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la-amistad-en-las-infancias-una-experiencia-fundante

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Esteban	Levin
La	amistad	en	las	infancias
Una	experiencia	fundante
Levin,	Esteban
La	amistad	en	las	infancias	:	una	experiencia	fundante	/	Esteban	Levin.	-	1a	ed.	-
Ciudad	Autónoma	de	Buenos	Aires	:	Centro	de	Publicaciones	Educativas	y
Material	Didáctico,	2022.
(Conjunciones	/	77)
Libro	digital,	EPUB
Archivo	Digital:	descarga	y	online
ISBN	978-987-538-938-0
1.	Psicología	Infantil.	2.	Infancia.	3.	Terapia	Lúdica.	I.	Título.
CDD	155.925
Colección	Conjunciones
Corrección	de	estilo:	Liliana	Szwarcer
Diagramación:	Patricia	Leguizamón
Diseño	de	cubierta:	Pablo	Gastón	Taborda
Ilustración	de	cubierta:	Laura	Jaite
Los	editores	adhieren	al	enfoque	que	sostiene	la	necesidad	de	revisar	y	ajustar	el
lenguaje	para	evitar	un	uso	sexista	que	invisibiliza	tanto	a	las	mujeres	como	a
otros	géneros.	No	obstante,	a	los	fines	de	hacer	más	amable	la	lectura,	dejan
constancia	de	que,	hasta	encontrar	una	forma	más	satisfactoria,	utilizarán	el
masculino	para	los	plurales	y	para	generalizar	profesiones	y	ocupaciones,	así
como	en	todo	otro	caso	que	el	texto	lo	requiera.
1º	edición,	noviembre	de	2022
Edición	en	formato	digital:	diciembre	de	2022
Noveduc	libros
©	Centro	de	Publicaciones	Educativas	y	Material	Didáctico	S.R.L.
Av.	Corrientes	4345	(C1195AAC)	Buenos	Aires	-	Argentina
Tel.:	(54	11)	5278-2200
E-mail:	contacto@noveduc.com
www.noveduc.com
ISBN	978-987-538-938-0
Conversión	a	formato	digital:	Libresque
https://www.noveduc.com
Índice
Cubierta
Portada
Créditos
Sobre	el	autor
Recorrido	teórico
Dedicatoria
Introducción
Capítulo	1.	Nacimiento:	amistad,	subjetividad
El	destino	de	la	amistad
La	caricia	del	origen:	la	pulsión	del	toque
El	ritmo	prematuro:	pliegue	y	despliegue
Resonancia	pulsional	de	los	amigos
La	experiencia	de	la	amistad.	Hacer	uso	de	la	imagen	del	cuerpo
Tomar,	vestir,	investir	un	objeto…	¿para	hacer	amigos?
Capítulo	2.	La	relación	del	niño.	Entre	el	mundo,	las	cosas	y	los	amigos
¿Para	qué	juegan	los	niños	y	niñas	entre	sí?
Entre	lo	individual	y	lo	colectivo:	amigos	y	amigas
Capítulo	3.	La	plasticidad	de	lo	comunitario1	en	las	infancias
Inscripción	y	excripción	de	lo	social	en	las	infancias
Ser	y	realizarse	con	los	demás
La	intimidad,	junto	a	otros
Entre	amigos	y	amigas.	Lo	colectivo
Capítulo	4.	Amigas	y	amigos	imaginarios
Imaginarios	amigos
Amistad,	anamorfosis	y	cenestesia
La	imagen	del	otro,	del	cuerpo,	del	nos-otros
La	comunidad	de	las	amigas	y	amigos	imaginarios
El	sinsentido	del	tiempo	entre	amistades
Capítulo	5.	Amigas	y	amigos	virtuales:	¿una	relación	posible?
Amistad…	¿digital,	virtual,	real?
La	herencia	y	el	prójimo.	Movimientos	de	descendencia	y	ascendencia
La	sensibilidad	del	toque	digital:	¿dónde	están	los	amigos?
Amistad,	curiosidad	e	inteligencia	artificial
Acerca	del	nacimiento	de	la	amistad	en	la	humanidad
Capítulo	6.	Descubrir	el	mundo	entre	amigos.	Lo	comunitario
Entre	juguetes,	jugadores	y	amigos
La	realización	de	la	amistad	en	primera	infancia
Curiosidad:	clínica,	familia,	escuela
La	secreta	compasión	de	la	amistad
Bibliografía
Recorrido	práctico
Dedicatoria
Introducción
Travesía	de	la	amistad
Capítulo	I.	¿Tiene	amigos	el	cuerpo?
La	experiencia	ficcional	de	la	amistad
Claudia	entre	amigos:	la	inclusión	como	experiencia
Capítulo	II.	La	amistad	frente	a	los	diagnósticos
Andrés	y	la	experiencia	de	la	curiosidad
Capítulo	III.	Crear	amigas	y	amigos	para	jugar
Pedro	humaniza	la	enfermedad
Capítulo	IV.	Amistad,	integración	y	escolaridad
Martín	no	encuentra	amigos	para	jugar
Del	desborde	del	diagnóstico	a	la	legalidad	de	la	existencia
Capítulo	V.	La	conquista	de	la	amistad
Felipe,	¿puede	jugar	con	otros?
Capítulo	VI.	Qué	sería	de	la	niñez	sin	amigos
La	imagen	del	cuerpo	en	juego
Capítulo	VII.	La	comunidad	de	lo	diferente:	los	amigos
Hospitalidad	y	amistad.	Alojar	la	incertidumbre
Capítulo	VIII.	Amistad:	rescatar	al	sujeto	a	través	de	la	virtualidad
La	gestualidad	en	la	complicidad	secreta
ESTEBAN	LEVIN	es	Licenciado	en	Psicología.	Psicomotricista.
Psicoanalista.	Profesor	de	Educación	Física.	Profesor	invitado	en
universidades	nacionales	y	extranjeras.	Director	de	distintos	cursos	de
formación	en	psicomotricidad,	psicoanálisis,	clínica	con	niños	y	trabajo
interdisciplinario.
Es	autor	de	numerosos	artículos	en	diversas	publicaciones	especializadas
nacionales	e	internacionales	y	de	los	libros	La	función	del	hijo.	Espejos	y
laberintos	de	la	infancia	(Nueva	Visión,	2000);	La	experiencia	de	ser	niño.
Plasticidad	simbólica	(Nueva	Visión,	2010);	Discapacidad.	Clínica	y	educación.
Los	niños	del	otro	espejo	(Noveduc	2017);	Constitución	del	sujeto	y	desarrollo
psicomotor:	la	infancia	en	escena	(Noveduc,	2017);	Autismos	y	espectros	al
acecho,	la	experiencia	infantil	en	peligro	de	extinción	(Noveduc,	2018);	¿Hacia
una	infancia	virtual?	La	imagen	corporal	sin	cuerpo	(Noveduc,	2018);	La
dimensión	desconocida	de	la	infancia.	El	juego	en	el	diagnóstico	(Noveduc,
2019);	Pinochos:	¿marionetas	o	niños	de	verdad?	(Noveduc,	2020),	Las	infancias
y	el	tiempo.	Clínica	y	diagnóstico	en	el	país	de	Nunca	Jamás.	(Noveduc,	2020);
La	clínica	psicomotriz.	El	cuerpo	en	el	lenguaje	(Noveduc,	2020);	La	niñez
infectada.	Juego,	educación	y	clínica	en	tiempos	de	aislamiento	(Noveduc,	2021)
y	La	rebeldía	de	la	infancia.	Potencia,	ficción	y	metamorfosis	(Noveduc,	2021).
La	amistad	en	las	infancias
Este	libro	sostiene	la	plasticidad	de	un	movimiento	deseante;	se	divide	en
dos	partes	articuladas	entre	sí:	una	se	ocupa	de	los	aspectos	teóricos	y	la
otra	de	lo	que	acontece	en	el	territorio	clínico	e	interdisciplinario.	Entre
ambas,	se	pliegan	y	despliegan	ideas,	pensamientos	y	experiencias	que
compartimos	a	continuación.	Damos	inicio	al	sinfín	del	recorrido	teórico.
RECORRIDO	TEÓRICO
Cuando	un	niño	o	niña	sufre,	lo	primero	que	se	afecta	es	la	relación	con	los
otros:	con	su	familia,	docentes,	amigas,	amigos	y	la	comunidad.	La	experiencia
fundante	de	la	amistad	en	las	infancias	nunca	se	posee,	no	es	propiedad	de	nadie;
lo	que	tiene	en	común	es	lo	distinto,	lo	diferente	y	dispar,	que	causa	el	deseo	de
desear.	La	amistad	en	la	infancia	es	del	orden	del	don;	pertenece	a	esa	lógica
inconsciente,	mucho	más	constituyente	que	constituida.
Los	pequeños	confían	en	sus	amigos,	los	invisten	de	complicidad,	crean
gestualidades	secretas	que	comparten,	se	abren	y	se	expanden	a	la	compasión	de
la	amistad.	Cuando,	por	alguna	razón,	no	pueden	o	les	resulta	arduo	tener
amigos,	la	dificultad	con	la	que	se	encuentran	es	la	imposibilidad	de	recibir	o
donar	al	otro,	y	aparece	la	angustia	sufriente	que	se	dramatiza	a	través	del	cuerpo
y	los	síntomas	de	la	vida.
¿Es	posible	la	existencia	de	una	comunidad	sin	el	sentimiento	de	intimidad,
compasión	y	amistad?
A	mi	amor	Cande,	con	quien	desafiamos	y	conquistamos	lo	imposible.
A	Maga,	Axo	y	Sebi,	los	escritores	de	mi	vida.
A	mi	hermana	Euge,	apasionados	por	la	ficción.
Introducción
Escribo	sobre	la	amistad,	lo	comunitario	y	lo	social	en	las	infancias	para
mantenerlas	vivas,	no	para	saber	sobre	ellas.	Se	trata	de	una	experiencia
originaria	y	original,	no	anticipable,	dispar	y	plural,	mucho	más	constituyente
que	constituida.	El	acontecimiento	de	la	amistad	tiene	que	realizarse,	no	solo
decirse.	El	acontecer	da	lugar,	pone	en	juego	y	en	movimiento	nuevos	decires	y
haceres,	dimensiones	que	cuestionan	la	pretensión	de	domesticar	y	construir	un
conocimiento	homogéneo,	hegemónico,	agobiante	y	asfixiante	sobre	la	niñez,	el
desarrollo,	la	estructura,	el	aprendizaje,	la	crianza,	el	diagnóstico,	la	integración,
lo	social	y	la	comunidad.
Al	nacer,	el	niño	no	tiene	constituido	lo	inconsciente;	este	no	existe	como	tal,
sino	a	través	del	otro	que	se	relaciona	con	él,	en	el	deseo	de	jugar	juntos.	En	esa
acción	se	transmite	el	amor,	que	genera	en	los	pequeños	la	inscripción	e
incorporación	de	la	ficción	en	lo	corporal	y	gestual,	creador	de	las	formaciones
del	inconsciente.	Repetición	e	insistencia	pulsional	ritmada	por	salir	del	cuerpo
para	jugar	con	otros:	la	experiencia	fundante	de	la	amistad.
Los	amigosy	amigas	se	inventan	en	las	escenas	de	la	niñez.	Inauguran
acontecimientos	instituyentes	del	universo	infantil,	la	crianza	y	la	vida.	La
invención	de	la	amistad	se	inscribe	y	empieza	a	repetirse,	a	donarse	en	una
aventura	singular	que	ocurre	por	primera	vez,	se	incorpora,	se	reprime	y	se
reinscribe.	Esto	nunca	acontece	como	un	hecho	privado,	sino	abierto	al	devenir
de	lo	comunitario,	legitimado,	afirmado	por	un	consenso	social,	generacional	y
cultural	en	el	que	se	crea	el	sentimiento	íntimo	de	confianza,	compasión	y
pertenencia.
La	amistad	oxigena	las	contingencias	impredecibles	e	insustituibles.	No	se	trata
de	la	posesión	del	otro,	sino	de	una	composición	de	sensaciones,	gestos,
palabras,	cuerpos,	juegos	y	narraciones,	que	se	inscriben	en	huellas	móviles
entretejidas	en	la	singularidad	comunitaria	del	nos-otros.	No	procuro	realizar	una
definición	teórica	de	la	amistad	durante	la	infancia,	mucho	menos	llegar	a
conclusiones	prácticas	acerca	de	ella.	Los	amigos	y	amigas	son	una	topología	en
movimiento,	plena	de	sensaciones	corporales,	afectivas,	que	se	emancipan	de	sí.
Se	resisten	a	cualquier	totalización	o	pretensión	de	universalidad	conceptual.
Para	los	niños	y	niñas,	la	amistad	es	una	resistencia	a	los	clichés;	es	la
posibilidad	de	romper	con	los	binarismos	bueno-malo,	normal-anormal,
discapacitado-capacitado,	masculino-femenino	e	integrado-desintegrado,	entre
otros.	La	amistad	constituye	una	experiencia	libidinal	atópica;	es	lo	opuesto	a	la
cerrazón	del	estigma.	Irrumpe;	inasible,	ejerce	la	libertad,	cómplice	en	el	“entre”
relacional	con	los	otros.	Sin	dudas,	conforma	un	antídoto	contra	la	taxonomía	y
la	clasificación	de	comportamientos,	conductas	y	haceres	infantiles	que
pretenden	desestimar	la	espontaneidad,	la	incertidumbre,	los	avatares,	la	época,
la	historia	y	la	cultura	para	arrasar	con	la	singularidad.
La	experiencia	infantil	de	la	amistad	toma	el	riesgo,	se	opone	a	la	fijeza
estandarizada.	Ella	propicia	la	disparidad,	la	diferencia	como	causa	de	lo	común.
