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LE PERDONO, PADRE Sobrevivir a una infancia rota - DANIEL PITTET

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DANIEL PITTET
con la colaboración de Micheline Repond
LE PERDONO, PADRE
Sobrevivir a una infancia rota
Prólogo del
PAPA FRANCISCO
MENSAJERO
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Título original:
Mon Père, je vous pardonne.
Survivre à une enfance brisée
© Éditions Philippe Rey, 2017
7, rue Rougemont – 75009 Paris
www.philippe-rey.fr
La presente edición 
se publica en virtud de un acuerdo
con Éditions Philippe Rey,
de acuerdo con sus agentes autorizados
L’Autre agence, Paris, France,
así como con The Ella Sher Literary Agency
Barcelona, Spain.
All rights reserved
© 2017, Libreria Editrice Vaticana para el prólogo
00120 Città del Vaticano 
www.libreriaeditricevaticana.va
Traducción:
M. M Leonetti
José Pérez Escobar
© Ediciones Mensajero, 2017
Grupo de Comunicación Loyola
C. Padre Lojendio, 2
48008 Bilbao – España
Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630
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Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas
Fotografía de cubierta:
© Martine Wolhauser
Edición Digital
ISBN: 978-84-271-4032-5
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http://www.libreriaeditricevaticana.va
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Testimonio de un largo y duro camino de sanación interior, de lucha por la justicia y de
perdón.
Daniel Pittet tuvo una infancia rota. A los nueve años comenzó a ser violado por el
religioso capuchino Joël Allaz. Estos abusos duraron más de cuatro años. En este libro
Pittet hace un recorrido por su largo y duro camino de sanación interior, hasta recuperar
su vida y su alma. Todo un testimonio de superación, de lucha por la justicia y de
perdón, que cuenta con el prólogo del papa Francisco.
DANIEL PITTET (1959), actualmente vive con su mujer y sus seis hijos en Friburgo
(Suiza), donde trabaja como bibliotecario. Entre 1968 y 1972 sufrió abusos sexuales por
parte de un sacerdote. A pesar de ello mantuvo la fe, ya adulto, decidió llevar adelante su
proyecto de fundar la Asociación Prier Témoigner y lanzarse a escribir en 2014 el libro
«Amar es darlo todo». El Papa supo de su terrible historia: «Conocí a Daniel en el
Vaticano en 2015 [...]. No me podía imaginar que este hombre entusiasta y apasionado
de Cristo fuera una víctima de abusos por parte de un sacerdote. Sin embargo, esto fue lo
que me contó, y su sufrimiento me afectó mucho...».
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Índice
Portada
Créditos
Prólogo
1. El caos de la infancia
2. De familia en familia
3. El descenso a los infiernos
4. Salvado por unos monjes
5. Fundo mi familia
6. «Prier Témoigner» (Orar y Dar testimonio)
7. La denuncia
8. Secuelas y fragilidades
9. «Amar es darlo todo»
10. Un hombre que se mantiene en pie
11. Le perdono, padre
Epílogo
Agradecimientos
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A mi amigo Georges,
desaparecido demasiado pronto.
A mi esposa Valérie y a nuestros seis hijos:
Grégoire, Mathilde, Ludovic,
Simon, Anne Léa, Édouard.
A las personas que me han apoyado
a lo largo de todos estos años.
Y a todas las víctimas
que nunca han podido hablar.
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PRÓLOGO
Para quien ha sido víctima de un pederasta es difícil contar lo que ha soportado,
describir los traumas que persisten todavía en él al cabo de tantos años. Por eso el
testimonio de Daniel Pittet es necesario, precioso y valiente.
Conocí a Daniel en 2015 en el Vaticano, con ocasión del Año de la vida
consagrada. Quería difundir a gran escala un libro titulado Aimer, c’est tout donner
(Amar es darlo todo), que recogía los testimonios de religiosos y religiosas, de
sacerdotes y de personas consagradas. No podía imaginar que aquel hombre entusiasta y
apasionado por Cristo había sido víctima de abusos por parte de un sacerdote. Sin
embargo, eso fue lo que me contó, y su sufrimiento me impactó mucho. Vi en él, una vez
más, los espantosos daños que causan los abusos sexuales, así como el largo y doloroso
camino que aguarda a las víctimas.
Me hace feliz que otros puedan leer hoy su testimonio y descubrir hasta qué punto
puede entrar el mal en el corazón de un servidor de la Iglesia.
¿Cómo puede llegar un sacerdote, ordenado al servicio de Cristo y de su Iglesia,
llegar a causar tanto mal? ¿Cómo puede haber consagrado su vida a llevar a los niños a
Dios, y acabar en cambio devorándolos en lo que yo mismo he llamado un «sacrificio
diabólico», que destruye tanto a la víctima como la vida de la Iglesia? Algunas víctimas
han llegado incluso al suicidio. Esos muertos pesan sobre mi corazón, sobre mi
conciencia, y sobre la de toda la Iglesia. Ofrezco mis mejores sentimientos de amor y de
dolor a sus familias y, humildemente, les pido perdón.
Se trata de una absoluta monstruosidad, de un pecado espantoso, radicalmente
contrario a todo lo que nos enseña Cristo. Jesús usa palabras muy severas contra los que
hacen daño a los niños: «Pero a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en
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mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo
del mar» (Mateo 18,6).
Nuestra Iglesia, tal como he recordado en la carta apostólica Como una madre
amorosa, del 4 de junio de 2016, debe cuidar y proteger con un afecto particular a los
más débiles y a los más indefensos. Hemos declarado que debemos mostrar una
severidad extrema con los sacerdotes que traicionan su misión, así como con sus
superiores jerárquicos, obispos o cardenales, si les protegen, como ha ocurrido en el
pasado.
En su desgracia, Daniel Pittet pudo encontrar también otro rostro de la Iglesia, y
ello le permitió no perder la esperanza en los hombres y en Dios. Nos habla también de
la fuerza de la oración, que nunca abandonó y que le confortó en las horas más negras.
Optó por reunirse con su verdugo, cuarenta y cuatro años más tarde, y mirar a los
ojos al hombre que le hirió en lo más profundo de su alma. Y le tendió la mano. El niño
herido es hoy un hombre en pie; frágil, pero en pie. Me siento muy afectado por sus
palabras: «Muchas personas no consiguen comprender que no le odie. Le he perdonado y
he construido mi vida sobre este perdón».
Le doy las gracias a Daniel, porque testimonios como el suyo hacen caer el muro de
silencio que ahogaba los escándalos y los sufrimientos, y proyectan la luz sobre una
terrible zona de sombra en la vida de la Iglesia. Abren el camino a una justa reparación y
a la gracia de la reconciliación, y ayudan asimismo a los pederastas a tomar conciencia
de las terribles consecuencias de sus actos.
Rezo por Daniel y por todos los que, como él, han sido heridos en su inocencia,
para que Dios los levante y los cure, y nos conceda a todos su perdón y su misericordia.
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El 10 de junio de 1959, mi padre intenta asesinar a mi madre. Esgrimiendo en la mano
un gran cuchillo, la marca en la garganta. Loca de angustia, le suplica que acabe con ella,
ante los ojos de mi hermana mayor, paralizada. Intento vano. Mi padre deja el cuchillo y
agarra una cuchilla de afeitar. Graba una cruz de San Andrés en el vientre de mi madre.
Ese vientre en el que yo vivo aún, en el que yo me muevo. Mi madre está encinta de
ocho meses. Su vientre soy yo. Estaré marcado por esta agresión durante toda mi vida.
Nazco el 10 de julio de 1959, y se puede decir que parto con mal pie en la vida. Ya
soy un superviviente.
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1.
EL CAOS DE LA INFANCIA
Mis padres forman una pareja mal avenida. Mi padre es un hombre forzudo, albañil,
gran trabajador. Sobre su familia lo ignoro todo. Mi madre es una mujer más bien
intelectual, fina y bien educada. Sumadre, Alice, es de origen francés, pertenece a una
familia hacendada y con una cierta cultura. La guerra les empobrecerá, pues tienen que
marchar de Francia para ir a establecerse en Ginebra. En esta ciudad se siente
desclasada, porque mi bisabuelo fue contratado como simple obrero agrícola.
Con todo, la familia conservará los buenos modales y el buen comportamiento de
sus antepasados. Mi abuela era una mujer que siempre iba bien arreglada, con un aire
distinguido. Ella era la que nos transmitía una educación estricta y refinada, nos daba de
comer en una vajilla selecta, empleaba cubiertos de plata cuya procedencia nos intrigaba.
Nos sentábamos a la mesa con la espalda bien recta, con las manos colocadas de manera
correcta.
Mi abuela Alice se marcha de Ginebra al casarse. Se establece en Romont, en el
cantón de Friburgo. Mi abuelo Élie, el marido de Alice, es hijo de labradores. Como
muchos en aquel tiempo, procede de una familia numerosa, compuesta por diez hijos
cuyos padres mueren jóvenes, cuando sus hijos todavía son menores de edad. En cuanto
tiene la edad suficiente, mi abuelo Élie se convierte en chófer en la empresa de su tío.
Transporta a toda clase de gente, y le gusta mucho contar anécdotas espigadas un poco
de todas partes. Pero, como ocurrió con sus padres, mi abuelo muere joven y deja a mi
abuela sola con sus tres hijos y sin apoyo material. «¡Pon una tienda, yo te presto el
dinero que necesites!», le sugiere un pariente. Ella sigue el consejo y abre una papelería
que le permite subvenir a las necesidades de los suyos. Los miembros de mi familia
materna se muestran desde muy pronto solidarios los unos con los otros.
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Mi abuelo Élie tiene una hermana religiosa que forma parte de la Congregación de
las hermanas de San Pablo, conocida por lo general con el nombre de Obra de San
Pablo; esta tía abuela desempeñará un papel esencial en mi vida. La Obra de San Pablo
practica su apostolado a través de los medios de comunicación en estrecha colaboración
con los laicos. Esta es la razón por la que la comunidad goza de la reputación de poseer
una gran apertura de espíritu y está acostumbrada a vivir en el mundo. También mi
madre, como su tía, expresó el deseo de hacerse religiosa. Entró en el convento y estuvo
con las hermanas de San Pablo durante un año. En este período conoció a mi padre y
sucumbió a su encanto. Le habla a su madre del muchacho, y ella se informa sobre el
mismo a través del cura de la parroquia. Es una práctica muy corriente preguntarle al
cura para obtener información. Este último no tiene nada que decir; a lo sumo, que ha
sido un buen monaguillo, toda una cualidad a los ojos de mi abuela, que era muy
piadosa. Autoriza a mi madre a dejar el convento y casarse. En aquel momento mi madre
está en un mar de dudas sobre su elección, puesto que se la confía a su propia hermana.
