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Retorno a la infancia - Rafael Gómez Pérez

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Índice
 
 
 
 
 
 
Portadilla
Índice
Cita
Dedicatoria
Introducción
Primera parte. Las diversas infancias
1. biología y cultura
2. El descubrimiento de la infancia
Segunda parte. Rasgos de la infancia
3. Cuando aún no se razona
4. Inocencia
5. Clarividencia
6. Se lo creen todo
7. Egoísmo inconsciente
8. La reiteración infantil
9. Niños y animales
10. Juegos de niños
11. Los reyes magos son verdad
Tercera parte. Retorno a la infancia
12. El paraíso perdido
13. Niños y Dios
Cuarta parte. Perennidad de la infancia
14. Ser hijos
15. Aprender a ser niños
16. Visiones de la infancia
Epílogo
Créditos
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«Si no os hacéis como niños,
no entraréis en el Reino de los Cielos».
(Mateo 18, 3)
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«El niño es el padre del hombre».
(WILLIAM WORDSWORTH, 1770-1850)
 
 
Para Emilio; Asier; Diego; Santi, Rocío, Carmen,
Mercedes, Eva y Tito; Cecilia, Cayetana y Clara; Pedro
y Juan; Elías; Mauro y Siro; Juan, José, Cristina
y Jaime; Carlota y Cloe, Teresa y Marta, casi todos
niños, hijos e hijas de buenos amigos y amigas.
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INTRODUCCIÓN
 
 
 
 
 
 
«Maxima debetur puero reverentia».
[al niño se debe el mayor respeto].
(JUVENAL)
 
 
Esto no es un ensayo de psicología evolutiva sobre la infancia, sino sobre la deseable
y posible recuperación en la vida adulta de los valores de la infancia. En la primera
infancia, desde el nacimiento hasta el uso de razón, más o menos hasta los siete años, se
viven un tiempo mágico y decisivo. La primera infancia puede ser la guía para un
consciente y aventurado retorno a esos primeros años, que renueve la vida de los adultos.
Esa es la sustancia de estas páginas.
Sobre esto se han pronunciado, entre otros, quienes son citados en estas páginas:
Wordsworth, Juvenal, Leopardi, Novalis, Rousseau, Chesterton, La Bruyère, Oscar
Wilde, Strawinski, Montaigne, Proust, Catalina de Siena, Borges, Goethe, Hoederlin,
William Blake, Pessoa, Antonio Machado, Rilke, Teresa de Calcuta… Asombra que, a
pesar de tantos testimonios, una lección tan clara se halle tan mal aprendida.
El retorno al paraíso nada tiene que ver con lo que ha sido llamado «síndrome de Peter
Pan». El cuento de James M. Barrie es una defensa de la perennidad de la infancia. Peter
Pan representa el deseo de que el niño o niña que hemos sido no desaparezca nunca al
afrontar el resto de la vida, y sigamos siendo niños en el aprecio de la inocencia, en la
capacidad de imaginación, en la actitud de creer, en la esperanza en lo maravilloso, en
los caminos mágicos. No en la inmadurez, casi siempre asociada a un egoísmo que en el
adulto —a diferencia del niño— no es inocente.
En el niño no hay inmadurez alguna: tiene la madurez que pide su edad. El cuento de
Peter Pan es un canto de nostalgia por la niñez. «Lo mejor de todo es ser niño. Lo
segundo mejor de todo es escribir sobre ser niño», dejó dicho James M. Barrie en sus
Cuadernos.
Esa edad se divide en dos etapas. La primera va desde el nacimiento hasta la
«explosión» de los dos años, teniendo en cuenta que esa edad, como otros periodos de
tiempo de la infancia, no es igual para todos los niños y niñas, como no lo son el echar a
andar o el empezar a hablar.
La segunda etapa, desde los dos a los siete u ocho, registra la aparición de la
inteligencia intuitiva y los sentimientos interindividuales espontáneos. Es sobre todo en
esta etapa cuando la infancia alcanza todo su esplendor. Los padres y parientes deberían
ser muy conscientes de esto, para no perderse ni un solo día de sus hijos e hijas, porque
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es una sucesión de maravillas que nunca se volverá a repetir. Si el bebé despierta, antes
que nada, ternura y protección, el niño de esta edad produce un divertido asombro: tal es
su aún algo inconsciente descubrimiento de sí mismo, de los demás, del mundo, desde
una pequeña pelusa en el suelo hasta el infinito despliegue de las estrellas.
Se trata aquí precisamente sobre esa etapa,, no en sí misma, no como un resumen de
psicología evolutiva. Es la somera descripción de lo que luego se propondrá como una
meta para el descubrimiento de un modo de ser adulto que poco o nada tiene que ver con
los criterios habituales: una racionalización extrema alternada con un ceder interesado
ante las conveniencias, adobado con frecuencia con dosis de cinismo o de doble moral.
Lo contrario de la pura libertad de la infancia, en la que todo es inmediato, nada se
calcula, la novedad es una corriente continua de exploración del mundo.
En el estudio de la infancia, como en otras cuestiones de psicología y antropología,
existen dos teorías o corrientes principales, con muchas variantes: la que se podría llamar
empirista y la innatista.
Para la primera, el niño viene al mundo como una pizarra en blanco, y todo lo que
aprende lo hace por experiencia, por ensayo y error y por imitación. El conductismo no
dirá otra cosa. Casi todas las escuelas empiristas y conductistas son, a la vez, ligera o
declaradamente materialistas; tienen menos sensibilidad hacia los aspectos mágicos de la
infancia, o simplemente los explican como otros casos de estímulo/respuesta.
Los innatistas sostienen que el niño no es una pizarra en blanco, sino que ya viene con
algo, además del no tan seguro «pan debajo del brazo». Innatista máximo fue Platón,
para quien el hombre —cuya alma, según él, preexiste a la unión con el cuerpo— ya
había visto en la vida de arriba, en el mundo de las ideas, en el mundo perfecto, lo que
son realmente las cosas, de modo que aprender no es más que recordar lo que se había
olvidado al caer el alma en la tumba (sema) del cuerpo (soma). Pero a distancia de
muchos siglos, innatista también puede considerarse Noam Chomsky, al menos en lo que
se refiere al lenguaje. La gramática generativa de Chomsky está ahí para demostrar que
la inteligencia humana está basada en dispositivos cerebrales especializados e innatos.
La oposición conductismo/innatismo no quiere decir que, si los primeros son
materialistas, los segundos no lo sean. Cabe un innatismo igualmente materialista: basta
decir que es la evolución la que, sin designio alguno, ha originado los dispositivos
cerebrales innatos.
En este libro se está, más bien, en la órbita de un innatismo espiritualista y mágico,
basado en la intuición de que la dotación innata no se limita al campo de lo cognitivo,
sino que trae consigo aspectos emocionales, difíciles de concretar, pero de los que hay
pruebas por todas partes. Este innatismo espiritualista y mágico no es un desdén para la
razón, a la que se le reconoce toda su vigencia. Es un paso más. No se trata de una
construcción dicotómica —por ejemplo, de intuición contra razón— sino de ir cada vez
más hacia delante, de conquistar nuevos espacios de sensibilidad humana.
Este libro está escrito desde la disposición general de la creencia. O, lo que es lo
mismo, desde el rechazo al predominio abusivo de una razón que no da entrada al
misterio. La diferencia entre la disposición general de racionalismo y la disposición
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general de creencia es que, por la primera, se tiende a descartar todo lo que no quepa en
unos moldes fijados de antemano. Lo que en cada época se considera racional funciona
como las horcas caudinas de la experiencia humana. La disposición general de creencia
resulta más certera si va acompañada de una crítica razonada al predominio abusivo de la
razón. Porque se admite la razón, se está en disposición de señalar sus desviaciones y
excesos. No es la disposición que dice non plus ultra, sino la que afirma semper plus
ultra. Es la disposición de apertura, de seguir adelante, de trascender. Algo a lo que
llama continuamente la libertad.
Esa disposición es capaz de ver en el periodo mágico de la infancia un tiempo que
puede enriquecer con señales y signos nuevos la vida del joven, del adulto o del anciano.
En este caso el semper plus ultra avanza retrocediendo, porque va, contra el tiempo, a la
recuperación de unos años en los que el mundo relucía porque se miraba con ojos
limpios, apenas estrenados.
La costumbre, que en cierto modoes un sustituto de la felicidad, tiene también el
inconveniente de hacer olvidar los estrenos vitales. Es lo que se admira en el niño, en
esta edad: sus sensacionales descubrimientos, en los que lo nuevo irrumpe para él con tal
fuerza que se queda quieto con un asombro puro y exacto. El niño es un estreno diario,
es una creación continuada, es todo lo contrario de la pesadez de lo mismo. Estrenarse en
la vida ensancha sus ojos y su mirada y da a su cara una belleza distinta de cualquier
otra.
Los adultos que no saben hacerse como niños ven todo eso como una enésima
repetición de lo mismo: un ejemplo más de que la experiencia a veces puede ser un peso
y no una conquista. Pero los adultos que saben ver en cada niño un estreno absoluto
podrán vivir incluso la vejez con ese asombro en el rostro, porque para ellos el mundo
estará continuamente renovándose.
La intención de este libro queda bien expresada en unos versos de Unamuno:
 
Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
 
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad bonita
en que vivir es soñar.
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PRIMERA PARTE
LAS DIVERSAS INFANCIAS
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CAPÍTULO 1 
BIOLOGÍA Y CULTURA
 
 
 
 
 
 
«Los niños lo encuentran todo en nada;
los hombres no encuentran nada en todo».
(LEOPARDI)
 
