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Lizardo Herrera y Julio Ramos
Editores
Colección Trazos
Droga, cultura y 
farmacolonialidad: 
Colección Trazos
Directores: Gastón Molina y raúl rodríguez freire
Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica
EDITORES: LIZAR DO HERRER A Y JULIO R A MOS
© Lizardo Herrera y Julio Ramos, por la selección de textos y la introducción. 
© Por los textos: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, © herederos Fernando Ortiz, 
1991; Mi museo de la cocaína, © Michael Taussig, 2004; “El colonialismo de la cocaína: Re-
beliones indígenas en América del Sur y la historia del psicoanálisis”, © Curtis Marez, 2004; 
“La religión de la ayahuasca”, Néstor Perlongher, © Ediciones Excursiones, 2013; “Hacia un 
narcoanálisis”, © Avital Ronell, 1992; “El yonqui, el yanqui y la Cosa”, © Juan Duchesne Win-
ter, 2001; “Estética y Anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la obra de arte”, © Susan 
Buck-Morss, 2005; “La fabricación del vicio”, © Henrique Carneiro, 2002; “Epidemias de la vo-
luntad”, © herederos Eve Kosofsky Sedgwick, 1993; “La adicción punitiva: la desproporción de 
leyes de drogas en América Latina”, © Rodrigo Uprimny Yepes, Diana Esther Guzmán y Jorge 
Parra Norato; “La era farmacopornográfica”, © Paul Beatriz Preciado, 2008; “El Fármacon 
colonial: la Bioisla”, © Miriam Muñiz Varela, 2013; “Habitus furibundo en el gueto estadouni-
dense”, © Phillipe Bourgois, Fernando Montero Castrillo, Laurie Hart y George Karandinos, 
2013; “El capitalismo como construcción cultural”, © Sayak Valencia, 2010; “La narcomáquina 
y el trabajo de la violencia: apuntes para su decodificación”, © Rossana Reguillo, 2013. 
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Central de Chile
San Ignacio 414, Santiago
Sitio Web: www.ucentral.cl/facso
Rector Universidad Central de Chile: Santiago González Larraín
Decana Facultad de Ciencias Sociales: Ana María Zlachevsky
Diseño y Diagramación: Aracelli Salinas Vargas
Corrección de Prueba: Marcela Rivera Hutinel
Registro ISBN Nº 978-956-330-058-1
Impreso en Chile / Printed in Chile
Í n d i c e
Introducción. Lizardo Herrera y Julio Ramos 7
De la transculturación del tabaco. Fernando Ortiz 33
Mi museo de la cocaína. Michael Taussig 45
El colonialismo de la cocaína: Rebeliones indígenas en 
América del Sur y la historia del psicoanálisis. Curtis Marez
67
La religión de la ayahuasca. Néstor Perlongher 97
Hacia un narcoanálisis. Avital Ronell 127
El yonqui, el yanqui y la Cosa. Juan Duchesne Winter 145
Estética y ANESTÉSICA: una reconsideración del ensayo sobre 
la obra de arte. Susan Buck-Morss
161
La fabricación del vicio. Henrique Carneiro 181
Epidemias de la voluntad. Eve Kosofsky Sedgwick 203
La adicción punitiva: la desproporción de leyes de drogas 
en América Latina. Rodrigo Uprimny Yepes, Diana Esther Guzmán 
y Jorge Parra Norato
221
La era farmacopornográfica. Paul Beatriz Preciado 245
El Fármacon colonial: la Bioisla. Miriam Muñiz Varela 269
Habitus furibundo en el gueto estadounidense. Phillipe 
Bourgois, Fernando Montero Castrillo, Laurie Hart y George Karandinos
283
El capitalismo como construcción cultural. Sayak Valencia 305
La narcomáquina y el trabajo de la violencia: Apuntes 
para su decodificación. Rossana Reguillo
323
Sobre los autores 343
Agradecimientos 347
I NT ROD UCCIÓN 7
I N T R O D U C C I Ó N 
Lizardo Herrera y Julio Ramos
I NT ROD UCCIÓN 9
Hace algunos años, cuando comenzamos a elaborar esta selección 
de escritos sobre las drogas, nos enganchaba una pregunta inicial sobre 
las dimensiones experimentales de la alteración sensorial y la historia de 
sus efectos políticos y culturales. Nos interesaba entender el devenir no 
evolutivo de las formas ancestrales y contemporáneas de la alteración, ya 
fuera en las asincronías de los usos religiosos, bajo condiciones rituales, o 
en las prácticas aparentemente secularizadas del goce o del exceso lúdico, 
así como en los usos médicos y las proyecciones industriales del laboratorio 
farmacológico, donde se cuecen los mayores (fetiches) anestésicos y esti-
mulantes de los siglos XIX, XX y XXI. Las complejas (des)territorializaciones 
letales del narco-estado en los mapas del necro-capital complicaron aún 
más nuestra genealogía de la alteración sensorial y los cambiantes sentidos 
de la experimentación en el mundo contemporáneo.
Al final del aforismo 86 de La gaya ciencia, Nietzsche se hacía esta pre-
gunta: “¿Quién contará alguna vez la historia de nuestros narcóticos? ¡Es 
casi la historia de nuestra ‘cultura’, de nuestra llamada ‘alta cultura’!”. 
Avital Ronell propone una respuesta: “Nuestro trabajo fija su residencia 
en este ‘casi’ nietzscheano: el lugar en el que los narcóticos articulan un 
estremecimiento entre la historia y la ontología”. La violencia contem-
poránea estremece esa historia con presiones imprevistas por Nietzsche 
y apenas sugeridas por Ronell en su narcoanálisis. La historia de “nues-
tros” narcóticos es también una de las dimensiones fundamentales de las 
nuevas racionalidades del poder contemporáneo, no solo en el sentido 
diacrítico que distingue en la alteración sensorial la traza de un límite y 
10 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
la proyección del “afuera” de la razón occidental moderna, sino también 
porque ese “afuera” le resulta constitutivo como uno de sus órdenes o regí-
menes principales: estimulante de planetarias industrias farmacológicas, 
de prósperas máquinas de guerra, de control de la seguridad y de la modi-
ficación neuro-política de las subjetividades.
Está claro que la heterogeneidad del archivo con que hemos trabajado por 
varios años rebasa los marcos disciplinarios y problematiza cualquier modo 
de entender los principios de la autonomía. El archivo incluye discursos 
testimoniales, literarios, filosóficos, antropológicos, científicos, médicos, 
religiosos, jurídicos y policiacos que buscan descifrar el sentido de la expe-
riencia singular potenciada por una sustancia –sea natural o artificial, con-
trolada o no por la ley– que desata la “conciencia” de sus amarres habituales 
en el horizonte de un sensorio normativo, sedimentado en los “principios 
de la realidad” y de la autonomía del sujeto. La textura de estos discursos 
heterónomos y múltiples es propensa a los combinados y a los excesos. Se 
trata con frecuencia de mezclas de escrituras de la experiencia y protocolos 
de investigación: experimentaciones estéticas transitadas por el destello del 
análisis social y político de la cultura de la droga. Aquí les llamaremos nar-
cografías en un sentido amplio que de ningún modo pretenderemos reducir a 
la narco-literatura y a sus secuaces actuales, aunque estos también son parte 
del archivo, intervenido, como ha sugerido Gabriela Polit, por las narrativas 
de la industria cultural y por una exuberante dosis de pánico y euforia.
Estas formas desbordan cualquier distinción disciplinaria entre las aproxi-
maciones culturales o sociales al tema y los abordajes literarios que gravitan, 
por ejemplo, entre los escritos de Thomas de Quincey, William Burroughs 
y Néstor Perlongher y en esa vasta constelación de iluminaciones profanas 
en los escritos de Charles Baudelaire, Rubén Darío, José Asunción Silva, 
Arturo Borja, Julio Herrera y Reissig, Fernando Pessoa, Walter Benjamin, 
Luis Palés Matos, José de Diego Padró, Henri Michaux, Octavio Paz, 
Antonin Artaud, Philip K. Dick, Oscar del Barco, Andrés Caicedo, Yuri 
Herrera, Heriberto Yépez o Rita Indiana Hernández, entre muchos otros. 
Horizonte de experiencias sensibles exacerbadas donde, por cierto, esca-
sean las mujeres, lo que de entrada sugiere un drama de la masculinidad, 
lúcidamente analizado por Sayak Valencia, en los pliegues de los discursos 
I NT ROD UCCIÓN 11
narcográficos en sus dimensiones más violentas.1 En cambio, no es casual 
que la deconstrucción de cierta épica de la alteración sensorial incluya 
un número notable de trabajos escritos por mujeres, tal como comprueba 
nuestra selección en estevolumen.
La historia del cine también añadiría lo suyo al archivo. Ejemplifica diver-
sas propuestas de desprogramación sensorial, a veces próximas –o acaso 
modeladas por– los efectos de la alteración química, tal como ocurre con 
los sobresaltos asociativos en los montajes del cinema experimental al cual 
se refiere Antonin Artaud mediante un vocabulario de los sueños y las 
pulsiones inconscientes muy afín al que usa en sus propias descripciones 
de los viajes del peyote entre los Tarahumaras de México. En otros casos, 
el cinema transforma el drama de la droga en disparador de relatos de pá-
nico, excitación o aversión que dan pie a todo tipo de pronunciamientos y 
matices morales y reformistas (desde aquellos contra la reefer madness de la 
marihuana en los años 1930 hasta los filmes de Víctor Gaviria y los seriales 
sobre Pablo Escobar y los narcos) donde la excitación mediática empalma 
con la producción (o el cuestionamiento) de estereotipos sociales y raciales. 
