Vista previa del material en texto
115 EL OFICIO DE ESCRIBIR* José Guillermo Ánjel Rendo, “Memo Ánjel” Para mí es muy satisfactorio estar aquí, en la Universidad Autónoma, porque la Autónoma hace parte de la historia de Medellín. Y fuera de que participa de la historia de Medellín, está incluida en muchas novelas y cuentos que se escriben ahora, debido a la capacidad de respuesta que tuvo esta universidad en los años 70’s, 80’s. Eso se ve en relatos y novelas que cuentan las luchas estudiantiles que se dieron en Medellín en los 70’s, 80s, que fueron muy fuertes. O sea que es imposible hacer una novela o un cuento de esa época sin que la universidad aparezca como protagonista, como telón de fondo o con algún personaje que estudiaba en la Autónoma en ese momento. Ahora que estaba llegando a la universidad, le decía yo a José Fernando, mire, todos los estudiantes universi- tarios son iguales, son lo mismo los de la Bolivariana, los de aquí, los de la de Antioquia. Estos chicos llegan a una edad donde usted ya los ve como el futuro y el futuro no puede ser heterogéneo, el futuro es muy homogéneo porque se construye con sueños y con gente que está mirando llegar más allá, gente que se quiere desarrollar en su profesión sea cual sea. Tengan en cuenta que no hay profesiones malas, hay es malos profe- sionales. Profesiones malas no se conoce ninguna y me acordaba, o me acuerdo en este momento, que yo también fui estudiante universitario y que muchos señores hablaron en una mesa principal delante de noso- tros y de ahí, entre los que estábamos sentados oyéndolos, hubo mucha gente que desarrolló sus profesiones y otros que nos volvimos escritores. Así que yo, que ahora hablo mirándolos a ustedes, no sé quién vaya ser escritor el día de mañana, no tengo idea. Sé simplemente que todos ocupamos una silla, como la que usted está ocupando, y oímos hablar a señores gordos o flacos. Y es interesante porque se nos ocurren cosas. * Conferencia dictada en las jornadas de la semana de Autoevaluación de la Facultad de Derecho, el jueves 13 de septiembre de 2007, en el auditorio “ Rafel Uribe Uribe” de Unaula, con la coordinación del Centro de Investigaciones Socio-jurídicas y la trascripción de la asistente del Centro de documentación, estudiante Isabel Uribe. 116 Ratio Juris En esto del oficio de escribir es como todo, un ofi- cio. A mí me gustan mucho las frases de las señoras antioqueñas cuando le dicen a alguien: coja oficio, usted no tiene oficio, fulano no tiene oficio. El oficio es aquella tarea que hago permanentemente y en la cual, de tanto estarlo haciendo, necesariamente me- joro y desarrollo lo que nunca antes se me había ocu- rrido. Entonces, cuando hablamos del oficio de es- cribir o del oficio de pintar o del oficio de tomar fo- tos, por ejemplo, hablamos de oficios que se mejoran en la medida en que vamos haciendo más. Si el día de mañana alguno de ustedes quisiera escribir, tiene que empezar por escribir todos los días, o si quiere pintar tiene que pintar todos los días. Es como apren- der un idioma, asunto que resulta muy fácil cuando uno repite todos los días las palabras que va apren- diendo, porque las palabras son una costumbre. En el momento en el que a usted se le vuelve una cos- tumbre hacer algo, en ese momento usted mejora ne- cesariamente. Se discute mucho sobre las rutinas. Una rutina es rutina cuando no tengo conciencia sobre ella, pero si logro racionalizar una rutina, eso que es rutina de todos los días se convierte en un nuevo descubrimiento. Esto, más o menos, es lo que pasa cuando empezamos a escribir. ¿De qué escribimos? Aprovecho esta pregunta, an- tes de responderla, para decir que la literatura de Medellín tiene en este momento un problema y es que está escribiendo sobre lo mismo. Medellín es una ciudad que está, a través de la literatura, satanizada. La mayoría de quienes escriben, exorcizan sus miedos. No leemos sino sobre crímenes y no sé si alentándolos. Ahora que hablaba de mi última nove- la, Míndele 1955, decía que es una novela de amor. Y es que creo que, además de que nos estemos ma- tando, además de que nos estén pasando cosas horri- bles, también hay gente que se está queriendo y per- sonas que están soñando otros espacios. Por esto tam- bién se puede escribir contrariando el tema general. La tarea del escritor, entonces, yo la vería como de cinco maneras o cinco formas interesantes: ¿Cuál es el territorio de la escritura? El territorio más cercano de la escritura es mi propia gente. O sea, cuando soy capaz de contar historias sobre los míos. Y cuando estoy hablando de mi gente, hablo de mis tíos, mis primos, mis hermanos y demás parentela, que es la gente más cercana. Ahí