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Novela
DE UNA VEZ Y PARA SIEMPRE
MARÍA CRISTINA RESTREPO
© María Cristina Restrepo López
© Biblioteca Pública Piloto, 2000
1
Tarde o temprano tenía que enterarme. Mi bisabuela, Rosita Posada, nunca estuvo enamorada de mi
bisabuelo. El hombre a quien amó hasta el último día, fue el general Acosta.
El secreto me lo reveló su propia hija, Helena Gómez, una tarde en la sala de su apartamento. El
principal adorno de aquella habitación era una fotografía de mi bisabuela, en la que aparecía como una joven
de facciones perfectas, con el pelo recogido en lo alto de la cabeza y la mirada perdida en un sueño que ya
nunca podría alcanzar, porque hacía años estaba muerta.
Después de contemplar durante unos segundos el retrato, mi abuela añadió:
—Era apenas lógico que mamá hubiera seguido amando al general, porque no tuvo tiempo de
desengañarse.
Aquel día quise pedirle que me contara algo más sobre la pasión de Rosita Posada por el misterioso
general, pero no me atreví por temor a molestarla. Ignoraba que no sería ella la persona que me permitiría
seguir la huella de un amor largo tiempo olvidado, sino Solina Uribe, una amiga de la familia que había
crecido en casa de mi bisabuela.
2
La amistad de Solina Uribe y Helena Gómez comenzó en la niñez.
Helena vivía con su madre, con Pedro, el hermano medio, y con las tres hermanas que como ella habían
sobrevivido a las enfermedades de la infancia, Rosa, Maruja y Mariana Gómez, en una casita en la carrera
Sucre, que en ese tiempo quedaba en los linderos de Medellín. Solina vivía a tres cuadras de allí en una
quinta de la calle Bolivia. Las cinco estudiaban en el colegio de las monjas francesas a donde llegaban juntas
cada mañana. Por las tardes, antes de regresar a casa, iban a ver los trabajos forzados de los presos que
levantaban la catedral de Villanueva en lo que habían sido unas mangas sembradas de guayabos y
borracheros, y que después fueron donadas para la construcción del templo por un extranjero conocido
como Míster Moore.
Las cuatro hermanas Gómez eran rubias como su padre, al que los amigos llamaron siempre el Mono
Gómez, y casi tan bellas como su madre. La pobreza les enseñó a no tenerle miedo al trabajo, de manera
que no vacilaban a la hora de vender colaciones y cocadas a la salida de misa con el fin de ayudarle a mi
bisabuela, que trabajaba de sol a sol en una vieja máquina de coser en el corredor de la casa, acompañada
por el canto de los turpiales y, según aseguraba Céfora, la criada, por las voces apagadas de los muertos
que venían a acompañarla.
Sin embargo Solina no conocía las privaciones de sus amigas, o por lo menos no las conoció durante
los primeros años. Pero después las cosas cambiaron.
Don Justino Uribe, su padre, tenía un almacén en el Parque de Berrío donde vendía espejos, cepillos de
barbas de ballena, madejas de piola, lazos, espuelas de cobre, estribos, rollos de lino y sedas importadas. El
negocio era bueno y habría rendido para vivir cómodamente, de no haber sido porque don Justino, que era
de carácter débil y le daba más importancia a la amistad que al dinero, adquirió la mala costumbre de fiarle a
los amigos. Hasta que un día se encontró lleno de deudas y sin dinero para encargar más mercancía. Las
deudas lo obligaron a cerrar el negocio, a vender la casa de la calle Bolivia y a trasladarse a la vecina
población de Hatoviejo, donde había heredado una casa en el marco de la plaza.
Con lo que le quedó después de cancelar las obligaciones, don Justino pudo abrir una tienda de
miscelánea en el primer piso de la casa. Doña Clemencia, la madre de Solina, que de ahí en adelante se
encargaría de administrar las ventas, colgó un letrero en la puerta que decía, Almacén de Novedades. Y
debajo, la frase que los habría salvado de la ruina: no se fía.
El día de la partida para Hatoviejo Solina se despidió de las Gómez, segura de no volver a verlas en
mucho tiempo. La falta de dinero no le permitiría viajar a Medellín, ellas no podrían ir a visitarla por el mismo
motivo y doña Clemencia le había advertido que tan pronto terminara el año, la pondría frente al mostrador
de la tienda para que aprendiera un oficio útil y no fuera a cometer los mismos desaciertos del padre.
Seguramente las cosas habrían resultado como esperaba de no haber llegado al pueblo una mañana, casi
dos años después, un forastero vestido con un traje de paño oscuro, montado en una bicicleta.
El forastero pedaleaba sin prisa. Miraba a lado y lado, y al frente también, como si quisiera reconocer
algo. En ese momento Solina salía a la plaza acompañada de Manolito, el niño que servía de paje en la casa y
de ayudante de doña Clemencia en la tienda. Sin atender a los ruegos del paje que insistía para que no lo
hiciera, Solina se acercó al desconocido y le pidió prestada la bicicleta. El forastero accedió con una sonrisa,
le dijo que pasadas dos horas se encontraría con ella en la puerta de la cantina para que se la devolviera, y
se alejó en dirección a una de las últimas calles del pueblo, donde Solina tenía prohibido acercarse.
Solina practicó primero en un callejón detrás del solar, y cuando pudo pedalear sin que le temblara el
manubrio sucumbió a la tentación de dar una vuelta por la plaza. Hizo su entrada a toda velocidad. Sentía
que el suelo se deslizaba como una cinta bajo las ruedas de la bicicleta, veía brillar los destellos del sol en las
piedras, se hundía en los charcos de sombra de los árboles para volver a salir a la calle bañada de luz.
Estaba poseída por una deliciosa sensación de libertad. Se había amarrado el ruedo de la falda por encima
de las rodillas para que no se le enredara en los pedales y mostraba sin recato las piernas enfundadas en
unas medias oscuras, remendadas una y otra vez a la luz de la vela de sebo.
Notó que la gente se agolpaba en la calle, se asomaba a los balcones y a las puertas de las casas.
Unos arrieros aplaudieron cuando pasó frente a ellos. Las mulas se espantaron, un niño gritó, otro le arrojó
una pepa de mango sin acertar a pegarle. Las beatas que rezaban la novena salieron de la iglesia y formaron
un grupito en una esquina del atrio. Solina pedaleó bajo las ventanas de la casa cural, tan altas que no se
alcanzaban a ver los muebles de cuero cordobés.
Casi ochenta años más tarde, cuando Solina dedicó tardes enteras a revelarme el pasado, reconoció
que se había arriesgado a dar esa demostración en la bicicleta con el único propósito de impresionar a las
Barrientos, unas vecinas que después de dos años todavía la trataban como a una recién llegada.
De repente vio a su madre frente a la iglesia. Una figura vestida de negro, con el pelo anudado detrás
de la cabeza y el delantal blanco que le llegaba al suelo y que no se quitaba sino para dormir después de
haber trabajado durante el día lavando, cosiendo, amasando galletas para vender en la tienda, regando y
abonando las matas, atendiendo a los clientes que llamaban por la ventana para que les vendiera un carrete
de hilo o unos metros de tela, y rezando rosarios para que Solina acabara de crecer, sentara cabeza y
encontrara un buen muchacho que se casara con ella y la obligara a vivir con fundamento.
Doña Clemencia extendió el brazo en un ademán que pulverizó la risa, la embriaguez de viento y
velocidad. Solina se detuvo frente a ella y trató de hablar pero no pudo. Sentía que el aire le faltaba en los
pulmones. Las miradas que antes la habían entusiasmado tanto le pesaban ahora como una culpa. No sabía
qué hacer con la bicicleta.
—Tiene que confesarse —dijo doña Clemencia allí, delante de la gente.
Esa noche Solina durmió tranquila. Pensaba que el párroco, iluminado por la sabiduría del Espíritu
Santo, saldría a defenderla. Lo único que le preocupaba era la suerte de Manolito, a quien su madre había
despedido por cómplice, cuando no había hecho más que rogarle para que no se montara en la bicicleta.
Apenas sonaron las primeras campanadas Solina se vistió y salió a la calle. Una de las beatas de lanovena desvió la mirada... ¡Esa fue la primera señal! La iglesia estaba casi vacía. Tres viejas enlutadas
rezaban a los pies del Señor Caído. Se sentó junto a una señora que esperaba el turno para confesarse,
teniendo cuidado de no mirarla.
La mañana abría. Una muchacha tuerta, el ama de llaves del padre, entró por la puerta de la sacristía y
al verla hizo un gesto que a Solina no le gustó. Al cabo de un cuarto de hora pudo arrodillarse en el
confesionario. Acercó la cara a la reja de esterilla y rezó el Yo Pecador a toda carrera, para que no se le
olvidaran las palabras.
—¿Cuánto hace que no se confiesa? —preguntó el padre.
—Tres semanas —respondió.
—¿De qué se acusa?
—Me acuso de…de… —Ya Solina le iba a decir, cuando el padre pegó un grito que retumbó en la
nave:
—¿Vos sos la que monta en bicicleta?
Y sin darle tiempo de responder, la maldijo gritando con toda la fuerza:
—¡Más vale que te amarrés una piedra al cuello y te arrojés al fondo del mar, que sos motivo de
escándalo!
Nunca se supo quién le había contado a su madre, porque cuando Solina volvió a la casa, doña
Clemencia la esperaba con otra especie de maldición:
—Acabo de saber que el padre le negó la absolución. Como usted ya no puede vivir aquí, mañana
salgo para Medellín a ver qué puedo hacer.
Y así fue. Al día siguiente doña Clemencia estaba sentada en el despacho del gobernador, Pedro José
Berrío, que era pariente suyo. Esperó en la antesala sin comer nada, sin tomarse un tinto ni moverse del
asiento hasta que él la recibió. Le contó la desgracia de Solina y le pidió que le concediera una beca en la
Normal de Señoritas, sin importarle que no tuviera vocación de maestra.
A su regreso anunció que Solina tenía puesto en la Normal, y que su acudiente en Medellín sería Rosita
Posada.
De esa manera, pasados apenas dos años, se reanudó la amistad de Solina con Helena Gómez y sus
hermanas. El destino cambió por completo gracias a ese capricho. Por haber recorrido en bicicleta la plaza
de Hatoviejo siendo una niña, vivió la vida en esa forma y no en otra. Por eso pasaron las cosas que
pasaron, y llegó a saber de la vida de Rosita Posada mucho más de lo que supieron nunca sus propias hijas.
