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Derecho de los negocios

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Luis Fernández de la Gándara 
 
 
 
 
 
 
Derecho, ética y negocios 
 
 
 
 
 
 Índice 
 
 Discurso de apertura del año académico 1993-1994 
 I. Preliminar 
 II. La progresiva degradación de los hábitos mercantiles como problema 
 abierto 
 1. Descripción sumaria del fenómeno 
 2. Relevancia teórica y práctica 
 III. El tratamiento del problema: ética y negocios 
 1. Propuestas en favor de una ética de los negocios: breves 
 referencias históricas 
 2. Formulación actual 
 3. Los Códigos de conducta como expresión normativa de la moderna 
 moral negocial 
 IV. Alcance y límites de la ética en el ámbito de las relaciones 
 económicas 
 V. Ética y derecho: bases para un nuevo planteamiento 
 1. Sistema capitalista, normas éticas y magia de las palabras 
 2. La lucha por el Derecho, una prioridad política de nuestros días 
 3. Juridificación del tráfico mercantil: evolución y perspectivas 
 4. «Insider trading» y abuso de información privilegiada: normas 
 éticas y normas jurídicas en la represión de la actuación ilícita de 
 los iniciados 
 VI. Observaciones finales 
 
 
 
 
 
 I. Preliminar 
 Pocas cuestiones merecen, con mayor fundamento, la consideración de «tema 
 de nuestro tiempo» -resucitando un término de clara resonancia orteguiana- 
 como las relaciones entre ética y negocios. El clamor, cada vez más 
 extendido, en favor del sometimiento de las actividades mercantiles a 
 determinadas pautas de comportamiento moral ha desbordado las fronteras 
 trazadas por las operaciones de carácter especulativo o por los préstamos 
 usurarios para abarcar las actividades empresariales in toto. Un hecho de 
 tal magnitud que ha obligado a plantear, desde una nueva óptica, las 
 conexiones entre Ética y Derecho, Ética y Política y, con una particular 
 virulencia en nuestros días, las relaciones entre Ética y Economía. Que el 
 ciudadano medio reconozca, por ejemplo, la importante función social que 
 las instituciones financieras desempeñan en la actualidad no ha sido 
 obstáculo para que, en el sentir popular, buena parte de sus actividades 
 sigan siendo objeto de una difusa reprobación moral, que por estimulante 
 aporía no siempre coincide con los principios del Derecho. Una condena 
 moral -lo recordaba no hace mucho Guido ROSSI- cuya patente literaria hay 
 que buscarla en la figura del hebreo medieval Shylock, el mercader de 
 Venecia inmortalizado por Shakespeare, cuyo egoísmo e interés personal 
 nunca se vieron abandonados de una profunda fe en el Derecho y en la 
 estricta observancia de sus reglas. 
 Parece oportuno examinar por consiguiente si el sometimiento del mundo de 
 la economía a los dictados morales, sean de la conciencia o de la ley, 
 constituye una exigencia de nuestra época y una de las bases psicológicas 
 del capitalismo moderno. De un sistema para el que -como es sabido- el 
 lucro y la ética del egoísmo, y en general el desarrollo de la actividad 
 económica que de ahí derivan, han de quedar sujetos, por ser una 
 prolongación o ejercicio de las libertades del hombre, a determinadas 
 reglas y valores. Ello nos permitirá afrontar la cuestión capital de si 
 los excesos del sistema deben ser valorados y, en su caso, sancionados a 
 través de reglas éticas o si, por el contrario, deben quedar sometidos a 
 normas de carácter exclusivamente jurídico. 
 Trataré de dar respuesta a tan espinoso asunto en el curso de esta 
 exposición haciendo referencia a uno de los problemas más lacerantes del 
 sistema financiero actual: el abuso de información privilegiada por los 
 iniciados. 
 
 
 -6- 
 
 II. La progresiva degradación de los hábitos mercantiles como problema 
 abierto 
 
 
 1. Descripción sumaria del fenómeno 
 Que la ética de los negocios se haya convertido en un tema de moda y que 
 desde hace años constituya una disciplina autónoma, enseñada incluso en 
 numerosas Universidades y Escuelas de Negocios, no es ciertamente fruto 
 del azar. A esa inquietud moral -que nace de la crisis de los buenos usos 
 mercantiles, de la pérdida de tono moral en la acción de los poderes 
 públicos, de la corrupción burocrática y que en su versión actual plantea 
 más problemas que soluciones- ha contribuido la progresiva disminución del 
 nivel ético en el mundo de los negocios con escándalos que salpican, casi 
 a diario, las páginas de la prensa económica y que muestran la cara mas 
 sombría del sistema capitalista, de un sistema -hay que apresurarse a 
 decirlo- en el que los criterios de enriquecimiento rápido y éxito a 
 cualquier precio han terminado por sustituir la reglas de honestidad y 
 juego limpio en el mercado. 
 Corrupción en las concesiones de obras públicas o en otras contratas del 
 Estado; corrupciones políticas que enfangan con frecuencia el mundo de los 
 negocios; corrupción igualmente en los negocios privados, donde la 
 instauración de la moral del éxito alimenta la sospecha acerca de la 
 dificultad de ganar dinero sin robar. Comisiones irregulares, sobornos, 
 blanqueo del dinero procedente del narcotráfico, venta de facturas falsas 
 al por mayor, prevaricaciones, espionaje industrial, tráfico de 
 influencias, fraudes cometidos por los ejecutivos a costa del vaciamiento 
 de sus propias empresas, gestión irresponsable de las mismas. Se trata de 
 hechos aislados que por desgracia ocupan, cada vez con mayor frecuencia, 
 la crónica política y económica de nuestro país. 
 Pese a su gravedad no son estos episodios lo más preocupante. Lo que 
 debiera hacernos meditar en esta hora es que el irregular tránsito de 
 algunos sujetos por el mundo de los negocios rara vez lleva aparejada la 
 repulsa de sus semejantes o es objeto de sanciones legales eficaces. La 
 consecuencia -contrariamente a lo que sucede en otros países- es que tales 
 sujetos se aúpan a la cima económica y social y sus actuaciones 
 incorrectas terminan alentando otros comportamientos poco escrupulosos en 
 el mercado. 
 A este deterioro han contribuido finalmente -y me limito tan sólo a 
 mencionarlo para no hacer demasiado prolija esta exposición- los sistemas 
 ilegales de financiación de algunos sindicatos y partidos políticos, 
 organizaciones cuyos aparatos se han convertido, en no pocos países 
 democráticos europeos, en verdaderas mafias recaudatorias al margen de la 
 Ley. 
 -7- 
 El resultado de todo ello es -lo recordaba no hace mucho Juan Luis CEBRIÁN 
 en un vibrante ensayo sobre «La ética (y la estética) de los negocios»- 
 que al ciudadano medio le asalta la sensación de que en este proceso de 
 creación de riqueza, que los españoles hemos vivido recientemente, han 
 terminado prevaleciendo las conductas antisociales, los comportamientos 
 especulativos y la corrupción. Y es a partir de esta convicción, o de esta 
 sospecha, cuando comienza a escucharse una tímida protesta social contra 
 lo que en términos coloquiales ha dado en llamarse la «cultura del 
 pelotazo». Una reacción que, pese a su rápida difusión, no parece haber 
 encontrado la misma respuesta en todos los ámbitos económicos y de la que 
 se han terminado haciendo eco mucho más los medios financieros que los 
 comerciales. 
 Es justamente en el mundo de la banca, de las empresasmultinacionales, de 
 las transacciones bursátiles y financieras donde, para atajar los 
 escándalos y la corrupción, surge la necesidad de crear una nueva «ética 
 del capitalismo», como si el decálogo por excelencia, el de las Tablas de 
 Moisés, no bastara, en su sobria enunciación, para atajar aquellos males. 
 
 
 
