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Caillois - Teoría de los juegos

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TEORÍA DE LOS JUEGOS 
Roger Caillois 
TEORÍA 
DE LOS JUEGOS 
Traducción española de 
RAMÓN GIL NOVALES 
EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A. 
BARCELONA 
1958 
Título de la obra original: 
THÉORIE DES JEUX 
Fragmentos de esta obra aparecieron en las revistas 
Diogene y Preuves, y la mayor parte de su contenido 
ha sido recogido en el libro Le Jeu et les Hommes, 
Gallimard, París 1958, 
© Editorial Seix Barra!, S. A .• Barcelona 
PRINTED IN SPAIN 
DEPÓSITO LEGA.L, B. 5231. -1958, 
IMPRESO EN ESPAÑA 
I. G, Selx y Barra! Hnos., S. A. • Provenza, 219 • BARCELONA 
PROLOGO 
Schiller ha sido sin duda uno de los primeros y 
tal vez el primero en subrayar la importancia emcep-
cional del juego en la vida de la cultura. En la dé-
cimoquinta de sus Cartas sobre la educación esté-
tica del hombre dice: 
"Quede bien entendido que el hombre sólo juega 
en cuanto es plenamente tal, y sólo es hombre com-
pleto cuando juega". Pero hay más aún: el autor ima-
gina en el mismo temto la posibilidad de llegar a un 
modo de diagnóstico sobre los caracteres de las dis-
tintas culturas. Estima en efecto que al comparar las 
carreras de Londres, las corridas de toros en Madrid, 
los espectáculos del París de antaño, las regatas de 
Venecia, las luchas de fieras de Viena y la vida ale• 
gre del Oorso en Roma no sería difícil determinar 
"los matices del gusto en cada uno de esos pueblos 
distintos" (1). 
Preocupado, empero, en emtraer del juego la esen-
(1) Brieter über itstheti8che Erziehung der Menschen. Citada 
según la traducción francesa de las obras del autor, vol. VIII, 
París, 1862. Véanse también las cartas 14, 16, 20, 26 y 27. 
7 
cia del arte, se olvida del juego en sí para presentwr 
la teoría sociológica implicada en la frase transcri- . 
ta .. Ello no obsta ni excluye el que la cuestión quede 
planteada y el que ei juego sea tomado en serio. 
Schiller insiste en la exuberancia radiante del ju-
gador y en la amplitwd reservada a su elección en 
todo momento. El juego y el wrte nacen de un exceso 
d.e energía vital, que, una vez cubiertas las necesi-
da.des inmed,iatas, el niño y el hombre emplean en la 
imitación desinteresada y gozosa de actitudes efec-
tivas. De donde Spencer deduce que "el juego es 
una dramatización de la actividad del adulto". 
Y Wundt, sin razón más f1ecidido y tajante: "El jue-
go es el niño del trabajo, no hay forma de juego que 
no encuentre su modelo en alguna ocupación seria 
que le precede en el tiempo". 
La fórmula hizo fortuna y seducidos por ella et-
nógrafos e historiadores se empeñaron en encontrar 
-con éxito muy vwrio -, en los juegos de los niños, 
la supervivencia de alguna práctica religiosa o de 
magia caída ya en desuso. Y sin embwrgo, no es tan 
fácil distinguir los modelos del dominó, del juego de 
damas, del ajedrez, del boliche, del billwr y del chi-
lindrón. N o se aciertan a ver bien los trabajos y ocu-
paciones de los que dichos juegos serían la transpo-
sición. En 1896, Karl Groos estimó que los juegos 
eran ejercicios mediante tos cuales los niños o los 
animales jóvenes se prepara;n a las tareas de la vida 
de los adultos. Por una extraña pMadoja, Groos ve 
en el juego la razón de ser de la juventud: "Los 
animales no juegan por el hecho de ser jóvenes, son 
8 
jóvenes porque tienen que jugar” (2). Si juegan al 
escondite — dice — es porque se sienten en obligación 
de aprender a escapar de sus enemigos. Claro es que 
de manera general no hay duda de que los juegos 
desarrollan el cuerpo, el carácter y la inteligencia, 
mas no se puede pretender que cada juego corres- 
ponda a una actividad determinada de la cual cons- 
tituya en cierto modo el aprendizaje. Los juegos no 
enseñan oficios, desarrollan aptitudes. El juego de 
prendas lleva al niño a dominar sus reflejos, lo cual 
será útil en muchas ocasiones. En este sentido se 
ha podido decir que los juegos cumplen mejor su 
papel docente cuanto en menos grado pretenden 
ser una réplica de la realidad. 
Un paso más y la situación da vuelta. Si los jue- 
gos no son copia, sino la anticipación de actividades 
serias, sería legítimo derivar del espíritu del juego 
el conjunto de la cultura. El juego engendra la nor- 
ma y el refinamiento, estimula la invención y la li- 
bertad, substituyéndolas a la necesidad, la monoto- 
nía y a la violencia de la naturaleza. Frente a la 
prodigalidad ciega y brutal de la naturaleza, el es- 
píritu del juego inventa el orden, la economía, la 
justicia. Huizinga defendió esta tesis que del juego 
hace surgir la civilización. Yo tomo el problema en el 
punto que él lo dejó. La teoría de Huizinga recarga 
los juegos de un peso abrumador. Si esta misión 
capital que les atribuye y que no deja casi nada al 
margen de ella, les es reconocida en verdad, es nece- 
ntc 
(2) Les jeue des animauz, ed. francesa, París 1902, p. ME cf. 
págs. 62-69. 
 
sario que sean cosa distinta de lo que se había ima- 
ginado que fueran. Cuentan entre las actividades 
esenciales de la especie y deben expresar las tenden- 
cias fundamentales y decisivas a la vez, constantes y 
universales, siempre vivas y triunfantes. 
He tratado de descubrir en primer lugar los im- 
pulsos primarios serios que mutuamente definen y 
oponen las categorías cardinales de los juegos. Este 
estudio constituye la primera parte de la presente 
obra. Si estos resortes son tan poderosos como se 
piensa, no es concebible que manifiesten su influen- 
cia únicamente en el mundo reducido de la distrac- 
ción. Conviene seguir su curso en el conjunto de la 
realidad, en la vida cotidiana y al través de las ins- 
tituciones. En fin, siendo las culturas tan diversas, 
- ¿quién sabe si su estilo propio no viene de la prefe- 
rencia que acordaron a uno u otro de dichos instin- 
tos decisivos? Estos últimos no se conforman a las 
mismas soluciones, no entrañan las mismas conse- 
cuencias, no consolidan los mismos valores, y de ahí 
la teoría generalizada de los juegos, que forma la 
segunda parte del volumen. 
Ya sé muy bien que una construcción de este gé- 
nero refleja una ambición ingenua, una loca temeri- 
dad. Sin embargo acepto el reto. Las ciencias del 
hombre no son, después de todo, tan rigurosas ni 
completas que en principio pueda parecer absurdo 
proponer, si el caso llega, una clasificación nueva y 
general de los datos, una organización nueva y cohe- 
rente de las verosimilitudes del saber. 
10
DEFINICIÓN 
En 1933, el rector de la universidad de Leyde, 
J, Huizinga, eligió como tema de su discurso so- 
lemne “Los límites del juego y de lo serio en la cul- 
tura”. Después insistió en las mismas tesis, amplián- 
dolas en un trabajo original y de gran aliento, pu- 
blicado en 1938: Homo ludens. Esta obra es discu- 
tible en la mayoría de sus afirmaciones, aunque por 
su propio carácter abre caminos extremadamente 
fecundos a la investigación y al pensamiento. En 
todo caso cabe a Huizinga el perdurable honor de 
haber analizado magistralmente varios de los carac- 
teres fundamentales del juego y de haber demostra- 
do la importancia de su papel en el desarrollo mis- 
mo de la civilización. Por una parte, pretendía dar 
una definición exacta de la naturaleza esencial del 
juego; por otra parte, se esforzaba en esclarecer la 
parte del juego que atormenta o.que vivifica las 
principales manifestaciones de toda cultura: las ar- 
11
tes como la filosofía, la poesía lo mismo que las ins- 
tituciones jurídicas, y hasta ciertos aspectos de la 
guerra cortés, 
Huizinga realizó brillantemente esa demostra- ' 
ción y aunque descubre el juego donde nadie, antes 
que él, había sabido reconocer su presencia o su in- 
fluencia, descuida deliberadamente, como dándola 
por sabida, la descripción y clasificación de los jue- 
gos mismos, como si todos respondieran a las mis- 
mas necesidades y tradujeran indiferentemente la 
misma actitud psicológica. Su obra no es un estu- 
dio de los juegos, sino una investigación sobre lafecundidad del espíritu de juego en el ámbito de la 
cultura y, más concretamente, del espíritu que pre- 
side una cierta especie de juegos: los de competi- 
ción reglamentada. El examen de las fórmulas ini- 
ciales usadas por Huizinga para circunscribir el 
campo de sus análisis, ayuda a comprender las ex- 
trañas lagunas de su investigación, por lo demás de 
todo punto notable. Huizinga define el juego de la 
manera siguiente: 
“Desde el punto de vista de la forma, se puede 
definir el juego, en breves términos, como una ac- 
ción libre, seutida como ficticia y situada al margen 
de la vida cotidiana, capaz sin embargo de absorber 
totalmente al jugador; una acción desprovista de 
todo interés material y de toda utilidad, que acon- 
tece en un tiempo y en un espacio expresamente de- 
terminados, se desarrolia con orden a unas reglas 
establecidas y suscita en la vida las relaciones en- 
tre grupos que, deliberadamente, se rodean de mis- 
12
terio o acentúan mediante el disfraz su extrañeza 
frente al mundo habitual (1)”. 
Semejante definición, en que todas las palabras 
son preciosas y llenas de sentido, es a la vez dema- 
siado amplia y de corto alcance. Es meritorio y 
fecundo haber captado la afinidad que existe entre 
el juego y el secreto o el misterio, pero esta conni- 
vencia no debiera entrar sin embargo en una defi- 
nición del juego, el cual casi siempre es espectacu- 
lar, cuando no ostentoso. Indudablemente, el secreto, 
el misterio, el disfraz, en una palabra, se prestan a 
una actividad de juego, pero conviene agregar en 
seguida que esta actividad se ejerce necesariamente 
en detrimento del secreto y del misterio. Ella lo 
expone, lo manifiesta y, en cierto modo, lo gasta. 
