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Primer lugar
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Segundo lugar
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Tercer lugar
Gabriela David Rendón
Primera mención de honor
Luz Maribel Cañas Largo
Segunda mención de honor
Juan Carlos Vergara Tabares
Tercera mención de honor
Edición académica
Claudia Alexandra Roldán Morales
Universidad Autónoma de Occidente
¿Que hubiera 
sido de...?
¿Que hubiera 
sido de...?
En este libro hacen presencia dos escenarios. En el primero, 
autores universitarios utilizan recursos literarios innovadores y 
auténticos. Hay ritmo y eufonía en los modos de narrar, lo que 
revela la asunción del juego con el lenguaje, pero también, 
paradójicamente, la crisis de identidad o el desacomodo con el 
mundo. Autores y autoras podrían continuar por la senda de 
ayudar a vivir leyendo. 
 
Y en el segundo, desarrollado por jóvenes que cursan los últimos 
grados de la educación fundamental (10 y 11), los personajes 
perciben que están en el limbo. Predicen lo que es el mundo con 
sus automatismos y tienen la duda de continuar. Algo de Sartre y 
de Camus se solapa en las historias narradas. 
 
Como compensación, está el ensimismamiento apuntalado en 
los imaginarios de esos otros que vuelven y te hablan, fantasmas 
que vigilan y te empujan a seguir viajando entre los ensueños y 
las fantasías. Aunque sean fantasmas, no estamos solos en este 
planeta del deterioro, es la premisa que como eco fluye en las 
narraciones de los jóvenes escritores que aquí presentamos.
 
Fabio Jurado Valencia
Universidad Nacional de Colombia
Edición académica
Claudia Alexandra Roldán Morales
Universidad Autónoma de Occidente
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
Primer lugar
Juan José Mondragón Gahona
Segundo lugar
Andrea Carolina Chamorro Hernández
Tercer puesto
Cristhian Camilo Insuasty Melo 
Primera mención
Maríalejandra Orozco Sánchez
Segunda mención
Miguel Ángel Aragón Barreto
Tercera mención
Laura Sofía Mora Micolta 
Primer lugar
María Camila Rayo Mosquera 
Segundo lugar
Luisa Fernanda Palacios Lagarcha
Tercer lugar
Stephanía Camacho Guzmán 
Primera mención
Brenda Benavides 
Segunda mención
María Alejandra Gómez Garnica
Tercera mención
Autores
19J
Universidad
AUT6NOMA
de Occidente
 Que hubiera 
sido de ...?
?
 Que hubiera 
sido de ...?
?
¿Qué hubiera sido de ...?
© Universidad Autónoma de Occidente 
© Autores:
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
Juan José Mondragón Gahona 
Andrea Carolina Chamorro Hernández 
Cristhian Camilo Insuasty Melo 
Marialejandra Orozco Sánchez 
Miguel Ángel Aragón Barreto
Laura Sofía Mora Micolta 
María Camila Rayo Mosquera 
Luisa Fernanda Palacios Lagarcha 
Stephanía Camacho Guzmán 
Brenda Benavides 
María Alejandra Gómez Garnica
 
ISBN impreso: 978-958-619-120-3 
ISBN PDF: 978-958-619-121-0
© Universidad Autónoma de Occidente 
Km. 2 vía Cali-Jamundí, A.A. 2790, 
Cali, Valle del Cauca, Colombia.
El contenido de esta publicación no 
compromete el pensamiento de la Ins-
titución, es responsabilidad absoluta 
de sus autores.
Tampoco puede ser reproducido por 
ningún medio impreso o digital sin 
permiso expreso de los dueños del Co-
pyright.
Personería jurídica, Res. No. 0618, de la 
Gobernación del Valle del Cauca, del 20 
de febrero de 1970. 
Universidad Autónoma de Occidente, 
Res. No. 2766, del Ministerio de 
Educación Nacional, del 13 de noviembre 
de 2003. Acreditación Institucional de 
Alta Calidad, Res. 23002 del 30 de 
noviembre de 2021, con vigencia hasta 
el 2025. Acreditación Internacional de 
Alta Calidad, acuerdo No. 85 del 26 de 
enero de 2022 del Cinda. Vigilada 
MinEducación.
Gestión Editorial
Vicerrector de Investigaciones, 
Innovación y Emprendimiento 
Jesús David Cardona Quiroz
Jefe Unidad de Visibilización y 
Divulgación de la Ciencia, la 
Tecnología y la Innovación.
José Julián Serrano Quimbaya 
jjserrano@uao.edu.co
Coordinación editorial
Mayra Alejandra Angulo Correa 
maangulo@uao.edu.co
Editora y coordinadora académica 
Claudia Alexandra Roldán Morales 
Universidad Autónoma de Occidente 
Diagramación y diseño
Sandra Tatiana Burgos Díaz
Impresión
Impreso en Colombia
Printed in Colombia
CONTENIDO
Prólogo .................................................................................... 7
Fabio Jurado Valencia
Categoría estudiantes universitarios
¿Qué hubiera sido de...? .......................................................... 15
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
Universidad de San Buenaventura
Primer lugar
La despedida .......................................................................... 25
Juan José Mondragón Gahona
Universidad del Valle 
Segundo lugar
¡Yo no soy yo! ....................................................................... 33
Andrea Carolina Chamorro Hernández
Universidad Autónoma de Occidente
Tercer puesto
Periplo ................................................................................... 41
Cristhian Camilo Insuasty Melo 
Universidad de Nariño
Primera mención
“20 segundos” ....................................................................... 49
Marialejandra Orozco Sánchez 
Universidad Autónoma de Occidente 
Segunda mención
Mariposas desteñidas ............................................................. 57
Miguel Ángel Aragón Barreto
Universidad Distrital
Tercera mención
Categoría Estudiantes del Programa de Articulación con 
Educación Media (PAEM)
El limbo ................................................................................. 69
Laura Sofía Mora Micolta 
Colegio Americano 
Primer lugar
Mi verdad oculta .................................................................... 77
María Camila Rayo Mosquera 
Colegio Nuestra Señora de la Consolación
Segundo lugar
La vida que llamo infierno ..................................................... 87
Luisa Fernanda Palacios Lagarcha
Colegio Comfandi Miraflores
Tercer lugar
Proceder en la vida mía ......................................................... 95
Stephanía Camacho Guzmán 
Colegio Gimnasio Los Farallones
Primera mención
Un pasado triste, una actualidad alegre, 
pero un futuro sin resolver .................................................... 101
Brenda Benavides 
Colegio Comfandi El Prado
Segunda mención
Viaje sin regreso… .............................................................. 107
María Alejandra Gómez Garnica
Colegio San Juan Bosco 
Tercera mención
Prólogo
El relato autobiográfico es un género literario análo-
go a la “conversación” catártica en las terapias sicoana-
líticas. La escritura autobiográfica, por sus singularida-
des (el trabajo dispendioso de escribir para des-escribir 
y volver a escribir hasta alcanzar la imagen con la que 
se purga la pena y el desasosiego al narrar nuestra propia 
historia), es también catarsis y terapia. El relato autobio-
gráfico escrito tiene como filtro el diálogo interior, ese 
otro género moldeado por la memoria y el pensamiento, 
que busca con afán una salida hacia el mundo profano. 
Y al salir, la fuerza de la subjetividad se encarna en el 
discurso literario: lo que se pretendía biográfico se hace 
literatura, es decir, arte.
Antes de la escritura está la conversación que cada su-
jeto construye en el pensamiento, y con ella la selección 
de la historia por narrar en el abanico de las experiencias 
personales; y a más experiencias, una alta posibilidad 
de relatos íntimos. Pero cuando se trata de escribir, no 
se elige cualquier relato, sino aquéllos que no se dejan 
nombrar en el lenguaje automático de la vida cotidia-
na. El juego paradigmático de la escritura autobiográfica 
converge, precisamente, en la construcción simbólica, 
porque es la vía más expedita para la desalienación. Los 
escritoresjóvenes que hablan aquí se desalienan y se li-
beran, a la vez que aportan a la posibilidad de la desa-
lienación de los lectores potenciales: un circuito vivido 
por quienes se asumen como autores, pero asimismo en 
quienes leemos estos relatos, pues es inevitable la voz 
interior al pensar que eso también nos sucedió. 
Una de las constantes del relato autobiográfico es el 
desdoblamiento del sujeto que escribe mientras que se 
mira en el espejo cóncavo del encadenamiento discursi-
vo de imágenes que devienen de experiencias vividas (el 
aprendizaje inicial de la escritura, los remansos líricos de 
la infancia con los columpios en los árboles; las fantasías 
y la figura de los abuelos; el último abrazo en la separa-
ción de la madre que migra a otro país; la depresión y el 
miedo; las sensaciones e imaginaciones en un funeral; 
el acoso interior y la sensación de la culpa después del 
accidente de tránsito; la diversidad en la sexualidad…).
Es cóncavo el fluir lingüístico, porque la escritura 
misma empuja hacia dimensiones estéticas y simbólicas, 
dando así lugar a la figuración literaria. El desdobla-
miento propicia la construcción de narradores cuyas mi-
radas lindan entre lo que rescata la memoria y lo que las 
palabras alcanzan a nombrar. Son aspectos constitutivos 
de los universos semánticos de los relatos autobiográ-
ficos galardonados y que hablan en este libro. La rabia 
es necesaria para escribir, parecen decir los narradores 
entre los intersticios de un discurso desafiante; es la irre-
verencia que la lectura y la escritura literaria propician, 
porque es el único tiempo de la libertad.
En los seis textos de los autores universitarios los 
recursos literarios son innovadores y auténticos; se 
observa el esfuerzo por lograr la aproximación entre 
la escritura y el evento que el recuerdo activa en el 
aquí-ahora de las representaciones con las palabras; no 
es una escritura llana; fluye la poesía, de tal modo que 
podrían tomarse fragmentos para estructurarlos en ver-
sos; es decir, hay ritmo y eufonía en los modos de na-
rrar, lo que revela la asunción del juego con el lenguaje, 
pero también, paradójicamente, la crisis de identidad o 
el desacomodo con el mundo. 
Son, en general, textos que representan la valentía 
de los autores o las autoras al exteriorizar aquello que 
presiona la conciencia; al hacerlo, descubren el incons-
ciente, como ocurre con la escritura literaria. Es notorio 
el bagaje de las lecturas, en unos textos más que en 
otros; la escritura denuncia la experiencia lectora del 
escritor, quien recrea sin darse cuenta la textualidad 
aprendida desde la escuela. Autores y autoras podrían 
continuar por la senda de ayudar a vivir leyendo. Como 
se muestra en los otros seis relatos, la literatura es, en 
efecto, el refugio de la desesperanza de los jóvenes en 
las dos primeras décadas del siglo XXI y, más aun, en 
la coyuntura pandémica.
