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HISTORIA DE LA EDUCACIÓN Y 
DE DOCTRINAS PEDAGOGICAS. 
(LA UNIVERSIDAD Y SUS ORIGENES) 
 
Introducción: 
En este materia se propone una nueva forma de conocer y comprender la historia de la 
educación. Por un parte se ofrece una fuente de noticias y una integración al 
conocimiento de la historia de la educación, y al mismo tiempo, una lectura básica con 
miras a la "revisitación" selecta de textos clásicos conocidos y no tan conocidos. 
En las dos primeras unidades del curso se hace un rápido recorrido de milenios de 
educación, un seguimiento del proceso educativo, a través del cual la humanidad se 
elabora a sí misma, en sus diversos aspectos, los cuales se vinculan a los temas más 
generales de la historia de la humanidad. Se muestra también una reflexión política, que 
tiene en cuenta las resistencias conservadoras y los movimientos innovadores que se 
manifiestan alrededor de la educación. 
Precisamente por esto, los diversos aspectos de los procesos de la instrucción, una vez 
vinculados a los procesos productivos, sociales y políticos, adquieren un mayor relieve. 
Así se muestra la didáctica, superada su propia especificidad y se configura como un 
reflejo de las relaciones sociales. Se trata de comprender cómo en las sucesivas épocas el 
fin de la educación y la relación educativa se han concebido en función de lo existente y 
de sus contradicciones. 
La tercera unidad de la materia, hace referencia a la educación en la historia de México, 
cuyo estudio y análisis resulta sumamente ilustrativo de las corrientes, tendencias e ideas 
filosóficas hegemónicas en cada uno de los principales momentos de la educación 
pública. 
La exposición histórica arranca de 1876, cuando se establece claramente en México la 
educación pública, para llegar a la reseña de los principales momentos en la labor 
educativa del país durante el siglo XIX, el Porfiriato, la creación de la Secretaría de 
Educación Pública, la escuela que surge de la Revolución, el proyecto de educación 
socialista, las campañas de alfabetización, la creación del Instituto Politécnico Nacional y 
los años recientes. 
Objetivo: 
Al finalizar este curso el estudiante comprenderá el desarrollo del proceso educativo en el 
mundo y específicamente en México. 
Contenido: 
1. Historia de la Educación y de las Doctrinas Pedagógicas 
2. Historia de la Educación 
3. Historia de la Educación en México 
4. Historia de la Educación 
http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/D/DurkheimEmile_HistEducacionDoctrinasPd.txt
http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/O/OrdazMaEsther_HistoriaDeLaEducacion.txt
http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/O/OrdazMaEsther_HistoriaDeLaEducacionEnMexico.txt
http://www.universidadabierta.edu.mx/SerEst/ME/HistoriaDeLaEd/AlvarezMartin_EdMexDesdeRev.htm
5. Historia de la Pedagogía 
Evaluación 
• Elabore un resumen general de la Historia de la Educación mundial. La extensión 
del resumen será de un mínimo de 25 páginas. 
• Elabore un resumen general de la Historia de la Educación en México. La 
extensión del resumen será de un mínimo de 25 páginas. 
• Al final de cada resumen general, anexe una conclusión final de extensión libre, 
donde exprese sus puntos de vista, criticas, opiniones y reflexiones en relación al 
tema o temas tratados. 
• Elabore un ensayo general de la materia y titúlelo Historia de la Educación, la 
extensión del ensayo es libre. 
• El contenido de su trabajo final deberá estar integrado por dos resúmenes 
generales, dos conclusiones finales y un ensayo general, todos escritos en letra 
arial del número 12, sin contar la portada, bibliografía, introducción, etc. No se 
recibirán trabajos que no cumplan con el mínimo de páginas solicitadas. 
La extensión de las conclusiones finales puede ser de entre 1 y 3 páginas por libro. Pero 
el contenido esta sujeto al criterio del estudiante. 
El contenido y la extensión del ensayo general, dependerá de la originalidad, creatividad 
y razonamiento de las lecturas efectuadas por el estudiante. La extensión puede ser de 
entre 5 y 15 páginas. 
 
 
 
 
Historia de la Educación y de las Doctrinas 
Pedagógicas 
La Evolución pedagógica en Francia. 
 
 
 
PRIMERA PARTE 
DESDE SUS ORIGENES HASTA EL RENACIMIENTO 
 
CAPITULO 1 
LA HISTORIA DE LA ENSEÑANZA SECUNDARIA EN FRANCIA 
 
Interés pedagógico del tema 
 
http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/K/KonstantinovMedinskiShabaeva_HistDeLaPedagogia.txt
Este año vamos a estudiar un tema que me interesa desde mucho tiempo. Cuando todavía 
no 
estaba, como hoy, encargado de una enseñanza exclusivamente pedagógica, me parecía 
que su 
estudio tenía un interés general grande, que la idea de investigar cómo se había instituido 
y 
desarrollado nuestra enseñanza secundaria seducía; y si el proyecto no fue nunca 
ejecutado fue 
que me apartaron de él otras preocupaciones y porque, al mismo tiempo, percibía sus 
grandes 
dificultades. Si hoy decido a emprender la tarea, es no solamente porque me encuentro 
mejor 
preparado para ello, sino también y todo, porque me parece que las circunstancias lo 
imponen; 
porque creo que responde a una necesidad actual y urgente. 
anuncia, en breve, una gran reforma en nuestra enseñanza secundaria. Después de haber 
manejado y vuelto a manejar en todos los sentidos los programas de nuestros institutos 
desde 
hace veinte años, se ha comprendido por fin que, cualesquiera que puedan ser el valor y 
el interés 
de las innovaciones que se han ido introduciendo sucesivamente, hay una mucho más 
importante 
que las demás y que, en condiciones normales, debió haberlas precedido; porque 
solamente con 
esta condición podrán llegar a un resultado. Se ha llegado a entender que, aunque sea 
necesario 
fijar con discernimiento las diferentes materias de la enseñanza, dosificarías sabiamente, 
guardar 
con cuidado sus proporciones, es todavía mucho más esencial comunicar a los maestros 
que 
estarán llamados a impartir esa enseñanza, el espíritu que debe animarlos en su tarea. Se 
ha 
comprendido que un programa sólo adquiere valor por la forma en que está aplicado; que, 
si se 
aplica en sentido contrario o con resignación pasiva, o se volverá contra' su objetivo, o se 
quedará 
en letra muerta. Es necesario que los maestros encargados de hacerlo realidad lo deseen y 
se 
interesen por él; sólo viviéndolo le harán vivir. No basta, pues, con ordena es con 
precisión lo que 
tienen que hacer, es preciso que estén en condiciones de juzgar, de apreciar estas 
prescripciones, 
de ver su razón de ser y las necesidades a las que responde. En una palabra, tienen que 
estar al 
corriente de las cuestiones a las que estas prescripciones aportan soluciones 
provisionales; es 
decir, que es indispensable iniciarles en los grandes problemas que suscita la enseñanza 
que 
tienen a su cargo, en la forma con que se trata de resolverlos, para que puedan formarse 
una 
opinión con conocimiento de causa. Tal iniciación sólo puede resultar de una cultura 
pedagógica 
que, para que produzca un efecto útil, debe darse en el momento oportuno, es decir, 
cuando el 
futuro maestro está todavía en los bancos de la Universidad. De este modo, nació la idea 
de que 
había que organizar en nuestras Facultades esa enseñanza pedagógica donde pudiera 
prepararse 
para sus funciones el futuro profesor de instituto. 
Idea harto simple, parece en realidad una perogrullada, pero sin embargo, va a chocar 
todavía con 
numerosas resistencias. En primer lugar, hay un viejo proverbio francés que señala con 
una 
especie de descrédito a la pedagogía de forma general. Esta, aparece como una modalidad 
de 
especulación muy inferior. Vaya usted a saber por qué contradicción, mientras que los 
sistemas 
políticos nos interesan y los discutimos apasionadamente, los sistemas de educación nos 
dejan 
bastante indiferentes o incluso nos inspiran un alejamiento instintivo. Esa es una 
extravagancia de 
nuestro talante nacional que no intento explicar. Me limito a obsevarla. Tampoco me 
detendré 
mucho más para mostrar cuán injustificadas son esta especie de indiferencia y de 
desconfianza. 
Hay verdades sobre las que no se puede estar volviendo indefinidamente. La pedagogía 
no es más 
que la reflexión aplicada tan metódicamente como se pueda a los temas de la educación. 
¿Cómo 
es posible que exista una forma cualquiera de actividad humana que pueda prescindir de 
la 
reflexión? Hoy no existe ninguna esfera de acción donde la ciencia, la teoría, es decir, la 
reflexión, 
no vayan penetrando cada vez más la práctica y esclareciéndola. ¿ Por qué iba a ser una 
excepción la actividad educativa? Indudablemente, se puede criticar el uso temerario que 
más de 
un pedagogo ha hecho de su razón; se puede decir que los sistemas educativos son con 
frecuencia bastante abstractos y bastante pobres con respecto a la realidad; se puede 
pensar que 
en las condiciones en que se encuentra la ciencia del hombre, la especulación pedagógica 
nunca 
podría ser demasiado prudente. Pero de que haya sido falseada, por la forma que ha 
habido de 
entenderla, no se sigue que sea imposible. De que deba ser modesta y circunspecta, no 
resulta 
que no tenga razón de ser. Además, ¿hay algo que sea más vano que aconsejar a los 
hombres a 
conducirse como si no estuviesen dotados de razón y de reflexión? La reflexión se ha 
despertado; 
no puede dejar de aplicarse a estos problemas educativos que se plantean ante ella. El 
problema 
no está en saber si hay que servirse de ella, sino en saber si hay que servirse de ella al 
azar o con 
método; ahora bien, servirse de ella metódicamente es hacer pedagogía. 
