symboliquement?», L´Homme, XV/2 (abril-juny 1975), pp. 5-34. 
 14 
invisible, es decir, en otros términos, entre mundo y pensamiento.34 De pronto, en 
una sociedad en que los automóviles tienen terminantemente prohibido colisionar 
entre sí, se hace real la imposible alucinación de un sitio –los autos de choque– en 
los que la única cosa que pueden hacer los vehículos que por allí circulan es topar 
convulsivamente. Las ferias asumen también el encargo de escenificar como si 
fuesen reales los imaginarios que el folclor contemporáneo ha ido forjando, sobre 
todo desde el cine, que no en vano arranca y vuelve hoy en sus últimos 
experimentos como una atracción de feria más: las naves espaciales, las 
diligencias, los bólidos, los barcos piratas de los tío-vivos, en sus formas más 
ingenuas, o las modernas técnicas de realidad virtual, para referirnos a las 
expresiones más sofisticadas y últimas de este mismo principio de virtualización. 
También se trata de encarnar auténticos escenarios de este mismo imaginario 
colectivo, una tendencia que apuntaban los castillos encantados y los túneles del 
terror y que la moderna industria del ocio ha amplificado hasta la desmesura bajo 
la forma de los actuales parques temáticos, en los que el visitante puede 
trasladarse físicamente al Salvaje Oeste, al Castillo de Blancanieves, a la Guerra de 
las Galaxias o a los paisajes de las Mil y Una Noches. 
 
Si nos fijamos, los sagrarios culturales operan exactamente igual. Bajo su seriedad 
litúrgica lo que se pretende en ellos es que ciertas realidades presumidas como 
incontestables y poderosas, pero nunca vistas en realidad y sólo intuidas por la 
recurrencia y la autoridad con que son invocadas, pueden hacerse realidad ante 
nosotros, aparecer literalmente como verdades materiales que incluso se podrían 
tocar si las medidas de seguridad no nos lo impidiesen. Todo museo o centro 
cultural es inevitablemente un lugar de evasión, igual que los parques de 
atracciones, no porque ambos sean espacios de ocio, sino porque uno y otro están 
repletos de objetos concebidos para cambiar de realidad, para huir de lo cotidiano 
y para procurar un viaje casi místico hacia los territorios de lo inefable, lo ucrónico 
y lo legendario. De pronto, los museos de Bellas Artes nos demuestran, en efecto, 
que la Belleza tiene domicilio estable. Los museos de Artesanía Popular hacen 
evidente que la Tradición es algo más que una entelequia o un simple look. La 
Identidad puede recibir su consistencia de museos que se presentan con 
frecuencia como de Historia Nacional, donde los rasgos nacionales o étnicos son 
expuestos como cosas realmente reales y obtienen los términos de su legitimidad. 
Los museos de Antropología y de Etnología suelen estar ahí para brindarnos una 
imagen de lo exótico y de lo humano salvaje que responda a nuestras expectativas 
al respecto. Los restos arqueológicos reciben la no menos estratégica tarea de 
confirmar que nuestro presente ya estaba de algún modo en el pasado. Las 
demostraciones en vivo de la Cultura Popular y Tradicional sirven para confirmar 
la imagen que el turista se hace de aquellos a quienes visita, que le brindan lo que 
su figuración de lo arcaico esperaba, al tiempo que los lugareños escenifican la 
comedia de su identidad. Los eco-museos en plena naturaleza no hacen sino 
explicitar esa misma voluntad por naturalizar lo mostrado, integrándolo en una 
escenificación «en exteriores» de sus propias condiciones de verdad. Por su parte, 
¿qué sería de la Vanguardia sino fuera por los lugares en que ésta puede practicar 
periódicamente sus piruetas? El proyecto de una macroexposición universal en 
Barcelona para el 2004 –el llamado Fórum Internacional de las Culturas– expresa 
la ambición de poner en escena grandilocuentemente «lo multicultural», 
 