Se destaca en la segunda parte de este libro la publi-
cación de relatos autobiográficos escritos por jóvenes que 
cursan los últimos grados de la educación fundamental 
(10 y 11) en los colegios que tienen convenios con la uni-
versidad, en el marco de la articulación con la educación 
superior. Entre el castillo subjetivo de la adolescencia y el 
purgatorio del ir y volver al colegio transcurren estas his-
torias de jóvenes ansiosos por salir, pero paradójicamente 
también por permanecer en el mismo sitio; por eso los 
personajes perciben que están en el limbo. 
El infierno es el que espera más allá de la casa/cas-
tillo, en donde la adultez te somete a los habitus y a las 
fatigas de la vida, denuncian los narradores de estos re-
latos. Predicen lo que es el mundo con sus automatismos 
y tienen la duda de continuar. Algo de Sartre y de Camus 
se solapa en las historias narradas. Y se cumple el efecto 
de la lectura y la escritura: finalmente emerge la convic-
ción en una visión de mundo, si bien pequeño burguesa, 
con la seguridad para afrontar el destino en estos tiem-
pos del aislamiento y de la pérdida de horizontes. 
Pero antes del equilibrio hay que dormir mucho, 
porque las pesadillas, a la vez que anuncian los fraca-
sos, avizoran el porvenir. Y en estas pesadillas aparece, 
entonces, también el caos, que es la vida misma, la de 
padecer la separación con el otro, sean amigas, amigos, 
padres o madres o la edad misma que funge como com-
pañera. Como compensación, está el ensimismamiento 
apuntalado en los imaginarios de esos otros que vuelven 
y te hablan, fantasmas que vigilan y te empujan a seguir 
viajando entre los ensueños y las fantasías. Aunque sean 
fantasmas, no estamos solos en este planeta del deterio-
ro, es la premisa que como eco fluye en las narraciones 
de los jóvenes escritores que aquí presentamos.
Fabio Jurado Valencia
Universidad Nacional de Colombia
Categoría 
Estudiantes 
Universitarios
PR
IM
E
R
 L
U
G
A
R
Laura Alejandra 
Tamayo Loaiza
Universidad de San Buenaventura
Nació el 30 de noviembre de 2002 en Santiago de 
Cali. Busca plasmar sus ideas y pensamientos más 
abstractos en palabras. Escribir es su forma de co-
municarse con el mundo y con la historia, y así quie-
re dejar constancia de lo que ha aprendido de la vida, 
aquella que logra amar cada día más. Desde la saba-
na de los Llanos Orientales esta estudiante de doble 
programa en Derecho y Gobierno y Relaciones In-
ternacionales de la Universidad San Buenaventura 
de Cali llega al valle de cemento llena experiencias 
que le ayudarán a convertirse en el Ser Humano –en 
la auténtica acepción del término– que anhela. Pu-
blicaciones anteriores: Pacto de Soledad, antología 
de relatos, Editorial Gold, Bogotá D.C. (2021)
 ¿QUÉ HUBIERA SIDO…? 
Ahora, mientras las tibias gotas de lluvia caen sobre 
la tierra seca y los tenues rayos del sol de las cinco dan-
zan entre las hojas de los naranjos, evoco mis memorias. 
No es un secreto que las anécdotas de una joven ordi-
naria no gozan de mayor distinción entre las artes de la 
sabiduría y el conocimiento de la vida; además, pueden 
carecer de precisión si se repara en el tiempo y en los 
detalles. Personalmente, me reconforta pensar que mis 
recuerdos más bien son danzas de sombras ardientes que 
dibujan en el viento, en la estrellada noche y en el alba, 
las figuras de un recuerdo incierto.
No sé si mis recuerdos ocurrieron alguna vez en esta 
realidad que ustedes y yo compartimos; puede que mi in-
fantil costumbre de ver el mundo lleno de posibilidades 
haya desdibujado por aquí y por allá los acontecimientos 
como sucedían en verdad. Tampoco puedo afirmar que 
lo que están a punto de leer salga del pensamiento de 
una adulta cuerda y razonable, con una definida concep-
16
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
ción del mundo y un carácter estable; sería necio decir 
que poseo alguna de esas virtudes. Todo lo que tengo son 
trazos sobre el agua que no duran mucho en mi mente; sin 
embargo, mientras me sean visibles, quiero mostrarlos a 
ustedes a través del menos prosaico de los placeres que 
permite ver más allá de la superficie humana: la literatura. 
Desde la seguridad que me significa, lean lo presente sin 
tener que verme a los ojos con extrañeza. Guardo la espe-
ranza de que algún lector, ilustre e imaginativo, interprete 
estas memorias con la sensatez y cordura que me faltan 
continuamente en mis arrebatos de madurez propios del 
mal recibido estado de transición a la edad adulta.
Sin más, comienzo por lo menos querido: el arrepen-
timiento. Es un sentir incómodo que no comparto muy a 
menudo; su uso es nocivo y debe emplearse con sabidu-
ría en ocasiones muy específicas que no podría delimitar 
en este breve escrito. Entiendo bien las consecuencias de 
su mal uso. Durante mi infancia, me enseñaron a tomar 
decisiones sensatas para no tener que arrepentirme más 
adelante, pero justo ahora no puedo contar más de dos de 
las que nunca tuve dudas. El problema no es el perjuicio 
que el resultado de esas decisiones trajo sobre mí; feliz-
mente les comparto estaverdad que mis cortos dieciocho 
años me han enseñado: “Nada es tan grave como para 
causarle a un corazón sincero una tristeza permanente”. 
Más bien, la culpable de mis atisbos de arrepentimiento 
venenoso parece ser mi incansable imaginación para las 
17
¿Qué hubiera sido de...?
posibilidades; esto, aunado a la dificultad para recono-
cer el valor propio que se busca durante la adolescencia, 
provocó mi pensar. Es sencillo e incluso enviciador ima-
ginar los resultados alternativos de acontecimientos del 
pasado: si se hubieran tomado otras decisiones en mo-
mentos críticos de la vida, ¿yo sería alguien mejor? Este, 
mi muy estimado extraño, es un pequeño bosquejo de mi 
¿Qué hubiera sido…? planteado, en su mayoría, durante 
los volátiles e imaginativos años de mi adolescencia.
1. Maravillas
Bajo la sombra de un frondoso árbol de mandarinas, 
una niña montaba en el columpio que su abuelo había he-
cho para ella. Los rebeldes rizos de su cabello jugaban con 
la brisa que traía sus sonoras carcajadas. La pulpa de man-
darina aún en los bordes de su boca y las gotas del zumo 
que comenzaban a secarse en su vestido de flores, los pies 
descalzos en los que la niña parecía sentir cosquillas cuan-
do se frotaban con la hierba suave y húmeda…, todo me 
era familiar y muy querido. La pequeña se giró y me ob-
servó con sus enormes y expresivos ojos de almendra. Me 
llamó por mi nombre y me indicó que me acercara:
—¿Qué buscas? —le preguntó mientras se columpiaba. 
—No estoy segura; solo sé que lo he perdido de 
vista y tengo la necesidad de hallarlo pronto. —
18
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
Hice una pausa; al cabo de unos segundos, agre-
gué—: ¿Cómo te llamas? 
—Una vez tú y yo fuimos lo mismo. Ahora me lla-
man Maravillas, porque me asombro fácilmente por 
descubrimientos que a los adultos ya no les causan 
emoción, pues mi mundo es mucho más grande que 
el de ellos y siempre tengo motivos para reír, como 
cuando salto con la canción de Pinocho, cuando me 
elogian por un trabajo bien hecho en el colegio o 
cuando me ponen disfraces y trajes de sanjuanero 
con bellas flores brillantes y bailo con los demás 
niños, mientras las personas alrededor parecen feli-
ces. Mis maravillas favoritas son las que aparecen 
cuando escucho cuentos, fábulas y poemas; m i 
padre los lee muy bien, pero los mejores cuentos 
son los de mamá. ¿Recuerdas nuestra primera lec-
tura? Rafael Pombo, él me inspiró para aprender a 
escribir en cursiva. ¡Nuestra primera vez escribien-
do fue en ese tipo de letra! Desde entonces devo-
ramos un libro tras otro; parecía que las maravillas 
nunca dejarían de surgir.
—¿Cómo olvidarlo? —respondí—. La escritura en 
cursiva nos causó problemas cuando nos mudamos 
y nos cambiaron de colegio. Maravillas, tus profe-
soras te forzaron a escribir en imprenta y te negaste 
con vehemencia. Eras muy testaruda, ¿no habría 
sido mejor si fueras más obediente y sosegada?
19
¿Qué hubiera sido de...?
—Yo defiendo lo que creo, sin importar la fuerza 
de la voz que pretenda obligarme a ser o pensar 
diferente; respeto las opiniones, pero nunca he 
permitido que mancillen mi identidad. Aun así, re-
cuerda que llegamos a un acuerdo y no tardé en 
aprender un nuevo tipo de letra. Por otro lado, nun-
ca dejé de preguntar y de retar a las maestras; de 
ese modo fue más difícil ganar su cariño. Pero mi 
obstinación y hambruna por el saber provocó mi 
promoción prematura al grado siguiente; muchos 
estuvieron en desacuerdo con la decisión y duda-
ron de que tuviera éxito. 
—¿Qué hubiera sido de mis maravillas, si les hu-
biera permitido a extraños, ajenos a mi corazón y 
fortaleza, trazar los límites de mi potencial? Desde 
entonces, juego con los niños mayores; eso me en-
señó a pensar con astucia. Siempre creyeron que mi 
corta edad era una desventaja; quizá lo era, pero lo 
convertí en mi fortaleza, al igual que cada obstáculo 
que me impuso su desconfianza. El arma más pode-
rosa con la que defiendo mis maravillas es el valor; 
no temo enfrentar retos desconocidos. La responsa-
bilidad que más amedrenta el espíritu, aquella que 
luce imposible de concretar, es la que oculta las más 
grandes maravillas. Yo nunca dudé en aceptarlas, tú 
tampoco debes dudar, y si lo haces, que sea por las 
razones correctas.
20
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
En medio de sonoras carcajadas, la pequeña Maravi-
llas me narraba con orgullo sus recuerdos más valiosos, 
aquellos en los que había encontrado grandes maravillas 
a pesar de las dificultades. Entonces, la niña se exaltó y 
gritando señaló:
—¡Mira!, ¡mira!, ahí está.
—¿Qué cosa? 
—¡Lo que estás buscando! ¡Ve, no lo pierdas de vis-
ta o desaprovecharás las maravillas que te ofrece!
La niña, despidiéndose, corrió a los brazos de sus 
abuelos. Se notaba que no se arrepentía de ninguna de 
las batallas que había librado para obtener sus maravi-
llas, y la admiraba por eso.