3
Solina volvió a la casita de las tres ventanas —así se referían los vecinos a la casa de Rosita, porque tenía
tres ventanas arrodilladas en la fachada— un sábado a medio día.
Empujó la puerta del zaguán con la maleta en una mano y el abrigo en la otra. Rosita estaba cosiendo
en el corredor, donde mantenía la mesa para cortar las telas, el costurero y una vieja máquina de coser
alemana de la que nunca se quiso separar, negándose a usar otra más moderna. Solina pudo entreverla
desde la puerta del zaguán, medio oculta por las matas del patio. Estaba hablando con un señor que se
encontraba de pie junto a ella, de espaldas a la puerta. El canto de los turpiales llenaba la casa.
—¿Quién hay en el zaguán? —preguntó Rosita, tratando de ver por encima de las matas.
—Soy yo —respondió Solina—. Mientras avanzaba por el corredor sintió vergüenza porque a esas
alturas todo Medellín sabía que había tenido que salir por las malas de Hatoviejo.
—¿Qué miras, niña? ¿No vas a saludarme? —preguntó Rosita con esa sonrisa radiante que dejaba a
la gente alelada.
—Sí, señora...pero es que…es que me pareció que usted conversaba con un señor.
—Pues te equivocas. Aquí no hay nadie, mijita, ni siquiera Céfora, que salió a hacer un mandado. Las
niñas también salieron, pero no tardan en volver. Vamos a instalarte en el cuarto de Helena y Mariana a ver
si aprendes a ser ordenada —dijo, rozando con los labios la mejilla que Solina le ofreció, inclinándose hasta
su rostro resplandeciente.
Solina pudo comprobar cuánto habían crecido cuando llegaron Helena y sus hermanas. Las Gómez se
habían puesto muy lindas. Tanto, que por un momento sintió envidia. Comprendió que nunca tendría la gracia
ni la elegancia que las acompañaría siempre. Rosa, que era la mayor, y que ya tenía un pretendiente, Gonzalo
Mejía, había aprendido a confeccionar sombreros y trabajaba en el Salón Rojo, un almacén donde se vendían
artículos para señora. Maruja se veía callada, segura de poder encontrar un marido rico que la rescataría de
las humillaciones de ser “pobre pero bien”. Mariana saludó con una sonrisa capaz de iluminar el mundo
entero y Helena, la más bella, con los ojos azules y el pelo rubio que le caía como una cascada de oro por la
espalda, le dio una bienvenida calurosa, como si presintiera que a lo último sólo quedarían ellas dos.
Aquel día Pedro se demoró para llegar a almorzar.
Pedro era el hermano mayor de las Gómez, hijo del primer matrimonio de Rosita con un general del que
nada sabían, porque un silencio obstinado se apoderaba de los mayores cuando trataban de averiguar algo.
Era como si Rosita hubiera cometido una falta en el pasado que la gente se empeñaba en borrar a fuerza de
silencio.
El hermano mayor hacía las veces de un padre. Trabajaba en un banco y por las noches copiaba las
actas de una notaría. Al verlo, Solina pensó que había envejecido. Pedro caminaba con el paso lento y los
hombros ligeramente hundidos de las personas cansadas, o que sufren una preocupación constante.
Solina tuvo que repetir delante de Pedro la historia de la bicicleta. Rosita escuchaba con una sonrisa,
sin dejar de acariciar el camafeo que siempre llevaba prendido al cuello de la blusa. Mientras tanto Céfora se
afanaba alrededor de la mesa, puesta en honor de Solina con la vajilla de porcelana alemana y los cubiertos
de plata. Los ojos de Céfora conservaban esa vieja manía de escudriñar los rincones, como si de verdad
creyera que la casita de las tres ventanas estaba poseída por ánimas en pena que susurraban a media
noche, abrían y cerraban puertas, caminaban por el corredor o dejaban caer cosas en el patio. Esa idea se le
metió en la cabeza la noche en que Helena, que tenía cuatro años, estuvo al borde de la muerte.
Helena tenía difteria. Rosita acababa de enterrar en el cementerio de San Pedro a las dos hijitas
menores, que se le murieron con pocas horas de diferencia, ahogadas por una nata blanca que le cerró el
paso a la respiración. Helena también estaba enferma. Se veía tan grave que el médico ya le había dado
instrucciones a Céfora para que ayudara a que la niña sufriera lo menos posible en el momento de la agonía.
Céfora y Rosita velaban a la cabecera de Helena, cuando a media noche alguien llamó a la puerta.
Sintieron miedo porque a esas horas no se veía a nadie en la calle, pero como los golpes se repitieron,
Céfora tomó una vela y fue a abrir.
 Allá, en la oscuridad, estaba el desconocido. Un hombre de edad mediana, al que no pudo reconocer
por los rasgos, que adivinó mal a la luz de la vela. Sin embargo le pareció que el hombre esperaba ver a otra
persona, porque miró con insistencia hacia el interior de la casa.
El desconocido le entregó una estampa de San Blas, y le pidió que le dijera a la señora que la colgara
sobre la cabecera de la niña enferma. Y que rezara por las ánimas en pena, que ellas estarían velando hasta
que la muerte se alejara. Así lo hicieron. Al día siguiente Helena estaba fuera de peligro. A partir de esa
noche la casa de Rosita se llenó de presencias.
Apenas comprobó que Helena se había salvado, Rosita regresó a la costura. Para ganarse la vida
cortaba y cosía camisas de hombre que vendía en el comercio. Se levantaba a las cuatro de la mañana, iba a
misa de cinco, disponía con Céfora las comidas del día, limpiaba las jaulas de los turpiales y les daba pan
remojado en leche o en vino, arreglaba las matas del patio, recorría la casa componiendo desórdenes y a las
nueve se sentaba a trabajar en el corredor. Cosía horas enteras, vestida con elegancia aunque no tuviera
más que dos trajes, perfumada y hermosa, dispuesta a hablar con el que llegara o a pasarse el día en
silencio, si se quedaba sola.
Allí fue donde Solina llegó a conocer la historia que Rosita recordaba en secreto.
4
Cuandodoña Zoraida Robledo sintió los primeros dolores del parto apenas despuntaba el día en San
Juan de los Andes.
Doña Zoraida sufría en ese pueblo que no había querido ir a fundar, al lado de un marido al que no
comprendía. Ella y don Lázaro Posada habían vivido los primeros años de matrimonio en Medellín en una
casa en la Plazuela de San Roque, vecina a la casa de los padres de don Lázaro.
Al parecer tenían la felicidad al alcance de la mano. Pero los hijos que les nacían se morían a los pocos
días, sin ninguna explicación. Entonces don Lázaro decidió seguir a un abogado, que para espantar el
aburrimiento del destierro al que lo había condenado la política, había resuelto fundar un pueblo en unas
tierras del suroeste, hasta entonces habitadas por dos tribus indígenas, y por algunas familias provenientes
de Amagá y Titiribí.
Pedro Antonio Restrepo, que así se llamaba el abogado, eligió para fundar a San Juan de los Andes un
lugar abrigado por la montaña, regado por una quebrada de buen caudal y bendecido con todos los climas,
desde los vientos cálidos de las riberas del Cauca hasta las heladas ventiscas de los páramos, y donde la
tierra era tan fértil que una sola mata podía producir seis arrobas de yuca, la caña de azúcar no se agotaba y
el maíz daba cosechas a destiempo. Una vez elegido el terreno donde se levantaría la iglesia, se hizo el
trazado de la plaza principal con un azadón. Pasado un año ya vivían allí trescientas familias, entre las que se
contaba la de don Lázaro Posada y doña Zoraida Robledo.
El matrimonio, que desde los primeros meses en San Juan de los Andes comenzó a mostrar los signos
inequívocos del distanciamiento, llevó a esas tierras la maldición que lo había acompañado en Medellín. Cada
año les nacía un niño que pasados unos días se moría, sin que nadie acertara a saber por qué. Uno lloró
hasta que se le reventaron los pulmones, otro amaneció helado, como si el calor de la vida se le hubiera
apagado durante la noche, un tercero dejó de respirar en brazos de doña Zoraida. Con el correr de los días
don Lázaro adquirió la costumbre de mantenerse alejado de aquella casa donde el dolor había reemplazado
al amor, y donde doña Zoraida disimulaba la pena detrás de un silencio que se ahondaba a medida que los
años pasaban y el número de tumbas aumentaba en el cementerio.
 Cuando su mujer lo buscó en la pesebrera para anunciarle que le habían empezado los dolores, don
Lázaro fue por la comadrona que había visto nacer y morir a los últimos hijos, y que esta vez se negó a
ayudar porque consideraba que aquel asunto era de mal agüero. Finalmente una morrocota de oro la
despojó de cualquier reato y se resignó a asistir a doña Zoraida en otro parto sentenciado.
La niña nació sin dificultad cuando en la plaza sonaba la última campanada del medio día. Al verla la
comadrona comprendió que aquella hija de la luz, la niña más linda que había visto en la vida, no se iba a
morir como los otros.
Con el primer vahido de la recién nacida doña Zoraida se volvió de cara a la pared y pidió que la
llevaran al último cuarto de la casa con el fin de no escuchar su llanto, ni enterarse de los pormenores de la
agonía. Esa misma tarde mandó por una nodriza para que la alimentara y la cuidara hasta que se muriera. Le
llevaron a una cuarterona llamada Vicenta, que siguió las instrucciones sin decir lo que pensaba de una
madre que se negaba a conocer a la hija, y le ofreció el pecho a la niña como si ella misma la hubiera parido.
A los seis meses Rosita seguía viva. Doña Zoraida todavía no la conocía, pero don Lázaro andaba
dichoso con ella. La llevaba a las pesebreras, la sacaba a la plaza, le hablaba como si pudiera entender lo
que decía y aseguraba que su hija iba a ser la mujer más bella del mundo. Como era ateo y no creía en el
limbo, ni mucho menos en el infierno, o en la resurrección de los muertos, no se había preocupado por
hacerla bautizar.