 
 2. Relevancia teórica y práctica 
 La corrupción es sin duda un problema político. Un problema que, como 
 señala Antonio GARRIGUES, afecta por tanto a la clase política -una clase 
 desprovista por lo general, dicho sea de paso, del distanciamiento, la 
 pasión por la objetividad, la serenidad y la prudencia necesarias para 
 afrontar este tema con un mínimo de garantías intelectuales, dada su 
 inevitable dependencia de las urnas-. Pero no sólo concierne a los 
 políticos; afecta a la sociedad en su conjunto y está llamado a cobrar una 
 especial significación en los procesos de aplicación del Derecho. 
 En efecto, la deseable moralización de la vida económica, pública y 
 privada, plantea desde el punto de vista político-jurídico numerosos y 
 delicados problemas que se traducen, bien en una revisión a fondo del 
 papel de los institutos jurídicos, dando entrada dentro del mundo del 
 Derecho a determinadas concepciones éticas compartidas por la sociedad 
 civil, bien en el reconocimiento por los poderes públicos de ciertos 
 mecanismos de ejecución propios de la clase empresarial, una suerte de 
 autorreglamentación independiente del ordenamiento positivo, que ha 
 terminado adoptando la vestidura de un Código de conducta profesional. 
 Sea cual fuere la decisión que se adopte, asistimos desde hace años a un 
 proceso de convergencia entre las normas éticas y las normas jurídicas 
 como instrumentos de ordenación y gobierno del mundo de los negocios. Ello 
 suscita en el ámbito de la sociología jurídica importantes cuestiones 
 teóricas, que se anudan básicamente a la exigencia o no de una mayor 
 juridificación de la vida social y económica de nuestros días y, en 
 particular, a la necesidad o conveniencia de establecer nuevos 
 instrumentos de control -8- sobre el funcionamiento del mercado. La 
 existencia de tales controles se justificaría no sólo por razones de 
 tutela individual de los operadores económicos -especialmente de los 
 ahorradores e inversores- sino también por razones de tutela institucional 
 del mercado mismo, que es el corazón de la Constitución económica 
 promulgada en 1978. 
 La simple enumeración de algunos excesos del sistema capitalista, como la 
 que acabamos de realizar, nos pone ya en guardia de los peligros que 
 reservan este tipo de prácticas y nos sitúa a todos, jueces y juristas, 
 ante la exigencia de un desarrollo del Derecho secundum legem, que tenga 
 por cometido someterlos a control y censura. De esta suerte, lejos de 
 producirse una disminución del nivel ético de la vida económica, tendría 
 lugar una elevación de su tono moral ya que por esta vía se restringiría, 
 llegando incluso a eliminarse, el denominado «moral hazard», es decir, la 
 tendencia a un comportamiento moral menos cauto por parte de aquellos 
 sujetos jurídicos, cuya responsabilidad es fácilmente sorteable por medios 
 legales indirectos. 
 
 
 
 
 
 
 III. El tratamiento del problema: ética y negocios 
 
 
 1. Propuestas en favor de una ética de los negocios: breves referencias 
 históricas 
 Pese a la atención despertada en los medios empresariales y a la áspera 
 polémica que en estos momentos suscita, el problema de las relaciones 
 entre ética y negocios no es un tema nuevo. A lo largo de más dos milenios 
 la doctrina económica y la filosofía moral no han sabido sustraerse a las 
 críticas formuladas por ARISTÓTELES en la Ética Nicomachea contra el 
 beneficio del préstamo de dinero o contra las ventajas obtenidas merced a 
 una posición de monopolio en el mercado. Una orientación que ha sido 
 posteriormente recogida y formalizada por la Escolástica, donde encuentra 
 el imprescindible armazón conceptual. El brocardo de TOMÁS DE AQUINO de 
 que «el dinero no se reproduce» («Nimes non pari numos», según señala en 
 La Suma Teológica. La Justicia.) -formulado en un período histórico en el 
 que paradójicamente se inicia el proceso de acumulación capitalista- y la 
 severa condena canónica contra la usura y el ánimo de lucro, elemento éste 
 último, que está en la base misma de toda actividad mercantil, han 
 ejercido un poderoso influjo sobre las diversas corrientes de pensamiento 
 económico que dominan la escena europea hasta finales del siglo XVIII. 
 A partir de esta fecha, y a raíz sobre todo de la aparición de la 
 «Investigación sobre la naturaleza y la causa de la riqueza de las 
 naciones», la obra capital de ADAM SMITH -miembro destacado de la escuela 
 filosófica escocesa, catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de 
 Glasgow y presidente de la Sociedad de Filosofía -9- de Edimburgo y 
 que siendo el padre del librecambismo acabó sus días de forma paradójica 
 como funcionario de Aduanas- así como de la importante contribución 
 teórica de RICARDO, el estudio de la economía comienza a desligarse de la 
 ética. Dentro de este nuevo clima intelectual se inscriben las propuestas 
 de Jeremy BENTHAM de dar un trato de favor al mundo de los negocios y las 
 finanzas, recogidas en «An Introduction to the Principles of Morals and 
 Legislation», construcción cuya expresión última se encuentra en la 
 filosofía radical de Benjamín FRANKLIN, que como es sabido terminó 
 haciendo del beneficio el eje y fundamento último de toda existencia 
 humana. Pese al escaso eco doctrinal de esta última orientación, que fue 
 objeto de una severa crítica por Max WEBER en su obra cumbre «La ética 
 protestante y el espíritu del capitalismo», la ruptura entre la Moral por 
 un lado y la Política, la Economía y el Derecho, por otro, se había 
 consumado. 
 Más de un siglo de progresiva secularización del Derecho ha terminado por 
 sellar, definitivamente, la escisión de este cuerpo doctrinal. A partir 
 del siglo XIX el análisis de los procesos económicos queda sustraído a los 
 postulados de la filosofía moral. Sólo en algunos sectores, como los 
 mercados primarios europeos de emisión de títulos, la moral negocial 
 -entendida como transposición del principio de buenas costumbres al 
 tráfico mercantil- ha seguido desempeñando un destacado papel en la 
 valoración del comportamiento de los operadores económicos. 
 Esta situación experimenta un cambio radical en la segunda mitad del 
 presente siglo. A ello contribuyen factores tales como la pérdida de 
 homogeneidad de los intervinientes en el tráfico comercial y financiero, 
 el acceso a las actividades industriales y mercantiles de numerosos 
 ciudadanos sin tradición ni conciencia profesionalizada y, sobre todo, la 
 progresiva internacionalización de las transacciones financieras ilícitas 
 fruto de la expansión de las empresas multinacionales. A partir de ahí 
 comienza a debatirse la conveniencia, e incluso la necesidad, de 
 restablecer los vicios principios de moral negocial y de elaborar códigos 
 de conducta que suplan las insuficiencias del Derecho económico. 
 
 
 
 
 2. Formulación actual 
 En efecto, todas las corrientes de pensamiento en favor del 
 establecimiento de un contenido ético específico en el comportamiento de 
 los operadores económicos se originan,como apunta ROSSI, en períodos 
 históricos en que las instituciones jurídicas y las estructuras 
 fundamentales de la sociedad están en crisis. La incapacidad, aparente o 
 real, de éstas últimas para sancionar actos, que no sólo son reprobables 
 desde un punto de vista ético sino que, por su propia naturaleza, son 
 susceptibles de comprometer la subsistencia misma del sistema capitalista 
 justificaría pues esta nueva orientación. Ha sido en suma la incapacidad 
 de los poderes públicos para imponer el respeto -10- de las normas 
 jurídicas lo que, en última instancia, ha empujado a los propios 
 empresarios, a los operadores en el mercado, a elaborar normas de carácter 
 autorreglamentario y a establecer una «ética del comportamiento» 
 específica para el tráfico mercantil. 
 A partir de ahí surge, en el seno del propio sistema de economía de 
 mercado, lo que en términos gráficos se ha dado en llamar la 
 «ética-tapón»: un modelo de valoración moral establecido por las propias 
 instituciones capitalistas con el fin de garantizar el juego limpio en el 
 mercado y asegurarse el apoyo de los operadores económicos, sin el cual el 
 sistema perdería su base de legitimación social. Se origina así una 
 comente de pensamiento político y económico que al mismo tiempo que busca 
 la exaltación del mercado -cuyo buen funcionamiento estaría garantizado 
 por una legislación especial de carácter cuasi-constitucional en materia 
 de defensa de la competencia (prohibición de prácticas restrictivas y 
 sanción de la competencia desleal) y por normas penales destinadas a 
 reprimir los fraudes en los mercados financieros- postula una más rigurosa 
 responsabilidad «moral» de los empresarios frente al resto de la sociedad. 
 