La	originalidad	y	la	esencia	de	los	amigos	y	amigas	se	despliegan	en	la
intensidad	de	un	espacio	impar,	que	dona	el	tiempo	a	la	generación	de	deseos,
amores,	rivalidades,	placeres,	frustraciones	y	vivencias.	Allí	se	subrayan	la
mezcla,	la	metamorfosis	y	el	choque	de	fuerzas	inclasificables	de	la	comunidad.
Para	los	más	pequeños,	los	amigos	y	amigas	funcionan	como	motores	del	deseo
de	desear,	son	apertura	a	las	novedades,	salidas	del	cuerpo,	umbral	de	ficciones
verdaderas,	cambios	de	pensamientos,	transformación	de	realidades,	equívocos
plenos	de	diferencias,	malestares	a	partir	de	fracasos,	sensación	de	confianza,
frustración	ante	los	límites	del	otro,	compasión	ante	el	dolor	de	los	demás,	con
quienes	crean	el	sentimiento	de	intimidad	en	un	territorio	de	subjetividad,
complicidad	y	colectividad.	La	experiencia	amistosa	no	es	del	orden	del	tener,
sino	del	de	la	curiosidad,	la	desposesión	y	la	existencia.
Los	papás	de	Mía	consultan	por	los	miedos	que	siente	su	hija	de	cinco	años,	que
le	impiden	ir	a	la	escuela.	En	una	sesión,	la	niña,	en	el	“entredós”	del	juego,
angustiada	y	con	preocupación,	me	cuenta:	“Me	peleé	con	Delfina,	porque	se
ponía	muy	mal	cuando	yo	no	quería	hacer	lo	que	ella	decía.	Lloraba	mucho,
mucho,	hasta	que	hacíamos	lo	que	ella	quería.	Pero	ahora	entendí	que	tengo	que
hacer	lo	que	yo	quiero	y	nos	peleamos	fuerte.	Me	da	miedo	que	nos	enojemos.
Lo	que	pasa	es	que	jugué	con	otros	amigos	y	empezó	a	empujarme,	a	pegarme,
cree	que	sabe	todo.	Se	puso	muy	mala…	le	quiero	decir:	‘Amiga,	¿querés	volver
a	ser	mi	amiga?’,	pero	tengo	un	poquito	de	miedo,	un	poquito…”
La	experiencia	fundante	de	la	amistad	en	los	niños	también	conlleva	la
posibilidad	de	la	frustración,	el	fracaso,	la	desazón	y	el	desamor.	La	sensación	de
que	pueden	no	ser	correspondidos	o	elegidos	por	otros	conjuga	la	angustia.	El
amor	por	el	amigo	o	amiga	pone	en	juego	lo	más	humano	e	inhumano	de	la
existencia.	Es	una	amorosidad	no	exenta	de	sufrimientos,	temores,	decepciones,
malestares	y	riesgos	como	condición	subjetiva.
La	situación	de	ser	amado	o	no	por	el	otro	compone	una	escena	esencial;	los
chicos	necesitan	saber	y	comprobar	que	se	los	ama,	un	movimiento	capital	para
recibir	y	generar	el	deseo	del	don,	de	donar	y	confiar	en	la	colectividad	del	nos-
otros.
Poco	a	poco,	los	pequeños	van	notando	lo	provisorio	y	contingente;	no	pueden
eludir	el	dolor	y	el	placer	que	implica	vivir,	la	condición	ambigua	de	fragilidad	y
omnipotencia	de	lo	finito	e	infinito	de	toda	existencia	deseante.
Durante	la	infancia,	se	origina	y	nace	la	pasión	por	los	demás,	con	su
amorosidad	e	intensidad:	una	experiencia	opuesta	a	la	posesión	y	al
individualismo.	Es	un	acontecer	que	redistribuye	el	espacio,	lo	temporal,	el
lenguaje,	el	cuerpo	y	la	gestualidad;	una	sensibilidad	acunada	en	el	don	del
deseo	que	despoja	y	revela	a	la	vez	el	genuino	sentimiento	de	complicidad,
confianza	y	compasión	por	el	otro,	en	la	heterogénea	comunidad	de	la	amistad.
¿Qué	sería	de	una	infancia	sin	amigos	y	amigas?
Capítulo	1
NACIMIENTO:	AMISTAD,	SUBJETIVIDAD
EL	DESTINO	DE	LA	AMISTAD
No	hay	constitución	subjetiva	sin	lazo	social.	Una	de	las	certezas	que
compartimos	con	niños	y	niñas	es	que	nacemos	en	otro	cuerpo	que	nunca	es	el
nuestro	pero	que,	sin	embargo,	nos	origina.	El	nacimiento	es	una	experiencia	de
salir-entrar,	abrir-cerrar,	acercarse-alejarse,	plegar-desplegar.	Entre	esos
extremos	suceden	las	mezclas,	las	metamorfosis	e	intensidades	de	herencias,
épocas,	cuerpos,	deseos	y	lenguajes.	El	“entre”	es	el	viaje	que	comienza	durante
la	infancia,	en	el	tiempo	simultáneo	y	sucesivo	del	futuro	anterior	y	el	presente,
en	el	que	se	entroniza	y	actualiza	la	historicidad	plural	de	los	recién	llegados	a
este	mundo.
Nadie	puede	existir	sin	esta	experiencia	originaria,	umbral	encarnado	de	la	más
sutil	intimidad.	Cada	ser	humano	comparte	con	otro	la	vivencia	de	ese	primer
instante	indiscernible,	la	más	singular	de	todas	las	posibilidades	que	despierta	la
vida.	Desde	el	nacimiento,	los	bebés	se	transforman,	multiplican	las
sensibilidades	(sensoriomotoras,	cenestésicas,	olfativas,	auditivas,	gustativas,
táctiles,	visuales)	sin	saber	ni	entender	nada	de	ello.	Obligados	a	devenir
diferentes,	a	diferir	de	ellos	mismos,	transcurren,	confluyen	en	el	tiempo	de	la
infancia,	pleno	de	metamorfosis;	una	potencia	que	excede	y	trasciende	el	orden
natural	y	espontáneo.	Incluso	la	identidad	del	ADN	–genética,	que	proviene	y
depende	otro–	es	suficientemente	plástica	como	para	modificarla,	plegarse,
desplegarse	y	transformarla.
La	neuroplasticidad	delinea	la	variabilidad	de	la	expresión	del	gen,	acorde	a	la
experiencia	vivida	que	deja	su	impronta.	Por	el	hecho	de	haber	nacido	y	surgir
en	otro	cuerpo,	el	pequeño	no	cesa	de	devenir	o	partir	de	la	relación	que
establece	con	los	otros	y	lo	otro	(la	naturaleza,	las	cosas,	los	objetos,	lo	raro,	lo
extraño).	Nunca	coincide	con	lo	orgánico	ni	con	lo	psíquico;	en	ese	intenso
acontecimiento,	florece	a	la	vida.
Los	niños	y	niñas	son	espejos	de	lo	que	no	son.	Experimentan	las	cosas	como
parte	de	sí	mismos,	aunque	estas	no	lo	sean.	Hacen	de	la	relación	el	modo	de
existir,	en	un	movimiento	constante	a	nivel	corporal	e	imaginario,	simbólico,
lleno	de	palabras	e	ideas,	y	real,	en	tanto	imposible	de	representar,	de	decir	e
inscribir.	Por	eso,	aman	la	invención,	ya	que	ella	les	permite	jugar	los	posibles
mundos	que	les	toca	vivir	en	otros,	que	ficcionan	como	si	fueran	reales	y
diferentes.
El	embarazo	es	una	experiencia	de	transformación;	desborda	el	cuerpo	a	cuerpo,
transmigra;	las	contracciones	pliegan,	repliegan,	salen	al	despliegue	en	un	ritmo
infinito	por	las	multiplicidades	y	la	indeterminación	de	cualquier	variable
posible.	En	la	niñez,	el	crecimiento	corporal,	propio	del	desarrollo,	es	esencial	e
implica	misterios	insondables;	produce	anudamientos,	redes	y	metamorfosis.
Esta	verdadera	recomposición	reedita	la	infancia	cada	vez	que	se	produce.	Toda
vida	(por	supuesto,	nosotros	dentro	de	ella)	se	alimenta	de	otra	vida:	plantas,
animales,	cultivos,	frutos,	semillas,	etcétera.Para	los	más	pequeños,	comer	no	constituye	un	simple	y	complejo	hecho
fisiológico:	se	alimentan	de	la	escena	que	el	otro	monta	alrededor	de	ellos
valiéndose	de	palabras,	ritmos,	rituales,	canciones,	colores,	sonoridades	y
ficciones	que	fusionan	el	placer	corporal	con	el	simbólico,	dentro	de	una	ley	de
alianzas,	con	el	amor	y	el	deseo	que	se	pone	en	juego	en	ese	escenario.
Transfundir	el	lenguaje	en	el	cuerpo	y	el	cuerpo	en	el	lenguaje	transforma	la
experiencia	de	alimentarse	en	un	acontecimiento	sorprendente.	El	cuerpo	se
nutre	de	otros	cuerpos,	compuesto	no	solo	de	sustancias	vivas	sino	también	de
resonancias	simbólicas	atravesadas	por	deseos	que	pluralizan	sentidos
incalculables	e	impredecibles	antes	de	dicho	acto.	Finalmente,	sabemos	que	el
destino	insondable	es	transformarse	en	otro	cuerpo,	metabolismo	de	todo
viviente,	impensable	sin	la	exquisita	propiedad	del	lenguaje	de	ser	y	existir	en	el
otro.
La	nueva	generación	representa	para	la	anterior	(la	que	la	concibió)	la	fuerza	de
lo	diferente,	la	alteridad	de	una	disparidad	que	jamás	alcanzará	y	que,	sin
embargo,	todavía	no	existe.	Tiene	que	realizarse,	producirse	en	el	“entre”
generacional,	donde	cada	uno	es	el	alter	del	otro	y,	a	su	vez,	una	parte	de	lo
nuevo	que	transforma	lo	anterior,	la	herencia,	así	como	lo	heredado	da	lugar	a	la
novedad.	La	plasticidad	comunitaria	es	efecto	y	causa	de	este	encuentro	que
atraviesa	lo	generacional	–tan	chispeante,	aleatorio	y	vivaz	como	indeterminado
e	imposible	de	discernir–	antes	de	que	se	produzca	la	metamorfosis,	en	el
devenir	fundante	del	acontecimiento	entre	generaciones.
LA	CARICIA	DEL	ORIGEN:	LA	PULSIÓN	DEL	TOQUE
Cuando	un	bebé	nace,	al	salir	del	vientre	materno,	está	inundado	de	sensaciones
corporales,	propio	e	interoceptivas,	cenestésicas	y	kinestésicas	indiferenciadas.
Dichas	sensibilidades	–fragmentarias,	pasajeras–	llegan	y	se	van,	reaccionan
frente	a	los	estímulos	que	reciben.	El	movimiento	está	condicionado	a	ellos;	toda
la	sensibilidad	corporal	aún	permanece	indiscriminada.	Al	nacer	comienza	la
revolución,	que	implica	separarse	de	otro	cuerpo,	y	la	aventura	de	relacionar,
distinguir,	diferir	de	los	demás,	discriminar	lo	propio	de	lo	ajeno.
La	separación	de	los	cuerpos	delinea	otro	toque;	allí	comienza	a	producirse
aquello	que	es	distinto	de	lo	anterior.	Se	instala	la	diferencia	en	lo	que	hasta	ese
momento	era	indiferenciado.	Desde	ese	instante,	el	contacto	multiplica	una
potencia	inusitada:	es	la	manera	de	relacionarse	con	otros,	con-tacto	entre
miradas,	sonoridades,	gestos,	olores,	sabores,	luces	y	movimientos.
El	corte	del	cordón	umbilical	que	une	en	el	vientre	al	bebé	y	a	su	madre	marca	la
separación;	el	pequeño	grita,	se	expande	y	se	abre;	ante	la	demanda,	aparece	la
reacción	del	otro:	el	toque,	la	caricia,	la	escucha,	el	silencio,	la	espera,	el
encuentro	entre	ambos,	el	lugar	y	tiempo	de	la	decodificación.	La	interpretación,
como	deseo	de	desear	del	recién	venido.	El	mundo	del	afuera,	desde	el	origen
precoz,	empieza	a	estar	adentro	a	través	de	la	relación	entre	ellos.	No	hay	sujeto
sin	otro,	ni	otro	sin	sujeto.
Las	huellas	de	estos	primeros	movimientos	relacionales	enlazan	la	sensibilidad
corporal	a	la	demanda	deseante,	en	una	experiencia	transformadora,	propia	de	la
plasticidad	simbólica	y	neuronal.
La	vida	está	en	estrecha	relación	con	el	nacimiento;	estalla	y	nace	porque	hay
movimiento.	Al	reflexionar	acerca	del	universo,	el	filósofo	Epicuro	consideró	al
clinamen¹	como	un	devenir	tan	particular	que,	al	inclinarse	un	poco	y	tomar
fuerza	oblicua,	provocaba	el	toque,	el	estallido	y	las	mezclas	de	sustancias,	cosas
u	objetos.
Si	no	hay	toque,	no	hay	transformación	ni	estremecimiento	posible	entre	un
espermatozoide	móvil	y	un	óvulo	sin	movilidad,	abierto	a	la	recepción	y	a	la
potencia	de	afectar	y	ser	afectado.	El	tocar	modifica	y	metamorfosea,	da	lugar	y
pone	en	acto	el	nacimiento,	sin	el	cual	no	hay	posibilidad	de	vida.
Vivir	implica	mover,	moverse	y	ser	movido	por	otro;	voz	activa,	media	y	pasiva,
que	coloca	el	germen	de	la	pulsión	motriz	en	que	el	placer	en	el	movimiento
ubica	al	cuerpo	como	causa	del	deseo	(objeto	a),	móvil	y	plural	de	desear,	en
función	del	deseo	amoroso	del	Otro.