Esto se hace especialmente visible durante épocas puntualizadas por cam-
bios de paradigma biopolítico y por reconfiguraciones de la gubernamen-
talidad, según los términos consabidos de Michel Foucault. No cabe duda 
de que las representaciones de la droga y la alteración sintomatizan estas 
zonas de intensificación e impugnación de los poderes sobre el cuerpo, la 
percepción, el tiempo del trabajo, el goce, el abandono, el gobierno de la 
vida y de la muerte, o de la muerte en vida, otra de las figuras clave en las 
narrativas culturales y sociales de lo que el historiador brasileño Henrique 
Carneiro ha llamado la construcción del vicio. 
Ante la vastedad del archivo narcográfico, el hilo que recorre y ordena 
flexiblemente los trabajos que conforman este volumen tiene que ver con 
los retos que la droga y los discursos y testimonios sobre la alteración pre-
sentan a la teoría cultural contemporánea. Aunque la selección de textos 
es variada e intenta dar cuenta de la proliferación de saberes, verdades –y 
1 Ese drama de la masculinidad, como señala Valencia en Capitalismo gore, es acaso un aspecto 
decisivo y muy poco explorado de la llamada narcoliteratura y del negocio contemporáneo de 
la muerte, de la violencia, que desborda cualquier teoría “moderna” de una centralizada legiti-
midad estatal bajo los regímenes de la “desregularización” neoliberal. 
12 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
poderes– que la droga incita en sus trayectorias, proponemos una selección 
de aproximaciones que generalmente se ubican en el cruce del análisis 
estético-político, cultural y social. Estos abordajes al tema de la droga y 
sus efectos tanto epistémicos como ontológicos ponen de relieve los obs-
táculos que su complejidad implica para cualquier reflexión actual sobre la 
subjetividad, las políticas del cuerpo, su relación con la territorialidad, la 
soberanía y el colonialismo. 
De un modo u otro, nos parece que la “excepcionalidad” de la experiencia 
desencadenada por el estímulo de la droga, incluso cuando es una instancia 
de fuga o técnica de exploración espiritual, pone en juego los límites y las 
fronteras de la racionalidad moderna y sus estéticas. Al mismo tiempo, 
buena parte de los escritos sobre las economías de la alteración sensorial 
–incluida la poesía del éxtasis, como la llama Néstor Perlongher– remiten 
con insistencia a una zona muy problemática de la experiencia donde la 
potencia de la experimentación y del goce queda atrapada por la sospecha 
–o la constatación– de una especie de debilitamiento o crisis de la “volun-
tad”, lo que suscita una amplia y nerviosa gama de preguntas y discursos 
sobre los riesgos del descontrol compulsivo y la abyección de la adicción. 
Estos discursos sobre el riesgo de la dependencia y la crisis de la voluntad 
explicitan frecuentemente el traslado del vocabulario político de la sobe-
ranía a las dimensiones subjetivas, aunque ahora en el plano individual 
de la conciencia y del funcionamiento de la persona, como llama Roberto 
Esposito a esa instancia moderna del sujeto individual, de la autonomía 
que el liberalismo asigna a su lugar ideal. 
En ese sentido, la droga –llamémosle así por ahora sin ignorar la vaguedad 
del término– no es un objeto común y corriente: su materialidad química 
transforma a los sujetos que toca en su deriva. Su potencia es capaz de tras-
tornar algunos de los aspectos constitutivos, aspectos de la identidad que 
se piensan fundamentales o esenciales del sujeto que la consume. Trastoca 
nada menos que los lazos entre el sensorio y los objetos de la conciencia, 
la percepción “adecuada” de lo real, lo que suscita interrogantes sobre el 
“ juicio” del sujeto bajo el impacto de la sustancia, interrogantes sobre el 
control, la voluntad, la atención, la productividad, la efectividad misma del 
“gobierno de sí” y la autonomía de la persona.
I NT ROD UCCIÓN 13
Más que un objeto la droga es lo que Michel Serres ha llamado un qua-
si-sujeto. Es un operador de afectos en las redes subjetivas e intersubjetivas 
del poder. Su potencia impacta el lugar del sujeto en el ámbito de las repre-
sentaciones y los discursos, pero evidentemente estimula también cambios 
neuronales en una compleja química de los afectos. Esta economía de los 
afectos borronea cualquier límite estable o distinción esquemática entre 
sujeto y objeto, entre cultura y naturaleza. La droga toca una zona somá-
tica de la experiencia, es decir, de la realidad “orgánica” de la subjetividad, 
donde también opera la ingeniería social y donde se extiende el rampante 
desarrollo de lo que Paúl Beatriz Preciado ha llamado el poder farma-
co-pornográfico contemporáneo, ya no solo por las dimensiones interpelati-
vas de la inscripción del sujeto en un orden simbólico, representacional o 
ideológico, sino material y orgánico a la vez que psíquico.
Entonces no debe sorprendernos que la alteración toca la “naturaleza” mis-
ma del lenguaje. La palabra misma, “droga”, es esquiva, elusiva, como si el 
acto de nombrarla, en ciertos circuitos, evocara el riesgo de un exceso que 
las palabras designan como efectos de la alteración. Sus contenidos proli-
feran como un desborde de los cuerpos, entre los cuerpos, saberes y fuerzas 
que se dispersan o se reconcentran –a veces violentamente– en torno de 
las prácticas y economías que se cristalizan en estos nombres. Un vistazo 
a la monumental Historia general de las drogas de Antonio Escohotado nos 
da una idea de la procedencia múltiple tanto de las sustancias como de los 
sistemas de clasificación y control (religiosos, morales, médicos, jurídicos, 
industriales) que históricamente se multiplican en torno a la embriaguez 
y la intoxicación. Desde el siglo XIX, el capitalismo no solo ha poblado el 
mundo que habitamos de cosas, instrumentos, mercancías creadas para 
todo tipo de uso y modulaciones del consumo; sino que también nos ha 
expuesto a la producción masiva de esos objetos semi-mágicos, sustan-
cias-fetiches que conforman una fluida panoplia farmacológica, “reme-
dios” para las dolencias físicas y achaques psíquicos, habidos y por haber. 
Estos son hoy los suplementos químicos que se suministran y mercadean 
como modos de alteración requeridos para la supuesta “normalización” 
de los sujetos. En este contexto, el fármaco, veneno y remedio, según la 
conocida fórmula de Derrida en “La farmacia de Platón”, interviene en 
esa maleable plasticidad orgánica donde se inscribe una de las dimensiones 
14 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
de la subjetivación y del control, lo que nos parece irreductible al análisis 
exclusivo de los tropos, de los deslices figurativos de aquello que Jacques 
Derrida denominaba la “Retórica de las drogas”, un tema elaborado por 
Ronell en su libro fundamental, Crack Wars, donde investiga la recurrencia 
de la droga como una figura del imaginario literario y filosófico moderno, 
y donde asimismo postula, por el anverso, la literatura y la filosofía como 
el arrojoy el descarrilamiento de las verdades e instituciones del Sujeto.
Por todo esto, no nos sorprende que las sustancias y la embriaguez siempre 
hayan estado sometidas a las formas más variadas del control, prescripción 
e interdicción. Los controles se dan a partir de por lo menos tres zonas de 
riesgo donde opera la alteración. Lo que a su vez explica la diferencia entre 
tres regímenes de alteración y de control, y las normativas correspondientes 
a sus distintivas políticas del cuerpo: 1) a partir de la potencia y el poder de 
la conexión divina que los dones de la sustancia acarrean o posibilitan, 2) 
del trastorno de la racionalidad de la persona bajo el impacto de sus efectos 
sobre el “ juicio” y la “voluntad”, o 3) de las pugnas sobre el control de los 
saberes, las tecnologías, el capital que se acumula en torno de la produc-
ción, consumo y gobierno de estas sustancias capaces de controlar el dolor, 
de estimular los ánimos, de condicionar los estados de la normalidad y la 
percepción misma de la realidad. Está claro que la potencia que consigna 
la droga no es poca cosa. Bajo el escrutinio constante de la ley, los usos de 
la sustancia explicitan y ponen en juego las condiciones del control y sus 
excedentes, es decir, el “afuera” o la “excepción” de los distintos estados 
normativos en la historia del cuerpo y los sujetos. Por eso, desde comienzos 
del siglo XIX hasta nuestros días, la experiencia de la alteración de la con-
ciencia, del ánimo y de los afectos incita a todo tipo de discusiones sobre el 
gobierno de sí y los límites porosos (y maleables) de la subjetividad. 
