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Delito juvenil en Argentina

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LAS TRANSFORMACIONES EN EL DELITO JUVENIL EN ARGENTINA
Y SU INTERPELACIÓN A LAS POLÍTICAS PÚBLICAS
Gabriel Kessler
GABRIEL KESSLER: doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Ehess) de
París, en la que fue elegido profesor asociado de Sociología de América Latina. Es investigador del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), profesor de la Universidad Nacio-
nal de General Sarmiento y del Doctorado IDES-UNGS. Fue elegido para la Cátedra «Simón Bolívar» de
la Sorbona-París VII para el año 2003. Sus áreas de interés son la cuestión social, las políticas públicas
y la seguridad ciudadana. Es autor de numerosos artículos publicados en la Argentina y el extranjero y,
entre otros, de los libros La experiencia escolar fragmentada (2002) y Sociología del delito amateur
(2004). Además, es coautor de La nueva pobreza en la Argentina (1995) y Neoliberalism and National
Imagination (2005) y ha coeditado Violencias, delitos y justicias en la Argentina (2002), Política social y
acciones locales. Diez estudios de caso (2006) y Problemas socioeconómicos contemporáneos (2006).
1. Fuente: Centro de Estudios Nueva Mayoría.
2. Fuente: IPSA-Estudios de Opinión Pública.
El aumento de los delitos contra la propiedad en la última década en Argentina ha sido pro-
tagonizado, en gran medida, por un nuevo grupo: los «delincuentes amateurs». Este artículo
se basa en una investigación realizada entre jóvenes del Gran Buenos Aires que cometieron
delitos contra la propiedad con uso de violencia. Muestra la emergencia de un segmento so-
cial que combina actividades legales e ilegales para sobrevivir, lo que lo diferencia de las
imágenes clásicas del «delito profesional». Luego de un análisis de la evolución del delito,
se relaciona la génesis de este grupo con el aumento de la inestabilidad y la precariedad
laboral. A continuación, se indaga sobre las formas de sociabilidad y el pasaje hacia la pro-
fesionalización. En la conclusión se reflexiona sobre la necesidad de pensar políticas públicas
acordes a estas formas novedosas de desdibujamiento de lo legal y lo ilegal. 
INTRODUCCIÓN
Hoy la inseguridad ocupa el primer lugar entre las preocupaciones de
los argentinos de las principales ciudades, superando desde 2004 al de-
sempleo1. A pesar de la opinión prevaleciente, no se trata de una inquie-
tud nueva. Las encuestas de opinión muestran que ya en 1985 la mitad
de los entrevistados de los centros urbanos más importantes temían «ser
asaltados en la calle» y, en 1987, 96% consideraba muy o bastante impor-
tante el problema de la «violencia callejera»2. Las percepciones actuales
no guardan memoria de esa situación: en una investigación que realizo
en la actualidad, los años 80 aún forman parte de una «edad dorada de
seguridad», cuya degradación, según los resultados de esa investigación,
tiene un origen más reciente, en particular desde la crisis de 2001. 
Este artículo es copia fiel del publicado en Barbara Potthast, Juliana Ströbele-Gregor 
y Dörte Wollrad (eds.): Ciudadanía vivida, (in)seguridades e interculturalidad, 
FES / Adlaf / Nueva Sociedad, Buenos Aires, 2008, ISBN: 978-987-95677-1-5.
Ciertamente, durante la década del 90 hubo un incremento muy fuerte
del delito, pero también las figuras de lo amenazante fueron cambiando
el alcance del temor. Las encuestas de la década del 80 señalaban una
importante preocupación en mujeres, en sectores populares de los subur-
bios de Buenos Aires y en votantes de partidos de derecha; hoy el sen-
timiento de inseguridad está presente en casi toda la población. En la
Argentina de la transición democrática, el delito se asociaba con la he-
rencia maldita de la última dictadura militar. El tema de la época era la
«mano de obra desocupada»: ex-represores que en democracia se dedica-
ban a delinquir. La asociación con la dictadura se va desdibujando duran-
te los 90, a medida que se incrementan la pobreza y el desempleo junto
con el delito. Las formas de enunciación, así como las actitudes y accio-
nes de la sociedad, fueron mutando. Las imágenes mediáticas comienzan
a estructurarse en torno de dos ejes. Uno de ellos es cambiante: la repen-
tina aparición, la rápida difusión y el posterior decrecimiento de formas
de delito novedosas tituladas «olas». Primero fueron los robos en taxis,
luego los «secuestros express», más tarde los «hombres araña» que entra-
ban por la noche en los edificios y, recientemente, el asalto teñido de sa-
dismo contra ancianos desprotegidos, entre otras modalidades delictivas.
