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Chartier - La mano del autor y el espíritu del impresor

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La mano del autor 
y el espíritu del impresor
Del mismo autor
Escuchar a los muertos con los ojos, Buenos Aires, Katz, 2008
Inscribir y borrar. Cultura escrita y literatura (siglos xi-xviii), Buenos Aires, 
Katz, 2006
Cardenio entre Cervantes y Shakespeare. Historia de una obra perdida, 
Barcelona, 2012
Cultura escrita, literatura e historia, México, 1999
Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, 1997 (obra colectiva, 
dirigida por Roger Chartier y Guglielmo Cavallo)
Escribir las prácticas, Buenos Aires, 1996
Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii: los orígenes culturales 
de la Revolución Francesa, Barcelona, 1995
El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa 
entre los siglos xiv y xviii, Barcelona, 1994
Libros, lecturas y lectores en la edad moderna, Madrid, 1994
El mundo como representación: historia cultural. Entre la práctica 
y la representación, Barcelona, 1992
Le sociologue et l’historien (con Pierre Bourdieu), Marsella, 2010 
Culture écrite et société, París, 1996
Histoire de l’édition française (con Henri-Jean Martin), París, 1989-1991, 
4 volúmenes
Les usages de l’imprimé, París, 1987
conocimiento
Roger Chartier
La mano del autor 
y el espíritu del impresor
Siglos XVI-XVIII
Traducido por Víctor Goldstein
Primera edición, 2016
© Katz Editores
Cullen 5319 
1431 - Buenos Aires
c/Sitio de Zaragoza, 6, 1ª planta
28931 Móstoles-Madrid
www.katzeditores.com
© 2016
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
www.eudeba.com.ar
© Éditions Gallimard, 2015
Título de la edición original: La main de l’auteur 
et l’esprit de l’imprimeur
ISBN Argentina: 978-987-4001-07-8
ISBN España: 978-84-15917-28-1
1. Historia de la Literatura. 2. Estudios Literarios. 
I. Goldstein, Víctor, trad. II. Título.
CDD 809
El contenido intelectual de esta obra se encuentra
protegido por diversas leyes y tratados internacionales
que prohíben la reproducción íntegra o extractada,
realizada por cualquier procedimiento, que no cuente
con la autorización expresa del editor.
Diseño de colección: tholön kunst
Impreso en la Argentina
por Altuna Impresores SRL
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Prefacio
1. Poderes del impreso
2. La mano del autor
3. Traducir
4. Textos sin fronteras
5. Preliminares
6. Del libro a la escena
7. Los tiempos de las obras
8. Puntuaciones
9. De la escena al libro
10. Escrito y memoria
Epílogo. Cervantes, Menard, Borges
Índice de nombres y obras
7
15
39
61
89
123
143
171
185
203
227
245
255
Índice
Prefacio
“Escucho a los muertos con los ojos.” Este verso de Quevedo parece 
designar con acuidad, no solo el respeto del poeta por los viejos 
maestros, sino también la relación que mantienen los historiadores 
con los hombres y las mujeres del pasado cuyos sufrimientos y es-
peranzas, razones y sinrazones, decisiones y frustraciones quieren 
comprender, y hacer comprender. Solamente los historiadores de 
los tiempos muy contemporáneos, gracias a las técnicas de la en-
cuesta oral, pueden dar una escucha literal a las palabras mismas de 
aquellos y aquellas cuya historia escriben. Los otros, todos los otros, 
deben escuchar a los muertos solamente con sus ojos y recuperar 
las palabras antiguas en los escritos que conservaron su huella.
Para desesperación de los historiadores, esas huellas dejadas sobre 
el papiro o la piedra, el pergamino o el papel, las más de las veces, 
y para el mayor número, solo registran silencios; los silencios de 
aquellos que nunca escribieron, los silencios de aquellos cuyas pa-
labras, pensamientos o actos carecían de importancia para los maes-
tros de la escritura. En efecto, son escasos los documentos en los 
que, a despecho de las traiciones impuestas por las transcripciones 
de los escribas, de los jueces o los letrados, los historiadores pueden 
oír las palabras de los muertos, obligados a decir sus creencias y sus 
gestos, a evocar sus acciones, a narrar su vida. En su ausencia, los 
historiadores no pueden más que enfrentarse a un desafío paradó-
jico y temible: escuchar voces mudas.
Pero la relación con los muertos que habitan el pasado ¿puede 
reducirse a la lectura de los escritos que ellos compusieron o que 
hablan de ellos incluso sin quererlo? Evidentemente no. En primer 
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lugar, porque el trabajo del historiador también debe reconstruir lo 
que los individuos o las sociedades ignoran de ellos mismos. En este 
sentido, la atención dirigida a las huellas de los deseos y los senti-
mientos no puede ser separada del análisis de las coerciones no 
sabidas, de las determinaciones no percibidas que, en cada momento 
histórico, imponen el orden de las cosas y el de las palabras. Luego, 
porque en estos últimos años los historiadores tomaron conciencia 
de que no tenían el monopolio de la representación del pasado y de 
que su presencia podía ser sostenida por relaciones con la historia 
infinitamente más poderosas que sus propios escritos. Los muertos 
obsesionan la memoria (o las memorias). Para estas, ir a su encuen-
tro no es escucharlas con los ojos sino encontrarlas, sin la mediación 
del escrito, en la inmediatez del recuerdo, la búsqueda de la anam-
nesis o las construcciones de las memorias colectivas.
De grado o por fuerza, los historiadores también deben admitir 
que la potencia y la energía de las fábulas y las ficciones son capaces 
de revivir las almas muertas. Esta voluntad demiúrgica caracteriza 
tal vez la literatura en su conjunto, antes o después del momento 
histórico en el que la palabra comienza a designar lo que en la ac-
tualidad consideramos como “literatura” y que supone que se anu-
den las nociones de originalidad estética y de propiedad intelectual. 
Pero desde antes del siglo XVIII, la resurrección literaria de los 
muertos adquiere un sentido más literal cuando ciertos géneros se 
adueñan del pasado. Esto ocurre con el hálito inspirado de la epo-
peya, la minucia narrativa y descriptiva de la novela histórica, o 
bien, cuando los actores de la historia, por un tiempo, se encuentran 
reencarnados en la escena por aquellos del teatro. Algunas obras de 
ficción y la memoria viva, colectiva o individual, dan así al pasado 
una presencia a menudo más fuerte que aquella propuesta por los 
libros de historia. Uno de los primeros objetivos de este libro es 
comprender mejor esas concurrencias o esas competencias.
Menos obsesionados de lo que lo estuvieron por el cuestionamiento 
del estatuto de conocimiento de su disciplina, una vez reconocido el 
parentesco entre las figuras y fórmulas de su escritura y aquellas 
manejadas por los relatos de la ficción, los historiadores, y otros que 
los ayudaron en su reflexión, pudieron enfrentar con más serenidad 
el desafío lanzado por la pluralidad de las representaciones del pasado 
P R E F A C I O | 
que habitan nuestro tiempo. De ahí, en los diez ensayos aquí reuni-
dos, la importancia dada a obras literarias mayores que con el correr 
de los siglos modelaron maneras de pensar y de sentir, para retomar 
una expresión de Marc Bloch, de aquellos y aquellas que las leyeron 
(u oyeron).
Estas obras, Don Quijote o las piezas de Shakespeare, fueron com-
puestas, actuadas, publicadas y apropiadas en un tiempo que no es 
ya el nuestro. Reubicarlas en su historicidad propia es uno de los 
objetivos de esta obra. Para ello, se dedica a localizar las disconti-
nuidades más fundamentales que transformaron los modos de 
circulación del escrito, literario o no. La más evidente de esas mu-
taciones está ligada a una invención técnica: la de la imprenta por 
Gutenberg a mediados del siglo XV. No obstante, comprobar su 
importancia decisiva no debe hacer olvidar que otras “revoluciones” 
tuvieron tanta o más importancia en la larga duración de la histo-
ria de la cultura escrita occidental:por ejemplo, en los primeros 
siglos de la era cristiana, la aparición de una nueva forma de libro, 
el codex, hecho de hojas plegadas y reunidas; o, en varias oportuni-
dades en el curso de los siglos, las mutaciones de las maneras de leer, 
que se pudieron calificar de “revoluciones”. Por otra parte, la vigo-
rosa supervivencia de la publicación manuscrita en la edad de la 
prensa de imprimir obliga a reevaluar los poderes del impreso y a 
situarlos entre utilidad e inquietud.
Menos espectacular, pero sin duda más esencial para nuestro pro-
pósito, es, en el curso de siglo XVIII, en algunos lugares antes, en 
otros más tarde, la emergencia de un orden de los discursos que se 
funda en la individualización de la escritura, la originalidad de las 
obras y la consagración del escritor, según la expresión de Paul 
Bénichou. La articulación de estas tres nociones, decisiva para la 
definición de la propiedad literaria, encontrará una forma acabada 
a fines del siglo XVIII, con la elevación a la categoría de fetiche del 
manuscrito autógrafo y la obsesión por la mano del autor, convertida 
en garante de la autenticidad y la unidad de la obra dispersa entre 
sus diferentes ediciones. Esta nueva economía de la escritura rompe 
con un orden antiguo que descansaba en prácticas muy distintas: la 
frecuencia de la escritura en colaboración, la reutilización de historias 
ya narradas, de lugares comunes compartidos, de fórmulas repetidas, 
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o incluso las continuas revisiones y continuaciones de obras siempre 
abiertas. Fue en ese paradigma de la escritura de ficción en el que 
Shakespeare compuso sus obras y Cervantes escribió Don Quijote.
Indicarlo no es olvidar que, tanto para uno como para otro, muy 
pronto comienza el proceso de canonización que convierte a sus 
obras en monumentos. Pero este proceso va a la par en forma du-
radera con la fuerte conciencia de la dimensión colectiva de todas 
las producciones textuales (y no solamente teatrales) y el bajo reco-
nocimiento del escritor como tal. Sus manuscritos no merecen 
conservación, sus obras no son de su propiedad, sus experiencias 
no alimentan ninguna biografía literaria, sino solamente compila-
ciones de anécdotas. Distinto es el caso cuando la afirmación de la 
originalidad creativa entrelace la existencia y la escritura, sitúe a las 
obras en la trama biográfica y haga de los sufrimientos o las felici-
dades del escritor la matriz misma de su escritura.