lograríamos una primera idea de producir literatura. Me gusta mucho un escritor norteamericano que se llama William Faulkner, que mezcla sus personajes a lo largo de todas las novelas. Hay allí unos Snopes que aparecen chiquitos, luego aparecen grandes, después se vuel- ven alcohólicos, después, en fin, van haciendo su recorrido. Estas personas que nos son cercanas son muy fáciles de imaginar para nosotros. En todas las casas antioqueñas hay uno que siempre ha vivido no sabemos cómo. A ese lo sostiene la familia y si algo hace, no sabemos cómo lo logró. Pero ese señor so- brevive a lo largo de la historia y se muere de viejo y más sano que todo el resto. Aparece, entonces, este territorio cercano, que es el primer ejercicio y espa- cio propicio de escritura. Hay un filósofo alemán que se llama Peter Sloterdijk, que dice una frase muy interesante: si estoy en el mundo, ¿dónde estoy? Eso es lo más importante de todo, situarse. Por eso Borges decía: “lo primero que hice fue poetizar mi barrio”. Y escribe un libro bellí- simo sobre su propio barrio, Adrogué, que se llama Fervor de Buenos Aires, donde define la ciudad a partir de su propio espacio: por ahí caminaba, por ahí lo conocían, por ahí sabían quién era quién, quién era el uno, quién era el otro. Así, toda esa cercanía nos permite dar un testimonio de si estoy en el mun- do, ¿dónde estoy? Hay un segundo elemento en el oficio de escribir y en la lectura que hacemos del espacio y de oros li- bros. En Europa hay mejores escritores y pintores que en América latina, y uno se pregunta por qué. Pues bien, porque en Europa hay un montón de mu- seos abiertos todo el día, para que a quien le gusta la pintura, vaya y vea una exposición y salga emociona- do (motivado) para ir a pintar a su casa. El problema de nuestra pintura es cuestión de museos, cuestión de cantidad de museos con buenas exposiciones. Lo mismo pasa con la escritura. En la medida en que uno lee buenos escritores, en esa medida uno se mo- tiva a escribir. O sea, los que escribimos somos el fruto de otros escritores. No sería capaz de decir que 117 El oficio de escribir a mí no me ha influenciado nadie. Sí, he tenido el influjo de mucha gente, incluso tengo un maestro y ese fue el que seguí. Un escritor que me gustó, un escritor muy completo, al que me puse a estudiarlo para saber cómo escribía, de qué hablaba, cómo de- sarrollaba su mundo. Ese maestro fue Isaac Bashevis Singer. Si uno no tiene un maestro es muy difícil acer- tar. Lo mismo pasa en las profesiones, uno siempre tiene un referente teórico grande. Yo, que estudié comunicación social, me acuerdo que me “enamoré” de un gran comunicador que se llama Marchal Mac Luhan. Lo leí entero porque tenía que saber lo que estaba estudiando. Lo mismo sucede con la literatu- ra, uno tiene que ser un gran lector y, aclaro, un gran lector no implica leer muchos libros, sino leer bien un libro. Cuando me gusta un libro, lo fotocopio y digo que me dejen libre la hoja de atrás por que ese libro lo leeré haciéndole anotaciones en la hoja que está limpia. De esa manera me puedo gastar dos me- ses, lo que sea, y logro sacarle al libro lo mejor que contiene. Ya, el libro que compré, lo tengo en la bi- blioteca para llevármelo a leer. Un libro se debe apren- der a trabajar. Ya, cuando uno logra hacer carrera li- teraria, es porque domina aese maestro que lo influ- yó. Y ese dominio es contar lo que él no pudo contar. Hay un tercer elemento que a mí me gusta mucho cuando estamos hablando de estos temas y es que un escritor tiene que caminarse la ciudad. Y caminársela es a pie, es meterse a todas partes, es comer lo que la gente come, es no privarse de nada de lo que me da la ciudad, la ciudad me da de todo. Ahora que venía para la Autónoma, había un montón de negocios en donde venden madera, telas, de todo, ahí hay canti- dad de historias para contar, que las lograré contar si tengo muy claro el espacio que yo camino, si soy cu- rioso con mi propia ciudad. Medellín a mí, por ejem- plo, todos los días me asombra. Cada vez que estoy aburrido (o estoy, como les pasa a todos, desmorali- zado) me voy a caminar la ciudad. Y ahí vuelvo y me reconcilio con la vida porque encuentro gente que está haciendo algo maravilloso por simple que sea. Vuelvo y repito, no podemos caer en la trampa en la que se está cayendo ahora en Colombia de producir sólo novela de violencia, como si un panadero no pudiera ser un gran personaje de novela, como si un estudiante universitario no pudiera contener en sí una historia maravillosa. Es ahí donde uno ve a los escri- tores norteamericanos escribiendo unos temas tre- mendos. Recuerdo un libro David Levitt, Arkansas, en el que