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Kierkegaard,S Pasión Femenina (Ed Taurus)

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S0ren Kierkegaard 
Pasión femenina
T R A D U C C I Ó N DE V I C T O R I A A L O N S O Y R O DR I G O CR ES PO
G R E A T I D E A S
taurus
T
Prim era edición: octubre , 2015 
P rim era im presión en Colom bia: m arzo, 2016
2014, d e la presente edición en castellano para todo e l m undo: 
Penguin Random H ousc G rupo Editorial, S.A.U. 
T iavessera de G rácia, 47-49.08021 Barcelona 
® 2015, V ictoria Alonso y Rodrigo Crespo, p o r la traducción 
2016, Pctiguin Random Ilo u se G rupo Editorial, S. A. S. 
C ra. 5a. A N°, 34-A-09, Bogotá, D. C ., Colom bia 
PBX (57*1) 7430700 
www.megustaleer.coin.co
D iseño original de cubierta: David Pearson
Impreso en Colombia-Printed in Colombia 
ISBN: 978-958-59401-3-0
Im preso en Carvajal Soluciones en C om unicación, S. A. S.
i P e n g u m 
! R a n d o m H o u s e i 
í G r u p o E d i t o r la l 1
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índice
Siluetas 7
El reflejo de lo trágico en la Antigüedad 
sobre lo trágico en la Edad M oderna 81
Siluetas
Pasatiempo psicológico 
Conferencia leída ante los Condifuntos*
* E n to d a s las a p a ric io n e s d e esta p a la b ra , K ie rk e g a a rd u t iliz a e l té rm in o 
g r ie g o : SVMJlttQaveKQCOUSYOl. [N . de los T.]
Abgeschworen mag die Liebe immer sein; 
Liebes-Zauber wiegt in dieser Hóhle 
Die berauschte, überraschte Seele 
In Vergessenhcit des Schwures ein .
Gestcm licbt’ ich, 
Heute leid* ich, 
Morgen sterb’ ich 
Dcnnoch denk’ ich 
Heut’ und Morgen 
Gern an Gestern
«Lied aus dem Spanischen» 
G o t t h o l d E p h r a i m Lessing
Comunicación improvisada
Festejamos en esta hora la fundación de nuestra socie­
dad, de nuevo nos regocija que esta feliz ocasión se haya 
repetido una vez más, que el día más largo haya term i­
nado y la noche em piece a triunfar. H em os aguardado 
durante el largo, larguísim o día y hasta hace un instan­
te suspirábamos aún a causa de su longitud, mas ahora 
nuestra desesperación se ha transform ado en alegría.
Y si bien la victoria es del todo insignificante, pues el
* «Siem pre se p u ed e ren ega r del am or; / la m a g ia d el a m o r ad o rm ece en esta cueva 
/ al a lm a ebria, sorprendid a / en el o lv id o del ju ram en to» . Cica n o identificada.
“ «A yer am é, / h o y sufro, / m añ a n a m oriré i p ero aú n p ien so / h o y y m añ a n a / 
co n p la cer en e l ayer».
día seguirá pesando más durante algún tiempo, no deja­
m os de advertir que su poderío se ha roto. Por ello, no 
vacilem os en alborozarnos ante el triunfo de la noche 
porque aún no sea perceptible para todos, no vacilemos por­
que la indolente vida burguesa aún no nos haya recorda­
do que el día mengua. No, al igual que la joven novia es­
pera im paciente que llegue la noche, así aguardam os 
nosotros ansiosam ente el prim er anochecer, el prim er 
anuncio de su triunfo venidero, y la alegría y la sorpresa 
se vuelven todavía mayores por cuanto más cerca hemos 
estado de desesperar pensando cóm o podríam os sopor­
tarlo si los días no acortaran.
H a transcurrido un año, y nuestra sociedad subsiste 
aún ~ ¿deberíamos alegrarnos por ello, queridos Condi­
funtos', alegrarnos de que su existencia supone una burla 
para nuestra doctrina acerca del declive universal, o de­
beríamos m ás bien afligirnos porque subsiste, y alegrar­
nos de que, en cualquier caso, solo perdurará un año 
más; pues si antes de ese m om ento no ha desaparecido, 
acaso no es decisión nuestra el disolverla nosotros mis­
mos?— . Cuando la fundamos, nosotros no proyectamos 
planes de am plias m iras pues, fam iliarizados con la 
m ezquindad de la vida y la deslealtad de la existencia, 
nos decidim os a venir en auxilio de la ley universal, ani­
quilándonos nosotros mismos, si ella no se nos anticipa­
ba. l ia transcurrido un año y nuestra sociedad todavía 
está al com pleto, aún no hay nadie relevado y nadie se 
ha relevado por su cuenta, pues cada uno de nosotros 
es demasiado orgulloso para ello, ya que todos nosotros 
estim am os a la m uerte com o la m ayor dicha. ¡Debería­
m os alegrarnos por ello más que afligirnos, y regocijar­
nos solo en la esperanza de que la confusión de la vida nos 
disperse pronto, que la tem pestad de la vida nos arran­
que pronto de aquí! Y, en verdad, que estos pensam ien­
tos son tanto más apropiados para nuestra sociedad, 
concuerdan perfectam ente con la festividad del m o ­
m ento y con todo el entorno. Pues ¿no resulta ingenio­
so y bien significativo que, al uso del país, el suelo de 
esta salita esté salpicado de verde, com o si fuera una 
tumba? Y si tom amos en cuenta la salvaje y furiosa tem ­
pestad en torno y vig ilam os el poderoso vozarrón del 
viento, ¿acaso la m ism a naturaleza que nos rodea no 
nos está coreando? Sí, enm udezcam os un instante para 
escu ch ar la m úsica de la to rm en ta , la v ivacid ad de 
su carrera, su desafío denodado, y el obstinado bram i­
do del mar, el angustiado suspiro del bosque, el restallido 
desesperado de los árboles y el tem eroso silbar de la 
hierba. Bien puede aseverar la humanidad que la vo z de 
la divinidad no está en el tiempo tempestuoso, sino en la 
suave brisa; pero nuestro oído no está hecho precisamen­
te para captar brisas suaves, sino más bien para engullir 
el ruido de los elem entos. Y p or qué no irru m pe de 
m anera aún más violenta y pone fin a la vida, al m un­
do y a este breve discurso, el cual, frente a todo lo de­
más, tiene la ventaja al m enos de que enseguida se va a 
terminar. Sí, ojalá que aquel torbellino, que es el princi­
pio íntim o del m undo — aunque los seres hum anos ni 
siquiera lo notan, devorando y bebiendo, casándose y 
m ultiplicándose en un despreocupado ajetreo— , ojalá 
irrum piera y, con indignación intrínseca, se sacudiera 
las m ontañas de encim a y los Estados y los productos 
de la cultura y las sagaces ocurrencias de la humanidad;
ojalá irrum piera con el postrer terrorífico chirrido que, 
con m ayor seguridad que la trom peta del Juicio, anun­
cia la destrucción de todo; ojalá se agitara y se llevara 
en un torbellino este desnudo risco sobre el que nos en­
contram os, tan ligeram ente com o si se tratara de una 
pelusa para el aliento de su nariz. ¡Pero la noche triunfa 
y el día acorta y la esperanza crece! Así que ¡llenem os 
todavía una vez las copas, queridos herm anos de liba­
ción, y con este cáliz te saludo, m adre eterna de todo, 
callada noche! De ti vino todo, a ti retorna todo otra vez. 
Así que, ¡apiádate de nuevo del m undo abriéndote una 
vez más para recolectarlo todo y ocúltanos a todos, bien 
guardados en tu vien tre m aterno! ¡A ti te saludo yo, 
oscura noche, te saludo en calidad de vencedora, pues es­
te es m i consuelo, ya que tú lo acortas todo, el día y el 
tiempo y la vida y la fatiga del recuerdo, en eterno olvido!
Desde el día en que Lessing, en su fam oso tratado I a o - 
coonte, estableció definitivam ente las diferencias entre 
poesía y arte plástico, bien puede considerarse com o un 
hecho, que pone de acuerdo a todos los estudiosos de la 
estética, que la diferencia estriba en que el arte descansa 
en la d eterm in ación del espacio, la p oesía en la del 
tiem p o que el arte reproduce lo qu ieto, la poesía lo 
m óvil. Por lo tanto, lo que debe convertirse en objeto 
de la representación artística debe poseer la tranquila 
transparencia que se da cuando lo interior descansa en 
un exterior que se corresponde con él. C uanto m enor 
sea el caso, tanto más ardua será la tarea del artista has­
ta que la diferencia se im pone, enseñándole que real­
m ente no hay ninguna tarea para él. Si aplicam os esto 
— que aquí no hem os elaborado, sino solam ente esbo­
zado— a la relación entre la aflicción y la dicha, se verá 
fácilmente que la dicha se deja representar artísticamen­
te m ucho más fácilm ente que la aflicción. C o n ello en 
m odo alguno se niega que la aflicción se pueda repre­
sentar artísticam ente, sino que se indica que llega un 
m om ento en el que lo esencial es fijar una oposición 
entre lo interior y lo exterior, que hace que su represen­
tación sea imposible para el arte. Ello reside, de nuevo, 
en la propia naturaleza de la aflicción. Para la dicha es 
natural manifestarse, la aflicción busca ocultarse y algu­
nas veces incluso engañar. La alegría es com unicativa, 
socialm ente abierta, desea expresarse; la aflicción es in­
trovertida, silenciosa, solitaria y rem ite a sí misma. Se­
guram ente la veracidad de esto no la negará nadie que 
en alguna medida haya hecho de la vida el objeto de su 
observación. Hay personas cuya disposición es tal que, 
cuando están afectados, la sangre fluye a su sistema epi­
dérm ico y de esa form a el m ovim iento interior se hace 
visible en el exterior. La disposición de otros es de tal 
naturaleza que la sangre refluye, busca hacia el interior 
los ventrículos del corazón y los órganos internos del 
organismo. De esta misma form a poco más o m enos se 
com portan la alegría y la aflicción en lo que respecta al 
m odo de expresión. La disposición presentada en pri­
mer lugar es m ucho más fácil de observar que la última. 
En la prim era, se ve la expresión, la con m oción inte­
rior es visible en el exterior; en la segunda de las estruc­
turas, el m ovim iento interior se intuye. La palidez exte­
rior es com o el gesto de despedida de lo interior, y el
pensam iento y la fantasía se apresuran tras el fugitivo, 
que se oculta en lo recóndito. Esto es válido especial­
m ente para el tipo de aflicción al que me gustaría dedi­
car un examen más atento: la que se podría denom inar 
«aflicción reflejada». En este caso, lo exterior contiene co­
mo m áxim o solo un indicio que nos pone sobre la pista, 
y en ocasiones ni tan siquiera. Esta aflicción no se pue­
de representar artísticamente, ya que el equilibrio entre 
lo interior y lo exterior ha desaparecido, y por lo tanto 
no descansa en determ inaciones espaciales. Tam poco 
es posible representarla artísticamente en otro sentido, 
ya que no posee la calma interior, sino que está perpe­
tuam ente en m ovimiento; si bien este m ovim iento ni si­
quiera se enriquece con nuevos resultados, así pues no 
hay duda de que el m ovim iento m ism o es lo esencial. 