Sin embargo, el día en que la vio dar los primeros pasos en aquel cuarto del que estaba prohibido
sacarla antes de advertirle a doña Zoraida para que se encerrara en el suyo, consideró que era hora de
volverla cristiana, como la mayoría de la gente. Entonces le ordenó a doña Zoraida que fuera a conocer a la
niña, que la cargara y le diera el amor de una madre. El día del bautizo él mismo la llevó en brazos a la
iglesia y no la soltó sino para entregársela a los padrinos.
Apenas regresaron a la casa, una construcción de dos plantas al otro lado de la plaza frente a la
iglesia, don Lázaro le dio a la niña unas gotas de vino para que acabara de derrotar a la muerte. No valieron
ni las protestas indignadas de doña Zoraida, ni los ruegos de los padrinos, el estupor de los invitados o las
amonestaciones del padre Marulanda, molesto por haber tenido que bautizar a esa criatura que no debería
haber sobrevivido a las demás, engendradas cuando la madre era una joven vigorosa y no una mujer vencida
por el dolor y los descalabros del marido, como ahora.
—Yo también voy a bautizar a mi hija —dijo don Lázaro ofreciéndole a la niña una copa con unas
gotas de vino.
—Que este vino le permita vivir libre de temores, Rosita. Que le ayude a enfrentar el dolor y a gozar
del placer que la vida le ofrezca. Que bañe sus noches de descanso, inunde sus días de esperanza y le
permita el don del olvido y el consuelo del recuerdo —dijo don Lázaro ante el asombro de las vecinas y el
silencio del padre Eleazar Marulanda, quien mentalmente lo excomulgó por liberal, por ateo, por jugador y
juerguista. La niña se tomó el vino como si fuera leche y sonrió. Esa noche, doña Zoraida rezó por ella.
A los dos años Rosita escapó con vida de la tos ferina, a los tres del sarampión. A los cuatro montaba a
caballo con don Lázaro. De él se decía que era un hombre colérico. Tanto, que le daban hasta diez rabias en
una sola ensillada. Pero con la niña no tenía más que paciencia y ternura.
Don Lázaro sonreía con orgullo cuando la veía galopar loma arriba en la yegua mora o en el potro
recién domado, erguida y segura sobre la silla, con el pelo del color de la miel agitándose al viento y las
mejillas encendidas de placer. Rosita era la única persona que podía montar en Lucero, la potranca
peseteada que conocía el camino de las fondas y se detenía en la puerta de las cantinas sin necesidad de
tirarle de las riendas.
—¡Lázaro! —llamaba doña Zoraida desde la puerta—. Rosita está muy crecida para montar como un
muchacho.
—Es un peligro hacerlo de lado, como les gusta a ustedes —respondía don Lázaro. Y se llevaba a la
niña a ver el Tapartó, el San Juan o el Cartama, y le contaba de otros ríos todavía más caudalosos, como el
Río Grande de la Magdalena.
En la cocina mandaba Vicenta, que después de criar a la niña se fue quedando sin que nadie se lo
pidiera, o le dijera lo contrario. A doña Zoraida le molestaba su afición por la chicha, que la criada preparaba
con agua de panela y harina de maíz fermentada en una olla de barro.
A medida que Rosita crecía doña Zoraida y Vicenta le enseñaban los oficios que harían de ella una
buena ama de casa, ordenada, ahorrativa y eficiente. Doña Zoraida le enseñaba a coser, a salar carne, a freír
hojuelas, a calar dulces, a remendar y a guardar la ropa blanca en el escaparate entre ramitas de espliego, a
ensartar en una mecha de pabilo los granos del higuerillo para ahorrar velas y alumbrarse por la noche.
Vicenta, que según decían había aprendido brujería de un indio tapartó, le enseñaba los secretos de las
hierbas que recogían en el monte o que cultivaban en el solar. Rosita aprendió que el cidrón era bueno para
calmar los nervios y asentar las comidas, las hojas de brevo para las fluxiones del pecho, el boldo para los
males del hígado, la manzanilla para secar orzuelos y conservar el color del pelo de las rubias, las hojas de
coca para los dolores de estómago y los ánimos desbaratados, las flores de amapola para adormecer los
dolores del cuerpo y alejar las tristezas del alma.
—El que acude alpoder de las hierbas no tiene que dejarse robar por los médicos, niña María Rosa
—aseguraba Vicenta, mientras le enseñaba a reconocer las hojas del llantén.
Decían las malas lenguas que junto con estas cosas, Vicenta le enseñaba otras: a invocar a las ánimas
del purgatorio para hablar con ellas y a conjurar al demonio para ser la mujer más bella del mundo.
A la caída de la tarde doña Zoraida se reunía con Vicenta y Rosita en la cocina para rezar el rosario. El
murmullo del rezo se unía al crepitar de la leña en el fogón, al soplo de las ventiscas y al rumor de la lluvia
sobre el entejado. En noches de luna llena las tapias se iluminaban con una luz azulada y proyectaban su
sombra sobre las lajas del piso. Mientras respondía en coro a las salves, Rosita recordaba que una noche
Vicenta le había leído el destino en las cenizas del tabaco. En ellas estaba escrito que algún día se marcharía
de San Juan de los Andes para no regresar jamás. Y que conocería la dicha más profunda y el dolor más
grande que alguien pudiera imaginar.
5
Al cumplir los quince años, Rosita notó que los hombres la miraban de una manera desesperada.
Aquel año comenzaron a llegar a San Juan de los Andes partidas de arrieros con el único propósito de
verla cuando salía a barrer el portón de la casa. Rosita se había convertido en una muchacha alta, con una
brillante cabellera del color de la miel, la piel clara, la nariz recta, una boca sonriente y unos ojos que se
elevaban hacia el arco perfecto de las cejas y que tenían un color indefinible, con un fondo dorado en el iris.
—Los ojos del demonio —pensaba el padre Marulanda al verla caminar por la plaza.
Sin saber cómo, ni en qué momento, se había descubierto derrotado por una pasión por Rosita que le
trocaba el sueño por delirios inconfesables durante la noche, y lo ahogaba en malos pensamientos durante
el día.
A pesar de la admiración que despertaba, Rosita hubiera querido ser como la mayoría de las
muchachas del pueblo, ni bonitas ni feas, así fuera para no tener que apaciguarlas, para no verse obligada a
ignorar los desaires de las madres que después de hacerle algún desplante, buscaban a Vicenta en los
toldos del mercado con el fin de preguntarle qué ungüentos se untaba la niña, en qué baños de hierbas se
sumergía para salir tan resplandeciente a barrer el frente de la casa.
—Nada, mi ama, si la niña María Rosa es así porque mi Dios quiso —respondía Vicenta, asustándolas
con la fijeza de esos ojos de india sin asomo de ternura.
Entonces las mujeres de San Juan de los Andes se encerraban en las casas a ensayar infusiones de
romero, mascarillas de panela raspada con gotas de limón, baños con agua de rosas amanecida a la luz de
la luna llena. Algunas hasta se atrevían a pintarse las cejas y a colorearse las mejillas. Pero ninguna llegaba a
parecerse a la joven que hacía enmudecer al pueblo con solo asomarse al balcón.
Días antes de que Rosita cumpliera diecisiete años, don Lázaro recibió la visita del padre Marulanda.
Aunque para nadie era un secreto que al párroco de San Juan de los Andes le gustaba el aguardiente, y
que siempre escondía una botellita de licor entre los pliegues de la sotana, esta vez rechazó la copa que don
Lázaro le ofreció después de invitarlo a sentarse. Sólo cuando doña Zoraida entró a la sala llevando un plato
de loza con panderos recién horneados y una jarra de vino de naranja, el padre Eleázar Marulanda vaciló. Le
quedaba difícil aceptar el vino después de haber rechazado el anís, asegurando que se tomaba un trago, uno
nada más, los domingos antes de la comida. Su rostro anguloso, de labios delgados y ojos juntos, parecía
contraído por un secreto dolor.
—Bueno, doña Zoraida —dijo al cabo de algunos reparos—. Acepto para no desairarla.
Entonces se atrevió a recostar la espalda en la silla esterillada frente al sofá de medallones donde don
Lázaro no hacía nada para disimular la impaciencia. El sacerdote se comió dos panderos, vació de un trago la
copa de vino y agradeció que doña Zoraida la volviera a llenar antes de retirarse.
Ella salió confundida. Había esperado que el padre le pidiera quedarse. La presencia del sacerdote que
había enterrado a varios de los hijos muertos al nacer, le inspiraba una angustia que se le aferraba al pecho
como las uñas de un gato rabioso. ¡Seguro que venía a traer malas noticias! No había sino que ver la cara de
preocupación que ponía, hasta cuando vaciaba la copa de vino.
Apenas se quedó a solas con don Lázaro, el padre Marulanda habló de las lluvias, preguntó por el
potro zaíno, por la huerta, por la plaga de cucarrón, peor que en años anteriores, por el ganado, por la mina
que estaban abriendo quebrada arriba, por las dalias de doña Zoraida. Acabó de tomarse el vino y sus ojos
se posaron en la jarra que descansaba sobre la consola, junto a los panderos todavía tibios.
—A usted como que le gusta el vino que prepara mi mujer. ¿Quiere otra copita, padre?
El aire vibró con el tañido de las campanas de la iglesia. Se acercaba la hora del Viacrucis y el padre
Marulanda no encontraba las palabras para decir lo que quería. La helada cortesía de don Lázaro lo
intimidaba. Jugó con el escapulario y miró por la ventana.
—¿Seguro que no quiere otro vinito, padre? —repitió don Lázaro.
—No, mil gracias. Tengo que irme ya. He venido a pedirle un favor.
—Usted dirá.
—Se trata de su hija Rosita.
Don Lázaro guardó silencio y miró fijamente a su interlocutor.
—Su hija se ha puesto muy linda.
—Así es. Rosita es una mujer hermosa.
—Más de lo conveniente… ¿No le parece, don Lázaro?
El padre Marulanda volvió a escudriñar la plaza a través de los barrotes de la ventana, como si
esperara que alguien viniera a llevárselo lejos de los ojos amarillos de don Lázaro, tan parecidos a los ojos
de la hija, lejos de la jarra de vino que no se atrevía a tocar, lejos del cuerpo voluptuoso y los andares
tentadores de Rosita, que debía de estar por ahí.
—No considero que la belleza sea un inconveniente para una mujer. Al contrario, padre.