El segundo eje se mantiene estable, con lo que se consolida la imagen
de la «nueva delincuencia»: ladrones muy jóvenes, producto de la crisis
económica y social y de la desestructuración familiar, que son incapaces
de dosificar la violencia ya que no adscriben a los códigos de compor-
tamiento de los ladrones profesionales de antaño. Su representación
más acabada es la figura acuñada en los últimos años de los «pibes cho-
rros», caracterizados por una estética particular y hasta por un tipo de
música, la cumbia villera, cuyas letras son acusadas de realizar una apo-
logía de sus actos.
Las acciones de la sociedad también cambiaron frente al delito. En un pri-
mer momento, a mediados de los 80, la creciente denuncia de los abu-
sos policiales, en particular el «gatillo fácil» contra jóvenes de sectores po-
pulares, dio lugar a la actividad de varias ONG en torno de este tema,
que incluyó la violencia institucional dentro del campo de la lucha por
los derechos humanos. Años más tarde, comenzaron a gestarse organiza-
ciones de familiares de víctimas de homicidios cometidos tanto por la po-
licía como por delincuentes comunes. Las posiciones y los objetivos de
estas organizaciones difieren ideológicamente. El reclamo de «mano du-
ra» se aglutina hoy en torno de la figura de Juan Carlos Blumberg, el pa-
dre de un joven secuestrado y asesinado en 2004. Por su parte, y desde
una perspectiva más progresista, las «Madres del Dolor» nuclean tanto a
las madres de víctimas que murieron a manos de civiles o de policías, co-
mo a familiares de víctimas de accidentes viales, otro flagelo nacional. En
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cuanto a la opinión pública en general, Argentina no fue la excepción en
el creciente sentimiento punitivista que fue extendiéndose en gran parte
de las sociedades occidentales en las últimas dos décadas (Garland 2005). 
En este contexto, comencé a investigar sobre jóvenes que habían come-
tido delitos contra la propiedad con uso de violencia, intentando es-
tudiar las características de lo que se presentaba como «nueva delincuen-
cia». Los hallazgos principales de la investigación están desarrollados en mi
libro Sociología del delito amateur (2004)3. Allí, a diferencia de las imáge-
nes mediáticas preponderantes, se muestra la emergencia de un segmento
de la población que alterna entre acciones legales e ilegales para sobrevi-
vir y que, en consecuencia, establece una particular relación con la ley. 
Este artículo plantea las características más destacadas del «delito amateur»
en el contexto de la problemática más general de la seguridad ciudadana
actual. Luego de presentar datos estadísticos, se analiza la relación entre de-
lito y trabajo, las racionalidades y lógicas de acción, la relación con la ley,
los grupos de pares, el pasaje del amateurismo a la profesionalización y la
relación con la policía, para concluir con algunas reflexiones para tener en
cuenta a la hora de elaborar una agenda de seguridad. 
DATOS SOBRE INSEGURIDAD4
¿Qué ha sucedido en Argentina en los últimos años en relación con el
delito? Si se extiende la mirada hasta comienzos de los 90, se observa que
en 10 años la cantidad de delitos casi se duplicó; pasaron de 560.240 en
1990 a 1.062.241 en 1999. Durante la década actual, los delitos continúan
incrementándose, pasando de 1.129.900 en 2000 a 1.243.827 en 2004,
aunque experimentaron un leve descenso en 2005, con 1.206.827 delitos.
En cuanto a los homicidios, si bien las tasasson significativamente más
bajas que en otros delitos contabilizados en la región, ha habido un in-
cremento en los últimos 20 años. Entre las décadas del 80 y del 90, la
tasa aumentó de 3,9 a 4,8 sobre 100.000 habitantes. En el año 2000, la tasa
de homicidios era mayor en Argentina (7,2) que en EEUU (5,5), cuando en
1990 se daba el caso inverso (7,5 y 9,2, respectivamente).
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3. El trabajo de campo fue realizado en distintas etapas, entre septiembre de 1999 y marzo
de 2002 en la ciudad y la provincia de Buenos Aires. Se realizó aproximadamente un cen-
tenar de entrevistas con 70 jóvenes (60 varones y 10 mujeres) menores de 25 años que ha-
bían protagonizado delitos contra la propiedad con uso de violencia, así como 25 entrevistas
a informantes claves de distinto tipo. 
4. Los datos presentados en esta sección provienen de la Dirección Nacional de Política Cri-
minal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, salvo que se mencione
una fuente distinta.
En relación con la edad de los victimarios, las Encuestas de Victimización
realizadas por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación
desde el año 1995, centradas en las percepciones de las víctimas, seña-
lan una fuerte presencia de jóvenes en todos los delitos. También ha au-
mentado el número de jóvenes en el sistema judicial y penal. El 20% de
las sentencias pronunciadas en el año 2000 recayó en personas cuya
franja de edad iba de los 18 a los 20 años (Guemureman 2002). Como
es lógico, esto influye luego en la composición de la población carcela-
ria. El sistema penal ha conocido un proceso de disminución de la edad
promedio de la población encarcelada: en 1984 era de 31 años y en
1994, de 21 años (Citara 1995). Según datos oficiales de 2003, 80% de la
población carcelaria era menor de 35 años y una amplia proporción no
tenía antecedentes. 
