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S0ren Kierkegaard Pasión femenina T R A D U C C I Ó N DE V I C T O R I A A L O N S O Y R O DR I G O CR ES PO G R E A T I D E A S taurus T Prim era edición: octubre , 2015 P rim era im presión en Colom bia: m arzo, 2016 2014, d e la presente edición en castellano para todo e l m undo: Penguin Random H ousc G rupo Editorial, S.A.U. T iavessera de G rácia, 47-49.08021 Barcelona ® 2015, V ictoria Alonso y Rodrigo Crespo, p o r la traducción 2016, Pctiguin Random Ilo u se G rupo Editorial, S. A. S. C ra. 5a. A N°, 34-A-09, Bogotá, D. C ., Colom bia PBX (57*1) 7430700 www.megustaleer.coin.co D iseño original de cubierta: David Pearson Impreso en Colombia-Printed in Colombia ISBN: 978-958-59401-3-0 Im preso en Carvajal Soluciones en C om unicación, S. A. S. i P e n g u m ! R a n d o m H o u s e i í G r u p o E d i t o r la l 1 http://www.megustaleer.coin.co índice Siluetas 7 El reflejo de lo trágico en la Antigüedad sobre lo trágico en la Edad M oderna 81 Siluetas Pasatiempo psicológico Conferencia leída ante los Condifuntos* * E n to d a s las a p a ric io n e s d e esta p a la b ra , K ie rk e g a a rd u t iliz a e l té rm in o g r ie g o : SVMJlttQaveKQCOUSYOl. [N . de los T.] Abgeschworen mag die Liebe immer sein; Liebes-Zauber wiegt in dieser Hóhle Die berauschte, überraschte Seele In Vergessenhcit des Schwures ein . Gestcm licbt’ ich, Heute leid* ich, Morgen sterb’ ich Dcnnoch denk’ ich Heut’ und Morgen Gern an Gestern «Lied aus dem Spanischen» G o t t h o l d E p h r a i m Lessing Comunicación improvisada Festejamos en esta hora la fundación de nuestra socie dad, de nuevo nos regocija que esta feliz ocasión se haya repetido una vez más, que el día más largo haya term i nado y la noche em piece a triunfar. H em os aguardado durante el largo, larguísim o día y hasta hace un instan te suspirábamos aún a causa de su longitud, mas ahora nuestra desesperación se ha transform ado en alegría. Y si bien la victoria es del todo insignificante, pues el * «Siem pre se p u ed e ren ega r del am or; / la m a g ia d el a m o r ad o rm ece en esta cueva / al a lm a ebria, sorprendid a / en el o lv id o del ju ram en to» . Cica n o identificada. “ «A yer am é, / h o y sufro, / m añ a n a m oriré i p ero aú n p ien so / h o y y m añ a n a / co n p la cer en e l ayer». día seguirá pesando más durante algún tiempo, no deja m os de advertir que su poderío se ha roto. Por ello, no vacilem os en alborozarnos ante el triunfo de la noche porque aún no sea perceptible para todos, no vacilemos por que la indolente vida burguesa aún no nos haya recorda do que el día mengua. No, al igual que la joven novia es pera im paciente que llegue la noche, así aguardam os nosotros ansiosam ente el prim er anochecer, el prim er anuncio de su triunfo venidero, y la alegría y la sorpresa se vuelven todavía mayores por cuanto más cerca hemos estado de desesperar pensando cóm o podríam os sopor tarlo si los días no acortaran. H a transcurrido un año, y nuestra sociedad subsiste aún ~ ¿deberíamos alegrarnos por ello, queridos Condi funtos', alegrarnos de que su existencia supone una burla para nuestra doctrina acerca del declive universal, o de beríamos m ás bien afligirnos porque subsiste, y alegrar nos de que, en cualquier caso, solo perdurará un año más; pues si antes de ese m om ento no ha desaparecido, acaso no es decisión nuestra el disolverla nosotros mis mos?— . Cuando la fundamos, nosotros no proyectamos planes de am plias m iras pues, fam iliarizados con la m ezquindad de la vida y la deslealtad de la existencia, nos decidim os a venir en auxilio de la ley universal, ani quilándonos nosotros mismos, si ella no se nos anticipa ba. l ia transcurrido un año y nuestra sociedad todavía está al com pleto, aún no hay nadie relevado y nadie se ha relevado por su cuenta, pues cada uno de nosotros es demasiado orgulloso para ello, ya que todos nosotros estim am os a la m uerte com o la m ayor dicha. ¡Debería m os alegrarnos por ello más que afligirnos, y regocijar nos solo en la esperanza de que la confusión de la vida nos disperse pronto, que la tem pestad de la vida nos arran que pronto de aquí! Y, en verdad, que estos pensam ien tos son tanto más apropiados para nuestra sociedad, concuerdan perfectam ente con la festividad del m o m ento y con todo el entorno. Pues ¿no resulta ingenio so y bien significativo que, al uso del país, el suelo de esta salita esté salpicado de verde, com o si fuera una tumba? Y si tom amos en cuenta la salvaje y furiosa tem pestad en torno y vig ilam os el poderoso vozarrón del viento, ¿acaso la m ism a naturaleza que nos rodea no nos está coreando? Sí, enm udezcam os un instante para escu ch ar la m úsica de la to rm en ta , la v ivacid ad de su carrera, su desafío denodado, y el obstinado bram i do del mar, el angustiado suspiro del bosque, el restallido desesperado de los árboles y el tem eroso silbar de la hierba. Bien puede aseverar la humanidad que la vo z de la divinidad no está en el tiempo tempestuoso, sino en la suave brisa; pero nuestro oído no está hecho precisamen te para captar brisas suaves, sino más bien para engullir el ruido de los elem entos. Y p or qué no irru m pe de m anera aún más violenta y pone fin a la vida, al m un do y a este breve discurso, el cual, frente a todo lo de más, tiene la ventaja al m enos de que enseguida se va a terminar. Sí, ojalá que aquel torbellino, que es el princi pio íntim o del m undo — aunque los seres hum anos ni siquiera lo notan, devorando y bebiendo, casándose y m ultiplicándose en un despreocupado ajetreo— , ojalá irrum piera y, con indignación intrínseca, se sacudiera las m ontañas de encim a y los Estados y los productos de la cultura y las sagaces ocurrencias de la humanidad; ojalá irrum piera con el postrer terrorífico chirrido que, con m ayor seguridad que la trom peta del Juicio, anun cia la destrucción de todo; ojalá se agitara y se llevara en un torbellino este desnudo risco sobre el que nos en contram os, tan ligeram ente com o si se tratara de una pelusa para el aliento de su nariz. ¡Pero la noche triunfa y el día acorta y la esperanza crece! Así que ¡llenem os todavía una vez las copas, queridos herm anos de liba ción, y con este cáliz te saludo, m adre eterna de todo, callada noche! De ti vino todo, a ti retorna todo otra vez. Así que, ¡apiádate de nuevo del m undo abriéndote una vez más para recolectarlo todo y ocúltanos a todos, bien guardados en tu vien tre m aterno! ¡A ti te saludo yo, oscura noche, te saludo en calidad de vencedora, pues es te es m i consuelo, ya que tú lo acortas todo, el día y el tiempo y la vida y la fatiga del recuerdo, en eterno olvido! Desde el día en que Lessing, en su fam oso tratado I a o - coonte, estableció definitivam ente las diferencias entre poesía y arte plástico, bien puede considerarse com o un hecho, que pone de acuerdo a todos los estudiosos de la estética, que la diferencia estriba en que el arte descansa en la d eterm in ación del espacio, la p oesía en la del tiem p o que el arte reproduce lo qu ieto, la poesía lo m óvil. Por lo tanto, lo que debe convertirse en objeto de la representación artística debe poseer la tranquila transparencia que se da cuando lo interior descansa en un exterior que se corresponde con él. C uanto m enor sea el caso, tanto más ardua será la tarea del artista has ta que la diferencia se im pone, enseñándole que real m ente no hay ninguna tarea para él. Si aplicam os esto — que aquí no hem os elaborado, sino solam ente esbo zado— a la relación entre la aflicción y la dicha, se verá fácilmente que la dicha se deja representar artísticamen te m ucho más fácilm ente que la aflicción. C o n ello en m odo alguno se niega que la aflicción se pueda repre sentar artísticam ente, sino que se indica que llega un m om ento en el que lo esencial es fijar una oposición entre lo interior y lo exterior, que hace que su represen tación sea imposible para el arte. Ello reside, de nuevo, en la propia naturaleza de la aflicción. Para la dicha es natural manifestarse, la aflicción busca ocultarse y algu nas veces incluso engañar. La alegría es com unicativa, socialm ente abierta, desea expresarse; la aflicción es in trovertida, silenciosa, solitaria y rem ite a sí misma. Se guram ente la veracidad de esto no la negará nadie que en alguna medida haya hecho de la vida el objeto de su observación. Hay personas cuya disposición es tal que, cuando están afectados, la sangre fluye a su sistema epi dérm ico y de esa form a el m ovim iento interior se hace visible en el exterior. La disposición de otros es de tal naturaleza que la sangre refluye, busca hacia el interior los ventrículos del corazón y los órganos internos del organismo. De esta misma form a poco más o m enos se com portan la alegría y la aflicción en lo que respecta al m odo de expresión. La disposición presentada en pri mer lugar es m ucho más fácil de observar que la última. En la prim era, se ve la expresión, la con m oción inte rior es visible en el exterior; en la segunda de las estruc turas, el m ovim iento interior se intuye. La palidez exte rior es com o el gesto de despedida de lo interior, y el pensam iento y la fantasía se apresuran tras el fugitivo, que se oculta en lo recóndito. Esto es válido especial m ente para el tipo de aflicción al que me gustaría dedi car un examen más atento: la que se podría denom inar «aflicción reflejada». En este caso, lo exterior contiene co mo m áxim o solo un indicio que nos pone sobre la pista, y en ocasiones ni tan siquiera. Esta aflicción no se pue de representar artísticamente, ya que el equilibrio entre lo interior y lo exterior ha desaparecido, y por lo tanto no descansa en determ inaciones espaciales. Tam poco es posible representarla artísticamente en otro sentido, ya que no