En una palabra, tiende a desarraigarlo de su pro- 
pia naturaleza, Por el contrario, cuando el secreto, 
la máscara, el vestido, desempeñan una función sa- 
cramental, se puede asegurar que no hay juego, sino 
institución. o 
Por su naturaleza, todo lo que es misterio o simu- 
lacro está próximo al juego. Pero es preciso que 
prevalezca la parte de la ficción y del recreo; es de- 
cir que el misterio no sea reverenciado y que el simu- 
lacro no sea comienzo o signo de metamorfosis y 
posesión. 
(1) Homo ludens, trad. francesa. París, págs. 34-35. En las pá- 
ginas 57-58 se encuentra otra definición menos rica, aunque también 
A Tue es una acción o una actividad voluntaria, realizada 
en ciertos límites fijos de tiempo y lugar, según una regla libre- 
mente consentida, pero absolutamente imperiosa, provista de un 
fin en sí, acompañada de una sensación de tensión y de júbilo, y de 
la conciencia de ser de otro modo que en la vida real,” 
18
En segundo lugar, la parte de la definición de 
Huizinga que presenta el juego como una acción des- 
provista de todo interés material, excluye lisa y 
buenamente las apuestas y los juegos de azar; es 
decir, por ejemplo, las casas de juego, los casinos, 
los hipódromos, las loterías que, para bien o para 
mal, ocupan precisamente una parte importante en 
la economía y la vida cotidiana de los diferentes 
pueblos, bajo tormas, es verdad, infinitamente varia- 
bles, pero en las que, por ello mismo, la constancia 
de la relación entre azar y provecho resulta tanto 
más impresionante. Los juegos de azar, que son tam- 
bién los juegos de dinero, no ocupan prácticamente 
ningún lugar en la obra de Huizinga. Tal actitud 
preconcebida no deja de tener consecuencias. 
Ciertamente es mucho más difícil establecer la fe- 
cundidad cultural de los juegos de azar que la de los 
de competición. Sin embargo, la influencia de los jue- 
gos de azar no es por ello menos considerable, aun 
si se la estima nociva. Además, el no tomarlos en 
consideración lleva a dar del juego una definición 
que afirma o sobreentiende que el juego no acarrea 
ningún interés de orden económico. Ahora bien, es 
necesario distinguir. En algunas de sus manifesta- 
ciones, el juego es por el contrario lucrativo o rui- 
noso en sumo grado y está destinado a serlo. Ello 
no impide que este carácter se avenga con el hecho 
de que el juego, aun bajo su forma de juego de dine- 
ro, resulte rigurosamente improductivo. La suma de 
ganancias, en el mejor caso, no podría ser más que 
igual a la suma de pérdidas de los otros jugadores. 
14
Casi siempre es inferior, a causa de gastos generales, 
impuestos o beneficios del empresario, el único que . 
no juega o cuyo juego está preservado contra el azar 
por la ley de los grandes números; es decir, el único 
que no puede experimentar placer en el juego. Hay 
traslado de propiedad, pero no producción de bienes. 
En efecto, es una característica del juego el no crear 
ninguna riqueza, ninguna obra. Por esto se diferen- 
cia del trabajo o del arte. Al final de la partida todo 
puede y debe quedar igual que estaba, sin que haya 
surgido nada nuevo: ni cosechas ni objeto manufac- 
turado, ni obra maestra, ni capital acrecentado. El 
juego es ocasión de puro gasto: de tiempo, de ener- 
gía, de ingeniosidad, de habilidad y, a menudo, de 
dinero para la compra de los accesorios del juego 
o para pagar eventualmente el alquiler del local. En 
cuanto a los profesionales, boxeadores, ciclistas, ]i- 
netes O actores que se ganan la vida en el cuadrilá.- 
tero, la pista, el hipódromo o las tablas, y que deben 
pensar en el sueldo, prima o paga por actuación, está 
claro que en esto no son jugadores, sino hombres de 
oficio. Cuando juegan, lo hacen a cualquier otro 
juego. 
Por otra parte, no hay auaa de que el juego 
debe ser definido como una actividad libre y volun- 
taria, fuente de alegría y diversión. Un juego en el 
que uno se viera obligado a participar, cesaría en 
seguido de ser un juego: se convertiría en una obli- 
gación, en una molestia de la que uno se daría prisa 
en librarse. Obligatorio o simplemente recomendado, 
perdería uno de sus caracteres fundamentales: el 
15
hecho de que el jugador se entregue a él espontánea- 
mente, de buena gana y para su placer, teniendo 
siempre entera libertad de preferir la retirada, el 
silencio, el recogimiento, la soledad ociosa o una 
actividad fecunda. De ahí la definición que Valéry 
propone del juego: hay juego allí donde “el tedio 
puede desligar lo que el ánimo había ligado” (2). 
No existe más que allí donde los jugadores tienen 
deseo de jugar y juegan, aunque sea al juego más 
absorbente, más agotador, con la intención de di- 
vertirse y huir de sus preocupaciones; es decir, para 
apartarse de la vida corriente. Alí donde tienen li- 
bertad de irse cuando les plazca, diciendo: “No 
juego más”. 
En efecto, el juego es esencialmente una ocupa- 
ción separada, cuidadosamente aislada del resto de 
la existencia, y en general realizada en límites de- 
terminados de tiempo y lugar. Hay un espacio den- 
tro de cuyos límites se juega: según los casos, la 
rayuela, el tablero de ajedrez, el de damas, el esta- 
dio, la pista, la palestra, el cuadrilátero, la es- 
cena, etc. Nada de lo que pase en el exterior de la 
frontera ideal entra en cuenta. Salir del recinto por 
error, por accidente o por necesidad, enviar la -pe- 
lota fuera del campo, ya descalifica, ya lleva tras sí 
un castigo. Es preciso reanudar el juego en la fron- 
tera convenida. De igual modo para el tiempo: el 
partido comienza y acaba con la señal dada. Fre- 
cuentemente su duración está fijada de antemano. 
(2) Paul Valéry, Tel quel, 11, París, 1943, pág, 21. 
16
Es deshonroso abandonarlo, o interrumpirlo sin cau- 
sa mayor (gritando “no vale”, por ejemplo, en los 
juegos infantiles); si cabe se prolonga el partido, se- 
gún acuerdo de los adversarios o decisión de un ár- 
bitro. En todos los casos, el dominio del juego es 
así un universo reservado, cerrado, protegido: un 
espacio puro. | 
Las leyes confusas y. embrolladas de la vida or- 
dinaria están reemplazadas, en este espacio definido 
y para este tiempo dado,por reglas precisas, arbi- 
trarias, irrecusables, que es preciso aceptar como 
tales y que presiden el desarrollo correcto del parti- 
do. El tramposo, si las viola, finge al menos respe- 
tarlas. No las discute: abusa de la lealtad de los 
otros jugadores. Bajo este punto de vista, se debe 
aprobar a los autores que han subrayado que la 
falta de honradez del tramposo no destruye el jue- 
go. Quien lo destruye es el negador que denuncia lo 
absurdo de las reglas, su naturaleza puramente con- 
vencional, y que se niega a jugar porque el juego 
no tiene ningún sentido. Sus argumentos son irre- 
futables. El juego no tiene otro sentido que el juego 
mismo. Por otra parte, por esto mismo sus reglas 
son imperiosas y absolutas: más allá de toda discu- 
sión. No hay ninguna razón para que sean como soh 
más bien que de otra manera. Quien no las admite 
con este carácter, debe necesariamente considerar- 
las como manifiesta extravagancia. 
Sólo se juega si se quiere, cuando se quiere y el 
- tiempo que se quiere. En este sentido, el juego es 
ana actividad libre. Es, además, una actividad in- 
A7 
TEORÍA DE LOS JUEGOR. - 2
cierta. La duda sobre el desenlace debe permanecer 
hasta el fin. Cuando en una partida de cartas el 
resultado deja de ofrecer duda, no se juega más, y 
todos enseñan su juego. En la lotería, en la ruleta, 
se apuesta a un número que puede salir o no. En una 
prueba deportiva, las fuerzas de los campeones de- 
ben estar equilibradas, a fin de que cada uno pueda 
defender su oportunidad hasta el fin. Todo juego de 
habilidad comporta por definición, para el jugador, 
el riesgo de fallar el golpe, una amenaza de derrota 
sin la cual el juego dejaría de divertir. De hecho, 
deja de divertir quien, demasiado preparado o de- 
masiado hábil, gana sin esfuerzo o infaliblemente. 
Un desarrollo conocido de antemano, sin posibilidad 
de error o sorpresa, que lleve claramente a un resul- 
tado ineluctable, es incompatible con la naturaleza 
del juego. Es precisa una renovación constante e im- 
previsible de la situación, tal como se produce en 
cada ataque o en cada réplica de esgrima o fútbol, 
en cada intercambio de pelota en el tenis, o incluso 
en el ajedrez cada vez que uno de los adversarios 
mueve una pieza. El juego consiste en la necesidad 
de encontrar, de inventar inmediatamente una res- 
puesta que es libre dentro de los límites de las re- 
glas. Esta latitud del jugador, este margen acor- 
dado a su acción es esencial al juego y explica en 
parte el placer que éste suscita. Dicho margen es el 
que da cuenta de usos tan notables y significativos 
de la palabra “juego” como los que se comprueba 
en las expresiones “el juego de un artista” o “el 
juego de un engranaje”, para designar en un caso 
18
el estilo personal de un intérprete, en el otro el des- 
ajuste de una mecánica. | 
Muchos juegos no permiten reglas, Así, no exis- 
ten, al menos fijas y rígidas, para jugar a muñecas, 
a soldados, a guardias y ladrones, a caballos, a la 
locomotora, al avión, en general a los juegos que 
suponen una libre improvisación y cuyo principal 
atractivo proviene del placer de interpretar un pa- 
pel, de conducirse como sí se fuera alguien o in- 
cluso algo distinto, una máquina por ejemplo. A pe- 
sar del carácter paradójico de la afirmación, yo di- 
ría que aquí la ficción, el sentimiento del como si 
reemplaza la regla y llena exactamente la misma 
función. La regla, por sí misma, crea una ficción. 
