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TEORÍA DE LOS JUEGOS Roger Caillois TEORÍA DE LOS JUEGOS Traducción española de RAMÓN GIL NOVALES EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A. BARCELONA 1958 Título de la obra original: THÉORIE DES JEUX Fragmentos de esta obra aparecieron en las revistas Diogene y Preuves, y la mayor parte de su contenido ha sido recogido en el libro Le Jeu et les Hommes, Gallimard, París 1958, © Editorial Seix Barra!, S. A .• Barcelona PRINTED IN SPAIN DEPÓSITO LEGA.L, B. 5231. -1958, IMPRESO EN ESPAÑA I. G, Selx y Barra! Hnos., S. A. • Provenza, 219 • BARCELONA PROLOGO Schiller ha sido sin duda uno de los primeros y tal vez el primero en subrayar la importancia emcep- cional del juego en la vida de la cultura. En la dé- cimoquinta de sus Cartas sobre la educación esté- tica del hombre dice: "Quede bien entendido que el hombre sólo juega en cuanto es plenamente tal, y sólo es hombre com- pleto cuando juega". Pero hay más aún: el autor ima- gina en el mismo temto la posibilidad de llegar a un modo de diagnóstico sobre los caracteres de las dis- tintas culturas. Estima en efecto que al comparar las carreras de Londres, las corridas de toros en Madrid, los espectáculos del París de antaño, las regatas de Venecia, las luchas de fieras de Viena y la vida ale• gre del Oorso en Roma no sería difícil determinar "los matices del gusto en cada uno de esos pueblos distintos" (1). Preocupado, empero, en emtraer del juego la esen- (1) Brieter über itstheti8che Erziehung der Menschen. Citada según la traducción francesa de las obras del autor, vol. VIII, París, 1862. Véanse también las cartas 14, 16, 20, 26 y 27. 7 cia del arte, se olvida del juego en sí para presentwr la teoría sociológica implicada en la frase transcri- . ta .. Ello no obsta ni excluye el que la cuestión quede planteada y el que ei juego sea tomado en serio. Schiller insiste en la exuberancia radiante del ju- gador y en la amplitwd reservada a su elección en todo momento. El juego y el wrte nacen de un exceso d.e energía vital, que, una vez cubiertas las necesi- da.des inmed,iatas, el niño y el hombre emplean en la imitación desinteresada y gozosa de actitudes efec- tivas. De donde Spencer deduce que "el juego es una dramatización de la actividad del adulto". Y Wundt, sin razón más f1ecidido y tajante: "El jue- go es el niño del trabajo, no hay forma de juego que no encuentre su modelo en alguna ocupación seria que le precede en el tiempo". La fórmula hizo fortuna y seducidos por ella et- nógrafos e historiadores se empeñaron en encontrar -con éxito muy vwrio -, en los juegos de los niños, la supervivencia de alguna práctica religiosa o de magia caída ya en desuso. Y sin embwrgo, no es tan fácil distinguir los modelos del dominó, del juego de damas, del ajedrez, del boliche, del billwr y del chi- lindrón. N o se aciertan a ver bien los trabajos y ocu- paciones de los que dichos juegos serían la transpo- sición. En 1896, Karl Groos estimó que los juegos eran ejercicios mediante tos cuales los niños o los animales jóvenes se prepara;n a las tareas de la vida de los adultos. Por una extraña pMadoja, Groos ve en el juego la razón de ser de la juventud: "Los animales no juegan por el hecho de ser jóvenes, son 8 jóvenes porque tienen que jugar” (2). Si juegan al escondite — dice — es porque se sienten en obligación de aprender a escapar de sus enemigos. Claro es que de manera general no hay duda de que los juegos desarrollan el cuerpo, el carácter y la inteligencia, mas no se puede pretender que cada juego corres- ponda a una actividad determinada de la cual cons- tituya en cierto modo el aprendizaje. Los juegos no enseñan oficios, desarrollan aptitudes. El juego de prendas lleva al niño a dominar sus reflejos, lo cual será útil en muchas ocasiones. En este sentido se ha podido decir que los juegos cumplen mejor su papel docente cuanto en menos grado pretenden ser una réplica de la realidad. Un paso más y la situación da vuelta. Si los jue- gos no son copia, sino la anticipación de actividades serias, sería legítimo derivar del espíritu del juego el conjunto de la cultura. El juego engendra la nor- ma y el refinamiento, estimula la invención y la li- bertad, substituyéndolas a la necesidad, la monoto- nía y a la violencia de la naturaleza. Frente a la prodigalidad ciega y brutal de la naturaleza, el es- píritu del juego inventa el orden, la economía, la justicia. Huizinga defendió esta tesis que del juego hace surgir la civilización. Yo tomo el problema en el punto que él lo dejó. La teoría de Huizinga recarga los juegos de un peso abrumador. Si esta misión capital que les atribuye y que no deja casi nada al margen de ella, les es reconocida en verdad, es nece- ntc (2) Les jeue des animauz, ed. francesa, París 1902, p. ME cf. págs. 62-69. sario que sean cosa distinta de lo que se había ima- ginado que fueran. Cuentan entre las actividades esenciales de la especie y deben expresar las tenden- cias fundamentales y decisivas a la vez, constantes y universales, siempre vivas y triunfantes. He tratado de descubrir en primer lugar los im- pulsos primarios serios que mutuamente definen y oponen las categorías cardinales de los juegos. Este estudio constituye la primera parte de la presente obra. Si estos resortes son tan poderosos como se piensa, no es concebible que manifiesten su influen- cia únicamente en el mundo reducido de la distrac- ción. Conviene seguir su curso en el conjunto de la realidad, en la vida cotidiana y al través de las ins- tituciones. En fin, siendo las culturas tan diversas, - ¿quién sabe si su estilo propio no viene de la prefe- rencia que acordaron a uno u otro de dichos instin- tos decisivos? Estos últimos no se conforman a las mismas soluciones, no entrañan las mismas conse- cuencias, no consolidan los mismos valores, y de ahí la teoría generalizada de los juegos, que forma la segunda parte del volumen. Ya sé muy bien que una construcción de este gé- nero refleja una ambición ingenua, una loca temeri- dad. Sin embargo acepto el reto. Las ciencias del hombre no son, después de todo, tan rigurosas ni completas que en principio pueda parecer absurdo proponer, si el caso llega, una clasificación nueva y general de los datos, una organización nueva y cohe- rente de las verosimilitudes del saber. 10 DEFINICIÓN En 1933, el rector de la universidad de Leyde, J, Huizinga, eligió como tema de su discurso so- lemne “Los límites del juego y de lo serio en la cul- tura”. Después insistió en las mismas tesis, amplián- dolas en un trabajo original y de gran aliento, pu- blicado en 1938: Homo ludens. Esta obra es discu- tible en la mayoría de sus afirmaciones, aunque por su propio carácter abre caminos extremadamente fecundos a la investigación y al pensamiento. En todo caso cabe a Huizinga el perdurable honor de haber analizado magistralmente varios de los carac- teres fundamentales del juego y de haber demostra- do la importancia de su papel en el desarrollo mis- mo de la civilización. Por una parte, pretendía dar una definición exacta de la naturaleza esencial del juego; por otra parte, se esforzaba en esclarecer la parte del juego que atormenta o.que vivifica las principales manifestaciones de toda cultura: las ar- 11 tes como la filosofía, la poesía lo mismo que las ins- tituciones jurídicas, y hasta ciertos aspectos de la guerra cortés, Huizinga realizó brillantemente esa demostra- ' ción y aunque descubre el juego donde nadie, antes que él, había sabido reconocer su presencia o su in- fluencia, descuida deliberadamente, como dándola por sabida, la descripción y clasificación de los jue- gos mismos, como si todos respondieran a las mis- mas necesidades y tradujeran indiferentemente la misma actitud psicológica. Su obra no es un estu- dio de los juegos, sino una investigación sobre lafecundidad del espíritu de juego en el ámbito de la cultura y, más concretamente, del espíritu que pre- side una cierta especie de juegos: los de competi- ción reglamentada. El examen de las fórmulas ini- ciales usadas por Huizinga para circunscribir el campo de sus análisis, ayuda a comprender las ex- trañas lagunas de su investigación, por lo demás de todo punto notable. Huizinga define el juego de la manera siguiente: “Desde el punto de vista de la forma, se puede definir el juego, en breves términos, como una ac- ción libre, seutida como ficticia y situada al margen de la vida cotidiana, capaz sin embargo de absorber totalmente al jugador; una acción desprovista de todo interés material y de toda utilidad, que acon- tece en un tiempo y en un espacio expresamente de- terminados, se desarrolia con orden a unas reglas establecidas y suscita en la vida las relaciones en- tre grupos que, deliberadamente, se rodean de mis- 12 terio o acentúan mediante el disfraz su extrañeza frente al mundo habitual (1)”. Semejante definición, en que todas las palabras son preciosas y llenas de sentido, es a la vez dema- siado amplia y de corto alcance. Es meritorio y fecundo haber captado la afinidad que existe entre el juego y el secreto o el misterio, pero esta conni- vencia no debiera entrar sin embargo en una defi- nición del juego, el cual casi siempre es espectacu- lar, cuando no ostentoso. Indudablemente, el secreto, el misterio, el disfraz, en una palabra, se prestan a una actividad de juego, pero conviene agregar en seguida que esta actividad se ejerce necesariamente en detrimento del secreto y del misterio. Ella lo expone, lo manifiesta y, en cierto modo, lo gasta. En una palabra, tiende a desarraigarlo de su pro- pia naturaleza, Por el contrario, cuando el secreto, la máscara, el vestido, desempeñan una función sa- cramental, se