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VARIACIONES SOBRE EL CUERPO. 
NIETZSCHE, MERLEAU-PONTY Y LOS CUERPOS DE LA ETNOGRAFÍA 
 
Silvia Citro
*
 
 
1. Introducción 
 
Para quienes nos reconocemos en el escenario de un mundo multicultural (y 
especialmente para los antropólogos, habituados desde hace tiempo a retratar la diversidad de 
ese mundo), la percepción y reflexión sobre la corporalidad puede ser provocadora de una 
estimulante paradoja. En tanto encarnación del sujeto, materialidad, bios, el cuerpo es aquel 
sustrato común que compartimos con las mujeres o con los hombres de distintas sociedades 
en el tránsito del nacimiento a la muerte, aquello que nos hace semejantes. Ya sea porque 
unas y otros poseen anatomías similares que pasan por etapas de desarrollo vital e involucran 
procesos fisiológicos y a veces disfunciones de los mismos más o menos semejantes o, 
también, porque para todos nosotros el cuerpo es nuestro anclaje en el mundo, es el medio por 
el cual habitamos el espacio y el tiempo y podemos llegar a captarlos –aquellas “intuiciones 
sensibles”, en términos de Kant, que están en la base de toda posibilidad del conocer–. Sin 
embargo, sobre esta materialidad común de los cuerpos, la vida sociocultural construye 
prácticas disímiles (técnicas corporales cotidianas, modos perceptivos, formas de habitar el 
espacio, gestos, expresiones de la emoción, síntomas, danzas) y da lugar a representaciones de 
la corporalidad y de sus vínculos con el mundo también diferentes. El cuerpo inevitablemente 
es atravesado por los significantes culturales y él mismo se constituye en un particular 
productor de significantes en la vida social. La reflexión antropológica sobre la corporalidad, 
de Mauss (1979 [1936]) en adelante, ha dirigido su atención a develar el carácter 
culturalmente construido de la misma. Así, a partir de las etnografías sobre aquellos pueblos 
denominados (por Occidente) no-occidentales, ha relevado la existencia de variadas formas 
de utilizar y representar los cuerpos. No obstante nuestra pertenencia a este campo disciplinar, 
 
* Doctora en Antropología, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Investigadora asistente 
del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Docente de la cátedra Teoría 
General del Movimiento (carreras de Artes) y de Antropología de los Sistemas Simbólicos (Carrera de Ciencias 
Antropológicas) en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA; también dictó el Seminario de grado “Antropología 
del Cuerpo” en la Escuela de Antropología, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. 
Este artículo es una reelaboración más sintética del primer capítulo de la tesis doctoral Cuerpos Significantes: 
Una etnografía dialéctica con los toba takshik (2003). 
 2
hemos elegido recorrer un camino en cierta forma heterodoxo, centrándonos en la paradoja 
antes enunciada, esto es, en la pregunta por aquellos rasgos constitutivos que, a pesar de la 
reconocida diversidad cultural de las corporalidades, nos permiten seguir planteando que se 
trata de un mismo cuerpo, que en sus diferentes géneros1, transita el recorrido de la niñez a la 
ancianidad. Como es de esperar, una pregunta heterodoxa dentro del paradigma disciplinar, 
suele iniciar una búsqueda de respuestas también heterodoxa. En este caso, se trata de 
reconstruir ese cuerpo compartido y a la vez diverso, a partir del análisis de las concepciones 
del cuerpo que sustentaron algunos filósofos occidentales, ciertos planteos del psicoanálisis y 
las que nos brindan las etnografías. Dentro de este marco, el presente artículo referirá 
especialmente a los filósofos que nuestro título evoca y, en lo que atañe a la etnografía, 
sintetizará las principales conclusiones de algunos trabajos clásicos y de mi propia etnografía 
con los grupos aborígenes toba de la provincia de Formosa, Argentina. 
Antes de iniciar el análisis, quisiera realizar algunas aclaraciones sobre el carácter 
interdisciplinar al que este estudio aspira, así como sobre las problemáticas que plantea. Una 
primera cuestión, es la ineludible diversidad de enfoques que cada disciplina involucra. Por 
ejemplo, frente a la singularidad cultural que un abordaje etnográfico suele revelar, las 
reflexiones de la filosofía y el psicoanálisis se situarían en una tradición muy diferente, la de 
intentar captar ciertos rasgos generales de la realidad humana. Desde una postura anclada en 
un relativismo cultural radical, podría argumentarse que estas últimas disciplinas remiten a un 
tipo de reflexión con connotaciones universalizantes, demasiado ligada al pensamiento 
occidental y a cierto ethos colonialista que desde la modernidad, especialmente, impregna su 
voluntad de saber. No obstante, considero que esta argumentación no invalida totalmente su 
uso para un antropólogo atento a la diversidad, aunque sí lo pone en un alerta epistemológico 
ante cualquier tipo de proyección etnocéntrica. Así, en nuestra perspectiva, la ilusión 
(moderna) de hallar leyes, principios o estructuras universales, es suplantada por una ilusión 
diferente (y que creo limitado calificar sólo como posmoderna), la del diálogo entre voces que 
pertenecen a tradiciones culturales disímiles, el cual conduciría a hallar no sólo las diferencias 
sino también las posibles coincidencias entre las mismas. 
En segundo lugar, es preciso situar los criterios que sustentan la selección de las voces 
convocadas para este diálogo, lo que nos conducirá a formular nuestra hipótesis sobre la 
experiencia común de la corporalidad. Entre las voces filosóficas que hablaron del cuerpo, 
otorgaré mayor autoridad a la de Merleau-Ponty, por un lado, y a la de Nietzsche y algunas de 
 
1 Para la problemática del género y, especialmente, de los cuerpos intersex, remitimos al artículo de Lavigne en 
este mismo volumen. 
 3
sus vinculaciones con el psicoanálisis, por el otro. El interés por estos autores reside en que, a 
pesar de sus diferencias, coinciden en un punto: construyen representaciones de la 
corporalidad que rompen con el paradigma del dualismo cartesiano hegemónico en la 
modernidad y, al producir esta ruptura, postulan aquellos elementos que, según nuestra 
hipótesis, definirían la experiencia común de la corporalidad. En el caso de Merleau-Ponty, al 
plantear la experiencia de la percepción corporal como un medio de conocimiento pre-
reflexivo basado en la inescindibilidad del vínculo del sujeto con el mundo; en el de 
Nietzsche, al reconocer en la experiencia del movimiento corporal el locus de la fuerza, 
energía o poder que empuja al sujeto hacia su acción transformadora sobre el mundo y, en los 
movimientos expresivos de las danzas en conjunción con la música, una de las formas en que 
esa experiencia de poder adquiere su mayor plenitud. Justamente, analizaremos cómo ambos 
elementos son también los que más insistentemente nos revelan las etnografías que abordaron 
la corporalidad en otras sociedades, especialmente en aquellas que han representado el polo 
opuesto de la modernidad y, por ende, el locus del primitivismo para el pensamiento colonial. 
Me refiero a los grupos aborígenes que pertenecen a una tradición cazadora-recolectora, 
tradición que, vale la pena aclararlo, reconocemos inevitablemente transformada, aunque no 
eclipsada, por la historia de imposición del sistema capitalista y de las instituciones y las 
prácticas que han hegemonizado el denominado estilo de vida occidental (biomedicina, 
alfabetización y escolarización, racionalidad burocrático legal, cristianismo). Por eso, algunas 
de estas sociedades que, a pesar de esa historia, han elaborado sus propias representaciones y 
prácticas del cuerpo, seránlos interlocutores del diálogo que intentaremos con las 
concepciones del cuerpo de nuestros filósofos. En suma, se trata de crear un diálogo 
intercultural e interdisciplinar que buscará hallar ese cuerpo compartido, aun en la diversidad 
más radical. 
Para finalizar, sólo resta agregar unas breves consideraciones acerca de los motivos 
que nos llevaron a reflexionar sobre los rasgos compartidos de la corporalidad. La 
materialidad del cuerpo humano y de la naturaleza son habitualmente los límites de la cultura, 
es decir, las materialidades sobre las cuales ésta se construye en una interacción dialéctica, 
interacción que termina transformando no sólo la naturaleza sino también la misma 
constitución biológica del cuerpo.2 Si bien el despliegue de las tecnologías hizo que esos 
 
2 En la evolución del género homo, la dialéctica entre evolución biológica y cultural es clave, pues “[...] la 
cultura más que agregarse, por así decirlo, a un animal terminado o virtualmente terminado, fue un elemento 
constitutivo y central en la producción de ese animal mismo [...] la evolución sugiere que no existe una 
naturaleza humana independiente de la cultura.” (Geertz, 1987 [1973]: 55) La idea de límite, entonces, no debe 
entenderse a la manera de una base invariable, sino como uno de los términos constitutivos de un vínculo 
 4
límites resulten cada vez menores, hasta el punto de que parecen haber desaparecido como 
tales, esto no significa que tal cosa haya efectivamente sucedido, al menos hasta el presente.3 
Así, reconocer estas interacciones y transformaciones posibles del cuerpo, no necesariamente 
se contradice con afirmar que es en el nivel de su materialidad y de las experiencias vitales 
que atraviesa, donde pueden hallarse un sustrato común de la vida humana. Por otra parte, es 
necesario recordar que en esa materialidad de los cuerpos también se inscribe una de las 
marcas de su diversidad que más ha contribuido históricamente a estigmatizar la diferencia y 
la desigualdad; nos referimos a la construcción de lo racial. Pensamos entonces, que la mirada 
antropológica, habituada a ver la problemática de la diversidad cultural por doquier, no 
necesariamente debería obnubilarnos y hacer que dejemos de mirar nuestra corporalidad 
compartida. Ésta es, al menos, una de las cuestiones aprehendidas en mi etnografía con los 
toba. La búsqueda de horizontes compartidos en el diálogo, de elementos similares en 
nuestras prácticas culturales, fue parte de los intereses de muchos de mis interlocutores a lo 
largo del trabajo de campo. Tal vez, como si de esa forma algunos intentaran desmarcarse del 
exotismo con el que la mirada de los doqshi (los blancos o criollos) históricamente los 
constituyó y los discriminó en tanto aborígenes. El énfasis sólo en las particularidades muchas 
veces ha conducido las buenas intenciones del relativismo cultural a peligrosos callejones 
lógicos y sobre todo políticos, de difícil salida. Considero que en una dialéctica atenta tanto a 
la diversidad como a lo similar o compartido, es donde estos peligrosos callejones pueden si 
no superarse, al menos intentar evitarse. A lo largo del texto, reflexionaremos sobre algunas 
de las implicancias políticas que este ejercicio dialéctico en la mirada sobre la corporalidad, 
para nosotros, posee. 
 