 
Cuando se implanta en una sociedad determinada y en la mentalidad de la mayor parte
de la gente, una visión, una perspectiva o paradigma general, se tiende a pensar que las
respuestas, soluciones y enfoques usuales de esa visión son lo natural: que siempre ha
sido así. Pero, a poco que se piense y que se conozca la historia, se verá que no es el
caso. Esta simple comprobación, al alcance de cualquiera, debería servir, entre otras
cosas, para no juzgar negativamente una época desde otra época.
En el caso de la infancia, desde mediados del siglo XVIII surgen diversas corrientes
pedagógicas para las que todos los tiempos anteriores, respecto a la visión de la infancia,
eran tiempos bárbaros. No es verdad. Las visiones de la infancia han sido siempre
múltiples y muy variadas. Si no cuesta mucho reconocer la complejidad de cualquier
análisis del presente, debido a las variadas circunstancias, planos, situaciones y
entrelazamientos, no debería costar hacer lo mismo con el pasado que, cuando fue
presente, era igualmente complejo. En cambio se tiende a dibujar el pasado con pocos
trazos, con generalizaciones infundadas y periodizaciones arbitrarias.
Los niños, desde el principio, y durante muchos siglos —con pocas excepciones,
propias del tiempo presente— han sido concebidos y han nacido del mismo modo; sin
embargo, no han sido vistos ni considerados de forma igual.
Una historia de la infancia solo se puede hacer recorriendo una a una las distintas
culturas —miles—, estudiándolas a través del tiempo. Hay más variedad en la
consideración de la infancia que en la consideración de la juventud, la edad madura o la
ancianidad.
Una primera muestra es la ambigüedad o imprecisión de los términos de infancia y
niñez, sin necesidad de referirnos al más culto de puer, que ha quedado, en nuestros
diccionarios, como raíz de pueril, puericultura, puérpera o puerperal.
Etimológicamente, infancia viene de in-fans, «que no habla», pero seguimos hablando de
infancia cuando el niño o la niña tienen tres, siete, diez o más años, cuando no solo habla
sino que, con frecuencia, no para de hablar.
Niñez viene de niño, pero no está clara aún su etimología. No parece proceder del latín
clásico ni de ningún otro idioma. Se ha barajado la idea de que es una creación del bajo
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latín, con la forma de ninnus, que se transformaría en niño de un modo semejante a como
annus es origen de año.
En cuanto a la extensión, se llama niño tanto a un bebé como, a veces, a una persona
de más de trece o catorce años, aunque esas personas prefieren ser llamadas jóvenes.
Pre-adolescente y adolescente son términos casi técnicos para las edades comprendidas
entre los once y un límite impreciso hacia arriba. Pero nadie se dirige a ellos diciéndoles:
«¡Eh, pre-adolescente!, ¡eh, adolescente!».
Se emplea niño según el contexto y lo que se quiere decir. Si se trata de vituperar a
alguien, menor, que ha cometido un delito, incluso se prescinde de la palabra niño y se
utiliza la palabra hombre. Si se trata de una víctima, o quiere resaltarse algo favorable a
la persona, se hablará de niño o niña. En algunos lugares, como Andalucía, la niña —y
con menos frecuencia el niño— puede tener treinta, cincuenta o incluso noventa años,
porque es un término de confianza o de cariño.
En este libro consideraremos infancia el tiempo que transcurre desde el nacimiento
hasta el uso de razón, con especial consideración para el periodo entre los dos y los ocho
años. El niño entre nueve y doce/trece años es ya otra cosa; es, en algunos sentidos, casi
un adulto y de hecho puede mostrar un grado muy alto de responsabilidad, cosa bien
lejana del horizonte de la primera infancia.
La infancia a la que nos referimos es aquella de la que no nos acordamos, salvo en
ráfagas imprecisas donde casi nunca es posible separar entre recuerdo personal y
reelaboración de algo que nos han contado. Los años que van desde el nacimiento hasta
el uso de razón han dejado algunas pistas en la sensibilidad, en la memoria y en los
sueños del adulto, por lo que es posible cierto retorno a un mundo que hay que
considerar, con plena propiedad, como mágico. Mágico en el sentido de una realidad no
transformada por la razón sino albergada en la imaginación y en las emociones.
Es una paradoja que los mejores años de nuestra vida sean aquellos de los que no nos
acordamos. Pero debe haber también una razón para ese olvido. Es probable que esos
años, como se verá en otros lugares de este libro, no solo no estén perdidos, sino que
actúen desde lugares insólitos y, lo que es más, puedan ser recuperados.
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CAPÍTULO 2 
EL DESCUBRIMIENTO DE LA INFANCIA
 
 
 
 
 
 
«Donde hay niños existe la Edad de Oro».
(NOVALIS)
 
 
Parecería claro que unos hechos biológicos tan evidentes hubieran llevado a una
misma consideración cultural de la infancia. No ha sido así. La idea que hoy, en
Occidente, tenemos de la infancia es algo que se empieza a gestar en el siglo XVII y
adquiere perfiles más claros en el XIX. Desde entonces ha variado solo en detalles.
Un rasgo pictórico puede aclarar qué se entiende por diversas visiones de la infancia.
Si se observan las pinturas de niños hasta el Renacimiento, algo muy corriente en las
escenas de Navidad, se verá cómo el Niño Jesús, igual que los demás niños pequeños, es
una especie de «viejo», un adulto en miniatura. En cambio, los angelotti que pintan
Rafael, Botticelli y muchos otros en el XVI, son ya niños normales, bien criados. El
proceso está muy avanzado en el siglo XVII. En los cuadros de un pintor como Murillo,
los niños son niños reales. El Niño Jesús de la Natividad, de Murillo, es un bebé precioso
y con razón los pastores se quedan encantados al verlo. El niño más pequeño de Niños
jugando a los dados es una maravilla de sencillez y naturalidad.
El tratamiento de la infancia como tal y no como simple esbozo de lo que el niño
puede ser en el futuro es muy tardío. Durante muchos siglos, el niño, especialmente
hasta los siete años, era tratado como una posibilidad, el inicio de un proyecto, algo que
estaba en parte motivado por la alta tasa de mortalidad infantil. En Esparta, según cuenta
Plutarco en la Vida de Licurgo, «nacido un hijo, no era dueño el padre de criarle, sino
que, tomándole en los brazos, le llevaba a un sitio llamado leskhé, donde, sentados los
más ancianos de la tribu, reconocían al niño y si, era bien formado y robusto, disponían
que se le criase (…); pero si le hallaban degenerado y monstruoso, mandaban llevarle a
las que se llamaban Apótetas, lugar profundo junto al Taigeto». Plutarco, que escribe en
el siglo II, piadosamente no cuenta que ir a las Apótetas era ir a la muerte.
En la cultura romana, al menos durante losprimeros siglos, el niño, al nacer, tenía que
ser acogido, reconocido por el padre; si no era así, podía ser expuesto —eufemismo para
un más que probable infanticidio— con total impunidad. Algo semejante ocurría en
Grecia, donde se exponían principalmente a las niñas. En cambio, en la misma época, ni
los egipcios ni los judíos ni los germanos exponían así a sus hijos, sino que criaban a
todos.
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La tendencia general a no reconocer la infancia como tal no excluye casos concretos
en los que el tratamiento es similar al de nuestros días. Dos ejemplos. Uno es la famosa
escena del canto VI de la Ilíada, en la que el héroe troyano, Héctor, regresa de la batalla
y se reúne con su mujer, Andrómaca, a quien acompaña la nodriza y el niño pequeño,
Astianacte.
«Los brazos al niño tendió el noble Héctor. Mas volvió al punto el niño al seno del aya
de hermosa cintura, dando gritos, porque le asustaba el aspecto del padre, temeroso del
bronce y la crin caballar del penacho que ondeando terrible veía en lo alto del yelmo.
Sonrieron el padre y la madre augustísima al verlo. Al momento el gran Héctor quitó
de sus sienes el casco que dejó sobre el suelo, lanzando brillantes fulgores.
A su hijo querido besó y acunó entre sus brazos, y rogó de este modo a Zeus padre y a
todos los dioses: —Zeus y todos los dioses, hacedme que sea mi hijo como yo, y se
distinga entre todos los hombres troyanos, e igualmente esforzado y que reine de Ilión
soberano. Que de él digan: «Es aún mucho más valeroso que el padre», al volver de la
guerra con cruentos despojos de un héroe abatido por él, y dé al pecho materno alegría.
Dijo, y al niño puso en los brazos de su esposa amada, y ella aún, al llevarlo esta vez a
su seno aromado, sonreía y lloraba».
El segundo ejemplo es una anécdota que cuenta Plutarco en Máximas de espartanos
sobre Agesilao, uno de los grandes reyes de Esparta. «Era extraordinariamente amante
de los niños, y se cuenta que en su casa jugaba con los hijos pequeños y se montaba a
horcajadas en una caña, como si fuera un caballo. Al ser visto por un amigo, le pidió que
no se lo dijera a nadie antes de llegar a ser, él mismo, padre de familia». Cuando fuera
padre, lo entendería, aunque, en realidad, se puede entender sin ser padre, si se valora la
infancia como la gloria de la inocencia.
El cristianismo cambia la dura y a veces cruel visión de la infancia que, por lo general,
mantuvo el mundo grecorromano. Condena la exposición de los niños y las prácticas
abortivas, con lo que eso lleva consigo al ir contracorriente de la práctica general. El hijo
es un don de Dios para los padres.
A grandes rasgos, y con las excepciones locales que se quiera, el sentimiento de
aprecio por la familia compuesta exclusiva o al menos principalmente por padres e hijos,
se generaliza en Occidente en el siglo XV y en las ciudades. El campo será aún por
mucho tiempo el lugar de la familia extensa, de numerosa parentela, necesaria para
trabajar la tierra y cuidar de los animales.
Empieza a ser frecuente que el niño sea causa de entretenimiento y alegría para los
padres, aunque la práctica de criarlo con una «leche mercenaria» —como decían algunos
moralistas de la época— seguirá en pie hasta bien entrado el siglo XX, al menos en las
clases pudientes. La razón que se da es que la madre tiene obligaciones sociales que le
impiden dedicarse al cuidado de los hijos. No habría que escandalizarse hoy de esa
actitud, cuando es tan corriente que bebés de pocos meses pasen casi todo el día en
guarderías, alimentados con biberones iguales para todos —muy distintos de la
específica leche materna—, y por mujeres que no son sus madres.
La extensión social de la ternura hacia los recién nacidos y los bebés tendrá que
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esperar al siglo XVIII y sobre todo al XIX. Hasta entonces se mantiene, como pauta
dominante, la idea de que el niño ha de ser educado en la severidad. Un autor, médico,
del XVII, habla del «celo indiscreto que tienen (las madres) de abrazar y besar a su hijo» ,
lo que califica de «amor de mono». De todos modos, el sentimiento de la infancia se iba
abriendo camino, para triunfar a lo largo del siglo XVIII, consolidarse en el XIX y llegar
hasta nuestros días, donde el niño es rey, cuando no tirano.
 