Cabe asombrarse de que un historiador se arriesgue así en litera-
tura. Esta audacia, en primer lugar, remite a la idea de que los tex-
tos, todos los textos, hasta Hamlet o Don Quijote, tienen una mate-
rialidad. Teatrales o no, son leídos en voz alta, recitados, actuados, 
y las voces que los dicen les dan el cuerpo sonoro que los lleva a sus 
auditores. Pero ese cuerpo está fuera del alcance del historiador que 
escucha a los muertos con los ojos. Lo que le viene del pasado es 
otro cuerpo, tipográfico este. Hamlet o Don Quijote, de los que no 
subsiste ningún manuscrito autógrafo, tienen para nosotros la ma-
terialidad de su inscripción impresa en los libros, o cartillas, y sobre 
las páginas que les dieron para leer a sus lectores antiguos. Varios 
ensayos de este libro intentan descifrar las significaciones construi-
das por las formas mismas de esas inscripciones.
Estos se ocupan de varias materialidades. La del libro, primero, 
que congrega o disemina, según reúna obras de un mismo autor o 
las desmiembre en citas que constituyen la materia de los compen-
dios de lugares comunes,* de las antologías de extractos o de frag-
 * Los recueils o cahiers de lieux communs fueron un objeto emblemático de la lectura 
humanista y un verdadero género editorial en el siglo XVI. Ya fuesen aprendices o 
expertos, los lectores copiaban en cuadernos organizados por temas y rúbricas 
fragmentos de los textos que leían, distinguidos por su interés gramatical, su 
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mentos escogidos. En los siglos XVI y XVII el libro, cualquiera que 
fuese, no comienza con el texto que publica. Se abre con un conjunto 
de piezas preliminares que manifiestan múltiples relaciones que 
implican el poder del príncipe, las exigencias del patronazgo, las 
leyes del mercado y las relaciones entre los autores y sus lectores. 
Las significaciones atribuidas a las obras dependen en parte del 
vestíbulo que conduce al lector hasta el texto y que guía, sin coac-
cionarla en lo más mínimo, la lectura que debe hacerse de él.
Esta materialidad del libro es inseparable de aquella del texto, si 
con esto se entiende las formas de su inscripción manuscrita o im-
presa que, al tiempo que fija la obra, le dan movilidad e inestabilidad. 
En efecto, la “misma” obra no es ya la misma cuando cambian su 
lengua, su puntuación, su formato o su maquetación. Esas muta-
ciones mayores remiten a los primeros lectores de las obras: los 
traductores las interpretan movilizando los repertorios léxicos, es-
téticos y culturales que son los suyos –y los de sus públicos–; los 
correctores establecen el texto destinado a la impresión, imponiendo 
a la copia que recibieron divisiones del texto, puntuación de las 
frases y grafías de las palabras; los cajistas, o tipógrafos, por sus 
hábitos y preferencias, contribuyen, a su vez, en la materialidad del 
texto. En ciertos casos, la cadena de las intervenciones que modelan 
el texto no se interrumpe con las páginas impresas, sino que para 
eso es preciso que un lector haya introducido su propia escritura 
en la composición impresa del libro que posee. En esta obra, esos 
procesos que dan sus formas a las obras son analizados a partir de 
los ejemplos particulares propuestos por los traductores franceses 
de los autores españoles, por un actor inglés a quien correspondía 
la pesada tarea de interpretar en la escena el papel del príncipe de 
Dinamarca y por los correctores y tipógrafos empleados por los 
maestros impresores del Siglo de Oro.
Es la complejidad misma del proceso de publicación la que inspiró 
el título de este libro, en el que se cruzan la mano del autor y el 
contenido o su ejemplaridad. Compuestos a partir de las lecturas, los compendios 
o cuadernos de lugares comunes reemplazaban las antiguas técnicas de las artes de 
la memoria, y a su vez podían convertirse en un recurso para la producción de 
nuevos textos. [N. del T.]
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espíritu del impresor. Ese quiasmo, acaso inesperado, pretende 
mostrar que, si cada decisión adoptada en el taller tipográfico, hasta 
la más mecánica, implica el uso de la razón y el entendimiento, a la 
inversa, la creación literaria siempre se enfrenta a una primera ma-
terialidad, la de la página en blanco. Esta comprobación justifica la 
tentativa que asocia estrechamente historia cultural y crítica textual. 
También es una de las razones que explican la presencia fuerte y 
recurrente de la España de los siglos XVI y XVII en los ensayos que 
componen esta obra.
Esta presencia no se debe solamente a un gusto de lector por las 
obras del Siglo de Oro o a los estudios que consagré previamente al 
Buscón de Quevedo, al Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo 
de Lope de Vega o a ciertos episodios de Don Quijote, por ejemplo, 
el descubrimiento del “librillo de memoria” de Cardenio en un 
camino de la Sierra Morena o la visita a una imprenta de Barcelona 
por el hidalgo. Se arraiga en las realidades históricas mismas. En el 
Siglo de Oro, como lo escribió Fernand Braudel, España es un “país 
ridiculizado, deshonrado, temido y admirado al mismo tiempo”, un 
país cuya lengua es la más perfecta, o la menos imperfecta, y donde 
brillan los géneros más seductores de la escritura imaginativa: la 
novela de caballería, la autobiografía picaresca, la nueva comedia e, 
inclasificable en los géneros establecidos, el Quijote. Si a menudo 
retuvo nuestra atención en loscapítulos de este libro es también 
porque los maestros de los talleres tipográficos despliegan allí las 
metáforas que hacen del libro una criatura humana y de Dios el 
primero de los impresores, al mismo tiempo que los escritores cons-
truyen sus historias adueñándose de las realidades más humildes de 
la escritura y de la publicación, surgidas en un mundo todavía do-
minado por la palabra viva, la conversación popular o letrada y las 
herencias o las técnicas de la memoria. Es el encuentro difícil entre 
la memoria analfabeta de Sancho y la biblioteca memorial de don 
Quijote el que da su fuerza a los capítulos de la Sierra Morena de 
Don Quijote, leídos aquí aprovechando las distinciones elaboradas 
en el gran libro de Paul Ricœur.
Habitados por grandes sombras del pasado, los ensayos de este 
libro también querrían contribuir a las interrogaciones inspiradas 
por las mutaciones contemporáneas de la cultura escrita. La textua-
P R E F A C I O | 
lidad digital, en efecto, atropella las categorías y las prácticas que 
eran el fundamento del orden de los discursos, y de los libros, en el 
cual fueron imaginadas, publicadas y recibidas las obras aquí estu-
diadas. Las preguntas son entonces cuantiosas. ¿Qué es un “libro” 
cuando no es ya, a la vez e indisociablemente, texto y objeto? ¿Cómo 
la percepción de las obras y la comprensión de su sentido se en-
cuentran modificadas por la lectura de unidades textuales singula-
res, radicalmente separadas de la narración o de la argumentación 
de la que son uno de sus componentes? ¿Cómo concebir la edición 
electrónica de las obras antiguas, la de Shakespeare o de Cervantes 
por ejemplo, en la medida en que esta permite visibilizar la plura-
lidad y la inestabilidad históricas de los textos, forzosamente igno-
radas por las elecciones que imponen las ediciones impresas, pero 
en una forma de inscripción y de recepción del escrito totalmente 
ajena a la forma y a la materialidad de los libros que les propusieron 
a sus lectores del pasado o, todavía por un tiempo, del presente?
Estas preguntas no son encaradas frontalmente en esta obra. Otras 
lo hacen mejor de lo que yo podría. Pero están presentes, de manera 
explícita o implícita, en todos los ensayos. Ya sea porque el mundo 
digital modifica ya la disciplina histórica, proponiendo nuevas for-
mas de publicación, transformando los procedimientos de la de-
mostración y las técnicas de la prueba y, finalmente, permitiendo 
una nueva relación, mejor estructurada y más crítica, entre el lector 
y el texto; ya porque la manifestación de las categorías y las prácti-
cas de la cultura escrita que hemos heredado permite situar mejor 
las mutaciones del tiempo presente. Entre los juicios apocalípticos 
que las identifican como la muerte del escrito y las apreciaciones 
benignas que perciben continuidades tranquilizadoras, existe otra 
vía posible y necesaria. Se apoya en la historia, no para enunciar 
inciertas profecías, sino para comprender mejor la coexistencia ac-
tual (y sin duda duradera) entre diferentes modalidades del escrito, 
manuscrito, impreso y electrónico, y sobre todo para localizar con 
más rigor cómo y por qué se cuestionan en el mundo digital las 
nociones que fundaron la definición de la obra como obra, la rela-
ción entre la escritura y la individualidad y la propiedad intelectual.
Para un autor, incluso historiador, releerse es siempre una prueba. 
Los ensayos aquí reunidos fueron revisados cuidadosamente con el 
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objeto de corregir sus errores y añadirles las referencias necesarias 
a obras y artículos aparecidos después de su publicación. Escritos 
en la actualidad, estos textos serían sin duda distintos, pero perma-
necerían inscritos en la misma trayectoria de búsqueda y de reflexión. 
Siempre pensé, y sigo pensando, que el trabajo del historiador está 
movilizado por una doble exigencia. Debe proponer interpretacio-
nes nuevas de problemas bien delimitados, textos o corpus minu-
ciosamente estudiados. Pero también debe entrar en diálogo con 
sus vecinos de la filosofía, de la crítica literaria y de las ciencias so-
ciales. Con esta condición la historia puede sugerir nuevos modos 
de comprensión y ayudar al conocimiento crítico del presente.