todas las historias son de universitarios y los temas son entregas de trabajos. Lo que pasa es que es un escritor que entiende de estudiantes y pro- fesores, que le gusta mirar ese ambiente, que entien- de que una cafetería universitaria es asombrosa y que los problemas de una persona simple son dignos de ser escritos. Entonces, no se trata de salir a escribir una historia de un asesino desaforado, de uno que pique gente con motosierras, no, para nada. Hay his- torias más especiales y trascendentes que esa, que es noticia rutinaria en los periódicos. Este tercer ele- mento, y es muy bueno que hagamos de esto un conversatorio, es mi ciudad. Montar en buses, domi- nar el metro. Me acuerdo que hace poco trajimos a un escritor austriaco, Erich Hackl. El hombre estaba fascinado, nos lo llevamos para Bello a las 6 de tar- de, en este metro donde todos estábamos apretados como cigarrillos en paquete. Hackl me decía: “¡qué es esta maravilla!” Claro, porque estaba sintiendo la ciudad, estaba entendiendo la ciudad, toda la gente que iba en ese metro venía de trabajar, volvía a sus casas. Eso es lo que uno tiene que saber narrar, por- que yo no puedo narrar sólo lo que veo, tengo que narrar lo que siento. Hay un cuarto espacio importante y es que yo no puedo narrar nada que no conozca a pesar de que la literatura es una ficción y se define como algo que pudo haber pasado. El sitio donde se da la historia tiene que ser completamente real, el momento histó- rico en el que se da la ficción tiene que ajustarse a lo que realmente pasó. Aquí es donde muchas veces se dan tantas caricaturas. En el momento que se narra hay una situación política, económica, una situación sociológica, un estado de las ciencias, etc. Lo que voy a contar es algo que sucedía de alguna manera y que yo ni sabía, algo que, si bien yo ficciono, me asom- bra. Por ejemplo, un escritor como Julio Verne, que yo no sé a quién se le metió en la cabeza que era novela juvenil o ciencia ficción, se metió en todas las universidades francesas del siglo XIX en donde se estaba teorizando lo que sería la ciencia del siglo 118 Ratio Juris XX y XXI, y de allí sacó sus temas para escribir. Y aclaro, en el siglo XX y XXI no hemos desarrollado nada, lo que hoy vemos se teorizó y ensayó en el siglo XIX y sólo en el siglo XX lo volvimos realidad. Incluso la física quántica, que sería el último gran aporte a la ciencia, tiene fundamentos desde 1890. Ya cuando sale la teoría en el año 1900, se legitima frente a la academia científica. Pero regresemos a Julio Verne. Es un hombre que va a las universidades y descubre que hay gente que está pensando en balísti- ca avanzada, en un proyectil que es capaz de seguirle la órbita a la tierra. En los días de Verne ya se está pensando en el submarino y en otro sinnúmero de cosas que hoy son realidad cotidiana. De igual ma- nera, H. G. Wells, el escritor inglés, en 1920, escribe El alimento de los dioses, un libro que habla de los alimentos transgénicos. Y se llama El alimento de los dioses porque allí se plantea cómo hacer una mazorca del tamaño de un hombre, una manzana del tamaño de dos cabezas. Esto, que parecería una exa- geración, es lo que intentan hoy en muchos laborato- rios. Julio Verne, en un libro maravilloso que se lla- ma La vuelta al mundo en 80 días, descubre toda la fórmula de la globalización: cifras puntuales, tiem- pos exactos y logística puntual de transportes. Y eso es lo que leemos: La vuelta al mundo en 80 días, donde hay que darle la vuelta al mundo en 80 días exactos y para ello se necesita hacer una planeación, llegamos a tal parte, estamos tanto tiempo, pasamos a tal otra, tenemos un margen de error, si pasa esto qué sucede, etc. Y cuando uno lee sobre cómo funciona la globalización y la compara con La vuelta al mundo en 80 días, resulta mucho más agradable leer el libro de Verne. Lo anterior implica que, para uno narrar, tiene que conocer sobre eso que narra. Mi papá era ingeniero mecánico y siempre hizo máquinas que le fallaron, ya por resistencia de materiales, ya porque no tuvo el dinero suficiente. Se montaba en un rollo y la plata no le daba para llegar a eso que pensaba. A mí me gusta narrar esas historias de los inventores que fallan, pero para eso tiene uno que estudiar físi- ca y geometría a fin de saber de qué máquina está hablando. Hay un gran novelista norteamericano que se llama Richard..., se me escapa el nombre, pero es un abogado que escribe novelas de derecho, y al que le guste leer sobre un interrogatorio bien hecho, hay que leerlo. De inmediato se nota que este escritor sabe de qué está hablando, no está inventando nada, lo único que no es cierto es la historia que cuenta, el resto