Un hito importante es el Emilio, de Jean-Jacques Rousseau, publicado en 1762 y que
ejerció una gran influencia a partir de entonces durante todo el siglo siguiente. Es un
libro paradójico, porque Rousseau, tan delicado al tratar sobre el niño, envió al hospicio
a los cinco que tuvo con Thérèse Levasseur, con la que finalmente se casó. Ni Rousseau
ni Thérèse se interesaron en adelante por la suerte de su prole.
Las obras pueden ser mejores que sus autores. Rousseau tiene el mérito, como señala
desde el prefacio del libro, de haber destacado un error muy extendido: «Buscan siempre
al hombre en el niño, sin pensar en lo que es antes de ser hombre». Y enseguida añade
una de sus frases famosas, que abre el libro primero del Emilio: «Todo está bien al salir
de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre las manos del hombre», esa
especie de hippismo avant la lettre, que, bien mirado, no es más que una peculiar versión
de la doctrina del pecado original.
El cambiante y a veces paranoico Rousseau, además de tener un bello estilo, supo
anticipar en parte cuál debería ser el papel del padre. Sirva como ejemplo este
apasionado párrafo: «Que las madres se dignen alimentar a sus hijos: las costumbres se
reformarán por sí solas, los sentimientos de la naturaleza despertarán en todos los
corazones, el Estado se repoblará. (…) El atractivo de la vida doméstica es el mejor
antídoto de las malas costumbres. Molestarse por los hijos, que se cree importuno, ahora
resulta agradable; hace al padre y a la madre más necesarios, más queridos uno al otro,
estrecha entre ellos el vínculo conyugal. Cuando la familia está viva y animada, las
preocupaciones domésticas constituyen la ocupación más preciada de la mujer y el
entretenimiento más dulce del marido. De la corrección de este solo abuso [que las
madres no críen a sus hijos, dejándolos a la nodriza] pronto resultaría una reforma
general. Porque una vez que las mujeres vuelvan a ser madres, al punto los hombres
volverán a ser padres y maridos».
Para Rousseau, «la verdadera nodriza es la madre, el verdadero preceptor es el padre».
A pesar de algunas inexactitudes, de prejuicios y salidas de tono muy propias de su bien
documentado complejo de persecución, Rousseau da con una de las principales claves de
la reivindicación de la infancia: «Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus placeres,
su amable instinto. ¿Quién de vosotros no ha echado de menos a veces esa edad en la
que la risa está siempre en los labios y en la que el alma está siempre en paz? ¿Por qué
queréis privar a esos pequeños inocentes del goce de un tiempo tan breve que se les
escapa y de un bien tan precioso del que no podrían abusar?»
Hay que hacer referencia también al romanticismo, presente desde finales del XVIII,
con su exaltación del sentimiento, de la afectividad, de lo particular, de la intimidad. Ahí
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se recopilan o se versionan muchos cuentos populares que pasarán a forma parte del
acervo de la literatura infantil hasta el día de hoy. El interés por el pasado nacional y por
el folclore popular inspira las colecciones de cuentos tradicionales que hicieron los
hermanos Jacob y Wilhelm Grimm en los años centrales del siglo XIX. Recogiendo
tramas mucho más antiguas y que habían tenido diversas versiones, pusieron en
circulación historias tan populares como Cenicienta, Blancanieves, La bella durmiente,
Pulgarcito, Caperucita roja, Hansel y Gretel…, en las que, como en tantas otras, el
núcleo fundamental no es tanto la trama como la posibilidad de lo maravilloso, porque
una calabaza puede siempre transformarse en una lujosa carroza de refulgente oro.
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SEGUNDA PARTE
RASGOS DE LA INFANCIA
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CAPÍTULO 3 
CUANDO AÚN NO SE RAZONA
 
 
 
 
 
 
«La maravilla de la infancia
es que cualquier cosa en ella es maravilloso».(CHESTERTON)
 
 
La infancia de la que trata este ensayo es esa etapa en la que el niño o la niña aún no
tienen «uso de razón», aunque sí algunos atisbos. En esa etapa hay grandes diferencias:
una cosa es el bebé, hasta que aprende a andar y a hablar, y otra el niño de dos años, en
el que se produce una gran «explosión» de capacidades. Por no hablar del de siete, que
en muchos casos es ya un experto razonador.
En general, en esta etapa la vida mental de los niños está alimentada por las
sensaciones, la imaginación y la memoria. No usan la razón, o al menos no la usan en
sus funciones de deliberación y juicio, discerniendo, por ejemplo, el bien y el mal. Hay
que decirles constantemente que esto es malo o es bueno, pero esto concreto, esto que
está aquí ahora mismo. Es, en definitiva, el tan socorrido «eso no, ¡malo!». (Mejor que
«¡no, caca!»: porque no hay motivo para inculcar una visión negativa de la caca, algo
imprescindible para el buen funcionamiento del organismo y cuyo «dominio» están
precisamente aprendiendo). Se trata de que asocien, en casos particulares, lo que no está
bien, lo que está mal, con un cierto rechazo por parte de los mayores. Lo que sí
«entienden» los niños es que, si el mayor no está contento, eso es algo que no es bueno
para ellos.
Hoy día existe un acuerdo casi general en que pegar, aunque sea de manera muy leve,
no es sistema. Descartando las formas crueles, las formas leves y prácticamente
indoloras no eran más que otra manera de expresar ese enfado de los mayores. Pero hay
posibilidades igualmente eficaces y no violentas. La violencia a edad tan temprana no
solo puede hacer un daño desmedido a los niños, sino que puede habituarlos, por
imitación, a su empleo; primero con quienes son más débiles que ellos: otros niños; y en
el futuro, con los adultos, también con sus propios padres. No son raros los casos en los
que el niño que ha sido castigado con excesiva dureza por su padre, la pague, de
adolescente, con él y con la madre, de ordinario más indefensa.
Es el momento de hacer ver a los niños algo que, más tarde, entenderán de modo
razonado: «No quieras para otros lo que no quieres para ti». «¿Te gustaría que te
quitaran tu balón?, pues no se lo quites tú a Carlitos». No entenderían nada si, en lugar
del singular concreto, se les hablase de lo general.
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Lo más parecido a su razón es su memoria: es memoria de lo que les gusta y de lo que
no y, en ese sentido, cumple una cierta función de generalidad. Como muchos animales,
los niños conservan en la memoria sensitiva lo que les gustó, lo que les hizo daño y —
muy importante— lo que les dio miedo, por desconocido o por herir de forma brusca los
sentidos. Algunos niños tienen miedo al ruido de una aspiradora o a cosas semejantes:
son como monstruos sonoros cuyo alcance ignoran.
Los niños, hasta esa edad (los seis, siete años, pero hay excepciones) son seres
sensitivos y cambiantes. Viven literalmente no ya al día, sino al instante. Tienen ya una
idea muy clara de su yo, distinto a los demás y, en principio, preferible a los demás. Se
consideran, de modo inconsciente, el centro del mundo, los reyes del universo, porque
todo ha de estar en función de sus gustos. Los adultos perciben esto como una cierta
tiranía, de forma que «el rey de la casa» es con frecuencia y en ocasiones también un
déspota.
Como viven antes que nada de sensaciones, se mueven y cambian como estas: de ahí
su continuo movimiento («no se está quieto», «es incansable»). Sus cambios de humor,
su insaciable curiosidad, les lleva a mirar todo, a tocar todo, a cambiar todo de sitio.
La condición del niño, antes que nada sensitiva, explica que sus periodos de atención
no sean nunca largos: enseguida se cansa de lo que emprende, en cuanto otra cosa atrae
su atención. A veces son capaces de distraerse largo rato con algo, pero esto no depende
de un prematuro uso de la razón sino de una mayor dosis de curiosidad, algo muy claro a
esta edad.
Esa naturaleza sensitiva, cambiante, se nota de forma muy clara en la afectividad.
Pueden pasar de la rabia a la alegría con extrema facilidad. Por lo general son cariñosos a
su manera, no como los adultos esperan que lo sean; lo son de forma espontánea, según
les da, no porque se pongan en lugar de los otros. Conforme crecen y empiezan a
«saber» más, utilizan las formas adultas de cariño —«dame un beso, dame un abrazo»—
como medio para conseguir algo, en una primera experiencia de un chantaje que se ha
llamado con razón «emocional».
El chantaje emocional puede adquirir, incluso a edades tan tempranas como los tres
años, formas muy alambicadas. Pero algo es claro: solo lo practican con quienes, al
ofrecerle su cariño y su desvelo, han dado alguna muestra de debilidad. La madre
ansiosa, que acude enseguida al menor reclamo del niño, que le pregunta una y mil veces
qué le pasa, que se angustia hasta la lágrima cuando no entiende, es la víctima más fácil
para el chantaje emocional. Los niños y niñas, desde edades muy tiernas, aprenden que
cuanto mayor sea la sensación que ellos den de peligro, más pronto tendrán a sus pies a
la madre. Como ella le repite constantemente que le quiere, el niño le dirá ya no te
quiero cuando desea algo y no se lo dan. «¿Cómo que no me quieres? ¡Yo te quiero
mucho!». Y él o ella, impertérritos: «Ya no te quiero, eres mala». No entienden lo que
están diciendo; solo aprenden un reflejo que les da buen resultado. En cambio, con
quienes usan menos esas palabras —queriéndolos en silencio— y manifiestan menor
vulnerabilidad, es raro que se dé ese chantaje emocional.
Como les lleva sucediendo desde los dos años o incluso antes, a los niños les gusta ser
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reconocidos, alabados, oír que hacen bien las cosas. Quieren ser admirados y gustan de
exhibir sus habilidades en público, salvo en los casos, por lo demás frecuentes, de
timidez («Me da vergüenza»). Una timidez que procede de la inexperiencia, de no saber
de antemano qué va a pasar; por eso, es frecuente que esa timidez desaparezca con los
años.
Un primer síntoma importante de que, en cierto modo, empiezan a salir de sí mismos,
es el hecho de que hacen amigos de forma inmediata y están dispuestos a defenderlos y a
ponerse a su lado si es necesario. Empiezan también a entender el trabajo en equipo,
sobre todo en los deportes.
Debido a su yo, siempre tan presente, no les gusta perder en los juegos, y algunos
acuden a la rabieta y a cierta violencia si ven que no van a ganar. Otros hacen trampas
descaradamente. Conocen ya, en cierta medida, el valor del dinero y se interesan por
tenerlo.
A los cuatro años hay un desarrollo espectacular de la fantasía, de la imaginación.
Cualquier cosa puede convertirse en cualquier cosa. La imaginación presta alas a su
ingenua credulidad, lo que hace que el mundo para él sea un continuo objeto de
diversión y experimentación. Esta imaginación alimenta su lenguaje, que en este año ya
es muy completo y casi continuo. No se calla. Pregunta constantemente. Construye
frases complejas, crea palabras abstrusas, que le resultan muy divertidas, así como los
nombres de las cosas que le llaman la atención, como los de las partes más secretas del
cuerpo humano o de sus funciones más recónditas (caca pedo culo pis).
Suele ser valiente, presumir de sus logros y desear que los demás lo admiren. Se
atreve, en muchos casos, con cosas que están por encima de sus posibilidades, por lo que
es preciso vigilarles a distancia para que no se hagan daño.
El niño descontrolado de los dos años, que poco a poco se fue apaciguando a los tres,
es ahora más tranquilo y considera a papá y a mamá lo mejor del mundo, las personas de
las que se fía absolutamente. Son sus primeros objetos de imitación. Se hace menos
egoísta, más obediente, más atento a lo que les sucede a los demás. Su sociabilidad ha
aumentado, pero sigue siendo limitada.
Ese niño y esa niña van a pasar a otra etapa que contará con numerosos rasgos muy
cercanos ya —en escala— a los del adulto. No se olvide que a partir de los nueve y,
sobre todo, de los diez años, desdeque el mundo es mundo hay niños que desarrollan
con responsabilidad determinados trabajos, como el de pastor o el de aprendiz de
numerosos oficios.
En esa etapa, llamada de latencia, porque se caracteriza por una calma que precede a
los estallidos de la pre-pubertad y la pubertad, los niños pueden ser muy responsables,
incluso más que los adultos, y casi siempre más que los adolescentes. Hasta el siglo XIX,
en la Armada Británica se admitían a guardiamarinas de siete años, que solían ser un
ejemplo de entusiasmo, entrega y disciplina. Patrick O’Brian, en Capitán de mar y
guerra, ilustra ese mundo en el que los niños se hacían responsables de una manera
ejemplar. En la conocida obra Corazón, de Edmundo d’Amicis, casi todos los
protagonistas de los relatos son chicos en esta etapa de latencia, como el famoso Marco
20
—De los Apeninos a los Andes—, mundialmente conocido por la versión televisiva.
Pero todo eso aún tardará en llegar. Hasta los seis o siete años el niño sigue siendo ese
habitante de una realidad que no tiene fronteras precisas con el mundo de la
imaginación. Se va acercando poco a poco a la capacidad de razonar, incluso de
argumentar, pero esas nuevas posibilidades están todavía ligadas a un mundo paralelo, el
de los descubrimientos y estrenos de los cinco o seis primeros años.
21
CAPÍTULO 4 
INOCENCIA
 