2. De la ruptura con el dualismo cartesiano a un nuevo pensamiento desde el cuerpo 
 
“La ciencia manipula las cosas y renuncia a 
habitarlas. Saca de ellas sus modelos internos, y 
operando con esos índices o variables las 
transformaciones que su definición le permite, no se 
confronta sino de tarde en tarde con el mundo actual 
[...] Es necesario que el pensamiento de ciencia –
pensamiento de sobrevuelo, pensamiento del objeto en 
general– se vuelva a situar en un “hay” previo, y en el 
sitio, en el suelo del mundo sensible y del mundo 
trabajado, tal como está en nuestra vida, para nuestro 
cuerpo; no ese cuerpo posible del que fácilmente se 
puede sostener que es una máquina de información, 
“No nos corresponde a los filósofos separar el 
alma del cuerpo [...] No somos ranas pensantes, ni 
aparatos de objetivación y de registro sin 
entrañas; hemos de parir continuamente nuestros 
pensamientos desde el fondo de nuestros dolores y 
proporcionarles maternalmente todo lo que hay en 
nuestra sangre, corazón, deseo, pasión, tormento, 
conciencia, destino, fatalidad [...] 
No soy de los que tienen ideas entre los libros, en 
contacto con libros –estoy acostumbrado a pensar 
al aire libre, andando, saltando, escalando, 
bailando, sobre todo en montes solitarios o muy 
 
dialéctico. 
3 Por ejemplo, en Virilio (1996), puede verse un análisis crítico, inspirado en Foucault, sobre la futura incidencia 
de las nuevas tecnologías que apuntan a introducirse en el interior del cuerpo humano, rediseñándolo –situación 
que algunas películas de ciencia-ficción ya nos han retratado–. 
 5
sino este cuerpo actual que llamo mío, el centinela que 
asiste silenciosamente a mis palabras y mis actos [...] 
en esta historicidad primordial el pensamiento alegre e 
improvisador de la ciencia aprenderá a posarse en las 
cosas mismas y en sí mismo, llegará a ser filosofía 
[...]” 
 
Merleau-Ponty, El Ojo y el Espíritu (1977 [1960]: 9, 
11, 12). 
cerca del mar [...]” 
 
Nietzsche, La Gaya Ciencia (1995 [1882]: 39, 
249). 
 
La filosofía de Merleau-Ponty se ha convertido en una cita recurrente en muchos de 
los estudios antropológicos y sociológicos que en los últimos 15 años abordaron la 
corporalidad4. En el párrafo transcrito se aprecia la radicalidad de la propuesta 
fenomenológica: es necesario que la ciencia se sitúe en ese “hay” previo, en el mundo vivido 
del cuerpo actual. La propuesta de una descripción fenomenológica de todos los conceptos a 
priori de las ciencias se remonta a Husserl. El universo de la ciencia se construye sobre ese 
mundo vivido y “[...] si queremos pensar rigurosamente la ciencia, apreciar exactamente su 
sentido y alcance, tendremos, primero, que despertar esta experiencia del mundo del que ésta 
es la expresión segunda.” (Merleau-Ponty, 1993 [1945]: 8) Sólo de esta manera, su 
“pensamiento alegre e improvisador” aprenderá a posarse en las cosas mismas y llegará a ser 
filosofía. Esta idea de un pensamiento alegre e improvisador nos conduce a Nietzsche, otro 
autor clave para la revalorización del cuerpo en la filosofía occidental, aunque no tan citado 
en los estudios socio antropológicos sobre el tema. Como se advierte en el epígrafe, su Gaya 
Ciencia, la ciencia alegre, también surgía de la experiencia del cuerpo en el mundo. 
Probablemente no sean una mera coincidencia las calificaciones de “alegre” e “improvisador” 
en ambas filosofías, tal vez sean metáforas que expresan el giro que el pensamiento de 
Nietzsche y el de Merleau-Ponty provocarían: el encuentro de una nueva mirada, un abordaje 
del mundo desde la corporalidad y con él, la ruptura con las tradiciones racionalistas 
anteriores que desvalorizaron el cuerpo.5 
Comencemos por Nietzsche y las razones que lo llevaron a proponer esa otra mirada. 
La dura crítica del autor a la racionalidad socrática, desarrollada por el platonismo y retomada 
luego por la tradición judeocristiana, se basaba en que ellas encarnaban la negación de la vida 
y del valor de lo sensible, instaurando el desprecio hacia el cuerpo; de esta manera se 
constituyeron en una metafísica, una religión y una moral que suplantaron e invirtieron los 
 
4 En el caso de la antropología, esta influencia se aprecia en trabajos como los de Jakcson (1983) y Csordas 
(1993) y, especialmente, en la difusión de este último en la década de 1990. En nuestro caso, inicialmente 
también retomamos esta perspectiva, complementándolacon la de otros autores (Citro, 1997; 1999; 2000). 
5 La expresión “ciencia alegre” o “gaya ciencia”, además de ser el título del mencionado libro de Nietzsche, es 
una expresión que aparece reiteradamente a lo largo de su obra, con el sentido de ruptura que aquí se le otorga. 
En el caso de Merleau-Ponty, en cambio, hasta el momento encontré dicha expresión sólo en el texto citado. 
 6
valores vitales. Para comprender estos posicionamientos, mencionaremos brevemente cómo 
se presentaban las relaciones entre cuerpo y alma en los textos de Platón. Según Alliez y 
Feher, en ellos puede encontrarse la oscilación entre dos modelos disímiles: “[...] el del 
cautiverio de un alma de origen celeste en un cuerpo-prisión, incluso en un cuerpo-tumba –la 
célebre fórmula soma-séma– y el de la dominación de un alma motivante sobre un cuerpo 
móvil.” (1991: 48) Para los autores, esta oscilación entre una y otra concepción respondería a 
que Platón se sitúa en la encrucijada entre dos tradiciones: 
 
“Una, que se remonta a las sectas órficas y pitagóricas, que insiste sobre la diferencia 
de naturaleza entre las dos instancias y sobre el exilio que representa para el alma 
inmortal su estancia en un cuerpo corruptible. La otra, que preside la moral pero 
también el sentido estético de sus compatriotas atenienses, eleva la domesticación del 
cuerpo por el alma al rango de virtud cardinal, pero celebra también la gracia que se 
desprende de su unión.” (ob.cit.) 
 
A partir de estas tradiciones, para Alliez y Feher se constituyeron dos vías de 
pensamiento: la “mística” y la “cívica”. Cuando Platón se ubica en la primera, se dirige 
especialmente al filósofo; cuando lo hace en la segunda, al hombre político. Para el filósofo, 
la sumisión del cuerpo presagia la liberación del alma y el acceso a la verdad. Esta línea será 
especialmente continuada por Plotino y se vinculará también con las tradiciones místicas del 
cristianismo oriental. En la segunda vía, “[...] el dominio del propio cuerpo constituye a la vez 
la condición y la prueba de una capacidad para gobernar a los demás hombres.” (ob.cit.: 49) 
El gobierno del cuerpo asignado al alma se basa en dos principios fundamentales: la 
dominación de lo activo sobre lo pasivo y la búsqueda del justo medio. Evidencias de este 
control serán las idealizaciones de la moderación en la moral y de la proporción en la estética. 
Según Alliez y Feher, esta segunda vía será profundizada por San Agustín y el pensamiento 
cristiano occidental y, de nuestra parte, analizaremos también su incidencia en Descartes. 
Así como la crítica de Nietzsche se centró en los planteos de la tradición socrática y 
platónica, fue en una manifestación previa a ellos, en la tragedia griega antigua, que el autor 
encontró uno de los primeros referentes e ideales para su pensamiento. Justamente aquella 
admirable “unidad” de “lo apolíneo y lo dionisíaco” (1997 [1886]) que para él la tragedia 
antigua encarnaba, se rompería a partir de la filosofía socrática, que sometía la vida a la razón, 
lo dionisíaco a lo apolíneo, siendo este último desnaturalizado a partir de su escisión. Lo 
apolíneo, característico del arte del escultor y expresado en la epopeya, remite a lo figurativo, 
a la apariencia, al orden, la medida, lo acabado, a la razón y funciona como principio de 
individuación; lo dionisíaco, en cambio, característico de la música y expresado en la poesía 
lírica, refiere a la fuerza, la desmesura, la renovación (lo inacabado), la vitalidad y permite la 
 7
alianza entre los seres humanos y la fusión con la naturaleza para hallar la plenitud, a través 
de la danza y el éxtasis festivo. El “sueño” y “la embriaguez” son los “dos estados 
fisiológicos” que permiten imaginar la antítesis de ambos “instintos” o “tendencias” del arte.6 
A pesar de su antítesis, para Nietzsche ambas tendencias se necesitarían una a la otra y la 
tragedia griega constituía el ejemplo que testimoniaba que esa unión era posible. 
En textos posteriores del autor, la revalorización de la corporalidad produce una 
redefinición del sujeto que invierte claramente los términos del racionalismo. El siguiente 
pasaje ilustra cómo el espíritu es considerado un instrumento del cuerpo y este último, en 
cambio, es la “razón en grande”, la voluntad que obra como “Yo”: 
 