C o m o una ardilla en su jaula, así corre en torn o a sí 
m isma, aunque no tan m onótonam ente com o este ani­
m al, sino cam biando sin cesar en una com binación de 
fases internas de la aflicción. Lo que hace que la aflic­
ción reflejada no pueda representarse com o objeto ar­
tístico es que le falta la calm a, que no tom a una deci­
sión, no descansa en n in gun a expresión in d ivid ual 
concreta. C om o el enferm o que, en su dolor, tan pron­
to se echa hacia un lado com o hacia el otro, así la aflic­
ción reflejada se revuelve para encontrar su objeto y su 
expresión. Cuando la aflicción halla la calma, entonces 
el interior de la misma también va poco a poco querien­
do salir, hacerse visible en lo aparente, y de esa forma se 
con vierte en objeto para la representación artística. 
Cuando la aflicción posee calma y reposo, el movimiento 
aparece de dentro hacia fuera, mientras que la aflicción
reflejada se mueve hacia el interior, igual que la sangre 
que huye de la superficie exterior y solo se deja intuir 
por la palidez apresurada. La aflicción reflejada no con­
lleva ningún cam bio esencial en lo aparente; incluso en 
el prim er instante de la aflicción, esta se apresura a bus­
car el interior, y solo un observador cuidadoso puede 
intuir su desaparición; después, vigila con atención que 
la apariencia sea tan poco llamativa com o sea posible.
C om o persigue de este m odo lo interior, finalm ente 
encuentra un recinto, un lugar íntim o donde cree que 
puede perm anecer y entonces com ienza su m onótono 
m ovimiento. C om o el péndulo de un reloj, así se balan­
cea hacia delante y hacia atrás sin en con trar reposo. 
Una y otra vez com ienza desde el principio y vuelve a 
meditar, interroga a testigos, reúne y com prueba las di­
ferentes declaraciones, algo que ya ha hecho cientos de 
veces, y nunca concluye. C on el paso del tiempo, la m o­
notonía tiene en sí m ism a algo adorm ecedor. C om o 
anestesia la repetida caída de las gotas de lluvia, com o el 
cansino rotar de la rueca, com o el sonido continuo que 
produce una persona que camine con pasos medidos de 
un lado a otro de una habitación en el piso superior, así 
la aflicción reflejada halla al fin alivio en este m ovim ien­
to, que com o un desplazam iento ilusorio se convierte 
en necesidad. Por fin, aparece un cierto equilibrio, cesa 
la necesidad de perm itir que la aflicción se m anifieste, 
en la medida en que una única vez.se ha podido expre­
sar, lo exterior está en silencio y tranquilo, y en lo más 
profundo de su pequeño rincón, la aflicción vive com o 
un prisionero bien vigilado en una cárcel subterránea, 
allí vive un año tras otro con su m on ótono m ovim ien­
to, va y viene en su cubil, no se cansa nunca de realizar 
su corto o largo camino.
La causa de la aflicción reflejada puede estar bien en 
la naturaleza subjetiva del individuo, bien en la aflicción 
objetiva o en la ocasión para la aflicción. Un individuo 
enferm o de reflexión transformará toda aflicción en una 
aflicción reflejada, su estructura y organización perso­
nales no le perm itirán fácilm ente asimilar la aflicción. 
Sin embargo, se trata en este caso de una m orbidez que 
no nos interesa especialm ente, ya que de este m odo 
cualquier casualidad puede experimentar una m etam or­
fosis que la convierta en una aflicción reflejada. Una si­
tuación distinta es aquella en la que la aflicción es objetiva 
o en la que la ocasión para la aflicción en el propio indi­
viduo alum bra la reflexión, que transform a aquella en 
en una aflicción reflejada. Este es siempre el caso cuan­
do la aflicción objetiva en sí no está concluida, cuando 
deja lugar a una duda, sea cual sea, por lo demás, la na­
turaleza de esta. Inmediatam ente se muestra aquí ante 
el entendim iento una gran variedad, que será m ayor 
cuanto más haya vivido y experim entado una persona,
o dependerá de la inclinación a dedicar su inteligencia a 
tales experimentos. N o obstante, no es mi intención en 
ningún m odo repasar toda esta multiplicidad, destacaré 
solo un único aspecto tal y com o se ha m ostrado ante 
mi percepción. Cuando la ocasión para la aflicción es un 
engaño, entonces la propia aflicción objetiva está con ­
form ada de tal forma que va alim entando en el indivi­
duo la aflicción reflejada. Q ue un engaño es realm ente 
un engaño es a m enudo asaz com plicado de determ i­
nar, y, sin em bargo, todo se basa en ello; m ientras sea
cuestionable, la aflicción no encontrará descanso y no 
cesará de ir y venir en reflexiones. Cuando además este 
engaño no afecta a una cosa externa, sino a toda la vida 
interior del individuo, al ser más íntim o de su vida, la 
probabilidad de que la aflicción reflejada perm anezca se 
hace cada vez mayor. ¿Y qué podría designar con mayor 
autenticidad la vida de una m ujer sino su amor? Por lo 
tanto, cuando una aflicción de am or desgraciado tiene 
su base en un engaño, entonces tendrem os necesaria­
m ente una aflicción reflejada, que o bien el individuo es 
capaz de vencer o perm anece toda la vida. El am or des­
graciado es sin duda en sí m ism o la aflicción más pro­
funda para una mujer, pero de ello no se desprende que 
todo am or desgraciado engendre una aflicción reflejada. 
Así pues, cuando el amado muere o cuando ella no pue­
de en absoluto hallar correspondencia a su amor, o bien 
cuando las circunstancias de la vida hacen im posible la 
consecución de su deseo, hay desde luego una ocasión 
para la aflicción, pero no de aflicción reflejada, salvo 
que la propia afectada esté enferma previamente, en cu­
yo caso quedaría al m argen de nuestro interés. Sin em ­
bargo, si no está enferm a, entonces su aflicción se con­
vertirá en una aflicción inmediata y, com o tal, también 
podríaser objeto de representación artística, mientras 
que para el arte es im posible expresar y representar la 
aflicción reflejada o su esencia. La aflicción inmediata es 
justamente la impronta y expresión inmediatas de la im ­
presión que deja la aflicción, que concuerdan perfecta­
m ente, igual que el retrato que Verónica retuvo en el 
velo de lino, y el texto sagrado de la aflicción está m ar­
cado en el exterior, perfecto, claro y legible para todos.
Así pues, la aflicción reflejada no puede ser objeto de 
representación artística; por una parte nunca está pre­
sente, siem pre está en desarrollo; por otra, lo externo, 
lo visible es indiferente y falto de interés. Por lo tanto, 
si el arte no quiere limitarse a la ingenuidad, de la cual 
se encuentran ejemplos en los antiguos escritos donde se 
presenta una figura que más o m enos puede represen­
tar lo que va a ser, m ientras que se descubre en su p e­
cho una placa, un corazón o algo similar, en el que pue­
de leerse todo, especialm ente cuando la figura con su 
posición atrae la atención hacia allí, incluso señala hacia 
allí, un efecto que bien podría obtenerse escribiendo so­
bre ella, haga el favor de tom ar nota; si no es así, enton­
ces el arte se ve obligado a renunciar a la representación 
en esa dirección y a dejarla en m anos del tratam iento 
poético o psicológico.
Esta es la aflicción reflejada que tengo la intención 
de resaltar y, en la m edida en que sea posible, destacar 
en algunas figuras. Las llam o «siluetas», por una parte 
para recordar, desde la m ism a denom inación, que las 
saco del lado en penum bra de la vida y, por otra, por­
que, igual que las siluetas, no son visibles de un m odo 
inmediato. Cuando tom o en las manos una silueta, esta 
no m e produce ninguna im presión, realm ente no pue­
do hacerme ninguna idea de ella, y solo cuando la coloco 
contra una pared y dejo de observar la im agen directa 
para contem plar la que aparece en el muro, solo enton­
ces puedo verla. Así es la figura que quiero m ostrar, 
una im agen interior que no se hace patente hasta que 
no penetro lo externo con la mirada. Lo exterior quizá no 
ofrezca nada llamativo, pero cuando lo examino con de­
talle, descubro entonces la im agen interior, que es la 
que quiero mostrar, una im agen interior demasiado fi­
na para ser visible exteriorm ente, ya que está tejida por 
los estados de ánim o más delicados del alma. Si co n ­
templo un pliego de papel tal vez no aprecie en una ob­
servación inm ediata nada asom broso, pero cuando lo 
sostengo a la lu z del día y lo examino, entonces descu­
bro la sutil im agen interior, que es tam bién demasiado 
espiritual com o para poder ser vista de form a inm edia­
ta. D e este modo, estim ados Condifuntos, deberán uste­
des dirigir su mirada a estas im ágenes interiores, no se 
dejen distraer por lo externo, o m ejor no lo busquen, 
pues lo m antendré a un lado en todo m om en to para 
m ejor poder contem plar el interior. M as no necesito 
realm ente anim ar en ese sentido a esta sociedad a la 
que tengo el honor de pertenecer; pues, por m uy jóve­
nes que seamos, som os lo suficientem ente mayores co­
m o para no dejarnos em baucar por lo externo o dete­
nernos en ello. ¿Sería tal vez una vana esperanza, con la 
que yo me adularía, el creer que estas figuras serían dig­
nas de su atención? ¿O bien mi esfuerzo les será extraño 
e indiferente, y no en arm onía con los intereses de 
nuestra com unidad, una com unidad que solo conoce 
una pasión: la sim patía con el secreto de la aflicción? 