 A este doble propósito obedece el catálogo de deberes contenido en los 
 Códigos de conducta, que las empresas se ven obligadas a cumplir tanto 
 frente a sus accionistas y empleados como frente a los competidores y 
 consumidores, la Administración Pública y la propia colectividad. Y es que 
 la «ética-tapón», a la par que dota de contenido moral al principio de 
 libre empresa y al juego de la concurrencia, sirve de parámetro valorativo 
 del comportamiento de los managers, cuya responsabilidad, como ya 
 advirtiera Milton FRIEDMAN en «The Social Responsability of Business is to 
 Increase Its Profits», tiene como presupuesto esencial -y principio 
 ordenador- la «maximación del beneficio de los accionistas». 
 El sometimiento de los dirigentes empresariales a determinados patrones de 
 comportamiento ético se fundamenta en el propio contenido moral de la 
 libre iniciativa económica y del mercado. Configurados como piezas 
 esenciales del sistema político-jurídico y económico, la competencia y la 
 libre empresa quedarían exonerados de toda demostración previa (ROSSI). 
 Este carácter institucional de la ética mercantil no ha pasado ciertamente 
 inadvertido a los operadores económicos. Desde época temprana inversores, 
 ahorradores y empresarios han sabido apreciar la dimensión instrumental de 
 los valores morales, haciéndose eco de la sentencia de Erich FROMM, de que 
 «el día del mercado es el día del juicio para los productores del esfuerzo 
 humano». El sometimiento a un código de valores morales, compartido y 
 voluntariamente aceptado, engendra solvencia y buena reputación; la ética 
 se transforma así en un valor añadido de la calidad del servicio, lo que 
 origina con frecuencia una mejora en la cuenta de los resultados. 
 Esta vertiente utilitarista de la ética negocial está presente en amplios 
 sectores de la vida empresarial y se hace particularmente visible en 
 nuestro país en el sector de las instituciones financieras y del mercado 
 de capitales. El sometimiento de la operatoria -11- bancaria y 
 bursátil a reglas éticas adecuadas habría permitido, en palabras de Rafael 
 TERMES, «internalizar los efectos externos, reducir los costes de control 
 y minimizar el papel del Estado». El comportamiento ético se convertiría 
 así en una condición necesaria, aunque no suficiente, de los procesos de 
 maximización de valores económicos futuros. 
 Llegados a este punto, tal vez no sea del todo ocioso advertir que 
 semejante fórmula convencional del pensamiento ético, aplicada sin más al 
 mundo empresarial, corre el peligro de convertirse en una mera façon de 
 parler y termina induciendo a error por ser víctima, a mi juicio, de un 
 malentendido fundamental. El concepto de «ética negocial» nada tendría que 
 ver, en efecto, con los viejos planteamientos deontológicos de la moral, 
 que como es sabido dan prioridad absoluta al concepto de «deber» ínsito en 
 las convicciones personales y se desligan de toda consideración respecto a 
 las consecuencias de la acción realizada. El mundo de los negocios parte 
 por el contrario de una concepción de la ética, en la que la idea de lo 
 «justo» se anuda a las consecuencias del acto y a la valoración que del 
 mismo se haga; su expresión formal descansa en el principio utilitarista 
 de la responsabilidad. 
 Desde que Max WEBER hizo del principio de racionalidad económica el 
 elemento nuclear del espíritu del capitalismo («Wirtschaft und 
 Gesellschaft»), toda la moderna teoría del equilibrio económico y el 
 funcionamiento de la sociedad del bienestar descansan sobre esta filosofía 
 utilitarista, que persigue el máximo de bienestar posible y que hace del 
 mercado -cuando se gobierna según las reglas de la libre competencia- el 
 instrumento por excelencia de la política social. Una concepción que había 
 sido ya mantenida por Adam SMITH, al reconocer, junto al interés egoísta 
 que impulsa todo comportamiento humano, la existencia de una suerte de 
 equilibrio, creado por una mano invisible y que va a encontrar su más 
 acabada formulación en el «óptimo paretiano», según el cual los 
 equilibrios concurrenciales de maximación del beneficio alcanzan al final 
 una situación tal «en la que no cabe que ninguno esté mejor sin que alguno 
 esté peor» («Manuale di economia politica con una introduzione alla 
 scienza sociale»). 
 
 
 
 
 3. Los Códigos de conducta como expresión normativa de la moderna moral 
 negocial 
 La existencia de unos criterios o de una ideología moral a la que debamos 
 acomodar nuestras conductas en el terreno económico, tanto si son de 
 origen religioso -la moral calvinista que hace de los negocios mismos la 
 prolongación de un comportamiento ético con el corolario de que el triunfo 
 económico individual y el éxito profesional constituyen una auténtica 
 retribución moral al esfuerzo realizado, el reconocimiento -12- social 
 de una conducta que se reputa honesta, siendo por ello motivo de emulación 
 y de ejemplo para los demás- como si se refieren a la ley positiva se 
 manifiesta hoy en el plano normativo en forma de «Códigos de conducta». 
 Bajo esta locución se albergan determinadas reglas de comportamiento 
 «correcto» establecidas por el gremio de los propios interesados en ese 
 concreto sector de actividad con la finalidad de ordenar sus relaciones 
 recíprocas y con el resto de los agentes económicos. Operaciones 
 bursátiles, transacciones financieras, conferencias marítimas y 
 transportes internacionales, transferencia de tecnología, inversiones 
 extranjeras, empresas multinacionales y un largo etcétera se encuentran 
 sujetos, desde la década de los setenta,a una disciplina, cada vez más 
 articulada, de normas de comportamiento leal que contribuyan al 
 funcionamiento eficaz de los mercados y que garanticen una adecuada 
 protección de los intereses del público. 
 La elaboración de «Códigos de conducta» se concibe pues como una suerte de 
 compromiso entre el Estado y la Economía con vistas a la elaboración de 
 una normativa que descansa sobre el principio del «do ut des»: la 
 transición desde una reglamentación ética a otra jurídica se produce sin 
 solución de continuidad sobre todo cuando, como señala Klaus J. HOPT en 
 «Recht und Geschäftsmoral multinationaler Unternehmen -Unlautere 
 Finanztransaktionen und Geldzuwendungen im internationalen 
 Wirtschaftsrecht», los destinatarios de tales normas pertenecen a sectores 
 económicos organizados. Nos encontramos de este modo ante una nueva fuente 
 de producción normativa por delegación del Estado, un sistema de 
 autocontrol voluntario en favor de determinadas asociaciones de actividad 
 por categorías. 
 Los agentes económicos afectados toleran por su parte esta autolimitación 
 en la medida en que se hallan legitimados para establecer, ellos mismos, 
 standards de conducta que hasta esos momentos no habían sido reconocidos o 
 practicados con carácter general. Se dotan de esta suerte, al socaire de 
 la normativa estatal, de un dispositivo de reglas éticas más flexible, al 
 no estar sujeto a controles jurídico-formales de carácter burocrático ni a 
 sanciones penales. 
 Buen ejemplo de lo que acabamos de decir lo constituye el Código de 
 Conducta Europeo relativo a las transacciones referentes a valores 
 mobiliarios, aprobado por la Recomendación de la Comisión 77/534/CEE de 25 
 de julio de 1977 (DOCE L 212 de 20 de agosto de 1977) con la finalidad de 
 permitir a las empresas financiarse en los mercados de valores asegurando 
 a la vez la protección de ahorradores e inversores. Adoptando la forma 
 jurídica de «Recomendación» y desprovisto por tanto de todo carácter 
 vinculante para los Estados miembros -se limita tan sólo a establecer un 
 marco referencial general susceptible de orientar una armonización 
 posterior mediante Directivas- el Código, además de formular los 
 requisitos que han de presentar las informaciones que se faciliten a los 
 inversores con vistas a la creación de un mercado transparente 
 (informaciones correctas, comprensibles, fidedignas y difundidas a su 
 debido tiempo), trata de asegurar la credibilidad del mercado sometiendo a 
 los principios -13- de igualdad de trato e igualdad de oportunidades 
 todas las transacciones de valores. Junto a ellos se imponen otros deberes 
 fiduciarios tanto a quienes sean miembros de los órganos de administración 
 y dirección de una sociedad cotizada como a los operadores del mercado de 
 valores, estableciéndose asimismo la obligación de evitar cualquier 
 conflicto de intereses entre los agentes financieros y sus clientes, 
 adoptándose así una orientación análoga a la seguida en nuestro país por 
 el título VIII de la Ley 24/1988, de 28 de julio sobre el Mercado de 
 Valores. 
 Al renunciar a sus funciones tradicionales de control y autorizar tales 
 reglas de comportamiento, de carácter voluntario, el Estado obtiene claras 
 ventajas. No sólo se evita buena parte de los problemas inherentes a la 
 elaboración de una disciplina jurídico-positiva y al establecimiento del 
 correspondiente marco procedimental; se libera además de la obligación de 
 instaurar un dispositivo orgánico de vigilancia y control, sin perjuicio 
 de que los poderes públicos intervengan cuando circunstancias 
 excepcionales así lo reclamen. 
 La teoría del proceso formativo y del nacimiento de las normas jurídicas 
 debería bastar para comprender cómo se llega a esta forma de transición 
 entre reglamentación social y reglamentación estatal, qué ventajas se 
 pueden obtener -desde el punto de vista de la efectividad de las normas- 
 de esta colaboración de los poderes públicos con los propios 
 intervinientes en el tráfico y en qué medida pueden verse perjudicados los 
 intereses de aquellos operadores que, por ser económica y profesionalmente 
 más débiles, no gozan de una tutela efectiva. 
 Sin perjuicio de las observaciones que al final se formulan, hay que 
 alertar ya sobre las dificultades inherentes a la valoración sobre el 
 sentido y justificación de estos códigos de carácter metajurídico. Dos han 
 sido -en una síntesis apretada- las objeciones fundamentales esgrimidas 
 contra la tendencia seguida en algunos Estados de recurrir a la «moral 
 suasion» como instrumento de dirección de la política económica. 
 Por un lado la dudosa efectividad de sus normas desprovistas, por 
 definición, de todo aparato jurídico sancionador; por otro, el 
 procedimiento hasta ahora adoptado para la elaboración de estas reglas de 
 conducta. 
 El primero de los argumentos tiene interés ya que sirve para ponernos en 
 guardia ante normas, que bien mirado tienen como destinatarios únicamente 
 a los cumplidores. O con otras palabras dicho: los Códigos de conducta 
 priman la no observancia a costa precisamente de los que se atienen a sus 
 disposiciones. Amén de que por esta vía se crean desequilibrios y se 
 introduce un insoportable déficit de equidad, se posibilita que los 
 infractores adquieran ventaja en la actividad concurrencial, adelantándose 
 a sus competidores en la lucha por el mercado. Por otro lado nada impide 
 la aparición de situaciones de conflicto con los poderes públicos, que a 
 través de una cierta complacencia voluntaria con la Economía podrían verse 
 desplazados de los procesos de -14- conformación del mercado en contra 
 de los postulados en que descansa el sistema de economía mixta. Este es el 
 nudo de la primera objeción. 
 La segunda crítica pone de manifiesto el origen irregular de estos cuerpos 
 de normas, nacidos de negociaciones entre el Estado y los operadores 
 económicos interesados, sin la transparencia o control -por el Parlamento 
 o la prensa- inherentes a la formación del Derecho económico. Se crea así 
 el peligro de una closed shop y, con ello, la posibilidad de no tutelar 
 debidamente los intereses de los marginados. En el momento actual siguen 
 siendo mayoría los códigos de conducta no sujetos a mecanismos externos de 
 protección jurídica, es decir a un dispositivo que garantice bien al 
 cumplimiento de los autocontroles estipulados o bien la observancia llana 
 y simple de las prohibiciones legislativas. 
 Ello genera -como no podía ser de otro modo- una atmósfera de escepticismo 
 y desconfianza respecto de la aptitud funcional de estos textos normativos 
 no jurídicos para resolver los delicados conflictos de intereses 
 planteados dentro del sector profesional, al que se aplican. El hecho, no 
 irrelevante, de que tampoco se establezcan mecanismos de responsabilidad, 
 al faltar parámetros que permitan identificarla con la precisión que 
 requieren las más elementales exigencias de la seguridad jurídica y de la 
 calculabilidad del Derecho (judex non calculat) refuerza aún más los 
 temores sobre la efectividad de este instrumento técnico. 
 Las objeciones anteriores no obstan para que, tanto en la práctica 
 empresarial y financiera como en la propia ciencia jurídica, siga 
 sosteniéndose mayoritariamente la oportunidad de esta fórmula 
 autonormativa en basea una doble consideración: los Códigos de conducta 
 no sólo se han convertido en un instrumento eficaz de política económica; 
 en el momento actual representan la única alternativa razonable a los 
 ordenamientos estatales, incapaces de dar respuesta, por sí solos, a los 
 requerimientos de una realidad económica en permanente transformación. Su 
 introducción permitiría remediar, al mismo tiempo, las insuficiencias de 
 una Administración de Justicia lenta y desprovista de la preparación 
 técnica exigida por los modernos procesos económicos. 
 No es seguro -se ha argüido por otro lado- que los Códigos de conducta 
 generen un grave déficit de seguridad jurídica al estar desprovistos de 
 mecanismos de responsabilidad. En primer término porque los operadores 
 económicos que a ellos se acogen quedan sometidos a una responsabilidad de 
 tipo negativo, entendida como violación de una prohibición, y este tipo de 
 responsabilidad no plantea problemas de calculabilidad y previsibilidad, 
 que sí se originarían a la inversa, es decir, haciendo justiciable 
 cualquier violación de un deber positivo de exacta actuación. 
 En segundo lugar porque los empresarios y demás intervinientes en el 
 mercado, que deciden voluntariamente someterse a su contenido normativo, 
 tienen siempre a su alcance la posibilidad de informarse. Si no lo hacen y 
 no tienen fe en su propio buen criterio ¿por qué han de creer en el de los 
 restantes intervinientes en el tráfico? 
 -15- 
 Finalmente porque, como sucede frecuentemente, la imprevisión sólo se 
 puede atajar -según apuntaba hace años, en otro contexto normativo, PUIG 
 BRUTAU- con una recta aplicación de los criterios de política jurídica que 
 subyacen a las normas y que no son meros ejercicios de «lógica maquinal». 
 Y hay veces en que los argumentos de seguridad jurídica se traen a 
 colación intencionadamente para -en palabras de PAZARES- funcionar como 
 burda ideología. 
 