Pero, hay algunos que, aunque admiten de buen grado que la pedagogía no es inútil de 
forma 
general, niegan que pueda servir para algo en la enseñanza secundaria. Habitualmente se 
dice 
que el maestro necesita una preparación pedagógica, pero que, por cierto estado de 
graóia, el pro- 
fesor de instituto no la necesita. Por una parte, ha visto cómo se enseña por el ejemplo de 
sus 
maestros; y por otra, la amplia cultura que recibe en la Universidad le pone en 
condiciones de 
manejar con inteligencia esta técnica que ha visto durante toda su vida escolar, sin que 
tenga 
necesidad de más iniciación. En realidad, cabe preguntarse si por él sólo hecho de que 
sepa 
criticar textos antiguos, o porque esté versado en las finezas de las lenguas muertas o 
vivas, ¿ 
porque posea una erudición de historiador, el estudiante se encuentra, únicamente por 
eso, al 
corriente de las operaciones necesarias para transmitir a los niños la enseñanza que ha 
recibido. 
Hay dos tipos de práctica muy diferentes y que no pueden aprenderse por los mismos 
procedimientos. Adquirir una ciencia, no es adquirir el arte de comunicarla; no es igual 
que adquirir 
las nociones fundamentales sobre las que reposa este arte. ¿No se dice que el joven 
maestro se 
deberá regir por los recuerdos de su vida de instituto y de su vida de estudiante? ¿No se 
ve que 
esto es decretar la perpetuidad de la rutina? Porque entonces el profesor de mañana sólo 
podrá 
repetir los gestos de su profesor de ayer y, como éste no hacia más que imitar a su propio 
maestro, 
no se ve de qué modo, en esta sucesión ininterrumpida de modelos que se reproducen 
unos a 
otros, va a poder introducirse un día alguna novedad. El enemigo, el antagonista de la 
rutina, es la 
reflexión. Unicamente ella puede impedir que los hábitos se sucedan de esta forma 
inmutable, 
rígida, hierática; sólo ella puede tenerlos en suspenso, mantenerlos en este estado de 
flexibilidad, 
de maleabilidad que les permita vañar, evolucionar, adaptarse a la diversidad de 
circunstancias y 
de medios. Restringir la parte de reflexión en la enseñanza es, en la misma medida, 
volcaría al 
inmovilismo. Y quizá sea esto lo que explique en parte un hecho sorprendente que vamos 
a 
observar, es esa especie de aversión a lo nuevo de que nuestra enseñanza secundaria ha 
dado 
pruebas durante siglos. Veremos, en efecto, cómo en Francia, mientras que todo había 
cambiado, 
mientras que el régimen político, económico, moral, se había transformado 
completamente, había 
algo que, sin embargo, permanecía sensiblemente inmutable hasta tiempos muy recientes: 
son los 
conceptos pedagógicos y los métodos de aquello que se ha convenido en llamar 
enseñanza 
clásica. 
Hay más; no solamente no se entiende por qué la enseñanza secundaria habría de 
disfrutar de una 
especie de privilegio que le permitiera prescindir de toda cultura pedagógica, sino que 
estimo que 
en ningún otro sitio es tan Indispensable . Precisamente en los medios escolares donde 
más falta, 
es donde más se necesita. 
En primer lugar, la enseñanza secundaria es un organismo mucho más complejo que la 
enseñanza 
primaria; ahora bien, cuanto más complejo es un organismo, más reflexión necesita para 
adaptarse 
a los medios que le rodean. En una escuela elemental, cada clase, al menos en principio, 
está en 
manos de un único maestro; por consiguiente, la enseñanza que imparte tiene una unidad 
natural, 
una unidad muy simple que no necesita ser sabiamente organizada: es la misma unidad de 
la 
persona que enseña. No ocurre lo mismo en el instituto, donde las diversas enseñanzas 
que recibe 
simultáneamente un mismo alumno son impartidas generalmente por maestros diferentes. 
Aquí 
existe una división real del trabajo pedagógico. Hay un profesor de letras, un profesor de 
lengua, 
otro de historia, otro de matemáticas, etc. ¿Cómo podría nacer la unidad de esta 
diversidad si no 
hay nada que la prepare? ¿Cómo podrían ajustarse estas enseñanzas heterogéneas unas a 
otras 
y completarse de modo que formasen un todo si los que las imparten no tienen la 
percepción de 
ese todo? No se trata, en el instituto sobre todo, de crear un matemático, o un literato, o 
un físico, o 
un naturalista, sino de formar una inteligencia por medio de las letras, de la historia, de 
las 
matemáticas, de las ciencias físicas, químicas y naturales. ¿Pero cómo podrá cada 
maestro 
desempeñar su función en la parte de la obra total que le corresponde si no sabe cuál es 
esta obra, 
ni cómo deben cooperar con él estos diversos colaboradores, de tal forma que estén 
relacionando 
constantemente toda su enseñanza? Muy a menudo se razona como si todo esto cayera 
por su 
propio peso, como si todo el mundo supiera por instinto lo que es formar una mente. 
Pero no existe un problema más complejo que éste. No basta con ser un fino letrado o un 
buen 
historiador o un matemático sutil para percatarse de los distintos elementos de que está 
formada 
una inteligencia, de las nociones fundamentales que la constituyen, y de cómo pueden 
pedirse en 
las distintas disciplinas de la enseñanza. Añádase a esto que la palabra enseñanza cambia 
de 
sentido según se trate de un niño de escuela primaria o de instituto, de tal edad o tal otra, 
según se 
destine a tal tipo de actividad o a tal otro. Ahora bien, si se trata de explicar cuál es el 
objetivo al 
que debe estar subordinada toda educación, por qué vías se puede llevar a cabo, esto 
vuelve a 
resultar una enseñanza pedagógica; y, precisamente porque falta esta enseñanza, están los 
esfuerzos de los maestros de nuestros institutos, con frecuencia, en tal estado de 
dispersión y de 
aislamiento mutuo que los paraliza. Cada uno se encierra en su especialidad, profesa la 
ciencia de 
'su elección como si fuera la única, como si fuesen un fin cuando sólo es un medio con 
vistas a un 
objetivo al cual debería estar subordinada en todo momento. ¿ Cómo iba a ser de otro 
modo 
cuando en la Universidad cada grupo de estudiantes recibe su enseñanza preferida 
separadamente de las demás, sin que nada induzca a estos colaboradores de mañana a 
reunirse y 
reflexionar juntos sobre 'la tarea común que les espera? 
Pero esto no es todo. La enseñanza secundaria atraviesa, desde hace más de medio siglo, 
una 
grave crisis que aún noha llegado a su desenlace. Todo el mundo percibe que no puede 
permanecer como está, pero sin que todavía se vea con claridad aquello en lo que está 
llamada a 
convertirse. De ahí todas estas reformas que se suceden casi periódicamente, que se 
completan, 
se corrigen, que a veces también se contradicen unas a otras; dan cuenta, a la vez, de las 
dificultades y de la urgencia del problema. La cuestión, además, no es de nuestro país en 
particular. No existe ningún gran estado europeo donde ésta no se haya planteado y en 
términos 
casi idénticos. Por todas partes, tanto pedagogos como hombres de Estado tienen 
conciencia de 
que los cambios sobrevenidos en la estructura de las sociedades contemporáneas, en su 
economía interna, así como en sus relaciones exteriores, necesitan transformaciones 
paralelas, y 
no menos profundas, en esta parte especial de nuestro organismo escolar. Por qué se 
encuentra la 
crisis en estado agudo, sobre todo en, la enseñanza secundaria, es un hecho que me limito 
ahora 
a advertir sin intentar explicarlo. Lo comprenderemos mejor a continuación. De cualquier 
forma, 
para salir de esta era de inquietud y de incertidumbre, no se puede contar únicamente con 
la efi- 
cacia de los decretos y reglamentos. Como decía al principio, decretos y reglamentos sólo 
pueden 
hacerse realidad apoyándose en la opinión pública. Diría, incluso, que sólo pueden tener 
una 
verdadera autoridad si una opinión competente los ha precedido, preparado, reclamado, 
solicitado, 
de alguna manera, si son la expresión reflexionada, definida y coordinada de ésta, en 
lugar de 
pretender inspiraría y reglamentaría de oficio. En tanto reine la indecisión en las mentes, 
no existirá 
decisión administrativa, por muy sabia que sea, que pueda ponerle término. Es preciso 
que este 
gran trabajo de reparación y de reorganización, que se impone, sea la propia obra del 
cuerpo que 
está llamado a hacerse y a reorganizarse. Un ideal no se decreta; es preciso que sea 
comprendido, querido, deseado por aquellos cuyo deber es realizarlo. De este modo, no 
hay nada 
más urgente que ayudar a los futuros maestros de nuestros institutos a formarse 
colectivamente 
una opinión sobre aquello en lo que debe convertirse la enseñanza de la que serán 
responsables, 
los fines que debe perseguir, los métodos que debe emplear. Ahora bien, para hacer esto, 
no hay 
otro medio que de ponerles en presencia de las cuestiones que se plantean y de las 
razones por 
las cuales se plantean; que poner en sus manos todos los elementos de información que 
puedan 
ayudarles a resolver estos problemas, que guiar sus reflexiones por la vía de una 
enseñanza libre. 
Y, sólo con esta condición, será posible despertar, sin ningún procedimiento artificial, la 
vida un 
poco languideciente de nuestra enseñanza secundaria. Porque no se puede disimular, y 
esta 
observación puede hacerse tanto más libremente cuanto que no implica ningún reproche, 
sino que 
confirma un hecho que resulta de las circunstancias, que a consecuencia del desarrollo 
intelectual 
en que se encuentra, incierta entre un pasado que muere y un futuro aún indeterminado, la 
enseñanza secundaria no atestigua la misma vitalidad, el mismo ardor vital que antes. La 
vieja fe 
en la virtud persistente de las letras clásicas se ha alterado definitivamente. Incluso 
aquellos cuyas 
miradas se vuelven de mejor grado hacia el pasado perciben que algo ha cambiado, que 
han 
nacido unas necesidades que hay que satisfacer. Pero, por otra parte, ninguna fe nueva ha 
venido 
todavía a reemplazar a la que desaparece. La misión de una enseñanza pedagógica es 
precisamente cooperar en la elaboración de esta fe nueva, y, por consiguiente, de una 
vida nueva. 
Porque una fe pedagógica es el alma misma de un cuerpo enseñante. 
De este modo, la necesidad de una educación pedagógica parece mucho más apremiante 
para el 
instituto que para la escuela primaria. No se trata simplemente de enseñar a nuestros 
futuros 
profesores el manejo de cierta cantidad de recetas afortunadas. Hay que plantear ante 
ellos el 
problema de la cultura secundaria en su totalidad. Ahora bien, precisamente a eso se 
dirige el 
estudio que vamos a empezar este año. 
