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HISTORIA DE LA EDUCACIÓN Y DE DOCTRINAS PEDAGOGICAS. (LA UNIVERSIDAD Y SUS ORIGENES) Introducción: En este materia se propone una nueva forma de conocer y comprender la historia de la educación. Por un parte se ofrece una fuente de noticias y una integración al conocimiento de la historia de la educación, y al mismo tiempo, una lectura básica con miras a la "revisitación" selecta de textos clásicos conocidos y no tan conocidos. En las dos primeras unidades del curso se hace un rápido recorrido de milenios de educación, un seguimiento del proceso educativo, a través del cual la humanidad se elabora a sí misma, en sus diversos aspectos, los cuales se vinculan a los temas más generales de la historia de la humanidad. Se muestra también una reflexión política, que tiene en cuenta las resistencias conservadoras y los movimientos innovadores que se manifiestan alrededor de la educación. Precisamente por esto, los diversos aspectos de los procesos de la instrucción, una vez vinculados a los procesos productivos, sociales y políticos, adquieren un mayor relieve. Así se muestra la didáctica, superada su propia especificidad y se configura como un reflejo de las relaciones sociales. Se trata de comprender cómo en las sucesivas épocas el fin de la educación y la relación educativa se han concebido en función de lo existente y de sus contradicciones. La tercera unidad de la materia, hace referencia a la educación en la historia de México, cuyo estudio y análisis resulta sumamente ilustrativo de las corrientes, tendencias e ideas filosóficas hegemónicas en cada uno de los principales momentos de la educación pública. La exposición histórica arranca de 1876, cuando se establece claramente en México la educación pública, para llegar a la reseña de los principales momentos en la labor educativa del país durante el siglo XIX, el Porfiriato, la creación de la Secretaría de Educación Pública, la escuela que surge de la Revolución, el proyecto de educación socialista, las campañas de alfabetización, la creación del Instituto Politécnico Nacional y los años recientes. Objetivo: Al finalizar este curso el estudiante comprenderá el desarrollo del proceso educativo en el mundo y específicamente en México. Contenido: 1. Historia de la Educación y de las Doctrinas Pedagógicas 2. Historia de la Educación 3. Historia de la Educación en México 4. Historia de la Educación http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/D/DurkheimEmile_HistEducacionDoctrinasPd.txt http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/O/OrdazMaEsther_HistoriaDeLaEducacion.txt http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/O/OrdazMaEsther_HistoriaDeLaEducacionEnMexico.txt http://www.universidadabierta.edu.mx/SerEst/ME/HistoriaDeLaEd/AlvarezMartin_EdMexDesdeRev.htm 5. Historia de la Pedagogía Evaluación • Elabore un resumen general de la Historia de la Educación mundial. La extensión del resumen será de un mínimo de 25 páginas. • Elabore un resumen general de la Historia de la Educación en México. La extensión del resumen será de un mínimo de 25 páginas. • Al final de cada resumen general, anexe una conclusión final de extensión libre, donde exprese sus puntos de vista, criticas, opiniones y reflexiones en relación al tema o temas tratados. • Elabore un ensayo general de la materia y titúlelo Historia de la Educación, la extensión del ensayo es libre. • El contenido de su trabajo final deberá estar integrado por dos resúmenes generales, dos conclusiones finales y un ensayo general, todos escritos en letra arial del número 12, sin contar la portada, bibliografía, introducción, etc. No se recibirán trabajos que no cumplan con el mínimo de páginas solicitadas. La extensión de las conclusiones finales puede ser de entre 1 y 3 páginas por libro. Pero el contenido esta sujeto al criterio del estudiante. El contenido y la extensión del ensayo general, dependerá de la originalidad, creatividad y razonamiento de las lecturas efectuadas por el estudiante. La extensión puede ser de entre 5 y 15 páginas. Historia de la Educación y de las Doctrinas Pedagógicas La Evolución pedagógica en Francia. PRIMERA PARTE DESDE SUS ORIGENES HASTA EL RENACIMIENTO CAPITULO 1 LA HISTORIA DE LA ENSEÑANZA SECUNDARIA EN FRANCIA Interés pedagógico del tema http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/K/KonstantinovMedinskiShabaeva_HistDeLaPedagogia.txt Este año vamos a estudiar un tema que me interesa desde mucho tiempo. Cuando todavía no estaba, como hoy, encargado de una enseñanza exclusivamente pedagógica, me parecía que su estudio tenía un interés general grande, que la idea de investigar cómo se había instituido y desarrollado nuestra enseñanza secundaria seducía; y si el proyecto no fue nunca ejecutado fue que me apartaron de él otras preocupaciones y porque, al mismo tiempo, percibía sus grandes dificultades. Si hoy decido a emprender la tarea, es no solamente porque me encuentro mejor preparado para ello, sino también y todo, porque me parece que las circunstancias lo imponen; porque creo que responde a una necesidad actual y urgente. anuncia, en breve, una gran reforma en nuestra enseñanza secundaria. Después de haber manejado y vuelto a manejar en todos los sentidos los programas de nuestros institutos desde hace veinte años, se ha comprendido por fin que, cualesquiera que puedan ser el valor y el interés de las innovaciones que se han ido introduciendo sucesivamente, hay una mucho más importante que las demás y que, en condiciones normales, debió haberlas precedido; porque solamente con esta condición podrán llegar a un resultado. Se ha llegado a entender que, aunque sea necesario fijar con discernimiento las diferentes materias de la enseñanza, dosificarías sabiamente, guardar con cuidado sus proporciones, es todavía mucho más esencial comunicar a los maestros que estarán llamados a impartir esa enseñanza, el espíritu que debe animarlos en su tarea. Se ha comprendido que un programa sólo adquiere valor por la forma en que está aplicado; que, si se aplica en sentido contrario o con resignación pasiva, o se volverá contra' su objetivo, o se quedará en letra muerta. Es necesario que los maestros encargados de hacerlo realidad lo deseen y se interesen por él; sólo viviéndolo le harán vivir. No basta, pues, con ordena es con precisión lo que tienen que hacer, es preciso que estén en condiciones de juzgar, de apreciar estas prescripciones, de ver su razón de ser y las necesidades a las que responde. En una palabra, tienen que estar al corriente de las cuestiones a las que estas prescripciones aportan soluciones provisionales; es decir, que es indispensable iniciarles en los grandes problemas que suscita la enseñanza que tienen a su cargo, en la forma con que se trata de resolverlos, para que puedan formarse una opinión con conocimiento de causa. Tal iniciación sólo puede resultar de una cultura pedagógica que, para que produzca un efecto útil, debe darse en el momento oportuno, es decir, cuando el futuro maestro está todavía en los bancos de la Universidad. De este modo, nació la idea de que había que organizar en nuestras Facultades esa enseñanza pedagógica donde pudiera prepararse para sus funciones el futuro profesor de instituto. Idea harto simple, parece en realidad una perogrullada, pero sin embargo, va a chocar todavía con numerosas resistencias. En primer lugar, hay un viejo proverbio francés que señala con una especie de descrédito a la pedagogía de forma general. Esta, aparece como una modalidad de especulación muy inferior. Vaya usted a saber por qué contradicción, mientras que los sistemas políticos nos interesan y los discutimos apasionadamente, los sistemas de educación nos dejan bastante indiferentes o incluso nos inspiran un alejamiento instintivo. Esa es una extravagancia de nuestro talante nacional que no intento explicar. Me limito a obsevarla. Tampoco me detendré mucho más para mostrar cuán injustificadas son esta especie de indiferencia y de desconfianza. Hay verdades sobre las que no se puede estar volviendo indefinidamente. La pedagogía no es más que la reflexión aplicada tan metódicamente como se pueda a los temas de la educación. ¿Cómo es posible que exista una forma cualquiera de actividad humana que pueda prescindir de la reflexión? Hoy no existe ninguna esfera de acción donde la ciencia, la teoría, es decir, la reflexión, no vayan penetrando cada vez más la práctica y esclareciéndola. ¿ Por qué iba a ser una excepción la actividad educativa? Indudablemente, se puede criticar el uso temerario que más de un pedagogo ha hecho de su razón; se puede decir que los sistemas educativos son con frecuencia bastante abstractos y bastante pobres con respecto a la realidad; se puede pensar que en las condiciones en que se encuentra la ciencia del hombre, la especulación pedagógica nunca podría ser demasiado prudente. Pero de que haya sido falseada, por la forma que ha habido de entenderla, no se sigue que sea imposible. De que deba ser modesta y circunspecta, no resulta que no tenga razón de ser. Además, ¿hay algo que sea más vano que aconsejar a los hombres a conducirse como si no estuviesen dotados de razón y de reflexión? La reflexión se ha despertado; no puede dejar de aplicarse a estos problemas educativos que se plantean ante ella. El problema no está en saber si hay que servirse de ella, sino en saber si hay que servirse de ella al azar o con método; ahora bien, servirse de ella metódicamente es hacer pedagogía. Pero, hay algunos que, aunque admiten de buen grado que la pedagogía no es inútil de forma general, niegan que pueda servir para algo en la enseñanza secundaria. Habitualmente se dice que el maestro necesita una preparación pedagógica, pero que, por