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El_Quin

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El Quin
Leopoldo Alas
Exportado de Wikisource el 4 de noviembre de 2023
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Lo siento por los que en materias de gusto no tienen más
criterio que la moda, y no han de encontrar de su agrado
esta verídica historia, porque en ella se trata de estudiar el
estado de alma de un perro; y ya se sabe que el arte
psicológico, que estuvo muy en boga hace muchos años,
volvió a estarlo hace unos diez, ahora les parece pueril,
arbitrario y soso a los modistos de las letras parisienses, que
son los tiranos de la última novedad.
Los griegos, los clásicos, no tenían palabra para el concepto
que hoy expresamos con esta de la moda; allí la belleza, por
lo visto, según Egger, no dependía de estos vaivenes del
capricho y del tedio. ¡Ah! los griegos hubieran podido
comprender a mi héroe, cuya historia viene al mundo un
poco retrasada, cuando ya los muchachos de París y hasta
los de Guatemala, que escriben revistas efímeras, se burlan
de Stendhal y del mismísimo Paul Bourget.
De todas suertes, el Quin era un perro de lanas, blanco. Él
no sabía por qué le llamaban el Quin, pero estaba
persuadido de que este era su nombre y a él atendía,
satisfecho con este conocimiento relativo, como lo están los
filósofos positivistas con los suyos, que llama Clay
conocimientos sin garantía, y que no alcanzan más firme
asiento. Si hubiera sabido firmar, y poco le faltaba, porque
perro más listo y hasta nervioso no lo ha habido, hubiera
firmado así: El Quin; sin sospechar que firmaba, aunque
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con muy mala ortografía: Yo el rey. Sí, porque sin duda su
verdadero nombre era King, rey; sólo que las personas de
pocas letras con quien se trataba pronunciaban mal el
vocablo inglés, y resultaba en español Quin, y así hay que
escribirlo.
Mayor ironía, por antífrasis, no cabe; porque animal que
menos reinase, no lo ha habido en el mundo. Todos
mandaban en él, perros y hombres, y hasta los gatos; porque
le parecía una preocupación de raza, indigna de un
pensador, dejarse llevar del instinto de antipatía inveterado
que hace enemigos de gatos y perros sin motivo racional
ninguno.
El Quin había nacido en muy buenos pañales; era hijo de
una perrita de lanas muy fina, propiedad de una señorita
muy sensible y muy rica, que se pasaba el día comiendo
bombones y leyendo novelas inglesas de Braddon, Holifant
y otras escritoras británicas. Nació el Quin, con otros cuatro
o cinco hermanos, en una cesta muy mona, que bien puede
llamarse dorada cuna; a los pocos días, la muerte, más o
menos violenta, de sus compañeros de cesta le dejó solo a
sus anchas con su madre. La señorita de las novelas le
cuidaba como a u príncipe heredero; pero según crecía el
Quin, y crecía muy deprisa, iba marchitando las ilusiones de
su ama, que había soñado tener en él un perrito enano, una
miniatura de lana como seda. La lana empezó a ser menos
fina y rizosa; la piel era como raso, purísima, sonrosada...
pero el Quin ¡daba cada estirón! Un perito declaró a la
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señorita fantástica que se trataba de un bastardo; aquella
perrita ¡preciso es confesarlo! Había tenido algún desliz;
había allí contubernio; por parte de padre el Quin era de
sangre plebeya sin duda... De aquí se originó cierto despego
de la sensible española-inglesa respecto del perro de sus
ensueños; sin embargo, se le atendía, se le trataba como a
un infante, si no ya como a príncipe heredero. Al principio,
por miedo que lo arrojara a la calle, a la vida de vagabundo,
que le horrorizaba, porque es casi imposible para un perro,
sin el pillaje y el escándalo; al principio, digo, Quin procuró
mantenerse en la gracia de su dueño haciendo olvidar el
vicio grosero de su crecimiento aborrecido, a fuerza de
ingenio... y, valga la verdad, payasadas.
Un escritor muy joven y de mucho talento, Mr. Pujo, en un
libro reciente hace una observación muy atinada, que no me
coge de nuevas, respecto de lo mucho que se engañan las
personas mayores, de juicio, respecto del alcance intelectual
de los niños. El niño, en general, es mucho más precoz de lo
que se piensa. Yo de mí sé decir que, cuando contaba muy
pocos años, me reía a solas de los señores que me negaban
un buen sentido y un juicio que yo poseía hace mucho
tiempo, para mis adentros. Pues esto que les suele pasar a
los niños, le pasaba al Quin, que había llegado a entender
perfectamente el lenguaje humano a su manera, aunque no
distinguía las palabras de los gestos y actitudes porque en
todo ello veía la expresión directa de ideas y sentimientos.