Sé que a los ojos de algunos, generalizadores a ultranza, o eruditos minuciosos porque las 
mentes 
más opuestas se encuentran en esta idea común, la historia no puede servir para nada en 
la 
práctica. ¿Qué pueden enseñarnos, se dice, los colegios de la Edad Media, de los 
institutos de 
hoy? ¿Cómo pueden ayudarnos la escolástica, el trivium y el quadrivium, a encontrar lo 
que 
debemos enseñar actualmente a nuestro hijo y cómo debemos enseñarlo? Incluso, se 
añade, 
estos estudios retrospectivos sólo pueden tener inconvenientes. Puesto que es el futuro lo 
que 
debemos preparar, es al futuro hacia donde hay que dirigir nuestras miradas y 
orientarnos. Una 
consideración demasiado exclusiva del pasado sólo podrá mantenernos atrasados. Ahora 
bien, yo 
creo, por el contrario, que solamente estudiando con cuidado el pasado podremos llegar a 
anticipar 
el futuro y a comprender el presente; y que, por consiguiente, una historia de la 
enseñanza es la 
mejor de las pedagogías. 
En efecto, ¿no es ya un espectáculo altamente instructivo el que nos dan los diversos 
tipos de 
enseñanza que se han sucedido a lo largo de nuestra historia? Indudablemente, si, como 
se hace 
todavía demasiado a menudo, se atribuyen estas variaciones sucesivas a la debilidad de la 
inte- 
ligencia humana, que no habría sabido vislumbrar de una sola vez una sucesión de errores 
corrigiéndose penosa e incompletamente unos a otros, toda esta historia no podría tener 
gran 
interés. Como máximo, podría ponernos en guardia contra los errores cometidos en el 
pasado, 
para evitar su repetición; y, más ,aún, como el campo del error es infinito, como el error 
puede 
revestir forma innumerables, el conocimiento de los que se han cometido con 
anterioridad no 
podría hacernos prever, ni evitar, los que se puedan cometer en el futuro. Pero veremos 
que cada 
una de estas concepciones, que cada uno de estos sistemas hablo de los que han sufrido la 
prueba de la experiencia y han vivido en la realidad no fueron nada arbitrarios; que si no 
duraron 
no fue porque hayan sido un simple producto de la aberración humana, sino que fueron 
resultado 
de condiciones sociales determinadas y porque estaban en armonía con ellas; que si 
cambiaron, 
fue porque cambió la misma sociedad. De este modo, por experiencia directa, nos 
convenceremos 
de que no hay ningún tipo de enseñanza que sea inmutable, que el de ayer no puede ser el 
de ma- 
ñana; que están en un flujo perpetuo, pero que, por otro lado, estos cambios continuos, 
cuando 
son normales al menos, están, en cada momento del tiempo, en relación con un punto de 
referencia fijo que les determina: es el estado de la sociedad en un momento considerado. 
De esta 
manera, uno se encuentra liberado tanto del prejuicio de aversión a lo nuevo como del 
prejuicio 
contrario: lo que es el principio de la sabiduría. Porque, al mismo tiempo que así nos 
ponemos a 
cubierto del respeto supersticioso7 que tan fácilmente inspiran las formas pedagógicas 
tra- 
dicionales, percibimos que las novedades necesarias no pueden ser construidas a priori 
por una 
imaginación apasionada, sino que deben estar, en cada fase de la evolución, relacionadas 
exactamente con un conjunto de condiciones objetivamente determinables. 
Pero la historia de la enseñanza no constituye solamente una especie de propedéutica 
pedagógica, excelente, pero muy general. Podemos, y debemos pedirle una cierta 
cantidad de 
nociones esenciales que no se podrían encontrar en ningún otro sitio. 
En primer lugar, ¿no es evidente que el maestro, para desempeñar su papel en el 
organismo 
escolar del que viene a ser un órgano, debe saber qué es este organismo, qué partes lo 
forman y 
cómo cooperan? Puesto quedebe vivir en este medio, es preciso que lo conozca, ahora 
bien, ¿qué 
haremos para enseñárselo? ¿ Nos limitaremos a explicarle las 'leyes y reglamentos que 
fijan el 
régimen material y moral de nuestros establecimientos escolares, los diferentes 
mecanismos de su 
organización y las relaciones entre ellos? No cabe duda de que esta enseñanza no estaría 
des- 
provista de utilidad y puede parecer sorprendente que se deje entrar al joven profesor en 
la 
sociedad escolar sin que conozca su legislación. Pero conocer de este modo, no es 
conocer 
realmente. Porque estas instituciones pedagógicas no comenzaron a existir el día en que 
se 
redactaron los reglamentos que las definen; tienen un pasado del cual son prolongación y 
del que 
no se les puede separar sin que pierdan una gran parte de su significación. Para que 
sepamos lo 
que son realmente y cómo tenemos que comportarnos con ellas, no basta con que se nos 
haya 
enseñado la letra de su organización aparente, que se nos haya descrito su forma sensible; 
es 
preciso que sepamos cuál es su espíritu, de qué impulsos están animadas, en qué sentido 
están 
orientadas. Han adquirido una velocidad en tal o cual dirección y esto es lo que 
principalmente nos 
importa. Ahora bien, igual que necesitamos más de un punto para determinar la dirección 
de una 
línea, sobre todo cuando esta línea presenta alguna complejidad, ese punto matemático 
que es el 
presente no nos permite hacernos la menor idea de la trayectoria de una institución. Las 
fuerzas 
que están en ella la inclinan en tal o cual sentido, la animan, pero no se transparentan en 
la 
superficie. Para conocerlas, hay que verlas actuar en el tiempo; solamente se manifiestan 
en la 
historia debido a sus efectos progresivos. Por eso, un tema escolar sólo puede 
comprenderse en 
realidad cuando se le relaciona con la serie histórica de que forma parte, con la evolución 
de la 
cual no es más que un resultado provisional. 
Pero la historia no sólo nos ayuda a entender la organización de la enseñanza, sino 
también el 
ideal pedagógico que esta organización tiene por objeto llevar a cabo, el fin al cual está 
subordinada y que es su razón de ser. 
En realidad, también aquí parece que para resolver el problema, no son necesarias tantas 
investigaciones retrospectivas. ¿No tiene por objeto la enseñanza convertir a nuestros 
alumnos en 
hombres de su tiempo, y es tan necesario contemplar el pasado para saber lo que debe ser 
un 
hombre de nuestro tiempo? No es del Renacimiento ni de los siglos XVII y XVIII de 
donde hemos 
de tomar el modelo humano cuya realización será la tarea de la enseñanza de hoy. Son, 
pues, los 
hombres de hoy lo que tenemos que tener en cuenta. Tenemos que preguntarnos a 
nosotros 
mismos, tenemos que observar a nuestros contemporáneos. Y esa idea que nos hacemos 
del 
hombre, después de todas las observaciones realizadas sobre nosotros o sobre nuestros 
vecinos, 
es la que nos debe servir para determinar la finalidad de la enseñanza. Pero, aunque este 
método 
sea con frecuencia preconizado por mentes preclaras como el único que puede preparar el 
futuro, 
creo, por el contrario, que está lleno de peligros y repleto de errores casi inevitables. En 
efecto, ¿ 
qué entendemos por hombre de nuestros días, por hombre contemporáneo? El conjunto 
de rasgos 
característicos por los cuales un francés de hoy se singulariza y distingue de un francés de 
antes. 
Ahora bien, este no puede ser todo el hombre de hoy; porque en cada uno de nosotros 
está el 
hombre de ayer, en proporciones variables; y es incluso el hombre de ayer quien de forma 
inevitable este predominantemente 'en nosotros, puesto que el presente es bastante poca 
cosa 
comparado con este largo pasado en el curso del cual nos hemos formado y del cual 
resultamos. 
Pero no percibimos a este hombre del pasado, porque está inveterado en nosotros; forma 
la parte 
inconsciente de nos otros mismos. En consecuencia, estamos inclinados a no tenerle en 
cuenta ni 
a él ni a sus exigencias legítimas. Por el contrario, tenemos una viva percepción de las 
últimas 
adquisiciones de la civilización porque, al ser más recientes , todavía no han tenido 
tiempo de 
organizarse en el inconsciente. Las que acaparan todas las fuerzas vivas de nuestra 
atención son, 
sobre todo, las que están aún en vías de desarrollo, las que no poseemos aún plenamente, 
que en 
parte se nos escapan. Precisamente porque nos faltan en parte, nuestra actividad 
consciente se 
dirige hacia ellas y, a consecuencia de la clara luz que se proyecta de este modo sobre las 
mismas, toman en nuestra mente un relieve que les hace aparecer como lo más esencial 
de la 
realidad, como lo que tiene mayor precio y valor, como lo más digno de ser buscado. 
Rechazamos 
todo lo demás a las sombras y, sin embargo, este resto tiene también su existencia real, 
que no es 
menor. La ciencia es la gran novedad del siglo; para todos los que 'la perciben así, la 
cultura 
científica aparece como la base de toda cultura. ¿ Nos percatamos de que nos faltan 
hombres 
prácticos y de acción? Entonces, nos parecerá que la finalidad de la educación es 
desarrollar las 
facultades activas. De este modo, nacen concepciones pedagógicos exageradas, 
unilaterales y 
truncadas que sólo expresan necesidades del momento, aspiraciones pasajeras; 
concepciones 
que no pueden mantenerse mucho porque enseguida necesitan cambiarse por otras que las 
completen, que rectifiquen lo que tienen de excesivo. El hombre de hoy es un hombre 
reclamado 
por las necesidades de hoy, por el gusto de hoy, y la necesidad de hoy es unilateral y será 
reemplazada mañana por otra. De ahí proceden toda clase de choques, de revoluciones 
que no 
hacen sino estorbar el proceso regular de la evolución. Lo que necesitamos conocer no es 
el 
hombre de' un instante, el hombre tal como lo percibimos en un momento del tiempo, 
bajo la 
influencia de pasiones y necesidades momentáneas, sino el hombre en su totalidad. 