2. Liderazgo
En un balcón rodeado de altas montañas, la fresca bri-
sa de la noche hacía danzar los castaños cabellos de una 
joven rolliza de sonrojado rostro. Un par de lágrimas sur-
caban sus mejillas; tenía los ojos fijos en el cielo estrella-
do y la luz pálida de la Luna descubría su tenue sonrisa.
—¿Estás llorando?
La joven me observó con los mismos grandes ojos de 
Maravillas, que irradiaban enorme voluntad y fortaleza, 
21
¿Qué hubiera sido de...?
pero estos, a diferencia de los suyos, reflejaban atisbos 
de preocupación, decepción e impotencia.
—Así es, pero solo porque estoy conmovida.
Me mostró sus manos, tenían moretones y algunos 
rasguños. Luego me mostró su pecho y sus hombros; 
estos últimos estaban lastimados, y junto a su corazón 
tenía fuertes golpes que apenas comenzaban a sanar.
—Me he caído muchas veces y he sido engañada 
para llevar cargas muy pesadas sobre mis hombros 
sin ninguna necesidad, todo para subir hasta aquí.
Señaló tras de mí unas escaleras de cristal que, des-
de arriba, parecían muy cortas. A través de ellas, divisé 
personas que subían peldaño a peldaño; apenas estaban 
comenzando el camino. Unas no se esforzaban por avan-
zar, se sentaban a descansar tras cada paso que daban, y 
las escaleras parecían interminables; otras, era tanto 
el esfuerzo que reunían en subir, que rápidamente solo 
les restaba un peldaño o dos para alcanzar la cima.
—¿Esas personas que se esfuerzan en subir cada 
peldaño hasta aquí arriba tendrán que sufrir los gol-
pes que tú has recibido?
—No lo sé. Espero que no. Yo me he caído y pron-
to me levanté para prevenir que volviera a suce-
der; obstáculos me han abatido y los soporté; estoy 
agradecida porque los golpes han sido pocos y la 
22
Laura Alejandra Tamayo Loaiza
recompensa ha sido más grande de lo que merezco. 
Alguna vez olvidé que, además de sueños, tengo 
responsabilidades; ambas cosas provocan gran sa-
tisfacción, mas no puedo alcanzar ninguna de ellas 
si fallo en la otra. Ignoraba que aquello que apren-
día podía enseñarlo a otros y que muchas cosas de-
penden de mi esfuerzo; comprendí que del equili-
brio que encuentre en mis batallas dependerán mis 
victorias, y estas últimas tendrán sentido mientras 
haya humildad y verdad en mi corazón. Mientras 
haya vida y esperanza, creo que los valientes que 
suben la escalera de cristal verán el cielo abierto y 
las altas montañas. Soy feliz porque mis caídas ya 
no son tan frecuentes como antes y los golpes due-
len mucho menos. Lo que has perdido de vista ya 
se acerca, mira, ¡ahí llega!
—¿Qué es lo que llega?
—La vida… Ahora que la ves con claridad, síguela 
y no la pierdas de vista, porque está llena de mara-
villas y de retos que enfrentar. Ve y disfruta cada 
parte de ella con valor y consideración por los pasos 
que dan los demás.
No sé si todo el tiempo hago un buen trabajo cum-
pliendo con mis responsabilidades y persiguiendo mis 
sueños, pero si hay alguien que aprenda algo, por peque-
ño que sea, de mi tenacidad y maravillas, habrá valido la 
23
¿Qué hubiera sido de...?
pena la dureza del aprendizaje vivido. Mis erroresy acier-
tos hacen parte de los peldaños que he subido; ahora, mi 
prioridad será aplicar mis descubrimientos y alcanzar el 
alba con las montañas y el cielo abierto como testigos del 
más dulce de los triunfos… vivir como valiente.
SE
G
U
N
D
O
 L
U
G
A
R
Estudiante de últimos semestres en la Licencia-
tura en Literatura de la Universidad del Valle. Ga-
nador del tercer lugar del III Concurso Nacional de 
Cuento - Andrés Caicedo, cuyo libro compilatorio 
está próximo a aparecer. Colaborador de Magalico, 
un proyecto editorial, donde escribe todo tipo de co-
sas cuando su angustia crónica se lo permite. Gestor 
cultural, pianista frustrado, que en algún momento 
creyó firmemente que el arte podía cambiar el mun-
do. A veces no se quiere ir de Colombia. La mayoría 
de su obra permanece inédita. Espérenla.
Juan José
Mondragón Gahona
Universidad del Valle
LA DESPEDIDA
1 
Mamá está pesando su maleta. Hace una fila para 
los viajeros internacionales y yo la veo desde lejos. 
Una hora después, ella abordará un avión a España. 
No la volveré a ver en dos años, pero en ese momento 
no sé si serán dos, diez o nunca. 
Mi primo se acerca por mi espalda y llama a mi 
hermano. Quiere que nos tomemos una foto; los tres, 
porque mi tía también viaja. Me pregunto por qué es 
necesario tomar esa foto, si es un día más bien triste, 
opaco. De todas formas, no protesto y mi primo dis-
para una selfi. Hoy no sé dónde está esa imagen, pero 
me gustaría tenerla; sobre todo, porque mi recuerdo 
de la jornada se ha puesto espeso, como una bruma de 
la que a veces surgen imágenes a la superficie. 
26
Juan José Mondragón Gahona 
Después de tomar el retrato, mi primo señala a mamá 
y a mi tía. Me dice: “¿Sabes por qué yo esperaba que ellas 
viajaran? Porque ellas aquí ya no estaban viviendo”.
II
Colombia es un país que expulsa gente. A veces, a 
la fuerza, porque no hay otra forma de salvar la vida. 
Me parece que gran parte de la gente que se va de este 
país lo hace más o menos a la fuerza. Claro, hay fuer-
zas más asfixiantes, más profundas, más fuertes que 
otras: una amenaza, un río que destruye una vivien-
da, un pariente perdido que hay que encontrar. Emi-
grar…, ¿emigrar es un deber porque aquí ya no hay un 
trabajo estable? ¿Qué significa irse del país cuando no 
existe una vida digna? Son fuerzas, sogas que parecen 
apretar más lento, pero, al fin y al cabo, razones por 
las que mucha gente se va y no regresa. 
Por lo anterior, uno de nuestros principales pro-
ductos de exportación es el exiliado, calificado o no. 
Los datos son dicientes: según bases internacionales, 
el número de colombianos en el exterior está entre 
los tres o cuatro millones. No obstante, estos datos 
presentan un alto subregistro: por todo el mundo hay 
colombianos que temen acercarse a las oficinas del 
gobierno por miedo a ser deportados. 
27
La despedida 
III
En los días posteriores al viaje tuvimos que vaciar la 
casa de las pertenencias de mamá. Ella dejó muchas cosas 
sin empacar, quizás porque 23 kilos no pesan toda una 
vida que hay que llevar en la maleta. En su cuarto ha-
bía un reguero de cosas que eran muy cotidianas para ser 
importantes, o eso pensé cuando las vi: tarros de maqui-
llaje, ropa, sus sábanas... Con los días botamos casi todo 
y mamá protestó bastante. “Todo eso puedes volverlo a 
comprar”, le dije. Pero ella insistía en que no, en que guar-
dáramos los objetos. Puedo pensar que en ese momento 
ella tenía la ilusión de que iba a regresar pronto, y que el 
recuerdo de la vida que se llevó no iba a estar tan alejado 
de la realidad que se iba a encontrar cuando volviera. Na-
turalmente, no ha regresado: su vida se ha terminado de 
armar allá, al otro lado del océano, y yo me pregunto si 
aún extraña los trozos de su pasado colombiano. 
IV
Buena parte de la familia de mamá empezó a emi-
grar a España a finales de los noventa. Se asentaron en 
el norte unos y en el centro otros. Los planes para llevar 
a mi madre empezaron alrededor de 2017, cuando ya 
definitivamente un trabajo estable y bien remunerado 
era imposible. En los años anteriores nos la habíamos 
28
Juan José Mondragón Gahona 
V
Mamá termina de registrar el equipaje; ya solo 
queda un pequeño bolso de mano, que ella carga a 
todos lados. Estamos sentados en la sala de espera 
del Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, esa estruc-
tura de concreto que se esconde en medio de los ca-
ñaduzales que están entre Palmira y Cali. Mi tía bebe 
un café bastante caro, para extinguir los nervios. Te-
nemos cierta paranoia de que van a descubrir el plan, 
a pesar de que mamá repasó conmigo el itinerario de 
trenes y hoteles durante días anteriores. Durante tres 
meses podrán vivir de manera regular en España; des-
pués de eso, les espera un largo camino para obtener 
el arraigo social. 
ingeniado para sortear las duras circunstancias econó-
micas que vivíamos. Cuando ella pudo ganar un suel-
do decente en España, entendí que esas remesas no 
sólo eran una ayuda económica, sino un vínculo. Una 
muestra de su sacrificio, que definitivamente no fue 
el primero. Por eso, pude entender que el precio de la 
indocumentación era un salario digno y una calidad de 
vida más alta; por eso, elegir cierta clandestinidad y 
anonimato en un país extraño es siempre mejor que la 
escasez en una tierra conocida. 
29
La despedida 
Todo el tiempo hay ruido por los altavoces. Al-
gunas personas duermen y otras están despiertas, an-
siosas por el viaje. En la pantalla aparecen los nom-
bres de varios destinos: Buenos Aires, Lima, Madrid. 
Leyendo las letras amarillas sobre la pantalla negra, 
me pregunto cuántos de esos pasajeros no volverán 
a su tierra, cuántos se van a despedir hoy por última 
vez de los hijos o de los hermanos, qué sentirán ellos 
cuando el avión despegue y la tierra se haga chiquita, 
y allá, a diez mil metros de altura, piensen en el futu-
ro con angustia o esperanza. 
Al vuelo, que sale a las cuatro, le quedan pocos 
minutos para el embarque. 
VI
Los hijos parecemos olvidar que nuestro cuerpo en 
algún momento no fue diferente al de la madre —o de-
bemos hacerlo. Pero al tener lejos a mamá, recuerdo que 
mi piel es la extensión de la suya: ambas tienen el mismo 
tono, la misma aridez. Viéndome en el espejo recuerdo 
que en algún punto nosotros dos solo fuimos uno. 
Hay días en los que no hablo con ella. Las siete 
horas de diferencia a veces no nos dan margen. Hay 
momentos en los que prefiero otras cosas y dejo su 
llamada para después. Pero siempre regreso, porque 
30
Juan José Mondragón Gahona 
a la madre uno siempre vuelve. Con el tiempo, los 
diciembres y los cumpleaños se han vuelto difíciles. 
