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0809martin

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Erste europäische Internetzeitschrift für Rechtsgeschichte 
http://www.forhistiur.de/ 
 
 
 
Herausgegeben von: 
 
Prof. Dr. Rainer Schröder (Berlin) 
Prof. Dr. Hans-Peter Haferkamp (Köln) 
Prof. Dr. Christoph Paulus (Berlin) 
Prof. Dr. Albrecht Cordes (Frankfurt a. M.) 
Prof. Dr. Mathias Schmoeckel (Bonn) 
Prof. Dr. Andreas Thier (Zürich) 
Prof. Dr. Franck Roumy (Paris) 
Prof. Dr. Juan Sainz Guerra (Jaén) 
Prof. Dr. Emanuele Conte (Rom) 
Prof. Dr. Massimo Meccarelli (Macerata) 
Prof. Dr. Michele Luminati (Luzern) 
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Prof. Dr. Stefano Solimano (Piacenza) 
Prof. Dr. Martin Josef Schermaier (Bonn) 
Prof. Dr. Hans-Georg Hermann (München) 
Prof. Dr. Thomas Duve (Buenos Aires) 
Prof. Dr. Manuel Martínez Neira (Madrid) 
Prof. Dr. D. Fernando Martínez Pérez (Madrid) 
 
 
 
 
Rezension vom 04. September 2008 
© 2008 fhi 
Erstveröffentlichung 
 
Zitiervorschlag: 
http://www.forhistiur.de/zitat/0809martin.htm 
 
ISSN 1860-5605 
 
Marta Lorente Sariñena (coord.), 
 
De justicia de jueces a justicia de leyes: 
hacia la España de 1870. 
Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 2007, 460 pp. 
 
Rezensiert von Sebastián Martín (Huelva) 
 
Refrescante contrapunto historiográfico en una colección eminentemente 
dogmática, la monografía que reseñamos suma el sexto de los volúmenes integrados 
en la anualidad de 2006 de la revista Cuadernos de Derecho Judicial, publicación 
de la Escuela de jueces adscrita al órgano de gobierno de nuestra magistratura. Su 
enclave ya nos indica la procedencia de los capítulos en ella recogidos: unos cursos 
dictados por sus autores para la formación de jueces en esa misma Escuela. Según 
veremos, no nos encontramos simplemente ante las transcripciones de las citadas 
lecciones, aunque la instancia editora y la misma presentación nos señalan que sus 
destinatarios fueron, y son ahora, «los encargados de hacer justicia en general». Se 
nos hace saber que hubo además, en tal momento originario de transmisión oral, un 
estimulante turno final de debate no registrado entonces y, por tanto, no incluido 
entre las páginas que nos ocupan. Cabría especular con la posibilidad de que tal 
intercambio de pareceres nos hubiese transmitido el desconcierto, la perplejidad o la 
indiferencia de quienes, instruidos y disciplinados en el principio de legalidad y en 
la independencia judicial como categorías desprovistas de historicidad desde su 
formulación constitucional1, han conocido su complejo, desmitificador y esquivo 
proceso de emergencia e implantación en la genealogía judicial hispana, pues de eso 
mismo trata el texto que pasamos a examinar. 
1 
Es resultado de un proyecto de investigación sobre Historia cultural e institucional 
del constitucionalismo español (HICOES) y expresión del trabajo conjunto del 
grupo de historiadores del derecho que lo componen. Tales pormenores no son 
gratuitos. El ámbito de indagación del que HICOES, en sus sucesivas ediciones, se 
2 
 
1 O al menos carentes de introducción y encuadre historiográficos en el temario de oposición 
memorizado por los aspirantes a judicatura (y fiscalía) disponible, el último de ellos, en el 
Boletín Oficial del pasado dieciocho de marzo, con la mera concesión de un apartado, en el 
primero de los temas, sobre «El constitucionalismo en España: Precedentes históricos». 
viene ocupando, a saber, el de las relaciones y compenetraciones entre los órdenes 
jurisdiccional y constitucional en España y América entre los siglos XVIII y XIX 2, nos 
suministra su escenario temático general. Por otra parte, contemplamos en él la 
confluencia sistematizada de las parcelas particulares de estudio cultivadas por cada 
uno de sus miembros. Todas las contribuciones, o bien traen causa de análisis más 
exhaustivos y extensos sobre idéntico asunto, o bien anticipan de forma 
quintaesenciada publicaciones inminentes3. Aparte de la relativa falta de novedad 
que ello pueda comportar, tal circunstancia propicia utilidades y condiciona, 
aligerándolo, el formato. 
Ofrece así nuestro volumen un sintético destilado de la aportación global del 
mencionado grupo a la historia de la justicia, hábil compendio que, mediante una 
visión panorámica del problema, nos introduce en sus herramientas conceptuales y 
sus conclusiones científicas más salientes. Invitaciones razonadas a profundizar 
sobre el asunto, las «orientaciones bibliográficas» de cada capítulo, junto a las 
recomendaciones generales, suelen localizar los más profusos escritos originarios, 
evitándonos con ello el habitual acarreo de notas, reservadas ahora en exclusiva 
para la citación de fuentes históricas. Pero si esta monografía plasma un empeño 
científico solidario, no es tan sólo, ni siquiera principalmente, por precipitarse en 
ella trabajos anteriores o de próxima aparición con el fin de componer una 
reconstrucción trabada y coherente de la historia judicial hispana. A diferencia de 
los libros colectivos habituales, formados en su mayoría por participaciones 
singulares yuxtapuestas e incomunicadas, el que aquí examinamos refleja una 
investigación coordinada, fruto ostensible de una -cada vez más infrecuente- 
reflexión compartida. Una de sus señas identificativas, el diálogo interno entre las 
diferentes contribuciones, ya nos lo pone de manifiesto. Personalmente, en este 
debate colectivo que nuestro tomo presupone encuentro una de sus principales 
virtudes, la de plantear resistencia al voraz individualismo que también invade el 
menester científico, labor acaso más fructífera si fuese desempeñada, como sucede 
en este caso, aunando esfuerzos. Objetivamente, a mi juicio, lo más valioso del 
volumen se halla en las consecuencias epistemológicas de este modo de obrar 
conjunto, en los «supuestos historiográficos homogéneos» que su coordinadora nos 
anuncia en la «Presentación» y gracias a los cuales se obtiene una visión coral al 
3 
 