1
Poderes del impreso
En forma duradera, en la Europa de la primera modernidad, el libro 
fue investido de poderosos poderes, al mismo tiempo esperados y 
temidos. ¿Habrá que relacionar este poder con la invención que, en 
la década de 1440, revolucionó la reproducción de los textos y la 
producción del libro? O bien, ¿debemos considerar que la prensa de 
imprimir debió coexistir con otras técnicas de publicación y de difu-
sión del escrito, en particular la copia manuscrita? Además, si bien 
no todos los libros son impresos, no todos los impresos son libros. A 
partir de entonces, ¿cómo situar los poderes propios del libro respecto 
de aquellos de otros escritos? Precisamente con estas preguntas, que 
definen las modalidades de las colaboraciones o tensiones entre aque-
llos que escriben los textos y aquellos que los copian o los imprimen, 
debemos comenzar esta obra.
La revolución de la imprenta
En un primer tiempo debemos retornar sobre una oposición fun-
damental, heredada de Elizabeth Eisenstein, entre print culture y 
scribal culture, cultura del impreso y cultura del manuscrito.1 Una 
 1 Elizabeth Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change. Communication 
and Cultural Transformations in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge 
University Press, 1979; y The Printing Revolution in Early Modern Europe, 
Cambridge, Cambridge University Press, 1983. Trad. francesa: La Révolution de 
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
primera reevaluación atañe a la noción misma de “cultura im-
presa” y a uno de los efectos más fundamentales que Elizabeth 
Eisenstein asigna a la “revolución del impreso”, a saber, la dise-
minación de los textos en una escala desconocida en tiempos del 
manuscrito. La comprobación no es polémica. Con la invención 
de Gutenberg, más textos son puestos en circulación y cada lector 
está en condiciones de encontrar un mayor número de ellos. Pero 
¿cuáles son esos textos cuya presencia es multiplicada por la im-
prenta? Libros, por supuesto, pero, como lo mostró D. F. McKenzie,2 
su impresión constituye una parte a menudo minoritaria, hasta 
muy minoritaria, de la actividad de los talleres tipográficos entre 
los siglos XV y XVIII. Lo esencial de su producción consiste en 
libelos, panfletos, peticiones, afiches, formularios, billetes, recibos, 
certificados y muchos otros ephemera o “trabajos de ciudad” que 
garantizan la mayor parte de los ingresos de las empresas. Las 
consecuencias no son menores para la definición de la print culture 
y de sus efectos.
La imprenta torna familiares objetos desconocidos o marginales 
en la edad del manuscrito. Por lo menos en las ciudades, el escrito 
impreso se adueña de los muros, se ofrece para su lectura en los 
espacios públicos, transforma las prácticas administrativas y co-
merciales.3 De ahí la necesidad de reformular la oposición entre 
scribal culture y print culture y de desplazar la atención sobre el 
manuscrito en la edad del impreso. Luego de los trabajos consa-
l’imprimé à l’aube de l’Europe moderne, París, Éditions La Découverte, 1991 
(París, Hachette Littératures, 2003). [Hay versiones en español: La imprenta como 
agente de cambio. Comunicación y transformaciones culturales en la Europa 
moderna temprana, sin indicación de traductor, México, Fondo de Cultura 
Económica, 2010; La revolución de la imprenta en la edad moderna europea, trad. 
de Fernando Jesús Bouza Álvarez, Madrid, Ediciones Akal, 1994.]
 2 D. F. McKenzie, “The Economies of Print, 1550-1750: Scales of Production and 
Conditions of Constraint”, en Produzione e commercio della carta e del libro, secc. 
XIII-XVIII, editado por SimonettaCavaciocchi, Istituto Internazionale di Storia 
Economica “F. Datini”, Prato, serie II, núm. 23, Florencia, Le Monnier, 1992, 
pp. 389-425.
 3 Antonio Castillo Gómez, Escrituras y escribientes. Prácticas de la cultura escrita 
en una ciudad del Renacimiento, Las Palmas de Gran Canaria, Gobierno de 
Canarias y Fundación de Enseñanza Superior a Distancia de Las Palmas 
de Gran Canaria, 1997.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
grados a la publicación manuscrita en Inglaterra,4 en España5 y en 
Francia,6 no hay nadie hoy que sostenga que “esto” (la prensa de 
imprimir) mató “eso” (el manuscrito). Múltiples son los géneros 
(antologías poéticas, libelos políticos, instrucciones nobiliarias, 
noticias a mano, textos libertinos y heterodoxos, partituras musi-
cales, etc.) que fueron muy ampliamente difundidos por las copias 
manuscritas.7 Las razones de esto son diversas: el menor costo de 
producción, la voluntad de burlar la censura, el deseo de una cir-
culación restringida, o incluso la maleabilidad de la forma manus-
crita, que permite adiciones y revisiones. La causa es por lo tanto 
entendida: la imprenta, por lo menos en los cuatro primeros siglos 
de su existencia, no hizo desaparecer ni la comunicación ni la pu-
blicación manuscrita.
Más aún, invitó a nuevos usos de la escritura a mano, como lo 
atestigua un primer inventario de los objetos que incitan a sus com-
pradores a cubrir con su escritura los espacios que la impresión 
dejó en blanco. Esto ocurre con las páginas vírgenes interfoliadas 
en los almanaques, con los espacios en espera de escritura en los 
formularios, con los cuadernos de lugares comunes de los que solo 
están impresas sus rúbricas, o de los anchos márgenes e interlinea-
dos de las obras destinados a recoger las anotaciones del lector. 
Sería fácil multiplicar los ejemplos de estos objetos impresos cuya 
razón de ser es suscitar y preservar la escritura manuscrita: por 
ejemplo, las ediciones de los clásicos latinos utilizadas en los cole-
 4 Harold Love, Scribal Publication in Seventeenth-Century England, Oxford, Oxford 
University Press, 1993; Arthur F. Marotti, Manuscript, Print, and the English 
Renaissance Lyric, Ithaca y Londres, Cornell University Press, 1995; H. R. 
Woudhuyssen, Sir Philip Sidney and the Circulation of Manuscripts, 1558-1640, 
Oxford, Clarendon Press, 1996.
 5 Fernando Bouza, Corre manuscrito. Una historia cultural del Siglo de Oro, Madrid, 
Marcial Pons, 2001.
 6 De bonne main. La communication manuscrite au XVIIIe siècle, editado por 
François Moureau, París, Universitas/Oxford, Voltaire Foundation, 1993; François 
Moureau, Répertoire des nouvelles à la main. Dictionnaire de la presse manuscrite 
clandestine (XVIe-XVIIIe siècles), Oxford, Voltaire Foundation, 1999, y La Plume et 
le Plomb. Espaces de l’imprimé et du manuscrit au siècle des Lumières, prefacio de 
Robert Darnton, París, Presses de l’Université Paris-Sorbonne, 2006.
 7 Roger Chartier, “Le manuscrit à l’age de l’imprimé (XVe-XVIIIe siècles), en 
La Lettre clandestine, núm. 7, 1998, pp. 175-193).
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
gios del siglo XVI,8 las actas de matrimonio, en uso en ciertas dió-
cesis de la Francia meridional en el siglo XVII,9 o, en el siglo siguiente 
y en Italia, las primeras agendas en las cuales cada día está dividido 
en sus diferentes momentos.10
Las proximidades entre escrituras manuscritas y textos impresos 
no se limitan solamente a los objetos que, explícitamente, los orga-
nizan. Los lectores del pasado, en particular los lectores letrados, a 
menudo se adueñaron de las obras salidas de las prensas corrigiendo 
con la pluma los errores que encontraban en ellos y estableciendo 
los índices o las erratas manuscritas que les eran útiles, hasta com-
poniendo libros originales a partir de los fragmentos de ediciones 
impresas que recortaban y pegaban.
Estas prácticas permiten prolongar la discusión abierta a pro-
pósito de la estandarización atribuida a la imprenta. Sin embargo, 
reconocerla no implica ignorar todos los procesos que limitan sus 
efectos: las correcciones bajo prensa hechas en el curso de la tirada 
y que, debido a la pluralidad de las asociaciones posibles entre 
hojas corregidas y no corregidas en los ejemplares de una misma 
edición, multiplican los estados del “mismo” texto,11 las margina-
lia manuscritas, que singularizan el ejemplar apropiado por un 
 8 Anthony Grafton, “Teacher, Text, and Pupil in the Renaissance Class-Room. 
A Case-Study from a Parisian College”, en History of Universities, núm. 1, 1981, 
pp. 37-70; Ann Blair, “Ovidius Methodizatus. The Metamorphoses of Ovid 
in a Sixteenth-Century Paris College”, en History of Universities, núm. 9, 1990, 
pp. 72-118; Jean Letrouit, “La prise de notes de cours sur support imprimé dans 
les collèges parisiens au XVIe siècle”, en Revue de la Bibliothèque nationale de 
France, núm. 2, 1999, pp. 47-56; y Marie-Madeleine Compère, Marie-Dominique 
Couzinet y Olivier Pédeflous, “Éléments pour l’histoire d’un genre éditorial. 
La feuille classique en France aux XVIe et XVIIe siècles”, en Histoire de l’éducation, 
núm. 124, 2009, pp. 27-49.
 9 Roger Chartier, “Du rituel au for privé: les chartes de mariage lyonnaise au XVIIe 
siècle”, en Les Usages de l’imprimé (XVe-XVIe siècles), bajo la dirección de Roger 
Chartier, París, Fayard, 1987, pp. 229-251.
 10 Lodovica Braida, “Dall’almanacco all’agenda. Lo spazio per le osservazioni del 
lettore nelle ‘guide del tempo’ italiane (XVIII-XIX secolo)”, en Acme. Annali della 
Facoltà di Lettere e Filosofia dell’Università degli Studi di Milano, vol. LI, fascículo 
III, 1998, pp. 137-167.
 11 David McKitterick, Print, Manuscript, and the Search for Order, 1450-1830, 
Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 121-126.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
lector particular,12 o la reunión en un mismo volumen, y por la 
voluntad del editor13 o del lector,14 de diversos textos, tanto impre-
sos como manuscritos, reunidos de manera única en una misma 
encuadernación.
