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Teologia y psicologia - Amadeo Cencini

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AMEDEO CENCINI
ALESSANDRO MANENTI
Psicología y teología
Introducción de Franco Imoda
SAL TERRAE
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Título original:
Psicologia e teologia
© Centro Editoriale Dehoniano S.P.A., 2015
Via Scipione del Ferro, 4
40138 Bologna
www.dehoniane.it
Traducción:
M. M. Leonetti
© Editorial Sal Terrae, 2016
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@grupocomunicacionloyola.com / www.salterrae.es
Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
30-06-2016
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2607-9
http://www.conlicencia.com
http://www.dehoniane.it
mailto:%20info@grupocomunicacionloyola.com
http://www.salterrae.es
 
¿Qué puede decir la psicología a la reflexión teológica? o a la inversa,
¿qué puede decir la teología a la práctica psicológica? Los autores están
convencidos de que ambas tienen muchas cosas que decirse, más si pretenden
una mejor comprensión de lo humano y lo divino.
Es en la categoría del misterio donde se puede encontrar el punto de
interés común entre psicología y teología, porque el misterio es, al mismo
tiempo, categoría psicológica y teológica y, en consecuencia, una especie de
mediador conceptual, que permite a ambas disciplinas activar una
confrontación en beneficio mutuo.
AMEDEO CENCINI, sacerdote canosiano, psicólogo y psicoterapeuta, es
profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana y de la Universidad
Pontificia Salesiana. Es consultor desde 1995 de la Congregación para los
institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica. Entre sus
libros publicados en Sal Terrae destacamos: «La alegría, sal de la vida
cristiana»; «¿Creemos de verdad en la Formación Permanente?»; «¿Hemos
perdido nuestros sentidos?».
ALESSANDRO MANENTI, es profesor de Psicología, Pastoral familiar y
Espiritualidad en el Estudio Teológico Interdiocesano de Reggio Emilia.
Sacerdote, psicólogo y psicoterapeuta, ha fundado el Instituto superior de
formadores para la integración entre la psicología profunda y la antropología
cristiana.
Índice
Portada
Créditos
Prólogo a la edición en lengua española
Introducción
Conjugar trascendencia e inmanencia
Determinar las luchas
Educar el sentir
La psicología y la teología se encuentran en las personas
Guía para la lectura
Primera parte
Capítulo 1: La reflexión psicológica
¿Qué importancia podemos dar a las afirmaciones psicológicas?
Lo que no se puede pedir a la psicología
Qué pedir a la psicología
Capítulo 2: El rol de las mediaciones
La mediación es vida vivida
El misterio y el enigma
La contribución original de Imoda
El misterio ante nosotros
El misterio dentro de nosotros
Los parámetros como mediaciones del misterio
Psicología y evangelio
Capítulo 3: Descripciones, teorías y modelos
Teorías y modelos
Teorías y antropologías
Algunos modelos antropológicos
Una evaluación teológica
¿Corresponde a la teología el derecho de censura?
Perspectivas abiertas 1: Del pensar psicológico al estudio de la teología
Ordo cogitandi
La aproximación equivocada a la teología
Del misterio al Misterio
La virtud de la atención
Segunda parte
Capítulo 4: Vida cristiana y análisis del fin
Dos preguntas diferentes, pero complementarias
Aclaraciones sobre el método
¿A qué estamos llamados?
La psicología de los valores
Valores e identidad de sí mismo
Movimiento descendente de los valores
Las polaridades contrapuestas
Conocerse a sí mismo
El hijo pródigo
El padre pródigo
Capítulo 5: Vida cristiana y dinámicas psicológicas
Las categorías de importancia
El placer de lo intrínsecamente importante
El sistema motivacional
Mundo interior y mundo exterior
La actividad simbólica
La fuerza de los símbolos
La fábrica de los colores
Predisposiciones, antropología de hecho, ética
Capítulo 6: El abigarrado mundo del sentir
El entrelazamiento del sentir y del pensar
Sentir, pensar, decidirse
Sentidos, sensaciones, emociones, sentimientos, afectos
El resultado es la sensibilidad cordial
El ambiguo concepto de madurez afectiva
Capítulo 7: Vida psíquica y experiencia religiosa
Noción de nivel
Principio de la autonomía
Principio de la indeterminación
Principio de la integración jerárquica
Principio de finalidad
Principio del anhelo
Capítulo 8: La fuerza del inconsciente
El mundo consciente
El mundo inconsciente
El inconsciente en horizontal
Intención consciente e inconsciente
No lo conocemos, pero se hace sentir
Reflexiones de antropología realista
Capítulo 9: Inconsciente y compromiso de vida
Mal y bien moral
La patología y la salud psíquica
Bien aparente y bien real
Como la nieve, no hace ruido
Apariencia de bien, horizontes y afectos
Signos de la presencia de conflictos psicopatológicos
Signos del bien aparente
Perspectivas abiertas 2: Del sentir psicológico al hacer teología
El sentir psicológico
Ordo sentiendi
El mediador psico-pedagógico de la experiencia
Teología para hacer y experimentar
A la luz del misterio
Los diversos modos de no hacer teología
Tercera parte
Capítulo 10: Intersubjetividad
Del individuo a la relación
De la relación a la intersubjetividad
Ejemplos de intersubjetividad
En el comienzo está la relación
La díada madre - niño
La reparación
La perspectiva de las neurociencias
La vida familiar
Capítulo 11: Relación necesariamente abierta
La terciedad
El concepto de rendición
¿Qué terciedad?
Profundización antropológica: individuo y relación
Capítulo 12: Reconocer y ser reconocido
Nacer en el mundo del otro
Busco amor: pero ¿qué significa?
Confianza, respeto, estima
Reflexión de antropología cristiana: estima, sistemas morales, bien
integral
Reconocimiento en doble dirección
Vivir al otro y al Otro
Perspectivas abiertas 3: Del saber psicológico a una teología para vivir
Ordo sapientiae
De la docilitas a la docibilitas
El misterio como centro y gozne de la vida
Teología para vivir
Prólogo a la edición en lengua española
Para un autor supone siempre una gran satisfacción la traducción de una de
sus obras. Esta vez, si cabe, la satisfacción es doble. Y no tanto porque
seamos dos los que hemos firmado la obra, sino porque el tema es particular.
Es posible que hablar de las relaciones entre psicología y teología ni siquiera
sea muy moderno, ni es algo que acontezca en nuestros encuentros
presbiterales o de lo que se hable en nuestras sacristías, ni tampoco podemos
dar por descontado que el tema de la relación entre psicología y teología
suscite interés o atención en las diversas culturas y tradiciones (incluso entre
los adeptos a estos trabajos), particularmente en un tiempo como el nuestro,
un tiempo que da la impresión de estar atravesado aún por tensiones que
parecen más contraponerse que componerse. O en el que, a lo sumo, a pesar
de las declaraciones de principio, las contribuciones psicológicas a la
reflexión teológica (y no solo a la pastoral) están bastante olvidadas por una
teología que, en su inconsciente, considera aún que la psicología no es de
gran utilidad para descubrir nuevos aspectos del misterio del hombre y de
Dios.
Ha sido una época cultural, abierta por aquel gran acontecimiento
mundial (no solo eclesial) que fue el Concilio ecuménico Vaticano II,
marcada por un gran deseo de encuentro, a varios niveles, a partir del
encuentro entre la Iglesia y el mundo de hoy. Ha sido una época fecunda,
aunque se ha caracterizado asimismo por todas las resistencias y rigideces
que estallan naturalmente ante lo nuevo. Precisamente en esta época nacieron
también los primeros intentos de diálogo entre dos sectores que se habían
ignorado discretamente hasta entonces: la psicología y lateología, el
psicoanálisis y la espiritualidad. Fue un camino lento, no exento de
incongruencias y contradicciones (hubo quien corrió demasiado y quien fue
demasiado frenado, quien propuso síntesis apresuradas y confusas, y quien
temió una invasión indebida y peligrosa de las ciencias humanas...), pero al
final el camino se abrió. Se empezó a insertar de hecho la psicología en los
programas de teología del futuro sacerdote; la psicología entró como facultad
en las Universidades Pontificias, se empezó a hacer uso de la psicología en
los itinerarios formativos (con finalidad diagnóstico-preventiva o
pedagógico-formativa).
¿Y hoy? Evidentemente hablamos de sensaciones, originadas por
experiencias y contactos que no pueden ser considerados representativos de
toda una cultura, pero la impresión que tenemos es esta: ciertas posiciones ya
pueden darse ahora por adquiridas, algunos roles ya están bien definidos al
respecto, ahora ya se ha iniciado un cierto diálogo. Con todo, la reflexión
teórica no parece haber dado grandes pasos. Lo que implica el riesgo de que
la psicología vuelva a ser la moderna ancilla theologiae (como en un tiempo
lo fue la filosofía), solo algo que sirve para captar a tiempo posibles
desviaciones futuras (especialmente en esta época...), o un instrumento útil
para la pastoral, o hasta indispensable para cultivar bien la relación de ayuda,
quizá incluso en el ámbito sacramental (o sea, la confesión o la dirección
espiritual). Si, a continuación, se procede a conectar el saber psicológico y
teológico, se hace con la expectativa de que el primero confirme y apoye
siempre al segundo. En resumidas cuentas, una relación funcional,
políticamente correcta, teológicamente sostenible, y nada más.
Y, junto con esta, advertimos otra sensación. Desde el punto de vista de
buena parte de la psicología o de los que trabajan en el sector, existe un
interés con respecto a este diálogo, apoyado por la convicción de que la
psicología podrá obtener de él un gran beneficio, pero que podrá y deberá
proporcionar también una notable contribución a la reflexión sobre lo divino.
¿Se puede decir lo mismo desde el lado teológico?