existe, es cierto. Y viene un quinto elemento: es la pasión, uno sin pasión no hace nada. Recuerdo una novela de Sthendal, maravillosa, que se llama La cartuja de Parma. Allí se narra la toma de la ciudad de Milán por las tropas de Napoleón. Un soldado francés, que participó de la toma, le dice a otro: “¿sabe por qué ganamos? Porque en esta ciudad había todas las li- bertades, pero no había ni una sola pasión”. La pa- sión es lo que lo lleva a uno a hacer posible las cosas. Soy profesor en la universidad y cuando uno pone un trabajo, los alumnos lo miran a uno y se preguntan: “¿este señor cree que yo tengo tiempo, que a mí me sobra el tiempo, será que cree que yo me puedo par- tir en dos?” Uno a los estudiantes les pide lo imposi- ble para que hagan cosas que ellos mismos no creían que eran capaces de hacer. Así que la exigencia es para que desarrollen pasión. Cuando uno crea pasión por algo, llega a donde no se imagina. Y llegar donde no se imagina es el primer marco de la escritura. Pero no basta la pasión. El escritor se fundamenta, toda literatura y toda forma de escritura se fundamenta en algo. Pero antes de continuar, sería conveniente decir qué tipos de escrituras hay. Cada vez que usted está escribiendo, está escribiendo historia, o sea, us- ted está produciendo un documento que en las ma- nos de un historiador, dentro de 100 ó 200 años será tremendamente valioso si está bien escrito. Nosotros sabemos qué ha pasado, cómo estudiaba la gente, qué cosas estudiaba, precisamente porque hubo gente que escribió bien sus trabajos y quedaron tan claros que después los tomó un historiador, como Georges Duby, por ejemplo, que investigó la vida privada, y a partir de ellos recreó lo que la historia oficial no cuen- ta: la historia de las mentalidades. O sea, al escribir algo uno no está cumpliendo con una mera tarea. Uno, en la universidad se está imponiendo una tarea. Y es la de que a través de mí doy testimonio de lo que yo soy capaz de hacer, de lo que pienso, de la manerade resolverlo. Ese testimonio es lo que se convierte en 119 El oficio de escribir historia el día de mañana. Diría que la primera forma de escritura es cualquier documento, cualquier tra- bajo que esté bien hecho, ¿para qué?, para no equi- vocarme, para que nos podamos reconocer en la his- toria y no nos condenemos a repetirla. Esto ya se ha discutido mucho. Habría un segundo tipo de la escritura y es aquella escritura que discute conceptos. Los filósofos, los científicos, los teóricos sociales, discuten formas de pensar y actuar. Y si bien pueden estar equivocados, al menos hay un documento de partida. Hoy en día no nos hacemos la pregunta de qué pensarán de no- sotros en 500 años. Quizá dirán: mire cómo habla- ban, mire lo que discutían, creían en esto, lo que ha- cían era una locura, eran una locura. Cada siglo fun- ciona con su propia verdad, lo que se llama una ver- dad normativa, y esas verdades normativas nos per- miten funcionar en este momento. En la actualidad, un barco utiliza una brújula satelital y no se pierde. Hace quinientos años, ese mismo barco llevaba un aparatico que se llama el astrolabio, para mirar las estrellas y no perderse en un mar desconocido. Ade- más había un marinero que rezaba a Santa María, cada madrugada y cada noche para que ayudara. Esto nos parece muy elemental, pero hace 500 años permitió a Colón llegar hasta América y devolverse. El barco de hoy cumple la misma tarea sin el astrolabio, lleva un equipo más sofisticado y completo. Claro que den- tro de quinientos años, nuestro barco estará tan in- completo como la carabela con astrolabio de Colón. La verdad es una búsqueda que vamos construyen- do y a partir de ahí mejoramos. Nadie tiene la ver- dad, la verdad es la exposición de unos códigos, por- que el código tiene que partir como verdad para que las sociedades funcionen o sino no funcionarían nun- ca. De igual manera damos como ciertos los manua- les tecnológicos, construyendo verdades normativas, verdades para que esa tecnología nos funcione. Ya el día de mañana, le agregarán cosas al código, le agre- garán nuevas normas al manual, lo que sea, pero hoy estamos dando fe de cómo pensamos y de cómo, a través de nuestras normas, evitamos cometer el mayor error. La norma es clara, es escritura que plan- tea lo que ahora damos como lógico. Siempre me hago una pregunta: ¿Quien está solo? El que no ha hecho nada. La soledad es un problema de los seres inútiles. Suena muy duro, de inútiles, que al no hacer nada, no tienen nada que compartir. Me encanta un verbo hebreo, notén, que quiere decir dar y recibir. ¿Por qué me van a querer a mí si yo no de- muestro lo mismo por el otro? Es muy difícil que