Si por un lado la droga altera la percepción y la conciencia, por otro lado 
provoca discursos de reordenamiento. Incluso Perlongher, en un texto que 
celebra la fuga de los cabales del sujeto en la experiencia del éxtasis, ad-
vierte que “lo puro dionisíaco es un veneno. Para mantener la lucidez en el 
torbellino hace falta una forma. Sabemos que esa forma es poética”. Ahí se 
erige un saber del torbellino y del exceso. Para que la alteración provocada 
por la droga cobre el sentido superior de la experiencia del éxtasis, requiere 
I NT ROD UCCIÓN 15
la intervención del discurso, de una forma. Esa forma poética, para Perlon-
gher, atisba o vislumbra lo divino, una especie de plus de trascendencia (sin 
Cielo) a la que también se ha referido el filósofo Oscar del Barco cuando 
interpreta su viaje con los hongos alucinógenos de acuerdo con el vocabu-
lario de una filosofía de lo “post-humano”. No hay que confundir la puesta 
en forma de la alteración con el sometimiento a una lógica instrumental, 
disciplinaria, aunque son múltiples los casos, comenzando con el propio 
De Quincey, en que el testimonio sobre la alteración (y las compulsiones 
adictivas en su caso), se proponen como un modo de documentación, como 
un servicio al estudio científico de los efectos de la droga. Muchos de es-
tos “testimonios”, como el de Benjamin sobre el hachís o el de Preciado 
sobre la (auto)adminstración de la testosterona, trabajan dentro del marco 
del “protocolo” experimental. Benjamin incluso llevaba a un médico que 
tomaba apuntes durante sus experimentos con el hachís y la mezcalina. 
Como señala Gilles Deleuze, muchos de estos testimonios condensan el 
afán de investigación entre estos arriesgados campeones de la experimen-
tación moderna. Experimentaciones que nuevamente nos llevan a pensar 
en la peculiaridad ontológica de la droga como materia quasi-subjetiva, 
que engancha en las puntas de los aspectos aparentemente más subjetivos 
del ser, para producir allí lo que luego se interpreta como el recorrido de 
límites y alteridades. No por casualidad las narcografías con tanta frecuen-
cia inscriben la experiencia con las drogas mediante las convenciones del 
relato de viaje. El “viaje” transita las fronteras entre espacios y tiempos 
discontinuos; traza puentes, mediaciones, entre los espacios desiguales de 
la ley, los principios instrumentalizados de lo real, y las experiencias y los 
tiempos múltiples que la racionalidad moderna progresivamente va dejan-
do fuera de sí. 
La selección de las narcografías que aquí presentamos comienza con 
unos incisivos pasajes de Fernando Ortiz en El contrapunteo del tabaco y 
del azúcar (1940). Conviene detenerse en la explicación de esta estrategia 
de recorte y ordenamiento de los materiales de nuestra selección. Se trata 
del excéntrico y heterogéneo libro donde Ortiz crea el neologismo de la 
transculturación. El destino de esa dimensión del influyente concepto de 
Ortiz es bastante conocido, ya sea como modelo alternativo para pensar 
las dinámicas de los tiempos múltiples de la modernidad latinoamericana 
16 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
(ver Ángel Rama y Fernando Coronil), o como una nueva inscripción del 
debate sobre el mestizaje (ver la crítica de Luis Duno-Gottberg, Alberto 
Moreiras y Román de la Campa). El lugar del texto de Ortiz en el inicio de 
esta selección de narcografías reubica su lectura en direcciones que apenas 
han sido sugeridas anteriormente (ver Julio Ramos, John Beasley-Murray, 
Lizardo Herrera) sobre el potencial de la estrategia crítica que despliega la 
cartografía del viaje del tabaco desde el Caribe a Europa y los efectos que 
esa trayectoria produce en una excéntrica teoría de una modernidad tran-
sitada por los tiempos múltiples y las heterocronías propias de los procesos 
coloniales y de la esclavitud. Tanto para Ortiz como para Carpentier y 
Lezama Lima, las temporalidades múltiples desbordan cualquier narrativa 
informada por el evolucionismo de la historia universal. De ahí que Ortiz 
y Lezama Lima comenten sobre el potencial alternativo del contrapunteo 
y de la polifonía barroca. Aunque este introducción no es lugar para un 
análisis detallado del texto de Ortiz, conviene comentar dos aspectos de 
su ensayo histórico-antropológico que condensan algunas de las aproxi-
maciones y estrategias interpretativas que se reúnen en esta antología. Por 
cierto, no pretendemos soslayar las diferencias entre el tabaco, el azúcar y 
otras sustancias controladas. Aunque dicho sea de paso, una de las histo-
rias que cuenta Ortiz en su ensayo narra el largo proceso de la prohibición 
del tabaco y la lenta transculturación del gusto europeo, donde el objeto 
colonial no consolida su aceptación institucional hasta fines del siglo XVIII. 
En uno de los capítulos más elaborados de su fragmentario libro, Ortiz 
traza una cartografía transatlántica de la vida material, económica, cul-
tural, jurídica y religiosa de este objeto colonial, el tabaco, de su entrada a 
Europa por el sur de España y su difusión por el Mediterráneo, gracias a 
la intermediación de piratas y africanos, hasta llegar a convertirse, según 
lo señala Ortiz, en una fuente de estímulo físico clave para la moderni-
dad europea. Mediante la cartografía de la migración del tabaco, Ortiz 
reflexiona sobre las complejas redes de poder, mercados, leyes, consumo, 
goce y estímulo sensorial que se producen en la trayectoria del tabaco; 
marca en el mapa los puntos donde el viaje del tabaco recorre espacios y 
tiempos, cruza límites institucionales, fronteras políticas y sociales, antes 
de introducir su potencia “mágica”, anacrónica, en la configuración neu-
rálgica de la ilustración como estímulo del pensamiento moderno, de la 
sociabilidad que lo produce y de las economías imperiales que lo sostienen. 
I NT ROD UCCIÓN 17
Como podemos constatar en el estudio extraordinario del azúcar de Sid-
ney Mintz (asiduo lector de Ortiz), el trabajo de Ortiz anticipa algunas de 
las discusiones actuales sobre la vida material de la cultura, sus redes de 
sociabilidad, en planos de inmanencia que preceden las representaciones y 
el valor simbólico. En el ensayo de Ortiz, la ontología del objeto (colonial) 
excede cualquier riesgo de materialismo empirista, en la medida en que el 
autor se aproxima a los efectos culturales, no meramente simbólicos, que el 
estímulo deltabaco produce en ese proceso de transculturación del cuerpo/
mente del sujeto imperial. Se trata, como hemos indicado anteriormente, 
de la condición farmacolonial del discurso moderno-ilustrado según Ortiz. 
Si para Weber la modernidad se definía como un proceso de seculariza-
ción, ligada en términos de la historia intelectual a la ilustración, Fernando 
Ortiz insiste en el papel que un objeto de poderes mágicos, ligado a la 
sensibilidad del mundo indígena, cumple en la modernidad, como fuerza 
que viene de otro tiempo, de otro mundo. De tal modo, el tabaco –como 
la droga en varias de las narcografías que se incluyen o se comentan en 
este volumen– produce puntos de intersección entre sujetos provenientes 
de mundos, razas, tiempos diferenciados. 
Hemos dividido esta antología en cuatro secciones. En la primera, nuestro 
concepto de farmacolonialidad, paradójicamente, además de ser un dispo-
sitivo de poder que introduce un valor mercantil a partir de un intercambio 
desigual y crea aparatos de control que reglamentan o prohíben el uso de 
estas substancias, también da cuenta de un sustrato cultural heterogéneo. 
Desde esta perspectiva, las fronteras entre el exterior y el interior que 
impone la modernidad entran en crisis. Es la droga, substancia extraña, 
ajena, extranjera, en último término, de origen colonial, la que estimula el 
despliegue de los procesos de acumulación, subjetividad y conocimiento de 
la misma modernidad.
Como ya dijimos, abrimos nuestra selección con algunos fragmentos del 
texto de Fernando Ortiz, “La transculturación del tabaco”. Estas páginas 
estudian las rutas comerciales y la influencia cultural del café, el té, el 
chocolate y, en particular, el tabaco en el mundo moderno. La produc-
ción tabacalera desde el siglo XVI estuvo ligada a los estancos, diezmos 
religiosos y demás procesos de acumulación de capital; mientras que, en 
18 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
lo cultural, se ve una multiplicidad en donde conviven asincrónicamente 
elementos religiosos, mercantiles, de prestigio social o de orden lúdico. 
Ortiz también da cuenta de los primeros ataques prohibicionistas. Hubo 
sacerdotes o moralistas católicos que definieron la planta como diabólica; 
sin embargo, los procesos de acumulación mercantil, la renta territorial y 
las políticas tributarias junto con su sensualidad (potencial hedonista) y la 
defensa de sus propiedades medicinales derrotaron estos tempranos afanes 
prohibicionistas consolidando al tabaco como una mercancía global.
A continuación, incluimos una selección de Mi museo de la cocaína de Mi-
chael Taussig. Estos capítulos ofrecen una narcografía a partir de la rela-
ción entre el oro y la cocaína en diferentes espacios y periodos de la historia 
colombiana. Mi museo de la cocaína inicia su recorrido en el Museo Nacional 
del Oro (Banco de la República -institución claramente comprometida con 
la fetichización del oro), en el centro de Bogotá, y allí observa varias con-
tradicciones. En tiempos precolombinos, a diferencia de la actualidad que 
aísla a los poporos exhibiéndolos de manera pulcra, estos objetos se usaban 
para mezclar saliva, hojas de coca y cal. En ellos, el oro se conectaba con 
la coca en un proceso en donde el cuerpo y sus secreciones cumplían un 
rol fundamental en la creación de las ideas de sus usuarios masculinos. El 
texto de Taussig encuentra además otro vacío en este museo: la ausencia de 
la memoria de los esclavos llegados del África, cuyo trabajo en las minas de 
oro sostuvo la economía colonial y de la república colombiana. 
