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Salud mental y COVID-19 Tesania Velázquez 2022

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Tesania	Velázquez	es	magíster	en	Evaluación	Psicológica	y	Forense	por	la
Universidad	de	Salamanca.	Es	docente	asociada	del	Departamento	de
Psicología	de	la	PUCP.	Es	coordinadora	del	grupo	de	investigación	en
Psicología	Forense	y	Penitenciaria	y	miembro	del	grupo	de	investigación	en
Psicología	Comunitaria	de	la	PUCP.	Se	especializa	en	temas	de	psicología
penitenciaria,	violencia	de	género,	salud	mental	comunitaria	e	intervención
en	desastres.
Tesania	Velázquez
Editora
SALUD	MENTAL	Y	COVID-19
Ana	Sofía	Carranza	Risco	•	Cecilia	Chau	•	Elba	Custodio	Espinoza	•	Adriana	Fernández	Godenzi	•
Cecilia	Ferreyra	Díaz	•	Adriana	Hildenbrand	Mellet	•	Valeria	Lindley	Llanos	•	Miryam	Rivera
Holguín	•	Javier	Sánchez	Calderón	•	Tesania	Velázquez	•	Patty	Vilela
Salud	mental	y	COVID-19
Tesania	Velázquez,	editora
©	Pontificia	Universidad	Católica	del	Perú,	Fondo	Editorial,	2022
Av.	Universitaria	1801,	Lima	32,	Perú
feditor@pucp.edu.pe
www.fondoeditorial.pucp.edu.pe
Imagen	de	portada:	Laura	Paulo
Diseño,	diagramación,	corrección	de	estilo	y	cuidado	de	la	edición:
Fondo	Editorial	PUCP
Primera	edición	digital:	mayo	de	2022
Prohibida	la	reproducción	de	este	libro	por	cualquier	medio,	total	o
parcialmente,	sin	permiso	expreso	de	los	editores.
Hecho	el	Depósito	Legal	en	la	Biblioteca	Nacional	del	Perú	N°	2022-04164
e-ISBN:	978-612-317-749-2
mailto:feditor@pucp.edu.pe
http://www.fondoeditorial.pucp.edu.pe
A	César	Pezo
In	memoriam
Índice
Abreviaturas,	acrónimos	y	siglas
Introducción
Tesania	Velázquez
Crisis	sobre	crisis:	ciudadanía	y	salud	mental	en	tiempos	de	pandemia
Adriana	Fernández	Godenzi	y	Ana	Sofía	Carranza	Risco
Salud	mental	en	los	espacios	educativos:	desafíos	y	caminos
Cecilia	Ferreyra	Díaz	y	Adriana	Hildenbrand	Mellet
Violencia	contra	las	mujeres	y	salud	mental	en	el	contexto	de	la	COVID-19
Tesania	Velázquez	y	Valeria	Lindley	Llanos
Salud	mental	y	poblaciones	vulnerables	frente	a	la	COVID-19:	estrategias
comunitarias	de	familiares	de	personas	desaparecidas
Elba	Custodio	Espinoza	y	Miryam	Rivera	Holguín
La	salud	y	la	promoción	de	la	salud	en	tiempos	de	pandemia
Cecilia	Chau,	Patty	Vilela	y	Javier	Sánchez	Calderón
Sobre	l@s	autor@s
Abreviaturas,	acrónimos	y	siglas
Ceplan Centro	Nacional	de	Planeamiento	Estratégico
DRE Direcciones	Regionales	de	Educación
Enaho Encuesta	Nacional	de	Hogares
Enceve Encuesta	Nacional	de	Convivencia	Escolar	y	Violencia	en	la	Escuela
Fenttrahop Federación	Nacional	Trabajadoras	y	Trabajadores	del	Hogar	Perú
MCLCP Mesa	de	Concertación	para	la	Lucha	contra	la	Pobreza
MIMP Ministerio	de	la	Mujer	y	Poblaciones	Vulnerables
Minjus Ministerio	de	Justicia
Minsa Ministerio	de	Salud