La	caricia	–el	toque	de	otro	cuerpo–	demarca	un	tipo	de	relación,	enuncia	una
acción	y	reacción,	un	cierto	desplazamiento	(clinamen),	aunque	sea	de	atracción
o	repulsión,	de	borde	y	desborde.	Ritmo	fundante	del	adentro	y	el	afuera,	lo
próximo	y	lo	lejano,	dialéctica	en	suspenso	entre	propio	e	impropio,	lo	mío,	lo
tuyo,	lo	nuestro.	Todo	el	tiempo	se	trata	de	la	relación	entre	cuerpos,	que	se
inclinan,	se	mezclan,	se	separan	o	se	unen,	en	la	diferencia	subjetiva	que	los
causa.
Desde	el	nacimiento,	se	pone	en	juego	la	pulsión	del	toque	o	háptica;	el	recién
nacido	comienza	a	tocar	y	a	ser	tocado	por	aquello	que	toca	(mucho	más	allá	del
tacto),	un	doble	movimiento	indiferenciado	que	alimenta	la	sensibilidad	corporal
y	multiplica	el	registro	en	el	límite,	en	el	umbral	del	cuerpo	que	se	abre	a	otro	y
a	lo	otro.	La	boca,	la	mano,	el	eje	postural,	el	tono	muscular,	al	tocar,	devienen	la
voz	activa	pulsional	del	movimiento.	Ese	toque	le	permite	al	sujeto	distinguir
aquello	que	todavía	no	sabe	ni	entiende.	Antes	de	nacer,	dentro	del	vientre
materno,	la	sensibilidad	no	llega	a	diferenciarse;	se	da	cuenta	de	que	al	mover,
toca,	y	de	que	para	tocar	tiene	que	moverse.
El	toque	provoca	efectos	inesperados.	Con	el	tiempo,	descubre,	sin	proponérselo,
que	el	tocar	es	también	tocarse,	y	remite	al	propio	cuerpo	en	tanto	límite,
erogeneidad,	umbral	y	apertura	al	mundo.	Un	recorrido	y	movimiento	corporal
que	lo	enlaza	a	la	imagen	cenestésica	del	cuerpo;	lo	constituye	como	ser	finito	en
un	ritmo	tónico	de	contracciones	y	distensiones,	tensión	y	relajación,	provocado
por	el	propio	movimiento,	por	la	alternancia	entre	momentos	displacenteros
(tensionales)	y	placenteros	(al	satisfacer	sus	necesidades).	Ritmo	humano	en
tanto	afectivo,	por	ejemplo,	al	articular	la	succión	(un	reflejo	arcaico	y
fisiológico)	con	el	acto	de	mamar,	en	procura	de	repetir	el	placer	de	la	escena
relacional,	producida	en	la	experiencia	de	encuentro	con	quien	lo	alimenta
deseándolo.
La	succión	establece	una	secuencia	rítmica;	el	recién	nacido	respira,	aspira	y
expira	el	aire.	Toma	y	cesa	de	tomar	la	leche	que	lo	nutre;	en	ese	momento,	la
boca,	el	eje	postural	axial,	la	mirada	y	el	tono	muscular	se	enlazan	a	la
gestualidad	del	Otro.	En	ese	“entredós”	gozoso	se	inscribe	el	placer
concomitante	de	la	escena	en	la	que	el	bebé	cierra	y	abre	los	labios.	Y	la	madre
(o	quien	cumpla	la	función)	lo	hace	a	través	de	la	propia	realidad	tónica	motriz,
relación	psicomotora	por	excelencia	(diálogo	tónico).	Una	alternancia	y
proximidad	que	mantiene	a	ambos	en	suspenso,	conectados	y	separados	del	otro,
en	el	devenir	del	“entredós”	relacional;	que	interjuega	y	atraviesa	el	toque
originario	del	deseo	de	desear	(estar	y	sentir)	con	el	otro	que,	como	él,	siente	el
contacto	en	tanto	don	amoroso.	Tocar,	con-tacto,	toque	en	lo	intocable	e
intangible	del	acto	deseante.	Tacto	que,	si	bien	está	y	funciona	en	todos	los
sentidos	(olfato,	gusto,	vista,	oído),	adquiere	independencia	en	la	piel,	no	como
capa,	tegumento	o	como	simple	división	entre	el	adentro	y	el	afuera,	sino	como
conjunción	erógena	libidinal	de	cualquier	relación	que	sobrepasa	ampliamente	lo
táctil	en	sí	mismo.
Emerge	la	caricia	que	demanda	el	Otro	porque	ella	nunca	coincide	consigo
misma;	busca	lo	que	entre	toque	y	toque	falta	en	el	tacto,	el	placer	del	deseo
insondable	que	solo	se	produce	e	inscribe	por	el	ritmo	discontinuo	del	contacto
relacional,	origen	pulsional	y	la	amistad,	del	nos-otros	en	la	singularidad
comunitaria.
EL	RITMO	PREMATURO:	PLIEGUE	Y	DESPLIEGUE
El	vientre,	como	recipiente	móvil,	opera	como	caja	de	resonancia,	de
reverberación	y	flotación	para	el	pequeño	bebé.	Fuerzas	y	contrafuerzas	marcan
el	desarrollo	heterogéneo.	El	eco	acústico,	flotante	y	cenestésico,	valida	la
experiencia	de	unificación,	anticipa	y	prepara	la	salida	al	mundo.
Cuando	el	bebé	ocupa	casi	todo	el	tiempo	yel	espacio	del	vientre	materno,	los
toques	en	las	paredes	intrauterinas	se	intensifican,	junto	con	las	contracciones
maternas	que	buscan	el	hueco,	la	salida.	Al	traccionar	y	abrir	el	canal	de	parto	en
cada	vibración,	cambian	la	velocidad	y	la	intensidad:	es	un	temblor	que	celebra
la	separación	y	apertura	relacional,	aunque	por	mucho	tiempo	aún	estará	sujeto	a
la	necesidad	del	toque,	la	palabra,	el	gesto,	el	movimiento	del	Otro,	que	no
necesariamente	es	quien	lo	portó	en	el	vientre,	sino	el	que	sostiene	el	campo	del
deseo.
Más	que	en	cualquier	otra	etapa	de	la	vida,	debido	al	estado	de	prematuración	en
que	el	bebé	viene	al	mundo,	necesita	recibir	amor,	encarnado	en	los	cuidados	y
la	alimentación;	la	potencia	en	juego	de	recibir	está	a	flor	de	piel,	late	porosa,
palpita	y	se	asienta	en	la	capacidad	de	ser	afectado	y	afectar	por	la	relación	con
el	Otro.	El	afuera	y	el	adentro	se	dilatan	en	el	umbral	extimo	(interior	y	exterior)
propio	de	la	piel.	El	deseo	de	sentirse	tocado,	acariciado,	surge	en	un	vaivén
singular;	ser	mirado	y	mirar,	afectar	y	ser	afectado,	tocar	y	ser	tocado	como	don
de	amor	erotiza	la	piel,	que	se	pierde	como	pura	epidermis	neurofisiológica	al
devenir	borde	erógeno,	envolvente	de	deseo	y	dador	de	sensaciones.	El	tono	se
desprende	de	las	fibras	musculares,	en	la	distensión	y	contracción	perdura	el
ritmo	afectivo	pulsional,	apertura	y	cierre	erógeno	por	el	deseo	de	amor	del	Otro.
Los	bordes	del	cuerpo	se	transforman	en	zonas	erógenas;	no	se	trata	de	la
fisiología	corporal	ni	pueden	calcularse:	son	intensidades	móviles,	generadoras
de	deseos	de	acariciar	o	de	ser	acariciados	por	el	placer	de	desear	junto	a	otros
que,	como	el	bebé,	desean	en	el	campo	del	nos-otros,	expuesto	al	afuera	y	el
adentro.	Entre	ellos	sucede	la	disparidad	constitutiva.
Los	niños	y	niñas	no	dejan	de	ser	los	otros	de	sí	mismos.	La	humanidad	de	una
caricia	no	reside	en	la	piel	sino	en	lo	que	falta	del	otro	en	ella.	El	acariciar	toca
una	ausencia,	una	nada	sublime	(ex	nihilo)	sobre	un	fondo	de	presencia.	La
caricia	no	puede	enseñase,	no	hay	pedagogía	ni	tecnología	para	ello.	Acariciar
implica	la	erogenización	de	una	zona,	que	acontece	entre	toques;	hay	caricias
que	rozan	con	la	mirada,	la	voz,	el	olor,	el	tacto,	el	gusto.
La	imagen	cenestésica	del	cuerpo	carece	de	organicidad;	otorga	continuidad	a	la
relación	en	tanto	apertura	corporal	al	otro.	Abierta	a	la	recepción	y	al	don,
configura	el	eje	móvil	de	la	postura	desde	donde	se	desprende	el	movimiento	y
la	posibilidad	gestual	de	lo	íntimo.	En	la	infancia	se	conforma	y	asienta	el	vital
sentimiento	de	intimidad	y	amistad.
RESONANCIA	PULSIONAL	DE	LOS	AMIGOS
Al	tocar,	el	niño	comienza	a	sentir	que	siente,	roce	significante	de	una
sensibilidad	no	establecida.	Los	sentidos	se	van	diferenciando	a	través	de	la
mirada,	de	una	imagen	que	toca	al	ojo	que	la	recibe	y	demanda	la	mirada	tocada
en	esa	relación.	El	olfato	distingue	y	recibe	olores	que	atraen	y	rechazan.	La
nariz	responde	a	la	relación,	las	papilas	gustativas	hacen	de	la	boca	y	la	lengua
una	caja	sutil	de	resonancias,	mezcladas,	tocadas	por	aquellas	que	entran	y	salen
de	los	labios.	Son	bordes	deseantes.	El	sonido	repercute	a	diferentes	ritmos	en	el
oído,	que	recepciona	las	ondas	sonoras,	gestos	donados	que	lo	nombran	en	lo
que	hace.
En	lo	intocable	del	toque,	la	pulsión	de	tocar,	tocarse	y	hacerse	tocar	por	Otro
atraviesa	definitivamente	todos	los	sentidos.	Libidiniza	el	ojo,	el	oído,	la	nariz,	la
boca,	el	eje	postural	y	la	cenestesia	a	través	de	la	caricia	tocante	y	tocada.	No
hay	sentido	posible	sin	ese	toque	gestual,	privilegiado,	vibración	rítmica	que
curva	los	sentidos,	los	anuda	y	los	torna	afectivos	en	tanto	relacionales.	Cuerpo
receptáculo	y	donador	a	través	del	que	se	inscribe	la	memoria	afectiva,	que	da
lugar	y	tiempo	para	que	suceda	el	acontecer	de	la	plasticidad	neuronal	y
simbólica.
El	toque	se	articula	en	el	placer	del	deseo	de	desear	a	Otro;	el	diálogo	tónico
entre	mamá	y	bebé	enuncia	esta	serie	de	toques	que	abren	la	cartografía	libidinal,
relacional.	En	ese	acto	deseante,	el	Otro	en	su	funcionamiento	maternal	realiza
un	acontecimiento	transitivo,	se	ubica	en	el	lugar	del	recién	nacido,	se	divide	y,
como	otro,	encarna	la	motricidad	del	bebé	como	gestualidad,	le	da	de	comer	y	al
mismo	tiempo	le	habla,	lo	toca,	siente	como	si	fuera	el	bebé	y,	desde	allí,
desdoblándose	en	él,	lo	toca	en	lo	intocable.	Claramente,	se	ubica	en	el	lugar	del
pequeño;	en	esta	circunstancia,	¿quién	toca	a	quién?
Situarse	en	el	lugar	del	otro	para	decodificar	e	interpretar	lo	que	le	pasa	enuncia
el	interjuego	vital	e	intenso	de	una	dialéctica	en	suspenso,	de	aquello	que	luego
quizás	será	la	amistad	y	la	posibilidad,	no	solo	de	ubicarse	en	su	lugar,	sino	de
incorporarlo	a	través	de	la	singularidad	de	identificarse	y	pertenecer	a	la
comunidad.
LA	EXPERIENCIA	DE	LA	AMISTAD.	HACER	USO	DE	LA	IMAGEN
DEL	CUERPO
Cuando	un	niño	puede	hacer	uso	de	la	imagen	del	cuerpo,	tiene	la	posibilidad	de
salir	de	sí	a	través	del	deseo	ficcional	y	ponerse	en	el	lugar	del	otro.	Con	este
necesario	movimiento,	podrá	quizá	asumir	el	riesgo	de	salir	del	propio	cuerpo
para	tener	amigos	por	primera	vez.	Es	imposible	que	lo	haga	si	no	logra
desdoblarse,	donar	la	imagen	corporal,	hacer	uso	de	ella	y	perderla,	para
recuperarla	luego	de	ser	“tocado”	por	el	otro,	que	no	es	y	es,	al	mismo	tiempo.
El	transitivismo	(la	posibilidad	de	desdoblarse	en	otro)	enuncia	una	primera
modalidad	ficcional	de	relación	que	refleja,	aloja	al	otro	en	la	hospitalidad	del
lenguaje,	la	comunidad,	la	cultura	de	la	época	que	le	toca	vivir.	El	recién	llegado
comienza	a	desear	mucho	más	allá	de	la	corporalidad;	el	deseo	del	Otro	lo	lleva
a	reconocerse	en	el	gesto	deseante	que	lo	empuja	por	fuera	de	la	piel.
En	tanto	superficie	cerrada	(la	piel),	los	poros	de	la	vida	hacen	que	incorpore	el
afuera	en	el	adentro	y	el	adentro	en	el	afuera.	Contigüidad	topológica
ensamblada,	mezclada	en	la	sensación	de	movimiento:	la	sensibilidad
cenestésica	confirma	la	continuidad	y	unidad	de	la	imagen	corporal	sin
organicidad,	pues	se	sostiene	en	la	metamorfosis	del	deseo.