Sin embargo, todo el mundo ignora en aquella época que aquel muchacho es un enfermo
psíquico. La pareja se casa. Mi hermano y mi hermana vienen al mundo. Algunos años
después, mis padres se trasladan a Ginebra.
El 10 de junio de 1959 mi padre agrede a mi madre en el octavo mes de su
embarazo. Llegan los del servicio de urgencias, la salvan y se llevan a mi padre para
internarlo durante varios meses en un hospital psiquiátrico. Dicen que padece una
paranoia. Impactada y traumatizada, mi madre decide marcharse de Ginebra y volver a
Romont con su madre. Cuando mi padre sale del hospital psiquiátrico, se viene a vivir
con nosotros, para gran desesperación de mi abuela. Le contratan en una marmolería del
lugar; le hace aún dos hijos a mi madre. Poco después encuentra un trabajo en Lausana.
Conservo muy vagos recuerdos de esta época, porque por entonces todavía era muy
joven. Recuerdo que mi padre tenía una habitación en su lugar de trabajo y que volvía a
casa el domingo por la tarde, para volver a marcharse a Lausana esa misma noche. Nos
gustaba mucho verle. No realizábamos muchas actividades con él, pero nos llevaba con
frecuencia a Romont para tomar un refresco, y después nos volvíamos a casa. Me
gustaban estos instantes que pasábamos con él, porque yo quería mucho a mi padre.
No era este el caso de mi abuela, que deseaba verle desaparecer de nuestras vidas.
Cuando volvíamos del paseo, pasábamos un buen rato respondiendo a todas las
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preguntas de mi abuela. Quería saber lo que habíamos hecho y lo que él había dicho; y
comentaba y criticaba nuestras respuestas. A mí me causaban mucha pena estos
momentos, porque, como era niño, no veía que mi padre fuera un enfermo psíquico. Yo
le quería simplemente porque era mi padre. Todavía hoy conservo el recuerdo de
historias evocadas siempre en sordina.
En 1965 tengo cinco años y medio y caigo gravemente enfermo, hasta el punto de
que mi madre tiene que venir a diario a visitarme a pie al hospital cuando sale del
trabajo. Tengo crisis de urea y me hacen con regularidad transfusiones de sangre. Soy un
niño enclenque, muy débil, y todo el mundo dice que no saldré adelante; un día, por
casualidad, sorprendo una conversación entre mi madre y el médico. Hablan de mí, y
comprendo que voy a morir. No recuerdo que esta noticia me produjera un shock; más
bien, me permite imaginarme en el paraíso con los ángeles. Además, me lo paso muy
bien en el hospital, porque todo el mundo se muestra amable conmigo. El médico me
cobró afecto, y el personal sanitario me prestaba una gran atención. Permanezco
hospitalizado durante casi seis meses. Un día, me dicen que estoy curado y que puedo
volver a casa.
Sigo en contacto con el Dr. Lang, que es quien se ha ocupado de mí durante estos
largos meses: todo el tiempo pasado en el hospital ha estrechado los lazos entre nosotros.
Este hombre de gran corazón se ha ligado a mí y ha seguido acogiéndome en su familia.
Cada miércoles voy a su casa y me dejan ver una emisión para niños en la televisión.
Son unos momentos fantásticos, puesto que por aquellos tiempos mi familia no tiene
televisor; solo las familias acomodadas disponen de recursos para comprarse uno. Mi
benefactor me desliza a menudo cinco francos en el bolsillo. Este hombre, sin que él lo
supiera, ha contado mucho para mí, porque me demostró que yo contaba para él. Mi
familia y yo vamos a tener que marcharnos de Romont en unas circunstancias
dramáticas, y yo pensaba que no volvería a verle nunca más.
Pero un domingo, treinta años más tarde, voy a misa a la abadía cisterciense de La
Fille-Dieu de Romont y me siento al lado de un señor ya anciano. Al salir de la iglesia,
me despido de él con un «feliz domingo», al que él me responde riendo:
«Feliz domingo, ¡hoy es mi cumpleaños!». Sorprendido, le miro con más atención:
«¡Qué casualidad! ¡También es el mío! ¿Cómo se llama usted? – Yo soy el Dr. Lang de
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Romont. – ¿El Dr. Lang? ¡Yo soy Daniel Pittet!». La sorpresa se dibuja en su rostro:
«¿Daniel Pittet? ¿El pequeño Daniel? Pero si tú deberías estar muerto, y, mira, estás
aquí, ¡es increíble!». Nos damos un abrazo. Esto me proporciona la ocasión de
agradecerle todo lo que hizo por mí, todas sus atenciones. Ese día tengo la impresión de
que él tiene cien años, aunque en realidad no tiene más que setenta y cinco. Este
reencuentro en un banco de la iglesia fue fabuloso. No volví a verle nunca más, y dos
años más tarde me enteré de que había fallecido.
Poco después del nacimiento de mi hermana pequeña, mi padre actúa de una
manera muy extraña. Hace circular un rumor increíble. Dice, mientras bebe en el bar,
que sus hijos no son suyos. Cada uno es hijo de un personaje diferente de la ciudad. Da
la paternidad de mi hermana mayor al cura, la de mi hermano al abogado, la mía al
médico; mi hermano pequeño es hijo del propietario de la casa de mi abuela; y mi
hermana es hija del prefecto. ¡Dice que las personas importantes del lugar son al mismo
tiempo amantes de mi madre y padres de sus hijos! Mi padre es un hombre rebelde, pero
un rebelde enfermo.
Esta loca declaración va a causar un cataclismo en nuestra familia. Se nos pide que
nos vayamos de Romont, porque el rumor esmuy difícil de soportar. «La cosa no tiene
nada que ver con usted, señora, pero tiene que marcharse de Romont. No pueden seguir
viviendo aquí». Son palabras del prefecto. ¿Marcharnos? ¡Qué shock! Mi madre y mi
abuela han vivido siempre en Romont. ¿Adónde nos podríamos marchar? ¿Y con qué
dinero? Mi abuela vive de su papelería desde hace años, ¡no puede marcharse con su
clientela! ¿Cómo va a vivir? En su cabeza se agolpan todas estas preguntas, está
verdaderamente desesperada. ¿Debe seguir a su hija y a sus nietos? ¡Nos echan! Nos
ponen al margen de la sociedad para acallar un rumor insensato. Es algo inconcebible:
¡nos excluyen de nuestra ciudad! Por mi parte, no creo que una experiencia como esta
sea algo corriente. Momentos como estos fueron extremadamente dolorosos de vivir y de
digerir. Para mi abuela suponen un shock inmenso. Es una comerciante, conoce a todo el
mundo, es una mujer considerada. Lo pierde todo, pero se decide a venir con nosotros.
Por ese mismo período desaparece mi padre de nuestra vida. Se firma oficialmente
un documento ante el prefecto: mis padres se separan de cuerpos y de bienes. Todos los
hermanos y hermanas tendremos que desplazarnos durante cierto tiempo a Lausana a
visitar a un psicoterapeuta para evaluar las secuelas que han dejado en nosotros estos
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acontecimientos rocambolescos. Por fin, se emite el veredicto. «Los niños no deben
tener más contacto con su padre. Es malo para su salud». Mi abuela y mi madre nos
explican que no le volveremos a ver. Yo tengo ocho años. A partir de ahora, decimos
que nuestro padre ha muerto. Es más sencillo que vernos obligados a explicar nuestra
absurda historia. Al principio, sé que está todavía vivo. Poco a poco, a fuerza de
simplificar, acabo por creer que está muerto.
Lo más sorprendente de esta inaudita situación es que, por un lado, nos van a
excluir y, por otro, nos van a proteger. En un primer momento, se habla de enviarnos a
Berna. ¡Berna se encuentra en el fin del mundo! En efecto, mi familia no posee ningún
medio de locomoción. Por eso, marcharnos a Berna significa irnos definitivamente de la
Suiza de habla francesa y vernos obligados a vivir en un medio que nos resulta
totalmente extraño. Berna es la capital de Suiza y es una ciudad de habla alemana. La
gente habla el alemán suizo, y en nuestro entorno próximo nadie domina esta lengua. Por
suerte, nuestra tía abuela, religiosa, acude en nuestro rescate. Como antigua madre
superiora de la Obra de San Pablo, tiene una cierta influencia en este medio social en el
que la política y la religión se encuentran todavía totalmente imbricadas. Estamos en
1967. Mi tía abuela consigue, a través de sus relaciones, que nos trasladen a Friburgo,
ciudad bilingüe y capital del cantón. La idea complace a todos, porque la ciudad es
suficientemente grande y nadie nos conoce. En virtud de ello, pasaremos desapercibidos.
Alguien nos encuentra un apartamento que no es caro. Todavía hoy sigo diciendo
«alguien», porque no sé muy bien quién está realmente detrás de este traslado, quién se
ocupó de los aspectos administrativos y financieros.
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2.
DE FAMILIA EN FAMILIA
Contra toda expectativa, llegamos a Friburgo en buenas condiciones, nos alojamos en
la calle de Morat, en el mismo edificio que las Pompas Fúnebres Generales, una calle
antigua de la parte alta de la ciudad de Friburgo, jalonada de varios conventos y al final
de la cual se encuentra la catedral. Habitamos a menos de cien metros del convento de
los capuchinos. Dejamos un viejo apartamento en Romont y nos encontramos en un
edificio destinado a familias menesterosas, pero en el que todo es nuevo: cuatro piezas y
media, una cocina preciosa, habitaciones espaciosas; yo comparto la mía con mis dos
hermanos. Miel sobre hojuelas para mi abuela: ve la catedral desde el balcón.
¡Formidable! Nos relacionamos con gente sencilla con la que nos entendemos bien, en
particular con los conserjes. La escuela del barrio está cerca, y nos integramos en ella
con facilidad. Mamá ha encontrado un trabajo en la Policía de Extranjeros como
empleada de oficina. De este modo, al establecerse en Friburgo, en unas circunstancias
dramáticas, mi abuela y mi madre han recuperado una parte del estatus social que habían
perdido.