—Bueno, don Lázaro, tal vez usted tenga razón. Además, la belleza es un don de Dios. Pero puede
llegar a ser una… ¿cómo decirlo? una perturbación. Usted, que es un hombre tan… tan recorrido, se dará
cuenta de los peligros que entraña.
—Pues no, padre, no veo peligro alguno. Especialmente cuando se trata de una mujer virtuosa. ¿O es
que acaso duda de la honestidad de mi hija?
—¡No, no, en absoluto! ¡Ni más faltaba! No obstante, en mi condición de pastor del rebaño, me he
dado cuenta de las emociones que la belleza de Rosita despierta en algunos caballeros. Por eso quiero
pedirle un favor…a la niña no le costará ningún trabajo y…
—Acabe de hablar.
—Pienso que sería mejor si Rosita entrara los domingos a la iglesia un cuarto de hora antes de la
misa. Así nadie tendría malos pensamientos al verla pasar.
—¿Se da cuenta de lo que está diciendo, padrecito?
—Le ruego que no se altere, don Lázaro. Entienda usted: si Rosita llega a la iglesia un cuarto de hora
antes, hasta puede rezar un rosario en acción de gracias por su hermosura.
—Cuénteme una cosa, padre: ¿esta idea ha sido suya?
El padre Marulanda miró la jarra de vino. Pero ni don Lázaro le ofreció otra copa, ni él la pidió. Después
miró por la ventana. El templo se recortaba al fondo, detrás de las ceibas, recostado contra las montañas
donde los búcaros habían florecido. Desde la sala se oía la algarabía de las guacharacas asentadas en los
árboles. Sobre las montañas descendía un cúmulo de nubes de un gris plomizo, anunciando lluvias para más
tarde. Amarrada a un árbol frente a la ventana, una mula amarilla espantaba moscas con la cola.
Esa semana había recibido la visita de varias señoras del pueblo. Sin disimulo, como si fuera lo más
natural, le pidieron que alejara a Rosita Posada, acusándola de lo que no era pecado, ni siquiera obra suya,
porque había nacido hermosa. Temían el poder de la joven que volvía a despertar en sus hombres unos
instintos que ellas creían apagados. Elpadre Marulanda prometió hablar con don Lázaro pensando que no
era Dios, sino el Diablo, el que le daba la oportunidad de entrevistarse a solas con Rosita antes de empezar
el servicio. A don Lázaro le diría lo de las idas a misa. A doña Zoraida lo de las cabalgatas a horcajadas, los
mandados al granero y la diaria barrida del portón de la casa.
—Digamos que no, don Lázaro —respondió el cura—. Lo que ocurre es que algunas señoras están
preocupadas por los malos pensamientos que pueda ocasionar la belleza de su hija.
—¡Y usted se prestó para pedirme que la aparte, como si fuera una apestada!
—¡Don Lázaro! No les dé a mis palabras el sentido que no tienen.
—¿Acaso tienen otro sentido que el que usted y yo les damos? ¡Ni que yo fuera un imbécil para no
entender lo que esas malditas mujeres se traen entre manos! Les encantaría desacreditar a Rosita. Apartarla
para dejar caer una sospecha que con el tiempo se irá convirtiendo en certeza. ¡Dígales que se vayan al
carajo! ¡Que el diablo se las lleve con todo y su maldita putería!
—Recuerde que está en presencia de un hombre de Dios.
—¡Valiente hombre es usted, padre Eleázar! No tiene que hurgar mucho en su conciencia para saber
que está cometiendo una injusticia, pero le da miedo alborotar a esas arpías, ¿no es cierto? Y de paso
tampoco le molestaría quedarse un cuarto de hora a solas con mi hija. ¡Váyase ahora mismo de mi casa!
—Le repito que está ofendiendo a un hombre de Dios.
—Y yo le repito que usted no es ningún hombre. Váyase y no vuelva. Y no se preocupe, que a partir de
hoy ni mi mujer, ni mi hija, volverán a poner los pies en su iglesia. Bien pueda decirles a esas beatas que
estén tranquilas porque muy pronto ni ellas, ni los cabrones de sus maridos, volverán a ver a Rosita!
6
Esa misma noche empezaron los preparativos para el viaje de Rosita Posada a Medellín. Ella aceptó
contenta la idea de conocer otras tierras, de vivir por un tiempo con los parientes que tanto mencionaba don
Lázaro, quien después de la conversación con el cura había decidido mandarla a pasar una temporada con
su padre, don José Antonio Posada, que vivía con su mujer y con Paulina, la hija menor, en una casona de la
Plazuela de San Roque.
Apenas supo que la nieta, a la que no conocía, iba a pasar una larga temporada con ellos, don José
Antonio le consiguió puesto en el colegio de Santa Teresa. Ese cambio inesperado le permitiría a Rosita, que
sabía leer y escribir, pero no mucho más, aprender algo de francés, de geografía, de música y de pintura. Ella
aguardaba el día de la partida con un presentimiento que no le confió ni siquiera a Vicenta: iba a Medellín, no
para instruirse, ni para calmar el enojo de su padre con el cura, sino para algo que tenía que ver con el
cumplimiento de ese destino cifrado en las cenizas del tabaco.
Entre tanto las vecinas hacían cábalas sobre el hecho de que doña Zoraida, Rosita y Vicenta se
hubieran ausentado del templo. Las que conocían la razón disimulaban. Otras aseguraban que doña Zoraida
caminaba por los corredores de la casa repitiendo a quien quisiera oírla al comienzo, y después a nadie en
particular, que cada misa a la que faltaban añadía uno más a la ya extensa lista de pecados mortales. Don
Lázaro, que alcanzó a oírla una mañana, respondió con una sonrisa:
—¡No se preocupe Zoraida, que Dios me anota los pecados de todas ustedes! Por lo menos los que
tienen que ver con lo de faltar a esa maldita iglesia. Porque me imagino que serán los únicos…¿verdad?
Doña Zoraida se encerraba a coser y a remendar en el cuarto más alejado, el mismo en el que había
instalado a Rosita para no verla morir cuando nació, esta vez para no oír las campanas de la iglesia llamando
a misa. Pero era inútil, porque de todas formas las oía.
Entonces cortaba una hebra de hilo con los dientes y trataba de enhebrar de nuevo la aguja,
maldiciendo en silencio la vida que obligaba a las mujeres a obedecer al marido aún a expensas de los
mandamientos, pensando en los desengaños, en las penas y las humillaciones que tendría que soportar
Rosita, no sólo por el hecho de ser mujer, sino también por ser tan bella. Sentía miedo de ese rostro perfecto
que su hija tendría que llevar durante años todavía.
7
El viaje de Rosita a Medellín se cumplió en cuatro jornadas. En el momento de la despedida Vicenta la
abrazó y le anudó al cuello un escapulario junto con un amuleto para el mal de ojo. Doña Zoraida le dijo
adiós con una bendición y los ojos secos, aunque aquella noche le había aparecido otra arruga en el
entrecejo. Habría preferido que Rosita no se moviera de su lado. Complacer al padre Marulanda y esperar
hasta que uno de los jóvenes del pueblo pidiera la mano de su hija y la pusiera a vivir como ella, como su
madre y su abuela, sirviéndole a él y a los hijos que llegaran, cuidando del orden y la economía de la casa,
enfrentando los azares del destino con resignación. Poco a poco la vida iría convirtiendo a Rosita en una
como las demás, quebrantada por los partos, cansada de prodigar cuidados, de vivir en un duelo
permanente y secreto por haber ido enterrando, uno tras otro, todos los sueños.
El pueblo todavía dormía, así que nadie vio bajar a Rosita por el camino real. Doña Zoraida y Vicenta se
quedaron de pie en la puerta del solar, alumbradas por la pálida luz de las estrellas, hasta que el sonido de
los cascos de las mulas se apagó en la distancia.
Como no quería verla salir del pueblo después de haberla obligado a marcharse sin que fuera su
intención, el padre Marulanda se había ido para Jericó, donde vivían Paula, Rosario y Mercedes Castillo, sus
hijas naturales.
Los habitantes de Jericó estaban tan acostumbrados a ver al cura párroco de San Juan de los Andes
paseándose por la plaza en compañía de las tres hijas, que el espectáculo no les llamaba la atención. Se
limitaban a saludarlo o a cambiar con él unas palabras mientras las niñas hablaban con las amigas. Pero
aquel día un forastero observaba el insólito paseo desde el balcón de la casa del señor Valenzuela, donde
había instalado el cuartel. Se trataba del general Antonio Acosta, llegado con el ejército de ocupación del
general Julián Trujillo al Estado de Antioquia.
El general miraba al sacerdote y a sus hijas apoyado en el balcón, mientras se fumaba un habano. Una
sonrisa le plegaba los labios. El padre Marulanda ignoraba que algún día tendría que pagar por aquello que a
los ojos del militar aparecía como una perfecta demostración de la doble moral del clero. No porque el
general Acosta tuviera algo en contra de los hijos naturales. Al contrario, pensaba que la gente estaba en
libertad de tenerlos como quisiera. Pero rechazaba una conducta que contradecía abiertamente las prédicas
desde el púlpito.
Cuatro días más tarde don Lázaro y Rosita llegaron a Medellín. A horcajadas en la mula, Rosita miraba
los balcones, las ventanas cerradas con tranca desde los primeros toques de la oración, las calles estrechas
y mal empedradas. Al doblar una esquina tropezaron con un sereno, aburrido y con frío, que para no
dormirse trazaba caminos invisibles de un lado al otro de la calle.
Apenas entraron a la pesebrera de don José Antonio, Rosita desmontó ágilmente, como si no llevara
cuatro días cabalgando por trochas escarpadas, durmiendo sobre esteras tendidas en el piso de las fondas
al pie de don Lázaro, que no la desamparaba. Don José Antonio, un anciano con barbas de patriarca y ojos
amarillos, se acercó y alzó el candil para estudiar el rostro que había causado tanto inconveniente. Con una
sonrisa le acarició la cabeza. Después se volvió para abrazar al hijo en un gesto desacostumbrado que nunca
en la vida volvería a repetir. Entonces habló para disculpar a doña Rafaela:
—Su mamá los estuvo esperando con Paulina, pero como no se sabía a qué horas iban a llegar,
resolvieron irse a dormir.