Parece lícito albergar alguna duda: en efecto, con el paso de los años
hemos asistido a una cada vez mayor apertura teológica de la psicología y a
una persistente benévola –e incluso empática− neutralidad por parte de la
teología.
Esta es la razón por la que hemos escrito este libro. Porque estamos
convencidos de que puede y debe haber una relación, en interés de ambas
partes y, en definitiva, de quien quiera comprender mejor a Dios y al hombre.
Esto, además, es un dato que la vida misma nos proporciona: vivir en el
mundo «de la tierra» y en el del «cielo» son dos aspectos que se presuponen y
se refuerzan recíprocamente. Ahora bien, si, por un lado, esta relación-
colaboración es completamente natural, al mismo tiempo ha de ser pensada y
repensada, a fin de situarla a un nivel mucho más profundo, epistemológico y
no meramente funcional, a lo largo de un continuum y no sobre la base de
itinerarios paralelos y roles complementarios, a través de un proceder lo más
conjunto posible por «misterioso» (misterio como luminosa clave
interpretativa del ser humano y de la realidad), que conduzca desde el
pensamiento psicológico a la teo-logía» (para estudiar y para hacer), del
sentir psicológico a la teo-fanía (para experimentar en uno mismo), del saber
psicológico a la teo-patía (para vivir con pasión).
Este libro se sitúa en continuidad con nuestro anterior Psicología y
formación [1] ; allí describíamos al hombre «psicológico» en cuanto abierto a
la dimensión de los valores y de la trascendencia, aquí procedemos ilustrando
su complementariedad con el hombre «teológico».
Como es obvio, la nuestra es una propuesta que señala una etapa de una
reflexión destinada a proseguir en el tiempo. Poder extenderla a más allá de
nuestro ámbito histórico-geográfico es, para nosotros, un motivo de gran
satisfacción y esperanza firme de fecunda colaboración.
AMEDEO CENCINI Y ALESSANDRO MANENTI
1 . Psicología y formación. Estructuras y dinamismos, Paulinas, México 1998
Introducción
El ser humano que va huyendo hacia una tierra bastante desconocida (Gn
28,10-22), en la oscuridad de la noche y en un sueño que se revela muy real,
ve una escalera por la que suben y bajan los ángeles de Dios. Estos ángeles
parecen encontrar en el corazón del fugitivo Jacob –en quien nos
reconocemos cada uno de nosotros– los dos movimientos fundamentales del
corazón, del espíritu humano: la trascendencia y la inmanencia, el más allá y
el aquí y ahora de nuestro ser temporal y local.
Después viene cualquier «otro» que sale a nuestro encuentro por el
camino, nunca totalmente neutral, posible compañero, amigo, guía, maestro,
testigo, formador, superior, aunque también espectador, indiferente,
desinteresado, explotador, enemigo.
El encuentro-desencuentro se produce siempre, al mismo tiempo, con
este «otro» y con ese «Otro», y da origen a una doble confrontación/lucha,
que se manifiesta de múltiples formas como una lucha, que es –a la vez–
teológica o religiosa y humana o psicológica.
El «discurso», el pensar de manera correcta esta realidad, pero sobre
todo la «confrontación», el vivir más o menos auténticamente el compromiso
de la libertad y el abrir o el cerrar el corazón con sus diversos amores,
afectos, deseos de la alteridad y de la Alteridad, ha sido y será siempre el
desafío que todo ser humano encuentra, pero que también está llamado a
afrontar. Es en este nivel de «discurso» y de «confrontación» donde la
psicología puede ser útil a la teología, evitando, de este modo, dejar que una
cierta teología se vea relegada al ámbito de la teoría y la psicología a la mera
aportación de técnicas operativas.
Conjugar trascendencia e inmanencia
En este desafío, que se desarrolla en el marco de una historia larga y
compleja, la humanidad ha buscado siempre soluciones. ¿Cómo dar respuesta
al deseo-necesidad, difícilmente suprimible, de estabilidad, de eterno, de
absoluto y, por consiguiente, de significado, de sentido último de las cosas y
de la vida y, al mismo tiempo, cómo asumir, respetar el valor de las cosas de
la vida, el presente que somos?
Un conocido teólogo, Hans Urs von Balthasar, ha indicado cómo una
gran parte de la humanidad sigue la que podemos llamar «vía de la
apariencia» o tal vez incluso «de la trascendencia»: la vía que se dirige y
tiende a un más allá, a Otro, a un absoluto, aunque al precio de una más o
menos marcada devaluación, disminución del presente, de lo contingente, del
tiempo. Es perseguir y quizá encontrar el sentido último, pero al precio de un
menosprecio de lo concreto, del tiempo, de lo que afecta a nuestros sentidos.
O bien se puede seguir la que podríamos llamar «vía del combate
trágico», que recoge el fruto de la realidad más inmediata, temporal, un carpe
diem radical, tal vez incluso responsable y hasta heroico, pero que, al tener
que hacer cuentas con la muerte, se revela finalmente «trágico» y carente de
sentido, en una palabra: absurdo.
La «vía de la Alianza» o «del amor» es, en cambio, la vía en la que
podemos encontrar el misterio de la encarnación (entrada de lo eterno en el
tiempo) y el misterio de la Pascua con la victoria y la superación de la
muerte, dando cumplimiento, de hecho, a las aspiraciones profundas de las
dos vías precedentes, condenadas, por sí solas, a permanecer incompletas.
Ahora bien, esta vía, comparable a la escalera de Jacob por la que suben y
bajan los ángeles de Dios, requiere mediaciones, un cierto tipo de
antropología, predisposiciones psíquicas muy precisas, así como
determinadas actitudes afectivas y relacionales.
Por estos desafíos que la vida nos plantea a todos y por los diferentes
intentos de solución se han interesado, desde siempre, todas las ciencias que,
por diversas razones, tienen que ver con la vida del hombre: desde la filosofía
a la teología, desde las artes a la moderna tecnología. Todas ellas, según sus
propios instrumentosy objetivos, tocan de una manera más o menos explícita
y de cerca el tema de las condiciones esenciales para vivir como seres
humanos. La psicología también lo hace y, a partir de la investigación del
obrar concreto, en consecuencia por vía inductiva, puede llegar incluso a
captar el misterio de la vida convirtiéndose así en una antropología. Es en
este nivel de comprensión global donde puede tener lugar el mejor encuentro
entre la psicología y la teología beneficiándose ambas, porque, al
intercambiarse sus respectivas informaciones, pueden estimularse
recíprocamente a desentrañar profundidad y consecuencias. Los autores
saben motivar la convicción, que yo comparto, de que es en la categoría del
misterio donde se puede encontrar el punto de interés común entre psicología
y teología, porque el misterio es, al mismo tiempo, categoría psicológica y
teológica y, en consecuencia, una especie de mediador conceptual, que no fija
simplemente el mínimo denominador común entre los dos interlocutores, sino
que permite a ambas disciplinas activar una confrontación en beneficio de
ambas.
Determinar las luchas
¿Cómo es que nos resulta tan difícil confiarnos a este misterio abriéndonos,
entregando lo que somos, desafiando incluso a la muerte y a sus variadas
manifestaciones, dado que acabamos, sin embargo, por «irnos tristes» cuando
se nos pide que lo dejemos todo y sigamos al Maestro que promete la vida?
¿Por qué preferimos contentarnos con dar algo de lo que tenemos? ¿Por qué
nos resulta tan difícil hacer como la viuda que atrajo la atención de Jesús en
el templo porque dio todo lo que tenía para vivir, es decir, ella misma, y no
solo algo de lo que poseía?
¿Tal vez porque somos «malos»? ¿O porque estamos «enfermos»? ¿Tal
vez sea simplemente que somos más frágiles, estamos más heridos, más
confusos que en otras épocas, porque la inestabilidad que nos rodea va en
aumento y parece que se desea prescindir de puntos de referencia, al menos
de los más firmes?
Que el mundo esté o se sienta amenazado es algo que reconoce ahora
todo el mundo, y en la base de la amenaza contra la autenticidad (Paul
Ricoeur) –que asume la triple forma de confusión o falta de coherencia en el
plano cognitivo, de desánimo para la acción y de desarmonía en los afectos–
se encuentra el ansia o, mejor, las ansias, que toman formas muy diversas.
¿Qué es, de hecho, el ansia? Es aún el teólogo von Balthasar el que afronta el
tema del «ansia del cristiano», y subraya que la única ansia concedida al
cristiano es la de perder a su Dios. Nuestro corazón está inquieto –nos
recuerda constantemente san Agustín– y lo estará hasta que repose en ti. Y el
asombro es un tipo de temor, de ansia, que se encuentra como principio de la
sabiduría.
Ahora bien, junto con esta ansia fundamental, ¿cuántas son las ansias,
las preocupaciones, los temores que habitan en el corazón humano?
¿Podemos dejarlos aparte? ¿Cómo pueden entrar en la lucha que
emprendemos a diario con nosotros mismos, con los otros y también con
Dios, sin impedir que este desafío, según el cual «nadie puede ver a Dios y
permanecer en vida», se vea reducido a preocupación, a lucha en horizontes
puramente biológicos, económicos, políticos, con intentos relativos de
«solución» restrictivos y finalmente paralizantes?
¿Vemos y seguimos, como maestro y guía, solo al ángel que sube por la
escalera hacia un más allá o también al que baja a lo hondo del corazón?
Jesús no parece decir –al menos según Mc 4,36-49– a los discípulos
aterrorizados en la barca en medio de la tempestad: «No tengáis miedo»
(¿cómo sería posible?), sino más bien: «No os dejéis dominar por el miedo»
(en griego deiloi). El desafío se convierte entonces no tanto en no «tener
miedo», no estar ansiosos, como en de qué modo podemos gestionar nuestras
ansias y en cuáles son.