El que juega al ajedrez, al marro, al palo, al ba- 
cará, por el hecho mismo de sujetarse a las reglas 
respectivas, se encuentra separado de la vida corrien- 
te, la cual no conoce ninguna actividad que esos 
juegos intenten imitar más o menos fielmente. Por 
eso se juega de verdad al ajedrez, al marro, al polo, 
al bacará. No se obra como si se fuera alguien dis- 
tinto. Al contrario, siempre que el juego consiste en 
imitar a la vida, por una parte el jugador no po- 
dría inventar y seguir reglas que la realidad no 
permite; por la otra, el juego va acompañado de la 
conciencia de que la conducta observada es una apa- 
riencia, una simple mímica. Esta conciencia de la 
profunda irrealidad del comportamiento adoptado 
separa de la vida corriente, en lugar de la legislación 
arbitraria que define otros juegos. La equivalencia 
es tan precisa que el destructor de juegos, el mismo 
19
que hace poco denunciaba lo absurdo de las reglas, 
se convierte ahora en quien rompe el encanto, quien 
rehusa brutalmente consentir en la ilusión propues- 
ta, quien recuerda al muchacho que no es un verda- 
dero detective, un verdadero pirata, un verdadero 
caballo, un verdadero submarino; quien recuerda a 
la muchachita que no cuna un verdadero niño o 
que no sirve a señoras verdaderas una comida ver- 
dadera en su vajilla de miniatura. 
Así, los juegos no son reglamentados y ficticios. 
Son más bien o reglamentados o ficticios. Y ello a 
tal punto que si un juego reglamentado aparece en 
ciertas circunstancias como una actividad seria y 
fuera del alcance de quien ignora sus reglas, es de- 
cir si se le presenta como formando parte de la vida 
corriente, este juego puede en seguida suministrar 
al profano desorientado y curioso elementos para 
un simulacro divertido. Se concibe fácilmente que 
log niños, a fin de imitar a las personas mayores, 
manipulen al tuntún sobre un tablero ficticio piezas 
reales o supuestas, y encuentren diversión por ejem- 
plo, en jugar a “jugar al ajedrez”. 
Esta discusión, destinada a precisar la natura- 
leza, el mayor denominador común de todos los jue- 
gos, tiene al mismo tiempo la ventaja de poner de 
relieve la diversidad de los mismos y ensanchar sen- 
siblemente el universo ordinariamente explorado 
cuando se les estudia. En particular, estas obser- 
vaciones tienden a agregar a este universo dos nuevos 
dominios: el de las apuestas y juegos de azar, y el 
de la mímica e interpretación. Sin embargo, quedan 
20
muchos juegos y diversiones que dichas observacio- 
nes dejan todavía de lado o a los que se adaptan 
imperfectamente: tales son, por ejemplo, la cometa, 
la peonza, los acertijos, los solitarios, los crucigra- 
mas, el tiovivo, el columpio, y ciertas atracciones 
de feria. Será necesario volverlos a tratar. Por el 
momento, los análisis precedentes permiten ya de- 
finir esencialmente el juego como una actividad: 
1 — libre: a la cual el jugador no podría obligarse 
sin que el juego pierda en seguida su naturaleza de 
diversión atractiva y alegre; 
2 —separada: circunscrita en límites de espacio y 
tiempo precisos y fijados de antemano; 
3 — incierta; cuyo desarrollo no podría determinar- 
se, ni conocerse previamente el resultado, pues cierta 
latitud en la necesidad de inventar debe obligatoria- 
mente dejarse a la iniciativa del jugador; 
4 —improductiva: que no crea bienes, ni riqueza, 
ni elemento nuevo de ninguna clase; y, salvo despla- 
zamiento de propiedad en el seno del círculo de ju- - 
gadores, acaba en una situación idéntica a la del 
comienzo de la partida; 
5 — reglamentada: sometida a convenciones que sus- 
penden las leyes ordinarias y que instauran mo- 
mentáneamente una legislación nueva, que es la úni- 
ca que cuenta; 
21
6 — ficticia: acompañada de una conciencia espe- 
cífica de realidad segunda o de franca irrealidad en 
relación a la vida corriente. 
Estas diversas cualidades son puramente forma- 
les. No prejuzgan el contenido de los juegos. Sin em- 
bargo, el hecho de que las dos últimas — la regla y 
la ficción — hayan aparecido casi como exclusivas 
una de la otra, demuestra que la naturaleza íntima 
de las nociones que pretenden definir implica, y aun 
a veces exige, que éstas sean a su vez objeto de 
una distribución que trate de tener en cuenta no 
los caracteres que les oponen en su conjunto al resto 
de la realidad, sino los que les confieren entre ellas 
una originalidaddecididamente irreductible. 
22
TIT 
CLASIFICACIÓN 
La multitud y variedad infinitas de los juegos 
hacen a primera vista desesperar de descubrir un 
principio de clasificación, que permita repartirlos 
en un pequeño número de categorías bien definidas. 
Además, presentan tantos aspectos diferentes como 
múltiples son los puntos de vista. El vocabulario 
corriente muestra bastante hasta qué punto el espí- 
ritu queda vacilante e incierto: de hecho, emplea va- 
rias clasificaciones concurrentes. No tiene sentido 
oponer los juegos de cartas a los de destreza, ni 
oponer los juegos de sociedad a los de estadio. En 
efecto, en un caso se elige como criterio de distribu- 
ción el instrumento del juego, en otro la cualidad 
principal que exige, en un tercer caso el número 
de los jugadores y el ambiente de la partida, y, en 
fin, en el último, el lugar donde se disputa la prue- 
ba. Además, y es lo que complica todo, hay juegos 
a los que se puede jugar solo o con otros. Un mismo 
juego puede requerir varias cualidades a la vez O 
no necesitar ninguna. | 
23
En un mismo lugar se puede jugar a juegos muy 
diferentes: el tiovivo y el diábolo son los dos diver- 
siones al aire libre; pero el niño que disfruta pasi- 
vamente del placer de verse movido por las vueltas 
que dan los caballitos, no está en el mismo estado 
de espíritu que el que se emplea a fondo para re- 
coger correctamente su diábolo. Por otra parte, mu- 
chos juegos se juegan sin instrumentos ni accesorios. 
A lo cual se añade que un mismo accesorio puede 
desempeñar funciones dispares según el juego con- 
siderado: las canicas son en general el instrumento 
de un juego de destreza, pero uno de los jugadores 
puede intentar adivinar el número par o impar de 
canicas que contiene la mano cerrada de su adverga- 
rio, y entonces se convierten en el instrumento de 
un juego de azar. 
Recalco, sin embargo, esta última expresión. Por 
una vez, tal expresión hace alusión al carácter fun- 
damental de una clase bien determinada de juegos. 
Sea en el momento de una apuesta, o en la lotería, 
en la ruleta o en el bacará está claro que el jugador 
observa la misma actitud. No hace nada, espera la 
decisión de la suerte. Por el contrario, el boxeador, 
el corredor pedestre, el jugador de ajedrez o de 
tres en raya pone todo su esfuerzo para ganar. Poco 
importa que en un caso los juegos sean atléticos, 
o en el otro intelectuales. De nuevo, la actitud es la 
misma: el esfuerzo para vencer a un rival que está 
en las mismas condiciones que uno mismo. También 
parece justificado oponer :los juegos de azar a los 
juegos de competición. Sobre todo, se hace tentador 
24
averiguar si no es posible descubrir otras actitudes 
no menos fundamentales, que llenarían eventualmen- 
te las rúbricas de una razonada clasificación de los 
juegos. 
Después de examinar diferentes posibilidades, 
propongo a este fin una división en cuatro rúbricas 
principales según que, en los juegos considerados. 
predomine el papel de la competición, del azar, del 
simulacro o del vértigo. Las llamo respectivamente 
agón, alea, mimicry e ilinex. Las cuatro pertenecen 
al dominio de los juegos: se juega al fútbol, a las 
canicas o al ajedrez (agón); se juega a la ruleta o a 
la lotería (atea) ; se juega a hacer de pirata, de Nerón 
o de Hamlet (mimicry); se juega a provocar en uno 
mismo, por un movimiento rápido de rotación o de 
caída, un estado orgánico de confusión y de estupor 
(ilinx). Sin embargo, estas designaciones no abar- 
can por entero el universo del juego. Lo distribuyen 
en cuadrantes gobernados cada uno por un princi- 
pio original. Delimitan los sectores que agrupan jue- 
gos de la misma especie. Pero en el interior de esos 
sectores los diferentes juegos se escalonan en el 
mismo orden, según una progresión comparable. Al 
mismo tiempo también es posible ordenarlos entre 
dos polos antagónicos. En un extremo reina, Casi 
sin disputa, un principio común de diversión, de 
turbulencia, de libre improvisación y de despreocu- 
pada alegría, por donde se manifiesta una cierta 
fantasía incontrolada que se puede designar con el 
25
nombre de paidia, En el extremo opuesto, esta exu- 
berancia traviesa y espontánea está casi enteramen- 
te absorbida, en todo caso canalizada, en una ten- 
dencia complementaria, inversa en algunos aspectos, 
aunque no en todos, de su naturaleza anárquica y 
caprichosa: una creciente necesidad de someterla a 
convenciones arbitrarias, imperativas, y adrede di- 
fíciles, de contrariarla cada vez más levantando 
incesantemente ante ella enredos más embarazosos, 
con el fin de hacerle más penoso el llegar al resul- 
tado apetecido. Este resultado sigue siendo total- 
mente inútil, aunque exija una suma constantemen- 
te acrecentada de esfuerzos, de paciencia, de des- 
treza o de ingeniosidad. A este último componente 
lo designo con el nombre de ludus. 
Al recurrir a estas denominaciones extranjeras, 
no es mi intención constituir no sé qué mitología pe- 
dante, totalmente desprovista de sentido. Pero en 
la obligación de agrupar bajo una misma etiqueta 
manifestaciones dispares, me ha parecido que el me- 
dio más económico de llegar a ello consistía en to- 
mar prestado a tal o cual lengua el vocablo que a 
la vez fuera el más significativo y el más comprensi- 
vo posible, a fin de evitar que cada conjunto exami- 
nado se encuentre uniformemente señalado por 
la cualidad particular de uno de los elementos que 
reúne, lo que no dejaría de suceder si el nombre de 
éste sirviese para designar el grupo entero. Todo lee- 
tor, a medida que iré intentando fijar la clasifica- 
ción por la que me he decidido, tendrá ocasión de 
darse cuenta por sí mismo de la necesidad en que 
26
me he encontrado de utilizar una nomenclatura que 
no remita demasiado directamente a la experiencia 
concreta, que está en parte destinada a distribuir 
según un principio inédito. 
