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Todo lo contrario: desde principios de la década de 1910 hasta poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial, había estudiado allí con Russell y, por su manifiesta genialidad u originalidad, no tardó en convertirse en una figura de culto entre los estudiantes. «Ha llegado Dios, me lo he encontrado en el tren de las cinco y cuarto», escribe John Maynard Keynes en una carta con fecha de 18 de enero de 1929. Keynes, que podría considerarse el economista más importante del mundo en aquella época, se había encontrado a Wittgenstein por casualidad el día que este regresó a Inglaterra. Y dice mucho sobre lo cargado y lleno de rumores que estaba el ambiente de aquel círculo el hecho de que G. E. Moore, viejo amigo de Wittgenstein, también se encontrara en aquel tren de Londres a Cambridge. El ambiente del compartimento no debía de ser demasiado agradable, pues la charla desenfadada y los abrazos cordiales no eran frecuentes, al menos en Wittgenstein. El genio de Viena era más bien propenso a repentinos accesos de ira y, además, era sumamente rencoroso. Una sola palabra, o un comentario político sarcástico, podía acarrear años de rencores, e incluso la ruptura de una relación, como había ocurrido con Keynes y Moore en más de una ocasión. Pero, ¡Dios había vuelto! Y grande era el alborozo. Al segundo día de llegar Wittgenstein, se convocó en casa de Keynes al llamado «Círculo de los Apóstoles» (un club estudiantil marcadamente elitista y extraoficial que era famoso sobre todo por los flirteos homosexuales de sus miembros) para dar la bienvenida al hijo pródigo.[2] En medio de una ceremoniosa cena, Wittgenstein fue elevado al rango de miembro honorífico («ángel»). Habían transcurrido más de quince años desde su última reunión. Muchas cosas habían sucedido desde entonces. Sin embargo, Wittgenstein no había cambiado en absoluto por fuera a ojos de los apóstoles. No solo se presentó a aquella velada con su invariable combinación de camisa abotonada sin cuello, pantalón gris de franela y pesados zapatos rurales de piel. Es que físicamente parecía que los años no habían pasado para él. A primera vista era como uno más de los numerosos estudiantes de élite invitados, que hasta ese momento solo conocían al extraño hombre llegado de Austria por lo que de él contaban sus profesores. Y, naturalmente, por ser el autor del Tractatus logico-philosophicus, la obra legendaria que había encarrilado de manera decisiva, hasta llegar a dominarlas, las discusiones filosóficas de Cambridge en los últimos años. Ninguno de los presentes podía afirmar que hubiera entendido, ni siquiera de modo aproximado, aquel libro. Pero eso no hacía más que alimentar la fascinación por el Tractatus. Wittgenstein había concluido el libro en 1918, cuando era prisionero de guerra de los italianos, con la firme convicción de «haber resuelto definitivamente todos los problemas del pensamiento» y, en consecuencia, había decidido dar la espalda para siempre a la filosofía. Apenas unos meses después, como heredero de una de las familias industriales más ricas del continente, entregó la totalidad de su fortuna a sus hermanos. Tal como le dijo entonces por carta a Russell, estaba atormentado por fuertes depresiones e incesantes ideas suicidas y en adelante deseaba ganarse la vida «con un trabajo honrado». Concretamente, como maestro de escuela de provincias. Aquel Wittgenstein estaba de vuelta en Cambridge. Había vuelto, decía él, para filosofar. Sin embargo, el genio, que ya había cumplido cuarenta años, no tenía título académico alguno y carecía de medios de vida. Lo poco que, con los años, había podido ahorrar, se lo había gastado al cabo de unas semanas de estancia en Inglaterra. Educadamente le preguntaron si sus ricos hermanos no estarían dispuestos a prestarle ayuda económica, pero rechazó con vehemencia esa posibilidad: «Acepte, por favor, mi declaración escrita de que no solo tengo un buen número de parientes adinerados, sino que además me darían dinero si se lo pidiera. PERO NO LES PEDIRÉ NI UN PENIQUE»,[3] hace saber a Moore la víspera del examen oral de doctorado. ¿Qué podían hacer? Nadie en Cambridge dudaba de las excepcionales dotes de Wittgenstein. Todos, incluidas las figuras más influyentes de la universidad, querían retenerlo y ayudarlo. Sin embargo, sin títulos académicos era institucionalmente imposible, incluso en aquel ambiente de confianza que había en Cambridge, conseguir una beca de investigación para el estudiante que tiempo atrás había abandonado la carrera, y mucho menos un puesto fijo. Finalmente, se les ocurrió que podría presentar su Tractatus logico- philosophicus como tesis doctoral. Russell, que se había ocupado personalmente de su publicación en 1921-1922 y había escrito un prólogo para respaldarla, consideraba la obra de su entonces pupilo muy superior a sus propios trabajos, no menos importantes, sobre filosofía de la lógica, de la matemática y del lenguaje. No es de extrañar que, cuando entró en la sala donde tuvo lugar la defensa de tesis y el examen oral, dijera «no haber presenciado en toda su vida nada tan absurdo».[4] Pero un examen es un examen, por lo que Moore y Russell, tras unos minutos de consultas amistosas, finalmente decidieron plantear algunas cuestiones críticas. Estas se referían a uno de los acertijos centrales del tratado de Wittgenstein, que abundaba en oscuros aforismos y sentencias místicas. Ya el primer enunciado de la obra, rigurosamente ordenada mediante una ingeniosa notación decimal, ofrecía un ejemplo bien gráfico. Reza así: 1 El mundo es todo lo que acaece.(1) Pero no era el único caso. Proposiciones como las siguientes también suponían un acertijo para los adeptos a Wittgenstein (y aún hoy resultan enigmáticas): 6.432 Cómo sea el mundo es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo. 6.44 Lo místico no es cómo sea el mundo, sino que el mundo sea. A pesar de estos enigmas, el propósito fundamental del libro queda claro. El Tractatus de Wittgenstein se inserta en una larga tradición de obras de la Edad Moderna, como la Ética demostrada según el orden geométrico» (aparecida póstumamente en 1677), de Baruch Spinoza; la Investigación sobre el entendimiento humano (1748), de David Hume, y la Crítica de la razón pura (1781), de Immanuel Kant. Todas estas obras aspiran a trazar un límite entre los enunciados de nuestro lenguaje que tienen un sentido y, por lo tanto, son contrastables, y los que solo parecen tenerlo y confunden a nuestro pensamiento y nuestra cultura debido a esa apariencia. El Tractatus es, en otras palabras, una contribución terapéutica a la diferenciación entre aquello de lo que puede hablar el ser humano propiamente y aquello de lo que no puede hablar. No es casualidad que el libro concluya con esta proposición: 7 De lo que no se puede hablar, es mejor callar. Y en el enunciado anterior, la proposición 6.54, Wittgenstein expone claramente su procedimiento terapéutico: 6.54 Mis proposiciones son esclarecedoras deeste modo: que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprende haya salido, a través de ellas, fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.) Debe superar estas proposiciones; entonces tendrá la justa visión del mundo. Justo en este punto se detuvo Russell durante el examen oral. ¿Cómo podía conseguirse transmitir a alguien, a través de una sucesión de proposiciones sin sentido, una visión del mundo, y que además fuera la única visión correcta? ¿No había declarado Wittgenstein de forma bien explícita, en el prólogo a su obra, que «la verdad de los pensamientos aquí comunicados» le parecía «intocable y definitiva»? ¿Cómo podía decir tal cosa de una obra que, según él mismo aseveraba, solo contenía enunciados sin sentido? La pregunta no era nueva para Wittgenstein. Ya la había oído en boca de Russell. Es más, durante años de intensa correspondencia, había sido algo así como un tema clásico de su tensa amistad. Russell le formuló una vez más esa pregunta «en honor de los viejos tiempos». Es una lástima que no sepamos qué le respondió exactamente Wittgenstein en su defensa de tesis. Pero podemos suponer que, como era habitual en él, contestó con un ligero tartamudeo, los ojos encendidos y una entonación muy peculiar, que, más que del acento extranjero, provenía del modo de hablar de un hombre que percibía en las palabras del lenguaje humano un sentido y una musicalidad especiales. Y en algún momento, tras unos minutos de balbuciente monólogo, en el que buscaría sin cesar la formulación verdaderamente esclarecedora (otra de las peculiaridades de Wittgenstein), es probable que apuntara que ya había dicho y explicado lo suficiente. Sencillamente, le resultaba imposible hacerse comprender por los seres humanos. Ya lo había dicho en el prólogo al Tractatus: «Quizás este libro solo puedan comprenderlo aquellos que por sí solos hayan pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se expresan». El problema era (y Wittgenstein lo sabía) que muy pocas personas, posiblemente ni una sola, habrían pensado y formulado ideas similares. Desde luego, no lo hizo su antes venerado profesor, Bertrand Russell, autor de los Principia mathematica, que Wittgenstein consideraba filosóficamente limitados. Y menos aún G. E. Moore, con fama de ser uno de los pensadores y lógicos más brillantes de su tiempo, del cual Wittgenstein dijo en privado que era «un excelente ejemplo de lo lejos que puede llegar un hombre carente de toda inteligencia». ¿Cómo iba a explicar a aquellos hombres la idea de la escalera de enunciados sin sentido, que primero hay que subir y luego desechar para tener una visión correcta del mundo? ¿No era como el sabio del símil platónico de la caverna, que una vez vista la luz, fracasa en el intento de hacer comprensibles sus visiones a los demás prisioneros de la caverna? Ya basta por hoy. Ya basta de explicaciones. Entonces, Wittgenstein se levantó, caminó hacia el lado opuesto de la mesa, dio unas benevolentes palmadas en el hombro a Moore y a Russell y pronunció esa frase con la que, hasta hoy, todos los doctorandos de filosofía habrán soñado la noche anterior a su defensa de tesis: «No se preocupen, sé que jamás lo entenderán». Así concluyó la representación. Correspondía a Moore redactar el informe sobre la evaluación: «En mi opinión personal, la tesis del señor Wittgenstein es la obra de un genio; pero, sea lo que fuere, alcanza el nivel requerido para el título de Cambridge de doctor en filosofía».