puede asegurar que no hay juego, sino institución. o Por su naturaleza, todo lo que es misterio o simu- lacro está próximo al juego. Pero es preciso que prevalezca la parte de la ficción y del recreo; es de- cir que el misterio no sea reverenciado y que el simu- lacro no sea comienzo o signo de metamorfosis y posesión. (1) Homo ludens, trad. francesa. París, págs. 34-35. En las pá- ginas 57-58 se encuentra otra definición menos rica, aunque también A Tue es una acción o una actividad voluntaria, realizada en ciertos límites fijos de tiempo y lugar, según una regla libre- mente consentida, pero absolutamente imperiosa, provista de un fin en sí, acompañada de una sensación de tensión y de júbilo, y de la conciencia de ser de otro modo que en la vida real,” 18 En segundo lugar, la parte de la definición de Huizinga que presenta el juego como una acción des- provista de todo interés material, excluye lisa y buenamente las apuestas y los juegos de azar; es decir, por ejemplo, las casas de juego, los casinos, los hipódromos, las loterías que, para bien o para mal, ocupan precisamente una parte importante en la economía y la vida cotidiana de los diferentes pueblos, bajo tormas, es verdad, infinitamente varia- bles, pero en las que, por ello mismo, la constancia de la relación entre azar y provecho resulta tanto más impresionante. Los juegos de azar, que son tam- bién los juegos de dinero, no ocupan prácticamente ningún lugar en la obra de Huizinga. Tal actitud preconcebida no deja de tener consecuencias. Ciertamente es mucho más difícil establecer la fe- cundidad cultural de los juegos de azar que la de los de competición. Sin embargo, la influencia de los jue- gos de azar no es por ello menos considerable, aun si se la estima nociva. Además, el no tomarlos en consideración lleva a dar del juego una definición que afirma o sobreentiende que el juego no acarrea ningún interés de orden económico. Ahora bien, es necesario distinguir. En algunas de sus manifesta- ciones, el juego es por el contrario lucrativo o rui- noso en sumo grado y está destinado a serlo. Ello no impide que este carácter se avenga con el hecho de que el juego, aun bajo su forma de juego de dine- ro, resulte rigurosamente improductivo. La suma de ganancias, en el mejor caso, no podría ser más que igual a la suma de pérdidas de los otros jugadores. 14 Casi siempre es inferior, a causa de gastos generales, impuestos o beneficios del empresario, el único que . no juega o cuyo juego está preservado contra el azar por la ley de los grandes números; es decir, el único que no puede experimentar placer en el juego. Hay traslado de propiedad, pero no producción de bienes. En efecto, es una característica del juego el no crear ninguna riqueza, ninguna obra. Por esto se diferen- cia del trabajo o del arte. Al final de la partida todo puede y debe quedar igual que estaba, sin que haya surgido nada nuevo: ni cosechas ni objeto manufac- turado, ni obra maestra, ni capital acrecentado. El juego es ocasión de puro gasto: de tiempo, de ener- gía, de ingeniosidad, de habilidad y, a menudo, de dinero para la compra de los accesorios del juego o para pagar eventualmente el alquiler del local. En cuanto a los profesionales, boxeadores, ciclistas, ]i- netes O actores que se ganan la vida en el cuadrilá.- tero, la pista, el hipódromo o las tablas, y que deben pensar en el sueldo, prima o paga por actuación, está claro que en esto no son jugadores, sino hombres de oficio. Cuando juegan, lo hacen a cualquier otro juego. Por otra parte, no hay auaa de que el juego debe ser definido como una actividad libre y volun- taria, fuente de alegría y diversión. Un juego en el que uno se viera obligado a participar, cesaría en seguido de ser un juego: se convertiría en una obli- gación, en una molestia de la que uno se daría prisa en librarse. Obligatorio o simplemente recomendado, perdería uno de sus caracteres fundamentales: el 15 hecho de que el jugador se entregue a él espontánea- mente, de buena gana y para su placer, teniendo siempre entera libertad de preferir la retirada, el silencio, el recogimiento, la soledad ociosa o una actividad fecunda. De ahí la definición que Valéry propone del juego: hay juego allí donde “el tedio puede desligar lo que el ánimo había ligado” (2). No existe más que allí donde los jugadores tienen deseo de jugar y juegan, aunque sea al juego más absorbente, más agotador, con la intención de di- vertirse y huir de sus preocupaciones; es decir, para apartarse de la vida corriente. Alí donde tienen li- bertad de irse cuando les plazca, diciendo: “No juego más”. En efecto, el juego es esencialmente una ocupa- ción separada, cuidadosamente aislada del resto de la existencia, y en general realizada en límites de- terminados de tiempo y lugar. Hay un espacio den- tro de cuyos límites se juega: según los casos, la rayuela, el tablero de ajedrez, el de damas, el esta- dio, la pista, la palestra, el cuadrilátero, la es- cena, etc. Nada de lo que pase en el exterior de la frontera ideal entra en cuenta. Salir del recinto por error, por accidente o por necesidad, enviar la -pe- lota fuera del campo, ya descalifica, ya lleva tras sí un castigo. Es preciso reanudar el juego en la fron- tera convenida. De igual modo para el tiempo: el partido comienza y acaba con la señal dada. Fre- cuentemente su duración está fijada de antemano. (2) Paul Valéry, Tel quel, 11, París, 1943, pág, 21. 16 Es deshonroso abandonarlo, o interrumpirlo sin cau- sa mayor (gritando “no vale”, por ejemplo, en los juegos infantiles); si cabe se prolonga el partido, se- gún acuerdo de los adversarios o decisión de un ár- bitro. En todos los casos, el dominio del juego es así un universo reservado, cerrado, protegido: un espacio puro. | Las leyes confusas y. embrolladas de la vida or- dinaria están reemplazadas, en este espacio definido y para este tiempo dado,por reglas precisas, arbi- trarias, irrecusables, que es preciso aceptar como tales y que presiden el desarrollo correcto del parti- do. El tramposo, si las viola, finge al menos respe- tarlas. No las discute: abusa de la lealtad de los otros jugadores. Bajo este punto de vista, se debe aprobar a los autores que han subrayado que la falta de honradez del tramposo no destruye el jue- go. Quien lo destruye es el negador que denuncia lo absurdo de las reglas, su naturaleza puramente con- vencional, y que se niega a jugar porque el juego no tiene ningún sentido. Sus argumentos son irre- futables. El juego no tiene otro sentido que el juego mismo. Por otra parte, por esto mismo sus reglas son imperiosas y absolutas: más allá de toda discu- sión. No hay ninguna razón para que sean como soh más bien que de otra manera. Quien no las admite con este carácter, debe necesariamente considerar- las como manifiesta extravagancia. Sólo se juega si se quiere, cuando se quiere y el - tiempo que se quiere. En este sentido, el juego es ana actividad libre. Es, además, una actividad in- A7 TEORÍA DE LOS JUEGOR. - 2 cierta. La duda sobre el desenlace debe permanecer hasta el fin. Cuando en una partida de cartas el resultado deja de ofrecer duda, no se juega más, y todos enseñan su juego. En la lotería, en la ruleta, se apuesta a un número que puede salir o no. En una prueba deportiva, las fuerzas de los campeones de- ben estar equilibradas, a fin de que cada uno pueda defender su oportunidad hasta el fin. Todo juego de habilidad comporta por definición, para el jugador, el riesgo de fallar el golpe, una amenaza de derrota sin la cual el juego dejaría de divertir. De hecho, deja de divertir quien, demasiado preparado o de- masiado hábil, gana sin esfuerzo o infaliblemente. Un desarrollo conocido de antemano, sin posibilidad de error o sorpresa, que lleve claramente a un resul- tado ineluctable, es incompatible con la naturaleza del juego. Es precisa una renovación constante e im- previsible de la situación, tal como se produce en cada ataque o en cada réplica de esgrima o fútbol, en cada intercambio de pelota en el tenis, o incluso en el ajedrez cada vez que uno de los adversarios mueve una pieza. El juego consiste en la necesidad de encontrar, de inventar inmediatamente una res- puesta que es libre dentro de los límites de las re- glas. Esta latitud del jugador, este margen acor- dado a su acción es esencial al juego y explica en parte el placer que éste suscita. Dicho margen es el que da cuenta de usos tan notables y significativos de la palabra “juego” como los que se comprueba en las expresiones “el juego de un artista” o “el juego de un engranaje”, para designar en un caso 18 el estilo personal de un intérprete, en el otro el des- ajuste de una mecánica. | Muchos juegos no permiten reglas, Así, no exis- ten, al menos fijas y rígidas, para jugar a muñecas, a soldados, a guardias y ladrones, a caballos, a la locomotora, al avión, en general a los juegos que suponen una libre improvisación y cuyo principal atractivo proviene del placer de interpretar un pa- pel, de conducirse como sí se fuera alguien o in- cluso algo distinto, una máquina por ejemplo. A pe- sar del carácter paradójico de la afirmación, yo di- ría que aquí la ficción, el sentimiento del como si reemplaza la regla y llena exactamente la misma función. La regla, por sí misma, crea una ficción. El que juega al ajedrez, al marro, al palo, al ba- cará, por el hecho mismo de sujetarse a las reglas respectivas, se encuentra separado de la vida corrien- te, la cual no conoce ninguna actividad que esos juegos intenten imitar más o menos fielmente. Por eso se juega de verdad al ajedrez, al marro, al polo, al bacará. No se obra como si se fuera alguien dis- tinto. Al contrario, siempre que el juego