Es como si en esos días el abismo de la ausencia en-
tre los dos se abriera más. Las fechas especiales nos 
recuerdan que hay ocho mil kilómetros de distancia 
entre ambos. La pantalla, desde donde ella me ve y 
yo la veo, también nos lo recuerda de manera sutil: 
basta una batería agotada o una caída en la energía 
y la comunicación se corta. Y aunque en el futuro la 
humanidad se pueda comunicar mejor, nada va a ser 
igual a las huellas de su cuerpo. Nada será igual al 
rastro que dejaron sus abrazos. 
VII
Mamá avanza de manera decidida hacia la puer-
ta. Hay un guarda de seguridad que nos mira desde 
lejos y sabe que ella no va a volver. Yo empiezo a 
decirle adiós a mi tía. Todos tratamos de contener las 
lágrimas: nos despedimos con frases cortas, simulan-
do que ellas solo se van a pasear y que volverán unos 
meses después.
Por último, abrazo a la mujer que me trajo al mun-
do, esa mujer que quiero de una manera inexplicable y 
misteriosa, con ese amor que ha pasado por las vías de 
la entrega y del enojo. Le susurro apretando los dientes: 
“Perdón por todo, mamá”. Ella se separa de mis brazos y 
31
La despedida 
me mira para consolarme; luego me dice, con el trazo de 
media sonrisa: “Aquí no podemos llorar”. 
Entonces, se da la vuelta y aborda el avión. 
T
E
R
C
E
R
 L
U
G
A
R
ANDREA Carolina 
ChamorroHernández
Universidad Autónoma de Occidente
Estudiante de Publicidad de la Universidad Au-
tónoma de Occidente. Nacida en la ciudad de Pal-
mira en el año 2000. Le teme al aburrimiento y le 
gusta viajar de cualquier forma que se le presente: a 
través de libros, películas, aviones, personas y, por 
supuesto, escribiendo. Se siente profundamente fe-
liz de ser publicada por primera vez.
¡YO NO SOY YO!
Aún no sé cuál fue el detonante. “El detonante”, 
me preguntó mi primer psiquiatra, la gota que colmó 
el vaso, la razón por la cual todo se desbordó. Detonó. 
Nunca tienes todas las respuestas y aprendes a vivir con 
eso. En el fondo, siento que en mi cuadro de depresión 
nunca hubo una primera explosión; a veces, el humo 
se propaga y no recuerdas cuál fue el momento en que 
dejaste de respirar. Solo puedes cuestionarte e intentar 
analizar todos los momentos que te llevaron a ello, las 
señales, los miles de indicios que sabías que estaban 
ahí, pero no quisiste ver. “Siempre estabas enojada”, 
dice mamá cuando le pregunto sobre mí cuando era 
niña; todos lo saben y me lo dicen como recordando 
una anécdota divertida: rabietas infantiles totalmente 
normales. Lamentablemente, muchos no saben que de-
trás del enfado había una niña solitaria, inquieta, que 
nunca lograba hacer amigos y que con solo cuatro años 
se preguntaba por qué tenía que morirse, aunque toda-
34
Andrea Carolina Chamoro Hernández
vía faltaba mucho para ello. Una niña que, entre todos 
los poemas del mundo, decidió que Resurrecciones, de 
Julio Flores, era el poema perfecto para recitar en clase. 
Al final, la terapia me hizo entender que nunca estuve 
realmente enojada, simplemente no sabía reaccionar a la 
tristeza, a la ansiedad y al miedo. Y como te darás cuen-
ta, fue inevitable que me pasara factura. 
Finalizaba el año 2018, había terminado mi primer 
semestre de universidad; una experiencia nueva que no 
había logrado alarmarme, buenas notas, nada demasia-
do importante. De hecho, había sobrevivido exitosa-
mente a un conjunto de dudas y temores que podrían 
haberme desmoronado. Seguía viva. Entonces, no sé 
por qué sentía en lo más profundo de mí que algo no 
estaba bien. Empezó con ansiedad, un absurdo miedo 
a la nada, a existir, a despertar en las mañanas. No te 
miento, habían sido meses esenciales y llenos de cam-
bios; había llorado la muerte y besado la vida; sin em-
bargo, justo en ese momento todo transcurría normal, 
ordenado, no había de qué preocuparse. Pero estando 
ahí, sentada en el comedor de mi casa, sabía que algo 
no estaba bien, solo que no sabía qué. 
Intentando recordar los indicadores, puedo rescatar 
que siempre tuve un problema con el tiempo, no sabía 
cómo manejarlo ni cómo vivirlo, me quejaba del hastío, 
de la existencia desprovista de sentido, de lo peligroso 
que era pensar de más, del terror de quedarme demasia-
35
¡Yo no soy yo!
do tiempo dentro de mi cabeza y luego no poder salir. 
Necesitaba estar constantemente distraída; me gustaba 
estar sola, aunque sabía que no era conveniente y, por 
tanto, me obligaba a salir, pese a que volviera destruida. 
Esa vez, al igual que en años anteriores, las vacaciones 
de noviembre llegaron como una amenaza; mi mente ha-
bía decidido enfrentarse a lo que llevaba tanto tiempo 
evitando: a mí misma. En mi ser, la tristeza y el aburri-
miento se hacían sinónimos. Nunca estaba triste, estaba 
aburrida. ¡Como si decir que estar aburrida significara 
estar menos triste! De hecho, Kierkegaard aproxima el 
aburrimiento a la melancolía y, al parecer, yo soy melan-
cólica, o eso dijo José, el psicólogo de mi padre. 
Todos los trastornos mentales son diferentes y des-
cribir el mío resulta curiosamente fácil, solo fue necesa-
rio navegar entre los detalles. Los signos ahora son tan 
evidentes, que resulta impensable que nadie los hubiese 
visto antes. Los síntomas se hicieron presentes de forma 
lenta, pausada, dándome tiempo para sentirlos, para ase-
gurarme, para buscarlos en Google, para intentar deses-
peradamente hallarles solución, mientras tenían tiempo 
suficiente para dejarme completamente paralizada. Me 
convertí en un esbozo de lo que era; se había quedado la 
tristeza, pero el resto de Andrea y lo que la había mante-
nido a flote hasta ese momento había desaparecido. Lle-
gó la desesperanza, la apatía y el llanto fácil. El recuerdo 
de los primeros meses es opaco, doloroso; es posible que 
36
Andrea Carolina Chamoro Hernández
estuviese dormida la mayor parte del tiempo. Los días 
inmensamente largos me obligaron a pedir la primera 
cita médica, la primera de muchas, que por mucho tiem-
po pensé que no terminarían. Dicen que el primer paso 
es aceptarlo. “¿Un paso hacia dónde?”, me pregunté, 
mientras estaba en consulta, mientras el doctor hablaba, 
mientras mi mente se perdía en el sonido que hacía el 
teclado cuando él escribía; un paso hacia lo inevitable, 
la prueba irrefutable de que yo misma no era suficiente, 
que la vida me pesaba, que necesitaba de órdenes médi-
cas para continuar. 
Decidí aplazar el siguiente semestre, no sin haberlo 
intentado: pensé que si volvía a la rutina todo lo demás 
desaparecería, pero resistí apenas una semana de cla-
ses antes de tener un ataque de ansiedad. Nuevos sín-
tomas aparecían y poco a poco me agobiaba el miedo 
de nunca volver a ser normal, de nunca haberlo sido, 
de tener que explicar para siempre que estaba rota y 
que amarme sería complicado. Ya no me reconocía en 
las fotos; tenía que mirarme compulsivamente al espe-
jo para recordar que seguía existiendo; de hecho, fui a 
donar sangre con el único objetivo de saber si aún tenía 
sangre en el cuerpo. Dormía todo el día y despertaba en 
las madrugadas; no quería comer y me corté el cabello 
porque ya no podía lavarlo. Mi vida se convirtió en una 
espera interminable de lo desconocido y la persistente 
búsqueda de un desenlace. “¿Ha pensado en la muer-
37
¡Yo no soy yo!
te?”, me preguntaron muchos psiquiatras. “Sí”, respon-
día yo. “¿Ha pensado en suicidarse?”, era su siguiente 
cuestionamiento. “No”, contestaba.
Desistir nunca fue una opción, y aunque cada día 
despertaba con la certeza de que estaba completamente 
perdida, también estaba segura y convencida de que no 
estaba sola. No me negué a ningún tratamiento y lo in-
tenté todo: escuché a mi mamá rezar el rosario todas las 
mañanas conmigo en mi cama para calmarme; acepté 
la idea de mi papá y le di la oportunidad a las flores 
de Bach como medicina alternativa; acudí a numerosos 
psicólogos públicos y privados; me remitieron a Psi-
quiatría; tomé tres diferentes tipos de antidepresivos; 
leí libros de superación; me forcé a hacer ejercicio y 
hasta me bañé en ruda. 
De pronto, a finales de mayo del 2019 todo empezó 
a mejorar. Al igual que el detonante, es difícil elegir 
cuál fue la solución definitiva. Considero que fue la 
prescripción, una unión de dos diferentes medicamen-
tos; otros dirán que fue la ruda, pero quién sabe, pudo 
ser todo lo anterior o quizás simplemente nada. De la 
misma manera en que llegó, empezó a irse, involunta-
riamente, poco a poco y sin darme cuenta. Recuerdo 
que un día me quedé dormida temprano y al despertar 
sentí que mi mente podía respirar. Nunca había apre-
ciado tanto el silencio interno; no quería vomitar, no 
estaba temblando, no tenía ningún pensamiento intru-
38
Andrea Carolina Chamoro Hernández
sivo. Solo éramos las cobijas y yo, el sueño y el alivio. 
Podría describirlo como el instante en que se te destapa 
la nariz después de estar mucho tiempo congestionado 
y vuelves a respirar bien. Placeres de la vida que no 
aprecias hasta que se van. Cuando desperté, ese día vol-
vió la esperanza. Se me destapó la vida.
Empezó un resurgimiento extraño, impasible pero 
atento; los síntomas fueron desapareciendo uno detrás 
de otro; inadvertidamente se desvanecieron los delirios, 
y después de un tiempo intentaba no pensar en ellos 
porque temía que eso los hiciera regresar. Cada día se 
sentía un poco más natural; casi comoantes, pensé en 
su momento. Pero nunca volvería a ser como antes; 
honestamente, no quería que así fuera, y no lo es. Por 
momentos reflexiono sobre el para qué de todo esto, 
si fue solo consecuencia de un problema no tratado, si 
fue una de esas situaciones necesarias para generar un 
cambio o, sencillamente, si fue parte de mi historia. 
Yo diría que un poco de todas. Volví a la universidad 
y recuperé mi ritmo de vida, reconecté con el mundo, 
empecé a reírme incluso más que antes y, lo más im-
portante, aprendí. Ahora sé lidiar un poco mejor con 
mis emociones: puedo decir que estoy triste cuando lo 
siento en el pecho, empecé a reconocer mis patrones y 
no me da miedo pedir ayuda. Ahora me permito amar 
lo esencial, valorar lo inmaterial, esperar sin impacien-
tarme y tenerme en cuenta. 