Sin decir más los invitó a entrar a la casa. Don José Antonio se cuidó de decir que doña Rafaela andaba
mortificada desde que les llegó la primeracarta del hijo pidiéndoles que recibieran a Rosita. Ella no quería
cargar con una nieta que había tenido el desacierto de llamar demasiado la atención, ni responder por una
persona a la que tildaba de desobediente y altanera, aún sin conocerla. Por ese motivo llevaba varias
semanas repitiendo que la mujer del César no sólo debía ser, sino pa-re-cer, pronunciando el verbo bien
despacio, como para grabarlo en la consciencia de su hija Paulina, apenas un año mayor que Rosita.
Cuando Rosita se levantó con el sol ya alto doña Rafaela la saludó con estas palabras:
—Su papá se volvió para Andes y me encargó que le diera saludes. Por lo demás, sepa y entienda que
aquí va a tener que manejarse muy bien. ¿Me oyó?
8
Rosita se dispuso a vivir en Medellín como lo había hecho en San Juan de los Andes, amoldándose a la
rutina de trabajo y estudio. Pero su llegada coincidió con la aparición de una plaga de langostas que
comenzó a devorar la vegetación del Valle del Aburrá, amenazando con arruinar a los agricultores y con
matar de hambre a la gente. Eran muchos los que se tapaban los oídos con cera de abejas desde el
amanecer para no oír el crujido de las mandíbulas de los insectos que parecían anunciar el fin del mundo.
Don José Antonio cerraba más temprano que de costumbre el almacén, donde les vendía a los mineros
sombreros de paja y artículos de minería, y salía al campo con una partida de hombres para combatir con
palos, escobas y redes la plaga que asolaba las cosechas.
Al llegar a los linderos los cazadores de insectos se repartían en grupos. Unos se dirigían hacia el cerro
del Pan de Azúcar, otros hacia el río, otros hacia El Aguacatal, algunos hacia el norte. Detrás marchaban los
sacerdotes bendiciendo los huertos, las quebradas, los campos y los sembradíos.
Trataban de aplacar la ira divina que en opinión de muchos había sido provocada un año atrás por la
llegada del general Julián Trujillo que había entrado a la ciudad como jefe civil y militar del gobierno, al mando
de cuatro mil hombres del ejército de ocupación. También se culpaba a los traidores de la soberanía del
Estado de Antioquia que recibieron al usurpador cuando llegó a la Puerta Inglesa, montado en un caballo que
hacía caracolear debajo de los arcos triunfales levantados desde allí hasta la Plaza Principal, con unas
charreteras de oro macizo y una espada con la empuñadura cuajada de piedras preciosas.
Además de la zozobra causada por la plaga devoradora, Rosita encontró un clima en el que hervían el
odio, el miedo y la arrogancia de los partidarios de los liberales radicales que llegaban para terminar con
años de hegemonía conservadora. Ahora comenzaban a proclamarse ideas libertarias como la supremacía
del poder civil, la importancia de la educación común y la libertad de conciencia, ideas que horrorizaban a
personas como doña Rafaela.
Ella no se cansaba de enumerarle a Rosita los horrores de la ciudad ocupada hacía apenas unos meses
por el ejército, en el que se destacaban por su crueldad los negros del Cauca que atacaban y saqueaban las
casas, molían a palos a los ancianos en las calles, mataban a los padres de familia, robaban a los criados y
prohibían el uso de cintas azules en las trenzas de las señoritas. Quería prevenir a Rosita contra los
invasores, obligándola a persignarse cada vez que le hablaba de los templos cerrados, de la prohibición de
sacar el Viático, de tocar las campanas o de celebrar procesiones, así como del destierro de muchos
sacerdotes entre los que se contaba el obispo Montoya, su confesor. Temía por Paulina y ahora también por
Rosita. Por ese motivo les había prohibido asomarse a las ventanas o salir al balcón.
—Ahora sí parece que se acerca el fin del mundo. Al fin y al cabo no falta mucho para el siglo veinte
—decía doña Rafaela, fulminando con la mirada a Rosita que la escuchaba por educación.
El temor de la gente, que sospechaba hasta de los parientes más cercanos, se traicionaba en los
rumores que acompañaron la llegada de Rosita a Medellín, y que pasaban como un soplo de aire tibio por las
calles y las plazas, por las alcobas y los salones, por los patios, los zaguanes y hasta por la misma sacristía
de los templos, donde los sacerdotes se estremecían al recordar los sacrilegios.
 —¡Venganza divina por las infamias cometidas!
Se murmuraba en voz baja porque la gente tenía miedo. Había espías, los amigos se acusaban unos a
otros, nunca se sabía quién podía ser el delator.
—¡Ave María Purísima! —exclamó una tarde en el solar de la casa Ana Felisa, la criada que había
ayudado a levantar a los hijos de don José Antonio. Estaba aterrada porque había visto desaparecer las hojas
del papayuelo, las del naranjo y las del cidrón, que tanta brega le había dado prender y que le sentaba tan
bien a doña Rafaela cuando se le alborotaba el genio—. ¡Dicen que es por haber obligado la huída del señor
obispo Montoya!
—¡Y por las orgías de los soldados en El Cuchillón y en el Camellón de Guanteros! —respondió otra de
las criadas hablando pasito, no porque temiera ser delatada, sino por miedo a una reprimenda de doña
Rafaela, que no toleraba que se hablara de política en su cocina—. ¡Pensar que la tropa llegaba a las casas,
sacaba a los dueños y armaba fiesta de varios días con músicos y con mujeres!
Camino a la iglesia o al colegio, Rosita oía hablar del saqueo de los templos donde los soldados habían
cometido toda clase de profanaciones, disfrazándose con las casullas de los sacerdotes, bebiendo
aguardiente y chicha en los copones, amarrando las bestias en los altares y fornicando con las mujeres sobre
los altares frente al Santísimo expuesto, o peor aún, bajo la mirada escandalizada de La Virgen.
—La plaga devoradora la provocaron con magia negra los conservadores en venganza por haber sido
expulsados del poder. ¡Por eso, y para desacreditar al gobierno liberal!
—¡Qué va, ni los mismos liberales escaparon!
—¡Pensar que doña Teresita Santamaría, don Fernando Vásquez, los Misas, los Restrepo, hasta el
propio don Recaredo de Villa, el que fue gobernador, se quedaron en la calle! ¡Pensar que esos brutos
durmieron, y quién sabe qué más, en las camas todavía tibias de las niñas honestas!
—Es lo que pasa en las guerras: el que viene ganando, viene mandando.
—¡Castigo por haber permitido que se derogaran las leyes que prohibían la vagancia y el
amancebamiento!
—¡Como que los liberales son muy aficionados a esos dos vicios!
—Los conservadores tampoco se salvan. Lo que pasa, es que son más disimulados.
Estos y otros eran los rumores que corrían por Medellín hacia comienzos de 1878. Una mañana, Rosita
le pidió permiso a doña Rafaela para ir a cazar langostas con don José Antonio y los muchachos.
—¿Cómo se le ocurre semejante barbaridad? ¿Salir al campo con José Antonio y los muchachos? ¡Ni
riesgos!
Ana Felisa le había dicho en voz baja que la culpa por la desaparición de los cultivos de yuca y plátano,
de fríjol y maíz, la tenía la guerra, no la plaga:
—¡Los hombres no tienen derecho a matarse, niña Rosita!
—¡Los hombres no tienen derecho a matarse! —repitió Ana Felisa. Y Rosita sintió un dolor
inexplicable, algo así como el aviso de una muerte que llenaría sus días de ausencia.
A la mañana siguiente se asomó al balcón para ver la partida que salía a combatir la plaga. Por la casa
de enfrente pasaba un sacerdote seguido de un monaguillo que tocaba enérgicamente una campana. Los
que marchaban en la fila, invitaban a gritos a los vecinos.
—¡Rositaaa! ¡Para adentro! —llamó doña Rafaela desde el primer piso.
Pasados cinco minutos la calle quedó desierta. Rosita bajó a la sala y se sentó de espaldas al paso, un
apóstol Santiago de tamaño natural. Doña Rafaela aseguraba que estaba en la familia desde que el primer
antepasado, un andaluz que vivió primero en Santa Fe de Antioquia, después en Popayán y por último en
Medellín, lo había traído de España.
Rosita tomó una pizarra y se puso a dibujar tratando de no pensar en las guerras, ni en las palabrasde Ana Felisa. Una de las vacas de la casa, que sacaban diariamente a pastar en una manga vecina, mugió
llamando al ternero. Pocas eran las noticias que Rosita recibía de San Juan de los Andes. Doña Zoraida se
limitaba a mandarle razones: que fuera obediente, que no saliera sola ni hablara con desconocidos. Que se
cuidara de mirar a los soldados. Si tenía, don Lázaro enviaba dinero para ayudar a cubrir sus gastos.
Muy pronto Rosita comprendió que doña Rafaela era orgullosa, llevada de su parecer, que la toleraba,
nada más, sin quererla. Aprendió a no contradecirla aunque seguía asomándose a la ventana cuando ella no
andaba por ahí, caminando descalza por la casa, comiendo mangos biches con sal y bañándose
completamente desnuda en el agua fría que llegaba hasta el baño de inmersión por una cañería de guadua.
Cada mañana llenaba el baño, cerraba la puerta con aldaba y se metía en el agua hasta que doña Rafaela
sacudía la puerta preguntándole por qué se estaba demorando tanto. Entonces Rosita se apresuraba a mojar
el chingue que debía cubrir su hermosura hasta de sus propias miradas y salía fresca y resplandeciente, con
esa sonrisa que tanto admiraba a la gente.
Doña Rafaela la miraba con recelo, como si estuviera esperando que cometiera un error irreparable.
 Una semana antes de conocer al general Acosta, el mismo que había observado con tanto interés el
paseo del padre Marulanda con sus hijas en Jericó, Rosita estaba cosiendo junto a la puerta de la despensa
donde caía bien la luz del atardecer, cuando llegó un paje con una noticia que casi enloquece de dolor a
doña Rafaela. Su hermana Flora, a la que quería como a una madre, se estaba muriendo, carcomida por un
mal que había ocultado con un celo feroz.
Durante los últimos años Flora se había dedicado a la devoción y a la penitencia. Tal vez por eso a
nadie le extrañó que la piel se le fuera poniendo cerosa, ni que esa figura que vagaba por los cuartos en
galería repitiendo jaculatorias se estuviera secando igual que un muerto. Nadie la oyó quejarse jamás. Nadie
observó el menor rictus de dolor en su rostro.
