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Tesania Velázquez es magíster en Evaluación Psicológica y Forense por la Universidad de Salamanca. Es docente asociada del Departamento de Psicología de la PUCP. Es coordinadora del grupo de investigación en Psicología Forense y Penitenciaria y miembro del grupo de investigación en Psicología Comunitaria de la PUCP. Se especializa en temas de psicología penitenciaria, violencia de género, salud mental comunitaria e intervención en desastres. Tesania Velázquez Editora SALUD MENTAL Y COVID-19 Ana Sofía Carranza Risco • Cecilia Chau • Elba Custodio Espinoza • Adriana Fernández Godenzi • Cecilia Ferreyra Díaz • Adriana Hildenbrand Mellet • Valeria Lindley Llanos • Miryam Rivera Holguín • Javier Sánchez Calderón • Tesania Velázquez • Patty Vilela Salud mental y COVID-19 Tesania Velázquez, editora © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2022 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Imagen de portada: Laura Paulo Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición digital: mayo de 2022 Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2022-04164 e-ISBN: 978-612-317-749-2 mailto:feditor@pucp.edu.pe http://www.fondoeditorial.pucp.edu.pe A César Pezo In memoriam Índice Abreviaturas, acrónimos y siglas Introducción Tesania Velázquez Crisis sobre crisis: ciudadanía y salud mental en tiempos de pandemia Adriana Fernández Godenzi y Ana Sofía Carranza Risco Salud mental en los espacios educativos: desafíos y caminos Cecilia Ferreyra Díaz y Adriana Hildenbrand Mellet Violencia contra las mujeres y salud mental en el contexto de la COVID-19 Tesania Velázquez y Valeria Lindley Llanos Salud mental y poblaciones vulnerables frente a la COVID-19: estrategias comunitarias de familiares de personas desaparecidas Elba Custodio Espinoza y Miryam Rivera Holguín La salud y la promoción de la salud en tiempos de pandemia Cecilia Chau, Patty Vilela y Javier Sánchez Calderón Sobre l@s autor@s Abreviaturas, acrónimos y siglas Ceplan Centro Nacional de Planeamiento Estratégico DRE Direcciones Regionales de Educación Enaho Encuesta Nacional de Hogares Enceve Encuesta Nacional de Convivencia Escolar y Violencia en la Escuela Fenttrahop Federación Nacional Trabajadoras y Trabajadores del Hogar Perú MCLCP Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza MIMP Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables Minjus Ministerio de Justicia Minsa Ministerio de Salud OHCHR Office of the United Nations High Commissioner for Human Rights [Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos] OMS Organización Mundial de la Salud OPS Organización Panamericana de la Salud RIUPS Red Iberoamericana de Universidades Promotoras de la Salud Sinttrahol Sindicato de Trabajadoras y Trabajadores del Hogar de la Región Lima Senaju Secretaría Nacional de la Juventud UCI Unidad de cuidados intensivos UGEL Unidades de Gestión Educativa Introducción Tesania Velázquez La pandemia de la COVID-19 está afectando a todas las sociedades en diferentes grados y dimensiones. En nuestro país, ella ha puesto de relieve las desigualdades económicas y sociales, la precariedad de los sistemas de salud y las limitaciones en los servicios de protección. Igualmente, la crisis ha intensificado aquellos males sociales, como la corrupción, la precariedad institucional, la política y el gobierno alejados del bien común. Todo ello tiene un impacto considerable en el bienestar y en la salud mental de las personas, y más aún entre quienes están en situación de vulnerabilidad. En los dos últimos años, producto de la pandemia, los síntomas de diversos malestares y las experiencias de sufrimiento han aumentado y han sido más frecuentes. Crecieron los indicadores de violencia contra la mujer y demás integrantes del grupo familiar, así como la participación constante de jóvenes en conductas delictivas. Además, el cierre de las escuelas y la falta de acceso a la educación virtual ha generado la expulsión de cientos de miles de niñas, niños y adolescentes del sistema educativo. Asimismo, las medidas tomadas, como el confinamiento y el aislamiento social, han producido pérdidas de vínculos afectivos, entre otras problemáticas psicosociales. Estas situaciones nos exigen colocar el tema de la salud mental como una prioridad en la agenda pública. La afectación se traduce en cifras que dan cuenta de la vulnerabilidad a la que se ven expuestas ciertas poblaciones, como las mujeres, niñas, niños y adolescentes, así como personas con dificultades socioeconómicas. Por ejemplo, considerando únicamente cifras de violencia, se sabe que, en los primeros meses de la pandemia, se elevaron en un 25% las llamadas a la línea 100 del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) por parte de mujeres que habían sido violentadas física o psicológicamente, principalmente por su pareja (Jaramillo & Ñopo, 2020). Además, en 2021 el Ministerio de Salud (Minsa) ha dado a conocer que la proporción de casos atendidos entre adolescentes de 12 a 17 años ha crecido del 15% al 21% (Gob.pe, 2021). Solo con estas cifras se puede demostrar que existen distintos fenómenos psicosociales que se han agravado y están perjudicando la salud mental de muchas peruanas y peruanos, quienes experimentan estresores múltiples, en medio de una crisis sanitaria llena de miedo, dolor e incertidumbre. Ante estos procesos, surge la necesidad de analizar la salud mental desde un enfoque comunitario. En los últimos años, la noción de salud mental ha transitado de un enfoque centrado en lo intrapsíquico e individual hacia uno holístico y comunitario, en el que los contextos cultural y social cobran protagonismo, y la relación con el entorno y la comunidad definen el bienestar y la salud mental (Minsa, 2020; Rivera-Holguín & Velázquez, 2017; Rodríguez, 2009). Por ello, la pobreza, la violencia, la corrupción, la desigualdad y la discriminación emergen como problemas correlacionados directamente con la salud mental. Estas situaciones muestran el deterioro de las relaciones humanas, en las cuales el beneficio individual supera la dimensión colectiva. Efectivamente, constituyen problemas de salud mental porque se deteriora la relación y el tejido social, la posibilidad de confiar y generar bien común, con lo que se afecta la noción de un nosotras/nosotros, y se fractura la idea de un colectivo, de crear y vivir en comunidad. Desde nuestra perspectiva hablar de pobreza, violencia, discriminación y corrupción es también hablar de un impacto en la salud mental, porque limitan y dañan una convivencia saludable y el bienestar de las personas. Por eso, la salud mental nos implica a todas las personas en tanto ciudadanos y parte de un colectivo social. La pandemia por la COVID-19 requiere también un enfoque centrado en la promoción de la salud, en el que cuerpo y mente no son dos instancias escindidas, sino, más bien, imbricadas: se enferma el cuerpo, pero también la mente. Los procesos de afectación se producen de manera simultánea, el dolor del cuerpo es también producto del estrés, la incertidumbre y el miedo que nos han invadido en los últimos meses como personas y como país. Nada nuevo si miramos a nuestros pueblos originarios, quienes desde siempre han sostenido que la separación entre cuerpo y mente es artificial y nos invitan a un mayor diálogo con el cuerpo, los otros y la naturaleza. Desde esta comprensión de salud mental podemos señalar que la afectación en nuestra sociedad en tiempos de la pandemia ha supuesto un aumento del sufrimiento social (Kleinman, Das & Lock, 1997) y de las dolencias comunitarias; sin embargo, esto no ha sido igual para todas y todos. Hay quienes han sido más golpeados por encontrarse en situación de mayor vulnerabilidad, como niñas, niños, adolescentes, jóvenes, mujeres,comunidad LGTBIQ+, personas con discapacidad, entre otros. Además, hay grupos en nuestra sociedad que a lo largo de su vida van sumando historias de violencia y exclusión, porque no solo son víctimas en el contexto actual de pandemia, sino que acumulan experiencias violentas pasadas como es el caso de las personas afectadas por el conflicto armado interno. En estos casos las personas han buscado recuperar sus respuestas a sus anteriores experiencias para hacer frente a las nuevas situaciones de duelo. Por ejemplo, las mujeres se han organizado en grupos, en acciones comunitarias; se trata de un continuum que ahora puede incorporar experiencias de vida pasadas. Este libro privilegia las acciones de organización comunitaria, de acción colectiva y de sororidad que nos ayudan a identificar experiencias y respuestas que se han dado durante los últimos dos años. La capacidad de afrontar y resistir de las personas frente a la pandemia ha sido puesta en escena a través de la formación autogestionada de diferentes colectivos, comités, organizaciones, movimientos, ollas comunes, aynis, redes, entre otras. Especialmente, las mujeres, los jóvenes y las comunidades de pueblos originarios, desde la reciprocidad y la solidaridad, han generado mayores respuestas comunitarias. Ante los cambios —rápidos y permanentes— de la coyuntura social y política, así como la evolución de la pandemia, la escritura del libro ha sido difícil y compleja. Somos conscientes de que