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Esteban Levin La amistad en las infancias Una experiencia fundante Levin, Esteban La amistad en las infancias : una experiencia fundante / Esteban Levin. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2022. (Conjunciones / 77) Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-538-938-0 1. Psicología Infantil. 2. Infancia. 3. Terapia Lúdica. I. Título. CDD 155.925 Colección Conjunciones Corrección de estilo: Liliana Szwarcer Diagramación: Patricia Leguizamón Diseño de cubierta: Pablo Gastón Taborda Ilustración de cubierta: Laura Jaite Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán el masculino para los plurales y para generalizar profesiones y ocupaciones, así como en todo otro caso que el texto lo requiera. 1º edición, noviembre de 2022 Edición en formato digital: diciembre de 2022 Noveduc libros © Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico S.R.L. Av. Corrientes 4345 (C1195AAC) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 5278-2200 E-mail: contacto@noveduc.com www.noveduc.com ISBN 978-987-538-938-0 Conversión a formato digital: Libresque https://www.noveduc.com Índice Cubierta Portada Créditos Sobre el autor Recorrido teórico Dedicatoria Introducción Capítulo 1. Nacimiento: amistad, subjetividad El destino de la amistad La caricia del origen: la pulsión del toque El ritmo prematuro: pliegue y despliegue Resonancia pulsional de los amigos La experiencia de la amistad. Hacer uso de la imagen del cuerpo Tomar, vestir, investir un objeto… ¿para hacer amigos? Capítulo 2. La relación del niño. Entre el mundo, las cosas y los amigos ¿Para qué juegan los niños y niñas entre sí? Entre lo individual y lo colectivo: amigos y amigas Capítulo 3. La plasticidad de lo comunitario1 en las infancias Inscripción y excripción de lo social en las infancias Ser y realizarse con los demás La intimidad, junto a otros Entre amigos y amigas. Lo colectivo Capítulo 4. Amigas y amigos imaginarios Imaginarios amigos Amistad, anamorfosis y cenestesia La imagen del otro, del cuerpo, del nos-otros La comunidad de las amigas y amigos imaginarios El sinsentido del tiempo entre amistades Capítulo 5. Amigas y amigos virtuales: ¿una relación posible? Amistad… ¿digital, virtual, real? La herencia y el prójimo. Movimientos de descendencia y ascendencia La sensibilidad del toque digital: ¿dónde están los amigos? Amistad, curiosidad e inteligencia artificial Acerca del nacimiento de la amistad en la humanidad Capítulo 6. Descubrir el mundo entre amigos. Lo comunitario Entre juguetes, jugadores y amigos La realización de la amistad en primera infancia Curiosidad: clínica, familia, escuela La secreta compasión de la amistad Bibliografía Recorrido práctico Dedicatoria Introducción Travesía de la amistad Capítulo I. ¿Tiene amigos el cuerpo? La experiencia ficcional de la amistad Claudia entre amigos: la inclusión como experiencia Capítulo II. La amistad frente a los diagnósticos Andrés y la experiencia de la curiosidad Capítulo III. Crear amigas y amigos para jugar Pedro humaniza la enfermedad Capítulo IV. Amistad, integración y escolaridad Martín no encuentra amigos para jugar Del desborde del diagnóstico a la legalidad de la existencia Capítulo V. La conquista de la amistad Felipe, ¿puede jugar con otros? Capítulo VI. Qué sería de la niñez sin amigos La imagen del cuerpo en juego Capítulo VII. La comunidad de lo diferente: los amigos Hospitalidad y amistad. Alojar la incertidumbre Capítulo VIII. Amistad: rescatar al sujeto a través de la virtualidad La gestualidad en la complicidad secreta ESTEBAN LEVIN es Licenciado en Psicología. Psicomotricista. Psicoanalista. Profesor de Educación Física. Profesor invitado en universidades nacionales y extranjeras. Director de distintos cursos de formación en psicomotricidad, psicoanálisis, clínica con niños y trabajo interdisciplinario. Es autor de numerosos artículos en diversas publicaciones especializadas nacionales e internacionales y de los libros La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia (Nueva Visión, 2000); La experiencia de ser niño. Plasticidad simbólica (Nueva Visión, 2010); Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo (Noveduc 2017); Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor: la infancia en escena (Noveduc, 2017); Autismos y espectros al acecho, la experiencia infantil en peligro de extinción (Noveduc, 2018); ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (Noveduc, 2018); La dimensión desconocida de la infancia. El juego en el diagnóstico (Noveduc, 2019); Pinochos: ¿marionetas o niños de verdad? (Noveduc, 2020), Las infancias y el tiempo. Clínica y diagnóstico en el país de Nunca Jamás. (Noveduc, 2020); La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje (Noveduc, 2020); La niñez infectada. Juego, educación y clínica en tiempos de aislamiento (Noveduc, 2021) y La rebeldía de la infancia. Potencia, ficción y metamorfosis (Noveduc, 2021). La amistad en las infancias Este libro sostiene la plasticidad de un movimiento deseante; se divide en dos partes articuladas entre sí: una se ocupa de los aspectos teóricos y la otra de lo que acontece en el territorio clínico e interdisciplinario. Entre ambas, se pliegan y despliegan ideas, pensamientos y experiencias que compartimos a continuación. Damos inicio al sinfín del recorrido teórico. RECORRIDO TEÓRICO Cuando un niño o niña sufre, lo primero que se afecta es la relación con los otros: con su familia, docentes, amigas, amigos y la comunidad. La experiencia fundante de la amistad en las infancias nunca se posee, no es propiedad de nadie; lo que tiene en común es lo distinto, lo diferente y dispar, que causa el deseo de desear. La amistad en la infancia es del orden del don; pertenece a esa lógica inconsciente, mucho más constituyente que constituida. Los pequeños confían en sus amigos, los invisten de complicidad, crean gestualidades secretas que comparten, se abren y se expanden a la compasión de la amistad. Cuando, por alguna razón, no pueden o les resulta arduo tener amigos, la dificultad con la que se encuentran es la imposibilidad de recibir o donar al otro, y aparece la angustia sufriente que se dramatiza a través del cuerpo y los síntomas de la vida. ¿Es posible la existencia de una comunidad sin el sentimiento de intimidad, compasión y amistad? A mi amor Cande, con quien desafiamos y conquistamos lo imposible. A Maga, Axo y Sebi, los escritores de mi vida. A mi hermana Euge, apasionados por la ficción. Introducción Escribo sobre la amistad, lo comunitario y lo social en las infancias para mantenerlas vivas, no para saber sobre ellas. Se trata de una experiencia originaria y original, no anticipable, dispar y plural, mucho más constituyente que constituida. El acontecimiento de la amistad tiene que realizarse, no solo decirse. El acontecer da lugar, pone en juego y en movimiento nuevos decires y haceres, dimensiones que cuestionan la pretensión de domesticar y construir un conocimiento homogéneo, hegemónico, agobiante y asfixiante sobre la niñez, el desarrollo, la estructura, el aprendizaje, la crianza, el diagnóstico, la integración, lo social y la comunidad. Al nacer, el niño no tiene constituido lo inconsciente; este no existe como tal, sino a través del otro que se relaciona con él, en el deseo de jugar juntos. En esa acción se transmite el amor, que genera en los pequeños la inscripción e incorporación de la ficción en lo corporal y gestual, creador de las formaciones del inconsciente. Repetición e insistencia pulsional ritmada por salir del cuerpo para jugar con otros: la experiencia fundante de la amistad. Los amigosy amigas se inventan en las escenas de la niñez. Inauguran acontecimientos instituyentes del universo infantil, la crianza y la vida. La invención de la amistad se inscribe y empieza a repetirse, a donarse en una aventura singular que ocurre por primera vez, se incorpora, se reprime y se reinscribe. Esto nunca acontece como un hecho privado, sino abierto al devenir de lo comunitario, legitimado, afirmado por un consenso social, generacional y cultural en el que se crea el sentimiento íntimo de confianza, compasión y pertenencia. La amistad oxigena las contingencias impredecibles e insustituibles. No se trata de la posesión del otro, sino de una composición de sensaciones, gestos, palabras, cuerpos, juegos y narraciones, que se inscriben en huellas móviles entretejidas en la singularidad comunitaria del nos-otros. No procuro realizar una definición teórica de la amistad durante la infancia, mucho menos llegar a conclusiones prácticas acerca de ella. Los amigos y amigas son una topología en movimiento, plena de sensaciones corporales, afectivas, que se emancipan de sí. Se resisten a cualquier totalización o pretensión de universalidad conceptual. Para los niños y niñas, la amistad es una resistencia a los clichés; es la posibilidad de romper con los binarismos bueno-malo, normal-anormal, discapacitado-capacitado, masculino-femenino e integrado-desintegrado, entre otros. La amistad constituye una experiencia libidinal atópica; es lo opuesto a la cerrazón del estigma. Irrumpe; inasible, ejerce la libertad, cómplice en el “entre” relacional con los otros. Sin dudas, conforma un antídoto contra la taxonomía y la clasificación de comportamientos, conductas y haceres infantiles que pretenden desestimar la espontaneidad, la incertidumbre, los avatares, la época, la historia y la cultura para arrasar con la singularidad. La experiencia infantil de la amistad toma el riesgo, se opone a la fijeza estandarizada. Ella propicia la disparidad, la diferencia como causa de lo común. La originalidad y la esencia de los amigos y amigas se despliegan en la intensidad de un espacio impar, que dona el tiempo a la generación de deseos, amores, rivalidades, placeres, frustraciones y vivencias. Allí se subrayan la mezcla, la metamorfosis y el choque de fuerzas inclasificables de la comunidad. Para los más