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AMEDEO CENCINI ALESSANDRO MANENTI Psicología y teología Introducción de Franco Imoda SAL TERRAE Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: Psicologia e teologia © Centro Editoriale Dehoniano S.P.A., 2015 Via Scipione del Ferro, 4 40138 Bologna www.dehoniane.it Traducción: M. M. Leonetti © Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 info@grupocomunicacionloyola.com / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 30-06-2016 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2607-9 http://www.conlicencia.com http://www.dehoniane.it mailto:%20info@grupocomunicacionloyola.com http://www.salterrae.es ¿Qué puede decir la psicología a la reflexión teológica? o a la inversa, ¿qué puede decir la teología a la práctica psicológica? Los autores están convencidos de que ambas tienen muchas cosas que decirse, más si pretenden una mejor comprensión de lo humano y lo divino. Es en la categoría del misterio donde se puede encontrar el punto de interés común entre psicología y teología, porque el misterio es, al mismo tiempo, categoría psicológica y teológica y, en consecuencia, una especie de mediador conceptual, que permite a ambas disciplinas activar una confrontación en beneficio mutuo. AMEDEO CENCINI, sacerdote canosiano, psicólogo y psicoterapeuta, es profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana y de la Universidad Pontificia Salesiana. Es consultor desde 1995 de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica. Entre sus libros publicados en Sal Terrae destacamos: «La alegría, sal de la vida cristiana»; «¿Creemos de verdad en la Formación Permanente?»; «¿Hemos perdido nuestros sentidos?». ALESSANDRO MANENTI, es profesor de Psicología, Pastoral familiar y Espiritualidad en el Estudio Teológico Interdiocesano de Reggio Emilia. Sacerdote, psicólogo y psicoterapeuta, ha fundado el Instituto superior de formadores para la integración entre la psicología profunda y la antropología cristiana. Índice Portada Créditos Prólogo a la edición en lengua española Introducción Conjugar trascendencia e inmanencia Determinar las luchas Educar el sentir La psicología y la teología se encuentran en las personas Guía para la lectura Primera parte Capítulo 1: La reflexión psicológica ¿Qué importancia podemos dar a las afirmaciones psicológicas? Lo que no se puede pedir a la psicología Qué pedir a la psicología Capítulo 2: El rol de las mediaciones La mediación es vida vivida El misterio y el enigma La contribución original de Imoda El misterio ante nosotros El misterio dentro de nosotros Los parámetros como mediaciones del misterio Psicología y evangelio Capítulo 3: Descripciones, teorías y modelos Teorías y modelos Teorías y antropologías Algunos modelos antropológicos Una evaluación teológica ¿Corresponde a la teología el derecho de censura? Perspectivas abiertas 1: Del pensar psicológico al estudio de la teología Ordo cogitandi La aproximación equivocada a la teología Del misterio al Misterio La virtud de la atención Segunda parte Capítulo 4: Vida cristiana y análisis del fin Dos preguntas diferentes, pero complementarias Aclaraciones sobre el método ¿A qué estamos llamados? La psicología de los valores Valores e identidad de sí mismo Movimiento descendente de los valores Las polaridades contrapuestas Conocerse a sí mismo El hijo pródigo El padre pródigo Capítulo 5: Vida cristiana y dinámicas psicológicas Las categorías de importancia El placer de lo intrínsecamente importante El sistema motivacional Mundo interior y mundo exterior La actividad simbólica La fuerza de los símbolos La fábrica de los colores Predisposiciones, antropología de hecho, ética Capítulo 6: El abigarrado mundo del sentir El entrelazamiento del sentir y del pensar Sentir, pensar, decidirse Sentidos, sensaciones, emociones, sentimientos, afectos El resultado es la sensibilidad cordial El ambiguo concepto de madurez afectiva Capítulo 7: Vida psíquica y experiencia religiosa Noción de nivel Principio de la autonomía Principio de la indeterminación Principio de la integración jerárquica Principio de finalidad Principio del anhelo Capítulo 8: La fuerza del inconsciente El mundo consciente El mundo inconsciente El inconsciente en horizontal Intención consciente e inconsciente No lo conocemos, pero se hace sentir Reflexiones de antropología realista Capítulo 9: Inconsciente y compromiso de vida Mal y bien moral La patología y la salud psíquica Bien aparente y bien real Como la nieve, no hace ruido Apariencia de bien, horizontes y afectos Signos de la presencia de conflictos psicopatológicos Signos del bien aparente Perspectivas abiertas 2: Del sentir psicológico al hacer teología El sentir psicológico Ordo sentiendi El mediador psico-pedagógico de la experiencia Teología para hacer y experimentar A la luz del misterio Los diversos modos de no hacer teología Tercera parte Capítulo 10: Intersubjetividad Del individuo a la relación De la relación a la intersubjetividad Ejemplos de intersubjetividad En el comienzo está la relación La díada madre - niño La reparación La perspectiva de las neurociencias La vida familiar Capítulo 11: Relación necesariamente abierta La terciedad El concepto de rendición ¿Qué terciedad? Profundización antropológica: individuo y relación Capítulo 12: Reconocer y ser reconocido Nacer en el mundo del otro Busco amor: pero ¿qué significa? Confianza, respeto, estima Reflexión de antropología cristiana: estima, sistemas morales, bien integral Reconocimiento en doble dirección Vivir al otro y al Otro Perspectivas abiertas 3: Del saber psicológico a una teología para vivir Ordo sapientiae De la docilitas a la docibilitas El misterio como centro y gozne de la vida Teología para vivir Prólogo a la edición en lengua española Para un autor supone siempre una gran satisfacción la traducción de una de sus obras. Esta vez, si cabe, la satisfacción es doble. Y no tanto porque seamos dos los que hemos firmado la obra, sino porque el tema es particular. Es posible que hablar de las relaciones entre psicología y teología ni siquiera sea muy moderno, ni es algo que acontezca en nuestros encuentros presbiterales o de lo que se hable en nuestras sacristías, ni tampoco podemos dar por descontado que el tema de la relación entre psicología y teología suscite interés o atención en las diversas culturas y tradiciones (incluso entre los adeptos a estos trabajos), particularmente en un tiempo como el nuestro, un tiempo que da la impresión de estar atravesado aún por tensiones que parecen más contraponerse que componerse. O en el que, a lo sumo, a pesar de las declaraciones de principio, las contribuciones psicológicas a la reflexión teológica (y no solo a la pastoral) están bastante olvidadas por una teología que, en su inconsciente, considera aún que la psicología no es de gran utilidad para descubrir nuevos aspectos del misterio del hombre y de Dios. Ha sido una época cultural, abierta por aquel gran acontecimiento mundial (no solo eclesial) que fue el Concilio ecuménico Vaticano II, marcada por un gran deseo de encuentro, a varios niveles, a partir del encuentro entre la Iglesia y el mundo de hoy. Ha sido una época fecunda, aunque se ha caracterizado asimismo por todas las resistencias y rigideces que estallan naturalmente ante lo nuevo. Precisamente en esta época nacieron también los primeros intentos de diálogo entre dos sectores que se habían ignorado discretamente hasta entonces: la psicología y lateología, el psicoanálisis y la espiritualidad. Fue un camino lento, no exento de incongruencias y contradicciones (hubo quien corrió demasiado y quien fue demasiado frenado, quien propuso síntesis apresuradas y confusas, y quien temió una invasión indebida y peligrosa de las ciencias humanas...), pero al final el camino se abrió. Se empezó a insertar de hecho la psicología en los programas de teología del futuro sacerdote; la psicología entró como facultad en las Universidades Pontificias, se empezó a hacer uso de la psicología en los itinerarios formativos (con finalidad diagnóstico-preventiva o pedagógico-formativa). ¿Y hoy? Evidentemente hablamos de sensaciones, originadas por experiencias y contactos que no pueden ser considerados representativos de toda una cultura, pero la impresión que tenemos es esta: ciertas posiciones ya pueden darse ahora por adquiridas, algunos roles ya están bien definidos al respecto, ahora ya se ha iniciado un cierto diálogo. Con todo, la reflexión teórica no parece haber dado grandes pasos. Lo que implica el riesgo de que la psicología vuelva a ser la moderna ancilla theologiae (como en un tiempo lo fue la filosofía), solo algo que sirve para captar a tiempo posibles desviaciones futuras (especialmente en esta época...), o un instrumento útil para la pastoral, o hasta indispensable para cultivar bien la relación de ayuda, quizá incluso en el ámbito sacramental (o sea, la confesión o la dirección espiritual). Si, a continuación, se procede a conectar el saber psicológico y teológico, se hace con la expectativa de que el primero confirme y apoye siempre al segundo. En resumidas cuentas, una relación funcional, políticamente correcta, teológicamente sostenible, y nada más. Y, junto con esta, advertimos otra sensación. Desde el punto de vista de buena parte de la psicología o de los que trabajan en el sector, existe un interés con respecto a este diálogo, apoyado por la convicción de que la psicología podrá obtener de él un gran beneficio, pero que podrá y deberá proporcionar también una notable contribución a la reflexión sobre lo divino. ¿Se puede decir lo mismo desde el lado teológico? Parece lícito albergar alguna duda: en efecto, con el paso de los años hemos asistido a una cada vez mayor apertura teológica de la psicología y a una persistente benévola –e incluso empática− neutralidad por parte de la teología. Esta es la razón por la que hemos escrito