 
 
 
 
 
«Los niños no tienen ni pasado ni futuro,
por eso gozan del presente,
cosa que rara vez nos ocurre a nosotros».
(LA BRUYÈRE)
 
 
«Inocencia» es la cualidad del in-nocens, de quien no es nocivo. El adulto es inocente
cuando elige no hacer daño pudiendo hacerlo. La inocencia en el adulto es un mérito. Si
no es inocente es culpable, según la escueta dicotomía de los juicios penales. La culpa es
el sentimiento y la realidad de haber hecho algún mal a alguien o a algo, viviente o no.
En el niño la inocencia es un don. Como es mayormente emocional y su mundo
racional está en germen, no distingue con claridad lo que está bien de lo que está mal; no
acaba de darse cuenta. Eso explica, por ejemplo, algunas reacciones que, fuera de la
infancia, pueden parecer crueles. Es distinto en niños de más de siete años, que ya
pueden razonar y distinguir el bien y el mal; en estos se da a veces una crueldad
inexplicable, que solo se puede entender desde el deseo de experimentar, de probar cosas
nuevas. Y más profundamente como esa propensión al mal, que la religión cristiana
explica como consecuencia del pecado original.
Un niño de menos de dos años, cuando no hace mucho que ha aprendido a andar y ya
sabe decir unas pocas palabras, cuando su experiencia del mundo que le rodea es
limitada y breve, puede dar muestras de algo que parece crueldad, pero nunca lo es.
Emilio está en el campo, con su padre. Le llama la atención todo: las raíces de los
árboles, las ramas secas, las setas, las piedras… De pronto se para ante un hormiguero,
en el que van entrando y saliendo decenas de hormigas, muchas de ellas cargadas con
semillas y ramitas…
 
—Son hormigas —dice el padre—. Están llevando comida a su casa, para cuando
tengan hambre…
—¿Comidita, comidita? —pregunta Emilio.
—Eso es, comidita, como tu bibe…
—¿Miguitas, comiditas? —sigue preguntando Emilio.
 
Se agacha, para verlas más de cerca, extasiado ante tanto ir y venir de las hormigas.
Después se levanta y alza un pie. Sí: eso ha hecho; lo ha aplastado contra el hormiguero,
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y lo refriega, mientras sigue diciendo «comidita, comidita». En medio de ese gesto cruel,
Emilio sigue siendo inocente, aunque nunca es pronto para empezar a decirle, entienda
lo que entienda, que eso no se hace. No entenderá mucho, porque su inocencia es la de
aquel que no sabe lo que hace. Porque no sabe lo que hace, siente o experimenta que
puede hacerlo todo: al menos todo a lo que alcanzan sus posibilidades. (Con unos años
más, Emilio admira a las hormigas, le interesan y las defiende).
La inocencia hace al niño, en cierto modo, omnipotente. Pide cosas que no son
posibles o no son convenientes. Cuando, con dos años y medio, quería unas tijeras para
recortar papeles, su madre le trajo una con cuchillas romas. Emilio probó, pero no estaba
satisfecho. Sin que nadie se diera cuenta había dado con unas tijeras de verdad, y
empezó a recortar con deleite… Le duró poco. Se echó a llorar cuando se las
arrebataron… Lágrimas frágiles y circunstanciales que se secaron en sus sonrosados
cachetes cuando oyó contar, boquiabierto, el cuento de «la rana coja que se encontró en
el bosque con un oso muy grande, un oso poderoso…»
En la infancia la inocencia es original, naciente, a punto de nieve. Todo es nuevo. No
hay experiencia alguna, no se acumula nada. No se le pueden señalar precedentes al niño
de esta edad. Es una inocencia que está reclamando continuamente un perdón anticipado
de cualquier acción que se considera «mala».
En la primera infancia no hay acciones malas, porque no hay ni conocimiento ni, por
tanto, libertad para escoger unas en vez de otras. La inocencia del niño es puro impulso y
da a su cara esas expresiones que se perderán cuando alcance el uso de razón. El niño
que, por juego, «poner cara de malo» hace una divertida imitación de la exageración. En
sus ojos no hay maldad, ni siquiera cuando está tramando alguna trastada; y se nota.
La mirada del inocente es transparente, diáfana. La mirada de quien «ya sabe» siempre
está como refugiada detrás de un muro. Se nota que sabe que se sabe que sabe, se nota la
reflexión. El niño es directo, irreflexivo. Cuando hace algo, su hacer es un puro hacer,
sin recovecos ni pasadizos ocultos. Por eso le gustan los hechos claros, terminantes,
drásticos, como, el mejor de todos, tirar cosas al suelo, arrojarlas lejos. Nada de medias
tintas. El niño es resolutivo y enérgico. Es asombrosa la cara que pone después de una
trastada: fija, desafiante… e inocente.
A veces nacen niños que, además de gozar de esa inocencia, son buenos porque sí,
porque así les sale, buenos por naturaleza. No solo no son crueles, sino que, si pueden,
remedian la crueldad de los otros. Es el caso de Manu. Cuando le conocí tenía seis años,
pero al parecer siempre había sido así. Una vez, estaba Carmen intentando que su nieto,
José, de dos años y medio, le diera un beso. Este, como la mayoría de los niños, no era
de besos. Ella insistía, una y otra vez: «¿No le vas a dar un beso a la yaya? ¿No me
quieres? ¡Anda! ¡Dale un beso a la yaya! ¡No seas malo! ¡Con lo que yo te quiero!» José,
imperturbable, miraba para otra parte. Manu, a unos metros de distancia, había
presenciado la escena. Se acerca: «Señora, yo le doy el beso».
Otra vez, por Halloween, llamó, junto con sus amigos, a una casa vecina, de un joven
matrimonio que él conocía bien. «¡Truco o trato! —gritaron los niños—. ¡Caramelos!».
«No tenemos caramelos, lo siento». Se fueron. A la media hora, llamó a la puerta Manu.
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Traía una bolsa con caramelos: «Cuando vengan otra vez los niños, se los puedes dar».
Con siete años y casi ocho, Manu seguía igual. Me contaron que muchos niños, de
varias edades, se reunieron a jugar en el parque. Manu estaba casi estrenando una
bicicleta. Pero la dejó a un lado porque vio a uno de sus amigos, de casi tres años, solo
en el columpio, sin que nadie le empujase. Y allí estaba Manu, empuja que te empuja.
Ese mismo día le pregunté cuándo era su cumpleaños: «No lo sé». «¿Y te gusta
celebrarlo?» «Si se puede, sí». Si la inocencia se suma de este modo a la bondad, a una
bondad sencilla, sin truco y sin trato, se puede empezar a entender que esa infancia es un
modelo perenne de vida.
Desde Freud, tras una sesgada observación de las primeras apariciones de lo sexual,
algunas corrientes del psicoanálisis cuestionan esta inocencia del niño. Es notable cómo
estas corrientes defienden una posición inconscientemente ambigua de lo sexual: por una
parte, culpable; por otra, liberadora. En realidad, como el niño no razona aún ni posee
más memoria que la sensitiva, y teniendo en cuenta que lo sexual es algo, antes que
nada, cerebral, no se debería hablarde impulsos sexuales en el niño, sino de primeras
muestras de una sexualidad latente. Algo de lo que él o ella ni se enteran.
Por eso el niño es inocente: porque no se entera, no hay en él una reflexión sobre lo
que hace. Lo hace y basta. No en vano se ha comparado a veces el estado de los niños
con el de Adán y Eva en el paraíso, antes del pecado. Eran inocentes, eran —en ese
sentido— como niños, desconocedores del bien y del mal. Con el pecado —querer ser
como Dios— vino la reflexión, el caer en la cuenta. Desde esa comparación se
comprende la frase de Proust de que «el verdadero paraíso perdido es la infancia».
¿Pero está realmente perdido ese paraíso? Anticipando lo que se verá más adelante, se
puede decir que para la mayoría de las personas la expulsión del paraíso de la infancia es
terminante y definitiva. No porque el ciclo de la vida sea inexorable, y de la niñez se
pase a la adolescencia, de esta a la juventud, viniendo después la madurez —la condición
de adulto— y finalmente la ancianidad. No se trata de una cuestión física, sino mental,
emocional y sentimental. Se sale del paraíso de modo definitivo cuando se pierde, entre
otras muchas cualidades de la infancia, la capacidad y el gusto de creer, y de creer en lo
distinto, en la variedad, en la posibilidad de la posibilidad. Se sale del paraíso de la
infancia cuando se entroniza en la vida el imperio despótico de la razón, que casi
siempre está hecho, no tanto de sólidas razones, sino de razones de conveniencia:
arreglos, apaños, cuando no de marrullerías.
Quien se empeña en que no hay nada más que la razón, también ha salido, lo perciba o
no, del ideal paraíso de la infancia. En la infancia se tiene todo a la vez, en germen y en
brote, aunque algunos rasgos no estén desarrollados. Pero la infancia no es limitativa ni
reductiva. En el momento en que se decide que algo de lo humano es el único criterio
decisivo de lo humano y que, por ejemplo, creer va en contra de la razón, se ha perdido
esa condición enteriza, se es entonces adulto en el mal sentido de la palabra; se ha dejado
de ser inocente.
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CAPÍTULO 5 
CLARIVIDENCIA
 