pequeños, los amigos y amigas funcionan como motores del deseo de desear, son apertura a las novedades, salidas del cuerpo, umbral de ficciones verdaderas, cambios de pensamientos, transformación de realidades, equívocos plenos de diferencias, malestares a partir de fracasos, sensación de confianza, frustración ante los límites del otro, compasión ante el dolor de los demás, con quienes crean el sentimiento de intimidad en un territorio de subjetividad, complicidad y colectividad. La experiencia amistosa no es del orden del tener, sino del de la curiosidad, la desposesión y la existencia. Los papás de Mía consultan por los miedos que siente su hija de cinco años, que le impiden ir a la escuela. En una sesión, la niña, en el “entredós” del juego, angustiada y con preocupación, me cuenta: “Me peleé con Delfina, porque se ponía muy mal cuando yo no quería hacer lo que ella decía. Lloraba mucho, mucho, hasta que hacíamos lo que ella quería. Pero ahora entendí que tengo que hacer lo que yo quiero y nos peleamos fuerte. Me da miedo que nos enojemos. Lo que pasa es que jugué con otros amigos y empezó a empujarme, a pegarme, cree que sabe todo. Se puso muy mala… le quiero decir: ‘Amiga, ¿querés volver a ser mi amiga?’, pero tengo un poquito de miedo, un poquito…” La experiencia fundante de la amistad en los niños también conlleva la posibilidad de la frustración, el fracaso, la desazón y el desamor. La sensación de que pueden no ser correspondidos o elegidos por otros conjuga la angustia. El amor por el amigo o amiga pone en juego lo más humano e inhumano de la existencia. Es una amorosidad no exenta de sufrimientos, temores, decepciones, malestares y riesgos como condición subjetiva. La situación de ser amado o no por el otro compone una escena esencial; los chicos necesitan saber y comprobar que se los ama, un movimiento capital para recibir y generar el deseo del don, de donar y confiar en la colectividad del nos- otros. Poco a poco, los pequeños van notando lo provisorio y contingente; no pueden eludir el dolor y el placer que implica vivir, la condición ambigua de fragilidad y omnipotencia de lo finito e infinito de toda existencia deseante. Durante la infancia, se origina y nace la pasión por los demás, con su amorosidad e intensidad: una experiencia opuesta a la posesión y al individualismo. Es un acontecer que redistribuye el espacio, lo temporal, el lenguaje, el cuerpo y la gestualidad; una sensibilidad acunada en el don del deseo que despoja y revela a la vez el genuino sentimiento de complicidad, confianza y compasión por el otro, en la heterogénea comunidad de la amistad. ¿Qué sería de una infancia sin amigos y amigas? Capítulo 1 NACIMIENTO: AMISTAD, SUBJETIVIDAD EL DESTINO DE LA AMISTAD No hay constitución subjetiva sin lazo social. Una de las certezas que compartimos con niños y niñas es que nacemos en otro cuerpo que nunca es el nuestro pero que, sin embargo, nos origina. El nacimiento es una experiencia de salir-entrar, abrir-cerrar, acercarse-alejarse, plegar-desplegar. Entre esos extremos suceden las mezclas, las metamorfosis e intensidades de herencias, épocas, cuerpos, deseos y lenguajes. El “entre” es el viaje que comienza durante la infancia, en el tiempo simultáneo y sucesivo del futuro anterior y el presente, en el que se entroniza y actualiza la historicidad plural de los recién llegados a este mundo. Nadie puede existir sin esta experiencia originaria, umbral encarnado de la más sutil intimidad. Cada ser humano comparte con otro la vivencia de ese primer instante indiscernible, la más singular de todas las posibilidades que despierta la vida. Desde el nacimiento, los bebés se transforman, multiplican las sensibilidades (sensoriomotoras, cenestésicas, olfativas, auditivas, gustativas, táctiles, visuales) sin saber ni entender nada de ello. Obligados a devenir diferentes, a diferir de ellos mismos, transcurren, confluyen en el tiempo de la infancia, pleno de metamorfosis; una potencia que excede y trasciende el orden natural y espontáneo. Incluso la identidad del ADN –genética, que proviene y depende otro– es suficientemente plástica como para modificarla, plegarse, desplegarse y transformarla. La neuroplasticidad delinea la variabilidad de la expresión del gen, acorde a la experiencia vivida que deja su impronta. Por el hecho de haber nacido y surgir en otro cuerpo, el pequeño no cesa de devenir o partir de la relación que establece con los otros y lo otro (la naturaleza, las cosas, los objetos, lo raro, lo extraño). Nunca coincide con lo orgánico ni con lo psíquico; en ese intenso acontecimiento, florece a la vida. Los niños y niñas son espejos de lo que no son. Experimentan las cosas como parte de sí mismos, aunque estas no lo sean. Hacen de la relación el modo de existir, en un movimiento constante a nivel corporal e imaginario, simbólico, lleno de palabras e ideas, y real, en tanto imposible de representar, de decir e inscribir. Por eso, aman la invención, ya que ella les permite jugar los posibles mundos que les toca vivir en otros, que ficcionan como si fueran reales y diferentes. El embarazo es una experiencia de transformación; desborda el cuerpo a cuerpo, transmigra; las contracciones pliegan, repliegan, salen al despliegue en un ritmo infinito por las multiplicidades y la indeterminación de cualquier variable posible. En la niñez, el crecimiento corporal, propio del desarrollo, es esencial e implica misterios insondables; produce anudamientos, redes y metamorfosis. Esta verdadera recomposición reedita la infancia cada vez que se produce. Toda vida (por supuesto, nosotros dentro de ella) se alimenta de otra vida: plantas, animales, cultivos, frutos, semillas, etcétera.Para los más pequeños, comer no constituye un simple y complejo hecho fisiológico: se alimentan de la escena que el otro monta alrededor de ellos valiéndose de palabras, ritmos, rituales, canciones, colores, sonoridades y ficciones que fusionan el placer corporal con el simbólico, dentro de una ley de alianzas, con el amor y el deseo que se pone en juego en ese escenario. Transfundir el lenguaje en el cuerpo y el cuerpo en el lenguaje transforma la experiencia de alimentarse en un acontecimiento sorprendente. El cuerpo se nutre de otros cuerpos, compuesto no solo de sustancias vivas sino también de resonancias simbólicas atravesadas por deseos que pluralizan sentidos incalculables e impredecibles antes de dicho acto. Finalmente, sabemos que el destino insondable es transformarse en otro cuerpo, metabolismo de todo viviente, impensable sin la exquisita propiedad del lenguaje de ser y existir en el otro. La nueva generación representa para la anterior (la que la concibió) la fuerza de lo diferente, la alteridad de una disparidad que jamás alcanzará y que, sin embargo, todavía no existe. Tiene que realizarse, producirse en el “entre” generacional, donde cada uno es el alter del otro y, a su vez, una parte de lo nuevo que transforma lo anterior, la herencia, así como lo heredado da lugar a la novedad. La plasticidad comunitaria es efecto y causa de este encuentro que atraviesa lo generacional –tan chispeante, aleatorio y vivaz como indeterminado e imposible de discernir– antes de que se produzca la metamorfosis, en el devenir fundante del acontecimiento entre generaciones. LA CARICIA DEL ORIGEN: LA PULSIÓN DEL TOQUE Cuando un bebé nace, al salir del vientre materno, está inundado de sensaciones corporales, propio e interoceptivas, cenestésicas y kinestésicas indiferenciadas. Dichas sensibilidades –fragmentarias, pasajeras– llegan y se van, reaccionan frente a los estímulos que reciben. El movimiento está condicionado a ellos; toda la sensibilidad corporal aún permanece indiscriminada. Al nacer comienza la revolución, que implica separarse de otro cuerpo, y la aventura de relacionar, distinguir, diferir de los demás, discriminar lo propio de lo ajeno. La separación de los cuerpos delinea otro toque; allí comienza a producirse aquello que es distinto de lo anterior. Se instala la diferencia en lo que hasta ese momento era indiferenciado. Desde ese instante, el contacto multiplica una potencia inusitada: es la manera de relacionarse con otros, con-tacto entre miradas, sonoridades, gestos, olores, sabores, luces y movimientos. El corte del cordón umbilical que une en el vientre al bebé y a su madre marca la separación; el pequeño grita, se expande y se abre; ante la demanda, aparece la reacción del otro: el toque, la caricia, la escucha, el silencio, la espera, el encuentro entre ambos, el lugar y tiempo de la decodificación. La interpretación, como deseo de desear del recién venido. El mundo del afuera, desde el origen precoz, empieza a estar adentro a través de la relación entre ellos. No hay sujeto sin otro, ni otro sin sujeto. Las huellas de estos primeros movimientos relacionales enlazan la sensibilidad corporal a la demanda deseante, en una experiencia transformadora, propia de la plasticidad simbólica y neuronal. La vida está en estrecha relación con el nacimiento; estalla y nace porque hay movimiento. Al reflexionar acerca del universo, el filósofo Epicuro consideró al clinamen¹ como un devenir tan particular que, al inclinarse un poco y tomar fuerza oblicua, provocaba el toque, el estallido y las mezclas de sustancias, cosas u objetos. Si no hay toque, no hay transformación ni estremecimiento posible entre un espermatozoide móvil y un óvulo sin movilidad, abierto a la recepción y a la potencia de afectar y ser afectado. El tocar modifica y metamorfosea, da lugar y pone en acto el nacimiento, sin el cual no hay posibilidad de vida. Vivir implica mover, moverse y ser movido por otro; voz activa, media y pasiva, que coloca el germen de la pulsión motriz en que el placer en el movimiento ubica al cuerpo como causa del deseo (objeto a), móvil y plural de desear, en función del deseo amoroso del Otro. La caricia –el toque de otro cuerpo– demarca un tipo de relación, enuncia una acción y reacción, un cierto