Con la misma intención, me he esforzado en lle- 
nar cada rúbrica con los juegos en apariencia más 
diferentes, con el fin de hacer resaltar mejor su pa- 
rentesco fundamental. 
He mezclado los juegos corporales y los de la in- 
teligencia, los que descansan en la fuerza con los 
que requieren destreza o cálculo. Tampoco he dis- 
tinguido, en el interior de cada clase, entre los jue- 
gos infantiles y los de adultos; y, siempre que he 
podido, he buscado en el mundo animal conductas 
homólogas. Se trataba, obrando así, de subrayar el 
principio mismo de la clasificación propuesta, que 
tendría menos alcance si no se advirtiese con evi- 
dencia que las divisiones establecidas por dicha cla- 
sificación corresponden a impulsos esenciales e irre- 
ductibles. 
AGóN. — Todo un grupo de juegos aparece como 
competición, es decir como un combate donde se 
crea artificialmente la igualdad de oportunidades 
para que los antagonistas se enfrenten en condicio- 
nes ideales, susceptibles de dar un valor preciso e 
incontestable al triunfo del vencedor. Se trata, pues, 
siempre de una rivalidad que estriba en una sola 
cualidad de rapidez, aguante, vigor, memoria, des- 
treza, ingeniosidad, etc., ejerciéndose en límites de- 
27
finidos y sin ningún recurso exterior, de tal mane- 
- ra que el ganador aparezca como el mejor en una 
cierta categoría de proezas. Tal es la regla de las 
pruebas deportivas y la razón de ser de sus múlti- 
ples subdivisiones, ya opongan dos individuos o dos 
equipos (polo, tenis, fútbol, boxeo, esgrima, etc.), 
ya: sean disputadas entre un número indeterminado 
de concurrentes (toda clase de carreras, Concursos 
de tiro, golf, atletismo, etc.). A la misma clase per- 
tenecen también los juegos en que los adversarios 
disponen al empezar de elementos exactamente del. 
mismo valor e iguales en número. El juego de damas, 
el ajedrez, el billar nos ofrecen ejemplos perfectos 
de ello. La búsqueda de la igualdad de oportunida-des al empezar es, manifiestamente, el principio esen- 
cial de la rivalidad; por eso se la restablece por un 
handicap entre jugadores de clase diferente, es de- 
cir que en el interior de la igualdad de oportunida- 
des primeramente establecida, se da pie a una des- 
igualdad segunda, proporcional a la supuesta fuerza 
relativa de los participantes. Es significativo que tal 
uso existe tanto en el agón de carácter muscular 
(los encuentros deportivos) como en el agón del tipo 
más cerebral (las partidas de ajedrez, por ejemplo, 
donde se le da ventaja de un peón, de un caballo o 
de una torre al jugador más flojo). 
Por mucho cuidado que se ponga, una igualdad 
absoluta no parece sin embargo enteramente reali- 
zable. o | 
Algunas veces, como en las damas o en el aje- 
drez, el mero hecho de jugar primero da una ventaja, 
28
ya que esta prioridad permite al jugador favorecido 
ocupar posiciones clave o imponer su estrategia. 
A la inversa, en los juegos de puja, quien declara 
el último aprovecha las indicaciones que le propor- 
cionan los anuncios de sus adversarios. De igual 
modo, en el croquet, salir el último multiplica los 
recursos del jugador. En los encuentros deportivos, 
la exposición, el hecho de tener el sol de cara o de 
espalda; el viento que ayuda o molesta uno de los 
campos; el hecho, en las carreras disputadas en una 
pista cerrada, de encontrarse en el interior o en el 
exterior de la curva, llegado el caso constituyen 
bazas o inconvenientes cuya influencia no es forzo- 
samente despreciable. Se anulan o se atemperan estos 
inevitables desequilibrios mediante el sorteo de la: 
situación inicial, y luego, por una estricta alternación 
de la posición privilegiada. 
El móvil del juego es para cada concurrente el 
deseo de ver reconocida su excelencia en un dominio 
dado. Por esto la práctica del agón supone una 
atención sostenida, una preparación apropiada, es- 
fuerzos asiduos y voluntad de vencer. Implica dis- 
ciplina y perseverancia. Deja al campeón con sus 
solos recursos, le invita a sacar de ellos el mayor. 
partido posible, le obliga en fin a servirse de ellos 
lealmente y en límites fijos que, iguales para todos, 
terminan, en compensación, dejando bien seutada la 
superioridad del vencedor. El agón se presenta como 
la forma pura del mérito personal, y sirve para 
manifestarlo. | | 
Fuera del juego o en el límite del juego, se com- 
29
prueba la noción de agón en otros fenómenos cultu- 
rales que «obedecen al mismo código: el duelo, el 
torneo, ciertos aspectos constantes y notables de 
la llamada guerra cortés. 
En principio, parecería que los animales, al no 
concebir límites ni reglas, debieran ignorar el agón, 
buscando solamente en un combate sin piedad una 
victoria brutal. 
Está claro que no se pueden invocar ni las carre- 
ras de caballos ni las riñas de gallos: son luchas en 
las que los hombres hacen enfrentarse animales 
adiestrados según normas que sólo ellos han fijado. 
Sin embargo, si se consideran ciertos hechos, parece 
que ya ciertos animales se complacen en oponerse en 
encuentros donde si, según toda probabilidad, la regla 
falta, al menos un límite está implícitamente con- 
venido y espontáneamente respetado. Es el caso, espe- 
cialmente, de los gatos jóvenes, los perros jóvenes. 
las focas jóvenes y los oseznos, que disfrutan en 
derribarse teniendo mucho cuidado en no herirse. 
Todavía más convincente es la costumbre de los 
bovinos que con la cabeza baja, frente a frente. 
intentan hacer retroceder uno al otro. Los caballos 
practican el mismo género de duelo amistoso y co- 
nocen otros: para medir sus fuerzas se levantan so- 
bre sus patas traseras y se dejan caer uno sobre 
el otro con un vigoroso empuje de todo su peso, cor 
el fin de hacer perder el equilibrio a sus adversa- 
rios. Los observadores han señalado, igualmente. 
numerosos juegos de persecución, que tienen lugar 
después de un desafío o invitación. El animal alcan- 
380
zado no tiene nada que temer de su vencedor. El 
caso más elocuente es sin duda el de los pequeños 
pavos reales salvajes, denominados “combatien- 
tes”. Eligen un campo de batalla, “un lugar ligera- 
mente elevado, dice Karl Groos (1), siempre húmedo 
y cubierto de césped raso, de un diámetro de metro 
y medio por dos”. Los machos se reúnen allí diaria- 
mente. El que llega primero espera un adversario, y 
la lucha comienza. Los campeones tiemblan e ineli- 
nan la cabeza repetidas veces. Sus plumas se erizan. 
Con el pico hacia adelante se arrojan uno contra 
otro golpeándose. Nunca hay persecución o lucha 
fuera del espacio delimitado para el torneo. Por los 
ejemplos precedentes, me parece legítimo invocar 
aquí el término agón: tan claro es éste que el fin 
de los encuentros no es para cada antagonista cau- 
sar un daño serio a su rival, sino demostrar su pro- 
pia superioridad. Los hombres sólo añaden los refi- 
namientos de la regla. . 
En los niños, desde que la personalidad se afirma 
y antes de la aparición de competiciones reguladas, 
se observan con frecuencia extraños desafíos en los 
que-los adversarios se esfuerzan en probar su mayor 
resistencia. Concurren a ver quién, durante más 
rato, mirará el sol, resistirá las cosquillas, no res- 
pirará, no guiñará los ojos, etc. A veces lo que está 
en juego es más grave; se trata de resistir al hambre 
o al dolor bajo forma de fustigación, de pellizcos, de 
picaduras, de quemaduras. Entonces, estos juegos de 
(1) K, Groos, op. cit., págs. 150-151. 
31
ascetismo, como se les ha denominado, inauguran 
pruebas severas. Se anticipan a las bromas y a las 
“novatadas” que deben soportar los adolescentes er: 
el momento de la iniciación. Se apartan igualmente 
del agón, el cual no tarda en encontrar sus formas 
perfectas ya con los juegos y deportes de competi- 
ción propiamente dichos, ya con los juegos y depor- 
tes de proeza (caza, alpinismo, crucigramas, probie- 
mas de ajedrez, etc.) donde los campeones, sin en- 
frentarse directamente, no dejan de participar en 
un inmenso concurso difuso e incesante. 
ALEa. — En latín es el nombre del juego de dados. 
Tomo aquí dicho término para designar todos los 
juegos fundados, exactamente al contrario del agóx. 
en una decisión que no depende del jugador, en la 
que éste no puede influir en absoluto, y donde se 
trata por consiguiente de ganar no sobre un adver- 
sario sino sobre el destino. Mejor dicho, el destino 
es el único artesano de la victoria y ésta, cuandi 
hay rivalidad, significa exclusivamente que el ven- 
cedor ha sido más favorecido por la suerte que el 
vencido. Ejemplos puros de esta categoría de jue- 
gos los proporcionan la ruleta, los dados, cara «+ 
cruz, el bacará, la lotería, etc. Aquí no solamente 
no se busca eliminar la injusticia del azar, sino que 
lo arbitrario puro de éste constituye el móvil únic- 
del juego. 
El alea señala y revela el favor del destino. E- 
jugador permanece enteramente pasivo, no despliezz 
sus cualidades o disposiciones, los recursos de sz 
destreza, de sus músculos, de su inteligencia. >: 
382
hace más que aguardar, con esperanza y temblor, la 
sentencia de la suerte. Arriesga una postura. La jus- 
ticia — siempre solicitada, pero esta vez de otro 
modo, y que ahora tiende a ejercerse todavía en con- 
diciones ideales — recompensa al jugador propor- 
cionalmente a su riesgo con una rigurosa exactitud. 
Toda la aplicación más arriba aludida para igualar 
las oportunidades de los concurrentes, se emplea aquí 
en equilibrar escrupulosamente el riesgo y el pro- 
vecho. | 
A la inversa del agón, el alea niega el trabajo, la 
paciencia, la habilidad, la calificación; elimina el 
valor profesional, la regularidad, la preparación. 
Anula en un instante los resultados acumulados. Es 
desgracia total o favor absoluto. Aporta al jugador 
afortunado infinitamente más. de lo que podría pro- 
curarle una vida detrabajo, de disciplina y fatiga. 