OHCHR Office	of	the	United	Nations	High	Commissioner	for	Human	Rights	[Oficina	del	Alto	Comisionado	para	los	Derechos	Humanos]
OMS Organización	Mundial	de	la	Salud
OPS Organización	Panamericana	de	la	Salud
RIUPS Red	Iberoamericana	de	Universidades	Promotoras	de	la	Salud
Sinttrahol Sindicato	de	Trabajadoras	y	Trabajadores	del	Hogar	de	la	Región	Lima
Senaju Secretaría	Nacional	de	la	Juventud
UCI Unidad	de	cuidados	intensivos
UGEL Unidades	de	Gestión	Educativa
Introducción
Tesania	Velázquez
La	pandemia	de	la	COVID-19	está	afectando	a	todas	las	sociedades	en	diferentes
grados	y	dimensiones.	En	nuestro	país,	ella	ha	puesto	de	relieve	las
desigualdades	económicas	y	sociales,	la	precariedad	de	los	sistemas	de	salud	y
las	limitaciones	en	los	servicios	de	protección.	Igualmente,	la	crisis	ha
intensificado	aquellos	males	sociales,	como	la	corrupción,	la	precariedad
institucional,	la	política	y	el	gobierno	alejados	del	bien	común.	Todo	ello	tiene
un	impacto	considerable	en	el	bienestar	y	en	la	salud	mental	de	las	personas,	y
más	aún	entre	quienes	están	en	situación	de	vulnerabilidad.
En	los	dos	últimos	años,	producto	de	la	pandemia,	los	síntomas	de	diversos
malestares	y	las	experiencias	de	sufrimiento	han	aumentado	y	han	sido	más
frecuentes.	Crecieron	los	indicadores	de	violencia	contra	la	mujer	y	demás
integrantes	del	grupo	familiar,	así	como	la	participación	constante	de	jóvenes	en
conductas	delictivas.	Además,	el	cierre	de	las	escuelas	y	la	falta	de	acceso	a	la
educación	virtual	ha	generado	la	expulsión	de	cientos	de	miles	de	niñas,	niños	y
adolescentes	del	sistema	educativo.	Asimismo,	las	medidas	tomadas,	como	el
confinamiento	y	el	aislamiento	social,	han	producido	pérdidas	de	vínculos
afectivos,	entre	otras	problemáticas	psicosociales.	Estas	situaciones	nos	exigen
colocar	el	tema	de	la	salud	mental	como	una	prioridad	en	la	agenda	pública.
La	afectación	se	traduce	en	cifras	que	dan	cuenta	de	la	vulnerabilidad	a	la	que	se
ven	expuestas	ciertas	poblaciones,	como	las	mujeres,	niñas,	niños	y
adolescentes,	así	como	personas	con	dificultades	socioeconómicas.	Por	ejemplo,
considerando	únicamente	cifras	de	violencia,	se	sabe	que,	en	los	primeros	meses
de	la	pandemia,	se	elevaron	en	un	25%	las	llamadas	a	la	línea	100	del	Ministerio
de	la	Mujer	y	Poblaciones	Vulnerables	(MIMP)	por	parte	de	mujeres	que	habían
sido	violentadas	física	o	psicológicamente,	principalmente	por	su	pareja
(Jaramillo	&	Ñopo,	2020).	Además,	en	2021	el	Ministerio	de	Salud	(Minsa)	ha
dado	a	conocer	que	la	proporción	de	casos	atendidos	entre	adolescentes	de	12	a
17	años	ha	crecido	del	15%	al	21%	(Gob.pe,	2021).	Solo	con	estas	cifras	se
puede	demostrar	que	existen	distintos	fenómenos	psicosociales	que	se	han
agravado	y	están	perjudicando	la	salud	mental	de	muchas	peruanas	y	peruanos,
quienes	experimentan	estresores	múltiples,	en	medio	de	una	crisis	sanitaria	llena
de	miedo,	dolor	e	incertidumbre.