 
 
 
 
 
«Los niños tienen sus propias maneras de pensar
y de sentir; nada más insensato que querer sustituirlas
por las nuestras».
(ROUSSEAU)
 
 
Si alguien, que está tenso, toma a un bebé en sus brazos, y lo hace además torpemente,
es comprensible que el niño o la niña no se sientan a gusto y lloren o se quejen. Por el
contrario, si encuentran un cuerpo tranquilo, relajado, acogedor, manifiestan enseguida
que están a gusto. Pero lo notable es que el bebé puede percibir que el acogimiento es
también mental, por parte del adulto. Los buenos pensamientos y el amor hacen que el
cuerpo tenga características de ese seno materno que fue la primera casa del niño.
Hay gestos en los adultos que los niños, con notable clarividencia, saben interpretar
con un escaso margen de error. Los más claros son la sonrisa, que les hace sonreír a ellos
también, y el gesto de disgusto, de enfado. Cuando Emilio, con tres años, ponía cara de
enfado «adulto» cuando se enfadaban con él, había que mirar para otra parte para no
reírse, porque la imitación era de asombrosa calidad, sin posibilidad de sobreactuación,
arte puro. No podía haber sobreactuación porque no había reflexión.
Los niños son clarividentes porque se mueven entre realidades puras, sin mezclas, sin
justificaciones más o menos racionales o irracionales, como sucede entre adultos y entre
niños de más de ocho años. Su mundo inmediato es el de la sensación. Pero esta puede
ser muy «inteligente», como se ve también en algunos animales. ¿Cómo logra ver el
perro, desde muy pronto, el estado de ánimo de su dueño o dueña, y modificar su
comportamiento según los casos? En el perro se debe, en cierto modo, a que sabe
ponerse en el lugar del otro —del amo, del ama—, con una entrega y una dedicación que
siempre ha originado admiración. Lord Byron es autor de la tan citada frase de que
«cuanto más conozco a los hombres más amo a mis perros».
La clarividencia de los niños pequeños no se debe a que sepan ponerse en el lugar de
los demás —para ellos no hay más lugar que el suyo—, sino a una especie de
«inteligencia sensorial», por la que advierten los síntomas sensibles de las actitudes
adultas. Un niño no funciona previendo los pros y los contras, pero, por eso mismo, se
dirige directamente, sin reflexión alguna, hacia donde intuye que está lo esencial.
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CAPÍTULO 6 
SE LO CREEN TODO
 
 
 
 
 
 
«El mejor medio para hacer a los niños buenos,
es hacerlos felices».
(OSCAR WILDE)
 
 
Hasta los seis o siete años los niños se creen todo —o casi todo— lo que les cuentan
las personas con las que tienen confianza, de las que se fían. No se fían de todas, porque
sienten o intuyen, por su clarividencia, lo que no les conviene. Es la edad dorada de los
cuentos, cuando la fantasía apenas se distingue de la realidad, cuando los elefantes
pueden volar y la Luna bailar, y las ranas cantar en coro dirigidas por un sapo.
No es una creencia ciega. Los atisbos de razón que, de algún modo, tienen que darse
conforme se crece, a partir de los cuatro años, hacen que los niños, creyéndose los
cuentos, no se los acaben de creer del todo. Se mueven en el horizonte de la posibilidad,
en el que todo puede ser cualquier cosa y cualquier cosa transformarse en otra.
Desde que Mauro tenía tres años le había entretenido, a la vez que lograba que se
estuviese quieto durante algún tiempo, sin enredar. Solía contarle que, en mi casa,
adonde venía de vez en cuando con su padre, había siete brujas: la roja, la negra, la
verde, la blanca, la gris, la azul y la rosa. Cada una residía en un lugar concreto. La roja,
en la cocina; la negra, en el mando de la tele; la verde, en un estuche donde yo tenía
guardadas cosas varias; la blanca, en el tubo de dentífrico del cuarto de baño; la gris —la
más huidiza— detrás de una cortina; la azul, tras un espejo; y la rosa en un bote en el que
yo guardaba el alpiste para el periquito.
Le había dicho a Mauro que las brujas no eran malas, ni hacían daño, pero que cuando
se enfadaban había que estar lejos de ellas porque tenían muy malas pulgas, todas,
menos la blanca, que era muy tranquila. Todo empezó con la invención de la bruja roja,
la de la cocina; me iba allí y hacía dos voces, la mía y la de la bruja. Cuando volvía,
Mauro tenía los ojos muy abiertos, cara de miedo, pero no un miedo malo, sino de gusto
por un poco de terror (algo que, con diez años más, algunos adolescentes cultivan con
fruición). Cuando venía y se portaba mejor, le decía que las brujas no estaban, que se
habían ido de vacaciones a la montaña. Hasta que me di cuenta de que prefería que las
brujas estuviesen, para asustarse a gusto.
Un día noté que, en cierto modo, les había perdido el respeto a las brujas, al menos en
parte. Salimos él, su hermano Siro —de poco más de un año—, sus padres y yo, a hacer
una excusión para ver trenes. Pero el tiempo se estropeó, la noche se echaba encima y los
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padres decidieron postergarla a otro día. Mauro —de quien había partido la idea— inició
la esperada rabieta y el lloro desconsolado. Hasta que se me ocurrió decirle que en una
cajetilla roja, con pequeños puros de chocolate que yo traía en el bolsillo, estaba ni más
ni menos que la bruja roja. Mauro se calló enseguida.
 
—¡Enséñamela!
—No, que está durmiendo y cuando la despiertas tiene muy mal humor.
—¡Enséñamela!
—Bueno, pero solo un poco…
Abrí poco a poco la cajetilla, hasta que aparecieron los extremos de dos puritos.
—¡Qué patas más negras! —dijo Mauro.
—Sí. Es la bruja roja, pero tiene las patas negras.
—¿Y cómo tiene las patas la bruja negra?
—Rojas.
—Lo sabía…
 
Pienso que no se creía ni la mitad de la historia, pero era un juego, una determinada
forma de juego (la que engloba el teatro —to play, jugar, en inglés—, el carnaval, los
juegos de rol, etc.) donde todo es ficción.
Es en la edad adulta cuando ocurre que mucha gente no puede soportar el poder de la
ficción. Así se explican diversasformas de censura a manifestaciones artísticas. Ocurre
lo mismo cuando, desde el arte, desde la ficción, se pretende intervenir en política, o
apoyar una ideología. No se acaba de entender que arte y ficción tienen su espacio
propio, no contaminable con nada. Es el mundo en el que todo es posible, en el que las
transformaciones o metamorfosis se pueden suceder con toda normalidad. Un mundo en
el que tiene razón don Quijote, en el que los molinos de viento son enormes gigantes
plantados en la llanura de La Mancha. ¿Se imagina alguien que Cervantes hubiera escrito
que los molinos eran «símbolos del absolutismo»?
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CAPÍTULO 7 
EGOÍSMO INCONSCIENTE
 
 
 
 
 
 
«¡Es mío!».
(CUALQUIER NIÑO)
 
