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CASTORIADIS, Cornelius - El mundo fragmentado

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Cornelius Castoriadis
C A R O N T 
F i l o s o f í a
Caronte Filosofía 
dirigida por Carlos Torres
Castoriadis, Cornelius
El mundo fragmentado - Ia. ed. - La Plata: Terramar, 2008. 
192 p . ; 20x14 cm. - (Caronte Filosofía)
ISBN 978'987'81.7'Q46'8
1. Ensayo 1. Título
CDb864 '
Título original: Le monde morcelé 
Traducción: Roxana Páez
© Terramar Ediciones 
Plaza Italia 187 
1900 La Plata 
Tel: (54-221) 482-0429
Diseño: Cutral
cutral@cutralediciones.com. ar
ISBN: 978-987-617-046-8
Queda hecho el dépósitó qué marcalà 16711.723' 
Imprèso en la Argentina / Printed in Argentina
mailto:cutral@cutralediciones.com
Índice
Advertencia........................................ ...;............ ....................................9
Primera parte ¿ Koingnía ....................................................................11
La época del conformismo generalizado................. .......................... 13
Reflexiones sobré el racismo.................................................. ............29
¿Camino sin salida ? . ...... ......... ........................ ....................................45
Segunda parte-Polis ......................................................................... 75
Los intelectuales y la historia.............................. ................................77
Poder, política, autonomía.....................................................!............ 87
Psicoanálisis y política........................................................................ 115
La revolución ante los teólogos......................................................... 131
T ercera parte - Logos.........................................................................147
¿El fin de la filosofía?................... ...................................................... 149
Tiempo y creación................................... 171
A dvertencia
El mundo -no solamente el nuestro- está fragmentado. Sin embar­
go, no se cae a pedazos. Me parece que reflexionar sobre esto es una de 
las primeras tareas de la filosofía actual.
Es lo que intentan hacer los textos aquí reunidos, escritos entre 1987 
y 1989, y que forman parte de los libros La creación humana y El ciernen* 
ta imaginario, en los que estoy trabajando. El lector podrá contextuali- 
zaríos más fácilmente, si se remite a los prefacios de Las encrucijadas del 
laberinto (1978) y de Los dominios del hombre (1986).
París, diciembre de 1989
PRIMERA PARTE 
KOINONÍA
y
La época del conformismo generalizado*
■ ' " I -
; Al presentar este simposio, Claudio Veliz señalaba que “la menta­
lidad de nuestra época... es o demasiado rápida o demasiado letárgica; 
cambia demasiado o no lo suficiente; da lugar a la confusión y al 
equívoco”. Estas características no son accidentales. Como tampoco 
los son el lanzamiento y el éxito de las marcas “posindustrial" y 
“pósmoderno”. Ambas proporcionan una caracterización perfecta de 
la?patética incapacidad de nuestra época para pensarse como algo 
positivo, o incluso como transición. Así, es llevada a definirse sim­
plemente como “pos-algo”, por referencia a lo que ha sido y ya no es, 
y a autoglorificarse con la curiosa afirmación de que su sentido es la 
ausencia de sentido y su estilo la falta de estilo. “En fin -proclamaba 
un arquitecto muy conocido durante una conferencia en Nueva York 
en abril dé 1986- el posmodernismo nos ha librado de la tiranía del 
estiló.”
No obstante, hay que hacer cierta distinción entre los términos 
“posindustrial" y “posmoderno”, ya que hay algo en la realidad que 
corresponde al término “posindustrial”. En síntesis, al menos en los 
países ricos (pero no solamente en éstos), la producción (cualquiera 
sea el sentido de esta palabra) abandona los altos hornos y las viejas 
fábricas sucias para volcarse en complejos cada vez más automatiza­
dos y en los1 diversos “ servicios". Esté proceso -previsto, por lo me­
nos, medio siglo atrás- había sido durante mucho tiempo considera­
do portador de promesas extraordinarias para el porvenir del trabajo 
y de la vida humana. Se decía que la duración del trabajo iba a ser 
asombrosamente reducida y su naturaleza, fundamentalmente trans­
formada. La automatización y el tratamiento electrónico de los datos 
iban a transformar la vieja labor industrial, repetitiva y alienante, en 
un campo abierto a la libre expresión de la inventiva y la creatividad 
del trabajador.
El mundo fragmentado 13
De hecho, nada de todo eso se hizo realidad. Las posibilidades ofre- 
cidas por las nuevas tecnologías permanecen confinadas a un grupo 
estrecho de jóvenes especialistas “inteligentes”. La naturaleza del tra­
bajo no ha cambiado para la masa de los otros asalariados, se trate de la 
industria o de los servicios. Más bien lo contrario: la “industrializa­
ción” a la antiguadla invadido las grandes empresas de los sectores no 
industriales, donde el ritmo de trabajo y las tasas de rendimiento que­
dan sometidas a un control mecánico e impersonal. El empleo en la 
industria propiamente dicha está en decadencia desde hace décadas; 
los obreros “redundantes” (admirable expresión de los economistas 
anglosajones) y los jóvenes sólo han podido encontrar empleo en in­
dustrias de “servicios” de segunda clase, con bajas remuneraciones. Entre 
1840 a 1940, la extensión de la semana de trabajo fue reducida de 72 a 
40 horas (menos del 45 por ciento). Desde 1940, esa duración queda 
prácticamente constante, a pesar de una aceleración considerable del 
incremento del producto por hora/obrero. Los obreros que, de esta 
manera, pasan a ser “redundantes” permanecen desocupados (esencial­
mente en Europa occidental) o, mal que bien, deben encontrar coloca­
ción en “servicios” mal pagos (sobre todo en los Estados Unidos).
De todas maneras, no deja de ser cierto que, al menos potencial­
mente, algo esencial está cambiando en la relación de la humanidad 
-la humanidad rica- con la producción material. Por primera vez des­
pués de miles de años, la producción “primaria” y “secundaria” -agri­
cultura, minas y manufacturas, transportes- absorben menos de un cuar­
to del inpwt total de trabajo (y de los trabajadores), e incluso podrían 
utilizar sólo la mitad de ese cuarto, si no existiese el increíble despilfa­
rro incorporado al sistema (campesinos subvencionados para que no 
produzcan, industrias o fábricas obsoletas mantenidas en actividad, et­
cétera). Más aún, podrían absorber una cantidad desdeñable del tiem­
po humano, sin la fabricación continua de nuevas “necesidades" y la 
obsolescencia incorporada, desde la construcción, a la mayor parte de 
los productos que actualmente se fabrican. En suma, una sociedad 
-teóricamente- de tiempo libre está al alcance de la mano, mientras 
que una sociedad que haga posible para cada cual un trabajo personal y 
creativo parece tan lejana como durantfe el siglo xix.
M C ornelius C astoriadis
II
Toda designación es convencional; lo absurdo del término 
“pósmoderno” no lo hace menos evidente. Con frecuencia, se deja de 
lado que dicha expresión es un derivado. Ya el término “moderno” es 
desafortunado, y su inadecuación no podía dejar de manifestarse con 
el correr del tiempo. ¿Qué podría haber después de la modernidad? Un 
período que se designa como moderno sólo puede indicar que la Histo­
ria ha llegado a su fin, y que los hombres vivirán en adelante un pre­
sente perpetuo.
El término “moderno” expresa una actitud profundamente auto (o 
ego) céntrica. La proclamación de “nosotros somos los modernos” tiende 
á anular todo desarrollo ulterior verdadero. Más que eso, contiene una 
curiosa antinomia. El componente imaginario -y consciente de sí- del 
término implica la autocaracterización de la modernidad como apertu­
ra indefinida al porvenir, y, no obstante, esa caracterización sólo tiene 
sentido en relación con el pasado. Ellos eran los antiguos, nosotros 
somos los modernos. ¿Cómo habrá que llamar entonces a los que ven­
gan después dé nosotros? El término sólo adquiere sentido, sobrela 
hipótesis absurda de que el período autoproclamado moderno durará 
siempre y de que elporvenir no será más que un presente prolongado, 
lo que, por otra parte, contradice plenamente las pretensiones explíci­
tas de la modernidad.
Una breve discusión de dos tentativas contemporáneas, tendientes 
a dar un contenido preciso al término modernidad, puede proporcio­
nar un puntó dé partida provechoso. Ambas se caracterizan por no 
preocuparse por los cambios de la realidad sociohistórica, sino por los 
cambios (reales o supuestos) de la actitud de los pensadores (filósofos), 
con respecto a la realidad. Dé manera que, son típicas de la tendencia 
contemporánea de los autores al autoencierro: los escritores escriben 
sobre escritores, para el uso de otros escritores. Así, Foucault1 afirma 
qué la modernidad corhienza con Kant (especialmente, con El conflicto 
dé las facultades y ¿Qué es la ilustración?), porque con Kant, por primera 
vez, el filósofo se interesa por el presente histórico efectivo, comienza 
a “leer los periódicos”, etcétera. (Cf. la frase de Hegel sobre la lectura 
del diario como “plegaria realista de la mañana”.) La modernidad sería 
así la conciencia de la historicidad de la época en la que sé vive; con-
Eu MUNDO fragmentado 15
cepción totalmente inadecuada. La historicidad de su época era clara 
para Pericles (no hay más que leer el Epitafio en Tucídides) y para Platón, 
como lo era para Tácito o para Gregorio de Tours (mundus senescit). 
Desde la perspectiva de Foucault, la novedad consistiría en que, a par* 
tir de Kant, la relación con el presente ya no es concebida en términos 
de comparación de valor (“estamos en la decadencia”, “¿qué modelo 
deberíamos seguir?”), no “longitudinalmente”, sino en una “relación 
sagital” con la propia actualidad. Pero las comparaciones de valor son 
evidentes en Kant, para quien la historia sólo puede ser pensada en 
términós de un progreso, del cual la Ilustración constituye un momen- 
to cardinal. (Evidentemente, esto es todavía más claro para Hegel). 