Para ello, en vez de mirar sólo al hombre de un instante, necesitamos considerar al 
hombre en el 
conjunto de su devenir. En lugar de encerrarnos en nuestra época, necesitamos, por el 
contrario, 
salir de ella, para escapar de nosotros mismos y de nuestras estrechas miras, partidarias y 
parciales. El estudio histórico de la enseñanza debe servir precisamente para esto. En 
lugar de 
preguntarnos primero en qué consiste el ideal contemporáneo, debemos trasladarnos a la 
otra 
finalidad 'de la historia; lo que debemos intentar alcanzar es el ideal pedagógico más 
lejano que 
nuestras sociedades europeas hayan alcanzado. Lo observaremos, lo describiremos, lo 
explicaremos cuanto nos sea posible. Después, seguiremos paso a paso la serie de 
variaciones 
por las que ha pasado sucesivamente a medida que esas mismas sociedades se 
transformaban, 
hasta que, por fin, lleguemos a los tiempos contemporáneos. No es de ahí de donde hay 
que partir; 
es ahí donde hay que llegar. Una vez que hayamos llegado a éste, por esta vía, aparecerá 
ante 
nuestros ojos bajo un aspecto muy distinto del que tendría si le hubiéramos considerado 
de buenas 
a primeras, abandonándonos sin reservas a nuestros prejuicios y a nuestras pasiones 
contemporáneas. Entonces, ya no correremos el riesgo de que las preocupaciones 
pasajeras, los 
gustos pasajeros de la hora presente, tengan sobre nosotros esta influencia prestigiosa, 
sino que, 
la percepción que habremos adquirido de los distintos imperativos, de las necesidades 
diferentes e 
igualmente legítimas que habremos aprendido a conocer por la historia, les servirán de 
contrapeso. 
Y, de este modo, el problema, en lugar de estar simplificado arbitrariamente, se planteará 
ante 
nosotros de forma impersonal y con toda su complejidad, tal como se plantea para la 
sensibilidad 
colectiva o para la historia. 
Este estudio histórico nos permitirá también revisar de vez en cuando la historia misma. 
Porqueel 
desarrollo pedagógico, como todo desarrollo humano, no siempre ha sido nominal. A lo 
largo de las 
luchas, de los conflictos que se han suscitado entre ideas contrarias, ha ocurrido con 
frecuencia 
que se han ensombrecido ideas fuertes, cuyo valor intrínseco hubiera debido mantenerlas. 
En 
general, las más aptas, las mejor dotadas, sobreviven. Pero al lado de esto, ¡cuántos éxitos 
ilegítimos, cuántas muertes, cuántas derrotas injustificadas y lamentables! ¡Cuántas ideas 
destruidas intencionadamente que hubieran debido vivir! Las concepciones nuevas, tanto 
pedagógicas como morales y políticas, llenas del ardor, de la vitalidad de la juventud, son 
violentamente agresivas para aquéllas que aspiran a reemplazar. Las tratan como 
enemigas 
irreductibles, porque tienen una viva percepción del antagonismo que las separa y se 
esfuerzan 
por reducirlas, por destruirlas tan completamente como sea posible. Los campeones de las 
ideas 
nuevas, embargados por la lucha, creen de buen grado que no hay nada que conservar de 
esas 
ideas anteriores que combaten, sin darse cuenta de que 'las primeras son, sin embargo, 
parientes 
y proceden de las segundas, puesto que descienden de ellas. El presente se opone al 
pasado, 
aunque se derive de él y lo continúe. Y, de este modo, desaparecen elementos del pasado 
que 
hubieran podido y debido convertirse en elementos normales del presente y del porvenir. 
Los 
hombres del Renacimiento estaban convencidos de que no debía quedar nada de la 
Escolástica; y, 
de hecho, bajo este violento impulso, no quedó gran cosa de ella. Cabe preguntarse si de 
esta 
actitud revolucionaria no se ha derivado una grave laguna en él ideal pedagógico que los 
hombres 
del Renacimiento nos han transmitido. De este modo, la historia nos permitirá no 
solamente 
plantear nuestros principios, sino también, a veces, descubrir los de nuestros antecesores, 
de los 
que es importante que tomemos conciencia puesto que somos sus herederos. 
En este espíritu conduciremos nuestro estudio. Como se puede ver, no se trata de 
erudición ni de 
arqueología pedagógica. Si salimos del presente, es para volver a él. Si huimos de él, es 
para verle 
y entenderle mejor. En realidad nunca le perdemos de vista. Será el objetivo al que 
tendamos y le 
veremos hacerse poco a poco a medida que avancemos. En definitiva, la historia, ¿qué es 
sino un 
análisis del presente, puesto que los elementos de que está formado el presente se 
encuentran en 
el pasado? Por esta razón, creo que este examen histórico puede prestar servicios 
pedagógicos 
valiosos. 
 
 
CAPITULO 2 
LA IGLESIA PRIMITIVA Y LA ENSENÁNZA 
 
Es una idea muy extendida que cualquiera que se preocupe de la práctica debe alejarse en 
parte 
del pasado para concentrar en el presente todas las fuerzas de su atención. Puesto que el 
pasado 
ya no está; puesto que ya no podemos nada sobre él , parece que sólo nos puede interesar 
como 
curiosidad. Creemos que pertenece al ámbito de la erudición. No es lo que ha sido, sino 
lo que es, 
lo que necesitamos conocer, y mejor aún, es lo que tiende a ser lo que hay que tratar de 
prever 
para poder satisfacer las necesidades que nos preocupan. En la primera lección me he 
dedicado a 
mostrar que este método es decepcionante. En efecto, el presente, al que se nos invita a 
limitarnos, ese presente no es nada por sí mismo; no es más que la prolongación del 
pasado del 
que no se puede separar sin perder en gran parte su significado. El presente está formado 
por 
innumerables elementos, tan estrechamente enmarañados unos en otros, que nos es difícil 
percibir 
dónde comienza uno, dónde termina el otro, qué es cada uno de ellos y cuáles son sus 
relaciones; 
sólo tenemos, pues, de ellos, por la observación inmediata, una impresión turbia y 
confusa. La 
única manera de distinguirlos; de disociarlos, de introducir en consecuencia un poco de 
claridad en 
esta confusión, es buscar en la historia cómo se han ido progresivamente sobreañadiendo 
unos a 
otros, combinando, organizando. Del mismo modo que la sensación que tenemos de la 
materia nos 
la presenta como una extensión homogénea, en tanto que el análisis científico nos ha 
mostrado su 
sabia organización, la sensación directa del presente no nos permite sospechar su 
complegidad 
hasta que el análisis histórico no nos la haya revelado. Pero lo que quizás sea aún más 
peligroso 
es la importancia exagerada que así tendemos a atribuir a las aspiraciones de la hora 
presente 
cuando no las sometemos a ningún control. Pues precisamente porque son actuales nos 
hinoptizan, nos absorben y nos impiden sentir otra cosa que no sean ellas mismas. El 
sentimiento 
que tenemos de cualquier cosa que nos falta es siempre muy fuerte, en consecuencia, 
tiende a 
ocupar en la conciencia un lugar preponderante y rechaza todo lo demás a la sombra. 
Completamente volcados hacia el objeto al que se orientan nuestros deseos, éste nos 
aparece 
como la cosa preciosa por excelencia, la que importa ante todo, el fin ideal al cual todo 
ser debe 
estar subordinado. Ahora bien, bastante a menudo, lo que así nos falta no es más esencial, 
o es 
menos esencial que lo que tenernos; de este modo estamos expuestos a sacrificar a 
necesidades 
pasajeras y secundarias necesidades verdaderamente vitales. Rousseau se da cuenta que la 
educación de su tiempo no deja bastante sitio a la espontaneidad del niño; hace del 
abstencionismo metódico, sistemático, la característica de toda sana pedagogía. De este 
modo, 
sólo porque el niño no está bastante en relación con las cosas, hace de la enseñanza por 
las cosas 
el fundamento casi único de toda enseñanza. Para sustraernos a esta influencia prestigiosa 
de las 
preocupaciones presentes que son necesarias y unilaterales, hay que darles como 
contrapeso el 
conocimiento de todas las demás exigencias que es necesario tener igualmente en cuenta, 
y este 
conocimiento sólo lo podemos adquirir por la historia que nos enseña a completar el 
presente 
relacionándolo con el pasado del que es continuación. 
Estas razones por las cuales he mostrado que el estudio histórico de la enseñanza tenía su 
utilidad 
práctica no son además las únicas. Este método no sólo nos permite prevenir bastantes 
errores 
posibles en el futuro, sino que además podemos prever que nos proporcionará los medios 
para 
rectificar ciertos errores que se han cometido en el pasado y cuyas consecuencias aún 
sufrimos. 
En efecto, ~ desarrollo pedagógico, como todo desarrollo humano, no siempre ha sido 
normal. En 
el curso de las luchas que han librado las diferentes concepciones que se han sucedido en 
la 
historia, más de una idea justa se ha ensombrecido, cuando su valor intrínseco hubiera 
debido 
mantenerla. Aquí, como en otras partes, la lucha por la vida sólo produce resultados 
groseramente 
aproximativos. En general, son los mejor dotados, los más aptos quienes sobreviven. 
Pero, sin 
embargo, al lado de esto ¡cuántos éxitos ilegítimos, cuántas muertes y derrotas 
injustificadas, 
lamentables, debidas a alguna combinación accidental de circunstancias! Sobre todo, en 
la historia 
de las ideas, hay una causa que contribuye más que ninguna otra a producir este 
resultado. 