“El cuerpo es una razón en grande, una multiplicidad con un solo sentido, una guerra y 
una paz, un rebaño y un pastor. Instrumento de tu cuerpo es también tu razón pequeña, 
hermano, la que llamas espíritu: un instrumentillo y juguetillo de tu razón grande. Tu 
dices “Yo” y te enorgulleces de esa palabra. Pero la más grande –cosa que tu no 
quieres creer– es tu cuerpo y su gran razón. El no dice Yo, pero obra como Yo [...] El 
cuerpo creador se creó el espíritu como una mano de su voluntad.” (1984 [1884]: 25) 
 
Pasemos ahora a presentar a nuestro segundo autor, Merleau-Ponty. En su caso, la 
confrontación con el racionalismo se centra especialmente en el dualismo cartesiano, por lo 
cual será necesario sintetizar previamente dicha perspectiva. Para Descartes, el pensamiento 
proviene del alma, infundida por Dios, y los movimientos y el calor, del cuerpo, que es lo que 
tenemos en común con los animales (1989 [1649]: 84). El hombre se identifica con el 
pensamiento,7 mientras que su cuerpo es mera extensión, un objeto que es movido por el alma 
gracias “[...] a una pequeña glándula en el medio del cerebro [...]” (la glándula pineal) “[...] 
en la que el alma tiene su sede principal.” (ob.cit.: 102) En esta idea de un cuerpo móvil 
gracias a un alma motivante que lo controla, se aprecian las huellas del segundo modelo 
platónico. No obstante, lo característico del dualismo de Descartes es su énfasis en un alma 
que durante el pensar se escinde del cuerpo. Éste se convierte así en el término no valorado de 
la persona, a la manera de un “resto”: es algo que se “posee” pero no lo que se “es”. De allí, 
que en sus Meditaciones Metafísicas exprese “[...] no soy de ningún modo este ajuste de 
miembros al que se denomina cuerpo humano [...]” y postule la posibilidad de una existencia 
más allá de la corporalidad: 
 
 
6 Según aclaración del traductor, “trieb” es el término alemán utilizado originalmente por Nietzsche, el cual 
habría que entenderlo en un sentido muy amplio de “tendencia hacia”. Esto lo diferenciaría del término 
“instinkt”, es decir, del instinto más ligado a lo biológico, a la fijeza del fin y del objeto. 
7 Recordemos que para Descartes, la “duda metódica” que lo conduce al encuentro con la primera intuición o 
verdad evidente en la que se funda todo saber, es el principio del “cogito”: la evidencia de la existencia propia 
como consustancialmente vinculada a la duda, al pensar. 
 8
“Y aunque, posiblemente (o, más bien, ciertamente, como diré dentro de poco) tenga un 
cuerpo al que estoy estrechamente unido, sin embargo, como por un lado tengo una 
idea clara y distinta de mí mismo, en tanto sólo soy una cosa que piensa y no extensa, y 
por otro, tengo una idea distinta del cuerpo, en tanto es sólo una cosa extensa y que no 
piensa, es cierto que soy, es decir mi alma, por lo que soy lo que soy, es entera y 
verdaderamente distinta de mi cuerpo y puede ser o existir sin él.” (Descartes citado 
por Le Bretón 1995: 70) 
 
Si bien Descartes reconocerá “[...] el estrecho vínculo del alma y el cuerpo que 
experimentamos todos los días [...]”, es precisamente este mundo de “[...] la vida y las 
conversaciones ordinarias [...]” una de las causas que hace que “[...] no descubramos, con 
facilidad y sin una profunda meditación, la distinción real entre uno y otro.” (citado por Le 
Bretón 1995: 70) El testimonio de los sentidos es desvalorizado pues resulta engañoso,8 por lo 
que se postula una clara diferenciación entre el mundo de la vida y aquel otro mundo 
verdadero, accesible gracias a la inteligencia y la meditación. Esta posturarepresenta la 
antípoda del método fenomenológico, el cual comenzará su análisis en ese mundo de la vida, 
tal cual se presenta a los sentidos. En relación con esta diferencia radical de los métodos, es 
significativo recordar cómo se inicia la tercera de las Meditaciones Metafísicas de Descartes: 
 
“Ahora cerraré los ojos, me taparé las orejas, eliminaré todos mis sentidos, incluso 
borraré de mi pensamiento todas las imágenes de las cosas corporales o, al menos, 
porque apenas puedo hacerlo, las consideraré vanas o falsas.” (ob.cit.: 73) 
 
La razón debe luchar contra el cuerpo, contra sus imágenes vanas o falsas, las 
prácticas del cuerpo nada tendrán que ver entonces con la comprensión del mundo, al 
contrario, serán su obstáculo. Dentro de esta concepción en la que el cuerpo se convierte en lo 
otro, lo diferente al verdadero ser, que es el de la razón, puede entenderse que una de las 
imágenes recurrentes de Descartes para referirlo sea la de la “máquina”, aunque el cuerpo 
humano conserve el privilegio de ser “[...] la máquina más perfecta construida por el 
artesano divino.” El uso de esta metáfora evidencia el predominio del paradigma mecanicista 
en el siglo XVII, bajo el modelo de la física y la matemática, en un mundo que comenzaba a 
poblarse de mecanismos de todo tipo. Asimismo, la representación del cuerpo-máquina se 
correspondía con su utilización práctica como una herramienta, un medio que al ser 
disciplinado y controlado en su funcionamiento hasta en los más mínimos detalles, permitía 
aumentar su utilidad y hacerlo así cada vez más eficaz para la producción capitalista.9 En 
 
8 Como acertadamente nos recuerda Le Bretón (1995), dos de los grandes inventos técnicos de la época de 
Descartes, el telescopio y el microscopio, promovían esta idea de la insuficiencia de los sentidos. 
9 De allí, el proceso de alienación que vive el obrero a través del trabajo fragmentario y monótono de las 
fábricas. Para Marx, el obrero es enajenado del producto de su trabajo, pero también de la misma actividad del 
trabajo, la cual, de allí en más, sólo consumirá su fuerza física, sus movimientos. El propio cuerpo es convertido 
 9
suma, el desarrollo de la burguesía capitalista, del individualismo, de la biomedicina y otras 
ciencias llevaron a una cambio en las concepciones de la persona y su corporalidad y la idea 
del cuerpo-máquina se convirtió en una metáfora condensadora de estos cambios. 
Retornemos a Merleau-Ponty. La opción a este sujeto cartesiano de la modernidad, en 
el caso de la fenomenología, será la definición del ser-en-el mundo. Para comprender esta 
noción, debemos remontarnos a una proposición clave de Husserl: la certeza del mundo, 
aquella creencia originaria de que la realidad está “ahí delante”; se me da a la experiencia 
perceptiva antes de todo pensar,10 o como sintetizará Merleau-Ponty: “[...] el mundo está ahí 
previamente a cualquier análisis que yo pueda hacer del mismo.” (1993 [1945]: 10) Las 
consecuencias de esta proposición son cruciales, pues redefinen el cogito y la noción de 
sujeto, el cual pasa a considerarse como inseparable del mundo, siempre es un ser-en-el 
mundo. Es decir, así como no hay conciencia sin sujeto, tampoco la hay sin mundo, existo 
porque hay un mundo, tengo evidencia de mí y del mundo ineludiblemente. Se trata de una 
rigurosa bilateralidad: el mundo no puede constituirse como mundo, ni el yo como yo, sino es 
en su relación.11 A través de estas formulaciones, la fenomenología introduce la cuestión del 
otro y de cómo el sentido del mundo se construye intersubjetivamente, diferenciándose 
radicalmente de la filosofía racionalista que centraba estas cuestiones en el ámbito exclusivo 
del individuo y su razón.12 La propuesta de la descripción fenomenológica será entonces la de 
 
en una máquina-herramienta separada del ser, escindido de muchos de sus saberes prácticos que ya no serán 
requeridos, por la repetición mecánica de un mismo gesto productivo. Así el trabajo capitalista “[...] hace del ser 
genérico del hombre, tanto de la naturaleza como de sus facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para él, un 
medio de existencia individual. Hace extraños al hombre su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia 
espiritual, su esencia humana.” (Marx, 1974: 115) Según los análisis de Foucault (1987 [1975]) el proceso de 
disciplinamiento del cuerpo se ejercerá no sólo en las nacientes fábricas, sino que también se extenderá al 
conjunto del tejido social, a través de diferentes instituciones y discursos sociales. 
10 Tal vez, sólo citando las descripciones del mismo Husserl pueda comprenderse esta experiencia: “Tengo 
conciencia de un mundo extendido sin fin en el espacio y que viene y ha venido a ser sin fin en el tiempo. Tengo 
conciencia de él quiere decir, ante todo: lo encuentro ante mí inmediatamente e intuitivamente, lo experimento. 
Mediante la vista, el tacto y el oído, etc., en los diversos modos de la percepción sensible están las cosas 
corpóreas, en una u otra distribución espacial, para mí simplemente ahí, «ahí delante» en sentido literal o 
figurado, lo mismo si fijo la atención especialmente en ellas, ocupándome en considerarlas, pensarlas, sentirlas, 
quererlas, o no [...] La «realidad» la encuentro –es lo que quiere decir ya la palabra– como estando ahí delante 
y la tomo tal como se me da, también como estando ahí. Ningún dudar de datos del mundo natural, ni ningún 
rechazarlos, altera en nada la tesis general de la actitud natural. «El» mundo está siempre ahí como realidad 
[...] Lo percibido en cada caso, lo representado clara u obscuramente, en suma, todo aquello del mundo natural 
de que se tiene una conciencia empírica y anterior a todo pensar, ostenta en su unidad total y en todas sus 
articulaciones y relieves el carácter «ahí delante»; carácter en el que es esencialmente susceptible de fundarse 
un juicio de existencia expreso (predicativo) y que forma una sola cosa con él. Si enunciamos este juicio, 
sabemos que en él nos hemos limitado a tomar por tema y apresar predicativamente lo que en la primitiva 
experiencia o en lo experimentado había ya con el carácter del «delante» en alguna forma, sin tomarlo por 
tema, sin pensar propiamente en ello, sin predicar de ello nada.” (Husserl, 1949: 66- 69) 
11 En otras palabras, no se trata ni del idealismo del cogito cartesiano (pienso, luego existo) ni del sujeto 
trascendental kantiano que impone las condiciones de posibilidad para que las cosas sean conocidas; tampoco se 
trata del realismo u objetivismo, en el que el mundo precede y trasciende al sujeto. 
12 Según Merleau-Ponty: “[...] esta dialéctica del Ego y del Alter únicamente es posible si Ego y Alter se definen 
 10
intentar recuperar o captar esta experiencia primera, previa al pensar, que tenemos con el 
mundo, pero lo que me interesa destacar aquí es que esta experiencia es posible o se consuma 
a través del cuerpo propio (Leib). En la filosofía de Merleau-Ponty, la noción de ser-en-el 
mundo implica justamente el reconocimiento de una dimensión preobjetiva del ser de la que el 
cuerpo es el vehículo y que no puede ser reducida ni a la res cogita ni a la res extensa: 
 