El texto impreso, pues, está abierto a la movilidad, a la flexibili-
dad, a la variación, así no fuera sino porque, en un tiempo en que 
las tiradas son limitadas (entre mil y dos mil ejemplares hacia 1680, 
según un hombre del arte, el impresor Alonso Víctor de Paredes),15 
el éxito, y por lo tanto la reproducción de una obra, supone múl-
tiples reediciones, nunca totalmente idénticas unas de otras. Así 
como la capacidad de producción de los talleres tipográficos dista 
de ser totalmente movilizada (por lo menos para la impresión de 
libros), del mismo modo, la capacidad de la imprenta de reprodu-
cir un texto idéntico en cada uno de sus ejemplares no implica que 
esto sea realmente así. A la inversa, la transmisión manuscrita no 
necesariamente significa la alteración de los textos, en particular 
cuando, como en el caso de los escritos sagrados, su letra está de-
terminada y un estricto control es ejercido sobre su copia. Más que 
un diagnóstico general y categórico, que contraste la fijeza del im-
preso con la inestabilidad del manuscrito, lo que importa es un 
examen minucioso de cada transmisión textual comprendida en su 
especificidad.
 12 William H. Sherman, Used Books. Marking Readers in Renaissance England, 
Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2007. Cf. también los ensayos 
reunidos en The Reader Revealed, editado por Sabrina Alcorn Baron, Washington, 
Folger Shakespeare Library, 2001.
 13 Jeffrey Todd Knight, Bound to Read. Compilations, Collections and the Making of 
Literature, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2013.
 14 Max W. Thomas, “Reading and Writing in the Renaissance Commonplace Book. 
A Question of Authorship?”, en The Construction of Authorship. Textual 
Appropriation in Law and Literature, editado por Martha Woodmansee y Peter 
Jaszi, Durham y Londres, Duke University Press, 1994, pp. 401-415.
 15 Alonso Víctor de Paredes, Institucióny origen del Arte de la Imprenta 
y Reglas generales para los componedores, edición y prólogo de Jaime Moll, nueva 
noticia editorial de Víctor Infantes, Madrid, Bibliotheca Litterae, Calambur, 
2002, p. 43vº.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
La publicación manuscrita
El vigor de la publicación manuscrita entre los siglos XVI y XVIII, 
pues, debe ser comprendido como un efecto duradero de la depre-
ciación del impreso, el stigma of print.16 Pongamos el ejemplo del 
Siglo de Oro. Durante su visita a una imprenta barcelonesa, don 
Quijote pone en guardia al autor demasiado confiado que conservó 
para sí mismo el privilegio de su traducción de las Bagatele, que 
hizo imprimir en dos mil ejemplares: “—¡Bien está vuesa merced 
en la cuenta! –respondió don Quijote–. Bien parece que no sabe las 
entradas y salidas de los impresores, y las correspondencias que hay 
de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea cargado de dos 
mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se espante, y 
más si el libro es un poco avieso y no nada picante”.17 El texto juega 
aquí con un lugar común del Siglo de Oro, el que denuncia la co-
dicia y la deshonestidad de los impresores, siempre dispuestos a 
disimular, por la falsificación de sus libros de cuentas y sus compli-
cidades, la verdadera tirada de las ediciones que les fueron ordena-
das, lo que les permite vender cierta cantidad de ejemplares más 
rápidamente y a mejor precio que el autor.18
Cervantes ya había utilizado el motivo en una de las Novelas ejem-
plares, El licenciado Vidriera:
 16 J. W. Saunders, “The Stigma of Print. A Note on the Social Bases of Tudor 
Poetry”, en Essays in Criticism, vol. I, núm. 2, 1951, pp. 139-164.
 17 Cervantes, L’Ingénieux Hidalgo Don Quichotte de la Manche, en Cervantes, Don 
Quichotte précédé de La Galatée, Œuvres romanesques complètes, tomo I, edición 
publicada bajo la dirección de Jean Canavaggio, con la colaboración en este 
volumen de Claude Allaigre y Michel Moner, París, Gallimard, Bibliothèque de la 
Pléiade, 2001, p. 1359. Texto español: Miguel de Cervantes, Don Quijote de la 
Mancha, edición dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes/
Crítica, 1998, p. 1145. 
 18 Los engaños de los impresores por lo que respecta al tiraje real de las ediciones 
hechas a cuenta de un autor son denunciados en el primer tratado sobre el arte 
tipográfico destinado a los confesores que Juan Caramuel y Lobkowitz redactó en 
latín y publicó en su Theologia moralis fundamentalis, tomo IV, Theologia 
praeterintentionalis, Lyon, 1664, pp. 185-200. Para una edición reciente de este 
texto, que cita a Cervantes en apoyo de su condena, cf. Juan Caramuel, Syntagma 
de Arte Tyographica, edición, traducción y glosa de Pablo Andrés Escapa, 
Salamanca, Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, 2004, pp. 134-143.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
Arrimóse un día con grandísimo tiento, porque no se quebrase, 
a las tiendas de un librero, y díjole: —Este oficio me contentara 
mucho si no fuera por una falta que tiene. Preguntóle el librero 
se la dijese. Respondióle: —Los melindres que hacen cuando 
compran un privilegio de un libro y de la burla que hacen a su 
autor si acaso le imprime a su costa, pues en lugar de mil y qui-
nientos, imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que 
se venden los suyos, se despachan los ajenos.19 
Las malas maneras de los libreros constituyen uno de los temas fa-
voritos de todos los escritores que estigmatizan la imprenta, denun-
ciada porque corrompe a la vez la integridad de los textos, deforma-
dos por cajistas ignorantes, la significación de las obras, propuestas 
a lectores incapaces de comprenderlas, y la ética del comercio de las 
letras, degradada por el de los libros.20
El diálogo que Lope de Vega imagina en Fuenteovejuna entre 
Barrildo, el campesino, y Leonelo, un estudiante que vuelve de 
Salamanca, ilustra la falta de confianza frente a la multiplicación de 
los libros permitida por la invención de la imprenta –una invención 
reciente en 1476, fecha de los acontecimientos históricos llevados a 
la escena por la comedia. A Barrildo, que alaba los efectos de la 
imprenta (“Después que vemos tanto libro impreso, / no hay nadie 
que de sabio no presuma”), Leonelo responde: “Antes que ignoran 
más, siento por eso, / por no se reducir a breve suma; / porque la 
confusión, con el exceso, / los intentos resuelve en vana espuma; / 
y aquel que de leer tiene más uso, / de ver letreros sólo está confuso”.21 
 19 Cervantes, Nouvelle du licencié de verre, en Cervantes, Nouvelles exemplaires 
seguidas de Persilès, Œuvres romanesques complètes, tomo II, edición dirigida por 
Jean Canavaggio, con la colaboración en este volumen de Claude Allaigre y Jean-
Marc Pelorson, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 2001, pp. 209-234, 
cita, p. 222. Texto español: Miguel de Cervantes, novela de El licenciado Vidriera, 
en Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, edición, prólogo y notas de Jorge 
García López, Barcelona, Crítica, 2001, pp. 265-301, cita p. 285.
 20 Cf. Fernando Bouza, “Para qué imprimir. De autores, público, impresores y 
manuscritos en el Siglo de Oro”, en Cuadernos de Historia Moderna, núm. 18, 
1997, pp. 31-50.
 21 Lope Félix de Vega Carpio, L’Illustre Comedia de Fuente Ovejuna, trad. de Pierre 
Dupont, en Théâtre espagnol du XVIIe siècle, edición de Robert Marrast, París, 
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
Para el estudiante letrado, la multiplicación de los libros y los lec-
tores que se creen sabios, pero no lo son, subvierte las jerarquías 
sociales, produce desorden más que conocimiento y, de hecho, no 
engendró ningún genio digno de los antiguos doctores de la Iglesia.
El sueño del infierno de Quevedo, por su parte, testimonia el temor 
de la corrupción de los textos por la lectura de lectores a los que no 
estaban destinados. El librero condenado a las llamas eternas lo 
indica con una amarga ironía: “Yo y todos los libreros nos conde-
namos por las obras malas que hacen los otros, y por lo que hicimos 
barato de los libros en romance y traducidos de latín, sabiendo ya 
con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios, 
que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en 
la caballeriza”.22
Numerosas son, pues, las razones de la presencia continuada de 
la copia manuscrita cuando la reproducción mecánica de los textos 
posibilitada por la invención de Gutenberg parecía prometer su 
desaparición. Por un lado, el manuscrito permite una difusión con-
trolada y limitada de los textos que, así sustraídos a la censura pre-
via, pueden circular clandestinamente con más facilidad que las 
obras impresas y corren menos riesgos de caer entre las manos de 
lectores incapaces de comprenderlos. Esa es la razón por la cual los 
manuscritos constituyeron un vehículo esencial para la disemina-
ción de los textos del libertinaje erudito en la primera mitad del 
siglo XVII como, en el siglo siguiente, de aquellos del materialismo 
filosófico.23 Por otra parte, la forma misma del libro manuscrito, 
Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1994, p. 265. Texto español: Lope de Vega, 
Fuente Ovejuna, edición de Donald McGrady, Barcelona, Crítica, 1993, versos 
901-908, p. 87.
 22 Francisco de Quevedo, Songes et discours traitant des vérité dénicheuses d’abus, 
vices et tromperies dans tous les états et offices du monde, traducido por Annick 
Louis y Bernard Tissier, París, José Corti, 2003, p. 80. Texto español: Francisco de 
Quevedo, Los sueños. Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios 
y engaños, en todos los oficios y estados del mundo, edición de Ignacio Arellano y 
M. Carmen Pinillos, Madrid, Espasa-Calpe, 1998, p. 186, pp. 131-132.
 23 Cf. Madeleine Alcover, “Critique textuelle”, en Cyrano de Bergerac, Œuvres 
complètes, tomo I, textos establecidos y comentados porMadeleine Alcover, París, 
Honoré Champion, 2000, pp. CI-CLII; Margaret Sankey, Édition diplomatique 
d’un manuscrit inédit. Cyrano de Bergerac, L’Autre Monde ou les Empires et Estats 
de la Lune, París, Lettres Modernes, 1995; Roger Chartier, Inscrire et effacer. 