Cuando se constituye una concepción nueva, ya sea pedagógica, moral, religiosa o 
política, tiene 
naturalmente el ardora la vitalidad combativa de la juventud presente, tiende a mostrarse 
violentamente agresiva hacia las concepciones antiguas que aspira a reemplazar. Las 
niega, pues, 
radicalmente. Los campeones de las ideas nuevas, transportados por la lucha, creen de 
buena 
gana que no tienen nada que conservar de las ideas antiguas que combaten, les hacen una 
guerra 
sin reservas y sin piedad. Y, sin embargo, en realidad, aquí como en otras partes, el 
presente 
surge del pasado, se deriva de él y lo continúa. Entre un estado histórico nuevo y el que le 
ha 
precedido, no hay un vacio, sino un vínculo estrechode parentesco, puesto que en cierto 
sentido, 
el primero ha nacido del segundo. Pero los hombres no tienen conciencia de este vinculo, 
no 
sienten más que la oposición que les separa de sus predecesores. Creen, pues, que nada es 
suficiente para arruinar por completo esta tradición a la que se oponen y que se les 
resiste. De ahí 
proceden lamentables destrucciones. Desaparecen elementos del pasado que hubieran 
debido 
convertirse en elementos del futuro. El Renacimiento sucede a la Escolástica; los 
hombres del 
Renacimiento consideraron prontamente obvio que no había nada que conservar del 
sistema 
escolástico. A nosotros nos toca preguntarnos si esta actitud revolucionaria no ha dado 
lugar a 
lagunas en nuestro ideal pedagógico que se han transmitido hasta nuestros días. Además, 
el 
estudio histórico de la enseñanza, al mismo tiempo que nos ha de permitir conocer mejor 
el 
presente, nos ofrecerá la ocasión de revisar el pasado mismo y poner en evidencia errores 
de los 
que importa que tomemos conciencia ya que somos sus herederos. 
Pero, aparte de este interés práctico que debía señalar antes que nada porque es con más 
frecuencia desconocido, la investigación que vamos a emprender presenta, además, un 
interés 
teórico y científico que no es desdeñable. A primera vista, la historia de la enseñanza 
secundaria 
en Francia puede parecer que es muy especial y que sólo debe interesar a un cuerpo 
restringido 
de maestros. Pero, por una singularidad de nuestro país, ocurre que, durante la mayor 
parte de 
nuestra historia, la enseñanza secundaria ha absorbido toda la vida escolar del país. La 
enseñanza 
superior, después de nacer, no tardó en languidecer completamente para renacer sólo a 
partir de 
la guerra de 1870. La enseñanza primaria aparece entre nosotros muy tardíamente y 
únicamente 
después de la Revolución tuvo su desarrollo. Así pues, durante una buena parte de nuestra 
exis- 
tencia nacional, la enseñanza secundaria ocupó toda la escena. De ahí resulta primero que 
no 
podamos hacer su historia sin hacer, al mismo tiempo, la historia general de la enseñanza 
y de la 
pedagogía en Francia. Vamos a describir la evolución del ideal pedagógico francés, en lo 
que tiene 
de más esencial, a través de las doctrinas en donde de vez en cuando ha tratado de tomar 
conciencia de sí, y a través de las instituciones escolares que han tenido por función 
realizarlo. Y 
puesto que fue en nuestros colegios donde desde el siglo XIV o el XV se formaron las 
fuerzas 
intelectuales más importantes del país, es casi una historia del espíritu francés lo que 
intentaremos 
de paso hacer. Por otra parte, este papel exorbitante de la enseñanza secundaría en el 
conjunto de 
la vida social propio de nuestro país, y que no se encuentra en ningún Otro sitio en el 
mismo grado, 
podemos estar seguros por adelantado que se deberá a alguna característica distintiva, 
personal, a 
alguna idiosincrasia de nuestro temperamento nacional, idiosincrasia de la que tendremos 
que 
darnos cuenta porque hemos de buscar las causas que expliquen esta particularidad de 
nuestra 
historia pedagógica. Historia de la pedagogía y etología colectiva están, en efecto, 
estrechamente 
ligadas. 
Después de haber determinado así la manera en que entendemos el tema que vamos a 
tratar, 
necesitamos abordar ahora el interés múltiple que presenta. Pero, ¿por dónde? ¿En qué 
momento 
hay que comenzar esta historia de la enseñanza secundaria? 
Para entender bien el desarrollo de un ser vivo, para explicar las formas que presenta en 
los 
momentos sucesivos de su historia, habría que comenzar por conocer la constitución del 
germen 
inicial que es el punto de partida de toda su evolución. Sin duda, ya no se admite hoy que 
un ser 
esté completamente preformado en el huevo del que ha surgido; se sabe que la acción del 
medio 
ambiente, de circunstancias exteriores de todo tipo no es en absoluto despreciable. No es 
menos 
cierto que el huevo tiene una influencia considerable sobre toda la sucesión del devenir. 
El 
momento en que se constituye la primera célula viva es un instante radical, incomparable, 
cuya 
acción se hace sentir durante toda la vida. También lo es en las instituciones sociales, 
cualesquiera 
que sean, como seres vivos. Su futuro, el sentido en el que se desarrollan, la fuerza que 
presentan 
en la sucesión de su devenir dependen estrechamente de la naturaleza del primer germen 
del que 
han surgido. Aquí todavía el papel del germen es considerable. Así, para entender la 
manera en 
que se ha desarrollado el sistema de enseñanza que nos proponemos estudiar, para 
entender lo 
que ha llegado a ser, no hay que temer remontarse hasta sus orígenes más alejados. No 
debemos 
pararnos ni en el Renacimiento ni en la Escolástica. Hay que remontarse más alto, hasta 
que 
hayamos alcanzado el primer núcleo de ideas pedagógicas y el primer embrión de la 
institución 
escolar que se encuentra en la historia de nuestras sociedades modernas. A partir de esta 
lección 
podremos comprobar que estas investigaciones retrospectivas no son inútiles y que 
ciertas 
particularidades esenciales de nuestras concepciones actuales llevan aún el sello de estas 
influen- 
cias muy remotas. 
Pero, ¿dónde encontrar este núcleo, esta célula germinal? 
Toda la materia prima de nuestra civilización intelectual nos ha venido de Roma. Se 
puede, pues, 
prever que nuestra pedagogía, los principios fundamentales de nuestra enseñanza han 
venido de 
la misma fuente, puesto que la enseñanza no es más que el resumen de la cultura 
intelectual del 
adulto. Pero ¿por qué vía y bajo qué forma se ha efectuado esta transmisión? Los pueblos 
germánicos, si no todos, al menos los que dieron su nombre a nuestro país, eran bárbaros 
insensibles a todos los refinamientos de la civilización. Letras, artes, filosofía, eran para 
ellos cosas 
sin valor; sabemos incluso que los monumentos del arte romano sólo suscitaban en ellos 
odio y 
desprecio. Había, pues, entre los romanos y ellos un verdadero vacío moral que debía, a 
lo que 
parece, impedir entre estos dos pueblos toda comunicación y toda asimilación. Puesto que 
estas 
dos civilizaciones eran hasta este punto extrañas 'una a la otra, no podían, parece, más 
que 
rechazarse mutuamente. Pero, felizmente, hubo, no enseguida sin duda, pero muy pronto, 
un lado 
por donde estas dos sociedades, por otra parte antagonistas y que sólo tenían una con la 
otra rela- 
ciones de antagonismo y de exclusión mutua, un lado por donde eran semejantes, por 
donde se 
aproximaban una a la otra y podían comunicarse entre si. Muy pronto, uno de los órganos 
esenciales del Imperio romano se prolongó a la sociedad francesa, en ella se extendió y se 
desarrollo sin cambiar por eso de naturaleza: fue la Iglesia La Iglesia sirvió de mediadora 
entre los 
heterogéneos pueblos, fue el canal por donde la vida intelectual de Roma se transvasó 
poco a 
poco a las sociedades nuevas que estaban en vías de formación. Y precisamente esta 
transfusión 
se hizo por la enseñanza. 
A primera vista, con seguridad, puede parecer sorprendente que la Iglesia, aunque 
permanecía 
idéntica a sí misma, hubiera podido echar raíces y prosperar de igual modo en medios 
sociales tan 
radicalmente diferentes. Lo que caracterizaba esencialmente a la Iglesia y a la moral que 
aportaba 
era el desprecio por los placeres de este mundo, por él lujo material y moral; pretende 
sustituir la 
alegría de vivir por los goces más severos de la renuncia. Que tal doctrina hubiera podido 
convenir 
al Imperio romano, harto de largos siglos de hipercivilización, es lo más natural. No hacía 
más que 
traducir y consagrar en sentimiento de saciedad y de hastío que producía desde hacia 
bastante 
tiempo la sociedad romana y que ya el epicureísmo y el estoicismo habían expresado a su 
manera. 
Se habían agotado todos los placeres que pueden dar los refinamientos de la cultura; se 
estaba, 
pues,preparado para acoger, como la salvación, a una religión que venía a revelar á los 
hombres 
una fuente muy distinta de felicidad. Pero, ¿cómo esta misma religión, nacida en el medio 
de una 
sociedad envejecida y en descomposición pudo ser aceptada tan fácilmente por pueblos 
jóvenes 
que, lejos de haber abusado de los placeres de este mundo, no los habían aún gustado, 
que, lejos 
de estar cansados de la vida, acababan de entrar en ella? 
¿Cómo sociedades tan robustas, tan vigorosas, tan desbordantes de vitalidad pudieron 
someterse 
tan espontáneamente a una disciplina deprimente que les ordenaba, antes de nada, 
contenerse, 
privarse, renunciar? ¿Cómo estos apetitos fogosos, impacientes con toda mesura y con 
todo freno, 
pudieron acomodarse a una doctrina que les recomen daba por encima de todas las cosas 
mesurarse, limitarse? La oposición es tan sorprendente que Paulsen, en su Geschichte des 
gelehrten Unierrichts, no duda en admitir que toda la civilización de la Edad Media 
contenía así, 
en principio, una contradicción interna y constituía una viva antinomia. Según él, el 
contenido y el 
continente, la forma y la materia de esta civilización se contradecían y negaban 
recíprocamente. El 
contenido era la vida real de los pueblos germánicos con sus pasiones violentas, 
indómitas, su 
necesidad de vivir y de gozar, y el continente era la moral cristiana con su concepción del 
sacrificio 
y de la renuncia, su gusto tan marcado por la vida limitada y reglamentada. Pero, si 
verdaderamente la civilización medieval hubiera encerrado en su seno una contradicción 
tan 
flagrante, una antinomia tan insoluble, no hubiera durado. La materia habría roto esta 
forma, que 
era tan poco adecuada para ella; el contenido habría arrebatado al continente; las 
necesidades 
sentidas por los hombres habrían, en seguida, hecho estallar la moral rígida que las 
comprimía. 
Pero, en realidad, había un aspecto en donde la doctrina cristiana se encontraba en 
perfecta 
armonía con las aspiraciones y el estado de ánimo de las sociedades germánicas. Era, por 
excelencia, la religión de los pequeños, de los humildes, de los pobres, pobres de bienes y 
pobres 
de espíritu. Exaltaba las virtudes de la humildad, de la mediocridad tanto intelectual 
como material. 