No por ello deja de ser un hecho que somos muy pobres, porque el salario de mi
madre no es precisamente sustancioso. Sor Jeanne, una religiosa de la Obra de San
Pablo, se va a ocupar de nosotros; las hermanas cocineras recuperan cada día los restos
de la comida del convento, los depositan en un recipiente que yo voy a buscar, y mi
abuela los recalienta para que comamos. Así tiene que comprar pocos alimentos, lo que
le permite procurarse otros bienes elementales. También por mediación de esta misma
religiosa entrará la familia en contacto con la sociedad acomodada de Friburgo. Es el
tiempo en que la gente bien instalada ofrece pequeños trabajos remunerados.
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Por mi parte, desde muy pronto voy a realizar pequeñas tareas: ocuparme de
jardines, cortar el césped, hacer las compras, ayudar en la limpieza. Así pues, me dan
trabajo en varias familias, y estas actividades me permiten ganar algo de dinero. Me
gusta hacer esto. A título de ejemplo, junto con mi hermano trabajé haciendo las
compras para la familia Deiss, uno de cuyos hijos, Joseph, llegará a presidente de la
Confederación helvética muchos años después. Los cuatro hijos son diez años mayores
que yo. El ambiente familiar es cálido y cordial, y enseguida me siento cómodo entre esa
gente, que me integra desde el primer momento. El señor Deiss nos paga, a mi hermano
y a mí, una suma mensual que compartimos. Mi madre deposita este dinero en una
cuenta que abre para nosotros, con tanto acierto que, más tarde, cuando tenga la edad de
cobrar dinero, descubriré que tengo ahorrada una bonita suma. Voy a casa de los Deiss
dos veces por semana. Siento una gran estima por la señora Deiss, porque me parece
recta y justa. Cuando le devuelvo el dinero que ha sobrado de las compras, lo cuenta
siempre en mi presencia y me felicita. Yo me siento estimado gracias a este modo de
proceder. El señor Deiss se convierte en mi padrino de confirmación. En su casa me
deslumbran los deliciosos desayunos compuestos de quesos, pan del día, mantequilla...:
alimentos que me parecen lujosos. Beben Sinalco, una gaseosa con sabor a naranja que
no he probado en ninguna otra parte. Los señores Deiss son infinitamente buenos
conmigo. Hasta el fallecimiento de la señora, iré a visitarles cada semana.
El hecho de que tratemos a familias acomodadas hace nacer en mi madre el deseo
de que emprendamos estudios superiores. La mayoría de los hijos de las familias
importantes asisten al colegio Saint-Michel de Friburgo, que, con el paso del tiempo, se
ha forjado una gran reputación. Por desgracia, el acceso al colegio está reservado a una
determinada élite intelectual de la que nosotros no formamos parte. Además, no estoy
seguro de estar dotado para lanzarme a unos estudios superiores. A lo largo de toda mi
infancia, siento hasta qué punto es importante la dimensión social para mi familia. Creo
que nuestro estatuto de gente desfavorecida les pesa mucho a mi abuela y a mi madre,
que, por otra parte, habría querido incluso cambiar nuestro apellido por el que tenía de
soltera. Lo considera de más prestigio que el apellido Pittet. Tengo doce años y
comprendo ya que el cambio de apellido no transformará nuestra vida. Somos pobres y
lo seguiremos siendo, sea cual sea nuestro patronímico.
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Así, de niño, estoy a menudo en la calle. Friburgo es una ciudad que se ha
construido en varias etapas. La ciudad vieja, la parte baja, se extiende en el meandro del
río que la atraviesa, el Sarine. En la parte alta se ha edificado la ciudad nueva en torno a
la catedral, que domina todo el espacio. Yo viviré siempre en los alrededores de la
catedral, entre la parte alta y la parte baja. Como hago las compras a varias familias,
conozco todos los comercios de la ciudad y saludo a la mayor parte de la gente, porque
soy un chico abiertoy dotado de una gran facilidad de palabra.
Tengo poco contacto con mi madre, que trabaja a jornada completa. Tenemos una
situación familiar particular, porque, allá por los años sesenta, una familia normal está
compuesta por un padre, una madre y unos hijos. La mamá se queda en casa, el papá
trabaja. Hemos de tener presente que las mujeres no obtuvieron el derecho al voto en
Suiza hasta 1961. En los primeros años de mi vida me educaron dos mujeres en un
medio carente de hombres. Estas dos mujeres son creyentes y piadosas. En esto están en
sintonía con la sociedad de Friburgo, fuertemente católica y practicante. La ciudad acoge
a numerosas congregaciones religiosas entre sus murallas, y a lo largo de la jornada
surcan sus calles curas con sotana; el ambiente es de religión y de conservadurismo. En
nuestro salón tenemos colgadas las fotos del papa Juan XXIII, del general Guisan,
comandante en jefe del ejército suizo durante la Segunda Guerra Mundial, ¡y la del
obispo del lugar! Defendemos los valores de la Iglesia y de la patria. Somos cercanos al
partido conservador y mayoritario. La oración no tiene ningún secreto para nosotros.
Rezamos para pedir alguna gracia o para dar gracias al Señor. La vida es ruda, y
tenemos que luchar en todo momento; la oración nos supone una ayuda enorme para
esto. Mi abuela siempre le da gracias a Dios por darle la fuerza para vivir. Ella le confía
nuestra vida. En esta creencia se mezclan también las beaterías, en particular el temor al
diablo. Rezamos todos los días, antes de comer y antes de acostarnos. Adoro los
momentos en que rezamos con las cuentas del rosario. Todos los domingos damos el
mismo paseo, que se ha convertido en un ritual. Nos dirigimos en familia, a pie, hasta la
capilla de Notre-Dame de Bourguillon. Esta magnífica capilla domina la parte antigua de
Friburgo, en un decorado dotado de tonos fantásticos, y se parece a una cueva toda ella
cubierta de hollín. Es impresionante y mágica. Siempre en ella mucha gente, porque es
un sitio de peregrinación que atrae a fieles de Suiza y de otras partes. Acuden allí a pedir
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la paz, el consuelo y la curación, pero también, con frecuencia, a dar gracias. Todavía
hoy me sigue gustando ir a rezar a Bourguillon.
Mi abuela conoce a muchísimos curas, por los que siente un gran respeto. Cada
semana viene un sacerdote a casa para darle la comunión. Se encierra con él en su
habitación, lo cual despierta una gran curiosidad en nosotros. ¡Nos gustaría una
enormidad saber de qué hablan detrás de la puerta! A veces pegamos la oreja para
intentar captar alguna palabra. Todo en vano. Cuando el señor cura se marcha de casa,
nos dice: «Tenéis que dejar a la abuela tranquila», palabras que aumentan el misterio.
Mi tía abuela religiosa es una amiga de Marthe Robin, una mujer cuya vida
espiritual es extraordinaria. Esta gran mística francesa permaneció encerrada en su
habitación durante toda su vida a causa de una discapacidad cada vez más grave que le
impedía caminar; recibió los estigmas ya desde muy joven. Marthe Robin tuvo la suerte
de encontrar al padre Finet, que se ocupará de ella hasta su muerte. Esta mujer, a la que
admira mi familia, fundará los Hogares de la Caridad, destinados a hacer retiros y
practicar la meditación. Mi madre la conoció gracias a su tía; ambas van a visitarla juntas
a Châteauneuf-de-Galaure, y mi madre mantiene una correspondencia bastante intensa
con ella. Debo precisar que Marthe Robin no escribe; es el padre Finet el que le lee las
cartas y responde por ella. Marthe Robin emplea siempre palabras muy sencillas que
suenan a verdaderas y que transportan. Este intercambio epistolar ayudará mucho a mi
madre, y esta mística ocupará un lugar muy importante en nuestra familia, que le pedirá
consejo con mucha frecuencia.
A mi madre le preocupa que sus hijos se integren en Friburgo, puesto que han sido
rechazados de Romont. Decide apuntarnos a los scouts, agrupación afiliada a la
parroquia. Los tres chicos nos convertimos, asimismo, en monaguillos habituales en la
catedral Saint-Nicolas; participamos en todos los bautizos, bodas y entierros. Existe una
vida parroquial trepidante. Asisto a misas sinfónicas cantadas por el coro de la catedral,
algo que me procura un sentimiento de gran alegría, cuando no de sosiego. En este
marco es en el que comienzo a apreciar la música clásica. Me siento bien acogido por la
docena de canónigos, entre los que figuran varios eruditos. Algunos de ellos ayudan a mi
madre. Otras personas cultas pululan en torno a este pequeño mundo, así como el obispo
del lugar. La catedral acoge también a sacerdotes que están de paso. Fue allí donde tuve
la enorme suerte de encontrar al cardenal Charles Journet. Se diría que el cardenal busca
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hacerse invisible por el modo en que intenta pasar desapercibido al desplazarse. Yo soy
todavía un niño, pero siento que es un hombre extraordinariamente humilde y dulce, una
personalidad fuera de lo común. El cardenal me dijo dos cosas que siguen grabadas en
mí. La primera es anodina: me aconseja perfeccionar mi latín, porque le parece que no
comprendo bastante bien la misa. La segunda me marcará. «Si un día sufres, tendrás que
ir nueve veces a la capilla de Bourguillon. A la novena, sabrás por qué sufres». Me
acordaré de este consejo varios años más tarde. Por mi parte, ignoro que es un intelectual
muy considerado, cercano al filósofo Jacques Maritain, que ha enseñado en los campos
de internamiento próximos a la ciudad, que ha hecho oír su voz disidente durante la
Segunda Guerra Mundial trufando sus sermones con referencias a las deportaciones y al
antisemitismo, hasta el punto de que su palabra era objeto de vigilancia por la autoridad
federal. Monseñor Journet vive en el seminario de Friburgo; ha tenido muchos hijos
espirituales, entre ellos el cardenal Cottier, que fue consejero teológico del papa Juan
Pablo II en Roma, así como monseñor Pierre Mamie, monseñor Bernard Genoud y
monseñor Charles Morerod, obispos de Friburgo.