[5] Poco después se le concedió la beca de investigación. Wittgenstein había vuelto a la filosofía. ASCENSIÓN A LA CUMBRE También Martin Heidegger debió de sentirse bien recibido cuando, el 17 de marzo del mismo año, entró en el salón de festejos del Grand Hôtel Belvédère de Davos. Porque es indudable que el pensador de la Selva Negra, a la sazón de treinta y nueve años, se sentía elegido, ya desde su juventud, para conquistar la gran tribuna filosófica. De ahí que ningún detalle de su aparición fuese casual. Ni su ajustado traje de corte más bien deportivo, que desentonaba con el clásico frac de los dignatarios invitados, ni el pelo peinado hacia atrás, ni su rostro de campesino bronceado por el sol del mediodía, ni el considerable retraso con que se presentó en el salón, ni, desde luego, el hecho de que, en vez de ocupar el asiento que tenía reservado en las primeras filas, se mezclara sin la menor vacilación con el grupo, igualmente numeroso, de estudiantes y jóvenes investigadores sentados al fondo del salón. De ningún modo iba a plegarse a las convenciones dominantes sin romper algún tabú. Porque, para alguien como Heidegger, no cabía un auténtico filosofar dentro de lo falso. Y falso tuvo que antojársele casi todo lo que vio en aquella especie de reunión académica en un hotel de lujo suizo. El año anterior, Albert Einstein había pronunciado el discurso inaugural de los «Cursos universitarios de Davos». En 1929, uno de los principales oradores invitados fue Martin Heidegger. Allí pronunció tres conferencias en días consecutivos, además de participar en un debate público final con Ernst Cassirer, el segundo peso pesado del congreso. Por incómoda y seria que fuera la situación, el prestigio y el reconocimiento implícitos en aquel debate avivaban los más profundos anhelos de Heidegger.[6] Solo dos años antes, en la primavera de 1927, había publicado El ser y el tiempo, una obra que se convirtió en pocos meses en un nuevo hito del pensamiento. Su gran éxito sirvió para corroborar la fama que ya en años anteriores, y por decirlo con las palabras de su antigua alumna (y amante) Hannah Arendt, el hijo del sacristán de Meßkirch (Baden) tenía de «secreto rey» de la filosofía en lengua alemana. Heidegger había escrito aquella obra en 1926 acuciado por las prisas y, en realidad, la dejó a medias. Con El ser y el tiempo, una de las obras del siglo, había establecido las condiciones formales para regresar del detestado Marburgo a su alma mater de Friburgo. En 1928, Martin Heidegger tomó allí posesión de la prestigiosa cátedra de su antiguo maestro y protector, el fenomenólogo Edmund Husserl. Si, al regresar Wittgenstein a Cambridge, John Maynard Keynes había elegido el trascendente calificativo de «Dios», la palabra «rey» que eligió Hannah Arendt indicaba una voluntad de poder y, por ende, de estatus social que, en el caso de Heidegger, quedaba patente al instante en todos los que lo conocían. No importaba dónde apareciera o se presentara: Heidegger nunca pasaba inadvertido. En el salón de Davos reforzó esa condición negándose simbólicamente a ocupar el sitio que le habían reservado entre otros profesores de filosofía. Los presentes cuchicheaban, susurraban, se volvían para verlo: Heidegger está aquí. Ya podemos comenzar. MANTENER LAS FORMAS Es muy poco probable que Ernst Cassirer uniera su voz a los murmullos del salón. No desveles nada: guarda las formas y, sobre todo, el porte; tal era la máxima de su vida. Y también el núcleo de su filosofía. Bien mirado, ¿qué tendría que temer él? Al fin y al cabo, para el profesor de la Universidad de Hamburgo, de cincuenta y cuatro años, no había un ambiente más familiar que el del marco ceremonial de un gran evento académico. Hacía exactamente diez años que ocupaba su cátedra. En el primer semestre del curso 1929-1930 accedió al rectorado de su universidad: fue el cuarto judío en la historia universitaria alemana que lo conseguía. Cassirer, vástago de una acaudalada familia de comerciantes de Breslau, estaba familiarizado desde la más tierna infancia incluso con la etiqueta de los hoteles de lujo suizos. Como solía hacerse en sus círculos, todos los años viajaba con su mujer, Toni, durante los meses de verano a las montañas suizas para tomar las aguas. A eso hay que añadir que, en 1929, Cassirer también se hallaba en el cenit de su fama y la cumbre de su producción. Durante los diez años anteriores había escrito las tres partes de su Filosofíade las formas simbólicas. La extensión enciclopédica y la originalidad sistemática de esta obra —cuyo tercer y último tomo había aparecido pocas semanas antes del congreso de Davos— consagraron a Cassirer como líder indiscutible del neokantismo, que era la principal corriente académica de la filosofía alemana. A diferencia de Heidegger, la ascensión de Cassirer a la categoría de maestro del pensamiento filosófico no había sido meteórica. Al contrario, su fama había ido creciendo a lo largo de decenios de esfuerzos centrados en la historia de la filosofía y de una labor editorial. Había preparado una edición de obras completas de Goethe y otra de Kant, y en los años de docente en Berlín previos a su cátedra, había publicado una gran historia de la filosofía moderna. En lugar de la presencia carismática y la audacia lingüística, lo distinguía sobre todo su impresionante erudición y una memoria que en ocasiones parecía sobrehumana y le permitía citar en cualquier momento páginas enteras de los grandes clásicos filosóficos y literarios. El carácter equilibrado de Cassirer, siempre dado a la mediación y la moderación, era temido. En Davos, él encarnaba (a sabiendas) esa forma de filosofar, así como el establishment académico que Heidegger se propuso reventar gracias a las generosas becas de viaje para toda una tropa de asalto, compuesta de alumnos y aspirantes a la docencia universitaria, que se había traído. La foto de la ceremonia inaugural muestra a Cassirer (a la izquierda, en la segunda fila) sentado al lado de su esposa Toni, con el pelo dignamente encanecido y la mirada concentrada en la tribuna de oradores. La silla que tiene delante y a la izquierda está vacía. Un pequeño cartel sujeto al respaldo dice: «Reservé». Era el sitio de Heidegger. EL MITO DE DAVOS Como atestiguan los registros posteriores, las infracciones de Heidegger contra la etiqueta de Davos tuvieron consecuencias. A Toni Cassirer le perturbó tanto el encuentro, que en las memorias que escribió en 1948 en su exilio neoyorquino, con el título de Mein Leben mit Ernst Cassirer (‘Mi vida con Ernst Cassirer’)[7] alteró la fecha en dos años. En ellas recuerda a «un hombre de pequeña estatura con un aspecto muy corriente, de pelo negro y penetrantes ojos oscuros», que a ella, hija de un comerciante de la alta sociedad vienesa, le recordaba a «un obrero del sur de Austria o de Baviera», una impresión que «poco después respaldó su dialecto» en el posterior banquete de gala. Ya entonces tenía una idea clara de con quién se las veía su marido: «La inclinación de Heidegger hacia el antisemitismo», concluye sus recuerdos de Davos, «no nos era nada extraña». La disputa de Davos entre Ernst Cassirer y Martin Heidegger se considera hoy un acontecimiento decisivo en la historia del pensamiento. En palabras del filósofo americano Michael Friedman, marcó una esencial «bifurcación en la filosofía del siglo XX».[8] La conciencia de ser testigos de un cambio de época ya latía en todos los asistentes. Un discípulo de Heidegger, Otto F. Bollnow (que en los años posteriores a 1933 llegó a ser un filósofo nazi declarado) celebraba en su diario el «sublime sentimiento […] de haber asistido a una hora histórica comparable a la que Goethe había anunciado en su Campaña de Francia: “Aquí y ahora se inicia una nueva época de la historia universal” —en este caso, de la historia de la filosofía—, y podréis decir que estuvisteis allí».