39
¡Yo no soy yo!
Aunque existe recelo a recaer, sé que tengo la fuer-
za para afrontarlo. Entendí por fin que no hay nadie 
aparte de mí misma que me pueda hacer feliz y con 
quien quisiera pasar la vida entera. Cuando me animé a 
participar en el concurso y me decidí a escribir mi his-
toria, mi mamá sugirió que un buen título para un relato 
autobiográfico era “Esta soy yo”; me pareció divertido, 
pero negué con la cabeza al pensar en la experiencia 
que quería contar; afirmé: “No, ma, esa ya no soy yo”. 
PR
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A
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Cristhian casi siempre lleva en su bolso Los 
cantos de Maldoror, de cuando en cuando abre al 
azar unas de sus páginas para saber que habita, que 
es de este mundo, que está aquí poblando imagina-
rios inalcanzables. Nace en Sandoná, Nariño, el 2 
de abril de 1994. Hoy estudia Licenciatura en Filo-
sofía y Letras en la Universidad de Nariño (aunque 
detesta filosofar después de las seis pe-eme). Ha 
escrito cuentos para la Revista Urcunina de Nariño 
y poesía para la revista La literatura del arte. Actual-
mente trabaja en escritura de corte narrativo. 
 
Cristhian Camilo 
Insuasty Melo 
Universidad de Nariño
PERIPLO 
Desperté sudando. El ruido tímido e inquieto me 
estremeció por un instante. Miré a las mujeres llorando 
frente a las velas, en una algarabía de lejanos susurros, 
mientras las cigarras, a lo lejos, zurrían en los tórridos 
veranos agosteños. Cuando mis oídos fueron cobrando 
agudeza, escuché decir: “Recemos otra corona hasta que 
se hagan las doce”. Mamá estaba hincada en un imagi-
nario reclinatorio. Abuela me miraba y sus ojos me de-
cían: “Descansa, hijo”. Mamá seguía concentrada en sus 
oraciones que hablaban de cielos y pecados, y todos re-
petían en coro padres nuestros y avemarías en un canto 
gregoriano casi fantasmal.
Las hijas del muerto, fuera de la sala, se cubrían con 
sus mantos negros y reclinaban con insistencia la cabe-
za. “No tengas miedo —me explicaba abuela—, cuando 
se quiere tanto a alguien, se llora de esa manera y no de 
otra”. Sentí nostalgia. Cuando terminaron la corona sir-
vieron café con bizcocho. Abuela me preguntaba: “¿Hue-
42
Cristhian Camilo Insuasty Melo
les, hueles, cariño? Huele a bizcocho de funeral”; yo lo 
olía, y un extraño aroma entre dulce y salado explotaba 
en mi nariz hasta bajar a mi boca y perderse en los cos-
tados de mi lengua; y salivaba tanto, que daba un mor-
disco y el bizcocho se deshacía como algodón de azúcar. 
Mamá soplaba mi café. Todos bebían café. Ella seguía 
soplando. Abuela me limpiaba las migajas que habían 
caído a mi pantalón. “Te has ensuciado todo”, reclama-
ba, mientras que mamá daba el último soplo al café y me 
lo pasaba con parsimonia. Luego, todo se mudó a una 
silenciosa atmósfera: pacífica y serena, rica en aromas 
de jazmines. Cerré los ojos e imaginé al muerto entre 
gardenias, alisos de mar, orquídeas, dalias, y yo sentía 
como si fuera la misa del Domingo de Resurrección en 
Semana Santa.
Eran las 11 cuando empezaron a rezar por segunda 
vez. Todos inclinaban la cabeza en un aura maculada de 
pesares y de adioses. El muerto sigue acostado, pensé, y 
de allí no se va a levantar.
Los niños corrían fuera de la funeraria; yo los miraba 
desde las ventanas que se alzaban desde el piso y que 
develaban en absoluto la calle, y esta, a su vez, la noche, 
la noche neblinosa de agosto, que unas veces, con la ce-
guera de la niebla tendida en el pueblo, oscurecía el halo 
relampagueante de la Luna. Y yo pensaba que alguien 
de algún mundo se la había cargado en sus espaldas y 
habitaba en otra galaxia semejante a esta. 
43
Periplo 
Abuela me contaba que en la Luna había un gran-
jero. “¿Sí miras? ¿Sí miras el hacha en la espalda del 
granjero?”. Yo miraba la Luna con un nimbo borroso 
a su alrededor, pero nunca veía al granjero con el ha-
cha en su espalda. Yo le mentía y le decía con sorpre-
sa insospechable: “Sí, es un granjero con la espalda 
alargada”. Y cuando caminábamos por las noches, ex-
clamaba: “¡Abuela, la Luna me persigue!”. Ella son-
reía por mi ingenuidad y me respondía: “¡Escóndete, 
escóndete, que el granjero te va a atrapar!”. Entre el 
miedo y la risa me escondía tras sus faldas; sus faldas 
largas de una tela roñosa, que al rosar en mis mejillas 
se estremecía mi columna como en la danza de una 
serpiente africana.
Abuela hizo un gesto de aprobación para que corriera 
con los niños en la calle. Los quedé mirando desde el 
umbral de la funeraria, mientras con pequeñas sonrisas 
ellos me incitaban al juego, pero yo me quedé sostenien-
do los marcos de la puerta como si se fueran a caer, como 
si la casa, en un ventarrón de aquellas vespertinas noches 
de verano, se fuese a desplomar sin reparo. Luego de un 
buen rato me senté en las gradas para ver a los niños en 
una algarabía, que iba y venía.
Cuando cayó la madrugada, el rocío me empapó las 
pestañas. Cada partícula de agua casi inobservada acae-
cía en mí, interponiendo en mi vista un confuso panora-
ma que me placía contemplar, y cuando los cúmulos de 
44
Cristhian Camilo Insuasty Melo
rocío me helaban los ojos, los escamoteaba con las falan-
ges repitiendo de cuando en cuando la misma operación 
ociosa y mal elaborada.
Mamá me tomó de la mano, nos sentamos, me 
abrazó en sus pechos cálidos, mientras yo navegué 
en un profundo sueño. En mis sueños habitaban las 
siluetas oscuras de los compadecidos, y el muerto se 
levantaba cuando abuela le tocaba la sien. En ese mo-
mento, el muerto abría los ojos con sosegada lentitud; 
entonces, se decía sorprendido: “¡Pero si acabé de 
morir hace un instante!”. Y abuela respondía: “Hijo, 
tú tienes que vivir”. Y él se levantaba glorioso de su 
féretro y abrazaba a las siluetas obscuras que lloraban 
y reían como niños juguetones, al mismo tiempo que 
la neblina, una neblina espesa, los consumía en sus 
propios abrazos, hasta desaparecer como fantasmas en 
la lánguida noche. “¿Sí aprendiste? Sí, se puede le-
vantar a los muertos”, decía abuela. Al final, admiraba 
sus poderes de hechicera ancestral.
Cuando desperté, una larga luz se proyectaba des-
de la ventana hasta el armario de una vieja madera de 
olmo. Miré los rayos y el polvo minúsculo que circun-
daban con la luz proyectada, y cuando trataba de aga-
rrar aquellas partículas, en mis manos solo quedaba el 
vacío de la nada, la oquedad del polvo que desaparecía 
45
Periplo 
cuando vadeaba con agilidad los focos de luz. Mamá 
me preparó el desayuno y mucho después me alistó 
para el entierro. Nos quedamos fuera de la casa con las 
puertas abiertas de par en par; el muerto debía pasar 
por la carrera Quinta y bajar por la calle Cuarta hasta 
el cementerio. Cuando el chillido de las sirenas se pro-
nunció con agudeza, tomé a mamá de sus piernas, ella 
me sostenía de la cabeza; me tranquilicé cuando me 
acarició el mentón y me dijo: “No te sueltes de mí”. 
Cuando el tumulto llegó casi a su fin, nos metimos en 
la cola de la procesión.
En el cementerio casi todo el mundo lloró, a mamá 
se le vino una lágrima que se deslizó en cámara lenta 
por sus pómulos. Las otras mujeres con velos negros y 
faldas negras la miraban como si ella fuese algo para 
el difunto, y ella les devolvióla vista durante unos se-
gundos hasta que apartaron sus ojos y se echaron para 
atrás, avergonzadas, entre la pequeña multitud.
Miré cómo subían el féretro hasta una estrecha bóve-
da. Antes de empujar el ataúd por el túnel, los familiares 
del muerto le daban palmadas a la tapa como si este, 
dentro, se fuera a levantar. El ataúd estaba en el umbral 
de la bóveda, pero una fuerza venida de otra parte lo ha-
laba hacia fuera; solo bastaba con empujar de las asas y 
sepultarlo todo: muchos años de vida en un cajón de dos 
46
Cristhian Camilo Insuasty Melo
metros se iban por la borda, como un barco que se hunde 
con sus tripulantes. 
Poco después, un trío interpretó con nostalgia al-
gunas canciones de aires dolorosos, y digo dolorosos 
por su herrumbrosa melodía, que con cada nota mu-
sical hacía que las personas cayeran en una recóndita 
tribulación. Sus llantos, los llantos de los condolidos, 
perforaban el alma en un alarido, y el trío, a su vez, 
soltaba un bolero que los terminaba de matar, y basta-
ba con seguir escuchando aquella tonada fúnebre para 
que después, cuando hubiera terminado la canción, 
nos exiliáramos de este mundo para encontrarnos con 
el muerto. Solo los familiares yacían alrededor de la 
bóveda, mientras que los acompañantes se retiraban 
cuando la última nota de la guitarra se prolongaba con 
fuerza hasta extinguirse en un silencio sepulcral. 
Mamá sacó un pañuelo y se limpió con delicadeza 
las lágrimas; “se acabó todo”, dijo. Me tomó de la 
mano y me guio hasta la entrada. Era el momento de 
retirarse. Pensé en la parca, en los sonidos del ataúd 
deslizándose contra el cemento rugoso, en los huesos 
polvorientos, en abuela y mamá; aunque mamá estaba 
joven, abuela resistía con la punta de los ojos abiertos, 
aferrados fijamente a la vida, la inconmensurable vida 
bamboleándose en los extremos de sus pasos, pasos 
lentos y cansados. 
47
Periplo 
Esa tarde el sol me golpeaba punzante, el corbatín 
me apretaba el gaznate, una manada de galembos jugue-
teaban en el cielo escarchado, y los gusanos (jauría de 
lobos hambrientos, comarca de exterminio) asecharían 
aquella podredumbre, se prepararían para el festín.