Tam bién nosotros conform am os una orden, tam bién 
en ocasiones erram os com o caballeros andantes por el 
mundo, cada uno siguiendo su camino, no para com ba­
tir m onstruos o auxiliar a los desvalidos o em barcarse 
en aventuras amorosas. Nada de esto nos ocupa, ni si­
quiera lo últim o, pues la flecha en el ojo de una m ujer 
no hiere nuestro endurecido pecho y las alegres sonrí-
sas de la feliz doncella no nos conm ueven, solo el secre­
to gesto de la aflicción. Dejad que otros se enorgullez­
can de que no haya m uchacha aquí o allá que pueda 
resistir sus encantos amorosos, no los envidiamos; ¡esta­
ríam os orgullosos de que no hubiera aflicción secreta 
que escapase a nuestra observación, de que ninguna 
oculta aflicción sea tan esquiva y tan orgullosa que no 
logrem os penetrar victoriosos en sus más profundos re­
covecos! N o deberíam os preguntarnos cuál de las lu ­
chas es más peligrosa, cuál de ellas requiere más arte y 
ofrece m ayor placer, pues nuestra elección está hecha: 
solo am am os la aflicción, únicam ente indagam os en la 
aflicción, y allá donde descubrim os su rastro lo segui­
m os, inm utables, firm es, hasta que aquella se revela. 
Para esta lucha nos pertrecham os y nos preparam os 
diariamente. En verdad, la aflicción se escabulle subrep­
ticiam ente por el m undo y solo quien muestra simpatía 
por ella consigue intuirla. Al recorrer las calles, una casa 
parece igual a la otra y solo el observador avezado per­
cibe que a m edianoche esta casa se presenta com pleta­
m ente distinta, que allí vaga alguien desgraciado que 
no halla reposo, sube las escaleras, sus pasos resuenan 
en el silencio de la noche. Las gentes se cruzan por las 
calles, cada uno parece igual al siguiente y este es igual 
a los demás, y solo el observador experim entado perci­
be que en lo más profundo de esa cabeza habita un er­
mitaño que nada tiene que ver con el m undo y que pasa 
su solitaria vida en el tranquilo quehacer dom éstico. Lo 
externo es ciertamente objeto de nuestra observación, pe­
ro no de nuestro interés; igual que el pescador que clava 
su m irada fijam ente en el río, aunque no sea el río lo
que le interesa en absoluto, sino los m ovim ientos del 
fondo. Así lo exterior tiene significado para nosotros, 
pero no com o expresión de lo interior, sino com o un 
m ensaje telegráfico inform ando de que m uy adentro 
algo se esconde. Si se observa un semblante durante lar­
go tiem po y con atención, se descubre de vez en cuan­
do com o un segundo rostro dentro de aquel que vemos. 
En general esto es un signo inequívoco de que esa alma 
oculta un emigrante que se ha retirado desde lo exterior 
para guardar un arcano tesoro; y la senda que debe se­
guir el observador está sugerida justam ente por el rostro 
que yace dentro del otro, haciendo ver que hay que es­
forzarse por penetrarlo si se desea descubrir algo. El ros­
tro, que acostumbra a ser el espejo del alma, asume aquí 
una am bigüedad que no se deja representar artística­
m ente y que además, por lo com ún, solo se conserva 
durante un instante fugaz. Son necesarios unos ojos es­
peciales para verlo, una mirada especial para seguir este 
seguro indicio de una aflicción secreta. Esta mirada es an­
helante y no obstante tan cuidadosa, ansiosa e imperiosa, 
y a la vez tan com pasiva, perseverante e insidiosa, y al 
tiempo tan sincera y solícita que arrulla al individuo en 
una cierta agradable languidez, en la que encuentra una 
voluptuosidad en la que derramar su aflicción, semejan­
te a la voluptuosidad que se disfruta al m orir desangra­
do. Se olvida lo presente, se atraviesa lo externo, lo pasado 
resucita, el aliento de la aflicción se alivia. El afligido en­
cuentra alivio y el em pático caballero de la aflicción se 
alegra de haber encontrado lo que buscaba, pues noso­
tros no buscam os lo presente, sino lo pasado; no la di­
cha, pues esta siempre es presente, sino la aflicción, pues
su esencia es pasar, y en el instante del tiem po presente 
la ve com o se alcanza a ver a una persona justo en ese 
instante en el que dobla por otro camino y desaparece.
Sin embargo, en ocasiones la aflicción se oculta toda­
vía m ejor y el exterior no nos perm ite intuir nada, ni lo 
más mínim o. Puede esquivar nuestra atención durante 
m ucho tiempo, pero si por casualidad un gesto, una pala­
bra, un suspiro, un eco en la voz, un parpadeo de los 
ojos, un tem blor en los labios, una torpeza en las manos 
traicionanpérfidamente lo que con celo se había ocultado, 
entonces se despierta la pasión, la lucha com ienza. Y se 
da paso a la vigilancia, la perseverancia, la astucia; pues 
nadie es más ingenioso que la aflicción escondida, por­
que un solitario condenado a cadena perpetua también 
dispone de su tiempo para idear muchas cosas, ni tan ve­
loz en ocultarse com o la aflicción secreta; ya que ningu­
na joven puede cubrir un pecho que tuviera desnudo 
con m ayor angustia y prisa que la aflicción oculta cuan­
do es sorprendida. Se exige un incon m ovible arrojo, 
pues se lucha contra un Proteo que se dará por vencido 
únicam ente persistiendo, aunque, com o aquel ser mari­
no, adopte cualquier form a para huir: com o una ser­
piente se enrosca en nuestra mano, com o un león nos 
amedrenta con su rugido, se transforma en un árbol que 
susurra con sus hojas o en un rem olino im petuoso o en 
un fuego crepitante, sin em bargo, finalm ente será posi­
ble adivinar y la aflicción habrá de revelarse. Observad, 
nuestro deseo es esta aventura, nuestro pasatiempo pro­
barnos en nuestra andanza caballeresca; para eso esta­
m os aquí com o ladrones en mitad de la noche, por eso 
lo arriesgamos todo; pues ninguna pasión es tan salvaje
com o la de la empatia. Y tam poco debem os tem er que 
nos falten aventuras, sino más bien que nos enfrentemos 
con un oponente que sea demasiado duro e im penetra­
ble, ya que, tal y com o cuentan los naturalistas que, al 
quebrar algunos peñascos que habían resistido siglos, en 
lo más profundo de su ser han hallado un animal vivo 
que ha sobrevivido hasta entonces sin ser descubierto, 
del m ism o m odo bien puede ocurrir que haya personas 
cuyo exterior sea una sólida montaña que custodia una 
eterna y escondida vida de aflicción. Sin embargo, nada 
de esto debe atemperar nuestra pasión ni apagar nuestro 
afán; ai contrario, deberá avivarlos, pues nuestra pasión 
no es desde luego la curiosidad que se sacia con lo ex­
terno y lo superficial, sino una ansiedad em pática que 
escudriña entrañas y pensamientos ocultos; con encan­
tamientos y con em brujos conjura lo recóndito, incluso 
lo que la muerte ha sustraído a nuestra mirada. Antes de 
la batalla, se dice que Saúl llegó disfrazado ante una pito­
nisa y le exigió que convocase a la figura de Sam uel. 
Ciertam ente, no era solo la curiosidad lo que le movió, 
ni el deseo de contem plar la im agen visible de Samuel, 
sino que quería con ocer su pensam iento y, probable­
mente, esperó con impaciencia hasta que percibió la voz 
condenatoria del severo juez. De este mismo m odo, no 
será desde luego solo la curiosidad la que m overá a cada 
uno de ustedes, queridos Condifuntos, a contem plar las 
imágenes que quiero presentarles. Pues aun cuando las de­
nominaré con determinados nombres poéticos, no deberá 
en m odo alguno entenderse que son solo estos persona­
jes literarios los que pasarán ante ustedes, sino que los 
nombres deben entenderse com o nomina appellativa, y así,
por mi parte, nada se hará por obstaculizar que cual­
quiera de ustedes se sienta tentado a nombrar cada figu­
ra con otro nom bre, un nom bre querido o un nom bre 
que tal vez les resulte más natural.
i. María Beaumarchais
Encontram os a esta joven en Clavijo de G oethe, a quien 
seguirem os, solo que nosotros la acom pañarem os un 
poco más adelante en el tiem po, cuando ya ha perdido 
el interés dram ático, cuando las consecuen cias de la 
aflicción se van desvaneciendo poco a poco. C ontinua­
m os con ella, pues, com o caballeros de la em patia, te­
nem os tanto el don innato com o la capacidad adquirida 
de poder seguir el paso de la aflicción en procesión. La 
historia de esta m uchacha es corta: Clavijo le prom etió 
m atrim onio, Clavijo la abandonó. Esta inform ación es 
suficiente para quien está acostum brado a observar los 
fenómenos de la vida igual que se contemplan las curio­
sidades de un gabinete de arte, cuanto más breve tanto 
mejor, tanto más se puede apreciar. D e esa m ism a m a­
nera podem os contar tam bién m uy brevem ente cóm o 
Tántalo padece sed y Sísifo arrastra una piedra ladera 
arriba. Si se tiene prisa, sería desde luego una pérdida 
de tiempo entretenerse con esto, ya que no se puede sa­
ber más de lo que ya se sabe, que es todo. Lo que recla­
mará más atención tiene que ser de otro tipo. Un círcu­
lo íntimo se reúne en torno a una mesita, la tetera canta 
sus últimos versos, la dueña de la casa le pide al enigm á­
tico forastero que aligere su corazón, para ello pide que
traigan agua con azúcar y confitura, y entonces él co­
m ienza: es una larga historia. Asi se desarrollan ios 
acontecim ientos en las novelas y hay también algo m uy 
diferente: una larga historia y un pequeño anuncio así 
de corto. O tra cuestión es si para María Beaum archais 
es una historia corta; lo que es cierto es que no es larga, 
pues una historia larga tiene desde luego que tener una 
longitud medible; una historia corta, por el contrario, a 
veces tiene la enigm ática propiedad de que, a pesar de 
su brevedad, es más extensa que la más larga.