El descenso de la edad de los victimarios es motivo de debate. Para al-
gunos, es el resultado de la mayor proporción de jóvenes que delinquen,
mientras que otras voces argumentan que es consecuencia de un mayor
encarnizamiento del poder judicial y policial contra la juventud de los
sectores populares. El debate local está fuertemente ideologizado y casi
no ha tomado en cuenta los hallazgos realizados por la sociología del cri-
men en otros países. 
En efecto, como lo muestran estudios llevados a cabo en EEUU (Sampson
y Laub 1993) e Inglaterra (Farrington 1992), los pequeños delitos contra
la propiedad son mayoritariamente protagonizados por jóvenes. Asimis-
mo, la mayoría de esos jóvenes desistirá años más tarde: solo una muy
pequeña proporción de los que cometieron tales hechos continuará una
trayectoria delictiva en la adultez. Por ende, es esperable que, en un pe-
riodo en que aumentan en general los delitos, también se registren más
jóvenes implicados en valores absolutos. Sin embargo, esto no implica un
incremento de la «desviación juvenil».
Por último, otros datos oficiales sobre población juvenil procesada
muestran un perfil de personas que cometen delitos contra la propie-
dad en la que trabajo y delito, o escuela y delito, pensadas tradicional-
mente como esferas excluyentes, ya no lo son. Así, por ejemplo, un
estudio del año 2000 señala que 58% de los menores imputados por de-
litos contra la propiedad declaran concurrir a la escuela5. Este desdibu-
jamiento de las fronteras entre distintas esferas de acción se trata en las
siguientes secciones. 
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5. Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal. Investigación sobre menores infractores.
Causas año 1998. Buenos Aires, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.
DELITO, TRABAJO Y PROVISIÓN
Una característica de la población estudiada en esta investigación es el
desdibujamiento de las fronteras entre trabajo y delito. Esto se enmarca en
una controversia sobre la relación entre delito y desempleo en una déca-
da en que ambos han aumentado en forma paralela. En Argentina, cier-
tos estudios dan cuenta de una correlación entre estas dos variables
(Navarro 1997). Otros, como Pompei (1999) y Cerro y Meloni (1999), ad-
judican un peso más determinante al aumento de la desigualdad en la
distribución del ingreso. Así, según estos últimos, un incremento de 10%
en la desigualdad del ingreso aumentaría 3% la tasa de criminalidad.
La interpretación económica del delito presenta dos falencias. La prime-
ra es un error metodológico habitual, clásico: por un lado, confundir co-
rrelación con causalidad y, por otro, incurrir en la «falacia ecológica», que
consiste en la extrapolación de relaciones válidas en un nivel macro pa-
ra utilizarlas como explicación de hechos individuales. Más concretamen-
te, implica presuponer que una eventual correlación entre desempleo y
delito en un periodo dado significa necesariamente que los que delin-
quen son los mismos desempleados. La segunda falencia es no diferen-
ciar las características del desempleo en Argentina de las de otros países.
La situación local más frecuente no es el desempleo de larga duración6,
como en el caso europeo, sino la inestabilidad laboral. La mayor parte de
los puestos de trabajo creados en los años 90 en Argentina corresponden
a posiciones precarias, con bajas remuneraciones, sin cobertura social ni
seguro de desempleo. En consecuencia, su volatilidad es muy alta, lo que
implica una elevada inestabilidad de los ingresos. A estos puestos acce-
den, sobre todo, aquellas personas con menor nivel educativo y califi-
cación, en particular jóvenes. Del lado de la sociedad se van entonces
configurando trayectorias laborales inestables: una alta rotación entre
puestos distintos, todos ellos precarios, de corta duración, poco califi-
cados, intercalados con periodos de desempleo, subempleo y aun de
salida del mundo laboral como producto del desaliento por no encon-
trar trabajo.
La inestabilidad laboral tiene consecuencias específicas que se diferen-
cian del desempleo. La mayoría de los jóvenes entrevistados habían tra-
bajado alguna vez, ya sea antes o durante la realización de actividades
ilegales. No se trata entonces de una población dedicada al delito a tiem-
po completo, sino de una que combina –simultánea o consecutivamen-
te– actividades ilegales con otras legales. Fueron cadetes, repartidores,
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6. En Argentina se considera desempleo de larga duración a partir de los seis meses.
trabajadores de limpieza y mantenimiento, empleados de pequeños co-
mercios, cuidadoras de niños, lavadores de autos, entre otras ocupacio-
nes habituales en jóvenes de bajas calificaciones. En los casos en que fue
posible comparar las tres últimas ocupaciones, el ingreso promedio de
las primeras fue de 400 pesos, 305 el de las segundas y 299 el de las ter-
ceras7. También la duración de las ocupaciones fue disminuyendo: en las
primeras el promedio fue de 20 meses, mientras que en las segundas y
terceras descendió a 10 meses. 