El Quin no acababa de comprender por qué extrañaban los
hombres que él fuera tan inteligente; y los encontraba
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ridículos cuando los veía tomar por habilidad suma el
tenerse en dos pies, el cargar con un bastón al hombro,
hacer el ejercicio, saltar por un aro, contar los años de las
personas con la pata, etc., etc. todas estas nimiedades que le
conservaban en el favor relativo de su ama, le parecían a él
indignas de sus altos pensares, cosa de comedia que le
repugnaba. Si se le quería por payaso, no por haber nacido
allí, en aquel palacio, poco agradecimiento debía a tal
cariño. Además, delante de otros perros menos mimados,
que no hacían títeres, le daba vergüenza aquel modo de
ganar la vita bona. Él deseaba ser querido, halagado por el
hombre, porque su naturaleza le pedía este cariño, esta
alianza misteriosa, en que no median pactos explícitos, y en
que, sin embargo, suele haber tanta fidelidad... a lo menos
por parte del perro. «Quiero amo, decía, pero que me quiera
por perro, no por prodigio. Que me deje crecer cuanto sea
natural que crezca, y que no me enseñe como un portento,
poniéndome en ridículo».
Y huyó, no sin esfuerzo, del palacio en que había visto la
luz primera.
Pasaba junto a la puerta de un cuartel, y el soldado que
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estaba de centinela lo llamó, le arrojó un poco de queso y el
Quin, que no había comido hacía doce horas, porque
todavía no sabía buscárselas, mordió el queso y atendió a
las caricias del soldado. ¿Por qué ir más lejos? Él, amo sí lo
quería; la vida de perdis le horrorizaba: si le admitían, se
quedaría allí. Y se quedó. Ocultó al regimiento, que a poco
prohijó al animal, las habilidades que tenía; pero dejó ver su
nobleza, su lealtad; y todo el cuartel estaba loco de contento
con el Quin, cuyo nombre se supo porque lo llevaba
grabado en el collar de cuero fino con que se había
escapado.
Desde el coronel al último recluta, todos se juzgaban
dueños y amigos pro indiviso del noble animal. El Quin
ocultaba sus gracias, su gran ingenio, pero se esmeraba en
las artes de la buena conducta, era leal, discreto en el trato,
varonil, hasta donde puede serlo un perro, en su fidelidad al
regimiento no había nada de amanerado, de comedia. Era el
encanto y el orgullo del cuartel y a él no le iba mal del todo
con aquella vida. Desde luego la prefería a la del palacio. A
lo menos aquí no era un bufón, y podía crecer y engordar
cuanto quisiera. Huía de que le cortaran la lana al ras del
pellejo, porque no quería lucir la seda de color de rosa de su
piel; no quería mostrar aquellas pruebas de su origen
aristocrático. La lana larga le parecía mejor para su
modestia, para su incógnito; la llevaba como una mujer
honesta y hermosa lleva un hábito. Procuraba estar limpio,
pero nada más.
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Trabó algunas amistades por aquellos barrios y le
presentaron sus compañeros en el oficio de azotacalles a
una eminencia que llamaba muchísimo la atención en
Madrid por aquella época. Le presentaron al perro Paco. El
Quin le saludó con mucha frialdad. Le caló en seguida. Era
un poseur, un cómico, un bufón público. En el fondo era
una medianía; su talento, su instinto, que tanto admiraban
los madrileños, eran vulgares; el perro Paco tenía la poca
dignidad de hacer valer aquellas habilidades que otros canes
ocultaban por pudor, por dignidad, por no merecer la
aclamación humillante de los hombres, que se asombraban
de que un perro tuviera sentido común. Entre los perros,
Paco llegó pronto a desacreditarse; los más grandes de su
especie, o lo que fuese, le despreciabanen medio de sus
triunfos populares; prostituía el honor de la raza; todo su
arte era una superchería; todo lo hacía por la gloria; llegó al
histrionismo y al libertinaje asqueroso. Las vigilias de los
colmados, sus hazañas de la plaza de toros las vituperaban
los perros dignos, serios, valientes y las miraban como
Agamemnon y Ayax, de Shakespeare, los chistes y
agudezas satíricas de Tersites.
El Quin era de los que le desdeñaba más y mejor, sin
decírselo. El perro Paco cada vez que le encontraba se ponía
colorado, como se ponen colorados los perros negros, es
decir, por los ojos, y en su presencia afectaba naturalidad y
fingía estar cansado de aquella vida de parada, de
exhibición y plataforma. Por no ver aquellas cosas, el Quin
deseaba salir de la corte. «Perro chistoso, pensaba el Quin,
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recordando a Pascal, mal carácter». Empezó, además, a
encontrar poco digna de su pensamiento más hondo, la vida
del cuartel. Algunos soldados eran groseros, abusaban de su
docilidad... y aquella fama de perro leal que tenía y tanto
había cundido, acabó por molestarle. Deseaba oscurecerse,
irse a provincias; peor ¿con quién?