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
abierto a las correcciones, a las supresiones y a las adiciones en 
todas las etapas de su fabricación, de la composición a la copia, de 
la copia a la encuadernación, permite la escritura en varios momen-
tos (por ejemplo, en el caso de las instrucciones nobiliarias, enri-
quecidas de nuevos textos en cada generación) o por varias manos 
(como en el caso de los compendios de poemas, cuyos lectores a 
menudo son también algunos de los autores). Por último, la publi-
cación manuscrita constituye una alternativa a las corrupciones 
introducidas por la imprenta: ella sustrae el comercio de las letras 
de los intereses económicos (salvo cuando adopta una forma mer-
cantil, como en el caso de las noticias manuscritas)24 y protege los 
textos de las alteraciones introducidas por cajistas torpes y correc-
tores ignorantes.
Libro, obra y literatura
Los efectos propios de la invención de Gutenberg, pues, no son 
acaso aquellos que fueron recalcados con más frecuencia. Ante todo 
atañen a las relaciones entre las obras en cuanto textos y a las formas 
de su inscripción material. En primer lugar, si el libro impreso he-
reda las estructuras fundamentales del libro manuscrito (esto es, la 
distribución del texto entre los pliegos y hojas propios del códice, 
cualquiera que sea la técnica de su producción y reproducción), 
Culture écrite et société (XIe-XVIIIe siècles), París, Gallimard/Seuil, Hautes 
Études, 2005, capítulo V, “Livres parlants et manuscrits clandestins. Les voyages 
de Dyrcona”, pp. 101-125; y Miguel Benítez, La Face cachée des Lumières. 
Recherches sur les manuscrits philosophiques clandestins de l’âge classique, París, 
Universitas/Oxford, Voltaire Foundation, 1996. [Hay versiones en español de: 
Inscribir y borrar. Cultura escrita y literatura (siglos XI-XVIII), trad. de Víctor 
Goldstein, Buenos Aires, Katz Editores, 2006; La cara oculta de las Luces. 
Investigación sobre los manuscritos filosóficos clandestinos de los siglos XVII y XVIII, 
Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003.]
 24 Cf. The Politics of Information in Early Modern Europe, editado por Brendan 
Dooley y Sabrina A. Baron, Londres y Nueva York, Routledge, 2001; cf. también 
Roger Chartier, Inscrire et effacer, op. cit., capítulo IV, “Nouvelles à la main, 
gazettes imprimées. Cymbal et Butter”, pp. 79-100.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
propone innovaciones que modifican profundamente la relación del 
lector con el escrito.25 Esto ocurre con los “paratextos” o, más exac-
tamente en la terminología de Gérard Genette, de los “peritextos” 
que componen el umbral del libro.26 Con el impreso adquieren una 
identidad que se vuelve inmediatamente perceptible por las marcas 
distintivas particulares (itálicas, vocales tildadas, símbolos) que ca-
racterizan el o los pliegos que constituyen los preliminares, siempre 
impresos (con los sumarios e índices) después de la conclusión de 
la impresión del cuerpo del libro y a menudo redactados por el librero 
o el impresor.27 Las metáforas arquitectónicas que en los siglos XVI 
y XVII designan esos “pórticos” que conducen a la obra propiamente 
dicha, encuentran una fuerte justificación en la separación tipográ-
ficamente marcada entre la obra y el “vestíbulo” (según la palabra 
de Borges citada por Genette) que a ella conduce.28
Por otra parte, el libro impreso hace más común que el manuscrito 
la reunión en un mismo volumen de las obras de un mismo autor. 
La innovación no es absoluta, puesto que es a partir del si glo XIV 
cuando, para ciertos escritores que escriben en lengua vulgar, se 
afirmó la práctica de no reunir en un mismo libro más que textos 
 25 Para un ejemplo de las formas tipográficas (formato, paginación, puntuación) 
sobre el sentido, cf. el estudio pionero de D. F. McKenzie, “Typography and 
Meaning. The Case of William Congreve”, en Buch und Buchhandel in Europa im 
achtzehnten Jahrhundert, editado por Giles Barber y Bernhard Fabian, Hamburgo, 
Hauswedell, 1981, pp. 81-125, retomado en D. F. McKenzie, Making Meaning. 
“Printers of the Mind” and Other Essays, editado por Peter McDonald y Michael 
F. Suarez, Amherst y Boston, University of Massachusetts Press, 2002, pp. 198-236.
 26 Gérard Genette, Seuils, París, Éditions du Seuil, 1987 (Point Essais, 2002). [Hay 
versión en español: Umbrales, trad. de Susana Lage, México, Siglo XXI editores, 
2001.]
 27 Philip Gaskell, A New Introduction to Bibliography, Oxford, Clarendon Press, 1972, 
pp. 7-8; Jeanne Veyrin-Forrer, “Fabriquer un livre au XVIe siècle”, en Histoire de 
l’édition française, tomo II, Le Livre triomphant. Du Moyen Âge au milieu du XVIIe 
siècle, bajo la dirección de Roger Chartier y Henri-Jean Martin, París, Fayard/
Cercle de la Librairie, 1989, pp. 336-369, en particular p. 345; y Pablo Andrés 
Escapa et al., “El original de imprenta”, en Imprenta y crítica textual en el Siglo de 
Oro, estudios publicados bajo la dirección de Francisco Rico, Valladolid, 
Universidad de Valladolid-Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2000, 
pp. 29-64, en particular p. 40. [Hay versión en español: Nueva introducción a la 
bibliografía material, sin indicación de traductor, Gijón, Ediciones Trea, 1999.]
 28 Véase aquí el capítulo V, “Preliminares”.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
cuyos autores eran ellos. El gesto rompía con la tradición dominante 
de la edad del manuscrito, la de las misceláneas que reúnen textos de 
géneros, fechas y autores muy diferentes.29 Pero la práctica se fortifica 
con el impreso. El Folio de 1616, compuesto por el mismo Ben Jonson, 
o el de 1623, que no debe nada a Shakespeare y todo a sus antiguos 
compañeros y a los stationers que poseían o compraron los “rights in 
copy” de sus obras,30 son ilustraciones ejemplares del lazo anudado 
entre la materialidad del libro impreso y el concepto de obra.
Otro tanto ocurre con la noción de “literatura nacional”, como lo 
testimonia la iniciativa del librero-editor Humphrey Moseley, que 
publica, a partir de 1645, una serie de libros que proponen a los lec-
tores las obras de poetas y dramaturgos ingleses que son sus contem-
poráneos.31 Los volúmenes tienen formatos homogéneos (in-octavo 
para los poemas, in-cuarto para las piezas), sus portadas tienen dis-
posiciones similares y sus frontispicios presentan un retrato del autor. 
En un tiempo en que no se reconocen ni la especificidad de la “lite-
ratura” ni la dignidad de la escritura para el teatro, así como lo ma-
nifiesta la exclusión de las piezas de su biblioteca por Thomas 
Bodley,32 la empresa del muy monárquico Moseley, editor en 1647 
del Folio de Beaumont y Fletcher,33 da coherencia a un corpus que 
separa la poesía y el teatro de otros géneros textuales (historia, rela-
tos, viajes, etc.) y construye un repertorio que solo conserva a escri-
tores ingleses. El caso no es singular porque, en la misma época en 
Francia, Charles Sorel propone su Bibliothèque française (publicada 
 29 Gemma Guerrini, “Il sistema di communicazione di un ‘corpus’ di manoscritti 
quattrocenteschi. I ‘Trionfi’ di Petrarca”, en Scrittura e Civiltà, núm. 10, Florencia, 
1986, pp. 121-197.
 30 Peter W. M. Blayney, The First Folio of Shakespeare, Washington, Folger 
Shakespeare Library, 1991; Anthony James West, The Shakespeare First Folio. The 
History of the Book, vol. 1, An account of the first folio based on its sales and prices, 
Oxford, Oxford University Press, 2001, y aquí capítulo IX, “De la escena al libro”.
 31 David Scott Kastan, “Humphrey Moseley and the Invention of English 
Literature”, en Agent of Change, Print Culture Studies after Elizabeth L. Eisenstein, 
editado por Sabrina Alcorn Baron, EricN. Lindquist y Eleanor F. Shevlin, 
Amherst y Boston, University of Massachusetts Press, pp. 105-124.
 32 David Scott Kastan, Shakespeare and the Book, Cambridge, Cambridge University 
Press, 2001, p. 22.
 33 Jeffrey Masten, Textual Intercourse. Collaboration, Authorship and Sexualities in 
Renaissance Drama, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
en 1664-1665),34 que no comprende más que autores nacidos en el 
reino o naturalizados por las traducciones como lo son, por ejem-
plo, aquellos de las “novelas cómicas”, pero no obstante morales, 
aparecidos en España.
Autoridad del texto y placer de leer
El impreso, pues, no deja de tener poderes. Pero ¿hay que atribuir-
los a las posibilidades ofrecidas por la invención técnica o bien a 
la construcción social y cultural del crédito que le es concedido?35 
A la tesis ahora clásica, que ligaba estrechamente la capacidad de 
fijación, de estandarización y de diseminación de los textos a su 
reproducción mecánica y a la difusión de los talleres tipográficos, 
se opuso otra perspectiva que subraya que no existen propiedades 
intrínsecas a la tipografía. Estas, siguiendo a Adrian Johns, siempre 
están construidas por las representaciones y las convenciones que 
permiten tener confianza, o no, en los empresarios, juzgar acerca de 
la autenticidad de los textos y del valor de las ediciones, o incluso dar 
crédito a los saberes transmitidos por los libros impresos.36 Al esta-
blecer, no sin conflictos ni divergencias, reglas compartidas, movi-
lizables para localizar los textos corrompidos y los falsos saberes, la 
gente del libro intenta responder al descrédito duraderamente ligado 
tanto a los libros impresos como a aquellos que los publican.
La atención dirigida a las prácticas colectivas que dan autoridad al 
impreso inscribe la historia de la cultura impresa en el paradigma que 
rigió la nueva historia de las ciencias. Esta, como se sabe, privilegia 
tres objetos: las negociaciones que fijan las condiciones de replicación 
de las experiencias, permitiendo así comparar o acumular sus resul-
 34 Charles Sorel, La Bibliothèque française [1667], reedición, Ginebra, Slatkine 
Reprints, 1970.