Don José Antonio y doña Rafaela no podían creerlo cuando el paje les dijo entre sollozos que el ama
Flora estaba agonizando y que no quería dejarse examinar por el médico. Flora murió pocas horas después
sin haberse tomado una bebida calmante, sin haber permitido que el médico de la familia cruzara el umbral
de la puerta.
Doña Rafaela y las monjitas que ayudaron a ponerle la mortaja descubrieron horrorizadas la razón de
esa muerte al parecer intempestiva: un tumor maligno le había carcomido el seno izquierdo, que ya no era
más que una masa putrefacta y sanguinolenta. En el escaparate encontraron los trapos ensangrentados con
los que Flora se oprimía el pecho para que nadie notara el mal que la iba devorando lenta e inexorablemente.
—¡Cuando yo estaba chiquita creía que Flora era mi mamá! —sollozaba doña Rafaela retorciéndose
las manos—. ¡Si yo hubiera sabido que estaba enferma!
—¡De todas maneras se iba a morir, mija! —decía don José Antonio, tratando de consolarla—. De
todas maneras se iba a morir…
Hasta que cansado de tanto repetir la frase inútil, se refugió en un rincón de la sala y no volvió a decir
palabra.
Cuando ocurrió el episodio de la ventana, algunos atribuyeron la severidad de doña Rafaela al dolor de
haber perdido en una sola muerte a la que había sido una madre y una hermana a la vez.
9
El día en que Rosita y el general Acosta se conocieron, doña Rafaela aceptó que ella misma había
tenido la culpa por no haber sido más severa con la nieta, que a diario desoía sus órdenes y salía al balcón,
o se sentaba horas en la ventana.
Lo que no sabría nunca era que Rosita se asomaba a la ventana, no con la intención de desobedecer,
sino con el ánimo de espantar el silencio de la casona. Con el tiempo el recuerdo de las personas y de los
lugares que le eran familiares se había vuelto más preciso y doloroso.
Rosita sentía nostalgia especialmente por las noches cuando ella y Paulina oían desde el piso de arriba
las voces de los amigos de don José Antonio, que se reunían para hablar de revueltas, de partidos políticos,
de los trabajos en el campo o en las minas. Pero ni ellas, ni doña Rafaela, que después de saludar se
retiraba con discreción, podían asistir a esas veladas exclusivamente masculinas. Rosita oía cómo las voces
de los visitantes se iban alzando en la sala iluminada por velas de sebo. A ella le habría gustado bajar para
enterarse de lo que hablaban, pero obedecía la orden de ir a rezar otro rosario en el cuarto de doña Rafaela.
Respondía a las avemarías y para no dormirse estudiaba los cuadros que colgaban de las paredes: La
Última Cena, el Sagrado Corazón, la Virgen del Carmen, la de La Candelaria, la del Perpetuo Socorro, el Niño
Jesús de Praga, San Antonio. Se quedaba mirando a San Roque, un anciano de aspecto enfermizo con una
calavera en la mano, señal de aceptación ante la inminencia de la muerte. No bien se cansaba de mirar a los
santos, Rosita se volvía hacia el lecho de madera de cedro con columnas que sostenían un baldaquín.
Le parecía increíble que en esa cama se hubieran engendrado doce personas. No podía imaginar a
doña Rafaela entregándose a don José Antonio con la fogosidad con que las yeguas en la pesebrera de don
Lázaro recibían al caballo padrón. Aunque nadie le hubiera dicho nada, ella sabía que algo parecido, a la vez
terrible y hermoso, sucedía entre un hombre y una mujer cuando se amaban.
—¿Por qué sonríe, Rosita?
—Por nada, señora. Santa María, madre de Dios…
Así corrían las semanas, hasta que finalmente llegó la tarde de aquel miércoles que marcó para siempre
el destino de Rosita. Ella y Paulina se habían acomodado en el hueco de la ventana de la sala, aprovechando
que doña Rafaela estaba ocupada en la cocina preparando una gelatina de pata para un enfermo.
El viento mecía las ramas de los árboles, las hojas y las flores que habían caído al suelo giraban en
remolinos cuando soplaba una ráfaga de aire tibio. Era una de esas tardes luminosas. Las montañas se
recortaban azules contra el cielo transparente y el silencio de la siesta se prolongaba con el calor. El único
sonido era el trote de unos caballos que subían desde la Plaza Principal.
A medida que se acercaba el trote de los caballos se redujo al paso, como si los jinetes hubieran
aflojado las riendas.
—¡Cómo me gustaría salir a dar una vuelta a caballo! —dijo Rosita.
El viento hizo sonar las hojas en las ramas de los árboles.
Paulina los vio primero. Los tres jinetes cabalgaban en silencio. Dos oficiales del ejército invasor y un
indio de piel cobriza y mirada esquiva que venía detrás. A diferencia de los oficiales iba descalzo, con los pies
apoyados apenas en los estribos, como una persona acostumbrada a pasar largas horas sobre la silla de
montar.
Los jinetes se acercaron a la ventana y saludaron a las jóvenes con una cortesía que desmentía las
historias de atropellos y violencias denunciadas a diario por la gente. El indio se mantenía detrás de los
oficiales, mal encarado y como al acecho. Paulina respondió al saludo con una audacia que en otro momento
habría hecho reír a Rosita. Pero ella callaba, sobrecogida por la mirada del mayor de los tres hombres.
Antonio Acosta la miraba asombrado. Tenía los ojos y el pelo oscuros, los rasgos bien definidos y la piel
cetrina de las personas con unas gotas de sangre india en las venas. El trazo sensual de la boca suavizaba la
dureza del rostro y el fuego de la mirada lo hacía parecer más joven. Sin pronunciar palabra el general
Acosta acercó el caballo a la ventana. Rosita contuvo el aliento.
Volvieron a mecerse las ramas de los árboles, las hojas y las flores secas giraron entre las patas de los
caballos. Antonio Acosta y Rosita Posada acaban de mirarse por primera vez. Las palabras de Paulina y el
oficial sonaban distantes, como si se estuvieran pronunciando en otro tiempo y en otro lugar, lejos del
general llegadoa Medellín con el ejército radical, lejos de Rosita Posada, llegada desde San Juan de los
Andes para amarlo como no volvería a amar en la vida. El brillo apasionado de esos ojos oscuros la
conmovía. Habría podido seguir allí, de pie en el hueco de la ventana, con las manos aferradas a los barrotes
y el corazón empeñado en una carrera enloquecida. Volvió a percibir los ruidos que hasta ahora habían
acentuado el silencio de la siesta.
Lejos, muy lejos, sonó la risa de Paulina.
El general Acosta contemplaba a Rosita como si quisiera grabar en la memoria la forma perfecta del
rostro, la línea de las cejas que se elevaban hacia las sienes, el pelo que brillaba como si fuera cobre
bruñido. Reconoció la importancia de ese encuentro que bien habría podido no darse. Una leve presión en
las riendas para que los caballos pasaran por otra calle, la ventana cerrada, una tarea cualquiera en el
interior de la casa y ellos jamás se habrían conocido.
Rosita temía el instante próximo, inevitable, en que el oficial tendría que marcharse. El momento en que
ella tendría que volverle la espalda para regresar al interior de la casa. Con un movimiento instintivo volvió la
cabeza hacia la sala donde los muebles oscuros, los candelabros de bronce y la figura fantasmal del apóstol
Santiago presenciaban el diálogo callado que se llevaba a cabo entre ella y el hombre que ya la amaba.
Haciendo gala de un atrevimiento que doña Rafaela habría considerado vergonzoso, quizás más que la
charla imprudente de Paulina con el otro oficial, Rosita sonrió. Lo hizo mirándolo a los ojos. Acababa de
reconocer, en el mismo instante en que lo hacía el general Acosta, que ambos habían nacido para ese
encuentro.
La voz de doña Rafaela estalló a sus espaldas. Era la misma voz que había doblegado la voluntad de
don José Antonio, disciplinado una docena de hijos, dirigido sin descanso la marcha de la casa, sermoneado
a las amigas, rezado miles de rosarios:
—¡Para adentro!
Rosita sintió que aquella orden le arrebataba la felicidad, robándole la certeza que acababa de nacer en
su corazón. ¿Cuándo volvería a verlo? ¿Podría repetirse alguna vez ese encuentro? A partir de ese día se
pasaría la vida buscando en otros ojos el fuego de la mirada del oficial que seguía sonriendo, indiferente a la
indignación de doña Rafaela.
Antonio Acosta la miró como si la suerte estuviera en sus manos. Como si en sus manos estuviera el
poder de impedir que les negaran la dicha perfecta que ambos habían experimentado con sólo cambiar una
mirada.
La voz de doña Rafaela volvió a sonar con la violencia de un latigazo. El oficial acercó todavía más el
caballo a la ventana. Rosita olió el sudor del animal, el olor a cuero de los aperos. El general Acosta se inclinó
para cubrir con la suya la mano prendida a los barrotes. Rosita sintió la tibieza de los dedos, la aspereza de
la mano acostumbrada a llevar las riendas y a empuñar las armas, la deliciosa familiaridad de ese contacto
que parecía conocer desde siempre. En lugar de sentirse avergonzada volvió a sonreír. Antonio Acosta la
miró a los ojos:
—Vendré a buscarte —dijo.
10
Don José Antonio salió en defensa de Rosita alegando que hasta el episodio de la ventana no había
dado brega, que asistía puntual a la primera misa, se dejaba pulir en el colegio sin hacer reparos como
Paulina, sin reclamar una salida ni pedir que la llevaran a ver a los saltimbanquis o al globo volador del Mono
Balbuena, sin pedir permiso para unirse a las romerías que iban hasta las playas del río. No obstante la
voluntad de doña Rafaela pudo más que la suya y llegado el momento le mandó razón a don Lázaro para que
viniera a Medellín por la hija.
Rosita regresó a San Juan de los Andes tres semanas más tarde en medio de un aguacero que había
empezado después del almuerzo. El agua bajaba en arroyos por las montañas, volviendo las trochas
resbaladizas y traicioneras. Se había cubierto con el encauchado pero aún así el agua le calaba las ropas.