posee la calma interior, sino que está perpe tuam ente en m ovimiento; si bien este m ovim iento ni si quiera se enriquece con nuevos resultados, así pues no hay duda de que el m ovim iento m ism o es lo esencial. C o m o una ardilla en su jaula, así corre en torn o a sí m isma, aunque no tan m onótonam ente com o este ani m al, sino cam biando sin cesar en una com binación de fases internas de la aflicción. Lo que hace que la aflic ción reflejada no pueda representarse com o objeto ar tístico es que le falta la calm a, que no tom a una deci sión, no descansa en n in gun a expresión in d ivid ual concreta. C om o el enferm o que, en su dolor, tan pron to se echa hacia un lado com o hacia el otro, así la aflic ción reflejada se revuelve para encontrar su objeto y su expresión. Cuando la aflicción halla la calma, entonces el interior de la misma también va poco a poco querien do salir, hacerse visible en lo aparente, y de esa forma se con vierte en objeto para la representación artística. Cuando la aflicción posee calma y reposo, el movimiento aparece de dentro hacia fuera, mientras que la aflicción reflejada se mueve hacia el interior, igual que la sangre que huye de la superficie exterior y solo se deja intuir por la palidez apresurada. La aflicción reflejada no con lleva ningún cam bio esencial en lo aparente; incluso en el prim er instante de la aflicción, esta se apresura a bus car el interior, y solo un observador cuidadoso puede intuir su desaparición; después, vigila con atención que la apariencia sea tan poco llamativa com o sea posible. C om o persigue de este m odo lo interior, finalm ente encuentra un recinto, un lugar íntim o donde cree que puede perm anecer y entonces com ienza su m onótono m ovimiento. C om o el péndulo de un reloj, así se balan cea hacia delante y hacia atrás sin en con trar reposo. Una y otra vez com ienza desde el principio y vuelve a meditar, interroga a testigos, reúne y com prueba las di ferentes declaraciones, algo que ya ha hecho cientos de veces, y nunca concluye. C on el paso del tiempo, la m o notonía tiene en sí m ism a algo adorm ecedor. C om o anestesia la repetida caída de las gotas de lluvia, com o el cansino rotar de la rueca, com o el sonido continuo que produce una persona que camine con pasos medidos de un lado a otro de una habitación en el piso superior, así la aflicción reflejada halla al fin alivio en este m ovim ien to, que com o un desplazam iento ilusorio se convierte en necesidad. Por fin, aparece un cierto equilibrio, cesa la necesidad de perm itir que la aflicción se m anifieste, en la medida en que una única vez.se ha podido expre sar, lo exterior está en silencio y tranquilo, y en lo más profundo de su pequeño rincón, la aflicción vive com o un prisionero bien vigilado en una cárcel subterránea, allí vive un año tras otro con su m on ótono m ovim ien to, va y viene en su cubil, no se cansa nunca de realizar su corto o largo camino. La causa de la aflicción reflejada puede estar bien en la naturaleza subjetiva del individuo, bien en la aflicción objetiva o en la ocasión para la aflicción. Un individuo enferm o de reflexión transformará toda aflicción en una aflicción reflejada, su estructura y organización perso nales no le perm itirán fácilm ente asimilar la aflicción. Sin embargo, se trata en este caso de una m orbidez que no nos interesa especialm ente, ya que de este m odo cualquier casualidad puede experimentar una m etam or fosis que la convierta en una aflicción reflejada. Una si tuación distinta es aquella en la que la aflicción es objetiva o en la que la ocasión para la aflicción en el propio indi viduo alum bra la reflexión, que transform a aquella en en una aflicción reflejada. Este es siempre el caso cuan do la aflicción objetiva en sí no está concluida, cuando deja lugar a una duda, sea cual sea, por lo demás, la na turaleza de esta. Inmediatam ente se muestra aquí ante el entendim iento una gran variedad, que será m ayor cuanto más haya vivido y experim entado una persona, o dependerá de la inclinación a dedicar su inteligencia a tales experimentos. N o obstante, no es mi intención en ningún m odo repasar toda esta multiplicidad, destacaré solo un único aspecto tal y com o se ha m ostrado ante mi percepción. Cuando la ocasión para la aflicción es un engaño, entonces la propia aflicción objetiva está con form ada de tal forma que va alim entando en el indivi duo la aflicción reflejada. Q ue un engaño es realm ente un engaño es a m enudo asaz com plicado de determ i nar, y, sin em bargo, todo se basa en ello; m ientras sea cuestionable, la aflicción no encontrará descanso y no cesará de ir y venir en reflexiones. Cuando además este engaño no afecta a una cosa externa, sino a toda la vida interior del individuo, al ser más íntim o de su vida, la probabilidad de que la aflicción reflejada perm anezca se hace cada vez mayor. ¿Y qué podría designar con mayor autenticidad la vida de una m ujer sino su amor? Por lo tanto, cuando una aflicción de am or desgraciado tiene su base en un engaño, entonces tendrem os necesaria m ente una aflicción reflejada, que o bien el individuo es capaz de vencer o perm anece toda la vida. El am or des graciado es sin duda en sí m ism o la aflicción más pro funda para una mujer, pero de ello no se desprende que todo am or desgraciado engendre una aflicción reflejada. Así pues, cuando el amado muere o cuando ella no pue de en absoluto hallar correspondencia a su amor, o bien cuando las circunstancias de la vida hacen im posible la consecución de su deseo, hay desde luego una ocasión para la aflicción, pero no de aflicción reflejada, salvo que la propia afectada esté enferma previamente, en cu yo caso quedaría al m argen de nuestro interés. Sin em bargo, si no está enferm a, entonces su aflicción se con vertirá en una aflicción inmediata y, com o tal, también podríaser objeto de representación artística, mientras que para el arte es im posible expresar y representar la aflicción reflejada o su esencia. La aflicción inmediata es justamente la impronta y expresión inmediatas de la im presión que deja la aflicción, que concuerdan perfecta m ente, igual que el retrato que Verónica retuvo en el velo de lino, y el texto sagrado de la aflicción está m ar cado en el exterior, perfecto, claro y legible para todos. Así pues, la aflicción reflejada no puede ser objeto de representación artística; por una parte nunca está pre sente, siem pre está en desarrollo; por otra, lo externo, lo visible es indiferente y falto de interés. Por lo tanto, si el arte no quiere limitarse a la ingenuidad, de la cual se encuentran ejemplos en los antiguos escritos donde se presenta una figura que más o m enos puede represen tar lo que va a ser, m ientras que se descubre en su p e cho una placa, un corazón o algo similar, en el que pue de leerse todo, especialm ente cuando la figura con su posición atrae la atención hacia allí, incluso señala hacia allí, un efecto que bien podría obtenerse escribiendo so bre ella, haga el favor de tom ar nota; si no es así, enton ces el arte se ve obligado a renunciar a la representación en esa dirección y a dejarla en m anos del tratam iento poético o psicológico. Esta es la aflicción reflejada que tengo la intención de resaltar y, en la m edida en que sea posible, destacar en algunas figuras. Las llam o «siluetas», por una parte para recordar, desde la m ism a denom inación, que las saco del lado en penum bra de la vida y, por otra, por que, igual que las siluetas, no son visibles de un m odo inmediato. Cuando tom o en las manos una silueta, esta no m e produce ninguna im presión, realm ente no pue do hacerme ninguna idea de ella, y solo cuando la coloco contra una pared y dejo de observar la im agen directa para contem plar la que aparece en el muro, solo enton ces puedo verla. Así es la figura que quiero m ostrar, una im agen interior que no se hace patente hasta que no penetro lo externo con la mirada. Lo exterior quizá no ofrezca nada llamativo, pero cuando lo examino con de talle, descubro entonces la im agen interior, que es la que quiero mostrar, una im agen interior demasiado fi na para ser visible exteriorm ente, ya que está tejida por los estados de ánim o más delicados del alma. Si co n templo un pliego de papel tal vez no aprecie en una ob servación inm ediata nada asom broso, pero cuando lo sostengo a la lu z del día y lo examino, entonces descu bro la sutil im agen interior, que es tam bién demasiado espiritual com o para poder ser vista de form a inm edia ta. D e este modo, estim ados Condifuntos, deberán uste des dirigir su mirada a estas im ágenes interiores, no se dejen distraer por lo externo, o m ejor no lo busquen, pues lo m antendré a un lado en todo m om en to para m ejor poder contem plar el interior. M as no necesito realm ente anim ar en ese sentido a esta sociedad a la que tengo el honor de pertenecer; pues, por m uy jóve nes que seamos, som os lo suficientem ente mayores co m o para no dejarnos em baucar por lo externo o dete nernos en ello. ¿Sería tal vez una vana esperanza, con la que yo me adularía, el creer que estas figuras serían dig nas de su atención? ¿O bien mi esfuerzo les será extraño e indiferente, y no en arm onía con los intereses de nuestra com unidad, una com unidad que solo conoce una pasión: la sim patía con el secreto de la aflicción? Tam bién nosotros conform am os una orden, tam bién en ocasiones erram os com o caballeros andantes por el mundo, cada uno siguiendo su camino, no para com ba tir m onstruos o auxiliar a los desvalidos o em barcarse en aventuras amorosas. Nada de esto nos ocupa, ni si quiera lo últim o, pues la flecha en el ojo de una m ujer no hiere nuestro endurecido pecho y las alegres sonrí- sas de la feliz doncella no nos conm ueven, solo el secre to gesto de la aflicción. Dejad