 35 Cf. el intercambio (en ocasiones agrio) entre Elizabeth Eisenstein y Adrian Johns 
en “AHR Forum: How Revolutionary Was the Print Revolution?”, en American 
Historical Review, vol. 107, núm. 1, febrero 2002, pp. 84-128.
 36 Adrian Johns, The Nature of the Book. Print and Knowledge in the Making, 
Chicago, Chicago University Press, 1998.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
tados; las convenciones que definen el crédito que se puede atribuir, 
o rechazar, a la certificación de los descubrimientos en función de la 
condición de los testigos y de su competencia para decir la verdad; 
las controversias que hacen que se enfrenten no solo teorías antago-
nistas, sino todavía más concepciones opuestas por lo que respecta a 
las condiciones sociales y epistemológicas que deben gobernar la 
producción de los enunciados sobre el mundo natural.37 Este modelo 
de inteligibilidad da cuenta con pertinencia de las múltiples transac-
ciones que dan, o intentan dar, autoridad a todos los textos y a todos 
los libros que proponen discursos inscritos en el régimen de lo ver-
dadero y lo falso. La filosofía natural, pero también los libros de teo-
logía o los relatos de viajes, producen estas verdades que deben ser 
acreditadas por diferentes dispositivos, en o fuera de los textos.
Pero ¿ocurre esto para la totalidad de la producción impresa, gran 
parte de la cual, acaso mayoritaria, está consagrada a textos que 
escapan a los criterios de la veridicción? Así, por ejemplo, todas las 
obras de ficción (que todavía no son “literatura”) cuya recepción 
no está gobernada por las convenciones propias a los discursos de 
saber. En el caso del teatro inglés de los siglos XVI y XVII, por 
ejemplo, la civilidad que debe regir el respeto del “right in copy” del 
librero que hizo registrar un título en el Registro de la Stationers’ 
Company no implica en absoluto un respeto similar por la auten-
ticidad del texto o la corrección de la impresión.38 El deseo o placer 
de la lectura, en este caso, no parece depender ni del crédito con-
cedido a la edición ni de la confianza atribuida a su editor.
También ocurre esto con la circulación de las comedias en la 
España del Siglo de Oro. En la epístola dedicatoria de La Arcadia, 
publicada en la décimo Parte XIII en 1620, Lope de Vega deploraba 
 37 Stephen Shapin y Simon Schaffer, Leviathan and the Air-Pump. Hobbes, Boyle, 
and the Experimental Life, Princeton, Princeton University Press, 1985. Trad. 
francesa: Stephen Shapin y Simon Schaffer, Leviathan et la pompe à air. Hobbes 
et Boyle entre science et politique, París, La Découverte, 1993; Stephen Shapin, 
A Social History of Truth. Civility and Science in Seventeenth-Century England, 
Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1994. Trad. francesa: Stephen 
Shapin, Une histoire sociale de la vérité. Science et mondanité dans l’Angleterre du 
XVIIe siècle, París, La Découverte, 2014.
 38 David Scott Kastan, Shakespeare and the Book, op. cit., pp. 24-27.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
la circulación de ediciones defectuosas de sus piezas y justificaba así 
su decisión de publicarlas, a despecho de su reticencia en hacer 
imprimir obras destinadas a la representación teatral. En ese texto 
describe uno de los procedimientos que conduce a la publicación 
de textos corrompidos, a saber, el negocio de “unos hombres que 
viven, se sustentan, y visten de hurtar a los autores las comedias, 
diciendo que las toman de memoria de solo oírlas, y que este no es 
hurto, respecto de que el representante las vende al pueblo, y que 
se pueden valer de su memoria”.39 Para verificar si esos ladrones de 
textos realmente tienen la capacidad de memoria de que se jactan, 
Lope declara haber comparado sus propias obras con las transcrip-
ciones hechas por uno de ellos, llamado “el de la gran memoria”. El 
re sultado confirma sus peores expectativas: “He hallado, leyendo sus 
traslados, que para un verso mío hay infinitos suyos, llenos de lo-
curas, disparates e ignorancias, bastantes a quitar la honra y opinión 
al mayor ingenio en nuestra nación, y las extranjeras, donde ya se 
leen con tanto gusto”.40 La observación de Lope es plenamente con-
firmada por el análisis de un manuscrito, sin duda compuesto a 
partir de una reconstrucción memorial, de Peribáñez y el comen-
dador de Ocaña, que no contiene más de un centenar de versos en 
común con el texto impreso en 1614 en la cuarta Parte.41 No obstante, 
los lectores no parecen haber sido alejados de esas ediciones corrom-
pidas e infieles, así como tampoco, por otra parte, de las ediciones 
cuyas portadas incitaban a atribuir a Lope de Vega comedias que 
jamás había escrito, lo que era otro perjuicio hecho a su honor y a 
su reputación, que lo condujo a publicar la lista de los títulos de las 
piezas que había compuesto en las dos ediciones de 1604 y luego de 
1618 de su novela cristiana, El peregrino en su patria.42
 39 Las dedicatorias de Partes XIII-XX de Lope de Vega, editado por Thomas E. Case, 
University of North Carolina, Madrid, Editorial Castalia, 1975, Parte XIII, 1620, 
pp. 54-56.
 40 Idem.
 41 José María Ruano de la Haza, “An Early Rehash of Peribañez”, en Bulletin of the 
Comediantes, vol. XXV, 1983, pp. 6-29, y “En torno a una edición crítica de La 
vida es sueño de Calderón”, en La Comedia, publicado por Jean Canavaggio, 
Madrid, Colección de la Casa de Velázquez, núm. 48, 1995, pp. 77-90.
 42 Lope de Vega, El peregrino en su patria, edición, introducción y notas de Juan 
Bautista Avalle-Arce, Madrid, Editorial Castalia, 1973, pp. 57-64.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
Lo sagrado, la magia, el sentimiento
En toda la Cristiandad, la Biblia esobjeto de usos propiciatorios 
que no suponen la lectura de su texto sino su presencia lo más cerca 
posible de los cuerpos. En toda la Cristiandad, igualmente, el libro 
de magia resulta investido por una carga de sacralidad que da saber 
y poder a aquel o aquella que lo lee pero que, al mismo tiempo, lo 
subyuga.43 Los libros de magia encierran esa doble fuerza, ya sean 
impresos, como lo son las múltiples ediciones del Gran y el Pequeño 
Alberto, o manuscritas, como los grimorios copiados y conservados 
con temor. Sus lectores son invadidos y embargados por el libro 
que los somete a su poder. Semejante captura no puede enunciarse 
sino en dos lenguajes: primero, el de la posesión diabólica; luego, 
el de la locura provocada por el exceso de lectura.44
En el siglo XVIII, los mismos cuerpos indican, para lo peor o en 
ocasiones lo mejor, los poderes del libro y los peligros o los beneficios 
de la lectura. El discurso se medicaliza, construyendo una patología 
del exceso de lectura considerado como una enfermedad individual 
o una epidemia colectiva. La lectura sin control es considerada pe-
ligrosa porque asocia la inmovilidad del cuerpo y la excitación de la 
imaginación. Por ello, acarrea los peores males: la congestión del 
estómago y de los intestinos, el desarreglo de los nervios, el agota-
miento del cuerpo. Los profesionales de la lectura, o sea, los hombres 
de letras, son los más expuestos a tales desarreglos, fuentes de la 
enfermedad que es por excelencia la suya: la hipocondría.45 Por otra 
 43 Seguimos aquí el magnífico análisis de Daniel Fabre, “Le livre et sa magie”, en 
Pratiques de la lecture, bajo la dirección de Roger Chartier, Marsella, Rivages, 1985 
(Petite Bibliothèque Payot, núm. 167, Payot, 1993, pp. 231-263). Para los poderes 
mágicos de los textos manuscritos, cf. Fernando Bouza, Corre manuscrito, op. cit., 
capítulo II, “Tocar las letras. Cédulas, nóminas, cartas de toque, resguardo y daño 
en el Siglo de Oro”, pp. 85-108. [Hay versión en español: Prácticas de la lectura, sin 
indicación de traductor, La Paz, Bolivia, Plural Editores, 2002.]
 44 Giordana Charuty, Le couvent des fous. L’internement et ses usages en Languedoc 
aux XIXe et XXe siècles, París, Flammarion, 1985.
 45 Cf. Samuel Tissot, De la santé des gens de lettres, París, Chez Pierre-François Didot 
le jeune, 1768, presentado por François Azouvi, Ginebra-París, Slatkine, 1981; y 
Roger Chartier, “L’homme de lettres”, en L’Homme des Lumières, bajo la 
dirección de Michel Vovelle, París, Éditions du Seuil, 1996, pp. 159-209, en 
particular pp. 196-199. [Hay versiones en español: Aviso á los literatos, y á las 
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
parte, el ejercicio solitario de la lectura conduce a un desvío de la 
imaginación, al rechazo de la realidad, a la preferencia otorgada a 
la quimera. De ahí, la proximidad entre el exceso de lectura y los 
placeres solitarios. Las dos prácticas acarrean los mismos síntomas: 
la palidez, la inquietud, la postración.46 El peligro es máximo cuando 
la lectura es lectura de una novela, y el lector una lectora retirada 
en la soledad. En adelante, la lectura es pensada a partir de sus 
efectos corporales y esa somatización de una práctica, cuyos peligros 
eran tradicionalmente designados con ayuda de categorías filosófi-
cas o morales,47 es quizá el primer signo de la fuerte mutación de 
los comportamientos y de las representaciones que caracterizaría 
la “revolución de la lectura”.48
Pero el cuerpo también puede revelar la emoción más sincera, 
aquella producida por la identificación con un texto que procura 
un conocimiento pragmático de las cosas y de los seres y hace 
interiorizar, en la evidencia del sentimiento, la división entre el 
bien y el mal. Es semejante perturbación de los sentidos lo que, 
para Diderot, produce la lectura de Richardson. Él describe así su 
emoción al leer el relato del entierro de Clarissa en una carta a 
Sophie Volland del 17 de septiembre de 1761: “Mis ojos se llenaron 
de lágrimas; no podía seguir leyendo; me levanté y comencé a 
afligirme, a apostrofar al hermano, a la hermana, al padre, la ma-
dre y los tíos, y a hablar en voz alta, para el gran asombro de 
Damilaville, que no entendía nada ni de mi arrebato ni de mis 
discursos, y que me preguntaba con quién estaba enojado”.49 
personas de vida sedentaria sobre su salud, trad. del Dr. Alexandro Ortiz y 
Márquez, Zaragoza, Francisco Moreno, 1771; El hombre de la Ilustración, trad. de 
José Luis Gil Aristu, Madrid, Alianza Editorial, 1995.]