Ante	estos	procesos,	surge	la	necesidad	de	analizar	la	salud	mental	desde	un
enfoque	comunitario.	En	los	últimos	años,	la	noción	de	salud	mental	ha
transitado	de	un	enfoque	centrado	en	lo	intrapsíquico	e	individual	hacia	uno
holístico	y	comunitario,	en	el	que	los	contextos	cultural	y	social	cobran
protagonismo,	y	la	relación	con	el	entorno	y	la	comunidad	definen	el	bienestar	y
la	salud	mental	(Minsa,	2020;	Rivera-Holguín	&	Velázquez,	2017;	Rodríguez,
2009).	Por	ello,	la	pobreza,	la	violencia,	la	corrupción,	la	desigualdad	y	la
discriminación	emergen	como	problemas	correlacionados	directamente	con	la
salud	mental.	Estas	situaciones	muestran	el	deterioro	de	las	relaciones	humanas,
en	las	cuales	el	beneficio	individual	supera	la	dimensión	colectiva.
Efectivamente,	constituyen	problemas	de	salud	mental	porque	se	deteriora	la
relación	y	el	tejido	social,	la	posibilidad	de	confiar	y	generar	bien	común,	con	lo
que	se	afecta	la	noción	de	un	nosotras/nosotros,	y	se	fractura	la	idea	de	un
colectivo,	de	crear	y	vivir	en	comunidad.
Desde	nuestra	perspectiva	hablar	de	pobreza,	violencia,	discriminación	y
corrupción	es	también	hablar	de	un	impacto	en	la	salud	mental,	porque	limitan	y
dañan	una	convivencia	saludable	y	el	bienestar	de	las	personas.	Por	eso,	la	salud
mental	nos	implica	a	todas	las	personas	en	tanto	ciudadanos	y	parte	de	un
colectivo	social.
La	pandemia	por	la	COVID-19	requiere	también	un	enfoque	centrado	en	la
promoción	de	la	salud,	en	el	que	cuerpo	y	mente	no	son	dos	instancias
escindidas,	sino,	más	bien,	imbricadas:	se	enferma	el	cuerpo,	pero	también	la
mente.	Los	procesos	de	afectación	se	producen	de	manera	simultánea,	el	dolor
del	cuerpo	es	también	producto	del	estrés,	la	incertidumbre	y	el	miedo	que	nos
han	invadido	en	los	últimos	meses	como	personas	y	como	país.	Nada	nuevo	si
miramos	a	nuestros	pueblos	originarios,	quienes	desde	siempre	han	sostenido
que	la	separación	entre	cuerpo	y	mente	es	artificial	y	nos	invitan	a	un	mayor
diálogo	con	el	cuerpo,	los	otros	y	la	naturaleza.
Desde	esta	comprensión	de	salud	mental	podemos	señalar	que	la	afectación	en
nuestra	sociedad	en	tiempos	de	la	pandemia	ha	supuesto	un	aumento	del
sufrimiento	social	(Kleinman,	Das	&	Lock,	1997)	y	de	las	dolencias
comunitarias;	sin	embargo,	esto	no	ha	sido	igual	para	todas	y	todos.	Hay	quienes
han	sido	más	golpeados	por	encontrarse	en	situación	de	mayor	vulnerabilidad,
como	niñas,	niños,	adolescentes,	jóvenes,	mujeres,comunidad	LGTBIQ+,
personas	con	discapacidad,	entre	otros.
Además,	hay	grupos	en	nuestra	sociedad	que	a	lo	largo	de	su	vida	van	sumando
historias	de	violencia	y	exclusión,	porque	no	solo	son	víctimas	en	el	contexto
actual	de	pandemia,	sino	que	acumulan	experiencias	violentas	pasadas	como	es
el	caso	de	las	personas	afectadas	por	el	conflicto	armado	interno.	En	estos	casos
las	personas	han	buscado	recuperar	sus	respuestas	a	sus	anteriores	experiencias
para	hacer	frente	a	las	nuevas	situaciones	de	duelo.	Por	ejemplo,	las	mujeres	se
han	organizado	en	grupos,	en	acciones	comunitarias;	se	trata	de	un	continuum
que	ahora	puede	incorporar	experiencias	de	vida	pasadas.