Taussig deja Colombia para reflexionar sobre los usos del oro y la cocaí-
na en la actualidad; por ejemplo, nota que varias joyerías neoyorquinas 
confeccionan los collares de los narcotraficantes colombianos. También 
ve cómo la Guerra Contra la Droga ha montado sofisticados sistemas de 
vigilancia que se dirigen a perseguir a los colombianos en los aeropuer-
tos internacionales presumiendo su culpabilidad antes que su inocencia. 
Luego regresa a Colombia y ubica su museo de la cocaína en los márgenes 
–en las heterotopías de la historia nacional–; esto es, en las antiguas zonas 
de producción aurífera –Tumaco, lugar de origen de varias de las piezas 
exhibidas en el Museo de Oro y al que llegaron los esclavos negros para 
explotar las minas. Allí, la economía de la cocaína, producto de la guerra 
contra los narcóticos, ha sustituido a la del oro con la consiguiente llegada 
I NT ROD UCCIÓN 19
de la guerrilla, los paramilitares y el ejército cuyo resultado no es otro que 
la agudización de la violencia.
Uno de los primeros investigadores en analizar la relación entre droga y 
colonialismo fue Curtis Marez, quien en “El colonialismo de la cocaína” 
traza un mapa cognitivo a partir de los escritos de Freud sobre la cocaína 
enfocándose en tres aspectos. En estos escritos de Freud, según Marez, 
hay un desequlibrio colonial que idealiza el uso terapéutico y el placer 
europeos a partir de una idealización de la figura del conquistador his-
pano. En segundo lugar, desde su perspectiva, la concepción freudiana 
del trabajo por medio de la división entre mente y cuerpo refuerza el ideal 
productivista. Sin embargo, después de esta experiencia, la cocaína dejó 
de ser una fuente de euforia terapéutica, productivista o placentera para 
mostrar el agotamiento/destrucción de los cuerpos. En el tercer aspecto, 
Marez conecta la adicción y el agotamiento corporal con una resistencia 
–venganza indígena– que aparece en tres momentos. 1) Las zonas andinas 
de producción cocalera históricamente se han caracterizado por rebeliones 
indígenas. 2) La propuesta del inconsciente, a decir de Marez, se vincula 
con la imagen del indígena que Freud adquirió en sus estudios sobre la co-
caína y su idealización del colonialismo español. 3) La venganza indígena 
de la cocaína coincide justamente con la imagen del bárbaro y está vincu-
lada a ese ámbito de sospecha/prejuicio que la racionalidad instrumental 
impone sobre la droga.
El escritor argentino, Néstor Perlongher, en su ensayo “La religión de la 
ayahuasca”, profundiza en los cambios que ha sufrido el consumo de drogas 
en los tiempos premodernos y los ultramodernos. En la primera etapa, sos-
tiene, prima un uso más ritual y comunitario; en la segunda, tras la emergen-
cia de la mercantilización de la droga, aparece un consumo desritualizado, 
individualista y violento. Perlongher traza una narcografía contemporánea 
que nos ayuda a comprender el consumo de estupefacientes en la actualidad 
y los problemas que vienen aparejados con las políticas de control social, los 
sistemas de vigilancia, la autodestrucción, la estigmatización, etc. Su texto 
también reflexiona sobre las nuevas comunidades en las que pervive un uso 
ritualizado de la droga, pero mezclado con formas modernas, que el escritor 
argentino asocia con una barroquización del consumo.
20 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
En la segunda sección de la antología articulamos los siguientes temas: el 
capitalismo, la experiencia de la alteración y la estética de la droga. Los 
usos médicos y las proyecciones farmacológicas del siglo XIX generaron 
nuevos usos, saberes y poderes de la droga. Por un lado, los fármacos sir-
vieron como fuente de alivio para las nuevas enfermedades nerviosas; por 
otro, los nuevos alcaloides ampliaron las capacidades de alteración y se 
transformaron en una forma de ruptura, dando pie a nuevas experiencias 
éticas y estéticas (verbigracia los poetas malditos y el modernismo latinoa-
mericano). Cabe anotar, sin embargo, que en esta sección entendemos la 
droga como un fenómeno escurridizo, difícil de aprehender, pues no solo 
se transforma en una substancia que rompe la moralidad o la rigidez de lo 
establecido (una forma de rebelión, según Octavio Paz), sino que paradó-
jicamente también se desplaza y subordina a la acumulación capitalista en 
tanto favorece el consumo y oculta la fragmentaciónsocial o el desgaste 
corporal resultantes de la industrialización.
En “Hacia un narcoanálisis”, Avital Ronell deconstruye el concepto de la 
droga y afirma que este “se resiste al arresto conceptual”. Según la autora, 
la droga atraviesa fronteras tanto físicas como disciplinarias, pues no puede 
ser abordada exclusivamente desde la química, la biología, el derecho, la 
política, la antropología o la medicina; sin embargo, este carácter esqui-
vo no significa que la droga no tenga consecuencias políticas concretas, 
gracias a ella estamos envueltos en una guerra y se han montado varios 
dispositivos de control biopolítico. En su narcoanálisis, Ronell privilegia 
la relación entre la droga y el psicoanálisis o la droga y la literatura. En-
cuentra que, a pesar de que el psicoanálisis ha sido incapaz de encontrar el 
tratamiento para la adicción, dejándola fuera de su campo de estudio, tanto 
el consumo de drogas como la adicción están íntimamente relacionados 
con el horizonte normativo del superego. La literatura, en cambio, al igual 
que la droga, necesita un velo que la haga aceptable. Por ejemplo, el Ulises 
de Joyce o El almuerzo desnudo de Burroughs necesitaron la aprobación (el 
velo) de la crítica para evitar la censura legal.
Ronell también ubica el tema de la droga en el ámbito de la libertad y de la 
decisión. La droga, según la autora, nos pone en la esfera de lo indecidible. 
De acuerdo con Ronell, la ética kantiana se entrecruza con la imagen del 
I NT ROD UCCIÓN 21
adicto de De Quincey. El consumo de drogas como un acto de libertad 
perturba la ontología de la autonomía del sujeto. La droga implica la pro-
mesa de una exterioridad frente a una “realidad poco satisfactoria” que 
paradójicamente significa la pérdida de la autonomía. La ética, en conse-
cuencia, no puede tomar la salida fácil de condenar o idealizar la droga. 
Por el contrario, según la autora, nos exige decidir; pero lamentablemente 
nuestra decisión no puede ser totalmente informada dado el carácter inde-
finible y la condición indecidible de la droga.
Juan Duchesne Winter, en “El yonki, el yanqui y la Cosa”, relaciona los 
textos del escritor estadounidense William Burroughs, en especial Junky, 
con la acumulación de capital. El crítico puertorriqueño recupera el con-
cepto lacaniano de la Cosa para analizar el consumo de drogas y la adicción 
en los libros de Burroughs. La Cosa en la obra del escritor estadounidense, 
al decir de Duchesne Winter, es una elaboración artística que se le impone 
al objeto para otorgarle la dignidad de un objeto absoluto imposible de 
alcanzar. El consumo de drogas en Burroughs es uno de índole imposible; 
o sea, únicamente se satisface a partir del mismo consumo o de la inyección 
de una nueva dosis. 
Duchesne Winter identifica una correspondencia entre la acumulación 
capitalista analizada por Marx y la adicción o el uso de estupefacientes 
descrita por el escritor estadounidense. La acumulación de capital desplaza 
al valor de uso; es decir, la droga, como el dinero, deja de ser un interme-
diario en el intercambio de mercancías y se convierte en el fin último. En 
lugar de M-D-M (mercancía-dinero-mercancía), estamos ante la fórmula 
D-M-D’ (dinero-mercancía-dinero capitalizado). El dinero, de este modo, 
se transforma en la Cosa tal como sucede con la droga y la adicción.
Al relacionar el consumo del yonqui con su origen geográfico -yanqui-, 
Duchesne Winter también nos ofrece un mapa de la farmacolonialidad 
contemporánea. Por un lado, el consumismo actual es igual que la adicción 
a la droga, pues solo se puede satisfacer a partir de un consumo mayor; por 
otro, la droga funciona como un agente infeccioso que la política imperial 
intenta contrarrestar. Duchesne Winter, sin embargo, da la vuelta al ar-
gumento e identifica la acumulación capitalista como el agente infeccioso 
22 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
que no solo contamina el mundo de la droga, sino la totalidad de la vida. 
La acumulación capitalista succiona la sangre de los cuerpos hasta dejarlos 
agotados y obsoletos, de la misma forma en que la adicción conduce al 
agotamiento corporal o a la muerte.