 
El niño es un egoísta inconsciente, un egoísta por necesidad. La condición precaria
con la que nace el ser humano —no habla, no puede andar, no puede alimentarse por sí
mismo— y el largo tiempo de esta completa dependencia, hace que ante el menor
síntoma de molestia (hambre, sueño, calor, frío, humedad, viento, picores, gases, etc.)
llore desconsoladamente en una petición urgente de ayuda. Un llanto que parece
pensado, no solo para que los adultos lo oigan, sino para que acudan enseguida en ayuda.
El llanto de un niño, más que un llanto, es una sirena de alarma, estridente y molesta
como esas sirenas; pensado para que se acuda lo más rápido posible a detener ese ruido.
Poco a poco, de forma siempre inconsciente, el niño aprende ese mecanismo: él llora o
gimotea y enseguida tiene a alguien al lado dispuesto a darle lo que quiere. Desde que
cumple un año y, sobre todo, desde que empieza a andar, ese mecanismo es
perfeccionado y usa el llanto para conseguir lo que quiere, que casi siempre es un
capricho de su cambiante naturaleza.
Cuando tenía poco más de un año, Emilio estuvo enfermo durante unos pocos días,
con vómitos. La madre permanecía constantemente a su lado. Meses después era capaz
de simular un vómito, cuando quería conseguir algo que, en primera instancia, se le
había negado. Con más de dos años, cuando se despertaba por la noche y quería que
viniera su madre, decía desde su cuarto: «Mami, tápame». Naturalmente, la madre
acudía, a cien por hora.
Hasta que no tiene uso de razón, este egoísmo es explicable como un mecanismo de
supervivencia. Solo y aislado, el niño no sabría qué hacer. Ha de atraer toda la atención,
para que le ayuden en cualquier eventualidad. El egoísmo que nos irrita es el calculador,
minucioso, de quien no sabe nunca ponerse en el lugar de los demás. El egoísmo de
quien ignora incluso esa norma de la universal sabiduría de «no quieras para otros lo que
no quieres para ti».
El egoísmo infantil es una de las pocas cosas que no hay que adquirir en el deseable
retorno a la infancia. En el niño, ese egoísmo está más que justificado; en el adulto no,
porque se encuentra en condiciones tanto de defenderse por sí mismo como de ponerse
en el lugar del otro.
No todos los niños son igualmente egoístas. En algunos, asoman ráfagas de
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generosidad, de altruismo, tanto más emocionantes cuanto menos esperadas. Estaba
junto a Mauro, de casi dos años, abriendo un gran paquete de patatas fritas. El niño
extrajo de la bolsa una patata singularmente grande, y sus ojos se agrandaron ante
aquella maravilla. Comenté: «¡Qué grande, cómo me gusta!». Y él alargó su brazo y me
tendió la patata con su manita generosa, diciendo: «Para ti».
Que una madre se quite el pan de la boca para darlo a un hijo se comprende, y casi no
tiene mérito. Pero que lo haga un niño de menos de dos años con alguien que no es ni su
padre ni su madre demuestra un natural generoso y extraordinario. Si no se estropea,
hará la felicidad de su vida, porque hay más alegría en dar que en recibir.
No todos los niños y niñas son iguales, porque el albur de la combinación genética da
lugar a una gran variedad. Se ha podido ver, en un embarazo de gemelos cómo, a los seis
o siete meses, uno de ellos ya era el dominante y el otro se resignaba a defenderse,
ocultándose lo más posible. Al cabo de los años, observaban la misma pauta de
conducta. Por mucho que la educación pueda cambiar rasgos de la herencia genética hay
un natural que se tiene por nacimiento y que permanece, en esencia, invariable: «Genio y
figura hasta la sepultura».
Hay que retornar a la infancia de esos niños y niñas que, pese al explicable egoísmo
que les impone su precariedad, son capaces de gestos generosos. Como el de Carla, de
cuatro años, que apenas recibió su regalo de cumpleaños, se lo dio a su hermano
pequeño, y este, por su parte, se entretuvo más tratando de meterse en la caja de cartón
del envoltorio que disfrutando del propio regalo. La misma Carla que preocupa a su
madre. ¿Cómo decirle que no tenía por qué darle todo a todo el mundo? No le duraban
los lápices, los bolis, los cuadernos… Apenas le decían «me gusta» ya lo estaba dando.
¿Cómo enseñarle a no exagerar sin impedir su natural generosidad?
Por el contrario, es una manifestación de ese egoísmo inocente los celos de los
hermanos mayores cuando nacen nuevos hermanos. Son típicos los celos del
primogénito cuando viene el segundo. Hasta ahora ha sido el único depositario del
cariño, el afán, el cuidado, el esmero del padre, la madre, los abuelos, los tíos y toda una
ristra de parentela. Era, aunque de forma inconsciente —pero sensible— el amo. Todo
para él o para ella. Y de pronto irrumpe un extraño, alguien muy parecido a mí, pero más
pequeño, alguien con quien se vuelcan ahora todos. ¿Me abandonarán?
Hay niños que, de forma instintiva, no demuestran esos celos, sino todo lo contrario.
Se acercan al bebé, lo miran, tratan de acariciarlo torpemente. Si ya son algo mayores y
saben dar besos, lo besan. Pero en muchos de esos casos los celos van por dentro. El
egoísmo, fuente de todas estas manifestaciones, es, como ya se ha dicho, lo único que no
hay que conservar en el deseado retorno a la infancia; pero ese egoísmo seguirá siempre
presente, y la batalla durará toda la vida. La única victoria definitiva contra el egoísmo
está en el amor, si se entiende como conjugar el tú —verdadera primera persona del
singular— y el vosotros —«primera» persona del plural—. Por eso es tan importante
enseñar a los niños a dar, porque el saber dar es el primer entrenamiento para el amor.
No es propio del verdadero amor decir «¿qué me das?», sino «¿qué quieres?».
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CAPÍTULO 8 
LA REITERACIÓN INFANTIL
 
 
 
 
 
 
«Un elefante se balanceaba…
Dos elefantes se balanceaban…»
(CANCIÓN INFANTIL)
 
 
Como se mueve tanto y no le gusta que le vistan, la única manera de tener quieto a
Emilio es contarle un cuento. Así que empiezo:
 
«Érase una vez una ranita que nadaba en el río y se encontró con una barracuda [a
Emilio le gustan las barracudas y no es cuestión de tener en cuenta que es un pez de mar
y no de río].
—¿Qué come la barracuda? —dijo la ranita.
—La barracuda come ranitas —dijo la barracuda.
—No, no, no me comas, soy muy buena —dijo la ranita.
—Pero yo tengo hambre —dijo la barracuda.
Entonces apareció por el río un cocodrilo que dijo:
—Oh, una barracuda, me gustan las barracudas, me voy a comer una barracuda.
—No, no, dijo la barracuda, sé bueno.
—Sí, sí —dijo la ranita—, no te comas a la barracuda.
—Bien, bien —dijo el cocodrilo—, nadie se va a comer a nadie. Seamos buenos y
cada uno se vaya por donde ha venido.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado».
 
«Otra vez», dijo Emilio.
«¿Otra vez?»
«¡Otra vez!»
«Érase una vez…»
Le conté el cuento cinco veces más, pero haciéndolo cada vez más corto. La última
versión decía:
«Érase una vez. Colorín colorado, este cuento se ha acabado».
«¡Otra vez! ¡Otra vez!»
 
Se sabe también que cuando a un niño de estas edades le gusta una película de dibujos
animados es esa y no otra. Siempre esa, una y otra vez, hasta que cambia. Mientras le
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gusta una cosa no la cambia por ninguna otra, al menos durante un tiempo… Hay ahí
una sabiduría oculta, porque para apreciar algo hay que frecuentarlo. Un comportamiento
más que explicable: cuando encontramos algoque es para nosotros un bien, lo queremos
una y otra vez, sin cansarnos. La reiteración infantil es una muestra más de su manera
directa y sencilla de afrontar las cosas: si esto está bien, ¿por qué cambiar?
Con su inconsciente deseo de reiteración, el niño aprende algo esencial en la vida —
hasta el punto de ser una de las claves definitivas—: que se puede esperar que lo mismo
vuelva a aparecer. En física es nada menos que algo básico, el principio de regularidad.
Es la buena rutina. Como dice Homer Simpson, su matrimonio está construido sobre el
fuerte cimiento de la rutina. Se puede experimentar, jugar a lo diverso o incluso intentar
ser revolucionario, porque detrás está el armazón de la buena rutina, que libera tiempo al
hacer innecesario que se tenga que inventar cada día el modo de abrocharse los zapatos o
la manera de hacer café.
La reiteración es la base necesaria, el cimiento, para que se pueda dar lo nuevo, lo
diverso, el cambio. Solo la insistencia construye. Y cuando aparece algo nuevo hay que
reiterarlo, para que sea verdaderamente valioso. El niño, a su modo, sabe todo eso.
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CAPÍTULO 9 
NIÑOS Y ANIMALES
 
 
 
 
 
 
«Los niños y los animales entienden mejor mi música».
(IGOR STRAWINSKI)
 
 
Los animales, en relación a los seres humanos, viven una especie de niñez perpetua,
porque carecen de conocimiento intelectual y de libertad, aunque algunos tengan, y muy
desarrollado, el conocimiento sensible, la memoria y una especie de ingenio sutil. No
son responsables de sus actos porque no son actos nacidos de la elección, sino del
instinto de naturaleza.
Por otro lado, los animales domesticados por el hombre, en especial los perros, han
adquirido en el trato con los seres humanos habilidades, actitudes y costumbres que lleva
a ser considerados como «uno más de la familia». La condición debería ser que no se les
trate como a seres humanos, porque lo que se merecen es ser tratados como lo que son:
inocentes animales, merecedores de respeto. No se ama más a un animal si se le
considera una especie de bebé, se le viste con chalecos, se le peina en forma «artística» y
se le lleva en brazos. Lo mismo que es bueno que coma su comida y no la de la familia,
es bueno que se le deje ser el animal que es.
De animal a «animal» (humano, pero aún cachorro), los animales suelen tener
predilección por los niños. Conozco a una gata, tranquila y silenciosa, que cuando los
niños eran bebés de pocos meses, se pasaba casi todo el día junto a la cuna, como de
vigilancia. Y si el bebé gimoteaba, la gata iba adonde los padres, avisando.
Juan Ramón Jiménez refiere también esa empatía entre niño y animal en uno de los
capítulos de Platero y yo: «La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir
hacia él, entre las lilas, con su vestidito blanco y su sombrero de arroz, llamándolo
dengosa: “¡Platero, Platerillo!”, el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un
niño y rebuznaba loco. Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le
pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada
de grandes dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo
llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre».
Los niños no suelen tratar bien a los animales, hasta que no logran controlar sus
impulsos agresivos. La inmediata reacción de un niño que apenas anda, si se encuentra
en la calle con unas palomas, es intentar patearlas, no acariciarlas. Suelen atrapar a los
gatos de mala manera, por el rabo. Los hámsters se ven a veces aplastados, eso sí, sin
querer… Muchas veces no se entiende cómo los perros, ante tales maltratos, no
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reaccionan violentamente, pero suelen aguantar o, como mucho, quitarse de en medio si
ven venir al niño.
Entre los tres y los cuatro años ya se puede enseñar a los niños a cuidar, al menos
durante un pequeño rato, de la mascota. Aunque no es bueno dejarlos solos con los
animales… por lo que le puede ocurrir al animal. Después, de los cuatro en adelante,
pueden hacerse verdaderos amigos de los animales, casi sus iguales en algunas cosas. A
través de ellos pueden comprender necesidades de otros, en cierto modo inferiores y
dependientes de ellos. Es una primera manera de salir de sí mismos y un sentido muy
amplio de amor.
Los niños se parecen también a los animales (o los animales a los niños, da lo mismo)
en la inocencia. El deseado y deseable buen trato a los animales, a todos los animales,
domésticos o salvajes, «superiores» o «inferiores» (que es una mala terminología) está
basado en el reconocimiento de su inocencia original. Es muy bueno enseñar a los niños,
desde que pueden «entender» algo, que los animales, todos, desde la leve mariposa
blanca hasta el rinoceronte que ven en el zoo, son compañeros de este mundo, colegas de
la creación. Por el amor a los animales se puede enseñar el aprecio por la diversidad, la
biodiversidad, que no solo es condición de supervivencia sino un factor impagable de
belleza.
No debe permitirse a los niños maltratar a los animales, y menos aún matarlos. Hay
que poner en su cabeza y en su corazón un sencillo y profundo deja que vivan. Así, de
ese modo, aprenden algo que será esencial en su vida adulta y que es perfectamente
compatible con esa deseada recuperación de la infancia: vive y deja vivir. Es sintomático
que, quienes conservan mucho de los valores de la primera infancia sean personas que
tratan bien a los animales, se entusiasman con ellos, y los valoran como tales animales.
La razón es clara: conservan o han recuperado esa natural sintonía entre el niño y el
animal, los dos «irracionales» y los dos inocentes.
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CAPÍTULO 10 
JUEGOS DE NIÑOS
 