Un comandante del regimiento que había declarado al Quin,
si no hijo, perro adoptivo, tenía pendiente de resolución en
las oficinas de Clases pasivas la jubilación de un pariente
cercano, y con el tal comandante solía nuestro héroe entrar
en aquellas oficinas; pero es claro que no pasaba de la
portería, donde le toleraban; y allí esperaba a que saliera su
comandante para irse de paseo con él. Pues en aquella
portería, donde el Quin llevaba grandes plantones, encontró
la persona con quien pudo realizar su gran deseo de
marcharse a provincias.
Observaba el Quin que, después de mayor o menor lucha
con los porteros, todos los que pretendían entrar a vérselas
con los empleados, lo conseguían. Notó el perro que los
más audaces, los más groseros en sus modales eran los que
entraban más fácilmente, aunque no fueran personajes. Los
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tímidos sudaban humillación y vergüenza antes de vencer la
resistencia de los cancerberos con galones. Y un joven
delgado, de barba rala, de color cetrino, de traje no muy
lucido, de ojos azules claros muy melancólicos, a pesar de
no faltar ni un día sólo a la portería defendida como una
fortaleza, nunca podía pasar adelante; y eso que, a juzgar
por el gesto de ansiedad que ponía cada vez que le negaban
el permiso de entrar donde tanto le importaba, aquella
negativa debía de causarle angustias de muerte. El Quin,
tendido en un felpudo, con el hocico entre las patas, seguía
con interés y simpatía la pantomima cotidiana del portero y
el joven cobarde.
El cancerbero ministerial le leía en los ojos al mísero
provinciano (que lo era, y harto se le conocía en el acento)
que venía sin más recomendaciones y sin más ánimos que
otras veces; y en él desahogaba toda su soberbia y todo su
despotismo vengándose de los desprecios de otros más
valientes. En el rostro del joven se pintaba la angustia, la
desesperación; se leía un momento un relámpago de
energía, que pasaba para dejar en tinieblas de debilidad y
timidez aquella cara abandonada a la expresión de la
tristeza abatida.
Llegó a conocer el Quin que el portero todavía tenía en
menos al tal muchacho que a él mismo, con ser perro.
Puede que primero le hubiera dejado pasar a él a preguntar
por su expediente.
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El de los pantalones de color de canela, como el Quin
llamaba para sus adentros al provinciano de barba rala, se
sentaba en un banco de felpa y allí se estaba las horas
muertas, como podía estar un saco, para los efectos del caso
que le hacían.
Por algunos pedazos de conversación que el Quin
sorprendió, supo que aquel chico venía de una ciudad lejana
a procurar poner en claro los servicios de su padre, difunto,
a fin de obtener una corta pensión de viuda para su madre,
pobre y enferma. No tenía padrinos, luego no tenía razón; ni
siquiera le permitían ponerse al habla con el alto empleado
que se empeñaba en interpretar mal cierto decreto;
equivocación, o mala voluntad, de que nacían los apuros del
pretendiente, llamémosle así. Pretendiente de justicia, el
más desahuciado.
A fuerza de verse muchas veces solos en la portería el Quin
y Sindulfo (el nombre del tímido mancebo), con el
compañerismo de su humildad, de aquel non plus ultra que
los detenía en el umbral de la gracia burocrática, llegaron a
tratarse y a estimarse. Los dos se tenían a sí propios, en
muy poco; los dos sentían la sorda, constante tristeza de
estar debajo, y sin hablarse, se comprendían. De modo que,
con poco que buenas palabras sin más que algunas muestras
de deferencias, tal como dejarle el Quin un sitio mejor que
el suyo a Sindulfo, algunas caricias de una mano y otras de
un hocico, se hicieron muy buenos amigos. Y cuando ya lo
eran, y compartían en silencios eternos su común desgracia
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de ser insignificantes, una tarde entró un mozo de cordel
con un telegrama para Sindulfo, que se puso pálido al ver el
papelito azul. Apenas era nada. La muerte de su madre;
todo lo que tenía en el mundo. Se desmayó; el portero se
puso furioso; le dieron al provinciano, de mala gana un
poco de agua, y en cuanto pudo tenerse en pie casi le
echaron de allí. Sindulfo no volvió a las oficinas de Clases
pasivas. ¿Para qué? La viuda ya no necesitaba viudedad; se
había muerto antes de que le arreglaran el expediente.