[9] En efecto. Si lo sucedido en Davos no hubiera tenido lugar, los futuros historiadores de las ideas habrían tenido que inventarlo. Este memorable acontecimiento refleja con minuciosidad los grandes contrastes de toda la década. El vástago judío de una familia de industriales de Berlín se encuentra con el hijo de un sacristán católico de la región de Baden: la contención hanseática contra la franqueza rústica. Cassirer es el hotel. Heidegger, la cabaña. Bajo la deslumbrante luz solar se encuentran en un lugar en el que ambos mundos se superponen formando una imagen irreal. La atmósfera onírica, insular, de un hotel y balneario de Davos era la misma que había inspirado a Thomas Mann su novela La montaña mágica. Por eso, la disputa de 1929 en Davos debió de parecer a los asistentes la materialización concreta de una obra de ficción. Cassirer y Heidegger se ajustaban con una exactitud pasmosa a los patrones ideológicos de un Lodovico Settembrini y un Leo Naphta, que la novela de Thomas Mann había creado para toda una época. PREGUNTAS HUMANAS Memorable fue también el tema elegido por los organizadores del encuentro en Davos: «¿Qué es el hombre?». Una pregunta que ya había sido el leitmotiv de la filosofía de Immanuel Kant. Todo el pensamiento crítico de Kant parte de una observación tan simple como incontrovertible: el hombre es un ser que se hace preguntas que en última instancia no puede responder. Estas preguntas se refieren especialmente a la existencia de Dios, el misterio de la libertad humana y la inmortalidad del alma. En una primera definición kantiana, el hombre es un ser metafísico. Pero, ¿qué significa eso? Para Kant, estos enigmas metafísicos, precisamente porque no pueden ser resueltos por completo, abren al ser humano un horizonte de posible perfeccionamiento. Nos guían en nuestro esfuerzo por aprender todo lo posible de la experiencia (conocimiento), actuar del modo más libre y autónomo posible (ética) y hacernos dignos de una posible inmortalidad del alma (religión). Kant habla en este contexto de una función regulativa, e incluso rectora, de las preguntas metafísicas. Hasta los años veinte del siglo XX, las directrices del proyecto kantiano fueron determinantes en la filosofía de lengua alemana y aún más: en la moderna filosofía en general. Esto significaba, tanto para Cassirer como para Heidegger, que filosofar era ir a la raíz de estas preguntas. Algo que también podría aplicarse al proyecto ya mencionado, de orientación más bien lógica, que concibió Ludwig Wittgenstein de trazar un límite inequívoco entre lo que un hombre racional puede decir y aquello sobre lo cual debe callar. No obstante, el planteamiento terapéutico del Tractatus de Wittgenstein iba más allá de Kant en la medida en que el propio impulso, asumido como algo fundamental en el ser humano, de hacerse preguntas metafísicas (y, por tanto, filosofar) podía recibir esa terapia con los medios de la filosofía. Así lo dice el Tractatus: 6.5 Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse. No hay enigma. Si se puede plantear una cuestión, también se puede responder. 6.51 […] Pues la duda solo puede existir cuando hay una pregunta; una pregunta, solo cuando hay una respuesta, y esta únicamente cuando se puede decir algo. 6.53 El verdadero método de la filosofía sería propiamente este: no decir nada, sino aquello que se puede decir; esto es, las proposiciones de la ciencia natural —algo, pues, que no tiene nada que ver con la filosofía—, y siempre que alguien quiera decir algo de carácter metafísico, demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos en sus proposiciones […]. La esperanza ligada a la obra de Wittgenstein, y típica de la época, de poder dejar atrás por fin, bajo la guía de la lógica y la ciencia natural, las cuestiones metafísicas, estaba latente también en muchos participantes de la conferencia de Davos; por ejemplo, en Rudolf Carnap, de treinta y ocho años, autor de obras con títulos tan programáticos como La construcción lógica del mundo o Pseudoproblemas de la filosofía (ambas de 1928). Tras emigrar a Estados Unidos en 1936, Carnap se erigió en una de las figuras destacadas de la «filosofía analítica», en la que tanta influencia tuvo Wittgenstein. SIN FUNDAMENTO En realidad, no importa con qué corriente o escuela se sintieran afines los participantes en el congreso de Davos, si con el idealismo, el humanismo, la filosofía de la vida, la fenomenología o el logicismo. Los filósofos allí presentes coincidían en un punto esencial: que el fundamento cosmovisivoy, sobre todo, científico, sobre el que Kant había erigido su impresionante sistema filosófico se hallaba debilitado o, por lo menos, necesitaba de una importante reforma. La Crítica de la razón pura de Kant se basaba (no solo en su concepción del espacio y del tiempo como formas de la intuición) en la física del siglo XVIII. Pero la concepción newtoniana del mundo había acabado revolucionada por la teoría de la relatividad de Einstein (1905). El espacio y el tiempo no podían considerarse independientes uno de otro, ni podía decirse que fueran a priori, es decir, anteriores a toda experiencia. Ya antes, la teoría de la evolución de Darwin había restado toda plausibilidad a la idea de una naturaleza humana sustraída al devenir temporal, de una naturaleza dada para siempre. Con la importancia otorgada al azar que Darwin había introducido en la evolución de todas las especies del planeta — y que Nietzsche trasladó de manera tan influyente al dominio de la cultura— también quedó muy debilitada la expectativa de una meta última, aun racionalmente sustentada, de la historia. Y la perfecta transparencia de la conciencia del hombre para sí mismo (el punto de partida del método de investigación trascendental kantiano) dejó de parecer evidente con Sigmund Freud. Además, la atrocidad de los millones de muertos anónimos en la Primera Guerra Mundial había restado, más que cualquier otra cosa, toda credibilidad a la retórica ilustrada de un progreso civilizador de la humanidad por medio de la cultura, la ciencia y la técnica. A la vista de las crisis políticas y económicas de aquella década, la pregunta sobre el ser humano se hizo más imperativa que nunca. Lo que ocurría era que el antiguo fundamento de su respuesta se había vuelto definitivamente dudoso. El filósofo Max Scheler, autor del libro El puesto del hombre en el cosmos, fallecido de forma inesperada en 1928, resumió semejante sensación de crisis en una de sus últimas conferencias con estas palabras: «Nos encontramos, por primera vez en los diez mil años de historia, en una época en que el hombre se ha vuelto entera y radicalmente problemático; en que ya no sabe qué es, pero al mismo tiempo sabe que no lo sabe».[10] Tal es el horizonte de preguntas frente al cual Cassirer y Heidegger se encontraron en la cumbre de Davos. Este horizonte había inspirado a ambos pensadores sus obras capitales durante diez años. Sin embargo, en lugar de intentar ofrecer una respuesta directa y sustancial a la pregunta de Kant «¿Qué es el hombre?», Cassirer y Heidegger se concentraron en otra cuestión latente en aquella pregunta, y ahí radicó la originalidad de su pensamiento. El hombre es un ser que necesita hacerse preguntas que no puede responder. Esto es indudable. Pero, ¿qué condiciones deben darse para que un ser sea capaz de hacerse esas preguntas? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de ese preguntar? ¿En qué se basa la capacidad de indagar en las propias preguntas? ¿En ese impulso? Las respuestas se expresan ya en el título de sus obras principales: Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer y El ser y el tiempo de Heidegger. DOS VISIONES Según Cassirer, el hombre es ante todo un ser que utiliza y produce signos: un animal symbolicum. Un ser que, en otras palabras, se da a sí mismo y da a su mundo un sentido, un sostén y una orientación por medio de los signos. El sistema de signos más importante que usa el ser humano es su lengua materna natural. Pero hay muchos otros sistemas de signos —en términos de Cassirer: formas simbólicas—, por ejemplo, los mitos, el arte, la matemática o la música. Estas simbolizaciones, sean lingüísticas, pictóricas, acústicas o gestuales, generalmente no se entienden por sí solas. Requieren de una interpretación por parte de los demás seres humanos. El proceso continuo en el que el signo entra en el mundo y es interpretado y transformado por otros seres humanos es el proceso de la cultura humana. Solo esta capacidad de emplear signos permite al hombre hacerse preguntas metafísicas, y en general, preguntas sobre sí mismo y sobre el mundo. La crítica de la razón pura de Kant se convierte en Cassirer en proyecto de un estudio de los sistemas de formas simbólicas que confieren un sentido a los seres humanos y al mundo. Se convierte, por tanto, en una crítica de la cultura en toda su extensión y variedad, necesariamente contradictorias. También Heidegger recalca la importancia del medio lingüístico para la existencia del ser humano. Pero no ve el verdadero fundamento de su ser metafísico en un sistema de signos universalmente repartido, sino en un sentimiento individualísimo: la angustia. En concreto, la angustia que se apodera del individuo cuando se hace plenamente consciente de la finitud de su existencia. El conocimiento de la propia finitud, que caracteriza al hombre como un «ser arrojado» al mundo, se transforma en él (a través de la angustia) en la tarea de captar y reconocer sus posibilidades, enteramente propias y particulares, de ser. Heidegger llama a este designio autenticidad. La forma de ser del hombre se distingue además por su ineluctable sujeción al tiempo. Por un lado, en virtud de la situación histórica única a la que su existencia ha sido arrojada sin su permiso, y, por otro, en virtud del conocimiento que esa existencia tiene de su finitud. Por eso, la esfera de la cultura y del uso universal de los signos en que se centra Cassirer cumple, en la interpretación de Heidegger, sobre todo la misión de distraer al hombre de su finitud, y, por ende, de su autenticidad. Contra eso, el papel de la práctica filosófica consiste justamente en mantener abiertos para el hombre los verdaderos abismos de su angustia con el fin de liberarlo en un sentido más auténtico. UNA ELECCIÓN Era previsible que la vieja pregunta de Kant acerca del hombre condujera, según se asumiera la respuesta de Cassirer o la de Heidegger, a dos ideales completamente opuestos de evolución cultural y política: tomar partido por una humanidad con iguales derechos formada por todos los seres que utilizan los signos se oponía al coraje elitista de ser auténtico; la esperanza de una domesticación civilizadora de las profundas angustias del hombre se enfrentaba a la exigencia de exponerse radicalmente a ellas; el compromiso con el pluralismo y la diversidad de las formas culturales contradecía el presentimiento de una inevitable pérdida de la individualidad en esa sobreabundancia; la continuidad moderadora se oponía a una voluntad de ruptura total y de nuevo comienzo. Por eso, cuando Cassirer y Heidegger se encontraron