Aparece como una insolente y soberana burla del 
mérito. Supone por parte del jugador una actitud 
exactamente opuesta a la que demuestra en el agón. 
En éste, el jugador sólo cuenta consigo; en el alea 
cuenta con todo, con el más ligero indicio, con la 
mejor particularidad exterior que toma al momento 
por un signo o aviso, con cada singularidad que ad- 
vierte..., con todo, excepto consigo mismo. 
El ágón es una reivindicación de la responsabi- 
lidad personal; el alea, una dimisión de la volun- 
tad, un abandono al destino. Ciertos juegos como el 
dominó, la mayoría de los de cartas, combinan el 
agón y el alea: el azar preside la composición de 
las “manos” de cada jugador y éstos explotan en 
38 
TEORÍA DH LOS JUEGOS. - 3
seguida, lo mejor que pueden y según su fuerza, el 
lote que una suerte ciega les atribuyó. En un juego 
como el bridge, el saber y el razonamiento consti- 
tuyen la defensa propia del jugador, que le permite 
sacar el mejor partido de las cartas recibidas; en un 
juego del tipo del poker, son más bien las cuali- 
dades de penetración psicológica y carácter. 
En general, el papel del dinero es tanto más con- 
siderable cuanto más grande es la parte de azar y, 
por consecuencia, más débil la defensa del jugador. 
La razón de ello aparece claramente: el alea no tie- 
ne por función hacer ganar dinero a los. más inteli- 
gentes, sino por el contrario abolir las superiorida- 
des naturales o adquiridas de los individuos, a fin 
de poner a cada uno en un pie de igualdad absoluta 
ante el ciego veredicto de la suerte. 
Como el resultado del agón es necesariamente in- 
cierto y debe, paradójicamente, aproximarse al efec- 
to del azar puro, dando por sentado que las oportu- 
nidades de los concurrentes son en principio lo más 
equilibradas posible, se sigue que todo encuentro 
que posea los caracteres de una ideal competición 
reglamentada puede ser objeto de apuestas; es de- 
Cir, de aleas: así las carreras de caballos o de. gal- 
gos, los partidos de fútbol o de pelota vasca, las 
riñas de gallos. Sucede, incluso, que la cuota de las 
posturas varía sin cesar durante la partida, según 
las peripecias del agón (2). 
(2) Por ejemplo, en las Islas Baleares con la pelota; en Co- 
lombia y las Antillas con las riñas de gallos, Ni que decir tiene 
que no conviene tener en cuenta los premios en especies que pue- 
den ganar jockeys o propietarios, corredores, boxeadores, jugadores
Los juegos de azar son los únicos que los animales 
no conocen. Y con motivo, ya que tales juegos exi- 
gen, por una parte, una representación de las leyes 
del universo, de la cual sólo es capaz una reflexión 
objetiva y calculadora; por otra parte, suponen una 
pasividad, una abstención voluntaria que se acomo- 
da muy poco a los impulsos despóticos del instinto. 
Y % + 
El agón y el alea traducen actitudes opuestas y 
en cierta manera simétricas, pero obedecen los dos 
a una misma ley: la creación artificial entre los ju- 
gadores de condiciones de igualdad pura que la rea- 
lidad niega a los hombres. Porque nada es claro en la 
vida, sino que precisamente, en el punto de partida, 
todo está confuso, lo mismo la suerte que los méri- 
tos. El juego, agón o alea, es pues una tentativa para 
substituir la confusión normal de la existencia or- 
dinaria por situaciones perfectas. Éstas son de tal 
manera que el papel del mérito o del azar se muestra 
en ellas neto e indiscutible. Implican también que 
todos deben disfrutar exactamente las mismas posi- 
bilidades de demostrar su valor o, en otra escala. - 
exactamente las mismas probabilidades de recibir 
un favor. De una o de la otra manera, uno se evade 
de fátbol, o los atletas que se quiera. Estos premios, por considera- 
bles que se les suponga, no entran en la categoría del alea. La re- 
compensa del agón, fruto de la lucha, puede a veces falsear el 
sentido de él. Dicha recompensa no tiene, sin embargo. nada que 
ver con el favor de la fortuna, resultado de la suerte que detiene 
el monopolio incierto de log apostantes. Es incluso lo contrario 
de aquél, 
85
del mundo haciéndolo diferente. Uno puede también 
evadirse haciéndose otro. A esto. responde la mii 
micry. 
MimicrY. — Todo juego supone la aceptación tem- 
poral, si no de una ilusión (pese a que esta última 
palabra no significa otra cosa que entrada en jue- 
go: inm-lusto), al menos de un universo cerrado, con- 
vencional y, en ciertos aspectos, ficticio. El juega 
puede consistir no en desplegar una actividad « 
sufrir un destino en un medio imaginario, sino er 
convertirse uno mismo en un personaje ilusorio y 
conducirse en consecuencia. Uno se encuentra en- 
tonces frente a una serie variada de manifestacio- 
nes que tienen como carácter común descansar so- 
bre el hecho de que el sujeto juega a creer,'a hacerse 
creer 0 a hacer creer a los demás que él es distints 
de sí mismo; olvida, disfraza, se despoja pasajera- 
mente de su personalidad para fingir otra. Para de- 
signar estas manifestaciones elijo el término mi- 
micry, que expresa en inglés el mimetismo, princi- 
palmente de los insectos, a fin de subrayar la natu- 
raleza fundamental y elemental, casi orgánica, de! 
impulso que las suscita. 
Si, como creo, el mundo de los insectos aparece 
frente al mundo humano como la solución más di- 
vergente, si no opuesta término a término, pero tam- 
bién como una respuesta no menos elaborada, comn- 
pleja y sorprendente, está justificado tomar aqu: 
en consideración los fenómenos de mimetismo, de los 
cuales los insectos presentan los ejemplos más sor- 
prendentes. En efecto, a una conducta libre del hon:- 
36
bre, versátil, arbitraria, imperfecta y que sobre todo 
se traduce en una obra exterior, corresponde en el 
animal, y más particularmente en el insecto, una 
modificación orgánica, fija, absoluta que marca la 
especie y que se ve infinita y exactamente reproducl- 
da de generación en generación entre los miles de 
millones de individuos; por ejemplo, las castas de 
hormigas y termitas frente a la lucha de clases, los 
dibujos de las alas de las mariposas frente a la his- 
toria de la pintura. Por poco que se admita esta hi- 
pótesis, sobre cuya temeridad no me hago ninguna 
ilusión, el inexplicable mimetismo de los insectos 
proporciona de pronto una extraordinaria réplica al 
gusto del hombre por disfrazarse, desfigurarse, lle- 
var una máscara, interpretar un personaje. Lo que 
ocurre, esta vez, es que la máscara, el disfraz, for- 
man parte del cuerpo, en lugar de ser un accesorio 
fabricado. Pero en los dos casos sirven exactamente 
a los mismos fines: cambiar la apariencia del por- 
tador y hacer miedo a los demás (3). 
En los vertebrados, la tendencia a imitar se tra- 
duce ante todo por un contagio totalmente físico, 
casi irresistible, análogo al contagio del bostezo, de 
la carrera, del andar cojeando, de la sonrisa y sobre 
(3) Se encontrarán ejemplos de aterradoras mímicas de los: in- 
sectos (actitud espectral del predicador, ansia del £Xmerinthus 
ocellata) o de morfologías disimuladoras en mi estudio intitulado: 
“Mimétisme et psychasténie légendaire”. Le Mythe et "Homme. Pa- 
rís, 1938, págs. 101-103, Este estudio trata, desgraciadamente, 
el problema bajo una perspectiva que hoy día me parece de lo 
más caprichoso. En efecto, ya no haré del mimetismo una turba- 
ción de la percepción del espacio y una tendencia a volver a lo 
inanimado, sino como lo propongo aquí, el equivalente en el in- 
secto de los juegos de mimicry en el hombre, NXo obstante, los 
ejemplos utilizados conservan todo su valor. 
3T
todo del movimiento. Hudson ha creído poder afir- 
mar que espontáneamente un animal joven “sigue 
todo objeto que se aleja, huye de todo objeto que se 
aproxima”. Á tal extremo que un cordero se sobre- 
salta y escapa si su madre se vuelve y se dirige ha- 
cia él, sin reconocerla, mientras que sigue paso apaso al hombre, perro o caballo que ve alejarse. Con- 
tagio e imitación no son aún simulacro, pero lo 
hacen posible y originan la idea, el gusto de la mí- 
mica. En los pájaros esta tendencia desemboca en 
las paradas nupciales, en las ceremonias y exhibi- 
ciones vanidosas a las que, según los casos, machos 
o hembras se entregan con rara aplicación y evidente 
placer. En cuanto a los cangrejos de mar oxirrincos 
que plantan sobre su caparazón toda alga o pólipo 
que pueden coger, su aptitud para el disfraz, cual- 
quiera que sea la explicación que reciba, no deja 
lugar a duda. 
Así, la mímica y el disfraz son los móviles com- 
plementarios de esta clase de juegos. En el niño, se 
trata primeramente de imitar al adulto. De ahí el 
éxito de las panoplias y de los juguetes-miniatura 
que reproducen las herramientas, aparatos, armas, 0 
máquinas de las que se sirven las personas mayotes. 
La niña juega a mamás, a cocineras, a lavanderas. 
a planchadoras; el niño finge ser soldado, mosque- 
tero, agente de policía, pirata, caballista, marcia- 
no (4), etc. Hace el avión extendiendo los brazos y 
rare 
(4) Como lo ha señalado justamente A. Brauner, op. cit., laz 
panoplias de las niñas se destinan a remedar conductas próximess 
realistas, domésticas; las de los niños evocan actividades lejanas. 
novelescas, inaccesibles o incluso irreales, 
 
38
haciendo el ruido del motor. Pero las actitudes de 
mimicry rebosan ampliamente de la infancia sobre la 
vida adulta. Abarcan igualmente toda diversión a 
la que uno se entrega, enmascarado o disfrazado, y 
que consiste-en el hecho mismo de que el jugador 
está enmascarado o disfrazado y en sus consecuen- 
cias. Finalmente, “está claro que la representación 
teatral y la interpretación dramática entran por de- 
recho propio en este grupo. 