que otros se enorgullez can de que no haya m uchacha aquí o allá que pueda resistir sus encantos amorosos, no los envidiamos; ¡esta ríam os orgullosos de que no hubiera aflicción secreta que escapase a nuestra observación, de que ninguna oculta aflicción sea tan esquiva y tan orgullosa que no logrem os penetrar victoriosos en sus más profundos re covecos! N o deberíam os preguntarnos cuál de las lu chas es más peligrosa, cuál de ellas requiere más arte y ofrece m ayor placer, pues nuestra elección está hecha: solo am am os la aflicción, únicam ente indagam os en la aflicción, y allá donde descubrim os su rastro lo segui m os, inm utables, firm es, hasta que aquella se revela. Para esta lucha nos pertrecham os y nos preparam os diariamente. En verdad, la aflicción se escabulle subrep ticiam ente por el m undo y solo quien muestra simpatía por ella consigue intuirla. Al recorrer las calles, una casa parece igual a la otra y solo el observador avezado per cibe que a m edianoche esta casa se presenta com pleta m ente distinta, que allí vaga alguien desgraciado que no halla reposo, sube las escaleras, sus pasos resuenan en el silencio de la noche. Las gentes se cruzan por las calles, cada uno parece igual al siguiente y este es igual a los demás, y solo el observador experim entado perci be que en lo más profundo de esa cabeza habita un er mitaño que nada tiene que ver con el m undo y que pasa su solitaria vida en el tranquilo quehacer dom éstico. Lo externo es ciertamente objeto de nuestra observación, pe ro no de nuestro interés; igual que el pescador que clava su m irada fijam ente en el río, aunque no sea el río lo que le interesa en absoluto, sino los m ovim ientos del fondo. Así lo exterior tiene significado para nosotros, pero no com o expresión de lo interior, sino com o un m ensaje telegráfico inform ando de que m uy adentro algo se esconde. Si se observa un semblante durante lar go tiem po y con atención, se descubre de vez en cuan do com o un segundo rostro dentro de aquel que vemos. En general esto es un signo inequívoco de que esa alma oculta un emigrante que se ha retirado desde lo exterior para guardar un arcano tesoro; y la senda que debe se guir el observador está sugerida justam ente por el rostro que yace dentro del otro, haciendo ver que hay que es forzarse por penetrarlo si se desea descubrir algo. El ros tro, que acostumbra a ser el espejo del alma, asume aquí una am bigüedad que no se deja representar artística m ente y que además, por lo com ún, solo se conserva durante un instante fugaz. Son necesarios unos ojos es peciales para verlo, una mirada especial para seguir este seguro indicio de una aflicción secreta. Esta mirada es an helante y no obstante tan cuidadosa, ansiosa e imperiosa, y a la vez tan com pasiva, perseverante e insidiosa, y al tiempo tan sincera y solícita que arrulla al individuo en una cierta agradable languidez, en la que encuentra una voluptuosidad en la que derramar su aflicción, semejan te a la voluptuosidad que se disfruta al m orir desangra do. Se olvida lo presente, se atraviesa lo externo, lo pasado resucita, el aliento de la aflicción se alivia. El afligido en cuentra alivio y el em pático caballero de la aflicción se alegra de haber encontrado lo que buscaba, pues noso tros no buscam os lo presente, sino lo pasado; no la di cha, pues esta siempre es presente, sino la aflicción, pues su esencia es pasar, y en el instante del tiem po presente la ve com o se alcanza a ver a una persona justo en ese instante en el que dobla por otro camino y desaparece. Sin embargo, en ocasiones la aflicción se oculta toda vía m ejor y el exterior no nos perm ite intuir nada, ni lo más mínim o. Puede esquivar nuestra atención durante m ucho tiempo, pero si por casualidad un gesto, una pala bra, un suspiro, un eco en la voz, un parpadeo de los ojos, un tem blor en los labios, una torpeza en las manos traicionanpérfidamente lo que con celo se había ocultado, entonces se despierta la pasión, la lucha com ienza. Y se da paso a la vigilancia, la perseverancia, la astucia; pues nadie es más ingenioso que la aflicción escondida, por que un solitario condenado a cadena perpetua también dispone de su tiempo para idear muchas cosas, ni tan ve loz en ocultarse com o la aflicción secreta; ya que ningu na joven puede cubrir un pecho que tuviera desnudo con m ayor angustia y prisa que la aflicción oculta cuan do es sorprendida. Se exige un incon m ovible arrojo, pues se lucha contra un Proteo que se dará por vencido únicam ente persistiendo, aunque, com o aquel ser mari no, adopte cualquier form a para huir: com o una ser piente se enrosca en nuestra mano, com o un león nos amedrenta con su rugido, se transforma en un árbol que susurra con sus hojas o en un rem olino im petuoso o en un fuego crepitante, sin em bargo, finalm ente será posi ble adivinar y la aflicción habrá de revelarse. Observad, nuestro deseo es esta aventura, nuestro pasatiempo pro barnos en nuestra andanza caballeresca; para eso esta m os aquí com o ladrones en mitad de la noche, por eso lo arriesgamos todo; pues ninguna pasión es tan salvaje com o la de la empatia. Y tam poco debem os tem er que nos falten aventuras, sino más bien que nos enfrentemos con un oponente que sea demasiado duro e im penetra ble, ya que, tal y com o cuentan los naturalistas que, al quebrar algunos peñascos que habían resistido siglos, en lo más profundo de su ser han hallado un animal vivo que ha sobrevivido hasta entonces sin ser descubierto, del m ism o m odo bien puede ocurrir que haya personas cuyo exterior sea una sólida montaña que custodia una eterna y escondida vida de aflicción. Sin embargo, nada de esto debe atemperar nuestra pasión ni apagar nuestro afán; ai contrario, deberá avivarlos, pues nuestra pasión no es desde luego la curiosidad que se sacia con lo ex terno y lo superficial, sino una ansiedad em pática que escudriña entrañas y pensamientos ocultos; con encan tamientos y con em brujos conjura lo recóndito, incluso lo que la muerte ha sustraído a nuestra mirada. Antes de la batalla, se dice que Saúl llegó disfrazado ante una pito nisa y le exigió que convocase a la figura de Sam uel. Ciertam ente, no era solo la curiosidad lo que le movió, ni el deseo de contem plar la im agen visible de Samuel, sino que quería con ocer su pensam iento y, probable mente, esperó con impaciencia hasta que percibió la voz condenatoria del severo juez. De este mismo m odo, no será desde luego solo la curiosidad la que m overá a cada uno de ustedes, queridos Condifuntos, a contem plar las imágenes que quiero presentarles. Pues aun cuando las de nominaré con determinados nombres poéticos, no deberá en m odo alguno entenderse que son solo estos persona jes literarios los que pasarán ante ustedes, sino que los nombres deben entenderse com o nomina appellativa, y así, por mi parte, nada se hará por obstaculizar que cual quiera de ustedes se sienta tentado a nombrar cada figu ra con otro nom bre, un nom bre querido o un nom bre que tal vez les resulte más natural. i. María Beaumarchais Encontram os a esta joven en Clavijo de G oethe, a quien seguirem os, solo que nosotros la acom pañarem os un poco más adelante en el tiem po, cuando ya ha perdido el interés dram ático, cuando las consecuen cias de la aflicción se van desvaneciendo poco a poco. C ontinua m os con ella, pues, com o caballeros de la em patia, te nem os tanto el don innato com o la capacidad adquirida de poder seguir el paso de la aflicción en procesión. La historia de esta m uchacha es corta: Clavijo le prom etió m atrim onio, Clavijo la abandonó. Esta inform ación es suficiente para quien está acostum brado a observar los fenómenos de la vida igual que se contemplan las curio sidades de un gabinete de arte, cuanto más breve tanto mejor, tanto más se puede apreciar. D e esa m ism a m a nera podem os contar tam bién m uy brevem ente cóm o Tántalo padece sed y Sísifo arrastra una piedra ladera arriba. Si se tiene prisa, sería desde luego una pérdida de tiempo entretenerse con esto, ya que no se puede sa ber más de lo que ya se sabe, que es todo. Lo que recla mará más atención tiene que ser de otro tipo. Un círcu lo íntimo se reúne en torno a una mesita, la tetera canta sus últimos versos, la dueña de la casa le pide al enigm á tico forastero que aligere su corazón, para ello pide que traigan agua con azúcar y confitura, y entonces él co m ienza: es una larga historia. Asi se desarrollan ios acontecim ientos en las novelas y hay también algo m uy diferente: una larga historia y un pequeño anuncio así de corto. O tra cuestión es si para María Beaum archais es una historia corta; lo que es cierto es que no es larga, pues una historia larga tiene desde luego que tener una longitud medible; una historia corta, por el contrario, a veces tiene la enigm ática propiedad de que, a pesar de su brevedad, es más extensa que la más larga. Ya antes he indicado que la aflicción reflejada no es visible en el exterior, es decir, que no encuentra allí su expresión bella y reposada. La inquietud interior no perm ite esta transparencia, sino que lo externo se ve de vorado con ello, y si lo interior se proclam ase en lo ex terior sería más bien con una cierta morbidez, que nun ca puede llegar a ser objeto de representación artística, puesto que no tiene el interés de lo bello. G oethe lo da a entender m ediante un par de alusiones aisladas. Pero aun cuando se estuviese de acuerdo con la exactitud de esta observación, se podría estar tentado a considerarla algo casual, y solo cuando som os capaces de reflexio nar de form a puram ente poética y estética nos dam os cuenta de que lo que la observación enseña posee ver dad estética, solo en tonces se llegará a la concien cia profunda. Si ahora m e im agino una aflicción refleja da y p regu n to si