Es asimismo en este nivel de buena educación de la interioridad –y no
solo de buena gestión de la praxis– donde la psicología puede servir de ayuda
a la teología, aliadas en el poner de relieve las ansias psico-espirituales que
solo un acercamiento interdisciplinario está en condiciones de discernir,
porque no expresan solo dilemas morales ni solo conflictos más o menos
inconscientes, sino la turbación –al mismo tiempo peligrosa y fascinante,
psicológica y teológica– que supone buscar y encontrar puntos de contacto
entre trascendencia e inmanencia: la escalera de Jacob por la que suben y
bajan los ángeles de Dios.
Educar el sentir
Este libro desea aceptar ese desafío o desafíos, que no son en absoluto fáciles,
que nunca están plenamente resueltos, ayudándonos a poner sobre la mesa el
eterno dilema y la inevitable tensión del corazón humano (con palabras de
san Agustín: «et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te»). Nadie
tiene soluciones prefabricadas válidas para cada momento, cada lugar y cada
persona, pero sí es posible disponer de mapas, senderos y estrategias para
actuar. La sucesión de los capítulos permite estimular una reflexión sobre el
proceso de crecimiento y de formación, suministrando instrumentos para
evitar, por un lado, la confusión entre el así llamado nivel psicológico y el
teológico y, por otro, su separación. Esa reflexión se centra sobre todo en
«procesos» (más importantes que las «estructuras») de la valencia tanto
psicológica como teológica, que se insertan en un marco antropológico que
no tiene miedo de ser cristiano. Como recordaba Benedicto XVI en la Caritas
in veritate, es un «desafío antropológico», no solo técnico.
En este sentido se puede entender la propuesta, contenida en estas
páginas, de una pedagogía hermenéutica –llamada en otros lugares
parabólica– que intenta superar, integrándolos, dos modelos, uno más
subjetivo, «sálmico», que corre el riesgo de deslizarse hacia el dejar hacer, y
otro más objetivo, «sapiencial», que corre el riesgo de limitarse, en cambio, a
la propuesta ideales/valores, a buen seguro válidos y también indispensables,
pero que corren el riesgo de no ser interiorizados. Como recordaba Bernard
Lonergan, «la objetividad es fruto de la subjetividad auténtica», y, aquí, los
autores nos ayudan a comprender la complejidad, pero también las
oportunidades presentes en la autenticidad del sujeto. La objetividad, esa
dimensión importante para el vivir personal, pero también social, que, sin
embargo, está tan devaluada en nuestro mundo, no es algo exterior que deba
imponerse de manera autoritaria y extrínseca, sino que es fruto de una
subjetividad auténtica. En consecuencia, la subjetividad y la objetividad no se
oponen cuando se trabaja sobe la autenticidad.
Así las cosas, no podemos dejar de educar. Formar en un «pensar
correcto» («ortodoxia» en sentido etimológico) no basta, porque estamos
llamados a tomar posición, a comprometer la libertad, a «actuar» de manera
correcta («ortopraxis»), pero también a implicar el «sentir», la afectividad,
que tantas alegrías y tantos dolores puede provocar («ortopatía»). De aquí la
propuesta del libro: la de una aproximación psicológica no solo para estudiar,
sino para vivir; en favor de una teología que no sea solo para estudiar, sino,
ella también, para vivir por parte de quien la estudia y para «usar» en la
gestión de lo real. De ahí se deriva también el mensaje de que, más allá de la
presentación de contenidos, es importante ofrecer los elementos de un
método, de un proceso en el que la experiencia es algo así como un punto de
partida imprescindible, que ha de ser comprendido y valorado para proceder
después a una comprensión lo más completa posible y a la decisión, con una
ulterior confrontación experiencial que puede llegar a constituir el lugar de la
transformación y del crecimiento. El concepto de «mediación psíquica al
misterio», que atraviesa todo el libro, sugiere un método: la experiencia no se
comprende exhaustivamente solo por la investigación psicológica, como
tampoco se puede llevar a cabo su transformación únicamente con referencias
al polo objetivo de la revelación.
La psicología y la teología se encuentran en las personas
La aproximaciónpsicológico-teológica la usamos todos de hecho. Pero ¿de
qué modo? El educador, presente en el mismo sujeto, en el «otro» con sus
diferentes rostros (padre, amigo, maestro guía, superior, enemigo), viene a
ofrecer una «presencia» que conforta, desafía, ayuda, asegura, da, pero
después deja sitio a la «ausencia», a la separación, a la distancia, al abandono,
de suerte que pueda emerger la «transformación», el crecimiento, con una
novedad que consigue coexistir con la continuidad y la integración. El
«Maestro» se hace presente y acompaña anunciando antes de marcharse: «Os
conviene que yo me vaya» (Jn 16,7).
Más que «la» psicología y «la» teología existe una persona que, ante
otro y Otro, piensa, actúa, siente y lo hace posiblemente de una manera libre
y consciente –o por lo menos así es de esperar–, realizando en sí mismo las
funciones de «psicólogo» y de «teólogo», de ángel que baja y de ángel que
sube. En este sentido se podría recordar que no solo los psicólogos y los
teólogos profesionales, sino los padres, los maestros, los amigos, los
formadores, así como también los superiores, constituyen siempre (de una
manera más o menos implícita/explícita) presencias que podríamos llamar
psicológicas o, mejor aún, humanas, que ya están cargadas de la dimensión
de trascendencia. A menudo podemos olvidarnos de esta realidad compleja y
dialéctica.
De aquí el deseo de este libro de que los estudiantes de teología se
vuelvan ellos mismo teólogos, para que sean capaces de encontrar en ellos
mismos los intentos de síntesis entre fe y vida, síntesis que, a continuación,
constituirá la razón del mandato (a veces conferido también eclesialmente) de
desempeñar un papel de ayuda para las personas y las comunidades. Una
empresa fascinante, pero no fácil.
Nos vuelve a la memoria una frase atribuida a san Ignacio de Loyola, tal
vez más fácil de citar que de poner en práctica y de vivir: «La regla suprema
de tu actuar sea esta: confía en Dios, pero actúa de tal manera como si el
éxito dependiera solamente de ti y en nada de Dios. Por otra parte, aplica
todo tu esfuerzo a la obra, pero, de tal manera, como si tu actuar no
significara nada y todo dependiera de Dios».
Y para tener una palabra de ánimo en las dificultades, recurramos a
santo Tomás Moro, en cuya obra más célebre, Utopía, se lee: «Si no es
posible erradicar de inmediato los principios erróneos, ni abolir las
costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como
tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se
pueden dominar los vientos. No quieras imponer ideas peregrinas o
desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes. No las
admitirían. Te has de insinuar de forma indirecta, y te has de ingeniar por
presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el
menor mal posible. Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos,
cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años».
FRANCO IMODA
Guía para la lectura
Enseñar o estudiar psicología en un currículum teológico es diferente de
enseñarla o estudiarla en el interior de un currículum para trabajadores
sanitarios.
El que estudia teología desea ahondar en el conocimiento de la palabra
de Dios y del pensamiento cristiano y si se inserta un curso de psicología
(necesariamente restringido respecto al total de horas) en el currículum es
porque el que lo ha pensado considera que puede servir. Pero ¿servir para
qué? En el fondo, ¿qué puede decir una ciencia tan reciente a un pensamiento
teológico tan antiguo?
Su contribución se puede pensar de tres modos, con tres planteamientos
diferentes del curso. Se pueden proporcionar algunas informaciones de
psicología prescindiendo del currículum de estudio en el que se van a
insertar. En este caso basta con llamar a un licenciado en psicología para que
dé clase y dejarle libre de elaborar el curso como quiera, sin verificar su
capacidad interdisciplinaria, confiando en su fama de buen cristiano. O bien
se pueden suministrar algunas informaciones de psicología teniendo en
cuenta los intereses teológicos del auditorio, para lo cual la elección de los
temas se vuelve más cautelosa y fruto de acuerdo: entre otros muchos, se
deberán escoger aquellos que tienen una mayor proximidad con los temas
teológicos, especialmente en clave pastoral. Se puede optar también por
introducir el pensamiento psicológico en el modo teológico de pensar el ser
de la persona humana. Aquí cambian las cosas, porque no se trata únicamente
de elegir los temas psicológicos que no excluyan a priori los datos
teológicos, sino de hacer interactuar dos modos de pensar el ser de la persona
humana –el psicológico y el teológico– que son dos aproximaciones
diferentes al mismo objeto de estudio. Este último es el planteamiento que
propone este libro.
Creemos que la interacción entre los dos modos de pensar puede tener
lugar a tres niveles: el modo psicológico (para estudiar) de describir el
funcionamiento psíquico se conecta a modo de interfaz con el modo teológico
(para estudiar) de describir el «funcionamiento» teológico de la persona
humana; el modo psicológico de sentir la vida (para experimentar antes que
nada dentro de uno mismo) se conecta a modo de interfaz con el modo
teológico (para experimentar antes que nada dentro de uno mismo) de sentir
la vida a la luz de la autorrevelación de Dios en Jesús; el modo psicológico de
actuar en la vida (del que servirse para la existencia, por consiguiente para
vivir) se conecta a modo de interfaz con el modo de vivir en el horizonte de
Dios.
Así pues: psicología para estudiar, experimentar, usar por una teo-logía
para estudiar, una teo-fania para experimentar, una teo-patía para vivir con
pasión. La noción de persona humana como misterio se presta a ser una
buena mediadora para este triple encuentro, ya que es una categoría tanto
psicológica como teológica, del mismo modo que consideramos mediadores
psíquicos los temas que hemos seleccionado en este libro.