Que la “relación sagital” se oponga a la evaluación, sólo puede signifi­
car lo siguiente: el pensamiento, abandonando su función crítica, tien­
de a adoptar sus criterios junto a la realidad histórica, tal como es. Es 
cierto que esta tendencia se agudiza durante los siglos xix y XX (Hegel, 
Marx, Nietzsche -incluso si los dos últimos se oponen a la realidad 
inmediata en nombre de una realidad m^s real, la realidad del mañana: 
comunismo, o superhombre). Pero esa tendencia constituye en sí mis­
ma un problema en la modernidad; ni por un instante se podría conside­
rar que agota el pensamiento de la Ilustración y el período posterior, 
menos aún las tendencias sociohistóricas efectivas de los dos últimos 
siglos.
Igualmente discutible es la tentativa de Habermas de captar lo esen­
cial de la problemática de la modernidad, tomando como referencia 
casi exclusiva a Hegel: “Hegel fue el primer filósofo que desarrolló con 
toda claridad un concepto de modernidad; ésa es la razón por la que 
debemos remontarnos a él2...”. Una vez más, la historia efectiva es re­
emplazada por la historia de las ideas, luchas y conflictos reales que 
sólo existen a través de su pálida representación en las antinomias del 
sistema. Así, cuando Habermas escribe que “es en su teoría (se refiere a 
Hegel) donde en principio aparece esa constelación conceptual que 
une modernidad, conciencia del tiempo y racionalidad 3”, lo que pare­
ce molestarle es que la “racionalidad” esté hinchada de espíritu absolu­
to; no se da cuenta de que es justamente esa unificación lo que constitu­
ye la ilusión hegeliana. No solamente íos/ps/ssima verba de Hegel, sino 
la estructura, la dinámica y la lógica de conjunto de su filosofía condu­
cen al tema antimoderno por excelencia: un “fin de la historia” ya
16 C ornelius C astori adis
próximo y un Saber absoluto incorporado en el sistema hegeliano, des­
pués del cual no queda más que hacer “trabajo empírico”.
A decir verdad, Hegel representa la oposición total a la moderni­
dad, en el seno de la modernidad o, más bien, la oposición total al 
pensamiento greco-occidental dentro del mismo. Con él se celebra por 
primera vez solemnemente el matrimonio ilegítimo entre Razón y Rea-, 
lidad, y el Presente se construye como la recolección sin remanente de 
las; encarnaciones sucesivas de la Razón. Hegel escribe que “la filosofía 
es su propia época (histórica) conceptualizada en el pensamiento”. Lá 
filosofía es la verdad de la época. Pero lo propio de la “época” -antes y 
después de Hegel- ha sido la emergencia, no sólo en el pensamiento 
sino también en la actividad histórica efectiva, de una escisión interna 
explícita, manifiesta en la autoimpugnación de la época y el cuestio- 
namiento de las formas instituidas existentes. Lo propio de la “época” 
ha sido la lucha entre monarquía y democracia, entre la propiedad y 
los movimientos sociales, entre el dogma y la crítica, entre la Acade­
mia y la innovación artística, etcétera. La filosofía puede ser el pensa­
miento de la época, ya sea tratando de reconciliar -verbalmente- esas 
oposiciones, lo que la conduce necesariamente a un conservadurismo 
del tipo de aquel alcanzado por Hegel en ía Fibsofía del derecho; ya sea 
permaneciendo fiel a su función crítica, caso en el que la idea que sólo 
se aviene a conceptualizar la época aparece como descabellada. La crí­
tica implica una relativa toma de distancia con respecto al objeto; si la 
filosofía debe ir más allá del periodismo, esa crítica presupone la crea­
ción de nuevas ideas, de nuevas normas, de nuevas formas de pensa­
miento que establezcan esa distancia.
III
No tengo la intención de proponer nuevos nombres para el período 
llamado moderno ni para el que le sigue. Me limitaré a proponer una 
nueva periodización o, más exactamente, una nueva caracterización 
de las divisiones más o menos admitidas de la historia de Europa occi­
dental (que incluye, obviamente, la historia de los Estados Unidos),, 
Apenas es necesario recordar el carácter esquemático de toda- 
periodización, los riesgos de descuidar las continuidades y las conexio­
El mundo fragmentado Vh
nes, o el elemento “subjetivo" que siempre implica. Éste se manifiesta 
básicamente en los criterios elegidos para la división de los períodos, 
criterios que condensan los presupuestos filosóficos y teóricos del in­
vestigador. Evidentemente, esa “subjetividad" es inevitable y debe ser 
reconocida como tal. La mejor manera de hacerle frente es que esos 
presupuestos se vuelvan tan explícitos como sea posible. Mis propios 
presupuestos se pueden formular así:
- la individualidad de un período se debe buscar en la especificidad 
de las significaciones imaginarias que genera y que lo dominan;
- sin descuidar la complejidad polifónica y extraordinariamente rica 
del universo histórico que se despliega en Europa occidental, a partir 
del siglo xil, la mejor manera de captar su especificidad es relacionán­
dola con la significación y el proyecto de la autonomía (social e indivi­
dual). La emergencia de ese proyecto es lo que marca la ruptura con la 
“verdadera” Edad Media4.
Desde este punto de vista, se pueden distinguir tres períodos: la 
emergencia (constitución) de Occidente; la época crítica (“moderna"); 
la retirada al conformismo.
1. La emergencia (constitución) de Occidente (del siglo xil a 
principios del siglo XVLll)
La autoconstitución de la protoburguesía, la construcción y el cre­
cimiento de las nuevas ciudades (o el cambio de carácter de aquellas 
que ya existían), la reivindicación de una suerte de autonomía política 
(desde los derechos comunales hasta el autogobierno completo, según 
el caso y las circunstancias) van acompañados de nuevas actitudes psí­
quicas, mentales, intelectuales, artísticas, que preparan el terreno para 
los explosivos resultados del redescubrimiento y de la recepción del 
derecho romano, de Aristóteles y, luego, del conjunto de la herencia 
griega subsistente. La tradición y la autoridadpierden gradualmente su 
carácter sagrado; la innovación deja de ser denigración (lo que había 
.sido durante toda la “verdadera" Edad Medía). Incluso si es bajo una 
forma embrionaria, y si debe pasar constantemente por compromisos 
con los poderes establecidos (Iglesia y monarquía), el proyecto de au­
tonomía social e individual resurge luego de un eclipse de quince si­
glos.
18 C ornelius C astoriadis
Un equilibrio difícil e inestable, entre ese movimiento sociohistóricq 
y el orden tradicional (más o menos reformado), se alcanza durante-el 
siglo xvii, el siglo “clásico”. . , , ,Tí,
¿♦ La época crítica ( “moderna”): autonomía y capitalismo.;^
En él siglo XVIII se opera un giro decisivo; la época que torna; con­
ciencia de sí misma con la Ilustración se prolonga hasta las dos guerras 
mundiales del siglo XX. El proyecto de autonomía se radicaliza, , tanto 
en el campo social y político como en el intelectual. Se cuestionan las 
formas políticas establecidas; se crean formas nuevas que implican rup­
turas radicales con el pasado. Con el desarrollo del movimiento, la 
contestación invade otros dominios, más allá del estrictamente políti­
co*. las formas de propiedad, la organización de la economía, la familia, 
la posición de las mujeres y las relaciones entre los sexos, la educación 
y el estatuto de los jóvenes. Por primera vez en la era cristiana, la filo­
sofía rompe definitivamente con la teología (hasta Leibniz, al menos, 
los filósofos no marginales se sienten obligados a proveerse de las “prue­
bas” de la existencia de Dios, etcétera). Se produce una enorme acele­
ración del trabajo y una expansión de los campos de la ciencia racio­
nal. En literatura, como en las artes, la creación de nuevas formas no 
hace más que proliferar; ésta se persigue conscientemente a sí misma, 
AI mismo tiempo, se crea una nueva realidad socioeconómica -en 
sí misma un “hecho social total”: el capitalismo. El capitalismo no es 
simplemente la interminable acumulación por la acumulación, sino la 
transformación implacable de las condiciones y de los medios de acu­
mulación, la revolución perpetua de la producción, del comercio, de 
las finanzas y del consumo. Encarna una nueva significación en el ima­
ginario social: la expansión ilimitada del “dominio racional”. Después 
de un tiempo, esa significación penetra y tiende a informar a la totali­
dad de la vida social (por ejemplo, el Estado, los ejércitos, la educa­
ción, etcétera). Mediante el crecimiento de la institución capitalista 
básica -la empresa-, se materializa en un nuevo tipo de organización 
burocrático-jérárquica; gradualmente, la burocracia gerencial-técnica 
se convierte en la portadora por excelencia del proyecto capitalista.
El período “moderno” (1750-1950) se puede definir cabalmente por 
la lucha, pero también por la confusión y la contaminación mutua en­
tre esas dos significaciones imaginarias: autonomía por un lado, expam
El mundo fragmentado 19
sión ilimitada del “dominio racional”, por el otro. Ambas conllevan 
una existencia ambigua, bajo el techo común de la “Razón”, En su 
acepción capitalista, el sentido de “Razón” es claro: es el “entendi­
miento” (el Verstand en el sentido de Kant y de Hegel), es decir lo que 
yo llamo la lógica conjuntista-identitaria, que esencialmente se encar­
na en la cuantificación y conduce a la fetichización dél “crecimiento" 
por sí misma. A partir del postulado oculto (y, en apariencia, evidente) 
de que el único objeto de la economía es.producir más (outputs) con 
menos (inputs), nada debe ser un obstáculo en él proceso de 
maximizacíón: ni la “naturaleza” física o humana, ni la tradición, ni 
otros “valores”. Todo es convocado ante el tribunal de la Razón (pro­
ductiva) y debe demostrar su derecho a la existencia a partir del crite­
rio de la expansión ilimitada del “dominio racional”. El capitalismo se 
vuelve así un movimiento perpetuo de auto-re-institución de la socie­
dad considerada “racional”, pero esencialmente ciega, por el uso 
irrestricto de medios (pseudo-) racionales con vistas a un solo fin 
(pseudo-) racional.