cierto estado de graóia, el pro- fesor de instituto no la necesita. Por una parte, ha visto cómo se enseña por el ejemplo de sus maestros; y por otra, la amplia cultura que recibe en la Universidad le pone en condiciones de manejar con inteligencia esta técnica que ha visto durante toda su vida escolar, sin que tenga necesidad de más iniciación. En realidad, cabe preguntarse si por él sólo hecho de que sepa criticar textos antiguos, o porque esté versado en las finezas de las lenguas muertas o vivas, ¿ porque posea una erudición de historiador, el estudiante se encuentra, únicamente por eso, al corriente de las operaciones necesarias para transmitir a los niños la enseñanza que ha recibido. Hay dos tipos de práctica muy diferentes y que no pueden aprenderse por los mismos procedimientos. Adquirir una ciencia, no es adquirir el arte de comunicarla; no es igual que adquirir las nociones fundamentales sobre las que reposa este arte. ¿No se dice que el joven maestro se deberá regir por los recuerdos de su vida de instituto y de su vida de estudiante? ¿No se ve que esto es decretar la perpetuidad de la rutina? Porque entonces el profesor de mañana sólo podrá repetir los gestos de su profesor de ayer y, como éste no hacia más que imitar a su propio maestro, no se ve de qué modo, en esta sucesión ininterrumpida de modelos que se reproducen unos a otros, va a poder introducirse un día alguna novedad. El enemigo, el antagonista de la rutina, es la reflexión. Unicamente ella puede impedir que los hábitos se sucedan de esta forma inmutable, rígida, hierática; sólo ella puede tenerlos en suspenso, mantenerlos en este estado de flexibilidad, de maleabilidad que les permita vañar, evolucionar, adaptarse a la diversidad de circunstancias y de medios. Restringir la parte de reflexión en la enseñanza es, en la misma medida, volcaría al inmovilismo. Y quizá sea esto lo que explique en parte un hecho sorprendente que vamos a observar, es esa especie de aversión a lo nuevo de que nuestra enseñanza secundaria ha dado pruebas durante siglos. Veremos, en efecto, cómo en Francia, mientras que todo había cambiado, mientras que el régimen político, económico, moral, se había transformado completamente, había algo que, sin embargo, permanecía sensiblemente inmutable hasta tiempos muy recientes: son los conceptos pedagógicos y los métodos de aquello que se ha convenido en llamar enseñanza clásica. Hay más; no solamente no se entiende por qué la enseñanza secundaria habría de disfrutar de una especie de privilegio que le permitiera prescindir de toda cultura pedagógica, sino que estimo que en ningún otro sitio es tan Indispensable . Precisamente en los medios escolares donde más falta, es donde más se necesita. En primer lugar, la enseñanza secundaria es un organismo mucho más complejo que la enseñanza primaria; ahora bien, cuanto más complejo es un organismo, más reflexión necesita para adaptarse a los medios que le rodean. En una escuela elemental, cada clase, al menos en principio, está en manos de un único maestro; por consiguiente, la enseñanza que imparte tiene una unidad natural, una unidad muy simple que no necesita ser sabiamente organizada: es la misma unidad de la persona que enseña. No ocurre lo mismo en el instituto, donde las diversas enseñanzas que recibe simultáneamente un mismo alumno son impartidas generalmente por maestros diferentes. Aquí existe una división real del trabajo pedagógico. Hay un profesor de letras, un profesor de lengua, otro de historia, otro de matemáticas, etc. ¿Cómo podría nacer la unidad de esta diversidad si no hay nada que la prepare? ¿Cómo podrían ajustarse estas enseñanzas heterogéneas unas a otras y completarse de modo que formasen un todo si los que las imparten no tienen la percepción de ese todo? No se trata, en el instituto sobre todo, de crear un matemático, o un literato, o un físico, o un naturalista, sino de formar una inteligencia por medio de las letras, de la historia, de las matemáticas, de las ciencias físicas, químicas y naturales. ¿Pero cómo podrá cada maestro desempeñar su función en la parte de la obra total que le corresponde si no sabe cuál es esta obra, ni cómo deben cooperar con él estos diversos colaboradores, de tal forma que estén relacionando constantemente toda su enseñanza? Muy a menudo se razona como si todo esto cayera por su propio peso, como si todo el mundo supiera por instinto lo que es formar una mente. Pero no existe un problema más complejo que éste. No basta con ser un fino letrado o un buen historiador o un matemático sutil para percatarse de los distintos elementos de que está formada una inteligencia, de las nociones fundamentales que la constituyen, y de cómo pueden pedirse en las distintas disciplinas de la enseñanza. Añádase a esto que la palabra enseñanza cambia de sentido según se trate de un niño de escuela primaria o de instituto, de tal edad o tal otra, según se destine a tal tipo de actividad o a tal otro. Ahora bien, si se trata de explicar cuál es el objetivo al que debe estar subordinada toda educación, por qué vías se puede llevar a cabo, esto vuelve a resultar una enseñanza pedagógica; y, precisamente porque falta esta enseñanza, están los esfuerzos de los maestros de nuestros institutos, con frecuencia, en tal estado de dispersión y de aislamiento mutuo que los paraliza. Cada uno se encierra en su especialidad, profesa la ciencia de 'su elección como si fuera la única, como si fuesen un fin cuando sólo es un medio con vistas a un objetivo al cual debería estar subordinada en todo momento. ¿ Cómo iba a ser de otro modo cuando en la Universidad cada grupo de estudiantes recibe su enseñanza preferida separadamente de las demás, sin que nada induzca a estos colaboradores de mañana a reunirse y reflexionar juntos sobre 'la tarea común que les espera? Pero esto no es todo. La enseñanza secundaria atraviesa, desde hace más de medio siglo, una grave crisis que aún noha llegado a su desenlace. Todo el mundo percibe que no puede permanecer como está, pero sin que todavía se vea con claridad aquello en lo que está llamada a convertirse. De ahí todas estas reformas que se suceden casi periódicamente, que se completan, se corrigen, que a veces también se contradicen unas a otras; dan cuenta, a la vez, de las dificultades y de la urgencia del problema. La cuestión, además, no es de nuestro país en particular. No existe ningún gran estado europeo donde ésta no se haya planteado y en términos casi idénticos. Por todas partes, tanto pedagogos como hombres de Estado tienen conciencia de que los cambios sobrevenidos en la estructura de las sociedades contemporáneas, en su economía interna, así como en sus relaciones exteriores, necesitan transformaciones paralelas, y no menos profundas, en esta parte especial de nuestro organismo escolar. Por qué se encuentra la crisis en estado agudo, sobre todo en, la enseñanza secundaria, es un hecho que me limito ahora a advertir sin intentar explicarlo. Lo comprenderemos mejor a continuación. De cualquier forma, para salir de esta era de inquietud y de incertidumbre, no se puede contar únicamente con la efi- cacia de los decretos y reglamentos. Como decía al principio, decretos y reglamentos sólo pueden hacerse realidad apoyándose en la opinión pública. Diría, incluso, que sólo pueden tener una verdadera autoridad si una opinión competente los ha precedido, preparado, reclamado, solicitado, de alguna manera, si son la expresión reflexionada, definida y coordinada de ésta, en lugar de pretender inspiraría y reglamentaría de oficio. En tanto reine la indecisión en las mentes, no existirá decisión administrativa, por muy sabia que sea, que pueda ponerle término. Es preciso que este gran trabajo de reparación y de reorganización, que se impone, sea la propia obra del cuerpo que está llamado a hacerse y a reorganizarse. Un ideal no se decreta; es preciso que sea comprendido, querido, deseado por aquellos cuyo deber es realizarlo. De este modo, no hay nada más urgente que ayudar a los futuros maestros de nuestros institutos a formarse colectivamente una opinión sobre aquello en lo que debe convertirse la enseñanza de la que serán responsables, los fines que debe perseguir, los métodos que debe emplear. Ahora bien, para hacer esto, no hay otro medio que de ponerles en presencia de las cuestiones que se plantean y de las razones por las cuales se plantean; que poner en sus manos todos los elementos de información que puedan ayudarles a resolver estos problemas, que guiar sus reflexiones por la vía de una enseñanza libre. Y, sólo con esta condición, será posible despertar, sin ningún procedimiento artificial, la vida un poco languideciente de nuestra enseñanza secundaria. Porque no se puede disimular, y esta observación puede hacerse tanto más libremente cuanto que no implica ningún reproche, sino que confirma un hecho que resulta de las circunstancias, que a consecuencia del desarrollo intelectual en que se encuentra, incierta entre un pasado que muere y un futuro aún indeterminado, la enseñanza secundaria no atestigua la misma vitalidad, el mismo ardor vital que antes. La vieja fe en la virtud persistente de las letras clásicas se ha alterado definitivamente. Incluso aquellos cuyas miradas se vuelven de mejor grado hacia el pasado perciben que algo ha cambiado, que han nacido unas necesidades que hay que satisfacer. Pero, por otra parte, ninguna fe nueva ha venido todavía a reemplazar a la que desaparece. La misión de una enseñanza pedagógica es precisamente cooperar en la elaboración de esta fe nueva, y, por consiguiente, de una vida nueva. Porque una fe pedagógica es el alma misma de un cuerpo enseñante. De este modo, la necesidad de una educación pedagógica parece mucho más apremiante para el instituto