“Se da una cierta consistencia de nuestro ‘mundo’, relativamente independiente de los 
estímulos que prohíben tratar el ‘ser-en-el-mundo’ como una suma de reflejos; una 
cierta energía de la pulsación de existencia, relativamente independiente de nuestros 
pensamientos voluntarios que prohíben tratarlo como un acto de conciencia. Es por ser 
una visión preobjetiva que el ser-en-el-mundo puede distinguirse de todo proceso en 
tercera persona, de toda modalidad de la res extensa, como de toda cogitatio, de todo 
conocimiento en primera persona y que podrá realizar la unión de lo ‘psíquico’ y lo 
‘fisiológico’.”(ob.cit.: 99) 
 
El cuerpo media todas nuestras relaciones con el mundo, por ello no podría reducirse a 
un mero objeto, a algo que sólo “está” en el espacio y en el tiempo, sino que será quien los 
“habita” (ob.cit.: 156). El cuerpo propio “[...] tiene su mundo o comprende su mundo sin 
tener que pasar por unas representaciones, sin subordinarse a una ‘función simbólica’ u 
objetivante.” (ob.cit.: 158) En la descripción de los fenómenos perceptivos, los hábitos 
motores y también de la afectividad, la sexualidad o incluso de la expresión verbal, que 
Merleau-Ponty brinda en diferentes capítulos de Fenomenología de la Percepción, se 
evidencia esta particular comprensión del mundo a través del cuerpo. Señalo uno de estos 
casos: 
 
“[…] es el cuerpo el que ‘comprende’ en la adquisición de la habitud. Esta fórmula 
podrá parecer absurda si comprender es subsumir un dato sensible bajo una idea y si el 
cuerpo es un objeto. Pero precisamente el fenómeno de la habitud nos invita a 
manipular de nuevo nuestra noción de ‘comprender’ y nuestra noción de cuerpo. 
Comprender es experimentar la concordancia entre aquello que intentamos y lo que 
viene dado, entre la intención y la efectuación –y el cuerpo es nuestro anclaje en un 
mundo.” (ob.cit.: 162) 
 
Nuestra relación práctica con el mundo no se da en términos de un “yo pienso”, sino 
de un “yo puedo” (ob.cit.: 154). En aquello que “intentamos”, nuestro cuerpo apunta hacia un 
 
por su situación y no liberados de toda inherencia, eso es, si la filosofía no se acaba con el retorno al yo, y si yo 
descubro por la reflexión no sólo mi presencia ante mí, sino además, la posibilidad de un ‘espectador ajeno’ 
[...] Hasta ahora el cogito desvalorizaba la percepción del otro, me enseñaba que el Yo es únicamente accesible 
a sí mismo, por cuanto me definía por el pensamiento que tengo de mí mismo [...] el Cogito tiene que 
descubrirse en situación y sólo con esta condición podrá la subjetividad trascendental, como dice Husserl, ser 
una intersubjetividad [...] El verdadero Cogito no define la existencia del sujeto por el pensamiento que éste 
tiene de existir, no convierte la certeza del mundo en certeza del pensamiento del mundo, ni sustituye al mundo 
con la significación del mundo. Al contrario, reconoce mi pensamiento como un hecho inajenable y elimina toda 
especie de idealismo describiéndome como ‘ser-en-el mundo’.” (1993 [1945]: 13) 
 11
mundo, buscando incorporarlo –y podemos pensar aquí tanto en movimientos más sencillos 
como tomar un objeto o desplazarnos por diferentes espacios hasta hábitos más complejos 
como utilizar herramientas, manejar un automóvil, ejecutar un instrumento musical–; mover 
el cuerpo “[...] es apuntar a través del mismo, hacia las cosas, es dejarle que responda a la 
solicitación que éstas ejercen en él sin representación ninguna.” (ob.cit.: 156) Es decir, en el 
mundo fenomenal, de la experiencia práctica, las cosas no generan en nosotros 
representaciones, sino que se presentan como “[...] conjuntos, dotados de una fisonomía 
típica o familiar [...]” y estas “[...] fisonomías de los conjuntos ‘visuales’ reclaman [...]” o 
solicitan de nosotros “[...] cierto estilo de respuesta motriz.” (ob.cit.: 161) Gracias a esta 
comprensión preobjetiva experimentada como una concordancia entre el sujeto y el mundo, 
entre lo que intentamos y lo que viene dado, podemos lograr cierta estabilidad y generalidad 
en las prácticas de la vida cotidiana. Para Merleau-Ponty, la idea de “concordancia” o 
“equilibrio” refiere a nuestra tendencia, en términos prácticos, a reducir los desequilibrios que 
nos presentan las situaciones. Uno de los ejemplos que el autor cita, es que al mirar un objeto 
nuestro cuerpo tiende a buscar la mejor distancia posible, es decir, aquella que le permita 
visualizar tanto la totalidad como las diferentes partes del mismo.13 Ya sea como “[...] 
sistema de potencias motrices o de potencias perceptivas [...] nuestro cuerpo es un conjunto 
de significaciones vividas que va hacia su equilibrio [...]” (ob.cit.: 170), permitiéndonos así 
poseer nuestro mundo habitual, pero también, formar nuevos núcleos de significaciones. Esto 
último sucede cuando “[...] nuestros movimientos antiguos se integran en una nueva entidad 
motriz [...]” (tal lo que acontece al lograr utilizar eficazmente una nueva herramienta o al 
incorporar una nueva secuencia de danza) o cuando “[...] los primeros datos de la vista se 
integran en una nueva entidad sensorial”; en ambos casos, “[...] nuestros poderes naturales 
alcanzan de pronto una significación más rica que hasta entonces sólo estaba indicada en 
nuestro campo perceptivo o práctico, no se anunciaba en nuestra experiencia más que como 
una cierta deficiencia, y cuyo advenimiento reorganiza de pronto nuestro equilibrio y colma 
nuestra ciega espera.” (ob.cit.: 170) 
Para finalizar con este autor, quisiera agregar que la existencia de una particular forma 
de comprensión preobjetiva, fue desarrollada luego, aunque desde otros postulados, por la 
psicología genética de Piaget (1964), al analizar los mecanismos de conocimiento y su 
evolución. En los primeros años de vida del ser humano (aproximadamente hasta el año y 
medio) se desarrolla lo que el autor denomina “inteligencia sensorio-motriz”, como una 
 
13 En Dreyfus y Dreyfus (1999), por ejemplo, puede verse un desarrollo sobre este tema y un intento de vincular 
los planteos de Merleau-Ponty con la ciencia cognitiva. 
 12
inteligencia práctica. En este estadio el sujeto se relaciona con el mundo a través de diferentes 
“esquemas de acción” (percepciones y movimientos organizados) que constituyen el primer 
mecanismo o esquema de conocimiento. Este esquema se construye sobre la base de los 
reflejos y luego los hábitos de los primeros meses de vida. En los inicios de esta etapa, 
prácticamente no existe la diferenciación entre sujeto y objeto, ya que el niño refiere todo a sí 
mismo, a su propio cuerpo. Recién al final de esa etapa,14 con la aparición del lenguaje, es 
decir de la función simbólica, el niño “[...] se sitúa ya prácticamente como un elemento o un 
cuerpo entre los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que ahora siente 
como algo exterior a él [...]” y, de este modo, logra pasar del “[...] egocentrismo integral 
primitivo a la elaboración final de un universo exterior.” (Piaget, 1964: 19, 26) Según el 
autor, estos esquemas no se pierden sino que subsisten, siendo reestructurados en cada uno de 
los períodos de desarrollo del sujeto. Desde este enfoque, entonces, podría postularse la 
persistencia de la inteligencia sensorio-motriz en ese ser-en-el mundo preobjetivo que la 
fenomenología describe. 
Como conclusión de esta primera comparación entre los autores, encontramos que 
tanto Nietzsche como Merleau-Ponty propondrán filosofías en las que la corporalidad del 
sujeto es reconocida y revalorizada. Ambos se colocan de esta forma en la antípoda del sujeto 
cartesiano típico de la modernidad, el cual hundía algunas de sus raíces en las tradiciones del 
platonismo y el cristianismo. Además, ambos autores confrontarán, aunque desde perspectivas 
disímiles, con el modelo científico positivista. A partir de este planteo inicial, comenzaremos 
a explorar la manera en que cada autor construye la corporalidad y el papel que juega en la 
definición de la subjetividad en su relación con el mundo. Como analizaremos en los puntos 
siguientes, el sujeto hecho “carne” con el mundo que Merleau-Ponty describe, será muy 
diferente de “la voluntad de poder” que caracteriza al sujeto nietzscheano, pues cada autor 
centrará su interés en distintas experiencias corporales: en la percepción de ese mundo que se 
nos aparece ahí delante y en el movimiento que intenta transformarlo.No obstante, pensamos 
que en esta diferencia reside la riqueza de combinar ambas perspectivas, para lograr así una 
concepción abarcadora que nos permita situar los rasgos constitutivos de las corporalidades. 
 