me den algo si yo no he dado nada. Pasa lo mismo con la escritura: escribo para que otro me lea, para relacio- narme con él. Con la escritura doy, dejo de estar solo, soy útil. Pero no se trata de escribir tonterías sino de dar un testimonio. La poesía, por ejemplo, se encarga de nombrar lo que no está nombrado, de encontrar posibilidades donde no han sido halladas. La poesía no es hacer versos que rimen, no. La poesía es como una fotografía. Una buena fotografía se convierte en una idea, y esa idea tiene palabras y a partir de ahí se descubren nuevas formas de ver y sentir. En Medellín abundan los poetas malos. Una vez es- taba yo en un bar en el Carlos E. Restrepo y llegó un tipo, se nos acercó y nos dijo que era un pintor incomprendido. Y se me quedó mirando. Al fin tuve que decirle: incomprendido no, malo. Y se lo dije porque no había hecho ninguna búsqueda. Los poe- tas, como los buenos pintores, como los buenos di- rectores de cine, buscan igual que hacen los científi- cos. La búsqueda hace parte de cualquier profesional que se respete. Así, en lo que escribimos hay una búsqueda. El trabajo del escritor es el de buscar y en eso que busca (en las preguntas que se hace) está la literatura. En aquello que ficcionamos, inventamos todo el tiempo con base en dos inventos nuestros: las palabras y los números. Hay dos cosas que nunca existieron en la naturaleza, las palabras y los núme- ros. Esto lo inventamos nosotros para comparar las cosas, para medirlas, para darles un sentido, pero de palabras y números no existe en la naturaleza. Por eso cuando aquí llegue un extraterrestre, en el su- puesto de que llegue, y le digamos qué es la luna, se va a quedar mirándonos y nos dirá: “cómo así, qué es eso de la luna, eso no es ninguna luna”. Le diremos es algo redondo y él nos responderá: “están locos, eso no puede ser redondo”. Esto sucederá porque nuestros códigos no son los códigos que él ha confi- gurado para entender y medir lo existente. Ese extra- 120 Ratio Juris terrestre tendrá otro lenguaje, y a partir de ahí habrá dado un valor diferente a las cosas. Y lo que para mí puede ser una línea recta, para él podrá ser una cir- cunferencia. El mundo es un problema de lenguaje, una construcción de nuestro lenguaje. No sé cómo somos tan locos de enviar una cápsula al espacio lle- na de cosas de la tierra para que nos envíen una señal de ellos. ¿La entenderíamos? ¿Nos entenderían? La creación de nuestras palabras y números sirve sólo para nosotros. Es algo propio y difícil de transferir a otros seres por fuera de la tierra. Y en esta era espa- cial, de descubrimiento de nuevos mundos, ¿para qué escribimos? Escribimos para dar testimonio de nues- tra época, para contar qué pasa, para contar cómo me siento, para contar lo que es capaz de hacer un ser humano. La literatura ha terminado salvando la condición humana, porque, como los escritores con- tamos lo que no es mera realidad sino algo más, lo que no es sólo cierto sino posible, logramos trascen- der lo evidente. La literatura advierte sobre un asun- to y lo representa como verosímil; presenta un valor, la moral verosímil, el desorden moral verosímil. Y con base en la verosimilitud, piensa el ser humano y se hace preguntas. Estando en la universidad leí de Víctor Hugo un libro maravilloso que se llama Los Miserables. Leí sin parar los dos tomos que comprende la novela. Y lo que más me impresionó de ese libro, fue que el personaje, más o menos durante 60 pági- nas, se mueve por las cañerías de París. Se está esca- pando de su perseguidor y no le queda otra opción que meterse en las entrañas de la ciudad. Esa imagen me impactó: trasegar por debajo de la tierra por unas cañerías llenas de aguas malas, ratas, moho, defecaciones, etc., fue terrible. Jean Valjean, el per- sonaje de Los Miserables, se me creció como ser hu- mano urbano. Años más tarde, eso que leí en Los Miserables, me ha servido para entender las ciuda- des. Dicto una cátedra que se llama Introducción a la estética y la ciudad, y si no hubiera sido por Jean Valjean, caminándose las cañerías de París, no hu- biera entendido el sentido de la ciudad subterránea. Claro que otro encontrará el sentido por un camino diferente. Hay muchas maneras de llegar a las cosas. En mi caso, las novelas que leo, me marcan de algu- na manera. Me marca la buena escritura. Esta es la tarea del escritor, marcar al lector, darle una idea del mundo (una idea reflexionada por el escritor), como bien sucede en Crimen y Castigo, la novela de Dostoyevski. El castigo era una teoría social que es- taba en boga en el Siglo XIX, en la que se decía que los hombres superiores no sentirían remordimiento por sus acciones. Y