el 26 de marzo de 1929 a las diez en punto de la mañana, pudieron proclamar con razón que sus filosofías constituían dos visiones distintas del mundo. Y lo que estaba en juego en Davos era una decisión entre dos visiones en gran medida divergentes del curso evolutivo del ser humano moderno. Dos visiones cuyas fuerzas de atracción opuestas han marcado y determinado interiormente nuestra cultura hasta el día de hoy. De todos modos, los estudiantes y jóvenes investigadores presentes durante los diez días que duró el congreso donde se desarrolló la disputa de Davos ya se habían formado una opinión hacía tiempo y habían emitido su veredicto. Como era de esperar en un clásico conflicto generacional, fue a favor del joven Heidegger. Esto pudo deberse sobre todo a que Cassirer (como si quisiera demostrar en carne propia lo desesperado de su ideal educativo burgués), pasó la mayor parte del congreso metido en su habitación del hotel con fiebre, mientras que Heidegger se calzaba los esquís cada minuto que tenía libre para descender junto con los impetuosos y jóvenes estudiantes por las pistas negras de los Alpes de los Grisones. ¿DÓNDE ESTABA BENJAMIN? En los días primaverales del año mágico de 1929, mientras los profesores Ernst Cassirer y Martin Heidegger se encontraban para diseñar el futuro de ser humano en la cumbre de Davos, otras preocupaciones completamente diferentes abrumaban al periodista y escritor independienteWalter Benjamin en la gran ciudad de Berlín. Benjamin había sido expulsado por su amante, la directora teatral letona Asia Lacis, del nido de amor recién alquilado en la Düsseldorferstraße, y se vio obligado, una vez más, a regresar a la casa de sus padres en la Delbrückstraße, a pocos kilómetros de distancia. Allí lo esperaban, además de su madre moribunda, su esposa Dora y su hijo Stefan, de once años. Lo grotesco del hecho en sí no es nada nuevo. Más bien es el caso, de sobra conocido, del nuevo comienzo cuando el amor se tambalea, al que se suman los aprietos económicos y un rápido final de las relaciones que en los años anteriores mantuvieron todos los implicados. Una situación agravada en ese momento al haber comunicado Benjamin a su mujer, Dora, la decisión irrevocable de divorciarse y, además, con el propósito de casarse con la amante letona que poco antes había roto la relación con él. Resulta tentador imaginarse a Benjamin como asistente al congreso de Davos. Por ejemplo, como corresponsal del Frankfurter Zeitung o del Literarische Welt, en los que solía colaborar como reseñista. Nos lo imaginamos como un cronista parsimonioso colocado en el rincón más apartado del salón de festejos, que saca su bloc negro («Lleva tu cuaderno de notas con el rigor con que las autoridades llevan su registro de extranjeros»), se ajusta las gruesas gafas con montura de níquel y anota con su minúscula letra de pulga las primeras observaciones, por ejemplo, la del dibujo del papel pintado o de los tapizados, para luego proseguir con una somera crítica del corte del traje que viste Heidegger y acabar lamentando la pobreza espiritual de una época en la que los filósofos preconizan la «vida sencilla» y, en especial en el caso de Heidegger, cultivan un «lenguaje rústico» caracterizado por la «profusión de los más rudos arcaísmos» con los que creen «asentar las fuentes vitales del lenguaje». Posiblemente se habría dirigido a los asientos donde más tarde se acomodaría el «hombre-estuche» Cassirer y habría dicho que esa parte del mobiliario burgués representaba toda una filosofía anticuada y enmohecida, cuyo conservadurismo burgués aún creía que podía obligar a la diversidad del mundo moderno a entrar en el corsé de un sistema unitario. Ya en el aspecto físico, Benjamin habría parecido un perfecto híbrido de Heidegger y Cassirer. También él era propenso a repentinos padecimientos febriles y antideportivo hasta un punto ridículo, pero, a pesar de su escasa estatura, tenía una presencia, un atractivo y una sofisticación que habrían causado impresión de inmediato. De hecho, los temas tratados en Davos también ocupaban un lugar central en su producción: la transformación de la filosofía kantiana en el contexto de una nueva era de la técnica, el aspecto metafísico del lenguaje común, la crisis de la filosofía académica, el desgarro interno de la conciencia moderna y del sentido del tiempo, la creciente forma mercantil de la existencia urbana, la búsqueda de la salvación en tiempos de completo declive social… ¿Quién sino Benjamin había publicado algo sobre esos temas en los últimos años? ¿Por qué nadie lo había enviado a Davos? O algo aún más doloroso: ¿por qué nadie lo había invitado como orador? La respuesta era que, desde el punto de vista de la filosofía académica, Walter Benjamin carecía de entidad en 1929. Había intentado una y otra vez acceder a un puesto de profesor en muchas universidades (en Berna, Heidelberg, Fráncfort, Colonia, Gotinga, Hamburgo y Jerusalén), pero una y otra vez había fracasado estrepitosamente, unas veces porque las circunstancias no le eran favorables, y otras a causa de los prejuicios antisemitas, pero, sobre todo, por su propia indecisión. En 1919, cuando se doctoró en la Universidad de Berna con una tesis sobre «El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán», que obtuvo la calificación de summa cum laude, creyó que iba a tener todas las puertas abiertas. El director de su tesis, el germanista Richard Herbertz, le prometió un puesto docente remunerado. Benjamin vaciló, se enemistó con su padre, con lo que anuló todas las perspectivas de vivir en la cara Suiza, y no tardó en optar por una vida de crítico independiente. Si durante los diez años siguientes todavía intentó repetidas veces establecerse en una universidad fue sobre todo porque se dio cuenta de lo difícil que le resultaría seguir el camino elegido a alguien que escribía, vivía y, además, consumía como él. En aquellos años salvajes era bastante costoso vivir y ser como él. Y no se debía solo a su cara afición por dominar los restaurantes, los clubes nocturnos, los casinos y las reuniones en casas de amigos, sino también a su pasión por el coleccionismo, por ejemplo, de antiguos libros infantiles, que descubría por toda Europa y adquiría de manera casi compulsiva. Tras la ruptura definitiva con el hogar de sus padres, la vida del no precisamente ocioso periodista (el mercado periodístico de lengua alemana y la demanda de suplementos culturales se disparó en los años veinte) se vio condicionada por la permanente precariedad económica. Y cada vez que las estrecheces lo oprimían, Benjamin miraba de reojo a la universidad. Un puesto académico podía proporcionar a la joven y muy viajera familia, además de una seguridad económica básica, un apoyo existencial, las dos cosas que el pensador, presa de un descontento interior, ansiaba tanto como temía. MEJOR FRACASAR Las ambiciones académicas de Benjamin alcanzaron un punto de inflexión catastrófico, que el tiempo haría legendario, con la habilitación fallida en la Universidad de Fráncfort en 1925. Encarrilado por el único defensor de Benjamin que formaba parte de dicha universidad, el sociólogo Gottfried Salomon-Delatour (uno de los posteriores organizadores de las conferencias universitarias de Davos), Benjamin había escrito un estudio titulado El origen del drama barroco alemán. A primera vista, el trabajo aspiraba a clasificar la tradición del drama barroco en el canon de literatura alemana. Hoy en día, ese estudio suele considerarse un hito de la filosofía y la teoría literaria del siglo XX, especialmente por su «Prólogo crítico del conocimiento». Sin embargo, entonces ni siquiera llegó a iniciarse el procedimiento oficial de habilitación, pues los examinadores escogidos por la facultad, completamente desbordados por la envergadura del trabajo, habían pedido al autor, después de una primera revisión, que retirase voluntariamente su solicitud. El fracaso ante la comisión examinadora habría sido inevitable. A pesar de todo, aun después de esta radical humillación, Benjamin no pudo abandonar por completo la idea de acceder a una universidad. Ese mismo invierno de 1927-1928 trató de unirse, por mediación de su amigo y mecenas, el escritor Hugo von Hofmannsthal, al círculo hamburgués de la llamada «escuela de Warburg», formada en torno a Erwin Panofsky y Ernst Cassirer. También eso resultó un fiasco. La reacción de Panofsky fue tan negativa que Benjamin tuvo que disculparse ante su intercesor Hofmannsthal por haberlo implicado en el asunto. Es de suponer que Ernst Cassirer también se enteró de ese intento de entrar en el círculo. Para Benjamin, el rechazo fue especialmente duro de aceptar, ya que durante sus primeros meses de estudiante en el Berlín de los años 1912-1913, había asistido con mucha ilusión como oyente de las clases del entonces profesor asociado. Los círculos eran estrechos, los intercesores lo eran todo, y Benjamin era, en casi todos los aspectos, un caso perdido: demasiado independiente en sus planteamientos, demasiado poco convencional en su estilo, demasiado divulgativo en sus trabajos para ganarse el pan, y tan original en sus teorías que resultaba indescifrable. De hecho, el salón de festejos de Davos era (tal como habría advertido Benjamin de haber estado presente como corresponsal) una especie de galería de personajes relacionados con todas las vergüenzas académicas que tuvo que pasar. El primero, Martin Heidegger, a quien Benjaminaborrecía. En los años 1913 y 1914, ambos habían compartido banco en el seminario del neokantiano Heinrich Rickert (más tarde director de la tesis de Heidegger) en Friburgo. Desde entonces, Benjamin siguió el ascenso de Heidegger con mucha atención y no menos envidia. En 1929 planeó, una vez más, fundar una revista (con el título provisional «Crisis y crítica»), cuya misión no sería otra