no se p u ed e rep resen tar artística mente, enseguida se hará evidente que lo exterior es del todo casual respecto a ella; pero si esto es verdad, enton ces lo bello-artístico queda descartado. Es indiferente si la joven es alta o baja, im portante o insignificante, herm osa o no tanto; valorar si sería más correcto incli nar la cabeza a un lado o al otro, o hacia la tierra, clavar la mirada con gravedad o fijarla con m elancolía en el suelo, todo eso es com pletam ente indiferente, ninguno de estos actos expresa la aflicción reflejada de form a más adecuada que el otro. En com paración con lo inte rior, lo externo ha dejado de ser relevante y se ha vuelto indiferente. Lo im portante en la aflicción reflejada es que siempre está buscando su objeto, y esta búsqueda es la inquietud de la aflicción y su vida. Pero esta explo ración es una fluctuación constante, y si lo externo en cada m om ento era una expresión com pleta de lo inte rior, entonces, para representar la aflicción reflejada se debería tener una total sucesión de im ágenes; sin em bargo, ninguna im agen individual ha expresado la aflic ción, ni ninguna im agen individual ha conseguido un valor realmente artístico, ya que no ha llegado a ser be lla, sino verdadera. Se deberían contem plar estas im áge nes igual que se observa el segundero de un reloj: la maquinaria 110 se ve y el m ovim iento interior se m ani fiesta en todo m om en to m ediante el continuo cam bio exterior. A unque esta transform ación no se puede re presentar artísticam ente, ahí reside la esencia de todo. De este m odo, cuando el am or desgraciado tiene su ba se en un engaño, el dolor y el sufrim iento se dan por que la aflicción no puede hallar su objeto. C uando el engaño es conocido y el afectado ha asum ido que se trata de un engaño, la aflicción no acaba, pero se trata de una aflicción inm ediata, no de una aflicción refleja da. Fácilm ente se ve la dificultad dialéctica, pues ¿de qué seaflige? Si él era un pérfido, sin duda era m ejor que la abandonase, tanto m ejor cuanto antes ocurriera, más bien debería alegrarse por ello y afligirse por ha berlo amado; y, sin em bargo, que fuese un pérfido su pone una profunda aflicción. N o obstante, la cuestión de si se trata de un engaño supone el desasosiego en el perpetuum mobile de la aflicción. O btener la certidumbre del hecho externo de que un engaño es un engaño es ya ciertam ente difícil y, sin em bargo, el asunto no finaliza en m odo alguno con ello, ni el m ovim iento se detiene. Pues un engaño es una absoluta paradoja para el amor, y ahí radica la necesidad de una aflicción reflejada. Los diferentes factores del am or pueden ser com binados en el individuo de m aneras com pletam ente diferentes, y así el am or puede no ser el m ism o en uno que en otro; puede predom inar lo egoísta o bien lo em pático; pero, sea com o sea el amor, tanto para los instantes puntuales com o para el conjunto, un engaño es una paradoja que él no puede pensar, pero sobre el que sin em bargo, fi nalm ente, meditará. Si lo egoísta o lo em pático d om i nan de forma absoluta, la paradoja queda anulada, esto es, el individuo, en virtud de lo absoluto, se encuentra fuera y por encima de la reflexión, no piensa la paradoja en el sentido de que m ediante un m odo determ inado de reflexión la pueda suspender, sino que se salva justa m ente porque no la piensa, no se preocupa de las ata readas inform aciones o confusiones de la reflexión, re posa sobre sí mismo. El orgulloso am or egoísta, debido a su orgullo, considera im posible un engaño y no le in teresa saber lo que se pueda decir a favor o en contra, de form a que el afectado pueda defenderse o disculpar se; está absolutamente seguro porque^es demasiado va nidoso com o para creer que alguien pueda osar enga ñarlo. El am or em pático posee la fe que puede m over montañas, cualquier defensa es para él nada en com pa ración con la con vicción inq u eb ran tab le de q u e no existe engaño, ningún acusador puede probar nada an te su defensor que explicará que no hubo tal engaño, no lo explicará de uno u otro m odo, sino de form a ab soluta. Pero un am or así rara vez se ve en la vida, o qu izá nunca. En gen eral, el am or tiene en sí am bos m om en tos, y estos lo relacionan con la paradoja. Sin duda, tam bién en los dos casos descritos, la paradoja se conviene con el am or pero no se ocupa de ella; en el últim o caso la paradoja se conviene con el amor. La paradoja es im pensable y sin em bargo el am or la quie re pensar y, d ep en dien d o de los d iferen tes factores que por m om en tos son preem inentes, se aproxim a a pensarla de form as a m enudo contradictorias, pero no lo consigue. Esta vía de pensam iento es interm inable y no se detiene hasta que el individuo la interrum pe a volun tad haciendo p revalecer alguna otra cosa, una determ inación de la voluntad, pero con ello el indivi duo entra en las determ inaciones éticas y deja de ocu parn os estéticam en te. M ediante una d ecisión con si gue lo que no logra por la vía de la reflexión: el final, el reposo. Esto es aplicable a cualquier am or desgraciado que tiene su base en un engaño; lo que más puede provocar la aflicción reflejada en María Beaumarchais es que solo es una prom esa lo que se ha roto. Una prom esa de m a trim onio es una posibilidad, no una realidad, pero justa m ente porque solo es una posibilidad puede parecer que su ruptura no tiene un efecto tan fuerte, que es m ucho más fácil para la persona soportar este golpe. Sin duda así puede ser en ocasiones; pero, por otra par te, la circunstancia de que lo que se destruye sea solo una posibilidad es una tentación m ucho m ayor para que avance la reflexión. Cuando se quiebra una reali dad, la ruptura es por lo general m ucho más profunda, todos los nervios quedan cortados por la mitad y la rup tura, contem plada com o tal, conserva una perfección en sí misma. Cuando se quiebra una posibilidad, tal vez el dolor instantáneo no sea tan fuerte, pero a m enudo tam bién deja tras de sí algún que otro pequeño lig a m ento entero y sin daño que se convierte en una oca sión constante para un dolor continuado. La posibilidad destruida aparece transmutada en una posibilidad supe rior; sin em bargo, la tentación de conjurar una nueva posibilidad no es tan grande cuando se trata de una rea lidad quebrada, porque la realidad es superior que la posibilidad. Así pues, Clavijo la ha abandonado, ha roto la rela ción de form a desleal. Acostum brada a descansar en él, cuando la aparta, ella no tiene fuerzas para mantenerse en pie y se deja caer lasa en b razos de quienes la ro dean. Así parece haberle sucedido a María. Podríam os imaginar, por cierto, otro com ienzo, podríam os im agi nar que ya desde un primer m om ento ella tiene fuerzas suficientes para transform ar la aflicción en reflejada y que, bien para evitar la humillación de oír que otros co mentan el engaño que ha sufrido, bien porque aún si- ^ue queriéndolo tan to que le dolería escuchar una y otra vez cóm o lo tachaban de traidor,, inm ediatam ente interrum pe toda relación con otras personas para devo rar en soledad la aflicción y consum irse en ella. Segui m os a Goethe: su entorno no perm anece al margen, su fre a su lado el d olor y sufriéndolo dice: supondrá su m uerte. Y desde un punto de vista estético es totalm en te correcto. Un am or desgraciado puede ser de tal natu raleza que el suicidio sea contem plado com o correcto estéticam ente, pero no puede entonces tener su causa en un engaño. Si es así, el suicidio perdería toda su grandeza y supondría una concesión que el orgullo de be impedir. Sin em bargo, si supone su m uerte, entonces sería lo m ism o que si él la hubiera asesinado. Lista ex presión está en perfecta arm onía con la fuerte conm o ción interior en su vida, ahí ella encontrará alivio. Pero no siempre la vida sigue con precisión categorías estéti cas, no siem pre o b ed ece norm as estéticas y ella no m uere. Así los que la rodean quedan en una situación com prom etida. Sienten que no les interesa repetir cons tantemente la afirmación de que morirá, cuando aún si gue con vida; por otra parte, a esto se añade el hecho de que no se ven con fuerzas para sostenerlo con la mis ma patética energía que al principio, y sin em bargo esta era la condición para que ella encontrara consuelo. Así pues cam bian de m étodo. Él era un villano, dicen, un m entiroso, un ser abyecto, por el cual no m erece la pe na morir. O lvídalo, no pienses más en ello, era solo un prom etido, borra de tus recuerdos este suceso, sigues siendo joven, aún puedes tener esperanzas. Esto la enar dece, pues este patitos de rabia arm oniza m uy bien con sus otros estados de ánim o, su orgullo se em papa de la idea de venganza, de transform ar el todo en nada; no fu e por ser un h om bre extraordinario p or lo que lo amaba, ni m ucho m enos, veía perfectam ente sus fallos, pero creía que era una buena persona, alguien leal, por eso lo amaba, por lástima, y por eso será fácil olvidarlo, porque nunca lo ha necesitado. M aría y su en torn o vuelven a estar en sintonía y su duetto suena excelente mente. Al entorno no le resulta com plicado pensar que Clavijo era un pérfido, ya que nunca lo han am ado y no hay ninguna paradoja, y en la medida en que tal vez lo hayan querido (algo que G o eth e su giere con res pecto a la herm ana), justam en te ese interés los arm a contra él, y esa benevolencia, que quizá fuese más que benevolencia, es un m agnífico com bustible para m an tener la llama del odio. A los que la rodean tam poco les resulta com plicado borrar su recuerdo y por eso exigen que María haga lo mismo. El orgullo de la joven estalla en odio, el entorno lo aviva, ella da rienda suelta a pala bras rigurosas y propósitos convincentes y hábiles, y se em briaga conello. El entorno se