que para la escuela primaria. No se trata simplemente de enseñar a nuestros futuros profesores el manejo de cierta cantidad de recetas afortunadas. Hay que plantear ante ellos el problema de la cultura secundaria en su totalidad. Ahora bien, precisamente a eso se dirige el estudio que vamos a empezar este año. Sé que a los ojos de algunos, generalizadores a ultranza, o eruditos minuciosos porque las mentes más opuestas se encuentran en esta idea común, la historia no puede servir para nada en la práctica. ¿Qué pueden enseñarnos, se dice, los colegios de la Edad Media, de los institutos de hoy? ¿Cómo pueden ayudarnos la escolástica, el trivium y el quadrivium, a encontrar lo que debemos enseñar actualmente a nuestro hijo y cómo debemos enseñarlo? Incluso, se añade, estos estudios retrospectivos sólo pueden tener inconvenientes. Puesto que es el futuro lo que debemos preparar, es al futuro hacia donde hay que dirigir nuestras miradas y orientarnos. Una consideración demasiado exclusiva del pasado sólo podrá mantenernos atrasados. Ahora bien, yo creo, por el contrario, que solamente estudiando con cuidado el pasado podremos llegar a anticipar el futuro y a comprender el presente; y que, por consiguiente, una historia de la enseñanza es la mejor de las pedagogías. En efecto, ¿no es ya un espectáculo altamente instructivo el que nos dan los diversos tipos de enseñanza que se han sucedido a lo largo de nuestra historia? Indudablemente, si, como se hace todavía demasiado a menudo, se atribuyen estas variaciones sucesivas a la debilidad de la inte- ligencia humana, que no habría sabido vislumbrar de una sola vez una sucesión de errores corrigiéndose penosa e incompletamente unos a otros, toda esta historia no podría tener gran interés. Como máximo, podría ponernos en guardia contra los errores cometidos en el pasado, para evitar su repetición; y, más ,aún, como el campo del error es infinito, como el error puede revestir forma innumerables, el conocimiento de los que se han cometido con anterioridad no podría hacernos prever, ni evitar, los que se puedan cometer en el futuro. Pero veremos que cada una de estas concepciones, que cada uno de estos sistemas hablo de los que han sufrido la prueba de la experiencia y han vivido en la realidad no fueron nada arbitrarios; que si no duraron no fue porque hayan sido un simple producto de la aberración humana, sino que fueron resultado de condiciones sociales determinadas y porque estaban en armonía con ellas; que si cambiaron, fue porque cambió la misma sociedad. De este modo, por experiencia directa, nos convenceremos de que no hay ningún tipo de enseñanza que sea inmutable, que el de ayer no puede ser el de ma- ñana; que están en un flujo perpetuo, pero que, por otro lado, estos cambios continuos, cuando son normales al menos, están, en cada momento del tiempo, en relación con un punto de referencia fijo que les determina: es el estado de la sociedad en un momento considerado. De esta manera, uno se encuentra liberado tanto del prejuicio de aversión a lo nuevo como del prejuicio contrario: lo que es el principio de la sabiduría. Porque, al mismo tiempo que así nos ponemos a cubierto del respeto supersticioso7 que tan fácilmente inspiran las formas pedagógicas tra- dicionales, percibimos que las novedades necesarias no pueden ser construidas a priori por una imaginación apasionada, sino que deben estar, en cada fase de la evolución, relacionadas exactamente con un conjunto de condiciones objetivamente determinables. Pero la historia de la enseñanza no constituye solamente una especie de propedéutica pedagógica, excelente, pero muy general. Podemos, y debemos pedirle una cierta cantidad de nociones esenciales que no se podrían encontrar en ningún otro sitio. En primer lugar, ¿no es evidente que el maestro, para desempeñar su papel en el organismo escolar del que viene a ser un órgano, debe saber qué es este organismo, qué partes lo forman y cómo cooperan? Puesto quedebe vivir en este medio, es preciso que lo conozca, ahora bien, ¿qué haremos para enseñárselo? ¿ Nos limitaremos a explicarle las 'leyes y reglamentos que fijan el régimen material y moral de nuestros establecimientos escolares, los diferentes mecanismos de su organización y las relaciones entre ellos? No cabe duda de que esta enseñanza no estaría des- provista de utilidad y puede parecer sorprendente que se deje entrar al joven profesor en la sociedad escolar sin que conozca su legislación. Pero conocer de este modo, no es conocer realmente. Porque estas instituciones pedagógicas no comenzaron a existir el día en que se redactaron los reglamentos que las definen; tienen un pasado del cual son prolongación y del que no se les puede separar sin que pierdan una gran parte de su significación. Para que sepamos lo que son realmente y cómo tenemos que comportarnos con ellas, no basta con que se nos haya enseñado la letra de su organización aparente, que se nos haya descrito su forma sensible; es preciso que sepamos cuál es su espíritu, de qué impulsos están animadas, en qué sentido están orientadas. Han adquirido una velocidad en tal o cual dirección y esto es lo que principalmente nos importa. Ahora bien, igual que necesitamos más de un punto para determinar la dirección de una línea, sobre todo cuando esta línea presenta alguna complejidad, ese punto matemático que es el presente no nos permite hacernos la menor idea de la trayectoria de una institución. Las fuerzas que están en ella la inclinan en tal o cual sentido, la animan, pero no se transparentan en la superficie. Para conocerlas, hay que verlas actuar en el tiempo; solamente se manifiestan en la historia debido a sus efectos progresivos. Por eso, un tema escolar sólo puede comprenderse en realidad cuando se le relaciona con la serie histórica de que forma parte, con la evolución de la cual no es más que un resultado provisional. Pero la historia no sólo nos ayuda a entender la organización de la enseñanza, sino también el ideal pedagógico que esta organización tiene por objeto llevar a cabo, el fin al cual está subordinada y que es su razón de ser. En realidad, también aquí parece que para resolver el problema, no son necesarias tantas investigaciones retrospectivas. ¿No tiene por objeto la enseñanza convertir a nuestros alumnos en hombres de su tiempo, y es tan necesario contemplar el pasado para saber lo que debe ser un hombre de nuestro tiempo? No es del Renacimiento ni de los siglos XVII y XVIII de donde hemos de tomar el modelo humano cuya realización será la tarea de la enseñanza de hoy. Son, pues, los hombres de hoy lo que tenemos que tener en cuenta. Tenemos que preguntarnos a nosotros mismos, tenemos que observar a nuestros contemporáneos. Y esa idea que nos hacemos del hombre, después de todas las observaciones realizadas sobre nosotros o sobre nuestros vecinos, es la que nos debe servir para determinar la finalidad de la enseñanza. Pero, aunque este método sea con frecuencia preconizado por mentes preclaras como el único que puede preparar el futuro, creo, por el contrario, que está lleno de peligros y repleto de errores casi inevitables. En efecto, ¿ qué entendemos por hombre de nuestros días, por hombre contemporáneo? El conjunto de rasgos característicos por los cuales un francés de hoy se singulariza y distingue de un francés de antes. Ahora bien, este no puede ser todo el hombre de hoy; porque en cada uno de nosotros está el hombre de ayer, en proporciones variables; y es incluso el hombre de ayer quien de forma inevitable este predominantemente 'en nosotros, puesto que el presente es bastante poca cosa comparado con este largo pasado en el curso del cual nos hemos formado y del cual resultamos. Pero no percibimos a este hombre del pasado, porque está inveterado en nosotros; forma la parte inconsciente de nos otros mismos. En consecuencia, estamos inclinados a no tenerle en cuenta ni a él ni a sus exigencias legítimas. Por el contrario, tenemos una viva percepción de las últimas adquisiciones de la civilización porque, al ser más recientes , todavía no han tenido tiempo de organizarse en el inconsciente. Las que acaparan todas las fuerzas vivas de nuestra atención son, sobre todo, las que están aún en vías de desarrollo, las que no poseemos aún plenamente, que en parte se nos escapan. Precisamente porque nos faltan en parte, nuestra actividad consciente se dirige hacia ellas y, a consecuencia de la clara luz que se proyecta de este modo sobre las mismas, toman en nuestra mente un relieve que les hace aparecer como lo más esencial de la realidad, como lo que tiene mayor precio y valor, como lo más digno de ser buscado. Rechazamos todo lo demás a las sombras y, sin embargo, este resto tiene también su existencia real, que no es menor. La ciencia es la gran novedad del siglo; para todos los que 'la perciben así, la cultura científica aparece como la base de toda cultura. ¿ Nos percatamos de que nos faltan hombres prácticos y de acción? Entonces, nos parecerá que la finalidad de la educación es desarrollar las facultades activas. De este modo, nacen concepciones pedagógicos exageradas, unilaterales y truncadas que sólo expresan necesidades del momento, aspiraciones pasajeras; concepciones que no pueden mantenerse mucho porque enseguida necesitan cambiarse por otras que las completen, que rectifiquen lo que tienen de excesivo. El hombre de hoy es un hombre reclamado por las necesidades de hoy, por el gusto de hoy, y la necesidad de hoy es unilateral y será reemplazada mañana por otra. De ahí proceden toda clase de choques, de revoluciones que no hacen sino estorbar el proceso regular de la evolución. Lo que necesitamos conocer no es el hombre de' un instante, el hombre tal como lo percibimos en un momento del tiempo, bajo la