 
 
 
 
 
«Los juegos infantiles no son tales juegos,
sino sus más serias actividades».
(MONTAIGNE)
 
 
La primera idea que, para muchos, se asocia al juego, es su contraposición con la vida
seria. Pero se olvida que una de las exigencias esenciales del juego es tomárselo en serio;
un juego no tratado seriamente deja de ser un juego y se transforma en algo sin sentido.
El juego siempre tiene un sentido: el propio juego.
El juego exige un cierto dominio de la realidad, y comprender la diferencia entre la
realidad lúdica y la realidad no lúdica. El bebé no juega, en sentido estricto: solo se
entretiene con la variedad de los ruidos (sonajeros), de las luces, del movimiento. A
partir del año y medio, los niños suelen necesitar cosas para entretenerse (juguetes), pero
también hace falta que el adulto juegue con ellos, porque precisan de un testigo casi
continuo.
Los verdaderos juguetes infantiles, al menos hasta los tres años, no son casi nunca los
convencionales. Se ha observado continuamente que, cuando a un niño de hasta tres años
de edad se le regala un juguete, se entretiene más con la caja (dándole patadas, por
ejemplo). Cuando llevaron a Emilio, que entonces tenía dos años y medio, a la cabalgata
de los Reyes Magos, no le atrajo demasiado; se entretenía más tirando piedras y palitos a
la ría. Meses después hacía lo mismo en algunas charcas de caminos de la sierra de
Madrid, charcas a las que llamaba sin duda alguna rías.
Es muy conocido cómo, salvo excepciones, los niños tienden a destrozar los juguetes
y, más en general, a mover lo que está quieto y desordenar lo que está ordenado.
Cuando, para que le dibujara una palmera o una barracuda, Emilio me traía los lápices de
colores que sus padres guardaban en un caja de metal, lo primero que hacía era volcarlos
estrepitosamente sobre la mesa y esparcirlos por el suelo. Si le pedía uno, de un color,
me daba el que le daba la gana pero, eso sí, lo buscaba con todo el cuidado del mundo.
Era también un juego que algunas cosas le gustasen de un modo especial y las besase.
Incluso ya con ocho años quería tanto a un tiburón gris de peluche que lo llevaba en un
carrito, como si fuera un bebé. Bien es cierto que al poco tiempo ya estaba en otra cosa.
Es un juego, sin más, lo nuevo, lo variado, lo distinto. Lo de «más contento que un
niño con zapatosnuevos» es verdad, no solo de los zapatos sino de casi todo.
Solo al final de esta primera infancia se puede introducir a los niños en los juegos de
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competición, en los que hay que ganar a base de habilidad física y estrategia. Tampoco
tiene sentido que frecuenten los juegos de azar, salvo en sus versiones fáciles y no
adictivas, como el parchís o la oca y juegos parecidos. Los juegos más apropiados en
esta época son los que favorecen la imaginación; de ahí la importancia de los cuentos, de
películas o de vídeos, siempre que ayuden a introducir a los niños en mundos distintos.
La imaginación cumple ahí una función primordial, que continuará en la edad adulta. La
imaginación no solo es indispensable en las artes y en las humanidades; también en las
ciencias porque, glosando una frase de Einstein, si quieres resultados distintos, imagínate
situaciones distintas.
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CAPÍTULO 11 
LOS REYES MAGOS SON VERDAD
 
 
 
 
 
 
«No matéis las ilusiones infantiles,
porque la ilusión adulta es la realidad de la niñez».
(JESÚS ARELLANO)
 