Este	libro	privilegia	las	acciones	de	organización	comunitaria,	de	acción
colectiva	y	de	sororidad	que	nos	ayudan	a	identificar	experiencias	y	respuestas
que	se	han	dado	durante	los	últimos	dos	años.	La	capacidad	de	afrontar	y	resistir
de	las	personas	frente	a	la	pandemia	ha	sido	puesta	en	escena	a	través	de	la
formación	autogestionada	de	diferentes	colectivos,	comités,	organizaciones,
movimientos,	ollas	comunes,	aynis,	redes,	entre	otras.	Especialmente,	las
mujeres,	los	jóvenes	y	las	comunidades	de	pueblos	originarios,	desde	la
reciprocidad	y	la	solidaridad,	han	generado	mayores	respuestas	comunitarias.
Ante	los	cambios	—rápidos	y	permanentes—	de	la	coyuntura	social	y	política,
así	como	la	evolución	de	la	pandemia,	la	escritura	del	libro	ha	sido	difícil	y
compleja.	Somos	conscientes	de	que	las	secuelas	de	la	pandemia	son
inabarcables	desde	una	sola	disciplina,	pero	hemos	tratado	de	reflejar	los
avances	en	la	investigación	y	discusión	sobre	los	efectos	sociales	de	la	COVID-
19,	así	como	los	debates	que	se	han	generado	en	nuestro	país	respecto	al
deficiente	manejo	y	gobernanza	de	la	pandemia,	a	partir	de	distintas
inconsistencias	y	contradicciones	de	los	gobiernos	de	turno,	y	las	respuestas
políticas	poco	eficientes	de	los	otros	poderes	del	Estado.	Por	ejemplo,	en	2020,
se	creó	una	estrategia	para	evitar	el	contagio,	en	la	que	hombres	y	mujeres	salían
de	sus	casas	en	días	diferentes,	decisión	que,	más	que	una	ayuda,	se	convirtió	en
fuente	de	confusión,	aumento	de	carga	doméstica	para	las	mujeres	e	incluso
discriminación	a	poblaciones	vulnerables	como	las	personas	trans.	Otro	ejemplo,
con	respecto	a	la	educación,	fue	la	circulación	de	mensajes	contradictorios	sobre
protocolos	y	fechas	de	retorno	a	las	aulas,	hecho	que	fomentó	nuevamente	la
confusión	y	retrasó	el	inicio	de	clases	presenciales	y	otras	urgentes	medidas
educativas.
Salud	mental	y	COVID-19	ofrece	un	conjunto	de	artículos	que	abordan
diferentes	aristas	del	impacto	de	la	pandemia	en	la	salud	mental	y	que	enfatizan
las	respuestas	comunitarias	por	parte	de	la	población.	Este	libro	es	un	trabajo
colectivo:	hemos	ido	tejiendo,	entre	el	conjunto	de	investigadoras,	una	red	con
el	fin	de	buscar	el	diálogo	y	colocar	nuestras	inquietudes,	afectos	y
subjetividades	en	la	construcción	de	cada	uno	de	los	capítulos.	Somos	un
conjunto	de	investigadoras	con	diferentes	trayectorias	y	experiencias	que	hemos
tratado	de	hilvanar	de	manera	comunitaria	esta	propuesta.
La	lectura	de	este	texto	permite	seguir	la	secuencia	propuesta	por	la	tabla	de
contenidos,	en	la	cual	hemos	tratado	de	urdir	los	diferentes	capítulos	para	una
lectura	fluida.	No	obstante,	en	función	de	los	intereses	del	lector,	pueden	leerse
los	capítulos	de	forma	independiente,	porque	cada	uno	es	en	sí	mismo	una
unidad.