Ahora bien, ¿cuál es la relación entre inestabilidad y delito? En primer lu-
gar, se trata de un problema que tiene más de una década: la población
entrevistada forma parte de una segunda generación con inserción ines-
table. Sus padres, en general jóvenes, ingresaron al mercado de trabajo a
mediados de los años 80, presentando ya biografías laborales signadas
por la inestabilidad. Ésta se naturaliza a medida que la imagen del trabajo
como situación estable va desdibujándose de la experiencia que les trans-
mitieron sus padres y otros adultos de su entorno. Los jóvenes enfrentan
un horizonte de precariedad duradera, en el que es imposible vislumbrar
algún atisbo de «carrera laboral». Si la inestabilidad laboral dificulta ima-
ginar alguna movilidad ascendente futura, en el presente el trabajo se
transforma en un recurso más de obtención de ingresos, pero hay otros:
el pedido en la vía pública, el «apriete» (pedir dineroen forma amenazan-
te), el «peaje» (obstruir el paso de una calle del barrio y exigir dinero a
los transeúntes) y el robo, a los que recurren según la oportunidad y el
momento. Nuestros entrevistados combinan de diferentes formas el tra-
bajo con el robo y otras acciones. Algunos alternan entre puestos preca-
rios y, cuando éstos escasean, perpetran acciones delictivas, para más tarde
volver a trabajar. Otros mantienen una tarea principal –en algunos casos
el robo, en otros el trabajo– y realizan la actividad complementaria para
completar sus ingresos. En ciertos casos, salen a robar los fines de semana
con sus mismos compañeros de trabajo. 
¿Cómo pensar el pasaje del trabajo tradicional a la combinación de éste
con otras actividades, lo que yo llamo el pasaje de una lógica del traba-
jador a una lógica del proveedor? La diferencia entre una lógica y otra ra-
dica en la fuente de legitimidad de los recursos obtenidos. En la lógica
del trabajador, la legitimidad reside en el origen del dinero, que es fruto
del trabajo honesto en una ocupación respetable y reconocida socialmente.
En la lógica del proveedor, en cambio, la legitimidad ya no se encuentra
en el origen del dinero, sino en su utilización para satisfacer necesida-
des. Es decir que cualquier recurso provisto es legítimo si permite cubrir
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7. 400 pesos equivalía en 2006 aproximadamente a 100 euros.
una necesidad, no importa el medio utilizado para obtenerlo. Las necesi-
dades no se restringen a aquellas consideradas básicas (por ejemplo, la
comida), sino que incluyen todas aquellas que los mismos individuos de-
finen de ese modo: ya sea ayudar a la madre o pagar un impuesto, pero
también comprarse ropa, cerveza, marihuana, festejarle el cumpleaños a
un amigo y hasta realizar un viaje para conocer las Cataratas del Iguazú.
Cuando combinan trabajo y robo, estos jóvenes tienden a establecer el
régimen de las «dos platas»: por un lado, el dinero difícil, que se gana con
dificultad en el trabajo y que costea rubros importantes (ayuda en la casa,
transporte, etc.), y por otro la «plata fácil», que se obtiene más rápidamente
mediante un delito y se gasta de la misma manera (en salidas, cerveza,
zapatillas de marca, regalos, entre otras cosas). 
En sus acciones, el dinero deja de ser un valor de cambio neutro. El ré-
gimen de las dos platas es un indicador de que el desdibujamiento de las
fronteras no es una homologación de todas las acciones sino que ciertos
marcadores perduran, en particular, la existencia de dos circuitos de ori-
gen del dinero-tipo de gasto, que actúa como marcador de una diferen-
cia entre actividades legales e ilegales. Hay, también, una diferencia va-
lorativa: el trabajo aparece en el discurso normativo como una actividad
«mejor» que el robo. No hay una construcción subcultural en el sentido
de una adopción de valores del grupo diametralmente opuestos a los de
corte más general, del estilo «el robo es lo deseable y el trabajo es recha-
zado». Pero también es cierto que establecen una relación solo instrumental
con el trabajo. Y no se trata únicamente de la inestabilidad de los ingre-
sos sino que, cuando se ahonda en sus experiencias laborales, es evidente
que éstas no podrían haber generado el tipo de socialización histórica-
mente asociada al trabajo. En efecto, se trata de pasajes cortos por ocu-
paciones diversas, que no los califican en un oficio o actividad determi-
nada. La inestabilidad dificulta la construcción de una identidad laboral
de algún tipo: de oficio, sindical o aun de pertenencia a una empresa.
También obstaculiza la generación de lazos con los compañeros, ya que
es poco probable la conformación de vínculos duraderos en grupos la-
borales en los que todos son inestables. 
En resumen, todos los aspectos calificantes y socializantes del mundo la-
boral están restringidos por la calidad de los empleos a los que acceden.