consiste en imitar a la vida, por una parte el jugador no po- dría inventar y seguir reglas que la realidad no permite; por la otra, el juego va acompañado de la conciencia de que la conducta observada es una apa- riencia, una simple mímica. Esta conciencia de la profunda irrealidad del comportamiento adoptado separa de la vida corriente, en lugar de la legislación arbitraria que define otros juegos. La equivalencia es tan precisa que el destructor de juegos, el mismo 19 que hace poco denunciaba lo absurdo de las reglas, se convierte ahora en quien rompe el encanto, quien rehusa brutalmente consentir en la ilusión propues- ta, quien recuerda al muchacho que no es un verda- dero detective, un verdadero pirata, un verdadero caballo, un verdadero submarino; quien recuerda a la muchachita que no cuna un verdadero niño o que no sirve a señoras verdaderas una comida ver- dadera en su vajilla de miniatura. Así, los juegos no son reglamentados y ficticios. Son más bien o reglamentados o ficticios. Y ello a tal punto que si un juego reglamentado aparece en ciertas circunstancias como una actividad seria y fuera del alcance de quien ignora sus reglas, es de- cir si se le presenta como formando parte de la vida corriente, este juego puede en seguida suministrar al profano desorientado y curioso elementos para un simulacro divertido. Se concibe fácilmente que log niños, a fin de imitar a las personas mayores, manipulen al tuntún sobre un tablero ficticio piezas reales o supuestas, y encuentren diversión por ejem- plo, en jugar a “jugar al ajedrez”. Esta discusión, destinada a precisar la natura- leza, el mayor denominador común de todos los jue- gos, tiene al mismo tiempo la ventaja de poner de relieve la diversidad de los mismos y ensanchar sen- siblemente el universo ordinariamente explorado cuando se les estudia. En particular, estas obser- vaciones tienden a agregar a este universo dos nuevos dominios: el de las apuestas y juegos de azar, y el de la mímica e interpretación. Sin embargo, quedan 20 muchos juegos y diversiones que dichas observacio- nes dejan todavía de lado o a los que se adaptan imperfectamente: tales son, por ejemplo, la cometa, la peonza, los acertijos, los solitarios, los crucigra- mas, el tiovivo, el columpio, y ciertas atracciones de feria. Será necesario volverlos a tratar. Por el momento, los análisis precedentes permiten ya de- finir esencialmente el juego como una actividad: 1 — libre: a la cual el jugador no podría obligarse sin que el juego pierda en seguida su naturaleza de diversión atractiva y alegre; 2 —separada: circunscrita en límites de espacio y tiempo precisos y fijados de antemano; 3 — incierta; cuyo desarrollo no podría determinar- se, ni conocerse previamente el resultado, pues cierta latitud en la necesidad de inventar debe obligatoria- mente dejarse a la iniciativa del jugador; 4 —improductiva: que no crea bienes, ni riqueza, ni elemento nuevo de ninguna clase; y, salvo despla- zamiento de propiedad en el seno del círculo de ju- - gadores, acaba en una situación idéntica a la del comienzo de la partida; 5 — reglamentada: sometida a convenciones que sus- penden las leyes ordinarias y que instauran mo- mentáneamente una legislación nueva, que es la úni- ca que cuenta; 21 6 — ficticia: acompañada de una conciencia espe- cífica de realidad segunda o de franca irrealidad en relación a la vida corriente. Estas diversas cualidades son puramente forma- les. No prejuzgan el contenido de los juegos. Sin em- bargo, el hecho de que las dos últimas — la regla y la ficción — hayan aparecido casi como exclusivas una de la otra, demuestra que la naturaleza íntima de las nociones que pretenden definir implica, y aun a veces exige, que éstas sean a su vez objeto de una distribución que trate de tener en cuenta no los caracteres que les oponen en su conjunto al resto de la realidad, sino los que les confieren entre ellas una originalidaddecididamente irreductible. 22 TIT CLASIFICACIÓN La multitud y variedad infinitas de los juegos hacen a primera vista desesperar de descubrir un principio de clasificación, que permita repartirlos en un pequeño número de categorías bien definidas. Además, presentan tantos aspectos diferentes como múltiples son los puntos de vista. El vocabulario corriente muestra bastante hasta qué punto el espí- ritu queda vacilante e incierto: de hecho, emplea va- rias clasificaciones concurrentes. No tiene sentido oponer los juegos de cartas a los de destreza, ni oponer los juegos de sociedad a los de estadio. En efecto, en un caso se elige como criterio de distribu- ción el instrumento del juego, en otro la cualidad principal que exige, en un tercer caso el número de los jugadores y el ambiente de la partida, y, en fin, en el último, el lugar donde se disputa la prue- ba. Además, y es lo que complica todo, hay juegos a los que se puede jugar solo o con otros. Un mismo juego puede requerir varias cualidades a la vez O no necesitar ninguna. | 23 En un mismo lugar se puede jugar a juegos muy diferentes: el tiovivo y el diábolo son los dos diver- siones al aire libre; pero el niño que disfruta pasi- vamente del placer de verse movido por las vueltas que dan los caballitos, no está en el mismo estado de espíritu que el que se emplea a fondo para re- coger correctamente su diábolo. Por otra parte, mu- chos juegos se juegan sin instrumentos ni accesorios. A lo cual se añade que un mismo accesorio puede desempeñar funciones dispares según el juego con- siderado: las canicas son en general el instrumento de un juego de destreza, pero uno de los jugadores puede intentar adivinar el número par o impar de canicas que contiene la mano cerrada de su adverga- rio, y entonces se convierten en el instrumento de un juego de azar. Recalco, sin embargo, esta última expresión. Por una vez, tal expresión hace alusión al carácter fun- damental de una clase bien determinada de juegos. Sea en el momento de una apuesta, o en la lotería, en la ruleta o en el bacará está claro que el jugador observa la misma actitud. No hace nada, espera la decisión de la suerte. Por el contrario, el boxeador, el corredor pedestre, el jugador de ajedrez o de tres en raya pone todo su esfuerzo para ganar. Poco importa que en un caso los juegos sean atléticos, o en el otro intelectuales. De nuevo, la actitud es la misma: el esfuerzo para vencer a un rival que está en las mismas condiciones que uno mismo. También parece justificado oponer :los juegos de azar a los juegos de competición. Sobre todo, se hace tentador 24 averiguar si no es posible descubrir otras actitudes no menos fundamentales, que llenarían eventualmen- te las rúbricas de una razonada clasificación de los juegos. Después de examinar diferentes posibilidades, propongo a este fin una división en cuatro rúbricas principales según que, en los juegos considerados. predomine el papel de la competición, del azar, del simulacro o del vértigo. Las llamo respectivamente agón, alea, mimicry e ilinex. Las cuatro pertenecen al dominio de los juegos: se juega al fútbol, a las canicas o al ajedrez (agón); se juega a la ruleta o a la lotería (atea) ; se juega a hacer de pirata, de Nerón o de Hamlet (mimicry); se juega a provocar en uno mismo, por un movimiento rápido de rotación o de caída, un estado orgánico de confusión y de estupor (ilinx). Sin embargo, estas designaciones no abar- can por entero el universo del juego. Lo distribuyen en cuadrantes gobernados cada uno por un princi- pio original. Delimitan los sectores que agrupan jue- gos de la misma especie. Pero en el interior de esos sectores los diferentes juegos se escalonan en el mismo orden, según una progresión comparable. Al mismo tiempo también es posible ordenarlos entre dos polos antagónicos. En un extremo reina, Casi sin disputa, un principio común de diversión, de turbulencia, de libre improvisación y de despreocu- pada alegría, por donde se manifiesta una cierta fantasía incontrolada que se puede designar con el 25 nombre de paidia, En el extremo opuesto, esta exu- berancia traviesa y espontánea está casi enteramen- te absorbida, en todo caso canalizada, en una ten- dencia complementaria, inversa en algunos aspectos, aunque no en todos, de su naturaleza anárquica y caprichosa: una creciente necesidad de someterla a convenciones arbitrarias, imperativas, y adrede di- fíciles, de contrariarla cada vez más levantando incesantemente ante ella enredos más embarazosos, con el fin de hacerle más penoso el llegar al resul- tado apetecido. Este resultado sigue siendo total- mente inútil, aunque exija una suma constantemen- te acrecentada de esfuerzos, de paciencia, de des- treza o de ingeniosidad. A este último componente lo designo con el nombre de ludus. Al recurrir a estas denominaciones extranjeras, no es mi intención constituir no sé qué mitología pe- dante, totalmente desprovista de sentido. Pero en la obligación de agrupar bajo una misma etiqueta manifestaciones dispares, me ha parecido que el me- dio más económico de llegar a ello consistía en to- mar prestado a tal o cual lengua el vocablo que a la vez fuera el más significativo y el más comprensi- vo posible, a fin de evitar que cada conjunto exami- nado se encuentre uniformemente señalado por la cualidad particular de uno de los elementos que reúne, lo que no dejaría de suceder si el nombre de éste sirviese para designar el grupo entero. Todo lee- tor, a medida que iré intentando fijar la clasifica- ción por la que me he decidido, tendrá ocasión de darse cuenta por sí mismo de la necesidad en que 26 me he encontrado de utilizar una nomenclatura que no remita demasiado directamente a la experiencia concreta, que está en parte destinada a distribuir