2 Puede consultarse la memoria técnica de la tercera edición, recién comenzada en 2008, sobre 
Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley en España e Hispanoamérica, en 
http://portal.uam.es 
3 Caso, digno de destacar, del capítulo de Mª Paz Alonso, adelanto, según sus palabras (p. 242), 
de su próximo título sobre Juicios y garantías procesales entre Antiguo Régimen y 
constitucionalismo en España, aunque sintetice asimismo extremos ya tratados en El proceso 
penal en Castilla (siglos XIII-XVIII), Salamanca, 1982. 
tiempo que uniforme del tema tratado. 
Pero vayamos por partes. Antes del abordaje sucinto de esta mirada historiográfica 
común, pasemos a la sinopsis de los argumentos que en esta ocasión presenta ante el 
lector. Llama la atención en primer término la división periódica ensayada, 
inferencia ella misma de uno de los supuestos antes aludidos: la máxima adherencia 
al objeto estudiado. En lugar de transferir, siguiendo la costumbre más extendida, 
las etapas canónicas de la historia política al análisis del desenvolvimiento 
específico del aparato judicial, se opta porque sea la morfología concreta de la 
justicia histórica la que se dote a sí misma de su propia cadencia cronológica. El 
dilatado tracto comprendido entre la Baja Edad Media y el término de 1870, año, 
como es sabido, de la promulgación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, 
comprendería así, según esta distribución autónoma, cuatro lapsos bien 
diferenciados entre sí: el primero, de vigencia exclusiva o de preponderancia 
palpable de la «cultura jurisdiccional»; el segundo, de solapamiento, fusión y 
decantación genuina final entre el modelo antiguo y las tempranas, y tímidas, 
prácticas constitucionales; el tercero, coincidente con el reinado de Isabel II, de 
absorción completa de la justicia por parte de la administración; y el cuarto, de 
configuración inicial, pronto «desfigurada» y al poco frustrada,de una justicia más 
propiamente constitucional. Esta parcelación temporal también admite distinciones 
internas, pues en general nos encontramos, para cada uno de dichos períodos, con 
ambientaciones discursivas, políticas o comparadas seguidas de recorridos 
pormenorizados por cada uno de los correspondientes organigramas judiciales. Sin 
embargo, por encima de dichas divisiones, ya de por sí ilustrativas, en nuestra 
síntesis habrán de guiarnos los hilos conductores que a mi entender enhebran cada 
una de las aportaciones. Dichas constantes constituyen campos de tensiones 
íntimamente interrelacionados y reductibles, en última instancia, a los siguientes 
tres pares de conceptos: el más evidente, esbozado desde el mismo título, 
contrapone justicia y legislación, al cual debe adjuntarse el que confronta 
jurisdicción y administración para, por último, coronar con el que opone justicia y 
constitución. Planeando sobre todos ellos, hemos de colocar la dialéctica entre la 
mentalidad y organización del Antiguo Régimen y el tipo moderno del orden 
constitucional. 
4 
Y para fijar en sus aspectos cultural e institucional este primer referente 
denominado «jurisdiccional», al que se remitirá constantemente el grueso del 
trabajo, acuden los capítulos primeros de Alejandro Agüero y Carlos Garriga4. En 
una sagaz y completa reconstrucción de la «estructura conceptual del discurso 
5 
 