Ya antes he indicado que la aflicción reflejada no es 
visible en el exterior, es decir, que no encuentra allí su 
expresión bella y reposada. La inquietud interior no 
perm ite esta transparencia, sino que lo externo se ve de­
vorado con ello, y si lo interior se proclam ase en lo ex­
terior sería más bien con una cierta morbidez, que nun­
ca puede llegar a ser objeto de representación artística, 
puesto que no tiene el interés de lo bello. G oethe lo da 
a entender m ediante un par de alusiones aisladas. Pero 
aun cuando se estuviese de acuerdo con la exactitud de 
esta observación, se podría estar tentado a considerarla 
algo casual, y solo cuando som os capaces de reflexio­
nar de form a puram ente poética y estética nos dam os 
cuenta de que lo que la observación enseña posee ver­
dad estética, solo en tonces se llegará a la concien cia 
profunda. Si ahora m e im agino una aflicción refleja­
da y p regu n to si no se p u ed e rep resen tar artística­
mente, enseguida se hará evidente que lo exterior es del 
todo casual respecto a ella; pero si esto es verdad, enton­
ces lo bello-artístico queda descartado. Es indiferente 
si la joven es alta o baja, im portante o insignificante,
herm osa o no tanto; valorar si sería más correcto incli­
nar la cabeza a un lado o al otro, o hacia la tierra, clavar 
la mirada con gravedad o fijarla con m elancolía en el 
suelo, todo eso es com pletam ente indiferente, ninguno 
de estos actos expresa la aflicción reflejada de form a 
más adecuada que el otro. En com paración con lo inte­
rior, lo externo ha dejado de ser relevante y se ha vuelto 
indiferente. Lo im portante en la aflicción reflejada es 
que siempre está buscando su objeto, y esta búsqueda 
es la inquietud de la aflicción y su vida. Pero esta explo­
ración es una fluctuación constante, y si lo externo en 
cada m om ento era una expresión com pleta de lo inte­
rior, entonces, para representar la aflicción reflejada se 
debería tener una total sucesión de im ágenes; sin em ­
bargo, ninguna im agen individual ha expresado la aflic­
ción, ni ninguna im agen individual ha conseguido un 
valor realmente artístico, ya que no ha llegado a ser be­
lla, sino verdadera. Se deberían contem plar estas im áge­
nes igual que se observa el segundero de un reloj: la 
maquinaria 110 se ve y el m ovim iento interior se m ani­
fiesta en todo m om en to m ediante el continuo cam bio 
exterior. A unque esta transform ación no se puede re­
presentar artísticam ente, ahí reside la esencia de todo. 
De este m odo, cuando el am or desgraciado tiene su ba­
se en un engaño, el dolor y el sufrim iento se dan por­
que la aflicción no puede hallar su objeto. C uando el 
engaño es conocido y el afectado ha asum ido que se 
trata de un engaño, la aflicción no acaba, pero se trata 
de una aflicción inm ediata, no de una aflicción refleja­
da. Fácilm ente se ve la dificultad dialéctica, pues ¿de 
qué seaflige? Si él era un pérfido, sin duda era m ejor
que la abandonase, tanto m ejor cuanto antes ocurriera, 
más bien debería alegrarse por ello y afligirse por ha­
berlo amado; y, sin em bargo, que fuese un pérfido su­
pone una profunda aflicción. N o obstante, la cuestión 
de si se trata de un engaño supone el desasosiego en el 
perpetuum mobile de la aflicción. O btener la certidumbre 
del hecho externo de que un engaño es un engaño es ya 
ciertam ente difícil y, sin em bargo, el asunto no finaliza 
en m odo alguno con ello, ni el m ovim iento se detiene. 
Pues un engaño es una absoluta paradoja para el amor, 
y ahí radica la necesidad de una aflicción reflejada. Los 
diferentes factores del am or pueden ser com binados en 
el individuo de m aneras com pletam ente diferentes, y 
así el am or puede no ser el m ism o en uno que en otro; 
puede predom inar lo egoísta o bien lo em pático; pero, 
sea com o sea el amor, tanto para los instantes puntuales 
com o para el conjunto, un engaño es una paradoja que 
él no puede pensar, pero sobre el que sin em bargo, fi­
nalm ente, meditará. Si lo egoísta o lo em pático d om i­
nan de forma absoluta, la paradoja queda anulada, esto 
es, el individuo, en virtud de lo absoluto, se encuentra 
fuera y por encima de la reflexión, no piensa la paradoja 
en el sentido de que m ediante un m odo determ inado 
de reflexión la pueda suspender, sino que se salva justa­
m ente porque no la piensa, no se preocupa de las ata­
readas inform aciones o confusiones de la reflexión, re­
posa sobre sí mismo. El orgulloso am or egoísta, debido 
a su orgullo, considera im posible un engaño y no le in­
teresa saber lo que se pueda decir a favor o en contra, 
de form a que el afectado pueda defenderse o disculpar­
se; está absolutamente seguro porque^es demasiado va­
nidoso com o para creer que alguien pueda osar enga­
ñarlo. El am or em pático posee la fe que puede m over 
montañas, cualquier defensa es para él nada en com pa­
ración con la con vicción inq u eb ran tab le de q u e no 
existe engaño, ningún acusador puede probar nada an­
te su defensor que explicará que no hubo tal engaño, 
no lo explicará de uno u otro m odo, sino de form a ab­
soluta. Pero un am or así rara vez se ve en la vida, o 
qu izá nunca. En gen eral, el am or tiene en sí am bos 
m om en tos, y estos lo relacionan con la paradoja. Sin 
duda, tam bién en los dos casos descritos, la paradoja 
se conviene con el am or pero no se ocupa de ella; en 
el últim o caso la paradoja se conviene con el amor. La 
paradoja es im pensable y sin em bargo el am or la quie­
re pensar y, d ep en dien d o de los d iferen tes factores 
que por m om en tos son preem inentes, se aproxim a a 
pensarla de form as a m enudo contradictorias, pero no 
lo consigue. Esta vía de pensam iento es interm inable 
y no se detiene hasta que el individuo la interrum pe a 
volun tad haciendo p revalecer alguna otra cosa, una 
determ inación de la voluntad, pero con ello el indivi­
duo entra en las determ inaciones éticas y deja de ocu ­
parn os estéticam en te. M ediante una d ecisión con si­
gue lo que no logra por la vía de la reflexión: el final, 
el reposo.
Esto es aplicable a cualquier am or desgraciado que 
tiene su base en un engaño; lo que más puede provocar 
la aflicción reflejada en María Beaumarchais es que solo 
es una prom esa lo que se ha roto. Una prom esa de m a­
trim onio es una posibilidad, no una realidad, pero justa­
m ente porque solo es una posibilidad puede parecer
que su ruptura no tiene un efecto tan fuerte, que es 
m ucho más fácil para la persona soportar este golpe. 
Sin duda así puede ser en ocasiones; pero, por otra par­
te, la circunstancia de que lo que se destruye sea solo 
una posibilidad es una tentación m ucho m ayor para 
que avance la reflexión. Cuando se quiebra una reali­
dad, la ruptura es por lo general m ucho más profunda, 
todos los nervios quedan cortados por la mitad y la rup­
tura, contem plada com o tal, conserva una perfección 
en sí misma. Cuando se quiebra una posibilidad, tal vez 
el dolor instantáneo no sea tan fuerte, pero a m enudo 
tam bién deja tras de sí algún que otro pequeño lig a­
m ento entero y sin daño que se convierte en una oca­
sión constante para un dolor continuado. La posibilidad 
destruida aparece transmutada en una posibilidad supe­
rior; sin em bargo, la tentación de conjurar una nueva 
posibilidad no es tan grande cuando se trata de una rea­
lidad quebrada, porque la realidad es superior que la 
posibilidad.
Así pues, Clavijo la ha abandonado, ha roto la rela­
ción de form a desleal. Acostum brada a descansar en él, 
cuando la aparta, ella no tiene fuerzas para mantenerse 
en pie y se deja caer lasa en b razos de quienes la ro ­
dean. Así parece haberle sucedido a María. Podríam os 
imaginar, por cierto, otro com ienzo, podríam os im agi­
nar que ya desde un primer m om ento ella tiene fuerzas 
suficientes para transform ar la aflicción en reflejada y 
que, bien para evitar la humillación de oír que otros co­
mentan el engaño que ha sufrido, bien porque aún si- 
^ue queriéndolo tan to que le dolería escuchar una y 
otra vez cóm o lo tachaban de traidor,, inm ediatam ente
interrum pe toda relación con otras personas para devo­
rar en soledad la aflicción y consum irse en ella. Segui­
m os a Goethe: su entorno no perm anece al margen, su­
fre a su lado el d olor y sufriéndolo dice: supondrá su 
m uerte. Y desde un punto de vista estético es totalm en­
te correcto. Un am or desgraciado puede ser de tal natu­
raleza que el suicidio sea contem plado com o correcto 
estéticam ente, pero no puede entonces tener su causa 
en un engaño. Si es así, el suicidio perdería toda su 
grandeza y supondría una concesión que el orgullo de­
be impedir. Sin em bargo, si supone su m uerte, entonces 
sería lo m ism o que si él la hubiera asesinado. Lista ex­
presión está en perfecta arm onía con la fuerte conm o­
ción interior en su vida, ahí ella encontrará alivio. Pero 
no siempre la vida sigue con precisión categorías estéti­
cas, no siem pre o b ed ece norm as estéticas y ella no 
m uere. Así los que la rodean quedan en una situación 
com prom etida. Sienten que no les interesa repetir cons­
tantemente la afirmación de que morirá, cuando aún si­
gue con vida; por otra parte, a esto se añade el hecho 
de que no se ven con fuerzas para sostenerlo con la mis­
ma patética energía que al principio, y sin em bargo esta 
era la condición para que ella encontrara consuelo. Así 
pues cam bian de m étodo. Él era un villano, dicen, un 
m entiroso, un ser abyecto, por el cual no m erece la pe­
na morir. O lvídalo, no pienses más en ello, era solo un 
prom etido, borra de tus recuerdos este suceso, sigues 
siendo joven, aún puedes tener esperanzas. Esto la enar­
dece, pues este patitos de rabia arm oniza m uy bien con 
sus otros estados de ánim o, su orgullo se em papa de la 
idea de venganza, de transform ar el todo en nada; no
fu e por ser un h om bre extraordinario p or lo que lo 
amaba, ni m ucho m enos, veía perfectam ente sus fallos, 
pero creía que era una buena persona, alguien leal, por 
eso lo amaba, por lástima, y por eso será fácil olvidarlo, 
porque nunca lo ha necesitado. M aría y su en torn o 
vuelven a estar en sintonía y su duetto suena excelente­
mente. Al entorno no le resulta com plicado pensar que 
Clavijo era un pérfido, ya que nunca lo han am ado y 
no hay ninguna paradoja, y en la medida en que tal vez 
lo hayan querido (algo que G o eth e su giere con res­
pecto a la herm ana), justam en te ese interés los arm a 
contra él, y esa benevolencia, que quizá fuese más que 
benevolencia, es un m agnífico com bustible para m an­
tener la llama del odio. A los que la rodean tam poco les 
resulta com plicado borrar su recuerdo y por eso exigen 
que María haga lo mismo. El orgullo de la joven estalla 
en odio, el entorno lo aviva, ella da rienda suelta a pala­
bras rigurosas y propósitos convincentes y hábiles, y se 
em briaga conello. El entorno se alegra. N o se da cuen­
ta de lo que ella apenas se atreve a confesarse a sí m is­
ma: que al instante siguiente es débil y frágil; los que la 
rodean no se dan cuenta del inquietante presentim ien­
to que la atrapa: que esa fu erza que tiene en algunos 
m om entos es un fraude. Ella lo esconde con celo y no 
se lo confiesa a nadie. El en torn o continúa con éxito 
los ejercicios teóricos, pero em pieza a querer verificar 
ya los electos prácticos. A unque estos no llegan. Los 
que la rodean no cesan de instigarla, las palabras de ella 
revelan fuerza interior y sin em bargo los otros abrigan 
la sospecha de que algo no cuadra. Em piezan a impa-
i ientarse, lo apuestan todo y la espolean con burlas pa­
ra hacerla salir de su guarida. Es dem asiado tarde. El 
m alentendido ya se ha producido. El hecho de que en 
realidad él fuese un traidor no tiene nada de humillante 
para los de su entorno, pero sí para María. La venganza 
que le ofrecen en form a de desprecio no tiene, en reali­
dad, m ucho sentido; pues para que lo tuviera, él ten­
dría que amarla, pero es claro que no lo hace, y su despre­
cio se convierte en un pagare que nadie abonará. Por 
otro lado, para el entorno no hay nada doloroso en que 
C lav ijo fuera un traidor, pero sí para M aría, y desde 
luego a él no le falta abogado defensor en el interior de la 
m uchacha. Ella siente que ha ido dem asiado lejos, ha 
dado a entender que posee una fuerza que no tiene, y 
no quiere adm itirlo. ¿Y qué consuelo existe en despre­
ciar? Es m ejor afligirse. A esto se añade que ella posee 
alguna que otra nota secreta que puede ser de gran im ­
portancia para la aclaración de la situación, pero que, al 
m ism o tiempo, es de una naturaleza tal que lo pondría 
bajo una luz favorable o desfavorable, segú n las cir­
cunstancias. No obstante, ella no ha hecho a nadie par­
tícipe y no quiere hacerlo, pues si no fuera un traidor, 
desde luego sería esperable que lam entase este paso y 
volviese a ella, o bien, y esto sería aún más maravilloso, 
que ni siquiera necesitara arrepentirse, que pudiera ju s­
tificarse totalm ente o aclararlo todo, y en ese caso qui­
zá fuera un obstáculo el haber hecho uso de estas notas 
y la antigua relación no se pudiera recuperar nunca; se­
ría entonces solo culpa suya, pues habría sido ella la 
que se habría procurado confidentes del crecim iento 
secreto de su amor; y si se pudiera convencer de que en 
realidad era un villano, le daría lo m ism o tod o y, en
cualquier caso, lo más elegante por su parte era no ha­
cer uso de ellas.