que la de «destrozar a Heidegger», como le confió a su nuevo y mejor nuevo amigo Bertolt Brecht, cofundador de la revista. Pero también ese proyecto se quedó en nada. Un proyecto más, un nuevo plan fracasado desde el principio. Con solo treinta y siete años, Benjamin ya había acumulado docenas de fracasos, ya que desde hacía un decenio, el filósofo, publicista y crítico independiente había sido ante todo una cosa: una fuente inagotable de grandes proyectos fracasados. La fundación de una revista o una editorial, textos académicos para conseguir puestos universitarios, monumentales trabajos de traducción (las obras completas de Proust y Baudelaire), series de novelas negras o ambiciosas obras teatrales. Por lo general, presuntuosos anuncios y planes. Solo unos pocos proyectos llegaron a alcanzar el estadio del esbozo o el fragmento. Para ganarse el pan, recurría principalmente a escribir glosas, columnas y reseñas diarias. En primavera de 1929 ya había publicado varios cientos de estos textos en periódicos nacionales. En su espectro temático cabían desde la cábala judía hasta «Lenin como escritor de cartas» o los juguetes; pasando por la información sobre ferias de la alimentación o los artículos de pasamanería, que compaginaba con extensos ensayos sobre el surrealismo o los castillos del Loira. ¿Y por qué no? Cualquiera que sepa escribir puede hacerlo sobre cualquier cosa. En especial cuando la manera de tratar un tema consiste en presentar el tema elegido como una suerte de mónada, es decir, como algo en cuya existencia misma se muestra el estado del mundo en el presente, el pasado y el futuro. En eso precisamente consiste el método y la magia de Benjamin. Su visión del mundo es profundamente simbólica: cada persona, cada obra de arte, cada objeto, por cotidiano que sea, es para él un signo por descifrar. Y cada uno de estos signos está en conexión totalmente dinámica con todos los demás signos, por lo que, en su opinión, una interpretación orientada a la verdad de cualquiera de estos signos termina por mostrar y representar mentalmente su inserción en el gran todo, en constante cambio, de los símbolos: la filosofía. ¿ES PRECISA UNA META EN LA VIDA? La dispersión temática de Benjamin, que pudiera parecer una tontería, seguía en realidad un método particular de conocimiento. Este modo de proceder se vio reforzado por el creciente convencimiento de que, precisamente en las manifestaciones, los objetos y las personas de comportamiento más ilógico y, por ende, transitorio, se veía la marca más auténtica del todo social. Las hoy célebres imágenes mentales de Benjamin, por ejemplo, las de Calle de sentido único (1928) o Infancia en Berlín hacia 1900, acusan tanto la influencia de los poemas del flâneur Baudelaire como la predilección por los marginados de las novelas de Dostoievski o el ansia de recuerdos de Proust. Son testimonio de una inclinación romántica a lo provisional y lo laberíntico, así como de un interés por las esotéricas técnicas interpretativas de la cábala judía. Todo esto iba acompañado en ocasiones del materialismo marxista o las filosofías idealistas de la naturaleza de Fichte y Schelling. Los textos de Benjamin ensayan el nacimiento de un nuevo modo de conocimiento en un estado de una desorientación ideológica típica de su tiempo. Las primeras líneas de su obra autobiográfica Infancia en Berlín hacia 1900 (publicada póstumamente) pueden leerse como una lúdica introducción a su método: No lograr orientarse en una ciudad no es nada de particular. Mas, para perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado, al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte. Este arte lo he aprendido tarde, pero ha cumplido el sueño cuyas huellas primeras fueron los laberintos que se iban formando sobre las hojas de papel secante de mis cuadernos […]. [11] Precisamente en el aislamiento crónico, la extrema diversidad y las contradicciones saturadas de realidad de su escritura reconoce Benjamin el único camino todavía transitable hacia el verdadero conocimiento del mundo y, por ende, de sí mismo. Para decirlo con las sinuosas palabras de su «Prefacio crítico» a El origen del drama barroco alemán, la práctica filosófica ha de lograr siempre que, «a partir de los extremos separados, de los excesos aparentes de la evolución, surja la configuración de la idea como totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia de dichos opuestos que tenga un sentido». Pero, según Benjamin, esta exposición de una idea no puede «en ningún caso considerarse lograda mientras no haya recorrido virtualmente el círculo de los extremos en ella posibles».[12] Eso es, obviamente, mucho más que una particular epistemología. Es también un proyecto de existencia que transforma directamente la pregunta original kantiana «¿qué es el hombre?» en esta otra: «¿Cómo debo vivir?». Pues lo que vale para el arte filosófico de la exposición de una idea, vale igual, piensa Benjamin, para el arte de vivir. El hombre libre, sediento de conocimiento, se entrega con todo su ser a los «extremos separados», y no puede considerar que ha logrado su existencia si no ha examinado, o al menos probado, todos los extremos posibles. Así pues, el camino del conocimiento de Benjamin, así como su proyecto de existencia, constituyen otro extremo en la tensión típica de la época que también estimuló y fecundó el pensamiento de Wittgenstein, Cassirer y Heidegger en los años veinte. Pero, en lugar del ideal de una construcción del mundo lógicamente esclarecida, su manera de pensar se cimenta en la inspección de la simultaneidad contradictoria. Si Cassirer aspira, sobre la base de un concepto del símbolo científicamente concebido, a la unidad de un sistema polifónico, en Benjamin domina la voluntad de atender a las constelaciones abundantes en contrastes, perpetuamente dinámicas, del conocimiento. Y frente a la afirmación heideggeriana de la angustia que provoca la muerte, Benjamin establece el ideal de la embriaguez y el exceso que celebran el instante como elemento de las verdaderas sensaciones. Él impregna el Todo de una filosofía de la historia cargada de religión y abierta a la posibilidad de la salvación sin poder articular, ni menos aún predecir, ese momento de salvación a la manera del marxismo vulgar. LA REPÚBLICA DE UN SOLO HOMBRE Benjamin vivió durante los años veinte en la tan ansiada unión de acción y pensamiento, en continua oscilación física y mental a lo largo del eje París- Berlín-Moscú, pero siempre a punto de un completo derrumbe próximo a la depresión. Y en medio de su espiral de autodestrucción (prostitutas, casinos, drogas), aparecían esporádicamente, en el curso de pocos meses, fases de inmensa productividad y brotes de genialidad. Como la propia República de Weimar, Benjamin no buscaba un equilibrio en el término medio. Para él, lo verdadero que había que descubrir (incluso dentro de sí mismo) estaba siempre en los excitantes márgenes de la existencia y del pensamiento. La primavera de 1929 fue, en este sentido, ejemplo de una constelación que determinó los diez años anteriores de su vida.[13] Y, como siempre, un poco más acentuada: de pronto se encontró dividido entre al menos dos mujeres (Dora y Asia), dos ciudades (Berlín y Moscú), dos vocaciones (periodista y filósofo), dos buenos amigos (el judaísta Gershom Scholem y el comunista Bertolt Brecht), dos grandes proyectos (fundación de una revistay comienzo de una nueva obra capital, que sería el posterior Libro de los pasajes) y mucho trabajo con cobro anticipado por entregar. Si hay un intelectual cuya situación biográfica refleje al máximo las tensiones de la época, es Walter Benjamin en la primavera de 1929. Era un Weimar de un solo hombre. Eso no podía ir bien. Y no fue bien. Al fin y al cabo, hablamos de una persona, en sus propias palabras, incapaz de «prepararse una taza de té» (de lo cual, por supuesto, culpaba a su madre). La decisión que tomó Benjamin de difamar y abandonar a la única persona con la que hasta entonces había podido contar marcó un punto de inflexión decisivo en su biografía. Y eso teniendo en cuenta que dicha persona veía con mucha más claridad que el propio filósofo. En mayo de 1929, Dora Benjamin, sumamente preocupada, se dirigió por carta al amigo común Gershom (Gerhard) Scholem: Walter está muy mal, querido Gerhard. No te puedo decir más, porque me desgarra el corazón. Está enteramente bajo la influencia de Asia, y hace cosas que la pluma se resiste a escribir y que me impiden que vuelva a dirigirle la palabra el resto de mi vida. No es más que cabeza y sexo, y sabes, o te puedes imaginar, que en tales casos la cabeza no tarda mucho en sucumbir. Este fue siempre un gran peligro, y no sabemos en qué acabará la cosa […]. Como los primeros arreglos del divorcio fracasaron por no querer devolverme con su herencia el dinero prestado (120.000 marcos, y mamá está seriamente enferma), ni pagar nada para Stefan, Walter me ha demandado […]. Le di todos los libros, y al día siguiente me pidió también la colección de libros infantiles; este invierno ha vivido conmigo durante meses sin pagarme […]. Y ocho años después de darnos completa libertad […] me demanda; por lo visto, ahora las despreciadas leyes alemanas son de repente buenas.[14] Dora sabía por dónde iban los tiros. Solo cinco meses después, a finales de otoño de 1929, casi coincidiendo con el Viernes Negro (el día del crac de Wall Street en Nueva York), Benjamin sufrió un colapso. Incapaz de leer, hablar, y mucho menos escribir, ingresó en un sanatorio. Con el gran crac de la bolsa de 1929, la humanidad cruzó el umbral de una nueva era, tan oscura y mortífera que ni el mismo Walter Benjamin la habría podido imaginar. II Saltos 1919 El doctor Benjamin huye de su padre, el subteniente Wittgenstein comete un suicidio económico, el profesor auxiliar Heidegger abandona la fe y monsieur Cassirer trabaja en el tranvía para inspirarse ¿QUÉ HACER? «Si se conociera, por un lado, el carácter de un hombre, es decir, su manera de reaccionar en todos los detalles y, por otro, los aconteceres del mundo en los sectores en que ese carácter se adentrase, podría decirse con exactitud tanto lo que a ese carácter le sucedería como las cosas que haría. Es decir, se conocería su destino».