Pero para los movimientos sociohistóricos que manifiestan el pro­
yecto de autonomía social e histórica, la “Razón” significa, desde el 
punto de partida, la distinción tajante entre factum y jus. Esa distin­
ción se convierte en el arma principal contra la tradición (contra.la 
pretensión de continuar con el statu quo, simplemente porque está ins­
talado) y se prolonga en la afirmación de ía posibilidad y el derecho de 
los individuos y la colectividad de encontrar (o de producir), por sí 
mismos, los principios que ordenen sus vidas. No obstante, la Razón, 
proceso abierto de crítica y de elucidación, se transforma bastante rá­
pido, por un lado, en computación mecánica y uniformadora (ya ma­
nifiesta durante la Revolución Francesa) y, por otro, en sistema uni­
versal y pretendidamente exhaustivo (intención claramente legible en 
Marx y que afectará en forma decisiva al movimiento socialista). Esa 
transformación plantea problemas complejos, profundos y oscuros que 
no pueden ser discutidos aquí. Sólo señalaremos dos puntos. El prime­
ro concierne a la influencia universalmente invasora de la “racionali­
dad” y de la “racionalización” capitalistas. El segundo se relaciona con 
la tendencia nefasta -y casi inevitable- del pensamiento a buscar fun­
damentos absolutos, certidumbres absolutas, proyectos exhaustivos. La 
lógica conjuntista-identítaria crea las ilusiones de la autofundación,
20 C ornelius C astoriadis
de la necesidad y de la universalidad. La “Razón” -en réaíidád^íi&Ól 
rendimiento- se presenta entonces como el fundamento áut'osüficíeñéf 
de la actividad humana, la que sin aquélla descubriría que n q f | | ^ 
otro fundamento que ella misma. Y la contrapartida (y “g^ráhtíá-’ J^ób^ 
jetiva” de esa “Razón” se debe descubrir en las cosas fnisriias: 
Historia es Razón, la Razón “se realiza” en la historia humaría; fá 
linéalmente (Kant, Condorcet, Comte, etcétera), ya “dialéeticaméS* 
tev (Hegel, Marx). El resultado final es que el capitalismo, el libefáiiá¿ 
rtio y el movimiento revolucionario clásico comparten el imágináriÓ 
del Progreso y la creencia en que la potencia material y técnica, cómo 
tal, es la causa o condición decisiva para la felicidad o la emancipación 
hutnana (inmediatamente o, después de un plazo, en un futuro ya des­
contado desde ahora).
Á pesar de esas contaminaciones recíprocas, las características esen­
ciales de la época son la oposición y la tensión entre las dos significa­
ciones centrales: por un lado, autonomía individual y social y, por otro, 
expansión ilimitada del “dominio racional”. La expresión efectiva de 
esa tensión se encuentra en él despliegue y la persistencia del conflicto 
político, social e ideológico. Como he intentado demostrarlo en otra 
parte5, ese conflicto fue, en sí mismo, la principal fuerza motora para el 
desarrollo dinámico de la sociedad occidental durante esa época, y la 
condición sine qúa non para la expansión del capitalismo y la limita­
ción de los irracionalismos de la “racionalización” capitalista. Es una 
sociedad turbulenta-realmente turbulenta, intelectual y espiritualmen­
te- la que constituyó el medio favorable para la afiebrada creación 
cultural y artística de la época “moderna”.
3, La retirada al conformismo
Las dos guerras mundiales, la emergencia del totalitarismo, la caída 
del movimiento obrero (resultado y, a la vez, condición para el desliza­
miento catastrófico hacia el leninismo/stalinismo), la decadencia de la 
mitología del Progreso marcan la entrada de las sociedades occidenta­
les a una tercera fase.
Considerada a la distancia, desde la perspectiva que se tiene a fines 
de los ochenta, el período que se da a partir de 1950 se caracteriza 
básicamente por la evanescencia del conflicto social, político e ideoló­
gico. Sin duda alguna, el totalitarismo comunista está siempre ahí, pero
El mundo fragmentado 21
aparece cada vez más como una amenaza externa, y su “ ideología”pa­
dece una pulverización sin precedentes. También es cierto que los últi­
mos cuarenta años han visto el nacimiento de importantes movimien­
tos con efectos duraderos (mujeres, minorías, estudiantes y jóvenes). 
Esos movimientos, sin embargo, han resultado semifracasos; ninguno 
de ellos ha podido proponer una nueva visión de la sociedad, ni hacer 
frente al problema político global como tal. Después de los movimien­
tos de los años sesenta, el proyecto de autonomía parece estar sufrien­
do un eclipse total, Se puede considerar esto como una evolución co­
yuntural, de corto plazo. Pero esa interpretación es poco probable, ante 
el peso creciente de la privatización, de la despolitización y del “indi­
vidualismo” en las sociedades contemporáneas. La atrofia completa de 
la imaginación política se completa con un grave síntoma concomi­
tante. La pauperización intelectual tanto de los “socialistas” como de 
los “conservadores” es aterradora. Los “socialistas” no tienen nada para 
decir, y la calidad intelectual de la producción de los voceros del libe­
ralismo económico, desde hace quince años, haría que Smith, Constant 
o Mili se revolcasen en sus tumbas. Ronald Reagan ha sido una obra 
maestra de simbolismo histórico.
Intentar establecer relaciones causales entre los diversos aspectos y 
elementos de la situación no tendría sentido. Pero he señalado más 
arriba la concomitancia entre la turbulencia social, política e ideológi­
ca de la época “moderna” y las explosiones creativas que la caracteri­
zan, en el campo del arte y la cultura. También, para el período presen­
te, es suficiente con señalar los hechos. La situación después de 1950 
es la de una decadencia manifiesta de la creación intelectual. En filo­
sofía, el comentario y la interpretación textuales e históricos de los 
autores del pasado cumplen la fundón de sustitutos del pensamiento. 
Esto ya comienza con el segundo Heidegger y después ha sido teoriza­
do, de manera aparentemente opuesta pero conduciendo a los mismos 
resultados, como “hermenéutica” y “deconstrucción”. Un paso suple­
mentario ha sido la reciente glorificación del “pensamiento débil” 
(pensiero debole). Toda crítica sería aquí desplazada; se estaría obligado 
a admirar la candidez de esa confesión de impotencia radical, si no 
estuviese acompañada de “teorizaciones” resbaladizas. Evidentemente, 
la expansión científica continúa, pero uno puede preguntarse si no se 
trata de la continuación intersticial de un movimiento puesto en mar­
22 C ornelius C astoriadis
cha hace mucho tiempo. Las proezas teóricas del primer tercio del siglo 
-relatividad, cuántica- no han tenido paralelo desde hace cincuenta 
años. (Quizá la tríada teórica de los fractales, del caos y de las catástro- 
fes constituye la excepción.) Uno de los campos más activos dé la ciencia 
contemporánea, donde se alcanzan resultados de enorme importáñciá, 
es la cosmología; pero el motor de esta actividad es la explosión técni­
ca observacional, mientras que su marco teórico sigue siendo siempre 
la relatividad y las ecuaciones de Friedmann, escritas a comienzos de 
los años veinte. Igualmente llamativa es la pobreza de la elaboración 
teórica y filosófica de las implicaciones formidables de la física moder­
na (que, como se sabe, ponen en tela de juicio la mayoría de los postu­
lados del pensamiento heredado). Pero el progreso técnico continúa e 
incluso se acelera.
Si el período moderno, tal como se lo ha definido más arriba, se 
puéde caracterizar, en el dominio del arte, como la búsqueda conscien­
te de sí mismo en forma novedosa, esa búsqueda es ahora explícita y 
categóricamente abandonada. El eclecticismo y el retroceso a las obras 
del pasado han adquirido la dignidad de programas. Cuando Donald 
Barthelme escribía “el collage es el principio básico de todo arte del 
siglo XX” , se equivocaba en la datación (Proust, Kafka, Rilke, Matisse 
no tienen nada que ver con el “collage”) , pero no en cuanto al sentido 
del “posmodernismo”. El arte “posmodemo” brinda un gran servicio: 
hacer ver el indudable valor del arte moderno.
IV
Partiendo de las diferentes tentativas para definir y para defender el 
“posmodernismo” y de cierta familiaridad con él Zeitgeist, se puede eíá- 
botar una descripción sumaria de los artículos de'fe -teóricos o filosó­
ficos- de la tendencia Contemporánea. Para esta descripción tomo en 
préstamo las excelentes formulaciones de Johann Arnason6:
1. Rechazo de la visión global de la Historia como progreso o 
liberación
En sí mismo, ese rechazo es correcto. Pero no es novedoso y, en 
mañós de los “posmodernos”, sólo sirve para eliminar la pregunta dé:
El mundo fragmentado 23
. ¿recita de ello que; todos los períodos y los regímenes sociohistóricos 
s $pn equivalentes? Esa eliminación conduce a su vez al agnosticismo 
político, o bien a las divertidas acrobacias que hacen los “posmodemos” 
o sus hermanos cuando se sienten obligados a defender la libertad, la 
democracia, los derechos del hombre, etcétera.
2. Rechazo de la idea de una razón uniforme y universal
, Aquí también el rechazo, en sí mismo, es correcto; está muy lejos de 
ser novedoso; y sólo sirve para ocultar el interrogante abierto por la 
creación greco-occidental del logos y la razón: ¿qué debemos pensar? 
¿Todas las metieras de pensar són equivalentes o indistintas?
3*. Rechazo de la diferenciación estricta entre las esferas 
culturales
(Por ejemplo, arte y filosofía), que se fundamentaría en un único 
principio subyacente de racionalidad o de funcionalidad. La posición 
es confusa y mezcla desesperadamente muchas cuestiones importantes. 
Para no mencionar más que una: la diferenciación entre las esferas 
culturales (ó su ausencia) es siempre una creación sociohistórica, parte 
esencial de la.institución de conjunto de la vida, para la sociedad con­
siderada. No puede ser ni aprobada ni rechazada en abstracto. Y 
tampoco el proceso de diferenciación de las esferas culturales en el 
segmento greco-occidental, de la historia, por ejemplo, ha expresado 
las consecuencias de un único principio subyacente de racionalidad, 
cualquiera sea el sentido de esta palabra. En rigor, aquí sólo se trata de 
la construcción (ilusoria y arbitraria) de Hegel. La unidad de las esferas 
culturales diferenciadas, en Atenas como también en Europa occiden­
tal, no se encuentra en un principio subyacente de racionalidad o de 
funcionalidad, sino en el hecho de que todas las esferas encarnan, cada 
una a su manera, y del modo mismo de su diferenciación, el mismo 
núcleo de significaciones imaginarias de la sociedad considerada.