Así pues, su entorno, en contra de su voluntad, la ha 
ayudado a desarrollar una nueva pasión: los celos de su 
propia aflicción. Ha tom ado una decisión y a quienes la 
rodean les falta toda energía para arm onizar con su pa­
sión: tom ará el velo; no entrará en un convento, sino 
que tom ará el velo de la aflicción que la ocultará de 
cualquier mirada ajena. Su apariencia externa es tran­
quila, todo está olvidado, su voz no deja intuir nada, se 
hace a sí misma el voto de aflicción y com ienza su vida 
oculta y solitaria. En ese mismo m om ento todo ha cam ­
biado; antes ciertam ente parecía que podía hablar con 
los demás, pero ahora no es solo que esté atada por el 
voto de silencio (al que la obligaba su orgullo con la 
aquiescencia de su amor, o que su am or exigía y su or­
gullo toleraba), es que además no sabe en absoluto por 
dónde o cóm o comenzar; y esto no es así porque hayan 
aparecido aspectos nuevos, sino porque la reflexión ha 
triunfado. Si alguien en esos instantes le preguntara por 
qué estaba afligida, no habría tenido nada que contestar,
o bien habría respondido del mismo m odo que aquel sa­
bio al que se le inquirió qué era la religión y él pidió un 
tiempo para meditar y después más tiem po para m edi­
tar y de esa form a la respuesta quedó por siempre pen­
diente. Ella está ya perdida para el mundo, perdida para 
su entorno, emparedada en vida; con tristeza cubre la 
última abertura. Siente que, quizá aún en ese instante, 
sería posible sincerarse, un m om ento después está apar­
tada de ellos para siempre. Pero ya está tom ada la deci­
sión, firm em ente tom ada, y ella no debe tem er, com o
cualquier emparedado en vida, que vaya a morir cuando 
se term inen las escasas provisiones de pan y agua que le 
han sido entregadas, pues tiene alim en to para largo 
tiem po, y tam poco debe tem er al aburrim iento: tiene 
ocupación suficiente. Su apariencia es tranquila y calma­
da, no presenta nada notable y, no obstante, su interior 
no es el ser incorruptible propio de un espíritu tranqui­
lo, sino la estéril ocupación de un espíritu desasosegado. 
Busca soledad o su contrario. En soledad se recupera del 
esfuerzo constante que supone obligar a la apariencia en 
una determinada dirección. C om o aquel que ha estado 
largo tiempo en pie o sentado en una posición forzada y 
por fin, con placer, puede estirar los m úsculos, com o 
una rama que ha estado largo tiempo doblada a la fuer­
za y que con regocijo recupera nuevam ente su posición 
natural cuando salta la atadura, así también ella encuen­
tra alivio. O bien busca lo contrario, el ruido, la distrac­
ción, porque mientras la atención de todos está pendien­
te de otras cosas, puede ocuparse con tranquilidad de sí 
misma; y lo que ocurre a su alrededor más cercano, to ­
nos musicales, ruidosas conversaciones, suena tan lejano 
que es com o si estuviera sentada sola en una pequeña 
sala, alejada de todo el mundo. Y si en un m om ento no 
pudiera contener las lágrimas, está segura de que serían 
mal interpretadas, quizá rom piese realm ente en llanto; 
pues cuando se vive en una ecclesia pressa es una alegría 
que el servicio divino de uno esté en consonancia, en las 
formas de expresión, con el servicio divino oficial. Ella 
solo tem e al trato tranquilo, pues ahí se encuentra m e­
nos falta de vigilancia, ahí es tan fácil com eter un error, 
tan difícil evitar que no sea percibido.
N o hay por lo tanto nada que apreciar observando el 
exterior, pero mirando al interior la actividad es frenéti­
ca. A llí se desarrolla un interrogatorio que, con total 
justicia y especial énfasis, se podría denominar un peno­
so interrogatorio. Todo se presenta y se com prueba cui­
dadosamente, su figura, su rostro, su voz, sus palabras. 
En ciertas ocasiones tiene que haber sucedido que un 
ju e z en uno de estos duros interrogatorios, con m ocio­
nado por la belleza del acusado, haya interrum pido el 
interrogatorio y no se haya visto en condiciones de con­
tinuarlo. La sala aguarda expectante el resultado de su 
interrogatorio, pero este no llega y no existe realmente 
razón alguna para que el ju e z deje de cumplir su deber. 
El carcelero puede testificar que acude cada noche, que 
el acusado es entregado, que el interrogatorio se desa­
rrolla durante varias horas y que en los años que él ha 
conocido nunca ha habido un ju e z tan perseverante. De 
ello la sala concluye que debe de ser un caso m uy com ­
plicado. Así le sucede a ella no una vez, sino día tras día. 
Todo es presentado tal y com o ha sucedido, fidedigna­
m ente, com o exige el derecho y ... el amor. Se cita al 
acusado, «él acude, se balancea en el rincón, abre el por­
tillo de la empalizada, ved cóm o se apresura, me ha esta­
do añorando, con im paciencia deja todo a un lado para 
poder llegar a mí lo más rápidamente posible, oigo sus 
pasos rápidos, más veloces que los latidos de mi cora­
zón, ya llega, es él»... Y el interrogatorio... es aplazado.
«|Dios mío!, esta palabrita que tan a menudo he repeti­
do para mí misma, la recuerdo entre muchas otras, pero 
nunca m e había dado cuen ta de lo que esconde real­
mente. Sí, esto lo explica todo, no es.su intención real
abandonarm e, volverá. Y qué representa todo el m un­
do frente a esta palabrita, las gentes se cansaron de mí, 
no tenía ningún amigo, pero ahora tengo uno, un confi­
dente, una pequeña palabra que lo aclara todo: volverá, 
no bajala vista, me m ira con un cierto gesto de repro­
che, y dice: "M ujer de poca fe", y esta palabrita flota en 
sus labios com o una hoja de olivo: él está aquí...». Y el 
interrogatorio es aplazado.
Es perfectam ente com prensible que pronunciar una 
sentencia en tales circunstancias siempre estará ligado a 
grandes dificultades. No hace falta decir que una joven 
no es un jurista, pero de ello no se sigue en m odo alguno 
que no pueda dictar una sentencia y, de hecho, el fallo 
de esta m uchacha siem pre será de tal naturaleza que a 
sim ple vista será una sentencia, pero que al m ism o 
tiem po contendrá m ucho más que demuestra que no es 
una sentencia y que adem ás en el m om ento siguiente 
puede dictarse un veredicto com pletam ente opuesto.
«No era un pérfido; pues para haberlo sido, debería 
haber sido consciente de ello desde el principio; pero no 
lo era, m i corazón m e dice que m e ha amado». Si se 
quiere destacar así el concepto de pérfido, después de 
todo quizá nunca haya habido ninguno. Absolverlo por 
esta razón dem uestra un interés por el acusado que no 
puede casar con la estricta justicia y que tam p oco se 
sostiene frente a la más mínima objeción.
«Era un pérfido, un ser despreciable, que con frialdad 
y sin corazón m e ha hecho infinitam ente desdichada. 
Antes de conocerlo, yo era feliz. Sí, es cierto que no p o­
día im aginarm e que podía llegar a ser tan dichosa o que 
en la alegría había tal riqueza com o él m e enseñó; pero
tam poco m e im aginaba que podía llegar a ser tan des­
graciada com o él m e enseñó. Por eso quiero odiarlo, 
aborrecerlo, maldecirlo. Sí, yo te maldigo, Clavijo, en lo 
más íntim o y recóndito de mi alma te m aldigo; nadie 
debe saberlo, no puedo perm itir que nadie lo haga, 
pues nadie, excepto yo, tiene derecho a ello; te he am a­
do com o nadie más lo ha hecho, pero también te odio, 
pues nadie com o yo conoce tu maldad. Oh, buenos dio­
ses a quienes corresponde la venganza, concedédm ela 
durante un breve instante y no lo desaprovecharé, no 
seré cruel. Me colaré en su alma cuando se enam ore de 
otra, no para matar este amor, eso no sería castigo sufi­
ciente, pues sé que la querría tan poco com o a mí. Él 
no ama a ningún ser humano, solo ideas, pensamientos, 
su poderosa influencia en la corte, su fuerza de espíritu, 
todo aquello de lo que yo no puedo representarm e có­
mo él puede amarlo. Eso es lo que quiero arrebatarle; 
entonces sabrá cuál es mi dolor; y cuando esté próximo 
a la desesperación, se lo devolveré todo, pero deberá 
agradecérm elo a mí: así estaré vengada.
