Logo Studenta

Odio_desde_la_otra_vida

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

1
El criador de gorilas
Roberto Arlt
Exportado de Wikisource el 5 de noviembre de 2023
2
Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que,
sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro
extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada
de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de
pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a
la mesa del marroquí y le dijo:
-Yo no le conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente,
le dijo:
-Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias
ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo
estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre
su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos
momentos estaba pensando en matar a su novia. Lo que
decía el desconocido era cierto. Fernando había estado
pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el
asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
-Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía
durante mucho tiempo. Fernando se dejó caer
melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la
terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas
almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de
las almenas el espejo azul de agua de la bahía se extendía
hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia
3
Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz
morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de
cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa.
Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su
corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante,
finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
-Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de
fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la
cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted
pensaba matarla. Fernando, sin darse cuenta de lo que
hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido
le decía. El árabe continuó:
-Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una
mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo
verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que
el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba
Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió
con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía
extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
-Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y
acto seguido el misterioso oriental comenzó con un lápiz a
dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
4
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que
tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en
aquel extraño momento, sumamente natural. Quizá estaba
viviendo un ensueño. Quizá estaba loco. Quizá el
desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por
la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que
él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
-Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde
mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos.
Terminar esto. No podemos continuar así." Ella le dijo esto
y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto
que ella le dijo eso? Fernando asintió, mecanizado, con la
cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un
cigarrillo, y dijo:
-Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
-Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de
reencarnaciones. Fernando examinó el cobrizo perfil del
hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el
espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el
codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en
el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el
sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica,
proseguía:
5
-Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio
es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de
años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan
para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno
le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de
ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la
manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió: -
¿Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el
último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!,
perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy
doctor en ciencias ocultas. Fernando comprendió que no
tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el
desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible
problema. Golpeó el gong, y un muchachito morisco,
descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el
duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto, y
pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas
caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar
de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al
lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y
noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento
bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo
del barrio de Yama el Raisuli.
6
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer;
la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió
lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y
semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la
puerta, en-tonces, se abrió aún más, y Fernando cruzó un
patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de
barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a
entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al
fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana
desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El
techo de la habitación, como el de los salones de la
Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de
constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las
nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín,
exclamó:
-Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del
Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de
miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado
de mi amistad. Y como si estuvieran perdidos en una tienda
del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro,
sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas
olvidado entre las manos:
-Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró-:
Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu
entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu
último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad
de vuestro odio.
7
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una
droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de
ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los
cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba
a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las
tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y
penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una
marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba ni
triste ni contento, pero observaba que todas las
particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve
violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí
fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con
sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba
insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo
sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un
holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se
llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de
chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más
allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo
de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar
melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de
los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un
juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobreoxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él.
No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Con. tinuó por
8
el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en
la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y
las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo
notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo
ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado.
Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en redor. No se
veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo
inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar
las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó
rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No
lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se
veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de
escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente
deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa
salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El
hombre que monta- Y ba el caballo, al llegar al río,
desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba
inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se
dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus
anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas
hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior
del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y
tajante-, se aproximó a la boa, inmóvil en el
amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El
golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil,
sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció
violentamente.
9
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo,
pensó que el hombre que había sido devorado por la boa
debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el
vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el
vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en
un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura
de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura.
Fernando rebuscó allí: era una talega de seda. La abrió, y
por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de
diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose
de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que
consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado
desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían
allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río
hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam
se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un
hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en
piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y
el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad.
Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las
pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
10
De pronto, por una de las puertas principales salió una
cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable
barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando.
Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó
llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el
anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo
observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
-Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon
amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió: -Ved,
ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el
ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el
posible nombre del muerto.
-Hijo de un perro, ¿de dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo
acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa
de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
-Hermanos... hermanos... ved la bolsa de diamantes que mi
hijo llevaba a traficar... Inútil fue que Fernando intentara
explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le
golpearon tan reciamente, qué en pocos minutos perdió el
sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una
mazmorra oscura, adolorido.
11
Transcurrieron así algunas horas; de pronto la puerta crujió,
dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron
con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a
latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la
mazmorra, a latigazos cruzó los negros corredores y
después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus
miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al
cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros
recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas;
resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le
había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo
la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella
tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
-Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había
olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y
dijo:
-Hija mía: este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego
para que tomes cumplida venganza de él.
-Soy inocente -exclamó Fernando-. Le encontré en el
vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté
piadosamente-. Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se
arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le
12
explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus
eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer
fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos.
Fernando, de rodillas frente a ella, en el jardín morisco,
comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla
donde se quebraban siempre y siempre sus palabras.
"Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
-Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó
con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y
humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar,
gritar otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro
la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su
mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y
sentado frente a él Tell Aviv dijo:
-¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida
llamé a los perros para hacerte despedazar. á Fernando se
pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
-Todo esto es extraño e increíblemente verídico. Tell Aviv
continuó:
-Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo
también hay una cuenta desde la otra vida.
13
-No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima otra
vida. v Tell Aviv insistió:
-No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter
generoso. Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le
dijo:
-Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel;
pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en
ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su
corazón. l no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor
en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse
para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en
un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y
de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le
encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con
estas palabras:
-Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a
Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no
tuvo nombre...
14
Sobre esta edición
electrónica
Este libro electrónico proviene de la versión en español de
la biblioteca digital Wikisource[1]. Esta biblioteca digital
multilingüe, realizada por voluntarios, tiene el objetivo de
poner a disposición de todo el mundo el mayor número
posible de documentos públicos de todo tipo (novelas,
poesías, revistas, cartas, etc.).
Loproporcionamos de manera gratuita gracias a que los
textos utilizados son libres de derechos o están bajo licencia
libre. Puede utilizar nuestros libros electrónicos de manera
totalmente libre, con finalidades comerciales o no,
respetando las cláusulas de la licencia Creative Commons
BY-SA 3.0[2] o, según sea, de la licencia GNU FDL[3].
Wikisource está constantemente buscando nuevos
colaboradores. No dude en colaborar con nosotros. A pesar
de nuestro cuidado puede ser que se escape algún error en la
transcripción del texto a partir del facsímil. Puede avisar de
errores en esta dirección[4].
Los siguientes contribuidores han permitido la realización
de este libro:
https://es.wikisource.org/
https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/deed.es
https://www.gnu.org/copyleft/fdl.html
https://es.wikisource.org/wiki/Ayuda:Informar_de_un_error
15
Isha
1. ↑ https://es.wikisource.org
2. ↑ https://creativecommons.org/licenses/by-
sa/3.0/deed.es
3. ↑ https://www.gnu.org/copyleft/fdl.html
4. ↑
https://es.wikisource.org/wiki/Ayuda:Informar_de_un_
error
	Título
	El criador de gorilas
	Sobre

Continuar navegando

Materiales relacionados