influencia de pasiones y necesidades momentáneas, sino el hombre en su totalidad. Para ello, en vez de mirar sólo al hombre de un instante, necesitamos considerar al hombre en el conjunto de su devenir. En lugar de encerrarnos en nuestra época, necesitamos, por el contrario, salir de ella, para escapar de nosotros mismos y de nuestras estrechas miras, partidarias y parciales. El estudio histórico de la enseñanza debe servir precisamente para esto. En lugar de preguntarnos primero en qué consiste el ideal contemporáneo, debemos trasladarnos a la otra finalidad 'de la historia; lo que debemos intentar alcanzar es el ideal pedagógico más lejano que nuestras sociedades europeas hayan alcanzado. Lo observaremos, lo describiremos, lo explicaremos cuanto nos sea posible. Después, seguiremos paso a paso la serie de variaciones por las que ha pasado sucesivamente a medida que esas mismas sociedades se transformaban, hasta que, por fin, lleguemos a los tiempos contemporáneos. No es de ahí de donde hay que partir; es ahí donde hay que llegar. Una vez que hayamos llegado a éste, por esta vía, aparecerá ante nuestros ojos bajo un aspecto muy distinto del que tendría si le hubiéramos considerado de buenas a primeras, abandonándonos sin reservas a nuestros prejuicios y a nuestras pasiones contemporáneas. Entonces, ya no correremos el riesgo de que las preocupaciones pasajeras, los gustos pasajeros de la hora presente, tengan sobre nosotros esta influencia prestigiosa, sino que, la percepción que habremos adquirido de los distintos imperativos, de las necesidades diferentes e igualmente legítimas que habremos aprendido a conocer por la historia, les servirán de contrapeso. Y, de este modo, el problema, en lugar de estar simplificado arbitrariamente, se planteará ante nosotros de forma impersonal y con toda su complejidad, tal como se plantea para la sensibilidad colectiva o para la historia. Este estudio histórico nos permitirá también revisar de vez en cuando la historia misma. Porqueel desarrollo pedagógico, como todo desarrollo humano, no siempre ha sido nominal. A lo largo de las luchas, de los conflictos que se han suscitado entre ideas contrarias, ha ocurrido con frecuencia que se han ensombrecido ideas fuertes, cuyo valor intrínseco hubiera debido mantenerlas. En general, las más aptas, las mejor dotadas, sobreviven. Pero al lado de esto, ¡cuántos éxitos ilegítimos, cuántas muertes, cuántas derrotas injustificadas y lamentables! ¡Cuántas ideas destruidas intencionadamente que hubieran debido vivir! Las concepciones nuevas, tanto pedagógicas como morales y políticas, llenas del ardor, de la vitalidad de la juventud, son violentamente agresivas para aquéllas que aspiran a reemplazar. Las tratan como enemigas irreductibles, porque tienen una viva percepción del antagonismo que las separa y se esfuerzan por reducirlas, por destruirlas tan completamente como sea posible. Los campeones de las ideas nuevas, embargados por la lucha, creen de buen grado que no hay nada que conservar de esas ideas anteriores que combaten, sin darse cuenta de que 'las primeras son, sin embargo, parientes y proceden de las segundas, puesto que descienden de ellas. El presente se opone al pasado, aunque se derive de él y lo continúe. Y, de este modo, desaparecen elementos del pasado que hubieran podido y debido convertirse en elementos normales del presente y del porvenir. Los hombres del Renacimiento estaban convencidos de que no debía quedar nada de la Escolástica; y, de hecho, bajo este violento impulso, no quedó gran cosa de ella. Cabe preguntarse si de esta actitud revolucionaria no se ha derivado una grave laguna en él ideal pedagógico que los hombres del Renacimiento nos han transmitido. De este modo, la historia nos permitirá no solamente plantear nuestros principios, sino también, a veces, descubrir los de nuestros antecesores, de los que es importante que tomemos conciencia puesto que somos sus herederos. En este espíritu conduciremos nuestro estudio. Como se puede ver, no se trata de erudición ni de arqueología pedagógica. Si salimos del presente, es para volver a él. Si huimos de él, es para verle y entenderle mejor. En realidad nunca le perdemos de vista. Será el objetivo al que tendamos y le veremos hacerse poco a poco a medida que avancemos. En definitiva, la historia, ¿qué es sino un análisis del presente, puesto que los elementos de que está formado el presente se encuentran en el pasado? Por esta razón, creo que este examen histórico puede prestar servicios pedagógicos valiosos. CAPITULO 2 LA IGLESIA PRIMITIVA Y LA ENSENÁNZA Es una idea muy extendida que cualquiera que se preocupe de la práctica debe alejarse en parte del pasado para concentrar en el presente todas las fuerzas de su atención. Puesto que el pasado ya no está; puesto que ya no podemos nada sobre él , parece que sólo nos puede interesar como curiosidad. Creemos que pertenece al ámbito de la erudición. No es lo que ha sido, sino lo que es, lo que necesitamos conocer, y mejor aún, es lo que tiende a ser lo que hay que tratar de prever para poder satisfacer las necesidades que nos preocupan. En la primera lección me he dedicado a mostrar que este método es decepcionante. En efecto, el presente, al que se nos invita a limitarnos, ese presente no es nada por sí mismo; no es más que la prolongación del pasado del que no se puede separar sin perder en gran parte su significado. El presente está formado por innumerables elementos, tan estrechamente enmarañados unos en otros, que nos es difícil percibir dónde comienza uno, dónde termina el otro, qué es cada uno de ellos y cuáles son sus relaciones; sólo tenemos, pues, de ellos, por la observación inmediata, una impresión turbia y confusa. La única manera de distinguirlos; de disociarlos, de introducir en consecuencia un poco de claridad en esta confusión, es buscar en la historia cómo se han ido progresivamente sobreañadiendo unos a otros, combinando, organizando. Del mismo modo que la sensación que tenemos de la materia nos la presenta como una extensión homogénea, en tanto que el análisis científico nos ha mostrado su sabia organización, la sensación directa del presente no nos permite sospechar su complegidad hasta que el análisis histórico no nos la haya revelado. Pero lo que quizás sea aún más peligroso es la importancia exagerada que así tendemos a atribuir a las aspiraciones de la hora presente cuando no las sometemos a ningún control. Pues precisamente porque son actuales nos hinoptizan, nos absorben y nos impiden sentir otra cosa que no sean ellas mismas. El sentimiento que tenemos de cualquier cosa que nos falta es siempre muy fuerte, en consecuencia, tiende a ocupar en la conciencia un lugar preponderante y rechaza todo lo demás a la sombra. Completamente volcados hacia el objeto al que se orientan nuestros deseos, éste nos aparece como la cosa preciosa por excelencia, la que importa ante todo, el fin ideal al cual todo ser debe estar subordinado. Ahora bien, bastante a menudo, lo que así nos falta no es más esencial, o es menos esencial que lo que tenernos; de este modo estamos expuestos a sacrificar a necesidades pasajeras y secundarias necesidades verdaderamente vitales. Rousseau se da cuenta que la educación de su tiempo no deja bastante sitio a la espontaneidad del niño; hace del abstencionismo metódico, sistemático, la característica de toda sana pedagogía. De este modo, sólo porque el niño no está bastante en relación con las cosas, hace de la enseñanza por las cosas el fundamento casi único de toda enseñanza. Para sustraernos a esta influencia prestigiosa de las preocupaciones presentes que son necesarias y unilaterales, hay que darles como contrapeso el conocimiento de todas las demás exigencias que es necesario tener igualmente en cuenta, y este conocimiento sólo lo podemos adquirir por la historia que nos enseña a completar el presente relacionándolo con el pasado del que es continuación. Estas razones por las cuales he mostrado que el estudio histórico de la enseñanza tenía su utilidad práctica no son además las únicas. Este método no sólo nos permite prevenir bastantes errores posibles en el futuro, sino que además podemos prever que nos proporcionará los medios para rectificar ciertos errores que se han cometido en el pasado y cuyas consecuencias aún sufrimos. En efecto, ~ desarrollo pedagógico, como todo desarrollo humano, no siempre ha sido normal. En el curso de las luchas que han librado las diferentes concepciones que se han sucedido en la historia, más de una idea justa se ha ensombrecido, cuando su valor intrínseco hubiera debido mantenerla. Aquí, como en otras partes, la lucha por la vida sólo produce resultados groseramente aproximativos. En general, son los mejor dotados, los más aptos quienes sobreviven. Pero, sin embargo, al lado de esto ¡cuántos éxitos ilegítimos, cuántas muertes y derrotas injustificadas, lamentables, debidas a alguna combinación accidental de circunstancias! Sobre todo, en la historia de las ideas, hay una causa que contribuye más que ninguna otra a producir este resultado. Cuando se constituye una concepción nueva, ya sea pedagógica, moral, religiosa o política, tiene naturalmente el ardora la vitalidad combativa de la juventud presente, tiende a mostrarse violentamente agresiva hacia las concepciones antiguas que aspira a reemplazar. Las niega, pues, radicalmente. Los campeones de las ideas nuevas, transportados por la lucha, creen de buena gana que no tienen nada que conservar de las ideas antiguas que combaten, les hacen una guerra sin reservas y sin piedad. Y, sin embargo, en realidad, aquí como en otras partes, el presente surge del pasado, se deriva de él y lo continúa. Entre un estado histórico nuevo y el que le ha precedido, no hay un