Nuestros covachuelistas jamás cuentan con eso, con que
somos mortales.
Pero no perdió Sindulfo el amigo que había ganado en la
portería. La tarde de su desgracia el Quin dejó, sin
despedirse, al comandante, y siguió al huérfano hasta su
posada humilde.
En la soledad del Madrid desconocido, el provinciano de
los pantalones de color de canela no tuvo más paño de
lágrimas, si quiso alguno, que las lanas de un perro.
Y en un coche de tercera se fueron los dos a la ciudad triste
y lejana de Sindulfo. El Quin, por no separarse de su amo,
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se agazapó bajo un banco, y así llegó a la provincia: lo que
él quería; a la oscuridad, al silencio.
Aquel poco ruido y poco tránsito de las calles le encantaba
al Quin. Le parecía que salía a la orilla después de haber
estado zambullido entre las olas de un mar encrespado.
Se trataba con pocos perros. Prefería la vida doméstica. Su
amo vivía en una casita humilde, pero bien acariciada por el
sol, en las afueras. Vivía con una criada. Por la mañana iba
a un almacén donde llevaba los libros de un tráfico que no
había por la tarde. Y entonces volvía junto al Quin, y
trabajaba silencioso, triste, en obras primorosas de taracea,
que eran su encanto, su orgullo, y una ayuda para vivir. El
ruido rápido, nervioso, de la sierrecilla, algo molestaba al
Quin al principio; pero se acostumbró a él, y llegó a dormir
grandes siestas mecido por aquel ritmo del trabajo.
¡Ay, respiraba! Aquello era vivir.
Los primeros meses Sindulfo trabajaba en la marquetería
callado, triste. A veces se le asomaban lágrimas a los ojos.
«Piensa en su madre», se decía el Quin; y batía un poco la
cola y alargando el hocico se lo ponía al amo sobre las
flacas rodillas, que cubría el paño de color de canela. Una
tarde de Mayo el Quin vio con grata sorpresa que su dueño,
después de terminar una torre gótica de tejo, sacaba de un
estuche una flauta y se ponía a tocar muy dulcemente.
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¡Qué encanto! Aquellas dancitas antiguas, aquellas
melodías románticas, monótonas, pero de sencillez y
naturalidad simpáticas, apacibles, entrañables, le sabían a
gloria al perro.
El Quin nunca había amado. Las perras le dejaban frío.
Aquella brutal poligamia de la raza le hacía repugnante el
amor sexual. Además, ¡qué escándalos daban los suyos por
las calles! ¡Y qué lamentables complicaciones fisiológicas
las de la cópula canina! «Si algún día me enamoro, pensó,
será en la aldea, en el campo».
La flauta de su dueño le hacía pensar en el amor, no en los
amores. Para temperamentos como el del Quin, la amistad
puede ser un amor tibio; sublime enla solidez de su
misteriosa tibieza.
Sus amores eran su dueño. Le leía en los ojos, y en el modo
de trabajar en la taracea, y, sobre todo, en el de tañer la
flauta, el fondo del alma. Era un fondo muy triste, no
desesperado, pero sí desconsolado. Era Sindulfo hombre
nacido para que le quisieran mucho, pero incapaz de
procurar traer a casa el amor, en pasando de la personalidad
íntima de un perro. Había llevado al Quin; no se atrevería a
llevar una compañera, mujer o querida.
Pero Sindulfo, como el Quin en la paz tenía un bálsamo. Sí,
se comprendían por señas, por actos acordes. La vida
sistemática, el silencio en el orden, la ausencia de peripecias
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en la vida, como una especie de castidad; la humildad como
un ambiente. Esto querían.
El cariño del Quin era más fuerte, más firme que el de
Sindulfo. El perro, como inferior, amaba más. No temía, sin
embargo, una rival. «No, pensaba el perro; aquí no entrará
una mujer a robarme este halago. Mi amo no me dejará
nunca por una esposa ni por una querida. No se atreve con
ellas».
-Nos vamos al campo, amigo, entró un día diciendo
Sindulfo. Y se fueron. A pocas leguas de la ciudad, donde
la madre había dejado unas poquísimas tierras que llevaba
en renta un criado antiguo, Sindulfo iba a pescar, y a
corregir las condiciones del arrendamiento.
Al Quin, a la vista de los prados y los bosques y las granjas
sembradas por la ladera, le corrió un frío nervioso por el
espinazo. Se acordó de su antiguo pensamiento: «Yo sólo
podría amar en la aldea».
«¡Si todavía podré ser yo feliz con algo más que paz y
resignación dulce!». Sentir esta esperanza le pareció una
soberbia. Además, era una infidelidad. ¿No se había casi
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prometido él, en secreto, no querer más que a su amo, al
amo definitivo?