La idea de fondo de que la psicología no debería ser usada solo con fines
pastorales, como actualización final del pensamiento teológico o para
resolver problemas patológicos, sino que debe ser insertada más bien en el
mismo momento de la elaboración del pensar teológico, a fin de volverlo más
elocuente y sacarlo del nivel de la sola teoría, a nuestro modo de ver, es un
itinerario que ayudaría tanto a la misma teología como a la evangelización.
Usaremos el término «teología» en un sentido muy amplio, entendiendo
con él la descripción de la visión cristiana del hombre a la luz de la
revelación y de la tradición. Dado que no somos teólogos de profesión,
nuestra gratitud se dirige a todos los teólogos que desde hace años nos han
ido haciendo sugerencias, dando criterios de orientación y correcciones sobre
nuestro acercamiento como psicólogos a la teología. Sería largo citarlos a
todos uno por uno; muchos de ellos también nos han brindado su
contribución a través de la revista Tredimensioni. Psicologia, Spiritualità,
Formazione, que es el órgano de expresión del Instituto superior de
formadores (ISFO) del que formamos parte, junto con otros muchos
exalumnos del Instituto de psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana
de Roma, con los que estamos unidos por un proyecto común de teoría y de
praxis del que es deudor este libro. Es igualmente amplio el uso que hacemos
del término «teólogo»: nos referimos al docente, pero también al discente
que, también él, será teólogo en la medida en que sea capaz de experimentar
en sí mismo y usar en su acción la teología que ha estudiado.
Somos conscientes de que practicamos una simplificación sobre el dato
teológico, ciertamente constatable por parte de un teólogo, pero necesaria por
el tipo de operación que pretendemos en este libro. Si le pedimos a la
psicología no solo aproximarse a la teología, sino insertar su pensar, su sentir,
su intervenir «a la luz de la experiencia» en el pensar, sentir, intervenir de la
teología «a la luz de la revelación», serápreciso presentar a la psicología la
visión cristiana del hombre en su núcleo esencial, lo más estilizado posible,
pues de otro modo la psicología no sabría cómo orientarse en la complejidad
de sus ramificaciones ni qué poner de ella misma sobre la mesa. Si no sabe
nada del diccionario teológico de base, si, por ejemplo, no tiene la mínima
idea de cuáles son las características específicas de las organizaciones
eclesiales, o si ni siquiera sospecha que el amor de Dios es el que mide a los
otros amores en la vida cristiana, su contribución al análisis de las
organizaciones o a las dinámicas del amor será muy interesante e impecable
en sí, pero correrá el riesgo de quedarse en una contribución errática que no
sabe dónde situarse en el marco teológico y, al final, hasta podría resultar
peligroso.
Usaremos, en cambio, el término «psicología» en un sentido específico.
Mientras que el término teología, si lo tomamos en sentido amplio, hace
resaltar el núcleo de base de la vida cristiana, el término psicología, en
sentido amplio, significa simplemente ciencia de la psique, que dice todo y
nada: nos encontramos con la psicología del deporte, la psicología del
aprendizaje escolar, la psicología de la incomodidad, la psicología profunda
del inconsciente y la psicología de las alturas de la mente. En este libro nos
referimos a las psicologías que se presentan como ciencia de la explicación
(pensar psicológico), de la comprensión (sentir psicológico) y de la
interpretación (saber psicológico). Existen diferentes modos de explicar,
comprender e interpretar, tantos como las psicologías existentes. Algunas
psicologías se cierran a dar explicaciones y son descriptivas, otras aventuran
explicaciones y se convierten en psicodinámicas y otras se impulsan hasta la
interpretación convirtiéndose en auténticas antropologías, con instancias
éticas/religiosas más o menos explícitas. Las psicologías a las que nos
referimos se mueven de todos modos en el interior de la orientación
psicodinámica, es decir, la que intenta explicar, comprender e interpretar las
condiciones de posibilidad de un fenómeno dado, por consiguiente, el tipo de
lectura que pasa de describir lo que sucede de hecho al por qué psicológico (y
no metafísico) sucede así y tiene su peso en términos de proceso de
humanización. Estas teorías son muchas, pero es su método global el que
resulta interesante para la teología.
Este libro puede tener dos empleos diferentes. Al estudiante le puede
servir para hacerse una idea de lo que significa insertar la psicología en la
reflexión cristiana sobre la vida: a qué nivel insertarla para dar el paso desde
una teología para estudiar a una teología para vivir, no solo en un ámbito
pastoral, sino como acercamiento a todos sus ámbitos y compromisos de
vida; al docente le puede servir como marco interdisciplinario de referencia
en cuyo interior insertar también otros temas psicológicos más en
consonancia con su cometido o demandados por el currículum.
Este enfoque se pregunta cómo hacer entrar la psicología en la teología,
no a modo de acercamiento o de sometimiento de la primera a la segunda,
sino de modo transformador para ambas, para su mismo pensarse y
proponerse al uso. Los contenidos psicológicos útiles para este fin son
mayores que los recogidos aquí.
No hemos previsto, a propósito, una conclusión. La integración (antes
que la indiferencia y/o la resistencia) entre las dos disciplinas es ahora un
dato conclusivo, pero el cómo llevarlo a cabo sigue siendo aún una cuestión
abierta. Consideramos que en el momento actual es posible trazar itinerarios
hipotéticos, pero nos parece prematuro poder sacar conclusiones, entre otras
cosas porque las conclusiones deberán tener en cuenta la recepción de estas
hipótesis por parte de la vertiente teológica con su propuesta de eventuales
ajustes. La hipótesis que ponemos sobre la mesa tiene dos niveles: el de los
contenidos psicológicos relevantes desde el punto de vista teológico y el de
su impacto en la vertiente teológica. La noción de misterio es la mediadora
conceptual que mantiene unidos los dos niveles.
Cada uno de los capítulos describe los contenidos más relevantes de la
psicología para la teología. En nuestro libro precedente, Psicología y
formación, en conexión con el cual hemos pensado este nuevo, se encuentran
otros contenidos y una descripción más académica de los mismos. En las
páginas que siguen, los contenidos aparecen divididos en tres partes:
contenidos a nivel de visión antropológica de la persona humana (Parte I), a
nivel intrapsíquico (Parte II) y a nivel de relaciones (Parte III).
Su impacto en la vertiente teológica, que ya se filtra en la presentación y
en la elección de los contenidos, está explicitado de una manera abierta en las
tres secciones tituladas: «Perspectivas abiertas», que se encuentran al final de
cada una de las tres partes del libro. No se trata solo de perspectivas para una
escucha recíproca entre psicología y teología (que damos por consolidada),
sino para un «replanteamiento» de cada una de las dos disciplinas que siga a
la escucha recíproca. Una escucha así, que no se evapore en una respetuosa
indiferencia que se disuelve en la nada, debería conducir a un
replanteamiento por parte de cada una –la psicología y la teología– de su
mismo modo de pensarse, que gira, para ambas, en torno a la misma
pregunta, que es además la pregunta fundamental –primera y última– del
hombre existente: ¿cómo mantener unidos los dos mundos de la
trascendencia y de la inmanencia? Usando la metáfora empleada por Imoda
en la introducción: ¿cómo pueden la psicología y la teología interactuar y,
antes aún, pensarse para ayudar al ser vivo a subir y bajar la escalera de la
vida que mantiene unidos el cielo y la tierra?
En síntesis, proponemos una psicología que eduque al estudiante (y al
docente) de teología en un modo concreto de hacer funcionar la mente, un
modo que le ponga en contacto con la verdad de sí mismo investigada
también según la categoría psicológica del misterio, condición indispensable
a fin de que su estudio de la teología sea encuentro con la verdad y el
misterio de Dios y no un simple bagaje de nociones intelectuales. Esto obliga
a la teología a configurarse como mediadora del Misterio en el misterio del
hombre. Por otra parte, se requiere una psicología que eduque al estudiante
en una sensibilidad particular (desde sus sentidos hasta sus afectos), que le
permita dejarse alcanzar por la palabra de Dios y retenerla en su interior, en
el núcleo identitario más íntimo de uno mismo. Esto requiere que la misma
teología se pregunte si, cuánto y cómo es capaz de ser ella misma teo-fanía,
es decir, capaz de mostrar (y no solo proclamar) un rostro de Dios que intenta
llegar al hombre y quedarse en él. Por último, se requiere una psicología que
ayude al estudiante (y al docente) a convertir la experiencia teológica de los
años de estudio en su modo habitual de ser y de obrar, en su sabiduría
operativa constante. Esto requiere que la misma teología se piense como
disciplina para vivir y proporcione las pruebas de su justificación, que se
piense como algo que tiene sentido porque se puede usar y utilizar para la
vida por el hecho de que es especulación teológica y no porque se ha
«elevado» a espiritualidad o se ha «rebajado» a disciplina pastoral.
PRIMERA PARTE
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CAPÍTULO 1:
La reflexión psicológica
El tema protagonista en un currículum teológico es la investigación de la
palabra de Dios, y desde este punto de vista se ha de investigar también la
experiencia humana. Nos encontramos pues en una perspectiva
completamente distinta de la psicológica.
La teología describe al hombre en Cristo, y sus afirmaciones –al menos
las que afectan al núcleo más íntimo de la narración cristiana– son de
naturaleza «esencial», o sea, que contienen las condiciones esenciales y
fundadoras. Gracias a la palabra de Dios sabemos que «el hombre ha sido
creado “a imagen de Dios”, con capacidad para conocer y amar a su Creador»
(Gaudium et spes,12) y cuando la misma Constitución pastoral añade
explícitamente que el hombre encuentra en esta trascendencia no solo la
realización de su ser cristiano, sino también la de su simple ser humano, no lo
dice por la vía psicológica, sino en obediencia a la estructura ontológica de la
vocación cristiana. Las afirmaciones psicológicas poseen, en cambio, una
naturaleza «descriptiva»: ilustran algo que se realiza –de hecho– en la
naturaleza. En consecuencia, son mucho menos pretenciosas. El «ser humano
ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios» es una afirmación esencial. «El
ser humano está compuesto de emociones, necesidades, valores, actitudes» es
una afirmación descriptiva, y no pretende ciertamente encontrar en esto la
esencia metafísica del hombre o considerarse verdadera en el sentido de que
su contraria sería falsa. Se trata de dos discursos de niveles diferentes.