Mi abuela cae gravemente enferma a comienzos del año 1970. La internamos en
una casa de reposo que desempeñará un papel importantísimo en mi existencia: La
Providence, un nombre predestinado. Se encuentra situada en la parte baja de la ciudad,
en la carretera que lleva a la catedral, y acoge a los pobres, a los enfermos, a las personas
ancianas y a los niños en dificultad. En ella están mezcladas las generaciones. La casa
está dirigida por unas religiosas que trabajan sin tregua para ayudar a los más
desfavorecidos. Mi abuela se encuentra al final de sus días; ya no habla, pero le cuesta
morir. Para mi madre supone un gran dolor verla en ese estado. Se ocupa de ella día y
noche, hasta el punto de desatendernos a los cinco. Mi madre trabaja durante el día,
come en La Providence a mediodía y pasa todas las noches a la cabecera de su madre,
durante meses. Al principio, los niños se las arreglan solos. Pero llega un día en que se
impone tomar una decisión y encontrar una solución: distribuirnos en familias de
acogida o en instituciones.
A mí me alojan en una familia muy creyente. Los padres están muy implicados en
la Escuela de la Fe, que recibe en aquel tiempo a muchos canadienses. En ella me
encuentro con mucha gente. Me siento bien allí. Se organiza una misa en los locales, en
la que me gusta mucho participar. Poco después, cambio de familia y voy a casa del
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sacristán de la catedral de Friburgo. En ella como y duermo. Esta gente se porta muy
bien conmigo. Para mi gran suerte, si así puedo hablar, su domicilio está situado cerca de
La Providence, de modo que puedo ir a comer a mediodía con mi madre y saludar a mi
abuela moribunda. Fue durante esta fase de transición cuando conozco en La Providence
a una religiosa que se ocupa de mí como solo una madre podría hacerlo. Se llama sor
Isabelle y me enseña a darlo todo, porque ella misma es de una generosidad infinita.
Toma el relevo de sor Jeanne y nos proporciona los alimentos de primera necesidad,
como la mantequilla, el pan o la leche. Es una mujer dotadade una bondad infinita con
respecto a mi persona; siempre creyó en mí; por mi parte, seguiré visitándola durante
años.
Un día llega lo que tenía que llegar: mi abuela muere. Y mi madre se hunde. No
soporta su fallecimiento. Hay que hospitalizarla. Me informa de su marcha del modo
más lacónico. «Voy a marcharme al hospital y vas a ser alojado otra vez en una familia».
Yo le respondo: «Quiero quedarme en casa». Es lo que más deseo. «No, no es posible,
tienes que marcharte». Lloro. «Puedes llorar todo lo que quieras, no hay otra solución.
¡Tengo que irme al hospital!». La explicación se resume en estas cuantas palabras. Y me
parece que fui el único de los hermanos al que ella habló del asunto. Mis hermanos y
hermanas fueron distribuidos entre diferentes familias para una larga estancia, sin
explicaciones. Me siento fuertemente conmocionado por esta noticia, porque no
comprendo nada y tengo miedo. Me pregunto dónde voy a aterrizar.
Me retiran de la familia del sacristán y me ingresan en La Providence. Conozco el
lugar, lo cual me tranquiliza un tanto. El jefe de mi madre había informado a su mujer de
que yo iba a establecerme allí. Al enterarse de que mi abuela ha muerto y de que mi
madre ha caído enferma, se apiada de mí. Por eso me invita a su casa; tengo la misma
edad que uno de sus hijos, que es un compañero de juegos. Será ella la que me regalará
mi primer transistor, ¡un regalo excepcional! Escucho con un placer inaudito las noticias,
la música; escucho todo lo que pasa, a pesar de las interferencias. ¡Recibir semejante
regalo es algo enorme! En mi familia nadie dispone de medios para comprar tal objeto.
Mi madre es hospitalizada. No se sabe de qué está enferma. Nos dicen que tiene un
cáncer. Un día viene a verme a La Providence una de sus compañeras de trabajo.
Todavía me acuerdo de su forma tan directa de hablar: «Tu madre se está muriendo,
tienes que ir a verla. Si quieres, te acompaño». Y nos dirigimos a Berna. Una vez
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llegados al hospital, entramos en la habitación... Mi madre está acostada en su cama,
¡viva! Con gran sorpresa por mi parte, no se está muriendo, y yo no la encuentro tan
enferma, ¡algo que viene a añadirse a mi consternación! Nuestra conversación se resume
en dos frases: «¿Cuándo vuelves?». Es lo que más me preocupa. «No lo sé», es la
respuesta de mi madre. Y me marcho. Volvemos a Friburgo, y nada cambia. Al menos
yo tuve la suerte de haberla visitado, algo que no pudieron hacer mis hermanos y
hermanas.
Un día, sin que nadie me avise, desembarca mi madre en La Providence. De repente
está allí. Como habitamos en el mismo lugar, se facilitan los encuentros. Subo de vez en
cuando al piso, llamo a la puerta, la saludo y me marcho. Recuerdo una ocasión en que
pasé un miedo enorme. Estoy en la escalera cuando oigo aullar a mi madre. Son unos
gritos terribles. Presa del pánico, me refugio en la capilla. ¡Pienso que mi madre se está
muriendo! Rezo en voz alta. «¡Si vienes a buscarla, hazlo pronto!». Le hablo a Dios con
toda la convicción que puede tener un niño. Al cabo de un momento, salgo de la capilla.
Una religiosa viene hacia mí y me dice: «Ya se ha acabado, puedes ir a ver a tu mamá,
ya está mejor». Entro en la habitación, y mi madre tiene un buen aspecto. Se trata de una
de esas situaciones totalmente incomprensibles; esas incertidumbres y esas incoherencias
son muy difíciles de soportar. Me enteraré mucho más tarde de que mi madre tuvo una
enorme crisis de angustia y creyó ver a Satán.
Mi madre no tiene cáncer, sino que me parece que está sumida en una inmensa
depresión. En aquel tiempo, una enfermedad psíquica era una enfermedad vergonzosa.
No se hablaba de ella, porque la relacionaban con la enfermedad mental. A las personas
depresivas se las confundía con aquellas a las que se llamaba «locos» y seguían siendo
durante toda su vida marginados, y con ellos también su familia. En efecto, «padecer una
depresión» significaba que la familia tenía una tara y estaba afectada de una gran
fragilidad. De ahí que fuera preferible padecer un cáncer: era menos vergonzoso.
Esta depresión debilitó a mi madre, que ya no podrá volver a su trabajo. Obtuvo una
renta de invalidez del Estado. Cuando, por fin, sale de La Providence, nos trasladamos
de nuestro apartamento de la calle de Morat para instalarnos en la calle más «chic» de
Friburgo. Nos espera un gran piso con cinco piezas y media: suelo de parquet, amplias
ventanas, vista a los Alpes. ¡Las apariencias están salvadas! Todavía hoy sigo ignorando
cómo podíamos pagar el alquiler. A veces, en una u otra de las familias en las que fui
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acogido, me dijeron: «Recuerda al que se ocupa de ti que lleva tres meses sin pagar
nada». Pero ¿quién se ocupa de mí? Lo ignoro. Viviremos en este hermoso edificio
durante varios años, tan bien que mucha gente nunca se imaginará hasta qué punto
vivimos en la precariedad. En esto consiste la paradoja de mi vida. Por un lado, la
miseria; por otro, un confort que no tiene relación con nuestro estatuto social.
Me enteraré más tarde de que las hermanas de La Providence pagan grandes
cantidades de dinero por nosotros. Las hermanas reciben donaciones de familias ricas
que ellas redistribuyen entre las familias necesitadas. Durante años, me costará poner
nombres a todas las personas que nos ayudaron. Otras comunidades religiosas nos
aportan también su apoyo. Recibimos ropa y calzado; ¿no nos llaman «Pittet de los
zuecos» en la escuela? Los zapatos nos los compran con un fondo de caridad abastecido
por una mujer rica, la cual ha dejado su fortuna a la gente que no puede pagarse los
zapatos.
Mi familia se compone de las religiosas de San Pablo, las religiosas de San Vicente
de Paúl de La Providence, las religiosas de Santa Úrsula y las familias de acogida. Pero
son también las hermanas de Santa Inés, unas religiosas dedicadas a la enseñanza, las
que me ayudan en la escuela. Sin ellas, yo podría haber terminado en la cárcel. Aunque
soy un niño muy piadoso, me comporto, a pesar de todo, como un renacuajo. Si hubiera
caído en una pandilla de gamberros, podría haberme ido con ellos. Me parece que tengo
la suerte de vivir en unos ambientes religiosos que me protegen. Siempre estoy rodeado
de religiosas. Me gusta rezar y me gusta ocuparme de las hermanas ancianas. Hablo
gustosamente con ellas y soy un poco como su hijo. Siempre me he sentido amado por
las religiosas que he encontrado en mi camino. Cada año recibo un biscôme [un pan de
especias] por la fiesta de san Nicolás, patrón de la ciudad. Hasta ya cumplidos los treinta
años, las hermanas seguirán guardándome uno ¡y me llamarán por teléfono si me olvido
de ir a buscarlo! Me siento un tanto molesto por recibir este biscôme a los treinta años,
pero no quiero rechazarlo, por temor a herirlas.
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3.
EL DESCENSO A LOS INFIERNOS
Pero volvamos atrás, concretamente a julio de 1968. Es la fecha en que conocí al que
me violó. Fue en una misa que celebró en la catedral.
Hay varias maneras de contar una violación. Por mi parte, podría mostrarme púdico
y resumir la historia de este modo: fui violado por un sacerdote durante cuatro años,
desde los nueve hasta los trece años. Podría decir las cosas sin producir ningún impacto
en el lector. Ahora bien, ¿qué comprendería este del sufrimiento nacido de una violación
resumida en cuatro líneas? También podría centrar mi atención en lo que experimenté.
Sería bastante fácil apiadar al lector. En efecto, ser violado es experimentar impotencia,
cólera, tristeza, odio, desesperación, abandono, cobardía. Una mezcla de todo tipo de
emociones que durante mucho tiempo traté de ocultar... ¿Cómo pude no hundirme en la
locura?
Hoy, tras dieciocho años de terapia, tengo deseos de emplear las palabras que me
parecen apropiadas para expresar lo que he vivido. Y poco importa que no sean siempre
políticamente correctas. Estas palabras son las mías, las que me parecen expresar del
mejor modo posible lo que fue mi experiencia de niño violado. Estas palabras serán a
veces crudas, porque una violación es algo abyecto, sucio. Sesale siempre de una
violación con un sentimiento de mancha profunda. Una huella indeleble. Para siempre.
Un sábado como todos los demás, entra en la catedral un sacerdote capuchino, el
padre Joël Allaz, para celebrar misa. ¿Por qué él? No lo sé. Si especulo, yo diría que ha
olfateado una buena presa... Es simpático y atento. Tras la celebración, me invita a ir a
su casa. Quiere presentarme a alguien, enseñarme un mirlo que hay en su convento...