El	movimiento	de	la	imagen	cenestésica	del	cuerpo	lleva	al	bebé	a	descubrir,
curiosear	e	inventar	aquello	que	percibe	a	través	de	los	sentidos.	Recupera	las
huellas	sensibles	marcadas	por	el	otro	y	se	lanza	a	experimentar	el	placer	que	lo
cobija	en	la	gestualidad	gestante.	El	afuera	de	su	adentro	le	ofrece	objetos,	cosas,
sensaciones	hasta	ese	momento	inexistentes.	Los	recibe	y,	con	algunos	de	ellos,
crea	caricias,	olores,	ritmos	pulsionales	que	dan	origen	a	la	gestualidad.	Estos
objetos	y	fenómenos	que	Winnicott	denominó	transicionales	se	conforman	como
un	primer	uso	del	símbolo,	una	posesión	“no-yo”.
No	solo	le	permiten	soportar	la	ausencia	del	otro,	sino	que	generan	una	posición
deseante:	la	primera	y	singular	experiencia	del	acto	de	jugar.	Crean	una	metáfora
psicomotriz	viva	en	potencia;	experimentan	el	poder	del	hacer,	de	mover,	tocar	y
sentir	lo	propio	en	otro	que	no	deja	de	ser	él.	Lo	acarician,	lo	tocan,	le	hacen
sentir	los	sentidos.	Y,	sin	darse	cuenta,	comienza	a	experimentar	el	trampolín	del
deseo	de	desear	extendido	a	algunas	cosas,	objetos	o	sensaciones	en	un	umbral
que	excede	al	cuerpo,	a	la	piel,	y	se	configura	en	la	imagen	cenestésica	corporal.
La	singularidad	de	esos	objetos,	en	devenir,	es	que	no	son	juguetes	para	jugar;	no
alcanzan	el	estatuto	de	ficción	pero,	sin	embargo,	simbolizan	y	al	mismo	tiempo,
son	reales.	Los	sienten,	desean	sentirlos,	porque	al	hacerlo	–por	ejemplo,	con
una	pequeña	sabanita,	un	peluche,	una	telita–	le	devuelven	la	sensación	de	ser
único.	Desde	ese	instante,	puede	tocar,	mover,	tocarse,	moverse	y,
fundamentalmente,	hacerse	mover	por	otro	que	lo	lleva	a	una	experiencia	de
dimensiones	diferentes.
El	pequeño	toma	el	riesgo,	realiza	la	experiencia	fecunda	de	la	infancia:	para
existir,	crea	e	inventa	lo	que	no	existe.	Una	sensibilidad	generosa	que	él	produce
en	ella	y	es	esencial	en	la	amistad:	poder	ubicarse	en	la	posición	del	otro.	Es	así
como	comienza	a	tomar	concienciade	que,	sin	los	otros,	no	existe;	él	se	asemeja
y	se	transforma	en	ellos,	tanto	como	ellos	lo	hacen	con	él.
En	este	sentido,	no	consideramos	lo	transicional	como	una	“zona	intermedia”.
No	se	trata	de	una	transición	de	una	zona	a	otra;	tampoco	se	origina	en	un	lugar
y	llega	a	otro.	Lo	tomamos	como	la	puesta	en	acto	de	una	transformación	no
determinada,	sostenida	por	el	placer	del	movimiento	de	hacer.	Sin	pensar	ni
sentir	lo	que	puede	alcanzar	o	adónde	pueda	trasladarse,	no	es	del	orden	del
cálculo	sino	del	acontecimiento	que	inscribe	y	excribe	la	memoria	inconsciente.
TOMAR,	VESTIR,	INVESTIR	UN	OBJETO…	¿PARA	HACER
AMIGOS?
La	belleza	en	movimiento	de	la	experiencia	infantil	radica	en	la	sensibilidad;	no
es	interna	ni	externa;	fluye,	juega	en	el	“entre”,	lo	constituye.	Coexisten	lo
pulsional,	la	imagen	del	cuerpo	y	la	plasticidad.	La	sensación	cenestésica	le
otorga	continuidad	a	la	realidad	sensoriomotriz	y	hace	uso	de	ella,	de	los	objetos,
de	las	cosas	que	toca,	que	toma	como	sostén	de	un	territorio	singular,	que	se
desterritorializa	a	medida	que	crea	otros;	un	entrecruzamiento	que	marca	y
encarna	la	existencia	de	los	más	pequeños.
Nos	llama	la	atención	la	realidad	de	algunos	niños	cuya	experiencia	sufriente	los
impulsa	a	tomar	un	objeto	(broche,	palito,	tijera,	autito,	animalito,	etc.)	y	usarlo,
pero	en	lugar	de	hacerlo	en	función	lúdica	(para	jugar,	como	juguete),	de	salida	y
apertura	hacia	el	otro,	ellos	utilizan	el	impulso	psicomotriz	como	defensa	frente
a	cualquier	cambio	o	transformación.	Mueven	el	objeto	para	mantenerse	en	el
mismo	lugar	(abren	y	cierran	la	tijera,	hacen	girar	la	rueda	del	autito,	sacuden	un
palito);	necesitan	tocarlo,	sentirlo,	no	pueden	desprenderse	de	esa	sensación	que
forma	parte	de	lo	que	hacen.
El	niño	y	el	objeto	en	cuestión	crean	un	movimiento	reproductivo,	compulsivo,
que	no	admite	la	alteridad,	la	singularidad	de	la	metamorfosis.	Con	habilidad,
fijan	el	tiempo,	mantienen	el	ritmo	y	la	acción	en	la	misma	frecuencia	y
velocidad.	Configuran	un	movimiento	en	potencia	de	padecer,	rehúyen	la
experiencia	con	otro,	que	implicaría	salir	de	esa	posición	única	y	solitaria.
La	relación	con	ese	objeto	adquiere	tal	magnitud	que,	al	registrar	la	presencia	de
otro,	lo	rechazan	a	través	de	ese	mismo	movimiento,	que	no	llega	a	ser	un	gesto;
por	el	contrario,	el	pequeño	se	mantiene	en	una	soledad	desolada	sin	generar
ninguna	otra	demanda,	más	allá	del	objeto	con	el	cual	conforma	la	solidez	y
contundencia	de	una	experiencia	centrípeta	y	alienante.
Si	partimos	del	hacer	del	pequeño,	de	su	modo	de	relacionarse	con	el	objeto	(sea
cual	fuere),	tendremos	la	chance	de	transformarlo	en	gestualidad	y,	de	allí	en
más,	en	juguete.	A	través	del	“entredós”,	ellos	toman	el	riesgo	y	se	lanzan	hacia
otro	espacio,	propio	del	impulso	deseante.	Si	les	interesa	ese	movimiento
gestual,	el	objeto	(la	cosa)	pasa	a	otra	categoría,	deviene	otro	con	eso	que
realizan.	Es	el	origen	del	deseo	de	ficción	que	los	lleva	a	una	travesía,	con	la
esperanza	de	procurar	encontrar	lo	que	aún	no	saben.
El	descubrimiento	del	otro,	del	deseo	de	desear	como	condición	de	existencia	en
comunidad,	hace	que	los	pequeños	encuentren	en	los	juguetes,	en	los	objetos	o
en	las	cosas	para	jugar	la	primera	sensación	de	intimidad,	también	de	compasión.
Aman	a	sus	juguetes,	los	cuidan,	no	quieren	perderlos.	La	imagen	del	cuerpo	se
extiende	a	ellos	y	toma	otra	fuerza,	hasta	llegar	a	metamorfosearse	y	constituirse
como	personajes	o	posibles	amigos	imaginarios,	a	través	de	los	que
experimentan	existir	con	el	otro.	En	esa	desposesión	de	lo	propio	se	pone	en
escena	la	ley	de	las	alianzas	y	la	plasticidad	de	la	experiencia	infantil	junto	a
otros	niños	y	niñas.
La	temática	de	este	apartado	se	vincula	con	lo	expuesto	en	el	capítulo	I	y	en	el
capítulo	II	del	recorrido	práctico.
NOTA
1.	Clinamen	es	una	palabra	latina	que	significa	“inclinación”.	Es	empleada	por
Lucrecio	en	su	obra	De	rerum	natura	para	traducir	la	expresión	griega	kínesis
katá	parégklisin,	o	movimiento	desviado	o	inclinado	(parénklisis),	opuesto	al
movimiento	meramente	vertical.	El	clinamen	sería	el	movimiento	de	desviación
de	los	átomos	que	permitiría	que	en	su	movimiento	en	el	vacío	colisionasen	unos
con	otros.	De	esta	manera,	Lucrecio	quería	perfeccionar	la	teoría	del	atomismo
antiguo,	elaborada	por	Demócrito	y	seguida	por	Epicuro.	(Fuente:	Enciclopedia
Herder)
Capítulo	2
LA	RELACIÓN	DEL	NIÑO.
ENTRE	EL	MUNDO,	LAS	COSAS	Y	LOS	AMIGOS
¿PARA	QUÉ	JUEGAN	LOS	NIÑOS	Y	NIÑAS	ENTRE	SÍ?
¿Cuál	es	el	deseo	que	reúne	y	convoca	a	los	pequeños?	¿Qué	tienen	en	común?
¿Para	qué	estar	junto	a	otros?
Cuando	juegan,	lo	hacen	entre	varios.	Unos	van,	otros	vienen,	sin	ningún	orden.
Los	cuerpos	en	movimiento	se	acercan	y	se	alejan,	dan	vueltas,	se	rozan,	se
divierten,	deseándose	para	hacer	de	nuevo	un	ritmo	conjunto;	el	brillo
compartido	en	el	quehacer	corporal	imaginario	y	simbólico	se	asienta	en	la
imagen	del	cuerpo.	Al	hacerlo,	generan	bordes,	cortes,	alianzas	que	delimitan	la
acción,	bordean	la	ficción	y	recrean	lo	comunitario.
La	cultura	en	la	que	nacen,	crecen	y	se	desarrollan	está	atravesada	por	deseos,
fuerzas,	relaciones	e	intensidades	propias	de	la	época,	el	lugar	y	la	historia	que
les	toca	vivir.	Los	niños	y	niñas	poseen	desde	la	más	tierna	edad	(en	la	primera
infancia)	relaciones	que	no	son	familiares	–y,	sin	embargo,	son	vitales–	por
ejemplo,	con	los	animales,	las	plantas,	el	espacio,	los	objetos,	los	olores,	la
comida,	los	juguetes,	los	cuerpos	y	los	otros.
Los	animales	se	mueven	solos,	tienen	vida,	emiten	sonidos	–a	veces	raros–,
hablan	otra	lengua,	saltan,	giran,	juegan,	comen,	corren.	Los	pequeños	ven	que
hacen	cosas	diferentes	de	las	que	hacen	ellos;	una	entrañable	extrañeza	crea	la
instantánea	relación	que	establecen	entre	sí,	sin	preguntarse	por	qué	ni	para	qué.
Muchas	veces	los	imitan	y,	al	modo	de	una	mímesis,	se	dejan	seducir	y	los
acompañan	como	pueden.	Para	ellos,	son	personajes	con	los	que	juegan	o	que
los	llevan	a	algún	lugar	inesperado.	Lo	extraño	los	seduce	y	también	puede
atemorizarlos;	de	una	u	otra	forma,	juegan	el	cuerpo	y	la	imagen	corporal	que
hace	del	afuera	el	adentro	y	viceversa.
Las	infancias	en	escena	registran	la	vida	de	las	plantas,	el	olor,	los	cambios,	las
flores,	los	pétalos	y	los	cuidados	que	necesitan.	Al	regarlas,	ponerlas	al	sol	y
tocarlas	miran	las	transformaciones,	las	hojas	que	se	mueven,	los	nuevos	brotes
que	aparecen,	las	raíces	que,	en	contadas	ocasiones,	se	hacen	visibles.
Conforman	el	reflejo	viviente	de	un	mundo	en	constante	cambio.	Captan	los
pequeños	movimientos,	simples	o	complejos,	que	se	relacionan	con	ellos	por	el
placer	de	existir	juntos:	¿cómo	sería	el	mundo	sin	flores,	árboles,	gatos,	peces,
perros,	caballos	y	pájaros,	sin	plantas	y	animales?
Antes	de	percibir	la	realidad,	está	el	deseo	afectivo,	libidinal,	disponible	para
ellos.	El	encuentro	entre	el	impulso	deseante	y	las	cosas	vivientes	deviene
metamorfosis	de	la	relación	afectiva	que	quiebra	la	objetividad	para	aprender	lo
singular	de	su	historicidad.	Los	pequeños	componen	una	red	de	alianzas,
conjugan	sensaciones	con	las	cosas,	objetos	y	juguetes	que	los	rodean.
Comienzan	a	tocarlos,	verlos,	olerlos	o	simplemente	sentirlos.	En	vaivén,	el
pensamiento	tiene	movimiento.
El	movimiento	de	descubrir	el	mundo	mueve	a	los	niños;	existen	en	una	posición
curiosa,	nómade.	El	lenguaje	opera	como	puente;	vela	y	devela	los	sueños	más
placenteros,	pero	también	los	más	terroríficos,	en	los	que	se	encuentran	solos
frente	a	lo	desconocido.
Son	situaciones	tan	comunes	como	necesarias	para	generar	la	combustión	del
sentido	y	ubicar	otro	borde,	un	litoral	posible	para	lo	que	les	resulta	imposible	de
comprender,	significar	o	decir.	Y	son	fuente	del	quehacer	social,	fluctuante,	lleno
del	equilibrio	y	desequilibrio	propio	de	la	filiación,	la	connivencia	y	la	identidad
comunitaria.