Pero tenía disculpa su vanidad de soñar con poder ser feliz
voluptuosamente, en las nuevas intensas emociones que le
causaba el ambiente campesino, la soledad augusta del valle
nemoroso.
Con delicia de artista contemplaba ahora el Quin los pasos
de su vida: de la corte a la ciudad provinciana, de la ciudad
a la aldea... Y cada paso en el retiro le parecía un paso más
cerca de su alma. Cuanta más soledad, más conciencia de sí.
Cuando llegó la noche, los caseros le dejaron en la
quintana, en la calle, delante de la casa. ¡Oh memorables
horas! Las aves del corral yacían recogidas en el gallinero,
y allá a lo lejos se oían sus misteriosos murmullos del sueño
perezoso. El ganado de cerda, en cubil de piedra, dormitaba
soñando, con gruñidos voluptuosos; el aire movía
suavemente, con plática de cita amorosa, las bíblicas y
orientales hojas de la higuera; la luna corría entre nubes, y
en toda la extensión del valle, hasta la colina de enfrente,
resonaban como acompañamiento de la luz de plata, que
cantaba la canción de la eterna poesía del milagro de la
creación enigmática, resonaban los ladridos de los perros,
esparcidos por las alquerías. Ladraban a la luna, como
sacerdotes de un miedoso culto primitivo, o como poetas
inconscientes, exasperados y tenaces en su ilusión mística.
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El Quin se sintió unido, con nuevos lazos, de iniciación
pagana, a la madre naturaleza, al culto de Cibeles... y a las
pasiones de su raza... De los castaños de Indias se
desprendía un perfume de simiente prolífica; amor le
pareció un rito de una fe universal, común a todo lo vivo.
De la próxima calleja, sumida en la obscuridad de los
árboles que hacían bóveda, esperaba el Quin que surgiera la
clave del enigma amoroso.
El alma toda, con las voces de la noche de estío, le gritaba
que por aquella obscuridad iba a presentarse el misterio; por
allí debía de aparecer... la perra.
Sintió ruido hacia la calleja... surgieron dos bultos... Eran
dos mastines. Dos mastines que le comían al Quin las sopas
en la cabeza.
El Quin ignoraba las costumbres de la aldea. No sabía que
allí, los perros como los hombres, iban a rondar, a cortejar a
las hembras.
Aquellos dos mastines eran dos valientes de la parroquia
que habían olido perro nuevo en ca el Cutu, y venían a ver
si era perra.
Olieron al Quin con cierta grosería aldeana, y,
desengañados, con medianos modos le invitaron a seguirles.
Iban a pelar la pava, o, como por aquella tierra se dice, a
mozas, es decir, a perras.
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¡Oh desencanto! La perra, en el campo, como en la corte,
como en la ciudad, vivía en la poligamia.
El Quin, sin embargo, no resistió a la tentación; y más por
la ira del desengaño, que por la seducción de la noche de
efluvios lascivos, siguió a los mastines; como tantos poetas
de alma virginal, tras la muerte helada del primer amor
puro, se arrojan a morder furiosos la carne de la orgía.
El Quin-Rollá pasó aquella noche al sereno.
Siguió a los mastines por la calleja obscura, sin saber a
punto fijo adónde le llevaban, aturdido, lleno de
remordimientos y repugnancia antes del pecado. Le
zumbaban los oídos. Pero iba. Era la inercia del mal, de la
herencia de mil generaciones de perros lascivos.
Desembocaron en los prados anchos, iluminados por la
luna, cubiertos por una neblina, recuerdo del diluvio según
Chateaubriand, la cual, como una laguna de plata, inundaba
el valle. Era sábado. Los mozos de todas las parroquias del
valle cortejaban en las misteriosas obscuridades poéticas de
las dos colinas que al Norte y al Sur limitaban el horizonte,
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junto a las alquerías escondidas en la espesura de castaños y
robledales.
El ixuxú prehistórico del aldeano celta resonaba en las
entrañas de las laderas y bajo las bóvedas de los bosques,
mezclándose con el canto del grillo, la wagneriana
exclamación estridente de la cigarra y el ladrido de los
perros lejanos.
Jamás es la prosa del vicio grosero tan aborrecible como
cuando tiene por escenario la poesía de la naturaleza.
En aquel valle, de silencio solemne, que hacían resaltar los
lamentos de los animales en vela, aquellos gritos como
perdidos en la inmensa soledad callada de la tierra y el aire;
en aquella extensión alumbrada con luz elegiaca por la
eterna romántica del cielo, ¡cuánto hubiera deseado el Quin
alguna pasión casta, un amor puro!... Pronto se enteró de lo
que ocurría. Se trataba de una perra nueva que había llegado
a un de aquellas parroquias rurales por aquellos días. La
escasez de perras en la aldea es uno de los males que más
afligen a la raza canina del campo; por una selección
interesada, en las alquerías se proscribe el sexo débil para la
guarda de los ganados y de las casas; y al perro más
valiente le cuesta una guerra de Troya el más pequeño favor
amoroso, por la competencia segura de cien rivales.