Mirando al mismo ser humano la teología dice: «funciona así porque “es”
así». La psicología dice: «es así porque “funciona” así». Las dos afirmaciones
son diferentes y no se pueden superponer inmediatamente. Ya a este nivel del
planteamiento de la cuestión, debemos renunciar a la esperanza de encontrar
en la psicología la versión moderna del evangelio, como tampoco debemos
temer que la psicología venga a socavar las creencias «esenciales».
La psicología estudia, permaneciendo en su ámbito descriptivo, las
«operaciones» del hombre: lo que este hace o lo que le acontece. Pueden ser
operaciones realizadas por él (como la de decidir) o bien padecidas (como la
de tener ciertos padres en vez de otros), voluntarias o involuntarias,
operaciones que tienen que ver con un objeto presente (ver, responder a
situaciones, interactuar) o bien que implican también significados (que no se
ven) atribuidos al objeto (que se ve), como las actividades de imaginar,
desear, usar símbolos y lenguajes. El psicólogo, en cuanto observador de lo
que sucede, es –a este nivel– tan curioso como el etólogo que observa un
hormiguero en movimiento y nunca acaba de asombrarse.
La psicología estudia además los «dinamismos», o sea, las razones (las
leyes) que hacen posible esas operaciones. Tras haber levantado acta de que
las personas interactúan, desean, piensan, y de que hay muchos modos de
hacerlo, y, en último extremo, después de haber verificado
experimentalmente las propias observaciones, intenta suministrar
explicaciones. Las operaciones psíquicas son posibles porque disponemos de
estructuras mentales muy precisas que son intelectivas, volitivas, afectivas; o
exigencias interpersonales, como reconocer y ser reconocidos; o necesidades
para colmar y sueños para perseguir. Estas explicaciones, que varían de una
teoría a otra, se encuentran todas ellas «a un solo paso» bajo las operaciones
psíquicas, son las razones próximas (psicodinámicas), no las últimas, que se
encuentran, sin embargo, a «dos pasos» por debajo de las operaciones (o sea,
las que dicen que se obra así porque el ser humano es un «ser que subsiste en
una naturaleza racional y espiritual», o que es una mofa del destino, o un
producto de la sociedad). Las explicaciones psicodinámicas, aunque están
dotadas de una cierta abstracción, siguen siendo explicaciones inductivas que
parten de los datos para llegar a sus interpretaciones, aunque sin llegar nunca
a un debate sobre las «esencias» del hombre, como su alma, por ejemplo.
¿Qué importancia podemos dar a las afirmaciones
psicológicas?
No es preciso dar a la psicología la autoridad que ni siquiera ella se reconoce.
«Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios» y «la identidad de uno
mismo pasa a través de la identificación con la figura paterna» son dos
afirmaciones sobre la conciencia de uno mismo, pero ciertamente no son
identificables, intercambiables, superponibles.
Las afirmaciones psicológicas son afirmaciones estadísticas y no
absolutas (como sí lo son, en cambio, ciertas afirmaciones teológicas). Por
eso no se puede atribuir a las afirmaciones psicológicas las connotaciones de
verdad/falsedad que sí atribuimos a las afirmaciones reveladas. No son
afirmaciones verdaderas o falsas, sino probables, es decir, de tal naturaleza
que no excluyen la posibilidad de lo opuesto sino solo su probabilidad. Una
afirmación es considerada como dotada de significación y, por consiguiente,
científicamente válida cuando su probabilidad de excluir lo opuesto se estima
por encima del 95% (por consiguiente, no verdadera, pero tampoco
simplemente opinable).
Las afirmaciones psicológicas son afirmaciones de hecho y no
normativas: dicen lo que el hombre tiende a hacer de hecho y no lo que
debería o está llamado a hacer. Las ciencias normativas –como es la teología–
dicen, en cambio, qué se debería hacer para estar a la altura de lo
humanum/christianum que hay en nosotros. Tomar lo que se hace como
norma a seguir es la «falacia naturalista», que consiste en hacer derivar
afirmaciones normativas a partir de observaciones de hechos, confundiendo
así las cuestiones de hecho con las cuestiones de valor («puesto que la
mayoría actúa así, está bien hacerlo así»).
Las afirmaciones psicológicas constituyen criterios de utilidad. Son
hipótesis plausibles, no en el sentido de arbitrarias, sino en el sentido de que
han encontrado conexiones significativas entre los datos gracias a las cuales
estos nos parecen menos misteriosos. Su utilidad viene dada por dos
componentes: la verificabilidad y la comprensividad. Una afirmación es tanto
más útil cuanta mayor capacidad muestra de hacer previsiones que se
verifiquen en el tiempo a pesar de la variación de las
situaciones/circunstancias y cuanto más la confirman varias fuentes,
investigaciones repetidas, diferentes autores. Por ejemplo, «tomar decisiones
importantes apoyándose en bases emotivas y defensivas causa, antes o
después, daños» es una afirmación completamente verificada y verificable y
lo contrario expone a riesgos y peligros. No está igualmente verificada la
afirmación de que «crecer en familias heterosexuales u homosexuales es
irrelevante para el desarrollo psico-social del niño», dado que hasta ahora la
verificabilidad va en sentido opuesto, a saber: ninguno de los dos géneros –
por sí solo– puede reivindicar para sí la única función del acceso del niño al
mundo simbólico, sino que solo juntos pueden introducirle en él.
La comprensividad tiene que ver con la extensión y la centralidad de una
afirmación. Esta no afecta únicamente al comportamiento de algunos sujetos
observados en el laboratorio, sino a tendencias de un universo más amplio
(extensión) y no recoge un aspecto marginal del hombre, sino un rasgo
central para el sano funcionamiento de su psique.
Lo que no se puede pedir a la psicología
La teología no debe pedir a la psicología que explique lo christianum que nos
constituye, ni tampoco convertirlo en experiencia con sus solos instrumentos.
No debe pedirle tampoco que explique lo humanum que nos constituye
ontológicamente como tales.
Lo propio de lo christianum y lo humanum que nos constituyen como
persona, lo deduce el teólogo de la revelación y de la comprensión a la que ha
llegado el cristianismo en sus dos mil años de vida. Es la palabra de Dios,
contenida en la Biblia y en las fórmulas de fe de la comunidad cristiana, la
que proporciona la osamenta de referencia para comprender al hombre y
también para intervenir. La teología tiene pilastras arquitectónicas que son
propias suyas (que ofrecen indicaciones sobre el «quién»).
Corresponde, sin embargo, a la teología pedir a la psicología los
instrumentos hermenéuticos, es decir, los que ofrecen información,
inalcanzable de otro modo, sobre cómo actúa el hombre de hecho y sobre el
por qué actúa de un modo determinado.
«La fe, propia de los presupuestos arquitectónicos, constituye el
elemento determinante con respecto a la razón, propia de los
presupuestos hermenéuticos, pero en la salvaguarda de la integridad de
la misma razón. De aquí el fundamento teológico del acercamiento
interdisciplinario de fe y razón» [1] .
Lo dicho, si bien, porun lado, desmitifica la contribución de la
psicología de cara a la comprensión del hombre teológico, por otro, pone de
relieve el carácter imprescindible de la misma por parte de la teología.
Qué pedir a la psicología
Si el mensaje teológico quiere dejar su huella en la vida del hombre, no puede
dejar de lado el conocimiento de cómo funciona de hecho la «máquina»
hombre, tanto más cuando las informaciones psicológicas llegan a iluminar
pasos y nexos constantes, previsibles, repetitivos y centrales sobre el
funcionamiento del hombre en relación con el bien.
Es inadmisible que la teología de las personas, de la comunidad, de la
misma Iglesia, de la autoridad o de la liturgia no tenga en cuenta que está
tratando de realidades que obedecen a leyes psico-sociales que no anula la
acción del Espíritu. Todavía resulta más extraño cuando la teología elabora
pensamientos con implicaciones éticas, catequéticas, pastorales y, en
ocasiones, jurídicas. Actuando de este modo, la teología se arriesga a
dirigirse a un hombre que no existe, y a pedir al que existe que funcione a un
nivel de hecho incomprensible e imposible. Si, por ejemplo, la práctica
mayoría de los matrimonios que se celebran en nuestros días en la iglesia
procede de convivencias, sería un simplismo explicar el fenómeno con el
acostumbrado discurso de que los jóvenes de hoy son débiles, frágiles y
también egoístas. ¿Y si fuera que el mensaje cristiano, tal como se les
propone hoy, no fuera capaz de llegar a ellos e implicarles? La presentación
del mensaje cristiano y la adecuada motivación racional no bastan para ser
justos y veraces. El imperativo sigue siendo abstracto e irrealizable si ignora
las situaciones contingentes, que requieren reconocimiento, interpretación y
capacidad de gestión.
Detectar el elemento teológico en el psicológico no es tarea de la
psicología; esta puede cargar sobre sus hombros un interés preexistente en los
teólogos. Corresponde a la teología mostrar sus tesoros (elementos
arquitectónicos) y aceptar la idea de que un pensamiento distinto (elementos
hermenéuticos) los pueda hacer brillar ulteriormente.