[15] ¿Es esto cierto? ¿Realmente está condicionada así la trayectoria de una vida? ¿Está determinada hasta el punto de ser predecible? ¿También la propia biografía? En ese caso, ¿qué margen le quedaría a una persona para conformar su vida? Benjamin se hacía estas preguntas en septiembre de 1919, con veintisiete años, en un ensayo titulado Destino y carácter. Como ya hace suponer la primera frase del texto, su necesidad de echarse a sí mismo las cartas en esa época era muy representativa de toda una generación de jóvenes intelectuales europeos que, después de la Gran Guerra, sentían la necesidad de reconsiderar los fundamentos de su propia cultura y su propia existencia. Escribir era un medio de autoesclarecimiento. Sin embargo, en el primer verano posterior a la guerra, Benjamin se encontraba, por motivos puramente personales, en el umbral de una nueva etapa. La transición a la llamada vida adulta ya había quedado atrás. Se había casado (1917), había sido padre (1918) y, a finales de junio de 1919, se había doctorado. En lo que se refiere a la Primera Guerra Mundial, había conseguido que los horrores de la conflagración mundial no se aproximaran demasiado a su existencia. En 1915 había evitado su primera llamada a filas pasando en vela la víspera de su reconocimiento médico con su mejor amigo, Gerhard Scholem, tomando incontables tazas de café con el fin de que, al someterse a la mañana siguiente al examen médico, su pulso acusara las suficientes irregularidades como para que lo declarasen no apto. Un truco corriente en aquella época. La segunda artimaña que Benjamin empleó para librarse en el año 1916 fue aún más ocurrente y refinada. Su entonces futura esposa Dora lo sometió —¡con rotundo éxito!— durante varias semanas a unas sesiones de hipnosis que acabaron convenciéndolo de que padecía una fuerte ciática. Los síntomas eran inequívocos a juicio de los médicos militares. Aunque no lo libraron del servicio en el frente, al menos le concedieron un permiso oficial para que examinaran mejor la complicada dolencia en una clínica especial de Suiza. Y una vez en Suiza, quedaba a salvo del reclutamiento forzoso mientras permaneciese en el país. De modo que allí decidieron trasladarse Dora y Walter en otoño de 1917. SU REFUGIO Primero buscaron alojamiento en Zúrich, que durante los años de la guerra fue una especie de asilo de jóvenes alemanes pertenecientes a la intelligentsia europea. Allí proclamaron el dadaísmo Hugo Ball y Tristan Tzara en 1916. A solo unos metros del Cabaret Voltaire se alojaba entonces un tal Vladímir Ilich Uliánov, que bajo el seudónimo de Lenin planeaba la revolución rusa. Sin conexión con estos círculos, y sin buscarla, la joven pareja de recién casados (acompañada por Scholem, el amigo común) se mudó enseguida a Berna, en el centro de Suiza, en cuya universidad se matriculó Walter con el objetivo de doctorarse en filosofía. Los dos (o, mejor dicho, los tres) exiliados de Berlín vivían completamente aislados de la vida cultural de aquella ciudad aún hoy célebre por su lentitud. La actitud de Benjamin y Scholem ante el nivel de los cursos y seminarios locales era de menosprecio. A la vista de su escasa calidad, inventaron una universidad imaginaria llamada «Muri» y le idearon cursos absurdos, como, por ejemplo, «El huevo de Pascua: sus beneficios y sus peligros» (teología), «Teoría y praxis de la ofensa» (derecho) o una «Teoría de la caída libre con ejercicios acompañantes» (filosofía).[16] En Berna también empleaban el tiempo en lecturas y estudios realizados de forma personal y en común, por ejemplo, de las obras del neokantiano Hermann Cohen, de las que comentaban frase tras frase en largas veladas.[17] Era una situación cuya completa indeterminación, y no menos ambivalencia erótica, se ajustaban al carácter de Benjamin. Con el nacimiento de su hijo Stefan en abril de 1918, su productividad aumentó enormemente, y en menos de un año concluyó su tesis doctoral. El previsible fin de la guerra le creó la necesidad de concretar su profesión para los tiempos venideros. Además, su padre, cuya situación económica había empeorado considerablemente durante la guerra, le urgía a buscarse el sustento. DÍAS CRÍTICOS Cuando la joven familia se retiró a descansar durante el verano de 1919 a una pensión junto al Brienzersee, había dejado atrás meses de trabajo intensivo. «Dora y yo estamos al límite de nuestras fuerzas», escribe Benjamin a Scholem el 8 de julio de 1919, algo a lo que no era ajeno el estado de salud del pequeño Stefan, que estuvo «constantemente febril» durante meses, lo cual los dejó «sumidos en una intranquilidad permanente».[18] Dora fue quien más sufrió «las consecuencias de meses de esfuerzos agotadores»: «una anemia y un serio adelgazamiento». Benjamin todavía luchaba con las dolorosas secuelas de su ciática provocada por la hipnosis, y además, según le contó al amigo común, «en los últimos seis meses [se volvió] hipersensible a los ruidos». Estaba al borde del agotamiento. La familia pasó sus vacaciones veraniegas en una pensión con el bonito nombre de «Mon repos», un descanso tan necesario para ella. Con vistasal lago, pensión completa y una niñera que acompañaba a la familia (sí, la situación económica podía haber empeorado, pero lo que se dice desesperada no lo era absoluto), era un alojamiento donde se podía comer bien, dormir mucho, leer un poco, y donde Walter tendría la oportunidad de traducir al alemán algún poema de su querido Baudelaire. Podría haber sido un paréntesis muy hermoso. Sin embargo, como solía ocurrir con los planes de Benjamin, aquel oasis no sirvió para nada. Y Walter fue el principal responsable, ya que, para no comprometer la ayuda económica de su padre, se le ocurrió que lo más sensato era no informar a la familia de Berlín de que había superado las pruebas de doctorado. Pero Benjamin padre no tenía la menor confianza en su retoño, y decidió hacerle una visita sorpresa en Suiza junto con su mujer. La llegada de los padres al lugar donde el hijo pasaba sus vacaciones puede datarse con exactitud: fue el 31 de julio de 1919. Quien conozca la forma de ser de los personajes implicados, así como las circunstancias concretas en que se encontraron, no necesita ser un genio para imaginarse cómo debió de ser el encuentro entre padre e hijo. Cuando Benjamin escribió a Scholem el 14 de agosto de 1919, le habló de los «malos días que acabamos de pasar», y poco después añadió tímidamente: «le permito que revele lo de mi doctorado». En cuanto su padre se enteró, le puso un ultimátum: ya podía buscarse cuanto antes, en una época tan incierta, un trabajo decente, fijo y, sobre todo, bien remunerado. Algo nada fácil para Benjamin, porque ante la pregunta insistente sobre lo que pensaba hacer con su vida, solo podía responder una cosa: «Crítico, padre, quiero ser crítico». Precisamente a los entresijos y al significado de este oficio había dedicado su tesis doctoral. Un estudio de trescientas páginas titulado El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán.[19] A Walter Benjamin no debió de resultarle fácil explicar en los primeros días de agosto de 1919 al comerciante neófito en filosofía y depresivo crónico que era su padre lo que ese concepto significaba, lo que suponía para su cultura y su identidad, y cómo además, podía ser una actividad lucrativa. Valía la pena intentarlo por lo menos. Máxime cuando, tras el aséptico título de aquel trabajo académico, latía el empeño, del todo personal, de asentar la idea de una franqueza fundamental en relación con su futuro y el de toda la cultura sobre una nueva base teórica. A la actividad esencial que permite tal franqueza y promueve sin cesar, la llama Benjamin en su tesis doctoral sencillamente crítica. Está convencido de que, en las obras de Fichte, Novalis y Schelling, posteriores a Kant, subyace una forma específica de actividad del espíritu cuya relevancia para la propia vida y la propia cultura aún está por descubrir. TESIS ROMÁNTICAS El impulso decisivo de estos primeros pensadores románticos radica, para Benjamin, en que la actividad de la crítica bien entendida no deja inalterados en su esencia ni al sujeto crítico (el crítico de arte), ni al objeto criticado (la obra de arte). En el proceso de la crítica, ambos experimentan una transformación que, en el caso ideal, conduce a la verdad. Esta tesis del constante enriquecimiento de la esencia de la obra artística gracias a la actividad del crítico se basa, según Benjamin, en dos argumentos básicos del romanticismo alemán: 1. Todo lo que es no solo guarda una relación dinámica con otras cosas, sino también consigo mismo (tesis de la autorreferencia de todas las cosas). 2. Cuando un sujeto critica un objeto, activa y moviliza en ambas unidades tanto sus referencias a otros como sus referencias a sí mismo (tesis de la activación de todas las referencias por medio de la crítica). En su tesis doctoral, Benjamin extrae de estas aseveraciones unas conclusiones que revolucionarán, de entrada, su concepto de sí mismo como crítico, y a continuación, la autoconcepción de la crítica de arte en los siglos XX y XXI. Esto se aplica, ante todo, a la idea según la cual la crítica de arte «no es enjuiciamiento, sino, por uno de sus lados, consumación, complementación, sistematización».