según un principio inédito. Con la misma intención, me he esforzado en lle- nar cada rúbrica con los juegos en apariencia más diferentes, con el fin de hacer resaltar mejor su pa- rentesco fundamental. He mezclado los juegos corporales y los de la in- teligencia, los que descansan en la fuerza con los que requieren destreza o cálculo. Tampoco he dis- tinguido, en el interior de cada clase, entre los jue- gos infantiles y los de adultos; y, siempre que he podido, he buscado en el mundo animal conductas homólogas. Se trataba, obrando así, de subrayar el principio mismo de la clasificación propuesta, que tendría menos alcance si no se advirtiese con evi- dencia que las divisiones establecidas por dicha cla- sificación corresponden a impulsos esenciales e irre- ductibles. AGóN. — Todo un grupo de juegos aparece como competición, es decir como un combate donde se crea artificialmente la igualdad de oportunidades para que los antagonistas se enfrenten en condicio- nes ideales, susceptibles de dar un valor preciso e incontestable al triunfo del vencedor. Se trata, pues, siempre de una rivalidad que estriba en una sola cualidad de rapidez, aguante, vigor, memoria, des- treza, ingeniosidad, etc., ejerciéndose en límites de- 27 finidos y sin ningún recurso exterior, de tal mane- - ra que el ganador aparezca como el mejor en una cierta categoría de proezas. Tal es la regla de las pruebas deportivas y la razón de ser de sus múlti- ples subdivisiones, ya opongan dos individuos o dos equipos (polo, tenis, fútbol, boxeo, esgrima, etc.), ya: sean disputadas entre un número indeterminado de concurrentes (toda clase de carreras, Concursos de tiro, golf, atletismo, etc.). A la misma clase per- tenecen también los juegos en que los adversarios disponen al empezar de elementos exactamente del. mismo valor e iguales en número. El juego de damas, el ajedrez, el billar nos ofrecen ejemplos perfectos de ello. La búsqueda de la igualdad de oportunida-des al empezar es, manifiestamente, el principio esen- cial de la rivalidad; por eso se la restablece por un handicap entre jugadores de clase diferente, es de- cir que en el interior de la igualdad de oportunida- des primeramente establecida, se da pie a una des- igualdad segunda, proporcional a la supuesta fuerza relativa de los participantes. Es significativo que tal uso existe tanto en el agón de carácter muscular (los encuentros deportivos) como en el agón del tipo más cerebral (las partidas de ajedrez, por ejemplo, donde se le da ventaja de un peón, de un caballo o de una torre al jugador más flojo). Por mucho cuidado que se ponga, una igualdad absoluta no parece sin embargo enteramente reali- zable. o | Algunas veces, como en las damas o en el aje- drez, el mero hecho de jugar primero da una ventaja, 28 ya que esta prioridad permite al jugador favorecido ocupar posiciones clave o imponer su estrategia. A la inversa, en los juegos de puja, quien declara el último aprovecha las indicaciones que le propor- cionan los anuncios de sus adversarios. De igual modo, en el croquet, salir el último multiplica los recursos del jugador. En los encuentros deportivos, la exposición, el hecho de tener el sol de cara o de espalda; el viento que ayuda o molesta uno de los campos; el hecho, en las carreras disputadas en una pista cerrada, de encontrarse en el interior o en el exterior de la curva, llegado el caso constituyen bazas o inconvenientes cuya influencia no es forzo- samente despreciable. Se anulan o se atemperan estos inevitables desequilibrios mediante el sorteo de la: situación inicial, y luego, por una estricta alternación de la posición privilegiada. El móvil del juego es para cada concurrente el deseo de ver reconocida su excelencia en un dominio dado. Por esto la práctica del agón supone una atención sostenida, una preparación apropiada, es- fuerzos asiduos y voluntad de vencer. Implica dis- ciplina y perseverancia. Deja al campeón con sus solos recursos, le invita a sacar de ellos el mayor. partido posible, le obliga en fin a servirse de ellos lealmente y en límites fijos que, iguales para todos, terminan, en compensación, dejando bien seutada la superioridad del vencedor. El agón se presenta como la forma pura del mérito personal, y sirve para manifestarlo. | | Fuera del juego o en el límite del juego, se com- 29 prueba la noción de agón en otros fenómenos cultu- rales que «obedecen al mismo código: el duelo, el torneo, ciertos aspectos constantes y notables de la llamada guerra cortés. En principio, parecería que los animales, al no concebir límites ni reglas, debieran ignorar el agón, buscando solamente en un combate sin piedad una victoria brutal. Está claro que no se pueden invocar ni las carre- ras de caballos ni las riñas de gallos: son luchas en las que los hombres hacen enfrentarse animales adiestrados según normas que sólo ellos han fijado. Sin embargo, si se consideran ciertos hechos, parece que ya ciertos animales se complacen en oponerse en encuentros donde si, según toda probabilidad, la regla falta, al menos un límite está implícitamente con- venido y espontáneamente respetado. Es el caso, espe- cialmente, de los gatos jóvenes, los perros jóvenes. las focas jóvenes y los oseznos, que disfrutan en derribarse teniendo mucho cuidado en no herirse. Todavía más convincente es la costumbre de los bovinos que con la cabeza baja, frente a frente. intentan hacer retroceder uno al otro. Los caballos practican el mismo género de duelo amistoso y co- nocen otros: para medir sus fuerzas se levantan so- bre sus patas traseras y se dejan caer uno sobre el otro con un vigoroso empuje de todo su peso, cor el fin de hacer perder el equilibrio a sus adversa- rios. Los observadores han señalado, igualmente. numerosos juegos de persecución, que tienen lugar después de un desafío o invitación. El animal alcan- 380 zado no tiene nada que temer de su vencedor. El caso más elocuente es sin duda el de los pequeños pavos reales salvajes, denominados “combatien- tes”. Eligen un campo de batalla, “un lugar ligera- mente elevado, dice Karl Groos (1), siempre húmedo y cubierto de césped raso, de un diámetro de metro y medio por dos”. Los machos se reúnen allí diaria- mente. El que llega primero espera un adversario, y la lucha comienza. Los campeones tiemblan e ineli- nan la cabeza repetidas veces. Sus plumas se erizan. Con el pico hacia adelante se arrojan uno contra otro golpeándose. Nunca hay persecución o lucha fuera del espacio delimitado para el torneo. Por los ejemplos precedentes, me parece legítimo invocar aquí el término agón: tan claro es éste que el fin de los encuentros no es para cada antagonista cau- sar un daño serio a su rival, sino demostrar su pro- pia superioridad. Los hombres sólo añaden los refi- namientos de la regla. . En los niños, desde que la personalidad se afirma y antes de la aparición de competiciones reguladas, se observan con frecuencia extraños desafíos en los que-los adversarios se esfuerzan en probar su mayor resistencia. Concurren a ver quién, durante más rato, mirará el sol, resistirá las cosquillas, no res- pirará, no guiñará los ojos, etc. A veces lo que está en juego es más grave; se trata de resistir al hambre o al dolor bajo forma de fustigación, de pellizcos, de picaduras, de quemaduras. Entonces, estos juegos de (1) K, Groos, op. cit., págs. 150-151. 31 ascetismo, como se les ha denominado, inauguran pruebas severas. Se anticipan a las bromas y a las “novatadas” que deben soportar los adolescentes er: el momento de la iniciación. Se apartan igualmente del agón, el cual no tarda en encontrar sus formas perfectas ya con los juegos y deportes de competi- ción propiamente dichos, ya con los juegos y depor- tes de proeza (caza, alpinismo, crucigramas, probie- mas de ajedrez, etc.) donde los campeones, sin en- frentarse directamente, no dejan de participar en un inmenso concurso difuso e incesante. ALEa. — En latín es el nombre del juego de dados. Tomo aquí dicho término para designar todos los juegos fundados, exactamente al contrario del agóx. en una decisión que no depende del jugador, en la que éste no puede influir en absoluto, y donde se trata por consiguiente de ganar no sobre un adver- sario sino sobre el destino. Mejor dicho, el destino es el único artesano de la victoria y ésta, cuandi hay rivalidad, significa exclusivamente que el ven- cedor ha sido más favorecido por la suerte que el vencido. Ejemplos puros de esta categoría de jue- gos los proporcionan la ruleta, los dados, cara «+ cruz, el bacará, la lotería, etc. Aquí no solamente no se busca eliminar la injusticia del azar, sino que lo arbitrario puro de éste constituye el móvil únic- del juego. El alea señala y revela el favor del destino. E- jugador permanece enteramente pasivo, no despliezz sus cualidades o disposiciones, los recursos de sz destreza, de sus músculos, de su inteligencia. >: 382 hace más que aguardar, con esperanza y temblor, la sentencia de la suerte. Arriesga una postura. La jus- ticia — siempre solicitada, pero esta vez de otro modo, y que ahora tiende a ejercerse todavía en con- diciones ideales — recompensa al jugador propor- cionalmente a su riesgo con una rigurosa exactitud. Toda la aplicación más arriba aludida para igualar las oportunidades de los concurrentes, se emplea aquí en equilibrar escrupulosamente el riesgo y el pro- vecho. | A la inversa del agón, el alea niega el trabajo, la paciencia, la habilidad, la calificación; elimina el valor profesional, la regularidad, la preparación. Anula en un instante los resultados acumulados. Es desgracia total o favor absoluto. Aporta al jugador afortunado infinitamente más. de lo que podría pro- curarle una vida