Desprovisto de sus atributos tradicionales, el trabajo se reviste de un sen-
tido meramente instrumental, que lo acerca a las restantes formas de provi-
sión. En esa mutación, la ley como frontera entre los tipos de actos a rea-
lizar se desdibuja, y ésta constituye sin duda una de las consecuencias
más crudas del eclipsamiento del trabajo como experiencia central en la
construcción identitaria. 
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Sin embargo, con esto no queremos dar la imagen de que todo el delito
juvenil es del tipo descripto. Otros estudios realizados en Argentina en
estos años establecen alguna diferencia con el nuestro, colaborando en mos-
trar que, en un periodo de incremento del delito, sin duda éste cobra una
heterogeneidad de formas. En una serie de relatos biográficos, Patricia
Rojas (2000) da cuenta de esta heterogeneidad. En su libro se suceden
relatos de jóvenes cuyos padres y abuelos han sido «profesionales del de-
lito» y que hablan de lo suyo como un trabajo hereditario; adolescen-
tes de clase media que delinquen en una mezcla entre la búsqueda de
la aventura y de la autonomía; y mujeres adolescentes que viven en la
calle y para quienes el delito es parte de una serie de estrategias de
supervivencia. Distinto es lo que relata Cristian Alarcón (2003), cuya
etnografía en torno del culto a un joven delincuente muerto en un en-
frentamiento con la policía muestra la emergencia de una subcultura
en la que se articulan marginalidad, delito, masculinidad e identidades
territoriales. Daniel Míguez (2002), por su parte, se concentra en jó-
venes que están a medio camino entre el amateurismo y la mayor
profesionalización y que se definen como «vagos» en relación con los
profesionales que reivindican su acción como trabajo. En resumen,
en un periodo caracterizado por el incremento del delito en general
y del juvenil en particular, ninguna forma e imagen elegida concentra
en sí misma la complejidad del fenómeno emergente, sino que hay
una variedad de configuraciones que todavía es necesario estudiar y
comprender. 
DESDIBUJAMIENTO DE LA LEY
Las transformaciones en la experiencia laboral afectan otras esferas.
Un dato sorprendente en todo el trabajo de campo fue la dificultad que
los jóvenes tenían para percibir la existencia de la ley, entendida como
una terceridad, ya sea una institución o un individuo, que legítimamente
podía intervenir en los conflictos privados. Así pues, no comprendían por
qué razón, si robaban y, cercados por la policía, devolvían el botín a la
víctima y hasta le pedían perdón, igualmente eran detenidos. Tampoco
ocultaban su indignación cuando contaban que un vecino los había de-
nunciado por robar en otro barrio: «No entiendo… ¿y él por qué se me-
te, si yo a él no lo robé...?». Es tal la dilución de toda instancia facultada
para intervenir en los conflictos privados, que los jóvenes llegaban al
punto de obviar cualquier referencia al Estado como responsable de sus
suertes. Cuando al término de una descripción de sus padecimientos eco-
nómicos se les preguntaba qué papel cabría al Estado en su resolución,
a menudo la pregunta ni siquiera era comprendida: «¿El estado de qué?»,
preguntaban un tanto perplejos.
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¿Qué llevó al desdibujamiento de la ley? Por supuesto, en lo primero que
cabe pensar es en una historia nacional en la que sobran los ejemplos
de una sociedad y, sobre todo, de sus grupos más poderosos que ac-
túan contra la ley. En la experiencia cotidiana de estos jóvenes, ningu-
na institución aparece como representante de la ley y, menos aún, la
policía. Para ellos la policía es otra banda, potentemente armada y pre-
parada, a la que se teme mucho más por la posibilidad de morir o ser
lastimado al caer en sus manos que por la certeza de que va a conducir-
los ante la ley. 
Pero también la precarización laboral influye en el desdibujamiento de la
ley. En el pasado reciente, el trabajo era un terreno de experiencia res-
pecto de los derechos sociales y laborales. Parte de la formación laboral
consistía en ir conociendo y apelandoa leyes que regulaban la relación
con los patrones, ya sea limitando la explotación, ya sea mediando en
los conflictos o en la puja distributiva por los beneficios. La ley tam-
bién estaba presente en la regulación de las compensaciones ante la
adversidad, ya se trate de un accidente o una enfermedad. Nada de
esto se insinúa siquiera en los relatos de nuestros entrevistados. La ley
y el derecho no están presentes en sus propias experiencias laborales
ni en las de sus padres. Se refieren a ocupaciones de las que los echa-
ron sin pagarles los días trabajados ni explicarles por qué los estaban
despidiendo. Relatan arreglos de palabra sin ninguna regla explicita-
da, ni siquiera la paga. Algunos sufrieron accidentes de trabajo y fueron
enviados inmediatamente a sus casas, heridos y sin siquiera recibir
atención médica. Es decir, el mundo del trabajo desaparece como un
espacio de experiencia de la ley: el trabajo parece ser una esfera re-
gida por la sola voluntad del empleador, sin vinculación visible alguna
con la ley. 