3. La percepción: de Merleau-Ponty a los canacos de Leenhardt 
 
 
14 Una vez logrados “[...] los cuatro procesos fundamentales que se realizan durante los dos primeros años de 
existencia... la construcción de las categorías de objeto (la permanencia substancial atribuida a los cuadros 
sensoriales), espacio, tiempo y causalidad, todas como categorías prácticas o de acción pura y no todavía como 
nociones de pensamiento.” (Piaget, 1964: 25) 
 13
Para ahondar en aquella experiencia originaria del mundo que la fenomenología 
intenta captar, son particularmente sugestivas las reflexiones sobre la pintura que Merleau-
Ponty realiza en El Ojo y el Espíritu. El autor contrapone la actividad del pintor con la de 
aquella “ciencia manipuladora” que, como señalamos en nuestra cita inicial, “renuncia a 
habitar las cosas”. La pintura, en cambio, abrevaría especialmente en esa “napa primaria” de 
la experiencia que la fenomenología describe: “[...] sólo el pintor tiene el derecho de mirar 
todas las cosas sin algún deber de apreciación [...]”, a diferencia del escritor o el filósofo, 
“[...] quienes no pueden declinar las responsabilidades del hombre que habla.” (Merleau-
Ponty, 1977 [1960]: 12). Asimismo, el pintor posee una particular relación cuerpo-mundo 
pues “[...] es prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia el mundo en pintura” 
(ob.cit.: 15); esa relación también se evidencia en las apreciaciones de muchos pintores, 
acerca de que “las cosas los miran” o que “[...] el pintor debe ser traspasado por el universo 
y no querer traspasarlo [...]” (ob.cit.: 25). De esta manera, la actividad del pintor se convierte 
en arquetipo de la experiencia preobjetiva del mundo que la fenomenología de Merleau-Ponty 
describe. Para comprender la elección de esta metáfora, es necesario indagar en dos conceptos 
claves: el de la percepción como una “comunión con el mundo” y el de “carne”. En el primer 
caso, la percepción implica una comunión en tanto el sujeto de la sensación no es ni un 
pensador que nota una cualidad, ni un medio inerte por ella afectado o modificado, sino: 
 
“una potencia que co-nace (co-noce) a un cierto medio de existencia o se sincroniza 
con él... es una cierta manera del ser del mundo que se nos propone desde un punto del 
espacio, que nuestro cuerpo recoge y asume si es capaz de hacerlo [...] la sensación es 
literalmente, una comunión...” (1993 [1945]: 228) 
 
“Si, como decíamos, toda percepción tiene algo de anónima, es porque reanuda una 
experiencia adquirida (acquis) sin ponerla en tela de juicio. Quien percibe no está 
desplegando ante sí mismo como debe estarlo una conciencia, posee una espesura 
histórica, reanuda una tradición perceptiva y está confrontado a un presente. En la 
percepción no pensamos el objeto ni pensamos el pensante, somos del objeto y nos 
confundimos con este cuerpo que sabe del mundo más que nosotros [...] En este estrato 
originario del sentir, que uno halla a condición de coincidir verdaderamente con el 
acto de percepción y de abandonar la actitud crítica, vivo la unidad del sujeto y la 
unidad intersensorial de la cosa, no los pienso como harán el análisis reflexivo y la 
ciencia.” (ob.cit.: 253) 
 
La experiencia de percepción, donde sujeto y objeto no están escindidos sino que 
constituyen potencias en una relación de coimplicación, se convertirá para Merleau-Ponty en 
el locus de la existencia: un modo de ser que es fundador de todo ser. 
El concepto de carne surge en obras posteriores y es presentado como un medio de 
resolver o superar la aparente paradoja que la experiencia de la corporalidad plantea. Dicha 
 14
paradoja consiste en que el cuerpo es a la vez sensible y sintiente, visible y vidente, es decir, 
que puede convertirse en un cuerpo objetivo –cosa entre las cosas, pertenecer al orden del 
objeto, a la manera de Descartes– pero es también inevitablemente un cuerpo fenoménico –es 
aquel que ve y toca a las cosas, pertenece al orden del sujeto–. El hecho de que generalmente 
se haya planteado esta paradoja de la doble referencia de la corporalidad, para Merleau-Ponty 
no es una mera casualidad, pues lo que ella esconde es que cada una “llama a la otra”, en tanto 
cuerpo y mundo se comunican indefectiblemente por la “facticidad de la carne”. En un intento 
de ejemplificar la experiencia de la carne, dirá que lo que tenemos es “[...] una carne que 
sufre cuando está herida y unas manos que tocan [...]” y no un “cuerpo” en tanto objeto 
permanente de pensamiento. En otras palabras, la carne hace referencia a un sintiente sensible 
que no puede desligarse de su relación con un mundo; si bien este entramado de relaciones 
puede llegar a especificarse como un cuerpo, es sólo a condición de ser pensado, objetivado, 
escindido de su condición existencial de carne. En El Ojo y el Espíritu, esta especie de 
equivalencia, de unión y confusión entre cuerpo-mundo, se ilustra diciendo que el mundo está 
hecho con la misma “tela del cuerpo” y que el cuerpo pertenece al “tejido del mundo”: 
 
“Mi cuerpo es a la vez vidente y visible. El que mira todas las cosas, también se puede 
mirar, y reconocer entonces en lo que ve el “otro lado” de su potencia vidente. Él se ve 
viendo, se toca tocando, es visible y sensible para sí mismo. Es un sí mismo no por 
transparencia como el pensamiento, que no piensa sea lo que sea sino asimilándolo, 
constituyéndolo, transformándolo en pensamiento; es un sí mismo por confusión, 
narcisismo, inherencia del que ve a lo que ve, del que toca a lo que toca, del que siente 
a lo sentido; un sí mismo, pues, que está preso entre las cosas [...] Visible y móvil, mi 
cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y 
su cohesión es la de una cosa. Pero, puesto que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo 
alrededor de sí, ellas son un anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas 
en su carne, forman parte de su definición plena y el mundo está hecho con la misma 
tela del cuerpo.” (1977 [1960]: 16-17) 
 
En su obra póstuma, Lo Visible y lo Invisible, Merleau-Ponty describe nuevamente la 
paradoja del cuerpo y sitúa a la carne como una especie de “principio encarnado”, un 
elemento del Ser, de todos los seres visibles y tangibles:15 
 
 “Si bien el cuerpo es cosa entre las cosas, es, en cierto sentido, más fuerte y más 
profundo que ellas, y eso, decíamos, porque es cosa, lo cual significa que se destaca 
entre ellas y, en la medida en que lo hace, se destaca de ellas. No es simplemente cosa 
vista de hecho (yo no veo mi espalda), es visible por derecho, entra en el campo de una 
visión a un tiempo ineluctable y diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es porque 
 
15 “Para designarla (a la carne) haría falta el viejo término “elemento”, en el sentido que se emplea para 
hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a mitad de camino 
entre el individuo espacio-temporal y la idea [...] No hecho o suma de hechos, aunque sí adherente al lugar y al 
ahora. Mucho más, inauguración del dónde y del cuándo, posibilidad y exigencia del hecho, en una palabra, 
facticidad, lo que hace que un hecho sea hecho.” (Merleau-Ponty, 1970 [1964]: 74) 
 15
tiene delante los seres visibles como objetos: están a su alrededor, llegan hasta a 
invadir su recinto, están en él, tapizan sus miradas y sus manos por dentro y por fuera. 
Si los toca y los ve, es únicamente porque, siendo de su misma familia, visible y tangible 
como ellos, se vale de su ser como de un medio para participar del de ellos, porque 
cada uno es arquetipo para el otro y porque el cuerpo pertenece al orden de las cosas 
asícomo el mundo es carne universal. Ni siquiera hace falta decir, como acabamos de 
hacerlo, que el cuerpo se compone de dos hojas, una de las cuales, la de lo «sensible», 
es solidaria del resto del mundo; no hay en él dos hojas o dos capas [...] porque todo 
él, sus manos y sus ojos, no es más que aquella referencia a una visibilidad y a una 
tangibilidad-patrón de todos los seres visibles y tangibles, que tienen en él su 
semejanza y cuyo testimonio recoge por la magia que es el ver y el tocar mismos.” 
(1970 [1964]: 172) 
 
En resumen, gran parte de la obra de Merleau-Ponty se esfuerza por describir aquella 
dimensión preobjetiva del ser, en la cual cuerpo y mundo se comunican a través del espesor 
de la carne. Sobre esta experiencia primera se alzan luego la reflexión, el pensamiento, que 
instalan la escisión sujeto-objeto y con ella todo el edificio de las ciencias; la fenomenología, 
sin embargo, intentará siempre describir ese suelo de la experiencia vivida. 
La cuestión de los estrechos vínculos entre la corporalidad y el mundo, ha sido 
subrayada por los estudios antropológicos que abordaron las nociones de persona y cuerpo en 
distintas sociedades no occidentales. Uno de los trabajos clásicos en este sentido, es el de 
Leenhardt (1961 [1947]) sobre la noción de cuerpo entre los canacos de Melanesia. Dicho 
trabajo fue clave para la antropología del cuerpo, pues instaló el paradigma de una concepción 
holista que caracterizaría a muchos grupos indígenas. Así, se ha convertido en un tópico 
habitual contrastar este cuerpo de los Otros con las concepciones dualistas predominantes en 
Occidente. Cito una definición de este tipo, en un trabajo más reciente: 
 