Este	libro,	partiendo	de	una	concepción	comunitaria	de	la	salud	mental,	propone
que	la	pandemia	ha	exacerbado	los	problemas	psicosociales	existentes	en	nuestra
sociedad.	Para	ello	analizamos	el	contexto	social	y	político	marcado	por	una
crisis	permanente	y	cíclica	que	afecta	el	ejercicio	de	la	ciudadanía	e	impacta
negativamente	en	la	salud	mental	de	las	peruanas	y	peruanos;	el	cierre	de	las
escuelas	—por	dos	años—	ha	sido	una	de	las	expresiones	más	dramáticas	de	esta
crisis.	La	interrupción	de	trayectorias	educativas	y	en	muchos	casos	la	expulsión
del	sistema	educativo	de	niñas,	niños	y	adolescentes	constituye	uno	de	los	costos
más	altos	de	la	pandemia	en	nuestra	sociedad.	Ante	ello,	tenemos	que
reconfigurar	el	espacio	educativo	para	fortalecer	el	desarrollo	integral,	a	partir	de
la	promoción	de	la	salud	mental	y	el	bienestar	socioemocional.	En	la	práctica
esto	implica	fortalecer	tanto	los	vínculos	como	la	participación	de	estudiantes,
docentes	y	familias,	quienes	son	protagonistas	de	la	comunidad	educativa.
Adicionalmente,	proponemos	que	la	violencia,	uno	de	los	fenómenos	más
complejos	que	atraviesa	nuestra	sociedad,	es	interpersonal,	pero	también
estructural,	y	se	sustenta	en	la	falta	de	empatía	y	el	desprecio	por	las	poblaciones
más	vulnerables.	Por	tanto,	ella	afecta	innegablemente	la	salud	mental,	y	no	solo
de	las	víctimas,	sino	de	la	sociedad	en	su	conjunto.	Esto	último	se	evidencia	en
la	violencia	contra	las	mujeres,	así	como	en	las	familias	con	personas
desaparecidas	durante	el	conflicto	armado	interno.	La	pandemia	y	las
insuficientes	medidas	sanitarias	dictadas	por	los	gobiernos	generaron
condiciones	para	incrementar	la	violencia	contra	las	mujeres	y,	además,	para
volver	a	experimentar	vivencias	previas	y	emociones	negativas,	como	en	el	caso
de	los	familiares	de	las	personas	desaparecidas.
No	obstante,	el	libro	rescata	el	uso	de	diferentes	recursos	y	agencias	puestas	en
escena	por	diferentes	grupos	de	personas	que	convirtieron	sus	vulnerabilidades
en	acción	y	esperanza	ante	las	constantes	crisis	y	dificultades,	con	énfasis	en	la
promoción	de	la	salud	colectiva	y	comunitaria.	Ejemplo	de	ello	son	las	ollas
comunes,	las	movilizaciones	de	la	Generación	del	Bicentenario,	el	compromiso
de	las	y	los	profesores	ante	las	adversidades,	las	organizaciones	de	mujeres,	de
vecinos,	de	personas	afectadas	por	el	conflicto	armado	interno,	quienes
apostaron	por	acciones	colectivas	y	comunitarias	como	(re)activar	sus	redes	de
soporte,	proponer	la	solidaridad	mutua	y	la	sororidad,	revalorizar	sus	prácticas
culturales	para	el	cuidado	de	la	salud,	así	como	gestar	acciones	colectivas	para
salir	adelante.
De	esta	manera,	cuando	se	promueve	la	salud	se	requiere	actuar	desde	los
recursos	y	las	necesidades	de	las	mismas	comunidades,	y	debe	darse
protagonismo	y	control	a	las	y	los	ciudadanos	en	la	toma	de	acciones	para	el
cuidado	de	su	propia	salud	involucrando	a	todos	los	actores.	Desde	los	gobiernos
se	requieren	acciones	intersectoriales	que	fortalezcan	los	servicios	de	salud	en
los	ámbitos	cuantitativo	(mayor	cantidad)	y	cualitativo	(adaptación	cultural).	De
parte	de	la	ciudadanía	resulta	importante	incrementar	la	agencia	ciudadana	y
fortalecer	la	acción	comunitaria,	de	tal	manera	que	todas	y	todos	apuesten	por	el
cuidado	de	la	salud	personal	y	colectiva.