este libro. Porque estamos convencidos de que puede y debe haber una relación, en interés de ambas partes y, en definitiva, de quien quiera comprender mejor a Dios y al hombre. Esto, además, es un dato que la vida misma nos proporciona: vivir en el mundo «de la tierra» y en el del «cielo» son dos aspectos que se presuponen y se refuerzan recíprocamente. Ahora bien, si, por un lado, esta relación- colaboración es completamente natural, al mismo tiempo ha de ser pensada y repensada, a fin de situarla a un nivel mucho más profundo, epistemológico y no meramente funcional, a lo largo de un continuum y no sobre la base de itinerarios paralelos y roles complementarios, a través de un proceder lo más conjunto posible por «misterioso» (misterio como luminosa clave interpretativa del ser humano y de la realidad), que conduzca desde el pensamiento psicológico a la teo-logía» (para estudiar y para hacer), del sentir psicológico a la teo-fanía (para experimentar en uno mismo), del saber psicológico a la teo-patía (para vivir con pasión). Este libro se sitúa en continuidad con nuestro anterior Psicología y formación [1] ; allí describíamos al hombre «psicológico» en cuanto abierto a la dimensión de los valores y de la trascendencia, aquí procedemos ilustrando su complementariedad con el hombre «teológico». Como es obvio, la nuestra es una propuesta que señala una etapa de una reflexión destinada a proseguir en el tiempo. Poder extenderla a más allá de nuestro ámbito histórico-geográfico es, para nosotros, un motivo de gran satisfacción y esperanza firme de fecunda colaboración. AMEDEO CENCINI Y ALESSANDRO MANENTI 1 . Psicología y formación. Estructuras y dinamismos, Paulinas, México 1998 Introducción El ser humano que va huyendo hacia una tierra bastante desconocida (Gn 28,10-22), en la oscuridad de la noche y en un sueño que se revela muy real, ve una escalera por la que suben y bajan los ángeles de Dios. Estos ángeles parecen encontrar en el corazón del fugitivo Jacob –en quien nos reconocemos cada uno de nosotros– los dos movimientos fundamentales del corazón, del espíritu humano: la trascendencia y la inmanencia, el más allá y el aquí y ahora de nuestro ser temporal y local. Después viene cualquier «otro» que sale a nuestro encuentro por el camino, nunca totalmente neutral, posible compañero, amigo, guía, maestro, testigo, formador, superior, aunque también espectador, indiferente, desinteresado, explotador, enemigo. El encuentro-desencuentro se produce siempre, al mismo tiempo, con este «otro» y con ese «Otro», y da origen a una doble confrontación/lucha, que se manifiesta de múltiples formas como una lucha, que es –a la vez– teológica o religiosa y humana o psicológica. El «discurso», el pensar de manera correcta esta realidad, pero sobre todo la «confrontación», el vivir más o menos auténticamente el compromiso de la libertad y el abrir o el cerrar el corazón con sus diversos amores, afectos, deseos de la alteridad y de la Alteridad, ha sido y será siempre el desafío que todo ser humano encuentra, pero que también está llamado a afrontar. Es en este nivel de «discurso» y de «confrontación» donde la psicología puede ser útil a la teología, evitando, de este modo, dejar que una cierta teología se vea relegada al ámbito de la teoría y la psicología a la mera aportación de técnicas operativas. Conjugar trascendencia e inmanencia En este desafío, que se desarrolla en el marco de una historia larga y compleja, la humanidad ha buscado siempre soluciones. ¿Cómo dar respuesta al deseo-necesidad, difícilmente suprimible, de estabilidad, de eterno, de absoluto y, por consiguiente, de significado, de sentido último de las cosas y de la vida y, al mismo tiempo, cómo asumir, respetar el valor de las cosas de la vida, el presente que somos? Un conocido teólogo, Hans Urs von Balthasar, ha indicado cómo una gran parte de la humanidad sigue la que podemos llamar «vía de la apariencia» o tal vez incluso «de la trascendencia»: la vía que se dirige y tiende a un más allá, a Otro, a un absoluto, aunque al precio de una más o menos marcada devaluación, disminución del presente, de lo contingente, del tiempo. Es perseguir y quizá encontrar el sentido último, pero al precio de un menosprecio de lo concreto, del tiempo, de lo que afecta a nuestros sentidos. O bien se puede seguir la que podríamos llamar «vía del combate trágico», que recoge el fruto de la realidad más inmediata, temporal, un carpe diem radical, tal vez incluso responsable y hasta heroico, pero que, al tener que hacer cuentas con la muerte, se revela finalmente «trágico» y carente de sentido, en una palabra: absurdo. La «vía de la Alianza» o «del amor» es, en cambio, la vía en la que podemos encontrar el misterio de la encarnación (entrada de lo eterno en el tiempo) y el misterio de la Pascua con la victoria y la superación de la muerte, dando cumplimiento, de hecho, a las aspiraciones profundas de las dos vías precedentes, condenadas, por sí solas, a permanecer incompletas. Ahora bien, esta vía, comparable a la escalera de Jacob por la que suben y bajan los ángeles de Dios, requiere mediaciones, un cierto tipo de antropología, predisposiciones psíquicas muy precisas, así como determinadas actitudes afectivas y relacionales. Por estos desafíos que la vida nos plantea a todos y por los diferentes intentos de solución se han interesado, desde siempre, todas las ciencias que, por diversas razones, tienen que ver con la vida del hombre: desde la filosofía a la teología, desde las artes a la moderna tecnología. Todas ellas, según sus propios instrumentosy objetivos, tocan de una manera más o menos explícita y de cerca el tema de las condiciones esenciales para vivir como seres humanos. La psicología también lo hace y, a partir de la investigación del obrar concreto, en consecuencia por vía inductiva, puede llegar incluso a captar el misterio de la vida convirtiéndose así en una antropología. Es en este nivel de comprensión global donde puede tener lugar el mejor encuentro entre la psicología y la teología beneficiándose ambas, porque, al intercambiarse sus respectivas informaciones, pueden estimularse recíprocamente a desentrañar profundidad y consecuencias. Los autores saben motivar la convicción, que yo comparto, de que es en la categoría del misterio donde se puede encontrar el punto de interés común entre psicología y teología, porque el misterio es, al mismo tiempo, categoría psicológica y teológica y, en consecuencia, una especie de mediador conceptual, que no fija simplemente el mínimo denominador común entre los dos interlocutores, sino que permite a ambas disciplinas activar una confrontación en beneficio de ambas. Determinar las luchas ¿Cómo es que nos resulta tan difícil confiarnos a este misterio abriéndonos, entregando lo que somos, desafiando incluso a la muerte y a sus variadas manifestaciones, dado que acabamos, sin embargo, por «irnos tristes» cuando se nos pide que lo dejemos todo y sigamos al Maestro que promete la vida? ¿Por qué preferimos contentarnos con dar algo de lo que tenemos? ¿Por qué nos resulta tan difícil hacer como la viuda que atrajo la atención de Jesús en el templo porque dio todo lo que tenía para vivir, es decir, ella misma, y no solo algo de lo que poseía? ¿Tal vez porque somos «malos»? ¿O porque estamos «enfermos»? ¿Tal vez sea simplemente que somos más frágiles, estamos más heridos, más confusos que en otras épocas, porque la inestabilidad que nos rodea va en aumento y parece que se desea prescindir de puntos de referencia, al menos de los más firmes? Que el mundo esté o se sienta amenazado es algo que reconoce ahora todo el mundo, y en la base de la amenaza contra la autenticidad (Paul Ricoeur) –que asume la triple forma de confusión o falta de coherencia en el plano cognitivo, de desánimo para la acción y de desarmonía en los afectos– se encuentra el ansia o, mejor, las ansias, que toman formas muy diversas. ¿Qué es, de hecho, el ansia? Es aún el teólogo von Balthasar el que afronta el tema del «ansia del cristiano», y subraya que la única ansia concedida al cristiano es la de perder a su Dios. Nuestro corazón está inquieto –nos recuerda constantemente san Agustín– y lo estará hasta que repose en ti. Y el asombro es un tipo de temor, de ansia, que se encuentra como principio de la sabiduría. Ahora bien, junto con esta ansia fundamental, ¿cuántas son las ansias, las preocupaciones, los temores que habitan en el corazón humano? ¿Podemos dejarlos aparte? ¿Cómo pueden entrar en la lucha que emprendemos a diario con nosotros mismos, con los otros y también con Dios, sin impedir que este desafío, según el cual «nadie puede ver a Dios y permanecer en vida», se vea reducido a preocupación, a lucha en horizontes puramente biológicos, económicos, políticos, con intentos relativos de «solución» restrictivos y finalmente paralizantes? ¿Vemos y seguimos, como maestro y guía, solo al ángel que sube por la escalera hacia un más allá o también al que baja a lo hondo del corazón? Jesús no parece decir –al menos según Mc 4,36-49– a los discípulos aterrorizados en la barca en medio de la tempestad: «No tengáis miedo» (¿cómo sería posible?), sino más bien: «No os dejéis dominar por el miedo» (en griego deiloi). El desafío se convierte entonces no tanto en no «tener miedo», no estar ansiosos, como en de qué modo podemos gestionar nuestras ansias y en cuáles son. Es asimismo en este nivel de buena educación de la interioridad –y no solo de buena gestión de la praxis– donde la psicología puede servir de ayuda a la teología, aliadas en el poner de relieve las ansias psico-espirituales que solo un acercamiento interdisciplinario está en condiciones de discernir, porque no expresan solo dilemas morales ni solo conflictos más o menos inconscientes, sino la turbación –al mismo tiempo peligrosa y fascinante, psicológica y teológica– que supone buscar y encontrar puntos de