4 Agüero, «Cap. 1. Las categorías básicas de la cultura jurisdiccional», pp. 19-58; Garriga, 
«Cap. 2. Justicia animada: dispositivos de la justicia en la Monarquía católica», pp. 59-104. 
jurisdiccional», cuya consigna teórica procedente de la antropología proclama el 
«reconocimiento» de la alteridad5, Agüero caracteriza la cultura jurídica clásica por 
basarse en la idea de un «orden trascendente» de proveniencia divina, composición 
plural y contenido tradicional, con severa jerarquización interna y subsiguiente 
«primacía de la comunidad sobre los individuos», indisponible por la voluntad 
humana y recreado teóricamente en términos religiosos y organicistas. La función 
que en este marco semántico corresponde al poder público es de naturaleza 
primordialmente declarativa, cual concreción normativa de aquel orden primigenio, 
ya en esencia jurídico. La sujeción que de ello deriva no puede sin más desdeñarse, 
pues de ella depende la legitimidad misma de la actuación política, entendida así en 
términos exclusivos de Iurisdictio, como actualización local de un orden objetivo 
precedente que comunica moralidad a las decisiones institucionales que lo 
corporeizan. En lo que atañe a la actividad judicial, junto a la superioridad de la 
costumbre entre las fuentes y la centralidad de la interpretación, las dos 
consecuencias principales de esta cosmovisión pluralista, a las cuales se vincula la 
justicia de las decisiones, son el carácter sustantivo del proceso y la importancia 
capital de los atributos morales del magistrado. Por último, y como vaciamiento del 
imperio jurisdiccional, despieza Agüero el orden doméstico, espacio de sumisión 
superpoblado regido por la voluntad, religiosa y económicamente disciplinada, del 
padre de familia y proveedor, en su dimensión más pública, de argumentos y 
justificaciones a la «exaltación absolutista», dada la representación del monarca 
como el «supremo padre de familia» de todo el reino. Con un eficaz arranque, 
Garriga por su parte explora con detalle, ciñéndose al ejemplo castellano, la 
materialización institucional del paradigma jurisdiccional, de este mundo tradicional 
«que cambiaba permaneciendo». Interrogándose, y realizando una perspicaz lectura, 
acerca del «proceso» de «encumbramiento de la jurisdicción real sobre las 
restantes», el autor propone como gozne que desdoble el «pluralista», interiormente 
homogéneo e históricamente constituido aparato de justicia la concurrencia, o no, de 
nombramiento regio en el oficio de juez. Junto a la descripción minuciosa de la 
compleja y «conflictual» organización de la magistratura, perfila finalmente, tanto 
en positivo como en negativo, la esencial figura del iudex perfectus -modelo 
regulado por el católico «temor de Dios», fundamentado, «no en la ciencia», sino en 
la esfera interna de la «conciencia» del juez y distinguido por el «secreto» de sus 
 
5 Por creer que pueda iluminar esta consigna, evoco aquí la «transición paradigmática» 
propuesta por Boaventura Sousa Santos del moderno «conocimiento-regulación» al 
posmoderno «conocimiento-emancipación», en el cual «la ignorancia es el colonialismo y el 
colonialismo es la concepción del otro como objeto, es decir, el no reconocimiento del otro 
como sujeto», en A crítica da razão indolente. Contra o desperdício da experiência, Porto, 
2002, p. 29. Puede continuarse esta ilustración teórica con Emmanuel Levinas, Entre 
nosotros: ensayos para pensar en otro, Valencia, Pre-textos, 1993, y Totalidad e Infinito: 
ensayo sobre la exterioridad, Madrid, Sígueme, 2002. 
actuaciones- y el cuadro de garantías procesales -recusación, apelación y, sobre 
todo, responsabilidad personal y patrimonial-, extremos de los que la cultura antigua 
predicaba la rectitud de las resoluciones judiciales y en el interior de los cuales debe 
situarse hoy la comprensión historiográfica cabal de las «leyes reales». En suma, el 
cuadro resultante nos depara una justicia sin legislación que tase competencias ni 
predetermine sentencias, acompañada en el siglo XVIII por una paralela 
«administrativización de la Monarquía» que no socava sus cimientos y sujeta a una 
muy particular constitución, la que instituye aquel orden religioso y tradicional 
desplegado y «animado» por la función jurisdiccional. 
Contra el criterio al parecer dominante, es axioma fundamental para nuestra 
monografía la persistencia casi incólume del modelo descrito hasta el umbral mismo 
de la génesis constitucional6. A estos albores van dedicados los capítulos siguientes, 
inspirados en la premisa según la cual el nuevo sistema se alza forzosamente sobre 
las «ruinas del viejo edificio»7, se limita, por constricciones materiales, «al arreglo 
de lo existente»8. Con una narración sobre las recolocaciones del triángulo 
Monarquía-Nación-Constitución en estos comienzos constitucionales, nos pone en 
perspectiva José Mª Portillo, quien ahonda además en una de las constantes de este 
trabajo: la atención a la dimensión americana de la experiencia cultural e 
institucional analizada9. Con tonalidad algo discrepante, Mª Paz Alonso también 
introduce sugerencias preliminares de interés, que vienen en cierto modo a quebrar 
la compacidad de la justicia premoderna antes diseñada al dar entrada y peso 
específico a las fundadas acusaciones liberales e ilustradas contra unos oficiales que 
reputaban arbitrarios, recriminaciones que desde el siglo XVIII hasta Cádiz pondrían 
en movimiento una transformación histórica del proceso consistente, no tanto en un 
desecho de leyes medievales estimadas suficientes, cuanto en una sustitución de 
magistrados considerados incompetentes10. Descienden después al detalle 
organizativo, sin abandono de principios e indicaciones culturales y gnoseológicas, 
Carmen Muñoz11, Fernando Martínez12 y la misma Alonso. 
6 
 