 46 Thomas W. Laqueur, Solitary Sex. A Cultury History of Masturbation, Nueva York, 
Zone Books, 2003. Trad. francesa: Le Sexe en solitaire. Contribution à l’histoire 
culturelle de la sexualité, París, Gallimard, col. N.R.F.-Essais, 2005. [Hay versión 
en español: El sexo en solitario. Una historia cultural de la masturbación, trad. de 
Marcos Mayer, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.]
 47 B. W. Ife, Reading and Fiction in Golden-Age Spain. A Platonist Critique and Some 
Picaresque Replies, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, pp. 49-83.
 48 Roger Chartier, “Livres, lecteurs, lectures”, en Le Monde des Lumières, bajo la 
dirección de Vincenzo Ferrone y Daniel Roche, París, Fayard, 1999, pp. 285-293.
 49 Denis Diderot, Correspondance, editado por Laurent Versini, París, Robert 
Laffont, 1997, p. 348.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
Algunos meses más tarde, en el Éloge de Richardson, que redacta 
para el Journal étranger, precisamente a Damilaville atribuye las 
reacciones que habían sido las suyas: 
Estaba con un amigo cuando me entregaron el entierro y el tes-
tamento de Clarisse, dos fragmentos que el traductor francés 
había suprimido, sin que se sepa demasiado por qué. Este amigo 
es uno de los hombres más sensibles que yo conozca, y uno de 
los más ardientes fanáticos de Richardson: poco falta para que lo 
sea tanto como yo. Hete aquí que se adueña de los pliegos, que 
se retira a un rincón y se pone a leer. Yo lo examinaba: primero 
veo que se le caen las lágrimas, pronto se interrumpe, solloza; de 
pronto se levanta, camina sin saber a dónde va, lanza gritos como 
un hombre desolado y dirige los reproches más amargos a toda 
la familia de los Harloves.50
Movimientos del cuerpo y del alma cada vez más violentos ritman 
la irreprimible perturbación que invade al lector, los llantos, los 
sollozos, la agitación, los gritos y, finalmente, las imprecaciones, 
manifiestan así, según la bella fórmula de Jean Starobinski, que “la 
energía cuya fuente es la novela puede ser totalmente revertida en 
la vida real”.51
Poderes del impreso, poderes del códice
Reflexionar sobre los poderes del impreso, pues, obliga a una do-
ble comprobación. La primera pone en guardia contra una iden-
tificación demasiado presurosa entre el impreso y el libro. La in-
 50 Denis Diderot, Éloge de Richardson, en Denis Diderot, Arts et lettres (1739-1766), 
Critique I, editado por Jean Varloot, París, Hermann, 1980, pp. 181-208. Sobre este 
texto, cf. Roger Chartier, Inscrire et effacer, op. cit., capítulo VII, “Le commerce du 
roman. Les larmes de Damilaville et la lectrice impatiente”, pp. 155-175.
 51 Jean Starobinski, “‘Se mettre à la place’. (La mutation de la critique, de l’âge 
classique à Diderot)”, en Cahiers Vilfredo Pareto, núm. 38-39, 1976, pp. 364-378, 
cita p. 377.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
vención de Gutenberg permitió la producción masiva y la gran 
diseminación de objetos impresos que no son libros. Estos impre-
sos sin cualidades, que sobrevivieron mal el tiempo de su utilidad, 
transformaron profundamente las prácticas sociales. Hicieron más 
necesaria la adquisición del saber leer y, para aquellos que abrían 
sus espacios blancos a las menciones manuscritas, la del saber escri-
bir. En sus formas más humildes y más frágiles, pues, el impreso tuvo 
por primer y paradójico poderel de fortificar la escritura a mano e 
indicarle nue vos usos.52
Una segunda comprobación, vinculada con la fuerza poderosa e 
inquietante del libro, conduce a reubicar el libro impreso en una 
duración más larga. A despecho del título de la obra justamente 
famosa de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin,53 el libro, nuestro 
libro, hecho de hojas y de páginas, no aparece con la imprenta. Por 
lo tanto, hay que tener cuidado de no atribuir a la prensa y a los 
caracteres móviles innovaciones textuales (índices, sumarios, con-
cordancias, foliación, paginación) o usos que acompañaron, más 
de diez siglos antes, la invención que los hizo posibles: la del codex. 
Al reemplazar el rollo por una forma nueva de libro, esta primera 
revolución permitió gestos que eran totalmente imposibles ante-
riormente: por ejemplo, hojear el libro, localizar un pasaje con fa-
cilidad, utilizar un índice, escribir leyendo.54 Entre los siglos II y IV 
se impone la nueva forma de libro que heredará la imprenta y que 
se constituye en el fundamento de la sedimentación histórica de 
muy larga duración que, hasta la revolución digital, definía al mismo 
tiempo el orden de los discursos y el de los libros.
 52 Peter Stallybrass, “‘Little Jobs’, Broadsides and the Printing Revolution”, en Agent 
of Change, op. cit., pp. 315-341.
 53 Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, L’Apparition du livre, prólogo de Paul Chalus, 
París, Albin Michel, 1958 (col. Bibliothèque de l’Évolution de l’humanité, núm. 33, 
1999). [Hay versión en español: La aparición del libro, trad. de Agustín Millares 
Castro, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.]
 54 Guglielmo Cavallo, “Testo, libro, lettura”, en Lo spazio letterario di Roma antica, 
editado por Guglielmo Cavallo, Paolo Fedeli, Andrea Giardina, tomo II, La 
circolazione del testo, Roma, Salerno, 1989, pp. 307-334, y “Libro e cultura scritta”, 
en Storia di Roma, editado por Andrea Giardina y Aldo Schiavone, tomo IV, 
Caratteri e morfologie, Bolonia, Einaudi, 1989, pp. 293-734. Cf. también Les Débuts 
du codex, editado por Alain Blanchard, Turnhout, Brepols, 1989.
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
Si la aparición del codex es su primera herencia, una segunda 
ruptura se ubica en los siglos XIV y XV, antes de la invención de 
Gutenberg, y consiste en la aparición del “libro unitario”, según 
la expresión de Armando Petrucci. Este reúne en una misma en-
cuadernación las obras de un solo autor, incluso hasta una sola 
obra.55 Si esta realidad material era la regla para los corpus jurídi-
cos, las obras canónicas de la tradición cristiana o los clásicos de 
la Antigüedad, no ocurría lo mismo con los textos en lengua vulgar 
que, generalmente, se encontraban reunidos en misceláneas que 
contenían textos muy diversos. Precisamente alrededor de figuras 
como Petrarca o Boccaccio, Christine de Pisan o René d’Anjou es 
como nace, para los escritores “modernos”, el “libro unitario”, es 
decir, un libro donde se anuda el lazo entre el objeto material, la 
obra (en el sentido de una obra particular o de una serie de obras) 
y el autor.
El tercer tiempo de la historia larga que une objeto, obra y libro, 
a todas luces, es la invención de la prensa para imprimir y de los 
caracteres móviles a mediados del siglo XV. A partir de ese mo-
mento, sin que haga desaparecer, ni mucho menos, la publicación 
manuscrita, la imprenta se convierte en la técnica más utilizada para 
la reproducción del escrito y la producción de los libros.
Nosotros somos los herederos de esas tres historias. Primero, por 
la definición del libro, que es para nosotros, al mismo tiempo, un 
objeto diferente de los otros objetos de la cultura escrita y una obra 
intelectual o estética dotada de una identidad y de una coherencia 
asignadas a su autor. Luego, y más ampliamente, por una percepción 
de la cultura escrita fundada en las distinciones inmediatas, mate-
riales, entre objetos que tienen géneros textuales diferentes y que 
implican usos diferentes.
 55 Armando Petrucci, “Dal libro unitario al libro miscellaneo”, en Società e imperio 
tardoantico, vol. 4, Tradizioni dei classici, transformazione della cultura, editado 
por Andrea Giardina, Bari, Laterza, 1986, pp. 173-187. Trad. inglesa: Armando 
Petrucci, “From the Unitary Book to Miscellany”, en Writers and Readers 
in Medieval Italy. Studies in the History of Written Culture, editado y traducido 
por Charles M. Radding, New Haven y Londres, Yale University Press, 1995, 
pp. 1-18.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
La textualidad digital
Es tal orden de los discursos lo que cuestiona la textualidad electró-
nica. En efecto, es el mismo soporte, en este caso la pantalla de la 
computadora, el que hace aparecer frente al lector los diferentes 
tipos de textos que, en el mundo de la cultura manuscrita y a fortiori 
de la cultura impresa, eran distribuidos entre objetos distintos. 
Todos los textos, cualesquiera que fueren, son producidos o reci-
bidos en un mismo soporte y en formas muy semejantes, general-
mente decididas por el mismo lector. Se crea así una continuidad 
textual que ya no diferencia los géneros a partir de su inscripción 
material. Por ello, es la percepción de las obras como tales lo que 
se vuelve más difícil. La lectura frente a la pantalla es generalmente 
una lectura discontinua, que busca a partir de palabras clave o de 
rúbricas temáticas el fragmento del que quiere apropiarse: un ar-
tículo en un periódico electrónico, un pasaje en un libro, una in-
formación en un sitio, y esto, sin que necesariamente deba ser co-
nocida, en su identidad y su coherencia propias, la totalidad textual 
de la que es extraído ese fragmento.