»No, no era un pérfido, ya no m e amaba, por eso me 
abandonó, pero esto no es realm ente una traición; si 
hubiera perm anecido a mi lado sin am arm e, entonces 
sí que habría sido un traidor, entonces yo habría vivido 
de las rentas del am or que una vez me tuvo, de su com ­
pasión, de la limosna que tal vez hasta con largueza me 
arrojase, habría v iv id o siendo una carga para él y un 
lorm ento para mí mism a. ¡Cobarde y m iserable cora­
zón, despréciate, aprende la grandeza, apréndela de él!
I vi m e ha am ado de form a m ás elevada de la que yo 
misma he podido am arm e. ¿Y debo estar enojada con
él? D e ningún modo, seguiré amándolo porque su amor 
era más fuerte y sus pensam ientos más orgullosos que 
mi debilidad y mi cobardía. Y quizá me siga amando, sí, 
fue por am or por lo que m e abandonó.
»Sí, ahora lo veo claro, ya no tengo ninguna duda, 
era un pérfido. Lo vi, su rostro era orgulloso y triunfan­
te, m e m enospreció con su mirada burlona. A su lado 
iba una española, radiante de belleza; ¿por qué era tan 
guapa?, la mataría, ¿por qué no soy yo así de hermosa? 
¿Y es que no lo era antes?... Yo no lo sabía pero él me lo 
m ostró, ¿y por qué he dejado de serlo? ¿Quién tiene la 
culpa? Maldito seas, Clavijo; si hubieras perm anecido a 
m i lado m e habría vu elto aún más herm osa, pues con 
tu v o z y tu seguridad mi am or crecía y con él mi belle­
za. Ahora estoy pálida, he perdido mi lozanía, ¿qué p o­
der tiene toda la ternura del m undo en com paración 
con una palabra tuya? ¡Ojalá volviese a ser herm osa! 
¡Ojalá pudiera volver a com placerlo, pues solo para eso 
deseo ser bella! ¡Ojalá él ya no pudiera amar la juventud 
y la belleza, pues entonces me afligiría más que antes, y 
quién puede afligirse com o yo!
»Sí, él era un pérfido. ¿Cóm o si no podría dejar de 
amarme? ¿Acaso he dejado yo de amarlo? ¿Es que no ri­
ge la misma ley para el am or de un hom bre que para el 
de una mujer? ¿O debe un hom bre ser más débil que 
el débil? ¿O tal ve z com etió un error? A m arm e quizá 
fue una ilusión, ilusión que desapareció com o un sue­
ño. ¿Es esto propio de un hombre? ¿O fue volubilidad?, 
¿es conveniente que un hom bre sea voluble? ¿Y por qué 
en un principio m e aseguraba que m e amaba tanto? Si 
el am or no puede conservarse, ¿qué puede entonces re­
sistir? ¡Sí, Clavijo, m e has arrebatado todo, mi fe, mi fe 
en el amor, no solo en el tuyo!
»No era un pérfido. Yo no sé qué lo alejó de mí; no 
conozco ese oscuro poder; pero a él también le ha doli­
do, le ha dolido profundam ente; no quería hacerm e 
partícipe de su dolor, por eso pretendió ser un traidor. 
Sí, si se uniera a otra m uchacha, entonces yo diría: él 
era un traidor y nin gún p o d er en la tierra m e hará 
cambiar de opinión; pero no lo ha hecho. Quizá piensa 
que al adoptar la apariencia de un pérfido hará que mi 
dolor sea menor, m e arm ará contra él. Por eso a veces 
se deja ver acompañado de jovencitas, por eso m e miró 
tan burlón el otro día, para espolearm e y de ese m odo 
liberarm e. N o, ciertam ente no era un traidor, ¿cóm o 
podría traicionar esa voz? Era al tiem po tan tranquila y 
tan emocionada; com o si se abriese paso entre m acizos 
rocosos, así resonaba desde un interior cuya profundi­
dad apenas yo era capaz de intuir. ¿Puede m entir esa 
voz? Pues ¿qué es la voz? ¿Un m ovim ien to de la le n ­
gua? ¿Un ruido que se puede evocar com o se desee? En 
algún lugar del alma debe tener su hogar, debe tener al­
gún lugar de nacim iento. Y lo tenía, en lo más íntim o 
de su corazón estaba su hogar y allí m e amaba, allí me 
ama. Bien es cierto que tam bién tenía otra voz que era 
fría, heladora, que podía asesinar cualquier alegría de 
m i alm a, torturar todo pensam iento deleitoso, hacer 
que mis propios besos se m e antojaran fríos y desagra­
dables. ¿Cuál era la verdadera? Podía m entir de cual­
quier m odo, pero siento que en aquella v o z tem bloro­
sa en la que se estrem ecía tod a su pasión no había 
engaño, es im posible. La otra era m entira. O fuerzas
m alignas lo habían poseído. N o, no era un pérfido, la 
v o z que m e ha encadenado a él para siempre no era un 
en gañ o. N o era un traidor, aun que nun ca lleg u é a 
comprenderlo».
Y nunca da por finalizado ni el interrogatorio ni el 
juicio; el interrogatorio porque continuam ente se pro­
ducen recesos, el juicio porque solo es un estado anímico. 
Pues cuando este movimiento se pone en marcha, puede 
seguir siempre igual y no se vislumbra ningún final. Solo 
una ruptura puede hacer que se detenga, justam ente si 
ella interrum pe toda la marcha del pensam iento; pero 
esto no puede suceder, pues la voluntad se encuentra 
siempre al servicio de la reflexión, que le otorga energía 
a la pasión momentánea.
Si en alguna ocasión ella quiere liberarse de todo, 
quiere destruirlo, de nuevo estarem os ante un estado 
de ánim o, una pasión m om entánea, donde la reflexión 
sigue saliendo siem pre ven ced ora. La m ed iación es 
im posible; si ella com ienza de tal suerte que este ini­
cio es de algún m odo resultado de las operaciones de 
la reflexión, entonces en ese m ism o instante será b o ­
rrada violentam ente. La voluntad debe com portarse de 
form a absolutam ente indiferente, com enzar en virtud 
de su propia voluntad, solo entonces se puede hablar de 
un com ienzo. Si esto ocurre, sí que podría ella com en­
zar, pero quedaría com pletam ente al m argende nues­
tro interés, la dejaríam os, con gusto, en m anos de los 
m oralistas o de quien quisiera hacerse cargo de ella, le 
desearíam os un m atrim onio honrado y nos com p ro­
m eteríam os a bailar el día de su boda, en el que, com o 
por fortuna también cambiaría su nom bre, nos haría ol­
vidar que fue la María Beaum archais de la que hem os 
hablado.
Pero volvam os a María Beaumarchais. Lo peculiar de 
su aflicción es, com o se ha señalado anteriorm ente, el 
desasosiego, que le im pide hallar el objeto de la aflic­
ción. Su dolor no puede encontrar la calma, le falta la 
paz necesaria para toda vida que tenga que ganarse su 
sustento y fortalecerse con él; ninguna ilusión proyecta 
su som bra sobre ella con su tranquila frialdad mientras 
sorbe el dolor. Perdió la ilusión de la niñez al ganar la 
del amor, perdió la del am or cuando Clavijo la engañó; 
si pudiera ganar la ilusión de la aflicción, en algo la ayu­
daría. Así su aflicción alcanzaría la m adurez del hombre 
y obtendría una contrapartida por la pérdida. Pero su 
aflicción no prospera, pues no ha perdido a Clavijo, él la 
ha engañado, y aquella siem pre será un tierno infante 
con sus chillidos, un niño huérfano de padre y madre; 
porque si Clavijo le hubiera sido arrebatado, aquel ha­
bría ten id o un padre en el recu erdo de su fid elid ad 
y amabilidad y una madre en el entusiasmo de María, y 
ella no tiene nada con lo que criarlo; pues lo vivido fue 
desde luego herm oso, pero a fin de cuentas no tiene 
ningún significado intrínseco, si no es com o anticipo de 
lo venidero; y ella no tiene esperanzas de que este hijo 
doloroso se convierta en un fruto de la felicidad, no 
puede co n fiar en que C la v ijo vaya a regresar, pues 
110 tendría fuerzas para cargar con un futuro, ha perdi­
do la feliz confianza con la que lo habría seguido al abis­
mo sin miedo, y en su lugar lo que tiene son cientos de 
reparos, ahora com o m áxim o podría estar en disposi­
ción de revivir el pasado con él una ve z más. Cuando
Clavijo la abandonó, tenía ante sí un futuro, un futuro 
tan bello, tan encantador que casi le turbaba las ideas, 
que ejercía un oscuro poder sobre ella; su metamorfosis 
ya había com enzado cuando se interrum pió el desarro­
llo y su transform ación se detuvo. Había vislum brado 
una nueva vida, ya había sentido sus fuerzas dentro de 
ella, cuando esa vida se rom pió y ella se vino abajo; ya 
no le queda ningún consuelo, ni en esta vida ni en la ve­
nidera. ¡Lo que había de venir le sonreía tan abierta­
m ente y se reflejaba en la ilusión de su amor, y sin em ­
b a rg o era tod o tan n atu ral y sen cillo ! A h o ra una 
desfallecida reflexión quizá de vez en cuando le pinte una 
ilusión desfallecida que ni siquiera la tienta, pero puede 
que por un instante la calme. Así transcurrirá su tiempo 
hasta que haya devorado el objeto m ism o de su aflic­
ción, que no es idéntico a esta, sino la ocasión para que 
constantem ente busque un objeto de aflicción. Si una 
persona poseyera una carta que supiera o creyera que 
contenía información sobre lo que debería considerar co­
m o la salvación de su vida, pero los trazos fueran finos 
y apagados y la caligrafía apenas legible, entonces segu­
ram ente la releería una y otra vez con ansiedad, inquie­
tud y toda la pasión, y en un instante le parecería que 
tenía un significado y al momento siguiente otro distinto, 
pues en la medida en la que con certeza creyese haber 
leído una determ inada palabra, lo explicaría todo de 
acuerdo con esta; pero nunca pasaría de la misma incer- 
tidum bre con la que había com enzado. Se quedaría m i­
rando, cada vez más y más ansiosam ente, pero cuanto 
más fijase la vista, tanto menos vería; de tanto en tanto sus 
ojos se llenarían de lágrim as, pero cuanto más a m enu­
do se los secase, tanto m enos vería; con el tiempo la es­
critura se iría apagando y hacién d ose m ás confusa, 
finalm ente el mismo papel se desharía, y no le quedaría 
nada excepto unos ojos cubiertos de lágrimas.