las secuelas de la pandemia son inabarcables desde una sola disciplina, pero hemos tratado de reflejar los avances en la investigación y discusión sobre los efectos sociales de la COVID- 19, así como los debates que se han generado en nuestro país respecto al deficiente manejo y gobernanza de la pandemia, a partir de distintas inconsistencias y contradicciones de los gobiernos de turno, y las respuestas políticas poco eficientes de los otros poderes del Estado. Por ejemplo, en 2020, se creó una estrategia para evitar el contagio, en la que hombres y mujeres salían de sus casas en días diferentes, decisión que, más que una ayuda, se convirtió en fuente de confusión, aumento de carga doméstica para las mujeres e incluso discriminación a poblaciones vulnerables como las personas trans. Otro ejemplo, con respecto a la educación, fue la circulación de mensajes contradictorios sobre protocolos y fechas de retorno a las aulas, hecho que fomentó nuevamente la confusión y retrasó el inicio de clases presenciales y otras urgentes medidas educativas. Salud mental y COVID-19 ofrece un conjunto de artículos que abordan diferentes aristas del impacto de la pandemia en la salud mental y que enfatizan las respuestas comunitarias por parte de la población. Este libro es un trabajo colectivo: hemos ido tejiendo, entre el conjunto de investigadoras, una red con el fin de buscar el diálogo y colocar nuestras inquietudes, afectos y subjetividades en la construcción de cada uno de los capítulos. Somos un conjunto de investigadoras con diferentes trayectorias y experiencias que hemos tratado de hilvanar de manera comunitaria esta propuesta. La lectura de este texto permite seguir la secuencia propuesta por la tabla de contenidos, en la cual hemos tratado de urdir los diferentes capítulos para una lectura fluida. No obstante, en función de los intereses del lector, pueden leerse los capítulos de forma independiente, porque cada uno es en sí mismo una unidad. Este libro, partiendo de una concepción comunitaria de la salud mental, propone que la pandemia ha exacerbado los problemas psicosociales existentes en nuestra sociedad. Para ello analizamos el contexto social y político marcado por una crisis permanente y cíclica que afecta el ejercicio de la ciudadanía e impacta negativamente en la salud mental de las peruanas y peruanos; el cierre de las escuelas —por dos años— ha sido una de las expresiones más dramáticas de esta crisis. La interrupción de trayectorias educativas y en muchos casos la expulsión del sistema educativo de niñas, niños y adolescentes constituye uno de los costos más altos de la pandemia en nuestra sociedad. Ante ello, tenemos que reconfigurar el espacio educativo para fortalecer el desarrollo integral, a partir de la promoción de la salud mental y el bienestar socioemocional. En la práctica esto implica fortalecer tanto los vínculos como la participación de estudiantes, docentes y familias, quienes son protagonistas de la comunidad educativa. Adicionalmente, proponemos que la violencia, uno de los fenómenos más complejos que atraviesa nuestra sociedad, es interpersonal, pero también estructural, y se sustenta en la falta de empatía y el desprecio por las poblaciones más vulnerables. Por tanto, ella afecta innegablemente la salud mental, y no solo de las víctimas, sino de la sociedad en su conjunto. Esto último se evidencia en la violencia contra las mujeres, así como en las familias con personas desaparecidas durante el conflicto armado interno. La pandemia y las insuficientes medidas sanitarias dictadas por los gobiernos generaron condiciones para incrementar la violencia contra las mujeres y, además, para volver a experimentar vivencias previas y emociones negativas, como en el caso de los familiares de las personas desaparecidas. No obstante, el libro rescata el uso de diferentes recursos y agencias puestas en escena por diferentes grupos de personas que convirtieron sus vulnerabilidades en acción y esperanza ante las constantes crisis y dificultades, con énfasis en la promoción de la salud colectiva y comunitaria. Ejemplo de ello son las ollas comunes, las movilizaciones de la Generación del Bicentenario, el compromiso de las y los profesores ante las adversidades, las organizaciones de mujeres, de vecinos, de personas afectadas por el conflicto armado interno, quienes apostaron por acciones colectivas y comunitarias como (re)activar sus redes de soporte, proponer la solidaridad mutua y la sororidad, revalorizar sus prácticas culturales para el cuidado de la salud, así como gestar acciones colectivas para salir adelante. De esta manera, cuando se promueve la salud se requiere actuar desde los recursos y las necesidades de las mismas comunidades, y debe darse protagonismo y control a las y los ciudadanos en la toma de acciones para el cuidado de su propia salud involucrando a todos los actores. Desde los gobiernos se requieren acciones intersectoriales que fortalezcan los servicios de salud en los ámbitos cuantitativo (mayor cantidad) y cualitativo (adaptación cultural). De parte de la ciudadanía resulta importante incrementar la agencia ciudadana y fortalecer la acción comunitaria, de tal manera que todas y todos apuesten por el cuidado de la salud personal y colectiva. En la pandemia hemos aprendido algunas lecciones. El cuidado de la salud debe ir más allá de modelos y respuestas individuales, asistencialistas y medicalizadas, para acercarse a la promoción y el desarrollo de iniciativas comunitarias que pueden ser sostenibles. Hoy más que nunca es importante afrontar la salud mental desde un enfoque comunitario, ya que la realidad social, política y, más aún, la pandemia nos afecta integralmente y nos instala en una situación de riesgo permanente. Solo pensándonos desde la empatía, el respeto, la ternura y el bien común podremos construir nuevas formas de vincularnos. Y solo trabajando en conjunto —Estado, sector privado y sociedad civil— podremos salir adelante como país, priorizando la salud mental y el bienestar de todas y todos. Referencias Gob.pe. (2021). Ministerio de Salud proyecta atender más de 1 200 000 casos por problemas de salud mental durante el 2021. Nota de prensa, 10 de octubre. https://www.gob.pe/institucion/minsa/noticias/543572-ministerio-de-salud- proyecta-atender-mas-de-1-200-000-casos-por-problemas-de-salud-mental- durante-el-2021 Jaramillo, Miguel & Hugo Ñopo (2020). Impactos de la epidemia del coronavirus en el trabajo de las mujeres en el Perú. Documento de investigación, 106. Lima: Grade. https://www.grade.org.pe/publicaciones/impactos-de-la-epidemia-del-coronavirus-en-el-trabajo-de-las-mujeres-en-el-peru/ Kleinman, Arthur; Veena Das & Margareth Lock (1997). Introduction. En Arthur Kleinman, Veena Das y Margareth Lock (eds.), Social Suffering (pp. 9-27). California: University of California Press. Minsa-Ministerio de Salud (2020). Guía técnica para el cuidado de la salud mental de la población afectada, familias y comunidad, en el contexto del COVID-19 (resolución ministerial N° 186-2020-MINSA. http://bvs.minsa.gob.pe/local/MINSA/5001.pdf Rivera-Holguín, Miryam & Tesania Velázquez (2017). Modelo de salud mental comunitaria. En Miryam Rivera-Holguín y Germán Vargas (eds.), Salud mental comunitaria: miradas y diálogos que nos transforman (pp. 95-113). Lima: Grupo de Trabajo de Salud Mental, DARS, URSpsi de la PUCP. Rodríguez, Jorge (2009). Violencia y salud mental. En Jorge Rodríguez (ed.), Salud mental en la comunidad (pp. 257-267). Washington D.C.: OPS. Crisis sobre crisis: ciudadanía y salud mental en tiempos de pandemia Adriana Fernández Godenzi y Ana Sofía Carranza Risco Grupo de Investigación en Psicología Comunitaria Pontificia Universidad Católica del Perú Tenemos una cultura de la guerra que está inserta en el corazón de la república, no sabemos convivir, tienes que matar al otro para poder vivir, no sabemos coexistir en paz. Mc Evoy (2021a) El Perú, a través de su historia republicana, nos muestra que la construcción de nuestra democracia ha sido siempre una tarea complicada y los últimos años, desde la vacancia del presidente Pedro Pablo Kuczynski en 2018, nos revelan que es aún una agenda pendiente con marchas y contramarchas. Se puede decir que frente a esta realidad, lo que caracteriza nuestro proyecto de nación es la inestabilidad de la democracia y las crisis políticas cíclicas y recurrentes, las cuales se han intensificado en los últimos años, sumándose, además, a esta situación, la crisis sanitaria mundial producida por la COVID-19. En este contexto actual de crisis sobre crisis en el que vivimos nos preguntamos: ¿cómo la pandemia impacta en el ejercicio de la ciudadanía, los derechos humanos y la salud mental de peruanas y peruanos que vivimos en un país que se encuentra en crisis política casi permanentemente? Este capítulo pretende responder esta pregunta desde el punto de vista de dos psicólogas peruanas que hemos experimentado en primera persona el manejo que los diferentes gobiernos¹ han tenido de la crisis sanitaria y cómo la ciudadanía ha respondido desde marzo de 2020, cuando llegó a nuestro país la primera persona contagiada por la COVID-19. Por otro lado, nos acercamos a la pregunta desde una comprensión amplia de la salud mental, alejada de una