alegra. N o se da cuen ta de lo que ella apenas se atreve a confesarse a sí m is ma: que al instante siguiente es débil y frágil; los que la rodean no se dan cuenta del inquietante presentim ien to que la atrapa: que esa fu erza que tiene en algunos m om entos es un fraude. Ella lo esconde con celo y no se lo confiesa a nadie. El en torn o continúa con éxito los ejercicios teóricos, pero em pieza a querer verificar ya los electos prácticos. A unque estos no llegan. Los que la rodean no cesan de instigarla, las palabras de ella revelan fuerza interior y sin em bargo los otros abrigan la sospecha de que algo no cuadra. Em piezan a impa- i ientarse, lo apuestan todo y la espolean con burlas pa ra hacerla salir de su guarida. Es dem asiado tarde. El m alentendido ya se ha producido. El hecho de que en realidad él fuese un traidor no tiene nada de humillante para los de su entorno, pero sí para María. La venganza que le ofrecen en form a de desprecio no tiene, en reali dad, m ucho sentido; pues para que lo tuviera, él ten dría que amarla, pero es claro que no lo hace, y su despre cio se convierte en un pagare que nadie abonará. Por otro lado, para el entorno no hay nada doloroso en que C lav ijo fuera un traidor, pero sí para M aría, y desde luego a él no le falta abogado defensor en el interior de la m uchacha. Ella siente que ha ido dem asiado lejos, ha dado a entender que posee una fuerza que no tiene, y no quiere adm itirlo. ¿Y qué consuelo existe en despre ciar? Es m ejor afligirse. A esto se añade que ella posee alguna que otra nota secreta que puede ser de gran im portancia para la aclaración de la situación, pero que, al m ism o tiempo, es de una naturaleza tal que lo pondría bajo una luz favorable o desfavorable, segú n las cir cunstancias. No obstante, ella no ha hecho a nadie par tícipe y no quiere hacerlo, pues si no fuera un traidor, desde luego sería esperable que lam entase este paso y volviese a ella, o bien, y esto sería aún más maravilloso, que ni siquiera necesitara arrepentirse, que pudiera ju s tificarse totalm ente o aclararlo todo, y en ese caso qui zá fuera un obstáculo el haber hecho uso de estas notas y la antigua relación no se pudiera recuperar nunca; se ría entonces solo culpa suya, pues habría sido ella la que se habría procurado confidentes del crecim iento secreto de su amor; y si se pudiera convencer de que en realidad era un villano, le daría lo m ism o tod o y, en cualquier caso, lo más elegante por su parte era no ha cer uso de ellas. Así pues, su entorno, en contra de su voluntad, la ha ayudado a desarrollar una nueva pasión: los celos de su propia aflicción. Ha tom ado una decisión y a quienes la rodean les falta toda energía para arm onizar con su pa sión: tom ará el velo; no entrará en un convento, sino que tom ará el velo de la aflicción que la ocultará de cualquier mirada ajena. Su apariencia externa es tran quila, todo está olvidado, su voz no deja intuir nada, se hace a sí misma el voto de aflicción y com ienza su vida oculta y solitaria. En ese mismo m om ento todo ha cam biado; antes ciertam ente parecía que podía hablar con los demás, pero ahora no es solo que esté atada por el voto de silencio (al que la obligaba su orgullo con la aquiescencia de su amor, o que su am or exigía y su or gullo toleraba), es que además no sabe en absoluto por dónde o cóm o comenzar; y esto no es así porque hayan aparecido aspectos nuevos, sino porque la reflexión ha triunfado. Si alguien en esos instantes le preguntara por qué estaba afligida, no habría tenido nada que contestar, o bien habría respondido del mismo m odo que aquel sa bio al que se le inquirió qué era la religión y él pidió un tiempo para meditar y después más tiem po para m edi tar y de esa form a la respuesta quedó por siempre pen diente. Ella está ya perdida para el mundo, perdida para su entorno, emparedada en vida; con tristeza cubre la última abertura. Siente que, quizá aún en ese instante, sería posible sincerarse, un m om ento después está apar tada de ellos para siempre. Pero ya está tom ada la deci sión, firm em ente tom ada, y ella no debe tem er, com o cualquier emparedado en vida, que vaya a morir cuando se term inen las escasas provisiones de pan y agua que le han sido entregadas, pues tiene alim en to para largo tiem po, y tam poco debe tem er al aburrim iento: tiene ocupación suficiente. Su apariencia es tranquila y calma da, no presenta nada notable y, no obstante, su interior no es el ser incorruptible propio de un espíritu tranqui lo, sino la estéril ocupación de un espíritu desasosegado. Busca soledad o su contrario. En soledad se recupera del esfuerzo constante que supone obligar a la apariencia en una determinada dirección. C om o aquel que ha estado largo tiempo en pie o sentado en una posición forzada y por fin, con placer, puede estirar los m úsculos, com o una rama que ha estado largo tiempo doblada a la fuer za y que con regocijo recupera nuevam ente su posición natural cuando salta la atadura, así también ella encuen tra alivio. O bien busca lo contrario, el ruido, la distrac ción, porque mientras la atención de todos está pendien te de otras cosas, puede ocuparse con tranquilidad de sí misma; y lo que ocurre a su alrededor más cercano, to nos musicales, ruidosas conversaciones, suena tan lejano que es com o si estuviera sentada sola en una pequeña sala, alejada de todo el mundo. Y si en un m om ento no pudiera contener las lágrimas, está segura de que serían mal interpretadas, quizá rom piese realm ente en llanto; pues cuando se vive en una ecclesia pressa es una alegría que el servicio divino de uno esté en consonancia, en las formas de expresión, con el servicio divino oficial. Ella solo tem e al trato tranquilo, pues ahí se encuentra m e nos falta de vigilancia, ahí es tan fácil com eter un error, tan difícil evitar que no sea percibido. N o hay por lo tanto nada que apreciar observando el exterior, pero mirando al interior la actividad es frenéti ca. A llí se desarrolla un interrogatorio que, con total justicia y especial énfasis, se podría denominar un peno so interrogatorio. Todo se presenta y se com prueba cui dadosamente, su figura, su rostro, su voz, sus palabras. En ciertas ocasiones tiene que haber sucedido que un ju e z en uno de estos duros interrogatorios, con m ocio nado por la belleza del acusado, haya interrum pido el interrogatorio y no se haya visto en condiciones de con tinuarlo. La sala aguarda expectante el resultado de su interrogatorio, pero este no llega y no existe realmente razón alguna para que el ju e z deje de cumplir su deber. El carcelero puede testificar que acude cada noche, que el acusado es entregado, que el interrogatorio se desa rrolla durante varias horas y que en los años que él ha conocido nunca ha habido un ju e z tan perseverante. De ello la sala concluye que debe de ser un caso m uy com plicado. Así le sucede a ella no una vez, sino día tras día. Todo es presentado tal y com o ha sucedido, fidedigna m ente, com o exige el derecho y ... el amor. Se cita al acusado, «él acude, se balancea en el rincón, abre el por tillo de la empalizada, ved cóm o se apresura, me ha esta do añorando, con im paciencia deja todo a un lado para poder llegar a mí lo más rápidamente posible, oigo sus pasos rápidos, más veloces que los latidos de mi cora zón, ya llega, es él»... Y el interrogatorio... es aplazado. «|Dios mío!, esta palabrita que tan a menudo he repeti do para mí misma, la recuerdo entre muchas otras, pero nunca m e había dado cuen ta de lo que esconde real mente. Sí, esto lo explica todo, no es.su intención real abandonarm e, volverá. Y qué representa todo el m un do frente a esta palabrita, las gentes se cansaron de mí, no tenía ningún amigo, pero ahora tengo uno, un confi dente, una pequeña palabra que lo aclara todo: volverá, no bajala vista, me m ira con un cierto gesto de repro che, y dice: "M ujer de poca fe", y esta palabrita flota en sus labios com o una hoja de olivo: él está aquí...». Y el interrogatorio es aplazado. Es perfectam ente com prensible que pronunciar una sentencia en tales circunstancias siempre estará ligado a grandes dificultades. No hace falta decir que una joven no es un jurista, pero de ello no se sigue en m odo alguno que no pueda dictar una sentencia y, de hecho, el fallo de esta m uchacha siem pre será de tal naturaleza que a sim ple vista será una sentencia, pero que al m ism o tiem po contendrá m ucho más que demuestra que no es una sentencia y que adem ás en el m om ento siguiente puede dictarse un veredicto com pletam ente opuesto. «No era un pérfido; pues para haberlo sido, debería haber sido consciente de ello desde el principio; pero no lo era, m i corazón m e dice que m e ha amado». Si se quiere destacar así el concepto de pérfido, después de todo quizá nunca haya habido ninguno. Absolverlo por esta razón dem uestra un interés por el acusado que no puede casar con la estricta justicia y que tam p oco se sostiene frente a la más mínima objeción. «Era un pérfido, un ser despreciable, que con frialdad y sin corazón m e ha hecho infinitam ente desdichada. Antes de conocerlo, yo era feliz. Sí, es cierto que no p o día im aginarm e que podía llegar a ser tan dichosa o que en la alegría había tal riqueza com o él m e enseñó; pero tam poco m e im aginaba que podía llegar a ser tan des graciada com o él m e enseñó. Por eso quiero odiarlo, aborrecerlo, maldecirlo. Sí, yo te maldigo, Clavijo, en lo más íntim o y recóndito de mi alma te m aldigo; nadie debe saberlo, no puedo perm itir que nadie lo haga, pues nadie, excepto yo, tiene derecho a ello; te he am a do com o nadie más lo ha hecho, pero también te odio, pues nadie com o yo conoce tu maldad. Oh, buenos dio ses a quienes corresponde la venganza, concedédm ela durante un breve instante y no lo desaprovecharé, no