así, todo el que se considerara un hombre superior (con una moral por encima de las demás), mataría a un inmoral igual que matar a un cerdo. Raskolnikov, que se considera un hombre su- perior, mata a una mujer considerada socialmente como una escoria. Elena, la víctima, era una avara y, por lo tanto, sujeta a ser castigada. Raskolnikov, la mata, pero sin embargo no es capaz de vencer el arre- pentimiento, no es capaz de vencer la culpa, no es capaz de no llenarse de miedos. En este punto, Dostoyevski da su visión de la culpa, de la imposibi- lidad de evadirla. Lo mismo sucede en un cuento de Thomas Mann. O sea que no escapamos a la culpa. En estos días en losque se habla tanto del perdón y la justicia; en una novela, El último justo, hay una discusión tremenda sobre el perdón. Solamente pide perdón el que ha hecho lo imperdonable y este per- dón no se le puede conceder, porque el perdón no tiene normas como sí lo tiene la justicia. El perdón no está normatizado, porque no se ha teorizado en forma. Como dice Primo Levi en Los Hundidos y los salvados, usted me está pidiendo lo imperdonable, no le puedo perdonar, porque el perdón no tiene nor- mas, no está regularizado, por lo tanto me someto a la justicia que es lo único que nos puede dar una medida de la magnitud de un comportamiento. Richard Rorty, un filósofo norteamericano muerto hace poco, decía que la literatura es importante por- que encontramos en ella nuevos conceptos filosófi- cos sin necesidad de aplicar un método. Los que es- cribimos literatura somos más libres para escribir y pensar, no tenemos compromisos, los personajes ha- cen lo que quieren, piensan como quieren, no se com- prometen con nada que no sea su propia historia. El escritor, simplemente, está frente a una ventana mi- rando y si le gusta mucho la historia, se mete en ella y da sus razones sobre la vida y el mundo. Así, si- guiendo una frase de Augusto Roa Bastos, el gran escritor paraguayo, uno escribe el libro que uno qui- siera estar leyendo. Eso es lo que hace el escritor 121 El oficio de escribir que, al igual que un buen lector, mientras escribe, se pregunta: esto para dónde va, qué es lo que hacen esos personajes, por qué ven de esa manera el mun- do, cómo se aman y se pierden o encuentran, sobre qué discuten y reflexionan. La literatura termina sien- do una visión de las cosas, una idea sobre algo. Una gran pregunta que se resuelve. Una historia que me contaron, puede ser una cróni- ca, un reportaje, una historia, pero no literatura. Un amigo, Saúl Álvarez, está terminando una novela donde un hombre se pregunta si mata a otro o no. Y para ello recurre a reflexiones morales y jurídicas, a sus miedos y prejuicios. Lo grandioso de esa novela son las reflexiones profundas sobre los conceptos de la vida y la muerte. No se trata de algo anecdótico sino de una situación que hay que resolver. No es una historia de las tantas que circulan, llenas de da- tos pero sin ningún cuestionamiento de fondo. La anécdota sin reflexión no es literatura, es periodismo o historia objetiva. Esto debe quedar claro. ¿Qué sucede con lo que ha pasado en la ciudad? Si a alguno de ustedes le gusta escribir, la ciudad plantea realidades múltiples. Nosotros, como los de cualquier parte, no tenemos una sola realidad. Esto sería terri- ble. La realidad es múltiple y diferenciada. Cuando se va a Buenos Aires, lo primero que hace uno es no mirar mucho las vitrinas de las librerías por la canti- dad de libros que narran la ciudad. ¿Y por qué hay tantos libros sobre Buenos Aires? Porque todos cuen- tan situaciones diferentes: amor, delirio, sueños, ab- surdos, magia, humor, etc.. Nosotros, en Colombia, hemos caído en una trampa. Producimos una sola realidad: la violencia. Y si a esto le añadimos, como dice Javier Marías, el monoteísmo rabioso, sólo tene- mos una sola persona para legitimar lo que se hace: un mejor jugador de fútbol, un mejor escritor, un mejor pintor, un mejor tal cosa. Y, claro está, una mejor realidad (la necrofilia que las editoriales ven- den). Es un problema de monoteísmo mal entendi- do. Como decía Mel Books, un humorista norteame- ricano, los hebreos eran tan pobres que sólo tenían un solo Dios. Creo que somos muy pobres porque sólo tenemos de a uno. Y si no hay uno, tenemos uno y muchas crías de ese. Nos adelantamos en esto de la clonación. Hace un par de años estuve en una li- brería en Berlín y allí pedí que, por favor, me reco- mendaran un libro del mejor escritor alemán. El li- brero se quedó mirándome y me dijo: “señor, mejor en qué. Aquí hay muchos escritores, dígame qué quie- re usted, novela policíaca, histórica, contemporánea, científica….”