Durante	la	pandemia	COVID-19	que	padecimos	recientemente,	todo	esto	se	vio
empobrecido	o	saturado;	muchos	niños	se	vieron	privados	de	la	libertad	de
mirar,	escuchar	y	descubrir	mundos	que	nopudieron	explorar,	aprehender	o	tan
siquiera	intuir.	Pues,	para	que	se	ponga	en	acto	la	herencia	comunitaria,	hace
falta	un	plus	psíquico	que	está	ligado	y	atravesado	por	el	don	de	amor,	la
realización	placentera	del	enlace	con	las	cosas	que	al	niño	le	pasan	y	siente,	y	las
relaciones	que	hace	y	deshace	constantemente,	para	crear	otras.
Al	confrontarnos	con	lo	cotidiano	durante	los	meses	de	aislamiento,	sobre	todo
las	infancias	que	recién	descubrían	el	mundo	se	vieron	privadas	de	la	experiencia
que	implica	ser	llevado	a	otro	espacio	relacional	(un	supermercado,	una	plaza,
un	bar,	pasear	por	la	calle,	mirar	a	otros	niños).	No	tuvieron	la	posibilidad	de
escuchar	otras	voces,	de	oír	sonidos	distintos,	diversos	olores,	sensaciones
diferentes,	ni	de	observar	cómo	se	relaciona	un	adulto	con	otros	o	de	registrar	los
cambios	frente	a	lo	nuevo.	La	capacidad	de	recepción	sensorial	se	vio	afectada,
lo	que	llevó	a	que	muchos	niños	y	niñas	se	encerraran	espontáneamente	en	su
propio	mundo:	las	paredes	de	su	casa,	lo	familiar,	los	sabores,	los	sonidos
conocidos,	que	a	su	vez	aseguraban,	resguardaban	y	defendían	del	“peligroso”
afuera.
Nos	llama	la	atención	y	nos	preocupa	que,	en	este	tiempo	de	pospandemia,	haya
vez	más	consultas	por	supuestos	diagnósticos	de	autismo	de	niños	y	niñas	entre
los	dos	y	cuatro	años,	porque	presentan	dificultades	en	el	juego	con	otros,	el
lenguaje	y	el	aprendizaje.	De	algún	modo,	continúan	en	distanciamiento,	en
aislamiento,	usando	un	“barbijo	psíquico”;	en	lugar	de	estar	abiertos	a	la
recepción,	permanecen	en	esa	franja	en	la	que	se	encierran	en	los	propios
sentidos	que	ya	conquistaron.	¿Es	posible	desconocer	la	potencia	de	la
impotencia	que	para	ellos	implicó	atravesar	la	pandemia	en	un	mundo	que	se	le
presenta	por	primera	vez?
No	son	autistas	ni	están	retrasados,	sino	que	han	tejido	una	manera	de	existir	que
les	permitió	vivir	sin	abrirse	al	encuentro	de	lo	diferente,	ya	que	ellos
encarnaban	el	tiempo	de	la	pandemia,	que	los	tornó	vulnerables	ante	cualquier
cambio.	Ahora	les	cuesta	abandonar	la	posición	en	la	que	se	les	presentó	el
mundo.	Muchas	veces	tienen	dificultades	para	hablar,	fragmentan	el	lenguaje,
repiten	palabras,	generan	rituales	y	algunas	experiencias	fijas	que	dificultan	el
aprendizaje	y	la	relación.
Les	resulta	difícil	salir	al	encuentro	con	el	otro	y	el	mundo.	Los	adultos,	en	la
inmediatez	propia	de	esta	época,	les	colocan	los	rótulos	de	autismo	(TEA),
retraso	grave	en	el	desarrollo,	trastorno	específico	del	lenguaje;	los	etiquetan
como	disatencionales	u	oposicionistas	desafiantes,	entre	otras	categorías
diagnósticas	que,	descontextualizadas	de	esta	situación	y	de	la	propia
singularidad,	encierran	a	niños	y	niñas	en	la	comunidad	de	aquellos	que	no
tienen	comunidad,	los	excepcionales,	agrupados	según	su	patología.
Los	niños	y	niñas	le	suponen	vida	a	todo	lo	que	sienten:	a	los	animales,	las
plantas,	los	bichitos,	los	objetos,	las	ramitas,	los	juguetes,	a	quienes	aman	a
través	de	la	experiencia.	Los	quieren,	cuidan	y	protegen	frente	a	la	intemperie
solipsista	de	la	soledad.	La	propia	sensibilidad	los	lleva	a	intuir	el	peligro
siempre	latente	de	ser	abandonados.	Sin	duda,	se	alimentan	las	fantasías
originarias	de	poder	ser	dejados	de	lado,	abandonados	o	descuidados,
actualizadas	por	la	época	pandémica	y	la	enfermedad.
Para	los	más	pequeños,	el	mundo	y	las	cosas	sostienen	un	aura	(como	sugiere
Walter	Benjamin),	un	“no	sé	qué”	que	los	cobija,	los	aloja;	algo	extraño	y
familiar,	sostenedor	de	la	plusvalía	afectiva,	que	causa	la	curiosidad	y	el	deseo
por	la	vida.
Los	pequeños	sustentan	este	modo	de	relacionarse	porque	están	abiertos	a	la
recepción,	a	recibir	lo	que	proviene	del	otro.	El	amor	parental	y	familiar
recogido	en	cada	gesto	es	devuelto	y	donado	a	ellos,	también	al	mundo	que	los
rodea,	y	forma	parte	de	la	imagen	corporal	–singularidad	plural–	que	se	recrea
constantemente.
Durante	el	tiempo	de	la	infancia,	niños	y	niñas	sienten	que	el	mundo	y	las	cosas
que	lo	componen	los	aman	y	amarán	siempre.	Es	lo	que	denominamos	“el	plus
del	don”.	Más	allá	de	la	acción,	juegan	la	capacidad	de	recibir	y	de	donar	lo	que
sienten,	realizan	afectivamente	el	lazo	social.	Conjugan	sensaciones	donándoles
el	afecto	recibido;	precisamente,	son	ellos	los	dadores.	De	este	modo,	enlazan,
generan	red	y	se	identifican	con	la	experiencia	que	llevan	a	cabo.
Existen	en	eso	que	hacen.	Pertenecen	a	la	sensibilidad	comunitaria	y	colectiva,	al
mismo	tiempo,	íntima.	La	sensación	de	intimidad	es	parte	del	don;	lo	que	se
pierde	no	se	recupera,	sino	con	la	entrañable	compasión	junto	a	los	otros	niños.
Ellos	giran,	dan	saltos,	se	dejan	llevar	por	la	ocasión	sin	ninguna	meta	o
dirección	preestablecida.	No	encuentran	lo	que	van	a	buscar,	porque	no	saben
qué	tienen	que	encontrar.	Oscilan	en	una	vibración,	un	cierto	temblor	que	los
inquieta	y	a	la	vez	invita	a	jugar	el	misterio	curioso	de	lo	insospechado,
improbable	pero,	por	eso	mismo,	deseante.
ENTRE	LO	INDIVIDUAL	Y	LO	COLECTIVO:	AMIGOS	Y	AMIGAS
Apenas	pueden,	los	pequeños	despliegan	el	deseo	de	ficción	en	el	poder	de	la
afirmación	negativa	(el	“no”)	que	han	recibido	del	otro,	un	límite	infranqueable
e	imposible:	“no”	se	puede	romper,	“no”	se	puede	tocar,	“no”	se	puede	volar,
“no”	se	puede	matar…	pero	sí	se	puede	hacer	“como	si”	fuera	posible	hacerlo.
Este	límite	abre,	ordena,	libera,	orienta,	organiza	y	ubica	un	borde,	a	partir	del
cual	la	relación	con	amigos	y	amigas	puede	sostenerse.	Origen	incierto	y	a	la	vez
audaz	del	sentimiento	de	complicidad,	travesura	y	ternura	con	otros.
La	experiencia	con	los	otros	lanza	al	niño	hacia	el	afuera.	Los	amigos	y	amigas
ocupan	otra	dimensión	a	partir	del	“no”	que,	si	bien	restringe,	libera	y	les
permite	convivir	con	lo	diferente.	La	semejanza	implica	también	lo	dispar,	lo
extranjero	y	lo	imposible,	una	diferenciación	irreductible	entre	ellos	y	los	otros.
La	experiencia	de	la	amistad	pone	en	juego	la	dualidad	accesible	e	inaccesible	al
mismo	tiempo;	esta	diferencia,	en	lugar	de	alejar	o	distanciar,	reúne,	congrega,
enlaza	lo	colectivo.	Es	un	verdadero	movimiento	ritmado	en	la	existencia	que
acopla,	asocia	y	anuda.
Niños	y	niñas	producen	cosas,	garabatos,	dibujos,	juguetes,	aventuras,	collages,
ficciones.	Al	hacerlo,	constituyen	un	hacer	en	el	que	son	realizados	por	aquello
que	hacen.	Es	un	acto	transitivo	e	intransitivo	que	no	se	acaba	en	la	obra	y
mucho	menos	en	el	producto.	Los	chicos	son	efecto	y	causa	del	placer	en	lo	que
construyen,	donan	al	otro	y	pueden	recibir	lo	que	no	tienen	ni	son,	una
originalidad	que	les	permite	exiliarse	del	cuerpo	a	través	de	aquello	que	hacen	y
comparten.
Para	las	infancias,	las	acciones	que	llevan	a	cabo	no	configuran	el	término	o	el
final	de	un	proceso:	son	el	camino	para	engendrar,	inventar,	curiosear.	Hacen,
deshacen	y	rehacen	todo	el	tiempo	lo	que	quieren;	la	repetición	significante
quiebra	lo	inmóvil,	lo	inmutable;	logran	hacer	posible	lo	imposible	y	que	lo	que
es,	no	lo	sea.	Conforman	así,	una	vez	más,	el	placer	ficcional	de	hacerse	en	el
hacer.	La	excitación	de	los	chicos	por	lo	nuevo	no	reside	en	lo	ya	pensado,	sino
en	el	hallazgo	del	descubrimiento.
Lo	incomprensible	despierta	sentidos,	causa	deseos	de	desear	que,	hasta	ese
momento,	no	existían.	Distribuyen	y	modifican	cosas,	no	con	una	finalidad	o
para	un	uso	determinado,	sino	por	el	pulsional	placer	de	hacer	nada.	Inutilidad
de	cualquier	cosa,	devenida	juguete	por	el	placer	de	realizarlo.	Y,	al	hacerlo,	la
cenestesia	se	liga	al	goce	creativo	por	el	cual,	por	ejemplo,	el	niño	es	juguete	sin
dejar	de	ser	él.	Cohabita	en	dos	lugares	simultáneamente,	realidad	cuántica	e
isomórfica	propia	del	acto	lúdico.	Por	lo	tanto,	los	otros,	los	juguetes,	los	amigos
y	amigas	semejantes	a	él	son	esenciales	para	la	génesis	del	universo	simbólico.
El	símbolo	nunca	es	el	objeto	en	sí;	más	bien,	lo	niega.	Esta	negación	(no	es	de
verdad,	sino	“como	si”)	da	paso	a	la	imagen	del	pensamiento	que	lo	libera	del
cuerpo	órgano,	hasta	hacerlo	existir	donde	no	es.	Esta	rebeldía	frente	a	las	cosas
en	sí	misma	enuncia	la	negacióncomo	función	estructurante	de	lo	simbólico	y	la
imagen	corporal.
El	espacio	en	red	que	entretejen	permite	a	la	vez	existir	en	la	superficie	y	en	la
proximidad	de	las	cosas,	en	lo	múltiple	y	en	soledad,	en	lo	único	y	en	la
generalidad,	entre	lo	singular	y	lo	colectivo.	El	“entre”	puede	romperse,
desligarse,	para	volver	a	ligarse	y	recomenzar.	Una	descentración	central	que
pone	en	escena	lo	infantil	de	cada	infancia,	esencial	para	la	heterogeneidad	y	la
plasticidad	de	la	experiencia.	Ritmo	simbólico	e	inconsciente	del	hacer,	que	se
realiza	al	compás	del	otro	y	lo	otro.	Riqueza	que	se	opone	a	lo	obsceno	del
malestar	coagulado	en	la	opacidad	del	sufrimiento.
La	repetición	de	lo	diferente	y	la	diferencia,	en	tanto	repetición,	conforma	las
condiciones	inconscientes	de	la	disparidad	e	intensidad	afectiva.	Así	juegan	el
amor	por	el	mundo	y	sienten	que	el	mundo	los	ama,	pero	también,	ante	cualquier
situación	en	la	que	entra	en	cuestión	la	imagen	corporal,	tienen	miedo	de	perder
el	amor.	En	definitiva,	temen	quedarse	desprotegidos,	aislados,	desguarnecidos	y
solos.
La	ruptura	de	un	simple	objeto	–un	vaso,	una	botella–;	un	juguete	que	deja	de
funcionar,	se	pierde	o	no	se	encuentra;	un	grito	agudo,	estridente;	una	pelea,	una
agresión	o	un	gesto	violento	de	otro	niño	o	adulto…	Frente	al	enojo	como	límite
del	mundo	de	los	grandes,	todas	esas	cosas	pueden	significar	para	el	niño	una
experiencia	vivida	como	desamor,	abandono	o	desesperación.	Frente	a	esto,
necesitan	recuperar	rápidamente	la	sensación	de	unidad,	de	existencia,	de	la
presencia	del	otro	en	él	–llámese	juguete,	objeto,	planta,	animalito,	otros,	y	hasta
de	lo	otro	como	causa	de	lo	colectivo–	que	no	deja	de	alojarlo,	ofreciéndole	la
hospitalidad.
Si	el	Otro	y	los	otros	no	están,	¿qué	hacen	los	pequeños	en	esa	situación?	¿Cómo
reaccionan	ante	la	sensación	de	fragilidad	y	abandono?	Entre	la	presencia
infalible	y	la	ausencia	desesperada,	en	ese	vértigo	y	zozobra	transcurre	lo
azaroso	de	la	experiencia	infantil.