seré cruel. Me colaré en su alma cuando se enam ore de otra, no para matar este amor, eso no sería castigo sufi ciente, pues sé que la querría tan poco com o a mí. Él no ama a ningún ser humano, solo ideas, pensamientos, su poderosa influencia en la corte, su fuerza de espíritu, todo aquello de lo que yo no puedo representarm e có mo él puede amarlo. Eso es lo que quiero arrebatarle; entonces sabrá cuál es mi dolor; y cuando esté próximo a la desesperación, se lo devolveré todo, pero deberá agradecérm elo a mí: así estaré vengada. »No, no era un pérfido, ya no m e amaba, por eso me abandonó, pero esto no es realm ente una traición; si hubiera perm anecido a mi lado sin am arm e, entonces sí que habría sido un traidor, entonces yo habría vivido de las rentas del am or que una vez me tuvo, de su com pasión, de la limosna que tal vez hasta con largueza me arrojase, habría v iv id o siendo una carga para él y un lorm ento para mí mism a. ¡Cobarde y m iserable cora zón, despréciate, aprende la grandeza, apréndela de él! I vi m e ha am ado de form a m ás elevada de la que yo misma he podido am arm e. ¿Y debo estar enojada con él? D e ningún modo, seguiré amándolo porque su amor era más fuerte y sus pensam ientos más orgullosos que mi debilidad y mi cobardía. Y quizá me siga amando, sí, fue por am or por lo que m e abandonó. »Sí, ahora lo veo claro, ya no tengo ninguna duda, era un pérfido. Lo vi, su rostro era orgulloso y triunfan te, m e m enospreció con su mirada burlona. A su lado iba una española, radiante de belleza; ¿por qué era tan guapa?, la mataría, ¿por qué no soy yo así de hermosa? ¿Y es que no lo era antes?... Yo no lo sabía pero él me lo m ostró, ¿y por qué he dejado de serlo? ¿Quién tiene la culpa? Maldito seas, Clavijo; si hubieras perm anecido a m i lado m e habría vu elto aún más herm osa, pues con tu v o z y tu seguridad mi am or crecía y con él mi belle za. Ahora estoy pálida, he perdido mi lozanía, ¿qué p o der tiene toda la ternura del m undo en com paración con una palabra tuya? ¡Ojalá volviese a ser herm osa! ¡Ojalá pudiera volver a com placerlo, pues solo para eso deseo ser bella! ¡Ojalá él ya no pudiera amar la juventud y la belleza, pues entonces me afligiría más que antes, y quién puede afligirse com o yo! »Sí, él era un pérfido. ¿Cóm o si no podría dejar de amarme? ¿Acaso he dejado yo de amarlo? ¿Es que no ri ge la misma ley para el am or de un hom bre que para el de una mujer? ¿O debe un hom bre ser más débil que el débil? ¿O tal ve z com etió un error? A m arm e quizá fue una ilusión, ilusión que desapareció com o un sue ño. ¿Es esto propio de un hombre? ¿O fue volubilidad?, ¿es conveniente que un hom bre sea voluble? ¿Y por qué en un principio m e aseguraba que m e amaba tanto? Si el am or no puede conservarse, ¿qué puede entonces re sistir? ¡Sí, Clavijo, m e has arrebatado todo, mi fe, mi fe en el amor, no solo en el tuyo! »No era un pérfido. Yo no sé qué lo alejó de mí; no conozco ese oscuro poder; pero a él también le ha doli do, le ha dolido profundam ente; no quería hacerm e partícipe de su dolor, por eso pretendió ser un traidor. Sí, si se uniera a otra m uchacha, entonces yo diría: él era un traidor y nin gún p o d er en la tierra m e hará cambiar de opinión; pero no lo ha hecho. Quizá piensa que al adoptar la apariencia de un pérfido hará que mi dolor sea menor, m e arm ará contra él. Por eso a veces se deja ver acompañado de jovencitas, por eso m e miró tan burlón el otro día, para espolearm e y de ese m odo liberarm e. N o, ciertam ente no era un traidor, ¿cóm o podría traicionar esa voz? Era al tiem po tan tranquila y tan emocionada; com o si se abriese paso entre m acizos rocosos, así resonaba desde un interior cuya profundi dad apenas yo era capaz de intuir. ¿Puede m entir esa voz? Pues ¿qué es la voz? ¿Un m ovim ien to de la le n gua? ¿Un ruido que se puede evocar com o se desee? En algún lugar del alma debe tener su hogar, debe tener al gún lugar de nacim iento. Y lo tenía, en lo más íntim o de su corazón estaba su hogar y allí m e amaba, allí me ama. Bien es cierto que tam bién tenía otra voz que era fría, heladora, que podía asesinar cualquier alegría de m i alm a, torturar todo pensam iento deleitoso, hacer que mis propios besos se m e antojaran fríos y desagra dables. ¿Cuál era la verdadera? Podía m entir de cual quier m odo, pero siento que en aquella v o z tem bloro sa en la que se estrem ecía tod a su pasión no había engaño, es im posible. La otra era m entira. O fuerzas m alignas lo habían poseído. N o, no era un pérfido, la v o z que m e ha encadenado a él para siempre no era un en gañ o. N o era un traidor, aun que nun ca lleg u é a comprenderlo». Y nunca da por finalizado ni el interrogatorio ni el juicio; el interrogatorio porque continuam ente se pro ducen recesos, el juicio porque solo es un estado anímico. Pues cuando este movimiento se pone en marcha, puede seguir siempre igual y no se vislumbra ningún final. Solo una ruptura puede hacer que se detenga, justam ente si ella interrum pe toda la marcha del pensam iento; pero esto no puede suceder, pues la voluntad se encuentra siempre al servicio de la reflexión, que le otorga energía a la pasión momentánea. Si en alguna ocasión ella quiere liberarse de todo, quiere destruirlo, de nuevo estarem os ante un estado de ánim o, una pasión m om entánea, donde la reflexión sigue saliendo siem pre ven ced ora. La m ed iación es im posible; si ella com ienza de tal suerte que este ini cio es de algún m odo resultado de las operaciones de la reflexión, entonces en ese m ism o instante será b o rrada violentam ente. La voluntad debe com portarse de form a absolutam ente indiferente, com enzar en virtud de su propia voluntad, solo entonces se puede hablar de un com ienzo. Si esto ocurre, sí que podría ella com en zar, pero quedaría com pletam ente al m argende nues tro interés, la dejaríam os, con gusto, en m anos de los m oralistas o de quien quisiera hacerse cargo de ella, le desearíam os un m atrim onio honrado y nos com p ro m eteríam os a bailar el día de su boda, en el que, com o por fortuna también cambiaría su nom bre, nos haría ol vidar que fue la María Beaum archais de la que hem os hablado. Pero volvam os a María Beaumarchais. Lo peculiar de su aflicción es, com o se ha señalado anteriorm ente, el desasosiego, que le im pide hallar el objeto de la aflic ción. Su dolor no puede encontrar la calma, le falta la paz necesaria para toda vida que tenga que ganarse su sustento y fortalecerse con él; ninguna ilusión proyecta su som bra sobre ella con su tranquila frialdad mientras sorbe el dolor. Perdió la ilusión de la niñez al ganar la del amor, perdió la del am or cuando Clavijo la engañó; si pudiera ganar la ilusión de la aflicción, en algo la ayu daría. Así su aflicción alcanzaría la m adurez del hombre y obtendría una contrapartida por la pérdida. Pero su aflicción no prospera, pues no ha perdido a Clavijo, él la ha engañado, y aquella siem pre será un tierno infante con sus chillidos, un niño huérfano de padre y madre; porque si Clavijo le hubiera sido arrebatado, aquel ha bría ten id o un padre en el recu erdo de su fid elid ad y amabilidad y una madre en el entusiasmo de María, y ella no tiene nada con lo que criarlo; pues lo vivido fue desde luego herm oso, pero a fin de cuentas no tiene ningún significado intrínseco, si no es com o anticipo de lo venidero; y ella no tiene esperanzas de que este hijo doloroso se convierta en un fruto de la felicidad, no puede co n fiar en que C la v ijo vaya a regresar, pues 110 tendría fuerzas para cargar con un futuro, ha perdi do la feliz confianza con la que lo habría seguido al abis mo sin miedo, y en su lugar lo que tiene son cientos de reparos, ahora com o m áxim o podría estar en disposi ción de revivir el pasado con él una ve z más. Cuando Clavijo la abandonó, tenía ante sí un futuro, un futuro tan bello, tan encantador que casi le turbaba las ideas, que ejercía un oscuro poder sobre ella; su metamorfosis ya había com enzado cuando se interrum pió el desarro llo y su transform ación se detuvo. Había vislum brado una nueva vida, ya había sentido sus fuerzas dentro de ella, cuando esa vida se rom pió y ella se vino abajo; ya no le queda ningún consuelo, ni en esta vida ni en la ve nidera. ¡Lo que había de venir le sonreía tan abierta m ente y se reflejaba en la ilusión de su amor, y sin em b a rg o era tod o tan n atu ral y sen cillo ! A h o ra una desfallecida reflexión quizá de vez en cuando le pinte una ilusión desfallecida que ni siquiera la tienta, pero puede que por un instante la calme. Así transcurrirá su tiempo hasta que haya devorado el objeto m ism o de su aflic ción, que no es idéntico a esta, sino la ocasión para que constantem ente busque un objeto de aflicción. Si una persona poseyera una carta que supiera o creyera que contenía información sobre lo que debería considerar co m o la salvación de su vida, pero los trazos fueran finos y apagados y la caligrafía apenas legible, entonces segu ram ente la releería una y otra vez con ansiedad, inquie tud y toda la pasión, y en un instante le parecería que tenía un significado y al momento siguiente otro distinto, pues en la medida en la que con certeza creyese haber leído una determ inada palabra, lo explicaría todo de acuerdo con esta; pero nunca pasaría de la misma incer- tidum bre con la que había com enzado. Se quedaría m i rando, cada vez más y más ansiosam ente, pero cuanto más fijase la vista, tanto menos vería; de tanto en tanto sus ojos se llenarían de lágrim as, pero cuanto más a m enu do se los secase, tanto m enos vería; con el tiempo la es critura se iría apagando y hacién d ose m ás confusa, finalm ente el mismo papel se desharía, y no le quedaría nada excepto unos ojos cubiertos de lágrimas. 