Estamos ante una colección de verdades a medias, tergiversadas para 
su conversión en estrategias de evasión. El valor del “posmodernismo” 
como, teorices que refleja servilmente —y, por lo tanto, fielmente- las 
tendencias dominantes. Su miseria es que sólo provee una simple 
racionalización, tras una apología que se quiere sofisticada y no es más 
qqe la expresión del conformismo y la banalidad. Concertando agrada-
24 Cornelius C astor i adis
bíemente con la cháchara de moda sobre el “pluralismo” y el “respeto a 
ia diferencia”, conduce a la glorificación del eclecticismo, al encubri­
miento de la esterilidad, a la generalización del principio “cualquier 
cosa es-igual”, que Feyerabend ha proclamado tan;oportunamente en 
otro dominio. No hay ninguna duda de que la conformidad; la esterili­
dad y la banalidad, en cualquier cosa, son los rasgos característicos de 
este período. .
El “posmodernismo”, la ideología que decora a la época con un *eóri¿ 
plemeítto solemne de justificación”, presenta el caso más reciente de 
intelectuales que abandonan su función crítica y adhieren con entu­
siasmo a lo que está ahí, simplemente porque está ahí. Indúdablemen- 
te; el “posmodernismo”, como tendencia histórica efectiva y como teo­
ría, es la negación del modernismo. Puesto que, efectivamente, en 
función de la antinomia ya discutida entre las dos significaciones ima­
ginarias básicas -la autonomía y el“dominio racional”-, y a pesar de 
sus contaminaciones recípocas, la crítica de las realidades instituidas 
nunca se detuvo durante el período “moderno”. Y eso es exactamente 
lo que está desapareciendo rápidamente con la bendición “filosófica” 
de los “posmodernos”. La evanescencia del conflicto social y político 
en la esfera “real” encuentra su contrapartida apropiada en los campos 
intelectual y artístico, con la evanescencia del auténtico pensamiento 
crítico. Como ya se dijo, ese pensamiento no puede existir sólo en -y 
por- el establecimiento de una distancia con lo que es, que implicaría 
la conquista de un punto de vista distinto del acordado, por consi­
guiente, un trabajo de creación.
El período presente se puede definir entonces como la retirada ge­
neral al conformismo. Conformismo que se encuentra típicamente 
materializado, cuando cientos de millones de telespectadores en toda 
la superficie de la tierra absorben cotidianamente las mismas futilida­
des, pero también, cuando algunos “teóricos” van repitiendo que no se 
puede “quebrar la barrera de la metafísica occidental”.
V
Está entendido que no basta con decir que “la modernidad es un 
proyecto inacabado” (Habermas). No obstante haber encarnado la sig­
El mundo fragmentado 25
nificación imaginaria capitalista de la expansión ilimitada del (pseudo-) 
dominio (pseudo') racional, la modernidad está más viva que nunca, 
comprometida en la carrera frenética que conduce a la humanidad hacia 
los peligros más extremos. Pero, aunque ese desarrollo del. capitalismo 
estuvo condicionado, decididamente, por el despliegue simultáneo del 
proyecto de la autonomía social e individual, la modernidad está aca­
bada. Un capitalismo que se desarrolla, con el esfuerzo de afrontar una 
lucha continua contra el statu quo de las cadenas de fabricación, así 
como contra las esferas de las ideas o del arte, y un capitalismo cuya 
expansión no encuentra ninguna oposición interna efectiva son dos 
animales sociohistóricos totalmente diferentes. Ciertamente, el pro­
yecto de autonomía en sí mismo no se ha acabado ni. está terminado. 
Pero su trayectoria durante los dos últimos siglos ha demostrado la in­
adecuación radical, para hablar con moderación, de los programas en 
que se había encarnado, ya sea la república liberal, o el “socialismo” 
marxista-leninista. No hace falta subrayar que la demostración de esa 
inadecuación en la experiencia histórica efectiva es una de las raíces 
de la apatía política y de la privatización contemporáneas. Para el re­
surgimiento del proyecto de autonomía se requieren nuevos objetivos 
políticos y nuevas actitudes humanas, de los que por ahora los signos 
son escasos. Pero sería absurdo tratar de decidir si estamos viviendo un 
largo paréntesis, o si asistimos al comienzo del fin de la historia occi­
dental en tanto, que historia esencialmente ligada con el proyecto de 
autonomía y codeterminado por éste.
Agosto de 1989
26 CORNELIUS C astoriaois
N otas
Conferencia dictada en inglés (traducida por mí), durante el simposio 
Á Metaphorfor our Times, en la Universidad de Boston, el 19 de septiembre de 
- 1989.
1 “Un cours inédit”, Magazine littéraire, mayo 1988, p. 36.
2 Jürgen Habermas. Der Philosophische Diskurs der Moderne, Francfort, Surhkamp, 
1985, p. 13. (Traducción castellana: El discurso filosófico de la modernidad. Ed. 
Táurus, Barcelona, 1991.)
3 Ibid., p. 57.
4 Sobre la “verdadera’! Edad Media tal como yo la entiendo, A. Gurevich, The 
Categories of Medieval Thought, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1981 y Cyril 
Mango, The Empire ofNeui Rome, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1980, 
proporcionan un material y unos análisis muy próximos a los que resumo aquí.
5 Por ejemplo, en "El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno” 
(1960), ahora en Capitalisme moderne etrévolution, París, 10/18,1979, volumen 2.
6 Johann Arnason. “The Imaginary Constitution of Modernity”, Remé européenne 
des sciences sociales. Genève, 1989, N ° XX, pp. 323-337.
í3 ¡
El mundo fragmentado 27
Reflexiones sobre el racismo*
. Va de suyo que estamos acá porque queremos combatir el racismo, 
la xenofobia, el chauvinismo y todo lo que tenga que ver con ellos, en 
nombre de una toma de posición básica: reconocemos en todos los 
Seres humanos el mismo valor, en tanto seres humanos, y afirmamos la 
obligación de la colectividad de acordarles las mismas posibilidades 
efectivas para ejercer sus derechos. Lejos de estar confortablemente 
Sustentada en una pretendida evidencia o necesidad trascendental de 
los “derechos del hombre”, esta afirmación engendra paradojas de pri­
mera magnitud y, sobre todo, una antinomia que he señalado muchas 
veces entre el universalismo concerniente a los seres humanos y el con­
cerniente a las “culturas” (las instituciones imaginarias de la sociedad) 
de los seres humanos. Volveré al final sobre esto.
Pero, en nuestra época, ese combate -como todos los otros-, ha sido 
con frecuencia desviado y restituido de la manera más increíblemente 
cínica. Para no tomar más que un ejemplo, el Estado ruso se proclama 
antirracista y antichauvinista, en tanto el antisemitismo incitado 
sqterradamente por los poderes está allí en su apogeo y docenas de 
naciones y de etnias permanecen, a la fuerza, en la gran prisión de los 
pueblos. Siempre se habla -con sobrada justificación- de la extermi­
nación de los indios de América. Nunca escuché a nadie preguntarse 
cómo una lengua que hace cinco siglos sólo se hablaba de Moscú a 
Ñijni-Novgorod ha podido alcanzar las costas del Pacífico, y si esto ha 
sucedido con los aplausos entusiastas de los tártaros, los buriatos, los 
Sáihoyedos y otros tunguses.
. Ésa es la primera razón por la que debemos ser particularmente rigu­
rosos y exigentes en el plano de la reflexión. La segunda, igualmente 
importante, es que, en todas las cuestiones atinentes a una categoría 
Sociohistórica general ^Nación, Poder, Estado, Religión, Familia, et­
cétera-, el deslizamiento de la base de sustentación es casi inevitable. 
A toda tesis que se pueda enunciar, encontrarle contra ejemplos es de 
una facilidad desconcertante. Y el punto flaco de los autores én estos
El mundo fragmentado 29
dominios es la falta del reflejo que prevalece en todas las otras discipli­
nas: ¿lo que digo no puede ser invalidado por un contra ejemplo posi- 
ble? Cada seis meses, se leen grandiosas teorías fundadas en estos te- 
mas, y uno se sorprende todavía de asombrarse: ¿el autor no escuchó 
nunca hablar de Suiza o China?, ¿de Bizancio o de las monarquías cris­
tianas ibéricas?, ¿de Atenas o de Nueva Inglaterra?, ¿de los esquimales 
o de los kung? Después de cuatro o veinticinco siglos de autocrítica del 
pensamiento, siguen prosperando las serenas generalizaciones a partir 
de una idea que se le ocurre al autor.
Una anécdota, quizá divertida, me conducirá a uno de los aspectos 
centrales de la cuestión. Como habrán visto en el anuncio del colo­
quio, mi nombre es Cornelius -en francés antiguo-, y para mis amigós, 
Comedle. Fui bautizado en la religión cristiana ortodoxa y, para qué 
así fuera, era necesario que hubiese un santo epónimo y, en efecto, 
había un agftios Kornelios, transliteración griega del latín Cornelius -de 
la gens Cornelia, que había dado su nombre a cientos de miles de habi­
tantes del Imperio-, santificado mediante una historia que se cuenta 
en las Actas (10-11), la cual paso a resumir. Dicho Corneille, centurión 
de una corte itálica, vivía en Cesárea, daba grandes limosnas al pueblo 
y temía a Dios, al que rogaba sin cesar. Luego de la visita de un ángel, 
invita a su casa a Simón, apodado Pedro. En el camino, éste también 
tiene una visión, cuyo sentido es que no hay más alimentos puros e 
impuros. Llegado a Cesárea, cena en casa de Corneille - cenar en casa 
de un goy es, según la Ley, abominación- y mientras habla, el Espíritu 
Santo cae sobre los que escuchaban sus palabras, lo cual sorprende a 
los compañeros judíos de Pedro, más que a nadie que asistena la esce­
na, puesto que el Espíritu Santo también se había propalado sobre los 
no circuncisos, que se habían puesto a hablar y magnificar a Dios. Más 
tarde, volviendo a Jerusalén, Pedro tiene que responder a los amargos 
reproches de sus otros compañeros circuncisos; éstos se calman luego 
de que aquél se justifica diciendo que Dios otorgó el arrepentimiento a 
las “naciones" para que vivan.