desplazamiento (clinamen), aunque sea de atracción o repulsión, de borde y desborde. Ritmo fundante del adentro y el afuera, lo próximo y lo lejano, dialéctica en suspenso entre propio e impropio, lo mío, lo tuyo, lo nuestro. Todo el tiempo se trata de la relación entre cuerpos, que se inclinan, se mezclan, se separan o se unen, en la diferencia subjetiva que los causa. Desde el nacimiento, se pone en juego la pulsión del toque o háptica; el recién nacido comienza a tocar y a ser tocado por aquello que toca (mucho más allá del tacto), un doble movimiento indiferenciado que alimenta la sensibilidad corporal y multiplica el registro en el límite, en el umbral del cuerpo que se abre a otro y a lo otro. La boca, la mano, el eje postural, el tono muscular, al tocar, devienen la voz activa pulsional del movimiento. Ese toque le permite al sujeto distinguir aquello que todavía no sabe ni entiende. Antes de nacer, dentro del vientre materno, la sensibilidad no llega a diferenciarse; se da cuenta de que al mover, toca, y de que para tocar tiene que moverse. El toque provoca efectos inesperados. Con el tiempo, descubre, sin proponérselo, que el tocar es también tocarse, y remite al propio cuerpo en tanto límite, erogeneidad, umbral y apertura al mundo. Un recorrido y movimiento corporal que lo enlaza a la imagen cenestésica del cuerpo; lo constituye como ser finito en un ritmo tónico de contracciones y distensiones, tensión y relajación, provocado por el propio movimiento, por la alternancia entre momentos displacenteros (tensionales) y placenteros (al satisfacer sus necesidades). Ritmo humano en tanto afectivo, por ejemplo, al articular la succión (un reflejo arcaico y fisiológico) con el acto de mamar, en procura de repetir el placer de la escena relacional, producida en la experiencia de encuentro con quien lo alimenta deseándolo. La succión establece una secuencia rítmica; el recién nacido respira, aspira y expira el aire. Toma y cesa de tomar la leche que lo nutre; en ese momento, la boca, el eje postural axial, la mirada y el tono muscular se enlazan a la gestualidad del Otro. En ese “entredós” gozoso se inscribe el placer concomitante de la escena en la que el bebé cierra y abre los labios. Y la madre (o quien cumpla la función) lo hace a través de la propia realidad tónica motriz, relación psicomotora por excelencia (diálogo tónico). Una alternancia y proximidad que mantiene a ambos en suspenso, conectados y separados del otro, en el devenir del “entredós” relacional; que interjuega y atraviesa el toque originario del deseo de desear (estar y sentir) con el otro que, como él, siente el contacto en tanto don amoroso. Tocar, con-tacto, toque en lo intocable e intangible del acto deseante. Tacto que, si bien está y funciona en todos los sentidos (olfato, gusto, vista, oído), adquiere independencia en la piel, no como capa, tegumento o como simple división entre el adentro y el afuera, sino como conjunción erógena libidinal de cualquier relación que sobrepasa ampliamente lo táctil en sí mismo. Emerge la caricia que demanda el Otro porque ella nunca coincide consigo misma; busca lo que entre toque y toque falta en el tacto, el placer del deseo insondable que solo se produce e inscribe por el ritmo discontinuo del contacto relacional, origen pulsional y la amistad, del nos-otros en la singularidad comunitaria. EL RITMO PREMATURO: PLIEGUE Y DESPLIEGUE El vientre, como recipiente móvil, opera como caja de resonancia, de reverberación y flotación para el pequeño bebé. Fuerzas y contrafuerzas marcan el desarrollo heterogéneo. El eco acústico, flotante y cenestésico, valida la experiencia de unificación, anticipa y prepara la salida al mundo. Cuando el bebé ocupa casi todo el tiempo yel espacio del vientre materno, los toques en las paredes intrauterinas se intensifican, junto con las contracciones maternas que buscan el hueco, la salida. Al traccionar y abrir el canal de parto en cada vibración, cambian la velocidad y la intensidad: es un temblor que celebra la separación y apertura relacional, aunque por mucho tiempo aún estará sujeto a la necesidad del toque, la palabra, el gesto, el movimiento del Otro, que no necesariamente es quien lo portó en el vientre, sino el que sostiene el campo del deseo. Más que en cualquier otra etapa de la vida, debido al estado de prematuración en que el bebé viene al mundo, necesita recibir amor, encarnado en los cuidados y la alimentación; la potencia en juego de recibir está a flor de piel, late porosa, palpita y se asienta en la capacidad de ser afectado y afectar por la relación con el Otro. El afuera y el adentro se dilatan en el umbral extimo (interior y exterior) propio de la piel. El deseo de sentirse tocado, acariciado, surge en un vaivén singular; ser mirado y mirar, afectar y ser afectado, tocar y ser tocado como don de amor erotiza la piel, que se pierde como pura epidermis neurofisiológica al devenir borde erógeno, envolvente de deseo y dador de sensaciones. El tono se desprende de las fibras musculares, en la distensión y contracción perdura el ritmo afectivo pulsional, apertura y cierre erógeno por el deseo de amor del Otro. Los bordes del cuerpo se transforman en zonas erógenas; no se trata de la fisiología corporal ni pueden calcularse: son intensidades móviles, generadoras de deseos de acariciar o de ser acariciados por el placer de desear junto a otros que, como el bebé, desean en el campo del nos-otros, expuesto al afuera y el adentro. Entre ellos sucede la disparidad constitutiva. Los niños y niñas no dejan de ser los otros de sí mismos. La humanidad de una caricia no reside en la piel sino en lo que falta del otro en ella. El acariciar toca una ausencia, una nada sublime (ex nihilo) sobre un fondo de presencia. La caricia no puede enseñase, no hay pedagogía ni tecnología para ello. Acariciar implica la erogenización de una zona, que acontece entre toques; hay caricias que rozan con la mirada, la voz, el olor, el tacto, el gusto. La imagen cenestésica del cuerpo carece de organicidad; otorga continuidad a la relación en tanto apertura corporal al otro. Abierta a la recepción y al don, configura el eje móvil de la postura desde donde se desprende el movimiento y la posibilidad gestual de lo íntimo. En la infancia se conforma y asienta el vital sentimiento de intimidad y amistad. RESONANCIA PULSIONAL DE LOS AMIGOS Al tocar, el niño comienza a sentir que siente, roce significante de una sensibilidad no establecida. Los sentidos se van diferenciando a través de la mirada, de una imagen que toca al ojo que la recibe y demanda la mirada tocada en esa relación. El olfato distingue y recibe olores que atraen y rechazan. La nariz responde a la relación, las papilas gustativas hacen de la boca y la lengua una caja sutil de resonancias, mezcladas, tocadas por aquellas que entran y salen de los labios. Son bordes deseantes. El sonido repercute a diferentes ritmos en el oído, que recepciona las ondas sonoras, gestos donados que lo nombran en lo que hace. En lo intocable del toque, la pulsión de tocar, tocarse y hacerse tocar por Otro atraviesa definitivamente todos los sentidos. Libidiniza el ojo, el oído, la nariz, la boca, el eje postural y la cenestesia a través de la caricia tocante y tocada. No hay sentido posible sin ese toque gestual, privilegiado, vibración rítmica que curva los sentidos, los anuda y los torna afectivos en tanto relacionales. Cuerpo receptáculo y donador a través del que se inscribe la memoria afectiva, que da lugar y tiempo para que suceda el acontecer de la plasticidad neuronal y simbólica. El toque se articula en el placer del deseo de desear a Otro; el diálogo tónico entre mamá y bebé enuncia esta serie de toques que abren la cartografía libidinal, relacional. En ese acto deseante, el Otro en su funcionamiento maternal realiza un acontecimiento transitivo, se ubica en el lugar del recién nacido, se divide y, como otro, encarna la motricidad del bebé como gestualidad, le da de comer y al mismo tiempo le habla, lo toca, siente como si fuera el bebé y, desde allí, desdoblándose en él, lo toca en lo intocable. Claramente, se ubica en el lugar del pequeño; en esta circunstancia, ¿quién toca a quién? Situarse en el lugar del otro para decodificar e interpretar lo que le pasa enuncia el interjuego vital e intenso de una dialéctica en suspenso, de aquello que luego quizás será la amistad y la posibilidad, no solo de ubicarse en su lugar, sino de incorporarlo a través de la singularidad de identificarse y pertenecer a la comunidad. LA EXPERIENCIA DE LA AMISTAD. HACER USO DE LA IMAGEN DEL CUERPO Cuando un niño puede hacer uso de la imagen del cuerpo, tiene la posibilidad de salir de sí a través del deseo ficcional y ponerse en el lugar del otro. Con este necesario movimiento, podrá quizá asumir el riesgo de salir del propio cuerpo para tener amigos por primera vez. Es imposible que lo haga si no logra desdoblarse, donar la imagen corporal, hacer uso de ella y perderla, para recuperarla luego de ser “tocado” por el otro, que no es y es, al mismo tiempo. El transitivismo (la posibilidad de desdoblarse en otro) enuncia una primera modalidad ficcional de relación que refleja, aloja al otro en la hospitalidad del lenguaje, la comunidad, la cultura de la época que le toca vivir. El recién llegado comienza a desear mucho más allá de la corporalidad; el deseo del Otro lo lleva a reconocerse en el gesto deseante que lo empuja por fuera de la piel. En tanto superficie cerrada (la piel), los poros de la vida hacen que incorpore el afuera en el adentro y el adentro en el afuera. Contigüidad topológica ensamblada, mezclada en la sensación de movimiento: la sensibilidad cenestésica confirma la continuidad y unidad de la imagen corporal sin organicidad, pues se sostiene en la metamorfosis del deseo. El movimiento de la imagen cenestésica del cuerpo lleva al bebé a descubrir, curiosear e inventar aquello que percibe a través de los sentidos. Recupera las huellas sensibles