Ponderaba la simplicidad de los corazones y las inteligencias. Ahora bien, los germanos, 
porque 
eran pueblos niños, eran, también, simples y humildes. Sería un error imaginarse que 
llevaban una 
vida de desenfreno pasional. Su existencia estaba más bien compuesta de ayunos 
involuntarios, 
de privaciones forzosas, de rudas labores que venían a interrumpir, cuando alguna 
ocasión se 
presentaba, orgías violentas, pero intermitentes. Pueblos aún ayer nómadas, no podían ser 
más 
que pueblos pobres, miserables, de costumbres simples, y que debían naturalmente 
acoger con 
alegría una doctrina que glorifica la pobreza, que pondera la simplicidad de costumbres. 
Esta 
civilización pagana, que la Iglesia combatía, les era no menos odiosa que a la Iglesia 
misma; 
cristianos y germanos eran igualmente sus enemigos, y este sentimiento común de 
hostilidad, de 
aversión, les unía estrechamente porque unos y otros encontraban frente a ellos al mismo 
adversario. De este modo, la Iglesia naciente no dudaba en poner a los bárbaros por 
encima de los 
gentiles, en testimoniarles una verdadera preferencia: Los bárbaros, dijo Salviano a los 
romanos, 
son mejores que vosotros.» 
Había, pues, una poderosa afinidad, una simpatía secreta entre la Iglesia y los bárbaros; y 
esto 
explica que la Iglesia haya podido cimentarse e implantarse tan fuertemente entre ellos. 
Respondía 
a sus necesidades, a sus aspiraciones, les aportaba un consuelo moral que no encontraban 
en 
otro lado. Pero, por otra parte, era de origen grecolatino y sólo podía permanecer más o 
menos fiel 
a sus orígenes. Se había formado y organizado en el mundo romano; la lengua latina era 
su 
lengua; estaba completamente impregnada de civilización romana. En consecuencia, al 
introducirse en los medios bárbaros, introdujo en ellos, a la vez, esta misma civilización 
de la cual 
no se podía deshacer, tuviera de ella lo que tuviera, y así se hizo la maestra natural de los 
pueblos 
que convertía. Estos sólo pedían a la religión nueva una fe, una base moral; pero, de 
rechazo, 
encontraron una cultura como corolario de esta fe. 
No obstante, si la Iglesia desempeñó realmente este papel, fue al precio de una 
contradicción 
contra la cual se ha debatido durante siglos sin poder nunca salir de ella. En efecto, en 
esos 
monumentos literarios y artísticos de la Antigüedad vivía y respiraba este espíritu pagano 
cuya des- 
trucción la Iglesia consideraba tarea suya; sin contar con que, de forma general, el arte, la 
literatura 
y la ciencia sólo podían inspirar al fiel ideas profanas y apartarle del único pensamiento 
al cual 
debía darse por entero, el pensamiento de su salvación. La Iglesia, pues, no podía dejar 
sitio a las 
letras antiguas sin escrúpulo y sin inquietud. Así, los Padres insistieron en los peligros a 
los que se 
expone el cristiano que se entrega sin mesura a los estudios profanos. Multiplican las 
recomendaciones para reducirlos al mínimo. Pero, por otro lado, no podían pasar sin 
ellos. A su 
pesar, estaban obligados a no proscribirlos y esto confirma la regla enunciada por 
Minucius Felix: 
Si quando cogimur litterarum secularium recordarí et ah quid ex his discere, non nostrae 
sit 
voluntatis, sed, ut ita dicam, gravissimae necessitatis. En efecto, antes que nada, el latín 
era 
irremediablemente la lengua de la Iglesia, la lengua sagrada en la que estaban redactados 
los 
cánones de la fe. Ahora bien, ¿dónde aprender latín si no en los monumentos de la 
literatura 
latina? Se les podía elegir con discernimiento, admitir sólo un pequeño número de ellos, 
pero de un 
modo u otro había que recurrir a ellos. Por otro lado, mientras que el paganismo era sobre 
todo un 
sistema de prácticas rituales, además de indudablemente una mitología, pero vago, 
inconsistente y 
sin fuerza expresamente obligatoria, el cristianismo era, por el contrario, una religión 
idealista, un 
sistema de ideas, un cuerpo de doctrinas. Ser cristiano no era practicar según las 
prescripciones 
tradicionales tal o cual operación material, era adherirse a ciertos artículos de fe, 
compartir ciertas 
creencias, admitir ciertas ideas. 
Ahora bien, para inculcar prácticas, un simple adiestramiento maquinal basta o, incluso, 
es lo único 
eficaz, pero las ideas, los sentimientos, sólo pueden comunicarse por la vía de la 
enseñanza, y que 
esta enseñanza se dirija al corazón o a la razón, o a uno y otra a la vez. Por eso, desde que 
se 
fundó el cristianismo, la predicación, que era por el contrario desconocida en la 
Antigüedad, ocupó 
en él rápidamente una parte importante; porque predicar es enseñar. Ahora bien, la 
enseñanza 
supone una cultura y no había entonces otra cultura que la pagana. Era preciso, pues, que 
la 
Iglesia se la apropiara. La enseñanza, la predicación, suponen en el que enseña o predica 
una 
cierta práctica en la lengua, una cierta dialéctica, un cierto conocimiento del hombre y de 
la 
historia. Ahora bien, ¿ dónde encontrar estos conocimientos si no en las obras de los 
antiguos? El 
solo hecho de que la doctrina cristiana fuera compleja en esos libros, que se expresara 
diariamente 
en las plegarias que dice cada fiel y de las cuales debe conocer no solamente la letra, sino 
el 
espíritu, obligaba, tanto al sacerdote como al laico, a adquirir una cierta cultura. Es lo que 
demuestra San Agustín en su De doctrina Christiana. Hace ver que, para entender bien las 
Santas Escrituras, hay que tener un conocimiento profundo de la lengua y de las mismas 
cosas 
expresadas por las palabras. Porque, ¿cuántos símbolos, cuántas figuras son ininteligibles 
si no 
tenemos ninguna noción de las cosas que entran en esasfiguras o en esos símbolos? La 
historia 
es indispensable para la cronología. La retórica misma es un arma sin la cual no puede 
pasar el 
defensor de la fe; porque ¿habría de permanecer débil y desarmado frente al error que 
debe 
combatir? 
Tales son las necesidades superiores que forzaron a la Iglesia a abrir escuelas y a dejar 
sitio en las 
escuelas a la cultura pagana. Las primeras escuelas de este tipo fueron las que se abrieron 
junto a 
las catedrales. Sus alumnos eran sobre todo jóvenes que se preparaban para el sacerdocio; 
pero 
se recibía en ellas también a simples laicos que aún no se habían decidido a abrazar el 
santo 
ministerio. Los alumnos vivían allí juntos en convicts, formas muy nuevas y muy 
particulares de 
establecimientos escolares sobre cuya significación tendremos ocasión de volver. 
Sabemos, muy 
particularmente, que San Agustín fundó en Hipona un convict de este tipo, de donde 
salieron, 
según informa un biógrafo del santo, Possidius, diez obispos ilustres por su ciencia y que, 
a su vez, 
fundaron en sus obispados establecimientos análogos. Natural e irremediablemente, la 
institución 
se propagó en Occidente; describiremos su suerte. 
Pero el clero secular no fue el único en suscitar escuelas. El clero regular, desde su 
aparición, jugó 
el mismo papel. El monacato no tuvo una influencia pedagógica menos considerable que 
el 
episcopado. 
Se sabe, en efecto, cómo desde los primeros siglos del cristianismo la doctrina de la 
renuncia hizo 
nacer la institución monacal. La mejor manera de escapar a la corrupción del siglo, ¿no 
era salir de 
él por completo? Así, desde los siglos III y IV vemos multiplicarse desde el Oriente hasta 
la Galia 
comunidades de hombres y de mujeres. Las invasiones, las conmociones de todo tipo, 
cualesquiera que fueran sus consecuencias, aceleraron el movimiento. Parecía que el 
mundo se 
iba a acabar: orbis ruit, el mundo se viene abajo por todas partes, y las multitudes se 
salvaban en 
los lugares desiertos. Pero el monacato cristiano se distinguió, desde el principio, del 
monacato 
hindú, por ejemplo, en que nunca fue puramente contemplativo. Es que el cristiano debe 
velar no 
sólo por su salvación personal, sino por la salvación de la humanidad. Su papel es 
preparar el 
reino de la verdad, el reino de Cristo, no solamente en su conciencia, sino en el mundo. 
La verdad 
que posee, no debe guardarla piadosa o celosamente para él solo, sino extenderla 
activamente a 
su alrededor. Debe abrir a la luz los ojos que no la ven, debe llevar la palabra de vida a 
los que no 
la conocen o no la han entendido, debe reclutar para Cristo nuevos soldados. Para ello, es 
indispensable que no se encierre en un aislamiento egoísta; es preciso que, aunque huya 
del 
mundo, permanezca en contacto con él. Por eso, los monjes no fueron simples solitarios 
medita- 
bundos, sino activos propagadores de la fe, predicadores, conversores, misioneros. Y por 
eso, al 
lado de la mayoría de los monasterios, se elevó una escuela donde no sólo los candidatos 
a la vida 
monacal, sino los niños de todas las condiciones y de todas las vocaciones iban a recibir 
una 
instrucción a la vez religiosa y profana. 
Escuelas catedrales, escuelas claustrales, este es el tipo bastante humilde y bastante 
modesto de 
donde surgió todo nuestro sistema de enseñanza. Escuelas primarias, universidades, 
colegios, 
todo procede de ahí; y por eso es preciso partir de ahí. Y también porque nuestra 
organización 
escolar con toda su complejidad se derivó de esta célula primitiva, ésta es la que nos 
explica y la 
única que puede explicarnos ciertas características esenciales que ha presentado a lo largo 
de su 
historia y que ha conservado hasta nuestros días. 