Pero aquellos mastines hicieron comprender al Quin aquella
noche, con datos de observación, que menos racionalmente
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obraban los hombres. Al fin, los perros se atacaban, se
mordían para conquistar una hembra, o por lo menos
alcanzar la prioridad de sus favores; pero los mozos de la
aldea, que gritaban ¡ixuxú! y, como los perros, atravesaban
los prados a la luz de la luna, y se escondían en las cañadas
sombrías, y daban asaltos a los hórreos y paneras en mitad
de la noche, ¿por qué se molían a palos y se daban de
puñaladas con navajas barberas y disparaban ad vultum
tuum cachorrillos y revólveres? Por el amor de la guerra;
porque, pacíficamente, hubieran podido repartirse las
zagalas casaderas, que abundan más que los zagales y no
eran tan recatadas que no echaran la persona (galanteo
redicho, conceptuoso, a lo galán de Moreto), con diez o
doce en una sola noche, a la puerta de casa, a la luz de las
estrellas, como Margarita la de la de Fausto, menos
poéticas, pero más provistas de armas defensivas de la
virginidad putativa, gracias a los buenos puños.
Sí; los hombres, como los perros, hacían del valle poético,
en la noche del sábado, campo de batalla, disputándose en
la soledad la presa del amor. La diferencia estaba en que las
aventuras perrunas llegaban siempre al matrimonio
consumado, aunque deleznable y en una repugnante
poligamia, mientraslos deslices graves eran menos
frecuentes entre mozos y mozas.
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Al amanecer, jadeante, despeado, con una cuarta de lengua
fuera, la lana mancillada por el lodo de cien charcos, el
Quin llegó a la puerta de la granja en que descansaba su
amo, arrepentido de delitos que no había cometido, con la
repugnancia y el dejo amargo de placeres furtivos que no
había gustado. Traía la vergüenza de la bacanal y la orgía,
sin la delicia material de sus voluptuosidades. La perra
dichosa, tan disputada por ochenta mastines aquella noche,
había repartido sus favores a diestro y siniestro; pero la
timidez, la frialdad de Quin, no habían sido elemento a
propósito para fijar un momento la atención de aquella
Mesalina de caza; porque era de caza.
En fin, nuestro héroe volvió a la puerta de su casa sin haber
conocido perra aquella noche, y en cambio humillado por
las patadas y someros mordiscos de otros perros, que le
habían creído rival y le habían maltratado.
Pero faltaba lo peor. Sindulfo, el dueño, más querido que
todas las perras del mundo, había desaparecido. Se había
ido de pesca antes de amanecer. El Quin no sabía adónde.
Esperó todo el día a la puerta de la granja, y el amo no
pareció. Ni de noche vino. Al día siguiente supo Quin que
un recado urgente de la ciudad la había hecho abandonar su
proyectada estancia en el campo y volverse al almacén,
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donde era indispensable su presencia. Más supo el perro: el
casero de Sindulfo, el aldeano que llevaba en arriendo sus
cuatro terrones, se había enamorado del buen carácter del
animal, y había suplicado a Sindulfo que se lo dejara en la
granja, ya que él no tenía perro por entonces. Y el Quin, en
calidad de comodato, estaba en poder de aquellos
campesinos.
Toda la extensión del ancho valle le pareció un calabozo,
una insoportable esclavitud.
Él era humilde, obediente, resignado; pero aquella
ingratitud del amo no podía sufrirla. ¡Cómo! ¿El destino
enemigo le castigaba tan rudamente al primer desliz? ¡Sólo
por una tentativa, casi involuntaria, de crápula pasajera, le
caía encima el tremendo azote de quedarse sin el amparo
del único real cariño que tenía en el mundo! No pensaba el
Quin que esta forma toman los más exquisitos favores de la
gracia; que los deslices de los llamados a no tenerlos tienen
pronta y aguda pena, para que el justo no se habitúe al
extravío.
Tomó vientos, y con la nariz abierta al fresco Nordeste,
como hubiera hecho Ariadna, a ser podenco, el Quin,
huyendo de la alquería a buen trote, buscó el camino de la
ciudad y llegó a su casa de las afueras en pocas horas.