marcadas por el otro y se lanza a experimentar el placer que lo cobija en la gestualidad gestante. El afuera de su adentro le ofrece objetos, cosas, sensaciones hasta ese momento inexistentes. Los recibe y, con algunos de ellos, crea caricias, olores, ritmos pulsionales que dan origen a la gestualidad. Estos objetos y fenómenos que Winnicott denominó transicionales se conforman como un primer uso del símbolo, una posesión “no-yo”. No solo le permiten soportar la ausencia del otro, sino que generan una posición deseante: la primera y singular experiencia del acto de jugar. Crean una metáfora psicomotriz viva en potencia; experimentan el poder del hacer, de mover, tocar y sentir lo propio en otro que no deja de ser él. Lo acarician, lo tocan, le hacen sentir los sentidos. Y, sin darse cuenta, comienza a experimentar el trampolín del deseo de desear extendido a algunas cosas, objetos o sensaciones en un umbral que excede al cuerpo, a la piel, y se configura en la imagen cenestésica corporal. La singularidad de esos objetos, en devenir, es que no son juguetes para jugar; no alcanzan el estatuto de ficción pero, sin embargo, simbolizan y al mismo tiempo, son reales. Los sienten, desean sentirlos, porque al hacerlo –por ejemplo, con una pequeña sabanita, un peluche, una telita– le devuelven la sensación de ser único. Desde ese instante, puede tocar, mover, tocarse, moverse y, fundamentalmente, hacerse mover por otro que lo lleva a una experiencia de dimensiones diferentes. El pequeño toma el riesgo, realiza la experiencia fecunda de la infancia: para existir, crea e inventa lo que no existe. Una sensibilidad generosa que él produce en ella y es esencial en la amistad: poder ubicarse en la posición del otro. Es así como comienza a tomar concienciade que, sin los otros, no existe; él se asemeja y se transforma en ellos, tanto como ellos lo hacen con él. En este sentido, no consideramos lo transicional como una “zona intermedia”. No se trata de una transición de una zona a otra; tampoco se origina en un lugar y llega a otro. Lo tomamos como la puesta en acto de una transformación no determinada, sostenida por el placer del movimiento de hacer. Sin pensar ni sentir lo que puede alcanzar o adónde pueda trasladarse, no es del orden del cálculo sino del acontecimiento que inscribe y excribe la memoria inconsciente. TOMAR, VESTIR, INVESTIR UN OBJETO… ¿PARA HACER AMIGOS? La belleza en movimiento de la experiencia infantil radica en la sensibilidad; no es interna ni externa; fluye, juega en el “entre”, lo constituye. Coexisten lo pulsional, la imagen del cuerpo y la plasticidad. La sensación cenestésica le otorga continuidad a la realidad sensoriomotriz y hace uso de ella, de los objetos, de las cosas que toca, que toma como sostén de un territorio singular, que se desterritorializa a medida que crea otros; un entrecruzamiento que marca y encarna la existencia de los más pequeños. Nos llama la atención la realidad de algunos niños cuya experiencia sufriente los impulsa a tomar un objeto (broche, palito, tijera, autito, animalito, etc.) y usarlo, pero en lugar de hacerlo en función lúdica (para jugar, como juguete), de salida y apertura hacia el otro, ellos utilizan el impulso psicomotriz como defensa frente a cualquier cambio o transformación. Mueven el objeto para mantenerse en el mismo lugar (abren y cierran la tijera, hacen girar la rueda del autito, sacuden un palito); necesitan tocarlo, sentirlo, no pueden desprenderse de esa sensación que forma parte de lo que hacen. El niño y el objeto en cuestión crean un movimiento reproductivo, compulsivo, que no admite la alteridad, la singularidad de la metamorfosis. Con habilidad, fijan el tiempo, mantienen el ritmo y la acción en la misma frecuencia y velocidad. Configuran un movimiento en potencia de padecer, rehúyen la experiencia con otro, que implicaría salir de esa posición única y solitaria. La relación con ese objeto adquiere tal magnitud que, al registrar la presencia de otro, lo rechazan a través de ese mismo movimiento, que no llega a ser un gesto; por el contrario, el pequeño se mantiene en una soledad desolada sin generar ninguna otra demanda, más allá del objeto con el cual conforma la solidez y contundencia de una experiencia centrípeta y alienante. Si partimos del hacer del pequeño, de su modo de relacionarse con el objeto (sea cual fuere), tendremos la chance de transformarlo en gestualidad y, de allí en más, en juguete. A través del “entredós”, ellos toman el riesgo y se lanzan hacia otro espacio, propio del impulso deseante. Si les interesa ese movimiento gestual, el objeto (la cosa) pasa a otra categoría, deviene otro con eso que realizan. Es el origen del deseo de ficción que los lleva a una travesía, con la esperanza de procurar encontrar lo que aún no saben. El descubrimiento del otro, del deseo de desear como condición de existencia en comunidad, hace que los pequeños encuentren en los juguetes, en los objetos o en las cosas para jugar la primera sensación de intimidad, también de compasión. Aman a sus juguetes, los cuidan, no quieren perderlos. La imagen del cuerpo se extiende a ellos y toma otra fuerza, hasta llegar a metamorfosearse y constituirse como personajes o posibles amigos imaginarios, a través de los que experimentan existir con el otro. En esa desposesión de lo propio se pone en escena la ley de las alianzas y la plasticidad de la experiencia infantil junto a otros niños y niñas. La temática de este apartado se vincula con lo expuesto en el capítulo I y en el capítulo II del recorrido práctico. NOTA 1. Clinamen es una palabra latina que significa “inclinación”. Es empleada por Lucrecio en su obra De rerum natura para traducir la expresión griega kínesis katá parégklisin, o movimiento desviado o inclinado (parénklisis), opuesto al movimiento meramente vertical. El clinamen sería el movimiento de desviación de los átomos que permitiría que en su movimiento en el vacío colisionasen unos con otros. De esta manera, Lucrecio quería perfeccionar la teoría del atomismo antiguo, elaborada por Demócrito y seguida por Epicuro. (Fuente: Enciclopedia Herder) Capítulo 2 LA RELACIÓN DEL NIÑO. ENTRE EL MUNDO, LAS COSAS Y LOS AMIGOS ¿PARA QUÉ JUEGAN LOS NIÑOS Y NIÑAS ENTRE SÍ? ¿Cuál es el deseo que reúne y convoca a los pequeños? ¿Qué tienen en común? ¿Para qué estar junto a otros? Cuando juegan, lo hacen entre varios. Unos van, otros vienen, sin ningún orden. Los cuerpos en movimiento se acercan y se alejan, dan vueltas, se rozan, se divierten, deseándose para hacer de nuevo un ritmo conjunto; el brillo compartido en el quehacer corporal imaginario y simbólico se asienta en la imagen del cuerpo. Al hacerlo, generan bordes, cortes, alianzas que delimitan la acción, bordean la ficción y recrean lo comunitario. La cultura en la que nacen, crecen y se desarrollan está atravesada por deseos, fuerzas, relaciones e intensidades propias de la época, el lugar y la historia que les toca vivir. Los niños y niñas poseen desde la más tierna edad (en la primera infancia) relaciones que no son familiares –y, sin embargo, son vitales– por ejemplo, con los animales, las plantas, el espacio, los objetos, los olores, la comida, los juguetes, los cuerpos y los otros. Los animales se mueven solos, tienen vida, emiten sonidos –a veces raros–, hablan otra lengua, saltan, giran, juegan, comen, corren. Los pequeños ven que hacen cosas diferentes de las que hacen ellos; una entrañable extrañeza crea la instantánea relación que establecen entre sí, sin preguntarse por qué ni para qué. Muchas veces los imitan y, al modo de una mímesis, se dejan seducir y los acompañan como pueden. Para ellos, son personajes con los que juegan o que los llevan a algún lugar inesperado. Lo extraño los seduce y también puede atemorizarlos; de una u otra forma, juegan el cuerpo y la imagen corporal que hace del afuera el adentro y viceversa. Las infancias en escena registran la vida de las plantas, el olor, los cambios, las flores, los pétalos y los cuidados que necesitan. Al regarlas, ponerlas al sol y tocarlas miran las transformaciones, las hojas que se mueven, los nuevos brotes que aparecen, las raíces que, en contadas ocasiones, se hacen visibles. Conforman el reflejo viviente de un mundo en constante cambio. Captan los pequeños movimientos, simples o complejos, que se relacionan con ellos por el placer de existir juntos: ¿cómo sería el mundo sin flores, árboles, gatos, peces, perros, caballos y pájaros, sin plantas y animales? Antes de percibir la realidad, está el deseo afectivo, libidinal, disponible para ellos. El encuentro entre el impulso deseante y las cosas vivientes deviene metamorfosis de la relación afectiva que quiebra la objetividad para aprender lo singular de su historicidad. Los pequeños componen una red de alianzas, conjugan sensaciones con las cosas, objetos y juguetes que los rodean. Comienzan a tocarlos, verlos, olerlos o simplemente sentirlos. En vaivén, el pensamiento tiene movimiento. El movimiento de descubrir el mundo mueve a los niños; existen en una posición curiosa, nómade. El lenguaje opera como puente; vela y devela los sueños más placenteros, pero también los más terroríficos, en los que se encuentran solos frente a lo desconocido. Son situaciones tan comunes como necesarias para generar la combustión del sentido y ubicar otro borde, un litoral posible para lo que les resulta imposible de comprender, significar o decir. Y son fuente del quehacer social, fluctuante, lleno del equilibrio y desequilibrio propio de la filiación, la connivencia y la identidad comunitaria. Durante la pandemia COVID-19 que padecimos recientemente, todo esto se vio empobrecido o saturado; muchos niños se vieron privados de la libertad de mirar, escuchar y descubrir mundos que nopudieron explorar, aprehender o tan siquiera intuir. Pues, para que se ponga en acto la herencia comunitaria, hace falta un plus psíquico que está ligado y atravesado por el don de amor, la realización