vacio, sino un vínculo estrechode parentesco, puesto que en cierto sentido, el primero ha nacido del segundo. Pero los hombres no tienen conciencia de este vinculo, no sienten más que la oposición que les separa de sus predecesores. Creen, pues, que nada es suficiente para arruinar por completo esta tradición a la que se oponen y que se les resiste. De ahí proceden lamentables destrucciones. Desaparecen elementos del pasado que hubieran debido convertirse en elementos del futuro. El Renacimiento sucede a la Escolástica; los hombres del Renacimiento consideraron prontamente obvio que no había nada que conservar del sistema escolástico. A nosotros nos toca preguntarnos si esta actitud revolucionaria no ha dado lugar a lagunas en nuestro ideal pedagógico que se han transmitido hasta nuestros días. Además, el estudio histórico de la enseñanza, al mismo tiempo que nos ha de permitir conocer mejor el presente, nos ofrecerá la ocasión de revisar el pasado mismo y poner en evidencia errores de los que importa que tomemos conciencia ya que somos sus herederos. Pero, aparte de este interés práctico que debía señalar antes que nada porque es con más frecuencia desconocido, la investigación que vamos a emprender presenta, además, un interés teórico y científico que no es desdeñable. A primera vista, la historia de la enseñanza secundaria en Francia puede parecer que es muy especial y que sólo debe interesar a un cuerpo restringido de maestros. Pero, por una singularidad de nuestro país, ocurre que, durante la mayor parte de nuestra historia, la enseñanza secundaria ha absorbido toda la vida escolar del país. La enseñanza superior, después de nacer, no tardó en languidecer completamente para renacer sólo a partir de la guerra de 1870. La enseñanza primaria aparece entre nosotros muy tardíamente y únicamente después de la Revolución tuvo su desarrollo. Así pues, durante una buena parte de nuestra exis- tencia nacional, la enseñanza secundaria ocupó toda la escena. De ahí resulta primero que no podamos hacer su historia sin hacer, al mismo tiempo, la historia general de la enseñanza y de la pedagogía en Francia. Vamos a describir la evolución del ideal pedagógico francés, en lo que tiene de más esencial, a través de las doctrinas en donde de vez en cuando ha tratado de tomar conciencia de sí, y a través de las instituciones escolares que han tenido por función realizarlo. Y puesto que fue en nuestros colegios donde desde el siglo XIV o el XV se formaron las fuerzas intelectuales más importantes del país, es casi una historia del espíritu francés lo que intentaremos de paso hacer. Por otra parte, este papel exorbitante de la enseñanza secundaría en el conjunto de la vida social propio de nuestro país, y que no se encuentra en ningún Otro sitio en el mismo grado, podemos estar seguros por adelantado que se deberá a alguna característica distintiva, personal, a alguna idiosincrasia de nuestro temperamento nacional, idiosincrasia de la que tendremos que darnos cuenta porque hemos de buscar las causas que expliquen esta particularidad de nuestra historia pedagógica. Historia de la pedagogía y etología colectiva están, en efecto, estrechamente ligadas. Después de haber determinado así la manera en que entendemos el tema que vamos a tratar, necesitamos abordar ahora el interés múltiple que presenta. Pero, ¿por dónde? ¿En qué momento hay que comenzar esta historia de la enseñanza secundaria? Para entender bien el desarrollo de un ser vivo, para explicar las formas que presenta en los momentos sucesivos de su historia, habría que comenzar por conocer la constitución del germen inicial que es el punto de partida de toda su evolución. Sin duda, ya no se admite hoy que un ser esté completamente preformado en el huevo del que ha surgido; se sabe que la acción del medio ambiente, de circunstancias exteriores de todo tipo no es en absoluto despreciable. No es menos cierto que el huevo tiene una influencia considerable sobre toda la sucesión del devenir. El momento en que se constituye la primera célula viva es un instante radical, incomparable, cuya acción se hace sentir durante toda la vida. También lo es en las instituciones sociales, cualesquiera que sean, como seres vivos. Su futuro, el sentido en el que se desarrollan, la fuerza que presentan en la sucesión de su devenir dependen estrechamente de la naturaleza del primer germen del que han surgido. Aquí todavía el papel del germen es considerable. Así, para entender la manera en que se ha desarrollado el sistema de enseñanza que nos proponemos estudiar, para entender lo que ha llegado a ser, no hay que temer remontarse hasta sus orígenes más alejados. No debemos pararnos ni en el Renacimiento ni en la Escolástica. Hay que remontarse más alto, hasta que hayamos alcanzado el primer núcleo de ideas pedagógicas y el primer embrión de la institución escolar que se encuentra en la historia de nuestras sociedades modernas. A partir de esta lección podremos comprobar que estas investigaciones retrospectivas no son inútiles y que ciertas particularidades esenciales de nuestras concepciones actuales llevan aún el sello de estas influen- cias muy remotas. Pero, ¿dónde encontrar este núcleo, esta célula germinal? Toda la materia prima de nuestra civilización intelectual nos ha venido de Roma. Se puede, pues, prever que nuestra pedagogía, los principios fundamentales de nuestra enseñanza han venido de la misma fuente, puesto que la enseñanza no es más que el resumen de la cultura intelectual del adulto. Pero ¿por qué vía y bajo qué forma se ha efectuado esta transmisión? Los pueblos germánicos, si no todos, al menos los que dieron su nombre a nuestro país, eran bárbaros insensibles a todos los refinamientos de la civilización. Letras, artes, filosofía, eran para ellos cosas sin valor; sabemos incluso que los monumentos del arte romano sólo suscitaban en ellos odio y desprecio. Había, pues, entre los romanos y ellos un verdadero vacío moral que debía, a lo que parece, impedir entre estos dos pueblos toda comunicación y toda asimilación. Puesto que estas dos civilizaciones eran hasta este punto extrañas 'una a la otra, no podían, parece, más que rechazarse mutuamente. Pero, felizmente, hubo, no enseguida sin duda, pero muy pronto, un lado por donde estas dos sociedades, por otra parte antagonistas y que sólo tenían una con la otra rela- ciones de antagonismo y de exclusión mutua, un lado por donde eran semejantes, por donde se aproximaban una a la otra y podían comunicarse entre si. Muy pronto, uno de los órganos esenciales del Imperio romano se prolongó a la sociedad francesa, en ella se extendió y se desarrollo sin cambiar por eso de naturaleza: fue la Iglesia La Iglesia sirvió de mediadora entre los heterogéneos pueblos, fue el canal por donde la vida intelectual de Roma se transvasó poco a poco a las sociedades nuevas que estaban en vías de formación. Y precisamente esta transfusión se hizo por la enseñanza. A primera vista, con seguridad, puede parecer sorprendente que la Iglesia, aunque permanecía idéntica a sí misma, hubiera podido echar raíces y prosperar de igual modo en medios sociales tan radicalmente diferentes. Lo que caracterizaba esencialmente a la Iglesia y a la moral que aportaba era el desprecio por los placeres de este mundo, por él lujo material y moral; pretende sustituir la alegría de vivir por los goces más severos de la renuncia. Que tal doctrina hubiera podido convenir al Imperio romano, harto de largos siglos de hipercivilización, es lo más natural. No hacía más que traducir y consagrar en sentimiento de saciedad y de hastío que producía desde hacia bastante tiempo la sociedad romana y que ya el epicureísmo y el estoicismo habían expresado a su manera. Se habían agotado todos los placeres que pueden dar los refinamientos de la cultura; se estaba, pues,preparado para acoger, como la salvación, a una religión que venía a revelar á los hombres una fuente muy distinta de felicidad. Pero, ¿cómo esta misma religión, nacida en el medio de una sociedad envejecida y en descomposición pudo ser aceptada tan fácilmente por pueblos jóvenes que, lejos de haber abusado de los placeres de este mundo, no los habían aún gustado, que, lejos de estar cansados de la vida, acababan de entrar en ella? ¿Cómo sociedades tan robustas, tan vigorosas, tan desbordantes de vitalidad pudieron someterse tan espontáneamente a una disciplina deprimente que les ordenaba, antes de nada, contenerse, privarse, renunciar? ¿Cómo estos apetitos fogosos, impacientes con toda mesura y con todo freno, pudieron acomodarse a una doctrina que les recomen daba por encima de todas las cosas mesurarse, limitarse? La oposición es tan sorprendente que Paulsen, en su Geschichte des gelehrten Unierrichts, no duda en admitir que toda la civilización de la Edad Media contenía así, en principio, una contradicción interna y constituía una viva antinomia. Según él, el contenido y el continente, la forma y la materia de esta civilización se contradecían y negaban recíprocamente. El contenido era la vida real de los pueblos germánicos con sus pasiones violentas, indómitas, su necesidad de vivir y de gozar, y el continente era la moral cristiana con su concepción del sacrificio y de la renuncia, su gusto tan marcado por la vida limitada y reglamentada. Pero, si verdaderamente la civilización medieval hubiera encerrado en su seno una contradicción tan flagrante, una antinomia tan insoluble, no hubiera durado. La materia habría roto esta forma, que era tan poco adecuada para ella; el contenido habría arrebatado al continente; las necesidades sentidas por los hombres habrían, en seguida, hecho estallar la moral rígida que las comprimía. Pero, en realidad, había un aspecto en donde la doctrina cristiana se encontraba en