Se rompe así la relación que visibiliza la coherencia de las obras, 
imponiendo la percepción de la entidad textual que las sostiene 
incluso a aquel o aquella que no quieren leer más que algunas pá-
ginas. No ocurre lo mismo en la textualidad digital, puesto que allí 
los discursos no están ya inscritos en objetos que permiten clasifi-
carlos, jerarquizarlos y reconocer en su identidad propia. Aquí los 
fragmentos están descontextualizados, yuxtapuestos, indefinida-
mente recomponibles, sin que sea necesaria o deseada la compren-
sión de su situación en la obra de la que fueron extraídos.56
Se objetará que siempre fue así en la cultura escrita, amplia y 
duraderamente construida a partir de compendios de extractos, de 
antologías de lugares comunes (en el sentido noble del Renacimiento),57 
 56 Roger Chartier, “Language, Books, and Reading from the Printed Word to the 
Digital Text”, en Critical Inquiry, “Arts of Transmission”, editado por James 
Chandler, Arnold I. Davidson y Adrian Johns, vol. 31, núm. 1, otoño de 2004, 
pp. 133-152.
 57 Ann Moss, Printed Commonplace-Books and the Structuring of Renaissance 
Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996; y Francis Goyet, Le Sublime du “lieu 
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
de fragmentos escogidos.58 Por cierto. Pero en la cultura del impreso 
el desmembramiento de los escritos es acompañado de su contrario: 
su circulación en formas que respetan su integridad y que, en oca-
siones, los reúnen en “obras”, completas o no. Además, en el mismo 
libro, los fragmentos son necesariamente, materialmente, referidos 
a una totalidad textual, reconocible como tal.
El mundo digital es portador de una promesa seductora, ofrecida 
por la capacidad de la nueva técnica de inventar formas de escritura 
originales, liberadas de las coerciones impuestas, a la vez, por la 
morfología del códice y el régimen jurídico del copyright. Esa escri-
tura polifónica y palimpséstica, abierta y maleable, infinita y move-
diza, atropella las categorías que, desde el siglo XVIII, son el funda-
mento de la propiedad literaria y de los hábitos de lectura.59 En el 
espacio digital no es el objeto escrito el que es plegado, como en el 
caso de la hoja del libro manuscrito o impreso, sino el texto mismo. 
Por lo tanto, la lecturaconsiste en “desplegar” esa textualidad mó-
vil e infinita.60 Semejante lectura constituye en la pantalla unidades 
textuales efímeras, múltiples y singulares, compuestas a voluntad 
del lector, que en nada son páginas definidas de una vez por todas. 
Es en este sentido como la promesa también es un desafío.
La metáfora de la navegación digital, que ya es tan familiar, indica 
con acuidad las características de una nueva manera de leer, seg-
mentada y discontinua. Si está en armonía con los textos de natu-
raleza antológica o enciclopédica, fragmentados por su misma cons-
trucción, impone una comprensión inédita, y acaso mutiladora, de 
las obras que fueron (y son) escritas como narraciones, argumenta-
commun”. L’invention rhétorique dans l’Antiquité et à la Renaissance, París, 
Honoré Champion, 1996.
 58 Emmanuel Fraisse, Les Anthologies en France, París, PUF, 1997.
 59 Milad Doueihi, La Grande Conversion numérique, París, Éditions du Seuil, 2008; 
y Pour un humanisme numérique, París, Éditions du Seuil, 2011. [Hay versión 
en español: La gran conversión digital, sin indicación de traductor, México, Fondo 
de Cultura Económica, 2010.]
 60 Antonio R. de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los Libros de 
Fundesco, 1991, pp. 81-164; y “El libro de arena. Transformaciones de la escritura 
y de la literatura”, en El eBook y otras pantallas. Nuevas formas, posibilidades y 
espacios para la lectura, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 2010, 
pp. 15-26.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
ciones o demostraciones coherentes y articuladas en las cuales cada 
elemento, cada fragmento tiene su razón, su lugar y su función.
La tensión entre la concepción de la obra y las modalidades de 
su lectura es particularmente aguda para las generaciones más jó-
venes de lectores que entraron en la cultura escrita frente a la pan-
talla de la computadora. Su práctica de lectura, muy inmediata y 
espontáneamente habituada a la fragmentación de los textos, cua-
lesquiera que sean, tropieza de frente con las categorías forjadas a 
partir del siglo XVIII para definir las obras a partir de su singulari-
dad y de su totalidad. El desafío no es menor. Puede conducir, ya 
sea a la posible introducción en la textualidad digital de dispositivos 
capaces de perpetuar los criterios clásicos de definición y de per-
cepción de las obras, que son aquellos mismos que fundan la pro-
piedad literaria, ya al abandono de esos criterios en provecho de 
una nueva manera de percibir y de pensar el escrito, considerado 
como un discurso continuo en el cual el lector recorta y recompone 
los textos con total libertad.
¿Cuál de los dos posibles futuros se hará realidad? La historia no 
da la respuesta. La única competencia de los historiadores, pobres 
profetas, es recordar que, en la larga duración de la cultura escrita, 
cada mutación (la aparición del códice, la invención de la imprenta, 
las revoluciones de la lectura) siempre produjo una coexistencia 
original entre los gestos del pasado y las nuevas técnicas. Cada vez, 
la cultura escrita confirió papeles inéditos a los objetos y a las prác-
ticas antiguas: el rollo en el tiempo del códice, la publicación ma-
nuscrita en la edad del impreso. Es tal reorganización de la cultura 
escrita lo que impone la revolución del presente, y es dable suponer 
que, como en el pasado, los escritos se redistribuirán entre los so-
portes antiguos y nuevos que permiten inscribirlos, publicarlos y 
transmitirlos.
No obstante, permanece el hecho inédito de la disociación, hasta 
de la contradicción entre las categorías que constituyeron un orden 
del discurso fundado en el nombre de autor, la identidad de las 
obras y la propiedad intelectual y, por otra parte, el radical cuestio-
namiento de estas nociones articuladas unas con otras por el mundo 
digital que torna posible en la escritura lo que Michel Foucault 
deseaba para la palabra: “Más que tomar la palabra, yo habría que-
P O D E R E S D E L I M P R E S O | 
rido ser envuelto por ella, y llevado mucho más allá de todo co-
mienzo posible. Me habría gustado percibir que en el momento de 
hablar, una voz sin nombre me precedía desde hace tiempo”.61
 61 Michel Foucault, L’Ordre du discours, lección inaugural en el Colegio de Francia 
pronunciada el 2 de diciembre de 1970, París, Gallimard, col. Blanche, 1971, p. 7. 
[Hay versión en español: El orden del discurso, trad. de Alberto González Troyano, 
Barcelona, Tusquets Editores, 1987.]
2
La mano del autor
¿Qué es un libro? La pregunta nos obsesiona en estos tiempos de 
mutaciones de la cultura escrita. Pero no es nueva. Kant la formula 
explícitamente en 1798 en los Principios metafísicos de la doctrina del 
derecho.1 La primera razón de esto es su participación en el debate 
abierto en Alemania desde 1773 sobre las falsificaciones de libros y la 
propiedad literaria.2 Esta discusión, que implica a filósofos, poetas 
y editores, radica en los rasgos específicos de la actividad de edición 
en el Imperio germánico. La fragmentación política del Imperio en 
múltiples soberanías, en efecto, impone fuertes límites a los privile-
gios de librería cuya legalidad solo vale para un territorio particular, 
a menudo muy restringido. Por consiguiente, la reproducción de las 
mismas obras fuera del principado o de la ciudad que concedió el 
privilegio de librería es masiva y, si bien es juzgada como jurídica-
mente legítima por los libreros situados en otros Estados, es consi-
derada como intelectualmente ilegítima por los autores y sus prime-
ros editores, que se piensan como injustamente expoliados de su 
derecho. Para Kant, como para Klopstock, Becker o Fichte,3 por lo 
 1 Kant, “Qu’est-ce qu’un livre?”, en Métaphysique des mœurs, tomo II, Doctrine du 
droit, Doctrine de la vertu, trad. de Alain Renaut, París, Garnier-Flammarion, 1994, 
pp. 94-96. Cf. también Emmanuel Kant, Qu’est-ce qu’un livre? Textes de Kant et de 
Fichte, traducidos y presentados por Jocelyn Benoist, París, Presses Universitaires de 
France, 1995, pp. 133-135. [Hay versión en español: La metafísica de las costumbres, 
trad. y notas de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho, Madrid, Tecnos, 1999.]
 2 Cf. Martha Woodmansee, The Author, Art, and the Market. Rereading the History 
of Aesthetics, Nueva York, Columbia University Press, 1994, pp. 51-53.
 3 Johann Gottlieb Fichte, “Preuve de l’illégitimité de la reproduction des livres, un 
raisonnement et une parabole”, en Emmanuel Kant, Qu’est-ce qu’un livre? Textes 
de Kant et de Fichte, op. cit., pp. 139-170.
 | L A M A N O D E L A U T O R Y E L E S P Í R I T U D E L I M P R E S O R
tanto, se trata de formular los principios capaces de justificar la pro-
piedad de los autores sobre sus escritos independientemente de los 
privilegios otorgados por los príncipes o las ciudades y, al mismo 
tiempo, de hacer reconocer la remuneración de los autores por sus 
editores, no como un favor, una gracia o un honorarium, sino como 
una justa retribución del trabajo intelectual.
La doble naturaleza del libro
Pero hay otra razón a la cuestión que plantea Kant en la Doctrina 
del derecho de la Metafísica de las costumbres. Semejante doctrina 
está teóricamente apartada de toda circunstancia específica, de todo 
objeto particular, puesto que su propósito es establecer principios 
universales a priori haciendo abstracción de los casos singulares. Así 
es como Kant funda la distinción entre los diferentes derechos que 
pueden ser adquiridos por contrato sobre la forma misma de esos 
contratos, y no la materia de los intercambios. Las tres clases así 
distinguidas son los contratos de beneficencia (préstamos, donacio-
nes), los contratos onerosos, subdivididos en contratos de alienación 
(intercambio, venta, préstamo) y contratos de locación (locación 
de una cosa o de la fuerza de trabajo, procuraciones, que suponen 
un mandatum), y los contratos de garantía (prenda, caución).
¿Por qué Kant

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