Los dientes le castañeaban como si tuviera fiebre y desde hacía varias horas tenía hambre. Los jinetes
cabalgaban en silencio como si el rumor incesante de la lluvia los hubiera adormecido.
—Ya vamos llegando —dijo por fin don Lázaro—. Apenas las mulas sientan la pesebrera andarán con
más ánimo.
 Rosita abrigaba un pensamiento que se imponía a los demás. La mirada de Antonio Acosta, y su
promesa de venir a buscarla. Volvió a recordar lo que le había dicho Vicenta cuando le leyó las cenizas del
tabaco y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar para irse definitivamente del pueblo en compañía de
ese hombre en el que había puesto la fe de una vez y para siempre, desafiando las razones que le habrían
impedido confiar.
Apenas entraron al corral desmontó y saltó por encima de los charcos hasta la cocina donde flotaban
los olores a hierbas aromáticas, a humo, a chocolate, a miel de panela y a leña recién cortada. Doña Zoraida
y Vicenta rezaban el último rosario para que el viaje se completara sin peligro.
—¡Gracias a Dios regresaron con bien! —dijo doña Zoraida, poniéndose de pie, aunque no pudo
abrazar a Rosita. Algo en el alma le impedía cualquier manifestación de cariño hacia la hija. Por eso jamás la
abrazaba, ni recordaba haberle dicho alguna vez que la amaba. No obstante sintió celos al ver que Rosita se
arrojaba en brazos de Vicenta.
—¡Si viera Vicenta, que en Medellín no cocinan con leña sino con carbón!
—¡Vaya cámbiese de ropa, niña Rosita, no sea que se le meta en el cuerpo una enfermedad como la
que le dio a la hija de don Patricio Mejía, ¿se acuerda? ¡La que tenía el pulmón picado! La semana pasada la
enterraron.
La alegría de doña Zoraida volvió a convertirse en temor no bien tuvo a la hija en frente. Temía que
volviera a hacerse notar, que no quisiera casarse cuando apareciera un buen partido, si es que aparecía
alguien a quien no le importara llevarse a una muchacha que había sido desterrada de Andes y también de
Medellín. Le preocupaba lo que la gente pudiera pensar, no solo de Rosita, sino de la familia, y no entendía
por qué gracia Dios le había mandado una hija así, cuando lo que a ella más le gustaba era pasar
inadvertida.
Pero esta vez las preocupaciones de doña Zoraida estaban de sobra porque ahora a nadie le
interesaba conocer el verdadero motivo del viaje de su hija a Medellín, ni las razones de su regreso.
El paso de las tropas liberales por aquellas tierras había desencadenado una serie de hechos violentos.
Entre ellos se contaba como el más infame la tortura del padre Marulanda, que había sido llevado a la fuerza
a Jericó donde un general del ejército invasor, de nombre Antonio Acosta, le había ordenado que se pusiera
la chaqueta militar y marcara el paso con la tropa.
Una mañana, poco después de la partida de Rosita para Medellín, cuando la niebla que cubría la parte
más alta de los montes se había despejado, llegó a San Juan de los Andes un piquete de soldados
pertenecientes al ejército invasor. Eran cuatro o cinco hombres mal alimentados y peor vestidos, pero
estaban armados y eso les daba autoridad. Venían a lomo de mula y traían otra aperada y sin jinete.
No pareció importarles que al verlos la gente se encerrara en las casas, ni que misiá María Ignacia Cano
se negara a abrir la puerta de la fonda alegando a gritos desde el balcón que tenía a la cocinera enferma de
buenamoza y al paje a punto de morirse de un tifo. Los soldados se encogieron de hombros y patearon la
puerta de la casa contigua hasta que el dueño se resolvió a abrirles, temblando de miedo por lo que pudiera
pasarles a la mujer o a las hijas. Nadie supo qué ocurrió allá dentro. Los soldados salieron una hora más
tarde completamente borrachos a juzgar por las carcajadas que estremecieron la plaza.
Fue entonces cuando se dirigieron hacia la casa cural y empezaron a llamar a gritos al padre
Marulanda.
—¡Que salga el cura! ¡Que salga el padre Marulanda! ¡Padre Marulanda! —gritaban.
Los pájaros que anidaban en los árboles emprendieronel vuelo, espantados.
El padre Marulanda se hizo llamar varias veces. Cuando salió tenía puesta la sotana nueva y llevaba en
la mano un breviario.
—¡Bien pueda montar ahora mismo, que el general Antonio Acosta lo necesita en Jericó! —ordenaron
los hombres antes de que el padre hubiera podido pronunciar palabra.
—¿Como para qué será? —preguntó el padre Marulanda.
—¡No será para que le diga una misa! —respondió un soldado, y los demás secundaron la ocurrencia
con otra ruidosa carcajada. Uno de ellos, un muchacho con el rostro picado de viruela y una cicatriz en la
frente, arrojó el breviario al suelo de un manotazo y lo obligó a montar.
Al padre Marulanda le habría gustado pedirles que le permitieran cambiarse la sotana nueva, que había
anhelado durante cuatro años, por algo más cómodo para cabalgar, o que le alargaran los estribos. Pero
algo en la mirada de aquellos hombres le advirtió que era mejor obedecer sin reparos. Las mujeres
apostadas detrás de los postigos lo vieron salir con la sotana remangada, las rodillas encogidas y la cabeza
hundida entre los hombros.
Ninguno de los soldados le habló por el camino. Como lo vieron tan asustado no se tomaron la molestia
de amarrarle las manos detrás de la espalda, limitándose a llevar la mula de cabestro. Llegaron a Jericó con
las primeras sombras de la noche. La gente que todavía andaba por la plaza se detuvo para ver pasar a los
hombres con el prisionero que trataba de aparentar indiferencia, aunque le dolía el cuerpo y tenía unas
ganas horribles de orinar.
El general Acosta seguía acuartelado en la casa del señor Valenzuela, una cómoda vivienda de dos
pisos decorada con un piano, muebles franceses, candelabros de cristal, y adornada con un jardín de rosas
que se había hecho famoso por la belleza y el colorido de las flores. Los hombres que lo llevaron hasta el
cuartel encerraron al padre Marulanda en un cuarto junto a la pesebrera, con la ventana clavada por gruesos
tablones en cruz y la puerta asegurada con un enorme candado. En señal de respeto le dieron un colchón de
paja aunque sin una cobija que ahuyentara el aire helado que por las noches caía sobre Jericó. El indio que le
dio vuelta a la llave del candado le llevó, entrada la noche, una taza de agua de panela.
Al padre Marulanda le faltó valor para preguntar de qué se le acusaba. Además, bien se veía que aquel
hombre con cara de indio, descalzo y mal aseado, era un subalterno.
Una hora después del amanecer, cuando en Jericó se habían abierto los balcones y algunos de sus
moradores iban y venían por la plaza, el capitán Ignacio Uribe, el mismo oficial que más tarde conversaría con
Paulina en la ventana, le ordenó al indio que abriera la puerta del calabozo donde tenían encerrado al
párroco de San Juan de los Andes. Lo encontraron hecho un ovillo sobre el colchón, con la cara vuelta hacia
la pared y la taza de loza con el agua de panela en un rincón del cuarto, en el que se sentía un penetrante
olor a orines.
—¡Padre Marulanda! —llamó el capitán.
El sacerdote se puso de pie lentamente porque le dolían los huesos, y trató de limpiar con la mano las
manchas de barro y del sudor de la mula que le ensuciaban la sotana. Jamás había deseado con más
urgencia el consuelo de una copa de anís. Finalmente miró al capitán Uribe, un hombre de rostro anguloso
que más parecía un maestro de escuela que un soldado.
—Padre Marulanda —dijo, sin detenerse a saludarlo—. El general Antonio Acosta ordena que se
ponga la chaqueta militar y que salga a la plaza a marchar con la tropa, que está aguardándolo en formación.
La respuesta del sacerdote no se hizo esperar:
—¡Dígale al general que yo soy un hombre de Dios, no un miserable soldado! Mi trato es con el Señor,
no con los hombres y menos aún con ustedes, los liberales.
—¿Entonces se niega a acatar las órdenes de mi general?
—Me niego rotundamente.
El capitán Uribe lo miró como si midiera la sinceridad de aquellas palabras.
—Está bien. Le llevaré su respuesta al general Acosta —dijo, y salió cerrando el candado, no sin antes
ordenarle a Arcadio que no se moviera de allí.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando la puerta del improvisado calabozo se volvió a
abrir.
—En vista de su desacato, el general Acosta ordena que se le aplique el cepo llanero —anunció el
capitán Uribe—. Le aconsejo que deponga su orgullo celestial, padre. El cepo es una tortura horrenda. Es
cosa de ponerse la chaqueta roja y dar una o dos vueltas por la plaza.
—Un soldado no tiene por qué darle órdenes a un sacerdote.
—Eso ya lo veremos —respondió el capitán haciéndose a un lado para darle paso al indio Arcadio,
que agarró al padre Marulanda por el cuello de la sotana y lo llevó a empellones hasta la sala del señor
Valenzuela, una hermosa habitación en el segundo piso con puertas de madera tallada que se abrían al
balcón con barandas de macana.
Uno de los soldados que habían traído al cura desde San Juan de los Andes lo despojó de la sotana y le
amarró ambos tobillos con dos sogas, una para cada pierna. Después lo arrojó al suelo y pasó las sogas por
encima de la viga más fuerte del techo. Con ayuda de otro soldado comenzó a tirar de ellas hasta que el
sacerdote quedó suspendido en el aire, con la cabeza hacia abajo y las plantas de los pies apuntando hacia
el techo.
Entonces los soldados comenzaron a golpear las sogas que estaban muy tensas, con lo cual le
ocasionaron los más horribles dolores. El padre Marulanda se retorcía de dolor y gritaba que lo bajaran de
allí, pero los verdugos respondían con risas y obscenidades, redoblando los golpes con más fuerza. Sólo se
detuvieron cuando el general Acosta entró en la habitación.
Fue así, con la cabeza hacia abajo y el mundo al revés, como el padre Marulanda conoció al general
Acosta, que se acercó a su víctima con paso decidido y una expresión indescifrable, tal vez indiferente, en el
rostro. El padre Marulanda tuvo que hacer un esfuerzo para no maldecir a su enemigo, para no pedir
misericordia ni seguir retorciéndose de rabia y dolor. El general Acosta fue breve:
—Padre Marulanda, vengo para informarle que si no acata mis órdenes recibirá cincuenta azotes en
los pies.