detrabajo, de disciplina y fatiga. Aparece como una insolente y soberana burla del mérito. Supone por parte del jugador una actitud exactamente opuesta a la que demuestra en el agón. En éste, el jugador sólo cuenta consigo; en el alea cuenta con todo, con el más ligero indicio, con la mejor particularidad exterior que toma al momento por un signo o aviso, con cada singularidad que ad- vierte..., con todo, excepto consigo mismo. El ágón es una reivindicación de la responsabi- lidad personal; el alea, una dimisión de la volun- tad, un abandono al destino. Ciertos juegos como el dominó, la mayoría de los de cartas, combinan el agón y el alea: el azar preside la composición de las “manos” de cada jugador y éstos explotan en 38 TEORÍA DH LOS JUEGOS. - 3 seguida, lo mejor que pueden y según su fuerza, el lote que una suerte ciega les atribuyó. En un juego como el bridge, el saber y el razonamiento consti- tuyen la defensa propia del jugador, que le permite sacar el mejor partido de las cartas recibidas; en un juego del tipo del poker, son más bien las cuali- dades de penetración psicológica y carácter. En general, el papel del dinero es tanto más con- siderable cuanto más grande es la parte de azar y, por consecuencia, más débil la defensa del jugador. La razón de ello aparece claramente: el alea no tie- ne por función hacer ganar dinero a los. más inteli- gentes, sino por el contrario abolir las superiorida- des naturales o adquiridas de los individuos, a fin de poner a cada uno en un pie de igualdad absoluta ante el ciego veredicto de la suerte. Como el resultado del agón es necesariamente in- cierto y debe, paradójicamente, aproximarse al efec- to del azar puro, dando por sentado que las oportu- nidades de los concurrentes son en principio lo más equilibradas posible, se sigue que todo encuentro que posea los caracteres de una ideal competición reglamentada puede ser objeto de apuestas; es de- Cir, de aleas: así las carreras de caballos o de. gal- gos, los partidos de fútbol o de pelota vasca, las riñas de gallos. Sucede, incluso, que la cuota de las posturas varía sin cesar durante la partida, según las peripecias del agón (2). (2) Por ejemplo, en las Islas Baleares con la pelota; en Co- lombia y las Antillas con las riñas de gallos, Ni que decir tiene que no conviene tener en cuenta los premios en especies que pue- den ganar jockeys o propietarios, corredores, boxeadores, jugadores Los juegos de azar son los únicos que los animales no conocen. Y con motivo, ya que tales juegos exi- gen, por una parte, una representación de las leyes del universo, de la cual sólo es capaz una reflexión objetiva y calculadora; por otra parte, suponen una pasividad, una abstención voluntaria que se acomo- da muy poco a los impulsos despóticos del instinto. Y % + El agón y el alea traducen actitudes opuestas y en cierta manera simétricas, pero obedecen los dos a una misma ley: la creación artificial entre los ju- gadores de condiciones de igualdad pura que la rea- lidad niega a los hombres. Porque nada es claro en la vida, sino que precisamente, en el punto de partida, todo está confuso, lo mismo la suerte que los méri- tos. El juego, agón o alea, es pues una tentativa para substituir la confusión normal de la existencia or- dinaria por situaciones perfectas. Éstas son de tal manera que el papel del mérito o del azar se muestra en ellas neto e indiscutible. Implican también que todos deben disfrutar exactamente las mismas posi- bilidades de demostrar su valor o, en otra escala. - exactamente las mismas probabilidades de recibir un favor. De una o de la otra manera, uno se evade de fátbol, o los atletas que se quiera. Estos premios, por considera- bles que se les suponga, no entran en la categoría del alea. La re- compensa del agón, fruto de la lucha, puede a veces falsear el sentido de él. Dicha recompensa no tiene, sin embargo. nada que ver con el favor de la fortuna, resultado de la suerte que detiene el monopolio incierto de log apostantes. Es incluso lo contrario de aquél, 85 del mundo haciéndolo diferente. Uno puede también evadirse haciéndose otro. A esto. responde la mii micry. MimicrY. — Todo juego supone la aceptación tem- poral, si no de una ilusión (pese a que esta última palabra no significa otra cosa que entrada en jue- go: inm-lusto), al menos de un universo cerrado, con- vencional y, en ciertos aspectos, ficticio. El juega puede consistir no en desplegar una actividad « sufrir un destino en un medio imaginario, sino er convertirse uno mismo en un personaje ilusorio y conducirse en consecuencia. Uno se encuentra en- tonces frente a una serie variada de manifestacio- nes que tienen como carácter común descansar so- bre el hecho de que el sujeto juega a creer,'a hacerse creer 0 a hacer creer a los demás que él es distints de sí mismo; olvida, disfraza, se despoja pasajera- mente de su personalidad para fingir otra. Para de- signar estas manifestaciones elijo el término mi- micry, que expresa en inglés el mimetismo, princi- palmente de los insectos, a fin de subrayar la natu- raleza fundamental y elemental, casi orgánica, de! impulso que las suscita. Si, como creo, el mundo de los insectos aparece frente al mundo humano como la solución más di- vergente, si no opuesta término a término, pero tam- bién como una respuesta no menos elaborada, comn- pleja y sorprendente, está justificado tomar aqu: en consideración los fenómenos de mimetismo, de los cuales los insectos presentan los ejemplos más sor- prendentes. En efecto, a una conducta libre del hon:- 36 bre, versátil, arbitraria, imperfecta y que sobre todo se traduce en una obra exterior, corresponde en el animal, y más particularmente en el insecto, una modificación orgánica, fija, absoluta que marca la especie y que se ve infinita y exactamente reproducl- da de generación en generación entre los miles de millones de individuos; por ejemplo, las castas de hormigas y termitas frente a la lucha de clases, los dibujos de las alas de las mariposas frente a la his- toria de la pintura. Por poco que se admita esta hi- pótesis, sobre cuya temeridad no me hago ninguna ilusión, el inexplicable mimetismo de los insectos proporciona de pronto una extraordinaria réplica al gusto del hombre por disfrazarse, desfigurarse, lle- var una máscara, interpretar un personaje. Lo que ocurre, esta vez, es que la máscara, el disfraz, for- man parte del cuerpo, en lugar de ser un accesorio fabricado. Pero en los dos casos sirven exactamente a los mismos fines: cambiar la apariencia del por- tador y hacer miedo a los demás (3). En los vertebrados, la tendencia a imitar se tra- duce ante todo por un contagio totalmente físico, casi irresistible, análogo al contagio del bostezo, de la carrera, del andar cojeando, de la sonrisa y sobre (3) Se encontrarán ejemplos de aterradoras mímicas de los: in- sectos (actitud espectral del predicador, ansia del £Xmerinthus ocellata) o de morfologías disimuladoras en mi estudio intitulado: “Mimétisme et psychasténie légendaire”. Le Mythe et "Homme. Pa- rís, 1938, págs. 101-103, Este estudio trata, desgraciadamente, el problema bajo una perspectiva que hoy día me parece de lo más caprichoso. En efecto, ya no haré del mimetismo una turba- ción de la percepción del espacio y una tendencia a volver a lo inanimado, sino como lo propongo aquí, el equivalente en el in- secto de los juegos de mimicry en el hombre, NXo obstante, los ejemplos utilizados conservan todo su valor. 3T todo del movimiento. Hudson ha creído poder afir- mar que espontáneamente un animal joven “sigue todo objeto que se aleja, huye de todo objeto que se aproxima”. Á tal extremo que un cordero se sobre- salta y escapa si su madre se vuelve y se dirige ha- cia él, sin reconocerla, mientras que sigue paso apaso al hombre, perro o caballo que ve alejarse. Con- tagio e imitación no son aún simulacro, pero lo hacen posible y originan la idea, el gusto de la mí- mica. En los pájaros esta tendencia desemboca en las paradas nupciales, en las ceremonias y exhibi- ciones vanidosas a las que, según los casos, machos o hembras se entregan con rara aplicación y evidente placer. En cuanto a los cangrejos de mar oxirrincos que plantan sobre su caparazón toda alga o pólipo que pueden coger, su aptitud para el disfraz, cual- quiera que sea la explicación que reciba, no deja lugar a duda. Así, la mímica y el disfraz son los móviles com- plementarios de esta clase de juegos. En el niño, se trata primeramente de imitar al adulto. De ahí el éxito de las panoplias y de los juguetes-miniatura que reproducen las herramientas, aparatos, armas, 0 máquinas de las que se sirven las personas mayotes. La niña juega a mamás, a cocineras, a lavanderas. a planchadoras; el niño finge ser soldado, mosque- tero, agente de policía, pirata, caballista, marcia- no (4), etc. Hace el avión extendiendo los brazos y rare (4) Como lo ha señalado justamente A. Brauner, op. cit., laz panoplias de las niñas se destinan a remedar conductas próximess realistas, domésticas; las de los niños evocan actividades lejanas. novelescas, inaccesibles o incluso irreales, 38 haciendo el ruido del motor. Pero las actitudes de mimicry rebosan ampliamente de la infancia sobre la vida adulta. Abarcan igualmente toda diversión a la que uno se entrega, enmascarado o disfrazado, y que consiste-en el hecho mismo de que el jugador está enmascarado o disfrazado y en sus consecuen- cias. Finalmente, “está claro que la representación teatral y la interpretación dramática entran por de- recho propio en este grupo. El placer consiste en ser otro o hacerse pasar por otro. Pero como se trata de un juego, no se trata esencialmente de engañar al espectador. El niño que juega