Evidentemente, esta historia tiene múltiples significaciones. Es la 
primera vez en el Nuevo Testamento que se afirma la igualdad de las 
“naciones" ante Dios, y lo innecesario del pasaje por el judaismo para 
llegar a ser cristiano. Lo que me parece aún más importante, es la con­
traposición de esas proposiciones. Los compañeros de Pedro se quedan
30 C ornelius C astoriadis
“absolutamente extrañados” ( “exéstésan” , dice el original griego de las 
Actas: ex'istamai, eksistir, salir de sí mismo) de que el Espíritu Santo 
quiera propalarse por todas las “naciones”. ¿Por qué? Evidentemente, 
porque hasta allí no puede habérselas más que Con judíos -y, en las 
mejores condiciones-, con esa secta particular que se decía de Jesús de 
Nazaret. Pero también nos remite por implicancia negativa a especifi­
caciones de la cultura hebraica -aquí empiezo a ser desagradable-, que 
para los demás no van de suyo, y es lo menos que puede decirse. ¿No 
aceptar comer entre los goím, a sabiendas del lugar que la comida en 
común tiene en la socialización y la historia de la humanidad? Releemos 
entonces el Antiguo Testamento atentamente, especialmente los li­
bros relativos a la conquista de la Tierra prometida, y vemos que el 
pueblo elegido no lo es simplemente por una noción teológica, sino 
eminentemente práctica. Por lo demás, las expresiones del Antiguo 
Testamento tomadas literalmente son, si se nos permite decirlo, muy 
bellas (desgraciadamente, sólo puedo leerlo en la versión griega de los 
Setenta, algo posterior a la conquista de Alejandro. Sé que hay proble­
mas, pero no creo que afecten lo que voy a decir). Vemos allí que todos 
los pueblos que habitan el “perímetro” de la Tierra prometida pasan 
por el “filo de la espada” (dia stomatos romphaias) sin discriminación de 
sexo o edad, que no se hace ninguna tentativa de “convertirlos”, que se 
destruyen sus templos, se arrasan sus bosques sagrados, todo bajo la 
orden directa de Yahvé. Como si aquello no bastara, abundan las pro­
hibiciones concernientes a la adopción de sus costumbres (bdelygma, 
abominación, miasma, mancilla) y a las relaciones, sexuales entre ellos 
(porneia, prostitución; palabra que se repite obsesivamente en los pri­
meros libros del Antiguo Testamento). La simple honestidad obliga a 
decir que el Antiguo Testamento es el primer documento racista de la 
historia. El racismo hebreo es el primero del que tenemos huellas escri­
tas, lo que no significa en absoluto que haya sido el primero. Más bien, 
todo haría suponer lo contrario. Felizmente, me atrevo a decir, el Pue­
blo elegido es un pueblo como los otros1. Creo que es necesario recor­
dar esto porque la idea de que el racismo o simplemente el odio al; otro 
es una invención específica de Occidente es una de las burradas que 
actualmente gozan de gran circulación.
No puedo detenerme en ios diversos aspectos de la evolución histó­
rica y su enorme complejidad. Simplemente señalaré:
El mundo fragmentado 31 .
a) que entre los pueblos de religión monoteísta, los hebreos tienen, 
a pesar de todo, esta ambigua superioridad: una vez conquistada Pales­
tina (hace tres mil años, no sé nada de hoy) y “normalizados” los habi­
tantes anteriores, de una o de otra manera, dejan tranquilo al mundo. 
Ellos son el Pueblo elegido, su creencia es demasiado buena para los 
otros, no hay esfuerzos de conversión sistemática (pero tampoco recha­
zo a la conversión)2;
b) las otras dos religiones monoteístas, inspiradas en el Antiguo 
Testamento y que “suceden” históricamente al hebraísmo, desgracia­
damente no son tan aristocráticas: su Dios es bueno para todos; si los 
otros no lo quieren, serán obligados a tragarlo a la fuerza o bien serán 
exterminados. Desde este punto de vista, sería inútil explayarse sobre 
la historia del cristianismo, o, más bien, imposible: por el contrario, no 
sólo sería útil sino también urgente rehacerla, ya que desde fines del 
siglo XIX y de los grandes “críticos”, todo parece olvidado, y se propa­
gan versiones rosas de la difusión del cristianismo. Se olvida que cuan­
do los cristianos se adueñan del Imperio Romano via Constantino, son 
una minoría, que se convierte en mayoría sólo a través de las persecu­
ciones, el chantaje, la destrucción masiva de los templos, de las esta­
tuas, de los lugares de culto y de los manuscritos antiguos -y finalmen­
te por disposiciones legales (Teodosio el Grande) que prohíben a los 
que no son cristianos habitar el Imperio. Ese ardor de verdaderos cris­
tianos por defender al verdadero Dios con la espada, el fuego y la san­
gre se presenta constantemente, tanto en la historia del cristianismo 
oriental, como occidental (herejes, sajones, cruzadas, judíos, indios 
americanos, objetos de la caridad de la Santa Inquisición, etcétera). 
De la misma manera, sería necesario restituir, frente a la adulación 
servil actual, la verdadera historia de la propagación apenas creíble del 
islam. Por supuesto, no fue el encanto de las palabras del Profeta lo que 
propagó el Islam (y la mayoría de las veces arabizando), en las pobla­
ciones que van del Ebro a Sarawak y de Zanzíbar a Tashkent. Desde el 
punto de vista de la conquista, la superioridad del Islam sobre el cris­
tianismo estaba en que bajo el primero se podía sobrevivir sin conver­
tirse, aceptando ser explotado y más o menos privado de derechos; 
mientras que en tierra cristiana la alodoxa, incluso cristiana (cf. las gue­
rras de religión de los siglos XVl y XVll), por lo general no era tolerada;
c) contrariamente a lo que se pudo haber dicho (por uno de esos
32 Cornelius C astoriadis
choques de rechazo como respuesta al “renacimiento” del monoteís­
mo), no es el politeísmo como tal, el que asegura el respeto al otro. Es 
cierto que en Grecia o en Roma hay tolerancia casi perfecta de la reli­
gión o de la “raza” de los otros; pero esto concierne a Grecia y a Roma, 
ñb dl politeísmo como tal. Para tomar sólo un ejemplo, el hinduismo 
no sólo es intrínseca e interiormente “racista” (castas), sino que ali- 
mentó tantas masacres en el curso de su historia como cualquier mo- 
¡rtóteísiiao, y continúa haciéndolo. ¡
La idea que me parece central es que el racismo participa de algo 
mucho más universal que lo que se quiere admitir habitualmente. El 
racismo es un brote, o una transformación, particularmente agudo y 
exacerbado, incluso estaría tentado de decir que es una especificación 
monstruosa de un rasgo empíricamente universal de las sociedades hu­
manas. Se trata de la aparente incapacidad de constituirse en sí sin 
excluir al otro, y de la aparente incapacidad de excluir al otro sin 
desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo.
Siempre que se trata de la institución de la sociedad, el tema tiene 
necesariamente dos facetas; la del imaginario social que instituye sig­
nificaciones imaginarias e instituciones; y la del psiquismo de los seres 
humanos singulares; lo que éste impone como obligaciones a la institu­
ción de la sociedad y lo que padece, a su vez, por parte de ésta.
No me detendré en el caso de la institución de la sociedad; con 
frecuencia he hablado de ello en otras partes3. La sociedad -cada socie­
dad- se instituye creando su propio mundo, con lo cual no se indica 
solamente “representaciones”, “valores”, etcétera. En la base de todo 
'eso hay urt modo de representar, una categorización del mundo, una 
estética y una lógica, como también un modo de valorización, y sin 
duda, y en cada uno de los casos, también un modo de ser afectado. De 
una u otra manera, en esa creación del mundo, siempre encuentra lu­
ja r la existencia de otros humanos y de otros sociedades. Es necesariodistinguir entre la constitución de otros parcial o totalmente (míticos 
(los salvadores blancos para los aztecas, los etíopes para los griegos 
homéricos), que pueden ser “superiores” o “inferiores”, hasta mons- 
‘trüósos; y la constitución de otros reales, de sociedades que .efectiva­
mente se encuentran. He aquí un esquema muy rudimentario para con­
siderar el segundo caso. En un primer tiempo mítico (o, lo que viene a 
ísér Ió mismo, “lógicamente inicial”), no hay otros. Luego se los encuen­
El mundo fragmentado 33
tra (el tiempo mítico o lógicamente inicial es el de la autodisposición 
de la institución). Para lo que nos interesa ahora, se abren grosso modo 
tres posibilidades: las instituciones de esos otros (y, por lo tanto, los 
otros en sí) pueden ser consideradas como superiores (a las “nuestras” ), 
cómo inferiores, o como “equivalentes”. Enseguida notamos que el pri­
mer caso entrañaría a la vez una contradicción lógica y un suicidio 
real. La consideración de las instituciones “extranjeras” cómo superio­
res por parte de la institución de una sociedad (no por tal o cual indivi­
duó) no tiene cabida: esa institución no haría más que ceder el lugar a 
la otra. Si la ley francesa ordena a los tribunales que en todos los casos 
se aplique la ley alemana, se suprime como ley francesa. Puede ser que 
tal o cual institución, en el sentido secundario del término, sea consi­
derada apropiada, y que efectivamente sea adoptada; pero la adopción 
global y sin reserva esencial de las instituciones centrales de otra socie­
dad implicaría la disolución, como tal, de la sociedad que toma prestado.
Por lo tanto, el encuentro sólo deja dos posibilidades: que los otros 
sean inferiores, que los otros sean iguales a nosotros. La experiencia 
demuestra, como dijimos, que se sigue casi siempre la primera vía, casi 
nunca la segunda. Hay para eso una razón “aparente”. Decir que los 
otros son “ iguales a nosotros”, no puede significar iguales en la 
indiferenciación, ya que implicaría, por ejemplo, que es igual que coma 
cerdo o que no lo coma, que corte las manos a los ladrones, o no, etcé­
tera. Todo se volvería indiferente y sería desinvestido. Los otros son 
simplemente otros; dicho de manera distinta, no solamente las len­
guas, o el folclore, los hábitos en la mesa, sino las instituciones consi­
deradas globalmente, como un todo y en detalle, son incomparables. Lo 
cual es verdad, pero sólo en un sentido. La “incompatibilidad” no pue­
de producirse “naturalmente” en la historia, y no debería ser difícil 
comprender la razón. Para los sujetos de la cultura considerada, esa 
“incompatibilidad” implicaría tolerar en los otros lo que para ellos es 
abominable; y, a pesar de la actual perspectiva facilista de los defenso­
res de ios derechos del hombre, aquélla hace surgir cuestiones teórica­
mente irresolubles en el caso de los conflictos entre culturas. Así lo 
demuestran los ejemplos ya citados y así procuraré demostrarlo al final 
de estas observaciones.