El placer consiste en ser otro o hacerse pasar 
por otro. Pero como se trata de un juego, no se 
trata esencialmente de engañar al espectador. El 
niño que juega a trenes puede rehusar el beso de su 
papá diciéndole que no debe besar a la locomotora; 
no intenta hacerle creer que es una verdadera loco- 
motora. En el carnaval, la máscara no intenta hacer 
creer que es un verdadero marqués, torero o piel roja; 
busca hacer miedo y aprovechar la licencia ambien- 
te, que resulta a su vez. del hecho de que la más- 
cara disimula el personaje social y libera la perso- 
nalidad verdadera. El actor tampoco intenta hacer 
creer que es “de verdad” Lear o Carlos V. El es- 
pía y el fugitivo sí se disfrazan para engañar real- 
mente, pero eso se explica porque ellos no juegan: 
Con su actividad, imaginación, interpretación. la 
mimicry apenas puede tener relación con el afea, 
que impone al jugador la inmovilidad y la emoción 
de la espera, pero no excluye que se avenga con el 
agón. No pienso en los concursos de disfraces donde 
la alianza es exterior. Se puede descubrir fácilmente 
una complicidad más íntima. Para los que no par- 
39
ticipan en él, todo agón es un espectáculo. Pero 
es un espectáculo del que, para que sea válido, se 
excluye el simulacro. Las grandes manifestaciones 
deportivas son, así y todo, ocasiones privilegiadas de 
mamacry, por poco que se recuerde que aquí el si- 
mulacro se transfiere de los actores a los espectado- 
res: no son los atletas quienes imitan, sino más bien 
los asistentes. Ya la identificación en el campeón, por 
ella sola, constituye una mimicry pariente de la que 
hace que el lector se reconozca en el héroe de la no- 
vela, el espectador en el héroe de la película. Para 
convencerse de esto no hay más que considerar la 
función perfectamente simétrica del campeón y de 
la vedette, sobre lo cual tendré ocasión de volver 
de manera más explícita. Los campeones triunfado- 
res del agón son las vedettes de las reuniones de- 
portivas. Las vedettes, a la inversa, son las vencedo- 
-ras de una competición difusa cuya postura es el 
favor popular. Los unos y las otras reciben un correo 
abundante, conceden entrevistas a una prensa ávida, 
firman autógrafos. | 
De hecho, la carrera ciclista, el combate de bo- 
xeo o de lucha, el partido de fútbol, de tenis o de 
polo constituyen en sí espectáculos con vestimenta. 
apertura solemne, liturgia apropiada, desarrollo re- 
glamentado; en una palabra, dramas cuyas diferen- 
tes peripecias tienen al público en suspenso y con- 
cluyen en un desenlace que exalta a unos y decep- 
ciona a otros. La naturaleza de estos espectáculos 
sigue siendo la de un agón, pero aparecen con los 
caracteres exteriores de una representación. Los asis- 
40
tentes no se contentan en animar con la voz y el 
gesto el esfuerzo de los atletas de su preferencia, O 
en el hipódromo el de los caballos de su elección. 
Un contagio físico les lleva a esbozar la actitud de 
los hombres o de los animales para ayudarles, a-la 
manera que un jugador de bolos inclina impercep- 
tiblemente su cuerpo en la dirección que quisiera 
ver tomar a la pesada bola al final de su recorrido. 
En estas condiciones, además del espectáculo, en el 
seno del público nace una competición por mimicry, 
que duplica el verdadero agón del terreno o de la 
pista. ' 
A excepción de una sola, la mimicry presenta 
todas las características del juego: libertad, conven- 
ción, suspensión de lo real, espacio y tiempo delimi- 
tados. Sin embargo, la sumisión continua a reglas 
imperativas y precisas no es en ella tan manifiesta. 
Lo hemos visto: la disimulación de la realidad, la 
simulación de una segunda realidad la reemplazan. 
La mimicry es incesante invención. La regla del 
juego es única: para el actor consiste en fascinar 
al espectador, sin que una falta lleve a éste a negar 
la ilusión; para el espectador, prestarse a la ilusión 
sin recusar del primer impulso el decorado, la más- 
cara, el artificio al que se le invita a: dar crédito, 
por un tiempo determinado, como una realidad más 
real que lo real. | 
JLINX. — Una última especie de juegos reúne a 
los que tienen por base la persecución del vértigo, 
y que consisten en una tentativa de destruir por un 
instante la estabilidad de la percepción 'e infligir a 
41
la conciencia lúcida una especie de pánico voluptuo- 
so. Se trata, en todos los casos, de acceder a una 
especie de espasmo, de trance o de aturdimiento 
que aniquila la realidad con una soberana brus- 
quedad. | 
La turbación que provoca un ligero vértigo es 
algo buscado, en sí, desde largo tiempo; como ejem- 
plo sólo citaré los ejercicios de los derviches girantes 
y de los voladores mejicanos. Los elijo adrede por- 
que los primeros se relacionan, por la técnica em- 
pleada, con ciertos juegos infantiles, mientras que 
los segundos evocan más bien los recursos refinados 
de la acrobacia o la maroma : así tocan a los dos polos 
de los juegos de vértigo. Los derviches buscan con 
afán el éxtasis dando vueltas sobre sí mismos, según 
un movimiento que aceleran los batidos del tambor, 
cada vez más precipitados. El pánico y la hipnosis 
de la conciencia son alcanzados por el paroxismo de 
una rotación frenética, contagiosa y compartida (5). 
En Méjico, los voladores — Huastecas o Totona- 
ques —se izan a la punta de un alto mástil de 20 
a 30 metros. Falsas alas colgadas en sus muñecas 
los disfrazan de águilas. Se atan por el talle al 
extremo de una soga. Luego pasan ésta entre los 
dedos de sus pies, de manera que puedan efectuar 
todo el descenso con la cabeza hacia abajo y los 
brazos separados. Ántes de llegar al suelo dan va- 
rias vueltas completas, trece según Torquemada, des- 
cribiendo una espiral que va ensanchándose. La ce- 
(5) O. Depont y X. Coppolani, Les confréries religieuses mu- 
sulmanes, Argel, 1887, págs. 156-159, 329-339. 
42
remonia, que comprende varios vuelos, entre medio- 
día y mediodía, es fácilmente interpretada como una 
danza del sol poniente, que acompañan los pájaros, 
muertos divinizados. La frecuencia delos accidentes . 
ha llevado a las autoridades mejicanas a prohibir 
este peligroso ejercicio (6). 
Es poco necesario, por lo demás, invocar estos 
ejemplos raros y prestigiosos. 
Todo niño conoce bien, dando vueltas rápidamen- 
te sobre sí mismo, el medio de acceder a un estado 
centrífugo de huída y escapada, tras el cual el cuerpo 
sólo lentamente vuelve a encontrar su posición y la 
nercepción su nitidez. No cabe duda de que lo hace 
por juego y porque le complace. Tal es el juego de la 
perimola, donde el niño gira.sobre un talón lo más 
de prisa que puede. De manera análoga, en el juego 
haitiano del maíz de oro dos niños se cogen de la 
mano, frente a frente, los brazos extendidos. Con el 
cuerpo rígido e inclinado hacia atrás, los pies jun- 
tos y enfrentados, dan vueltas hasta perder la res- 
viración por el placer de vacilar en cuanto se detie- 
nen. Gritar a voz en cuello, bajar una pendiente, el 
tobogán, el tiovivo, siempre que gire bastante rápido, 
el columpio, si se eleva bastante alto, procuran sen- 
saciones análogas. Provocan tratamientos físicos va- 
riados la maroma, la caída o la proyección en el espa- 
o rai corri 
í6) Deseripción y fotografías en el libro de Helga Larsen, 
“Notes on the volador and its associated ceremonies and supers- 
titions”, Ethnos, vol. 1, núm. 4, julio 1937, págs. 179-192, y en 
Guy Stresser- Péan, “Les origines du volador et du comelaga- 
:oazte”, Actas del XXVITI Congreso Internacional de America- 
nistas, París, 1947, págs. 327-334. En apéndice reproduzco un 
fragmento de la descripción obtenida en este último trabajo. 
48
cio, el deslizamiento, la velocidad, la aceleración de 
un movimiento rectilíneo o su combinación con un. 
movimiento giratorio. Pero existe también un vér- 
tigo de orden moral, un arrebato que se apodera de 
repente del individuo y que se aparea fácilmente 
con el gusto normalmente reprimido del desorden y 
la destrucción, o con las formas rudas y brutales de 
la afirmación de la personalidad. En los niños se com- 
prueba lo anterior principalmente en los juegos de 
adivina quién te dio, de prendas o salto derecho, que, 
de repente, se precipitan y se convierten en simple 
refriega. En los adultos, nada más revelador en este 
terreno que la extraña excitación que siguen experi- 
mentando al cortar con un bastón las flores más altas 
de una pradera, o haciendo caer en alud la nieve de 
un tejado, o la embriaguez que experimentan en las 
barracas de feria rompiendo, por ejemplo, ruidosa- 
mente montones de vajilla de desecho. Para abarcar 
las diversas variedades de tal transporte, que es al 
mismo tiempo una confusión ya orgánica, ya física, 
propongo el término ¿linga, nombre griego del torbe- 
llino de agua, de donde deriva precisamente, en la 
misma lengua, el nombre del vértigo (ilingos). Tam- 
poco este placer es privilegio del hombre. Conviene 
primero evocar la modorra de ciertos mamíferos, en 
particular de los carneros. Incluso si se trata de una 
manifestación patológica, es demasiado significativa 
para pasarla en silencio. Por otra parte, no faltan 
los ejemplos cuyo carácter de juego no ofrece nin- 
guna duda. Los perros dan vueltas sobre sí mismos 
para cogerse la cola, hasta que caen. Otras veces se 
4.4
les apodera una fiebre de correr que sólo les deja 
cuando se agotan. Los antílopes, las gacelas, los ca- 
caballos salvajes, se ven a menudo sobrecogidos por 
un pánico que no corresponde a ningún peligro real, 
ni siquiera a la menor apariencia de peligro, y que 
más bien traduce un imperioso contagio y una com- 
placencia inmediata a ceder a él (7). Las ratas de 
agua se divierten en rodar sobre ellas mismas, como 
si fueran arrastradas por los remolinos de la corrien- 
te. Todavía más notable es el caso de las gamuzas. 