a trenes puede rehusar el beso de su papá diciéndole que no debe besar a la locomotora; no intenta hacerle creer que es una verdadera loco- motora. En el carnaval, la máscara no intenta hacer creer que es un verdadero marqués, torero o piel roja; busca hacer miedo y aprovechar la licencia ambien- te, que resulta a su vez. del hecho de que la más- cara disimula el personaje social y libera la perso- nalidad verdadera. El actor tampoco intenta hacer creer que es “de verdad” Lear o Carlos V. El es- pía y el fugitivo sí se disfrazan para engañar real- mente, pero eso se explica porque ellos no juegan: Con su actividad, imaginación, interpretación. la mimicry apenas puede tener relación con el afea, que impone al jugador la inmovilidad y la emoción de la espera, pero no excluye que se avenga con el agón. No pienso en los concursos de disfraces donde la alianza es exterior. Se puede descubrir fácilmente una complicidad más íntima. Para los que no par- 39 ticipan en él, todo agón es un espectáculo. Pero es un espectáculo del que, para que sea válido, se excluye el simulacro. Las grandes manifestaciones deportivas son, así y todo, ocasiones privilegiadas de mamacry, por poco que se recuerde que aquí el si- mulacro se transfiere de los actores a los espectado- res: no son los atletas quienes imitan, sino más bien los asistentes. Ya la identificación en el campeón, por ella sola, constituye una mimicry pariente de la que hace que el lector se reconozca en el héroe de la no- vela, el espectador en el héroe de la película. Para convencerse de esto no hay más que considerar la función perfectamente simétrica del campeón y de la vedette, sobre lo cual tendré ocasión de volver de manera más explícita. Los campeones triunfado- res del agón son las vedettes de las reuniones de- portivas. Las vedettes, a la inversa, son las vencedo- -ras de una competición difusa cuya postura es el favor popular. Los unos y las otras reciben un correo abundante, conceden entrevistas a una prensa ávida, firman autógrafos. | De hecho, la carrera ciclista, el combate de bo- xeo o de lucha, el partido de fútbol, de tenis o de polo constituyen en sí espectáculos con vestimenta. apertura solemne, liturgia apropiada, desarrollo re- glamentado; en una palabra, dramas cuyas diferen- tes peripecias tienen al público en suspenso y con- cluyen en un desenlace que exalta a unos y decep- ciona a otros. La naturaleza de estos espectáculos sigue siendo la de un agón, pero aparecen con los caracteres exteriores de una representación. Los asis- 40 tentes no se contentan en animar con la voz y el gesto el esfuerzo de los atletas de su preferencia, O en el hipódromo el de los caballos de su elección. Un contagio físico les lleva a esbozar la actitud de los hombres o de los animales para ayudarles, a-la manera que un jugador de bolos inclina impercep- tiblemente su cuerpo en la dirección que quisiera ver tomar a la pesada bola al final de su recorrido. En estas condiciones, además del espectáculo, en el seno del público nace una competición por mimicry, que duplica el verdadero agón del terreno o de la pista. ' A excepción de una sola, la mimicry presenta todas las características del juego: libertad, conven- ción, suspensión de lo real, espacio y tiempo delimi- tados. Sin embargo, la sumisión continua a reglas imperativas y precisas no es en ella tan manifiesta. Lo hemos visto: la disimulación de la realidad, la simulación de una segunda realidad la reemplazan. La mimicry es incesante invención. La regla del juego es única: para el actor consiste en fascinar al espectador, sin que una falta lleve a éste a negar la ilusión; para el espectador, prestarse a la ilusión sin recusar del primer impulso el decorado, la más- cara, el artificio al que se le invita a: dar crédito, por un tiempo determinado, como una realidad más real que lo real. | JLINX. — Una última especie de juegos reúne a los que tienen por base la persecución del vértigo, y que consisten en una tentativa de destruir por un instante la estabilidad de la percepción 'e infligir a 41 la conciencia lúcida una especie de pánico voluptuo- so. Se trata, en todos los casos, de acceder a una especie de espasmo, de trance o de aturdimiento que aniquila la realidad con una soberana brus- quedad. | La turbación que provoca un ligero vértigo es algo buscado, en sí, desde largo tiempo; como ejem- plo sólo citaré los ejercicios de los derviches girantes y de los voladores mejicanos. Los elijo adrede por- que los primeros se relacionan, por la técnica em- pleada, con ciertos juegos infantiles, mientras que los segundos evocan más bien los recursos refinados de la acrobacia o la maroma : así tocan a los dos polos de los juegos de vértigo. Los derviches buscan con afán el éxtasis dando vueltas sobre sí mismos, según un movimiento que aceleran los batidos del tambor, cada vez más precipitados. El pánico y la hipnosis de la conciencia son alcanzados por el paroxismo de una rotación frenética, contagiosa y compartida (5). En Méjico, los voladores — Huastecas o Totona- ques —se izan a la punta de un alto mástil de 20 a 30 metros. Falsas alas colgadas en sus muñecas los disfrazan de águilas. Se atan por el talle al extremo de una soga. Luego pasan ésta entre los dedos de sus pies, de manera que puedan efectuar todo el descenso con la cabeza hacia abajo y los brazos separados. Ántes de llegar al suelo dan va- rias vueltas completas, trece según Torquemada, des- cribiendo una espiral que va ensanchándose. La ce- (5) O. Depont y X. Coppolani, Les confréries religieuses mu- sulmanes, Argel, 1887, págs. 156-159, 329-339. 42 remonia, que comprende varios vuelos, entre medio- día y mediodía, es fácilmente interpretada como una danza del sol poniente, que acompañan los pájaros, muertos divinizados. La frecuencia delos accidentes . ha llevado a las autoridades mejicanas a prohibir este peligroso ejercicio (6). Es poco necesario, por lo demás, invocar estos ejemplos raros y prestigiosos. Todo niño conoce bien, dando vueltas rápidamen- te sobre sí mismo, el medio de acceder a un estado centrífugo de huída y escapada, tras el cual el cuerpo sólo lentamente vuelve a encontrar su posición y la nercepción su nitidez. No cabe duda de que lo hace por juego y porque le complace. Tal es el juego de la perimola, donde el niño gira.sobre un talón lo más de prisa que puede. De manera análoga, en el juego haitiano del maíz de oro dos niños se cogen de la mano, frente a frente, los brazos extendidos. Con el cuerpo rígido e inclinado hacia atrás, los pies jun- tos y enfrentados, dan vueltas hasta perder la res- viración por el placer de vacilar en cuanto se detie- nen. Gritar a voz en cuello, bajar una pendiente, el tobogán, el tiovivo, siempre que gire bastante rápido, el columpio, si se eleva bastante alto, procuran sen- saciones análogas. Provocan tratamientos físicos va- riados la maroma, la caída o la proyección en el espa- o rai corri í6) Deseripción y fotografías en el libro de Helga Larsen, “Notes on the volador and its associated ceremonies and supers- titions”, Ethnos, vol. 1, núm. 4, julio 1937, págs. 179-192, y en Guy Stresser- Péan, “Les origines du volador et du comelaga- :oazte”, Actas del XXVITI Congreso Internacional de America- nistas, París, 1947, págs. 327-334. En apéndice reproduzco un fragmento de la descripción obtenida en este último trabajo. 48 cio, el deslizamiento, la velocidad, la aceleración de un movimiento rectilíneo o su combinación con un. movimiento giratorio. Pero existe también un vér- tigo de orden moral, un arrebato que se apodera de repente del individuo y que se aparea fácilmente con el gusto normalmente reprimido del desorden y la destrucción, o con las formas rudas y brutales de la afirmación de la personalidad. En los niños se com- prueba lo anterior principalmente en los juegos de adivina quién te dio, de prendas o salto derecho, que, de repente, se precipitan y se convierten en simple refriega. En los adultos, nada más revelador en este terreno que la extraña excitación que siguen experi- mentando al cortar con un bastón las flores más altas de una pradera, o haciendo caer en alud la nieve de un tejado, o la embriaguez que experimentan en las barracas de feria rompiendo, por ejemplo, ruidosa- mente montones de vajilla de desecho. Para abarcar las diversas variedades de tal transporte, que es al mismo tiempo una confusión ya orgánica, ya física, propongo el término ¿linga, nombre griego del torbe- llino de agua, de donde deriva precisamente, en la misma lengua, el nombre del vértigo (ilingos). Tam- poco este placer es privilegio del hombre. Conviene primero evocar la modorra de ciertos mamíferos, en particular de los carneros. Incluso si se trata de una manifestación patológica, es demasiado significativa para pasarla en silencio. Por otra parte, no faltan los ejemplos cuyo carácter de juego no ofrece nin- guna duda. Los perros dan vueltas sobre sí mismos para cogerse la cola, hasta que caen. Otras veces se 4.4 les apodera una fiebre de correr que sólo les deja cuando se agotan. Los antílopes, las gacelas, los ca- caballos salvajes, se ven a menudo sobrecogidos por un pánico que no corresponde a ningún peligro real, ni siquiera a la menor apariencia de peligro, y que más bien traduce un imperioso contagio y una com- placencia inmediata a ceder a él (7). Las ratas de agua se divierten en rodar sobre ellas mismas, como si fueran arrastradas por los remolinos de la corrien- te. Todavía más notable es el caso de las gamuzas. Según Karl Groos, suben a las nieves granuladas de los ventisqueros y, dando un impulso, se dejan deslizar por turno a lo largo de una abrupta pen- diente, mientras que las otras les miran hacer. El gibón elige una rama flexible y la curva con su peso hasta que se suelta y lo proyecta por los aires. La recobra como puede, y vuelve a comenzar intermi- nablemente este ejercicio inútil e inexplicable a no ser por su seducción íntima. Los pájaros, sobre todo, son aficionados a los juegos de vértigo. Se dejan caer, como una piedra, desde gran altura, y sólo abren sus alas a algunos metros del suelo, dando la impresión de que van a estrellarse. Luego se remon- tan y de nuevo se dejan caer. En la época de celo. utilizan este vuelo de proeza para seducir a la hem- bra. El halcón nocturno de América, descrito por Andubon, es un virtuoso aficionado a esta impresio- nante acrobacia (8). Los hombres, después de la pe- rinola, el maíz de oro, el deslizamiento, el tiovivo y (7) Karl Groos, Op. cit. pág. 208. (8) Karl Gro00s, ibíd., págs. 111- 116, 265-266. 