contacto entre trascendencia e inmanencia: la escalera de Jacob por la que suben y bajan los ángeles de Dios. Educar el sentir Este libro desea aceptar ese desafío o desafíos, que no son en absoluto fáciles, que nunca están plenamente resueltos, ayudándonos a poner sobre la mesa el eterno dilema y la inevitable tensión del corazón humano (con palabras de san Agustín: «et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te»). Nadie tiene soluciones prefabricadas válidas para cada momento, cada lugar y cada persona, pero sí es posible disponer de mapas, senderos y estrategias para actuar. La sucesión de los capítulos permite estimular una reflexión sobre el proceso de crecimiento y de formación, suministrando instrumentos para evitar, por un lado, la confusión entre el así llamado nivel psicológico y el teológico y, por otro, su separación. Esa reflexión se centra sobre todo en «procesos» (más importantes que las «estructuras») de la valencia tanto psicológica como teológica, que se insertan en un marco antropológico que no tiene miedo de ser cristiano. Como recordaba Benedicto XVI en la Caritas in veritate, es un «desafío antropológico», no solo técnico. En este sentido se puede entender la propuesta, contenida en estas páginas, de una pedagogía hermenéutica –llamada en otros lugares parabólica– que intenta superar, integrándolos, dos modelos, uno más subjetivo, «sálmico», que corre el riesgo de deslizarse hacia el dejar hacer, y otro más objetivo, «sapiencial», que corre el riesgo de limitarse, en cambio, a la propuesta ideales/valores, a buen seguro válidos y también indispensables, pero que corren el riesgo de no ser interiorizados. Como recordaba Bernard Lonergan, «la objetividad es fruto de la subjetividad auténtica», y, aquí, los autores nos ayudan a comprender la complejidad, pero también las oportunidades presentes en la autenticidad del sujeto. La objetividad, esa dimensión importante para el vivir personal, pero también social, que, sin embargo, está tan devaluada en nuestro mundo, no es algo exterior que deba imponerse de manera autoritaria y extrínseca, sino que es fruto de una subjetividad auténtica. En consecuencia, la subjetividad y la objetividad no se oponen cuando se trabaja sobe la autenticidad. Así las cosas, no podemos dejar de educar. Formar en un «pensar correcto» («ortodoxia» en sentido etimológico) no basta, porque estamos llamados a tomar posición, a comprometer la libertad, a «actuar» de manera correcta («ortopraxis»), pero también a implicar el «sentir», la afectividad, que tantas alegrías y tantos dolores puede provocar («ortopatía»). De aquí la propuesta del libro: la de una aproximación psicológica no solo para estudiar, sino para vivir; en favor de una teología que no sea solo para estudiar, sino, ella también, para vivir por parte de quien la estudia y para «usar» en la gestión de lo real. De ahí se deriva también el mensaje de que, más allá de la presentación de contenidos, es importante ofrecer los elementos de un método, de un proceso en el que la experiencia es algo así como un punto de partida imprescindible, que ha de ser comprendido y valorado para proceder después a una comprensión lo más completa posible y a la decisión, con una ulterior confrontación experiencial que puede llegar a constituir el lugar de la transformación y del crecimiento. El concepto de «mediación psíquica al misterio», que atraviesa todo el libro, sugiere un método: la experiencia no se comprende exhaustivamente solo por la investigación psicológica, como tampoco se puede llevar a cabo su transformación únicamente con referencias al polo objetivo de la revelación. La psicología y la teología se encuentran en las personas La aproximaciónpsicológico-teológica la usamos todos de hecho. Pero ¿de qué modo? El educador, presente en el mismo sujeto, en el «otro» con sus diferentes rostros (padre, amigo, maestro guía, superior, enemigo), viene a ofrecer una «presencia» que conforta, desafía, ayuda, asegura, da, pero después deja sitio a la «ausencia», a la separación, a la distancia, al abandono, de suerte que pueda emerger la «transformación», el crecimiento, con una novedad que consigue coexistir con la continuidad y la integración. El «Maestro» se hace presente y acompaña anunciando antes de marcharse: «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16,7). Más que «la» psicología y «la» teología existe una persona que, ante otro y Otro, piensa, actúa, siente y lo hace posiblemente de una manera libre y consciente –o por lo menos así es de esperar–, realizando en sí mismo las funciones de «psicólogo» y de «teólogo», de ángel que baja y de ángel que sube. En este sentido se podría recordar que no solo los psicólogos y los teólogos profesionales, sino los padres, los maestros, los amigos, los formadores, así como también los superiores, constituyen siempre (de una manera más o menos implícita/explícita) presencias que podríamos llamar psicológicas o, mejor aún, humanas, que ya están cargadas de la dimensión de trascendencia. A menudo podemos olvidarnos de esta realidad compleja y dialéctica. De aquí el deseo de este libro de que los estudiantes de teología se vuelvan ellos mismo teólogos, para que sean capaces de encontrar en ellos mismos los intentos de síntesis entre fe y vida, síntesis que, a continuación, constituirá la razón del mandato (a veces conferido también eclesialmente) de desempeñar un papel de ayuda para las personas y las comunidades. Una empresa fascinante, pero no fácil. Nos vuelve a la memoria una frase atribuida a san Ignacio de Loyola, tal vez más fácil de citar que de poner en práctica y de vivir: «La regla suprema de tu actuar sea esta: confía en Dios, pero actúa de tal manera como si el éxito dependiera solamente de ti y en nada de Dios. Por otra parte, aplica todo tu esfuerzo a la obra, pero, de tal manera, como si tu actuar no significara nada y todo dependiera de Dios». Y para tener una palabra de ánimo en las dificultades, recurramos a santo Tomás Moro, en cuya obra más célebre, Utopía, se lee: «Si no es posible erradicar de inmediato los principios erróneos, ni abolir las costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se pueden dominar los vientos. No quieras imponer ideas peregrinas o desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes. No las admitirían. Te has de insinuar de forma indirecta, y te has de ingeniar por presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible. Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años». FRANCO IMODA Guía para la lectura Enseñar o estudiar psicología en un currículum teológico es diferente de enseñarla o estudiarla en el interior de un currículum para trabajadores sanitarios. El que estudia teología desea ahondar en el conocimiento de la palabra de Dios y del pensamiento cristiano y si se inserta un curso de psicología (necesariamente restringido respecto al total de horas) en el currículum es porque el que lo ha pensado considera que puede servir. Pero ¿servir para qué? En el fondo, ¿qué puede decir una ciencia tan reciente a un pensamiento teológico tan antiguo? Su contribución se puede pensar de tres modos, con tres planteamientos diferentes del curso. Se pueden proporcionar algunas informaciones de psicología prescindiendo del currículum de estudio en el que se van a insertar. En este caso basta con llamar a un licenciado en psicología para que dé clase y dejarle libre de elaborar el curso como quiera, sin verificar su capacidad interdisciplinaria, confiando en su fama de buen cristiano. O bien se pueden suministrar algunas informaciones de psicología teniendo en cuenta los intereses teológicos del auditorio, para lo cual la elección de los temas se vuelve más cautelosa y fruto de acuerdo: entre otros muchos, se deberán escoger aquellos que tienen una mayor proximidad con los temas teológicos, especialmente en clave pastoral. Se puede optar también por introducir el pensamiento psicológico en el modo teológico de pensar el ser de la persona humana. Aquí cambian las cosas, porque no se trata únicamente de elegir los temas psicológicos que no excluyan a priori los datos teológicos, sino de hacer interactuar dos modos de pensar el ser de la persona humana –el psicológico y el teológico– que son dos aproximaciones diferentes al mismo objeto de estudio. Este último es el planteamiento que propone este libro. Creemos que la interacción entre los dos modos de pensar puede tener lugar a tres niveles: el modo psicológico (para estudiar) de describir el funcionamiento psíquico se conecta a modo de interfaz con el modo teológico (para estudiar) de describir el «funcionamiento» teológico de la persona humana; el modo psicológico de sentir la vida (para experimentar antes que nada dentro de uno mismo) se conecta a modo de interfaz con el modo teológico (para experimentar antes que nada dentro de uno mismo) de sentir la vida a la luz de la autorrevelación de Dios en Jesús; el modo psicológico de actuar en la vida (del que servirse para la existencia, por consiguiente para vivir) se conecta a modo de interfaz con el modo de vivir en el horizonte de Dios. Así pues: psicología para estudiar, experimentar, usar por una teo-logía para estudiar, una teo-fania para experimentar, una teo-patía para vivir con pasión. La noción de persona humana como misterio se presta a ser una buena mediadora para este triple encuentro, ya que es una categoría tanto psicológica como teológica, del mismo modo que consideramos mediadores psíquicos los temas que hemos seleccionado en este libro. La idea de fondo de que la psicología no debería ser usada solo con fines pastorales, como actualización final del pensamiento teológico o para resolver problemas patológicos, sino que debe ser insertada más bien en el mismo momento de la elaboración del pensar teológico, a fin de volverlo más elocuente y sacarlo del nivel de la sola teoría, a nuestro modo de