Entre los muchos elementos arquitectónicos de la visión cristiana del
hombre escogemos los más sensibles desde el punto de vista psicológico: 1.
la persona humana es un ser capaz de pensarse y de poseerse autónomamente
según los elementos de su personalidad; 2. está compuesta de cuerpo y alma;
3. está dotada de afectos, razón, voluntad y libertad; 4. está en relación con la
alteridad, que le es exterior; 5. ha sido creada a imagen de Dios; 6. está
marcada por la debilidad y por el pecado; 7. ha sido redimida e invitada a
vivir según el amor de Jesús.
PÍO XII Y LA PSICOLOGÍA
Debemos recordar el discurso de Pío XII a los miembros del 5º Congreso internacional de Psicoterapia
y Psicología clínica del 13 de abril de 1953. En él puso el Papa, de una manera profética, las bases,
todavía válidas, del diálogo. En este discurso se afirma, en efecto, que la psicología ha descubierto
nuevas honduras de la psique y que esas cuestiones tienen que ver con la competencia de los
investigadores. Sin embargo, la psicología teórica y práctica no puede perder de vista ni las verdades
establecidas por la razón y por la fe, ni los preceptos obligatorios de la moral. En particular, la
psicología debe considerar siempre al hombre: 1. como realidad ontológica en la que el alma es la
forma sustancial de su naturaleza; 2. como unidad estructurada en sí misma contra todo reduccionismo;
3. como unidad social; 4. como unidad trascendente, esto es, abierta a Dios, capaz de virtud y de
pecado.
Es inútil que la teología interrogue a la psicología sobre las tres últimas
pilastras (5. ha sido creada a imagen de Dios; 6. está marcada por la debilidad
y por el pecado; 7. ha sido redimida e invitada a vivir según el amor de Jesús)
o que quiera encontrar en ella la demostración «científica» de lo que dice. Por
ejemplo, tomemos dos versículos del Evangelio de Juan: «Todo lo mío es
tuyo y lo tuyo es mío: en ellos se revela mi gloria. Ya no estoy en el mundo,
mientras que ellos están en el mundo; yo voy hacia ti, Padre Santo, guárdalos
con tu nombre, el que me diste, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,10-
11): es difícil que la psicología tenga algo que decir sobre este amor, salvo
que trata de una intimidad cuya dinámica no puede explicar. Por eso la
psicología no tiene nada que decir sobre estas tres pilastras arquitectónicas,
ya que se trata de típicas afirmaciones esenciales y no descriptivas. La
psicología, a lo sumo, podrá decir algo útil sobre los cuatro primeros
elementos arquitectónicos (1. la persona humana es un ser capaz de pensarse
y de poseerse autónomamente según los elementos de su personalidad; 2. está
compuesta de cuerpo y alma; 3. está dotada de afectos, razón, voluntad y
libertad; 4. está en relación con la alteridad, que le es exterior), porque se
trata de afirmaciones mixtas, de tipo dogmático aunque también descriptivo:
puede decir algo nuevo y muy detallado sobre cómo se hacen visibles estos
cuatro elementos en su expresión psíquica; sobre cómo se desarrollan en la
naturaleza, cómo funcionan, y cómo funcionan mal; sobre cómo interactúan
entre ellos y, todavía más, sobre cómo pueden coexistir, interactuar y a veces
chocar estos cuatro y, en ocasiones, chocar con los otros tres.
Tomemos la afirmación evangélica: «Quien se aferre a la vida la
perderá, quien la pierda por mí la conservará». En ella se indica: 1. el modo
de poseerse; 2. los efectos salvíficos para el cuerpo y el alma; 3. las
facultades requeridas; 4. la relación con los otros. Esta frase nos ayuda a
explicarnos el porqué de muchas vivencias, se puede traducir de diferentes
modos en las distintas fases del desarrollo psicológico, puede ser considerada
como elemento de diagnóstico de enfermedades de la existencia, motivo para
peticiones de ayuda, fuente de afectos, vía de autorrealización, criterio de
gestión del libre albedrío. No tiene nada de devota, es una observación de
vida, que es más difícil de constatar sin la aportación de los resultados
psicológicos. Cuando introducimos las informaciones psicológicas adecuadas
en la afirmación teológica, esta última adquiere operatividad, se comprende
por qué es salvífica, se intuyen los itinerarios de vida que propone, ayuda a
prevenir muchos naufragios y a encontrar el pernio para repararlos. El
enunciado: «Quien la pierda...», no se queda como anuncio, se puede detectar
en la vida, afecta a procesos psíquicos muy específicos, alude a determinadas
experiencias afectivas, requiere unos sistemas motivacionales precisos y no
otros, activa una cierta relacionalidad; se puede probar que ese enunciado
asume para el niño determinadas formas expresivas, para el anciano otras,
para el sociopático otras aún. Se pueden ver las etapas evolutivas, la
realización y la distorsión de esa afirmación. También la patología (1.
alienación de uno mismo; 2. relación desequilibrada con el cuerpo; 3.
perversiones de afectos, razón, voluntad y libertad; 4. relaciones aberrantes)
prueba, por vía negativa, que ese enunciado describe cómo está hecha la
mente; la vida del narcisista –comparada con la de la Madre Teresa de
Calcuta– puede ser la demostración evidente de que no se puede vivir la vida
solo «en mi nombre».
La psicología, permaneciendo a un nivel puramente descriptivo de la
existencia y en nombre de una pretendida neutralidad científica, resulta
deficitaria para la comprensión global del objeto en cuestión, es decir, el
hombre. Por otra parte, la teología, que, por la debida salvaguarda de la
naturaleza trascendente de la vida cristiana se mantiene lejos de la posible
contaminación reduccionista derivable del diálogo con la psicología, analiza
la profundidad del misterio; pero corre el riesgo de quedarse vacía si no es
capaz de reconocerlo en las mediaciones psíquicas que este asume y en las
manifestaciones existenciales que comporta, mediaciones y manifestaciones
que, sin embargo, ponen de manifiesto hasta qué punto elmisterio está
verdaderamente operante y es esencial para la psique humana [2] .
No es a partir de la historia humana como se puede comprender la
esencia de la vida cristiana, pero a partir de ella se puede realizar la
experiencia de la misma.
Es importante afirmar la no fractura entre lo humano y lo divino.
Trascendencia no es sinónimo de «más allá» opuesto al «más acá». Se trata
también de algo que está presente en el «más acá» [3] . Esta integración (sin
confusión) de perspectivas ha sido claramente afirmada por el concilio
Vaticano II:
«Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no
solo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las
ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así
a los fieles a una más pura y madura vida de fe» [4] .
Como puede verse, la psicología no está considerada en función de una
mayor madurez humana, ni con fines de una mayor profesionalidad de los
educadores, ni solo de cara a una mayor especialización cultural, sino que se
le reconoce su contribución a la madurez cristiana, que quiere una
integración progresiva entre las estructuras psíquicas y las exigencias
objetivas planteadas por el mensaje revelado.
PARA PROFUNDIZAR
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Gaudium et spes,
(5.52.54; 62).
—, Declaración sobre la educación cristiana. Gravissimum educationis.
—, Decreto sobre la misión pastoral de los obispos en la Iglesia. Christus Dominus, 14.
—, Decreto sobre la formación sacerdotal. Optatam totius, 2.
CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Directrices sobre la preparación de los formadores en los
seminarios, 4 de noviembre de 1993 (57).
—, Directrices sobre la formación de los seminaristas acerca de los problemas relativos al matrimonio
y a la familia, 19 de marzo de 1995 (21).
JUAN PABLO II, Alocución a los Auditores de la Rota Romana, 5 de febrero de 1987: AAS [1987]79,
1453-1459.
FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013 (132).
PÍO XII, Alocución a los miembros del 5° Congreso internacional de Psicoterapia y Psicología clínica
del 13 de abril de 1953: AAS (1958)50, (274).
—, Constitución apostólica Sedes Sapientiae (31 de mayo de 1956): AAS (1956)48, (359).
* * *
FORTE, B., «Teologia e psicologia: resistenza, indifferenza, resa o integrazione», en F. IMODA (ed.),
Antropologia interdisciplinare e formazione, EDB, Bologna 1997, 75-95.
IMODA, F., «Aspetti del dialogo tra le scienze umane e pedagogiche e la dimensione teologica»:
Seminarium (1994/1) 89-108.
RULLA, L. M., «Grazia e realizzazione di sé», en ID., Antropologia della vocazione cristiana. 3. Aspetti
interdisciplinari, EDB, Bologna 2006, 227-487 (trad. esp.: Antropología de la vocación cristiana,
S.E. Atenas, Madrid 1994).
1 . L. M. RULLA, Antropologia della vocazione cristiana. 1. Basi interdisciplinari, EDB, Bologna
1997, 33 (trad. esp.: Antropología de la vocación cristiana, S. E. Atenas, Madrid 1994).
2 . Esta es una de las tesis fundamentales del estudio de Franco Imoda, al que haremos repetidas
referencias en los próximos capítulos: cf. F. Imoda, Sviluppo umano, psicologia e mistero, EDB,
Bologna 2005 (trad. esp.: Desarrollo humano, psicología y misterio, Universidad Católica de Salta,
Salta 2005).
3 . Para una confirmación filosófica de esta tesis psicológica es interesante el pensamiento de Y.
Ledure, Trascendenze. Saggio su Dio e il corpo, EDB, Bologna 1991. La tesis también encuentra su
confirmación por parte de la ciencia: cf. por ejemplo T. F. Torrance, Senso del divino e scienza
moderna, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1992.
4 . Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
4 . Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 62 (la cursiva es nuestra). Otros textos conciliares sobre las aportaciones de las ciencias humanas
al estudio de la respuesta humana a la vocación divina: Gaudium et spes, (5.52.54); Declaración sobre
la educación cristiana Gravissimum educationis, 1; Decreto sobre la misión pastoral de los obispos en
la Iglesia Christus Dominus, 14; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2. La necesidad
de la integración ya había sido planteada en Constitución apostólica de Pío XII Sedes Sapientiae (31 de
mayo de 1956); cf. AAS (1956)48, (359).