[20] A su vez, esto confiere al crítico de arte el estatus de cocreador de la obra de arte. Pero, además, esta concepción de la crítica hace que una obra de arte nunca permanezca estable en su esencia, sino que su ser y su posible significado cambien y se dinamicen en el curso la historia. Y, por último, es necesario considerar también toda crítica hecha a una obra de arte en sí misma (y esto se deduce de la tesis de la autorreferencia de todas las cosas) como tal crítica de la obra de arte. Críticos y artistas se hallan, pues, en cierto sentido, en un nivel creativo. La esencia de una obra no es algo fijo, sino que cambia constantemente. Y, en realidad, las propias obras de arte se critican a sí mismas sin cesar. Es fácil imaginar el grado de perturbación, y también de incomprensión, que las tesis de Benjamin tuvieron que provocar en una persona como su padre. NUEVA AUTOCONCIENCIA La plausibilidad del proyecto de Benjamin dependía por completo de lo convincentes que fueran las dos tesis románticas de la autorreferencia y la heterorreferencia universal de todas las cosas. Pero, posiblemente, las tesis no fueran tan descaminadas como pudiera parecer a primera vista. Walter Benjamin habría podido hablarle a su padre de un fenómeno humano tan indiscutiblemente real que no admite duda: la realidad de la autoconciencia humana. Al fin y al cabo, todo ser humano posee una facultad tan especial como maravillosa. Consiste en referir sus propios pensamientos a sus propios pensamientos. Todos los seres humanos pueden, cada uno para sí mismo, «pensar el pensamiento» propio. Con lo cual, cada uno tiene su propia experiencia de un proceso cognitivo en el transcurso del cual tanto el objeto criticado (el pensamiento en el que piensa) como el sujeto crítico (el pensamiento que lo piensa) no solo experimentan un cambio, sino que además se experimentan como un solo pensamiento. Para los románticos, esta relación fundamental reflexiva de la autoconciencia era el ejemplo clásico de cualquier forma de referencia crítica a un objeto. Un ejemplo clásico y generalizable es el de lo que sucede cuando «el ser conocida una esencia por otra [coincide] con el autoconocimiento del ser conocida».[21] Es más, Benjamin pudo haberle explicado a su padre que ese milagro de la autorreferencia cambiante se produce de manera permanente. Y de una manera especialmente visible y efectiva cuando un ser humano reflexiona sobre los fundamentos de su referencia a sí mismo y al mundo. Las grandes obras de arte no son sino los resultados materializados de ese proceso de reflexión. Es decir, son obras que, consideradas en sus referencias, son muy ricas, variadas, sugerentes, características y, por ende, promotoras del conocimiento: La crítica es, por lo tanto, algo así como un experimento con la obra de arte, mediante el cual se la despierta a la reflexión, la cual la lleva a la conciencia y al conocimiento de sí misma. […] En la medida en que la crítica es conocimiento de la obra, es autoconocimiento de la obra misma; y en la medida en que la juzga, es autoenjuiciamiento de ella misma.[22] Tal es, para Benjamin, el núcleo filosófico del concepto de crítica de arte en el Romanticismo, aunque los románticos no llegaron a captarlo con suficiente claridad. Para eso fue necesaria una distancia temporal clarificadora (de unos ciento cincuenta años) y una interpretación más profunda. Fue necesaria, en otras palabras, la crítica. Esta era exactamente la actividad a la que Benjamin quería dedicar el resto de su vida. Porque esta actividad también promovería con él y en él, con la «obra» en continuo devenir, algo con lo que él mismo se había identificado. En realidad, el ser humano que piensa su pensamiento — cada ser humano— es obra de sí mismo. Cada ser humano puede ejercitarse en la tarea de examinarse y reconocerse de un modo crítico.Cada ser humano puede, en cierta medida, acompañar y conformar de modo crítico su propia evolución. Cada ser humano puede así llegar a ser quien es de verdad. O, sencillamente, filosofar. HUIDAS Así, o de modo análogo, habría explicado Benjamin a su padre durante aquellas dos semanas junto al Brienzersee la idea de su vida futura como crítico independiente. Cabe suponer que lo hiciera. Pero es dudoso que lograra convencer a su progenitor. Especialmente porque la verdadera pregunta que le planteaba su padre quedaba sin respuesta. ¿Cómo (o quién) costearía ese modo de vida en el futuro? ¿Cómo puede alguien cumplir su designio sin aceptar su «destino», por ejemplo, el preestablecido por los padres? ¿Qué hacer? Conforme a su carácter, Benjamin empezó haciendo lo que siempre había hecho y lo que haría en el futuro al carecer de una solución a la vista: salir a toda prisa de allí donde se encontrara, cambiar continuamente de lugar y, al mismo tiempo, lanzarse a nuevos y diversos grandes proyectos. En otoño, su itinerario lo llevó a la localidad austriaca de Breitenstein con escalas en Klosters y Lugano. Allí, la joven familia, al límite de sus fuerzas y recursos, acabó alojada en una casa de reposo que regentaba la tía austriaca de Dora. «Aquí estamos lo que se dice sin blanca», hizo saber Benjamin a su amigo Scholem el 16 de noviembre de 1919. Pero le habían llegado buenas noticias del que fue director de su tesis en Berna: «Herbertz me ha recibido del modo más cordial, y me ha abierto perspectivas de una habilitación, y hasta de un posible puesto de catedrático extraordinario. Como es natural, mis padres están muy contentos, y no tienen nada en contra de una habilitación allí, pero aún no pueden comprometerse económicamente».[23] Entonces, no todo estaba perdido. Solo quedaba pendiente la penosa cuestión del dinero. Un problema que también preocupaba a Wittgenstein en aquellas mismas semanas y meses, aunque de una manera muy diferente. LA METAMORFOSIS ¿De verdad era consciente del alcance de su decisión? ¿Habló de ella con sus hermanos? ¿No podía habérselo pensado mejor? No, no quería hacerlo. «Pues muy bien», suspiró el notario de la familia, «entonces está usted firmemente decidido a cometer un suicidio económico».[24] Eso parecía. La decisión de Wittgenstein era firme. No vaciló, sino que insistió una y otra vez en preguntar —todavía con el uniforme blanco de subteniente— si de verdad no quedaba ninguna escapatoria, si no había alguna cláusula especial, una vuelta atrás; si con su firma iba a desprenderse para siempre y de modo absolutamente irrevocable de toda su fortuna. Suicidio económico, una buena forma de decirlo. Era el 31 de agosto de 1919. No hacía ni una semana que Wittgenstein había regresado a Viena como uno de los últimos oficiales prisioneros de guerra en Italia liberados, y ya se hallaba sentado en una distinguida notaría transfiriendo toda su fortuna (equivalente a cientos de millones de euros) a sus hermanos Hermione, Helene y Paul, mayores que él. Viena, antes orgullosa capital imperial, era en ese momento la capital de una pequeña y quebrada república alpina que en el primer verano de la posguerra iba camino del caos absoluto. Previendo la catástrofe, la mayoría de la población austriaca se había pronunciado a favor de la anexión a Alemania, también al borde del colapso. Las potencias vencedoras lo impidieron. El 96 por ciento de los niños austriacos sufrían desnutrición aquel verano. La inflación ponía por las nubes los precios de los alimentos. La moneda seguía en caída libre… y, con ella, la moral en la ciudad. Las viejas jerarquías del Imperio de los Habsburgo se habían derrumbado por completo y las nuevas instituciones aún no estaban en pleno funcionamiento. Nada era como antes. Hasta el propio Wittgenstein, que ya había cumplido treinta años, era otra persona. Los años de la guerra lo habían transformado. La esperanza de lograr un cambio radical en su vida había sido la razón por la que, en el verano de 1914, apenas unos días después de estallar la guerra, Wittgenstein se había presentado voluntario como cabo. Él, el hijo de la mejor sociedad vienesa, vástago de una de las más influyentes familias de industriales europeos, estudiante en Cambridge y ya entonces reconocido como el talento filosófico del siglo, del que sus padrinos Bertrand Russell y Gottlob Frege esperaban nada menos que el «siguiente gran paso». Bien mirado, la guerra había cumplido plenamente las esperanzas personales de Wittgenstein: había demostrado valentía durante las ofensivas militares en Galitzia, Rusia e Italia, había estado más de una vez muy cerca de la muerte, había disparado a matar, había descubierto la fe cristiana leyendo un librito de Lev Tolstói, y en las largas noches de guardia en el frente había escrito su libro filosófico, una obra con la que estaba convencido no solo de haber dado el siguiente gran paso en la filosofía, sino incluso de que ese paso era el último y definitivo. Pero, ¿qué había logrado en realidad? En el fondo, nada. Por lo menos, nada para él. Además, las vivencias de lo absurdo todavía lo atormentaban diariamente. Lo había dejado escrito en el prólogo a su Tractatus logico- philosophicus en verano de 1918, después de hacerle los últimos retoques durante un viaje de permiso a casa antes de la última ofensiva en el frente: Soy, pues, de la opinión de que los problemas han sido, en lo esencial, finalmente resueltos. Y si no estoy equivocado en esto, el valor de este trabajo consiste, en segundo lugar, en el hecho de que muestra cuán poco se ha hecho cuando se han resuelto estos problemas. En otras palabras: sobre todo lo que determina propiamente una vida humana, lo que le da significado, valor y esperanza diaria, la filosofía no tiene nada que decir y nada que discutir. Pero el motivo por el que esta no puede decir nada en absoluto —por el que ninguna conclusión lógica, ningún argumento y ninguna teoría sólida del sentido pueden siquiera rozar los interrogantes de la vida— es, ni más ni menos, lo que Wittgenstein creía haber evidenciado de una vez por todas con su obra. ACTOS ÉTICOS «El sentido de este libro», aclara Wittgenstein al editor Ludwig von Ficker apenas dos meses después de regresar de la guerra, es en realidad «ético», puesto que su obra se compone de dos partes: «de lo que en ella digo y de todo lo que en ella no he escrito. Y es justamente esta segunda parte la verdaderamente importante. Pues con mi libro, lo ético queda limitado, por así decirlo, desde dentro».