 
 
 
 
 
 IV. Alcance y límites de la ética en el ámbito de las relaciones 
 económicas 
 Al llegar a esta altura de la exposición y encarar directamente el tema de 
 la fundamentación última de la moral negocial tocamos el corazón mismo del 
 problema. Entramos en un terreno muy delicado porque, al fin y al cabo, 
 todo el esfuerzo dirigido a sostener la exigencia de una ética especial 
 para el ejercicio de las actividades económicas podría disiparse con una 
 simple frase: «eso no lo dice el legislador y por tanto no está en la 
 ley». La hipótesis, obviamente distinta, es determinar si, aunque no lo 
 diga el legislador, está presente en la ley. 
 Pero vayamos por partes. Es menester comenzar señalando que, en el momento 
 presente nadie duda de que la ética, con sus principios y valores, deba 
 inspirar la actuación de cuantos operan individualmente en el mundo de los 
 negocios. No parece necesario detenerse ahora en un análisis exhaustivo de 
 las razones que avalan esta conclusión, casi todas ellas obvias, al menos 
 para mí. Y aún cabría decir más: desde su propio origen la ética normativa 
 acompaña al capitalismo y ha contribuido a su configuración como sistema 
 social. 
 Esta última afirmación no justifica, por sí sola, que en el marco de las 
 actividades económicas hayan de adoptarse parámetros éticos específicos 
 diferentes de los establecidos por la ética general y con un contenido 
 teleológico autónomo ni que deban atribuirse a las actividades 
 empresariales o al mercado -en la inteligencia de que constituyen per se 
 un bien social indiscutible- una dimensión ética propia. La conocida 
 máxima, erróneamente atribuida a Walter RATHENAU en su «Von Aktienwesen- 
 Eine geschäftliche Bettachtung», de que la obligación de los 
 administradores de las empresas de navegación era no sólo distribuir 
 beneficios entre los accionistas sino «hacer que los barcos alemanes 
 navegasen por el Rhin» y las teorizaciones dogmáticas de NETTER en favor 
 de la «Unternehmen an sich», recogidas básicamente en «Zur 
 aktienrechtlichen Theorie des Unternehmens an sich», sólo parecen haber 
 contado con respaldo legislativo en los trabajos preparatorios de la 
 Aktiengesetz de 1937, texto normativo en el que el concepto de «empresa 
 ética» caminaba pari passu del ideal de «Estado ético» consagrado por el 
 nacionalsocialismo. 
 -16- 
 Desde entonces los países con un sistema de economía de mercado no han 
 dudado en aplicar -con unos u otros matices- la doctrina sentada en la 
 famosa sentencia de la Corte de Michigan de 1919, según la cual era 
 obligación de la Ford fabricar automóviles en interés de los accionistas y 
 no de los consumidores. 
 A mí me parece -conviene decirlo con toda claridad- que no tiene sentido 
 hablar hoy de una ética negocial como categoría conceptual y sistemática 
 independiente y distinta de la ética general. Esta orientación -que es la 
 que estimamos más correcta desde el punto de vista técnico, pese a ser la 
 que hasta estos momentos menos adhesiones haya merecido- se justifica a 
 nuestro juicio con sólidas razones. Tal vez no sea ocioso a este propósito 
 comenzar recordando que, aunque se trate de la consecuencia lógica del 
 cumplimiento, también moral, del mandato recibido de los accionistas, la 
 ética -general- no puede tener como objetivo prioritario la maximación de 
 las ganancias, una exigencia que, como apunta SOMBART en «Der moderne 
 Kapitalismus», sigue siendo el elemento de legitimación por excelencia de 
 la empresa capitalista. Una cosa es que en el ejercicio de su actividad 
 administradores y gestores queden sujetos, individual y preventivamente, 
 como cualquier otro ciudadano, a los deberes impuestos por la moral 
 general y otra bien distinta que se vean obligados a promover el bien 
 social colectivo. O por decirlo con las mismas palabras de ROSSI: no 
 existe la «empresa ética» entendida en términos globales. 
 Todo intento de atribuir a la economía de mercado o a la libre empresa una 
 dimensión ética y de hacerles por tanto moralmente responsables no sólo 
 parte de un grave malentendido -que se hace preciso desechar de una vez 
 por todas- sino que termina naufragando en el laberinto de los conflictos 
 de intereses. Ello es así porque, en el momento actual, resulta imposible 
 individualizar, con la certeza suficiente, los destinatarios últimos de 
 este supuesto deber de un comportamiento ético empresarial. 
 Que el interés exclusivo de los accionistas es el beneficio y que éste 
 carece de dimensión ética está a mi juicio fuera de discusión. El 
 fundamento ético de la empresa deberá entonces buscarse entre los 
 restantes participantes en la misma o en la propia colectividad. Y es 
 justamente en esta búsqueda donde se plantea el conflicto de intereses 
 entre los propietarios del capital y los trabajadores -o entre los 
 titulares de la empresa y las normas de protección del medio ambiente- por 
 poner sólo ejemplos conocidos. Al examinar la correspondencia entre bajos 
 salarios y altos dividendos en «Die Börse», obra fechada en 1894, Max 
 WEBER describía ya, con su sagacidad habitual, los términos de este 
 conflicto: todo lo que una empresa pague de más en concepto de salarios 
 implica una correlativa disminución de los beneficios repartibles. 
 No existe, en suma, una ética de la responsabilidad empresarial corolario 
 de la racionalidad del sistema capitalista. Anudarla fuente del valor 
 ético al comportamiento racional del particular que debe tener en cuenta 
 la actuación de los demás operadores sería incurrir finalmente, como 
 advierte ROSSI, en el llamado «dilema del prisionero», -17- según el 
 cual el resultado derivado de todo comportamiento racional es la mutua 
 desaprobación en detrimento de la cooperación recíproca. Un conflicto 
 llamado a desembocar en una situación de guerra generalizada de todos 
 contra todos, en los términos lúcidamente descritos por Thomas HOBBES en 
 su «Leviathan». 
 El «dilema del prisionero» preside en efecto el mundo de los negocios de 
 hoy. Su existencia constituye -como acabamos de ver- la base misma de los 
 Códigos de conducta: quien se proponga actuar observando sus preceptos se 
 coloca en una posición desventajosa frente a los competidores desleales, 
 por lo que se ve racionalmente obligado a no cumplirlos. Y este 
 inclumplimiento es posible justamente porque las reglas de la moral 
 negocial no tienen en sí mismas carácter sancionatorio. La ética 
 desconoce, por definición, tanto la sanción estatal como la exclusión de 
 las organizaciones intermedias toda vez que la infracción de sus 
 principios no comporta, de suyo, la pérdida de status social. 
 No sería correcto por otro lado afirmar que el problema fundamental de la 
 nueva ética de la finanzas -entendida como elemento corrector de la ética 
 smithiana del egoísmo y de la lógica capitalista de la maximización de 
 ganancias- sea la relación entre «deberes» y «consecuencias» de ellos 
 derivados. En un sistema de economía mixta como el constitucionalizado en 
 los países europeos -el nuestro incluido- unos y otras dependen en forma 
 creciente de la intervención de los poderes públicos. Sectores normativos, 
 como la reglamentación del medio ambiente o de los mercados de capitales, 
 así lo ponen de manifiesto. 
 Cuando se trata, por el contrario, de normas destinadas a regular la 
 competencia -regulación sobre prácticas restrictivas o sobre competencia 
 ilícita- resultan asimismo infructuosos los intentos de atribuir a éstas 
 últimas un contenido moral. Es cierto que en toda legislación antitrust la 
 exigencia de tutelar los intereses de la parte económicamente más débil 
 -el consumidor- ofrece una tenue coloración ética: ésta no es sin embargo 
 la única ni siquiera la más importante de sus motivaciones. El respeto de 
 una particular lealtad en medio de la deslealtad opera de hecho como las 
 viejas «reglas de la caballería»: una especie de «metis homérica» cuya 
 finalidad última no es tanto el noble principio de la igualdad en la 
 distribución de la riqueza social sino, lisa y llanamente, la 
 supervivencia del mercado, la política de reestructuración industrial, la 
 mayor eficiencia del sistema económico. Objetivos que, por su propia 
 lógica, toleran toda clase de desigualdades y se apartan por consiguiente 
 de la segunda fórmula del imperativo kantiano, recogida en la «Crítica de 
 la razón práctica», que obliga a «actuar de modo de tratar a la humanidad, 
 tanto en tu persona como en la del prójimo, siempre como un fin y no sólo 
 como un medio». 
 