 
 
 
SE
G
U
N
D
A 
M
EN
CI
Ó
N
MariAlejandra
Orozco Sánchez
Universidad Autónoma de 
Occidente
Cineasta y dibujante, ambos autoproclamados; 
también amante de la salchipapa. Creadora de perso-
najes e historias que espera que algún día salgan en 
las pantallas. Cuenta con una trayectoria en chirri-pe-
lículas como directora de arte, guionista y lumino. Le 
apasiona el cine comunitario y los relatos de aquellos 
que hacen de la ciudad algo fascinante. Se enreda al 
hablar, por lo que probablemente si este perfil tuviera 
que recitarlo, no le entenderían. 
“20 SEGUNDOS”
No saben lo terrible que se siente haber matado a una 
persona. Y no, no me refiero emocionalmente, todo lo con-
trario. En ese momento, solo pasan dos cosas: primero, te 
preguntas “¿qué pasará después?”, justo en ese preciso ins-
tante cuando ves un cuerpo tirado en el sucio pavimento, 
con la frente destrozada y un río de sangre saliendo de él. 
Lo segundo es que buscas cualquier excusa para librarte de 
la pesada culpa; observas tu alrededor y te das cuenta de 
que todo en la escena apunta hacia ti. Levantas la mirada, la 
gente te está viendo desde los balcones de las casas vecinas; 
muchos más empiezan a llegar, y te rodean como si fueran 
hormigas tras un grano de azúcar; no te dejan ningún res-
quicio por donde escapar.
Como tú, ellos buscan entender lo que sucedió. De nue-
vo, eres el único culpable; no habías sentido esto nunca. 
¿Qué se supone que soy? ¿Un asesino?
Pero matarlo jamás fue tu intención. Quieres llorar, 
quieres explicarles a todos que no eres tú. En ese momen-
50
Marialejandra Orozco Sánchez
to también quieres desaparecer o estar en otro lugar, ¡tele-
transportarte!, deseas ser el curioso que pasa al fondo de 
la calle. Pero no, eres tú el detestable y esto te tuvo que 
pasar solo a ti y al pobrecito del suelo, ¡en este preciso día!
La concurrencia te acusa: todos suponen y lo único que 
hace tu cuerpo es gritar cosas sin sentido. Aquella vieja 
te dice: “Oiga, por como viste y esos Converse, lo más 
probable es que salga limpiecita de esto. Como a ustedes 
solo les toca pedir con el dedo, todo saldrá como quiere. 
¡Ja!, y por ese carro, ¡mejor dicho!, usted vive en chimba 
de casa”. El de al lado tuyo grita: “¡Ojalá te pudras en la 
cárcel!”. Aquel niño que se desliza en medio del arrebato 
de personas solo se ríe y fotografía tu sudoroso rostro, y 
con frivolidad graba al desgraciado del suelo.
A la gente no le importa el del suelo, ni su estado, ni 
quién eres tú, menos el contexto. Solo quieren que su-
fras, pues por ti alguien no llegará a casa, y sí… quizás 
sea de ese modo; lo es.
Las personas son unas bestias, unos gangrenosos y 
malditos animales; detestas ser tú el que se lleve los sen-
timientos y las reacciones de ese finado. “Afortunado él 
que es la víctima y no el culpable”, piensas. Hubiera sido 
mejor ser el muerto esta vez. 
Las cosas se ponen peores; esa multitud sin pudor le 
roba el celular al difunto. De la nada, suenan las sirenas; 
tú no sabes quién les llamó. Por supuesto, no fuiste tú. Al 
“20 segundos”
51
verlos llegar, solo piensas en que se lleven a ese dichoso a 
cualquier hueco. Pero, de repente, te dicen: “¡Está vivo!”. 
No sabes qué es lo que sientes, ¿felicidad? Ahora 
tienes que responder por las secuelas y mantenerlo, si 
sobrevive. Quizá sea mejor que se muera. Acaso en la 
lógica social y humana, ¿la empatía no debería generarte 
felicidad? Carajo. ¡Va a volver a casa!
Te das cuenta de que al final tú también eres otro ser 
ruin. ¿Quieres que se muera o quieres librarte de la duda? 
Estar en esa balanza de si morirá o vivirá a medias es un 
calvario. Odias pensar de nuevo en cuál será el proceder; 
al final, el cómo quede ese hombre será tu destino.
Tu madre, quien con tristeza tuvo que presenciar el 
suceso, solo aprieta con gran fervor ese librito azul de 
«Mis oraciones de bolsillo». Cavilas: de qué servirá 
apretarlo con los dedos cada vez más fuerte. No es como 
si Dios te fuese a sacar…, al contrario, es quien te puso 
ahí. Sino, ¿de qué otra forma una simple ida a la cafete-
ría acabó con tu vida profesional? Más de 10 años de es-
tudios consumidos en 20 segundos. Esa señal de Pare la 
viste dos cuadras antes; la ves siempre, porque esa calle 
es por donde pasas a diario para ir a estudiar. Entonces, 
¿por qué te la pasaste?
Tú no te la pasaste; él iba muy rápido y su casco iba 
suelto; su moto está casi intacta, pero el casco tuvo que 
salir volando y su cráneo tuvo que estrellarse contra la 
52
esquina de la única casa que no tenía rejas. ¡Ah, de ver-
dad que Dios quiso joderte! La primera vez que saboreas la 
negligencia, y machacó todo lo que pudo haber sido tu vida, 
y que ahora te tiene a la merced de los dedos acusadores.
Una persona te toma del hombro, es un paramédico que 
en medio de tu angustia te lleva a la ambulancia para que 
no te linchen. Aparentemente acostumbrado, te explica el 
proceder. Deben hacerte la prueba de alcoholemia, también 
tienes que conseguir un buen abogado por si ese sobrevive, 
y como el carro no es tuyo, sino de tu papá, él también está 
jodido. Todo lo que con su esfuerzo y sudor logró juntar en 
51 años, la casa de tu niñez, el auto que compró para traba-
jar y que ahora tiene el bómper con abolladuras y todos sus 
ahorros, seguro estará al servicio del desconocido, para que 
pueda gozar de una buena vida.
Mientras piensas en cómo todo lo que alguna vez fue 
se va a venir abajo, la ambulancia te lleva al hospital para 
hacerte el examen. Es la primera vez que te subes a un carro 
de esos; te percatas de lo mugrientos que son. Jamás espera-
bas estar en uno o, al menos, no en esa posición.
Das negativo, ya lo sabías, nunca bebes si vas a con-
ducir. Y menos mal, pues apenas sales de esa prueba, 
llegan los agentes de tránsito porlos resultados. Tú los 
ves como si fueran tus salvadores; te acercas a ellos es-
perando que te entiendan y estás convencida de que se 
pondrán en tu lugar. Ay, ¡qué ilusa! Lloras y te derrum-
Marialejandra Orozco Sánchez
“20 segundos”
53
bas explicando que nunca fue tu intención. Tiemblas 
mucho y las yemas de tus dedos están frías; por su parte, 
ellos, como si estuvieran habituados a ese drama, sin ex-
presión alguna, te dicen: “Firma el croquis del accidente. 
Luego el fiscal se encargará de tu caso”.
Tomas el documento; rápidamente buscas el final de 
la hoja para ver si hay una especie de conclusión del ac-
cidente; y sí, te ponen como único culpable. No vas a 
firmar; el poco de esperanza de que todo saldrá bien y la 
mínima cordura que te queda saben que ese trazo de tinta 
en esa hoja sellará toda oportunidad de salvarte. Mueves 
la cabeza y te niegas. El guarda solo suspira. Mientras 
recoge y acomoda las hojas, te advierte que la familia 
del harapiento llegó a la sala de espera del hospital, y sin 
añadir ninguna palabra más, se van.
¿Ahora qué vas hacer? Es su familia, ¡su familia!, 
¿qué les puedes decir? Ellos están seguros de que eres su 
asesino, saben quién eres. No tienen ninguna razón para 
querer entenderte o escucharte. Igualmente, tu sentido 
de responsabilidad te obliga a ir. Al final, te concierne 
saber si por fin se murió o no.
Tu padre llega al nosocomio; se ve cansado. Quizá 
te buscó por todas partes, y agradeces que al final haya 
dado con tu ubicación, porque ya no estás sola. Ambos 
van caminando por el infinito pasillo hacia la sala de es-
pera; estás frente a esa gran puerta gris y te petrificas, no 
54
sabes si te vas a encontrar con una esposa y tres hijos, o 
si hay toda una familia de tíos, primos, hermanos o her-
manas. Tu papá solo te mira, crees que tiene vergüenza 
o lástima; probablemente, él quisiera estar en tu lugar.
Vas a entrar, te dispones a girar el picaporte, pero al-
guien te coge de los hombros y te hace retroceder. Por su 
expresión supones que es un familiar. Te analiza de pies 
a cabeza y con ira agrega: “Está vivo y pronto tomarás 
absoluta responsabilidad”. Suelta tus hombros, pasa por 
delante de ti y entra a la sala.
Por un hilo de espacio que dejó la puerta mientras iba 
cerrando, los ves. Toda una familia en silencio y, en me-
dio, una señora ya de edad sentada en la única silla Ri-
max de la sala. Levanta la mirada y atraviesa tu cuerpo, 
sientes como si un frío cuchillo se clavara en tu pecho y 
te maldijera por la eternidad.
¡Dios!, quieres huir; no quieres estar más ahí. El olor 
de los pasillos de emergencia se te pega a la nariz: es una 
mezcla de hierro, con bastante alcohol y productos este-
rilizantes. Las luces te encandilan. Las paredes se hacen 
más altas y pálidas. Entras a un estado de conmoción. Tu 
padre solo te da un abrazo mientras te dice: “Tranquila. 
Papá estará aquí siempre”.
Te devuelve el alma al cuerpo. Ambos buscan la salida 
de ese lugar. A cada lado del corredor hay habitaciones; 
el sonido de las máquinas conectadas a los moribundos 
Marialejandra Orozco Sánchez
“20 segundos”
55
se intensifica, retumba en tus oídos. El ruido ha quedado 
grabado en tu memoria; esa pantalla ICU de monitoreo 
que marca la frecuencia es el hilo que los unió y ahora 
los tiene suspendidos en la incertidumbre del futuro. Un 
presunto hilo que sostiene a Don William y a ti. Sí…, el 
tintineo de ese filamento retumba en tu cabeza, ambos 
estarán atados al desenlace, hasta que alguno de los dos 
se muera, a la merced de si sigue sonando o no.
 
TE
RC
ER
A 
M
EN
CI
Ó
N
Emergido en una cápsula de tiempo llamada 
San Luis, ad portas del nuevo milenio. Hijo de la 
tierra y la educación, forjado en la ilusión de la me-
ritocracia. Ilustrado en la academia insigne de una 
ciudad de retazos a la que todos llegan con inten-
ción o sin ella, bajo preceptos sociales e investiga-
tivos. De ego con altibajos cada vez más bajos; con 
deseos de poder, grandeza y control, pero espíritu 
pacificador. Rebelde para los alienados, sumiso para 
los revolucionarios. Ideólogo de imaginación limi-
tada, escritor mediocre y burócrata por convicción. 