Ahora bien, el desdibujamiento de la ley no implica la desaparición de
juicios morales sobre sus propias acciones. Un caso paradigmático es el
de un joven que cuenta indignado una ocasión en que fue a robar a una
casa, colocó el caño del revólver en la cabeza de los hijos del dueño y
el hombre negó tener dinero. Recién cuando puso el arma en la cabeza
del hombre, éste sacó el botín escondido. Nuestro entrevistado no podía
ocultar su ira mientras relataba el hecho: «¡Qué clase de padre es, le im-
porta más su vida que la de sus hijos! ¡Debería haberlo matado!». Antes
de irse, el joven le clavó un cuchillo en el muslo: «para que aprenda». Se
pueden comprender su indignación y la aparente legitimidad de su jui-
cio solo si se tiene en cuenta la ausencia de una idea mayor de legalidad
que, justamente, enmarque la acción como delito y, por ende, invalide o
contrapese el juicio moral personal. 
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La lógica de la provisión también cuestiona los fundamentos teóricos de
las actuales políticas criminales. Casi en su totalidad, éstas son tributarias
de la «teoría de la disuasión». Basada en los trabajos de G. Becker (1968),
que consideran el delito como una actividad económica, propone un au-
mento de las penas y de la probabilidad de ser aprehendido como el
principal factor disuasivo en el cálculo previo al accionar. Esta teoría pre-
supone al que delinque como un actor racional, un homo economicus
que se maneja con cálculos de costo-beneficio antes de emprender cada
una de sus acciones. 
Un obstáculo central para la realización de un cálculo racional es la limi-
tación del horizonte temporal imaginario. Para sopesar de antemano las
consecuencias de las eventuales acciones, se requiere vislumbrar un tiem-
po más allá de la acción misma cuyo costo-beneficio se está evaluando. En
este caso, un futuro en el cual se padecerán los resultados de haber op-
tado por el delito. Cuando narran los diferentes sucesos, los entrevista-
dos describen escenas cortas, fragmentadas, con objetivos específicos:
«necesitaba plata, salí a buscar», «conseguí un trabajo», «necesitaba plata
para viajar», «salí a robar para el colectivo». Cada escena es autorreferen-
te, tiene un principio y un fin y las decisiones que se toman no pare-
cen depender de una evaluación más allá de los límites y objetivos pro-
pios de la situación. Sus narraciones carecen de un hilo conductor entre las
distintas acciones, presentes y futuras, que vaya esbozando un campo
imaginario en el cual la amenaza del peso de la ley –que en el mo-
mento de la decisión de robar solo puede ser imaginaria– los disuada de
seguir un determinado curso de acción.
La lógica de la provisión se articula con otra que es una suerte de códi-
go informal de procedimientos para estas escenas cortas: el «ventajeo». El
ventajeo puede definirse del siguiente modo: en toda interacción en la
que medie un conflicto de intereses con el otro se debe «ventajear» al
competidor, es decir, obtener lo deseado apelando a cualquier medio al al-
cance. No hay un único curso de acción, sino que la elección del medio
depende del desarrollo de la interacción. Así, un pedido de dinero en la
calle sin éxito puede transformarse en un «apriete» y, si éste también fraca-
sa, terminar en un robo. 
Ventajear es una cualidad de la acción: tener buenos reflejos para hacer
el movimiento necesario antes que el rival y anticiparse a la jugada del
otro, como en las películas de cowboys, en las que sobrevive el que de-
senfunda antes su revólver y dispara. El ventajeo ayuda a comprender el
aumento de los homicidios ocurridos en pequeños crímenes, cuando la
víctima hace un gesto que el agresor interpreta como una amenaza. Es
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que el ventajeo autoriza a actuar ante el mínimo movimiento que sugie-
ra que la víctima tiene un arma. Lo que nos interesa señalar es que en la
lógica del ventajeo, en su focalización en los objetivos de cada escena
«corta», parece poco probable que pueda desplegarse un horizonte tem-
poral que se extienda más allá de la acción. Solo en ese horizonte tempo-
ral puede desarrollarse un pensamiento estratégico –en tanto cálculo de
riesgos y perjuicios ulteriores de la acción–, requisito para que la ley
cumpla el papel que la teoría de la disuasión le atribuye. Finalmente, el
ventajeo es una lógica que privilegia exclusivamente los fines, a los que
en última instancia no debe subordinarse ningún medio ni ninguna ley.
LÓGICA DE PROVISIÓN Y GRUPOS DE PARES
La primacía de la lógica de provisión contribuye a configurar un tipo
de relaciones en el grupo de pares diferente de lo que muestran investi-
gaciones comparables en EEUU respecto de las pandillas y en otros paí-
ses latinoamericanos, con las maras. 