En primer lugar, ahora se puede entender por qué la enseñanza ha permanecido durante 
tanto 
tiempo, aquí y además en todos los pueblos de Europa, como cosa de Iglesia y como un 
anexo de 
la religión; por qué, incluso después del momento en que los maestros dejaron de ser 
sacerdotes, 
sin embargo, conservaron aún y durante mucho tiempo algo de la fisonomía sacerdotal e 
incluso 
de las obligaciones sacerdotales (principalmente la obligación del celibato). Cuando 
observamos, 
en una época un poco más avanzada, esta absorción de la enseñanza por la Iglesia, 
podríamos 
estar tentados a ver en ello el resultado de una sabia política; podríamos creer que la 
Iglesia se 
apoderó de las escuelas para obstaculizar toda cultura cuya naturaleza pudiera estorbar a 
la fe. De 
hecho, esta dependencia procede simplemente de que las escuelas comenzaron siendo 
obra de la 
Iglesia: la Iglesia las trajo a la existencia, y así se encontraron, desde su nacimiento, 
desde su 
concepción por así decirlo, marcadas por su carácter eclesiástico del que tantas 
dificultades 
tuvieron para despojarse después. Y si la Iglesia jugó ese papel, fue porque únicamente 
ella podía 
desempeñarlo. Unicamente ella podía servir de maestra a los pueblos bárbaros e iniciarlos 
en la 
única cultura que existía entonces; me refiero a la cultura clásica. Porque como ella 
contenía a la 
vez a ~a sociedad romana y a las sociedades germánicas, como tenía en cierto modo dos 
caras y 
dos aspectos, como, aunque conservaba puntos de contacto con el pasado, estaba sin 
embargo, 
orientada hacia el futuro, podía, y sólo ella podía, servir de punto de unión entre esos dos 
mundos 
tan dispares. 
Pero, hemos visto que, al mismo tiempo, este embrión de enseñanza contenía en sí una 
especie 
de contradicción. Estaba formado por dos elementos que, sin duda, se llamaban en un 
sentido y se 
completaban, pero, a la vez, se excluían mutuamente. Estaba, por una parte, el elemento 
religioso, 
la doctrina cristiana; por otra, la civilización antigua y todos los préstamos que la Iglesia 
fue 
obligada a tomar de ella, es decir, el elemento profano. Para defenderse y extenderse, la 
Iglesia, 
como hemos visto, estaba obligada a apoyarse en una cultura, y esta cultura sólo podía 
ser 
pagana, puesto que no había otra. Pero las ideas que se desprendían de ella contrastaban 
evidentemente con las que estaban a la base del cristianismo. Entre unas y otras estaba 
todo el 
abismo que separa lo sagrado de lo profano, lo laico de lo religioso. Y así se explica un 
hecho que 
domina todo nuestro desarrollo escolar y pedagógico: 
si la escuela comenzó siendo esencialmente religiosa, por otro lado, desde que se 
constituyó, se le 
vio tender por si misma a tomar un carácter cada vez más laico. Porque desde el 
momento en que 
apareció en la historia, llevaba en ella un principio de laicismo. Este principio no lo 
recibe de fuera, 
no se sabe cómo, a lo largo de su evolución; le era congénito. De débil y rudimentario, 
como era al 
principio, se agrandó y se desarrolló; del segundo plano, pasó poco a poco al primero, 
pero existía 
desde su origen. Desde su origen, la escuela llevaba en ella el germen de esta gran lucha 
entre lo 
sagrado y lo profano, lo laico y lo religioso, cuya historia vamos a describir. 
Pero la organización exterior de esta enseñanza naciente, presenta ya una particularidad 
esencial 
que caracteriza a todo el sistema que siguió. 
En la Antigüedad, el alumno recibía su instrucción de maestros diferentes unos de otros y 
sin 
ningún vínculo entre ellos. Iba a casa del gramático o del literato para aprender 
gramática, a casa 
del citarista para aprender música, a casa del retórico para aprender retórica, etc. Todas 
estas 
enseñanzas diversas se reunían en él, pero se ignoraban mutuamente. Era un mosaico de 
enseñanzas diversas que sólo se relacionaban exteriormente. Hemos visto que esto es 
muy 
distinto en las primeras escuelas cristianas. Todas las enseñanzas que estaban allí 
agrupadas, se 
daban en un mismo lugar, y en consecuencia, estaban sometidas a una misma influencia, 
a una 
misma dirección moral. Era la que emanaba de la doctrina cristiana, era la que formaba 
las almas.A la dispersión de antes sucedía, pues, una unidad de enseñanza. Pero el contacto entre 
los 
alumnos y el maestro era constante; en efecto, esta permanencia de relaciones es lo que 
caracteriza al convict, esta primera forma de internado. Ahora bien, esta concentración de 
la 
enseñanza constituye una innovación capital, que atestigua un cambio profundo 
sobrevenido en la 
concepción que se tenía de la naturaleza y del papel de la cultura intelectual. 
 
 
CAPITULO 3 
LA IGLESIA PRIMITIVA Y LA ENSEÑANZA (fin> 
 
Las escuelas monacales hasta el renacimiento carolingio 
 
Hemos visto en la última lección cuál fue el germen del que nuestro actual sistema de 
enseñanza 
es sólo el desarrollo. Al lado de las catedrales y en los monasterios se abrieron las 
escuelas a las 
que se puede considerar como el primer embrión de nuestra vida escolar. Y como el 
germen 
contiene ya, en forma rudimentaria, las propiedades características del ser vivo que debe 
salir de 
él, hemos encontrado en este primer germen de nuestra organización pedagógica el 
origen de 
ciertas particularidades que distinguen su evolución ulterior. En efecto, puesto que estas 
escuelas 
nacieron en la Iglesia, puesto que son obra de la Iglesia, nos explicamos sin dificultad 
que fueran 
en origen algo esencialmente religioso, que el espíritu religioso predominara en ellas; 
pero, por otro 
lado, porque contenían ya en ellas un elemento profano, a saber, todos los préstamos 
tomados por 
la Iglesia a la civilización pagana, se entiende cómo, en cuanto se constituyeron, de algún 
modo, 
se les ve esforzarse por desembarazarse de su carácter eclesiástico y volverse cada vez 
más 
laicas. Porque el principio de laicismo que estaba en ellas, desde ese momento, tendía a 
desarrollarse. El presente de este desarrollo es inexplicable si no se tiene en cuenta la 
necesidad 
en que se encontró la Iglesia naciente de tomar prestada la materia de su enseñanza del 
paganismo, es decir, de abrirse a ideas y a sentimientos que contradecían su propia 
doctrina. 
Esto no es todo; el análisis de esta primera organización escolar nos va a ayudar a 
entender uno 
de los caracteres de nuestra organización presente, al cual incluso no atendemos 
ordinariamente, 
de tan habitual como nos ha llegado a ser y que sin embargo merecer atraer nuestra 
atención. 
En la Antigüedad, tanto griega como latina, el alumno recibía su instrucción de maestros 
diferentes 
unos de otros y sin ninguna relación entre ellos. Cada uno de sus profesores enseñaba en 
su casa, 
a su manera, y si estas enseñanzas diversas se reunían en la mente del alumno que las 
recibía, se 
daban independientemente unas de otras y se ignoraban recíprocamente. Ningún impulso, 
ninguna 
orientación común. Cada uno se dedicaba a su tarea por su lado; uno le enseñaba a leer, 
otro a 
manejar su idioma correctamente, otro a hacer música, otro a hablar como hombre 
elocuente. Pero 
cada uno de estos fines se perseguía por separado. Ya no ocurre lo mismo desde las 
primeras 
escuelas cristianas. La escuela cristiana, desde que aparece, tiene la pretensión de dar al 
niño la 
totalidad de la instrucción que conviene a su edad; lo envuelve por completo. Encuentra 
en ella 
todo lo que necesita. Incluso no está obligado a abandonarla para satisfacer las demás 
exigencias 
materiales; pasa allí toda su existencia; allí come, allí duerme, allí se dedica a sus deberes 
religiosos. En efecto, esta es la característica del convict, esta primera forma de 
internado. A la 
extrema dispersión de antes sucede, pues, una extrema concentración. Y como en esta 
escuela 
reina una única y misma influencia, a saber, la influencia de la idea cristiana, el niño se 
encuentra 
sometido a esta única influencia en todos los momentos de su vida. 
Ahora bien, esta novedad en la organización escolar contiene una nueva concepción de la 
educación y de la enseñanza. 
En la Antigüedad, la educación intelectual tenía por objeto comunicar al niño una cierta 
cantidad de 
talentos determinados, ya considerara a estos talentos como una especie de ornato 
destinado a 
realzar el valor estético del individuo, ya se viera en ellos, como era el caso de Roma, 
instrumentos 
de acción, útiles, de los que se tiene necesidad para desempeñar un papel en la vida. 
Tanto en un 
caso como en otro, se trataba de inculcar al alumno tales hábitos, tales conocimientos. 
Ahora bien, 
esos conocimientos definidos, esos hábitos particulares podían, sin ningún inconveniente, 
adquirirse en casa de maestros separados. No se trataba de actuar sobre la personalidad en 
lo 
que' compone su unidad fundamental, sino de revestiría de una especie de armadura 
exterior 
cuyas diferentes piezas podían forjarse independientemente unas de otras, de modo que 
cada 
obrero pudiera colocarlas por separado. El cristianismo, por el contrario, enseguida 
percibió que, 
bajo este estado particular de la inteligencia y de la sensibilidad, hay en cada uno de 
nosotros un 
estado profundo de donde derivan los primeros y donde encuentran su unidad; y que este 
estado 
profundo es lo que hay que conseguir si verdaderamente se quiere actuar como educador 
y ejercer 
una acción duradera. Percibió que formar un hombre, no es adornar su espíritu con ciertas 
ideas ni 
hacerle contraer ciertos hábitos particulares, es crear en él una disposición general del 
espíritu y de 
la voluntad que le haga ver las cosas en general bajo una luz determinada. 