45 el columpio de su infancia, disponen primero de los efectos de la embriaguez y de numerosos bailes, desde el torbellino mundano, pero insidioso, del vals, hasta muchas otras gesticulaciones arrebatadas, trepidan- tes, convulsivas. Obtienen un placer del mismo orden que la embriaguez provocada por una extrema velo- cidad, tal como se experimenta, por ejemplo, en los esquís, la motocicleta. o un automóvil descubierto. Para dar a esta clase de sensaciones la intensidad y la brutalidad capaces de aturdir los organismos adultos, se han tenido que inventar las maquinarias - poderosas. No hay, pues, que asombrarse de que fre- cuentemente se haya tenido que esperar a la edad industrial para ver convertirse el vértigo verdade- ramente en una categoría de juego. En la actuali- dad, existe un sinfín de aparatos implacables, instala- dos en los reales de feria y en los parques de atrac- ción, y que sirven precisamente para facilitar ese vértigo a las multitudes ávidas de él. Evidentemente estos aparatos rebasarían su ob- jeto si sólo se tratase de enloquecer los órganos del oído interno, de los que depende el sentido del equi.- librio. Pero el cuerpo entero se encuentra sometido a tales tratamientos, que el individuo los temería. si no viera a los demás darse de empellones para sufrir- los. De hecho, vale la pena observar la salida de esas máquinas de vértigo. Hacen palidecer y vacilar a los seres, poniéndolos en el límite de la náusea. Áca- ban de lanzar alaridos de espanto, han tenido la res- piración cortada y experimentado la espantosa im- presión de que en el interior de sí mismos, hasta en 468 sus Órganos sentían el miedo y se empequeñecían como para escapar a un horrible asalto. Sin embargo, la mayoría, incluso antes de serenarse, se apresuran a la taquilla para comprar el derecho de experimen- tar una vez más el mismo suplicio, del que esperan un goce. Es preciso decir goce, porque uno vacila en deno- minar distracción a semejante transporte, que se em- parenta más con el espasmo que con la diversión. Por otra parte importa observar que la violencia del choque experimentado es tal, que los propietarios de los aparatos se esfuerzan, en los casos extremos, en atraer a los ingenuos con la gratuidad de la atrac- ción. Anuncian engañosamente que “todavía esta vez” no cuesta nada, cuando sistemáticamente es así. En desquite, se hace pagar a los espectadores su pri- vilegio de considerar tranquilamente desde lo alto de una galería los horrores de las víctimas consentidoras o sorprendidas, expuestas a fuerzas temibles o a ex- traños caprichos, Sería temerario sacar conclusiones demasiado precisas del tema de esta curiosa y cruel reparti- ción de papeles. Esta no es característica de una especie de juegos: se la vuelve a encontrar en el bo- xeo, el catch y en los combates de gladiadores. Aquí lo esencial reside en la persecución de este estupor específico, de este pánico momentáneo que define el término de vértigo y los indudables caracteresde juego que en él se encuentran ligados, asociados: li- bertad de aceptar o de rehusar la prueba, límites estrictos e inmutables, separación del resto de la realidad. Que la prueba dé además materia a es- pectáculo no disminuye, sino refuerza su naturaleza de juego. Las reglas son inseparables del juego tan pronto como éste adquiere lo que llamaría una existencia institucional. A partir de este momento, forman parte de su naturaleza. Ellas lo transforman en ins- trumento de cultura fecundo y decisivo. Pero en el origen del juego reside una libertad primera, nece- sidad de relajamiento y al mismo tiempo distracción y capricho. Esta libertad es su motor indispensable y está en el origen de sus formas más complejas y más estrictamente organizadas. Semejante potencia primaria de improvisación y alegría, que denomino paidia, se conjuga con el gusto por la dificultad gra- tuita, que propongo llamar ludus, para acabar en los diferentes juegos a los que se les puede atribuir sin exageración una virtud civilizadora. Tlustran, en efecto, los valores morales e intelectuales de una cultura. Contribuyen además a precisarlos y desa- rrollarlos. He elegido el término paidia porque tiene como raíz el nombre del niño y además por la preocupa- ción de no desconcertar inútilmente al lector recu- rriendo a un término tomado prestado a una lengua de las antípodas. No obstante, el sánscrito Kredats y el chino wan parecen a la vez más ricos y revela- dores, por la variedad y la naturaleza de sus signi- ficaciones. Es cierto que también presentan los in- 48 convenientes de una riqueza demasiado grande, entre otros, un cierto peligro de confusión. Kredati desig- na el juego de los adultos, de los niños y de los animales. Se aplica más especialmente al brinco, es decir a los movimientos bruscos y caprichosos pro- vocados por una superabundancia de alegría o de vitalidad. Se emplea igualmente para las relaciones eróticas ilícitas, para el ir y venir de las olas y para toda cosa que ondula a merced del viento. La pala- bra wan todavía es más explícita, tanto por lo que nombra como por lo que silencia, es decir los juegos de destreza, competición, simulacro y azar. En cam- bio, manifiesta numerosos desarrollos de sentido sobre los que tendré ocasión de insistir. A la luz de estas comparaciones y de estas exclu- sivas semánticas, ¿cuál puede ser la extensión y sig- nificación del término paidia? Lo definiré, con reser- va, como el vocablo que abarca las manifestaciones espontáneas del instinto del juego: el gato enredado en un ovillo de lana, el perro que brinea y resopla, el niño de pecho que ríe con su sonajero, representan los primeros ejemplos identificables de esta clase de actividad. Interviene en toda exuberancia feliz que traduce una agitación inmediata y desordenada, una recreación espontánea y relajada, fácilmente ex- cesiva, en cuyo carácter improvisado y sin reglas radica la esencial, si no la única, razón de su ser. De la cabriola al garabato, de la bulla a la batahola, no faltan ilustraciones perfectamente claras de seme- jantes pruritos de movimientos, colores o ruidos. Esta necesidad elemental de movimiento y ruido, 49 TEORÍA DE LOS JUEGOS. - 4 de agitación y barahunda, aparece primeramente como impulso de tocarlo todo, de agarrar, gustar, husmear; luego de dejar caer todo objeto accesible. Se convierte fácilmente en gusto de destruir o rom- per. Explica el placer de cortar interminablemente papel con las tijeras, de deshilar la tela, de hacer desmoronar una ensambladura, de atravesar una fila, de llevar el desorden a los juegos o a la ocupa- ción de los demás, etc. Pronto aparece el deseo de burlarse o desafiar, sacando la lengua, haciendo mue- cas, haciendo ademán de tocar o tirar un objeto prohibido. En el niño se trata de afirmarse, de sen- tirse causa, de obligar a los otros a prestarle aten- ción. De esta manera, K. Groos cita el caso de un mono que disfrutaba tirando de la cola de un perro que cohabitaba con él, siempre que éste parecía dor- mirse. La alegría primitiva de destruir y derribar ha sido especialmente observada en un mono capu- chino por la hermana de C. J. Romanes, con una precisión de detalles de lo más significativos (9). El niño no se contenta con eso. Le gusta jugar con su propio dolor, por ejemplo excitando con su lengua un diente enfermo. Le gusta también que le hagan miedo, buscando así ya un mal físico, pero limitado, gobernado, del cual es él causa, o una an- gustia psíquica, pero solicitada por él y que hace cesar a su mandato. Estamos ante los aspectos fun- damentales del juego: actividad voluntaria, conve- nida, separada y gobernada. (9) Observación citada por K. Groos, págs. 88-89. 