«¿Sabes? ¡Un mirlo que habla!». ¡Yo tengo nueve años, es algo mágico! ¡Qué tentación!
Quiero ver ese pájaro que habla. Pero debo pedir permiso a mi abuela. El hombre no
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tiene prisa, lo comprende muy bien. Incluso puede acompañarme a mi casa, puesto que
vivimos a unos metros del convento. Dispone de todo el tiempo necesario. Mi abuela
acepta sin vacilar, porque es una suerte y supone un gran orgullo oír que un sacerdote se
interesa por un miembro de su familia. Mi abuela dice que sí, y nos citamos. «Llama al
convento y me avisarán», me dijo el sacerdote. Una autorización, y mi vida se altera por
completo.
Tal como habíamos convenido, me dirijo al convento de los capuchinos y sigo
escrupulosamente sus instrucciones. Tengo el tiempo justo de ver al mirlo cuando me
hace entrar inmediatamente en su habitación. Me ordena: «¡Bájate el calzón!», y se saca
un gran pito del suyo. Y me fuerza a chuparlo. Todo discurre muy rápido. Todo esto es
nuevo para mí. Hay algo que fluye de su pito. Todo ha terminado, se lo guarda y me
sirve una limonada. Ninguna palabra. Bebo en silencio la limonada, está buena. Me
acompaña a la puerta, todo sonrisas. Cuando la abre, me dice en voz muy baja:
«Tendremos que guardar todo esto entre nosotros». Sella el secreto y se desencadena la
máquina infernal. No es posible ninguna vuelta atrás...
Me encuentro en la calle, hecho polvo. Tengo nueve años...
El shock se situó para mí en el primer gesto, en el momento en que fui cogido por
sorpresa; no me lo esperaba, mi mente no estaba conectada con una potencial agresión.
Vengo a ver un pájaro que habla. Y bruscamente, el capuchino mete su mano en mi
pantalón, me ordena que me baje el calzón. Me quedo estupefacto. Todo queda
bloqueado en mí y todo se queda bloqueado durante veinte años. Como si cada agresión
me volviera a colocar en la primera situación. No puedo decir nada. No hay nada que
hacer.
Por otra parte, ¿se ha preguntado alguien cómo podría comunicar un niño una cosa
semejante? ¿Quién me va a creer? Repito esta frase de una manera continua,
incansablemente. Para empezar, sé que algo ha descarrilado. Lo que he hecho está mal,
lo presiento de inmediato. Pero también de inmediato me doy cuenta de que estoy
prisionero de lo que acaba de pasar. Nunca podré hablar de ello.
Volvamos al contexto. Nos hemos visto obligados a marcharnos de Romont y
estamos realojados en Friburgo. Nos falta de todo. La religión es un bálsamo que ayuda
a mi abuela y a mi madre a vivir, a no marchitarse. En 1968, en la región donde vivo, la
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Iglesia y el Estado no son más que una sola cosa, hasta el punto de que la Iglesia
desempeña un papel central, ejerce un gran poder. Forma un tándem con el partido
político dominante, el partido conservador «demócrata-cristiano»; está ligada a la
educación, puesto que una gran parte de los enseñantes son religiosos y religiosas;
constituye una autoridad moral y dicta lo que está bien y lo que está mal. Es ella quien
fija las normas del pensamiento.
Recuerdo la alegría que sintieron mi madre y mi abuela cuando se enteraron de yo
era monaguillo de la catedral. ¡Qué orgullo! La catedral es la casa del obispo, y el obispo
es el summum. Cuando monseñor Pierre Mamie fue ordenado obispo en 1968, me
escribió unas letras para darme las gracias por haber ayudado en la misa. Unas palabras
muy sencillas. Era un honor tan grande recibir una carta del obispo, que la guardé debajo
de la almohada durante años.
Para mí, a los nueve años, y para mis seres allegados, están Cristo, el papa Juan
XXIII, el general Guisan y monseñor Charrière. Son las únicas figuras dotadas de
autoridad moral serias y justas. Y no hay más que hablar.
Mi abuela y mi madre se adhieren, pues, por completo a la Iglesia y a sus preceptos.
Me educan en un clima de lealtad absoluta a sus ministros. No soy verdaderamente
consciente de ello, pero lo sé. Todos los niños notan lo que pueden decir o lo que deben
callar; no hay necesidad de palabras y, por otra parte, es de este modo como se forja el
secreto. Además, nuestra familia está en deuda con la Iglesia, puesto que ciertos
sacerdotes le proporcionan ayuda financiera.
Espero que se me comprenda bien. Para el niño que yo soy, ser víctima de un abuso
es terrible, porque querría hablar de ello. Me elaboro todo un guion para revelárselo a mi
madre, pero no lo consigo. Si ella intentara un pequeño gesto, me confiaría a ella, pero
no me pregunta nada. Me parece que no puede imaginarse que el padre Joël Allaz me
haga semejantes porquerías cada semana.
Es el capellán de los jóvenes preadolescentes de toda la Suiza de lengua francesa y
se desplaza continuamente entre Sion, Lausana, Friburgo o Ginebra; además, visita todas
las instituciones para jóvenes discapacitados. También es capellán de varios
movimientos eclesiales; este sacerdote no es responsable de ninguna parroquia: escribe
en la revista Foyers, revista católica con fines moralizadores, toma fotos y las revela en
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un pequeño laboratorio situado en el convento de los capuchinos de Friburgo. El padre
Joël Allaz es un tipo que se mueve constantemente, y sus incesantes movimientos le
ayudan, por supuesto, en sus artimañas.
Viene a comer con regularidad a mi casa y se gana rápidamente la confianza de los
míos. Por eso puede venir a buscarme cuando quiere, cuando le entran ganas –cuenta con
el respaldo de mi abuela y de mi madre–. Esta es la razón por la que pensaré durante
mucho tiempo que estaban conchabadas con él. Voy a su casa, al convento de los
capuchinos, con su consentimiento.
Con el paso de los meses, empieza a llevarme a todas partes. Durante cuatro años,
paso todos los veranos en alguna colonia juvenil con él y me viola cada día. Me acuerdo
demasiado bien de las colonias de Valais. De vez en cuando, viene gente a llamar a la
puerta, que él cerraba siempre con llave. No puedo creer que ningún adulto se dé cuenta
de su estratagema. Tengo la sensación de que todos los adultos están en connivencia y
que se trata de un equipo muy raro.
La mayor parte del tiempo, me refugio en la capilla para esconderme. Desaparezco
de su vista. A veces me buscan, pero nadie viene nunca a visitar este lugar. ¡Es extraño
que unos sacerdotes no piensen nunca en abrir la puerta de la capilla para ver si hay
alguien en ella! Tal vez sea mejor no descubrir a un niño violado que sufre en el fondo
de la iglesia... Prefieren decir que soy un rebelde y que ¡me escapo al pueblo! Me
levanto con la aurora, antes que él, para evitar tener que acostarme con él al saltar de la
cama. Vivo muy mal con este secreto, estoy viviendo un infierno.
Cuando muere mi abuela, tengo la esperanza de que alguien descubra el calvario
por el que estoy pasando, porque me envían a un psiquiatra; la maestra nota que hay algo
que no funciona bien en mí. Soy malo en clase y no tengo camaradas, no consigo tejer
lazos amistosos. Estoy siempre solo en mi rincón, triste. He cambiado. Me he vuelto
depresivo. Sí, un niño puede ser depresivo. Yo lo soy. Sin embargo, la maestra piensa
que sufro por el duelo de mi abuela y por la enfermedad de mi madre; evidentemente,
eso no mejora mi situación. Pero el psiquiatra no descubrió mi secreto. Hoy, cuando
pienso en ello, no puedo creer que no haya visto nada. Hay dos versiones que me
parecen plausibles. La primera es sencilla: me tocó en suerte un mal psiquiatra; la
segunda es más compleja: vio algo, pero consideró que, para una familia tan frágil, era
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asumir demasiados riesgos formular una denuncia. Se trata de una visión terrible, pero
posible. El padre Joël Allaz sigue violándome, aun sabiendoque estoy viviendo una
situación familiar dramática. Me parece que este aspecto aumenta su perversidad.
Así pues, me voy a vivir a La Providence. En un determinado momento, ya no
recuerdo muy bien por qué, tuve que irme a vivir durante algún tiempo con las hermanas
de la Obra de San Pablo. Mi tía abuela se dará cuenta entonces de mis incesantes y
regulares citas con el capuchino. Pienso que adivina una situación anormal y malsana, y
me invita un día a ir a su despacho. Quiere saber qué voy a hacer con tanta frecuencia a
casa de este padre. Me quedo paralizado, incapaz de hablar, y ella comprende. Me
pregunta si quiero continuar yendo. Le digo que no, y ella me dice: «A partir de hoy no
irás más a su casa. ¿Estás contento?». ¡Esta prohibición me libera del infierno! Me voy
corriendo a casa del padre para decirle que mi tía me prohíbe ir a verle a partir de ahora.
Me viola una última vez, y todo se detiene.
Ignoro si hubo algún procedimiento oficial; no lo creo. Con la perspectiva del
tiempo, me doy cuenta de que mi tía abuela mantenía también el lenguaje de la Iglesia,
en el sentido de que nunca expresó con palabras lo que había comprendido. Jamás me
preguntó formalmente si el padre Allaz me violaba. Se trataba de algo que no se dice,
pero que todo el mundo comprendía. Y ella no volverá nunca sobre este período de mi
vida. Hizo todo lo necesario para que aquello cesara, pero no intentó formular una
denuncia. Sé que no informó a mi madre, que se encontraba muy mal, probablemente
para protegerla de lo peor. Mi tía abuela sabía que estaba pasando por una depresión, y
pienso que no quiso añadir más desgracia a mi familia. Por contra, cuando mi madre se
enteró, mucho más tarde, de que yo había sido violado, montó en cólera por haber sido
mantenida al margen de lo que yo estaba viviendo. Tal vez fuera mejor para mí...
La violación de un niño es la cosa más perversa que pueda haber, porque el violador
raramente es malo a los ojos del niño. Joël Allaz era un vividor y una persona simpática.