. Fue una buena lección. A García Márquez lo leo como un clásico del Caribe, igual que leo a Homero y el Mediterráneo. Pero no estoy condenado a leerlo ni aceptarlo como escritor único. También me gustaría leer novela sociológica, como la Montaña mágica, por ejemplo, que es uno de los grandes monumentos a lo sociológico. O, si me gustan los animales, leer a Mario Escobar Velásquez, que leyó la fauna de Urabá como ningu- no en nuestro medio. Libros como Marimonda y Las Historias del bosque hondo, tienen calibre universal. También me gustaría leer sobre animales caseros. Recuerdo un libro de Antonio Gala, Conversaciones con Pichuco, dónde este escritor andaluz habla con su perro. Pero no, en nuestro medio sólo hay uno y ese uno habrá de resolverlo todo. Como digo, es un monoteísmo mal entendido y una trampa que los medios y las editoriales ponen a los demás escrito- res, obligándolos a hacer copias o a desaparecer. Este problema, que nos impide leer novelas de amor, de situación de los homosexuales, de problemas finan- cieros, de inmigrantes, etc., como si sólo hubiera un tema único (la tanatofilia) y estuviéramos obligados a rendirle culto, es lo que ha hecho que ya nadie se interese en traducir nuestra literatura. Realmente, no hay nada qué traducir. “Tráigame algo distinto”, me decía un editor en Zürich, algo que no sepamos”. Claro que hay otro problema y es que los lectores no protestan contra esta literatura única, que niega las otras versiones de la realidad. Ahora que tanta gente hace dieta, pienso que a los lectores colombianos los tienen a dieta de sicarios y mafiosos. Y como pasa con las dietas, se pierde cuerpo y vida. Y se acaba odiando las distintas comidas. O al menos, hacién- dose a la macabra ilusión de que no existen. Y así, como no comemos distinto sino lo mismo, nos quita- mos vida de encima y asumimos la palidez. Vale la pena anotar que la única certidumbre de que esta- 122 Ratio Juris mos vivos es cuando podemos comer de todo. Ha- blando de comidas, recuerdo una novela en la que el personaje es una mujer gorda en Nueva York, deses- perada porque no se puede casar. Es un drama urba- no el que se cuenta: ya se había casado la hermana, las primas, menos ella. Y esa soltería obligada por el exceso de peso, es parte de la condición humana. Y digo que es una novela urbana porque lo urbano no es lo que narra a alguien que sale y mata a 40 y cada tres renglones dice gonorrea. No, hay muchas opcio- nes de novela en la ciudad y los escritores deben bus- car esas opciones: la historia de la empleada, la del obrero que estudia, la del cura que se niega a recono- cer que no puede serlo, etc. No quiere decir esto que niegue que matan en las ciudades. Claro que sí ma- tan, pero también hay gente que va al cine y enamo- ra, que fracasa con un invento, que vive silenciosa- mente una tragedia con su mujer. Ayer me contaban una historia que voy a investigar porque me pareció asombrosa. En Medellín, en los tiempos de la plaza de mercado de Guayaquil, había un hombre que se sabía las películas de memoria. Se paraba en la calle Carabobo y la gente que no tenía con qué entrar al cine le pagaba (digamos quinientos pesos) para que les contara la historia de la película. Esta historia es mejor que Cinema Paraíso. Imagino que alguno se le acercó a este hombre de la calle Carabobo y le dijo: “contame la película de El llanero solitario, tomá los quinientos pesos”. Y el contador de películas, mi- rándolo, le dijo: “vale mil quinientos, es una serie”. Bueno, una historia de estas, de la que habrán muy pocos datos reales, es lo que crea lo novelable. El corazón se llena al saber sobre este tipo de persona- jes, que no es necesario saber quién era sino inven- tarlo para darle un especio en la ciudad. La tarea de escribir, entonces, es hacerse una pregunta y darle rienda suelta a la imaginación, estableciendo lo que pudo haber pasado. Por esta razón, lo primero que se hace necesario para escribir es tener una historia qué contar, no necesariamente cierta (para no caer enel anecdotismo). La literatura vuelve verosímil lo que se cuenta. Lo del hombre que contaba películas pue- de ser una gran novela si permito que ese personaje haga lo que quiera en ese Medellín de cuando existía la plaza de mercado de Cisneros. Y por esa ciudad con buses municipales, con un dictador gobernando el país, con los cines continuos, irá el hombre. Y pensará sobre muchachas, sobre una noticia del pe- riódico, sobre el último capítulo de una radio novela. No hay nada más libre que la literatura. La literatu- ra reitera los temas: novelas del amor, novelas de la muerte, novelas del odio, novelas de la guerra, nove- las de la locura, novelas del absurdo, pero siempre de