perfecta armonía con las aspiraciones y el estado de ánimo de las sociedades germánicas. Era, por excelencia, la religión de los pequeños, de los humildes, de los pobres, pobres de bienes y pobres de espíritu. Exaltaba las virtudes de la humildad, de la mediocridad tanto intelectual como material. Ponderaba la simplicidad de los corazones y las inteligencias. Ahora bien, los germanos, porque eran pueblos niños, eran, también, simples y humildes. Sería un error imaginarse que llevaban una vida de desenfreno pasional. Su existencia estaba más bien compuesta de ayunos involuntarios, de privaciones forzosas, de rudas labores que venían a interrumpir, cuando alguna ocasión se presentaba, orgías violentas, pero intermitentes. Pueblos aún ayer nómadas, no podían ser más que pueblos pobres, miserables, de costumbres simples, y que debían naturalmente acoger con alegría una doctrina que glorifica la pobreza, que pondera la simplicidad de costumbres. Esta civilización pagana, que la Iglesia combatía, les era no menos odiosa que a la Iglesia misma; cristianos y germanos eran igualmente sus enemigos, y este sentimiento común de hostilidad, de aversión, les unía estrechamente porque unos y otros encontraban frente a ellos al mismo adversario. De este modo, la Iglesia naciente no dudaba en poner a los bárbaros por encima de los gentiles, en testimoniarles una verdadera preferencia: Los bárbaros, dijo Salviano a los romanos, son mejores que vosotros.» Había, pues, una poderosa afinidad, una simpatía secreta entre la Iglesia y los bárbaros; y esto explica que la Iglesia haya podido cimentarse e implantarse tan fuertemente entre ellos. Respondía a sus necesidades, a sus aspiraciones, les aportaba un consuelo moral que no encontraban en otro lado. Pero, por otra parte, era de origen grecolatino y sólo podía permanecer más o menos fiel a sus orígenes. Se había formado y organizado en el mundo romano; la lengua latina era su lengua; estaba completamente impregnada de civilización romana. En consecuencia, al introducirse en los medios bárbaros, introdujo en ellos, a la vez, esta misma civilización de la cual no se podía deshacer, tuviera de ella lo que tuviera, y así se hizo la maestra natural de los pueblos que convertía. Estos sólo pedían a la religión nueva una fe, una base moral; pero, de rechazo, encontraron una cultura como corolario de esta fe. No obstante, si la Iglesia desempeñó realmente este papel, fue al precio de una contradicción contra la cual se ha debatido durante siglos sin poder nunca salir de ella. En efecto, en esos monumentos literarios y artísticos de la Antigüedad vivía y respiraba este espíritu pagano cuya des- trucción la Iglesia consideraba tarea suya; sin contar con que, de forma general, el arte, la literatura y la ciencia sólo podían inspirar al fiel ideas profanas y apartarle del único pensamiento al cual debía darse por entero, el pensamiento de su salvación. La Iglesia, pues, no podía dejar sitio a las letras antiguas sin escrúpulo y sin inquietud. Así, los Padres insistieron en los peligros a los que se expone el cristiano que se entrega sin mesura a los estudios profanos. Multiplican las recomendaciones para reducirlos al mínimo. Pero, por otro lado, no podían pasar sin ellos. A su pesar, estaban obligados a no proscribirlos y esto confirma la regla enunciada por Minucius Felix: Si quando cogimur litterarum secularium recordarí et ah quid ex his discere, non nostrae sit voluntatis, sed, ut ita dicam, gravissimae necessitatis. En efecto, antes que nada, el latín era irremediablemente la lengua de la Iglesia, la lengua sagrada en la que estaban redactados los cánones de la fe. Ahora bien, ¿dónde aprender latín si no en los monumentos de la literatura latina? Se les podía elegir con discernimiento, admitir sólo un pequeño número de ellos, pero de un modo u otro había que recurrir a ellos. Por otro lado, mientras que el paganismo era sobre todo un sistema de prácticas rituales, además de indudablemente una mitología, pero vago, inconsistente y sin fuerza expresamente obligatoria, el cristianismo era, por el contrario, una religión idealista, un sistema de ideas, un cuerpo de doctrinas. Ser cristiano no era practicar según las prescripciones tradicionales tal o cual operación material, era adherirse a ciertos artículos de fe, compartir ciertas creencias, admitir ciertas ideas. Ahora bien, para inculcar prácticas, un simple adiestramiento maquinal basta o, incluso, es lo único eficaz, pero las ideas, los sentimientos, sólo pueden comunicarse por la vía de la enseñanza, y que esta enseñanza se dirija al corazón o a la razón, o a uno y otra a la vez. Por eso, desde que se fundó el cristianismo, la predicación, que era por el contrario desconocida en la Antigüedad, ocupó en él rápidamente una parte importante; porque predicar es enseñar. Ahora bien, la enseñanza supone una cultura y no había entonces otra cultura que la pagana. Era preciso, pues, que la Iglesia se la apropiara. La enseñanza, la predicación, suponen en el que enseña o predica una cierta práctica en la lengua, una cierta dialéctica, un cierto conocimiento del hombre y de la historia. Ahora bien, ¿ dónde encontrar estos conocimientos si no en las obras de los antiguos? El solo hecho de que la doctrina cristiana fuera compleja en esos libros, que se expresara diariamente en las plegarias que dice cada fiel y de las cuales debe conocer no solamente la letra, sino el espíritu, obligaba, tanto al sacerdote como al laico, a adquirir una cierta cultura. Es lo que demuestra San Agustín en su De doctrina Christiana. Hace ver que, para entender bien las Santas Escrituras, hay que tener un conocimiento profundo de la lengua y de las mismas cosas expresadas por las palabras. Porque, ¿cuántos símbolos, cuántas figuras son ininteligibles si no tenemos ninguna noción de las cosas que entran en esasfiguras o en esos símbolos? La historia es indispensable para la cronología. La retórica misma es un arma sin la cual no puede pasar el defensor de la fe; porque ¿habría de permanecer débil y desarmado frente al error que debe combatir? Tales son las necesidades superiores que forzaron a la Iglesia a abrir escuelas y a dejar sitio en las escuelas a la cultura pagana. Las primeras escuelas de este tipo fueron las que se abrieron junto a las catedrales. Sus alumnos eran sobre todo jóvenes que se preparaban para el sacerdocio; pero se recibía en ellas también a simples laicos que aún no se habían decidido a abrazar el santo ministerio. Los alumnos vivían allí juntos en convicts, formas muy nuevas y muy particulares de establecimientos escolares sobre cuya significación tendremos ocasión de volver. Sabemos, muy particularmente, que San Agustín fundó en Hipona un convict de este tipo, de donde salieron, según informa un biógrafo del santo, Possidius, diez obispos ilustres por su ciencia y que, a su vez, fundaron en sus obispados establecimientos análogos. Natural e irremediablemente, la institución se propagó en Occidente; describiremos su suerte. Pero el clero secular no fue el único en suscitar escuelas. El clero regular, desde su aparición, jugó el mismo papel. El monacato no tuvo una influencia pedagógica menos considerable que el episcopado. Se sabe, en efecto, cómo desde los primeros siglos del cristianismo la doctrina de la renuncia hizo nacer la institución monacal. La mejor manera de escapar a la corrupción del siglo, ¿no era salir de él por completo? Así, desde los siglos III y IV vemos multiplicarse desde el Oriente hasta la Galia comunidades de hombres y de mujeres. Las invasiones, las conmociones de todo tipo, cualesquiera que fueran sus consecuencias, aceleraron el movimiento. Parecía que el mundo se iba a acabar: orbis ruit, el mundo se viene abajo por todas partes, y las multitudes se salvaban en los lugares desiertos. Pero el monacato cristiano se distinguió, desde el principio, del monacato hindú, por ejemplo, en que nunca fue puramente contemplativo. Es que el cristiano debe velar no sólo por su salvación personal, sino por la salvación de la humanidad. Su papel es preparar el reino de la verdad, el reino de Cristo, no solamente en su conciencia, sino en el mundo. La verdad que posee, no debe guardarla piadosa o celosamente para él solo, sino extenderla activamente a su alrededor. Debe abrir a la luz los ojos que no la ven, debe llevar la palabra de vida a los que no la conocen o no la han entendido, debe reclutar para Cristo nuevos soldados. Para ello, es indispensable que no se encierre en un aislamiento egoísta; es preciso que, aunque huya del mundo, permanezca en contacto con él. Por eso, los monjes no fueron simples solitarios medita- bundos, sino activos propagadores de la fe, predicadores, conversores, misioneros. Y por eso, al lado de la mayoría de los monasterios, se elevó una escuela donde no sólo los candidatos a la vida monacal, sino los niños de todas las condiciones y de todas las vocaciones iban a recibir una instrucción a la vez religiosa y profana. Escuelas catedrales, escuelas claustrales, este es el tipo bastante humilde y bastante modesto de donde surgió todo nuestro sistema de enseñanza. Escuelas primarias, universidades, colegios, todo procede de ahí; y por eso es preciso partir de ahí. Y también porque nuestra organización escolar con toda su complejidad se derivó de esta célula primitiva, ésta es la que nos explica y la única que puede explicarnos ciertas características esenciales que ha presentado a lo largo de su historia y que ha conservado hasta nuestros días. En primer lugar, ahora se puede entender por qué la enseñanza ha permanecido durante tanto tiempo, aquí y además en todos los pueblos de Europa, como cosa de Iglesia y como un anexo de la religión; por qué, incluso después del momento en que