Tragaba como cuatro, contaba historias interesantes, era inteligente. Todo el mundo le
apreciaba, y él se entregaba en cuerpo y alma en todas sus actividades. De hecho, llevaba
dos vidas: la vida del sacerdote y la del violador. En la primera, se reunía con la gente,
predicaba, moralizaba, decía lo que estaba bien y lo que estaba mal, ayudaba a los más
desfavorecidos. Era una persona particularmente retorcida, porque, en el fondo, nunca
intentó esconderme. La gente tal vez se preguntaba qué hacía aquel chico con él; pero
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como yo no tenía una verdadera familia, decía que se ocupaba de mí y que yo estaba
angustiado. Había recibido formación psicológica –al menos, eso era lo que decía–, y su
ayuda parecía verosímil. En todo caso, conocía bien los mecanismos del sufrimiento y se
servía de ellos conmigo. Había hecho una lista de todo lo que me gustaba y de todo lo
que me faltaba. La lista era larga... Me gustaba el salami, y él me compraba salami. Yo
coleccionaba sellos de correos, y él me los conseguía a montones. Y cada vez que sentía
que yo habría podido desvelar algo, reforzaba el lazo entre nosotros. En apariencia, todo
parecía coherente. En su vida de sacerdote, me protegía. En su vida de violador, me
destruía. Su protección tenía un precio. Y este precio era el sexo, la perversión del sexo.
Me parece que no le hacía sufrir el hecho de ser un pederasta. Nunca tuve la sensación
de que se sintiera mal después de haberme violado. Le hacía sufrir el hecho de que no
podía violar a su antojo. Mientras tuvo víctimas a su disposición sin arriesgarse a ser
denunciado, llevó una vida agradable.
El vicio le empujaba incluso a llevarme con él de vacaciones a casa de sus padres,
en su pueblo natal. Me violaba en el domicilio familiar. Sus padres eran buenas personas
que no se enteraban de nada, porque estaban demasiado subyugados por el orgullo de
tener un hijo sacerdote. Era el honor de su familia, en todo caso el de su madre: era algo
que se veía en su mirada. El padre Joël Allaz me había contado que sus estudios los
había pagado el cura de la parroquia, que probablemente le había violado a su vez. Él no
decía violado. Decía enseñado. Nunca se quejó de haber sufrido por eso y me explicaba
que él hacía conmigo lo mismo que su cura había hecho con él.
Dormíamos en la misma habitación, la habitación de su hermano en este caso,
porque este último se encontraba en el cuartel de reclutas por aquel tiempo. El padre Joël
me había dejado elegir la cama. Escogí la que daba contra la ventana, que no tenía
postigo; así, por la mañana, el sol me daba en el rostro y me despertaba temprano. De
este modo, podía salir de la habitación antes que él, hacia las seis de la mañana. Su
hermano supo que me violaba, pero no dijo nada. Un domingo por la noche, estando los
dos en la habitación, el padre Joël Allaz había juntado las dos camas para tener más sitio.
De repente, alguien llamó a la puerta, que estaba cerrada con llave. Era su hermano. El
padre Joël Allaz me escondió bruscamente bajo el edredón. Su hermano repiqueteaba,
porque quería entrar. Su saco militar estaba en la habitación, y él tenía que marcharse. Le
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oí bramar: «Por qué cierras la puerta? ¿Estás haciendo cochinadas con el chico?
¡Ábreme!». Abrió, su hermano entró, cogió la bolsa y volvió a salir como si nada.
En el fondo, el padre Joël Allaz era un hombre totalmente disociado. Tenía doble
personalidad, y una parte de sí mismo se había vuelto dependiente del sexo.
A veces me llamaba Claude cuando me violaba. Ya he dicho que era redactor de
una revista que se llamaba Foyers. Encontré todas esas revistas hace algo más de veinte
años, gracias a mi hermano. Cuando este último se enteró de que yo había sido víctima
de los abusos del padre Joël Allaz, intentó ayudarme. Se acordaba de haberme visto
fotografiado en esta revista en otros tiempos. Un día me llama: había encontrado las
revistas en cuestión. Estaban ilustradas con numerosos retratos de niños fotografiados
por el padre Joël Allaz, varios de los cuales habían sido violados. Por supuesto, yo
formaba parte del lote. Entre los artículos que encontró había dos que me conciernen y
que son particularmente sórdidos. El primer texto, aparecido en noviembre de 1968,
lleva como título: «Claude es un secreto». Contaba en él una parte de mi historia y del
sufrimiento que me infligía, sin decir que el verdugo era él, y que el pequeño Claude era
yo:
«Nos imaginábamos que conocíamos bien a Claude [...]. Después, un buen día, casi
sin transición, sus reacciones se nos escapan: hay algo que ha cambiado. [...] Ya no
cuenta sus hazañas, casi no habla, y lo hace cada vez menos con sus compañeros;
rehúye las conversaciones cara a cara, guarda sus pensamientos para sí. Y Claude es
incapaz de decir las causas de esta transformación cuando le preguntan. Tampoco
nosotros.
Nos estamos enterando de que Claude es un secreto. Que lleva en sí un lado
luminoso, un lado que conocemos bien, y un lado oculto, misterioso, inexplorado,
que nos deja perplejos y nos plantea interrogantes. Y sentimos una fuerte tentación
de dejar las cosas como están, de capitular inmediatamente, de desesperarnos ante
el secreto de Claude, hay que conocerle...
No se trata, por supuesto, de hurgar en su alma, de diseccionar a este niño
como si fuera un animal de laboratorio.
Hay que acercarse, más bien, a Claude como nos acercamos a algo grande,
bello, que se nos escapa en muchos aspectos. Hay que observarlo [...] con la mirada
del amor, que es al mismo tiempo lúcida y está llena de ternura.
Hay que contemplarlo.
Un niño no se entrega como un adulto. La palabra es poca cosa para él. Se
expresará sobre todo a través del gesto, del juego, de la actitud, a través de todo su
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cuerpo. Un adulto consigue esconder fácilmente sus sentimientos, domina su
nerviosismo o su despecho. Un niño, nunca. El niño explota, patalea, ríe, sonríe, se
muestra mimoso. No intenta disfrazar sus reacciones. A través de eso es como
descifraremos el secreto de Claude».
Cuando hoy releoeste texto, siento escalofríos en la espalda. Claude soy yo, a quien
viola en el momento en que escribe; y son también todos los otros chicos a los que viola
y a los que ya ha violado; y tal vez también sea él, de niño, portador de un secreto
inconfesable... Hoy soy adulto y no le juzgo. Ha vivido, a buen seguro, una infancia
atroz. Pero ha optado por seguir en esa vida. Yo creo que siempre es posible optar por
salir del lodazal.
En otro artículo redactado algunos meses más tarde, concretamente en enero de
1969, que lleva como título «¿Qué es la verdad?», escribe:
«Es la pregunta que Pilato hace a Jesús [...]. Pilato sabía bien cómo es posible
retorcerla, manipularla. Cómo se puede intoxicar a la muchedumbre con la ayuda de
pequeños acontecimientos cuidadosamente dispuestos para que la verdad salga
disminuida o parezca inverosímil y que lo falso tenga el aspecto de una verdad [...].
Entre los que más la reclaman están los jóvenes. En este tema pueden
mostrarse terribles. Exigen con una rara violencia esta verdad, de la que parecen
sedientos hasta el límite de lo soportable. A veces nos vemos obligados a confesar
claramente que nos molestan con esta manía de querer que todo sea verdadero,
auténtico. A nosotros nos parece que exageran: pero no nos queda más remedio que
resignarnos, ¿no?
Ahora bien, ¿y si llevaran razón en eso de no resignarse? ¿Y si esta sed de
verdad y de autenticidad fuera, a fin de cuentas, un modo de vivir completamente
válido, pero que nosotros hubiéramos ido perdiendo poco a poco a través de
nuestras pequeñas “artimañas”?».
Por aquel mismo tiempo, y con regularidad, se sacaba el pene, me lo metía por
detrás, eyaculaba, «¡vamos rápido a los servicios, todo vuelve a salir, has hecho una
buena caca, sí, sí, te has limpiado bien, sí, sí, todo limpito!». Cuando yo estaba todo
limpito, me iba del convento y me encontraba en la acera. Esta fue mi vida a diario
durante cuatro años. Una vida cotidiana que se ensombrecía durante las vacaciones.
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El padre Joël Allaz no se avergonzaba lo más mínimo de su conducta sexual.
Cuando yo estaba con él, tenía pulsiones enormes que no controlaba, pero yo no tenía la
impresión de que ese problema le incomodara. Yo le he visto masturbarse en los
servicios abiertos, delante de mí. Cuando se frotaba el pito, yo sabía que iba a hacer algo,
y yo con él. Yo estaba listo y no podía escapar de él. A veces le proponía yo, sin éxito,
dar más bien un paseo. Cuando él quería, me encontraba siempre. Es terrible decirlo,
pero eso se convirtió casi en una rutina... Era toda una liturgia, su propia misa. La
escenificación podía durar mucho tiempo: ¡mamadas, entre las nalgas, en el culo,
besuquearle el pene, besarle en los labios...! ¡Él podía jugar con mi colilla
indefinidamente! Como yo era todavía impúber, no pasaba gran cosa... Pero le producía
un placer sádico mirarme eso.
A la fuerza, conocía yo el ritual, siempre el mismo, obsesivo. Él cerraba la puerta
con la llave a doble vuelta, cerraba las cortinas, los postigos, y no dejaba más que una
luz muy débil. Como era muy higiénico –no le gustaba ensuciar...–, cogía una gran pieza
de tela y recubría el colchón. Yo debía tenderme, y él se ponía encima de mí. Siempre.
Yo estaba atrapado. Le gustaba que yo estuviera preso. Yo sabía exactamente lo que
tenía que hacer, dónde y cómo ponerme. Él me penetraba la mayoría de las veces sobre
la cama o en el suelo, porque le gustaba tener algo sólido... Yo estaba rodeado. Por mi
parte, yo había desarrollado una estrategia de protección. Me imaginaba que estaba en un
sueño. Era un arcángel que podía salir por el agujero de la cerradura. Me imaginaba que
me estaba escapando, en vano.
Algunas veces, un hermano llamaba a la puerta, porque sabía lo que estaba pasando
detrás. Al abandonar la habitación –cuando el padre había eyaculado, se echaba un sueño
y yo me marchaba–, me encontraba a menudo con un hermano por los pasillos del
convento. Se habría dicho que me esperaba. Me decía: «¡Eres un pobre chico, no tienes
que volver!». Yo no comprendía por qué me decía que era un pobre. Por mi parte, yo
pensaba que conocía la situación de mi familia y no lo relacionaba en modo alguno con
la violación. Este hermano era también un cabrón un poco menos que el otro, porque
intentaba detener todo aquello. Un día, golpeó tanto la ventana que rompió un cristal.