visión reduccionista que pretende entenderla solo como ausencia de trastornos mentales. En esa línea, las afectaciones en la salud mental de las personas se pueden asociar a «los cambios sociales rápidos, a las condiciones de trabajo estresantes, a la discriminación de género, a la exclusión social, a los modos de vida poco saludables, a los riesgos de violencia y mala salud física y a las violaciones de los derechos humanos» (OMS, 2018). Esta forma de comprender la salud mental nos permite vincularla a procesos psicosociales, entendidos como procesos que influyen en las relaciones que se establecen entre las personas, que a su vez están influidos por las circunstancias macrosociales en las que estas relaciones se dan (Montero, 2004). Estas condiciones macrosociales se vinculan directamente a las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales que construyen y moldean los modos de vida de las personas, les permiten o no ejercer plenamente sus derechos y su ciudadanía, habituarse o problematizar la realidad en la que viven y, en esa línea, se consideran aspectos importantes que impactan en la calidad o en la merma de la salud mental de la población. Crisis sanitaria sobre una crisis política (casi) permanente En 2016, Pedro Pablo Kuczynski llegó a ser presidente del Perú después de una segunda vuelta muy ajustada contra la candidata del fujimorismo, Keiko Fujimori (50,12% vs. 49,88%) (ONPE, 2016), quien perdía por segunda vez las elecciones. Estos números reflejan una fragmentación en la población peruana, la cual también se vivió en las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso de la República, donde el fujimorismo tuvo una bancada abrumadoramente mayoritaria (73 escaños, 56% del total). Desde el Congreso, el fujimorismo fue debilitando la estabilidad del Ejecutivo a través de la censura de varios ministros y su posicionamiento confrontacional generó la renuncia del presidente, a quien además se involucró en actos de corrupción y compra de votos de congresistas para que no se apruebe la moción de su vacancia. Frente a esta situación, asumió la presidencia el vicepresidente Martín Vizcarra, quien tuvo el apoyo de la población peruana por liderar una agenda anticorrupción. Con Vizcarra a la cabeza del Ejecutivo las tensiones en el Congreso no cesaron y terminaron en su disolución constitucional en 2019 y en nuevas elecciones congresales convocadas para enero de 2020 (por decreto supremo 165-2019-PCM). En esta situación de inestabilidad política, con un vicepresidente que asumió la presidencia y con un Congreso con solo dos meses de elegido fue que se anunció oficialmente el primer caso producto de la COVID-19 en el Perú, el 6 de marzo de 2020. Al inicio de la pandemia, las medidas del gobierno de Vizcarra fueron drásticas: se declaró el estado de emergencia, que implicó una cuarentena obligatoria que restringió derechos constitucionales, la libertad de tránsito y de reunión de toda la ciudadanía. Esto implicó el cierre completo de los negocios, los servicios educativos y la inamovilidad social obligatoria. En un principio el estado de emergencia se estableció para un periodo de dos semanas y contó con el apoyo y la aprobación de la población y de la comunidad científica, a pesar de que se estaba optando por regulaciones bastante estrictas; de hecho, estaban entre las más restrictivas aplicadas en América Latina (Dargent & Rousseau, 2021). El estado de emergencia se prorrogó hasta en cinco oportunidades, en un lapso de casi seis meses debido a que la situación de contagios fue empeorando. Hacia el final de este tiempo recién se fueron flexibilizando, de a pocos, algunas medidas (Calle Aguirre, 2020). El impacto de estas medidas restrictivas se hizo sentir tanto en la vida cotidiana y costumbres de las y los peruanas como en su economía. La aplicación de cuarentenas estrictas y prolongadas en un país en el que la mayoría de sus habitantes son trabajadores de la economía popular (vendedores ambulantes, trabajadoras del hogar, pequeños comerciantes, etc.) trajo incumplimientos de las restricciones y aumento en el riesgo de contagios. A esto, se sumó una estrategia comunicacional poco clara y muchas veces contradictoria, por parte del gobierno hacia la población, sobre las medidas para cuidarnos de la COVID-19. De hecho, se podía ver en televisión nacional a alcaldes o gobernadores regionales promocionando el dióxido de cloro o la ivermectina para prevenir el contagio, cuando en la comunidad científica internacional su uso estaba completamente desestimado. Toda esta situación puso rápidamente al Perú en el terrorífico primer lugar en número de muertes por la COVID-19 en el ámbito mundial, teniendo, para abril de 2020, un exceso de 1000 muertes por 1 000 000 de habitantes, según el Financial Times (Gestión, 2021). La pandemia producida por la COVID-19 reveló, de la forma más cruenta, la precariedad de nuestro sistema de salud, la inoperancia de un gobierno frágil y el egoísmo de una clase política que durante décadas ha sido vinculada a la corrupción y a la priorización de intereses particulares por sobre las necesidades del pueblo peruano. Como menciona Bleichmar (2007), las y los ciudadanos somos condenados a un sufrimiento cotidiano no solo por la insolvencia económica del país, sino también por la insolvencia moral y la insensibilidadprofunda de sus clases dirigentes, que son responsables de buscar las soluciones y salidas a las situaciones de crisis, reduciendo al máximo los efectos negativos de las mismas en la población. En medio de esta situación de duelos masivos, las tensiones entre el Ejecutivo y el Legislativo no cesaron. La confrontación entre ambos poderes llevó a un importante quiebre democrático y a otra crisis política con los procesos de vacancia contra el expresidente Martin Vizcarra, que terminaron con su gobierno y con la proclamación como presidente de Manuel Merino, quien era presidente de la mesa directiva del Congreso en ese momento. Esto generó la indignación de la población, la cual se plasmó en una de las protestas ciudadanas más grandes y masivas de las últimas décadas, donde las y los jóvenes tuvieron una participación activa. Miles de personas salieron a marchar o protestaron desde sus casas con cacerolazos, tanto en Lima como en varias de las principales ciudades del país contra el uso abusivo de la figura de la vacancia, que generó una sensación de «golpe legislativo» (Pérez-Liñán, 2007, citado en Dargent & Rousseau, 2021). La ciudadanía que protestó durante casi una semana consecutiva sintió que, desde el Congreso, un grupo de políticos, sin mucha legitimidad, quisieron capturar el poder y robarse la democracia en medio de «una balacera en el cementerio» (Mc Evoy, 2021a). Al final, la voz de la ciudadanía se hizo escuchar y se consiguió la renuncia de Merino, pero a un costo muy alto. Dos jóvenes peruanos, Inti Sotelo y Brian Pintado, murieron en la confrontación con la policía nacional, que, según los informes realizados por la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, realizaron un uso excesivo e innecesario de la fuerza durante las protestas masivas de noviembre de 2020 (Arciniegas, 2021). La ciudadanía sintió el abuso político y a este se sumó el abuso policial. Quienes nos deben cuidar y proteger, nos violentan; quienes deben asegurar nuestros derechos ciudadanos, los pisotean. Y cuando los peruanos y peruanas pensamos que ya tocamos fondo y que ya nada peor puede pasar, la realidad siempre nos sorprende ingratamente. Después de las protestas y con la renuncia de Merino, asumió la presidencia el gobierno de transición de Francisco Sagasti. Durante este gobierno y ad portas del bicentenario de nuestra república, se destapó el escándalo denominado Vacunagate. Peruanas y peruanos nos enteramos de que muchas personas, incluido el expresidente Vizcarra, la ministra de salud de su gestión, médicos, académicos, empresarios y sus familiares se vacunaron irregularmente dentro del ensayo clínico de la vacuna Sinopharm, que dirigía la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Vizcarra, que nos convenció de su agenda anticorrupción, académicos respetables de una de las mejores universidades del país y médicos en los que habíamos confiado la salud de peruanas y peruanos durante la peor crisis sanitaria que ha vivido nuestro país, nos defraudaron. Pusieron sus intereses particulares antes que los de todas y todos los peruanos. Como menciona Portocarrero, en nuestro país «poca es la solidaridad y mucha la desigualdad» (2015, p. 20) y aún estamos lejos de una nación que albergue una comunidad de ciudadanas y ciudadanos que se piensen con los mismos derechos y se proyecten a un destino común. Como menciona Mc Evoy, «[a]quí en el Perú no hay vida en común, hay una confederación de intereses personales superpuestos» (2021b). La pandemia ha resaltado nuestros problemas estructurales, nuestras precariedades como país y nuestros desencuentros como peruanas y peruanos, y con esta experiencia llegamos al bicentenario de nuestra república, dándonos cuenta de lo mucho que aún nos falta por hacer o dejar de hacer para, como dice Portocarrero, ser «una nación reconciliada con su pasado, y comprometida con su futuro» (2015, p. 21). Impacto de la crisis en