La idea aparentemente tan simple e incuestionable de que los otros 
son simplemente otros, es una creación histórica que va contra la co-
3'4 C ornelius C astoriadis
itiente de las tendencias “espontáneas” a la institución de la sociedad. 
Los otros casi siempre han sido instituidos como inferiores. Todo lo 
cual no es una fatalidad, o una necesidad lógica, es simplemente la 
probabilidad extrema, la “propensión natural” de las instituciones hu­
manas. Evidentemente, el modo más simple de valorizar las propias 
instituciones es la afirmación -que no necesita explicación^ de que 
ésas son las únicas “verdaderas” y que, en consecuencia, los dioses, creen-' 
das, hábitos, etcétera, de los otros son falsos. En ese sentido, la inferior 
ridad de los otros no es más que la otra cara de la afirmación de la 
verdad de las propias instituciones de la sociedad-Ego (en el sentido que 
tiene Ego en la descripción de los sistemas de parentesco). Verdad pro­
pia que excluye cualquier otra, convirtiendo al resto en error positivo 
y, en el mejor de los casos, diabólicamente perniciosa (el caso de los 
monoteísmos y de los marxismos-leninismos es obvio, pero no son los 
únicos).
¿Por qué hablar de probabilidad extrema y de propensión natural? 
Porque no puede haber verdadera fundación de la institución (funda­
ción “racional” o “real”). Siendo su único fundamento la creencia en sí 
misma, más específicamente, el hecho de que pretenda hacer al mundo 
y la vida coherentes (sensatos), el encuentro la pone en peligro de 
muerte: existen otras maneras de hacer a la vida y al mundo sensatos y 
coherentes. Aquí nuestro asunto, en el sentido más general, se conecta 
con el de la religión, lo cual ha sido tratado por mí en otro lugar4.
Probabilidad extrema, pero no necesidad o fatalidad: a pesar de todo, 
lo contrario es posible, aunque altamente improbable, como la demo­
cracia es en la historia altamente improbable. El índice de lo anterior 
es la relativa y modesta transformación (al menos real) de ciertas so­
ciedades modernas y el combate que en ellas se libra contra la misoxenia 
(el cual está lejos de haber terminado, incluso dentro de cada uno de 
nosotros).
Todo concierne a la exclusión de la alteridad externa, en general. Pero 
la cuestión del racismo es mucho más específica: ¿por qué, lo que hu­
biera podido permanecer como simple afirmación de la “inferioridad” 
de los otros, se vuelve discriminación, desprecio* confinamiento para, 
finalmente, exacerbarse hasta la rabia, el odio y la locura asesina?
A pesar de todas las tentativas provenientes de diversos sectores, 
pienso que no podríamos encontrar una “explicación” general, que no
El MUNDO FRAGMENTADO 3 5
fuera la histórica, en el estricto sentido del término. La exclusión del 
otro no siempre ha cobrado la forma del antisemitismo, ni mucho me' 
ños. Se conoce la historia del antisemitismo en los países cristianos: 
ninguna “ley general” puede explicar las localizaciones espaciales y tem­
porales de las explosiones de ese delirio. Otro ejemplo todavía más 
elocuente: el Imperio Otomano, una vez llevada a cabo la conquista, 
mantuvo siempre una política de asimilación, luego de explotación y 
de capitis diminutio de los conquistados no asimilados (sin esa asimila­
ción masiva, no existiría la nación turca). Después, súbitamente, entre 
1895 y 1896, y, entre 1915 y 1916, los armenios (siempre sometidos, es 
verdad, a una represión mucho más cruel que las otras nacionalidades 
del Imperio) se convierten en el objeto de dos monstruosas masacres 
en masa, en tanto los otros alógenos del Imperio (y especialmente los 
griegos, todavía muy numerosos en Asia Menor entre 1915-1916, y 
cuyo Estado prácticamente está en guerra con Turquía) no son perse­
guidos.
Ya se sabe q[ue, a partir del momento en que hay fijación racista, los 
“otros” no solamente son excluidos e inferiores; como individuos y como 
colectividad se convierten en el punto de apoyo de una cristalización 
imaginaria en segundo grado, la cual los dota de una serie de atributos 
y, tras éstos, de una esencia de maldad y perversidad que justifica de 
antemano todo lo que se les hará padecer. Sobre ese imaginario, en 
Europa, especialmente antijudío, la literatura es inmensa y no tengo 
nada que agregar5. Salvo que me parecería muy superficial presentar 
ese imaginario -por añadidura, bautizado “ideología”“ como algo fa­
bricado de pies a cabeza por clases o grupos políticos para asegurar su 
dominación o para llegar a ella. En Europa, un sentimiento antijudío 
difuso y “rastrero” circuló permanentemente, por lo menos desde el 
siglo Xi. A veces ha sido reanimado y revivido en momentos en que el 
cuerpo social ha experimentado, con una intensidad más fuerte que de 
costumbre, la necesidad de encontrar un objeto malo “interno-exter­
no” (el “enemigo interno” es tan cómodo), un chivo emisario ya “seña­
lado de nacimiento” como tal. Pero esas revivificaciones obedecen a 
leyes y reglas; es imposible, por ejemplo, relacionar las profundas crisiseconómicas sufridas durante ciento cuarenta años por Inglaterra con 
una explosión cualquiera de antisemitismo, mientras que hace quince 
años tales explosiones comienzan a producirse, pero contra los negros.
36 Cornelius C astoriauis
Hago un paréntesis. Para la opinión generalizada y los autores más 
destacados -pienso, por ejemplo, en Hannah Arendt- en el racismo es 
intolerable el hecho de que se odie a alguien por algo de lo que no es 
responsable, su “nacimiento” o su “raza”. Es verdad que esto resulta 
abominable, pero las observaciones que preceden ponen de manifiesto 
que esa perspectiva es errónea o insuficiente, que no capta la esencia y 
la especificidad del racismo; tanto es así, que ante el conjunto dedos 
fenómenos entre los que el racismo es el más agudo, una combinación 
de vértigo y de horror del horror hace vacilar a las mentalidades más 
sólidas. Considerar a alguien culpable por su pertenencia a una colec­
tividad a la que no eligió pertenecer no es lo propio del racismo. Ilya 
Ehrenburg lo había formulado con esa brutal claridad del gran período 
estalinista: “Los únicos alemanes buenos son los alemanes muertos”. 
(= Nacer alemán, ya es merecer la muerte.) Lo mismo vale para las 
persecuciones religiosas o las guerras con componente religioso. Entre 
todos los conquistadores que masacraron a los infieles para glorificar al 
Dios del día, no existió uno solo que les preguntase a los masacrados si 
habían elegido su fe “voluntariamente”.
La lógica nos fuerza a decir otra cosa desagradable. La única verdad 
específica del racismo (y de las diversas variantes del odio a los otros), 
la única decisiva, como dicen los lógicos, es ésta: el verdadero racismo 
no da ¡a posibilidad de abjurar (se los persigue, o se los vigila, y una vez 
que han abjurado: marranos). Lo desagradable es que debemos conve' 
nir en que encontraríamos al racismo menos abominable si se satisfi- 
cíerá con conversiones forzadas (como el cristianismo, el Islam, etcé- 
tera). Pero el racismo no quiere la conversión de los otros; quiere su 
muerte. En el origeh de la expansión del Islam hay millones de árabes; 
en el origen del Imperio Turco, hay millones de otomanos. El resto, es 
producto de las conversiones de las poblaciones conquistadas (forzadas 
o indultadas, poco importa). Pero para el racismo, el otro es inconvertible. 
Enseguida advertimos la casi necesidad del apuntalamiento del imagi­
nario racista en características físicas (por lo tanto, irreversibles) cons­
tantes, o consideradas como tales. Un nacionalista francés o alemán 
que se precie, instrumentalmente racional (es decir, precisamente des­
embarazado del creciente imaginario del racismo), debería estar en­
cantado si los alemanes o los franceses pidieran la naturalización dé 
millones de personas en el país de enfrente. Por otra parte, a veces se
E l MUNLX> FRAGMENTADO 37
naturaliza en forma póstuma a los muertos gloriosos del enemigo. Poco 
después de mi arribo a Francia (en 1946, creo), un gran artículo apare' 
cido en Le Monde celebraba a Bach como “genio latino”. (Menos refi' 
nados, los rusos trasladaron las fábricas de la zona y, en lugar de inven- 
tár una ascendencia rusa de Kant, lo hicieron nacer y morir en 
ÍCaliningrado.) Pero Hitler no tenía ningún deseo de apropiarse de Marx, 
Einstein o Freud como genios germánicos, y los judíos más asimilados 
fueron enviados a Auschwitz como los demás.
Rechazo del otro, en tanto que otro: componente, no necesario, 
sino extremadamente probable de la institución de la sociedad. “Natu­
ral”, en el sentido en que la heteronomía de la sociedad es “natural”. 
La superación de ese rechazo exigiría una creación a contrapelo; por lo 
tanto, es improbable.
Podemos encontrar la contrapartida de ello -no digo la “causa”- en 
el plano del psiquismo del ser humano singular. Seré breve. Una faceta 
del odio al otro, en tanto que otro, es inmediatamente comprensible; 
se puede decir que es el reverso del amor propio, del investimiento del 
yo. Poco importa la falacia que implica, el silogismo del sujeto frente al 
otro es siempre el de “si afirmo el valor de A, debo también afirmar el 
no-valor de no-A”. Evidentemente, la falacia consiste en que el valor 
de A excluye cualquier otro: A (lo que soy) vale, y lo que vale es A. Lo 
que en el mejor de los casos es inclusión o pertenencia (A como parte 
de los objetos que tienen un valor), se convierte falazmente en equiva­
lencia o representatividad. A es el tipo mismo de lo que vale. Es cierto 
que, en situaciones extremas, en el dolor, frente a la muerte, la falacia 
aparece bajo otro aspecto. Pero no es nuestro tema.