6 «Estaba en marcha un proceso de estatalización de los jueces, pero nada apuntaba a la 
legalización de la justicia», afirma Garriga, ob. cit., sobre el «reformismo borbónico», p. 
101. Es inevitable aquí la cita de Luca Mannori y Bernardo Sordi, Storia del diritto 
amministrativo, Roma-Bari, 2001. 
7 Agüero, op. cit., 23. 
8 En expresión de Mª Paz Alonso, recogida en el texto del que enseguida damos cuenta (p. 211). 
9 José Mª Portillo, «Crisis de la Monarquía y necesidad de la Constitución», pp. 107-134. 
10Mª Paz Alonso, «Las reglas del juego: herencia procesaly constitucionalismo», pp. 209-242, 
especialmente pp. 224 ss. 
11Carmen Muñoz de Bustillo, «La fallida recepción en España de la justicia napoleónica (1808-
1812)», pp. 135-168. 
12Fernando Martínez Pérez, «La constitucionalización de la justicia (1810-1823)», pp. 169-207. 
En su texto, ejemplo de claridad y síntesis no reñida con minuciosidad, Muñoz de 
Bustillo nos relata la (escasa) suerte en el solar hispano de las reformas judiciales 
francesas, propósitos en los que se entremezclan provisionalidad, realismo político y 
extemporaneidad. Condicionada por determinaciones político-militares y por lo 
efectivamente instaurado y operativo en España, la renovación josefina del aparato 
de justicia resultó ser una amalgama de prácticas pasadas y tentativas modernas. La 
lectura que de ella hace la autora nos coloca ya ante dos factores de constante 
aparición en los capítulos ulteriores: el peso insorteable del pasado jurisdiccional, 
encarnado en este caso particular en la continuidad del personal y del «estilo» del 
Consejo Real, y la preceptiva adhesión política de los magistrados, concretada ahora 
en las depuraciones «a través de cese» promovidas por el gobierno. En efecto, estos 
elementos serán también los ejes centrales de la contribución de Fernando Martínez, 
provista además de una prelusión metodológica de imprescindible consulta para 
quienes apetezcan ponerse al tanto de los presupuestos teóricos movilizados en 
nuestro libro. Con la bien construida premisa según la cual, a falta de Estado al que 
imputar las resoluciones judiciales, continúa siendo la persona del juez el epicentro 
de la justicia, el autor distingue su versión doceañista por la persistencia de un 
legado jurisdiccional sostenido por dos claves básicas: por un lado, la permanencia 
de «una concepción patrimonial del oficio», y por otro, la relevancia tanto de «los 
trámites procesales» como de las «‘calidades’ externamente apreciadas» del 
juzgador, punto, este último, que, además de agregar a las virtudes morales del 
iudex perfectus la variable afección política del primer juez constitucional, sustenta 
el expediente definitorio de este intervalo histórico: la responsabilidad del 
magistrado en cuanto empleado público. Por último, y ejerciendo nuevamente de 
relativo contrapeso, Mª Paz Alonso subraya el alcance de algunas reformas penales 
humanitarias registradas en la Constitución de Cádiz y los variados intentos de 
enmendar «las dilaciones procesales», mal endémico del tipo judicial anterior. 
7 
Como balance final obtenemos, por lo tanto, una justicia que opera todavía sin 
motivar sentencias y, sobre todo, sin «canon normativo» de referencia, aunque ya 
aparezca vinculada a disposiciones constitucionales expresas y se oigan voces que 
derivan garantías y responsabilidades de la fijeza y claridad de las leyes (Alonso, p. 
237); una justicia sin segregar de la administración -como demuestran los alcaldes 
con facultades gubernativas-, que puede por vía ordinaria fiscalizar sus actuaciones 
y potencialmente sometida a ella al equipararse el magistrado al funcionario y 
depender del ministerio correspondiente el esclarecimiento de responsabilidades de 
frecuente cariz político; una justicia, en fin, que deja parcialmente de estar 
suspendida sobre la constitución encantada del Antiguo Régimen para penetrarse, 
sólo en una proporción mínima, del moderno constitucionalismo de salvaguardia de 
los derechos individuales y organización y limitación explícita del poder público, 
8 
pues lo que en realidad se acumula (y quiebra) a la compartida axiología anterior es 
la moderna controversia entre programas e intereses políticos, cuya resonancia a 
nuestros efectos es la transmutación del juez perfecto en el juez afecto (a los 
sucesivos regímenes). 
El posterior tríptico de contribuciones forma, a mi entender, el nudo de nuestra 
historia, por examinarse en él una tipología de justicia desembarazada ya de la 
herencia jurisdiccional y triunfante a la postre en nuestro escasamente constitucional 
siglo XIX 13. Atendiendo desde el universo de los principios hasta el campo más 
inabarcable de las prácticas procesales, esta serie comienza con un capítulo de 
Marta Lorente que de nuevo incorpora apartado metodológico enjundioso y no 
menos decisivo. Tras abocetar los rasgos fundamentales de la justicia bajo el 
reinado de Fernando VII, materia sobre la cual se ensayarán las nuevas reformas, 
Lorente encara el montaje extraparlamentario e «infralegal» de la «justicia 
moderada». La contrafigura para el contraste la procura el paradigma democrático 
de estirpe jacobina; de la comparación entre estos parámetros y la realidad hispana 
se desprende el imperceptible calado entre nosotros de la noción moderna de ley 
como «norma general, cierta y accesible» o, en sentido contrario, la extendida 
vigencia de una mentalidad tradicionalista que atribuye validez a disposiciones 
remotas. Esta formidable acumulación normativa, ni siquiera aliviada por las 
técnicas de publicidad al uso, hacía de la indeterminación el signo característico del 
ordenamiento isabelino, también complejo e internamente conflictivo en lo que 
respecta a la pluralidad de jurisdicciones y la persistencia práctica de la «confusión 
entre gubernativo/contencioso». Por su parte, encuadrando sus valoraciones en las 
líneas trazadas por Lorente, y teniendo asimismo al sistema legalista francés como 
punto implícito de referencia, Mª Julia Solla, con un cuidado y encomiable acopio 
de fuentes, indaga en algunos aspectos concretos de la justicia isabelina, como la 
motivación de las sentencias, la ubicación de la justicia, el estatuto del juez y su 
responsabilidad e inmovilidad. Si el orden normativo del momento era incierto e 
indeterminado, ¿qué otra función podía desempeñar el deber de motivar que «el 
control administrativo de los fallos»?, ¿qué otra dimensión podía tener la 
responsabilidad que un «control sobre la persona del juez»? Dada la prescriptiva 
adhesión a la ideología y moralidad dominantes, ¿qué destino aguardaba en el 
reclutamiento del personal a las aptitudes técnicas sino el de ser oscurecidas por las 
viejas, y constantemente actualizadas, «calidades» morales del magistrado? Ya que 
no podía ser entonces garantía de independencia política, ¿qué sentido podía tener la 
9 
 