Es fácil entender cómo tuvo el cristianismo esta intuición. Ocurre que, como hemos 
dicho, para ser 
cristiano, no basta con haber aprendido esto o aquello, saber discernir ciertos ritos o 
pronunciar 
ciertas fórmulas, conocer ciertas creencias tradicionales. El cristianismo consiste 
esencialmente en 
una cierta actitud del alma, en un cierto habitus de nuestro ser moral. Suscitar en el niño 
esta acti- 
tud, tal será el objetivo esencial de la educación. Esto es lo que explica la aparición de 
una idea 
que la Antigüedad ignoró totalmente y que, por el contrario, jugó en el cristianismo un 
papel 
considerable: la idea de la conversión. En efecto, una conversión, tal como la entiende el 
cristia- 
nismo, no es la adhesión a ciertas concepciones particulares, a ciertos artículos de fe 
determinados. La verdadera conversión es un movimiento profundo por el cual el alma, 
toda 
entera, al girar en una dirección completamente nueva, cambia de posición, de base y 
modifica, en 
consecuencia, su punto de vista sobre el mundo. Se trata menos de adquirir una cierta 
cantidad de 
verdades cuanto que este movimiento pueda realizarse instantáneamente. Puede suceder 
que, 
sacudida hasta sus cimientos por un golpe repentino y fuerte, el alma efectúe ese 
movimiento de 
conversión, es decir, cambie su orientación bruscamente y de golpe. Esto es lo que pasa 
cuando, 
para emplear la terminología consagrada, es súbitamente tocada por la gracia. Entonces, 
por una 
especie de giro brusco, en un abrir y cerrar de ojos, se encontrará frente a perspectivas 
comple- 
tamente nuevas; se revelan ante ella realidades insospechadas, mundos ignorados; ve, 
sabe 
cosas que un instante antes ignoraba por completo. Pero este mismo desplazamiento 
puede 
producirse lentamente, bajo una presión gradual e insensible; y esto es lo que pasa por 
efecto de 
la educación. Unicamente es necesario, para poder actuar con tal fuerza sobre las 
profundidades 
del alma, evidentemente, que las diferentes influencias a las que está sometido el niño no 
se 
dispersen en sentidos divergentes, sino que estén, por el contrario, enérgicamente 
concentradas 
hacia un mismo objetivo. Sólo se puede llegar a este resultado haciendo vivir a los niños 
en un 
mismo medio moral, que esté siempre presente ante ellos, que les envuelva por todas 
partes, a 
cuya acción no puedan, por así decirlo, escapar. Así se explica la concentración de todas 
las ense- 
ñanzas, e incluso de toda la vida del niño, desdela escuela tal como el cristianismo la 
organizó. 
Ahora bien, aún hoy, no entendemos la educación intelectual de otro modo. Para 
nosotros, 
también, tiene por principal objeto no dar al niño conocimientos más o menos numerosos, 
sino 
constituir en él un estado interior y profundo, una especie de polaridad del alma que le 
oriente en 
un sentido definido no solamente durante la infancia, sino para la vida. Esto no es, 
indudablemente, para hacer de él un cristiano, puesto que hemos renunciado a perseguir 
fines 
confesionales, sino para hacer de él un hombre. Porque, del mismo modo que para ser 
cristiano 
hay que adquirir una forma cristiana de pensar y de sentir, del mismo modo también, para 
convertirse en un hombre, no basta con tener la inteligencia llena de una cierta cantidad 
de ideas, 
sino que hay ante todo que haber adquirido una forma verdaderamente humana de sentir 
y de 
pensar. Nuestra concepción del objetivo se ha secularizado; por consiguiente los medios 
empleados deben cambiar en sí mismos; pero el esquema abstracto del proceso educativo 
no ha 
variado. Se trata siempre de descender a esas profundidades del alma de las cuales la 
Antigüedad 
no tenía conciencia. 
Así se explica nuestra concepción presente de la Escuela. Porque, para nosotros, la 
Escuela no 
debe ser una especie de hospedería donde maestros diferentes, extraños unos a otros irían 
a dar 
enseñanzas heterogéneas a alumnos pasajeramente reunidos y sin vínculos entre ellos. 
Para 
nosotros también, la Escuela, en todos los grados, debe ser un medio moralmente unido, 
que 
envuelva de cerca al niño y que actúe sobre su naturaleza entera. La comparamos con una 
sociedad, hablamos de la sociedad escolar y es, en efecto, un grupo social que tiene su 
unidad, su 
fisonomía propia, su organización, exactamente igual que la sociedad de los adultos. Esto 
supone 
evidentemente que no está simplemente constituida, como en la Antigüedad, por una 
asamblea de 
alumnos reunidos exteriormente en un mismo local. Esta noción de la Escuela, como un 
medio 
moral organizado, ha llegado a ser tan habitual para nosotros que creernos que ha existido 
desde 
siempre. Vemos, por el contrario, que es de origen relativamente tardío, que sólo apareció 
y sólo 
podía aparecer en un momento determinado de ~a historia, que es solidaria con un estado 
determinado de la civilización, y vemos cuál es este estado. Sólo podía nacer cuando se 
formaron 
pueblos para quienes el verdadero sello de la cultura humana consiste no en la 
adquisición de 
ciertas prácticas o hábitos mentales determinados, sino en una orientación general del 
espíritu y de 
la voluntad; es decir, cuando los pueblos llegaron a un grado suficiente de idealismo. 
Desde 
entonces, la educación tuvo necesariamente por objeto dar al niño el impulso necesario en 
el 
sentido que convenía, y era preciso que estuviera organizada de manera que pudiera 
producir el 
efecto profundo y duradero que se esperaba de ella. 
Esta observación genera otra, como corolario. Cuando se llama Edad Media al período 
histórico 
que transcurrió entre la caída del Imperio romano y el Renacimiento, se le concibe 
evidentemente 
como una época intermedia, cuyo papel habría sido únicamente el de servir de punto de 
unión 
entre la Antigüedad y los tiempos modernos, entre el momento en que se extinguió la 
civilización 
antigua y aquel en que se despertó para recomenzar una carrera nueva. Parece que no 
haya 
tenido otra función histórica más que estar ahí, ocupar la escena durante una especie de 
entreacto. 
Pero nada es más inexacto que esta concepción de la Edad Media y nada, por 
consiguiente, es 
más impropio que la palabra por la cual se designa a esta época. Muy lejos de haber sido 
un 
simple período de transición, sin originalidad, entre dos civilizaciones originales y 
brillantes, es por 
el contrario el período en el que se elaboraron los gérmenes fecundos de una civilización 
completamente nueva. Y esto es lo que nos muestra principalmente la historia de la 
enseñanza y 
de la pedagogía. La Escuela, t~ como la encontramos al principio de la Edad Media 
constituye, en 
efecto, una gran e importante novedad; se distingue por rasgos separados de todo lo que 
los 
antiguos llamaban por el mismo nombre. Sin duda, ya lo hemos dicho, toma prestado de 
la 
civilización pagana la materia de enseñanza que allí se daba; pero esta materia se elaboró 
de un 
modo completamente nuevo, y de esta elaboración resultó algo completamente nuevo. Es 
lo que 
acabo de mostrar. Pero se puede decir que fue en este momento cuando la Escuela, en el 
sentido 
propio del término, apareció. Porque una escuela no es solamente un local donde enseña 
un 
maestro; es un ser moral, un medio moral, impregnado de ciertas ideas, de ciertos 
sentimientos, un 
medio que envuelve al maestro tanto como a los alumnos. Ahora bien, la Antigüedad no 
conoció 
nada parecido. Tuvo maestros, pero no tuvo verdaderas Escuelas. La Edad Media fue, 
pues, en 
pedagogía, innovadora. Veremos más tarde el alcance de esta observación. 
Pero, ahora que hemos caracterizado la naciente Escuela cristiana de forma general, 
hemos de 
tratar de describir su historia en nuestro país. 
Después de la ocupación romana, la Galia se abrió a las letras latinas. Esta 
transformación, a decir 
verdad, no se produjo en seguida, inmediatamente después de la ocupación. La Galia 
aprendió 
primero de sus vencedores a transformar su suelo y el aspecto material de sus ciudades; 
construyó, roturó, se enriqueció. Pero en el siglo IV estaba madura para recibir una 
cultura 
intelectual y se la dio. Los municipios atrajeron profesores, se fundaron escuelas de entre 
las 
cuales hubo muchas que brillaron con un resplandor excepcional: tal es el caso de la 
escuela de 
Marsella, de la de Burdeos, de la de Autun, de la de Treves, etc. Muchos obispos 
cristianos de las 
Galias se formaron en estas escuelas, allí aprendieron a amar la literatura antigua y, por 
consiguiente, se esforzaron por conciliar el culto de las bellas letras con las exigencias de 
la fe 
nueva. Este resplandor sobrevivió incluso a las primeras invasiones de los bárbaros. 
Algunos de 
ellos, como los godos y los borgoñones, ya cristianos por otro lado, envidiaron muy 
pronto a los 
galos la cortesía de sus hábitos y se hicieron iniciar en las letras, en las ciencias y en las 
artes. Se 
vio a Teodorico estudiar retórica y derecho romano en Totíbuse; a Gondebaud, rey de los 
borgoñones, aprender griego y llamar a su lado a sabios romanos a los que confiaba los 
más altos 
empleos. Sin duda, hubo un primer momento de desorden y desconcierto; pero muy 
pronto se 
volvieron a ver abrir las escuelas y la vida volvió a su curso. 
Pero no ocurrió lo mismo cuando los francos, a su vez, atravesaron el Rin y se 
extendieron por la 
Galia. Pasaron como un verdadero torrente furioso, por encima de todas las poblaciones 
que se 
habían establecido sucesivamente en el país, romanos, galos, godos y borgoñones, no 
dejando 
tras ellos más que ruinas. Sería difícil, dicen los autores de la Historia literaria de Francia, 
detallar 
todas las malas consecuencias que dejó tras de si el talante feroz de estos nuevos 
habitantes de 
las Galias. Si ignoramos los pormenores de todas estas devastaciones, es porque esos 
tiempos 
sombríos no tuvieron historia. Ya no se escribía porque ya no se sabía escribir. Vae 
diebus 
nostris, exclama Gregorio de Tours, quia penit studium litterarum a nobis. Ay de 
nosotros, 
porque el gusto por las letras ha desaparecido de en medio de nosotros. Y, en efecto, este 
mismo 
Gregorio de Tours, que sin. embargo, estaba considerado en su tiempo como un erudito y 
un gran 
orador, nos confiesa él mismo que no tiene ningún conocimiento de las letras, nullam 
litterarum 
scientim. Nunca aprendió ni la retórica ni la gramática: Sum sine litteris rhetoricis et arte 
grammatica 
No podemos imaginar con qué rapidez

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