placentera del enlace con las cosas que al niño le pasan y siente, y las relaciones que hace y deshace constantemente, para crear otras. Al confrontarnos con lo cotidiano durante los meses de aislamiento, sobre todo las infancias que recién descubrían el mundo se vieron privadas de la experiencia que implica ser llevado a otro espacio relacional (un supermercado, una plaza, un bar, pasear por la calle, mirar a otros niños). No tuvieron la posibilidad de escuchar otras voces, de oír sonidos distintos, diversos olores, sensaciones diferentes, ni de observar cómo se relaciona un adulto con otros o de registrar los cambios frente a lo nuevo. La capacidad de recepción sensorial se vio afectada, lo que llevó a que muchos niños y niñas se encerraran espontáneamente en su propio mundo: las paredes de su casa, lo familiar, los sabores, los sonidos conocidos, que a su vez aseguraban, resguardaban y defendían del “peligroso” afuera. Nos llama la atención y nos preocupa que, en este tiempo de pospandemia, haya vez más consultas por supuestos diagnósticos de autismo de niños y niñas entre los dos y cuatro años, porque presentan dificultades en el juego con otros, el lenguaje y el aprendizaje. De algún modo, continúan en distanciamiento, en aislamiento, usando un “barbijo psíquico”; en lugar de estar abiertos a la recepción, permanecen en esa franja en la que se encierran en los propios sentidos que ya conquistaron. ¿Es posible desconocer la potencia de la impotencia que para ellos implicó atravesar la pandemia en un mundo que se le presenta por primera vez? No son autistas ni están retrasados, sino que han tejido una manera de existir que les permitió vivir sin abrirse al encuentro de lo diferente, ya que ellos encarnaban el tiempo de la pandemia, que los tornó vulnerables ante cualquier cambio. Ahora les cuesta abandonar la posición en la que se les presentó el mundo. Muchas veces tienen dificultades para hablar, fragmentan el lenguaje, repiten palabras, generan rituales y algunas experiencias fijas que dificultan el aprendizaje y la relación. Les resulta difícil salir al encuentro con el otro y el mundo. Los adultos, en la inmediatez propia de esta época, les colocan los rótulos de autismo (TEA), retraso grave en el desarrollo, trastorno específico del lenguaje; los etiquetan como disatencionales u oposicionistas desafiantes, entre otras categorías diagnósticas que, descontextualizadas de esta situación y de la propia singularidad, encierran a niños y niñas en la comunidad de aquellos que no tienen comunidad, los excepcionales, agrupados según su patología. Los niños y niñas le suponen vida a todo lo que sienten: a los animales, las plantas, los bichitos, los objetos, las ramitas, los juguetes, a quienes aman a través de la experiencia. Los quieren, cuidan y protegen frente a la intemperie solipsista de la soledad. La propia sensibilidad los lleva a intuir el peligro siempre latente de ser abandonados. Sin duda, se alimentan las fantasías originarias de poder ser dejados de lado, abandonados o descuidados, actualizadas por la época pandémica y la enfermedad. Para los más pequeños, el mundo y las cosas sostienen un aura (como sugiere Walter Benjamin), un “no sé qué” que los cobija, los aloja; algo extraño y familiar, sostenedor de la plusvalía afectiva, que causa la curiosidad y el deseo por la vida. Los pequeños sustentan este modo de relacionarse porque están abiertos a la recepción, a recibir lo que proviene del otro. El amor parental y familiar recogido en cada gesto es devuelto y donado a ellos, también al mundo que los rodea, y forma parte de la imagen corporal –singularidad plural– que se recrea constantemente. Durante el tiempo de la infancia, niños y niñas sienten que el mundo y las cosas que lo componen los aman y amarán siempre. Es lo que denominamos “el plus del don”. Más allá de la acción, juegan la capacidad de recibir y de donar lo que sienten, realizan afectivamente el lazo social. Conjugan sensaciones donándoles el afecto recibido; precisamente, son ellos los dadores. De este modo, enlazan, generan red y se identifican con la experiencia que llevan a cabo. Existen en eso que hacen. Pertenecen a la sensibilidad comunitaria y colectiva, al mismo tiempo, íntima. La sensación de intimidad es parte del don; lo que se pierde no se recupera, sino con la entrañable compasión junto a los otros niños. Ellos giran, dan saltos, se dejan llevar por la ocasión sin ninguna meta o dirección preestablecida. No encuentran lo que van a buscar, porque no saben qué tienen que encontrar. Oscilan en una vibración, un cierto temblor que los inquieta y a la vez invita a jugar el misterio curioso de lo insospechado, improbable pero, por eso mismo, deseante. ENTRE LO INDIVIDUAL Y LO COLECTIVO: AMIGOS Y AMIGAS Apenas pueden, los pequeños despliegan el deseo de ficción en el poder de la afirmación negativa (el “no”) que han recibido del otro, un límite infranqueable e imposible: “no” se puede romper, “no” se puede tocar, “no” se puede volar, “no” se puede matar… pero sí se puede hacer “como si” fuera posible hacerlo. Este límite abre, ordena, libera, orienta, organiza y ubica un borde, a partir del cual la relación con amigos y amigas puede sostenerse. Origen incierto y a la vez audaz del sentimiento de complicidad, travesura y ternura con otros. La experiencia con los otros lanza al niño hacia el afuera. Los amigos y amigas ocupan otra dimensión a partir del “no” que, si bien restringe, libera y les permite convivir con lo diferente. La semejanza implica también lo dispar, lo extranjero y lo imposible, una diferenciación irreductible entre ellos y los otros. La experiencia de la amistad pone en juego la dualidad accesible e inaccesible al mismo tiempo; esta diferencia, en lugar de alejar o distanciar, reúne, congrega, enlaza lo colectivo. Es un verdadero movimiento ritmado en la existencia que acopla, asocia y anuda. Niños y niñas producen cosas, garabatos, dibujos, juguetes, aventuras, collages, ficciones. Al hacerlo, constituyen un hacer en el que son realizados por aquello que hacen. Es un acto transitivo e intransitivo que no se acaba en la obra y mucho menos en el producto. Los chicos son efecto y causa del placer en lo que construyen, donan al otro y pueden recibir lo que no tienen ni son, una originalidad que les permite exiliarse del cuerpo a través de aquello que hacen y comparten. Para las infancias, las acciones que llevan a cabo no configuran el término o el final de un proceso: son el camino para engendrar, inventar, curiosear. Hacen, deshacen y rehacen todo el tiempo lo que quieren; la repetición significante quiebra lo inmóvil, lo inmutable; logran hacer posible lo imposible y que lo que es, no lo sea. Conforman así, una vez más, el placer ficcional de hacerse en el hacer. La excitación de los chicos por lo nuevo no reside en lo ya pensado, sino en el hallazgo del descubrimiento. Lo incomprensible despierta sentidos, causa deseos de desear que, hasta ese momento, no existían. Distribuyen y modifican cosas, no con una finalidad o para un uso determinado, sino por el pulsional placer de hacer nada. Inutilidad de cualquier cosa, devenida juguete por el placer de realizarlo. Y, al hacerlo, la cenestesia se liga al goce creativo por el cual, por ejemplo, el niño es juguete sin dejar de ser él. Cohabita en dos lugares simultáneamente, realidad cuántica e isomórfica propia del acto lúdico. Por lo tanto, los otros, los juguetes, los amigos y amigas semejantes a él son esenciales para la génesis del universo simbólico. El símbolo nunca es el objeto en sí; más bien, lo niega. Esta negación (no es de verdad, sino “como si”) da paso a la imagen del pensamiento que lo libera del cuerpo órgano, hasta hacerlo existir donde no es. Esta rebeldía frente a las cosas en sí misma enuncia la negacióncomo función estructurante de lo simbólico y la imagen corporal. El espacio en red que entretejen permite a la vez existir en la superficie y en la proximidad de las cosas, en lo múltiple y en soledad, en lo único y en la generalidad, entre lo singular y lo colectivo. El “entre” puede romperse, desligarse, para volver a ligarse y recomenzar. Una descentración central que pone en escena lo infantil de cada infancia, esencial para la heterogeneidad y la plasticidad de la experiencia. Ritmo simbólico e inconsciente del hacer, que se realiza al compás del otro y lo otro. Riqueza que se opone a lo obsceno del malestar coagulado en la opacidad del sufrimiento. La repetición de lo diferente y la diferencia, en tanto repetición, conforma las condiciones inconscientes de la disparidad e intensidad afectiva. Así juegan el amor por el mundo y sienten que el mundo los ama, pero también, ante cualquier situación en la que entra en cuestión la imagen corporal, tienen miedo de perder el amor. En definitiva, temen quedarse desprotegidos, aislados, desguarnecidos y solos. La ruptura de un simple objeto –un vaso, una botella–; un juguete que deja de funcionar, se pierde o no se encuentra; un grito agudo, estridente; una pelea, una agresión o un gesto violento de otro niño o adulto… Frente al enojo como límite del mundo de los grandes, todas esas cosas pueden significar para el niño una experiencia vivida como desamor, abandono o desesperación. Frente a esto, necesitan recuperar rápidamente la sensación de unidad, de existencia, de la presencia del otro en él –llámese juguete, objeto, planta, animalito, otros, y hasta de lo otro como causa de lo colectivo– que no deja de alojarlo, ofreciéndole la hospitalidad. Si el Otro y los otros no están, ¿qué hacen los pequeños en esa situación? ¿Cómo reaccionan ante la sensación de fragilidad y abandono? Entre la presencia infalible y la ausencia desesperada, en ese vértigo y zozobra transcurre lo azaroso de la experiencia infantil. Cuando un niño o niña le dice a otro “no sos más mi amigo”, ante la pérdida de amor se patentiza en acto la ausencia e incluso puede tornarse real y desesperante. La sensación de