Cuando	un	niño	o	niña	le	dice	a	otro	“no	sos	más	mi	amigo”,	ante	la	pérdida	de
amor	se	patentiza	en	acto	la	ausencia	e	incluso	puede	tornarse	real	y
desesperante.	La	sensación	de	displacer	coloca	en	acto	y	en	juego	la	imagen
corporal.	La	potencia	del	malestar	se	hace	presente	en	la	impotencia,	hasta
alcanzar	escenas	violentas	o	agresivas	de	una	cierta	transgresión	corporal	hacia
el	otro	o	hacia	él	mismo,	sin	poder	salir	de	ellas.
Los	niños	saben	desde	el	comienzo	que	hay	alguien	que	los	aloja;	lo	múltiple
está	en	el	origen,	va	produciendo	la	relación	con	otros.	Como	un	gran	collage
laberíntico,	componen	diferencias,	semejanzas	e	ideas;	entre	ellas,	generan	las	de
lo	propio,	lo	“mío”,	lo	“tuyo”,	y	el	“entre”:	“lo	nuestro”.	Lo	común	que	enlaza	lo
comunitario	en	tanto	acontecimiento	y	realización	afectiva	no	es	un	placer
sublimatorio;	por	el	contrario,	es	el	acto	que	hace	con	los	otros	y	a	la	vez	se
“divide”	en	ellos.
Hay	unión,	comunidad,	solo	porque	hay	separación,	movilidad	y	pluralidad.	No
se	trata	de	lo	individual	sino	del	“entre”;	de	exponerse	a	él,	a	esa	existencia	en
devenir,	singular	plural	(tal	como	lo	plantea	Jean-Luc	Nancy).	En	la	experiencia
comunitaria,	dispar,	el	niño	deviene	otro	de	sí,	y	solamente	desde	ahí	entreteje	al
otro	como	sí	mismo,	al	compartir	la	existencia,	lo	común	y	lo	diferente.
En	su	mundo,	los	adultos	trabajan	para	vivir,	pensar,	actuar;	de	hecho,	Freud	se
refiere	al	trabajo	psíquico	del	duelo,	de	los	sueños,	de	los	actos	fallidos,	de	los
síntomas.	La	existencia	en	el	mundo	de	los	grandes	adquiere	consistencia	por	el
lazo	social	a	partir	del	trabajo.	En	cambio,	los	niños	y	niñas	no	trabajan:	juegan.
Lo	hacen	con	la	imaginación,	las	palabras,	los	sueños,	los	pensamientos.	Los
interrogantes	más	inverosímiles,	pero	por	ello	mismo	verdaderos.	Entretejen	el
más	vivaz	deseo	de	ficción	que	motoriza	el	movimiento	y	el	tiempo	en	lo	actual,
entre	la	virtualidad	del	pasado	y	el	porvenir,	como	un	verdadero	cristal	del
tiempo	que	se	multiplica	en	cada	acontecimiento,	siempre	por	vivir.	De	esta
manera	viven	la	experiencia	en	la	cual	coexiste	la	temporalidad	psíquica,	en	la
imagen	corporal	que	los	sostiene	en	la	comunidad.
Los	niños,	a	pura	pérdida,	donan	el	amor	porque	sostienen	la	creencia	de	que	son
amados	tanto	como	ellos	pueden	amar.	Inventan	(palabra	que,	etimológicamente,
proviene	del	latín	invenire,	“hallar”)	la	experiencia	primigenia	e	incondicional
del	amor:	la	de	amar	sin	esperar	ser	amados.	Ese	es	el	modo	esencial	de	sentir	el
amor	en	la	amistad.
En	la	época	actual,	una	de	las	funciones	esenciales	de	la	institución	escolar	es
dar	lugar	a	la	experiencia	comunitaria,	colectiva	y	hospitalaria	de	la	amistad.	El
quehacer	social	de	las	infancias	pasa	por	la	escuela	que	las	reúne,	convoca	y
aloja	para	aprender;	hay	experiencias	que	ellas	solo	pueden	realizar	en	la
escuela.	El	aprendizaje	compartido	se	transforma	en	un	modo	esencial	y
estructurante	de	existir	y	de	relacionarse	con	los	otros,	la	época,	las	cosas	que
suceden	y	las	maneras	de	pensar.
La	temática	de	este	apartado	se	vincula	con	lo	expuesto	en	el	capítulo	III	y	en	el
capítulo	VIII	del	recorrido	práctico.
Capítulo	3
LA	PLASTICIDAD	DE	LO	COMUNITARIO¹	EN	LAS	INFANCIAS
INSCRIPCIÓN	Y	EXCRIPCIÓN	DE	LO	SOCIAL	EN	LAS	INFANCIAS
La	primera	hospitalidad	como	condición	incondicional	de	vida	es	el	nacimiento.
Gracias	a	ella,	a	otro	cuerpo	que	encarna	el	deseo	de	donar,	los	recién	nacidos
encuentran	el	refugio	amoroso	que	los	cobija	dentro	de	una	comunidad	cuyas
leyes	y	alianzas	sostienen	lo	singular	de	su	ser	en	común.
Los	niños	y	niñas	son	esos	seres	que	tienen	hambre	de	lo	que	ven,	sienten,
imaginan	y	ficcionan.	Ignoran	el	mundo	y	lo	aman	tal	cual	lo	viven.	Aprenden
todo	aquello	que	sienten	en	la	intensidad	del	momento	deseante.	Para	los	más
pequeños,	todavía	no	hay	caminos	armados,	desarrollados,	establecidos
mediante	normas,	adquisiciones	y	competencias.	Tampoco	tienen	un	saber,	una
habilidad	o	un	conocimiento	ya	decidido;	se	hallan	en	la	posición	susceptible,
plástica,	de	recibir	aquello	que	se	les	dona	o	se	les	da.	No	entienden	para	qué	ni
por	qué.
Confían	en	el	universo	del	Otro	y	en	el	mundo	que	les	dio	vida.	Por	haber
nacido,	inconscientemente	sostienen	una	deuda	simbólica	imprescindible	e
impagable,	para	poder	abrirse	a	la	comunidad	que	los	cobija.	No	solo	necesitan
que	se	inscriba	esa	vital	experiencia	amorosa,	sino	también	que	se	excriba	(hacia
afuera),	en	dirección	al	otro	y	a	la	comunidad.
La	excripción	conjuga	el	borde	entre	el	afuera	y	el	adentro,	un	litoral	ficcional
que	desborda	la	piel	de	las	escenas	infantiles	y	las	hace	coexistir	en	las
relaciones	con	otros,	orígenes	del	sentimiento	de	confianza,	amistoso	y
comunitario.	La	comunidad	no	es	una	propiedad	ni	está	en	lo	dado,	sino	en
aquello	que	falta,	que	hay	que	donar,	dejar	por	otros,	desposeer,	en	el	devenir
intenso	y	relacional	de	existir	en	lo	colectivo.	La	imagen	corporal	de	uno	se	toca
con	la	del	otro	en	la	experiencia	infantil,	bajo	el	sesgo	de	la	ficción.
Lo	comunitario	nunca	está	en	un	lugar	fijo,	estático;	implica	movilidad	y
plasticidad.	Se	transforma,	inscribe	y	excribe	multiplicidades	que	no	están	dadas
de	antemano.	Justamente,	cuando	a	los	niños	se	les	colocan	rótulos	diagnósticos,
se	establecen	comunidades	encerradas,	restringidas	y	limitadas	a	los	propios
signos	que	especifican	la	patología.	Por	ejemplo,	comunidades	de	“autistas”,
“Dawn”,	“Asperger”,	“disatencionales”,	“hiperkinéticos”,	“desafiantes	y
oposicionistas”.
Cuando	los	niños	y	niñas	sufren,	el	primer	entretejido	que	se	resiste	es	la
relación	con	los	otros,	amigos	o	amigas,	semejantes	o	prójimos.	El	malestar	en	la
infancia	se	excribe,	se	da	a	ver,	a	oír	y	a	jugar	en	la	relación,	en	el	vínculo	con
los	otros.	Ocupados	en	su	propio	padecimiento,	la	experiencia	relacional	es
afectada,	sin	que	puedan	recibir	ni	donar	lo	que	sienten.	El	síntoma	y	la
repetición	gozosa	muestran	esta	realidad.
La	infancia	se	expone	en	la	construcción	del	quehacer	comunitario;	al	abrirse	a
lo	colectivo,	sostiene	cierta	sospechade	no	ser	aceptada	tal	cual	es.	El	otro
representa	la	alteridad,	que	rompe	cualquier	narcisismo	de	lo	único	o	lo
particular.	El	prójimo,	los	demás,	el	exterior	pueden	reproducir	la	sensación
latente	de	temor	a	ser	abandonado	en	la	acuciante,	desolada	soledad.
Diagnosticar	y	rotular	descaradamente	a	los	más	pequeños	presentifica	la
crueldad	de	una	sentencia	que	desacredita	la	filiación.	Aparece	entonces	la
insoportable	sensación	absoluta	de	ser	parte	de	una	comunidad	que	carece	de	lo
comunitario.	En	estos	casos,	los	otros	solo	son	quienes	comparten	los	estigmas
que	los	encierran	y	anulan	en	los	padecimientos	invalidantes,	ligados	a	la
enfermedad	o	anormalidad.
La	intensidad	de	ese	imperativo	diagnóstico	pone	en	cuestión	la	función	del	hijo,
la	genealogía	y	la	herencia,	en	tanto	deuda	simbólica	que	liga	entre	sí	a	las
generaciones.	El	quiebre	de	estos	espejos	identificatorios	cuestiona	la	ley	de
alianzas	y	la	plasticidad	comunitaria,	presentándose	a	sí	mismo	en	el	déficit.	Las
madres	y	padres,	sin	darse	cuenta,	comienzan	a	formar	parte	de	la	comunidad	del
síndrome.	Quedan	hermanados	–fusionados–	por	la	propia	(impropia)	patología,
la	nominación	que	los	re-nombra	en	la	común	discapacidad,	desde	donde	solo
pueden	integrarse	o	incluirse	a	partir	de	la	excepcionalidad	que	coacciona	la
singularidad	hasta	generalizarse	en	la	patología.
SER	Y	REALIZARSE	CON	LOS	DEMÁS
Los	niños	y	niñas	realizan	la	experiencia	comunitaria	al	mismo	tiempo	que	la
comunidad	los	hace	a	ellos;	allí	reside	la	única	libertad	posible:	la	que	se	ejerce
junto	a	otros.	Este	acto	potencia	a	cada	sujeto	hacia	un	territorio	en	constante
variación	y	disparidad.	Existir	en	lo	colectivo	permite	tomar	distancia	del
cuerpo.	Para	las	infancias,	la	verdad	no	viene	dada.	Deben	hacerla	y	rehacerla
constantemente	a	través	de	la	experiencia,	que	no	preexiste;	el	acontecer	se
enfatiza	a	través	del	acto	de	jugar.	Los	acontecimientos	en	la	infancia	modifican
la	forma	de	vida	y	ella	trastoca,	provoca	al	lenguaje;	este,	a	su	vez,	conforma	la
plasticidad	de	lo	vivido.	Al	recibir	el	lenguaje,	los	pequeños	pliegan	el	afuera,	lo
inscriben	como	don	de	amor	y	lo	excriben,	donando	para	otros.	Una
metamorfosis	que	ofrece	la	sensible	dulzura	humanitaria.
La	amistad	es	una	alianza;	luego	se	pierde,	se	desterritorializa	para	crear	otro
territorio	en	el	que	generar	otras	series,	redes	que	transportan	a	otra	posición.
Cuerpo	en	apertura	en	un	ritmo	pulsional	de	entrada,	recepción,	donación	y
salida.	Los	amigos	y	amigas	se	juegan	en	el	umbral,	una	zona	común	y	diferente,
a	la	vez	multiplicadora	de	dimensiones,	tiempos	y	espacios	que	reverberan	en	la
imagen	corporal.	La	amistad	entre	los	niños	y	niñas	nunca	termina;	en	realidad,
finaliza	cuando	no	vuelve	a	empezar,	resonancia	inconclusa	de	una	melodía	que
se	continúa	en	red,	al	anudar	nuevas	relaciones	incorporadas	a	las	otras.	Si	los
niños	dejan	de	jugar	juntos,	no	recomienzan	la	comunidad	de	esa	alianza:	crean
otra,	con	otros,	en	un	sinfín	de	posibilidades.
La	madre	de	Bernardo,	un	niño	de	once	años,	relata	angustiada:	“Mi	hijo	ha	sido
diagnosticado	desde	muy	chico	como	TGD	(trastorno	general	del	desarrollo),
retraso	madurativo,	cognitivo,	del	lenguaje	y	psicomotor.	Va	a	la	escuela	con	la
AT	(acompañante	terapéutica)	desde	que	comenzó	a	concurrir	a	la	institución
educativa.	Los	chicos	del	grado	lo	incluyen	mientras	está	la	acompañante,	pero
cuando	no	–como,	por	ejemplo,	en	los	cumpleaños–	no	lo	invitan,	porque	no	está
ella.	Entonces	no	puede	ir,	se	pone	muy	triste,	y	esa	tristeza	me	deprime	a	mí”.
Hace	seis	años	que	Berni	concurre	a	la	escuela	y	está	en	el	mismo	grupo	con	los
mismos	chicos	y	chicas;	supuestamente,	todos	lo	incluyen,	lo	aprecian,	no	lo
discriminan.	Pero,	por	fuera	de	lo	escolar,	nunca	lo	convocan	ni	lo	invitan	a
salidas,	piyamadas,	juntadas	o	tan	siquiera	cumpleaños.	Realidad	dramática,
panóptica	que,	como	el	pequeño	Bernardo,	sufren	muchos	chicos	y	chicas
“incluidos”	pero	desintegrados,	excluidos,	tristes,	aislados	de	la	experiencia	en
juego	de	la	amistad.	Sin	amigos,	la	tristeza	cruel	de	no	compartir	con	otros	el
espacio	comunitario	los	encierra	en	el	propio	encierro	de	la	supuesta	inclusión.