En primer lugar, aunque para la mayoría el robo raramente es una acti-
vidad que se lleva a cabo en solitario, existe una división en las formas
de sociabilidad entre los que llamamos «proveedores» y los «barderos»
(una categoría que ellos mismos acuñaron). Para los primeros, el delito
tiene un objetivo exclusivamente instrumental y establecen relaciones
con ese fin, sin llegar a compartir otras actividades. Para los segundos, el
delito es parte de actividades grupales caracterizadas por el «bardo», es
decir, una disrupción de las reglas de convivencia comunitaria, tanto de
tipo delictivo como no delictivo. Por ejemplo, una forma de «bardo» es
poner música fuerte a la hora de la siesta, o sentarse en una esquina y
molestar (bardear) a los vecinos que pasan; robar en grupo es otra. A di-
ferencia de los proveedores, que suponen relaciones establecidas casi ex-
clusivamente entre hombres, los grupos de barderos pueden ser mixtos.
En los «barderos» es difícil señalar una motivación individual. El robo es
parte de una actividad grupal y son tan importantes los objetivos instru-
mentales como los expresivos. Deciden y realizan sus acciones en grupo
y, sobre todo, el botín se utiliza colectivamente en salidas, comida, bebidas
o drogas. 
Más allá de las diferencias, proveedores y barderos tienen dos rasgos en
común. En primer lugar, no comparten ninguna de las características tí-
picas de las gangs o pandillas de EEUU ni de las maras de ciertos países
de América Central: una intensa cohesión identitaria, anclaje territorial, li-
derazgos fuertes, jerarquías, ritos de iniciación y pasaje. Más aún, si adop-
tamos la «definición minimalista» de François Dubet (1991) según la cual una
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banda existe cuando los actores del grupo se definen como pertene-
cientes a ella, en nuestro universo no habría ninguna banda constituida.
En segundo lugar, la realización de actividades delictivas en común no
conduce a la conformación de un colectivo cerrado, con criterios de exclu-
sión del grupo. Los jóvenes participan simultáneamente de círculos diver-
sos, alternanentre grupos que desarrollan actividades diferentes (ilegales
o no) y, dentro de un mismo círculo de amigos, hay quienes participan
de las acciones delictivas y otros que no. 
La lógica de provisión está presente en un círculo social que excede a
quienes roban. Encontramos que parte de sus relaciones no hacen una
apología del delito, sino que suspenden el juicio normativo sobre las
infracciones de sus amigos, sin que tampoco esto sea una motivación
para la acción. Ahora bien, aunque el robo no es un criterio de sepa-
ración fuerte, el consumo sistemático (y la venta) de drogas sí lo es. La
lógica de provisión puede justificar el robo pero no el consumo de
drogas. Asimismo, los requerimientos de cada una de las acciones con-
figuran la trama relacional. El consumo regular de drogas exige conse-
guir dinero, ir a comprar, requiere de normas de distribución y otras
prácticas que reclaman una organización más aceitada –y, por lo tan-
to, un grupo más consolidado– que la de los robos de poca planifica-
ción y magnitud. 
DEL AMATEURISMO A LA PROFESIONALIZACIÓN
Al momento del estudio, muchos de nuestros jóvenes se estaban ale-
jando del amateurismo. Al reiterar sus acciones con relativo éxito o, al
menos, sin experimentar grandes riesgos, también iban abandonando la
lógica de la provisión y del ventajeo y entablando un proceso paulatino
de introducción del cálculo costo-beneficio respecto de sus acciones. Una
primera fase hacia una eventual «carrera» es la especialización. Esto signi-
fica buscar algún tipo de actividad delictiva que represente una suerte de
equilibrio personal entre el riesgo y el beneficio esperados. Las trayecto-
rias no se dirigen hacia acciones cada vez más violentas; por el contrario, es
habitual que, ante las primeras experiencias vividas como riesgosas, se
inclinen por acciones menos peligrosas. 
Con la especialización, van dejando atrás el amateurismo y construyen
una trayectoria más profesional. Comienzan a adscribir a un código nor-
mativo que indica a quién robar y a quién no, así como las formas de ha-
cerlo y los límites en la relación con la víctima. Se trata de una serie de
principios orientadores de la acción, uno de cuyos objetivos centrales es
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el control del riesgo. El riesgo depende en primer lugar de la elección de
la víctima y la oportunidad del robo, luego de las consecuencias de las
acciones en el sistema judicial y, por último, de la eventual valoración de
los actos en la llamada «ley de la cárcel». Cuando se acepta que dentro
de una «carrera» habrá periodos de cárcel, se adscribe a un código que exi-
ge no realizar actos que son mal vistos (como por ejemplo la violación) y
que, por ende, originarían padecimientos a manos de otros presos. 