2. Doña Elvira
Encontram os a esta joven en la ópera Don Juan, y no se­
rá baladí, para nuestra investigación subsiguiente, tener 
en cuenta las alusiones a su vida anterior contenidas en 
la pieza. Ella era m onja, de la paz de un convento la 
arranca d on ju án . Con ello se sugiere la enorm e inten­
sidad de su pasión. N o era una colegiala alocada, que 
aprendiera a am ar en la escuela y a coquetear en los 
bailes; que una de ellas sea seducida no es m uy signifi­
cativo. Por el contrario, Elvira ha sido educada en la dis­
ciplina del convento, que, sin embargo, no ha consegui­
do erradicar la pasión en ella, sino que le ha enseñado 
más bien a reprim irla, vo lvién dola así aún m ás ve h e­
m ente, tan pronto com o le sea perm itido eclosionar. 
Una presa segura para un donjuán; él sabrá desatar la 
pasión salvaje, desenfrenada, insaciable, que solo su 
am or satisfará. Ella lo encuentra todo en él y lo pasado 
no es nada, si ella lo abandona, entonces lo pierde to ­
do, incluido lo pasado. Ella había renunciado al m undo 
cuando se personó una figura a la que no puede renun­
ciar, es d on ju án . A partir de entonces, renuncia a todo 
para vivir con él. C uanto más significativo sea aquello 
que abandona, más sólidamente habrá de aferrarse a él; 
cuanto más sólidam ente lo haya cercado, más espanto­
sa se vuelve su desesperación cuando él la abandona. Su 
am or era ya una desesperación desde el com ienzo; na­
da tiene significado para ella, ni en el cielo ni en la tie­
rra, excepto donjuán.
En la obra, Elvira nos interesa únicam ente en la m e­
dida en que su relación con don Juan tiene significado 
para él. Si tuviera que indicar en pocas palabras esta sig­
nificación, diría que ella es el destino épico de donjuán; 
el Com endador, su destino dram ático. H ay en ella un 
odio que buscará a Juan en cada rincón, una llamarada 
que ilum inará el escondite más oscuro, y si aun así no 
lo hallara, entonces será el am or que hay en ella el que lo 
encuentre. Participa con los demás en la persecución de 
don Juan, mas, si m e pon go a im aginar que todas las 
fuerzas se neutralizaran y los esfuerzos de sus persegui­
dores se contrarrestaran de m odo que Elvira quedara 
sola respecto a d o n ju á n y que él se hubiera encom en­
dado a su poder, entonces el odio le daría las armas p a­
ra asesinarlo, pero su am or lo prohibiría — y no por 
com pasión, ella es dem asiado grande para eso— , de tal 
m anera que ella lo m antendría continuam ente con vi­
da, ya que si lo m atara se mataría a sí misma. Así, caso 
de que en la obra no hubiera otras fuerzas en m ovi­
m iento contra don Juan aparte de Elvira, en tonces la 
pieza jamás acabaría; pues Elvira impediría, si ello fuera 
posible, que lo alcanzara hasta el mismo rayo, para ven­
garse ella, aunque una vez más no sería capaz de tom ar­
se la venganza. Ese es su interés dentro de la pieza; pero 
a nosotros lo que nos preocupa aquí únicam ente es su 
relación con don Juan, en la m edida en que esta es im ­
portante para ella. Ella es objeto del interés de muchos,
pero del m odo más diverso. Don Juan se interesa por ella 
antes de que la pieza dé com ienzo, el espectador la obse­
quia con su interés dramático, mas nosotros, amigos de 
la aflicción, nosotros no la seguim os solam ente hasta la 
siguiente calle transversal, no solo durante el instante en 
el que aparece en escena, no, nosotros la seguimos en su 
camino solitario.
D e manera, pues, que d on ju án ha seducido a Elvira 
y la ha abandonado, todo ello rápidamente, tan rápido 
«como un tigre puede tronchar un lirio»; si ya solo en 
España hay mil tres seducidas por él, ahí se puede cons­
tatar la prem ura de d on ju án , así com o calcular m edia­
nam ente la celeridad del m ovim iento. D o n ju á n la ha 
abandonado, pero no hay un entorno en cuyos brazos 
pueda caer desm ayada, no tiene que tem er que el en­
torn o vaya a cerrar filas a su alrededor, pues segura­
mente él sabría abrirlas para facilitarlela partida, no tie­
ne que tem er que alguien le discuta su pérdida, más 
bien habrá quizás alguno que otro que se encargue de 
demostrarla. Sola está y abandonada, y no la tienta du­
da alguna; es evidente que él era un farsante, que le ha 
arrebatado todo y la ha dejado expuesta al deshonor y la 
ignominia. N o obstante, esto no es lo peor para ella des­
de un punto de vista estético, pues la salva de la aflicción 
reflejada por un corto período de tiempo, la cual es cier­
tam ente más dolorosa que la inmediata. El hecho aquí 
es in dudablem ente, y la reflexión no pu ed e llegar a 
transform arlo tan pronto en una cosa y tan pronto en 
otra. Una María Beaumarchais puede haber amado a un 
Clavijo igual de vehem ente, igual de salvaje y apasiona­
dam ente, en lo que respecta a su pasión puede ser del
todo contingente que no sucediera lo peor; ella puede 
casi hasta desear que sucediera, pues entonces la histo­
ria tendría, con todo, un final, ella se habría arm ado en­
tonces m ucho más reciam ente contra él; pero no suce­
dió. El hecho que ella tiene entre m anos es m uchísim o 
más dudoso, su auténtica naturaleza será siempre un se­
creto entre Clavijo y ella. Cuando piensa en la frialdad de 
su malicia, en la m ezquindad de su cordura, apropiadas 
para engañarla de tal m odo que a los ojos del mundo ad­
quiere un aspecto m ucho más suave, y ella se convierte 
en presa de manifestaciones del estilo: «Pero, por Dios, 
la cosa no es para tanto»; eso puede sublevarla, casi pue­
de volverse loca cuando piensa en la orgullosa altanería 
que no la ha tom ado en consideración en absoluto, que 
le ha puesto un lím ite diciéndole: «Hasta aquí y no más 
allá». Y sin embargo, todo ello puede m uy bien ser expli­
cado de otra m anera, de m anera más bonita. Pero en 
tanto que la explicación se vuelve otra, el hecho mismo 
se vuelve otro. La reflexión, por ello, obtiene en el acto 
suficiente quehacer, y la aflicción reflejada es inevitable.
D on Juan ha abandonado a Elvira, y en ese m ism o 
m om ento todo está m uy claro para ella, ninguna duda 
incita a la aflicción a entrar en el locutorio de la reflexión, 
ella enmudece en su desesperación. La cual, con un úni­
co latido, fluye a través de ella, y su flujo se dirige hacia 
fuera, y con una llama, la pasión se trasluce a través de 
ella, haciéndose visible en el exterior. Odio, desespera­
ción, venganza, amor, todo irrum pe para manifestarse 
visiblemente. En dicho instante Elvira es pictórica. Por 
eso, la fantasía nos m uestra también de inm ediato una 
im agen de ella, y ese exterior no se asienta en la indife-
renda, la reflexión sobre ello no es vacía, ni su actividad 
carente de significado, en tanto escoge y desestima.
Si ella misma, en ese m om ento, es o no apta para la 
representación artística constituye una cuestión diferen­
te; pero lo que sí es seguro es que, en ese instante, ella 
es visible, y se la puede ver no en el sentido, natural­
m ente, de que se pueda ver de verdad a esta o aquella 
Elvira real, lo cual quiere decir la m ayoría de la veces 
que no se la ve; mas la Elvira que nosotros im aginamos 
es visible en lo que la constituye en esencia. Si el arte es 
capaz de matizar la expresión de su rostro, hasta el pun­
to de hacer perceptible el carácter de su desesperación, 
eso no lo decidiré yo; pero Elvira se deja describir, y la 
im agen que así se m uestra no se vuelve una simple car­
ga para la m em oria — que aquí ni quita ni pone— , sino 
que es m uy válida. ¡Y quién no ha visto a Elvira! Era 
una mañana tem prano cuando yo em prendí una cam i­
nata por uno de los rom ánticos parajes de España. La 
naturaleza se despertaba, los árboles del bosque sacu­
dían sus cabezas y las hojas parecían frotarse el sueño 
de los ojos, un árbol se com baba hacia el otro para ver 
si se había levantado y todo el bosque ondeaba en la bri­
sa fresca y revitalizadora; una ligera niebla se alzaba des­
de la tierra y el sol la arrancaba com o si fuera una al­
fom bra debajo de la cual hubiera pernoctado, y ahora 
contem plaba allí abajo, com o una m adre cariñosa, las 
flores y todo lo vivo, diciendo: «Levantaos, queridos ni­
ños, el sol brilla ya». Al torcer en una vereda, mis ojos se 
fijaron en un convento que se encontraba arriba, en la 
cim a de una m ontaña, y hacia el que conducía un sen­
dero repleto de vueltas y revueltas. C on mi m ente repo­
sando allí, pensé: ahí está com o una casa de Dios cimen­
tada sobre roca. Mi guía con tó que se trataba de un 
convento de monjas, conocido por su severa disciplina. 
Mi paso se am inoró, com o mi pensam iento, pues qué 
habría más apremiante teniendo el convento tan cerca.
Y con toda probabilidad m e habría detenido del todo si 
no m e hubiera espabilado un m ovim iento rápido m uy 
cerca de mí. Involuntariam ente me volví, era un jinete 
que pasaba con prem ura a mi lado. Q ué bello era, su 
paso qué leve y a la vez qué enérgico, tan regio y a la 
vez tan ligero, g iró la cabeza para m irar tras de sí, su 
semblante tan atractivo y su mirada en cambio tan desa­
sosegada, era don juán. ¡Se apresura a una cita o vuelve 
de ella! Mas pronto desapareció de mi vista y mi pen­
sam iento lo olvidó, clavándose mi mirada de nuevo en 
el convento. Volvía a sum irm e en m editaciones acerca 
del deleite de la vida y la silenciosa paz del convento 
cuando vi una figura fem enina en lo alto de la m onta­
ña. Rapidísimam ente bajaba apresurada por el sendero 
y, com o el camino era escarpado, parecía com o si se des­
peñara por la m ontaña. Se aproxim aba. Su sem blante 
estaba pálido, solo sus ojos llameaban terriblem ente, su 
cuerpo estaba exhausto, su pecho se m ovía con violen­
cia y, sin em bargo, ella se apresuraba cada ve z m ás y 
más, sus m echones revoloteaban sueltos, dispersados 
por el viento, pero ni siquiera el aire fresco de la m aña­
na ni la velocidad de su paso eran capaces de sonrojar 
sus pálidas mejillas, su ve lo de m onja desgarrado huía 
hacia atrás, su hábito blanco y ligero habría revelado 
m ucho a una m irada profana, si la pasión de su rostro 
no hubiera atraído sobre sí la atención hasta del más co­
rrom pido. Pasó apresuradam ente a mi lado y yo no me 
atreví a dirigirm e a ella, pues su frente era demasiado 
m ajestuosa, su m irada dem asiado regia y su pasión 
dem asiado ilustre. ¿A dónde p erten ece esta joven? 