 
 -18- 
 
 V. Ética y derecho: bases para un nuevo planteamiento 
 
 
 1. Sistema capitalista, normas éticas y magia de las palabras 
 Las consideraciones recogidas en los epígrafes precedentes creo que son 
 suficientes para que nos pongamos en guardia de los peligros que esconde 
 la denominada «moral de los negocios» y de la urgente necesidad, pese a 
 sus dificultades, de deslindar genética y funcionalmente la esfera de la 
 Ética y de la Economía. Pero con ello no está todo dicho: un problema no 
 puede solucionarse -son palabras de WIEDEMANN en «Haftungsbeschränkung und 
 Kapitaleinsatz in der GmbH»- aduciendo que es muy difícil de solucionar. 
 Es menester desligarse además de ciertas concesiones retóricas, de la 
 «magia de las palabras», y dotar a los términos e instituciones del 
 contenido técnico, que les es propio, tratando de superar el lamentable 
 estado de desconcierto respecto a la valoración de los comportamientos 
 económicos. Desconcierto tanto mayor en un país como el nuestro, anclado 
 hasta fechas bien recientes en tradiciones agrarias y feudales, donde al 
 no haber existido un verdadero capitalismo la plutocracia española, como 
 dice CEBRIÁN, «ha temido mucho más a la ley de Dios que a la de los 
 hombres y ha sido la sotana más que la toga, quien ha condicionado sus 
 conductas». De este debate, desde luego apasionante, ha estado en cierta 
 medida lejos la sociedad española, sin una tradición liberal sólida y 
 donde -frente a las culturas anglosajonas- los requerimientos sociales y 
 los derechos individuales han sido valorados como cuestiones 
 contrapuestas. 
 La primera precisión es ésta: la ética de los negocios no reviste 
 particularidades que la distancie de las demás formas de comportamiento 
 humano. Es obvio que el sistema de economía de mercado comporta la idea 
 del triunfo individual, la competencia, el éxito en la lid. Pero de ahí a 
 suponer que en el terreno de juego todas las normas son válidas y que sus 
 excesos queden sometidos a criterios morales, antes que jurídicos, dista 
 un gran trecho. 
 La segunda puntualización: es precisamente en la ética del egoísmo -que 
 nos descubre la existencia del interés frente a lo que vagamente podríamos 
 llamar principios- en donde se fundamenta toda la ciencia económica de 
 nuestros días y la construcción del capitalismo moderno. De ahí que no sea 
 la lógica del mercado sino su deformación, sujeta a mecanismos 
 sancionatorios ineficaces, la que hace posible el enriquecimiento de unos 
 pocos a costa de la ruina o del sacrificio de los demás. El sometimiento a 
 un sistema moderno de normas jurídicas -y no a vagos principios éticos- 
 constituye hoy por hoy, como inmediatamente se dirá, el mejor medio de 
 combatir las perversiones del sistema y de asegurar que el mercado 
 funcione, y sea al mismo tiempo más legítimo y más lícito. 
 -19- 
 Para facilitar la cabal inteligencia de este temario y su trascendencia 
 práctica tal vez fuera conveniente plantear algunos ejemplos 
 paradigmáticos, que levemente retocados, se podrían tomar de la prensa 
 económica y de la jurisprudencia. A los efectos que aquí interesan baste 
 con recordar uno solo de ellos -la realización de operaciones 
 especulativas- que por su significación permite ilustrar cuanto antecede. 
 Que la especulación forma parte del sistema capitalista, tal y como lo 
 entendemos, no debiera ofrecer duda alguna. Con el fin de incrementar la 
 oferta y demanda de valores así como de ampliar las modalidades operativas 
 de los inversores, las Bolsas de todos los países han ido desarrollando 
 -junto a las tradicionales operaciones a plazo- los denominados mercados a 
 crédito y mercados de opciones y futuros en los que, como es sabido, los 
 intervinientes son esencialmente especuladores, que desharán sus 
 operaciones a corto plazo. Se trata de técnicas universalmente aceptadas 
 en la medida en que se han convertido en un elemento estabilizador y 
 moderador de alzas y bajas, permiten mejorar la rentabilidad de las 
 inversiones, aumentan la gama de posibilidades operatorias y sirven de 
 guía para operadores al contado. 
 Pues bien, pese a tales ventajas, los negocios especulativos bursátiles-y, en general, el ancho campo de las actividades especulativas 
 inmobiliarias o financieras- son rechazados por la conciencia de muchos 
 juristas y de amplias capas de la población al amparo de prejuicios 
 morales, que traen su origen una vez más de la filosofía escolástica. 
 Desde que se publico el «Liber IV Sententiarum» de las «Opera omnia» de 
 Duns Scotus subsiste la creencia -recientemente defendida, entre otros 
 foros, por el Tribunal Supremo alemán en una controvertida jurisprudencia- 
 de que la especulación, entendida como «ganancia sin trabajo», es 
 moralmente reprobable; se trata en suma de un precio que al no proceder de 
 labores et expensae rompe con el principio de la sinalagmaticidad o de las 
 ventajas equivalentes para ambas partes. 
 Con esta afirmación se pone el dedo en la llaga de una cuestión que a 
 estas alturas no debiera ser objeto únicamente de tratamiento 
 jurisprudencial sino legislativo y que, hoy más que nunca, merece el 
 análisis y fundamentación de la ciencia jurídica. La necesidad de adaptar 
 a los tiempos actuales el marco ordenador de los negocios aleatorios del 
 sector de la inversión patrimonial y de conectar, por esta vía, el Derecho 
 civil patrimonial y el Derecho económico justifican un examen a fondo de 
 este temario, del que aquí sólo pude hacerse una mención superficial. 
 Hay que empezar diciendo ante todo que se trata de una materia a la que 
 los juristas -salvo honrosas excepciones como NELL-BREUNNING en «Grundzüge 
 der Börsenmoral»- hemos prestado escasa atención. A este desinterés ha 
 contribuido sin duda la tacha de irracionalidad, falta de seriedad y 
 carácter moralmente censurable, que desde tiempo inmemorial acompaña a las 
 actividades especulativas. Esta orientación contrasta abiertamente con la 
 seguida tanto por la ciencia económica -para la cual, a toda decisión 
 inversora o a cualquier tipo de operación de crédito subyacen 
 expectativas, cuyo eventual -20- incumplimiento es objeto directamente 
 de análisis, hasta el punto de que tal incertidumbre pasa a formar parte, 
 en cuanto tal, de los cálculos empresariales-. Y choca asimismo con los 
 postulados de la psicología, cuyos cultivadores han considerado el juego, 
 usando las mismas palabras de HUIZINGA en «Homo ludens- Vom Ursprung der 
 Kultur im Spier», «como un elemento esencial del comportamiento cultural 
 del hombre». 
 Pues bien, ante la imposibilidad de abordar, dentro del estrecho marco de 
 esta intervención, las complejas relaciones entre especulación, mercado y 
 Derecho, dos precisiones se hacen, cuando menos, necesarias. 
 La primera es que entraña a mi juicio un grave error poner en práctica, de 
 forma unilateral e indiscriminada, políticas jurídicas destinadas a 
 tutelar a los inversores frente a los negocios especulativos, cuando éstos 
 constituyen en la actualidad una necesidad y se hallan además legitimados 
 en todos aquellos mercados sujetos a un orden constitucional económico 
 semejante al nuestro. Mientras subsistan el actual marco constitucional y 
 los mecanismos técnicos que habilitan tales operaciones, resulta ocioso -y 
 podría ser incluso perturbador, como dice STEINDORFF en la «Einführung in 
 das Wirtschaftsrecht der Bundesrepublik Deutschland»- empecinarse en un 
 debate acerca de su corrección moral. 
 La segunda puntualización tiene por finalidad señalar que la regulación de 
 las operaciones bursátiles y la política liberalizadora del mercado de 
 metales preciosos han puesto de manifiesto, con total claridad, las 
 insuficiencias de un control inmanente de carácter exclusivamente 
 jurídico-obligacional. De ahí la necesidad de contemplar aquellos otros 
 aspectos metajurídicos que, como factor de legitimación, subyacen a la 
 actual disciplina. Estos elementos no tienen sin embargo carácter ético 
 sino simplemente económico. Quien cierra una operación bursátil a plazo y 
 quiere protegerse de eventuales oscilaciones del mercado no por ello 
 convierte en objeto del negocio las posibilidades futuras sino que -como 
 sucede con los Hedgeschäfte o con los negocios encubiertos de diferencias, 
 según señala SCHWARK en «Spekulation-Markt-Recht», busca únicamente 
 asegurarse el rendimiento de su esfuerzo. Otra cosa distinta es que el 
 exceso de especulación llegue a deformar el mercado cuando éste no es 
 necesariamente especulativo en todo. En este caso habrá que adoptar las 
 oportunas medidas correctoras. Mientras ello no suceda, la suposición de 
 que la especulación es mala en sí carece de fundamento tanto desde el 
 punto de vista capitalista como desde la lógica del funcionamiento del 
 mercado. El sistema de economía de mercado, que el texto constitucional de 
 1978 consagra como sistema de economía mixta, establece reglas y 
 principios que encajan prima facie en el marco de producción capitalista. 
 Y así como se hace necesario acoplarse a un código de entendimiento basado 
 en la honradez -en lo que antes se llamaba la caballerosidad- que 
 favorezca la implantación de un capitalismo anclado en la sensibilidad 
 moral que lo engendró, no por ello hemos de entender que el capitalismo 
 sea en sí mismo una ética ni que las perversiones del sistema deban 
 juzgarse preferente o exclusivamente desde el prisma de una supuesta moral 
 negocial. 
 