Chillaba al padre Joël Allaz: «¡Eres un cabrón!»; y este le respondía: «¡Tú cierra la boca,
que te interesa!». El hermano intentaba a su manera sacarme de aquella situación. Pero
era un cobarde. La fuerza de la jerarquía era total. El hermano es una especie de siervo
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que se ocupa de las tareas más bajas: cocina, hace de portero, se ocupa del huerto,
limpia. Ha hecho votos solemnes, pero no realiza más que trabajos prácticos. El padre, a
la inversa, celebra la misa, confiesa, visita a las familias. El padre Joël Allaz era
sacerdote y podía hacer callar a todos los demás. En un medio cerrado que vive en
comunidad, resulta muy difícil denunciar, porque las represalias y la exclusión son
inmediatas. El padre Joël Allaz era el más fuerte.
He vivido un espantoso sufrimiento, porque no veía ninguna salida. Estaba
aterrorizado. Me decía a mí mismo que debía de ser bueno morir de un balazo en la
guerra: ¡era algo rápido! Algunos violadores amenazan al niño con estrangularlo y con
matarlo mientras lo tumban. ¿Tuve yo una cierta suerte? Nunca me golpeó con la correa,
nunca me exigió que me tragara su esperma. Podía ir a escupirlo en el lavabo. Yo tenía
el culo desencajado. Incluso venía a buscarme a la escuela, que estaba bastante cerca del
convento de los capuchinos, en la parte alta. Bajábamos por la calle y, por el camino, me
explicaba lo que iba a hacer. «Vamos a probar a meter el pito en la boca para ver qué le
pasa...». Hablarme de sexo formaba parte del guion y debía aumentar su excitación. Un
día, ¡ni siquiera se tomó el tiempo de bajar al convento! ¡Me violó en los servicios de la
escuela! ¡En los urinarios! Nadie vino... Tenía unas pulsiones bestiales. Era terrible.
Actualmente sería impensable dejar salir a un chico regularmente con un tipo, sin más
explicación que la suya. Rápidamente incurriría en sospechas, porque la palabra ha sido
liberada. El público y los maestros están ampliamente sensibilizados.
Aquel sacerdote no solo abusaba de mí de todos los modos posibles, sino que me
imponía también sesiones de fotos pornográficas. Me fotografiaba desnudo, tomaba
primeros planos de mi pilila, con su pene en mi culo. Variaba las escenificaciones:
«¡Muévete más, muévete más...! ¡Deja ahí el esperma...! ¡No te muevas!». Clic. Clac.
Tenía una habitación con un laboratorio en el convento, y me llevaba a ella. Allí sacaba
sus fotos guarras. Introducía la película en un baño, las volvía a sacar, las revelaba, las
colgaba. En la oscuridad. A menudo recomenzábamos las sesiones, porque él tenía
nuevos deseos. ¡Y todo volvía a empezar! Él estaba contento, sentía placer, es algo que
se veía en su rostro. Abusaba de mí en la oscuridad, acostado sobre mí en el suelo. Estas
fotos eran lo peor de todo, algo parecido a una película de terror. Cuando eyaculaba, me
llenaba toda la cara «¡Deja, deja!». Estallaba en júbilo, y hacía la foto. Clic. Clac. Me
secaba la cara con una especie de toalla. Yo era su cosita, su lindo chiquito precioso.
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Cuando mi hermano puso la mano sobre las revistas Foyers, estaba en contacto con
alguien que también había sido violado por el padre Allaz, aunque más tarde. Esta
persona le había contado que el padre le llevaba a un chalet. Las religiosas que lo
alquilaban han confirmado que iba allí en compañía de jóvenes que se encontraban en
dificultades, desde hacía varios años.
En ese momento, un niño violado se adapta para vivir o, más bien, para sobrevivir.
Yo me acostumbré a ser violado como un perro se acostumbra a su caseta. No lo he
negado nunca. Yo era consciente de lo que estaba viviendo. Mi familia me reprochaba
con frecuencia que hablaba demasiado; yo hablaba mucho, es verdad, pero me callabalo
más importante. Yo era consciente de que todos mis allegados se equivocaban con
respecto a mí y me conocían mal; un día me juré no revelar nunca a nadie mi secreto.
Además de mi incapacidad para revelar lo que yo estaba viviendo con el padre Joël
Allaz, ya había pasado por una experiencia de abuso cuya revelación se había saldado
con un «sobreseimiento».
Yo debía de tener cinco o seis años, y todavía vivíamos en Romont. Un día llamó a
la puerta un joven electricista. Pidió las llaves del trastero para realizar unas
reparaciones. Yo estaba con mi hermano, y él nos invitó a acompañarle. Mi abuela nos
recordó que había que llevar cuidado en un granero y nos dejó subir con él. Abusó de
nosotros. Nos chupó la pilila. Yo soy parlanchín y bastante espontáneo; por eso, volví a
bajar y le expliqué a mi abuela que el «señor nos había chupado la pilila y nos había
enseñado la suya y ha salido algo de ella». Y mi hermano declaró que no era verdad. Sin
embargo, mi abuela me creyó, porque no quería mucho a mi hermano, y se lo dijo a mi
madre. Mi padre habitaba todavía de vez en cuando con nosotros e hizo venir a los
padres de ese muchacho a nuestra casa para que se explicara. Yo conté mi historia, y mi
hermano dijo todo lo contrario. El padre del chico dedujo de ello que yo mentía y se
marchó. Yo quedé como un embustero, y el asunto quedó zanjado. Esta desastrosa
experiencia se me quedó grabada en la memoria.
Denunciar un abuso es poner en marcha una máquina infernal, tan terrible que en
ocasiones es más sencillo guardar el secreto. Los abusadores casi siempre son personas
allegadas a la familia. La mayoría de los abusos sexuales tienen lugar en el marco
familiar, no hay que olvidar nunca este hecho. En el tiempo en que yo fui violado, nadie
hablaba de abusos. Era un tema absolutamente tabú. Hoy me parece que hay más libertad
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para hablar, lo que no significa que sea más fácil. Me parece que los maestros
desempeñan un papel muy importante en la detección. En efecto, se encuentran en un
lugar privilegiado para leer los signos de angustia de un niño, porque, a lo largo del
período escolar, los maestros pasan muchas horas junto al niño. Hay que formarlos para
que sean capaces de leer los indicios sospechosos y escuchar al niño víctima de abusos.
Es preciso desarrollar estrategias para hacer evolucionar posibles sospechas. En mi caso,
estoy seguro de que ciertos adultos albergaban dudas. Ahora bien, ¿qué se puede hacer
con una duda cuando no se tiene ninguna prueba? Me he preguntado con frecuencia si
mi madre había tenido dudas. Si de verdad me hubiera preguntado, yo le habría
respondido. Con todo, el niño debe sentir que el adulto que le pregunta tiene ganas de oír
la verdad.
Mi madre pasó junto a las señales que le habrían permitido conocer la verdad. En
nuestra casa, nos bañábamos uno tras otro. Mi madre decía a menudo que yo olía a
humo, pero nunca fue más allá. Yo tenía huellas de esperma en el cuerpo, en la ropa, en
mis calzoncillos. Sin embargo, ¡ella sabía a qué se parece el esperma! Un día fui el
último que pasé por la bañera. Vio que mis calzoncillos tenían color amarillo por dentro,
sospechó y me preguntó qué había hecho. Le respondí que había orinado, y se dio por
satisfecha con esta respuesta. Durante todo el período en que fui violado, no conseguía
hacer de vientre. Me quedaba horas sentado en los servicios, sin ningún éxito. He aquí
algo anormal que debería haber alertado a mis padres. Poco antes de que mi tía abuela
detuviera todo aquello, fui con mi madre a un gran almacén. Y me dijo a quemarropa:
«¿Te acuerdas de tu tío X, a cuya casa fuiste de vacaciones? Pues bien, ha sido
condenado por pederastia. ¡Le han metido en la cárcel!». ¡Qué extraña observación! Yo
no le respondí nada, pero la noticia me afectó, porque no comprendía que ella me
hubiera enviado de vacaciones a casa de este hombre, si sabía que era pederasta. Me he
preguntado desde cuándo conocía ella esta verdad. ¿Es posible que intentara hacer que
confesara mi secreto...? A veces me pregunto cómo es posible que mi madre no hubiera
visto nada. ¡El padre Joël Allaz tenía un físico vicioso! Mi madre no vio nada, estaba
muy contenta de enviarme a su casa. ¡Hasta le había pedido que se encargara de mi
educación sexual! Pensaba que él podría desempeñar el rol del padre en este ámbito...
¿Habría tenido mi madre la fuerza necesaria para oír lo que yo estaba viviendo? Me
parece que albergaba en sí demasiado sufrimiento y que habría sido incapaz de hacer
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frente a semejante descubrimiento. No se lo reprocho, porque conozco su vida. Dio la
alerta en la escuela, aceptó que fuera a ver a un psiquiatra: era su manera de buscar una
solución. Creo que actuó del mejor modo que le era posible en aquel momento de su
existencia.
La cabeza de un pederasta es la de una persona corriente. El pederasta no tiene
ningún signo distintivo y detectable del que habría que desconfiar. Es una persona
aparentemente normal y muy astuta; alguien dotado de una gran sensibilidad, un experto
en manipulación. Me parece que muchos de los pederastas que han violado a niños tal
vez no lo recuerden ya, porque el traumatismo es tan grande que el psiquismo lo entierra
en alguna parte en el fondo de uno mismo. Así, el pederasta sabe exactamente cómo
arreglárselas, porque ha sido víctima del funcionamiento de la persona que ha abusado
de él. Ha sido iniciado desde muy joven y de manera profunda en las técnicas de la
manipulación, que ya forman parte integrante de él.