ver, es un itinerario que ayudaría tanto a la misma teología como a la evangelización. Usaremos el término «teología» en un sentido muy amplio, entendiendo con él la descripción de la visión cristiana del hombre a la luz de la revelación y de la tradición. Dado que no somos teólogos de profesión, nuestra gratitud se dirige a todos los teólogos que desde hace años nos han ido haciendo sugerencias, dando criterios de orientación y correcciones sobre nuestro acercamiento como psicólogos a la teología. Sería largo citarlos a todos uno por uno; muchos de ellos también nos han brindado su contribución a través de la revista Tredimensioni. Psicologia, Spiritualità, Formazione, que es el órgano de expresión del Instituto superior de formadores (ISFO) del que formamos parte, junto con otros muchos exalumnos del Instituto de psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, con los que estamos unidos por un proyecto común de teoría y de praxis del que es deudor este libro. Es igualmente amplio el uso que hacemos del término «teólogo»: nos referimos al docente, pero también al discente que, también él, será teólogo en la medida en que sea capaz de experimentar en sí mismo y usar en su acción la teología que ha estudiado. Somos conscientes de que practicamos una simplificación sobre el dato teológico, ciertamente constatable por parte de un teólogo, pero necesaria por el tipo de operación que pretendemos en este libro. Si le pedimos a la psicología no solo aproximarse a la teología, sino insertar su pensar, su sentir, su intervenir «a la luz de la experiencia» en el pensar, sentir, intervenir de la teología «a la luz de la revelación», serápreciso presentar a la psicología la visión cristiana del hombre en su núcleo esencial, lo más estilizado posible, pues de otro modo la psicología no sabría cómo orientarse en la complejidad de sus ramificaciones ni qué poner de ella misma sobre la mesa. Si no sabe nada del diccionario teológico de base, si, por ejemplo, no tiene la mínima idea de cuáles son las características específicas de las organizaciones eclesiales, o si ni siquiera sospecha que el amor de Dios es el que mide a los otros amores en la vida cristiana, su contribución al análisis de las organizaciones o a las dinámicas del amor será muy interesante e impecable en sí, pero correrá el riesgo de quedarse en una contribución errática que no sabe dónde situarse en el marco teológico y, al final, hasta podría resultar peligroso. Usaremos, en cambio, el término «psicología» en un sentido específico. Mientras que el término teología, si lo tomamos en sentido amplio, hace resaltar el núcleo de base de la vida cristiana, el término psicología, en sentido amplio, significa simplemente ciencia de la psique, que dice todo y nada: nos encontramos con la psicología del deporte, la psicología del aprendizaje escolar, la psicología de la incomodidad, la psicología profunda del inconsciente y la psicología de las alturas de la mente. En este libro nos referimos a las psicologías que se presentan como ciencia de la explicación (pensar psicológico), de la comprensión (sentir psicológico) y de la interpretación (saber psicológico). Existen diferentes modos de explicar, comprender e interpretar, tantos como las psicologías existentes. Algunas psicologías se cierran a dar explicaciones y son descriptivas, otras aventuran explicaciones y se convierten en psicodinámicas y otras se impulsan hasta la interpretación convirtiéndose en auténticas antropologías, con instancias éticas/religiosas más o menos explícitas. Las psicologías a las que nos referimos se mueven de todos modos en el interior de la orientación psicodinámica, es decir, la que intenta explicar, comprender e interpretar las condiciones de posibilidad de un fenómeno dado, por consiguiente, el tipo de lectura que pasa de describir lo que sucede de hecho al por qué psicológico (y no metafísico) sucede así y tiene su peso en términos de proceso de humanización. Estas teorías son muchas, pero es su método global el que resulta interesante para la teología. Este libro puede tener dos empleos diferentes. Al estudiante le puede servir para hacerse una idea de lo que significa insertar la psicología en la reflexión cristiana sobre la vida: a qué nivel insertarla para dar el paso desde una teología para estudiar a una teología para vivir, no solo en un ámbito pastoral, sino como acercamiento a todos sus ámbitos y compromisos de vida; al docente le puede servir como marco interdisciplinario de referencia en cuyo interior insertar también otros temas psicológicos más en consonancia con su cometido o demandados por el currículum. Este enfoque se pregunta cómo hacer entrar la psicología en la teología, no a modo de acercamiento o de sometimiento de la primera a la segunda, sino de modo transformador para ambas, para su mismo pensarse y proponerse al uso. Los contenidos psicológicos útiles para este fin son mayores que los recogidos aquí. No hemos previsto, a propósito, una conclusión. La integración (antes que la indiferencia y/o la resistencia) entre las dos disciplinas es ahora un dato conclusivo, pero el cómo llevarlo a cabo sigue siendo aún una cuestión abierta. Consideramos que en el momento actual es posible trazar itinerarios hipotéticos, pero nos parece prematuro poder sacar conclusiones, entre otras cosas porque las conclusiones deberán tener en cuenta la recepción de estas hipótesis por parte de la vertiente teológica con su propuesta de eventuales ajustes. La hipótesis que ponemos sobre la mesa tiene dos niveles: el de los contenidos psicológicos relevantes desde el punto de vista teológico y el de su impacto en la vertiente teológica. La noción de misterio es la mediadora conceptual que mantiene unidos los dos niveles. Cada uno de los capítulos describe los contenidos más relevantes de la psicología para la teología. En nuestro libro precedente, Psicología y formación, en conexión con el cual hemos pensado este nuevo, se encuentran otros contenidos y una descripción más académica de los mismos. En las páginas que siguen, los contenidos aparecen divididos en tres partes: contenidos a nivel de visión antropológica de la persona humana (Parte I), a nivel intrapsíquico (Parte II) y a nivel de relaciones (Parte III). Su impacto en la vertiente teológica, que ya se filtra en la presentación y en la elección de los contenidos, está explicitado de una manera abierta en las tres secciones tituladas: «Perspectivas abiertas», que se encuentran al final de cada una de las tres partes del libro. No se trata solo de perspectivas para una escucha recíproca entre psicología y teología (que damos por consolidada), sino para un «replanteamiento» de cada una de las dos disciplinas que siga a la escucha recíproca. Una escucha así, que no se evapore en una respetuosa indiferencia que se disuelve en la nada, debería conducir a un replanteamiento por parte de cada una –la psicología y la teología– de su mismo modo de pensarse, que gira, para ambas, en torno a la misma pregunta, que es además la pregunta fundamental –primera y última– del hombre existente: ¿cómo mantener unidos los dos mundos de la trascendencia y de la inmanencia? Usando la metáfora empleada por Imoda en la introducción: ¿cómo pueden la psicología y la teología interactuar y, antes aún, pensarse para ayudar al ser vivo a subir y bajar la escalera de la vida que mantiene unidos el cielo y la tierra? En síntesis, proponemos una psicología que eduque al estudiante (y al docente) de teología en un modo concreto de hacer funcionar la mente, un modo que le ponga en contacto con la verdad de sí mismo investigada también según la categoría psicológica del misterio, condición indispensable a fin de que su estudio de la teología sea encuentro con la verdad y el misterio de Dios y no un simple bagaje de nociones intelectuales. Esto obliga a la teología a configurarse como mediadora del Misterio en el misterio del hombre. Por otra parte, se requiere una psicología que eduque al estudiante en una sensibilidad particular (desde sus sentidos hasta sus afectos), que le permita dejarse alcanzar por la palabra de Dios y retenerla en su interior, en el núcleo identitario más íntimo de uno mismo. Esto requiere que la misma teología se pregunte si, cuánto y cómo es capaz de ser ella misma teo-fanía, es decir, capaz de mostrar (y no solo proclamar) un rostro de Dios que intenta llegar al hombre y quedarse en él. Por último, se requiere una psicología que ayude al estudiante (y al docente) a convertir la experiencia teológica de los años de estudio en su modo habitual de ser y de obrar, en su sabiduría operativa constante. Esto requiere que la misma teología se piense como disciplina para vivir y proporcione las pruebas de su justificación, que se piense como algo que tiene sentido porque se puede usar y utilizar para la vida por el hecho de que es especulación teológica y no porque se ha «elevado» a espiritualidad o se ha «rebajado» a disciplina pastoral. PRIMERA PARTE Ir al índice CAPÍTULO 1: La reflexión psicológica El tema protagonista en un currículum teológico es la investigación de la palabra de Dios, y desde este punto de vista se ha de investigar también la experiencia humana. Nos encontramos pues en una perspectiva completamente distinta de la psicológica. La teología describe al hombre en Cristo, y sus afirmaciones –al menos las que afectan al núcleo más íntimo de la narración cristiana– son de naturaleza «esencial», o sea, que contienen las condiciones esenciales y fundadoras. Gracias a la palabra de Dios sabemos que «el hombre ha sido creado “a imagen de Dios”, con capacidad para conocer y amar a su Creador» (Gaudium et spes,12) y cuando la misma Constitución pastoral añade explícitamente que el hombre encuentra en esta trascendencia no solo la realización de su ser cristiano, sino también la de su simple ser humano, no lo dice por la vía psicológica, sino