“En ‘Occidente y sobre todo a partir del modelo biomédico’, el cuerpo constituye ‘una 
entidad discreta y objetiva’, ‘separada de los pensamientos y emociones’, que funciona 
a la manera de una máquina; es también ‘secularizado y pertenece al dominio privado 
del individuo’. En las sociedades no-occidentales, en cambio, ‘el cuerpo es concebido 
como un sistema abierto que vincula las relaciones sociales al self’; un ‘balance vital 
entre elementos interrelacionados en un cosmos holístico’; ‘lo emocional y cognitivo 
están integrados en procesos corporales’ y el propio cuerpo ‘es parte orgánica de un 
mundo sacro y sociocéntrico, un sistema comunicativo que involucra intercambios con 
los otros (incluido lo divino).’” (Kleinman, 1988: 11) 
 
 En mi etnografía con los grupos toba, pude constatar que los límites entre la 
corporalidad de la persona y la materialidad del mundo social, natural y del poder no humano, 
resultan permeables y flexibles; incluso la misma idea de límite debería ser revisada, ya que a 
pesar de que estos mundos se diferencian en el lenguaje, existencialmente están 
profundamente conectados. Ejemplos de estas conexiones hallamos al explorar sus 
concepciones de salud, enfermedad y terapia, en los mitos, en los tabúes y prescripciones 
 16
relativas a las mujeres, o también, en la importancia atribuida a las “señas”.16 Ciertos 
episodios de la vida cotidiana –especialmente una dolencia o enfermedad, pero también un 
determinado sueño, ciertos cantos de los pájaros– tienen la propiedad de convertirse en señas, 
es decir, de actuar a la manera de índice de otros acontecimientos. En la interpretación de la 
seña y en las experiencias vividas que la antecedieron y la siguieron, se ponen en juego una 
serie de elementos que van conformando un encadenamiento causal que vincula al sujeto con 
el mundo. Así, dichos elementos suelen abarcar desde vivencias corporales, pensamientos, 
relaciones con las personas, con algunos animales, con ciertos fenómenos atmosféricos como 
el viento o la lluvia, hasta los encuentros personales con los seres poderosos no humanos 
(ÿaqa´a) o los vínculos con el Dios cristiano. 
 En el caso de Leenhardt, señala como ejemplo de los vínculos entre cuerpo y 
naturaleza, el hecho de que para los canacos, los términos que describen las partes del cuerpo 
corresponden también a los utilizados en el reino vegetal; asimismo, diferentes mitos y 
prácticas rituales relacionan al árbol con la vida de las personas, lo cual revelaría “[...] una 
identidad de estructura y una identidad de sustancia entre el hombre y el árbol.” (1961 
[1947]: 28) La conclusión de Leenhardt apuntaba a que en estas sociedades los mitos 
constituían una realidad vivida y que estos vínculos no eran meras figuraciones o analogías 
sino que implicaban una “identidad de sustancia” entre el cuerpo del hombre y la naturaleza: 
 
“Cuando el hombre vive en la envoltura de la naturaleza y todavía no se ha separado 
de ella, no se esparce en ella, sino que es invadido por la naturaleza y solamente a 
través de ella se conoce a sí mismo. No tiene una visión antropomórfica, sino que queda 
sometido, por el contrario, a los efectos que produce una visión indiferenciada que le 
hace abarcar el mundo total en cada una de sus representaciones, sin que intente 
distinguirse él mismo de este mundo. Se podría hablar de una visión cosmomórfica. A 
sus ojos se corresponden, entonces, la estructura de la planta y la estructura del cuerpo 
humano: una identidad de sustancia los confunde en un mismo flujo de vida. El cuerpo 
humano está hecho de la misma sustancia que verdea el jade, que forma las 
frondosidades, que hincha de savia todo lo que vive, y estalla en los retoños y en las 
juventudes siempre renovadas. Y porque se halla totalmente repleto de estas 
vibraciones del mundo, el cuerpo no se diferencia de él.” (ob.cit.: 35-36) 
 
 El trabajo de Leenhardt ha sido objeto de numerosas críticas pues tendía a una 
interpretación casi literal de los datos de sus informantes, sin prestar suficiente atención a la 
contextualización de los términos y, en general, a la dimensión simbólica y polisémica del 
lenguaje. Además, su idea de una “identidad de sustancia” estaba influida por el modelo de 
Lévy-Bruhl 1972 [1922] sobre la “participación” en la “mentalidad primitiva”, hoy también 
 
16 Estos temas fueron abordados en diversos trabajos (Citro 2002, 2003, 2005) y, especialmente para la cuestión 
de las señas, cfr. Wright (1997). 
 17
ampliamente criticado y superado. No obstante estas críticas, quise mencionar algunos 
fragmentos del texto de Leenhardt para subrayar las similitudes que presenta con las 
metáforas que utiliza Merleau-Ponty para hablar sobre la carne. Las imágenes de “un cuerpo 
repleto de las vibraciones del mundo”, que se “confunde en un mismo flujo de vida”, resultan 
muy cercanas, por ejemplo, a la imagen de Merleau-Ponty acerca de que “[...] el espesor del 
cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es, por el contrario, el único medio que tengo para 
ir hasta el corazón de las cosas, convirtiéndome en mundo y convirtiéndolas a ellas en carne.” 
(1970 [1964]: 168) No se trata aquí, sin embargo, de postular solamente una analogía 
simbólica entre ambos autores, sino de proponer una nueva mirada a partir de su 
confrontación. Considero que aquella identidad y participación entre cuerpo y naturaleza que 
Leenhardt intentaba describir para los canacos, podría comprenderse mejor desde una 
perspectiva fenomenológica, en tanto experiencia existencial de la carne. A nuestro juicio, no 
alcanza con tratar a estas relaciones cuerpo-mundo presentes en los grupos indígenas, como 
una cuestión meramente simbólica –pues muchas veces esto ha conducido a olvidar el 
enraizamiento así como la eficacia que sus simbolismos poseen en la experiencia– y menos 
aun, como el resultado de una supuesta insuficiencia de sus categorías de entendimiento. Esto 
último, precisamente, fue el recurso explicativo que Leenhardt utilizó: 
 
“Al ignorar el melanesio que este cuerpo suyo es un elemento del cual es el poseedor, se 
encuentra por ello mismo en la imposibilidad de discriminarlo. No puede exteriorizarlo 
fuera de su medio natural, social,mítico. No puede aislarlo. No puede ver en él a uno de 
los elementos del individuo [...] El primitivo es el hombre que no ha captado el vínculo 
que lo une a su cuerpo y ha sido incapaz, por lo tanto, de singularizarlo. Se ha 
mantenido en esta ignorancia al vivir el mito de la identidad, que él experimenta sin 
diferenciarlo y que se presenta desde entonces como el telón de fondo sobre el cual se 
perfilan muchas formas míticas de su vida.” (ob.cit.: 36) 
 
 En contraste con el autor, podríamos decir, por ejemplo, que muchos de los filósofos 
racionalistas occidentales se han mantenido en la ignorancia al vivir el mito del cuerpo-
máquina y ser incapaces de reconocer la carne con el mundo, o que lo que los canacos no 
podían o no estaban interesados en hacer era invisibilizar la experiencia de la carne. En 
nuestra perspectiva, entonces, la experiencia de la carne, la imbricación existencial del cuerpo 
con el mundo, se convierte en un rasgo existencial de la vida humana; sin embargo, en la 
medida en que estos mundos son diferencialmente construidos en cada cultura y hasta las 
mismas prácticas cotidianas de los cuerpos son diferentes, aquella experiencia primaria de la 
carne adquiere modos disímiles y podrá ser representada de maneras diversas en las filosofías 
y concepciones culturales, incluso ser enmascarada y negada. Así, la experiencia de la carne 
es destacada o adquiere mayor visibilidad social en contextos histórico culturales como el de 
 18
ciertos grupos indígenas, a partir, por ejemplo, de las prácticas y significaciones cotidianas, de 
particulares usos del lenguaje, de los simbolismos míticos y la vida ritual. Por el contrario, en 
el contexto de la modernidad occidental, especialmente a partir del siglo XVII, la experiencia 
de la carne habría sido invisibilizada en las representaciones culturales hegemónicas, en un 
proceso que se corresponde con la ruptura de los lazos de la persona con la comunidad, la 
naturaleza y lo sobrenatural.17 Paradójicamente, si consideramos entonces que la experiencia 
de la carne posee una amplia extensión cultural, en lo que refiere a las representaciones del 
cuerpo podríamos invertir las proposiciones que asignan el exotismo a los Otros y señalar que 
es la concepción del cuerpo-máquina la que resultaría exótica, en tanto marcadamente 
diferente a las de otras sociedades. En efecto, esta es la concepción que emerge como creación 
particular de una tradición sociocultural, la de la burguesía europea en su momento de 
consolidación, la cual intentaba borrar los lazos que testimoniaban los vínculos de la 
corporalidad con el mundo, vínculos que, sin embargo, se destacan en las representaciones de 
la persona de muchísimas otras sociedades, no sólo aborígenes, sino también, por ejemplo, en 
diferentes sistemas de creencias orientales.18 La paradoja antes mencionada, reside en que de 
aquella tradición sociocultural provinieron los mayores intentos de erigir sus propias 
concepciones de sujeto y de mundo (¡tan exóticas...!) como “norma universal”: el 
colonialismo y aquella “ciencia manipuladora” a la que Merleau-Ponty refería, son claros 
ejemplos de dichos intentos. No obstante, si bien la existencia de la carne ha logrado ser 
borrada en ciertas representaciones occidentales o puesta entre paréntesis en las meditaciones 
cartesianas, nunca será borrada como dimensión existencial del hombre. Uno de los mejores 
argumentos en este sentido, proviene incluso del mismo Descartes. Máximo exponente de la 
obsesión por controlar el cuerpo a través de la razón e incluso por hacerlo desaparecer para 
evitar sus interferencias engañosas, reconocía, sin embargo, que en la vida cotidiana esto era 
imposible de lograr (cfr. Le Bretón 1995: 70). El cuerpo siempre posee su propia vida, que 
perdura más allá de los mecanismos de la razón y de los intentos por disciplinarlo. 
 