13Me refiero a los siguientes capítulos: Marta Lorente, «Justicia desconstitucionalizada. España, 
1834-1868», pp. 245-287; Mª Julia Solla, «Justicia bajo Administración (1834-1868), pp. 
279-324; Jesús Vallejo, «Justicia en casos. Garantía, código y prueba en el procedimiento 
penal decimonónico», pp. 325-360. 
inamovilidad sino el de preservar al modo antiguo la estabilidad en el oficio? Con 
su habitual destreza y pulcritud estilística y una destacable, rara y exquisita 
deferencia por las miniaturas históricas, Vallejo culmina con un modélico ejemplo 
de case history, y así lo califico porque trasciende la anécdota para elevarse al plano 
categorial donde interactúan las normas, las garantías, el gobierno, las audiencias, la 
prensa, los textos de causas célebres y los juristas. Con el truculento y 
representativo episodio de historia criminal narrado, estamos en realidad ante la 
corroboración empírica de lo consignado en los dos capítulos anteriores, ante la 
recreación microhistórica de una «opinión pública» impermeable a los principios 
constitucionales, de unos aparatos judiciales que, espoleados por la dirigencia, 
funcionaban con celeridad carente de garantías, de obras facturadas por juristas 
abarrotadas de prejuicios deletéreos, de fiscales y magistrados que empujaban al 
garrote con la apoyatura de normas medievales expresamente derogadas. 
Vista la imposibilidad de articular en la praxis el principio de legalidad, la imagen 
ahora resultante vuelve a problematizar la sumisión del juez a la legislación. La 
piedraangular de todo el sistema es ya la administración, que por una parte, 
mediante el trámite de la autorización previa para encausar a sus empleados, se 
sustrae por completo de la fiscalización judicial, y por otra, somete a la justicia a 
través de su configuración reglamentaria, su funcionarización y su distribución 
territorial. Y es tan sólo aquí, en esta subordinación al gobierno, donde cabe 
contemplar la residual relación entre justicia y constitución, ya que ésta, en su 
acepción moderada, ni designa protección de derechos ni habilita, limitándolo, al 
poder, sino que pone a disposición de éste la determinación normativa de aquéllos 
para mejor garantía de un orden público, trasunto ideológico de las pulsiones de los 
sectores socialmente dominantes. 
10 
Se cierra la monografía con dos contribuciones dedicadas al momento en que el 
binomio antedicho de justicia y constitución parece cobrar cierta sustantividad. Con 
su ejercicio de «historia integral» y comparada de la justicia, Bartolomé Clavero14 
nos introduce en las posibilidades genéricamente disponibles a fecha de 1868. 
Compartiendo comienzos «ciudadanos» -uno por concebir la justicia como 
«garantía de derechos frente a los poderes todos» y por fundamentarse en la 
institución igualitaria del jurado, y otro por ser la justicia de carácter electivo, 
comprender arbitraje y conciliación y basarse en leyes democráticas-, los modelos 
estadounidense y francés llegan bien mudados al instante en el que España intenta 
reconstituirse a sí misma sobre bases constitucionales. En el segundo caso, 
«reinventada» la universidad, codificado el derecho y suprimida la representatividad 
11 
 