en obediencia a la estructura ontológica de la vocación cristiana. Las afirmaciones psicológicas poseen, en cambio, una naturaleza «descriptiva»: ilustran algo que se realiza –de hecho– en la naturaleza. En consecuencia, son mucho menos pretenciosas. El «ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios» es una afirmación esencial. «El ser humano está compuesto de emociones, necesidades, valores, actitudes» es una afirmación descriptiva, y no pretende ciertamente encontrar en esto la esencia metafísica del hombre o considerarse verdadera en el sentido de que su contraria sería falsa. Se trata de dos discursos de niveles diferentes. Mirando al mismo ser humano la teología dice: «funciona así porque “es” así». La psicología dice: «es así porque “funciona” así». Las dos afirmaciones son diferentes y no se pueden superponer inmediatamente. Ya a este nivel del planteamiento de la cuestión, debemos renunciar a la esperanza de encontrar en la psicología la versión moderna del evangelio, como tampoco debemos temer que la psicología venga a socavar las creencias «esenciales». La psicología estudia, permaneciendo en su ámbito descriptivo, las «operaciones» del hombre: lo que este hace o lo que le acontece. Pueden ser operaciones realizadas por él (como la de decidir) o bien padecidas (como la de tener ciertos padres en vez de otros), voluntarias o involuntarias, operaciones que tienen que ver con un objeto presente (ver, responder a situaciones, interactuar) o bien que implican también significados (que no se ven) atribuidos al objeto (que se ve), como las actividades de imaginar, desear, usar símbolos y lenguajes. El psicólogo, en cuanto observador de lo que sucede, es –a este nivel– tan curioso como el etólogo que observa un hormiguero en movimiento y nunca acaba de asombrarse. La psicología estudia además los «dinamismos», o sea, las razones (las leyes) que hacen posible esas operaciones. Tras haber levantado acta de que las personas interactúan, desean, piensan, y de que hay muchos modos de hacerlo, y, en último extremo, después de haber verificado experimentalmente las propias observaciones, intenta suministrar explicaciones. Las operaciones psíquicas son posibles porque disponemos de estructuras mentales muy precisas que son intelectivas, volitivas, afectivas; o exigencias interpersonales, como reconocer y ser reconocidos; o necesidades para colmar y sueños para perseguir. Estas explicaciones, que varían de una teoría a otra, se encuentran todas ellas «a un solo paso» bajo las operaciones psíquicas, son las razones próximas (psicodinámicas), no las últimas, que se encuentran, sin embargo, a «dos pasos» por debajo de las operaciones (o sea, las que dicen que se obra así porque el ser humano es un «ser que subsiste en una naturaleza racional y espiritual», o que es una mofa del destino, o un producto de la sociedad). Las explicaciones psicodinámicas, aunque están dotadas de una cierta abstracción, siguen siendo explicaciones inductivas que parten de los datos para llegar a sus interpretaciones, aunque sin llegar nunca a un debate sobre las «esencias» del hombre, como su alma, por ejemplo. ¿Qué importancia podemos dar a las afirmaciones psicológicas? No es preciso dar a la psicología la autoridad que ni siquiera ella se reconoce. «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios» y «la identidad de uno mismo pasa a través de la identificación con la figura paterna» son dos afirmaciones sobre la conciencia de uno mismo, pero ciertamente no son identificables, intercambiables, superponibles. Las afirmaciones psicológicas son afirmaciones estadísticas y no absolutas (como sí lo son, en cambio, ciertas afirmaciones teológicas). Por eso no se puede atribuir a las afirmaciones psicológicas las connotaciones de verdad/falsedad que sí atribuimos a las afirmaciones reveladas. No son afirmaciones verdaderas o falsas, sino probables, es decir, de tal naturaleza que no excluyen la posibilidad de lo opuesto sino solo su probabilidad. Una afirmación es considerada como dotada de significación y, por consiguiente, científicamente válida cuando su probabilidad de excluir lo opuesto se estima por encima del 95% (por consiguiente, no verdadera, pero tampoco simplemente opinable). Las afirmaciones psicológicas son afirmaciones de hecho y no normativas: dicen lo que el hombre tiende a hacer de hecho y no lo que debería o está llamado a hacer. Las ciencias normativas –como es la teología– dicen, en cambio, qué se debería hacer para estar a la altura de lo humanum/christianum que hay en nosotros. Tomar lo que se hace como norma a seguir es la «falacia naturalista», que consiste en hacer derivar afirmaciones normativas a partir de observaciones de hechos, confundiendo así las cuestiones de hecho con las cuestiones de valor («puesto que la mayoría actúa así, está bien hacerlo así»). Las afirmaciones psicológicas constituyen criterios de utilidad. Son hipótesis plausibles, no en el sentido de arbitrarias, sino en el sentido de que han encontrado conexiones significativas entre los datos gracias a las cuales estos nos parecen menos misteriosos. Su utilidad viene dada por dos componentes: la verificabilidad y la comprensividad. Una afirmación es tanto más útil cuanta mayor capacidad muestra de hacer previsiones que se verifiquen en el tiempo a pesar de la variación de las situaciones/circunstancias y cuanto más la confirman varias fuentes, investigaciones repetidas, diferentes autores. Por ejemplo, «tomar decisiones importantes apoyándose en bases emotivas y defensivas causa, antes o después, daños» es una afirmación completamente verificada y verificable y lo contrario expone a riesgos y peligros. No está igualmente verificada la afirmación de que «crecer en familias heterosexuales u homosexuales es irrelevante para el desarrollo psico-social del niño», dado que hasta ahora la verificabilidad va en sentido opuesto, a saber: ninguno de los dos géneros – por sí solo– puede reivindicar para sí la única función del acceso del niño al mundo simbólico, sino que solo juntos pueden introducirle en él. La comprensividad tiene que ver con la extensión y la centralidad de una afirmación. Esta no afecta únicamente al comportamiento de algunos sujetos observados en el laboratorio, sino a tendencias de un universo más amplio (extensión) y no recoge un aspecto marginal del hombre, sino un rasgo central para el sano funcionamiento de su psique. Lo que no se puede pedir a la psicología La teología no debe pedir a la psicología que explique lo christianum que nos constituye, ni tampoco convertirlo en experiencia con sus solos instrumentos. No debe pedirle tampoco que explique lo humanum que nos constituye ontológicamente como tales. Lo propio de lo christianum y lo humanum que nos constituyen como persona, lo deduce el teólogo de la revelación y de la comprensión a la que ha llegado el cristianismo en sus dos mil años de vida. Es la palabra de Dios, contenida en la Biblia y en las fórmulas de fe de la comunidad cristiana, la que proporciona la osamenta de referencia para comprender al hombre y también para intervenir. La teología tiene pilastras arquitectónicas que son propias suyas (que ofrecen indicaciones sobre el «quién»). Corresponde, sin embargo, a la teología pedir a la psicología los instrumentos hermenéuticos, es decir, los que ofrecen información, inalcanzable de otro modo, sobre cómo actúa el hombre de hecho y sobre el por qué actúa de un modo determinado. «La fe, propia de los presupuestos arquitectónicos, constituye el elemento determinante con respecto a la razón, propia de los presupuestos hermenéuticos, pero en la salvaguarda de la integridad de la misma razón. De aquí el fundamento teológico del acercamiento interdisciplinario de fe y razón» [1] . Lo dicho, si bien, porun lado, desmitifica la contribución de la psicología de cara a la comprensión del hombre teológico, por otro, pone de relieve el carácter imprescindible de la misma por parte de la teología. Qué pedir a la psicología Si el mensaje teológico quiere dejar su huella en la vida del hombre, no puede dejar de lado el conocimiento de cómo funciona de hecho la «máquina» hombre, tanto más cuando las informaciones psicológicas llegan a iluminar pasos y nexos constantes, previsibles, repetitivos y centrales sobre el funcionamiento del hombre en relación con el bien. Es inadmisible que la teología de las personas, de la comunidad, de la misma Iglesia, de la autoridad o de la liturgia no tenga en cuenta que está tratando de realidades que obedecen a leyes psico-sociales que no anula la acción del Espíritu. Todavía resulta más extraño cuando la teología elabora pensamientos con implicaciones éticas, catequéticas, pastorales y, en ocasiones, jurídicas. Actuando de este modo, la teología se arriesga a dirigirse a un hombre que no existe, y a pedir al que existe que funcione a un nivel de hecho incomprensible e imposible. Si, por ejemplo, la práctica mayoría de los matrimonios que se celebran en nuestros días en la iglesia procede de convivencias, sería un simplismo explicar el fenómeno con el acostumbrado discurso de que los jóvenes de hoy son débiles, frágiles y también egoístas. ¿Y si fuera que el mensaje cristiano, tal como se les propone hoy, no fuera capaz de llegar a ellos e implicarles? La presentación del mensaje cristiano y la adecuada motivación racional no bastan para ser justos y veraces. El imperativo sigue siendo abstracto e irrealizable si ignora las situaciones contingentes, que requieren reconocimiento, interpretación y capacidad de gestión. Detectar el elemento teológico en el psicológico no es tarea de la psicología; esta puede cargar sobre sus hombros un interés preexistente en los teólogos. Corresponde a la teología mostrar sus tesoros (elementos arquitectónicos) y aceptar la idea de que un pensamiento distinto (elementos hermenéuticos) los pueda hacer brillar