17 Cabe agregar que si postulamos un proceso de invisibilización, es porque consideramos que en la Europa 
occidental, al menos hasta el Renacimiento, predominaron otras concepciones sobre los vínculos entre el cuerpo 
y el mundo, en las cuales, precisamente, la experiencia de la carne sí era destacada. Tal es lo que acontece, por 
ejemplo, en las representaciones del cuerpo que emergen en el cristianismo y en las culturas populares de la 
Edad Media. Sobre este proceso remitimos al trabajo de Le Bretón (1995) y también a nuestro análisis (Citro 
2003, cap. 1) de las concepciones del cuerpo en San Agustín (1958) y en el trabajo de Bajtín (1994). 
18 Si bien no es lugar aquí para explorar las concepciones holistas del cuerpo presentes en las tradiciones 
orientales, cito algunos trabajos que las analizan. En Kleinman (1988), puede verse un resumen de estudios de 
este tipo. Más específicamente, en los trabajos de Lévi (1991) sobre el cuerpo en el taoísmo, percibido como 
réplica del universo o, para el hinduismo, en la reseña de Kapani (1991) acerca de cómo es concebido el embrión 
en los Upanisad. Asimismo, muchos de estos sistemas de creencias incluyen técnicas psicofísicas que implican 
cierto autodominio del sujeto, para intervenir así sobre estos vínculos que lo ligan al mundo y alcanzar un 
 19
 En resumen, nuestra hipótesis es que existiría una experiencia fenomenológica de la 
carne común a diferentes grupos socioculturales, y si bien los modos de percepción o las 
técnicas cotidianas por las que nuestro cuerpo se mueve en el mundo son diferentes según las 
culturas, todas éstas, a pesar de su diversidad, pondrían en juego indefectiblemente una 
dimensión preobjetiva del ser, por la cual podemos “habitar” el mundo y nos hallamos unidos 
a él. De esta forma, la reflexión sobre la corporalidad nos conduce a la paradoja que 
enunciáramos al inicio de nuestro trabajo: por un lado, nos revela ciertas experiencias 
comunes, tal vez universales, como la de la carne; por otro, nos advierte que la diversidad 
cultural siempre surge. Y si he dicho “tal vez”, es porque no nos corresponde a nosotros y 
seguramente a nadie, atreverse a hablar de universales después de la desconstrucción, la 
crítica postcolonial y la feminista. Sin embargo, si nos atrevemos a nombrar estos “tal vez”, es 
porque aquellas legítimas críticas de los universalismos pueden volverse contraproducentes, 
teórica y políticamente, si terminan impidiéndonos pensar comparativamente, si nos impiden 
plantear las similitudes entre los seres humanos, si nos impiden los diálogos. Así como 
Lambek y Strathern (1998) han destacado que los paradigmas de cada cultura sean 
“inconmensurables” no significa que sean “incomparables”, que no exista una regla, una 
norma común contra la cual medir o evaluar las diferencias, no significa que los diálogos sean 
imposibles y que dialogando encontremos ciertos puntos en común, además de las diferencias. 
Mi intención entonces, no ha sido la de erigir a la fenomenología de Merleau-Ponty en una 
especie de referencia universal, sino poner a dialogar la particular sensibilidad de este europeo 
para describir su relación cuerpo-mundo, con las particulares sensibilidades de algunos 
hombres y mujeres toba o con la de los canacos que Leenhardt intentaba etnografiar. 
Posiblemente, para la perspectiva de la economía política del conocimiento que algunos 
sectores todavía defienden, la “legitimidad” asignada a los capitales simbólicos de unos y 
otros los haga incomparables, pero ¿acaso eso impediría el diálogo?; todo lo contrario, para 
nosotros lo impone como política de resistencia y disputa frente a esas perspectivas. Además, 
creo que esta especie de relativismo dialógico tal vez sea uno de los aportes más importantes 
que la mirada antropológica sobre los Otros –a menudo periféricos– y sobre sus saberes –a 
menudo soterrados– puede brindar, constituyéndose en uno de los caminos posibles para 
desconstruir nuestras propias concepciones científico culturales. Como Taussig haseñalado: 
 
“Si hoy en día hay un objetivo fundamental, recomendable desde una óptica intelectual 
y moral en la misión que es la antropología –‘el estudio del hombre’– no es solamente 
que el estudio de otras sociedades revele en qué forma se ven influidas por la nuestra, 
 
determinado equilibrio en la relación. Tal es el caso de las diferentes corrientes del yoga o la meditación budista. 
 20
sino que al mismo tiempo tales investigaciones nos proporcionen alguna facultad 
crítica con qué evaluar y comprender las suposiciones sacrosantas e inconscientes que 
se construyen y surgen de nuestras formas sociales.” (1992 [1980]: 29) 
 
 En nuestro caso, esta perspectiva dialógica es la que nos permite develar el carácter 
socialmente construido de proposiciones sacrosantas de la modernidad, así como la del 
cuerpo-máquina y la del dualismo. 
 
4. El movimiento: del baile a la voluntad de poder y la pulsión 
 
 La confrontación de Nietzsche que, como vimos, comenzó con las tradiciones 
platónicas y el cristianismo, continuó hasta el positivismo científico. Nietzsche veía en la 
búsqueda de un orden, de una verdad, en el deseo de certeza de la ciencia, una “sombra de las 
ideas metafísicas” de la tradición judeocristiana. En contraste, su filosofía, su gaya ciencia 
desechaba todo deseo de certeza y se ejercitaba en la sospecha: 
 
“El grado de fuerza de un individuo (o de debilidad, para expresarse más claramente) 
se manifiesta en la necesidad que tiene de creer para prosperar, de contar con un 
elemento “estable” lo más sólido posible porque se apoya en él [...] En Europa el 
cristianismo sigue siendo hoy necesario para la mayoría, porque en él se encuentran 
todavía creencias [...] Algunos siguen necesitando la metafísica; pero está también ese 
impetuoso deseo de certeza que hoy estalla en las masas, bajo la forma científico-
positivista, ese deseo de poseer algo absolutamente estable [...] Por el contrario, cabría 
concebir una autodeterminación alegre y fuerte, una libertad en el querer, ante la cual 
un espíritu desecharía toda creencia, todo deseo de certeza, por haberse ejercitado en 
mantenerse en equilibrio sobre el ligero alambre de la posibilidad, e incluso bailar 
además al borde del abismo. Un espíritu así sería el espíritu libre por excelencia.” 
(1995 [1882]: 220, 222) 
 
 El “espíritu libre” y luego el “superhombre” representan a ese hombre que ha tomado 
conciencia, que ha comprendido –no sólo teóricamente sino vitalmente– que Dios ha muerto, 
que no hay un más allá y, en general, el carácter ficticio (creado) de la trascendencia de lo 
bueno, lo bello y lo santo. El hombre, entonces, se descubre a sí mismo con el poder de 
invertir los valores vigentes y de crear otros nuevos. Esta actitud de crítica y creación es el 
modelo que define la reflexión nietzscheana. En sus últimos escritos, la crítica de los valores 
se extiende, adquiriendo una dimensión epistemológica general: todos los valores son “[...] 
interpretaciones nuestras, introducidas en las cosas [...]”; no existe, por ende, “[...] un sentido 
en el en sí [...]”, se trata siempre de sentidos de “relación y de perspectiva”. (Nietzsche 2000 
[1901]: 407) 
 21
 Una de las primeras metáforas del autor para caracterizar a este nuevo hombre es la del 
“trovador provenzal”: “síntesis de cantor, caballero y espíritu libre.”19 Es bien conocida la 
recurrencia a la música y al lirismo poético para expresar su nueva filosofía, tal vez ha sido 
menos recordado que esa música debía ser una “canción de danza”20. (López Castellón, 1995: 
15) En efecto, en el párrafo de la Gaya Ciencia antes citado, se aprecia cómo la danza 
simboliza el movimiento que realiza “su” ciencia, que se ejercita en mantenerse en equilibrio 
sobre el “ligero alambre de la posibilidad” y que incluso “baila” al borde del abismo – 
“posibilidad” y “abismo” que remiten a la no-existencia de certezas sobre el mundo–. 
Sugestivamente, en el epílogo del mismo libro, aparece nuevamente la metáfora del baile: los 
espíritus del libro le recuerdan al filósofo que deje la música fúnebre y vuelva a entonar una 
música que invite a bailar.21 En diferentes textos del autor, la metáfora del baile vuelve a 
surgir, permitiéndole enfatizar la libertad y creación de este nuevo sujeto: 
 
“Es tremendo el grado de resistencia que hay que vencer para mantenerse en la 
superficie; se trata de la medida de la libertad, lo mismo en lo que se refiere a la 
sociedad que a los individuos; poniendo la libertad como un poder positivo, como 
voluntad de poder [...] Hay que tener contra sí a los tiranos para ser tirano; esto es, 
libre. No es pequeña ventaja tener sobre la propia cabeza cien espadas de Damocles: 
así se ‘aprende a bailar’ y se llega a la ‘libertad de movimientos’.” (2000 [1901]: 506) 
 
 El baile, en tanto símbolo de la libertad humana, se convierte en expresión de lo más 
sublime que puede hallarse en el hombre. En Así hablaba Zaratustra, sugiere: 
 
“Y una vez quise bailar como nunca había bailado aún; quise bailar allende todos los 
cielos. Entonces ganasteis a mi más querido cantor. Y entonó su canto más lúgubre y 
sombrío. ¡Ay! ¡Me zumbó en los oídos como el cuerno más fúnebre! ¡Cantor mortífero, 
instrumento de maldad, tú el más inocente! Yo estaba dispuesto para el mejor baile, y tú 
con tus notas mataste mi éxtasis. Sólo en el baile sé yo decir los símbolos de las cosas 
más sublimes.” (1984 [1884]: 79) 
 