14«Justicia en España entre historia y constitución, historias y constituciones», pp. 397-428. 
de las leyes, la justicia se convierte en «función del Estado» y deja principalmente 
de proteger derechos. En el primero, situado en una segunda fase posterior a la 
Decimocuarta Enmienda y anterior a su perverso uso por la Corte Suprema, la 
justicia sí se compromete con la defensa de las libertades y sirve entonces de 
ejemplo para «un constitucionalismo de derechos antes que de poderes» como a 
priori lo era el de la Carta de 1869. A su elaboración y desarrollo legislativo y 
reglamentario en lo que concierne a la justicia atiende Carmen Serván en su texto15, 
donde puede observarse cierta atemperación del rigor crítico de los juicios 
formulados sobre el particular en su tesis doctoral16. En los variados terrenos que la 
autora recorre, el diagnóstico sobre el estatuto de los derechos individuales es 
homogéneo: a un inicio «prometedor», por cuanto los declara naturales e 
indisponibles, sigue una plasmación constitucional más tibia, dilatoria y polisémica 
que finalmente, en leyes orgánicas y disposiciones menores, se concreta en un 
vaciamiento a favor de la potestad estatal (y aun de la doméstica de los padres de 
familia, como sucede en la institución del jurado). Y todo ello repercute en la 
justicia, que pasa de custodio supremo de los derechos en la esperanzadora fase 
constituyente, a tercer poder sometido todavía a la vigilancia gubernamental de la 
conformidad política, desplazado a nivel capilar por los arrestos gubernativos y 
sustituido incluso por la jurisdicción militar en el sangrante caso de las previsiones 
de excepcionalidad. Por último, con sugestiva reflexión final de actualidad, y 
respondiendo al significativo interrogante de si «¿puede la justicia garantizar 
derechos frente a ley?», Clavero confirma en lo sustancial este parecer sobre la 
génesis constitucional de nuestra organización judicial, caracterizada entonces por 
la intromisión de la legislación en el diálogo, así mediatizado y estatalizado, entre 
justicia y constitución. 
Antes de comenzar con esta síntesis ya concluida decíamos que una estrategia 
cognitiva común recorre casi todas las contribuciones. En ella, repito, se concentra 
la utilidad teórica, que es mucha y profunda, de la presente obra. Ante todo debe 
subrayarse su carga polémica, el hecho de que marca desde hace años17, y a día de 
12 
 
15«Configuraciones y desfiguraciones de la justicia bajo el constitucionalismo de 1869», pp. 
363-395. 
16Carmen Serván, Laboratorio constitucional en España: El individuo y el ordenamiento, 1868-
1873, Madrid, 2005. 
17Baste para comprobarlo con la consulta de Marta Lorente, «Reglamento provisional y 
administración de justicia (1833-1838)», en Johannes-Michael Scholz (ed.), El tercer poder. 
Hacia una comprensión histórica de la justicia contemporánea en España, Frankfurt am 
Main, 1992, pp. 215-295; y Marta Lorente, Carlos Garriga, «El juez y la ley: la motivación 
de las sentencias (Castilla, 1489-España, 1855), Anuario de la Facultad de Derecho de la 
Universidad Autónoma de Madrid (La vinculación del juez a la ley) 1 (1997), pp. 97-142, 
integrado ahora en Id., Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional (Epílogo de Bartolomé 
Clavero), Madrid, 2007, pp. 261-312. 
hoy, «el estado de la cuestión» sobre el asunto de la historia judicial (y 
constitucional) hispana18. No basta, en cambio, con señalar que estamos ante una 
alternativa meditada a la consueta y anacrónica historia normativa, que con 
positivismo acrítico busca en las disposiciones pasadas la realización paulatina de 
los principios liberales de organización de la justicia. La dialéctica de convicciones 
supone además la inclusión en negativo de la opción criticada. En los textos 
académicos no sólo sedimenta la razón analítica sino que también cristalizan las 
oposiciones, fracturas y compensaciones que escinden, unifican y constituyen el 
campo científico. Y esta determinación polémica del propio punto de vista, con las 
consecuencias que ello pueda arrastrar, resulta perfectamente perceptible en nuestro 
libro. Estamos, pues, ante un cuestionamiento íntegro de la historiografía 
convencional de la justicia, ante una enmienda a la totalidad de sus pautas 
discursivas19: en lugar de identificarse norma y realidad, se dilucida la imbricada 
relación entre normatividad y facticidad; en vez de presuponerse categorías tales 
como las de Estado, ley o administración, se problematiza su campo semántico y se 
les atribuye sentido en función de su articulación histórica concreta; deja de diluirse 
la fenomenología judicial en las etapas genéricas de la historia política para 
restituirle su autonomía; se prescinde de la cesura en nuestros orígenes 
constitucionales, no porque el absolutismo hubiese ya preparado el terreno a la 
racionalización estatal, según sostiene la visión ortodoxa, sino porque, 
contrariamente, la sombra jurisdiccional se alarga y expande por todo el siglo 
liberal; los principios abstractos, en fin, ya no son el observatorio escogido, ni su 
(insuficiente) grado de realización la guía exclusiva de la búsqueda, emprendida 
ahora con el fin de aprehender, metodología mediante, la fisonomía cultural e 
institucional de la praxis judicial pasada. 
Es en este plano, el de los principios, donde más sobresale la aportación de dicha 
perspectiva historiográfica20. Lo más evidente no es sino el intento de contrarrestar 
la «naturalización» interesada de ciertos conceptos e instituciones -colocados así 
fuera de la disposición colectiva- con la reversión de la historicidad que les 
13 
 