Según Karl Groos, suben a las nieves granuladas 
de los ventisqueros y, dando un impulso, se dejan 
deslizar por turno a lo largo de una abrupta pen- 
diente, mientras que las otras les miran hacer. El 
gibón elige una rama flexible y la curva con su peso 
hasta que se suelta y lo proyecta por los aires. La 
recobra como puede, y vuelve a comenzar intermi- 
nablemente este ejercicio inútil e inexplicable a no 
ser por su seducción íntima. Los pájaros, sobre todo, 
son aficionados a los juegos de vértigo. Se dejan 
caer, como una piedra, desde gran altura, y sólo 
abren sus alas a algunos metros del suelo, dando la 
impresión de que van a estrellarse. Luego se remon- 
tan y de nuevo se dejan caer. En la época de celo. 
utilizan este vuelo de proeza para seducir a la hem- 
bra. El halcón nocturno de América, descrito por 
Andubon, es un virtuoso aficionado a esta impresio- 
nante acrobacia (8). Los hombres, después de la pe- 
rinola, el maíz de oro, el deslizamiento, el tiovivo y 
(7) Karl Groos, Op. cit. pág. 208. 
(8) Karl Gro00s, ibíd., págs. 111- 116, 265-266. 
45
el columpio de su infancia, disponen primero de los 
efectos de la embriaguez y de numerosos bailes, desde 
el torbellino mundano, pero insidioso, del vals, hasta 
muchas otras gesticulaciones arrebatadas, trepidan- 
tes, convulsivas. Obtienen un placer del mismo orden 
que la embriaguez provocada por una extrema velo- 
cidad, tal como se experimenta, por ejemplo, en los 
esquís, la motocicleta. o un automóvil descubierto. 
Para dar a esta clase de sensaciones la intensidad 
y la brutalidad capaces de aturdir los organismos 
adultos, se han tenido que inventar las maquinarias 
- poderosas. No hay, pues, que asombrarse de que fre- 
cuentemente se haya tenido que esperar a la edad 
industrial para ver convertirse el vértigo verdade- 
ramente en una categoría de juego. En la actuali- 
dad, existe un sinfín de aparatos implacables, instala- 
dos en los reales de feria y en los parques de atrac- 
ción, y que sirven precisamente para facilitar ese 
vértigo a las multitudes ávidas de él. 
Evidentemente estos aparatos rebasarían su ob- 
jeto si sólo se tratase de enloquecer los órganos del 
oído interno, de los que depende el sentido del equi.- 
librio. Pero el cuerpo entero se encuentra sometido 
a tales tratamientos, que el individuo los temería. si 
no viera a los demás darse de empellones para sufrir- 
los. De hecho, vale la pena observar la salida de esas 
máquinas de vértigo. Hacen palidecer y vacilar a 
los seres, poniéndolos en el límite de la náusea. Áca- 
ban de lanzar alaridos de espanto, han tenido la res- 
piración cortada y experimentado la espantosa im- 
presión de que en el interior de sí mismos, hasta en 
468
sus Órganos sentían el miedo y se empequeñecían 
como para escapar a un horrible asalto. Sin embargo, 
la mayoría, incluso antes de serenarse, se apresuran 
a la taquilla para comprar el derecho de experimen- 
tar una vez más el mismo suplicio, del que esperan 
un goce. 
Es preciso decir goce, porque uno vacila en deno- 
minar distracción a semejante transporte, que se em- 
parenta más con el espasmo que con la diversión. 
Por otra parte importa observar que la violencia del 
choque experimentado es tal, que los propietarios de 
los aparatos se esfuerzan, en los casos extremos, en 
atraer a los ingenuos con la gratuidad de la atrac- 
ción. Anuncian engañosamente que “todavía esta 
vez” no cuesta nada, cuando sistemáticamente es así. 
En desquite, se hace pagar a los espectadores su pri- 
vilegio de considerar tranquilamente desde lo alto de 
una galería los horrores de las víctimas consentidoras 
o sorprendidas, expuestas a fuerzas temibles o a ex- 
traños caprichos, 
Sería temerario sacar conclusiones demasiado 
precisas del tema de esta curiosa y cruel reparti- 
ción de papeles. Esta no es característica de una 
especie de juegos: se la vuelve a encontrar en el bo- 
xeo, el catch y en los combates de gladiadores. Aquí 
lo esencial reside en la persecución de este estupor 
específico, de este pánico momentáneo que define el 
término de vértigo y los indudables caracteresde 
juego que en él se encuentran ligados, asociados: li- 
bertad de aceptar o de rehusar la prueba, límites 
estrictos e inmutables, separación del resto de la
realidad. Que la prueba dé además materia a es- 
pectáculo no disminuye, sino refuerza su naturaleza 
de juego. 
Las reglas son inseparables del juego tan pronto 
como éste adquiere lo que llamaría una existencia 
institucional. A partir de este momento, forman 
parte de su naturaleza. Ellas lo transforman en ins- 
trumento de cultura fecundo y decisivo. Pero en el 
origen del juego reside una libertad primera, nece- 
sidad de relajamiento y al mismo tiempo distracción 
y capricho. Esta libertad es su motor indispensable 
y está en el origen de sus formas más complejas y 
más estrictamente organizadas. Semejante potencia 
primaria de improvisación y alegría, que denomino 
paidia, se conjuga con el gusto por la dificultad gra- 
tuita, que propongo llamar ludus, para acabar en los 
diferentes juegos a los que se les puede atribuir sin 
exageración una virtud civilizadora. Tlustran, en 
efecto, los valores morales e intelectuales de una 
cultura. Contribuyen además a precisarlos y desa- 
rrollarlos. 
He elegido el término paidia porque tiene como 
raíz el nombre del niño y además por la preocupa- 
ción de no desconcertar inútilmente al lector recu- 
rriendo a un término tomado prestado a una lengua 
de las antípodas. No obstante, el sánscrito Kredats 
y el chino wan parecen a la vez más ricos y revela- 
dores, por la variedad y la naturaleza de sus signi- 
ficaciones. Es cierto que también presentan los in- 
48
convenientes de una riqueza demasiado grande, entre 
otros, un cierto peligro de confusión. Kredati desig- 
na el juego de los adultos, de los niños y de los 
animales. Se aplica más especialmente al brinco, es 
decir a los movimientos bruscos y caprichosos pro- 
vocados por una superabundancia de alegría o de 
vitalidad. Se emplea igualmente para las relaciones 
eróticas ilícitas, para el ir y venir de las olas y para 
toda cosa que ondula a merced del viento. La pala- 
bra wan todavía es más explícita, tanto por lo que 
nombra como por lo que silencia, es decir los juegos 
de destreza, competición, simulacro y azar. En cam- 
bio, manifiesta numerosos desarrollos de sentido 
sobre los que tendré ocasión de insistir. 
A la luz de estas comparaciones y de estas exclu- 
sivas semánticas, ¿cuál puede ser la extensión y sig- 
nificación del término paidia? Lo definiré, con reser- 
va, como el vocablo que abarca las manifestaciones 
espontáneas del instinto del juego: el gato enredado 
en un ovillo de lana, el perro que brinea y resopla, 
el niño de pecho que ríe con su sonajero, representan 
los primeros ejemplos identificables de esta clase 
de actividad. Interviene en toda exuberancia feliz 
que traduce una agitación inmediata y desordenada, 
una recreación espontánea y relajada, fácilmente ex- 
cesiva, en cuyo carácter improvisado y sin reglas 
radica la esencial, si no la única, razón de su ser. De 
la cabriola al garabato, de la bulla a la batahola, no 
faltan ilustraciones perfectamente claras de seme- 
jantes pruritos de movimientos, colores o ruidos. 
Esta necesidad elemental de movimiento y ruido, 
49 
TEORÍA DE LOS JUEGOS. - 4
de agitación y barahunda, aparece primeramente 
como impulso de tocarlo todo, de agarrar, gustar, 
husmear; luego de dejar caer todo objeto accesible. 
Se convierte fácilmente en gusto de destruir o rom- 
per. Explica el placer de cortar interminablemente 
papel con las tijeras, de deshilar la tela, de hacer 
desmoronar una ensambladura, de atravesar una 
fila, de llevar el desorden a los juegos o a la ocupa- 
ción de los demás, etc. Pronto aparece el deseo de 
burlarse o desafiar, sacando la lengua, haciendo mue- 
cas, haciendo ademán de tocar o tirar un objeto 
prohibido. En el niño se trata de afirmarse, de sen- 
tirse causa, de obligar a los otros a prestarle aten- 
ción. De esta manera, K. Groos cita el caso de un 
mono que disfrutaba tirando de la cola de un perro 
que cohabitaba con él, siempre que éste parecía dor- 
mirse. La alegría primitiva de destruir y derribar 
ha sido especialmente observada en un mono capu- 
chino por la hermana de C. J. Romanes, con una 
precisión de detalles de lo más significativos (9). 
El niño no se contenta con eso. Le gusta jugar 
con su propio dolor, por ejemplo excitando con su 
lengua un diente enfermo. Le gusta también que le 
hagan miedo, buscando así ya un mal físico, pero 
limitado, gobernado, del cual es él causa, o una an- 
gustia psíquica, pero solicitada por él y que hace 
cesar a su mandato. Estamos ante los aspectos fun- 
damentales del juego: actividad voluntaria, conve- 
nida, separada y gobernada. 
(9) Observación citada por K. Groos, págs. 88-89. 
50
Pronto nace el gusto de inventar reglas y ple- 
garse obstinadamente a ellas, cueste lo que cueste: 
el niño se propone entonces a sí mismo O a sus ca- 
maradas toda clase de apuestas que son, como se 
ha visto, las formas elementales del agón: anda a 
la pata coja, a reculones, cerrando los ojos, juega a 
ver quién, durante más tiempo, mirará el sol, so- 
portará un dolor o permanecerá en una posición 
penosa. | 
En general, las primeras manifestaciones de la 
paidia no tienen nombre y no podrían tenerlo, pre- 
cisamente porque permanecen al lado de acá de toda 
estabilidad, de todo signo distintivo, de toda exis- ' 
tencia netamente diferenciada, que permitiría al vo- 
cabulario consagrar su autonomía por una denomi- 
nación específica. Pero en cuanto aparecen las con- 
venciones, las técnicas, los utensilios, aparecen con 
ellos los primeros juegos bien determinados: el salto 
derecho, el escondite, la cometa, la perinola, el desli- 
zamiento, la gallina ciega, la muñeca. Aquí comien- 
zan a bifurcarse los caminos contradictorios del 
agón, del alea, de la mimicry, del ¿ilins. Aquí inter- 
viene igualmente el placer que se experimenta en re- 
solyver una dificultad creada a propósito, arbitraria- 
mente definida, tal, en fin, que el hecho de llevarla 
a cabo no reporta ninguna otra ventaja que el con- 
tentamiento íntimo de haberla resuelto. Este móvil, 
que es propiamente el ludus, se descubre a su vez en 
las diferentes categorías de los juegos, salvo en los 
que descansan íntegramente en una pura decisión 
de la suerte. Aparece como el complemento y la edu- 
51 
 
cación de la paidia, a la que disciplina y enriquece. 