¿Es	posible	pertenecer,	integrarse	a	la	comunidad	sin	tener	ninguna	amistad?
La	amistad	permite	a	niños	y	niñas	ser	otros	de	sí	mismos;	nunca	implica
adaptarse	a	una	forma	o	modelo	ni	mucho	menos	producir	una	supuesta
“habilidad	social”.	Devenir	amigo	de	otro	implica	compartir	la	diferencia	a	un
ritmo,	inventar	un	umbral	entre	ambos	que	no	pertenece	a	ninguno.
Contrapuntos	de	fuerzas	e	intensidades	desiguales,	azarosas,	sensibles,	que
redistribuyen	y	recrean	dimensiones	a	constituir,	a	combinar.	Movimiento
amistoso,	en	vaivén,	zigzag	que	rompe	lo	evolutivo,	homogéneo	y	hegemónico,
para	introducirse	en	otra	dimensión	entre	los	dos,	tres,	cuatro,	que	no	tiene	que
ver	con	el	uno	y	el	otro,	sino	con	lo	que	acontece	“entre”	ellos.	Son	mezclas
todavía	indeterminadas,	muchas	veces	“explosivas”,	que	conllevan	conflictos,
peleas,	amores	y	desamores.	Es	en	ese	espacio	donde	se	realizan	los	espejos
móviles	del	tiempo,	una	experiencia	fecunda	de	cuyas	huellas,	marcas	y	trazos
decanta	cada	infancia.
Siguiendo	esta	línea,	podemos	decir	que	ninguna	amistad	es	cognitiva	ni
pedagógica…	¿Acaso	puede	enseñarse	la	amistad?	¿Hay	métodos	o	habilidades
para	hacerse	amigos	o	amigas?	La	amistad	tampoco	evoluciona	ni	puede
medirse;	se	fuga	a	la	intimidad	de	un	tiempo	lógico	y	comunitario	que	está	en
falta,	renovándose	en	la	plasticidad	simbólica.	La	identidad	nunca	llega	a	un
final	absoluto;	sin	ser	un	producto,	fluye;	siempre	está	en	el	medio,	entretiempo
en	movimiento.
A	medio	camino	entre	una	cosa,	un	paisaje,	una	frase,	un	recorrido,	una	travesía
y	otra,	los	amigos	y	amigas	circulan	entre	las	palabras,	el	lenguaje,	la	ficción,	la
imaginación,	en	un	“entre”	travieso,	afectivo,	rebelde	y	tierno	cuya	multiplicidad
da	paso	al	acto	amoroso,	amistoso,	del	don.	El	mismo	se	deja	por	y	para	otro	sin
reciprocidad	ni	retorno	a	pura	“pérdida”;	abre	una	forma	de	recubrir	la	deuda
simbólica	que	cada	vez	origina	la	cultura,	al	ser	invitado,	alojado	en	la	dulzura
de	la	hospitalidad	comunitaria	y	colectiva.
LA	INTIMIDAD,	JUNTO	A	OTROS
La	finitud,	el	límite	mortal,	marca	la	inapelable	verdad;	la	ficción,	en	cambio,
confirma	la	infinitud	del	sentido.	Por	eso	la	infancia	no	se	cansa	de	jugar	con
amigas	y	amigos	al	juego	mortal,	para	producir	la	significancia	de	lo	imposible.
En	el	acto	lúdico	surge	el	sentimiento	de	compasión	por	otros,	dramatizado	en	la
preocupación	por	el	dolor	de	los	demás.	Los	niños	donan	la	dulzura	del	deseo
por	el	placer	de	ayudar	a	otros.
El	sinsentido	insiste,	crea	el	pliegue,	un	doblez	del	nuevo	entretejido	que	no	está
ni	dentro	ni	fuera,	sino	en	el	medio:	en	el	“entre”	existente	e	íntimo	de	la
experiencia.	El	lugar	del	Otro	es	el	espacio	que	afirma	la	imagen	del	cuerpo,	por
eso	la	niñez	comparte	el	deseo	de	vivir	en	comunidad,	siente	que	no	está	sola
frente	a	las	cosas	que	le	pasan.	Por	primera	vez,	confían	en	lo	colectivo	como
sentimiento	comunitario.
Los	niños	y	niñas	son	umbrales	del	otro	y	los	otros	son	umbrales	de	ellos.
Coexisten	en	una	zona	florida	en	la	que	cada	uno	deviene	otro	de	sí,	experiencia
deseante	inconsciente.	Los	otros	son	movimiento,	toque,	palabra,	límite,
lenguaje	y	apertura	de	la	niñez,	en	tanto	ellos	son	también	el	otro.
Verdadero	y	ficcional	devenir	de	excripción	e	inscripción	escénica	que	produce
el	misterio	del	don	afectivo.	Anudamiento	y	entretejido	realizado	durante	la
infancia,	constituyente	e	instituyente	del	lazo	social.	Desdoblamiento	simbólico,
plural	y	heterogéneo	del	misterio	profundo,	errante,	de	la	amistad.
La	relación	amistosa	lleva	a	pensar,	origina	pensamientos	compartidos.	A	los
chicos	y	chicas	les	encanta	hacer	locuras	con	los	amigos;	son	transgresiones,
tiernas	travesuras	posibles	que	se	dejan	desbordar	por	la	ficción.	Ellos,	audaces,
juegan	en	el	límite	o	el	límite	juega	con	ellos.	Confían	y	desconfían	de	los
amigos;	eso	es	parte	del	insondable	misterio	queirradia	hacer	cosas	juntos.
Muchas	veces	crean	un	lenguaje	secreto,	en	común.	Se	entienden	con	los	otros
sin	ninguna	necesidad	de	explicar	o	definir	qué	están	haciendo	o	a	qué	están
jugando.	Los	lleva	la	convicción	íntima,	descentrada,	de	recrear	y	sentir	lo	de
uno	en	el	otro	y	lo	del	otro	en	uno.
En	ese	momento	cobra	vida,	vibra	el	gesto	de	la	amistad	como	sentimiento	de
confianza,	intimidad	e	identidad.	Sensibilidad	cenestésica,	en	común,	propia	de
lo	que	ocurre	entre	los	niños.	En	este	sentido,	la	amistad	es	la	potencia	jugada	en
el	territorio	fugaz	del	“entre”,	donde	el	devenir	realiza	y	anuda	la	plasticidad
escénica	en	lo	social.
Los	amigos	son	condición	de	intimidad	que	ocurre	por	primera	vez	en	el	tiempo
de	la	infancia.	En	ella	conecta	y	habita	el	placer	compartido	con	la	sensación	de
convivir	con	otros	en	la	complicidad	del	gesto	íntimo.
Lo	simbólico	encarnado	en	el	símbolo	se	desprende	de	todo	sentido	dado;	existe
en	relación,	reúne	solo	a	partir	de	la	separación.	Es	una	legalidad	que	se
compone	y	comparte	con	otros.	La	pluralidad	de	la	amistad	conjuga	el	secreto
del	lazo	social,	la	reunión,	el	enlace	como	soporte	actuante	del	hacer	sentido.	No
hay	lazo	simbólico	sin	la	cofradía	de	la	amistad.
La	vida	de	los	amigos	(por	supuesto,	también	la	de	los	imaginarios)	da
consistencia	al	símbolo	e	insiste	en	la	incipiente	curiosidad	que	nunca	deja	de	ser
un	llamado	al	otro,	en	tanto	símbolo	de	la	amistad.	Los	niños	descubren	que	no
existe	la	vida	sin	los	otros	con	quienes	comparten	los	secretos,	los	sentimientos,
la	vergüenza,	la	intimidad	y	la	sexualidad.
ENTRE	AMIGOS	Y	AMIGAS.	LO	COLECTIVO
Quienes	trabajamos	con	niños	y	niñas	amamos	la	ficción	desde	el	lenguaje	y	el
cuerpo,	porque	lo	ficcional	es	deseo,	afecto,	pulsión	y	experiencia.	La	ficción	es
ese	extraño,	falso	y	ficticio	mundo	que	nos	hace	seres	humanos;	despliega
cuentos,	ideas	y	misterios	para	entrar	en	ellos;	empuja	a	lo	desconocido	por	la
rebeldía	y	el	placer	de	realizarlo.
Amamos	la	ficción	de	y	por	el	lenguaje,	cuyo	movimiento	es	travesía;	él	espacia
el	tiempo,	anuda	sensaciones,	crea	e	inventa	sensibilidades	corporales.	Para	que
no	se	pierdan,	los	niños	las	inscriben	en	el	cuerpo,	en	la	motricidad,	hasta
devenir	la	sutil	gestualidad,	siempre	en	relación	al	otro.
Hacemos	de	la	ficción	la	posibilidad	de	donarla	como	gesto	de	amor.	Es	una
complicidad	ficcional,	un	lazo	social	que	contiene	y	expande	dimensiones
posibles.	La	amamos	porque	ella	nos	ama,	nos	aloja;	somos	sus	huéspedes
gracias	al	lenguaje	que	ensambla	lo	corporal	hasta	hacerlo	existir	en	el	deseo
ficcional.	Tocamos	la	ficción	al	mismo	tiempo	que	somos	tocados	por	ella;	esa
es	la	manera	de	recibir	el	padecimiento	y	el	sufrimiento	de	los	niños.
No	hay	neutralidad	en	lo	ficcional	de	las	infancias,	que	enlazan	lo	real	a	través
de	la	fuerza	afectiva	que	nos	afecta	para	viajar	y	llevarnos	junto	a	los	otros	a	un
nuevo	lugar.	Apasionados	por	la	experiencia	infantil	y	el	sinsentido	de	la	ficción,
lo	irreal	produce	lo	plural,	la	invisibilidad	incierta	de	la	novedad.	Junto	a	los
niños	y	niñas,	entre	ellos	y	nosotros	modelamos	lo	imposible,	para	hacerlo
posible	en	la	curiosa	verdad	de	la	ficción.
El	movimiento	deseante	de	la	ficción	nos	demora,	porque	nos	permite
emanciparnos	del	cuerpo	carnal	e	identificarnos	con	una	imagen,	a	partir	de	la
cual	nunca	estamos	solos,	pues	siempre	llevamos	a	otro	en	uno.	La	experiencia
infantil	enlaza,	origina	lo	incorporal,	lo	más	propio	de	la	imagen	del	cuerpo.
Cuando	los	niños	y	niñas	juegan,	la	ficción	es	lo	que	no	puede	ser	desmentido;
ella,	a	diferencia	de	la	fantasía,	la	plasticidad	del	escenario	y	la	escena	de	la
experiencia	ficcional,	sustenta	la	legalidad	de	la	alianza	al	transformar	lo
inverosímil	en	verosimilitud.	Y	al	poner	en	juego	el	secreto	oculto	e	inestimable
de	ser	y	existir	como	otro.	Una	realidad	cuántica	en	la	que	los	chicos	son	y	no
son	otros.
De	adultos,	recuperamos	lo	infantil	de	la	infancia,	el	fulgor	de	lo	artesanal,
captamos	los	signos	que	hacen	que	el	mundo	comience	por	primera	vez,	esa
oriunda	y	originaria	experiencia	que	despierta	la	verosimilitud	de	lo	nuevo.
Aprendemos	de	los	niños	a	detenernos	en	los	detalles	del	mundo,	pequeñeces
que	siempre	estuvieron	ahí	y	no	podíamos	ver.	Los	olores,	los	movimientos	del
viento,	el	calor	del	sol,	la	luminosidad	de	la	luna	y	las	estrellas,	el	vaivén	de	las
olas	en	el	mar.	La	arena	que	cargamos	y	tiramos	desde	un	recipiente,	los	moldes,
que	se	forman	y	deforman	agrupados	alrededor	del	sentimiento	en	bricolaje	de
ser	uno	con	ellos.	Como	el	artesano,	que	es	causado	por	aquello	que	ama	–el
carpintero	por	la	madera,	el	zapatero	por	el	cuero,	el	panadero	por	el	pan–,
recuperamos	las	insignias	sensibles	de	la	infancia	para	volver	a	donarlas.
Así,	las	infancias	nos	ayudan	a	recuperar	el	trazado	artesanal	de	la	imaginación	y
la	fantasía,	la	creencia	en	la	posibilidad	de	lo	increíble	y	lo	fantástico	como	pura
potencia,	moldeada	en	lo	carnal	del	cuerpo.	Ser	sensibles	a	la	experiencia	infantil
de	los	niños	nos	permite	recrear	el	propio	acto	inaugural	que	pone	en	juego	la
imagen	del	cuerpo	abierta	a	la	demanda	y	el	deseo	del	otro.
La	temática	de	este	apartado	se	vincula	con	lo	expuesto	en	el	capítulo	I	y	el
capítulo	V	del	recorrido	práctico.
NOTA
1.	El	término	latino	communitas	está	formado	por	el	prefijo	con	y	del	sustantivo
munus,	que	significa	don,	obsequio.	Esta	temática	y	la	figura	del	munus	en	tanto
vínculo	obligatorio	y	deudor,	como	pensamiento	y	origen	de	la	comunidad,	ha
sido	trabajada	intensamente	por	diferentes	autores,	con	los	cuales	se	establece	un
diálogo	a	lo	largo	de	todo	este	libro.	Son	ellos	Georges	Bataille,	Maurice
Blanchot,	Jean-Luc	Nancy,	Jacques	Derrida,	Gilles	Deleuze,	Gerald	Raunig	y
Roberto	Esposito,	entre	otros.