los maestros dejaron de ser sacerdotes, sin embargo, conservaron aún y durante mucho tiempo algo de la fisonomía sacerdotal e incluso de las obligaciones sacerdotales (principalmente la obligación del celibato). Cuando observamos, en una época un poco más avanzada, esta absorción de la enseñanza por la Iglesia, podríamos estar tentados a ver en ello el resultado de una sabia política; podríamos creer que la Iglesia se apoderó de las escuelas para obstaculizar toda cultura cuya naturaleza pudiera estorbar a la fe. De hecho, esta dependencia procede simplemente de que las escuelas comenzaron siendo obra de la Iglesia: la Iglesia las trajo a la existencia, y así se encontraron, desde su nacimiento, desde su concepción por así decirlo, marcadas por su carácter eclesiástico del que tantas dificultades tuvieron para despojarse después. Y si la Iglesia jugó ese papel, fue porque únicamente ella podía desempeñarlo. Unicamente ella podía servir de maestra a los pueblos bárbaros e iniciarlos en la única cultura que existía entonces; me refiero a la cultura clásica. Porque como ella contenía a la vez a ~a sociedad romana y a las sociedades germánicas, como tenía en cierto modo dos caras y dos aspectos, como, aunque conservaba puntos de contacto con el pasado, estaba sin embargo, orientada hacia el futuro, podía, y sólo ella podía, servir de punto de unión entre esos dos mundos tan dispares. Pero, hemos visto que, al mismo tiempo, este embrión de enseñanza contenía en sí una especie de contradicción. Estaba formado por dos elementos que, sin duda, se llamaban en un sentido y se completaban, pero, a la vez, se excluían mutuamente. Estaba, por una parte, el elemento religioso, la doctrina cristiana; por otra, la civilización antigua y todos los préstamos que la Iglesia fue obligada a tomar de ella, es decir, el elemento profano. Para defenderse y extenderse, la Iglesia, como hemos visto, estaba obligada a apoyarse en una cultura, y esta cultura sólo podía ser pagana, puesto que no había otra. Pero las ideas que se desprendían de ella contrastaban evidentemente con las que estaban a la base del cristianismo. Entre unas y otras estaba todo el abismo que separa lo sagrado de lo profano, lo laico de lo religioso. Y así se explica un hecho que domina todo nuestro desarrollo escolar y pedagógico: si la escuela comenzó siendo esencialmente religiosa, por otro lado, desde que se constituyó, se le vio tender por si misma a tomar un carácter cada vez más laico. Porque desde el momento en que apareció en la historia, llevaba en ella un principio de laicismo. Este principio no lo recibe de fuera, no se sabe cómo, a lo largo de su evolución; le era congénito. De débil y rudimentario, como era al principio, se agrandó y se desarrolló; del segundo plano, pasó poco a poco al primero, pero existía desde su origen. Desde su origen, la escuela llevaba en ella el germen de esta gran lucha entre lo sagrado y lo profano, lo laico y lo religioso, cuya historia vamos a describir. Pero la organización exterior de esta enseñanza naciente, presenta ya una particularidad esencial que caracteriza a todo el sistema que siguió. En la Antigüedad, el alumno recibía su instrucción de maestros diferentes unos de otros y sin ningún vínculo entre ellos. Iba a casa del gramático o del literato para aprender gramática, a casa del citarista para aprender música, a casa del retórico para aprender retórica, etc. Todas estas enseñanzas diversas se reunían en él, pero se ignoraban mutuamente. Era un mosaico de enseñanzas diversas que sólo se relacionaban exteriormente. Hemos visto que esto es muy distinto en las primeras escuelas cristianas. Todas las enseñanzas que estaban allí agrupadas, se daban en un mismo lugar, y en consecuencia, estaban sometidas a una misma influencia, a una misma dirección moral. Era la que emanaba de la doctrina cristiana, era la que formaba las almas.A la dispersión de antes sucedía, pues, una unidad de enseñanza. Pero el contacto entre los alumnos y el maestro era constante; en efecto, esta permanencia de relaciones es lo que caracteriza al convict, esta primera forma de internado. Ahora bien, esta concentración de la enseñanza constituye una innovación capital, que atestigua un cambio profundo sobrevenido en la concepción que se tenía de la naturaleza y del papel de la cultura intelectual. CAPITULO 3 LA IGLESIA PRIMITIVA Y LA ENSEÑANZA (fin> Las escuelas monacales hasta el renacimiento carolingio Hemos visto en la última lección cuál fue el germen del que nuestro actual sistema de enseñanza es sólo el desarrollo. Al lado de las catedrales y en los monasterios se abrieron las escuelas a las que se puede considerar como el primer embrión de nuestra vida escolar. Y como el germen contiene ya, en forma rudimentaria, las propiedades características del ser vivo que debe salir de él, hemos encontrado en este primer germen de nuestra organización pedagógica el origen de ciertas particularidades que distinguen su evolución ulterior. En efecto, puesto que estas escuelas nacieron en la Iglesia, puesto que son obra de la Iglesia, nos explicamos sin dificultad que fueran en origen algo esencialmente religioso, que el espíritu religioso predominara en ellas; pero, por otro lado, porque contenían ya en ellas un elemento profano, a saber, todos los préstamos tomados por la Iglesia a la civilización pagana, se entiende cómo, en cuanto se constituyeron, de algún modo, se les ve esforzarse por desembarazarse de su carácter eclesiástico y volverse cada vez más laicas. Porque el principio de laicismo que estaba en ellas, desde ese momento, tendía a desarrollarse. El presente de este desarrollo es inexplicable si no se tiene en cuenta la necesidad en que se encontró la Iglesia naciente de tomar prestada la materia de su enseñanza del paganismo, es decir, de abrirse a ideas y a sentimientos que contradecían su propia doctrina. Esto no es todo; el análisis de esta primera organización escolar nos va a ayudar a entender uno de los caracteres de nuestra organización presente, al cual incluso no atendemos ordinariamente, de tan habitual como nos ha llegado a ser y que sin embargo merecer atraer nuestra atención. En la Antigüedad, tanto griega como latina, el alumno recibía su instrucción de maestros diferentes unos de otros y sin ninguna relación entre ellos. Cada uno de sus profesores enseñaba en su casa, a su manera, y si estas enseñanzas diversas se reunían en la mente del alumno que las recibía, se daban independientemente unas de otras y se ignoraban recíprocamente. Ningún impulso, ninguna orientación común. Cada uno se dedicaba a su tarea por su lado; uno le enseñaba a leer, otro a manejar su idioma correctamente, otro a hacer música, otro a hablar como hombre elocuente. Pero cada uno de estos fines se perseguía por separado. Ya no ocurre lo mismo desde las primeras escuelas cristianas. La escuela cristiana, desde que aparece, tiene la pretensión de dar al niño la totalidad de la instrucción que conviene a su edad; lo envuelve por completo. Encuentra en ella todo lo que necesita. Incluso no está obligado a abandonarla para satisfacer las demás exigencias materiales; pasa allí toda su existencia; allí come, allí duerme, allí se dedica a sus deberes religiosos. En efecto, esta es la característica del convict, esta primera forma de internado. A la extrema dispersión de antes sucede, pues, una extrema concentración. Y como en esta escuela reina una única y misma influencia, a saber, la influencia de la idea cristiana, el niño se encuentra sometido a esta única influencia en todos los momentos de su vida. Ahora bien, esta novedad en la organización escolar contiene una nueva concepción de la educación y de la enseñanza. En la Antigüedad, la educación intelectual tenía por objeto comunicar al niño una cierta cantidad de talentos determinados, ya considerara a estos talentos como una especie de ornato destinado a realzar el valor estético del individuo, ya se viera en ellos, como era el caso de Roma, instrumentos de acción, útiles, de los que se tiene necesidad para desempeñar un papel en la vida. Tanto en un caso como en otro, se trataba de inculcar al alumno tales hábitos, tales conocimientos. Ahora bien, esos conocimientos definidos, esos hábitos particulares podían, sin ningún inconveniente, adquirirse en casa de maestros separados. No se trataba de actuar sobre la personalidad en lo que' compone su unidad fundamental, sino de revestiría de una especie de armadura exterior cuyas diferentes piezas podían forjarse independientemente unas de otras, de modo que cada obrero pudiera colocarlas por separado. El cristianismo, por el contrario, enseguida percibió que, bajo este estado particular de la inteligencia y de la sensibilidad, hay en cada uno de nosotros un estado profundo de donde derivan los primeros y donde encuentran su unidad; y que este estado profundo es lo que hay que conseguir si verdaderamente se quiere actuar como educador y ejercer una acción duradera. Percibió que formar un hombre, no es adornar su espíritu con ciertas ideas ni hacerle contraer ciertos hábitos particulares, es crear en él una disposición general del espíritu y de la voluntad que le haga ver las cosas en general bajo una luz determinada. Es fácil entender cómo tuvo el cristianismo esta intuición. Ocurre que, como hemos dicho, para ser cristiano, no basta con haber aprendido esto o aquello, saber discernir ciertos ritos o pronunciar ciertas fórmulas, conocer ciertas creencias tradicionales. El cristianismo consiste esencialmente en una cierta actitud del alma, en un cierto habitus de nuestro ser moral. Suscitar en el niño esta acti- tud, tal será el objetivo esencial de la educación. Esto es lo que explica la aparición de una idea que la Antigüedad ignoró