50 Pronto nace el gusto de inventar reglas y ple- garse obstinadamente a ellas, cueste lo que cueste: el niño se propone entonces a sí mismo O a sus ca- maradas toda clase de apuestas que son, como se ha visto, las formas elementales del agón: anda a la pata coja, a reculones, cerrando los ojos, juega a ver quién, durante más tiempo, mirará el sol, so- portará un dolor o permanecerá en una posición penosa. | En general, las primeras manifestaciones de la paidia no tienen nombre y no podrían tenerlo, pre- cisamente porque permanecen al lado de acá de toda estabilidad, de todo signo distintivo, de toda exis- ' tencia netamente diferenciada, que permitiría al vo- cabulario consagrar su autonomía por una denomi- nación específica. Pero en cuanto aparecen las con- venciones, las técnicas, los utensilios, aparecen con ellos los primeros juegos bien determinados: el salto derecho, el escondite, la cometa, la perinola, el desli- zamiento, la gallina ciega, la muñeca. Aquí comien- zan a bifurcarse los caminos contradictorios del agón, del alea, de la mimicry, del ¿ilins. Aquí inter- viene igualmente el placer que se experimenta en re- solyver una dificultad creada a propósito, arbitraria- mente definida, tal, en fin, que el hecho de llevarla a cabo no reporta ninguna otra ventaja que el con- tentamiento íntimo de haberla resuelto. Este móvil, que es propiamente el ludus, se descubre a su vez en las diferentes categorías de los juegos, salvo en los que descansan íntegramente en una pura decisión de la suerte. Aparece como el complemento y la edu- 51 cación de la paidia, a la que disciplina y enriquece. Proporciona la ocasión de un adiestramiento y nor- malmente acaba en la conquista de una determinada habilidad, en la adquisición de una particular maes- tría, en el manejo de tal o cual aparato o en la apti- tud para descubrir una respuesta satisfactoria a problemas de orden estrictamente convencional. La diferencia con el agón está en que.la tensión y el talento del jugador se ejercen fuera de todo senti- miento explícito de emulación o rivalidad: se lucha contra el obstáculo y no contra uno o varios con- currentes. En el plano de la habilidad manual se pueden citar los juegos del género del boliche, del diábolo o del yoyó. Estos sencillos instrumentos uti- lizan de buen grado las elementales leyes naturales; - por ejemplo, la gravedad y la rotación, en el caso del yoyó, donde se trata de transformar un movi- miento rectilíneo alternativo en movimiento circu- lar continuo. La cometa se basa, por el contrario, en la explotación de una situación atmosférica con- creta. Gracias a ella, el jugador efectúa a distancia una especie de auscultación del cielo. Proyecta su presencia más allá de los límites del cuerpo. Del mismo modo, el juego de la gallina ciega ofrece oca- sión de probar los recursos de la percepción sin ne- cesidad de la vista (10). Se advierte fácilmente que las posibilidades del ludus son casi infinitas. El “dia- blotín”, el “cha-cha-cha” y otros entretenimientos parecidos pertenecenya, dentro de la misma especie, rm: (10) Kant lo había ya observado. Véase Y, Hirn, Les jeux d'enfants, trad. franc. París, 1926, pág. 63. 52 o otro grupo, en el que se pone a prueba el espíritu de cálculo y combinación. En fin, los crucigramas, las recreaciones matemáticas, los anagramas y logógri- fos de diversas clases, la lectura activa de novelas policíacas (quiero decir procurando identificar al culpable), los problemas de ajedrez o bridge, consti- tuyen, sin instrumentos, otras tantas variedades de la forma más difundida y pura del ludus. Se comprueba siempre una situación de partida susceptible de repetirse indefinidamente, pero sobre cuya base pueden producirse combinaciones siempre nuevas. Dichas combinaciones suscitan así en el ju- gador una emulación consigo mismo y le permiten comprobar las etapas de un progreso del que se enor- gullece con complacencia frente a los que comparten su gusto. La relación del ludus con el agón es mani- fiesta. Sin embargo, como en el caso de los proble- mas de ajedrez o bridge, puede suceder que el mismo juego aparezca como agón y como ludus. La combinación de ludus y alea no es menos fre- cuente: se la reconoce principalmente en los solita- rios, en los que la ingeniosidad de las maniobras influye, siquiera sea poco, en el resultado, y en cier- tos tragaperras donde el jugador puede, más o menos, calcular el impulso dado a la bola que marca los pun- tos y dirigir su recorrido. Ello no impide que, en estos dos ejemplos, el azar decida en lo esencial. Sin em- bargo, el hecho de que el jugador no esté por comple- to desarmado y sepa poder contar, aunque en mí- nima parte, con su destreza o talento, basta aquí para avenir la naturaleza del ludus con la del alea. 58 De igual modo el ludus se aviene con la mimicry. En el caso más sencillo, da los juegos de construccio- nes, Que siempre son juegos de ilusión, ya se trate de animales fabricados por los niños Dogones con tallos de mijo, de grúas o de automóviles construídos arti- culando las láminas de acero perforado y las poleas de algún “mecano”, o de esos modelos reducidos de avión o barco que los adultos no desdeñan de cons- truir meticulosamente. Pero la representación teatral es la que, suministrando la conjunción esencial, disci- plina la mimicry hasta hacer de ella un arte rico en mil convenciones diversas, técnicas refinadas, recur- sos sutiles y complejos. Por esta feliz complicidad, el juego prueba de lleno su fecundidad cultural. - Por el contrario, de la misma manera que no po- dría existir alianza entre la paidia que es túmulto y exuberancia, y el alea que es espera pasiva de la decisión de la suerte, emoción inmóvil y muda, no puede haberla de ningún modo entre el ludus, que es cáiculo y combinación, y el ¿ino, que es puro arre- bato. El gusto de la dificultad vencida sólo puede . intervenir aquí para combatir el vértigo e impedir- le convertirse en estupor o pánico. Es entonces es- cuela de maestría de sí, esfuerzo difícil para con- servar la sangre fría o el equilibrio. Lejos de ave- nirse con el tine, procura, como en el alpinismo y el trapecio de altura, la disciplina adecuada para neutralizar los peligrosos efectos de aquél. Reducido a sí mismo, parece que el ludus queda como algo incompleto, como una forma menos desdi- chada que otras de engañar el tedio. Muchos sólo se 34 resignan a él esperando algo mejor, hasta la llegada de compañeros que les permiten cambiar este placer sin eco por un juego disputado. Sin embargo, incluso en los juegos de destreza o de combinación (solita- . rios, acertijos, crucigramas, ete.) que excluyen la in- tervención del prójimo o que la hacen indeseable, el ludus no mantiene menos en el jugador la espe- ranza de acertar en el próximo intento donde acaba de fracasar o la de obtener un mayor número de pun- tos de los que acaba de alcanzar. De esta manera se manifiesta de nuevo la influencia del agón. Dicha influencia colorea la atmósfera general con el placer obtenido al vencer una dificultad arbitraria. En efecto, si cada uno de esos juegos se practica por un solitario y en principio no da lugar a ninguna competición, es fácil en todo momento hacer un con- curso con ellos, dotado o no de premio, que los pe- riódicos, cuando llegue el caso, no dejarán de or- ganizar. Tampoco es por azar que los tragaperras suelen encontrarse en los cafés, es decir en los luga- res donde el usuario puede agrupar a su alrededor un embrión de público. Por otra parte, un carácter del ludus que se ex- plica, a mi entender, por la obsesión del agón que no cesa de pesar sobre él, es su eminente dependen- cia de la moda. El yoyó, el boliche, el diábolo, han aparecido y desaparecido como por magia. Se han beneficiado de un capricho que no ha dejado rastro y que pronto ha sido reemplazado por otro. Aun siendo más estable, la boga de las diversiones de na- turaleza intelectual no está menos delimitada por 55 el tiempo: el jeroglífico, el anagrama, el acróstico, la charada, han tenido su hora. Es probable que el crucigrama y la novela policíaca sufrirán la misma suerte. Tal fenómeno sería enigmático si el fudus constituyera una distracción tan individual como parece. En realidad se baña en un ambiente de con- curso. Sólo se mantiene en la medida en que el fervor de algunos apasionados lo transforma en un vir- tual agón. Cuando dicho fervor falta, es impotente para subsistir por sí mismo. En efecto, está insufi- cientemente mantenido por el espíritu de competi- ción organizada, que no le es esencial; y no propor- ciona la materia de ningún espectáculo capaz de atraer las masas. Queda flotante y difuso o corre el riesgo de convertirse en la idea fija del aislado ma- víaco que se consagra absolutamente a ella y que, para entregarse a ella, descuida cada vez más sus relaciones con el prójimo. | La civilización industrial ha originado una for- ma particular de ltudus: el hobby, actividad secun- daria, gratuita, que se emprende, se cultiva y se mantiene meramente por gusto: colección, artes de adorno, placer de los pequeños trabajos manuales y de los inventos ingeniosos, en una palabra cualquier ocupación que aparece en primer lugar como compen- sadora de la mutilación de la personalidad consi- guiente al trabajo en cadena, y a su naturaleza auto- mática y parcelaria. Se ha comprobado que el hobby toma fácilmente la forma de la construcción por el obrero, convertido en artesano, de modelos reduci- dos, pero completos, de máquinas en cuya fabrica- 56 ción está condenado a no cooperar más que por un mismo gesto siempre repetido, que no exige de su parte destreza, ni inteligencia. El desquite sobre la realidad es aquí evidente, a la vez que, por otra parte, positivo y fecundo. Responde a una de las más altas funciones del instinto del juego. No es de extrañar que la civilización técnica contribuya a desarrollar- lo, incluso a título de compensación de sus aspectos más ásperos. El hobby es algo en función de las raras cualidades que hacen posible su desarrollo. De una manera general, el ludus propone, al de- seo primitivo de juguetear y divertirse, obstáculos arbitrarios perpetuamente renovados, inventa mil obstáculos y estructuras en los que a la vez se satisfa- cen el deseo de relajamiento y la necesidad, de la que el hombre no parece poder librarse, de malgastar o utilizar sin provecho alguno el saber, la aplicación, la destreza, la inteligencia de que dispone, sin con- tar el dominio de sí, la capacidad de resistir al su- frimiento, a la fatiga, al pánico o la embriaguez. Bajo este título, lo que llamo ludus representa en el juego el elemento cuyo' alcance y fecundidad culturales aparecen como los más sorprendentes. No traduce una actitud psicológica tan terminante como el agón, el alea, la
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