 
 -21- 
 
 2. La lucha por el Derecho, una prioridad política de nuestros días 
 Si quisiéramos ahora condensar el sentido último de la propuesta trazada a 
 lo largo de esta exposición bastaría con decir que la cuestión de la moral 
 en los negocios, tal como hoy se plantea, es falaz y engañosa. Tras ella 
 se esconde, como dice ROSSI, una crisis todavía más profunda: la crisis 
 del Estado y de las instituciones y, entre éstas, en primer lugar, la 
 crisis de la Administración de Justicia. El recurso a una ética especial 
 que gobierne el mundo de los negocios con el auxilio de un sistema 
 autonormativo propio, formalizado en los Códigos de conducta, implica 
 negar tanto la virtualidad de la ética general para prevenir en la esfera 
 individual los comportamientos incorrectos como la funcionalidad del 
 ordenamiento jurídico para sancionarlos. Quiebra así un largo proceso 
 histórico de independización de la Moral y el Derecho, fruto de la 
 secularización de este último a lo largo de más de un siglo y con 
 argumentos no sustancialmente nuevos vuelve a plantearse la vexata questio 
 de la efectiva vigencia social de las normas éticas en el campo de la 
 economía. 
 No me parece que esta concepción deba compartirse. Con ella se pone en 
 entredicho el principio, absolutamente irrenunciable, de la realización 
 del Derecho. La certeza de éste último y la efectiva aplicación de sus 
 sanciones constituye la única garantía del correcto funcionamiento del 
 mercado. Promulgar normas justas acordes a las necesidades, siempre 
 cambiantes, del tráfico económico y asegurarse de que serán aplicadas se 
 ha convertido, como dice ROSSI, en el problema crucial de todo proyecto 
 político concreto. 
 Los empresarios que corrompen a los políticos o a los funcionarios 
 públicos no son hombres malvados; se trata únicamente de delincuentes que 
 han infringido los preceptos legales. Su comportamiento no debe ser objeto 
 por tanto de juicios morales; bastará con que queden sometido a la 
 disciplina del Código Penal. El hecho de que exista la corrupción ydomine 
 anchas zonas del mundo de los negocios no obedece tanto a la ausencia de 
 principios éticos sino a las propias insuficiencias del ordenamiento 
 jurídico y de la Administración de Justicia. Estas insuficiencias no son 
 empero de tal gravedad como para abandonar a su suerte al mundo del 
 Derecho y sustituirlo por sistemas autonormativos de moral negocial al 
 margen de la Ley. La tarea es por el contrario, creo yo, reformar las 
 leyes, modernizar los dispositivos de prevención y control de los 
 comportamientos irregulares y, sobre todo, conseguir que jueces y 
 magistrados actúen con mayor resolución y eficacia a la hora de aplicar la 
 cláusula general de la buena fe, las buenas costumbres, la corrección y 
 transparencia y otras cláusulas generales. 
 Se trata, en suma, de una tarea que debiera ser asumida no solo por los 
 hombres del Derecho sino por la sociedad en general sobre todo en aquellos 
 supuestos en que la iniquidad moral de alguna ley hubiera quedado 
 suficientemente acreditada. Es justamente en estos casos cuando el 
 principio cívico de la «lucha por el Derecho», que dio -22- título a 
 la célebre obra de Rudolf v IHERING, cobra su verdadera significación; ni 
 siquiera el recurso a la ética justificaría su eliminación. 
 ¿Cuál sería pues el papel asignado a la moral en el ámbito de las 
 actividades económicas? Desde que Hans KELSEN formalizó en su «Teoría 
 general del Derecho y del Estado» la autonomía e independencia recíproca 
 de ambos ordenamientos, la moral opera exclusivamente dentro de la esfera 
 subjetiva reservada a cada persona; todo intento de entrecruzamiento y 
 conmixtión entre ésta última y el Derecho económico carece en consecuencia 
 de fundamento. 
 De ahí no se deduce empero que la incomunicación sea total. Existe, como 
 señala ROSSI, un punto de encuentro, cuya significación no es posible 
 ignorar: aquel en que, con una norma técnica de reenvío, el ordenamiento 
 concede a la moral la facultad de fijar el contenido de la norma jurídica. 
 A través de esta suerte de delegación, principios, que no traen su origen 
 inmediato de la Ley, pasan a convertirse en normas de clausura. Tal es el 
 caso del artículo 36 del Tratado constitutivo de la Comunidad Económica 
 Europea cuando incluye los motivos de moralidad entre las posibles y 
 válidas excepciones a la libertad de comercio entre los Estados miembros. 
 Y ésta es asimismo la orientación seguida por las legislaciones nacionales 
 al tipificar el criterio de las «buenas costumbres» -es decir, al servirse 
 de un conjunto de reglas prejurídicas, no formalizadas ni promulgadas- 
 para declarar la nulidad de los negocios jurídicos. 
 Que este tipo de cláusulas generales permite una conmensurabilidad 
 negativa de la conducta, es incontestable. El juez puede determinar la 
 existencia de una incorrección aunque no se encuentre en condiciones de 
 decir cómo debiera realizarse adecuadamente. Al igual que en los delitos 
 de omisión tipificados por el Derecho Penal, el ordenamiento no siempre 
 está en condiciones de establecer qué conducta habría que seguir aunque sí 
 puede sancionar como antijurídica una determinada conducta. Estas simples 
 consideraciones revisten importancia en la medida en que permiten eludir, 
 al menos parcialmente, los problemas de la falta de seguridad jurídica. 
 Se trata en cualquier caso de un recurso técnico no exento de tensiones 
 dada la indispensable certeza del Derecho y la mutabilidad e imprecisión 
 de la ética, sujeta por su propia naturaleza a las valoraciones 
 individuales del juzgador. El conflicto surge no sólo en el ámbito del 
 Derecho sino también en otras áreas que, como la literatura o el arte, 
 reivindican una propia autonomía, con reglas duraderas, independientes de 
 los dictados cambiantes de la moral. Ha tenido que transcurrir casi un 
 siglo para que el proceso abierto en 1857 a Madame Bovary de FLAUBERT y a 
 las Fleurs du mal de BAUDELAIRE por atentar contra la moral pública y las 
 buenas costumbres, y la posterior condena de sus autores, fueran objeto de 
 revisión y se acordara la rehabilitación de los mismos, en 1946 y 1949 
 respectivamente. 
 Si la dimensión subjetiva de la ética sólo atiene a la conciencia 
 individual y debe limitarse por tanto -como aquí se sostiene- a inspirar 
 el comportamiento de los operadores -23- económicos, sin especificidad 
 alguna, resulta claro -y éste ha sido el hilo conductor de toda la 
 exposición- que lo que el mundo de los negocios necesita no es una 
 valoración moral sino una valoración exclusivamente jurídica -y en 
 consecuencia sancionatoria- del comportamiento de sus miembros. Son las 
 normas jurídicas -expresión de los valores y también de los principios 
 éticos compartidos por la sociedad y reflejo a su vez de las necesidades 
 colectivas- el instrumento regulador por excelencia de las actividades 
 mercantiles y financieras. Las reformas legislativas y la labor 
 interpretativa de los Tribunales velarán en todo caso por una correcta 
 adaptación de las mismas a los datos de una realidad económica, que cambia 
 constantemente de reglas y comportamientos, productos e intermediarios. 
 Afirmación que encuentra hoy su mejor ejemplo en la tutela del medio 
 ambiente o en la regulación de los mercados financieros, sectores ambos en 
 los que los vínculos y deberes establecidos para atemperar la maximización 
 del beneficio empresarial han terminado por depender mucho más de las 
 reglamentaciones públicas que de una supuesta contención moral de los 
 propios operadores. 
 