En su clásico artículo, “Estética y anestésica: una reconsideración del en-
sayo sobre la obra de arte”, Susan Buck-Morss analiza el rol de la droga 
en la constitución de la modernidad del siglo XIX y del fascismo del XX 
a partir de la lectura de Walter Benjamin. Sostiene que el concepto de 
estética en sus inicios estaba vinculado al sensorio, no al buen gusto ni a la 
contemplación. El sistema sinestésico, según ella, es de conciencia senso-
rial y relaciona las percepciones con las imágenes internas de la memoria y 
la anticipación. El arribo de la industrialización trajo consigo el shock: una 
sobrecarga sensorial. Así el sistema sinestésico se transformó en anestésico; 
es decir, en un mecanismo de defensa para amortiguar los efectos devas-
tadores del shock.
En el siglo XIX, según la autora, aparecieron nuevas enfermedades como la 
neurastenia o el colapso nervioso. Para paliar sus efectos, se recurrió al láu-
dano, el opio y otras drogas. En la práctica médica, se descubrió la anestesia 
que permitió realizar eficientemente el excesivo número de amputaciones 
que significó la implementación de la tecnología industrial en las fábricas 
o campos de batalla. En lo cultural, las fantasmagorías o ilusiones visuales 
cumplieron una función similar, porque ocultaban los procesos materiales 
de producción y recreaban un sentido de totalidad adormeciendo o distra-
yendo a las personas. Buck-Morss también conecta los efectos narcóticos 
de la anestesia y del entretenimiento de las fantasmagorías con el fascismo 
moderno. Al igual que la imagen del espejo lacaniano, estas substancias o 
imágenes narcóticas recrean un sentido de totalidad que oculta los estragos 
del shock sobre el cuerpo humano y perpetúa la violencia.
En la tercera sección de la presente selección se aborda el tema de la droga 
desde el punto de vista de la tecnología farmacopornográfica, el biopoder, 
el prohibicionismo, la construcción de subjetividades, el vicio y la adicción. 
La industria farmacéutica (legal o ilegal) constantemente produce nuevos 
fármacos, que amplían sus márgenes de ganancias de manera extraordinaria 
I NT ROD UCCIÓN 23
no solo a través de los nuevos medicamentos, sino de la subjetividad de las 
personas. La alteración no controlada, por su parte, despierta la sospecha 
-una discursividad nerviosa- y es objeto de intervención biopolítica. Las 
políticas prohibicionistas se expanden inventando nuevos delitos por nar-
cotráfico. Por un lado, la droga no solo coloniza el cuerpo, sino también 
la mente; por otro, también nos lleva a los límites de la sobriedad (como 
requisito de una racionalidad instrumental) con el consiguiente pánico al 
descontrol y, por ende, la intensificación de las políticas represivas de lo que 
Deleuze, siguiendo a Burroughs, llama una sociedad de control.
En “La fabricación del vicio”, Henrique Carneiro indica que la noción de 
vicio como enfermedad y la asociación de la adicción con una degeneración 
mental o física surge en el siglo XIX con el propósito de disciplinar y regular 
a los sujetos. A partir de las contribuciones de Foucault sobre la biopolítica, 
el historiador brasileño sostiene que la intervención o el control del vicioso 
es un mecanismo que cumple una doble función. Por un lado, se inscribe 
en una política de eugenesia racial y profilaxis moral, cuyo fin es eliminar a 
los “degenerados” y “el peligro de contagio” que ellos representan. Por otro, 
forma parte constitutiva del proyecto reflexivo del yo; esto es, las nociones 
contemporáneas de autodeterminación e independencia se relacionan con 
la emergencia de campos de conocimiento como la psicología o la química 
-disciplinas muy ligadas a la experimentación con drogas. Dicho de otro 
modo, estas nociones son resultado directo de las tecnologías biopolíticas 
del siglo XIX.
EveKosofsky Sedgwick, en “Epidemias de la voluntad”, también sostiene 
que la identidad del adicto como patología tiene sus inicios en el siglo XIX y 
se transforma en el siglo XX, cuando la adicción se expande a otros ámbitos. 
Ahora una persona puede ser adicta a la comida, al ejercicio físico, al trabajo, 
a relaciones afectivas, etc. La sustancia “droga” en tanto objeto concreto, en 
consecuencia, no define el despliegue de la cadena de adicciones. Según la 
autora, este despliegue en realidad significa la expansión de la carencia o la 
falta de fuerza de voluntad; es decir, la epidemia no está en la adicción, sino 
en el proceso de expansión de abstracciones como fuerza de voluntad, libre 
albedrío, autonomía, independencia, libertad. La adicción o la compulsión, 
en definitiva, no es más que la falla en el despliegue de las abstracciones 
24 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
mencionadas. De acuerdo con Sedgwick, la sociedad actual ha devenido 
adicta a la idealización del libre albedrío o la fuerza de voluntad -ideal pa-
recido al del súper hombre nietzscheano- y el adicto representa justamente 
lo contrario, un individuo débil y dependiente, quien de sujeto de sus expe-
rimentaciones perceptivas o de sus propios placeres se transformó en objeto 
ya sea de intervención biopolítica o de estudio de nuevas disciplinas.
Sedgwick entiende que la reducción del problema de la droga a un asunto 
de elección o voluntad individual reifica un sujeto autónomo-independien-
te. Desde esta perspectiva, según Sedgwick, se pierden de vista los pro-
cesos de control y marginación social que persisten detrás del capitalismo 
del consumo. La autora rescata la noción de hábito como alternativa a la 
psicología del ego o eticización del yo unitario; a los absolutos o dicotomías 
problemáticas como adicción/libre albedrío, voluntad/compulsión y a las 
narrativas heroicas que derivan en formas punitivas/autoritarias. El hábito, 
según Sedgwick, toma en cuenta el habitus corporal, el hábito que arropa 
el cuerpo, la habitación que protege, todo aquello que marca huellas en 
un mundo en el que los absolutos metafísicos dejan/tienen un vacío; es 
decir, en el hábito, queda la huella del otro en nosotros mismos. Es así 
que Sedgwick propone una ética relacional que hace causa común con las 
identidades patologizadas como una forma de empoderamiento para lograr 
un acceso seguro y no penalizado a las sustancias adictivas, para disponer 
de centros de salud accesibles y gratuitos y acabar así con la explotación/
abusos de los traficantes.
En “La adicción punitiva”, Rodrigo Uprimny, Diana Esther Guzmán 
y Jorge Parra Norato sostienen que la desproporcionalidad es la conse-
cuencia más notable del prohibicionismo: el uso del derecho penal para 
combatir los delitos de narcotráfico. Desde una posición similar a la de 
Sedgwick, estos investigadores señalan que, desde el inicio de la Guerra 
Contra las Drogas, vivimos una gran expansión de la racionalidad puniti-
va. Las penas por narcotráfico son cada vez mayores y existe una tenden-
cia a maximizar el uso del derecho penal con la consiguiente aparición de 
nuevos delitos y el incremento de las penas. En este sentido, los autores 
señalan que existe una clara contradicción, pues teóricamente el bien pú-
blico que se busca proteger es la salud pública, pero con la emergencia 
I NT ROD UCCIÓN 25
del narcotráfico se produce un delito de segundo orden generado por la 
misma legislación antidroga. 
La violencia del narcotráfico, para estos autores, es el resultado de la apli-
cación del mismo cuerpo legal que busca combatirlo. Esta situación quie-
bra el principio jurídico que reivindica el recurso al derecho penal como 
ultima ratio y desemboca en una desproporcionalidad en donde los delitos 
por drogas son castigados con mayor dureza que el homicidio, la violación 
o el robo violento sin que exista una razón coherente que justifique tal 
absurdo. Además, de acuerdo con estos juristas, los verdaderos damnifica-
dos de la legislación antidrogas no son los grandes narcotraficantes, sino 
el eslabón más débil de la cadena: los consumidores problemáticos y los 
microtraficantes a quienes se vulneran en sus garantías constitucionales y 
derechos humanos.
El filósofo español Paúl Beatriz Preciado, en “La era farmacopornográfi-
ca”, también recupera los aportes foucaultianos para analizar la sociedad 
posfordista o lo que Sedgwick denomina capitalismo del consumo; pero 
en lugar de concentrarse en la revolución informática o del conocimiento, 
se enfoca en el uso de la pornografía y de la droga. Si Paz entendía la 
droga como una instancia de rebelión ante la modernidad, Preciado toma 
el camino inverso y analiza cómo el capitalismo contemporáneo funciona 
a partir de la intervención en el ámbito del placer, pues ya no se trata de 
producir cuerpos dóciles, sino cuerpos excitables.
Los mercados más rentables en el mundo contemporáneo, según este au-
tor, están ligados al ámbito de la pornografía y de la farmacéutica (legal o 
ilegal). El capitalismo actual ha adquirido un rostro farmacopornográfico, 
no disciplinario ni biopolítico porque ya no se trata de hacer morir o dejar 
vivir –la soberanía- ni hacer vivir o dejar morir –administrar la vida-, sino 
de extraer valor a partir de la excitación de los cuerpos. Tampoco estamos 
únicamente ante una mayor explotación de la fuerza de trabajo, sino ante 
la extracción y la mercantilización del placer. En este sentido, según Pre-
ciado, el capitalismo farmacopornográfico reduce a los cuerpos a potentia 
gaudendi: su capacidad de ser excitables. La potentia gaudendi tiene varias 
correspondencias con la categoría de vida nuda de Giorgio Agamben y, 
26 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
aunque su meta no es la aniquilación de los cuerpos en los campos de 
concentración, sino la permanente excitación, una vez que el cuerpo. Deja 
de ser excitable, termina desechado como nuda vida. 