la salud mental y en el ejercicio de la ciudadanía La acumulación de crisis sobre crisis que venimos arrastrando en los últimos años, como era de esperar, ha generado un impacto generalizado en la salud mental de la ciudadanía. De hecho, en julio de 2020, a solo cuatro meses de iniciada la pandemia, siete de cada diez peruanos y peruanas señalaban haber visto afectada su salud mental a raíz del confinamiento (Garay Rojas, 2021). En este escenario, y desde entonces, podríamos pensar —como señala Bleichmar (2007)— que muchas personas hemos pasado de la desesperación a la desesperanza. Así, del miedo y desesperación que acompañaron nuestros primeros meses de pandemia y las crisis políticas que se sumaban a ello, podríamos pensar que muchas peruanas y peruanos han pasado a un estado de convicción de que no hay nada positivo que nos depare el futuro del país. Ciertamente, esta desesperanza ha tomado diferentes formas para diferentes grupos poblacionales, lo cual responde a un país pluricultural y diverso como el nuestro, tanto en términos de situación socioeconómica, acceso a oportunidades académicas y laborales, y posturas políticas. Considerando este panorama, es evidente que la inestabilidad política y la crisis sanitaria han tenido un impacto negativo en la salud mental de las peruanas y peruanos. Nos encontramos frente a un escenario en el que se repiten experiencias de desesperanza y estancamiento que imposibilitan el desarrollo pleno de las personas, especialmente en términos de acceso a los derechos fundamentales y oportunidades de desarrollo profesional y socioeconómico. Como hemos señalado previamente, los primeros meses de pandemia en el Perú se enfrentaron a través de un confinamiento total y estricto, lo que implicó que solo podían trabajar aquellas personas que cumplían trabajos esenciales. En este contexto, resalta el caso de las trabajadoras del hogar. Desde antes de la pandemia existían grupos organizados de trabajadoras del hogar² que buscaban mejorar su calidad de vida y sus condiciones laborales. Durante muchos años han sido un grupo vulnerable y que, generalmente, se encuentra laborando en condiciones injustas y discriminatorias, siendo muchas las trabajadoras quienes recibían una remuneración menor al mínimo establecido por el gobierno, así como aquellas que no gozaban de seguro de salud, vacaciones, realizaban una jornada laboral mayor a lo permitido semanalmente (48 horas), entre otros derechos laborales vulnerados. Así, con la llegada de la pandemia, a pesar de que el Ministerio del Trabajo y Promoción del Empleo señaló una serie de lineamientos y exigencias para empleadores y empleados, como la implementación del trabajo remoto o licencia con goce de haber, muchas trabajadoras del hogar fueron víctimas de despidos intempestivos o, inclusive, fueron obligadas a vivir el confinamiento en la casa de sus empleadores (Pastor Castro, 2020). Al respecto, Leddy Mozombite, secretaria general del Fenttrahop, señaló en una entrevista que el 96% de trabajadores del hogar son mujeres, el 92% trabaja de manera informal, y que, durante la pandemia, el 70% de las trabajadoras del hogar habían sido despedidas (Gestión, 2020). En contextos como este, y frente a una crisis sanitaria mundial, la inestabilidad y precarización laboral agudiza el sufrimiento y la indignación de aquellas personas que ya venían, durante mucho tiempo, siendo maltratadas y vulneradas. Finalmente, a seis meses de iniciada la pandemia en nuestro país, se promulgó un nuevo marco normativo (ley 31047, 1° de octubre de 2020) para las trabajadoras y trabajadores del hogar, el cual define y busca asegurar un mínimo de condiciones para el ejercicio de sus labores (como la existencia de contrato, edad mínima para trabajar, remuneración mínima vital, entre otros). Así, podríamos decir que, frente a la realidad de las trabajadoras del hogar, precarizada por la pandemia, se tuvo una acción reactiva con la promulgación de la ley, lo cual nos deja el mensaje de que nuestro Estado suele reaccionar cuando ya la situación de vulneración de derechos es absolutamente críticae insostenible. Otro ejemplo que nos puede ayudar a profundizar en cómo las crisis políticas han ocasionado una nueva crisis vinculada a la salud mental es el manejo del gobierno en temas específicos como la provisión de oxígeno medicinal y la atención de casos de COVID-19 en establecimientos de salud públicos y privados nacionales. Así, durante los meses pasados, enfrentamos desabastecimiento de oxígeno medicinal en el país, y este se convirtió en un bien indispensable para que las personas puedan sobrevivir a la enfermedad y escaso al mismo tiempo. Largas colas se comenzaron a formar en centros de abastecimiento de oxígeno medicinal, y los precios se tornaron impagables para las y los familiares de aquellas personas que lo buscaban para seguir el tratamiento contra la COVID-19 en casa. Al mismo tiempo, las camas UCI (unidad de cuidados intensivos) escaseaban en el país y, cuando solo se encontraban en establecimientos privados de salud, estos cobraban cifras exorbitantes de dinero para admitir a las personas y brindarles un tratamiento adecuado frente a la enfermedad producida por la COVID-19. De esta manera, nos encontramos ante un gobierno que no puede regular y asegurar la salud como un derecho, antes que como un servicio. Definitivamente, tener que enfrentar un sistema incapaz de atender la salud de los peruanos y peruanas, así como el temor de contagiarse y no poder acceder al cuidado y a las medicinas necesarias, generaron un impacto negativo en la salud mental de la ciudadanía. En las y los ciudadanos la angustia y el miedo al contagio se asociaban directamente con la posibilidad de morir y la rabia e indignación se vinculaba a la incapacidad del Estado de atender a las personas que se contagiaban, asociando la precariedad de nuestro sistema sanitario a la corrupción enquistada en los diferentes gobiernos que hemos tenido desde la década de 1990³. Siguiendo con los ejemplos que grafican cómo las decisiones u omisiones de los gobiernos impactan en la salud mental de la población, se pueden mencionar las medidas implementadas para enfrentar la propagación de la COVID-19. Durante ocho días el gobierno estableció que las personas podrían circular en las calles según su género: hombres salían unos días y mujeres salían otros. Esto ocasionó que las mujeres se expongan al contagio, más que los hombres. El gobierno, al no considerar la carga desigual en el trabajo doméstico y el machismo imperante en nuestra sociedad, expuso a las mujeres a aglomeraciones en los días en los que ellas podían salir, pues son ellas, en su mayoría, quienes se hacen cargo de las compras de víveres e implementos de limpieza para el hogar. Adicionalmente, esta medida generó un escenario propicio para exacerbar la discriminación y la violencia contra las personas trans, sobre todo contra mujeres trans acosadas por la policía, que les pedía sus documentos de identidad, en los que no se consigna el género ni el nombre con el que se identifican⁴, ya que, hasta ahora, en el país no existe una ley de identidad de género que asegure el ejercicio pleno de sus derechos fundamentales y su ciudadanía. Estos ejemplos nos permiten reflexionar sobre qué lugar ocupamos algunas personas en el Perú: ¿quiénes son y quiénes no son considerados parte de la ciudadanía? ¿Qué posibilidades reales existen para el ejercicio de ciudadanía en un país tan desigual e inequitativo como el nuestro? En este contexto, hemos visto exacerbadas las brechas a las que nos hemos enfrentado por décadas, y las múltiples crisis —sanitaria, política, de derechos, entre otras— se han hecho evidentes. De esta manera, se ha comprobado que existen grupos de personas que son despojadas —en el imaginario social— de su carácter de ciudadanos/as: quienes tienen menos recursos socioeconómicos, quienes cuentan con trabajos informales o quienes no tienen una identidad de género cisgénero son considerados en el imaginario como «otros», y no logran acceder a los mismos derechos y beneficios que otras personas. De esta forma, estos grupos se han visto fuertemente afectados e impactados durante la pandemia y esto está vinculado también al hecho de que los gobiernos no han podido proteger a cabalidad los derechos humanos de todos los grupos humanos. Se deja entrever, por tanto, que el ejercicio de la ciudadanía y las posibilidades de cuidado por parte de los gobiernos se ven atravesados por las distintas variables, como el género, raza, discapacidad, condición socioeconómica, etc., que nos ubican en lugares de opresión o privilegio dentro de la sociedad, y que determinan, así, nuestra vivencia y experiencia en contextos como la pandemia. Lo cierto es que la diferencia existe, pero esta no tendría por qué convertirse en desigualdad y los gobiernos deberían tener la capacidad de aminorar o erradicar estas brechas reconociendo positivamente la diversidad y asegurando los derechos de todas, todes y todos, sobre todo en momentos de crisis, cuando la situación de vida de muchas personas tiende a «vulnerabilizarse» aún más. Recursos ciudadanos frente a las crisis En el Perú, país con altas cifras de pobreza donde predomina el trabajo informal⁵, la pandemia