Proporciona la ocasión de un adiestramiento y nor- 
malmente acaba en la conquista de una determinada 
habilidad, en la adquisición de una particular maes- 
tría, en el manejo de tal o cual aparato o en la apti- 
tud para descubrir una respuesta satisfactoria a 
problemas de orden estrictamente convencional. La 
diferencia con el agón está en que.la tensión y el 
talento del jugador se ejercen fuera de todo senti- 
miento explícito de emulación o rivalidad: se lucha 
contra el obstáculo y no contra uno o varios con- 
currentes. En el plano de la habilidad manual se 
pueden citar los juegos del género del boliche, del 
diábolo o del yoyó. Estos sencillos instrumentos uti- 
lizan de buen grado las elementales leyes naturales; - 
por ejemplo, la gravedad y la rotación, en el caso 
del yoyó, donde se trata de transformar un movi- 
miento rectilíneo alternativo en movimiento circu- 
lar continuo. La cometa se basa, por el contrario, en 
la explotación de una situación atmosférica con- 
creta. Gracias a ella, el jugador efectúa a distancia 
una especie de auscultación del cielo. Proyecta su 
presencia más allá de los límites del cuerpo. Del 
mismo modo, el juego de la gallina ciega ofrece oca- 
sión de probar los recursos de la percepción sin ne- 
cesidad de la vista (10). Se advierte fácilmente que 
las posibilidades del ludus son casi infinitas. El “dia- 
blotín”, el “cha-cha-cha” y otros entretenimientos 
parecidos pertenecenya, dentro de la misma especie, 
rm: 
(10) Kant lo había ya observado. Véase Y, Hirn, Les jeux 
d'enfants, trad. franc. París, 1926, pág. 63. 
52
o otro grupo, en el que se pone a prueba el espíritu de 
cálculo y combinación. En fin, los crucigramas, las 
recreaciones matemáticas, los anagramas y logógri- 
fos de diversas clases, la lectura activa de novelas 
policíacas (quiero decir procurando identificar al 
culpable), los problemas de ajedrez o bridge, consti- 
tuyen, sin instrumentos, otras tantas variedades de 
la forma más difundida y pura del ludus. 
Se comprueba siempre una situación de partida 
susceptible de repetirse indefinidamente, pero sobre 
cuya base pueden producirse combinaciones siempre 
nuevas. Dichas combinaciones suscitan así en el ju- 
gador una emulación consigo mismo y le permiten 
comprobar las etapas de un progreso del que se enor- 
gullece con complacencia frente a los que comparten 
su gusto. La relación del ludus con el agón es mani- 
fiesta. Sin embargo, como en el caso de los proble- 
mas de ajedrez o bridge, puede suceder que el mismo 
juego aparezca como agón y como ludus. 
La combinación de ludus y alea no es menos fre- 
cuente: se la reconoce principalmente en los solita- 
rios, en los que la ingeniosidad de las maniobras 
influye, siquiera sea poco, en el resultado, y en cier- 
tos tragaperras donde el jugador puede, más o menos, 
calcular el impulso dado a la bola que marca los pun- 
tos y dirigir su recorrido. Ello no impide que, en estos 
dos ejemplos, el azar decida en lo esencial. Sin em- 
bargo, el hecho de que el jugador no esté por comple- 
to desarmado y sepa poder contar, aunque en mí- 
nima parte, con su destreza o talento, basta aquí para 
avenir la naturaleza del ludus con la del alea. 
58
De igual modo el ludus se aviene con la mimicry. 
En el caso más sencillo, da los juegos de construccio- 
nes, Que siempre son juegos de ilusión, ya se trate de 
animales fabricados por los niños Dogones con tallos 
de mijo, de grúas o de automóviles construídos arti- 
culando las láminas de acero perforado y las poleas 
de algún “mecano”, o de esos modelos reducidos de 
avión o barco que los adultos no desdeñan de cons- 
truir meticulosamente. Pero la representación teatral 
es la que, suministrando la conjunción esencial, disci- 
plina la mimicry hasta hacer de ella un arte rico en 
mil convenciones diversas, técnicas refinadas, recur- 
sos sutiles y complejos. Por esta feliz complicidad, 
el juego prueba de lleno su fecundidad cultural. 
- Por el contrario, de la misma manera que no po- 
dría existir alianza entre la paidia que es túmulto 
y exuberancia, y el alea que es espera pasiva de la 
decisión de la suerte, emoción inmóvil y muda, no 
puede haberla de ningún modo entre el ludus, que es 
cáiculo y combinación, y el ¿ino, que es puro arre- 
bato. El gusto de la dificultad vencida sólo puede . 
intervenir aquí para combatir el vértigo e impedir- 
le convertirse en estupor o pánico. Es entonces es- 
cuela de maestría de sí, esfuerzo difícil para con- 
servar la sangre fría o el equilibrio. Lejos de ave- 
nirse con el tine, procura, como en el alpinismo y 
el trapecio de altura, la disciplina adecuada para 
neutralizar los peligrosos efectos de aquél. 
Reducido a sí mismo, parece que el ludus queda 
como algo incompleto, como una forma menos desdi- 
chada que otras de engañar el tedio. Muchos sólo se 
34
resignan a él esperando algo mejor, hasta la llegada 
de compañeros que les permiten cambiar este placer 
sin eco por un juego disputado. Sin embargo, incluso 
en los juegos de destreza o de combinación (solita- 
. rios, acertijos, crucigramas, ete.) que excluyen la in- 
tervención del prójimo o que la hacen indeseable, 
el ludus no mantiene menos en el jugador la espe- 
ranza de acertar en el próximo intento donde acaba 
de fracasar o la de obtener un mayor número de pun- 
tos de los que acaba de alcanzar. De esta manera 
se manifiesta de nuevo la influencia del agón. Dicha 
influencia colorea la atmósfera general con el placer 
obtenido al vencer una dificultad arbitraria. En 
efecto, si cada uno de esos juegos se practica por 
un solitario y en principio no da lugar a ninguna 
competición, es fácil en todo momento hacer un con- 
curso con ellos, dotado o no de premio, que los pe- 
riódicos, cuando llegue el caso, no dejarán de or- 
ganizar. Tampoco es por azar que los tragaperras 
suelen encontrarse en los cafés, es decir en los luga- 
res donde el usuario puede agrupar a su alrededor 
un embrión de público. 
Por otra parte, un carácter del ludus que se ex- 
plica, a mi entender, por la obsesión del agón que 
no cesa de pesar sobre él, es su eminente dependen- 
cia de la moda. El yoyó, el boliche, el diábolo, han 
aparecido y desaparecido como por magia. Se han 
beneficiado de un capricho que no ha dejado rastro 
y que pronto ha sido reemplazado por otro. Aun 
siendo más estable, la boga de las diversiones de na- 
turaleza intelectual no está menos delimitada por 
55
el tiempo: el jeroglífico, el anagrama, el acróstico, 
la charada, han tenido su hora. Es probable que el 
crucigrama y la novela policíaca sufrirán la misma 
suerte. Tal fenómeno sería enigmático si el fudus 
constituyera una distracción tan individual como 
parece. En realidad se baña en un ambiente de con- 
curso. Sólo se mantiene en la medida en que el fervor 
de algunos apasionados lo transforma en un vir- 
tual agón. Cuando dicho fervor falta, es impotente 
para subsistir por sí mismo. En efecto, está insufi- 
cientemente mantenido por el espíritu de competi- 
ción organizada, que no le es esencial; y no propor- 
ciona la materia de ningún espectáculo capaz de 
atraer las masas. Queda flotante y difuso o corre el 
riesgo de convertirse en la idea fija del aislado ma- 
víaco que se consagra absolutamente a ella y que, 
para entregarse a ella, descuida cada vez más sus 
relaciones con el prójimo. | 
La civilización industrial ha originado una for- 
ma particular de ltudus: el hobby, actividad secun- 
daria, gratuita, que se emprende, se cultiva y se 
mantiene meramente por gusto: colección, artes de 
adorno, placer de los pequeños trabajos manuales y 
de los inventos ingeniosos, en una palabra cualquier 
ocupación que aparece en primer lugar como compen- 
sadora de la mutilación de la personalidad consi- 
guiente al trabajo en cadena, y a su naturaleza auto- 
mática y parcelaria. Se ha comprobado que el hobby 
toma fácilmente la forma de la construcción por el 
obrero, convertido en artesano, de modelos reduci- 
dos, pero completos, de máquinas en cuya fabrica- 
56
ción está condenado a no cooperar más que por un 
mismo gesto siempre repetido, que no exige de su 
parte destreza, ni inteligencia. El desquite sobre la 
realidad es aquí evidente, a la vez que, por otra parte, 
positivo y fecundo. Responde a una de las más altas 
funciones del instinto del juego. No es de extrañar 
que la civilización técnica contribuya a desarrollar- 
lo, incluso a título de compensación de sus aspectos 
más ásperos. El hobby es algo en función de las 
raras cualidades que hacen posible su desarrollo. 
De una manera general, el ludus propone, al de- 
seo primitivo de juguetear y divertirse, obstáculos 
arbitrarios perpetuamente renovados, inventa mil 
obstáculos y estructuras en los que a la vez se satisfa- 
cen el deseo de relajamiento y la necesidad, de la 
que el hombre no parece poder librarse, de malgastar 
o utilizar sin provecho alguno el saber, la aplicación, 
la destreza, la inteligencia de que dispone, sin con- 
tar el dominio de sí, la capacidad de resistir al su- 
frimiento, a la fatiga, al pánico o la embriaguez. 
Bajo este título, lo que llamo ludus representa 
en el juego el elemento cuyo' alcance y fecundidad 
culturales aparecen como los más sorprendentes. No 
traduce una actitud psicológica tan terminante como 
el agón, el alea, la

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