18Vid. la memoria técnica citada (n. 2) del proyecto en curso HICOES III. 
19Para ponernos en antecedentes, valga la cita de la organizada y legalista monografía de Juan 
Sainz Guerra, La Administración de justicia en España (1810-1870), Madrid, 1992, el 
inconsistente estudio preliminar de Javier Paredes, La organización de la justicia en la 
España liberal (los orígenes de la carrera judicial), Madrid, 1991, y también, aunque en 
menor medida pero con mayor y más eficaz dogmatismo (retórico)de principios, Eduardo 
García de Enterría, «La democracia y el lugar de la ley», Anuario cit. (n. 17), pp. 79-95. 
20Clavero nos lo advierte: «manifiesto preferencia, como piedra de toque, por los 
constitucionalismos concretos frente al pensamiento constitucionalista en abstracto», ob. cit., 
p. 401. 
corresponde. Esta historiografía como ciencia de la contingencia se desembaraza 
por tanto del relato usual de la modernidad21 para, deslastrada de gravámenes 
trascendentes, aterrizar en la complejidad irreductible de la trama jurídica 
histórica22. Por eso debe reputarse impertinente aquella crítica que, formulada aún 
desde el plano soporífero de los relatos, descalifica por reaccionaria, antimoderna o 
antiliberal la postura aquí ensayada. La torcedura del gesto, el escándalo o el 
malestar que puedan provocar sus conclusiones son más síntoma de sordo 
dogmatismo y unilateralidad que de reflexión científica. También esta observación 
ampliada al máximo, este amor facti que nos permite descender hasta el nivel 
molecular de los mecanismos concretos, los dispositivos tangibles y las personas 
con nombre y apellidos, distingue este enfoque del célebremente propuesto por 
Arno J. Mayer23. No hay aquí detección llana y simple de la persistencia de una 
organización impoluta en sus trazas más superficiales, sino reconstrucción, sobre la 
base de una multiplicidad de fuentes, de unas realidades nuevas que por imperativo 
de las circunstancias no podían ser más que una aleación compleja de prácticas 
jurisdiccionales y tentativas constitucionales o tácticas gubernamentales24. 
Prescindir de tales prótesis teleológicas implica por último el abandono de la 
dicotomía, cara a la ilustración liberal, entre el orden y el caos, lo regular y lo 
excepcional, lo «fisiológico» y lo «patológico». Los acontecimientos que desde el 
ángulo de los principios eran entonces calificados como desviación transitoria y 
corregible, son aquí elevados a factor estructural y propio de la dinámica pretérita 
de la justicia. Y también lo que, desde ese mismo estrato, era sencillamente 
desestimado u olvidado como desecho del paso triunfal de la modernidad, es ahora 
recuperado con sensibilidad benjaminiana como posibilidades canceladas, como 
valiosas rutas obliteradas por la preclusión histórica y el idealismo historiográfico25. 
 