agudizó las problemáticas que por mucho tiempo hemos aplazado y desatendido desde distintos frentes. Sin embargo, frente a las dolencias colectivas evidenciadas a partir de las diversas crisis, el ejercicio de la ciudadanía se ha configurado también como agente de cuidado y protección para la población, tanto en términos de su integridad física como de su salud mental. Así, desde el inicio de la pandemia, hemos evidenciado una serie de acciones de respuesta que dan cuenta de la organización comunitaria y colectiva articulada en diversos espacios: organizaciones vecinales, gestión de redes de soporte a través de las redes sociales (incluyendo el surgimiento de nuevas plataformas para la búsqueda de oxígeno, camas UCI, entre otras), ollas comunes, clubes de madres, etc. Desde que inició la pandemia, muchas familias perdieron sus fuentes de ingreso económico, principalmente aquellas que dependían de los trabajos informales para subsistir en la cotidianeidad. En este contexto, el manejo y la incidencia de las políticas públicas sobre la economía familiar fue complicado. Si bien desde el gobierno central se gestionó la entrega de bonos económicos a las familias afectadas, no todas las familias ni las personas que se encontraban impactadas por la situación recibieron el bono y, en muchas ocasiones, este llegó días o semanas después de acabados los recursos económicos para hacer frente a esta situación. Ante ello, la respuesta de comunidades, organizaciones sociales, organizaciones feministas y defensoras de los derechos humanos fue fundamental, pues se configuró como una respuesta propositiva y esperanzadora frente a la ausencia de respuesta estatal y frente a las deficiencias de las políticas públicas para gestar y ejecutar acciones que permitan enfrentar las consecuencias de las múltiples crisis. Tomemos como ejemplo el caso de las ollas comunes. Jacqueline Fowks recoge, en un artículo que escribió para El País en mayo de 2021, el testimonio de María Tarazona, quien coordina una olla común en el asentamiento humano Laderas de Chillón, en Lima, iniciativa que alimenta a 53 familias. Ella cuenta que la mayoría de las personas en su barrio perdieron el trabajo estable que tenían durante la pandemia, lo que los llevó a desempeñarse como vendedores ambulantes o a buscar objetos para el reciclaje. Esta olla común funciona con el dinero que paga cada familia, sin importar cuántas raciones lleven; sin embargo, a pesar de que el costo del plato de comida es de S/ 3 diarios por familia, a veces pagan menos porque no tienen trabajo y no pueden solventarlo. Como este caso, existen muchísimos más en nuestro país. De hecho, solo en Lima, se estima que casi 240 000 familias son alimentadas a través de las más de 2000 ollas comunes (hasta donde se ha podido registrar) (Agencia EFE, 2021). Así, este tipo de iniciativas surge como unamedida esperanzadora en medio de la desesperanza y el caos desatado a partir de la pandemia, y al mismo tiempo, como una estrategia de autogestión frente a las carencias o ineficiencias de un Estado que, definitivamente, no se encontraba preparado para enfrentar más crisis de las que ya se encontraba enfrentando. Podríamos, entonces, hablar de respuestas articuladas desde la solidaridad y empatía con la ciudadanía, al mismo tiempo que desde la indignación y el hartazgo para con el gobierno. El ejemplo de las ollas comunes nos hace pensar en grupos de personas que le hacen frente a la adversidad centrándose en el poder de lo colectivo, en la potencia de la organización y en el impulso que da trabajar por los que consideramos nuestra comunidad. En esa línea las integrantes de una olla común, que en su mayoría son mujeres, apelan a la acción colectiva para afrontar y sobreponerse a una situación adversa, en este caso la situación de crisis económica que golpea sus hogares y los de su barrio. Esto implica un proceso y un potencial para recuperarse a través de la cooperación y la acción deliberada colectiva⁷. La resiliencia que demuestran estos grupos de mujeres peruanas se comprende como un proceso dinámico que les permite adaptarse y recuperarse de eventos adversos; sin embargo, esta se ve mediada por el contexto, la cultura y la familia (Forés & Grané, 2010; Greene & Conrad, 2002; Menanteux, 2014; Ungar, 2011). En esa línea, la cohesión y el sentido de comunidad, que muchas veces se encuentra en la base de las acciones colectivas de las ollas comunes, nos habla de un germen de identidad social, así como de historia compartida. Esto posibilita la emergencia de un nosotras, de una comunidad que pone en marcha su capital social, centrado en las relaciones de confianza, reciprocidad y cooperación, las cuales permiten la acción grupal y la participación organizada en pro del bien común. Pero, no hay que caer en la trampa de romantizar la resiliencia comunitaria de un grupo de personas. Los recursos que despliegan las y los ciudadanos no pueden ser vistos como un sustituto de las acciones políticas, económicas y sociales que los gobiernos tienen la obligación de cumplir. Las políticas gubernamentales deberían ayudar a fortalecer los recursos ciudadanos, aprovechando su potencial para trabajar codo a codo por el bienestar de la ciudadanía. De lo anterior se podría decir que el ejercicio de ciudadanía activa que generan las redes de soporte y las acciones colectivas dirigidas a objetivos comunes es fuente de salud mental, bienestar y cuidado comunitario. Así, por un lado, tenemos el ejemplo de las ollas comunes y, por otro, las acciones colectivas de reclamo o protesta. Ambos nos dejan entrever los recursos ciudadanos puestos en marcha frente a situaciones de injusticia social o debilitamiento de la democracia. Veamos ahora otros ejemplos. Durante la pandemia, en algunos establecimientos penitenciarios se desataron una serie de acciones de protesta y reclamo, las cuales incluyeron desde la redacción de cartas públicas dirigidas al presidente y a otros funcionarios del gobierno, hasta acciones de protesta dentro de los establecimientos penitenciarios que llegaron a incluir, inclusive, confrontaciones y actos de violencia. Estas acciones se encontraban orientadas, principalmente, a asegurar que se cumpla el derecho a la salud de los internos e internas durante el contexto de pandemia, exigiendo el deshacinamiento de los establecimientos penitenciarios, así como la gestión de implementos de bioseguridad, la toma de pruebas de COVID-19 y la atención oportuna de las sospechas de casos y casos confirmados (Bracco, Hildenbrand, Carranza & Lindley, 2021). Además, como ya se ha mencionado, durante noviembre de 2020, se desataron una serie de protestas en contra de la vacancia del expresidente Vizcarra y de la juramentación de Merino como el nuevo presidente del Perú. Estas movilizaciones no implicaron solamente marchas presenciales en el ámbito nacional, sino también cacerolazos durante las noches desde las casas. Como se puede ver, tanto la necesidad como la indignación pueden generar o fortalecer recursos ciudadanos y, en esa línea, aportar positivamente a la salud mental de la población. Cuando una persona se siente parte de un grupo humano que comparte sus mismas carencias o sus mismas luchas, se siente acompañado en la adversidad. Y si, además, tiene la convicción de que este grupo está dispuesto a trabajar colectivamente por el logro del objetivo común, esto redunda en un sentimiento de esperanza revitalizada que la pandemia y las diversas crisis políticas nos fueron arrebatando. Tomemos el último ejemplo para ilustrar este movimiento. Aquí, a partir de las marchas de noviembre contra Merino, se viraliza en redes sociales la frase «la generación del bicentenario» que intenta darle una identidad al grupo masivo de jóvenes que marcharon y lograron que Merino renuncie, cambiando con esto el futuro de nuestro país. Muchos jóvenes se identificaron como parte de la generación del bicentenario y, en esa línea, ser parte de un grupo que logró algo positivo en medio de la adversidad puede resultar beneficioso para la salud mental al devolver esperanzas en relación con que el futuro de nuestra democracia puede ser diferente si la ciudadanía actúa. Como menciona Chávez, la frase reconoce y legitima a un grupo de jóvenes con diversas identidades, culturas, intereses y demandas «que comparten el proceso de enfrentamiento contra una clase política que ya no les representa» (Takehara Mori, 2020). Finalmente, se puede ver, durante este tiempo de pandemia, de confinamiento y cuarentenas, cómo las redes sociales han servido para activar tanto acciones de solidaridad entre peruanas y peruanos, como para encontrarnos de manera diferente. Las redes han activado recursos ciudadanos diversos, desde la colaboración hasta la acción política. Sin embargo, es importante mencionar que, así como han permitido que fluya el apoyo, también se han convertido en espacios de intolerancia y violencia. La pandemia y las crisis políticas que se han desarrollado durante este periodo nos han golpeado duramente. Si bien han sacado lo peor, también han sacado lo mejor de las y los peruanos. Nos han permitido vivenciar las más grandes mezquindades, como el escándalo del vacunagate, como también los más nobles actos de solidaridad ciudadana en la