 
En los países, como España, en los que la Epifanía —es decir, la manifestación del
Niño Dios ante los Magos de Oriente— es una gran fiesta —porque, entre otras cosas, es
la fiesta de los niños— se hace la inmediata, pero quizá no muy profunda asociación «los
Magos traen regalos al Niño Jesús y por eso a todos los niños». Si se ahondase un poco
en las verdades cristianas se vería cómo, si en Adán todos los seres humanos pecaron, en
Jesús todos pueden ser salvos, si así lo quieren. El Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es una
realidad y se podría decir que el Cuerpo (místico) de Cristo Niño es el conjunto de los
niños que han sido, son y serán, que tienen derecho a esperar todo tipo de dones,
empezando por el de la vida.
Como se sabe, los Evangelios no hablan de Reyes, sino de magos de Oriente; y no
dicen cuántos eran, aunque se ha deducido el número de tres por los tres dones: oro,
incienso y mirra. Los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, así como el título de
Reyes, provienen de algunos evangelios apócrifos. La primera vez que se encuentran
escritos sus nombres en una iglesia es en el siglo VI, en Rávena.
Se acepta pacíficamente el nombre de magos —que está, como magoi, en el original
griego— en el sentido de mágico, de capaz de hacer cosas prodigiosas, como es, sin
duda, estar a la vez en todos los lugares del mundo, contando con el desfase horario, para
traer regalos. Los magoi, en la época y desde mucho antes, eran sabios, personas
dedicadas al estudio, singularmente del universo, de las estrellas y de los planetas. De
hecho, el Evangelio de Mateo da una indicación muy clara: «Hemos visto su estrella y
venimos a adorarle».
Los prodigios de los Reyes Magos solo pueden ser creídos. Por eso, los niños dejan de
«creer» en los Reyes Magos cuando empiezan a razonar, aunque muchos lo disimulen
para no perderse los regalos. Lo que los Evangelios cuentan de los magos sí resiste un
análisis crítico; no así los Reyes Magos de la leyenda. Y, sin embargo, los Reyes Magos
son verdad.
No se sabe bien por qué, pero se pueden describir dos tipos de personas, en cierto
modo contrapuestos: quienes hacen del no creer (en nada) un resultado de una exigencia
de la razón; y quienes están dispuestos a creer, quizá para superar lo que les parecen
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estrechos límites de la razón. Para los primeros, si la razón es lo que es, no puede existir
nada más allá de lo que la razón puede explicar. Para los segundos, la razón, sí, pero
también un más allá de la razón.
Shakespeare —que era un gran artista— hace decir a Hamlet que «hay más cosas en el
cielo y la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía». «Filosofía» equivalía a
conocimiento, a ciencia. La ciencia siempre aspira a más y, en ese sentido, sueña. Pero el
sueño de la razón produce monstruos, como escribió otro artista, Goya. Hay más cosas
entre el cielo y la tierra de lo que se puede hasta ahora conocer. La realidad, por así
decirlo, no es compacta, de aristas definidas de una vez por todas. La realidad tiene
flecos.
La mayor diferencia entre los «racionalistas» y los «creedores» es que los primeros
restan; los segundos, suman. Los primeros tienden a decir: «No hay más que esto». Los
segundos: «Hay eso y más». Los racionalistas corren el grave peligro de ser cicateros, de
dar, si acaso, lo justo. No logran entender que, muchas veces, cuando se da lo justo no se
da lo suficiente. Lo suficiente tiene desde siempre el nombre de equitativo, que alude a
una igualdad (por tanto, algo racional), pero es la igualdad aplicada a la desigualdad. Dar
a cada uno lo suyo —que es una buena definición de la justicia— quiere decir, en la
práctica, dar más a unos que a otros y, concretamente, dar más a quienes tienen menos.
En la vida humana hay realidades esenciales que no son, casi en ningún sentido,
matemáticamente racionales: para empezar, casi todo el extenso territorio de la emoción,
de las pasiones y, de un modo singular, del amor. Del amor se dice que es ciego, lo
contrario a la claridad racional. No se puede amar a alguien poniendo a un lado los pro y
a otro lado los contra. Si se ama de verdad todo eso no cuenta para nada.
Eso no quiere decir que el amor tenga que ser irracional, fuera de cualquier norma,
tumultuoso y convulso. El amor es «regulado» por otras realidades, también
emocionales, pero a la vez claras: el respeto es la principal. La combinación de amor,
pasión, confianza y respeto puede hacer del amor algo a la vez profundo, claro y
fascinante.
Es bueno que los niños crean en los Reyes Magos. Conozco a alguien que, desde
joven, se había alejado de cualquier creencia religiosa, y que, al tener su único hijo,
decidió educarlo según las normas de lo solamente racional. Para empezar no lo bautizó.
Después ante la menor aparición, por influencia del colegio o por simple desarrollo del
pensamiento, de algo religioso, lo desmontaba, reduciéndolo a la racionalidad. Así
ocurrió con los Reyes Magos. Desde que pudo entender, más o menos, al niño se le dijo
esa frase terrible: «Los Reyes son los padres».
No. Los Reyes Magos son verdad. Los Reyes Magos son los señores de la
generosidad, de la creatividad, de lo mágico y de lo imposible. Alegran el mundo de los
niños y de los adultos que siguen creyendo en esas realidades. Los padres, son, si acaso,
los pajes de los Reyes Magos, pero son los Reyes los que ponen en sus corazones el
deseo de dar y de darse, el don de sí mismos para el bien y la alegría de los hijos.
«¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era posible acostarlos. Al fin, el
sueño los fue rindiendo: a uno, en una butaca; a otro, en el suelo, al arrimo de la
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chimenea; a Blanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre
los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes… Y ahora, en el fondo de esta afuera
de la vida, se siente como un gran corazón pleno y sano, el suelo de todos, vivo y
mágico». El poeta y unos amigos hacen de Reyes, en una improvisada y casera
cabalgata: «Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de
los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y maravillados».
El filósofo Jesús Arellano (1921-2009) es autor de un ensayo titulado Los Reyes
Magos son verdad. Basándose en que el hoy, para las realidades divinas, no tiene nada
que ver con el ayer ni con el mañana sino que es un presente eterno, los Reyes Magos
están llegando siempre: «La caravana inmensa llega hoy. Los hombres de ayer y de
mañana. Y nosotros. Y en la cabecera de la gran caravana van las primicias de la
Humanidad en el misterio eterno y actual de la Epifanía: los Reyes Magos».
La caravana, las caravanas, con cientos de personajes más o menos ilustres que hacen
de Reyes Magos son representaciones: «La cabalgata que cruza nuestras calles recuerda
un acontecimiento histórico. Pero representa un acontecimiento real: el hoy del misterio
de la Epifanía».
«¿No será que les mentimos a los niños? —se pregunta Arellano—. Yo creoque no.
Es una cuestión de psicología. (…) Sucede con frecuencia que no entendemos bien a los
niños. En demasiadas ocasiones les colgamos sentimientos, deseos, juicios, vicios y
virtudes de personas maduras. Hacemos esto cuando, por ejemplo, castigamos una falta
infantil juzgándola como falta de hombre ya hecho. (…) El niño no es “un hombre
pequeñito”, sino precisamente “un niño”. (…) Uno de los trabajos de la psicología y de
la pedagogía contemporáneas ha consistido en lograr que a los niños se les vista de
niños, en quitarles los aderezos, los polisones y las casacas que, por ser de personas
mayores, desfiguran y oprimen y violentan la estructura infantil. (…) Para ellos las cosas
funcionan y suceden de manera diferente que para nosotros. El niño tiene su propio
mundo».
Aun repitiendo conceptos ya aparecidos aquí, no estará de más evocar de nuevo cómo
es el mundo del niño en lo que hemos llamado segunda etapa de la primera infancia, de
los 2 a los 7 años. «La suya es una capacidad de comprensión concreto-simbólica. (…)
El niño entiende la “realidad” bajo la forma aproximada de lo que los adultos
entendemos por “lo maravilloso” o “mágico”. El cuento es una historia “real” para un
niño. “Real” a su manera: una manera en la que los deseos, la imaginación y la realidad
se funden en una pieza única, sin fronteras ni separaciones. Lo que el niño “entiende” lo
entiende así. Lo que entra por sus ojos lo embellece. Cuanto, a través de los oídos,
penetra en su alma cobra en ella una “realidad” peculiar, desconcertante para los
mayores. (…) Siempre es la suya una interpretación concreta, viviente, animada,
maravillosa, en la que las distancias materiales se miden con metros de deseos (metros
más cortos cuanto más grandes los deseos, por paradoja), en la que los movimientos de
las cosas se ven fundidos en el espacio interior de los movimientos del espíritu y de la
afectividad y se califican según estos internos movimientos sean. Lo inmaterial se
materializa poetizándolo (al contrario de los adultos; igual que los poetas, creadores del
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mundo como los niños; igual que Dios, que “poetizó”, a la manera divina, cuando creó el
universo)».
Arellano concluye que «el “cuento” de la llegada de los Reyes Magos y de los regalos
de los Reyes Magos ha sido inventado por los niños. Los mayores solo hemos actuado de
amanuenses: hemos traducido en palabras y en espectáculo lo que el temblor de la
mirada infantil y su gesto embellecedor (no mentiroso) de la realidad nos dictaban. Pero
ellos nos dictan la “verdad”, la “realidad”, al modo infantil. No les mentimos».
Los Reyes Magos son verdad y lo serán siempre porque ellos están en el hoy de las
cosas eternas. Personalmente nunca he dejado de creer en los Reyes Magos. Pero hace ya
muchos años que no deseo que me traigan nada; o mejor: solo una cosa: ellos mismos.
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TERCERA PARTE
RETORNO A LA INFANCIA
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CAPÍTULO 12 
EL PARAÍSO PERDIDO
 
 
 
 
 
 
«El verdadero paraíso perdido es la infancia».
(MARCEL PROUST)
 
 
A Rainer Maria Rilke se atribuye la frase de que la infancia es la patria del hombre,
idea que circulaba desde mucho antes y después se ha repetido. Es, en cualquier caso,
una patria cambiante: la infancia, tanto hasta esos seis o siete años como después, y más
en la fronteriza adolescencia, es la época del continuo movimiento. Todo en la vida
humana es proceso, en realidad; pero a partir de la llamada madurez, que puede darse
pronto, en plena juventud, las cosas se estabilizan, empezando por los rasgos físicos, que
se ensancharán, arraigarán y perderán tersura y chispa y gracia con el paso del tiempo.
Siempre estará ahí la cosmética o incluso la cirugía llamada estética para corregir el
azote del tiempo. Pero lo que nadie puede conseguir de forma física es la belleza de la
inocencia.
Es una patria la infancia, además, que solo puede ser reconocida como tal cuando ya
hace tiempo que se ha ocultado tras las dunas de la memoria. El niño es un patriota
inconsciente de su patria/infancia. Por eso, de adulto, no recordará esos días casi siempre
felices en los que su voluntad era seguida por todos.
La infancia es la época de un cambio casi diario, desde el bebé indefenso que solo
sabe chupar y llorar, hasta el audaz de doce, trece o catorce meses que se lanza a andar,
con la mirada intrépida de quien es capaz de patear el mundo. Por no hablar del que
empieza a hablar, y sigue luego, e inventa frases y desarrolla una curiosidad verbal que
para sí quisieran muchos académicos.
El paraíso que se pierde, la patria que se abandona al crecer son esos años de
constantes cambios, de conquistas trascendentales, de asombro ante la vida, empezando
por los detalles más pequeños. Emilio, con poco más de un año, cuando veía la página
extendida de uno de esos libros infantiles en los que se despliega, por ejemplo, una gama
amplia de animales, desde el elefante al ciervo, se fijaba en una ranita pequeña que
estaba casi saliéndose del papel. No sé si alguien sabe cuáles son los criterios de los
intereses del niño, pero suelen ser fuertes, definidos, defendidos a ultranza, lo cual es
compatible con cambiarlos cuando le place.
¿Qué se pierde cuando se deja atrás la infancia?
En primer lugar la belleza de cachorro. Esa belleza del estreno, que tan bien se ve en
los animales, es en el niño o niña de una claridad que asusta. Todo es perfecto: la piel, la
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mirada, el pelo, la barriguita, los menudos dedos de las manos y de los pies, el diminuto
sexo, el casi siempre redondo culo, que tantas veces le tienen que limpiar. Recién
nacido; a los no muchos meses, cuando gatea, a veces a velocidades de vértigo; en los
primeros pasos temblorosos, cuando se le afianzan las piernas y se les quita esa deliciosa
condición de zambos; cuando aprenden a tomar velocidad de tal modo que, más que
andar, andan siempre corriendo; cuando empiezan a caer en la cuenta de alguna cosa
especialmente interesante y ponen cara de filósofos, aunque un poco distraídos.
Esa belleza es aún mayor porque es inconsciente. No hay nada que estropee más lo
bello que el creérselo. Cuando alguien dice con un gesto mira qué guapo, mira qué bella
soy hay algo que empaña ya esa belleza y la hace redundante, una empalagosa
sobreactuación. Por eso no es bueno decir muchas veces a los niños y niñas que son
guapos, aunque lo sean, y mucho. Sobre todo a partir de los dos años, cuando empiezan a
retener casi todo lo que oyen, pueden hacer de ese qué guapo eres algo parecido al
creérselo, con lo que se empañaría el esplendor de su inconsciente belleza.
La belleza inconsciente de la infancia no se recupera nunca. Solo hay atisbos de ella
en las personas, jóvenes o adultas, tan inconscientemente humildes, que van caminando
con su hermosura como a cuestas, sin que se adivine un gesto o un movimiento de
vanidad o de presunción. Algo muy raro.
Con la infancia se pierde la ignorancia del cálculo. El niño no triangula, no mueve
ficha en espera de una jugada ajena, no es ahijado de Maquiavelo. El niño es el bote
pronto. Su cambiante humor no puede ser nunca materia apta para el cálculo. Lo que a
veces parece un principio de cálculo —a partir de los tres o cuatro años— no es más que
un automatismo aprendido porque le ha dado resultado alguna vez. Los adultos calculan
siempre. Incluso quienes hacen profesión de iconoclastas o van por la vida de
underground o alternativos piensan de antemano en los movimientos necesarios, y en
una cierta estrategia, para sacar adelante la regularidad de su irregularidad.
Con la infancia se pierde casi siempre la dichosa capacidad de creer todo lo que le
dice alguien en quien se confía. Porque la fe es eso: no tanto creer algo como creer en
alguien. Ya le puedes contar al niño el cuento más disparatado que no rechista, porque
no va al contenido, sino al hecho de que alguien le cuente algo. No tanto la historia como
el contar mismo de alguien que cuenta. Solo cuando se consigue amar en el más exacto
sentido de la palabra, es decir, cuando, por amor, se cree a la mujer, al marido, al padre,

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