 
 
 
 3. Juridificación del tráfico mercantil: evolución y perspectivas 
 El objetivo de restablecer el juego limpio en el mercado es tarea 
 prioritaria del Derecho, cualquiera que sea la «moral negocial» o el grado 
 de autoexigencia ética de los operadores que en él intervienen. Con otras 
 palabras: la autonomía y dignidad del hombre y la corrección con que actúa 
 no son hoy los presupuestos, sino la consecuencia de un buen ordenamiento 
 jurídico, no son por consiguiente institutos privados sino institutos 
 políticos. Derecho privado, Estado Social, Estado de Derecho no son partes 
 aisladas de la civilización moderna del Derecho sino, por decirlo con las 
 mismas palabras de WIETHOELTER en su «Rechtswissenschaft», aspectos de una 
 evolución unitaria, esto es, de la democratización interna de la Sociedad 
 política. 
 El tránsito del Estado liberal a lo que se ha dado en llamar el Estado 
 social ha sido posible, junto a otros factores, merced al papel 
 desempeñado por el Derecho como instrumento necesario para la realización 
 de un valor determinado, el de la seguridad jurídica, requisito 
 imprescindible del ejercicio de su libertad por los ciudadanos. Sólo la 
 previsibilidad de las consecuencias de las conductas, fundada en la norma 
 preexistente y en la certeza de su aplicación, permite -como puso 
 certeramente de manifiesto en su día el Profesor GIRON TENA en «Tendencias 
 generales en el Derecho Mercantil actual (Ensayo interdisciplinario)»- una 
 conducta libre del arbitrio de los poderes jurídicos y fácticos. Los 
 hechos se han encargado de desmentir la vieja idea smithiana de que una 
 mano invisible conduce a los protagonistas de la vida económica a promover 
 el bien común cuando, de suyo, lo que éstos buscan es realizar un interés 
 particular. De ahí la convicción,hoy generalizada en los países 
 occidentales, en cuanto -24- a la necesidad y eficacia del 
 ordenamiento jurídico como instrumento de dirección de los procesos 
 económicos. 
 Si admitimos, como parece inevitable hacerlo, que la libertad no supone, 
 por sí, intrínsecamente orden y que la libertad no regulada se destruye a 
 sí misma, deberemos forzosamente reconocer que el Derecho y el sistema 
 económico están profundamente ligados en el tráfico mercantil de nuestros 
 días. La conservación del sistema de libertad de economía de mercado es, 
 ante todo, una tarea jurídica, que incorpora a este ámbito del 
 comportamiento humano el elemento de lo «justo». El Derecho brinda al 
 aparato de producción y distribución de bienes y servicios las formas 
 jurídico-institucionales y estructurales así como determinados mecanismos 
 de seguridad jurídica. Su tarea fundamental es sin embargo suministrar los 
 parámetros de justicia exigidos por ese sector económico-social y, al 
 mismo tiempo, asegurar la racionalidad, el armazón de rigor sistemático, 
 la ordenación lógica y la precisión jurídica conceptual que los procesos 
 económicos, sujetos a una constante transformación reclaman. 
 El fenómeno de la juridificación de la vida económica se hace 
 particularmente visible cuando se trata de prevenir o corregir los 
 comportamientos incorrectos de los sujetos que operan en el mercado. 
 También aquí la realización de los objetivos fundamentales de seguridad y 
 de estabilidad jurídicas presupone la previsibilidad legal de las 
 consecuencias de nuestras conductas, ligada, como hemos visto, a la 
 coherencia racional del sistema jurídico en que se inserta. Ahora bien: 
 para disciplinar y en su caso sancionar de forma adecuada los nuevos 
 comportamientos antisociales de carácter económico y financiero la 
 práctica totalidad de los ordenamientos nacionales ha terminado 
 abandonando la investidura del viejo Código decimonónico, como corpus 
 dogmático completo y cerrado, y en su lugar han introducido una 
 legislación especial, en la que vierten asimismo los valores y necesidades 
 compartidos por la comunidad social y que con el transcurso del tiempo 
 tiende progresivamente a convertirse en sistema. 
 Los resultados alcanzados a través de este proceso de juridificación de 
 las actividades económicas con vistas a sancionar prácticas financieras 
 incorrectas son hoy difíciles de evaluar. Por un lado siguen siendo 
 todavía profundas las diferencias existentes entre los distintos sistemas 
 jurídicos en el tratamiento de esta materia; por otro lado, los criterios 
 adoptados por las autoridades nacionales encargadas de su aplicación son 
 con frecuencia dispares y en ocasiones contrapuestos. La dificultad de 
 arbitrar medidas técnicas comunes dentro de un mercado financiero 
 progresivamente internacionalizado termina por agravar finalmente esta 
 situación. 
 Existen síntomas que permiten no obstante alimentar un cierto optimismo 
 respecto de la evolución seguida tanto dentro de nuestro país como fuera 
 de él. En primer lugar los avances registrados en la represión del fraude 
 fiscal y del blanqueo de dinero procedente de actividades criminales o del 
 narcotráfico; en segundo término el mayor grado de corrección profesional 
 en el ejercicio de actividades bancarias o bursátiles. 
 -25- 
 Prescindiendo de éstas últimas, a las que haré una referencia sucinta en 
 el apartado siguiente, hay que señalar, por lo que al fraude fiscal se 
 refiere, que se trata de un tema clásico del derecho penal tributario y 
 que, como sucede con los delitos de cuello blanco, en general, el problema 
 no es tanto determinar el hecho incriminatorio y su sanción sino la prueba 
 de su existencia, sujeta como es sabido tanto a la presunción 
 constitucional de inocencia como -dentro de límites cada vez más 
 estrechos- al respeto del secreto bancario. 
 En relación con la represión del blanqueo de dinero procedente de 
 actividades ilícitas las dificultades no son menores. La realización de 
 estas prácticas se ha visto favorecida por la absoluta neutralidad moral 
 de las reglas que disciplinan los mercados, la actuación de los 
 intermediarios financieros y el comercio internacional. Un examen 
 superficial permite advertir la sustancial afinidad de los canales e 
 instrumentos jurídicos, que se ponen al servicio tanto de las operaciones 
 legales como de las ilegales. Una eficaz represión de estas últimas 
 obligaría a encontrar previamente una fórmula de compromiso entre el 
 derecho al sigilo, que está en la base misma del secreto bancario, y la 
 regulación de los mercados financieros con criterios de transparencia 
 informativa. 
 En esta última dirección se orienta la Declaración de principios de 12 de 
 diciembre de 1988, elaborada por el «Comité de Basilea para las 
 reglamentaciones bancarias y las prácticas de vigilancia», en la que se 
 establecen determinadas pautas de comportamiento destinadas a impedir que 
 los establecimientos de crédito amparen o den cobertura a operaciones 
 incorrectas. Se trata de un modelo que ha sido formalmente adoptado por 
 algunos ordenamientos nacionales como el francés -Ley de 11 de abril de 
 1989- el luxemburgués -Ley de 7 de julio de 1989- o el británico -Drug 
 Trafficking Offences Act de 1986, en los que, sin perjuicio de otras 
 obligaciones profesionales, la banca queda sujeta, específicamente, al 
 deber de identificar a los clientes que realicen ingresos en numerario. En 
 fechas recientes se ha llegado incluso a examinar la oportunidad misma de 
 establecer, junto a la anterior, una obligación de carácter 
 administrativo. Una iniciativa que, de prosperar, consagraría un «modelo 
 de sospecha», sobre cuya existencia cabría formular serios reparos. La 
 finalidad última es, en todo caso, inmovilizar fondos dudosos y confiscar 
 aquellos capitales obtenidos mediante la realización de actos ilícitos. 
 Dentro del sector del tráfico bancario cabe por último señalar la 
 introducción, tanto en las legislaciones nacionales como en el Derecho 
 comunitario europeo, de un sistema jurídico de disciplina, intervención y 
 control de los establecimientos de crédito, que en países como el nuestro 
 viene acompañado de un mecanismo sancionatorio particularmente riguroso. 
 Este notable impulso político-jurídico destinado a reglamentar la vida 
 económica encuentra su fundamento último -y su explicación- en 
 consideraciones que, como -26- se ve, están abiertamente orientadas a 
 asegurar una mayor eficiencia del sistema, aunque en ocasiones se 
 instrumentalicen determinados principios éticos y luego se les vacíe de 
 contenido. 
 La concepción funcional e instrumental de la Ética y del Derecho al 
 servicio del mercado, luce con particular claridad en el Preámbulo de la 
 Declaración de Basilea antes citada. El tenor literal de este texto no 
 deja lugar a dudas: «...la confianza del público en los bancos, y por 
 consiguiente su estabilidad, puede verse dañada por la publicidad negativa 
 que deriva de una involuntaria asociación de los propios bancos con la 
 criminalidad. La banca puede además verse expuesta a pérdidas directas por 
 fraude, por negligencia al identificar a clientes indeseables o bien 
 porque la integridad de sus propios empleados quede en entredicho al 
 asociarse con delincuentes. Por estas razones losmiembros del Comité de 
 Basilea estiman que incumbe a las autoridades de vigilancia bancaria la 
 tarea, de carácter general, de estimular la observancia de principios 
 éticos de conducta profesional por parte de la banca y de las demás 
 instituciones financieras». 
 Pocos documentos reflejan a mi juicio con tanta fidelidad el uso 
 distorsionado que del concepto de ética se realiza en el mundo de los 
 negocios. Siempre, claro está, que estimemos -como parece forzoso hacerlo- 
 que la finalidad de los valores morales sigue siendo la recogida en la 
 segunda fórmula del imperativo categórico kantiano. Como ha puesto 
 lúcidamente de relieve ROSSI, la estabilidad de la banca o la prevención 
 de pérdidas de las empresas no son exigencias dotadas en principio de 
 contenido ético alguno ni, por su naturaleza, sometidas a valoraciones de 
 esta índole sino presupuesto -y consecuencia al mismo tiempo- de un 
 eficiente funcionamiento del mercado. 
 