formación de cada olla común. Las crisis agudizan las contradicciones, nos someten a situaciones límite en las que la inercia nos puede llevar a pensar «Sálvese quien pueda». Como peruanos y peruanas tratemos de salir de esta inercia que nos lleva a pensar «solo» en uno, para poder pensar en un «nosotros inclusivo» de todas, todes y todos, y así aprovechar, como las ollas comunes o las movilizaciones de noviembre, el poder de lo colectivo y la calidez de la colaboración genuina entre conciudadanos. Finalmente De todo lo mencionado anteriormente es evidente que la salud mental y el bienestar de las peruanas y peruanos ha sufrido un impacto importante durante este contexto de crisis sobre crisis. Podríamos pensar que nos encontramos frente a un escenario en el cual el cúmulo de crisis nos ha empujado a una sensación de fatiga y desesperanza permanente. Así, donde el agotamiento mental e impacto emocional ocasionados por la pandemia se sobreponen al impacto ocasionado por momentos de crisis política, y más aún cuando todo ello se suma también a un contexto de precarización, desigualdad, violencia y corrupción que hemos estado gestando como nación desde hace décadas, se configura el escenario ideal para gestar también una crisis en la salud mental. El temor, la desesperación y, luego, las desesperanzas han desatado una fatiga colectiva, ocasionada tanto por la crisis sanitaria como por la política. Al acercarnos al tema de salud mental y ciudadanía se hace indispensable pensarnos desde lo colectivo antes que desde lo individual. Así, encontramos que la salud mental y su comprensión exceden lasparedes de la intimidad y de la individualidad, y pasan más bien a necesitar pensarse desde la colectividad, desde la interacción con otras personas, y desde las múltiples experiencias que nos atraviesan en sociedad. Desde aquí es que nos podemos permitir comprender cómo experiencias como la pandemia y la política han generado un impacto en la salud mental de las personas, y cómo es que este impacto supera a los individuos y afecta, más bien, a la ciudadanía en su conjunto, impulsando movimientos propositivos en algunos casos, y afectaciones serias en otros. Nos toca, recomponer(nos), recargar(nos), remirar(nos) y en ese (nos) construir un colectivo de ciudadanas y ciudadanos que gesten relaciones de confianza, solidaridad y colaboración mutua. Exijamos a nuestros gobiernos, al actual y a los que vienen construir un proyecto país para todas, todes y todos los peruanos sin distinción, en el que la salud mental sea una prioridad y no pase por la atención de los trastornos mentales, solamente, sino más bien y sobre todo pase por nuestra curación como sociedad. Referencias Agencia EFE (2021). Unas 240 000 personas sobreviven en ollas comunes en Lima, 21 de junio. https://www.efe.com/efe/america/sociedad/unas-240-000- personas-sobreviven-en-ollas-comunes-lima/20000013-4567180 Arciniegas, Yurany (2021). ONU: policía de Perú hizo uso «excesivo de la fuerza» durante las protestas de noviembre, 12 de enero. https://www.france24.com/es/am%C3%A9rica-latina/20210112-peru-onu- informe-policia-uso-excesivo-fuerza-protestas-merino Bleichmar, Silvia (2007). Dolor país y después. Buenos Aires: Libros del Zorzal. Bracco, Lucía; Adriana Hildenbrand, Ana Sofía Carranza & Valeria Lindley (2021). ¿Motines o acciones colectivas de reclamo? 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El segundo, Manuel Merino, estuvo en el poder por cinco días y fue obligado a renunciar por la presión ciudadana que se manifestó en contra de la vacancia de Vizcarra, a pocos meses de las elecciones presidenciales y debido a que dos jóvenes fallecieron en las protestas.Finalmente, el tercer presidente, Francisco Sagasti, pudo asegurar la transición democrática formal al actual presidente Pedro Castillo elegido en elecciones regulares. ² Por ejemplo, la Federación Nacional Trabajadoras y Trabajadores del Hogar Perú (Fenttrahop) y el Sindicato de Trabajadoras y Trabajadores del Hogar de la Región Lima (Sinttrahol). ³ Es importante anotar que todos los expresidentes del Perú desde la década de 1990 hasta la actualidad están presos, procesados o denunciados por delitos de corrupción o crímenes de lesa humanidad, y Alan García se suicidó antes de ser detenido por el presunto delito de lavado de activos. Los únicos que no entran en la lista son los presidentes de los periodos de transición, Paniagua y Sagasti. ⁴ A través de su cuenta de Twitter, Gahela Cari, excandidata al Congreso de la República y activista trans, informó en diversos momentos sobre los abusos que se estaban dando por parte de la Policía y Fuerzas Armadas en contra de compañeras trans (2020). ⁵ La Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza de Lima Metropolitana recoge datos del INEI en el que se señala que, en 2019, antes de la pandemia, el 73,6% del trabajo era informal, y 20,2% de la población se encontraba en pobreza monetaria. https://www.mesadeconcertacion.org.pe/storage/documentos/2020-10-26/alerta- ollas-2610-final.pdf Es importante anotar que, por ejemplo, las personas trans no están empadronadas y por ende no fueron consideradas entre las y los beneficiarios del bono, a pesar de encontrarse en situación de pobreza y vulnerabilidad extrema. ⁷ Eachus, 2014; Perdomo, 2019; Norris y otros, 2008; Pfefferbaum y otros, 2017; Suárez, 2001; Zhang y Shay, 2018. Estos autores proponen que el proceso y el potencial para recuperarse de una situación adversa que pone en marcha una comunidad a través de la cooperación y la acción deliberada colectiva son definidos como «resiliencia comunitaria». Salud mental en los espacios educativos: desafíos y caminos Cecilia Ferreyra Díaz Pontificia Universidad Católica del Perú Adriana Hildenbrand Mellet Grupo de Investigación en Psicología Comunitaria Pontificia Universidad Católica del Perú Introducción Hay pocos contextos con tanta riqueza para analizar la salud mental como son los centros educativos: se trata de espacios de encuentro de una amplia diversidad de actores, de diversas edades y en posiciones muy distintas, pero con la meta común de favorecer, desde su rol y capacidades, a la formación de las infancias y juventudes, su inclusión social e, idealmente, la ampliación de sus oportunidades a futuro. Asimismo, más allá de los logros mesurables a través de las currículas, las escuelas, institutos y universidades son instituciones clave para el desarrollo individual y colectivo. Por ello, en este capítulo proponemos revisar los espacios educativos como fuentes de bienestar que se vieron amenazados por la pandemia. Comenzaremos por señalar las principales problemáticas del sistema educativo del Perú que la pandemia evidenció e intensificó. Luego, nos detendremos en revisar los recursos y estrategias desplegadas desde los distintos actores — estudiantes, docentes, familiares y tutores/as, e instituciones— para fortalecer el sistema y darle continuidad a la educación a pesar de los retos. De esta forma daremos un paseo a través de los principales desafíos y caminos transitados en los primeros dos años de pandemia. En este recorrido, reconoceremos las formas en que los vínculos sociales que se desarrollan dentro del espacio educativo se convirtieron en la herramienta que permitió su sostenibilidad. En este sentido el capítulo sustenta que el carácter vincular de la escuela es una potencial fuente de salud mental y bienestar que ha de ser visibilizada. Desde hace más de diez años se reconoce que en el Perú se plantean proyectos y metas educativas que responden a la necesidad de «recuperar un futuro» (Consejo Nacional de Educación, 2007), debido a las pérdidas históricas y sistemáticas que solo incrementan las brechas sociales e impiden el desarrollo de todas y todos los peruanos. Específicamente, con miras a una educación deseada hacia el año 2021, se nombraban y hacían explícitas distintas falencias, social e institucionalmente estructurales, que impedían la ansiada «educación de calidad para todos». Así, dentro de las problemáticas reconocidas en ese entonces, se encontraba que las niñas, niños y adolescentes de zonas rurales más pobres estaban excluidos del sistema educativo; los procesos de enseñanza y aprendizaje se encontraban estancados en prácticas obsoletas; la gestión educativa se caracterizaba por la carencia de recursos y manejo estratégico, además de estar inmersa en una mecánica de corrupción; las y los docentes no eran reconocidos en su rol ni en su responsabilidad; las familias mantenían un papel de proveedoras de recursos; y la formación en derechos y responsabilidades ciudadanas no eran una prioridad de la escuela. Ante ese panorama, el escenario previo a la pandemia presentaba algunos progresos en torno a la educación en el Perú. Por ejemplo, desde el año 2017 se observaba una matrícula estable con una tendencia a la reducción del número de niñas, niños y adolescentes que no accedían al sistema educativo (Guadalupe y otros, 2017). Inclusive, en términos de disparidad educativa, se evidenciaba una reducción en las brechas vinculadas al sexo de las y los estudiantes, en las cuales las mujeres presentaban mejores niveles en lectura y menores niveles de atraso escolar. Asimismo, al analizar los avances dados entre los años 2015 y 