2. Doña Elvira Encontram os a esta joven en la ópera Don Juan, y no se rá baladí, para nuestra investigación subsiguiente, tener en cuenta las alusiones a su vida anterior contenidas en la pieza. Ella era m onja, de la paz de un convento la arranca d on ju án . Con ello se sugiere la enorm e inten sidad de su pasión. N o era una colegiala alocada, que aprendiera a am ar en la escuela y a coquetear en los bailes; que una de ellas sea seducida no es m uy signifi cativo. Por el contrario, Elvira ha sido educada en la dis ciplina del convento, que, sin embargo, no ha consegui do erradicar la pasión en ella, sino que le ha enseñado más bien a reprim irla, vo lvién dola así aún m ás ve h e m ente, tan pronto com o le sea perm itido eclosionar. Una presa segura para un donjuán; él sabrá desatar la pasión salvaje, desenfrenada, insaciable, que solo su am or satisfará. Ella lo encuentra todo en él y lo pasado no es nada, si ella lo abandona, entonces lo pierde to do, incluido lo pasado. Ella había renunciado al m undo cuando se personó una figura a la que no puede renun ciar, es d on ju án . A partir de entonces, renuncia a todo para vivir con él. C uanto más significativo sea aquello que abandona, más sólidamente habrá de aferrarse a él; cuanto más sólidam ente lo haya cercado, más espanto sa se vuelve su desesperación cuando él la abandona. Su am or era ya una desesperación desde el com ienzo; na da tiene significado para ella, ni en el cielo ni en la tie rra, excepto donjuán. En la obra, Elvira nos interesa únicam ente en la m e dida en que su relación con don Juan tiene significado para él. Si tuviera que indicar en pocas palabras esta sig nificación, diría que ella es el destino épico de donjuán; el Com endador, su destino dram ático. H ay en ella un odio que buscará a Juan en cada rincón, una llamarada que ilum inará el escondite más oscuro, y si aun así no lo hallara, entonces será el am or que hay en ella el que lo encuentre. Participa con los demás en la persecución de don Juan, mas, si m e pon go a im aginar que todas las fuerzas se neutralizaran y los esfuerzos de sus persegui dores se contrarrestaran de m odo que Elvira quedara sola respecto a d o n ju á n y que él se hubiera encom en dado a su poder, entonces el odio le daría las armas p a ra asesinarlo, pero su am or lo prohibiría — y no por com pasión, ella es dem asiado grande para eso— , de tal m anera que ella lo m antendría continuam ente con vi da, ya que si lo m atara se mataría a sí misma. Así, caso de que en la obra no hubiera otras fuerzas en m ovi m iento contra don Juan aparte de Elvira, en tonces la pieza jamás acabaría; pues Elvira impediría, si ello fuera posible, que lo alcanzara hasta el mismo rayo, para ven garse ella, aunque una vez más no sería capaz de tom ar se la venganza. Ese es su interés dentro de la pieza; pero a nosotros lo que nos preocupa aquí únicam ente es su relación con don Juan, en la m edida en que esta es im portante para ella. Ella es objeto del interés de muchos, pero del m odo más diverso. Don Juan se interesa por ella antes de que la pieza dé com ienzo, el espectador la obse quia con su interés dramático, mas nosotros, amigos de la aflicción, nosotros no la seguim os solam ente hasta la siguiente calle transversal, no solo durante el instante en el que aparece en escena, no, nosotros la seguimos en su camino solitario. D e manera, pues, que d on ju án ha seducido a Elvira y la ha abandonado, todo ello rápidamente, tan rápido «como un tigre puede tronchar un lirio»; si ya solo en España hay mil tres seducidas por él, ahí se puede cons tatar la prem ura de d on ju án , así com o calcular m edia nam ente la celeridad del m ovim iento. D o n ju á n la ha abandonado, pero no hay un entorno en cuyos brazos pueda caer desm ayada, no tiene que tem er que el en torn o vaya a cerrar filas a su alrededor, pues segura mente él sabría abrirlas para facilitarlela partida, no tie ne que tem er que alguien le discuta su pérdida, más bien habrá quizás alguno que otro que se encargue de demostrarla. Sola está y abandonada, y no la tienta du da alguna; es evidente que él era un farsante, que le ha arrebatado todo y la ha dejado expuesta al deshonor y la ignominia. N o obstante, esto no es lo peor para ella des de un punto de vista estético, pues la salva de la aflicción reflejada por un corto período de tiempo, la cual es cier tam ente más dolorosa que la inmediata. El hecho aquí es in dudablem ente, y la reflexión no pu ed e llegar a transform arlo tan pronto en una cosa y tan pronto en otra. Una María Beaumarchais puede haber amado a un Clavijo igual de vehem ente, igual de salvaje y apasiona dam ente, en lo que respecta a su pasión puede ser del todo contingente que no sucediera lo peor; ella puede casi hasta desear que sucediera, pues entonces la histo ria tendría, con todo, un final, ella se habría arm ado en tonces m ucho más reciam ente contra él; pero no suce dió. El hecho que ella tiene entre m anos es m uchísim o más dudoso, su auténtica naturaleza será siempre un se creto entre Clavijo y ella. Cuando piensa en la frialdad de su malicia, en la m ezquindad de su cordura, apropiadas para engañarla de tal m odo que a los ojos del mundo ad quiere un aspecto m ucho más suave, y ella se convierte en presa de manifestaciones del estilo: «Pero, por Dios, la cosa no es para tanto»; eso puede sublevarla, casi pue de volverse loca cuando piensa en la orgullosa altanería que no la ha tom ado en consideración en absoluto, que le ha puesto un lím ite diciéndole: «Hasta aquí y no más allá». Y sin embargo, todo ello puede m uy bien ser expli cado de otra m anera, de m anera más bonita. Pero en tanto que la explicación se vuelve otra, el hecho mismo se vuelve otro. La reflexión, por ello, obtiene en el acto suficiente quehacer, y la aflicción reflejada es inevitable. D on Juan ha abandonado a Elvira, y en ese m ism o m om ento todo está m uy claro para ella, ninguna duda incita a la aflicción a entrar en el locutorio de la reflexión, ella enmudece en su desesperación. La cual, con un úni co latido, fluye a través de ella, y su flujo se dirige hacia fuera, y con una llama, la pasión se trasluce a través de ella, haciéndose visible en el exterior. Odio, desespera ción, venganza, amor, todo irrum pe para manifestarse visiblemente. En dicho instante Elvira es pictórica. Por eso, la fantasía nos m uestra también de inm ediato una im agen de ella, y ese exterior no se asienta en la indife- renda, la reflexión sobre ello no es vacía, ni su actividad carente de significado, en tanto escoge y desestima. Si ella misma, en ese m om ento, es o no apta para la representación artística constituye una cuestión diferen te; pero lo que sí es seguro es que, en ese instante, ella es visible, y se la puede ver no en el sentido, natural m ente, de que se pueda ver de verdad a esta o aquella Elvira real, lo cual quiere decir la m ayoría de la veces que no se la ve; mas la Elvira que nosotros im aginamos es visible en lo que la constituye en esencia. Si el arte es capaz de matizar la expresión de su rostro, hasta el pun to de hacer perceptible el carácter de su desesperación, eso no lo decidiré yo; pero Elvira se deja describir, y la im agen que así se m uestra no se vuelve una simple car ga para la m em oria — que aquí ni quita ni pone— , sino que es m uy válida. ¡Y quién no ha visto a Elvira! Era una mañana tem prano cuando yo em prendí una cam i nata por uno de los rom ánticos parajes de España. La naturaleza se despertaba, los árboles del bosque sacu dían sus cabezas y las hojas parecían frotarse el sueño de los ojos, un árbol se com baba hacia el otro para ver si se había levantado y todo el bosque ondeaba en la bri sa fresca y revitalizadora; una ligera niebla se alzaba des de la tierra y el sol la arrancaba com o si fuera una al fom bra debajo de la cual hubiera pernoctado, y ahora contem plaba allí abajo, com o una m adre cariñosa, las flores y todo lo vivo, diciendo: «Levantaos, queridos ni ños, el sol brilla ya». Al torcer en una vereda, mis ojos se fijaron en un convento que se encontraba arriba, en la cim a de una m ontaña, y hacia el que conducía un sen dero repleto de vueltas y revueltas. C on mi m ente repo sando allí, pensé: ahí está com o una casa de Dios cimen tada sobre roca. Mi guía con tó que se trataba de un convento de monjas, conocido por su severa disciplina. Mi paso se am inoró, com o mi pensam iento, pues qué habría más apremiante teniendo el convento tan cerca. Y con toda probabilidad m e habría detenido del todo si no m e hubiera espabilado un m ovim iento rápido m uy cerca de mí. Involuntariam ente me volví, era un jinete que pasaba con prem ura a mi lado. Q ué bello era, su paso qué leve y a la vez qué enérgico, tan regio y a la vez tan ligero, g iró la cabeza para m irar tras de sí, su semblante tan atractivo y su mirada en cambio tan desa sosegada, era don juán. ¡Se apresura a una cita o vuelve de ella! Mas pronto desapareció de mi vista y mi pen sam iento lo olvidó, clavándose mi mirada de nuevo en el convento. Volvía a sum irm e en m editaciones acerca del deleite de la vida y la silenciosa paz del convento cuando vi una figura fem enina en lo alto de la m onta ña. Rapidísimam ente bajaba apresurada por el sendero y, com o el camino era escarpado, parecía com o si se des peñara por la m ontaña. Se aproxim aba. Su sem blante estaba pálido, solo sus ojos llameaban terriblem ente, su cuerpo estaba exhausto, su pecho se m ovía con violen cia y, sin em bargo, ella se apresuraba cada ve z m ás y más, sus m echones revoloteaban sueltos, dispersados por el viento, pero ni siquiera el aire fresco de la m aña na ni la velocidad de su paso eran capaces de sonrojar sus pálidas mejillas, su ve lo de m onja desgarrado huía hacia atrás, su hábito blanco y ligero habría revelado m ucho a una m irada