 
 
 
 4. «Insider trading» y abuso de información privilegiada: normas éticas y 
 normas jurídicas en la represión de la actuación ilícita de los iniciados 
 Desde que en 1733 Sir John Bernard, uno de los mejores conocedores de las 
 operaciones realizadas en la City de Londres, denunciara que, poco antes, 
 personas próximas a la Compañía de Indias holandesa se habían enriquecido 
 a costa de los demás accionistas, al disponer de información confidencial 
 sobre la caída de beneficios de la sociedad y apresurarse a vender sus 
 títulos, mientras que las participaciones en poder de los restantes 
 inversores, al hacerse la noticia de dominio público, veían reducido su 
 valor al cincuenta por ciento, los medios jurídicos y financieros han 
 mantenido viva en todos los países la preocupación por los efectos que 
 conlleva la utilización abusiva de aquellas informaciones, a las que sólo 
 tienen acceso determinados operadores por razón de la actividad 
 profesional a que se dedican. 
 -27- 
 En efecto, investigaciones empíricas realizadas en diversos mercados 
 europeos han puesto claramente de manifiesto, según apunta HOPT en «Der 
 Kapitalanlegerschtz im Recht der Banken», que en los meses anteriores a la 
 fecha en que se hace pública en la prensa la noticia de un aumento de 
 capital realizado con medios propios de sociedades bursátiles, los títulos 
 de estas últimas tienden a mejorar sus cotizaciones. Las alzas 
 experimentadas en las cotizaciones o precios de los valores negociables 
 serían consecuencia directa de la adquisición masiva de los mismos por 
 parte de insiders, es decir, por aquellas personas que -como establece el 
 artículo 1 de la Directiva 89/592/CEE- debido al desempeño de una función 
 u oficio disponen de información privilegiada sobre cualquier 
 circunstancia que pueda incidir en el mercado (la inminente realización de 
 una OPA, la fusión entre dos o más sociedades, etc.) -extremo en esos 
 momentos no conocido por los otros inversores- y en lugar de abstenerse de 
 realizar cualquier operación sobre tales títulos hacen un uso ilícito de 
 la misma con fines básicamente especulativos. 
 Esta práctica -generalizada hoy en todos los países merced sobre todo a la 
 estrechez de los mercados, la ausencia de una normativa clara y la 
 creciente vinculación corporativa entre la banca y el mundo empresarial- 
 ha dejado de ser un privilegio de los mejor informados, social y 
 jurídicamente tolerado, para convertirse en un comportamiento, calificado 
 primero de incorrecto y más tarde de ilícito, sujeto en la actualidad a un 
 dispositivo sancionatorio extremadamente riguroso. A este cambio de 
 tendencia han contribuido no sólo los juristas -que desde la promulgación 
 en 1934 de la Securities Exchange Act no han cejado en el empeño de 
 reforzar la sensibilidad jurídica de los Tribunales y de crear un estado 
 de opinión contrario a tales comportamientos ilícitos- sino también, y de 
 forma decisiva, la prensa económica y la propia opinión pública. Desde el 
 momento en que la inversión mobiliaria se ha convertido en una de las 
 formas de ahorro de capas de población económicamente débiles, las 
 irregularidades cometidas en el mercado de capitales dejan de ser cuestión 
 que afecta a unos pocos especuladores para interesar a un alto porcentaje 
 de ciudadanos. 
 Pese a las consideraciones político-jurídicas que militan en favor de la 
 represión legal del insider trading o «negociación de iniciados» y al 
 establecimiento en numerosos ordenamientos de sanciones, incluso penales, 
 respecto de estas operaciones fraudulentas, la problemática que suscita 
 este fenómeno sigue estando en el centro de una áspera polémica. La 
 explicación hay que buscarla, por un lado, en la resistencia de los 
 sectores afectados, que han tratado de enmascarar el problema al amparo de 
 la limitada transparencia que los acontecimientos bursátiles siguen 
 teniendo frente al gran público; por otro lado, en la incierta y 
 controvertida apreciación de las consecuencias derivadas de la actuación 
 de los iniciados frente a los inversores en valores mobiliarios, los 
 restantes operadores económicos y el mercado en general. Y ello es así 
 porque, pese a los esfuerzos realizados por la doctrina y la 
 jurisprudencia, ni el concepto de «manipulación en los mercados 
 financieros» tiene todavía un significado técnico -28- jurídico 
 preciso ni tampoco se encuentra unánimemente reconocida la impropiedad o 
 irregularidad de estas operaciones. Al contrario: una vez examinadas sus 
 consecuencias, son muchos quienes, como FISCHEL y ROSS («Should the Law 
 Prohibit «Manipulation» in Financial Markets?»), defienden la inocuidad de 
 estas transacciones, que a su juicio tienen la virtualidad de incentivar 
 la Bolsa y la Economía a la par que retribuyen la actividad profesional de 
 los administradores de las sociedades. El beneficio personal conseguido 
 gracias a la explotación de noticias obtenidas en el ejercicio de su 
 propia función dentro de la sociedad no sólo no vulneraría el deber de 
 confidencialidad sino que, a juicio de MANNE, sería el justo premio al 
 espíritu emprendedor demostrado para alcanzar y descubrir una información 
 no divulgada. Se señala, finalmente, que, debido al índice de riesgo de 
 las mismas, los eventuales efectos negativos tienden a autoexcluirse y que 
 el alto costo económico que comporta la ejecución legal de la prohibición 
 hace aconsejable renunciar sin más a su establecimiento. 
 No ha sido ésta ciertamente la orientación seguida por el Derecho español. 
 De conformidad con lo establecido en la normativa comunitaria europea se 
 ha optado finalmente por sancionar los abusos de información privilegiada, 
 en el convencimiento de que, para que la Bolsa pueda absolver la función 
 de ser un mercado eficiente, es menester que toda la información con 
 trascendencia bursátil esté disponible para el mercado y para sus 
 operadores en igualdad de condiciones. La Ley del Mercado de Valores, 
 reformada en 1991 en lo relativo al insider trading, prohíbe a quienes 
 dispongan de información privilegiada realizar operaciones en el mercado 
 sobre los valores afectados por tales informaciones; comunicar esta 
 información a terceros, salvo que se realice en el ejercicio normal de su 
 trabajo o funciones; recomendar la compra o venta de tales valores o hacer 
 que otros los adquieran o cedan en

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