manera diferente. Cada escritor es un mundo, un aste- roide como los que conocía El Principito. Los temas literarios son muy pocos, pero se reescriben permanen- temente porque cada uno es una reacción distinta. Así, uno comienza a escribir cuando ya se montó en la histo- ria. Como dicen ustedes los muchachos, cuando ya se montó el rollo, cuando ya se montó en la película. Y entonces, comienza la película, con sus escenarios y personajes, con el lenguaje bien escrito, con sus sen- saciones y preguntas. Y en esto soy claro, para escri- bir se necesita saber hacerlo bien. Alguien recomen- daba aprender idiomas extranjeros para valorar la propia lengua, para encontrarle más posibilidades. He descubierto en el español muchas posibilidades después de conocer otras lenguas, porque uno tiene que escribir de manera gramatical. ¿Qué es la gramá- tica? Es pensar en orden. Por eso los grandes profe- sionales son grandes gramáticos, piensan de manera ordenada. La misma gramática del lenguaje es la gra- mática de las matemáticas y de la ciencia. Es una manera clara de expresar algo. Y si no se tiene clara la estructura gramatical, pensamos de forma confu- sa. De aquí que quien está demostrando si piensa de manera ordenada o no, quien tiene una redacción (in- cluyendo la ortografía) impecable, tiene un orden mental impecable. La ortografía es la forma de escri- bir correctamente lo que estoy diciendo, si yo digo mamá por qué voy a escribir mama. La ortografía es la manera de no contradecirse con lo que se dice de manera oral, es llevar sonidos a la escritura, la forma de hablar, por eso las tildes y las letras correctas. La gramática, entonces, es lograr de lo que pienso el or- den mayor, el mejor de los órdenes. Y si se pasa por encima de la gramática, lo que se muestra es un gran desorden. Sucede cuando se habla una lengua extran- jera: si se habla bien, se obtiene un reconocimiento. Una buena pronunciación, una buena disposición de 123 El oficio de escribir la frase, acerca a las personas, las hace más confiables. A quien le va mal en un país extranjero, se debe a que no habla bien. Todo inmigrante que comienza a hablar correctamente en el país donde está, sube in- mediatamente. Con palabras y frases correctas, los demás saben que lo pueden oír, que ya sabe enten- der. Llevemos esto a la literatura: nos admite en la medida en que sabemos escribir y lo que se cuenta obedece a un orden. En la escritura todos somos inmigrantes. El Premio Nobel de Literatura se da a la escritura, a quien cuenta sobre una cultura y da razón de sus es- pacios y encuentros, de la Filosofía y el Derecho, de lo cotidiano y la humanidad que allí se desenvuelve. Y en esa escritura se hace la demostración de saber argumentar lo que pudo ser, eso que es verosímil porque no va contra la razón. El último Premio Nobel que leí, V. S. Naipaul, narra, en El enigma de la llegada, en casi sesenta páginas consecutivas, un paisaje inglés en el que no sucede nada extraordina- rio. Narra lo existente, el espacio de un inmigrante en una tierra que no le pertenece. Pero en la narra- ción no hay una mera descripción, es el paso del hom- bre por la cultura ajena, a veces vacía para él. Y en esa lectura que hice, el calor se me transformó en un mundo frío y verdoso en el que había heno amonto- nado, graneros, cercas y viejos sistemas de poleas. Yo leía aquí, pero estaba allá. Algo imposible, según Aristóteles, pero creíble en la literatura. Con esto ter- mino mi charla e inicio la conversación, único espa- cio posible para que seamos inteligentes. Pero antes les cuento una anécdota: estaba yo en el sur de Es- paña, en Las alpujarras (pequeños pueblos árabes de la zona montañosa de la Sierra Nevada de Granada). Y como soy curioso, miro cada cosa con detenimiento. Pues bien, cuando subía por la carretera, vi a un hom- bre que miraba el paisaje. Estaba sentado frente a un gran barranco y llevaba un enorme sombrero. Supu- se que estaba descansando. Por esos caminos hay muchos caminantes. Siete u ocho horas después, cuando regresaba, lo volví a ver. No había cambiado de posición: seguía mirando el paisaje, sentado a la orilla del barranco. Me detuve y fui hasta él (pensan- do también en que podría ser un muñeco que alguien había abandonado ahí. Pero no, era un muchacho. Le dije, entonces: “Hombre, he visto que usted está sen- tado ahí desde las nueve de la mañana. ¿Qué es lo que hace? Me respondió: “Miro el paisaje, lo nom- bro, lo aclaro y, cuando ya me lo sé de memoria y no tengo ninguna duda sobre él, me lo llevo”. Bueno, en esto consiste la escritura y el oficio de escribir, en hacer que lo que vemos y sentimos sea de nosotros mismos. Ahora sí, conversemos.