34 K. Pomian, «La colección, entre lo visible y lo invisible», Revista de Occidente, 141 (febrero 1993), pp. 41-50. 
 15 
entendido, claro está, en su sentido más trivializado. Jean Baudrillard se ha 
referido al Centro Georges Pompidou de París como un monumento a la 
«disuasión cultural», que se levanta «sobre un escenario museal que sólo sirve 
para salvar la ficción humanista de la cultura».35 
Los centros urbanos museificados, los edificios públicos singulares, los 
monumentos, los puntos marcados en los mapas turísticos, en los que aparece lo 
que merece la pena ser visto por sus valores históricos o artísticos, implican una 
cartografía en cierto modo mágica, que no es propiamente sincrónica, ni tampoco 
diacrónica, sino más bien anacrónica, puesto que, como ha puesto de manifiesto 
Lévi-Strauss al referirse a los archivos históricos, representa la pura 
ahistoricidad.36 La función de las marcas territoriales «de visita obligada» no es 
distinta que la que desempeñan los documentos antiguos, los objetos de los 
coleccionistas y otros vestigios memorables, que si desapareciesen arrastrarían 
consigo las «pruebas» del pasado, y nos dejarían huérfanos de ancestros y de 
raíces. Su tarea es precisamente esa: constituirse en herencia, en el sentido más 
estricto de la palabra, tal y como la emplearíamos para referirnos a un título 
nobiliario, un acta notarial o una prueba de sangre, sólo que el pasado imaginario 
al que remiten no es su fuente sino la consecuencia de su necesidad. Esos 
testimonios magníficos, hechos de piedra, que se levantan como puntos de 
atracción y referencias espaciales poderosas, son el acontecimiento en su 
contingencia más radical, puesto que le otorgan a la historia una existencia física 
insoslayable. Se podría decir de esos objetos espaciales lo que de aquellos otros 
«objetos singulares» –antiguos, exóticos, folclóricos...– escribía de nuevo 
Baudrillard:37 son signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un 
orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser del esfuerzo 
que se hace en representarlo. Los monumentos y edificios destacados en las guías 
están ahí para significar, y para significar justamente el tiempo, o, mejor, la elisión 
del tiempo. Como objetos de autenticidad tienen lo que los demás puntos que les 
rodean en el espacio no tienen ni seguramente tendrán nunca: la capacidad de 
transportarnos a la infancia, al nacimiento, a la madre, al origen o incluso a vidas 
pasadas, realidades de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a 
la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. 
 
Ha sido Marc Augé quien más agudamente ha percibido esa tendencia a la 
disneylización de las ciudades culturalmente emblemáticas, depositarias de 
connotaciones que las eternizan y las convierten en desembocadura de 
peregrinaciones que siempre encuentran lo que pensaban encontrar. Muchas 
ciudades son ya conglomerados en que se procura hacer compatible una vida civilmás o menos normalizada con una oferta turística en que la forma urbana, sus 
elementos constitutivos y hasta los propios urbanitas buscan parecerse a la imagen 
que de ellos se tiene, a la manera como veíamos que sucedía en el pueblo 
castellano convertido en un típico pueblo andaluz en la película Bienvenido Mr. 
Marshall, de Luís García Berlanga. Augé se imaginaba algo parecido en un París 
del 2025 que había sido adquirido completo por la Compañía Disney para 
convertirlo en una reproducción de sí mismo, que recogía y ordenaba debidamente 
todos los prototipos que le podían ser atribuidos: Disney-Bellas Artes en 
 
35 J. Baudrillard, L´effet Beaubourg. Implosion et dissuasion, Galilée, París, 1977, p. 23. 
36 Cf. C. Lévi-Strauss, El pensament salvatge, Ed. 62, Barcelona, 1985, pp. 279-82. 
37 J. Baudrillard, «El objeto marginal, el objeto antiguo», en El sistema de los objetos, Siglo XXI, México DF, 
1988, pp. 83-97. 
 16 
Mormartre, Disney-Belle Epoque en los grandes bulevares, etc. Apenas nadie vivía, 
ni trabajaba, ni estudiaba en ese París futuro. Sólo había turistas y empleados 
Disney disfrazados de mosqueteros, de sans-coulottes, de bohemios del XIX, de 
existencialistas, de universitarios del 68, etc.38 
 
Como un nudo entre instancias descontectadas –la fantasia y la existencia diaria– 
las ferias y los lugares de la Cultura llevan a cabo la misma tarea de hacer de veras 
real lo que necesitamos creer o lo que otros necesitan que creamos que es real. 
Surge el prodigio de cosas que son al mismo tiempo reales y virtuales. De hecho, la 
puesta en conexión de las ferias y los centros de cultura, los museos o los núcleos 
urbanos museificados no es arbitraria, ni tan solo original. Ya se ha evidenciado 
hasta qué punto estos dos marcos tienen mucho de intercambiable y contamos con 
el análisis de cómo se orientaron con criterios museísticos grandes festivales 
culturales destinados a un público familiar, como fue en gran medida el caso de la 
Expo´92 de Sevilla.39 Llorenç Prats se ha preguntado con lucidez : «¿Qué nos 
impide juzgar también como activación patrimonial un parque de atracciones 
como Port Aventura, ambientado por áreas culturales y dónde muchos de sus 
elementos son auténticos».40 En un sentido inverso pero equivalente, el Domus de 
A Coruña podría ser un ejemplo espléndido de centro museístico concebido a la 
manera de una colosal sala de juegos recreativos. El proyecto de la empresa Disney 
de construir en los Estados Unidos un parque-museo dedicado a divulgar la 
historia de aquel país demuestra lo permeable que resulta el tránsito entre estas 
dos modalidades de espacios protésicos, destinados los dos a prolongar la realidad 
con virtualidades institucionalmente pertinentes. De hecho, en Barcelona, por 
ejemplo, el Barrio Gótico, resultado artificial de las reformas en su casco antiguo a 
principios de siglo, o el Pueblo Español, construido con motivo de la Exposición 
Universal de Barcelona de 1929, ya obedecían a esa misma dialéctica entre 
autenticidad e impostura. En realidad, todas las Exposiciones Universales 
celebradas hasta ahora se han constituido en paradigmas de banalización 
museística y se han consagrado a hacer carne entre nosotros entelequias relativas 
al «progreso humano» -«La Energía», «Los Descubrimientos», «La Navegación»– 
o a supuestas personalidades colectivas -«Japón», «Castilla-La Mancha»...–, en 
montajes basados inevitablemente en estereotipos y lugares comunes. No se 
debería ver en ello un fenómeno específicamente nuevo, sino la repetición de un 
mecanismo ya aplicado en los procesos de transformación de intereses en 
identidades histórico-culturales. Remy cita el caso de la Grand Place de Bruselas, 
construida en el siglo XVII en tres años y únicamente a base de fachadas. Ese 
pastiche se inspiraba en un modelo arquitectónico ya en desuso y sirvió para hacer 
la exaltación de las corporaciones, un modelo de asociación económica en declive 
en aquellos momentos.41 
 