Ese falso razonamiento (umversalmente extendido) solamente da­
ría lugar a las diferentes formas de desvalorización o de rechazo de quie­
nes ya han sido aludidos. Pero otra faceta del odio es más interesante y 
creo que habitualmente no se menciona: el odio al otro como una fa­
ceta del odio inconsciente hacia sí mismo6. Retomemos la cuestión por 
otro lado. ¿La existencia del otro como tal puede poner en peligro al 
yo? (Evidentemente hablamos del mundo inconsciente en el cual el 
hecho fundamental de que el “yo” no existe, fuera del otro o de los 
otros, brilla por su ausencia como en las teorías “individualistas” con­
temporáneas.) Puede bajo una condición: que en lo más profundo de la 
fortaleza egocéntrica una voz repita, suave pero incansablemente: nues­
38 C ornelius C astoriadis
tras' murallas son de plástico, nuestra acrópolis es de papel mâché. ¿Y 
qjüién podría hacer audibles y creíbles esas palabras que se oponen a 
todos los mecanismos que han permitido al ser humano ser alguien (cam­
pesino cristiano francés o poeta árabe musulmán)? Por cierto que no 
uha Vduda intelectual”, que apenas puede existir o tener fuerza propia 
en las capas profundas de las que hablamos, sino un factor ubicado en 
la ■ proximidad inmediata a los orígenes, lo que subsiste de la mónada 
psíquica y de su negación encarnizada de la realidad, vuelta ahora ne­
gación, rechazo y aborrecimiento del individuo en el que ella debió 
transformarse, y que fantasmáticamente sigue odiando. Lo. cual hace 
que la cara visible, “diurna”, construida, expresiva del sujeto sea siem­
pre él objeto de un investimiento doble y contradictorio: positivo en 
tanto que el sujeto es un sustituto de la mónada psíquica, negativo en 
tanto que es la huella visible y real de su fragmentación.
• De manera que el odio a sí mismo, lejos de ser una característica 
típica de los judíos, como suele decirse, es inherente a todo ser huma­
no y -como todo lo demás- objeto de una elaboración psíquica ininte­
rrumpida. Y pienso que es este odio a sí mismo, habitualmente intole­
rable en su faz manifiesta, el que alimenta las formas más extremas del 
odio al otro y su descarga en las manifestaciones más crueles y arcaicas.
Desde este punto de vista, se puede decir que las expresiones más 
agudas del odio al otro —y sociológicamente el racismo es la más aguda 
por el motivo ya aludido de la inconvertibilidad- constituyen mons­
truosos desplazamientos psíquicos, a través de los que el sujeto puede 
guardar el afecto cambiando de objeto. Ésa es la razón por la que no quiere 
encontrarse en el objeto (no quiere que el judío se convierta o conozca 
la filosofía alemana mejor que él), en tanto que la primera forma del 
rechazo, la desvalorización del otro, se satisface generalmente con el 
“reconocimiento” por parte del otro, que se ve determinado a la derro­
ta o a la conversión.
- Después de todo, la superación de la primera forma psíquica del odio 
al otro parecería no exigir mucho más que lo que implica la vida en 
sociedad: la existencia de carpinteros no cuestiona el valor de los fon­
taneros, y la existencia de los japoneses no debería poner en tela de 
juicio el valor de los chinos.
- La superación de la segunda forma implicaría sin duda elaboracio­
nes psíquicas sociales mucho más profundas. Como el resto de la de-
El munix> fragmentado 39
moeracia, en el sentido de autonomía,requiere una aceptación de núes* 
tra mortalidad “real” y total, de nuestra segunda muerte sobrevenida 
luego de la muerte de la totalidad imaginaria, de la omnipotencia, de 
Id inclusión en'nosotros del universo.
Pero quedarnos allí sería permanecer en la esquizofrenia eufórica de 
los Hóys-scouts intelectuales de las últimas décadas, que preconizan 
si’múltáneámente los derechos del hombre y la diferencia radical de las 
OtraS'iculturas. ¿Entonces cómo se pueden juzgar (y eventualmente re­
chazar) lá cultura nazi o estaliñista, los regímenes de Pinochet, de 
Menghis.tu, de Khomeini? ¿No son “estructuras’’ históricas diferentes, 
incomparables e igualmente interesantes?
En los hechos, el discurso de los derechos del hombre se ha susten­
tado en las hipótesis tácitas del liberalismo y del marxismo tradiciona­
les: la': aplanadora del “progreso” conduciría a todos los pueblos hacia 
la misma cultura (efectivamente, la nuestra, enorme comodidad polí­
tica de las pseudofilosofíás de la historia) . Las preguntas que planteé 
antes serían automáticamente resueltas, a lo sumo, después de uno o 
dos “accidentes desdichados” (guerras mundiales, por ejemplo).
Lo que ha sucedido ha sido más bien lo contrario. Mal que bien, la 
mayor parte del tiempo, los “otros han asimilado ciertos instrumentos 
de la cultura occidental, una parte de lo que responde a lo conjuntista- 
identitario por ella creado, pero de ningún modo las significaciones 
iináginartas de la libertad, la igualdad, la ley, la interrogación indefini­
da. La victoria planetaria de Occidente es victoria de metralletas, de 
jeeps y de la televisión, no del babeas Corpus, de la soberanía popular, 
de la responsabilidad del ciudadano.
A:sí, lo que antes aludí como aun simple problema “teórico”, y que, 
sin ningurta duda, ha hecho correr ríos de sangre en la historia -¿cómo 
una cultura podría admitir que existen otras que son comparables con 
ella misma y que tienen por alimento lo que para ella es sacrilego?^ se 
convierte en uno de los mayores problemas políticos y prácticos de nues­
tra época, llevado al paroxismo por la aparente antinomia en el seno 
de nuestra propia cultura. Pretendemos ser, a la vez, una cultura entre 
otras y que ésta es única, en tanto reconoce la alteridad de las otras (lo 
que nunca se había hecho antes y lo que las otras culturas no le recono­
cen) y en tanto ella ha establecido significaciones sociales imagina­
rías, con las consecuentes reglas de valor universal: para tomar el ejem-
40 Cornelius C astoriadis
pío más fácil, los derechos del hombre. ¿Y qué hacen ustedes con res­
pecto a las culturas que explícitamente rechazan los “derechos del hom­
bre” (cf. el Irán de Khomeíni), sin hablar de la abrumadora mayoría, 
que los pisotean cotidianamente en los hechos, suscribiendo declara­
ciones hipócritas y cínicas?
Termino con un simple ejemplo. Hace unos años se hablaba mucho 
-ahora menos, no sé por qué- de la excisión y de la infíbulación de las 
niñas, practicadas como regla general en una multitud de países musul­
manes africanos (creo que las poblaciones son mucho más vastas de lo 
que suele decirse). Todo eso sucede en África, allá, in der Turkei, como 
dicen los burgueses filisteos de Fausto. Ustedes se indignan, protestan, 
no pueden hacer nada contra aquello! Después un día, aquí en París, 
descubren que su criado (u obrero, colaborador, colega) por el que sien­
ten mucho afecto, se prepara para la ceremonia de excisión-infibula- 
eión de sü niñita. Si ustedes no dicen nada, se olvidan de los derechos 
del hombre (el habeos Corpus de la niña). Si tratan de cambiar las ideas 
del padre lo están apartando de su cultura original, y transgrediendo 
así el principio de la incomparabilidad de las culturas.
Combatir el racismo siempre será esencial. No debe servir de pre­
texto para dimitir ante la defensa de valores que fueron creados por 
nosotros, que consideramos válidos para todos, que no tienen relación 
con la raza o el color de la piel y a los que queremos convertir, sí, razo­
nablemente, a toda la humanidad.
El mundo fracmentalx) 41
N otas
* Ponencia pata el coloquio del ARIP, "Inconsciente y cambio social", el 9 de 
marzo de 1987. Publicado en Connexions, Np 48,1987.
1 Véase Éxodo 23, 22-33; 33,11.-17. Léxico 18, 24-28. Josué 6, 21-22; 8, 24-29; 
10, 28, 31-32, 36-37, etcétera.
1 Los escasos esfuerzos de proselitismo judío bajo el Imperio Romano son tardíos, 
marginales y sin porvenir.
J La tíltitria vez e n Los dominios del hombre (París, Ed. du Seuil, 1986): los textos 
"El imaginario: la creación en el dominio sociohistórico” e "Institución de la 
sociedad y la religión”«
* Véase "Institución de la sociedad y religión”, op. cit.
5 Se pueden ver, por ejemplo, las numerosas indicaciones que da Eugène Enríquez 
en De la horde à-l'Etat. París, Galiimard, 1983, pp. 396-438.
6 Recientemente, Micheline Enríquez (En las encrucijadas del odio. París, Ed. de 
l'Epi, 1984) ha hecho una importante contribución a la cuestión del odio en 
psicoanálisis. Desde el punto de vista que nos interesa ahora, véase sobre todo 
pp. 269-270.