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CAPÍTULO 2:
El rol de las mediaciones
La psicología –en particular la psicología que consideramos en este texto, la
profunda, de orientación psicodinámica– ofrece muchos elementos sobre el
modo de obrar del hombre. ¿Son todos igualmente importantes a la hora de
enseñarlos en un currículum teológico? ¿Hay que saberlos todos?
Evidentemente, no. A la luz del interés por el funcionamiento del hombre en
Cristo, algunas informaciones son más relevantes que otras porque son más
capaces de explorar el elemento antropológico de la teología (por ejemplo, el
proceso de la motivación y de la decisión, o la formación de la identidad). La
relevancia viene dada por la capacidad de analizar el nexo entre el dato
revelado y la vida vivida, prescindiendo del cual el entrelazamiento entre los
dos se queda más en una afirmación declarada que demostrada, en un deseo y
no en una experiencia posible.
La reproducción de las informaciones psicológicas más pertinentes tiene
lugar a petición del teólogo, que, al indicar al psicólogo las áreas cristianas
más sensibles desde el punto de vista psicológico, le invita a ofrecer los
elementos que tienen mayormente un poder de mediación.
La mediación es un funcionamiento psíquico que crea una conexión
entre dos realidades diversas, en nuestro caso la fe y la vida.
Puesto que nuestro propósito es encontrar el elemento teológico de la
antropología [1] , es decir, aquel que se propone mostrar cómo la persona
humana está orientada hacia Dios en Cristo, para reproducirlo es preciso que
la teología informe sobre el funcionamiento de la vida cristiana, a fin de que
la psicología, situada en el camino adecuado, realice investigaciones dirigidas
a ese fin. Para saber sobre el poder de mediación de un proceso psíquico es
preciso conocer su funcionamiento intrínseco, pero también el
funcionamiento de la vida cristiana. Para el primer conocimiento el psicólogo
puede proceder solo, pero para el segundo necesita el input teológico. Por
ejemplo, si un educador está preparando a una pareja para el matrimonio
cristiano, entre las informaciones psicológicas sobre los vínculos de amor,
para él y para su objetivo, la más relevante de todas es que la vida de pareja
requiere el paso de «mi bien» a «nuestro bien», marcado por
reorganizaciones identitarias concretas por parte de los dos miembros de la
pareja, y que sin este paso al funcionamiento sistémico de la mente los dos
seguirán siendo siempre dos. También serán relevantes, pero solo en segunda
instancia, las informaciones sobre las leyes de la comunicación o solución de
conflictos. ¿De qué sirve, en vistas al matrimonio cristiano, ayudar a dos
chicos a comunicarse o a hacer frente a sus crisis si, en la base, no hay más
que una intención de unirse que no comporta ningún paso evolutivo en la
organización de sus mentes? Lo mismo puede decirse también de la
formación de un sacerdote: el conocimiento de la psicología femenina es a
buen seguro útil, pero ¿cómo hará para vivir su celibato como mediación si
no es consciente de su propio modo de elaborar su masculinidad compuesta
de pasos psicológicos muy concretos e indispensables?
El discurso vale también a la inversa, cuando el objetivo es encontrar el
elemento antropológico de la teología, o sea, el hecho de que Dios, en
Jesucristo, está orientado hacia la persona humana. En este caso corresponde
a la psicología informar a la teología sobre los dinamismos de la psique, de
tal modo que el teólogo no llegue a funcionamientos psíquicos no pertinentes
(como, por ejemplo, cuando recurre a la noción freudiana de superego para
analizarel concepto de culpa moral, o cuando se sirve de textos de la
psicología humanista sobre la autorrealización para sondear el significado de
la madurez cristiana).
Un problema actual parece ser el de encontrar correlaciones entre la vida
teologal y la vida sensible. La dignidad de la experiencia espiritual va a la par
con el respeto a la experiencia sensible. Si reconocemos la mediación de
nuestra vida sensible, apreciaremos también la vida de la gracia, del mismo
modo que la seriedad de la gracia hace volver al cuidado de la vida sensible.
La fuga del mundo, el fideísmo y el espiritualismo desencarnado deberían ser
regurgitados para ser expulsados en favor de una comprensión sapiencial de
la vida. La vida del Espíritu permanece en contacto con las figuras de la
existencia cotidiana. No se sustrae a las dinámicas de la vida. Se juega su
propia credibilidad en el mismo plano de la existencia, con sus pulsiones y
sus proyectos, sus odios y sus enamoramientos, sus cargas y sus delicias, sus
búsquedas y sus intrigas. La sabiduría que el cristianismo es capaz de
expresar en estos contextos sería enorme si no la usáramos, sin embargo, para
criticarlos y aniquilarlos ilusoriamente.
El desafío es una inteligencia –y no una retórica de la fe– que se mueve
en las alturas del misterio y en lo concreto de la existencia. La tarea consiste
en formular una sana alianza entre el principio místico y el principio
doméstico de la tradición cristiana. Una espiritualidad simplificada para la
vida común, menos preocupada de lo que está ahora por su especialización
devota y altisonante [2] .
La mediación es vida vivida
Este viaje motivado teológicamente por el mundo de la psicología se muestra
muy prometedor. Cuando conseguimos encontrar alguna de estas
mediaciones, el mensaje cristiano, de enunciado teórico que cae sobre el
hombre de modo imprevisto e inesperado, pasa a ser un mensaje cuyas
huellas y preparaciones se encuentran en los mismos acontecimientos
psíquicos, un mensaje que invoca y es invocado por la vida vivida. Se vuelve
–por así decirlo– observable en el laboratorio. Procede de fuera y de lo alto,
pero también pertenece a la realidad concreta de cada persona/comunidad que
se desarrolla.
Imoda ha hecho este viaje en su libro Desarrollo humano, psicología y
misterio, y ha encontrado muchas informaciones psicológicas sobre el alto
poder de las mediaciones, que podemos considerar como auténticas ventanas
psíquicas del misterio y sobre el misterio. Vamos a citar algunas: las
dinámicas psicológicas que regulan la dialéctica entre el mundo del límite y
el mundo de la esperanza futura (pensemos en la referencia cristiana a los
temas de la rabia, de la resignación, del deseo); las que regulan la circularidad
entre satisfacción por una realización ya acontecida y su mejora ulterior
(pensemos en la relevancia cristiana de las dinámicas de la proyección); las
que regulan la relación entre la memoria del pasado y el deseo del futuro (y
que entran de manera inevitable en el proceso del perdón cristiano, para
deformarlo o para hacerlo resolutorio); la relación con el tiempo que pasa y
con el cuerpo que cambia (la posible rabia que esto puede producir no es
irrelevante para aprender la virtud cristiana de no sentirnos señores de nuestra
propia vida); la tensión, siempre irresuelta, entre el amor recibido y el amor
dado, visible también a menudo en actitudes como los celos, que comunica la
exigencia, mal expresada aunque en sí creíble, de un amor seguro, para
siempre, «eterno», inmenso; las consecuencias psicológicas de la
insatisfacción, del dolor, del poder, del dinero, del sexo; y más simplemente,
la sonrisa (¡saber sonreír bien no es una mediación de poca monta para vivir
como pobres de espíritu!). Si hacemos como si estas vivencias no existen, o si
las tomamos como interferencias perjudiciales para la «cientificidad» del
discurso teológico, o si preguntamos por su tratamiento a los psicólogos,
algunos elementos arquitectónicos del mensaje cristiano no consiguen
mostrarse como tales también para la vida vivida.
El misterio y el enigma
Por misterio no entendemos oscuridad, exceso de penumbra y la consiguiente
imposibilidad de comprender al ser humano, sino realidad que deslumbra,
intuición de una dimensión ulterior no fácilmente descifrable y, sin embargo,
percibida como presente y sumamente significativa, hasta el punto de
contener la plena revelación de la verdad del hombre. El misterio no descubre
inmediatamente esta verdad, aunque la deja entrever. Es el punto donde se
conjugan los extremos, los polos opuestos. En consecuencia, el misterio no es
esencialmente y antes que nada lo inexpresable, lo impenetrable, lo inefable,
puesto que, en realidad, se expresa, se comunica, se transmite, se deja
«tocar», se deja intuir o al menos entrever, suscita preguntas, crea inquietud,
establece contactos, envía mensajes conscientes o inconscientes, agradables o
inquietantes, a quien ha aprendido o está dispuesto a aprender su lenguaje.
Podemos empezar a conocerlo, ciertamente, aunque no de modo inmediato,
sino a través de mil itinerarios.
Esta definición aparece todavía más elocuente si la comparamos con lo
opuesto al misterio, a saber: el enigma. El enigma interrumpe la relación del
hombre consigo mismo y con el mundo exterior. Si el misterio quiere
comunicarse y es plenitud de luz, el enigma, por el contrario, está envuelto
por las tinieblas y escapa al intento de comprenderlo. El enigma es metálico y
frío, inhospitalario y rechazador; no abre a la verdad, es un abismo oscuro de
sinsentido. Es la exacta y fatal alternativa al misterio para el hombre que
busca. Dios puede convertirse también para quien cree en enigma, en la mala
noticia (el anti-evangelio) de que no existe la verdad y que si existe no
podemos alcanzarla.