displacer coloca en acto y en juego la imagen corporal. La potencia del malestar se hace presente en la impotencia, hasta alcanzar escenas violentas o agresivas de una cierta transgresión corporal hacia el otro o hacia él mismo, sin poder salir de ellas. Los niños saben desde el comienzo que hay alguien que los aloja; lo múltiple está en el origen, va produciendo la relación con otros. Como un gran collage laberíntico, componen diferencias, semejanzas e ideas; entre ellas, generan las de lo propio, lo “mío”, lo “tuyo”, y el “entre”: “lo nuestro”. Lo común que enlaza lo comunitario en tanto acontecimiento y realización afectiva no es un placer sublimatorio; por el contrario, es el acto que hace con los otros y a la vez se “divide” en ellos. Hay unión, comunidad, solo porque hay separación, movilidad y pluralidad. No se trata de lo individual sino del “entre”; de exponerse a él, a esa existencia en devenir, singular plural (tal como lo plantea Jean-Luc Nancy). En la experiencia comunitaria, dispar, el niño deviene otro de sí, y solamente desde ahí entreteje al otro como sí mismo, al compartir la existencia, lo común y lo diferente. En su mundo, los adultos trabajan para vivir, pensar, actuar; de hecho, Freud se refiere al trabajo psíquico del duelo, de los sueños, de los actos fallidos, de los síntomas. La existencia en el mundo de los grandes adquiere consistencia por el lazo social a partir del trabajo. En cambio, los niños y niñas no trabajan: juegan. Lo hacen con la imaginación, las palabras, los sueños, los pensamientos. Los interrogantes más inverosímiles, pero por ello mismo verdaderos. Entretejen el más vivaz deseo de ficción que motoriza el movimiento y el tiempo en lo actual, entre la virtualidad del pasado y el porvenir, como un verdadero cristal del tiempo que se multiplica en cada acontecimiento, siempre por vivir. De esta manera viven la experiencia en la cual coexiste la temporalidad psíquica, en la imagen corporal que los sostiene en la comunidad. Los niños, a pura pérdida, donan el amor porque sostienen la creencia de que son amados tanto como ellos pueden amar. Inventan (palabra que, etimológicamente, proviene del latín invenire, “hallar”) la experiencia primigenia e incondicional del amor: la de amar sin esperar ser amados. Ese es el modo esencial de sentir el amor en la amistad. En la época actual, una de las funciones esenciales de la institución escolar es dar lugar a la experiencia comunitaria, colectiva y hospitalaria de la amistad. El quehacer social de las infancias pasa por la escuela que las reúne, convoca y aloja para aprender; hay experiencias que ellas solo pueden realizar en la escuela. El aprendizaje compartido se transforma en un modo esencial y estructurante de existir y de relacionarse con los otros, la época, las cosas que suceden y las maneras de pensar. La temática de este apartado se vincula con lo expuesto en el capítulo III y en el capítulo VIII del recorrido práctico. Capítulo 3 LA PLASTICIDAD DE LO COMUNITARIO¹ EN LAS INFANCIAS INSCRIPCIÓN Y EXCRIPCIÓN DE LO SOCIAL EN LAS INFANCIAS La primera hospitalidad como condición incondicional de vida es el nacimiento. Gracias a ella, a otro cuerpo que encarna el deseo de donar, los recién nacidos encuentran el refugio amoroso que los cobija dentro de una comunidad cuyas leyes y alianzas sostienen lo singular de su ser en común. Los niños y niñas son esos seres que tienen hambre de lo que ven, sienten, imaginan y ficcionan. Ignoran el mundo y lo aman tal cual lo viven. Aprenden todo aquello que sienten en la intensidad del momento deseante. Para los más pequeños, todavía no hay caminos armados, desarrollados, establecidos mediante normas, adquisiciones y competencias. Tampoco tienen un saber, una habilidad o un conocimiento ya decidido; se hallan en la posición susceptible, plástica, de recibir aquello que se les dona o se les da. No entienden para qué ni por qué. Confían en el universo del Otro y en el mundo que les dio vida. Por haber nacido, inconscientemente sostienen una deuda simbólica imprescindible e impagable, para poder abrirse a la comunidad que los cobija. No solo necesitan que se inscriba esa vital experiencia amorosa, sino también que se excriba (hacia afuera), en dirección al otro y a la comunidad. La excripción conjuga el borde entre el afuera y el adentro, un litoral ficcional que desborda la piel de las escenas infantiles y las hace coexistir en las relaciones con otros, orígenes del sentimiento de confianza, amistoso y comunitario. La comunidad no es una propiedad ni está en lo dado, sino en aquello que falta, que hay que donar, dejar por otros, desposeer, en el devenir intenso y relacional de existir en lo colectivo. La imagen corporal de uno se toca con la del otro en la experiencia infantil, bajo el sesgo de la ficción. Lo comunitario nunca está en un lugar fijo, estático; implica movilidad y plasticidad. Se transforma, inscribe y excribe multiplicidades que no están dadas de antemano. Justamente, cuando a los niños se les colocan rótulos diagnósticos, se establecen comunidades encerradas, restringidas y limitadas a los propios signos que especifican la patología. Por ejemplo, comunidades de “autistas”, “Dawn”, “Asperger”, “disatencionales”, “hiperkinéticos”, “desafiantes y oposicionistas”. Cuando los niños y niñas sufren, el primer entretejido que se resiste es la relación con los otros, amigos o amigas, semejantes o prójimos. El malestar en la infancia se excribe, se da a ver, a oír y a jugar en la relación, en el vínculo con los otros. Ocupados en su propio padecimiento, la experiencia relacional es afectada, sin que puedan recibir ni donar lo que sienten. El síntoma y la repetición gozosa muestran esta realidad. La infancia se expone en la construcción del quehacer comunitario; al abrirse a lo colectivo, sostiene cierta sospechade no ser aceptada tal cual es. El otro representa la alteridad, que rompe cualquier narcisismo de lo único o lo particular. El prójimo, los demás, el exterior pueden reproducir la sensación latente de temor a ser abandonado en la acuciante, desolada soledad. Diagnosticar y rotular descaradamente a los más pequeños presentifica la crueldad de una sentencia que desacredita la filiación. Aparece entonces la insoportable sensación absoluta de ser parte de una comunidad que carece de lo comunitario. En estos casos, los otros solo son quienes comparten los estigmas que los encierran y anulan en los padecimientos invalidantes, ligados a la enfermedad o anormalidad. La intensidad de ese imperativo diagnóstico pone en cuestión la función del hijo, la genealogía y la herencia, en tanto deuda simbólica que liga entre sí a las generaciones. El quiebre de estos espejos identificatorios cuestiona la ley de alianzas y la plasticidad comunitaria, presentándose a sí mismo en el déficit. Las madres y padres, sin darse cuenta, comienzan a formar parte de la comunidad del síndrome. Quedan hermanados –fusionados– por la propia (impropia) patología, la nominación que los re-nombra en la común discapacidad, desde donde solo pueden integrarse o incluirse a partir de la excepcionalidad que coacciona la singularidad hasta generalizarse en la patología. SER Y REALIZARSE CON LOS DEMÁS Los niños y niñas realizan la experiencia comunitaria al mismo tiempo que la comunidad los hace a ellos; allí reside la única libertad posible: la que se ejerce junto a otros. Este acto potencia a cada sujeto hacia un territorio en constante variación y disparidad. Existir en lo colectivo permite tomar distancia del cuerpo. Para las infancias, la verdad no viene dada. Deben hacerla y rehacerla constantemente a través de la experiencia, que no preexiste; el acontecer se enfatiza a través del acto de jugar. Los acontecimientos en la infancia modifican la forma de vida y ella trastoca, provoca al lenguaje; este, a su vez, conforma la plasticidad de lo vivido. Al recibir el lenguaje, los pequeños pliegan el afuera, lo inscriben como don de amor y lo excriben, donando para otros. Una metamorfosis que ofrece la sensible dulzura humanitaria. La amistad es una alianza; luego se pierde, se desterritorializa para crear otro territorio en el que generar otras series, redes que transportan a otra posición. Cuerpo en apertura en un ritmo pulsional de entrada, recepción, donación y salida. Los amigos y amigas se juegan en el umbral, una zona común y diferente, a la vez multiplicadora de dimensiones, tiempos y espacios que reverberan en la imagen corporal. La amistad entre los niños y niñas nunca termina; en realidad, finaliza cuando no vuelve a empezar, resonancia inconclusa de una melodía que se continúa en red, al anudar nuevas relaciones incorporadas a las otras. Si los niños dejan de jugar juntos, no recomienzan la comunidad de esa alianza: crean otra, con otros, en un sinfín de posibilidades. La madre de Bernardo, un niño de once años, relata angustiada: “Mi hijo ha sido diagnosticado desde muy chico como TGD (trastorno general del desarrollo), retraso madurativo, cognitivo, del lenguaje y psicomotor. Va a la escuela con la AT (acompañante terapéutica) desde que comenzó a concurrir a la institución educativa. Los chicos del grado lo incluyen mientras está la acompañante, pero cuando no –como, por ejemplo, en los cumpleaños– no lo invitan, porque no está ella. Entonces no puede ir, se pone muy triste, y esa tristeza me deprime a mí”. Hace seis años que Berni concurre a la escuela y está en el mismo grupo con los mismos chicos y chicas; supuestamente, todos lo incluyen, lo aprecian, no lo discriminan. Pero, por fuera de lo escolar, nunca lo convocan ni lo invitan a salidas, piyamadas, juntadas o tan siquiera cumpleaños. Realidad dramática, panóptica que, como el pequeño Bernardo, sufren muchos chicos y chicas “incluidos” pero desintegrados, excluidos, tristes, aislados de la experiencia en juego de la amistad. Sin amigos, la tristeza cruel de no compartir con otros el espacio comunitario los encierra en el propio encierro de