ulteriormente. Entre los muchos elementos arquitectónicos de la visión cristiana del hombre escogemos los más sensibles desde el punto de vista psicológico: 1. la persona humana es un ser capaz de pensarse y de poseerse autónomamente según los elementos de su personalidad; 2. está compuesta de cuerpo y alma; 3. está dotada de afectos, razón, voluntad y libertad; 4. está en relación con la alteridad, que le es exterior; 5. ha sido creada a imagen de Dios; 6. está marcada por la debilidad y por el pecado; 7. ha sido redimida e invitada a vivir según el amor de Jesús. PÍO XII Y LA PSICOLOGÍA Debemos recordar el discurso de Pío XII a los miembros del 5º Congreso internacional de Psicoterapia y Psicología clínica del 13 de abril de 1953. En él puso el Papa, de una manera profética, las bases, todavía válidas, del diálogo. En este discurso se afirma, en efecto, que la psicología ha descubierto nuevas honduras de la psique y que esas cuestiones tienen que ver con la competencia de los investigadores. Sin embargo, la psicología teórica y práctica no puede perder de vista ni las verdades establecidas por la razón y por la fe, ni los preceptos obligatorios de la moral. En particular, la psicología debe considerar siempre al hombre: 1. como realidad ontológica en la que el alma es la forma sustancial de su naturaleza; 2. como unidad estructurada en sí misma contra todo reduccionismo; 3. como unidad social; 4. como unidad trascendente, esto es, abierta a Dios, capaz de virtud y de pecado. Es inútil que la teología interrogue a la psicología sobre las tres últimas pilastras (5. ha sido creada a imagen de Dios; 6. está marcada por la debilidad y por el pecado; 7. ha sido redimida e invitada a vivir según el amor de Jesús) o que quiera encontrar en ella la demostración «científica» de lo que dice. Por ejemplo, tomemos dos versículos del Evangelio de Juan: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo es mío: en ellos se revela mi gloria. Ya no estoy en el mundo, mientras que ellos están en el mundo; yo voy hacia ti, Padre Santo, guárdalos con tu nombre, el que me diste, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,10- 11): es difícil que la psicología tenga algo que decir sobre este amor, salvo que trata de una intimidad cuya dinámica no puede explicar. Por eso la psicología no tiene nada que decir sobre estas tres pilastras arquitectónicas, ya que se trata de típicas afirmaciones esenciales y no descriptivas. La psicología, a lo sumo, podrá decir algo útil sobre los cuatro primeros elementos arquitectónicos (1. la persona humana es un ser capaz de pensarse y de poseerse autónomamente según los elementos de su personalidad; 2. está compuesta de cuerpo y alma; 3. está dotada de afectos, razón, voluntad y libertad; 4. está en relación con la alteridad, que le es exterior), porque se trata de afirmaciones mixtas, de tipo dogmático aunque también descriptivo: puede decir algo nuevo y muy detallado sobre cómo se hacen visibles estos cuatro elementos en su expresión psíquica; sobre cómo se desarrollan en la naturaleza, cómo funcionan, y cómo funcionan mal; sobre cómo interactúan entre ellos y, todavía más, sobre cómo pueden coexistir, interactuar y a veces chocar estos cuatro y, en ocasiones, chocar con los otros tres. Tomemos la afirmación evangélica: «Quien se aferre a la vida la perderá, quien la pierda por mí la conservará». En ella se indica: 1. el modo de poseerse; 2. los efectos salvíficos para el cuerpo y el alma; 3. las facultades requeridas; 4. la relación con los otros. Esta frase nos ayuda a explicarnos el porqué de muchas vivencias, se puede traducir de diferentes modos en las distintas fases del desarrollo psicológico, puede ser considerada como elemento de diagnóstico de enfermedades de la existencia, motivo para peticiones de ayuda, fuente de afectos, vía de autorrealización, criterio de gestión del libre albedrío. No tiene nada de devota, es una observación de vida, que es más difícil de constatar sin la aportación de los resultados psicológicos. Cuando introducimos las informaciones psicológicas adecuadas en la afirmación teológica, esta última adquiere operatividad, se comprende por qué es salvífica, se intuyen los itinerarios de vida que propone, ayuda a prevenir muchos naufragios y a encontrar el pernio para repararlos. El enunciado: «Quien la pierda...», no se queda como anuncio, se puede detectar en la vida, afecta a procesos psíquicos muy específicos, alude a determinadas experiencias afectivas, requiere unos sistemas motivacionales precisos y no otros, activa una cierta relacionalidad; se puede probar que ese enunciado asume para el niño determinadas formas expresivas, para el anciano otras, para el sociopático otras aún. Se pueden ver las etapas evolutivas, la realización y la distorsión de esa afirmación. También la patología (1. alienación de uno mismo; 2. relación desequilibrada con el cuerpo; 3. perversiones de afectos, razón, voluntad y libertad; 4. relaciones aberrantes) prueba, por vía negativa, que ese enunciado describe cómo está hecha la mente; la vida del narcisista –comparada con la de la Madre Teresa de Calcuta– puede ser la demostración evidente de que no se puede vivir la vida solo «en mi nombre». La psicología, permaneciendo a un nivel puramente descriptivo de la existencia y en nombre de una pretendida neutralidad científica, resulta deficitaria para la comprensión global del objeto en cuestión, es decir, el hombre. Por otra parte, la teología, que, por la debida salvaguarda de la naturaleza trascendente de la vida cristiana se mantiene lejos de la posible contaminación reduccionista derivable del diálogo con la psicología, analiza la profundidad del misterio; pero corre el riesgo de quedarse vacía si no es capaz de reconocerlo en las mediaciones psíquicas que este asume y en las manifestaciones existenciales que comporta, mediaciones y manifestaciones que, sin embargo, ponen de manifiesto hasta qué punto elmisterio está verdaderamente operante y es esencial para la psique humana [2] . No es a partir de la historia humana como se puede comprender la esencia de la vida cristiana, pero a partir de ella se puede realizar la experiencia de la misma. Es importante afirmar la no fractura entre lo humano y lo divino. Trascendencia no es sinónimo de «más allá» opuesto al «más acá». Se trata también de algo que está presente en el «más acá» [3] . Esta integración (sin confusión) de perspectivas ha sido claramente afirmada por el concilio Vaticano II: «Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no solo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe» [4] . Como puede verse, la psicología no está considerada en función de una mayor madurez humana, ni con fines de una mayor profesionalidad de los educadores, ni solo de cara a una mayor especialización cultural, sino que se le reconoce su contribución a la madurez cristiana, que quiere una integración progresiva entre las estructuras psíquicas y las exigencias objetivas planteadas por el mensaje revelado. PARA PROFUNDIZAR CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Gaudium et spes, (5.52.54; 62). —, Declaración sobre la educación cristiana. Gravissimum educationis. —, Decreto sobre la misión pastoral de los obispos en la Iglesia. Christus Dominus, 14. —, Decreto sobre la formación sacerdotal. Optatam totius, 2. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios, 4 de noviembre de 1993 (57). —, Directrices sobre la formación de los seminaristas acerca de los problemas relativos al matrimonio y a la familia, 19 de marzo de 1995 (21). JUAN PABLO II, Alocución a los Auditores de la Rota Romana, 5 de febrero de 1987: AAS [1987]79, 1453-1459. FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013 (132). PÍO XII, Alocución a los miembros del 5° Congreso internacional de Psicoterapia y Psicología clínica del 13 de abril de 1953: AAS (1958)50, (274). —, Constitución apostólica Sedes Sapientiae (31 de mayo de 1956): AAS (1956)48, (359). * * * FORTE, B., «Teologia e psicologia: resistenza, indifferenza, resa o integrazione», en F. IMODA (ed.), Antropologia interdisciplinare e formazione, EDB, Bologna 1997, 75-95. IMODA, F., «Aspetti del dialogo tra le scienze umane e pedagogiche e la dimensione teologica»: Seminarium (1994/1) 89-108. RULLA, L. M., «Grazia e realizzazione di sé», en ID., Antropologia della vocazione cristiana. 3. Aspetti interdisciplinari, EDB, Bologna 2006, 227-487 (trad. esp.: Antropología de la vocación cristiana, S.E. Atenas, Madrid 1994). 1 . L. M. RULLA, Antropologia della vocazione cristiana. 1. Basi interdisciplinari, EDB, Bologna 1997, 33 (trad. esp.: Antropología de la vocación cristiana, S. E. Atenas, Madrid 1994). 2 . Esta es una de las tesis fundamentales del estudio de Franco Imoda, al que haremos repetidas referencias en los próximos capítulos: cf. F. Imoda, Sviluppo umano, psicologia e mistero, EDB, Bologna 2005 (trad. esp.: Desarrollo humano, psicología y misterio, Universidad Católica de Salta, Salta 2005). 3 . Para una confirmación filosófica de esta tesis psicológica es interesante el pensamiento de Y. Ledure, Trascendenze. Saggio su Dio e il corpo, EDB, Bologna 1991. La tesis también encuentra su confirmación por parte de la ciencia: cf. por ejemplo T. F. Torrance, Senso del divino e scienza moderna, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1992. 4 . Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et 4 . Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 62 (la cursiva es nuestra). Otros textos conciliares sobre las aportaciones de las ciencias humanas al estudio de la respuesta humana a la vocación divina: Gaudium et spes, (5.52.54); Declaración sobre la educación cristiana Gravissimum educationis, 1; Decreto sobre la misión pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, 14; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2. La necesidad de la integración ya había sido planteada en Constitución apostólica de Pío XII Sedes Sapientiae (31 de mayo de 1956); cf. AAS (1956)48, (359). Ir al índice CAPÍTULO 2: El rol de las mediaciones La psicología –en particular la psicología que consideramos en este texto, la profunda, de orientación psicodinámica– ofrece muchos elementos sobre el modo de obrar del hombre. ¿Son todos igualmente importantes a la hora de enseñarlos en un currículum teológico? ¿Hay que saberlos todos? Evidentemente, no. A la luz del interés por el funcionamiento del hombre en Cristo, algunas informaciones son más relevantes que otras porque son más capaces de explorar el elemento antropológico de la teología (por ejemplo, el proceso de la motivación y de la decisión, o la formación de la identidad). La relevancia viene dada por la capacidad de analizar el nexo entre el dato revelado y la vida vivida, prescindiendo del cual el entrelazamiento entre los dos se queda más en una afirmación declarada que demostrada, en un deseo y no en una experiencia posible. La reproducción de las informaciones psicológicas más pertinentes tiene lugar a petición del teólogo, que, al indicar al psicólogo las áreas cristianas más sensibles desde el punto de vista psicológico, le invita a ofrecer los elementos que tienen mayormente un poder de mediación. La mediación es un funcionamiento psíquico que crea una conexión entre dos realidades diversas, en nuestro caso la fe y la vida. Puesto que nuestro propósito es encontrar el elemento teológico de la antropología [1] , es decir, aquel que se propone mostrar cómo la persona humana está orientada hacia Dios en Cristo, para reproducirlo es preciso que la teología informe sobre el funcionamiento de la vida cristiana, a fin de que la psicología, situada en el camino adecuado, realice investigaciones dirigidas a ese fin. Para saber sobre el poder de mediación de un proceso psíquico es preciso conocer su funcionamiento intrínseco, pero también el funcionamiento de la vida cristiana. Para el primer conocimiento el psicólogo puede proceder solo, pero para el segundo necesita el input teológico. Por ejemplo, si un educador está preparando a una pareja para el matrimonio cristiano, entre las informaciones psicológicas sobre los vínculos de amor, para él y para su objetivo, la más relevante de todas es que la vida de pareja requiere el paso de «mi bien» a «nuestro bien», marcado por reorganizaciones identitarias concretas por parte de los dos miembros de la pareja, y que sin este paso al funcionamiento sistémico de la mente los dos seguirán siendo siempre dos. También serán relevantes, pero solo en segunda instancia, las informaciones sobre las leyes de la comunicación o solución de conflictos. ¿De qué sirve, en vistas al matrimonio cristiano, ayudar a dos chicos a comunicarse o a hacer frente a sus crisis si, en la base, no hay más que una intención de unirse que no comporta ningún paso evolutivo en la organización de sus mentes? Lo mismo puede decirse también de la formación de un sacerdote: el conocimiento de la psicología femenina es a buen seguro útil, pero ¿cómo hará para vivir su celibato como mediación si no es consciente de su propio modo de elaborar su masculinidad compuesta de pasos psicológicos muy concretos e indispensables? El discurso vale también a la inversa, cuando el objetivo es encontrar el elemento antropológico de la teología, o sea, el hecho de que Dios, en Jesucristo, está orientado hacia la persona humana. En este caso corresponde a la psicología informar a la teología sobre los dinamismos de la psique, de tal modo que el teólogo no llegue a funcionamientos psíquicos no pertinentes (como, por ejemplo, cuando recurre a la noción freudiana de superego para analizarel concepto de culpa moral, o cuando se sirve de textos de la psicología humanista sobre la autorrealización para sondear el significado de la madurez cristiana). Un problema actual parece ser el de encontrar correlaciones entre la vida teologal y la vida sensible. La dignidad de la experiencia espiritual va a la par con el respeto a la experiencia sensible. Si reconocemos la mediación de nuestra vida sensible, apreciaremos también la vida de la gracia, del mismo modo que la seriedad de la gracia hace volver al cuidado de la vida sensible. La fuga del mundo, el fideísmo y el espiritualismo desencarnado deberían ser regurgitados para ser expulsados en favor de una comprensión sapiencial de la vida. La vida del Espíritu permanece en contacto con las figuras de la existencia cotidiana. No se sustrae a las dinámicas de la vida. Se juega su propia credibilidad en el mismo plano de la existencia, con sus pulsiones y sus proyectos, sus odios y sus enamoramientos, sus cargas y sus delicias, sus búsquedas y sus intrigas. La sabiduría que el cristianismo es capaz de expresar en estos contextos sería enorme si no la usáramos, sin embargo, para criticarlos y aniquilarlos ilusoriamente. El desafío es una inteligencia –y no una retórica de la fe– que se mueve en las alturas del misterio y en lo concreto de la existencia. La tarea consiste en formular una sana alianza entre el principio místico y el principio doméstico de la tradición cristiana. Una espiritualidad simplificada para la vida común, menos preocupada de lo que está ahora por su especialización devota y altisonante [2] . La mediación es vida vivida Este viaje motivado teológicamente por el mundo de la psicología se muestra muy prometedor. Cuando conseguimos encontrar alguna de estas mediaciones, el mensaje cristiano, de enunciado teórico que cae sobre el hombre de modo imprevisto e inesperado, pasa a ser un mensaje cuyas huellas y preparaciones se encuentran en los mismos acontecimientos psíquicos, un mensaje que invoca y es invocado por la vida vivida. Se vuelve –por así decirlo– observable en el laboratorio. Procede de fuera y de lo alto, pero también pertenece a la realidad concreta de cada persona/comunidad que se desarrolla. Imoda ha hecho este viaje en su libro Desarrollo humano, psicología y misterio, y ha encontrado muchas informaciones psicológicas sobre el alto poder de las mediaciones, que podemos considerar como auténticas ventanas psíquicas del misterio y sobre el misterio. Vamos a citar algunas: las dinámicas psicológicas que regulan la dialéctica entre el mundo del límite y el mundo de la esperanza futura (pensemos en la referencia cristiana a los temas de la rabia, de la resignación, del deseo); las que regulan la circularidad entre satisfacción por una realización ya acontecida y su mejora ulterior (pensemos en la relevancia cristiana de las dinámicas de la proyección); las que regulan la relación entre la memoria del pasado y el deseo del futuro (y que entran de manera inevitable en el proceso del perdón cristiano, para deformarlo o para hacerlo resolutorio); la relación con el tiempo que pasa y con el cuerpo que cambia (la posible rabia que esto puede producir no es irrelevante para aprender la virtud cristiana de no sentirnos señores de nuestra propia vida); la tensión, siempre irresuelta, entre el amor recibido y el amor dado, visible también a menudo en actitudes como los celos, que comunica la exigencia, mal expresada aunque en sí creíble, de un amor seguro, para siempre, «eterno», inmenso; las consecuencias psicológicas de la insatisfacción, del dolor, del poder, del dinero, del sexo; y más simplemente, la sonrisa (¡saber sonreír bien no es una mediación de poca monta para vivir como pobres de espíritu!). Si hacemos como si estas vivencias no existen, o si las tomamos como interferencias perjudiciales para la «cientificidad» del discurso teológico, o si preguntamos por su tratamiento a los psicólogos, algunos elementos arquitectónicos del mensaje cristiano no consiguen mostrarse como tales también para la vida vivida. El misterio y el enigma Por misterio no entendemos oscuridad, exceso de penumbra y la consiguiente imposibilidad de comprender al ser humano, sino realidad que deslumbra, intuición de una dimensión ulterior no fácilmente descifrable y, sin embargo, percibida como presente y sumamente significativa, hasta el punto de contener la plena revelación de la verdad del hombre. El misterio no descubre inmediatamente esta verdad, aunque la deja entrever. Es el punto donde se conjugan los extremos, los polos opuestos. En consecuencia, el misterio no es esencialmente y antes que nada lo inexpresable, lo impenetrable, lo inefable, puesto que, en realidad, se expresa, se comunica, se transmite, se deja «tocar», se deja intuir o al menos entrever, suscita preguntas, crea inquietud, establece contactos, envía mensajes conscientes o inconscientes, agradables o inquietantes, a quien ha aprendido o está dispuesto a aprender su lenguaje. Podemos empezar a conocerlo, ciertamente, aunque no de modo inmediato, sino a través de mil itinerarios. Esta definición aparece todavía más elocuente si la comparamos con lo opuesto al misterio, a saber: el enigma. El enigma interrumpe la relación del hombre consigo mismo y con el mundo exterior. Si el misterio quiere comunicarse y es plenitud de luz, el enigma, por el contrario, está envuelto por las tinieblas y escapa al intento de comprenderlo. El enigma es metálico y frío, inhospitalario y rechazador; no abre a la verdad, es un abismo oscuro de sinsentido. Es la exacta y fatal alternativa al misterio para el hombre que busca. Dios puede convertirse también para quien cree en enigma, en la mala noticia (el anti-evangelio) de que no existe la verdad y que si existe no podemos alcanzarla. La perspectiva que estamos trazando en un plano psicológico, expresada asimismo por esta tabla que compara el enigma y el misterio, es una perspectiva luminosa, prometedora y positiva, que cree en la posibilidad del hombre de escrutar el misterio y de abrirse cada vez más a él. Se trata de una perspectiva que alienta y provoca el estudio como trabajo, no solo de la mente sino de todo