2019 hacia el Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 (2017), se notaba un progreso en los índices de cobertura, universalización y acceso a la educación en la educación básica regular. Sin embargo, a pesar de la mejora en el acceso, persistían varias de las problemáticas identificadas diez años atrás. Así, se podían observar desigualdades estructurales en las que los grupos más vulnerables por situación de pobreza, lugar de residencia, identidad cultural o etnia, y sexo tenían menos oportunidades de acceder a un proceso educativo de calidad que les permitan tener un desarrollo equitativo. De igual manera, si bien el currículo nacional vigente sostenía enfoques y una organización que pone en relevancia y manifiesta explícitamente la formación en democracia y ciudadanía, esto aún no lograba hacerse tangible en los procesos de enseñanza y aprendizaje de la educación básica¹. Problemáticas acentuadas por la pandemia La inequidad históricamente reiterada que afecta distintos aspectos de nuestro sistema educativo se ha acentuado y se ha hecho explícita durante la pandemia de la COVID-19. Los cambios generados por el cierre de las escuelas y la transición a una educación virtual y a una enseñanza remota han generado consecuencias significativas en el desarrollo de nuestras niñas, niños y adolescentes. Así, tal como ocurrió en otros ámbitos de la vida en sociedad, en lo educativo también saltan a la vista problemáticas acentuadas a raíz de la pandemia: En primer lugar, uno de los aspectos que nos alerta es «la interrupción en las trayectorias educativas» por parte de las niñas, niños y adolescentes. Estas trayectorias son usualmente definidas como la transición continua y progresiva de un estudiante a lo largo del sistema educativo, sin considerar el abandono o la repetición, y determinando la finalización de la formación de acuerdo a la edad establecida por las normas estatales y convenciones sociales². No obstante, en nuestro país, a julio de 2020, se encontró una disminución en la población estudiantil, tanto en primaria como secundaria, y un traslado masivo de estudiantes de escuelas privadas a públicas³. En el caso de las y los jóvenes entre 17 y 21 años se halló una disminución considerable en la transición y en la asistencia a la educación superior⁴. Los motivos de estas pérdidas no están únicamente vinculadas a causas económicas. A finales del primer año de la pandemia, la EncuestaNacional de Hogares (Enaho) identificaba que el abandono de los estudios se debía, principalmente, a problemas económicos, problemas familiares y falta de interés. Estas interrupciones son preocupantes debido a que representan un quiebre en las trayectorias de desarrollo e incrementan las desigualdades a futuro. Además, al estar presente la pandemia, es importante reconocer que el abandono o retiro del sistema educativo no puede ser denominado «deserción», como se simplificaría en otras circunstancias, en la medida en que no se generó por propia voluntad sino por causas mayoritariamente estructurales, como son la precaria situación económica de las familias, los escasos recursos familiares para apoyar y acompañar el proceso educativo, las grandes diferencias en el acceso a la conectividad, la movilidad, la violencia intrafamiliar, el trabajo infantil y adolescente, entre otros (Zevallos, 2021). En segundo lugar, la pandemia está aumentando distancias ya existentes «entre estudiantes respecto de los aprendizajes logrados»: si antes los caminos para alcanzar las metas educativas ya estaban marcados por desigualdades, las diferencias en la accesibilidad a la enseñanza remota de emergencia a través de la modalidad no presencial o a distancia se convirtió pronto en un factor adicional que amplía la brecha entre estudiantes de distintos contextos. Como es sabido, la brecha de conectividad dada por el acceso a internet y a los equipos requeridos para mantenerse vinculados a las clases, hace que las y los estudiantes de las zonas más alejadas y con mayor pobreza tengan limitaciones de infraestructura para continuar con sus estudios. Esto ha generado, en varios países de América Latina, un retraso de dos años a largo plazo en el aprendizaje de las y los estudiantes que viven en contextos menos favorecidos (López-Calva, 2021), lo cual a su vez repercutirá en el acceso a oportunidades laborales y de desarrollo una vez que dichos estudiantes salgan de la escuela. En el caso del Perú, específicamente, la principal respuesta de emergencia fue el programa «Aprendo en Casa», que necesita de acceso a internet por parte de las y los estudiantes. Sin embargo, este recurso no está garantizado para la mayor parte de la población: cerca del 50% de hogares del país no cuenta con acceso a internet y la mayoría de usuarios/as mayores de seis años accedían al servicio de «Aprendo en Casa» a través de un dispositivo móvil y desde zonas con baja calidad de conectividad (INEI, 2021). Ante ello, con frecuencia las familias caminaban con sus hijos a zonas altas en sus localidades para acceder a una señal que les permitiera, por unas horas, conectarse vía WhatsApp con sus profesores y recibir las instrucciones para realizar las actividades y tareas de las cuales dependía el desarrollo de sus aprendizajes. En tercer lugar, la pandemia ha impactado en distintas «dimensiones del desarrollo de las y los estudiantes generando estragos en su bienestar». Por un lado, podemos percibir que han estado privados de los espacios de ocio y encuentro con sus pares, que fortalecen el desarrollo de su identidad y de sus habilidades socioemocionales, así como el disfrute. Es precisamente en el encuentro con un otro donde, por ejemplo, los adolescentes, se reconocen a sí mismos tomando conciencia sobre sus características y autoconcepto. La escuela en la presencialidad, aunque no suela resaltarlo como uno de sus fundamentos, cumple un rol cotidiano y permanente en el que las y los estudiantes construyen espontáneamente vínculos con otros similares con lo que generan relaciones recíprocas; aprenden a desarrollar compromisos cercanos y significativos que les permiten reconocer los valores de otros y de sí mismos; y tienen oportunidades para fortalecer la autorregulación de sus emociones y conductas. Por otro lado, se encuentran los retos asociados al surgimiento y manejo de emociones negativas: durante el desarrollo de las clases y tareas, las y los estudiantes con frecuencia han tenido que lidiar con la frustración de no comprender consignas, tener dificultades con las actividades debido a fallas en la conexión, sin tener la posibilidad de mantener una comunicación fluida y sostenida con sus profesoras y profesores. Finalmente, la pandemia ha afectado sus expectativas y experiencias en relación con las transiciones educativas, es decir, el paso de un nivel educativo a otro, enfrentando los retos que ello supone en términos de aprendizaje y socialización. Por ejemplo, en el caso de las y los adolescentes, los retos y temores ante la transición de primaria a secundaria suele ser facilitada por aspectos como tener y mantener amigos, pertenecer a un grupo, realizar actividades cotidianas en conjunto (como alimentarse o trasladarse a la escuela), sentirse identificado con la escuela al estar a gusto con el espacio, los profesores y otros estudiantes, entre otros (Demarini, 2017). En el contexto de restricciones por la pandemia, estos factores se han debilitado o han estado ausentes por la dificultad de adaptar las formas de socialización a lo virtual. Por ello, las y los estudiantes han perdido apoyo y motivación durante su proceso de aprendizaje, lo que también ha dificultado el planteamiento de metas y de un proyecto de vida en quienes transitaban hacia nuevos espacios educativos. Con todo ello, es evidente que la pandemia ha puesto sobre la mesa la necesidad urgente de explicitar el valor y el rol que juega la educación en nuestro país, como un proceso determinante que contribuye a la formación integral de las personas, y al desarrollo de sus potencialidades, de manera individual, cultural y colectiva como comunidad y ciudadanos (ley 28044). No obstante, esta crisis también ha puesto en evidencia la posición de constante riesgo, abandono y postergación de nuestro sistema educativo. Por lo tanto, resulta fundamental «reflexionar acerca de la necesidad de reconfigurar el espacio educativo para fortalecer su función central en el desarrollo integral» de nuestras niñas, niños y adolescentes. A través de esta reconfiguración, además, se espera un impacto en el desarrollo de una sociedad más responsable y equitativa. Reconfiguración del espacio educativo Antes del vuelco mundial de atención hacia la pandemia, la Encuesta Nacional de Convivencia Escolar y Violencia en la Escuela (Enceve) de 2019 mostraba la importancia de identificar tanto los factores que amenazan, como aquellas fortalezas que protegen al bienestar escolar en el país⁵. Así, se identificó que, si bien las y los estudiantes refieren la presencia de recursos para la convivencia en sus espacios educativos, los resultados reflejan también experiencias de violencia psicológica, física, por internet y sexual. Esto supone que las buenas relaciones entre pares y el apoyo de profesoras y profesores son factores