la supuesta inclusión. ¿Es posible pertenecer, integrarse a la comunidad sin tener ninguna amistad? La amistad permite a niños y niñas ser otros de sí mismos; nunca implica adaptarse a una forma o modelo ni mucho menos producir una supuesta “habilidad social”. Devenir amigo de otro implica compartir la diferencia a un ritmo, inventar un umbral entre ambos que no pertenece a ninguno. Contrapuntos de fuerzas e intensidades desiguales, azarosas, sensibles, que redistribuyen y recrean dimensiones a constituir, a combinar. Movimiento amistoso, en vaivén, zigzag que rompe lo evolutivo, homogéneo y hegemónico, para introducirse en otra dimensión entre los dos, tres, cuatro, que no tiene que ver con el uno y el otro, sino con lo que acontece “entre” ellos. Son mezclas todavía indeterminadas, muchas veces “explosivas”, que conllevan conflictos, peleas, amores y desamores. Es en ese espacio donde se realizan los espejos móviles del tiempo, una experiencia fecunda de cuyas huellas, marcas y trazos decanta cada infancia. Siguiendo esta línea, podemos decir que ninguna amistad es cognitiva ni pedagógica… ¿Acaso puede enseñarse la amistad? ¿Hay métodos o habilidades para hacerse amigos o amigas? La amistad tampoco evoluciona ni puede medirse; se fuga a la intimidad de un tiempo lógico y comunitario que está en falta, renovándose en la plasticidad simbólica. La identidad nunca llega a un final absoluto; sin ser un producto, fluye; siempre está en el medio, entretiempo en movimiento. A medio camino entre una cosa, un paisaje, una frase, un recorrido, una travesía y otra, los amigos y amigas circulan entre las palabras, el lenguaje, la ficción, la imaginación, en un “entre” travieso, afectivo, rebelde y tierno cuya multiplicidad da paso al acto amoroso, amistoso, del don. El mismo se deja por y para otro sin reciprocidad ni retorno a pura “pérdida”; abre una forma de recubrir la deuda simbólica que cada vez origina la cultura, al ser invitado, alojado en la dulzura de la hospitalidad comunitaria y colectiva. LA INTIMIDAD, JUNTO A OTROS La finitud, el límite mortal, marca la inapelable verdad; la ficción, en cambio, confirma la infinitud del sentido. Por eso la infancia no se cansa de jugar con amigas y amigos al juego mortal, para producir la significancia de lo imposible. En el acto lúdico surge el sentimiento de compasión por otros, dramatizado en la preocupación por el dolor de los demás. Los niños donan la dulzura del deseo por el placer de ayudar a otros. El sinsentido insiste, crea el pliegue, un doblez del nuevo entretejido que no está ni dentro ni fuera, sino en el medio: en el “entre” existente e íntimo de la experiencia. El lugar del Otro es el espacio que afirma la imagen del cuerpo, por eso la niñez comparte el deseo de vivir en comunidad, siente que no está sola frente a las cosas que le pasan. Por primera vez, confían en lo colectivo como sentimiento comunitario. Los niños y niñas son umbrales del otro y los otros son umbrales de ellos. Coexisten en una zona florida en la que cada uno deviene otro de sí, experiencia deseante inconsciente. Los otros son movimiento, toque, palabra, límite, lenguaje y apertura de la niñez, en tanto ellos son también el otro. Verdadero y ficcional devenir de excripción e inscripción escénica que produce el misterio del don afectivo. Anudamiento y entretejido realizado durante la infancia, constituyente e instituyente del lazo social. Desdoblamiento simbólico, plural y heterogéneo del misterio profundo, errante, de la amistad. La relación amistosa lleva a pensar, origina pensamientos compartidos. A los chicos y chicas les encanta hacer locuras con los amigos; son transgresiones, tiernas travesuras posibles que se dejan desbordar por la ficción. Ellos, audaces, juegan en el límite o el límite juega con ellos. Confían y desconfían de los amigos; eso es parte del insondable misterio queirradia hacer cosas juntos. Muchas veces crean un lenguaje secreto, en común. Se entienden con los otros sin ninguna necesidad de explicar o definir qué están haciendo o a qué están jugando. Los lleva la convicción íntima, descentrada, de recrear y sentir lo de uno en el otro y lo del otro en uno. En ese momento cobra vida, vibra el gesto de la amistad como sentimiento de confianza, intimidad e identidad. Sensibilidad cenestésica, en común, propia de lo que ocurre entre los niños. En este sentido, la amistad es la potencia jugada en el territorio fugaz del “entre”, donde el devenir realiza y anuda la plasticidad escénica en lo social. Los amigos son condición de intimidad que ocurre por primera vez en el tiempo de la infancia. En ella conecta y habita el placer compartido con la sensación de convivir con otros en la complicidad del gesto íntimo. Lo simbólico encarnado en el símbolo se desprende de todo sentido dado; existe en relación, reúne solo a partir de la separación. Es una legalidad que se compone y comparte con otros. La pluralidad de la amistad conjuga el secreto del lazo social, la reunión, el enlace como soporte actuante del hacer sentido. No hay lazo simbólico sin la cofradía de la amistad. La vida de los amigos (por supuesto, también la de los imaginarios) da consistencia al símbolo e insiste en la incipiente curiosidad que nunca deja de ser un llamado al otro, en tanto símbolo de la amistad. Los niños descubren que no existe la vida sin los otros con quienes comparten los secretos, los sentimientos, la vergüenza, la intimidad y la sexualidad. ENTRE AMIGOS Y AMIGAS. LO COLECTIVO Quienes trabajamos con niños y niñas amamos la ficción desde el lenguaje y el cuerpo, porque lo ficcional es deseo, afecto, pulsión y experiencia. La ficción es ese extraño, falso y ficticio mundo que nos hace seres humanos; despliega cuentos, ideas y misterios para entrar en ellos; empuja a lo desconocido por la rebeldía y el placer de realizarlo. Amamos la ficción de y por el lenguaje, cuyo movimiento es travesía; él espacia el tiempo, anuda sensaciones, crea e inventa sensibilidades corporales. Para que no se pierdan, los niños las inscriben en el cuerpo, en la motricidad, hasta devenir la sutil gestualidad, siempre en relación al otro. Hacemos de la ficción la posibilidad de donarla como gesto de amor. Es una complicidad ficcional, un lazo social que contiene y expande dimensiones posibles. La amamos porque ella nos ama, nos aloja; somos sus huéspedes gracias al lenguaje que ensambla lo corporal hasta hacerlo existir en el deseo ficcional. Tocamos la ficción al mismo tiempo que somos tocados por ella; esa es la manera de recibir el padecimiento y el sufrimiento de los niños. No hay neutralidad en lo ficcional de las infancias, que enlazan lo real a través de la fuerza afectiva que nos afecta para viajar y llevarnos junto a los otros a un nuevo lugar. Apasionados por la experiencia infantil y el sinsentido de la ficción, lo irreal produce lo plural, la invisibilidad incierta de la novedad. Junto a los niños y niñas, entre ellos y nosotros modelamos lo imposible, para hacerlo posible en la curiosa verdad de la ficción. El movimiento deseante de la ficción nos demora, porque nos permite emanciparnos del cuerpo carnal e identificarnos con una imagen, a partir de la cual nunca estamos solos, pues siempre llevamos a otro en uno. La experiencia infantil enlaza, origina lo incorporal, lo más propio de la imagen del cuerpo. Cuando los niños y niñas juegan, la ficción es lo que no puede ser desmentido; ella, a diferencia de la fantasía, la plasticidad del escenario y la escena de la experiencia ficcional, sustenta la legalidad de la alianza al transformar lo inverosímil en verosimilitud. Y al poner en juego el secreto oculto e inestimable de ser y existir como otro. Una realidad cuántica en la que los chicos son y no son otros. De adultos, recuperamos lo infantil de la infancia, el fulgor de lo artesanal, captamos los signos que hacen que el mundo comience por primera vez, esa oriunda y originaria experiencia que despierta la verosimilitud de lo nuevo. Aprendemos de los niños a detenernos en los detalles del mundo, pequeñeces que siempre estuvieron ahí y no podíamos ver. Los olores, los movimientos del viento, el calor del sol, la luminosidad de la luna y las estrellas, el vaivén de las olas en el mar. La arena que cargamos y tiramos desde un recipiente, los moldes, que se forman y deforman agrupados alrededor del sentimiento en bricolaje de ser uno con ellos. Como el artesano, que es causado por aquello que ama –el carpintero por la madera, el zapatero por el cuero, el panadero por el pan–, recuperamos las insignias sensibles de la infancia para volver a donarlas. Así, las infancias nos ayudan a recuperar el trazado artesanal de la imaginación y la fantasía, la creencia en la posibilidad de lo increíble y lo fantástico como pura potencia, moldeada en lo carnal del cuerpo. Ser sensibles a la experiencia infantil de los niños nos permite recrear el propio acto inaugural que pone en juego la imagen del cuerpo abierta a la demanda y el deseo del otro. La temática de este apartado se vincula con lo expuesto en el capítulo I y el capítulo V del recorrido práctico. NOTA 1. El término latino communitas está formado por el prefijo con y del sustantivo munus, que significa don, obsequio. Esta temática y la figura del munus en tanto vínculo obligatorio y deudor, como pensamiento y origen de la comunidad, ha sido trabajada intensamente por diferentes autores, con los cuales se establece un diálogo a lo largo de todo este libro. Son ellos Georges Bataille, Maurice Blanchot, Jean-Luc Nancy, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Gerald Raunig y Roberto Esposito, entre otros. Capítulo 4 AMIGAS Y AMIGOS IMAGINARIOS IMAGINARIOS AMIGOS Las cuatro dimensiones de los amigos y amigas imaginarias son: la real, que pone en juego lo imposible y lo irrepresentable; la imaginaria, que conjuga imágenes secretas, creadas e inventadas; la simbólica, que anuda, hace y dramatiza el lenguaje afectivo y deseante de lo posible, y