Amante de las historias, la cultura y el territorio; so-
ñador constante del incierto futuro, aprendiz eterno 
y educador algún día.
 
Miguel Ángel 
Aragón Barreto
Universidad Distrital
MARIPOSAS DESTEÑIDAS
Caminábamos tomados de la mano, cual 
amantes enamorados después de una tarde especial, 
pero nuestra paz fue perturbada por aquel que pasó de 
cerca, montando en una bicicleta, y nos gritó: “¡Ho-
mosexuales!”, adjetivo acompañado de una conocida 
enfermedad de transmisión sexual que en nuestro país 
se convirtió en sobrenombre. Mientras se alejaba, le 
recordé a su madre y lo mal que ella había dado a luz 
a tan desagradable sujeto. Curiosamente, se despidió 
deseándome una relación sexual de forma bastante ex-
plícita. Me dejó con varios improperios en la lengua, 
pues ya estaba lejos y mi compañero solicitó detener-
me. Después de este suceso, tomamos un colectivo con 
destino a la ciudad en la que vivíamos, y en el camino 
no hice más que cavilar lo ocurrido.
Al principio sentía mucha ira, que se agolpaba con 
fuerza en mis manos. Pensé en derrumbarlo de su medio 
de transporte y golpearlo por sus insultos. Sin embargo, 
Miguel Ángel Aragón Barreto
58
rondaba la idea en mi cabeza de lo que siempre había 
profesado: la violencia nunca es una verdadera opción 
para resolver los conflictos. Por eso, solo me quedé ana-
lizando cada una de sus ofensas.
 “Pudo ser peor”, me dije a mí mismo. El hecho de 
recordarme mi orientación sexo-afectiva no debería ser 
considerado un insulto; tampoco el desearme una rela-
ción sexual con un rol determinado. En cuanto a la enfer-
medad venérea que nombró, en últimas, era una palabra 
que había perdido mucho poder, por el contexto cultural 
que la hizo coloquial; diferente sería que me hubiera di-
cho VIH o Herpes genital, aunque probablemente eso 
habría sido más creativo. ¡Aunque tampoco lo iba a jus-
tificar! Su intención era agredirme y su acto me llevó a 
recordar varias cosas.
Cuando tenía unos 14 años, una compañera del co-
legio habló con gran pompa de la llegada de una nue-
va niña. Según su relato, era una chica blanca, esbelta, 
rubia y de ojos claros. La mujer ideal para alguien que 
creció con la idea de mujer Barbie. La incertidumbre 
duró varios días, mi ilusión se acrecentaba y hasta sentía 
emociones extrañas por alguien que, hasta ese momento, 
existía únicamente en mi imaginación.
De pronto, el gran día llegó, no como lo esperaba, 
pues la afamada joven venía corriendo, sudada y despei-
nada, hacia la ruta escolar que tomábamos. La visualicé 
Mariposas desteñidas
59
por todos lados; no me pareció tan bella como la habían 
descrito, pero probablemente eran las consecuencias de 
tan altas expectativas. Además, era vanidosa y engreída.
Pero mis recuerdos en aquel bus con destino a casa 
no están específicamente basados en ella, que fue un 
gran amor no correspondido. Quien sí me correspondió 
fue un cercano suyo; con él, más que las mieles, conocí 
las hieles del amor, sentí la incertidumbre de pensar so-
bre las emociones y pasiones que tenía ese otro, el mie-
do a ser descubiertos y juzgados y ese maldito deseo de 
querer poseer lo que no es palpable y que va más allá de 
un cuerpo, abarca la atención, el tiempo, los sentimien-
tos, los pensamientos.
Aunque correspondido, fue un amor fugaz. Él era 
dos años mayor que yo y migró a la ciudad en busca de 
mejores oportunidades, mientras que yo me quedé solo. 
En la distancia, hablábamos muy poco; nos encontrába-
mos ocasionalmente en vacaciones. Por supuesto que 
me dolió su partida, pero cuando fue desapareciendo el 
encanto, comencé a reconocer que había sido algo nece-
sario: su ingratitud, su indiferencia, su cinismo, no me 
hacían bien.
Cuando llegó mi momento, aterricé en la misma ciu-
dad de aquel viejo amor, que era la ciudad de todos aque-llos que no veíamos en el campo una opción viable de 
salir adelante. ¿Que si nos encontramos? Por supuesto 
Miguel Ángel Aragón Barreto
60
que lo hicimos. Luego de varios años y más dudas que 
certezas sobre su vida, me invitó a almorzar a su resi-
dencia. Fue agradable reencontrarnos; me alegró verlo 
joven y vigoroso; pude compartir con él media tarde. 
Empero, la dicha no fue mucha; tuve que devolverme 
con el corazón ajado al saber que mi gran pasión ya tenía 
su propio amor, transformado en hogar. Rumiaba en mí 
la idea de insistir y reconquistarlo, pero se disipó ante el 
convencimiento de la realidad de que el prefijo “re” no 
tenía lugar, pues su amor fue verdaderamente real solo 
en mi mente.
 Fue difícil volver a intentar tener un nuevo ro-
mance; creí que se debía a lo poco agraciado que era 
físicamente. Pero eso no fue impedimento para que lle-
gara uno, otro, y otro, hasta un cuarto que conocí, y así 
como me había fascinado, en un santiamén me desani-
mó completamente. Una ventaja de ser nativo digital es 
la facilidad de conocer personas; y, utilizando máscaras 
compartidas, entablaron diálogo conmigo esposos, pa-
dres, hijos; varios de ellos aparecieron y se esfumaron 
con la misma velocidad.
De pronto, una de esas relaciones virtuales trascen-
dió a la esfera de la realidad: tres semanas duró el ena-
moramiento con un homónimo, manipulador y egoísta. 
Es complejo no recordar de mala manera a una pareja 
que nos hizo sufrir; puede ser una consecuencia de no 
saber amar, tampoco saber soltar ni mucho menos per-
Mariposas desteñidas
61
donar. Esa experiencia me enseñó distintas cosas, como 
a poner límites, a entender qué quería de una relación y 
qué no podía volver a permitir: por ejemplo, no deseaba 
a alguien en mi vida que se burlara de mi cuerpo y me hi-
ciera sentir acomplejado, mucho menos quería a alguien 
que se aprovechara de mi generosidad y vulnerabilidad.
Con algún esposo nos hicimos compinches. Sin 
mentir, fui yo quien lo busqué primero; afortunada-
mente, era un ejemplar escaso y prefirió continuar con 
su relación sin dejar de ser mi amigo. Tarde me vino 
a decir que su relación había trascendido las fronteras 
exclusivas de la monogamia.
A mi lado, en el transporte —que era más privado 
que público—, iba uno que, como los otros, conocí por 
redes sociales virtuales, y aunque siempre vi lejana una 
relación bonita, amigable, tierna y recíproca, en ese mo-
mento la tenía y era mi mayor orgullo. Había renunciado 
a muchas cosas por continuar amando, por eso la ira con 
aquel hombre que intentó insultarme quizá impulsado 
por su ideología, creencias o estereotipos, sin saber lo 
doloroso que para mí era el hecho de que me hicieran 
sentir mal por mi opción de vida, que me había llevado, 
incluso, a perder a mi familia…
Y es que, cuando lo crian a uno bajo los preceptos de 
la camándula y las buenas costumbres, bajo los ideales 
del buen deber ser, es desafiante asumirse a sí mismo. 
Miguel Ángel Aragón Barreto
62
Por decisión propia, preferí jugar al escondite hasta un 
finito incierto. El problema de esa elección fue creer que 
la vida sería tan sencilla; uno es consciente de que tarde 
o temprano la verdad emerge, pero yo dilaté ese momen-
to hasta que llegó y me golpeó de frente como una pared 
de hielo, dura, fría y desalmada.
Lo más doloroso es que el golpe vino con sangre, 
con sangre cercana, de familia. Todavía me pregunto 
si por morbo, chisme, maldad o inocencia; tal vez es-
taba convencida de que estaba haciendo lo correcto. 
Me dolió su inconsecuencia, su ingratitud, su frial-
dad para conmigo. El escándalo fue grande; lágrimas 
fueron y vinieron, además de reclamos y preguntas a 
las que ni siquiera yo tenía respuestas porque nunca 
antes me las había hecho. También hubo comentarios 
gratos; y, aunque secos, me confirmaron la sabiduría 
de mi padre.
No fue igual con mi madre, mucho más rígida. 
Ella me habló del infierno, de la maldición hasta la 
séptima generación, de la necesidad de mantener el 
linaje y la importancia de los hijos como significan-
tes de vida. Me parecieron injustos sus comentarios; 
fueron como punzadas en el alma que se aferraba 
con fuerza a la idea de familia como un lugar seguro 
y permanente, una imagen forjada sin considerar la 
fragilidad de esa misma estructura a la que desarro-
llamos filia sin advertencias.
Mariposas desteñidas
63
Asumir esa realidad fue difícil: abandoné el hogar en 
el que vivía, aunque sinceramente el mismo golpe que me 
delató me obligó a hacerlo por considerar un tártaro nues-
tra existencia en un mismo espacio —aunque creo firme-
mente que su rechazo fue impulsado más que todo por 
el desafío del poder que yo le representé y la puja por la 
verdad. Y es que aquella cuchilla que continuaba atrave-
sándome era dura, filosa, con una lengua peligrosa, de ca-
rácter y decisión fuerte, intimidante, pero elementalmente 
insegura y endeble. Alejarme en solitario y frágil fue el 
costo que tuve que pagar por desafiarla, por cuestionarla.
Sentía la misma ira por aquel sujeto de la bicicle-
ta que por mi familia, por quien me sentí traicionado y 
abandonado, sin una red de apoyo amplia, más allá de 
un puñado de amigos y conocidos que fueron mi sostén 
moral y emocional, a pesar de que mi madre siempre los 
culpó de todo. Hablando de ella, me contaron que esa 
misma mujer que me dio la vida oró por días y noches, 
como si me encontrara postrado en una cama por alguna 
enfermedad y mi vida dependiera de esas súplicas, que 
me “ayudarían” a abandonar prácticas concupiscentes. 
El rechazo, las humillaciones, la sensación de juz-
gamiento latente en las calles y en cada lugar hicieron 
que se tambaleara la vida y empezara a cuestionar su 
sentido; más que de la vida, de mi vida, exactamente de 
la preeminencia de la misma. Estaba enfrentando recia-
mente esa incapacidad moral, socialmente implantada, 
Miguel Ángel Aragón Barreto
64
de cuestionar su importancia, por concebirla como un 
don, como un regalo que es imposible devolver. 