Capítulo	4
AMIGAS	Y	AMIGOS	IMAGINARIOS
IMAGINARIOS	AMIGOS
Las	cuatro	dimensiones	de	los	amigos	y	amigas	imaginarias	son:	la	real,	que
pone	en	juego	lo	imposible	y	lo	irrepresentable;	la	imaginaria,	que	conjuga
imágenes	secretas,	creadas	e	inventadas;	la	simbólica,	que	anuda,	hace	y
dramatiza	el	lenguaje	afectivo	y	deseante	de	lo	posible,	y	la	comunitaria,	que
conforma	la	propia	cofradía	y,	en	la	compasión	por	el	otro,	funda	la	creencia	en
lo	plural	y	dispar.
Apenas	pueden,	los	niños	inventan	amigos	imaginarios,	utópicos	personajes	que
a	su	vez	los	crean	a	ellos.	Paradoja	fundamental	de	la	experiencia	infantil,
inventar	y	ser	inventado	por	aquello	que	se	inventa;	pensamiento	incongruente
que	sostiene	la	contradicción	sin	procurar	resolverla.	Al	mismo	tiempo	es	y	no	es
el	otro	que	inventa.	Realidad	cuántica	de	ser	y	estar	simultáneamente	dividido	en
lugares,	tiempos	y	posiciones	diferentes.
La	imagen	del	cuerpo	en	potencia	sale	de	sus	goznes,	de	su	eje,	y	pasa	por	el
otro,	simbólicamente	imaginario,	que	dona	vida,	habla,	canta,	juega,	hace
travesuras.	El	amigo	imaginario	desea;	es	el	deseo	de	uno	en	el	otro	que	retorna
al	niño	como	no	coincidencia	de	sí	mismo.	Puesta	en	acto	de	la	ficción	que
funciona	en	tanto	presencia,	puesta	en	escena	que	los	pequeños	hacen,	realizan,
en	la	audacia	de	transformar	la	realidad.
El	amigo	imaginario	genera	una	mutua	dependencia:	él	depende	del	niño	pero,
en	una	sutil	inversión	recíproca,	este	depende	también	de	él.	El	potencial	existe
tanto	en	la	fuerza	simbólica	como	en	la	afectiva,	al	enlazar	y	anudar	el	devenir
que	los	causa	a	ambos.	Sin	duda,	los	niños	crean	una	relación,	tejen	y	entretejen
pensamientos,	ideas,	ficciones,	complicidades.	Juegos	que	coexisten	en	la
experiencia	que	hacen	al	mezclarse,	relanzarse	a	lo	nuevo	de	los	encuentros;
oportunidades	que	abren	a	la	división	y	multiplicidad	de	una	experiencia	fugaz,
heterogénea.
Por	unos	instantes,	los	chicos	se	exilian	y	emancipan	de	sí	a	través	del	otro
imaginario	que	no	son,	y	son	en	tanto	alianza	que	les	permite	ser	ellos.	En	estas
ocasiones	no	dejan	de	sorprenderse.	Toman	por	sorpresa	al	pensamiento	de	algo
que	llega,	inesperado,	y	se	repite,	opuesto	a	cualquier	pensamiento	tautológico	o
cerrado.	En	esta	realidad	simbólicamenteimaginaria,	¿quién	sería	el	personaje
de	quién?	Se	trataría	del	devenir	del	niño	en	personaje	y	de	los	personajes	en
niños;	entre	ellos	circula	la	rebeldía	de	la	identidad	y	la	diferencia,	entrelazados
por	el	placer	de	la	realización.
Aquello	que	realmente	impacta	no	es	lo	que	el	amigo	imaginario	habla,	propone
o	representa	sino	lo	que	le	permite	ver,	hablar	o	proponer	como	verdadera
apertura.	Es	una	distancia,	un	intervalo	que	produce	la	invención	de	un	secreto.
Efectivamente,	los	chicos	creen	que	manejan	y	dominan	al	amigo	imaginario,
cuando,	al	unísono,	también	son	dominados	por	él.	Esa	vitalidad	lógica	que
supone	que	el	otro	con	quien	se	relaciona	“es	secreto,	porque	es	otro”.
Metonímicamente,	el	amigo	imaginario	abre	la	travesía	a	otra	escena	inaccesible
sin	él.	¿Es	posible	tocarlo,	mirarlo	o	convocarlo?	Si	se	lo	toca,	sería	en	lo
intocable	del	toque:	es	imposible	tocar	el	umbral,	el	límite	entre	ellos,	el	vacío,
el	intervalo	que	permite	el	anudamiento.	La	relación	no	se	toca;	intangible,
perdura	como	huella	móvil	de	una	experiencia	comunitaria	y	singular.	La
relación	del	niño	con	lo	que	no	es	ni	existe	lo	lleva	a	él	a	existir	en	la	ficción
encarnada.	Imaginación	escénica	en	el	empuje	a	reconocerse	y	atravesar	lo
imposible	para	hacerlo	posible	en	ella.
Los	amigos	imaginarios	funcionan	como	una	magistral	caja	de	resonancia.
Resonadores	en	eco	que,	sin	embargo,	retornan	en	la	diversidad	prolífica	como
efecto	dramático	del	devenir	personaje.	El	ritmo	y	la	dulce	o	amarga	tonalidad
de	la	experiencia	vibran	en	la	plasticidad	que	se	produce.
La	creencia	ficcional	que	los	chicos	recrean	deviene	bóveda	elíptica	de	mundos
fantásticos.	Conforma	una	escena	disimétrica	que	se	superpone	y	ensambla	en
otra	sensibilidad	cenestésica,	que	pone	en	juego	la	continuidad	de	uno	en	el	otro
y	hace	pensar	a	partir	del	otro	que,	sin	embargo,	no	deja	de	ser	él.	Gesto	potente
de	afectar	y	ser	afectado,	de	recibir	y	donar.
Más	que	un	misterio	oculto,	el	amigo	imaginario	es	un	enigma	indescifrable.
Personaje	único	e	irremplazable,	tampoco	puede	intercambiarse;	nadie	lo	conoce
ni	sabe	de	él	si	no	se	lo	presenta.	Opuesto	a	la	soledad	y	el	abandono,	él	y	los
amigos	imaginarios	no	solo	acompañan,	sino	que	recrean	los	mundos	posibles.
Empalman	escenas	huidizas,	secretas;	vibran	en	ellas;	el	“entre”	creado	deviene
“realidad”	afectiva,	transducción	en	acto	de	otra	realidad	en	juego	que	combina
perspectivas	sin	revelar	sus	secretos.
AMISTAD,	ANAMORFOSIS	Y	CENESTESIA
Los	amigos	imaginarios	poseen	una	función	similar	a	la	intrigante	anamorfosis¹:
juegan	en	la	perspectiva	de	acuerdo	donde	esté	la	mirada;	son	lo	que	puede	verse
entre	lo	visible	y	lo	invisible:	entre	el	semblante	y	el	descubrimiento	transcurre
la	travesía	que	captura	y	capta	el	deseo	de	desear.
Tras	el	asombro	y	la	perplejidad	que	nos	suscitan	los	amigos	imaginarios
podemos	percibir	la	fuerza	simbólica	que	transmiten;	conmovidos	por	ella,	tal
vez	nos	demos	la	chance	de	intentar	entrar	al	mundo	de	los	niños.	De	pensar,	en
ese	ritmo	corporal,	cenestésico;	de	llegar	a	transformarnos	en	ellos,	en
“personajes”	del	otro	en	uno.	Si	esto	ocurre,	los	adultos	no	solo	podremos	ser
contemporáneos	del	niño	que	fuimos,	que	somos	y	que	seremos;	también
tomaremos	parte	de	la	propia	imagen	del	cuerpo,	de	la	historicidad	que	él
constituye	a	medida	que	somos	causa	y	efecto	de	su	deseo	de	ficción	y	podamos
ficcionalizar	la	realidad	en	otros	mundos	u	otras	formas	de	vida	posibles.
A	partir	de	eso,	los	chicos	sienten	que	los	entendemos	y,	en	consecuencia,
compartimos	la	sensación	y	el	saber	acerca	de	lo	que	les	pasa,	sea	esto	alegría,
malestar,	placer,	tristeza	o	sufrimiento	ligado	al	dolor	de	existir.	No	observamos
desde	afuera	la	experiencia	infantil:	nos	introducimos	en	ella,	la	vivimos	con	los
niños	al	dejarnos	desbordar.	En	ese	ritmo	escénico	recreamos	la	posibilidad	del
“entredós”,	del	devenir	de	una	tercera	zona	ficcional	donde	podemos	reinventar
lo	imposible.
Los	amigos	imaginarios	tienen	una	existencia	fantástica;	existen	donde	no	están
o	están	en	tanto	inconsciente	como	un	modo	de	inscripción	de	otro	o	lo	otro.
Crean	parte	del	pasado,	de	la	memoria.	Como	amigos,	producen	la	repetición	de
aquello	que	difiere	de	uno,	no	tanto	a	nivel	de	cierta	repetición	o	expresión	sino
de	lo	que	ellos	inscriben,	abren:	una	apertura	como	futuro	anterior	que	no	deja
de	nacer.	De	esta	manera,	enlazan	otro	deseo	a	partir	del	cual	fundan	la	creencia
en	lo	plural.
Al	pasar	el	tiempo,	creemos	que	vivimos	sin	nuestros	amigos	imaginarios,	pero
en	realidad	jamás	los	dejamos	ni	ellos	nos	dejan	a	nosotros,	pues	nos
constituyen.	Cada	vez	que	pensamos	y	hablamos	solos	en	la	más	tierna
intimidad,	aparecen	esos	“otros”	de	cada	uno,	que	tal	vez	unifican	y	velan	el	nos-
otros	de	la	infancia	perdida,	que	no	deja	de	actualizarse.
Los	amigos	imaginarios	–semblantes	de	unos	en	otros	y	de	otros	en	uno–
constituyen	la	anamorfosis	de	un	personaje	sin	igual,	único,	que	se	desdobla	para
hablar	consigo	mismo	desde	el	punto	de	vista	del	otro,	en	donde	cada	uno	no	es
lo	que	es,	sino	la	mirada	y	la	escucha	de	los	demás.
Los	amigos	imaginarios	son	hospitalarios;	alojan	y	son	alojados,	en	una
convivencia	que	anuda	al	conjugar	la	fantasía	narrada.	Son	seres	abiertos	al
despliegue	y	acogida	de	la	diferencia;	juegan,	hablan,	aparecen,	desaparecen,
opinan	y,	sin	duda,	expanden	la	imagen	del	cuerpo.
La	infancia	es	con	otros	o	no	tiene	posibilidad	de	existir.	Ex	(fuera)	sistere
(colocar,	estar).	Al	salir	del	cuerpo,	tiene	sentido	compartirlo;	una	discontinuidad
de	la	trama	imaginaria	que,	tras	la	experiencia	infantil,	se	reprime	e	inscribe	en
lo	inconsciente.
Cuando	un	niño	sufre,	se	defiende	y	realiza	estereotipias	o	rituales:	reproduce	la
misma	experiencia	sin	poder	perderla	para	incorporarla	y	dar	tiempo	a	que
aparezca	otro,	un	sinsentido	que	genera	otro	sentido	por	hacerse.	Es	esencial
para	todo	niño	incorporar	la	primera	persona	del	plural	(el	“nosotros”)	como
acontecimiento	abierto	a	la	disparidad.
Los	amigos	imaginarios	confirman	lo	que	pasa	en	el	“entre	nos-otros”;	implica	la
distancia,	la	separación	y	el	contacto	en	tanto	toque,	cuya	consistencia	intocable
pone	en	juego	la	alteridad.	Un	ritmo	donde	la	identidad	se	afirma	como
diferencia	con	otros	para	constituir	la	propia	singularidad	plural.
LA	IMAGEN	DEL	OTRO,	DEL	CUERPO,	DEL	NOS-OTROS
Al	mismo	tiempo,	los	amigos	imaginarios	funcionan	como	memoria	de	un	don
tan	originario	como	único	e	íntimo,	que	radica	en	ese	movimiento	deseante	con
dimensiones	multifacéticas	a	desplegar.	De	a	poco,	los	niños	toman	conciencia,
perciben	que	hay	muchas	formas	de	estar	y	convivir	con	los	otros.	Se
conmueven	por	ellos,	confían	genuinamente	en	entrar	juntos	con	sus	amigos	a	la
ficción,	en	la	que	la	experiencia	infantil	se	produce	y	delinea	posibles	formas	de
vida,	aún	por	realizar.
Simultáneamente,	el	amigo	imaginario	se	desdobla	en	otro	que	es	“yo”	y	“no
yo”.	La	imagen	corporal	se	mueve,	sale	del	cuerpo,	pasa	por	el	otro	imaginario
con	el	que	dialoga,	lo	aloja	y	es	alojado	por	él.	El	amigo	imaginario	desea;	es	el
deseo	del	otro	(de	uno)	que	retorna	al	pequeño	en	tanto	diferencia,	como	vivaz	y
audaz	acción	que	transforma	una	vez	más	el	mundo	de	la	realidad	en	otro,	en	el
que	el	pequeño	ejerce	la	posibilidad	de	dar	vida	a	una	imagen,	no	tanto	por	lo
que	ella	representa,	sino	por	lo	que	da	a	entrever	y	posibilita.	Esa	potencia
creativa	lo	entrelaza	en	la	red	comunitaria	que	lo	cautiva.
Cita	con	el	propio	e	impropio	“deseo	imaginario”,	en	esta	desmesura	se	crean
verdades	todavía	desconocidas,	pero	no	con	el	presumido	afán	de	conocerlas
sino	de	sentir	el	placer	sensible	y	aventurero	de	la	entrega	y	el	enigma	todavía
indescifrable.	Alojar	al	amigo	imaginario	es	condición	intrínseca	de	humanidad.
Los	pequeños	fantaseados	conforman	un	saber	inconsciente	no	sabido	por	nadie,
puesto	en	juego	por	la	complicidad	de	lo	imposible.
Estas	amistades	imaginariamente	simbólicas	permiten	circular	afectos,
reprimirlos	y	motorizar	nuevos	rumbos,	y	canalizan	angustias,	frustraciones

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