El trabajo de Miriam Muñiz Varela sobre el “fármacon colonial” en Puer-
to Rico explora el papel de la industria farmacéutica en el marco de las 
transformaciones del capitalismo contemporáneo y la reconfiguración del 
trabajo en el régimen laboral post-fordista, cuando los controles de la vida 
misma se convierten en fuente de sentido y valor económico. Aunque Mu-
ñiz Varela no elabora la relación entre la industria farmacéutica en Puerto 
Rico y el tráfico ilegal de estupefacientes, su trabajo es un excelente punto 
de partida para considerar la distinción entre drogas “legales” e “ilega-
les” en el marco del bio-capital contemporáneo, en la medida en que su 
análisis pone de relieve el papel económico que cumple la alteración de la 
conciencia en la construcción de subjetividades como negocio global. En 
el cruce entre el vocabulario derridiano de la ambivalencia del “fármaco” y 
el análisis de Aníbal Quijano de la colonialidad del poder, Muñiz Varela 
elabora una propuesta fundamental sobre los espacios y tiempos desiguales 
e interdependientes de la globalización farmacológica. 
El análisis del biopoder o del poder farcopornográfico, sin embargo, no 
da cuenta de las economías de la violencia y de la muerte en el mundo del 
narco. Por eso, en la última sección de esta antología hemos incluido una 
serie de trabajos que demuestran cómo en el narcotráfico contemporáneo 
ya no se trata exclusivamente de administrar la vida o de la construcción 
de cuerpos excitables, sino que la muerte y la violencia devienen fuentes 
de poder y de extracción de valor. Las lógicas de la soberanía se han des-
plazado hacia la necropolítica, para usar el concepto de Achille Mbembe, 
en oposición a la biopolítica, aunque no se trata del regreso de una noción 
clásica o moderna de soberanía. Las distinciones entre campos políticos 
internos y externos pierden sentido. Los Estados no tienen el monopolio 
del derecho de matar ni el soberano es una figura visible. Más bien esta-
mos ante la emergencia demáquinas de guerra (Deleuze y Guattari) que 
se caracterizan por una constante metamorfosis, se componen de hom-
bres armados que se escinden o fusionan según las circunstancias y fun-
cionan a partir de los principios de segmentación o desterritorialización. 
I NT ROD UCCIÓN 27
Phillipe Bourgois, Fernando Montero Castrillo, Laurie Hart y George 
Karandinos, en “Habitus furibundo en el gueto estadounidense” realizan 
una etnografía en un barrio de Filadelfia habitado por descendientes de 
puertorriqueños y ubicado en el antiguo centro industrial. Se trata de un 
barrio precarizado en donde el mercado de drogas ha llenado los vacíos de 
la desindustrialización. Según los investigadores, allí ocurre un proceso de 
acumulación primitiva de capital en tanto los recursos del vecindario ter-
minan en manos de sectores acomodados como abogados, jueces, médicos, 
psicólogos, guardias carcelarios sindicalizados, la policía, las farmacéuti-
cas, etc. Este proceso de acumulación, sin embargo, no se da a partir de la 
explotación de la fuerza de trabajo, sino del habitus furibundo. En el barrio 
prima una economía moral de la violencia en donde el ser capaz de recurrir 
a la violencia si es necesario y otras formas de masculinidad exacerbada 
son fundamentales en el mercado de la droga. Este habitus, sin embargo, 
al mismo tiempo que permite a los jóvenes acceder a los beneficios del 
mercado de la droga, los introduce en un círculo vicioso cuyo resultado 
es una exclusión mayor en tanto son apresados y así sus posibilidades para 
integrarse en la economía formal se vuelven aún más complicadas.
La biopolítica contemporánea, de acuerdo con los autores, también con-
tribuye a la acumulación primitiva a partir de este habitus furibundo. Del 
Estado de bienestar quedan pocas políticas; entre ellas, por ejemplo, el 
pago de un subsidio de empleo por razones médicas, lo que constituye un 
ingreso importante para muchos vecinos. Con el fin de acceder a estos 
recursos, varios de ellos adquieren un vocabulario que les permite definir-
se a sí mismos como enfermos (bipolaridad, esquizofrenia, etc.). De esta 
manera, no solo se reproduce la economía moral de la violencia al mante-
ner comportamientos agresivos, sino que simultáneamente se transfieren 
grandes cantidades de recursos a las farmacéuticas que producen este tipo 
de medicamentos.
Sayak Valencia, en Capitalismo gore, también analiza cómo la biopolítica 
de la globalización actual deviene en un capitalismo violento –capitalis-
mo gore– , cuyas manifestaciones más importantes son la violencia y la 
destrucción de los cuerpos. En las zonas pauperizadas del capitalismo 
posfordista o de consumo, la norma no es la administración de la vida, sino 
28 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
la capacidad para otorgar la muerte a otros –necropolítica. Aquí se cons-
truyen sujetos endriagos; es decir, sujetos altamente agresivos, híper-mascu-
linizados. La violencia y la destrucción de los cuerpos en estas zonas deja 
de ser un medio para adquirir riqueza o poder; por el contrario, según la 
autora, se convierten en el fin mismo y la forma como el consumo se ma-
terializa en las zonas pauperizadas. El narcotráfico y el resto de prácticas 
del capitalismo gore, por tanto, no son otra cosa que la forma en que los 
sectores precarizados por la globalización neoliberal se insertan al híper 
consumo contemporáneo debido a que la economía de la droga les permite 
obtener la visibilidad y los recursos necesarios.
Cerramos nuestra narcografía con “La narcomáquina y el trabajo de la 
violencia: Apuntes para su decodificación”, de la antropóloga mexicana 
Rossana Reguillo, quien propone la categoría de máquina del narco para 
pensar el escenario de muerte generalizada que soporta México desde la 
declaratoria de la guerra contra el narco (2006). La lógica de la soberanía 
estatal se ve superada por una máquina cuya violencia es un dispositivo 
tautológico que se justifica a sí mismo. Esta máquina actúa a partir de 
1) de la disolución de la persona, 2) del cuerpo roto o destrozado que se 
transforma en un índice de una escena o poder previo y 3) de su presencia 
fantasmática (ilocalizable). Reguillo identifica varios tipos de violencia 
(estructural, histórica, disciplinaria y difusa), pero analiza a profundidad 
otras dos: la utilitaria y la expresiva. La primera tiene un objetivo deter-
minado; en cambio, la segunda supera lo utilitario y lo relevante está en la 
exhibición. Esta violencia contiene tres etapas: a) el suplicio o tortura, b) la 
misma muerte y c) la muerte convertida en espectáculo mediático. Regui-
llo analiza cómo la violencia expresiva de la máquina del narco genera su 
propio lenguaje –narcoñol– como un ejercicio que pretende otorgar inteli-
gibilidad a las lógicas, modos, estrategias, valores, figuras y, especialmente, 
impactos de una máquina letal.
I NT ROD UCCIÓN 29
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DE LA T RANSCULT URACIÓN DEL TABACO 33
D E L A 
T R A N S C U L T U R A C I Ó N 
D E L T A B A C O * 
Fernando Ortiz 
* De Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (La Habana: Editorial de Cien-
cias Sociales, 1991 [1940]), pp. 211-294.
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La historia del tabaco ofrece uno de los más extraordinarios 
procesos de transculturación. Por la rapidez y extensión con que se propa-
garon los usos de aquella planta, apenas fue conocida por los descubridores 
de América, por las grandes oposiciones que se presentaron y vencieron, y 
por el radicalísimo cambio que el tabaco experimentó en toda su significa-
ción social al pasar de las culturas del Nuevo Mundo a las del Mundo Viejo.
[…]
El tabaco llega al mundo cristiano con las revoluciones del Renacimiento y 
de la Reforma, cuando caída la Edad Media empieza la modernidad con su 
racionalismo. Diríase que la razón, flaca y entorpecida por la teología, para 
fortalecerse y libertarse necesitaba del auxilio de estimulantes benevolen-
tes, que no la embriagaran con entusiasmos y luego la embrutecieran con 
ilusiones y bestialidades, como ocurría con las milenarias bebidas alcohóli-
cas que llevan a la beodez. Para eso, para ayudar a la razón de que adolecía, 
salió de América el tabaco. Y con éste fue el chocolate. Y de Abisinia y 
de Arabia por los mismos tiempos surgió el café. Y el té también acudió 
entonces desde el Asia Extrema.