positivos que permiten resolver los problemas suscitados, pero no parecen mediar suficientemente para erradicar la violencia de las escuelas. A partir de esta compleja dualidad y coexistencia de factores protectores y presencia de violencias, el Estado busca apoyo en la psicología: el 5 de marzo de 2020, entre publicaciones que anunciaban el pronto inicio del año escolar, el Ministerio de Educación del Perú publicó en sus redes sociales una imagen que anunciaba que más de un millón de estudiantes en el ámbito nacional tendría acceso a soporte psicológico y emocional para una mejor convivencia escolar (2020). No obstante, como sabemos, la declaración del estado de emergencia por la pandemia implicó que aquel «pronto inicio del año escolar», no solo se postergara, sino que, cuando llegó, lo hizo en un formato inesperado: al imposibilitarse la presencialidad, resultó necesario desplegar estrategias para que la escuela llegue desde las casas de docentes hasta las casas de estudiantes. En este marco, ¿cómo pensar el despliegue de factores que promueven el bienestar psicológico y emocional, para lograr una convivencia escolar transformada? Un importante reto que llegó con la pandemiafue el de lograr que los esfuerzos por dar continuidad al sistema educativo no se limitaran a su función para impartir conocimientos, sino que, además, se fortaleciera su rol como espacio que acoge, cuida, promueve el desarrollo y brinda oportunidades. En otras palabras, que la respuesta de emergencia no olvidara la reconfiguración del espacio educativo como mucho más que un sistema orientado a una base de conocimientos comunes para la población. En el ámbito educativo se construyen constantemente «diversos vínculos que resultan clave para promover el bienestar» y la convivencia. En este sentido, pensar la salud mental en las aulas llama, irrevocablemente, a mirar las formas de relacionarse entre pares y con figuras de autoridad como un elemento medular que marca la cotidianeidad de las y los estudiantes. Por si fuera poco, estas relaciones marcarán también caminos a futuro: reconociendo que en las instituciones educativas se repiten y se aprenden lógicas y dinámicas de la sociedad «a gran escala» , consideramos que entender y «mejorar la convivencia escolar» representa un paso para la comprensión y promoción de una ciudadanía comprometida y armónica. Por ello, en la medida en que las aulas permiten acompañar los procesos de socialización, son espacios para la reconfiguración de los mismos: el aula como lugar donde vivir, revisar, cuestionar y replantear las formas de relacionarse. En este sentido, los espacios formativos tienen el potencial de posicionar habilidades indispensables para el ejercicio responsable de la ciudadanía, como son la colaboración, la empatía, la responsabilidad y la participación. Para ello, corresponde formar y practicar su desarrollo desde la escuela. Entonces, reflexionar sobre salud mental en el ámbito educativo no puede dejar de lado la participación de cada persona en su entorno reconociéndose como ciudadana y ciudadano. Fortalecer la salud mental en los centros formativos implica, entonces, que cada miembro de la comunidad educativa reconozca su rol en la constante construcción del entorno y participe de forma activa, es decir, desde la reflexión sobre el contexto, la identificación de recursos individuales y colectivos, el compromiso con la responsabilidad sobre las propias acciones. Para ello, el sistema deberá reconocer el carácter democrático de la participación⁷. Cuando el espacio donde se despliegan la enseñanza y las interacciones cambia, como ocurrió durante la pandemia, es frecuente redirigir la atención a estrategias para cumplir con el currículo académico. Esto, aunque importante, responde a un paradigma que muchas veces posterga u olvida la variedad de funciones del sistema educativo. Por ello, es primordial que se mantengan en primer plano y simultáneamente tanto las metas de logro de niveles y aprendizajes como la función de la escuela como «espacio socializador», con el fin de desarrollar recursos, habilidades y estrategias que promuevan el bienestar y la convivencia de la comunidad educativa. Para ello, se requiere «fortalecer la participación» de los actores involucrados a través de la generación de redes que permitan reforzar los vínculos promotores del desarrollo integral de nuestras niñas, niños y adolescentes. De hecho, antes de la pandemia se evidenciaba una «fragmentación» en las instituciones educativas. Por un lado, entre las instituciones y los agentes educativos estatales (las unidades de gestión educativa-UGEL, las direcciones regionales de educación-DRE y el Minedu) se sostenían vínculos de regulación y supervisión de metas con miras a la generación de una educación de calidad, acompañada de la ausencia de recursos y de una gestión educativa estratégica y ética. Por otro lado, entre las instituciones educativas y las familias se tendía a una relación de provisión, en la cual los padres y madres se encargaban de generar recursos económicos que permitieran garantizar la sostenibilidad de los servicios formativos brindados ante la gran ausencia del Estado⁸, pero con poco o nulo involucramiento en las dinámicas del aula. La pandemia generó movimientos importantes en la estructuración de los vínculos entre Estado, instituciones, directivos, docentes, familias y estudiantes. La ausencia de un espacio educativo físico y el ingreso de las aulas a los hogares fomentaron la transformación de los vínculos tal y como se conocían, mostrando su permeabilidad y capacidad de adaptación. Acciones desplegadas para promover el desarrollo y bienestar En esta sección se identifican experiencias que han surgido durante la pandemia y que, a pesar del marco de adversidad y carencias estructurales del sistema educativo del Perú, han demostrado el valor de la escuela como protectora y promotora de bienestar. Así, veremos cómo las vivencias de las personas involucradas en el espacio educativo durante la pandemia demuestran que una reconfiguración del mismo debe reconocer: a) el desarrollo socioemocional de las y los estudiantes, b) el bienestar docente, c) la interdependencia familia- estudiante-docente y c) el compromiso civil para la continuidad del sistema educativo. Fortalecimiento del desarrollo socioemocional ante una situación de crisis El currículo nacional actual (Minedu, 2017) hace referencia a la formación de competencias y capacidades vinculadas con el desarrollo socioemocional de los niños, niñas y adolescentes como, por ejemplo, la construcción de identidad y la convivencia y participación ciudadana en búsqueda del bien común. Un aspecto fundamental para ello es que el individuo cuente con información que le permita ubicarse en la situación que vive y tomar el control, según edad y capacidades. Con respecto a esto, algunas reacciones en el ámbito educativo frente a la pandemia hicieron resonar dinámicas ya presenciadas en otros contextos de crisis y desastre, como el del terremoto con epicentro en Pisco de 2007, que enseñaron, entre otros aprendizajes, la importancia de encontrar un balance al brindar espacios de reflexión e información útil sin caer en la sobreexposición o información desmesurada. Tanto en ese momento como en la pandemia, la crisis dejó cientos de pérdidas humanas, miles de personas heridas e importantes daños en servicios, estructura y convivencia. Así, surgieron y permanecieron sentimientos de vulnerabilidad e incertidumbre entre todos —instituciones educativas, familias, docentes y estudiantes—. Al mismo tiempo, el desastre también promovió la identificación de vivencias y sentimientos comunes, lo que evidenció cercanías entre las personas. Aprovechar las clases y las interacciones entre los actores involucrados en la escuela para tematizar lo experimentado en el desastre — léase, terremoto o pandemia— se convirtió, así, en una oportunidad para naturalizar los afectos suscitados y sus efectos. Inclusive, ante coyunturas como estas, que movilizan emocionalmente a la población, las y los docentes adquieren una nueva responsabilidad: moverse entre a) dar continuidad a una estructura conocida, transmitiendo el mensaje de que no todo ha cambiado y b) brindar espacios de información y soporte emocional. En este sentido, la información clara, coherente y pertinente para la edad y nivel de desarrollo de las y los estudiantes transmite tranquilidad y facilita la sensación de control sobre la propia vida. En contraste, los extremos, como la evasión del tema y la sobreexposición a la información resultan problemáticos (Paricio del Castillo & Pando Velasco, 2020). La línea es delgada y la importancia de mantener un equilibrio es crucial. En la búsqueda de ese equilibrio, se han observado durante la enseñanza remota de emergencia distintas estrategias que permiten la formación de habilidades socioemocionales. Por ejemplo, el despliegue y el fortalecimiento del trabajo colaborativo entre estudiantes, mediados además por las tecnologías, favorece no solo la coordinación de acciones y recursos para la consecución de objetivo común sino también habilidades requeridas para el desarrollo de la ciudadanía, como son el reconocimiento
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