[25] El ámbito de lo decible, que la obra de Wittgenstein delimita «desde dentro» con los medios del análisis lógico del lenguaje, concierne solo al mundo de los hechos y, por lo tanto, al único dominio del que se puede hablar con sentido. Pero comprender del modo más exacto posible la constitución del mundo de los hechos es tarea de la ciencia natural. Wittgenstein está convencido de que esto es «algo que no tiene nada que ver con la filosofía» (6.53). El problema, o más bien la verdadera solución filosófica, consiste para él en la siguiente convicción, o mejor dicho, el siguiente sentir: 6.52 Sentimos que, incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida permanecería del todo intacto. Ciertamente, no quedaría ya ninguna pregunta, y precisamente esta es la respuesta. Mientras que el espíritu de la época, caracterizado por el positivismo, partía de que solo las cosas sobre las que se puede hablar con sentido, y cuya realidad fáctica (lo que llamamos hechos) podemos documentar sin la menor duda, tendrían propiamente sentido para nuestra vida, Wittgenstein mostraba, empleando el fundamento metodológico propio de esta concepción puramente científica del mundo (el análisis lógico), que la verdad era justo lo contrario. Todo lo que, en sentido estricto, dota de sentido a la vida y al mundo en que vivimos, se encuentra fuera de los límites de lo enunciable. El planteamiento filosófico de Wittgenstein eraestrictamente científico, pero su moral era existencialista. La vida buena no se basa en razones objetivas, sino en decisiones en esencia subjetivas. No puede decirse en qué consiste, sino que tiene que mostrarse en las acciones concretas cotidianas. Tal era lo que Wittgenstein había resuelto en 1919. Si hubiera continuado existiendo el viejo mundo vienés, le habría resultado inimaginable regresar a él. Ni la guerra, ni la filosofía lo habían librado del enigma y la infelicidad que lo acompañaban. Regresó de la guerra cambiado, pero en modo alguno aclarado. Para combatir el caos permanente en su interior concibió en los largos meses de prisionero de guerra en «Campo Cassino» un plan radical. En primer lugar, como ya se ha dicho, optó por dejar toda su fortuna a sus hermanos. En segundo lugar, se propuso no filosofar nunca más. Y, en tercer lugar, decidió vivir de un trabajo honrado y siempre en la pobreza. SUMA DE DESDICHAS La determinación con la que, pocos días después de su regreso, Wittgenstein puso en práctica ese plan llenó de preocupación al círculo de los hermanos que le quedaban, especialmente a su hermana mayor Hermione. En aquellos últimos días de agosto, ella temió estar a punto de perder a un cuarto hermano después de Johannes (muerto en 1902), Rudolf (muerto en 1904) y Kurt (muerto en 1918). Todos se quitaron la vida. El mayor de los hermanos, Johannes, que emigró a Estados Unidos huyendo del autoritario padre, murió «ahogado» en un accidente que sufrió en Florida con una barca en unas circunstancias todavía sin esclarecer, y el tercer hijo, Rudolf, nacido en 1888, se envenenó a los veintidós años con cianuro potásico en un restaurante berlinés. En su carta de despedida, Rudolf justificó el acto por el dolor que le produjo la muerte de un amigo. Según otras teorías, se vio descubierto en un estudio clandestino del sexólogo Magnus Hirschfeld con un «estudiante homosexual», y temió ser identificado y puesto en evidencia.[26] Particularmente trágico y heroico fue el suicidio de Konrad, llamado Kurt, que en octubre de 1918, durante la retirada de Italia en los últimos días de la guerra, se quitó la vida de un tiro en la sien, es probable que para evitar su captura por los italianos. Para los estándares de la familia, al cuarto de los cinco hermanos varones de Wittgenstein, Paul, le fue bastante bien. Muy dotado para la música, como todos los descendientes de la familia, mucho antes de la guerra ya había hecho carrera como concertista de piano. Las veladas musicales que Wittgenstein padre organizaba en el palacio de la familia eran uno de los actos más destacables de la vida social vienesa a finales del siglo XIX. Las dotes del joven Paul se consideraban excepcionales. Pero ya en los primeros meses de la guerra resultó gravemente herido y fue preciso amputarle el brazo derecho. Más tarde, fue prisionero de los rusos, hasta que en 1916 pudo ser liberado tras el pago de un rescate. A su regreso, también él pensó en el suicidio, pero halló nuevo sentido a su vida: con incontables horas de práctica, aprendió de forma autodidacta a tocar el piano con una sola mano valiéndose de una técnica pedalística de su invención, y prosiguió su carrera de concertista, durante la cual cosechó varios éxitos internacionales. Ya solo quedaba «Luki», como llamaba la familia a Ludwig, el menor de los hermanos. Después de aquellas experiencias, a todos les pareció lo más sensato darle plena libertad. Sobre todo, porque el comportamiento de Ludwig como soldado tuvo que parecer un único y largo intento de suicidio: Wittgenstein había ascendido con rapidez en la jerarquía militar, pero siempre había insistido expresamente en que lo enviaran a ser posible a la vanguardia del frente más peligroso. En sus diarios de guerra, Wittgenstein incide en la idea obsesiva de que solo en una situación límite como la de plantar cara a la muerte, la de exponer completamente la propia existencia, se muestra el verdadero rostro del yo, sobre todo su verdadera idea de Dios y de la felicidad. Por ejemplo, en sus anotaciones de los meses de verano de 1916 en el frente de Galitzia, que ilustran lo estrechamente entrelazados que se hallaban en el pensamiento de Wittgenstein el programa de un análisis lógico del lenguaje y una ética cristiano-existencialista en el sentido de Kierkegaard y Tolstói durante los años de la guerra, puede leerse: Para vivir feliz, tengo que estar en concordancia con el mundo. Y a esto se llama «ser feliz». Entonces estoy, por así decirlo, en concordancia con aquella voluntad ajena de la que parezco dependiente. Esto es: «cumplo la voluntad de Dios».[27] El temor a la muerte es el más claro signo de una vida falsa, es decir, mala.[28] El bien y el mal aparecen solo con el sujeto. Y el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo […]. Bueno y malo solo lo es esencialmente el yo, no el mundo. El yo, el yo es lo profundamente misterioso.[29] En agosto de 1919, Wittgenstein ya no temía a la muerte. Pero respecto a la pregunta verdaderamente esencial —la de si una vida buena, plena de sentido, feliz incluso, es alcanzable para un hombre como él—, la duda continuaba atormentándolo. Ya en 1919 quiso dar el segundo paso de su programa de subsistencia y empezó a formarse, como hombre completamente carente de medios, en la facultad de la Kundmanngasse vienesa para ser maestro de enseñanza primaria. Adiós a la filosofía. ¡Hasta nunca! En aquel entonces, Martin Heidegger no sabía nada del nuevo programa de existencia de Wittgenstein. Saberlo habría hecho tambalearse las nuevas bases de la suya propia. Porque también él acababa de regresar de la guerra y desde ese momento solo deseaba hacer una cosa: filosofar. OTRAS CIRCUNSTANCIAS «Es difícil vivir como filósofo», escribe el veterano de guerra Martin Heidegger el 9 de enero de 1919 a su amigo, el sacerdote y el protector Engelbert Krebs. Porque «la sinceridad interior con uno mismo y con aquellos de los que se va a ser maestro, exige sacrificios, renuncias y luchas que siempre le son ajenas al que tiene por oficio la ciencia».[30] No hay duda. Habla en serio. De sí mismo, de su pensamiento, de su camino. «Creo que mi vocación más profunda es la filosofía», continúa Heidegger. Heidegger, que había estado en la reserva durante los primeros años de la guerra debido a una afección cardiaca (autodiagnóstico: «¡Demasiado deporte en la juventud!»), había servido en los últimos meses de la guerra, desde agosto hasta noviembre de 1918, como meteorólogo de la estación meteorológica 414 del frente. Durante la batalla de Marne-Champagne tuvo que colaborar con sus pronósticos climáticos en el uso de gas tóxico por la Wehrmacht desde un puesto de observación ligeramente elevado. Heidegger no participó de forma activa en los combates. A lo sumo, veía a través de los prismáticos cómo miles y miles de soldados alemanes salían raudos de las trincheras hacia una muerte segura. En sus notas y cartas personales no menciona las atrocidades de la guerra. Cuando en esa época Heidegger habla de «sacrificios, renuncias y luchas», se refiere principalmente a sí mismo, a su situación académica y personal. Desde el invierno de 1917, el auténtico frente no estaba para él en las Ardenas, sino entre sus cuatro paredes. No era un frente nacional o geopolítico, sino confesional. Era muy difícil «vivir» como filósofo católico amparado por la Iglesia (es decir, hacer una carrera institucional) si, como Martin Heidegger, uno contraía matrimonio con una protestante, aunque fuera en secreto, y sobre todo si esa mujer, contra unas manifestaciones previas, no se convertía a la fe católica ni tenía intención de bautizar en dicha fe al hijo que llevaba en su vientre. FLANCOS ABIERTOS En la actualidad es casi imposible hacerse una idea del escándalo que, en 1919, constituía un matrimonio interconfesional en el estrecho ámbito vital y profesional de Heidegger. También lo fue a los ojos de sus padres, fieles creyentes a los que en aquellos meses Martin
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