¿Al convento? ¿Hay lugar allí para estas pasiones...? ¿Al 
mundo? Ese hábito... ¿Porqué ese apresuramiento? ¿Es 
para ocultar su vergüenza e ignominia o para alcanzar a 
Juan? Se dirige a toda prisa hacia el bosque, que se cie­
rra a su alrededor ocultándola, y ya no la veo, pero es­
cucho el suspiro del bosque. ¡Pobre Elvira! Se habrán 
enterado de algo los árboles..., mas los árboles son m e­
jores que los seres humanos, pues los árboles suspiran y 
callan..., los seres humanos cuchichean.
En este m om ento inicial, Elvira se deja representar 
— aun cuando el arte no pueda com prom eterse real­
m ente a ello, pues debe ser com plicado encontrar una 
expresión unitaria que además contenga toda la m ulti­
tud de sus pasiones— y así el alma exige verla. Es lo que 
yo he pretendido insinuar con la ligera im agen que he 
trazado en lo precedente; tam poco era mi intención re­
presentarla a través de ella, sino que quería insinuar que 
le pertenecía de suyo ser descrita, que no era una capri­
chosa ocurrencia mía, sino una legítim a exigencia de la 
idea. Este es, no obstante, solo un m om ento, por ello 
debem os seguir a Elvira más allá.
El m ovim iento del que tratam os es un m ovim iento 
en el tiempo. Ella se m antiene en ese extrem o casi pic­
tórico, denotado en lo precedente, a través de una serie 
de m om entos temporales. Así es com o ella tiene interés 
dram ático. C on la prem ura con la que pasó velozm en­
te a mi lado alcanza a d on ju án . Lo cual es del todo ló ­
gico, pues si bien él la ha abandonado, tam bién la ha 
arrastrado al interior del ím petu de su propia vida, de 
m anera que ella tieneque alcanzarlo. Si le da alcance, 
entonces toda su atención se torna de nuevo hacia fu e­
ra, y aún no tendríam os la aflicción reflejada. L o ha 
perdido todo: el cielo, en tanto ha elegido el m undo; el 
m undo, en tanto perdió a Juan. Por eso no existe lugar 
alguno en donde ella pueda refugiarse excepto en él, 
únicam ente en su proxim idad puede m antener alejada 
la desesperación: bien ahogando las voces internas con 
el alboroto del odio y la amargura que, no obstante, so­
lo suenan con fu erza cuando d o n ju á n está físicam en­
te presente, o bien m ediante la esperanza. Esta última 
indica ya la presencia de los m om entos de la aflicción 
reflejada, que, sin em bargo, no pueden haber tenido 
aún el tiem po de acum ularse en el interior. «Primero 
debe ella convencerse de form a atroz», dice Kruse en 
su reelaboración de la obra, mas dicha exigencia desve­
la perfectam ente la disposición interna. Si, con lo ocu ­
rrido, ella no se ha convencido de que d o n ju á n era un 
farsante, entonces no se convencerá nunca. Pero m ien­
tras exija una prueba adicional, podrá lograr evitar la 
inquietud interna de la callada desesperación, m edian­
te una vida erran te y desasosegada, atareada co n s­
tantem ente en la persecución de d o n ju á n . La parado­
ja ya lo es para su alma, pero mientras pueda m antener 
el alma agitada, m ediante pruebas externas que no han 
de explicar lo pasado sino inform ar acerca del estado 
actual de don Juan, m ientras tanto, no p oseerá una 
aflicción reflejada. Se alternan odio, am argura, m aldi­
ciones, súplicas, conjuros, mas su alma todavía no ha
retornado a sí m ism a para reposar en la consideración 
de que ha sido engañada. Hila espera una explicación 
que proceda de fuera. Por eso, cuando Kruse hace decir 
a donjuán:
si ahora estás dispuesta a escuchar 
a creer mi palabra — tú que desconfías de mí; 
pues casi puedo decir que es inverosímil 
el motivo que me fo rzó ... [etcétera]
entonces hay que guardarse m uy bien de creer que lo 
que al oído del espectador le suena a burla en Elvira 
tenga un efecto similar. Para ella, este discurso significa 
confortación; pues lo que ella exige es lo inverosímil, y 
lo creerá justam ente en virtud de su inverosimilitud.
Si ahora dejam os que d on ju án y Elvira se topen, te­
nem os que elegir entre perm itir a d o n ju á n ser el más 
fuerte o a Elvira. Si él es el más fuerte, entonces la in­
tervención de ella no contará para nada. Ella exige «una 
prueba, para convencerse de form a atroz»; y él es lo 
bastante galante com o para no faltar a ello. Pero, natu­
ralm ente, ella no se convence y exige una nueva pru e­
ba; pues exigir la prueba es un lenitivo, y la incertidum- 
bre confortación. Y así, ella se convierte en m ero testigo 
de las hazañas de d o n ju á n . Pero tam bién podríam os 
im aginar que Elvira es la más fuerte. Cosa no demasia­
do frecuente, mas vam os a hacerlo por galantería para 
con el otro sexo. D e hecho, ella está aún en plenitud de 
su belleza, pues si bien ha llorado, las lágrim as no han 
extinguido el brillo de sus ojos, y por más que se haya 
afligido, la aflicción no ha dem acrado la lozanía de su
juventud, y por m ucho que esté destrozada, su desazón 
no ha corroído la vitalidad de su belleza, y si bien sus 
mejillas han palidecido, justam ente por ello la expresión 
es más espiritual, y aunque no flota con la ligereza de la 
inocencia infantil, avanza, en cam bio, con la enérgica 
firm eza de la pasión fem enil. Así va al encuentro de 
d o n ju á n . Hila lo ha am ado más que a todo en el m un­
do, por encim a de la beatitud de su alma, ha desperdi­
ciado todo por él, incluso su honor, y él le fu e infiel. 
A h ora solo conoce una única pasión, el odio, solo un 
pensam iento, la venganza. De esta form a, ella es tan 
grande com o d on ju án ; pues seducir a todas las jóvenes 
es la expresión masculina de lo fem enino que consiste 
en dejarse seducir una vez con toda el alma y después 
odiar, o bien, si uno lo prefiere, amar a su seductor con 
la energía que no posee esposa alguna. Así va a su en­
cuentro, no le falta valor para enfrentarse a él, no se ba­
te por principios morales, se bate por su amor, un am or 
que ella no basa en el respeto; no lucha para ser su con­
sorte, lucha por su amor, y este 110 se conform a con una 
fidelidad penitente, exige venganza; por am or a él ha 
echado a perder su beatitud y, aunque otra ve z se le 
brindara, la echaría a perder de nuevo para vengarse. 
Una figu ra sem ejante jam ás puede dejar de tener su 
efecto sobre d on ju án . Él conoce el deleite de aspirar la 
flor más delicada y fragante de la prim era juventud; él 
sabe que es solo un instante y sabe lo que vien e des­
pués, ha visto m uy a m enudo m architarse esas pálidas 
figuras, tan rápidam ente que ello ocurría prácticam en­
te a ojos vistas; pero aquí ha sucedido lo extraordinario, 
se han interrum pido las leyes del curso norm al de la
existencia: ha seducido a una jovencita y su vida no ha 
m uerto, ni su belleza se ha deslucido, se ha transform a­
do y es más bella que nunca. N o lo puede negar, ella lo 
cautiva más de lo que lo haya hecho ninguna joven algu­
na vez, más incluso que la propia Elvira de antes; pues la 
inocente m onja era, no obstante, a pesar d&-toda su be­
lleza, una joven com o muchas otras, y el enamorarse de 
ella, una aventura como muchas otras, mas esta joven es la 
única de su clase. Esta nueva joven va arm ada, no es­
conde un puñal en su pecho, pero lleva una arm adura 
que no es visible — ya que su odio no se contenta con 
discursos y declamaciones— , sino invisible, y es su odio. 
La pasión de d on ju án despierta: ella tiene que pertene- 
cerle todavía una ve z más, pero eso no sucede. Porque 
si hubiera sido una joven que supiera de su bajeza y lo 
odiara, a pesar de no haber sido ella m ism a engañada 
por él, entonces d on ju án vencería, pero a esta joven no 
puede ganarla, toda su seducción es im poten te. Aun 
cuando su vo z fuera más insinuante que su propia voz, 
su ataque más astuto que su propio ataque, no la con­
movería, y sería inútil que los ángeles suplicaran por él 
o que la madre de Dios fuera dama de honor en la boda. 
D el mismo m odo que la propia Dido en el Averno se dio 
la vuelta dejando a Eneas, quien le había sido infiel, así 
ella no se daría, claro, la vuelta dejándolo, sino que le ha­
ría frente de una m anera aún más fría que Dido.
N o obstante, este coincidir de Elvira con d on ju án es 
únicam ente un m om ento transitorio, ella atraviesa la 
escena, cae el telón, mas nosotros, queridos Condijuntos, 
nos deslizarem os tras ella, porque ahora es cuando se 
convierte realm ente en la auténtica Elvira. Toda ve z
que se encuentra en las proxim idades de d o n ju á n está 
fuera de sí misma, cuando vuelve a sí m ism a, ha lugar 
para pensar la paradoja. Pensar una contradicción — a 
pesar de todas las aseveraciones de la filosofía más re­
ciente y del valor intrépido de sus jóvenes adláteres— 
lleva siempre asociadas grandes dificultades. ¿Cóm o no 
vam os a perdonarle a una jovcncita el que le resulte di­
fícil, siendo no obstante esta la tarea que a ella se le ha 
asignado, pensar que aquel a quien ama sea un farsante? 
Esto es lo que tiene en com ún con María Beaumarchais 
y, sin em bargo, la diferencia entre ambas está en el m o­
do en el que cada una llega a la paradoja. El hecho al 
que María había de vincularse era tan dialéctico en sí 
m ism o que la reflexión con toda su concupiscencia te­
nía que asirlo inm ediatam ente. En el caso de Elvira, la 
prueba factual de que d o n ju á n era un pérfido parece 
tan evidente que no se ve fácilm ente cóm o pueda ser 
aferrado por la reflexión. Por ello, esta tiene que aco­
m eter el asunto desde otro lado. Elvira lo ha perdido to­
do y, no obstante, tiene toda una vida por delante y su 
alma exige un peculio del que vivir. A quí se m uestran 
dos posibilidades: bien som eterse a categorías éticas y 
religiosas,

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