La perspectiva que estamos trazando en un plano psicológico, expresada
asimismo por esta tabla que compara el enigma y el misterio, es una
perspectiva luminosa, prometedora y positiva, que cree en la posibilidad del
hombre de escrutar el misterio y de abrirse cada vez más a él. Se trata de una
perspectiva que alienta y provoca el estudio como trabajo, no solo de la
mente sino de todo el hombre, y que, precisamente por eso, puede convertirse
en pasión; pero, en un plano más general, es también la dimensión de la luz y
de la confianza, orientada hacia la posibilidad de comprender lo humano, de
trazar un itinerario lógico no solo de conocimiento, sino también de
desarrollo y crecimiento.
ENIGMA MISTERIO
Inaccesible porque es oscuro-tenebroso. Inaccesible porque es demasiado luminoso.
No se comunica al hombre, ni se deja ver o sentir
(es «insensato», o sea, que carece de sentido.
Envía continuamente mensajes al hombre, quiere
entrar en contacto con los sentidos humanos.
Metálico y frío, impersonal e impasible. Vivo y caluroso, personal y cordial.
Encierra al hombre en sí mismo y hace enigmático
a él y a sus realizaciones.
Abre al hombre y le hace capaz de actividad
simbólica.
No anima a la investigación y hace árido el
estudio.
Da confianza a la investigación y hace apasionante
el estudio.
Dios también puede ser convertido en enigma, y
así mismo la teología y el anuncio.
También el hombre, su cuerpo, con sus sentidos y
su sensibilidad puede convertirse en misterio.
El enigma es algo para resolver. El misterio es algo para vivir.
El enigma pretende la interpretación. El misterio requiere la conciencia y la aceptación.
La contribución original de Imoda
Imoda ha llevado a cabo con éxito el intento de dirigirse a la psicología para
encontrar mediaciones psíquicas. Ha conseguido demostrar como
psicólogo/psicoterapeuta, con argumentaciones psicológicas más bien
apremiantes, que la categoría misterio es una categoría teológica, pero
también psicológica: es una dimensión que atraviesa todo el yo psíquico y
que, por ello, recibe un significado mucho más profundo que el que
normalmente le atribuimos tanto en el ámbito psicológico como en el
teológico.
Según el imaginario colectivo o el vocabulariode la lengua hablada,
podríamos decir que el misterio tiene cuatro características: es algo que no se
comprende y no se puede comprender, inaccesible, y, por consiguiente, tiene
una acepción negativa, puesto que está más allá del confín de nuestras
limitadas facultades mentales; es algo oscuro y tenebroso, o por lo menos
indefinido o poco claro, y que suscita en quien se acerca solo silencio, una
cierta aprensión, un sentido de la propia inferioridad (hasta tal punto que
muchos lo evitan precisamente por esto); algo que pertenece al mundo
metafísico, por su naturaleza velado por una nebulosidad permanente, como
una puerta que da a una escalera inmediatamente ascendente, pero cuya cima
está escondida por una nube; algo arcano que, aunque invocando a lo
trascendente, se expresa dentro de nosotros con unas inexplicables e
imprevistas luces o inquietudes y hasta tentaciones.
Es un poco como si el misterio, según estas interpretaciones, habitara en
las alturas y en las honduras del yo, aunque fuera de su funcionamiento
corriente.
Esta es la razón por la que la idea de la fe cristiana se pensaba (y se
sigue pensando) espontáneamente como adhesión del hombre a algo que le
supera netamente, que no cae bajo su dominio intelectual y ni siquiera bajo su
percepción sensorial, algo oscuro y superior, para no destruir con excesivos
razonamientos psicológicos, ni tampoco teológicos.
Esta es la razón por la que, de modo paralelo, la idea de misterio está
considerada como poco científica, incluso por el creyente que tiene un
acercamiento científico, que, no obstante, la conserva prescindiendo y
separándola de la capacidad investigadora de su razón.
Y, finalmente, esta es la razón por la que la categoría de misterio es
considerada únicamente como categoría perteneciente a la teología, o como
una dimensión que para emerger tiene necesidad de un ámbito sagrado y
litúrgico, y se encuentra en el origen de la mistagogía, hasta el punto de
convertirse en una categoría exclusivamente religiosa.
De aquí la novedad de la propuesta interpretativa de Imoda, que libera la
idea de misterio de esta pertenencia exclusivamente teológica-metafísica-
religiosa.
Considerar las connotaciones psicológicas del misterio significa
preguntarse: ¿el hombre es y aparece como misterio ya a nivel de
investigación psicológica, o bien es así solo en virtud de una lectura ulterior,
por ejemplo, de tipo metafísico o ligada en cualquier caso a la visión
antropológica del observador, o a su fe? ¿Es posible encontrar el misterio en
las mediaciones psíquicas? ¿Existen en el yo humano constantes que reflejan
la dimensión del misterio, pero que, sin embargo, brotan y pertenecen a la
realidad concreta de la persona singular que se desarrolla? ¿Se puede
encontrar el misterio en los acontecimientos psíquicos de tal modo que pueda
ser traducido en términos observables? ¿Es posible reconocer sus huellas
incluso en actitudes y situaciones marcadas por la debilidad y la fragilidad
humanas? Si esto es posible, el misterio pasa de enunciado
filosófico/teológico a realidad concreta y descriptible y, por otra parte, los
datos psíquicos concretos de simples constataciones adquieren profundidad
gracias a la conexión con el misterio.
Para captar la originalidad de la aproximación de Imoda es preciso
considerar que, hasta el día de hoy, cuando el término misterio hace su
entrada en psicología (al menos en la psicología que no lo rechaza a priori),
se usa –a lo sumo– para expresar que el ser humano está abierto a un
horizonte trascendente-religioso. Este planteamiento es el que subyace
también por lo general en los cursos de psicología que se introducen en un
currículum teológico: se intenta demostrar que la religiosidad es una
dimensión de la psique, por lo que, una vez demostrado esto, encuentran
también su legitimación las reflexiones teológicas sobre el hombre. Ahora
bien, son siempre demostraciones débiles y poco convincentes, porque dejan
a cada uno en sus convicciones de partida.
Para Imoda, en cambio, el yo es misterio en sí mismo, intrínsecamente;
no está simplemente abierto al misterio, como si esta apertura fuera una
posible consecuencia, un eventual epifenómeno, una especie de derivado, en
sí mismo opinable, pero no muy central. El yo como misterio es todo el yo, el
que generalmente se define como el yo psicológico (que piensa, ama y
quiere, con una sensibilidad y emotividad propias, con su inconsciente), pero
definido de una manera más profunda y total, porque, al explorar
ulteriormente sus operaciones psíquicas, encontramos que estas no son solo
operaciones psíquicas, sino intentos del yo de vivirse como lo que es; como
misterio precisamente, que no es inmediata ni completamente expresado por
lo que el hombre hace o dice, pero que de todos modos emerge en todo esto.
Esto puede decirlo una disciplina como la psicología que no mira solo a la
profundidad del yo para captar en él una ambigüedad (más o menos pulsional
o sexual), convirtiéndose en maestra de la sospecha, sino que –como ya había
intuido Viktor Frankl– está en condiciones de ver también otro rostro del yo,
el que no depende de la fuerza de los impulsos, sino que quiere vivir su
libertad que ya le atrae para que lo haga. Imoda señala que, para emprender
esta obra de traducción, el enfoque de estudio no puede ser ni el racionalismo
abstracto ni el empirismo. Se requiere el enfoque que él llama interpretativo y
genético, puesto que es en el mundo de los significados, de las
intencionalidades, donde tiene lugar el encuentro del individuo concreto con
un horizonte trascendente que es descubrimiento, pero también revelación.
Además, de los estudiosos de la psique es preciso conocer no solo este o
aquel dato explicativo que cada uno de ellos nos proporciona, sino saber
captar el poder de mediación que ese dato sugiere.
Así pues, si el yo es misterio por el hecho de que es un yo, no se trata de
demostrar el misterio, sino de observarlo en acción, sometiendo el análisis de
su obrar psicológico a una investigación psicológica más profunda. Del
mismo modo que no hay necesidad de demostrar que el hombre está dotado
de razón o que es un ser que ama: basta con constatarlo; y quien lo niegue
realiza una descripción parcial del yo. El misterio es una categoría
psicológica, algo que toma cuerpo en pasos concretos y descriptibles, y
detectables en las operaciones psíquicas, desde la más simple a la más
compleja.
El ser humano no puede hacer nada sin «expresar» de algún modo el
misterio que lo define, sin que algunos aspectos del mismo salgan de una
manera o de otra a la luz en su hacer y en su decir, incluso más allá de su
conciencia; tanto en sus aspiraciones como en sus tentaciones, en lo que le
atrae de manera instintiva y en lo que teme, en su virtud y en su pecado, tanto
en los signos de su madurez como en los síntomas de su inmadurez, en suma,
en todo aquello que puede caer bajo la mirada analítica del psicólogo. La
diferencia de planteamiento no es pequeña: una cosa es decir que el hombre
se abre al misterio y otra decir que es misterio en sí mismo, intrínsecamente.
MISTERIO
en sentido tradicional-convencional
MISTERIO
como categoría psicológica
Misterio como opción-deducción intelectual. Misterio como dimensión existencial del hombre.
Es preciso demostrarlo. Basta con constatarlo.
Es categoría metafísica que presupone la relación
del hombre con lo sagrado.
Es categoría psicológica, presente en todo hombre
y reconocible en todas sus operaciones.
Admitirlo o no depende de las premisas
antropológicas de la persona.
No está ligado a ninguna premisa antropológica,
sino que hace nacer una muy precisa.
Emerge preferentemente en el espacio de lo
sagrado.
Vive en la vida concreta, pero como perspectiva
que la supera, aunque a menudo inconsciente.
Es un contenido intelectual. Supone una
concepción noble y un poco sofisticada de la vida.
Es un modo de ser. Emerge también en el límite y
en las personas sencillas.
Inefable, inexpresable, en consecuencia, por
encima de nuestras capacidades.

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