Todo museo o centro de cultura pone de manifiesto los efectos gratificantes de 
cualquier modalidad de coleccionismo: intento desesperado por preservar la 
memoria o invocar la presencia del pasado, o por evidenciar la existencia de lo 
 
38 M. Augé, «La ciudad de ensueño», en El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Gedisa, Barcelona, 
1998, pp. 133-141. 
39 Cf. S. Ventosa, «L´EXPO´92 : Museografia efímera i identitats culturals», Revista d´Etnologia de 
Catalunya (julio 1993), pp. 112-121. 
40 Ll. Prats, Antropología y patrimonio, Ariel, Barcelona, 1997, p. 53. 
41 Remy, op. cit., p. 195. 
 17 
remoto o lo abstracto, siempre como fórmula casi mágica que busca escapar de las 
incongruencias y las inconsistencias de lo concreto cercano. Es en este orden de 
cosas que hay que insertar la lógica representacional que toda exhibición cultural 
ejecuta : los objetos descontextualizados, los paneles explicativos, las 
clasificaciones conceptuales, la narración que va cosiendo lo que se muestra..., 
todos los elementos didácticos, materiales, ideacionales que se ordenan 
cuidadosamente en vitrinas, paneles, montajes, vídeos, diapositivas..., están ahí 
para hacernos disfrutar y aprender, ofreciéndole a no importa qué realidad 
conceptual –el pop-art, la multiculturalidad, la historia de la radio, el románico– 
la posibilidad de una existencia física como entidad continua y sin 
fragmentaciones, ni errores, ni desmentidos, ni contradicciones, conjunto 
coherente, estructura toda ella hecha de materiales de deseo. Se vuelve a cumplir 
la oposición entre la perfección de la sociedad de las representaciones colectivas y 
la imperfección de la verdad morfológica de la sociedad de los humanos. Al orden 
social que constituyen los objetos «de Cultura» se lo podrían aplicar las palabras 
que el propio Durkheim escribiera de la sociedad que constituye el substrato de la 
vida religiosa: «Esa sociedad no es un dato empírico, definido y observable; es una 
quimera, un sueño donde los hombres han acunado sus miserias, pero que nunca 
han vivido en realidad. Es una simple idea que viene a traducir en la consciencia 
nuestras aspiraciones más o menos oscuras en torno al bien, la belleza y el 
ideal».42 
 
También se viene, con todo ello, a darle la razón a Guy Debord, cuando señalaba 
cómo «el consumo espectacular que conserva la antigua cultura congelada llega a 
ser abiertamente en su sector cultural lo que es implícitamente en su totalidad : la 
comunicación de lo incomunicable. Allí la destrucción extrema del lenguaje puede 
encontrarse trivialmente reconocida como un valor positivo oficial, ya que se trata 
de anunciar una reconciliación con el estado de cosas dominante, en el cual toda 
comunicación es jubilosamente proclamada ausente».43 La contradicción entre la 
ritualización banalizadora y la ritualización sacramental se desvela enseguida 
como falsa. A una sociedad que tan poco le ha costado trivializar lo trascendente, 
menos le iba a costar acabar por trascendentalizar lo trivial. Se cumple así la 
lúcida apreciación de Adorno : «La cultura no puede divinizarse más que en 
cuanto neutralizada y cosificada. El fetichismo lleva a la mitología».44 Magno 
espectáculo de la Cultura, que hace el prodigio de convertir en ídolo cuanto 
muestra, que enaltece lo que antes ha sustraído a la vida, que convierte ese saber y 
esa belleza secuestrados en lo que son hoy : al mismo tiempo, un sacramento y una 
mercancía. 
 
42 E. Durkheim, Les formes elementals de la vida religiosa, Edicions 62, Barcelona, 1982, p. 425. 
43 G. Debord, La sociedad del espectáculo, Castellote, Madrid, 1976, p. 128. 
44 T.W. Adorno, Crítica cultural y sociedad, Sarpe, Barcelona, 1984, p. 231. 
	J. Larrosa y C. Skliar, eds, Habitantes de Babel. Política y poéticas de la diferencia, Laertes, Barcelona, 2000, pp. 245-276
	TRIVIALIDAD Y TRASCENDENCIA
	Manuel Delgado