No deja de ser interesante esta coincidencia en la Vieja Europa de esas 
cuatro sustancias exóticas, todas ellas estimuladoras de la sensualidad a 
la vez que de los espíritus, salidas entonces de los extremos mundos como 
enviadas por los demonios para reanimar a Europa cuando “llegó la hora”, 
cuando ésta quería rescatar de consuno la prioridad de la razón y la licitud 
36 DRO GA, CULT URA Y FARMACOLONIALIDAD: LA ALT ERACIÓN NARCO GRÁFICA
del sensualismo. A Europa ya no le bastaban para sus sentidos las especias 
ni los azúcares; los cuales, aparte de ser escasos y sólo privilegio de pode-
rosos, excitaban sin dar inspiraciones o fortalecían sin dar exaltación. Ni le 
eran suficientes a su espíritu los vinos y licores, que, si procuraban audacia 
y fantasía, a menudo ocasionaban abyección y desvarío y nunca meditación 
ni juicio. Hacían falta otras especias y néctares que fuesen animadores te-
naces y profundos de los sentidos y de las ideas. Y los demonios proveyeron 
a ello, enviando para las contiendas mentales que en Europa abrieron la 
vida a la Edad Moderna el tabaco de las Antillas, el chocolate de México, 
el café del África y el té de la China, la nicotina, la teobromina, la cafeína 
y la teína; los cuatro alcaloides que se unieron al servicio de la humanidad 
para que la razón fuese más despierta.
[…]
Esos cuatro alcaloides, atracciones sensuales y sutiles estímulos nerviosos, 
llegaron todos a tiempo para prolongar el Renacimiento. Fueron refuerzos 
sobrehumanos para los revolucionarios de las ideas.
[…]
Pero también el tabaco es gran amigo del pensamiento. “Desde el instante 
de tomar una pipa de tabaco el hombre deviene un filósofo”, dijo el inglés 
Sam Slick. Según Thackeray, el tabaco “hace manar sabiduría de los labios 
del filósofo y cierra la boca del necio”. Al considerar los influjos que en 
la vida intelectual de la edad moderna han tenido los citados alcaloides, 
todos ellos deben ser considerados como cooperantes, aun cuando en grado 
diverso, según las épocas y los países.
Acaso las sustancias tentadoras que hay en todos ellos sean efluvios de una 
misma retorta infernal. Ya era sabido que en el café y el té bulle un mismo 
alcaloide, el “trimethyloxipurin”. Pero ha poco el profesor Nottbohm descu-
brió que aquellas plantas contienen además otro alcaloide, el “trigonellin”; y 
acaba de probarse por Hantzsch (ver Jacob, 1934: cap. III) que ese alcaloide 
precisamente es uno de los principales constituyentes de la nicotina, carac-
terística del tabaco. Es también notable que los citados cuatro alcaloides, o 
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demonios, aun cuando diversos de apariencias, se asemejaron bastante en 
sus trayectorias sociales. Por sus oriundeces todos eran ultramarinos y exó-
ticos, llevados a los blancos por las “gentes de color”: los cobrizos, los negros, 
y los amarillos. Por su naturaleza, todos avivaron apetitos sensuales. Por sus 
comienzos, todos tuvieron cuna religiosa y anatema de sacerdotes. Por sus 
propagandas, todos fueron medicinales. Por su difusión, todos estuvieron 
perseguidos, por gobiernos, moralistas y clerecías y defendidos por médicos, 
poetas y mercaderes. Y todos al fin ganaron su mundial y rápida victoria, no 
sólo por sus favores a la sensualidad y sus promesas medicinales, sino por 
su temprana simbiosis con el capitalismo, que los hizo signos de elegancia, 
de rango y de dinero y fuentes de caudalosos medros y tributos. Acaso no 
sea ocioso decir que dichas sustancias vegetales fueron como “monedas” y 
sirvieron como sustitutivas de tales: el tabaco como moneda de uso al menos 
en Virginia y en África donde, según el abate de Choisy (1687: 77) los ho-
landeses iban penetrando el continente africano a medida que compraban 
las tierras a precio de tabaco. El chocolate fue moneda precolombina en 
México y en África, el té en pueblos del Asia. Del café no sabemos.
Es sorprendente cómo hoy día la vida económica de sendas comarcas, de 
grandes provincias y de naciones enteras depende básicamente del tabaco, 
del café, del té o del cacao.
En los siglos modernos esos cuatro demonios lucrarán juntos y juntos 
aparecerán en los altares de la sensualidad con los antiguos y medievales 
alcoholes, especias y almíbares.
[…]
Pero, sobre todo, en esa época intervienen ya en la suerte del tabaco es-
pañol dos nuevos factores sociales, ambos de carácter fundamentalmente 
económico; uno que se traduce en la comedia y otro que no se confiesa pero 
que es el más importante y decisivo. Es que entonces el tabaco adquiere 
un sentido de alto rango social y se convierte en un gran valor económico.
Fumar un tabaco o absorber sus polvos fue símbolo de señorío y de opu-
lencia. Acaso el uso del tabaco ya tuvo algo de jerárquico entre los mismos 
indios, al menos en ciertas maneras ceremoniales. En algunos cronistas se 
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apunta la categoría social de ciertos ritos del tabaco, atribuyéndolos a los 
caciques y a los sacerdotes. Entre los europeos, tomar tabaco era el goce de 
una riqueza exótica que se consumía totalmente en una vez, quemándola y 
reduciéndola a cenizas. Lo elevado de su costo no permitía tal dispendioso 
y fugitivo placer sino a los potentados. Su exotismo, añadido al subidísimo 
precio, le daba a tal lujo un carácter de distinción rara. Se fumaba con 
vanagloria como se alardeaba de poseer un esclavito negro, una jaula de 
loros parleros, una carroza de caoba o un bastón de carey. Estos no eran 
solamente signos de riqueza; pretendían ser símbolos de pompa cortesa-
na, ganados en empresas lejanas y semifabulosas de guerra, autoridad y 
poderío. Y el anhelo del rango social estimulaba la apetencia del tabaco 
para la ostentación en su disfrute, tal como el parvernú quiere beber en 
público el champagne más rico de sabor y de precio para satisfacción de su 
petulancia. Así, lo antes “mal visto en sociedad” vino a ser signo de “alta 
elegancia entre la gente distinguida”. Aún hoy día, un sujeto que “fuma 
en pipa” es todo un personaje en el folklore. Por extensión metafórica, 
también de un problema muy importante, se dice que “fuma en pipa”. La 
simple categoría social que tenía el tabaco por aquellos tiempos se descubre 
en esas alusiones que se le hacen en el teatro español de costumbres. Se le 
saca a la mesa a sus postres, con la exóticas y ricas frutas de Indias y de 
Castilla, “para echar la bendición”.
Pero, además, el tabaco en esa misma época alcanza una gran considera-
ción económica por los mercaderes, por los estadistas y también por los 
eclesiásticos. Ya no es sólo una fuente de placeres; ya lo es también de 
riquezas. Al caer el siglo XVI el uso del tabaco es ya tan aceptado que 
pasa a ser una mercancía siempre negociable y su cultivo es granjería muy 
provechosa. El producido en Indias es tan apetecido que se hace objeto de 
un codicioso comercio trasatlántico, ya tan pingüe como lo fue el de las 
especias; y, en definitiva, su crecido valor, su inagotable demanda y el ca-
rácter suntuario que tiene su consumo lo convierten en una base económica 
excepcionalmente amplia y adecuada para sufrir tributos muy productivos, 
zarpazos fiscales de los más crueles y a la vez de los más consentidos.
[…]
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Por interés económico, triple, derivado del medro mercantil, del beneficio 
tributario y de la renta territorial, la clerecía española no se sintió propicia 
a hostilizar el tabaco. Los clérigos en sus conventos y solares debieron de 
sentir como otros pobladores la tentación de sembrar y cosechar en sus 
plantíos hortelanos esa yerba tan apetecida que ya iba siendo el tabaco.
Es lícito pensar que los clérigos también se procurarían buenos medros 
mercantiles con el tráfico del tabaco, cuando este producto fue ya muy 
codiciado; pues, pese a su misión profesionalmente apostólica, no fue raro 
que la olvidaran persiguiendo negocios monetarios como mercaderes y 
contrabandistas. Con frecuencia había frailes que solapadamente trafica-
ban en continuos viajes trasatlánticos entre Sevilla y las Indias, tanto que 
se expidieron bulas pontificias con censuras eclesiásticas para evitar tales 
abusos, prohibiendo que los frailes en sus viajes marítimos llevasen consi-
go oro, plata y otras cosas fuera de las indispensables para su matalotaje, 
y ordenando que ellos fuesen rigurosamente vigilados en los puertos por 
razón de sus contrabandos.
[…]
En España llegó a ser institucional el contrabando. Por las serranías y cos-
tas marinas de la Península los contrabandos eran un modo habitual de 
vivir; una forma específica del bandolerismo. El tabaco y sus contrabandis-
tas forman un sector histórico en Andalucía, sobre todo en Sevilla, como 
personajes de las sierras y de las fábricas cigarreras de Sevilla. ¡Carmen!
[…]
La importancia tributaria del tabaco debió de percibirla, antes que otra en-
tidad social, la Iglesia Católica en las Indias españolas, apenas los poblado-
res iniciaron privadamente el cultivo de tabacales para su aprovechamiento 
en los tratos mercantiles. La base económica de la Iglesia española, como 
en general de la Católica, aparte de sus grandes feudos, fundos y otros pin-
gües beneficios, estuvo en los diezmos, o sea en el impuesto que aquélla 
percibía del diez por ciento de toda la producción minera y agraria del país. 