El padre Marulanda sentía la cabeza a punto de estallar. Le parecía que los ojos se le iban a saltar de
las órbitas y tenía la garganta congestionada de sangre. Sin embargo pudo responder con voz quebrada.
—Ésta es una orden sacrílega, inconstitucional y absurda.
—Mucho más absurdo es el espectáculo que usted ofrece cada quince días —respondió el general.
El padre Marulanda no pudo replicar porque estaba a punto de perder el sentido. El general Acosta
ordenó que lo bajaran y le azotaran las plantas de los pies con varas de rosas. Arcadio salió al jardín y
regresó poco después con media docena de rosas amarillas que no se molestó en cortar de los tallos, los
más fuertes y espinosos que pudo encontrar. Él personalmente se encargó de aplicarle los azotes a la
víctima.
El cura de San Juan de los Andes regresó a su parroquia sin haber marchado, pero sintiéndose
igualmente derrotado, en una mula que le prestó un agricultor. Algunos de sus fieles decían que iba a quedar
marcado para siempre por los ultrajes recibidos de manos de Antonio Acosta. Otros, que el castigo no había
sido tan duro como aseguraba, y que a las pocas semanas estaría restablecido y bien convencido de la
superioridad de su cargo.
Lo que nadie sabía era que esta vez estaba dispuesto, y hasta dichoso, de padecer en secreto otra
tortura: la de volver a ver a Rosita Posada caminando con aires paganos por la nave de la iglesia, la de
imaginarla desnuda en sus brazos mientras repartía la comunión, la de despertar a media noche sudoroso,
con las ropas pegadas al cuerpo y la imagen de la joven metida en cada centímetro de su piel.
Además del martirio del padre Marulanda, durante la ausencia de Rosita habían ocurrido otros hechos
más o menos atroces. En un pueblo donde la mayoría de los hombres eran conservadores y estabanorgullosos de pertenecer a la Sociedad de Amigos de la Moral y la Educación, de la cual don Lázaro se
negaba a formar parte alegando que todo el mundo era más o menos mal educado y mucho más inmoral,
donde la vida se iba en trabajar de sol a sol, en asistir a una que otra fiesta religiosa, a un bautizo o a un
matrimonio, en bailar en las fiestas patronales y aburrirse en los entierros, los recientes acontecimientos
políticos habían sacudido la existencia de todos.
No bien supieron de la llegada de Rosita, las vecinas fueron a visitarla. Le llevaron dulces de moras, de
brevas, una totuma con arequipe. Querían saber cómo era Medellín, si se había amañado, si había visto algún
portento como el globo volador, si ya sabía francés, si podía tocar el piano.
Rosita empezó a vivir de la esperanza. Volvió a caminar hasta la cañada para escuchar los rumores del
monte y el canto de las soledades, a montar a caballo con don Lázaro y los peones, a trabajar en la casa
hasta que la fatiga adormecía la impaciencia. Varias veces al día se asomaba al balcón para mirar hacia el
camino real por el que subían hombres a pie o a caballo con los restos de la comida casera en una jíquera y
un azadón al hombro. Eran los hijos de los fundadores del pueblo que se encargaban de sacarle a la tierra
unas cosechas que a veces daban para algo más que para el sustento de la familia.
Siempre que podía, Rosita salía a la plaza y barría diariamente el portón, con los ojos pendientes del
camino.
Por las noches limpiaba el barro de la suela de los botines y planchaba los cuellos de las blusas. Doña
Zoraida la felicitaba por lo juiciosa que había llegado de Medellín, y Vicenta la miraba en silencio. A veces
parecía a punto de preguntarle algo pero después se contenía, como si no quisiera perturbar un orden
secreto, tan inexorable como el fuego que brotaba de sus ojos de india.
Cuando cerraba la puerta del cuarto por las noches, Rosita se desnudaba para contemplar en las aguas
del espejo de cristal de roca el reflejo de su cuerpo. Miraba los senos erguidos, la cintura esbelta, la curva de
las caderas, el triángulo oscuro del sexo, la piel que brillaba como seda alumbrada por la luz de la vela y por
la esperanza que le ardía en el pecho. Entonces agradecía el poder de su belleza. En último caso, ella lo
obligaría a venir.
El tiempo volaba. Ya se hablaba de salir a buscar musgo para los pesebres, el padre Marulanda
preparaba a los jóvenes que iban a hacer la primera comunión y Rosita seguía sin noticias del general. El
recuerdo se le acentuaba con los días y hasta podía escuchar el timbre de su voz con sólo cerrar los ojos.
Volvía a verlo como lo había visto esa única vez, con la mirada encendida de asombro y deseo, la figura a
caballo recortada contra los muros encalados de la casa de enfrente y enmarcada por los barrotes de la
ventana. Por las noches regresaba al espejo y se desnudaba lentamente para darse ánimos.
Corría la última semana de noviembre cuando se asomó al balcón para mirar el camino real. Nadie; ni
un peón, ni un perro hambriento o una mula cansada por el camino. Bajó al primer piso y fue a las
pesebreras para acariciar al potro de Lucero, que relinchaba y se movía de un lado al otro esperando el
regreso de la yegua. Después pasó por el cuarto buscando algo en qué ocuparse, pero los pocos objetos
que poseía estaban limpios y en su lugar, así que decidió salir a barrer las hojas que el aguacero de la
mañana había esparcido frente a la casa. En ese momento escuchó el paso de las cabalgaduras que se
acercaban.
Antes de levantar la mirada Rosita sabía que el general Acosta entraba a su vida ahora sí para siempre.
Los caballos seguían acercándose. Subían al paso por el camino real. Escuchó también el silbo de un
sinsonte y las voces de los niños que jugaban en la casa vecina. Los caballos se detuvieron.
El general Acosta se llevó la mano derecha a la frente, desmontó y con las riendas en la mano caminó
hasta donde ella estaba apoyada en la escoba, con el pelo recogido en una trenza que le caía por la espalda,
las mejillas encendidas y las manos heladas.
—Vengo por tí, Rosita.
—Te estaba esperando.
—Temía que estuvieras inquieta por mi demora, pero tuve que esperar hasta que las circunstancias me
permitieron viajar. Esta misma tarde hablaré con don Lázaro.
—Papá salió a ver un ganado y no sabemos a qué hora llegará.
—Puedo esperar el tiempo que haga falta para hablar con él.
—¿Cómo sabes el nombre de papá?
—Así como sé el tuyo, María Rosa….Rosita… —y acercándose a ella le acarició la mejilla con el
dorso de la mano.
Ambos sonrieron. Se quedaron mirándose a los ojos, de cara a la plaza y a todo el que quisiera verlos,
embriagados por la dicha. Era como si el pueblo y las personas que lo habitaban hubieran dejado de existir,
como si además de ellos en el mundo no hubiera más que el viento que soplaba suavemente, el canto de las
aves y la sombra de las montañas que empezaba a caer sobre el campanario de la iglesia.
—He vivido cien vidas sólo para encontrarte, Rosita —dijo el general, acariciándole de nuevo el
rostro—. He gozado y he padecido las penas que me trajo la vida presintiendo el momento en que podría
llegar hasta tí. Vamos a amarnos durante el resto de la vida.
—¿Por qué estás tan seguro, Antonio? Si nada sabes de mí…
—Así tenía que ser. ¿Y tú cómo sabes mi nombre?
—La criada que sirve en casa de mis abuelos lo averiguó cuando me echaron de allá. No le pareció
bien que me tuviera que ir por una persona de la cual ni siquiera sabía el nombre —respondió Rosita.
—¡Apuesto a que tampoco le costó mucho trabajo averiguar lo que tus abuelos querían saber de mí!
—dijo el general—. La mala fama de los solados del ejército radical se ha regado como pólvora por todo el
Estado. Pero eso no será un obstáculo para nosotros. Hablaré con don Lázaro tan pronto pueda, y entonces
fijaremos la fecha de la boda.
—¿Sabes dónde queda la fonda?
—No es la primera vez que vengo por estos lados.
—¿Entonces me conocías?
—Digamos que sí. En todo caso, ya había oído hablar de tí. ¿No sabes que tu nombre corre por estos
pueblos?
—No… Mejor dicho, sí. Vicenta me cuenta lo que dice la gente.
—Vendré más tarde para hablar con don Lázaro.
Después de besarle la mano y repetirle que la amaba y la amaría siempre, el general Acosta llevó la
montura de cabestro hasta la fonda de misiá María Ignacia Cano, donde lo esperaba Arcadio de pie en el
umbral de la puerta, altivo y desafiante como si creyera que el general pudiera correr algún peligro.
Rosita se quedó en la puerta hasta que los vio perderse en el zaguán de la fonda. Entonces dejó la
escoba tirada en la calle y corrió a encerrarse en el cuarto, donde comenzó una segunda espera que se le
hizo más larga que la anterior.
11
Desde el cuarto oyó cuando Felipe, el paje de la fonda, vino a preguntar por don Lázaro.
—¿Cómo para qué lo necesita? —preguntó Vicenta.
—Se trata de una razón personal.
—Pues yo soy una persona. ¿O es que no le parece? ¡Bien pueda decir!
—Sólo estoy autorizado para dársela a don Lázaro, o en último caso a doña Zoraida.
Vicenta dudó entre llamar a doña Zoraida o pegarle un escobazo a Felipe. Miró al paje, que no tendría
más de trece o catorce años, con todo el desprecio posible y se adentró por el zaguán caminando
lentamente, contoneando las caderas mientras mascullaba algo entre dientes.
—¿Qué se le ofrece, Felipe? —preguntó poco después doña Zoraida, con enojo y ansiedad en la voz.
—El general Antonio Acosta quiere hablar con don Lázaro.
—Don Lázaro no está. Dígale al general —respondió—. Y sin añadir otra palabra doña Zoraida cerró
la puerta con tranca, con llave y aldaba, y llamó a Rosita para que la acompañara a remendar ropa en el
cuarto de atrás.
Rosita obedeció de mala gana y se puso a mirar por la ventana que daba a la huerta, la mata de
higuerilla que había alcanzado la altura de la tapia.
—¿Qué pasa, María Rosa? Es la segunda vez que revienta el hilo y el trabajo no le está

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