 Al inicio de este libro, Nietzsche presenta otra metáfora del superhombre, en la cual 
también se aprecia el valor otorgado a la creación. Me refiero a la idea del superhombre como 
“niño”. Tres transformaciones son necesarias en el proceso de generación del superhombre: 
debe convertirse primero en “camello”, para tomar sobre sí la pesada carga de la moral 
 
19 En Ecce homo, citado por López Castellón (1995). 
20 En una carta a Rhode, Nietzsche expresaba: “Mi estilo es una danza, un juego de simetrías de toda especie y 
un atropello y mofa de esas simetrías.” (Citado por López Castellón, 1995: 15) 
21 Este libro concluye: “Me encuentro con que a mí alrededor estallan las más maliciosas, alegres y vivarachas 
carcajadas; son los espíritus mismos de mi libro que me asedian, me tiran de las orejas y me llaman al orden: 
¡no soportamos más! –me gritan– ¡fuera esa música fúnebre como un cuervo! ¿no estamos en mitad de la 
mañana más radiante y sobre un césped verde y tierno que invita a bailar sobre él? [...] ¿y qué importa si no 
entendéis al cantor o le entendéis mal? Esta es la ‘la maldición del cantor’. En cambio, oiréis más claramente 
su música y su melodía, y su caramillo os hará bailar mejor. ¿Queréis eso?” (1995 [1882]: 270) 
 22
invertida; transformarse luego en “león”, para criticar la moral del deber-ser, del “tú debes” y 
luchar por el “yo quiero”, por “crearse una libertad”; finalmente, se transforma en “niño”, en 
el creador espontáneo de su propio juego, de los nuevos valores: 
 
“El niño es inocencia y olvido, un nuevo comenzar, un juego, una rueda que gira sobre 
sí, un primer movimiento, una santa afirmación. Sí, para el juego de la creación, hace 
falta una santa afirmación: el espíritu quiere ahora su voluntad, el que ha perdido el 
mundo quiere ganarse su mundo.” (1984 [1884]: 20) 
 
 En resumen, movimiento, baile, creación y juego, son las principales imágenes 
que simbolizan la nueva actitud crítica que la filosofía nietzscheana implicaba. Por otra 
parte, me interesa profundizar también la concepción del baile como manifestación de 
lo sublime, la cual aparece ya en las primeras reflexiones sobre lo dionisíaco. Por 
ejemplo: 
 
“Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad 
superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por losaires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica [...] en él resuena algo 
sobrenatural: se siente dios...” (1997 [1886]: 45) 
 
 El arte, en términos generales, era considerado por Nietzsche como “[...] la tarea 
suprema y la actividad propiamente metafísica [...]” del hombre y sostenía que “[...] sólo 
como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo” (ob.cit.: 39, 31); de allí que 
el artista fuese en sus primeros escritos ese artista-dios creador de mundos.22 Estas reflexiones 
sobre el arte y específicamente sobre el lenguaje de la danza poseen una particular resonancia 
para quien estudia estas manifestaciones y/o las practica. Considero que la frase antes citada –
"Sólo en el baile sé yo decir los símbolos de las cosas más sublimes”–, podría encontrarse 
expresada, aunque con sus propios modos, entre bailarines de diferentes culturas. Veamos 
algunas de estas fascinaciones que la danza ha ejercido en el pensamiento occidental. Mary 
Wigman (1886-1973), una de las principales representantes de la danza expresionista 
alemana, sostenía: “[...] si pudiera decir con palabras lo que expresan mis danzas, no tendría 
razón para bailar.” Sachs (1980 [1937]: 13, 15) también otorgó un especial lugar a la danza, la 
consideraba “[...] la madre de todas las artes [...]” por ser la única que “[...] vive en el 
espacio y en el tiempo [...]” y sostenía que “[...] en esencia la danza es simplemente la vida 
 
22 Refiriéndose a su propio libro, en el “Ensayo de autocrítica” sostiene: “[...] el libro entero no conoce, detrás 
de todo acontecer, más que un sentido y un ultra-sentido de artista, –un “dios”, si se quiere, pero, desde luego, 
tan solo un dios-artista completamente amoral y desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el 
destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es darse cuenta de su placer y su soberanía idénticos, un dios-
artista que, creando mundos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y la sobreplenitud, del 
sufrimiento de las antítesis en él acumuladas.” (1997 [1886]: 31). 
 23
en un nivel superior.” En muchos rituales, la danza en su inevitable conjunción con la música, 
constituye las formas privilegiadas de contacto o acceso al mundo del poder sagrado. El 
mismo Sachs (ob.cit. 13, 14) nos recuerda algunas expresiones que evidencian ese papel, por 
ejemplo, la del canto derviche que enuncia: “El que conoce el poder de la danza tiene su 
morada en Dios”; o la de Jesucristo, según un himno gnóstico: “Quien no baila desconoce el 
camino de la vida.” Langer (1983 [1953]), una de las pocas filósofas abocadas a la danza, 
señalaba que lo característico de este arte, su “ilusión primaria” distintiva, era la de “[...] 
crear una región virtual de poder [...]”, es decir, crear la apariencia de poderes o fuerzas que 
actúan a través de los gestos de los danzantes. Su planteo, influido por el pensamiento de 
Cassirer sobre la conciencia mítica, se basaba en el papel de la danza en las primeras fases del 
desarrollo social (concretamente en el mundo tribal) en el cual los hombres vivían en un 
“mundo de poderes” que determinaban el curso de los eventos humanos y cósmicos. Más allá 
de la persistencia de los modelos de mentalidad primitiva en su propuesta, lo interesante de 
destacar es que el primer reconocimiento de la idea de poder, de fuerzas o impulsos, surgiría 
de la experiencia del cuerpo humano y, por ende, su primera representación habría sido a 
través de la danza.23 Finalmente, diversos trabajos antropológicos han señalado este vínculo 
entre danza, música y poder en las expresiones rituales de diferentes grupos aborígenes, 
incluidos nuestros propios trabajos sobre los toba formoseños (Citro, 2000). 
 La cuestión del poder y su vínculo con el movimiento corporal, nos conduce a otro de 
los conceptos de Nietzsche que nos interesa indagar, el de voluntad de poder. Dicho concepto 
presenta no pocas dificultades. Por un lado, porque ha sido elaborado por Nietzsche sobre 
todo en su último trabajo –La voluntad de Poder (Ensayo de una transmutación de todos los 
valores)–, el cual no había llegado a concluir ni a revisar, por lo que el concepto presenta un 
tratamiento sumamente fragmentario. Por otro, a esta situación se suma una serie de 
tergiversaciones, originadas en que los apuntes manuscritos sufrieron un intencional recorte al 
ser editados por su hermana.24 En este sentido, Cortés Morató y Martínez Riu (1996) aclaran 
que “[...] la voluntad de poder no consiste en ningún anhelo ni en ningún afán de apoderarse 
 
23 Autores como Spencer (1985) sostienen que en la teoría de Langer existe también una importante influencia 
del pensamiento de Durkheim, aunque ella no lo mencione. En otros trabajos (Citro 2000) analizamos cómo el 
poder intrínseco otorgado a la danza se vincula con aquel “estado de efervescencia” que Durkheim (1995 [1912]) 
describía como característicos de los rituales y que hacían que la “fuerza moral” de la sociedad se impusiera 
sobre los individuos participantes. 
24 Estos recortes facilitarían luego la particular interpretación de pensamiento nietzscheano que haría el 
movimiento nazi alemán. Los archivos de Nietzsche pudieron ser revisados recién después de la segunda guerra 
mundial, cuando pasaron a formar parte de la República Democrática Alemana. En 1956, K. Schlecta demostró 
las falsificaciones y manipulaciones del pensamiento nietzscheano y recién en 1967 se comenzó la edición crítica 
de sus obras (Cortés Morató y Martínez Riu 1996). 
 24
de nada ni de dominar a nadie, sino que es creación; es el impulso que conduce a hallar la 
forma superior de todo lo que existe y afirmar el eterno retorno, que separa las formas 
superiores, afirmativas, de las formas inferiores o reactivas.” 25 Veamos una definición de la 
voluntad de poder en donde se destaca la dimensión orgánica de este impulso o fuerza agente: 
 
“Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera 
como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad, –a saber, de 
la voluntad de poder, como dice mi tesis– suponiendo que fuera posible reducir todas 
las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en ella también la 
solución del problema de la procreación y de la nutrición –es un único problema–, 
entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente 
como: voluntad de poder.” (1983 [1886]: 62) 
 
Otro rasgo clave en torno a este concepto es su vinculación con las experiencias 
de “goce y displacer”. Es pertinente recordar que una de las críticas de Nietzsche al 
cristianismo, consistía en que éste proponía “no sufrir a cambio de no gozar”; es decir, 
postulaba una felicidad en un más allá, el cual sólo se podía alcanzar a cambio de 
destruir o aquietar las pasiones, la sensualidad y la voluntad. Así, por ejemplo, 
denominará al cristianismo como “voluntad de ocaso” o “filosofía del miedo”. En 
oposición, toda su filosofía reside en una disposición al sufrir y al gozar, pues “[...] en el 
dolor hay tanta sabiduría como en el placer.” (1995 [1882]: 193) Por eso, entre sus 
arquetipos, además del nombrado “trovador provenzal”, está también el “héroe y 
guerrero”, en realidad, éstos son complementarios en su ideal filosófico, pues 
conforman el ideario del noble medieval: “Lo único noble –dirá– es el ocio y la 
guerra.”26 (Nietzsche, 1995 [1882]: 200) El tema del dolor aparece constantemente en 
sus textos y de hecho también en su vida, atravesada por diversas experiencias de 
 
25 La noción del “eterno retorno” es una de las más complejas, debido al tratamiento ambiguo y 
fundamentalmente metafórico que recibe. Tomando una de estas metáforas que aparece en Así hablaba 
Zaratustra (1984 [1884]: 108-111) en las que un pastor atrapado

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