El sistema legislativo de tal tributación eclesiástica ya estaba en vigor en la 
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España peninsular antes que naciera la España colonial, y cuando surgió 
ésta no hubo más que hacer extensivo a los nuevos países ese viejo régimen 
fiscal de Castilla, lo cual hicieron los Reyes Católicos por R. C. de 5 de 
octubre de 1501. Apenas el tabaco comenzó a ser objeto de la especulación 
agraria de los españoles en las tierras por ellos pobladas, por sólo ser un 
producto cultivado, quedó ipso facto sometido al impuesto del diezmo, o sea 
de la décima parte, de su producción, a favor de las arcas eclesiásticas. Así 
los clérigos españoles de las Indias, donde comenzó a cultivarse el tabaco 
para su consumo por los pobladores y luego para la exportación, pronto 
sacaron directos provechos, económicos y utilitarios de la propagación de la 
planta diabólica, como los reyes pudieron beneficiarse con ella mediante los 
almojarifazgos, alcabalas, monopolios y toda suerte de gabelas que fueron 
impuestos sobre el tabaco bajo amenaza de los más draconianos castigos.
[…]
La transición cultural del tabaco fue muy polémica. Se expresaron con 
sumo ardimientolas tendencias innovadoras y las estacionarias, se ima-
ginaron ridículas generalizaciones, se hicieron persecuciones hasta la 
muerte y se mantuvieron con tesón las rebeldías; combatieron la teología 
y la ciencia, la ignorancia y la técnica; y, al fin, se impusieron los criterios 
económicos y hedonísticos, hasta el día de hoy en que sigue la brega, con 
otras ideas y propósitos y casi siempre por dineros. 
Los demonios, muy sabichosos de las debilidades humanas, para lograr 
vencer más pronto entre los pueblos ultraamericanos unieron la original y 
fisiológica tentación sensualista del tabaco a la social tentación de la vani-
dad. Pero aún estas dos tentaciones no fueron bastantes. Entonces movi-
lizaron también la de la codicia. Buscaron el modo de traducir tabaco en 
dinero. El original sentido del tabaco fue trocado en un interés económico 
de posibilidades capitalistas y tributarias. Y ya con la estimulación con-
junta de tres pecados, capitales los tres (la gula, el orgullo y la avaricia) los 
demonios vencieron entonces rápidamente; diríase sin irreverencia que “en 
un santiamén”, pues, al fin, hasta la alta clerecía los ayudó a que triunfara 
por todo el mundo el tabaco, ese archidiabólico y sutilísimo instrumento 
de sensualismo y celebración.
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En la historia europea del tabaco se dieron con más pronunciados relieves 
estas fases de su transculturación. Es al mediar el siglo XVI cuando el tabaco 
deviene en una “mercancía internacional” y comienza a cultivarse en Europa. 
[…]
En algunos países de Europa se produjeron curiosos fenómenos de trans-
culturación del tabaco por la línea de la medicina. Algunos médicos llega-
ban a ordenar la introducción del humo del tabaco en el cuerpo, no por la 
boca sino por la entrada opuesta. En Suiza, Alemania y otros pueblos de 
Europa se conocieron jeringas de humo (Brooks 1937: 55), sugeridas pro-
bablemente por el vago recuerdo de ciertas prácticas indias. Todavía por 
1844, en Escandinavia se usó para ciertas enfermedades llenar las narices 
del paciente, taponándolas con tabaco (Brooks 1937: 19, nota), tal como 
solían hacer los aztecas con polvos de la yerba chilpanton, al querer estancar 
las hemorragias nasales (Sahagún 1900, tomo III: 253).
Hay que convenir en que el tabaco fue descubierto por los europeos en una 
época propicia para su recepción como panacea. De la Edad Media no se 
habían perdido aún las supersticiones en los prodigios y las magias, y del 
Renacimiento ya se tenían las curiosidades experimentales, aun cuando 
sin haberse condensado en formulaciones científicas. Y el tabaco fue a la 
vez cosa de portento y cosa de ciencia; sustancia que atraía tanto por su 
exótico misterio y lo semifabuloso de su procedencia, como por lo extraño 
de sus métodos y lo inexplorado de sus eficaces aplicaciones, todo lo cual 
hacía incontables las posibilidades para la experimentación de los médicos 
noveleros y para las engañifas del charlatanismo y la curandería.
[…]
En los médicos fue corriente declamar contra los abusos del tabaco y re-
comendar que no se aplicara la yerba “sana sancta” sin una previa pres-
cripción facultativa; a lo cual replicaban los fanáticos de la yerba que eso 
era por egoísmo profesional. Y también, desde mediados del siglo XVII 
hubo sátiras contra los médicos que en la novelería del tabaco encontraban 
medro económico.
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Dogmatistas y científicos cedieron ante el diabólico espíritu del tabaco 
cuando éste, pese a los martirios impuestos a sus devotos, logró extenderse 
por las altas y las bajas clases sociales y vino a ser fuente fiscal de pingües 
almojarifazgos, alcabalas, estancos y diezmos, así para los usufructuarios 
de la Corona como para los del Altar. Y, en esto también, todo fue con-
secuencia de la virtud del dinero, que en la corte del rey y en la de Roma 
ya había notado con su perspicacia y referido con sorna el P. Juan Ruiz, el 
arcipreste desenfadado. Cuando los regios arbitristas comprendieron lo fá-
cil que era poner tributos al tabaco, como a un artículo de placer, se supri-
mieron las persecuciones, los moralistas fueron callados y las conciencias 
fueron dormidas, dejando que los endiablados tabacos de los idólatras de 
América fueran inficionando al mundo a cambio de pagar fuertes tributos 
a sus empinados gobernantes. Entonces el crudelísimo sultán de Turquía, 
convencido de las ventajas económicas del tabaco, derogó el iradé que 
mandaba empalar a los fumadores y la furia de los ulemas fue relajándose. 
Si antes un gran muftí a nombre de Dios inspiró las persecuciones, luego 
otro gran muftí cambió la doctrina, no se sabe si también por soplo de Alá. 
Tal como ocurrió con el café, condenado primeramente como contrario 
a la divina ley coránica y luego encomiado como “vino del Islam” para 
sustituir el “vino de los cristianos”. Si antes el café fue tenido por leyenda 
como una bebida sacada de la cagarrutas de los cabrunos demonios, luego 
una nueva leyenda, de origen persa, explicó piadosamente cómo habiendo 
caído Mahoma en abrumador cansancio y somnolencia, Dios reanimó a su 
profeta enviándole con el arcángel Gabriel una bebida entonces desconoci-
da, negra como la venerada piedra meteórica de la Kaaba en la Meca. Así 
el café bajó de los cielos como un don de Alá y Turquía pasó a figurar entre 
los pueblos más fumadores de tabaco y más bebedores de café.
[…]
Los atropellos contra la democracia del tabaco se resienten más profun-
damente que otros, hasta la trascendencia histórica. A las iras despertadas 
en los pueblos contra los monopolios del tabaco, generalmente en manos 
de magnates aristócratas o de judíos, y contra los abusos de sus detentado-
res despóticos, hasta el punto que provocaron motines en varias capitales 
de Europa, se atribuyen las primeras conmociones antiaristocráticas del 
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siglo XVIII (Brooks 1937: 146,158). Steinmetz (1878: 13) dice que Jean 
Bart, el héroe naval francés, “al fumar ante Luis XIV realizó un acto de 
tan prodigiosa audacia y nivelador sentido que puede considerarse como 
el verdadero inicio de la Revolución Francesa”. Desde ese punto de mira 
puede pensarse que, también por el siglo XVIII, los motines de los vegueros 
y frailes contra los monopolistas del tabaco fueron los precursores de la 
conciencia nacional y prepararon en el pueblo de Cuba la rebelión liberta-
dora contra los monopolios mercantiles, políticos, eclesiásticos y sociales.
[…]
En la misma evolución de los tipos morfológicos del fumar parece que 
hay algo que es impuesto por el ambiente humano, aparte de los apremios 
económicos y de las creencias religiosas, como si el ritmo de la vida social 
influyese también en las costumbres de los fumadores. La pipa se da más 
por tierras frías y recintos cerrados, en ceremonias tradicionales de paz y 
de religión. El cigarro o puro es más bien compañía actual de caminantes 
por países cálidos y en magias operativas, esparcimientos y jolgorios. El 
cigarrillo, ya de papel, breve y liviano, es hijo del amestizamiento, tercería 
de culturas, engendro transcultural en tiempos y costumbres de más apre-
mios y tensiones. “El automóvil es enemigo del fumar”, ha dicho con razón 
José Aixalá (Diario de la Marina, Habana, 9 de diciembre de 1939); pero el 
tabaco que ahora estorba en las tensas duraciones del presente ritmo social, 
llena todas sus pausas. Con la vida moderna, veloz y a ritmo de máquina, 
el tabaco se habría ahuyentado si el cigarrillo no lo hubiera sostenido, lu-
bricando sus fricciones y válvulas y refrescando las energías.
[…]
En estos años convulsivos se ha pensado que el tabaco es un “arma de 
guerra”, como el petróleo y el lubricante que mueven las máquinas bélicas. 
El tabaco, se ha dicho, tonifica e impulsa el ánimo de los soldados y no hay 
ejército que ahora quiera pelear sin él. Pero no, el tabaco sigue siendo ins-
trumento de paz, indispensable para conservar

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