profana, si la pasión de su rostro no hubiera atraído sobre sí la atención hasta del más co rrom pido. Pasó apresuradam ente a mi lado y yo no me atreví a dirigirm e a ella, pues su frente era demasiado m ajestuosa, su m irada dem asiado regia y su pasión dem asiado ilustre. ¿A dónde p erten ece esta joven? ¿Al convento? ¿Hay lugar allí para estas pasiones...? ¿Al mundo? Ese hábito... ¿Porqué ese apresuramiento? ¿Es para ocultar su vergüenza e ignominia o para alcanzar a Juan? Se dirige a toda prisa hacia el bosque, que se cie rra a su alrededor ocultándola, y ya no la veo, pero es cucho el suspiro del bosque. ¡Pobre Elvira! Se habrán enterado de algo los árboles..., mas los árboles son m e jores que los seres humanos, pues los árboles suspiran y callan..., los seres humanos cuchichean. En este m om ento inicial, Elvira se deja representar — aun cuando el arte no pueda com prom eterse real m ente a ello, pues debe ser com plicado encontrar una expresión unitaria que además contenga toda la m ulti tud de sus pasiones— y así el alma exige verla. Es lo que yo he pretendido insinuar con la ligera im agen que he trazado en lo precedente; tam poco era mi intención re presentarla a través de ella, sino que quería insinuar que le pertenecía de suyo ser descrita, que no era una capri chosa ocurrencia mía, sino una legítim a exigencia de la idea. Este es, no obstante, solo un m om ento, por ello debem os seguir a Elvira más allá. El m ovim iento del que tratam os es un m ovim iento en el tiempo. Ella se m antiene en ese extrem o casi pic tórico, denotado en lo precedente, a través de una serie de m om entos temporales. Así es com o ella tiene interés dram ático. C on la prem ura con la que pasó velozm en te a mi lado alcanza a d on ju án . Lo cual es del todo ló gico, pues si bien él la ha abandonado, tam bién la ha arrastrado al interior del ím petu de su propia vida, de m anera que ella tieneque alcanzarlo. Si le da alcance, entonces toda su atención se torna de nuevo hacia fu e ra, y aún no tendríam os la aflicción reflejada. L o ha perdido todo: el cielo, en tanto ha elegido el m undo; el m undo, en tanto perdió a Juan. Por eso no existe lugar alguno en donde ella pueda refugiarse excepto en él, únicam ente en su proxim idad puede m antener alejada la desesperación: bien ahogando las voces internas con el alboroto del odio y la amargura que, no obstante, so lo suenan con fu erza cuando d o n ju á n está físicam en te presente, o bien m ediante la esperanza. Esta última indica ya la presencia de los m om entos de la aflicción reflejada, que, sin em bargo, no pueden haber tenido aún el tiem po de acum ularse en el interior. «Primero debe ella convencerse de form a atroz», dice Kruse en su reelaboración de la obra, mas dicha exigencia desve la perfectam ente la disposición interna. Si, con lo ocu rrido, ella no se ha convencido de que d o n ju á n era un farsante, entonces no se convencerá nunca. Pero m ien tras exija una prueba adicional, podrá lograr evitar la inquietud interna de la callada desesperación, m edian te una vida erran te y desasosegada, atareada co n s tantem ente en la persecución de d o n ju á n . La parado ja ya lo es para su alma, pero mientras pueda m antener el alma agitada, m ediante pruebas externas que no han de explicar lo pasado sino inform ar acerca del estado actual de don Juan, m ientras tanto, no p oseerá una aflicción reflejada. Se alternan odio, am argura, m aldi ciones, súplicas, conjuros, mas su alma todavía no ha retornado a sí m ism a para reposar en la consideración de que ha sido engañada. Hila espera una explicación que proceda de fuera. Por eso, cuando Kruse hace decir a donjuán: si ahora estás dispuesta a escuchar a creer mi palabra — tú que desconfías de mí; pues casi puedo decir que es inverosímil el motivo que me fo rzó ... [etcétera] entonces hay que guardarse m uy bien de creer que lo que al oído del espectador le suena a burla en Elvira tenga un efecto similar. Para ella, este discurso significa confortación; pues lo que ella exige es lo inverosímil, y lo creerá justam ente en virtud de su inverosimilitud. Si ahora dejam os que d on ju án y Elvira se topen, te nem os que elegir entre perm itir a d o n ju á n ser el más fuerte o a Elvira. Si él es el más fuerte, entonces la in tervención de ella no contará para nada. Ella exige «una prueba, para convencerse de form a atroz»; y él es lo bastante galante com o para no faltar a ello. Pero, natu ralm ente, ella no se convence y exige una nueva pru e ba; pues exigir la prueba es un lenitivo, y la incertidum- bre confortación. Y así, ella se convierte en m ero testigo de las hazañas de d o n ju á n . Pero tam bién podríam os im aginar que Elvira es la más fuerte. Cosa no demasia do frecuente, mas vam os a hacerlo por galantería para con el otro sexo. D e hecho, ella está aún en plenitud de su belleza, pues si bien ha llorado, las lágrim as no han extinguido el brillo de sus ojos, y por más que se haya afligido, la aflicción no ha dem acrado la lozanía de su juventud, y por m ucho que esté destrozada, su desazón no ha corroído la vitalidad de su belleza, y si bien sus mejillas han palidecido, justam ente por ello la expresión es más espiritual, y aunque no flota con la ligereza de la inocencia infantil, avanza, en cam bio, con la enérgica firm eza de la pasión fem enil. Así va al encuentro de d o n ju á n . Hila lo ha am ado más que a todo en el m un do, por encim a de la beatitud de su alma, ha desperdi ciado todo por él, incluso su honor, y él le fu e infiel. A h ora solo conoce una única pasión, el odio, solo un pensam iento, la venganza. De esta form a, ella es tan grande com o d on ju án ; pues seducir a todas las jóvenes es la expresión masculina de lo fem enino que consiste en dejarse seducir una vez con toda el alma y después odiar, o bien, si uno lo prefiere, amar a su seductor con la energía que no posee esposa alguna. Así va a su en cuentro, no le falta valor para enfrentarse a él, no se ba te por principios morales, se bate por su amor, un am or que ella no basa en el respeto; no lucha para ser su con sorte, lucha por su amor, y este 110 se conform a con una fidelidad penitente, exige venganza; por am or a él ha echado a perder su beatitud y, aunque otra ve z se le brindara, la echaría a perder de nuevo para vengarse. Una figu ra sem ejante jam ás puede dejar de tener su efecto sobre d on ju án . Él conoce el deleite de aspirar la flor más delicada y fragante de la prim era juventud; él sabe que es solo un instante y sabe lo que vien e des pués, ha visto m uy a m enudo m architarse esas pálidas figuras, tan rápidam ente que ello ocurría prácticam en te a ojos vistas; pero aquí ha sucedido lo extraordinario, se han interrum pido las leyes del curso norm al de la existencia: ha seducido a una jovencita y su vida no ha m uerto, ni su belleza se ha deslucido, se ha transform a do y es más bella que nunca. N o lo puede negar, ella lo cautiva más de lo que lo haya hecho ninguna joven algu na vez, más incluso que la propia Elvira de antes; pues la inocente m onja era, no obstante, a pesar d&-toda su be lleza, una joven com o muchas otras, y el enamorarse de ella, una aventura como muchas otras, mas esta joven es la única de su clase. Esta nueva joven va arm ada, no es conde un puñal en su pecho, pero lleva una arm adura que no es visible — ya que su odio no se contenta con discursos y declamaciones— , sino invisible, y es su odio. La pasión de d on ju án despierta: ella tiene que pertene- cerle todavía una ve z más, pero eso no sucede. Porque si hubiera sido una joven que supiera de su bajeza y lo odiara, a pesar de no haber sido ella m ism a engañada por él, entonces d on ju án vencería, pero a esta joven no puede ganarla, toda su seducción es im poten te. Aun cuando su vo z fuera más insinuante que su propia voz, su ataque más astuto que su propio ataque, no la con movería, y sería inútil que los ángeles suplicaran por él o que la madre de Dios fuera dama de honor en la boda. D el mismo m odo que la propia Dido en el Averno se dio la vuelta dejando a Eneas, quien le había sido infiel, así ella no se daría, claro, la vuelta dejándolo, sino que le ha ría frente de una m anera aún más fría que Dido. N o obstante, este coincidir de Elvira con d on ju án es únicam ente un m om ento transitorio, ella atraviesa la escena, cae el telón, mas nosotros, queridos Condijuntos, nos deslizarem os tras ella, porque ahora es cuando se convierte realm ente en la auténtica Elvira. Toda ve z que se encuentra en las proxim idades de d o n ju á n está fuera de sí misma, cuando vuelve a sí m ism a, ha lugar para pensar la paradoja. Pensar una contradicción — a pesar de todas las aseveraciones de la filosofía más re ciente y del valor intrépido de sus jóvenes adláteres— lleva siempre asociadas grandes dificultades. ¿Cóm o no vam os a perdonarle a una jovcncita el que le resulte di fícil, siendo no obstante esta la tarea que a ella se le ha asignado, pensar que aquel a quien ama sea un farsante? Esto es lo que tiene en com ún con María Beaumarchais y, sin em bargo, la diferencia entre ambas está en el m o do en el que cada una llega a la paradoja. El hecho al que María había de vincularse era tan dialéctico en sí m ism o que la reflexión con toda su concupiscencia te nía que asirlo inm ediatam ente. En el caso de Elvira, la prueba factual de que d o n ju á n era un pérfido parece tan evidente que no se ve fácilm ente cóm o pueda ser aferrado por la reflexión. Por ello, esta tiene que aco m eter el asunto desde otro lado. Elvira lo ha perdido to do y, no obstante, tiene toda una vida por delante y su alma exige un peculio del que vivir. A quí se m uestran dos posibilidades: bien som eterse a categorías éticas y religiosas,
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