la comunitaria, que conforma la propia cofradía y, en la compasión por el otro, funda la creencia en lo plural y dispar. Apenas pueden, los niños inventan amigos imaginarios, utópicos personajes que a su vez los crean a ellos. Paradoja fundamental de la experiencia infantil, inventar y ser inventado por aquello que se inventa; pensamiento incongruente que sostiene la contradicción sin procurar resolverla. Al mismo tiempo es y no es el otro que inventa. Realidad cuántica de ser y estar simultáneamente dividido en lugares, tiempos y posiciones diferentes. La imagen del cuerpo en potencia sale de sus goznes, de su eje, y pasa por el otro, simbólicamente imaginario, que dona vida, habla, canta, juega, hace travesuras. El amigo imaginario desea; es el deseo de uno en el otro que retorna al niño como no coincidencia de sí mismo. Puesta en acto de la ficción que funciona en tanto presencia, puesta en escena que los pequeños hacen, realizan, en la audacia de transformar la realidad. El amigo imaginario genera una mutua dependencia: él depende del niño pero, en una sutil inversión recíproca, este depende también de él. El potencial existe tanto en la fuerza simbólica como en la afectiva, al enlazar y anudar el devenir que los causa a ambos. Sin duda, los niños crean una relación, tejen y entretejen pensamientos, ideas, ficciones, complicidades. Juegos que coexisten en la experiencia que hacen al mezclarse, relanzarse a lo nuevo de los encuentros; oportunidades que abren a la división y multiplicidad de una experiencia fugaz, heterogénea. Por unos instantes, los chicos se exilian y emancipan de sí a través del otro imaginario que no son, y son en tanto alianza que les permite ser ellos. En estas ocasiones no dejan de sorprenderse. Toman por sorpresa al pensamiento de algo que llega, inesperado, y se repite, opuesto a cualquier pensamiento tautológico o cerrado. En esta realidad simbólicamenteimaginaria, ¿quién sería el personaje de quién? Se trataría del devenir del niño en personaje y de los personajes en niños; entre ellos circula la rebeldía de la identidad y la diferencia, entrelazados por el placer de la realización. Aquello que realmente impacta no es lo que el amigo imaginario habla, propone o representa sino lo que le permite ver, hablar o proponer como verdadera apertura. Es una distancia, un intervalo que produce la invención de un secreto. Efectivamente, los chicos creen que manejan y dominan al amigo imaginario, cuando, al unísono, también son dominados por él. Esa vitalidad lógica que supone que el otro con quien se relaciona “es secreto, porque es otro”. Metonímicamente, el amigo imaginario abre la travesía a otra escena inaccesible sin él. ¿Es posible tocarlo, mirarlo o convocarlo? Si se lo toca, sería en lo intocable del toque: es imposible tocar el umbral, el límite entre ellos, el vacío, el intervalo que permite el anudamiento. La relación no se toca; intangible, perdura como huella móvil de una experiencia comunitaria y singular. La relación del niño con lo que no es ni existe lo lleva a él a existir en la ficción encarnada. Imaginación escénica en el empuje a reconocerse y atravesar lo imposible para hacerlo posible en ella. Los amigos imaginarios funcionan como una magistral caja de resonancia. Resonadores en eco que, sin embargo, retornan en la diversidad prolífica como efecto dramático del devenir personaje. El ritmo y la dulce o amarga tonalidad de la experiencia vibran en la plasticidad que se produce. La creencia ficcional que los chicos recrean deviene bóveda elíptica de mundos fantásticos. Conforma una escena disimétrica que se superpone y ensambla en otra sensibilidad cenestésica, que pone en juego la continuidad de uno en el otro y hace pensar a partir del otro que, sin embargo, no deja de ser él. Gesto potente de afectar y ser afectado, de recibir y donar. Más que un misterio oculto, el amigo imaginario es un enigma indescifrable. Personaje único e irremplazable, tampoco puede intercambiarse; nadie lo conoce ni sabe de él si no se lo presenta. Opuesto a la soledad y el abandono, él y los amigos imaginarios no solo acompañan, sino que recrean los mundos posibles. Empalman escenas huidizas, secretas; vibran en ellas; el “entre” creado deviene “realidad” afectiva, transducción en acto de otra realidad en juego que combina perspectivas sin revelar sus secretos. AMISTAD, ANAMORFOSIS Y CENESTESIA Los amigos imaginarios poseen una función similar a la intrigante anamorfosis¹: juegan en la perspectiva de acuerdo donde esté la mirada; son lo que puede verse entre lo visible y lo invisible: entre el semblante y el descubrimiento transcurre la travesía que captura y capta el deseo de desear. Tras el asombro y la perplejidad que nos suscitan los amigos imaginarios podemos percibir la fuerza simbólica que transmiten; conmovidos por ella, tal vez nos demos la chance de intentar entrar al mundo de los niños. De pensar, en ese ritmo corporal, cenestésico; de llegar a transformarnos en ellos, en “personajes” del otro en uno. Si esto ocurre, los adultos no solo podremos ser contemporáneos del niño que fuimos, que somos y que seremos; también tomaremos parte de la propia imagen del cuerpo, de la historicidad que él constituye a medida que somos causa y efecto de su deseo de ficción y podamos ficcionalizar la realidad en otros mundos u otras formas de vida posibles. A partir de eso, los chicos sienten que los entendemos y, en consecuencia, compartimos la sensación y el saber acerca de lo que les pasa, sea esto alegría, malestar, placer, tristeza o sufrimiento ligado al dolor de existir. No observamos desde afuera la experiencia infantil: nos introducimos en ella, la vivimos con los niños al dejarnos desbordar. En ese ritmo escénico recreamos la posibilidad del “entredós”, del devenir de una tercera zona ficcional donde podemos reinventar lo imposible. Los amigos imaginarios tienen una existencia fantástica; existen donde no están o están en tanto inconsciente como un modo de inscripción de otro o lo otro. Crean parte del pasado, de la memoria. Como amigos, producen la repetición de aquello que difiere de uno, no tanto a nivel de cierta repetición o expresión sino de lo que ellos inscriben, abren: una apertura como futuro anterior que no deja de nacer. De esta manera, enlazan otro deseo a partir del cual fundan la creencia en lo plural. Al pasar el tiempo, creemos que vivimos sin nuestros amigos imaginarios, pero en realidad jamás los dejamos ni ellos nos dejan a nosotros, pues nos constituyen. Cada vez que pensamos y hablamos solos en la más tierna intimidad, aparecen esos “otros” de cada uno, que tal vez unifican y velan el nos- otros de la infancia perdida, que no deja de actualizarse. Los amigos imaginarios –semblantes de unos en otros y de otros en uno– constituyen la anamorfosis de un personaje sin igual, único, que se desdobla para hablar consigo mismo desde el punto de vista del otro, en donde cada uno no es lo que es, sino la mirada y la escucha de los demás. Los amigos imaginarios son hospitalarios; alojan y son alojados, en una convivencia que anuda al conjugar la fantasía narrada. Son seres abiertos al despliegue y acogida de la diferencia; juegan, hablan, aparecen, desaparecen, opinan y, sin duda, expanden la imagen del cuerpo. La infancia es con otros o no tiene posibilidad de existir. Ex (fuera) sistere (colocar, estar). Al salir del cuerpo, tiene sentido compartirlo; una discontinuidad de la trama imaginaria que, tras la experiencia infantil, se reprime e inscribe en lo inconsciente. Cuando un niño sufre, se defiende y realiza estereotipias o rituales: reproduce la misma experiencia sin poder perderla para incorporarla y dar tiempo a que aparezca otro, un sinsentido que genera otro sentido por hacerse. Es esencial para todo niño incorporar la primera persona del plural (el “nosotros”) como acontecimiento abierto a la disparidad. Los amigos imaginarios confirman lo que pasa en el “entre nos-otros”; implica la distancia, la separación y el contacto en tanto toque, cuya consistencia intocable pone en juego la alteridad. Un ritmo donde la identidad se afirma como diferencia con otros para constituir la propia singularidad plural. LA IMAGEN DEL OTRO, DEL CUERPO, DEL NOS-OTROS Al mismo tiempo, los amigos imaginarios funcionan como memoria de un don tan originario como único e íntimo, que radica en ese movimiento deseante con dimensiones multifacéticas a desplegar. De a poco, los niños toman conciencia, perciben que hay muchas formas de estar y convivir con los otros. Se conmueven por ellos, confían genuinamente en entrar juntos con sus amigos a la ficción, en la que la experiencia infantil se produce y delinea posibles formas de vida, aún por realizar. Simultáneamente, el amigo imaginario se desdobla en otro que es “yo” y “no yo”. La imagen corporal se mueve, sale del cuerpo, pasa por el otro imaginario con el que dialoga, lo aloja y es alojado por él. El amigo imaginario desea; es el deseo del otro (de uno) que retorna al pequeño en tanto diferencia, como vivaz y audaz acción que transforma una vez más el mundo de la realidad en otro, en el que el pequeño ejerce la posibilidad de dar vida a una imagen, no tanto por lo que ella representa, sino por lo que da a entrever y posibilita. Esa potencia creativa lo entrelaza en la red comunitaria que lo cautiva. Cita con el propio e impropio “deseo imaginario”, en esta desmesura se crean verdades todavía desconocidas, pero no con el presumido afán de conocerlas sino de sentir el placer sensible y aventurero de la entrega y el enigma todavía indescifrable. Alojar al amigo imaginario es condición intrínseca de humanidad. Los pequeños fantaseados conforman un saber inconsciente no sabido por nadie, puesto en juego por la complicidad de lo imposible. Estas amistades imaginariamente simbólicas permiten circular afectos, reprimirlos y motorizar nuevos rumbos, y canalizan angustias, frustraciones
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