En virtud de mi experiencia de niño víctima de abusos, he desarrollado unos
grandes talentos de seductor sin ser, afortunadamente, pedófilo. Experimento la
necesidad de gustar y actúo de manera que la gente que me interesa no tenga ojos más
que para mí. Tengo una gran facilidad para establecer contacto con la gente. Soy capaz
de fundirme totalmente en un grupo en el que no conozco a nadie y participar en él como
si conociera a todo el mundo. Esta sensibilidad me permite detectar de una manera casi
infalible a las personas que han sufrido agresiones sexuales y nunca han hablado de
ellas. ¿Por qué? Porque he advertido que a las personas equilibradas no les gusta mi
manera de ir de frente y tienen tendencia a rehuirme. Por contra, las personas más
frágiles se sienten imantadas. Y yo acabo siempre contando mi historia, que impactará
violentamente a una persona afectada por este tipo de problemas. Mis palabras abren una
brecha en ella. Con frecuencia, es esta la primera vez que se confía. Creo que una
persona que ha sido víctima de abusos debe poder hablar y ser reconocida, si lo desea, al
menos por otro que haya pasado por su misma situación. Cuando recibo una confidencia,
aconsejo la persona entrar en contacto con un buen psiquiatra para emprender una
terapia. Tengo siempre a mano una buena red de direcciones. También doy mi número
de teléfono y siempre respondo. No puedo proceder de otro modo, porque, si yo no
hubiera tenido a alguien que me escuchara en el momento en que hablé, estaría muerto.
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Por regla general, el pederasta premedita sus agresiones. Pregunta, escucha, halaga,
se ocupa de su víctima. Ya de entrada, la pone en guardia imponiéndole silencio,
amenazándola con una desgracia para su familia. Hay que decir a las víctimas que el
agresor es una persona débil. Agrede porque es débil. Me parece que, si yo me hubiera
atrevido a negarme a ir a casa de mi agresor, este no habría insistido, porque habría
tenido miedo a que le denunciara. Ahora bien, era tal su violencia que conseguía
hacerme creer que se sentía seguro, algo que aumentaba mi angustia y me encadenaba al
silencio.
Me he preguntado con frecuencia por qué me eligió el padre Joël Allaz. ¿Por qué a
mí? Tras haber reflexionado mucho tiempo sobre la cuestión, he llegado a la conclusión
de que tenía diferentes razones. Sé quién era yo cuando fui violado. Yo era un niño
enfermizo que tenía necesidad de apoyo. Estaba afectado de una fragilidad psicológica
que se manifestaba a través de una cierta feminidad. El padre Joël Allaz buscabauna
víctima pasiva. Para un chico, «femenino» significa fino, delicado, lindo, simpático,
sociable; yo tenía todas estas características, a las que puedo añadir educación y
amabilidad. Estaba dotado de una dulzura que me habría hecho pasar fácilmente por una
chica. Mi madre me vistió durante toda mi primera infancia como una niña –por cierto,
también a mis hermanos–. Nos dejaba el pelo bastante largo y nos peinaba con horquillas
para fijarlo. Mi padre había sido expulsado del hogar, y mi madre había transformado a
sus hijos en niñitas. Los hombres no tenían sitio en mi familia. Recuerdo una anécdota
muy sintomática. Habíamos ido al médico para que nos hiciera una revisión general. Al
tocar los testículos de mi hermano, exclamó el médico: «¡Pero si este no tiene
“cojoncillos”! ¡Se va a convertir en una niña!». Y se puso a reírse de su propia broma. Si
le recuerdo hoy esta historia a mi hermano, se pone a llorar como una magdalena.
Un abusador no busca a niños bravucones que se opongan a él. Le gusta poder
dominar a su víctima. Mi experiencia me dice que todas las personas con las que me he
encontrado y han sido violadas –y he tratado a muchas– procedían de familias
fragilizadas. Primero en el plano social. El padre Joël Allaz pagaba muchas cosas, sobre
todo los campamentos juveniles a los que me llevaba. Jamás nos envió ninguna factura,
y en el marco precario en que vivíamos yo me convertía en una boca menos que
alimentar. También en el plano afectivo. Yo me sentía más bien abandonado a mí
mismo. Es verdad que he conocido a personas fantásticas, pero que no pudieron suplir
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por completo la carencia que yo padecía. Yo no me sentía ni verdaderamente amado ni
muy interesante. Por eso era muy sensible al interés que un adulto pudiera mostrar por
mí. Con lo más pequeño se me podía atar. El padre Joël Allaz se interesó por mí, de una
manera malsana, y se ocupó de mí. Me llevaba a todas partes con él y me dispensaba su
atención. En los campamentos me realzaba, me felicitaba. Yo era el número uno. Yo era
el mejor, y él lo exhibía a los ojos de todos.
Sentí que también era positivo para mi familia, que se sentía honrada y halagada
por haber sido elegida por una persona respetada y admirada por todos. Ser reconocido
por un hombre de iglesia era una manera de elevarse. Por eso, no creo que todos los
niños sean víctimas potenciales. El violador ha sido con frecuencia él mismo víctima de
maltrato y ha integrado inconscientemente las fisuras que existen en el niño más débil.
Yo mismo, que he sido víctima, percibo de una manera instintiva la fragilidad de un
niño. Un niño más débil necesita afecto y busca el reconocimiento del adulto. Tiene
necesidad de vínculos, y a los adultos, en cuanto tales, les resulta fácil responder a esta
expectativa.
Desde pequeño, ya era yo consciente de la carencia afectiva de que era víctima. Me
acuerdo de que me encariñaba rápidamente, sin discernimiento y sin desconfianza. En
cada una de las familias con las que estuve intenté imitarlas lo mejor posible para sentir
que pertenecía al grupo. Yo quería estar cerca de cada uno de sus miembros. Me
adaptaba por completo a su contexto, procediendo mejor de lo que se me requería.
Quería ser amado, ser bien considerado. Mi imagen estaba en juego en cada ocasión.
Que no me reprocharan nada. Este era el precio que tenía que pagar para encontrar amor
y reconocimiento. Hubiera hecho cualquier cosa para recibir aliento. Yo intentaba
siempre complacer. Por ejemplo, sufría mucho en la escuela, pero siempre iba al repaso;
hacía mis deberes de la manera más concienzuda y me esmeraba en la presentación.
Todo estaba limpio. Esa es la razón por la que la gente no comprendía que tuviera
dificultades escolares. Gustar y complacer.
A pesar de mis numerosos suspensos, tuve mucha suerte. Por ejemplo, suspendí el
examen de ingreso en la escuela secundaria, y mi madre le había confesado su inquietud
al director de la escuela, un hombre que sabía escuchar. Me parece que percibió muy
bien la dificultad a la que me enfrentaba en mi vida y me citó para hablar conmigo. Me
propuso volver a examinarme sin estrés y me admitió en su escuela al comienzo del año
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escolar en otoño. Hasta me propuso ir a hacer los deberes en su despacho y, de este
modo, seguía mejor mi evolución. En un determinado momento, cuando vio que obtenía
unos resultados aceptables, encontró a una maestra jubilada que se dedicó a ayudarme.
Yo notaba que ella me quería; me ponía cinco dictados por semana; fue ella quien me
compró mi primer diccionario, que siempre he guardado conmigo. Un diccionario
magnífico, encuadernado, lleno de colores; un diccionario que me gustaba hojear y que
me parecía soberbio. Falleció ya muy anciana. En la escuela recibí también la ayuda de
sor Marie-Hélène, de la comunidad de Santa Úrsula. Durante cuatro años se vio obligada
a vivir un calvario conmigo, me acogió en su casa e hizo los deberes conmigo. Daba
clase en la Escuela Normal y aceptó tomarme bajo sus alas. Gracias a ella, tenía unos
deberes tan impecables que me convertí ¡en el primero de la clase! Dejaba mis deberes a
los otros para que los copiaran a toda velocidad. Evidentemente, me sentía valorado. Sor
Marie-Hélène me decía a menudo: «¡Tú eres un chico inteligente! ¡No sé qué es lo que
no marcha bien en ti!». Creía que era un vago.
El sexo supone una violencia extrema para un chaval. Imagínense un niño. Se trata
de un pequeño ser inocente, ingenuo, crédulo, amable, confiado. De repente, un intruso
penetra en su tienda de porcelanas y hace añicos todo con sus enormes pies. ¿Por qué lo
destruye todo? El niño no puede comprender ni dar sentido a lo que le está pasando. Tú
acompañas con una inmensa alegría a un amable sacerdote que quiere enseñarte a su
mirlo que habla. Ignoras que ha preparado toda la munición y que va a hacer saltar tu
pequeño recinto en un segundo. Todavía no tienes instalado el sistema de alarma vital.
¡Te encuentras con la Parca! ¿Cómo puedes decir a tus seres allegados al volver a casa:
«¡Cucú, el padre Joël Allaz me ha forzado a chuparle el pene hace un momento!»? El
sexo es la cosa más privada que pueda haber. ¡Tras haberme violado, me ofrecía regalos!
¿No hacemos regalos a las personas que queremos? Ahora bien, ¿hacemos daño a esas
personas? ¿Dónde se encuentra el sentido de tales acciones? Algunos días me decía a mí
mismo: «¿Qué voy a hacer con todos estos regalos si hablo? ¿Los devuelvo?». Yo era su
presa, estaba prisionero de su red.
No he tenido padre, pero ignoro si habría servido de algo si lo hubiera tenido. Mi
madre y mi abuela actuaron del mejor modo que pudieron, con los medios de que
disponían. No les reprocho nada. Es verdad que la pareja formada por mis padres no
funcionó y que, al romper la relación conyugal, la figura del padre se volatilizó para mí y
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quedó destruida. Nadie volvió a hablarme de él. No teníamos fotos suyas. Mi madre le
cortó la cabeza en la fotografía del álbum de la boda. Borrado. Desaparecido. Imposible
tener una representación de él. Un ser loco, carente de identidad. Recuerdo que no sabía
demasiado bien cómo se llamaba. Recuerdo de una anécdota terrible que tuvo lugar en la
escuela, en el primer curso de la enseñanza primaria. Yo estaba en el dentista y tuve que
dar el nombre de mis padres. En el caso de mi padre, no sabía qué responder y dije:
«Paul, conocido como Henri». «¿Cómo que “Paul conocido como Henri”? O Paul o
Henri», gritó la secretaria. Fue a mirar en las fichas de mis hermanos y hermanas.
Ninguno había dado el mismo nombre. Mi padre no existía. Me construí en mi cabeza la
imagen de un padre ideal: un hombre que muestra el camino, que explica las cosas, que
escucha cuando las cosas no van bien. Un guía. De niño, mis guías fueron
exclusivamente mujeres. No era el rol adecuado para una mujer. Era el rol de un hombre,
y ahí radica la carencia.
Todos los que me conocen me llaman «No Limit». Ningún hombre me ha puesto
unos límites, ninguno me ha dicho: «Te has pasado». Ha sido un milagro que no haya
ido a la deriva.

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