No le recibió de buen talante Sindulfo, aunque orgulloso del
apego del perro a su persona y de la hazaña del viaje; pero
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el Quin tuvo que volver a la aldea, porque la palabra es la
palabra, y el préstamo del perro había de cumplirse. No se
rebeló el humilde animal. Ante un mandato directo y
terminante, ya no se atrevió a invocar los fueros de su
libertad.
El cariño le ataba a la obediencia. Aquel amo lo había
escogido él entre todos. Era el amo absoluto. Lloró a su
modo la ingratitud, y la pagó con la lealtad, viviendo entre
aquellos groseros campesinos, que le trataban como a un
villano mastín de los que daba la tierra.
Al principio la vida de la aldea, con su prosa vil de corral, le
repugnaba; pero poco a poco empezó a sentir, como nueva
cadena, la fuerza de la costumbre. Empezó a despreciarse a
sí mismo al verse sumirse, sin gran repugnancia ya, en
aquella existencia de vegetal semoviente.
Y ¡horror de los horrores! empezó a perder la memoria de la
vida pasada, y con ella su ideal: el cariño al amo. No fue
que dejara de quererle, dejó de acordarse de él, de verle, de
sentir lo que le quería; velo sobre velo, en su cerebro fueron
cayendo cendales de olvido; pero olvidaba... las imágenes,
las ideas; desapareció la figura de Sindulfo, en concepto de
amo, el de ciudad, el de aquellos tiempos. Perro al fin, el
Quin no era ajeno a nada de lo canino, y su cerebro no tenía
fuerza para mantener en actualidad constante las imágenes
y las ideas. Pero le quedó el dolor de su desencanto; de lo
que había perdido. Siguió padeciendo sin saber por qué. Le
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faltaba algo, y no sabía que era su amo; sentía una
decepción inmensa, radical, que entristecía el mundo, y no
sabía que era la de una ingratitud.
¡Quién sabe si muchas tristezas humanas, que no se
explican, tendrán causas análogas! ¡Quién sabe si los poetas
irremediablemente tristes, serán ángeles desterrados... del
cielo... y sin memoria!
El Quin se amodorraba; como no tenía el recurso de hacerse
simbolista, ni de crear un sistema filosófico, ni una religión,
se dejaba caer en la sensualidad desabrida como en un
pozo; escogía la forma más pasiva d ela sensualidad, el
sueño; siempre que le dejaban, estaba tendido, con la
cabeza entre las patas. Y con la paciencia de Job, un Job sin
teja, miraba las moscas y los gusanos que se emboscaban en
sus lanas, sucias, largas, desaliñadas, lamentables.
Y así pasó mucho tiempo. Era el perro más soso del valle.
No vivía ni para afuera ni para adentro; ni para el mundo ni
para sí. No hacía más que dormir y sentir un dolor raro.
Una tarde, dormitaba el perro de lanas sobre la saltadera del
muro que separaba la corrada de la llosa, por entre cuya
https://es.wikisource.org/wiki/Archivo:Separador1.jpg
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verdura de maíz iba el sendero, que llevaba a la carretera,
haciendo eses. Por allí se iba a la ciudad, y el Quin despertó
mirando con ojos entreabiertos la estrecha cinta de la
trocha, según instintiva costumbre, sin acordarse ya de que
por allí había marchado el ingrato amigo.
De repente, sintió... un olor que le puso las orejas tiesas, le
hizo erguir la cabeza, gruñir y después lanzar dos o tres
ladridos secos, estridentes, nerviosos. Se puso en pie. Oyó
un rumor entre el maíz. ¡Aquel olor! Olía a una
resurrección, a un ideal que despertaba, a un amor que salía
del olvido como un desenterrado... Al olor siguió una voz...
El Quin dio una salto... y en aquel instante, allá abajo, a los
pocos metros, apareció Sindulfo, con su pantalón candela
todavía.
De un brinco el Quin se arrojó de la pared sobre su amo; y
en dos pies, con la lengua flotando al aire como una
bandera, se puso a dar saltos como un clown para llegar a
las barbas ralas del dueño, que reaparecía brotando entre las
tinieblas del olvido del latente dolor nostálgico.
¡Todo lo comprendía el Quin! ¡Aquello era lo que le dolía a
él sordamente! ¡Aquella ausencia, aquella ingratitud, que ya
estaba perdonando, en cuanto se hizo cargo de ella!
¡Perdonaba, ya lo creo! ¿Cómo no, si el ingrato estaba otra
vez allí?
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Saltaba el Quin, aullando tembloroso de delicia suprema...
Saltaba... y en uno de esos saltos, en el aire, sintió que,
como una sierra de agudísimos dientes, le cogían por mitad
del cuerpo y le arrojaban en tierra. Mientras el lomo le dolía
con ardor infernal, sintió que le oprimía el pecho y el
vientre con dos patazas de fiera, y vio, espantado, sobre sus
ojos la faz terrible de un enorme perro danés, gigante, que
le enseñaba las fauces ensangrentadas, amenazando
tragarle...