El MUNDO FRAGMENTADO 43
¿Camino sin salida?*
Ya todo ha sido dicho1 y todo está siempre por decir, hecho que,- por 
sf mismo, podría conducir a desesperar. La humanidad parecería sorda; 
low.es en lo esencial. De eso se trata, ante todo, cualquier discusión 
referida1 a lás cuestiones políticas fundamentales. Para la humanidad 
moderna, tales son las relaciones entre su saber y su poder; más exacta­
mente: entre el poder en constante crecimiento de la tecnociencia y la 
impotencia manifiesta de las colectividades humanas contemporáneas, 
i El téímino “relación” ya no sirve. No hay relación. Existe un poder de 
la tecnociencia contemporánea -el que básicamente es impotente—, 
poder anónimo en todos los aspectos, irresponsable e incontrolable (ya 
que no se puede asignar a nadie) y, por el momento (momento bastan­
te largo, a decir verdad), una pasividad completa de los hombres (in­
cluyendo a los científicos y a los técnicos por el hecho de. ser ciudada­
nos). Pasividad completa, e incluso complaciente, ante el curso de 
acontecimientos que todavía quieren creer benéfico, sin estar ya com­
pletamente persuadidos de que lo será a la larga2. Todos los términos 
del debate tendrían que ser retomados, replanteados, vueltos; a diluci­
dar.. Más adelante lo intentaré con algunos de ellos. Pero, para justifi­
car mi propósito antes de ir más lejos, algunas preguntas:-¿quién deci­
dió las fecundaciones in vitro y los trasplantes de embriones?, ¿quién 
decidió que había vía libre para las manipulaciones del código genético?, 
¿quién dispuso la utilización de los dispositivos anticontaminantes (qué 
retienen el C 0 2), culpables de las lluvias ácidasí 
i. ; Desde hace mucho tiempo, no podemos y no queremos -no debemos 
querer- ̂ renunciar a la interrogación racional, a la exploración del 
mundo, de nuestro ser, del misterio mismo, que hace que nos sintamos 
siémpre empujados a investigar y a interrogar. Uno se puede dejar ab­
sorber -y la sociedad debería ser de tal manera que todos los que qui­
sieran tuviesen la posibilidad de ello- por una demostración matemá­
tica, por los enigmas de la física fundamental y de la cosmología, por 
los inextricables meandros y retromeandros en las interacciones de los
El mundo fragmentaix) 45
sistemas nervioso, hormonal e inmunológico, con una satisfacción cuya 
calidad difiere, pero cuya intensidad no envidia nada a la que se puede 
experimentar escuchando La ofrenda musical, contemplando Los espo­
sos Amolfini, leyendo Los cantos de Maldoror. El autor de estas líneas, 
que ha gozado como humilde amateur - amante sería la palabra que co­
rresponde- en esos dominios, puede dar fe de ello. Como también pue­
de dar fe de que debe su supervivencia y la de sus seres queridos (en 
varias ocasiones), a la eficacia técnica de la medicina contemporánea. 
Y de que, muchas veces, ha tenido la ocasión de criticar la inconse- 
cuéncia, tan difundidaen ciertos ambientes ecológicos, donde se re­
chaza de palabra la industria moderna con música de fondo provenien­
te de sofisticados sistemas de audio, y ante la enfermedad se espera 
como cualquiera el milagro de la omnipotencia técnico-médica3. No 
se trata entonces de un prejuicio anticientífico o antitécnico; el pre­
juicio está en las antípodas de lo que se está exponiendo.
Si se pudiera decir ̂ -como lo hacen algunos ante las potencialidades 
apocalípticas de la tecnociencia- “prohibamos la ciencia, detengamos 
la técnica o tracémosles un límite preciso”, no habría un verdadero 
conflicto, sino solamente “problemas prácticos” (es cierto, que son in­
numerables). Además, examinándolo bien se ve su imposibilidad, a 
menos que se renunciara a la libertad. No por el hecho de que se impu­
sieran prohibiciones legales para el ejercicio de una actividad (después 
de todo, matar está prohibido), sino porque la creación de la libertad, 
en la historia greco-occidental, es indisociable de la emergencia y la 
interrogación de la búsqueda racional. Y es porque no se puede resol­
ver, que la cuestión conduce hacia una antinomia insuperable en el 
plano estrictamente teórico y sólo remediable con la acción y el 
juzgamiento políticos de las colectividades humanas. Después volveré 
sobre esto. Pero también hay que señalar que no somos conscientes de 
la situación, al pretender que los “buenos” y los “malos” aspectos de la 
ciencia y de la técnica contemporáneas son perfectamente separables y 
que para eso bastaría una mayor consideración de algunas reglas de 
éticaftécnico-científlca, la eliminación de la ganancia capitalista o la 
supresión de la burocracia gestionaría. Entendamos que no es en el 
nivel de los dispositivos de superficie o incluso de las instituciones 
fórmales donde se puede reflexionar sobre la cuestión: una sociedad 
verdaderamente democrática, liberada de las oligarquías económicas,
fQpRNEtIUS C astoriadis
políticas o de otra clase, viviría la situación con la misma intensidad. 
Lo que aquí está en juego es uno de los núcleos del imaginario occiden' 
tal moderno, el imaginario de, un dominio “racional” y de una raciona' 
ítidád artificializada, que ha devenido no sólo impersonal (no indívi' 
iJúaL), sino inhumana ("objetiva”). Antes de llegar hasta allí, tenemos 
^úe acometer algunos estratos exteriores.
La realidad efectiva de la tecnociencia
Todo el mundo conoce las formidables conquistas de la técnica 
moderna, tras las que obviamente se encuentra la ciencia. Implican 
úha capacidad igualmente formidable de producción. ¿Por qué entorn 
bés hablar de impotencia?, ¿por qué decir que ese enorme poder es pa' 
tálelo a una impotencia creciente?
^í ¿A qué llamamos poder o, incluso, potencia? ¿Haría falta de ahora 
en adelante, por referéndum o de otra manera, cambiar el significado 
de esas palabras? ¿Entendemos por poder la posibilidad que tiene cual' 
quiera, con los medios necesarios y los dispositivos apropiados, de ha' 
cer lo que quiera cuando quiera, para alguien que quiera? ¿‘Dónde y 
quién es ese alguien hoy en día, individuo, grupo, institución o colee' 
tivídad? ¿En qué sentido quiere algo y qué es lo que quiere? Una vez 
más, ¿quién decide y en vista de qué1
c h Sin duda alguna, los biologistas que inventaron (o descubrieron) los 
hechos y los métodos basados en el código genético lo hacían volunta* 
riamente. ¿Pero hasta qué punto querían verdaderamente esos resulta­
dos? ¿Cómo podían saber que los querían obtener si no los conocían, ni 
ellos, ni nadie hasta ese momento? (Tampoco se conocían Hiroshima y 
Ghernobyl cuando Hahn, Strassman y Joliot'Curiej a fines de 1938, 
obtenían las primeras fisiones de átomos de uranio.) Cinco años antes, 
Rutherford calificaba la posibilidad de explotar la potencia atómica 
Cómo “historia sin pies ni cabeza 4”. Rutherford no sólo era uno de los 
más grandes físicos del siglo, era también el instigador de algunas de las 
experiencias más importantes de la nueva física, 
b La ilusión del poder entraña también una ilusión relativa al saber: 
podríamos saber todos los resultados (o al menos los que nos importan) 
de lo que hacemos. Obviamente nunca es ése el caso. Los resultados de
El mundo fragmentado 41
nuestros actos no terminan nunca de sucederse, más aún, incluso los 
resultados más inmediatos los conocemos cuando el momento del acto 
está próximo, proximidad en sí misma fragmentada. No se desprende 
de lo anterior ningún tipo de agnosticismo o de indiferencia ética y 
práctica. Lo sabemos muy bien a través de la vida cotidiana, del mun­
do familiar. Debemos saberlo, para que los resultados humanamente 
previsibles de nuestras acciones dependan de lo que hacemos y que así 
sea posible a la vez un proceder razonable y la responsabilidad con 
respecto a nuestros actos y sus consecuencias. Todo lo cual no quiere 
decir que se puedan delimitar geométricamente las fronteras de la 
previsibilidad. Nunca se podrán reemplazar los tribunales por las 
computadoras. Trazamos una frontera de lo que se requiere como pre­
visión -frontera que en sí misma está, de alguna manera, tácitamente 
instituida por la sociedad considerada- y es en su interior, donde plan­
teamos la cuestión de la responsabilidad, Eso ya es una conquista de la 
civilización. Hubo culturas, para las cuales el hecho de haber sido co­
locadas -real o imaginariamente- en un punto cualquiera de la cadena 
que conducía al acontecimiento perjudicial, bastaba para designar a 
alguien.como culpable. Lo prueba todavía el adagio “Ay de aquél, cul­
pable del escándalo”: no necesariamente la desgracia sobrevendrá para 
el auténtico autor del escándalo, sino para todos los que, incluso cie­
gos, permitieron que se produjera.
Se debe admitir que, en lo esencial, es en la vida cotidiana y el 
mundo familiar, en los paisajes explorados desde tiempo inmemorial, 
donde podemos actuar con conocimiento de causa. La diferencia entre 
un buen y un mal artesano se nota casi siempre de inmediato, sin ésta 
no habría vida social. Pero también porque la hipótesis contraria con­
duciría a conclusiones directamente opuestas a todo discurso y a toda 
vida: todo vale, ¿mythinggoes. Pero la legitimidad del pasaje a un domi­
nio donde la misma expresión “en conocimiento de causa" pierde toda 
significación es más que problemática.
: La humanidad siempre lo supo. Los mitos sustentados en lo que está 
prohibido sin motivos “razonables" y, especialmente, en los “secretos” 
que un héroe o una heroína no deben tratar de develar -desde el fruto 
del Arbol del Conocimiento hasta el Aprendiz de Brujo- están en el 
iinaginario de todos los pueblos. Es cierto que debemos situarlos entre 
los pilares.de una institución heterónoma de la sociedad: existe lo que
4;3‘ C ornelius C astor i ahis
no se debe saber bajo pena de catástrofe o de pecado capitali esiste 
aquello sobre lo que jamás se ha posado mirada humana. Sin embargo, 
habría otro mito en nuestra tradición (mito griego, bella imagen de la 
verdad) al que no se le podría atribuir esa función. Ulises -con el que 
recientemente, y en forma burda y grosera, se intentó hacer un héroe 
anunciador del capitalismo- llega a embaucar al Cíclope* a aprove­
charse de las sirenas, a desbaratar el plan de Circe, a descender a los 
infiernos para conocer el secreto último: la vida después de la muerte 
es infinitamente peor que la vida sobre la tierra. Es después de haber 
sabido eso, cuando rechaza los ofrecimientos de inmortalidad de Calipso, 
para poder volver a Itaca, para poder morir como un hombre'sin igual 
y mortal a pesar de todo.
¿Pero tenemos necesidad de mitos? ¿No tenemos ante los ojos a los 
grandes científicos atómicos que produjeron la bomba de Hiroshima y 
su larga contrición posterior (exceptuando a Teiler y algunos otros)? 
¿No tenemos siempre a la vista la inconsciencia de sus sucesores y de 
aquellos que se entregan, hoy en día, a otras especialidades (la mani­
pulación genética), a juegos potencialmente mucho más peligrosos? 
¿Qué necesidad

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