totalmente y que, por el contrario, jugó en el cristianismo un papel considerable: la idea de la conversión. En efecto, una conversión, tal como la entiende el cristia- nismo, no es la adhesión a ciertas concepciones particulares, a ciertos artículos de fe determinados. La verdadera conversión es un movimiento profundo por el cual el alma, toda entera, al girar en una dirección completamente nueva, cambia de posición, de base y modifica, en consecuencia, su punto de vista sobre el mundo. Se trata menos de adquirir una cierta cantidad de verdades cuanto que este movimiento pueda realizarse instantáneamente. Puede suceder que, sacudida hasta sus cimientos por un golpe repentino y fuerte, el alma efectúe ese movimiento de conversión, es decir, cambie su orientación bruscamente y de golpe. Esto es lo que pasa cuando, para emplear la terminología consagrada, es súbitamente tocada por la gracia. Entonces, por una especie de giro brusco, en un abrir y cerrar de ojos, se encontrará frente a perspectivas comple- tamente nuevas; se revelan ante ella realidades insospechadas, mundos ignorados; ve, sabe cosas que un instante antes ignoraba por completo. Pero este mismo desplazamiento puede producirse lentamente, bajo una presión gradual e insensible; y esto es lo que pasa por efecto de la educación. Unicamente es necesario, para poder actuar con tal fuerza sobre las profundidades del alma, evidentemente, que las diferentes influencias a las que está sometido el niño no se dispersen en sentidos divergentes, sino que estén, por el contrario, enérgicamente concentradas hacia un mismo objetivo. Sólo se puede llegar a este resultado haciendo vivir a los niños en un mismo medio moral, que esté siempre presente ante ellos, que les envuelva por todas partes, a cuya acción no puedan, por así decirlo, escapar. Así se explica la concentración de todas las ense- ñanzas, e incluso de toda la vida del niño, desdela escuela tal como el cristianismo la organizó. Ahora bien, aún hoy, no entendemos la educación intelectual de otro modo. Para nosotros, también, tiene por principal objeto no dar al niño conocimientos más o menos numerosos, sino constituir en él un estado interior y profundo, una especie de polaridad del alma que le oriente en un sentido definido no solamente durante la infancia, sino para la vida. Esto no es, indudablemente, para hacer de él un cristiano, puesto que hemos renunciado a perseguir fines confesionales, sino para hacer de él un hombre. Porque, del mismo modo que para ser cristiano hay que adquirir una forma cristiana de pensar y de sentir, del mismo modo también, para convertirse en un hombre, no basta con tener la inteligencia llena de una cierta cantidad de ideas, sino que hay ante todo que haber adquirido una forma verdaderamente humana de sentir y de pensar. Nuestra concepción del objetivo se ha secularizado; por consiguiente los medios empleados deben cambiar en sí mismos; pero el esquema abstracto del proceso educativo no ha variado. Se trata siempre de descender a esas profundidades del alma de las cuales la Antigüedad no tenía conciencia. Así se explica nuestra concepción presente de la Escuela. Porque, para nosotros, la Escuela no debe ser una especie de hospedería donde maestros diferentes, extraños unos a otros irían a dar enseñanzas heterogéneas a alumnos pasajeramente reunidos y sin vínculos entre ellos. Para nosotros también, la Escuela, en todos los grados, debe ser un medio moralmente unido, que envuelva de cerca al niño y que actúe sobre su naturaleza entera. La comparamos con una sociedad, hablamos de la sociedad escolar y es, en efecto, un grupo social que tiene su unidad, su fisonomía propia, su organización, exactamente igual que la sociedad de los adultos. Esto supone evidentemente que no está simplemente constituida, como en la Antigüedad, por una asamblea de alumnos reunidos exteriormente en un mismo local. Esta noción de la Escuela, como un medio moral organizado, ha llegado a ser tan habitual para nosotros que creernos que ha existido desde siempre. Vemos, por el contrario, que es de origen relativamente tardío, que sólo apareció y sólo podía aparecer en un momento determinado de ~a historia, que es solidaria con un estado determinado de la civilización, y vemos cuál es este estado. Sólo podía nacer cuando se formaron pueblos para quienes el verdadero sello de la cultura humana consiste no en la adquisición de ciertas prácticas o hábitos mentales determinados, sino en una orientación general del espíritu y de la voluntad; es decir, cuando los pueblos llegaron a un grado suficiente de idealismo. Desde entonces, la educación tuvo necesariamente por objeto dar al niño el impulso necesario en el sentido que convenía, y era preciso que estuviera organizada de manera que pudiera producir el efecto profundo y duradero que se esperaba de ella. Esta observación genera otra, como corolario. Cuando se llama Edad Media al período histórico que transcurrió entre la caída del Imperio romano y el Renacimiento, se le concibe evidentemente como una época intermedia, cuyo papel habría sido únicamente el de servir de punto de unión entre la Antigüedad y los tiempos modernos, entre el momento en que se extinguió la civilización antigua y aquel en que se despertó para recomenzar una carrera nueva. Parece que no haya tenido otra función histórica más que estar ahí, ocupar la escena durante una especie de entreacto. Pero nada es más inexacto que esta concepción de la Edad Media y nada, por consiguiente, es más impropio que la palabra por la cual se designa a esta época. Muy lejos de haber sido un simple período de transición, sin originalidad, entre dos civilizaciones originales y brillantes, es por el contrario el período en el que se elaboraron los gérmenes fecundos de una civilización completamente nueva. Y esto es lo que nos muestra principalmente la historia de la enseñanza y de la pedagogía. La Escuela, t~ como la encontramos al principio de la Edad Media constituye, en efecto, una gran e importante novedad; se distingue por rasgos separados de todo lo que los antiguos llamaban por el mismo nombre. Sin duda, ya lo hemos dicho, toma prestado de la civilización pagana la materia de enseñanza que allí se daba; pero esta materia se elaboró de un modo completamente nuevo, y de esta elaboración resultó algo completamente nuevo. Es lo que acabo de mostrar. Pero se puede decir que fue en este momento cuando la Escuela, en el sentido propio del término, apareció. Porque una escuela no es solamente un local donde enseña un maestro; es un ser moral, un medio moral, impregnado de ciertas ideas, de ciertos sentimientos, un medio que envuelve al maestro tanto como a los alumnos. Ahora bien, la Antigüedad no conoció nada parecido. Tuvo maestros, pero no tuvo verdaderas Escuelas. La Edad Media fue, pues, en pedagogía, innovadora. Veremos más tarde el alcance de esta observación. Pero, ahora que hemos caracterizado la naciente Escuela cristiana de forma general, hemos de tratar de describir su historia en nuestro país. Después de la ocupación romana, la Galia se abrió a las letras latinas. Esta transformación, a decir verdad, no se produjo en seguida, inmediatamente después de la ocupación. La Galia aprendió primero de sus vencedores a transformar su suelo y el aspecto material de sus ciudades; construyó, roturó, se enriqueció. Pero en el siglo IV estaba madura para recibir una cultura intelectual y se la dio. Los municipios atrajeron profesores, se fundaron escuelas de entre las cuales hubo muchas que brillaron con un resplandor excepcional: tal es el caso de la escuela de Marsella, de la de Burdeos, de la de Autun, de la de Treves, etc. Muchos obispos cristianos de las Galias se formaron en estas escuelas, allí aprendieron a amar la literatura antigua y, por consiguiente, se esforzaron por conciliar el culto de las bellas letras con las exigencias de la fe nueva. Este resplandor sobrevivió incluso a las primeras invasiones de los bárbaros. Algunos de ellos, como los godos y los borgoñones, ya cristianos por otro lado, envidiaron muy pronto a los galos la cortesía de sus hábitos y se hicieron iniciar en las letras, en las ciencias y en las artes. Se vio a Teodorico estudiar retórica y derecho romano en Totíbuse; a Gondebaud, rey de los borgoñones, aprender griego y llamar a su lado a sabios romanos a los que confiaba los más altos empleos. Sin duda, hubo un primer momento de desorden y desconcierto; pero muy pronto se volvieron a ver abrir las escuelas y la vida volvió a su curso. Pero no ocurrió lo mismo cuando los francos, a su vez, atravesaron el Rin y se extendieron por la Galia. Pasaron como un verdadero torrente furioso, por encima de todas las poblaciones que se habían establecido sucesivamente en el país, romanos, galos, godos y borgoñones, no dejando tras ellos más que ruinas. Sería difícil, dicen los autores de la Historia literaria de Francia, detallar todas las malas consecuencias que dejó tras de si el talante feroz de estos nuevos habitantes de las Galias. Si ignoramos los pormenores de todas estas devastaciones, es porque esos tiempos sombríos no tuvieron historia. Ya no se escribía porque ya no se sabía escribir. Vae diebus nostris, exclama Gregorio de Tours, quia penit studium litterarum a nobis. Ay de nosotros, porque el gusto por las letras ha desaparecido de en medio de nosotros. Y, en efecto, este mismo Gregorio de Tours, que sin. embargo, estaba considerado en su tiempo como un erudito y un gran orador, nos confiesa él mismo que no tiene ningún conocimiento de las letras, nullam litterarum scientim. Nunca aprendió ni la retórica ni la gramática: Sum sine litteris rhetoricis et arte grammatica No podemos imaginar con qué rapidez
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