Acudió Sindulfo y libró a su pobre Quin de las garras de la
muerte.
-¡Fuera, Tigre! ¡Malvado! ¿Habrase visto? ¡Son celos, ja,
ja; son celos!
Cuando el Quin volvió de su terror y aturdimiento, se enteró
de lo que pasaba. Ello era que con Sindulfo venía su nuevo
amigo fiel, el Tigre, un perro danés de pura raza, fiera
hermosa y terrible.
No consentía rivales ni enemigos de su amo, y al ver los
extremos de aquel perruco de lanas, se había lanzado a
defender a su dueño o a librarle de caricias que a él, al
Tigre, le ofendían.
Sí; tal era la triste verdad. El Quin había hecho nacer un
Sindulfo el amor genérico a la raza canina; el individuo ya
le era indiferente; no podía vivir sin perro, y ahora tenía
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otro, al cual le unían lazos firmes y estrechos ¡Cosa más
natural!
Sindulfo acarició al Quin, le cató las heridas, que eran
crueles; pero en el fondo estaba orgulloso y satisfechode la
hazaña del Tigre. ¡Qué celo el de su danés!
Aquella noche la pasó el Quin desesperado de dolor; con
ascuas de fuego material en las heridas de sus lomos, y
fuego de un infierno moral en las entrañas de perro sensible.
¡Para esto volvía el recuerdo, para esto renacía la clara
conciencia de la amistad perdida! No pudo resistir su
pasión.
Se pasó la horrible noche rascando la puerta del cuarto de
Sindulfo; y por la mañana, cuando la abrieron, saltó dentro
de la alcoba con ímpetu loco, y sin reparar en el lodo y la
sangre de sus lanas miserables, se lanzó sobre el lecho en
que aún descansaba el amo ingrato, saltando por encima del
Tigre, que en vano quiso coger por el aire al intruso.
El Quin, tembloroso, casi arrepentido de su hazaña, se
refugió en el regazo de su dueño, dispuesto a morir entre los
dientes del rival odiado, pero a morir al calor de aquel
pecho querido.
No hubo muertes; Sindulfo evitó nuevos atropellos; pero
aquella tarde dejó la aldea, se volvió a la ciudad con el
Tigre, se despidió del Quin con tres palmadas y
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prohibiéndole que le acompañara más allá de la saltadera de
la corrada.
Y el Quin, herido, maltrecho, humillado, los vio partir, al
amo y al perro favorito, por el sendero abajo, camino de la
carretera, de la ciudad, del olvido...
Era la hora del Angelus; en una capilla que había al lado de
la granja se juntaba la gente de la aldea a rezar el rosario.
Iban los campesinos entrando en el templo, sin fijarse en el
Quin y menos en sus penas.
El perro de lanas, cuando perdió de vista al ingrato, dejó su
atalaya, anduvo un rato aturdido, y al oír el rumor de la
oración en la capilla, atravesó el umbral y se metió en el
sagrado asilo. No entendía aquello; pero le olía a consuelo,
a último refugio de espíritus buenos, doloridos... Mas
cuando sentía estas vaguedades, sintió también una
grandísima patada que uno de los fieles le aplicaba al cuarto
trasero para arrojarlo del recinto.
«Es verdad», pensó; saliendo de prisa sin protestar.
«¿Qué hago yo ahí? Lo que los perros en misa. Yo no tengo
un alma inmortal. Yo no tengo nada». Y volvió a su atalaya,
en adelante inútil, de la saltadera, sobre el muro que
dominaba el sendero, el sendero de la eterna ausencia.
No pudiendo con el peso de sus dolores, se dejó caer, más
muerto que echado... Oscurecía; el cielo plomizo parecía
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desgajarse sobre la tierra. Metió la cabeza entre las patas y
cerró los ojos... Para él no había religión, para él no había
habido amor: había despreciado la vanidad, la ostentación;
se había refugiado en el afecto tibio, sublime en su opaca
luz, de la amistad fiel... y la amistad le vendía, le ultrajaba,
le despreciaba...
Y para colmo de injurias, volvería la condición de su
cerebro, de su alma perruna, a traerle el olvido rápido del
ideal perdido... y le quedaría el dolor sordo, intenso, sin
conciencia de su causa...
¡Pobre Quin! Como era un perro, no podían consolarse
pensando que, con eso y con todo, a pesar de tanta
desgracia, de tanta miseria, sólo por haber sido humilde,
leal, sincero, era más feliz que muchos reyes de los que más
ruido han hecho en la tierra.
Este cuento forma parte del libro Cuentos morales
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