Esas reflexiones adquirieron cierto agrado e interés, 
cosas que antes sólo me producían miedo, como los au-
tos a gran velocidad, los puentes y el filo del acero. 
La contraparte siempre la representaron mis padres. 
Un niño al que quise considerablemente y vi crecer, 
lo alejaron de mí para evitar que lo infectara con mis 
males profanos. Ahora, también estaba aquel, ese que 
me miraba con sus dulces ojos color canela, atravesa-
dos por lo que, en sus palabras, era un amor sincero, 
ese mismo que me acompañaba junto a la ventana del 
móvil a gran velocidad en el que me encontraba rumbo 
al lugar en el que vivía.
Cómo minimizar las palabras de aquel hombre si 
ciertamente escarbaba en mis recuerdos y me revolvía la 
existencia; cómo seguir pretendiendo que la vida puede 
ser bella si un solo sujeto me recuerda su miseria. De 
un momento a otro cobré importancia social; nunca la 
quise, me sentía cómodo siendo uno más de esta gran 
mancha humana. Pero, de pronto, mis decisiones, mis 
prácticas, mis emociones, preocupaban y afectaban a 
muchos. Me sentía como una celebridad, perseguido y 
observado constantemente. Al parecer, tenía mucha más 
influencia sobre los niños de la que yo mismo creía; de 
repente, comencé a tener más importancia incluso para 
Mariposas desteñidas
65
el mismo Dios del que me hablaba mi madre y que an-
tes había pasado por alto bastas circunstancias mías y de 
otros que incluso morían de hambre.
Tantos pensamientos e imágenes mentales que me 
embargaban de dolor y me embriagaban de sufrimiento 
por tener que lidiar con quien soy o acepté ser; un sen-
timiento que me recorría el cuerpo de pies a cabeza y se 
cristalizaba en mis aguados ojos, que intentaban evadir 
los hechos mirando por una ventana sucia y descuadra-
da, observando cómo desfilaban carros, motos, personas, 
luces y sombras, igual que con mis recuerdos, mientras 
posicionaba suavemente mi cabeza sobre su hombro, 
como un niño asustado, esperando algún consuelo.Categoría 
Estudiantes 
del Programa de 
Articulación con 
Educación Media 
(PAEM)
PR
IM
ER
 L
U
G
A
R
Suele evitar su segundo nombre. Es una ado-
lescente de diecisiete años, la primera de dos hijas. 
Vive con su padre, su madre y su hermana 9 años 
menor que ella. Se considera una joven apasiona-
da por la lectura y la escritura; los libros la han 
animado a ser un poco más ella misma ayudán-
dola a poner en orden los dispersos pensamientos 
que rondan su cabeza. La música ocupa un espacio 
muy importante en su vida, pues la ayuda a con-
centrarse y a hacer su cotidianidad un poco más 
llevadera. Entre otros intereses están el cine y la 
televisión; de hecho, se convirtió en una tradición 
familiar sentarse los fines de semana a ver pelí-
culas. Actualmente, Laura ha culminado una etapa 
y se ha graduado del Colegio Americano de Cali, 
se encuentra escogiendo con calma el lugar donde 
desea estudiar su pasión: la literatura. 
Laura Sofía
Mora Micolta
Colegio Americano
EL LIMBO
Se supone que la vida se acaba cuando mueres; 
pero, ¿y si no es así?, ¿y si tu vida acabó mucho antes 
de comenzar?
Aquellas preguntas no la dejaban dormir; junto con 
la incógnita “¿para qué estoy aquí y cuál es el propósito 
de mi existencia?”, la acompañaban en sus noches llenas 
de insomnio. Preguntas, preguntas y más preguntas era 
todo lo que la chica obtenía, nunca respuestas, no sabía 
qué era eso en verdad.
La chica se despertó de otra horrible pesadilla; per-
dió ya la cuenta de cuántas noches ha pasado sin dormir 
desde que tiene diez años. Haciendo cuentas al aire, son 
aproximadamente dos mil ciento noventa y una noches 
teniendo pesadillas espantosas; dos mil ciento noventa y 
una noches de sufrimiento puro. Al principio, solía exal-
tarse bastante y lloraba sin descanso hasta dormirse de 
nuevo; y ahora, aunque continúa con esa rutina, las razo-
nes por las que llora no son precisamente las pesadillas 
que la atormentan desde tan temprana edad; ya hasta les 
70
Laura Sofía Mora Micolta
cogió cariño y se le hace extraño cuando sueña con “ar-
coíris y unicornios”.
Muchas veces en su vida la chica escuchó que la ado-
lescencia era una de las mejores etapas de la vida; en 
parte tienen razón: ¿quién no quisiera tener un hogar, 
tres comidas diarias o más y algunos lujos extra como 
internet, teléfono celular y Netflix sin tener que trabajar 
por ello? Obviando las tareas del hogar que se realizan a 
cambio es un trato bastante seductor. Entonces, ¿por qué 
no lo estaba disfrutando?
La chica se quedó ensimismada en la mitad del pasi-
llo pensando en todo lo anterior, hasta que se dio cuenta 
de que todos la miraban, y si había algo que odiaba era 
ser el centro de atención, por lo que despejó su mente y 
dejó las crisis existenciales para después de haber salido 
del purgatorio al que llaman colegio.
 Los antecedentes de la muchacha en cuestión eran 
bastante prometedores: infancia sana y sin más percan-
ces que un hermano que nunca llegó a conocer debido a 
complicaciones en el embarazo de su madre. De resto, 
sus primeros años de vida estuvieron llenos del amor 
de sus padres (y sí, sus padres siguen casados; no sé 
por qué a tanta gente le parece inusual). ¡Oh, cuánto 
quisiera ella volver a esos días en los que sus únicas 
preocupaciones eran definir si prefería ser una Barbie o 
una princesa de Disney!
71
El limbo
Cuando la chica cumplió nueve años, nació su her-
manita pequeña; muchos dicen que es una copia de su 
niñez. Aquella niña siempre tan llena de vida y alegría 
trajo consigo una felicidad inexplicable a sus padres, que 
piensan que es un regalo de Dios a cambio del hijo que 
nunca pudieron tener. A pesar de no tener una conexión 
tan fuerte, que ella atribuye a la diferencia de edad, apre-
cia mucho a su hermana y desea con cada fibra de su ser 
lo mejor para ella.
Los años pasaron y la chica se hizo adolescente; 
cambió sus sonrisas por lágrimas y sus risas por gritos 
desesperados de dolor, no precisamente de dolor físico, 
pero dolor a fin de cuentas. A ella le encanta definir esta 
etapa de su vida como el limbo, y si lo piensas con de-
talle, tiene un sentido bastante profundo: la niñez es el 
cielo, tienes pocas obligaciones y, en su caso (el de la 
chica), horas interminables de felicidad; la adultez es el 
infierno, o al menos así lo pinta la gente: trabajos donde 
te pagan una miseria; haces horas de más; en la mayoría 
de los casos, el trabajo ni siquiera es de tu agrado; debes 
pagar deudas; las interminables cuotas del Icetex; ya no 
aguantas un trasnocho, y la lista sigue y sigue. Entonces, 
queda la adolescencia: aproximadamente nueve años 
que se resumen en ser muy grande para unas cosas, pero 
muy pequeño para otras. Se podría decir que se trata de 
un punto medio, pero la chica no cree que sea así, lo ve 
más como un tiempo muerto que pasa muy lento, pero a 
72
Laura Sofía Mora Micolta
la vez muy rápido, que la hace muy feliz pero que tam-
bién es muy doloroso; es literalmente el limbo de la vida: 
no estás ni muy acá, ni muy allá, solo estás. En ese punto 
se encuentra ella, en el estúpido limbo.
 Al llegar a su casa, después de un ajetreado día en 
el cual tuvo que ignorar todas las críticas dirigidas hacia 
su persona y pretender que no escuchaba cómo la gen-
te murmuraba a sus espaldas, la chica tiró su maletín al 
suelo, se encerró en el baño y comenzó a llorar. Lloraba 
desconsoladamente desde lo más profundo de su alma, 
aunque procuraba no hacer mucho ruido para que sus 
padres no la descubrieran. Salió del baño luego de la-
varse la cara y fingir una sonrisa. Para su mala fortuna 
se encontró con su madre, que le preguntó: “¿Hija, te 
encuentras bien? No sé qué te sucede últimamente, pero 
tú no eras así, solías ser muy feliz, ¿qué te pasó?”. 
La chica tomó una respiración profunda y decidió 
contestar con monosílabos: que sí, que estaba bien, que 
no pasaba nada, mientras ampliaba su falsa sonrisa. 
Pero en el fondo de sus pensamientos, un discurso se 
extendía: “No, mamá, no estoy bien, me siento inútil y 
cada vez que miro mi reflejo en el espejo siento asco y 
repugnancia, odio cada fibra de mi ser y desprecio con 
ganas cada segundo en el cual sigo respirando, me odio 
a una escala enorme. ¿Y quieres saber lo peor? No sé 
por qué tengo todos los motivos del mundo para ser fe-
liz; sin embargo, no lo soy y me odio aún más por eso, 
73
El limbo
porque sé que hay gente que tiene una vida peor que la 
mía y que pasa situaciones extremadamente complica-
das. No quiero decir que voy a dejar de sentirme mal, 
en realidad, me siento una persona terrible sabiendo 
que no soy feliz cuando tengo todos y cada uno de los 
medios para serlo”.
Aquel pensamiento lo enterró en su conciencia, ja-
más murió. A veces, en tantas de sus noches de soledad 
lo recuerda y llora de nuevo. Los pensamientos que ja-
más se vuelven palabras lastiman; por eso, ella encon-
tró refugio en la lectura y la escritura. Leer se volvió un 
escape a su nefasta realidad; y escribir, en su manera de 
expresar los sentimientos que nunca fue capaz de poner 
en palabras por temor o simple cobardía.
En la actualidad continúa en el limbo. Ya no es tan 
trágico como antes, o quizás solo aprendió a lidiar con 
sus emociones de manera sana en vez de golpear paredes 
y cortarse los muslos; no, no es cierto, aún lo hace. Sigue 
refugiándose en las letras para escapar de la realidad, ya 
sean en prosa o aquellas que vienen con una melodía de 
por medio, pero al menos ahora ya tiene ese deseo de 
hacerle frente a la vida y a sus adversidades. Encontró 
también algo llamado “amigos”, una palabra bastante 
común pero poco conocida por ella; las personas a las 
que ella llama sus amigos son seres maravillosos, todos 
están un poco rotos como ella y por eso encajan tan bien, 
se pelean, se hacen bullying y se quieren con pureza.
74
Laura Sofía Mora Micolta
El amor, ese es otro tema, ¿qué es el amor en reali-
dad? No lo sabe y no le interesa saberlo por el momento, 
considerando

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