el hombre, y que, precisamente por eso, puede convertirse en pasión; pero, en un plano más general, es también la dimensión de la luz y de la confianza, orientada hacia la posibilidad de comprender lo humano, de trazar un itinerario lógico no solo de conocimiento, sino también de desarrollo y crecimiento. ENIGMA MISTERIO Inaccesible porque es oscuro-tenebroso. Inaccesible porque es demasiado luminoso. No se comunica al hombre, ni se deja ver o sentir (es «insensato», o sea, que carece de sentido. Envía continuamente mensajes al hombre, quiere entrar en contacto con los sentidos humanos. Metálico y frío, impersonal e impasible. Vivo y caluroso, personal y cordial. Encierra al hombre en sí mismo y hace enigmático a él y a sus realizaciones. Abre al hombre y le hace capaz de actividad simbólica. No anima a la investigación y hace árido el estudio. Da confianza a la investigación y hace apasionante el estudio. Dios también puede ser convertido en enigma, y así mismo la teología y el anuncio. También el hombre, su cuerpo, con sus sentidos y su sensibilidad puede convertirse en misterio. El enigma es algo para resolver. El misterio es algo para vivir. El enigma pretende la interpretación. El misterio requiere la conciencia y la aceptación. La contribución original de Imoda Imoda ha llevado a cabo con éxito el intento de dirigirse a la psicología para encontrar mediaciones psíquicas. Ha conseguido demostrar como psicólogo/psicoterapeuta, con argumentaciones psicológicas más bien apremiantes, que la categoría misterio es una categoría teológica, pero también psicológica: es una dimensión que atraviesa todo el yo psíquico y que, por ello, recibe un significado mucho más profundo que el que normalmente le atribuimos tanto en el ámbito psicológico como en el teológico. Según el imaginario colectivo o el vocabulariode la lengua hablada, podríamos decir que el misterio tiene cuatro características: es algo que no se comprende y no se puede comprender, inaccesible, y, por consiguiente, tiene una acepción negativa, puesto que está más allá del confín de nuestras limitadas facultades mentales; es algo oscuro y tenebroso, o por lo menos indefinido o poco claro, y que suscita en quien se acerca solo silencio, una cierta aprensión, un sentido de la propia inferioridad (hasta tal punto que muchos lo evitan precisamente por esto); algo que pertenece al mundo metafísico, por su naturaleza velado por una nebulosidad permanente, como una puerta que da a una escalera inmediatamente ascendente, pero cuya cima está escondida por una nube; algo arcano que, aunque invocando a lo trascendente, se expresa dentro de nosotros con unas inexplicables e imprevistas luces o inquietudes y hasta tentaciones. Es un poco como si el misterio, según estas interpretaciones, habitara en las alturas y en las honduras del yo, aunque fuera de su funcionamiento corriente. Esta es la razón por la que la idea de la fe cristiana se pensaba (y se sigue pensando) espontáneamente como adhesión del hombre a algo que le supera netamente, que no cae bajo su dominio intelectual y ni siquiera bajo su percepción sensorial, algo oscuro y superior, para no destruir con excesivos razonamientos psicológicos, ni tampoco teológicos. Esta es la razón por la que, de modo paralelo, la idea de misterio está considerada como poco científica, incluso por el creyente que tiene un acercamiento científico, que, no obstante, la conserva prescindiendo y separándola de la capacidad investigadora de su razón. Y, finalmente, esta es la razón por la que la categoría de misterio es considerada únicamente como categoría perteneciente a la teología, o como una dimensión que para emerger tiene necesidad de un ámbito sagrado y litúrgico, y se encuentra en el origen de la mistagogía, hasta el punto de convertirse en una categoría exclusivamente religiosa. De aquí la novedad de la propuesta interpretativa de Imoda, que libera la idea de misterio de esta pertenencia exclusivamente teológica-metafísica- religiosa. Considerar las connotaciones psicológicas del misterio significa preguntarse: ¿el hombre es y aparece como misterio ya a nivel de investigación psicológica, o bien es así solo en virtud de una lectura ulterior, por ejemplo, de tipo metafísico o ligada en cualquier caso a la visión antropológica del observador, o a su fe? ¿Es posible encontrar el misterio en las mediaciones psíquicas? ¿Existen en el yo humano constantes que reflejan la dimensión del misterio, pero que, sin embargo, brotan y pertenecen a la realidad concreta de la persona singular que se desarrolla? ¿Se puede encontrar el misterio en los acontecimientos psíquicos de tal modo que pueda ser traducido en términos observables? ¿Es posible reconocer sus huellas incluso en actitudes y situaciones marcadas por la debilidad y la fragilidad humanas? Si esto es posible, el misterio pasa de enunciado filosófico/teológico a realidad concreta y descriptible y, por otra parte, los datos psíquicos concretos de simples constataciones adquieren profundidad gracias a la conexión con el misterio. Para captar la originalidad de la aproximación de Imoda es preciso considerar que, hasta el día de hoy, cuando el término misterio hace su entrada en psicología (al menos en la psicología que no lo rechaza a priori), se usa –a lo sumo– para expresar que el ser humano está abierto a un horizonte trascendente-religioso. Este planteamiento es el que subyace también por lo general en los cursos de psicología que se introducen en un currículum teológico: se intenta demostrar que la religiosidad es una dimensión de la psique, por lo que, una vez demostrado esto, encuentran también su legitimación las reflexiones teológicas sobre el hombre. Ahora bien, son siempre demostraciones débiles y poco convincentes, porque dejan a cada uno en sus convicciones de partida. Para Imoda, en cambio, el yo es misterio en sí mismo, intrínsecamente; no está simplemente abierto al misterio, como si esta apertura fuera una posible consecuencia, un eventual epifenómeno, una especie de derivado, en sí mismo opinable, pero no muy central. El yo como misterio es todo el yo, el que generalmente se define como el yo psicológico (que piensa, ama y quiere, con una sensibilidad y emotividad propias, con su inconsciente), pero definido de una manera más profunda y total, porque, al explorar ulteriormente sus operaciones psíquicas, encontramos que estas no son solo operaciones psíquicas, sino intentos del yo de vivirse como lo que es; como misterio precisamente, que no es inmediata ni completamente expresado por lo que el hombre hace o dice, pero que de todos modos emerge en todo esto. Esto puede decirlo una disciplina como la psicología que no mira solo a la profundidad del yo para captar en él una ambigüedad (más o menos pulsional o sexual), convirtiéndose en maestra de la sospecha, sino que –como ya había intuido Viktor Frankl– está en condiciones de ver también otro rostro del yo, el que no depende de la fuerza de los impulsos, sino que quiere vivir su libertad que ya le atrae para que lo haga. Imoda señala que, para emprender esta obra de traducción, el enfoque de estudio no puede ser ni el racionalismo abstracto ni el empirismo. Se requiere el enfoque que él llama interpretativo y genético, puesto que es en el mundo de los significados, de las intencionalidades, donde tiene lugar el encuentro del individuo concreto con un horizonte trascendente que es descubrimiento, pero también revelación. Además, de los estudiosos de la psique es preciso conocer no solo este o aquel dato explicativo que cada uno de ellos nos proporciona, sino saber captar el poder de mediación que ese dato sugiere. Así pues, si el yo es misterio por el hecho de que es un yo, no se trata de demostrar el misterio, sino de observarlo en acción, sometiendo el análisis de su obrar psicológico a una investigación psicológica más profunda. Del mismo modo que no hay necesidad de demostrar que el hombre está dotado de razón o que es un ser que ama: basta con constatarlo; y quien lo niegue realiza una descripción parcial del yo. El misterio es una categoría psicológica, algo que toma cuerpo en pasos concretos y descriptibles, y detectables en las operaciones psíquicas, desde la más simple a la más compleja. El ser humano no puede hacer nada sin «expresar» de algún modo el misterio que lo define, sin que algunos aspectos del mismo salgan de una manera o de otra a la luz en su hacer y en su decir, incluso más allá de su conciencia; tanto en sus aspiraciones como en sus tentaciones, en lo que le atrae de manera instintiva y en lo que teme, en su virtud y en su pecado, tanto en los signos de su madurez como en los síntomas de su inmadurez, en suma, en todo aquello que puede caer bajo la mirada analítica del psicólogo. La diferencia de planteamiento no es pequeña: una cosa es decir que el hombre se abre al misterio y otra decir que es misterio en sí mismo, intrínsecamente. MISTERIO en sentido tradicional-convencional MISTERIO como categoría psicológica Misterio como opción-deducción intelectual. Misterio como dimensión existencial del hombre. Es preciso demostrarlo. Basta con constatarlo. Es categoría metafísica que presupone la relación del hombre con lo sagrado. Es categoría psicológica, presente en todo hombre y reconocible en todas sus operaciones. Admitirlo o no depende de las premisas antropológicas de la persona. No está ligado a ninguna premisa antropológica, sino que hace nacer una muy precisa. Emerge preferentemente en el espacio de lo sagrado. Vive en la vida concreta, pero como perspectiva que la supera, aunque a menudo inconsciente. Es un contenido intelectual. Supone una concepción noble y un poco sofisticada de la vida. Es un modo de ser. Emerge también en el límite y en las personas sencillas. Inefable, inexpresable, en consecuencia, por encima de nuestras capacidades.
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