No obstante la extensión del cálculo costo-beneficio, una primera cues-
tión se hizo evidente: era difícil señalar ese cálculo como la explicación
fehaciente a uno de nuestros interrogantes originales: cuáles son las ra-
zones del pasaje, de la entrada al delito. En una primera instancia, los de-
litos cometidos por los jóvenes son acciones teleológicas en el sentido
habermasiano, es decir, que pretenden intervenir en el mundo pero a la
vez están casi desprovistas de estrategia, ya que casi no consideran las
posibles consecuencias de los actos. La condición necesaria para lanzar-
se a la acción es precisamente poner en suspenso la conciencia para no
pensar en sus eventuales costos negativos. Sin embargo, con el tiempo
se advierte un cambio: la lógica de provisión se va dejando de lado a me-
dida que se sustituyen las distintas formas de obtención de ingresos por
una mayor dedicación al delito. De igual modo, el proceso de racionali-
zación va diluyendo la lógica de ventajeo mediante una serie de pasos.
En primer lugar, el intento de establecer una relación con la víctima
mediante una construcción de rol idealizada, en la cual el autocontrol ba-
sado en el dominio de dos peligrosas emociones –el miedo y la lástima–
defina la escena del crimen de modo tal que la víctima colabore para
exorcizar la amenaza de ejercicio de la violencia que pende sobre sí. Por
ello, en esa relación idealizada, cuando la violencia se efectiviza, la res-
ponsabilidad recae, al menos en parte, en la propia víctima: es ésta la que
no los dejó trabajar tranquilos, la que se «amotinó» y, en última instancia,
la que originó el desenlace fatal. En segundo lugar, el intento de norma-
lizar una relación con el principal partenaire no deseado, la policía, con
el que se sienten enfrentados en una guerra abierta, en constante ame-
naza de muerte, pero con el que, como en toda contienda, no faltan mo-
mentos de negociación.
Con el tiempo, son cada vez más los tramos de sus acciones que se ven
afectados por las elecciones racionales, pero nunca llegan a poner en
cuestión la constitución del actor: toda decisión parece tomarse en el in-
terior de un campo delictivo que, si se abandonara, no sería necesaria-
mente por causa de la disuasión. Dicho de otro modo, las elecciones
consideradas racionales se toman en el interior de un campo cuya per-
manencia, una vez experimentada cierta trayectoria, no parece depender
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de los cálculos de costo-beneficio. Como ejemplo extremo, y si bien los
jóvenes consideran que la policía es más encarnizada que en el pasado
y que busca exterminarlos, esto, más que disuadirlos de abandonar su ac-
cionar, los lleva a inclinarse por una estrategia simétrica que implica «ju-
garse todo» para «ganar o perder» y aumenta exponencialmente la violencia
de los enfrentamientos. 
REFLEXIONES FINALES
Para finalizar, quisiéramos retomar algunos elementos de la investigación
para contribuir en la elaboración de una agenda de seguridad. Aunque este
artículo se centra en el delito amateur, no desconoce la heterogeneidad de
configuraciones existentes. Se requiere un conocimiento mucho más profun-
do de este problema, en el que las imágenes mediáticas ocupan el lugar que
debería ocupar la investigación social. En primer lugar, y siguiendo los estu-
dios más recientes de tipo longitudinal, es necesario poner en cuestión las
convicciones existentes sobre socializaciones delictivas y el delito juvenil co-
mo factor que predice el delito adulto: su importancia en la orientación de
políticas es aún muy fuerte, tanto en las de corte preventivo y progresista co-
mo en las de orden más autoritario. Perdura la idea de que un crimen ocul-
ta una personalidad o una experiencia social previa particular, sea ésta la
marginalidad o la ruptura familiar, en suma, algún tipo de problema social o
varios combinados, que van conformando al joven delincuente. Tal convic-
ción se evidencia en el peso que se da en la discusión sobre políticas alter-
nativas a la reintegración, la formación o la reeducación. De hecho, existen
algunos programas, con escasos fondos públicos pero con buenas intencio-
nes, para «jóvenes en riesgo». ¿En riesgo de qué? De quebrar la ley, y los
indicadores del riesgo son... la pobreza, el abandono escolar, la familia
no intacta, etc. 
El desdibujamiento de las fronteras entre distintas esferas de acción cues-
tiona la existencia de una identidad particular asociada a la delincuencia.
Las acciones ilegales no parecen implicar subculturas ni identidades tan
diferentes de las otras, no, al menos, tal como se las imaginaba hasta aho-
ra, donde esferas como la escuela y el delito, o el trabajo y el delito eran
mutuamente excluyentes. A diferencia de lo que se ha pensado hasta
hoy, el riesgo no está ligado a un déficit en los procesos de socialización
en un contexto social complicado, sino, en cambio, a un proceso de so-
cialización con características particulares, en el que el trazado de las
fronteras entre distintas esferas de acción ya no es el de antes. Ahora
bien, la baja estigmatización del delito en sus contextos tiene consecuen-
cias negativas en cuanto al bajo control social informal. Pero al mismo
tiempo, sinprocesos de estigmatización local hay menos obstáculos para
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poner en marcha programas a escala comunitaria que tiendan a consolidar
comunidades erosionadas por la pobreza, el desempleo y la desesperan-
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