 
21Para las estupefacientes funciones semánticas, éticas y políticas de los relatos, véase Jean-
François Lyotard, La condición posmoderna (1979), Madrid, 1987. 
22Percibiéndose con ello el grado de contemporaneidad que caracteriza esta contemplación 
histórica. Mejor que la acepción funcionalista de Niklas Luhmann, que tiene la discutible y 
cada vez más propagada ‘virtud’ de equiparar complejidad e inmovilismo, acúdase a Edgar 
Morin, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, 1995. 
23Me refiero, como es obvio, a La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran 
Guerra, Madrid, 1984 (versión española de Fernando Santos Fontanela) 
24En Lorente, Garriga, Cádiz, 1812 cit. (n. 17), pueden encontrarse alusiones introductorias a la 
«forma de ver» que articula dicha selección de escritos y que también está en la base de los 
nuestros. Desde dicho ángulo de observación, en lugar de asignar a los agentes históricos 
fines trascendentes y sublimes, «son más bien los medios disponibles los que condicionan 
los fines alcanzables y hasta concebibles», p. 21, y, en general, pp. 11-40. 
25Puede en este sentido recurrirse a un ejemplo de esta actitud en Clavero, «La gran innovación. 
Justicia de Estado y Derecho de Constitución», en Scholz, ob. cit., pp. 169-188. 
No se piense sin embargo que la renuncia a observar la realidad pasada a través de 
la pantalla tergiversadora de la racionalización progresiva del mundo supone, sin 
más, un amoral rechazo de todo principio ético y racionalizador. Antes bien, en 
nuestro texto -y en el grupo de historiadores que lo suscribe- puede contemplarse la 
convivencia, con eventuales trasvases y conexiones recíprocas, entre dos 
concepciones preliminares de la justicia y la política26. Una de ellas, presente de 
modo tácito en las disquisiciones de Marta Lorente, pero también latente en las 
contribuciones de Fernando Martínez y Mª Julia Solla, toma como horizonte de 
lectura la democracia popular, donde la ley pasa a ser, no ya monopolio del derecho 
en manos del poder, sino instrumento primero de garantía por obedecer a la 
aspiraciones sociales. La segunda, seña indiscutible de identidad de buena parte de 
la producción de Bartolomé Clavero, y visible asimismo en el capítulo de Carmen 
Serván, compone un «jurisdiccionalismo de los derechos» que confía en la justicia 
ciudadana otorgándole la responsabilidad de defender la libertad inclusive contra la 
decisión legal de la política. Además, obviando esta cuestión de los principios, poca 
duda ofrece cuál sea la opción con mayor impacto ético: si narrar nuestro pasado 
constitucional como antesala esforzada de nuestra libertad política actual tapando, o 
minimizando, sus vulneraciones, o más bien ponerlo al descubierto por entero para, 
fijado el contraste, no tolerar ya más excepciones. 
14 
Cerremos, más que con apartado de críticas, con sugerencia de interrogantes. Ya se 
ha señalado que el propio punto de vista se construye en buena medida en diálogo 
con fuentes y polemistas. La lectura de los textos jurídicos -al menos teóricos- 
circulantes a partir de la fecha en que nuestro libro concluye ha compuesto hasta el 
día de hoy mi material básico de trabajo. De ella quizá provenga la sensación de que 
acusa cierta ingenuidad política la oposición neta entre poderes y derechos, sin 
cabida alguna para un poder conculcador de derechos adquiridos en orden a la 
consagración de otros más universales, y sin lugar tampoco para la realidad nada 
infrecuente de unos derechos devenidos en poderes o de unos poderes que se 
escudan en derechos para ejercer su dominio opuesto precisamente a los derechos. 
En estos textos más cercanos se refleja además la obstinada supervivencia de la 
noción jurisdiccional de un orden providencial inmodificable por la decisión 
política, si bien comparece para legitimar ahora un régimen como el de la 
Restauración, que no sería sino la materialización razonable de tal orden armónico 
de ascendencia divina, o para desacreditar después un régimen democrático como el 
de la II República, Estado voluntarista que con sus leyes arbitrarias opuestas al 
orden indisponible dividiría la sociedad. Cierto es que existen diferencias 
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26Vid. sobre esto Antonio Serrano González, «Chocolate a la española: formación y afección de 
jueces en el siglo XIX», en Aldo Mazzacane e Cristina Vano (a cura di), Università e 
professioni giuridiche in Europa nell’età liberale, Napoli, 1994, pp. 425-462. 
sustantivas entre la declinación tradicional y ésta más reciente de la que hablo. En 
primer término, la rígida jerarquía de los status viene sustituida por la no menos 
severa jerarquía de las facultades y aptitudes naturales de los individuos aislados. 
Pero el caso es que también en este paradigma más moderno se traza un orden 
natural, prepolítico, inmanente e infranqueable por la acción estatal. Dejando a un 
lado la suerte y difusión del organicismo krausista, católico o nacionalista, me 
refiero al orden de los equilibrios y compensaciones producidos entre los individuos 
libres e iguales, inviolable por las leyes estatales y actualizado, preferentemente, por 
la actividad de los jueces inclusive en contra de la legislación vigente. En efecto, el 
liberalismo religioso y económico será en este sentido un continuador de algunas 
estrategias inherentes al paradigma jurisdiccional. Adoptará la forma de defensa del 
principio de igualdad ante la ley como clave de bóveda de todos los derechos 
individuales con elfin de neutralizar jurisdiccionalmente la democracia contraria al 
privilegio27. 
Lo que interesa indicar es que parece claro entonces que el modelo jurisdiccional, 
interiormente transformado pero sustancialmente inalterado, permanece vigoroso 
hasta bien entrado el siglo XX , haciendo no más de reflujo del pasado sino sirviendo 
al liberalismo devoto e individualista. Pero esto implicaría que unos mismos 
planteamientos, que unas concepciones teóricas homogéneas, han inspirado usos 
políticos dispares. Significaría esto, en suma, que los principios definidores del 
modelo jurisdiccional son susceptibles de ser utilizados con diferentes objetivos 
prácticos. ¿Por qué entonces no suponer lo mismo para su vigencia durante el 
Antiguo Régimen, buscando materializaciones opuestas de un mismo marco cultural 
en lugar de describirlo como la época de su estable e inconmovible reinado? ¿Para 
constatar su carácter duradero, su rango «ontológico» y omnicomprensivo, basta 
con fundamentarlos en consensos doctrinales sin registrar el hecho de que las capas 
mayoritarias de la sociedad no nos legaron fuente alguna que nos permita hoy 
conocer sus creencias? ¿No contrasta en cierto modo la exhaustividad con que se 
describe la interferida materialización de los principios liberales con el carácter 
monolítico, sin fisuras, que se asigna al modelo jurisdiccional hasta incluso su 
prolongación decimonónica? ¿No podría recogerse la propuesta de Foucault y 
perseguir líneas antagónicas, unas destinadas a lubricar el gobierno de los hombres 
y otras a promover su indocilidad, pero ambas desenvueltas en el interior de un 
discurso homogéneo? ¿Por qué no rastrear las funciones políticas de ese orden 
jurisdiccional sin adherirnos a la representación que de él hacían sus promotores? 
¿Por qué pensar que era un orden de imperio del derecho con exclusión de la 
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27Vid. Erich Kaufmann, Die Gleichheit vor dem Gesetz im Sinne des Art. 109 der 
Reichverfassung, Berlin, 1927, y, entre nosotros, Eduardo L. Llorens, La igualdad ante la 
ley, Murcia, 1934. 
política y no que era una forma histórica de la política misma? En definitiva, ¿por 
qué no pensar que el desencantamiento del mundo tiene efectos retroactivos?

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