En	la	pandemia	hemos	aprendido	algunas	lecciones.	El	cuidado	de	la	salud	debe
ir	más	allá	de	modelos	y	respuestas	individuales,	asistencialistas	y
medicalizadas,	para	acercarse	a	la	promoción	y	el	desarrollo	de	iniciativas
comunitarias	que	pueden	ser	sostenibles.	Hoy	más	que	nunca	es	importante
afrontar	la	salud	mental	desde	un	enfoque	comunitario,	ya	que	la	realidad	social,
política	y,	más	aún,	la	pandemia	nos	afecta	integralmente	y	nos	instala	en	una
situación	de	riesgo	permanente.	Solo	pensándonos	desde	la	empatía,	el	respeto,
la	ternura	y	el	bien	común	podremos	construir	nuevas	formas	de	vincularnos.	Y
solo	trabajando	en	conjunto	—Estado,	sector	privado	y	sociedad	civil—
podremos	salir	adelante	como	país,	priorizando	la	salud	mental	y	el	bienestar	de
todas	y	todos.
Referencias
Gob.pe.	(2021).	Ministerio	de	Salud	proyecta	atender	más	de	1	200	000	casos
por	problemas	de	salud	mental	durante	el	2021.	Nota	de	prensa,	10	de	octubre.
https://www.gob.pe/institucion/minsa/noticias/543572-ministerio-de-salud-
proyecta-atender-mas-de-1-200-000-casos-por-problemas-de-salud-mental-
durante-el-2021
Jaramillo,	Miguel	&	Hugo	Ñopo	(2020).	Impactos	de	la	epidemia	del
coronavirus	en	el	trabajo	de	las	mujeres	en	el	Perú.	Documento	de	investigación,
106.	Lima:	Grade.	https://www.grade.org.pe/publicaciones/impactos-de-la-epidemia-del-coronavirus-en-el-trabajo-de-las-mujeres-en-el-peru/
Kleinman,	Arthur;	Veena	Das	&	Margareth	Lock	(1997).	Introduction.	En	Arthur
Kleinman,	Veena	Das	y	Margareth	Lock	(eds.),	Social	Suffering	(pp.	9-27).
California:	University	of	California	Press.
Minsa-Ministerio	de	Salud	(2020).	Guía	técnica	para	el	cuidado	de	la	salud
mental	de	la	población	afectada,	familias	y	comunidad,	en	el	contexto	del
COVID-19	(resolución	ministerial	N°	186-2020-MINSA.
http://bvs.minsa.gob.pe/local/MINSA/5001.pdf
Rivera-Holguín,	Miryam	&	Tesania	Velázquez	(2017).	Modelo	de	salud	mental
comunitaria.	En	Miryam	Rivera-Holguín	y	Germán	Vargas	(eds.),	Salud	mental
comunitaria:	miradas	y	diálogos	que	nos	transforman	(pp.	95-113).	Lima:	Grupo
de	Trabajo	de	Salud	Mental,	DARS,	URSpsi	de	la	PUCP.
Rodríguez,	Jorge	(2009).	Violencia	y	salud	mental.	En	Jorge	Rodríguez	(ed.),
Salud	mental	en	la	comunidad	(pp.	257-267).	Washington	D.C.:	OPS.
Crisis	sobre	crisis:	ciudadanía	y	salud	mental	en	tiempos	de	pandemia
Adriana	Fernández	Godenzi	y	Ana	Sofía	Carranza	Risco
Grupo	de	Investigación	en	Psicología	Comunitaria
Pontificia	Universidad	Católica	del	Perú
Tenemos	una	cultura	de	la	guerra	que	está	inserta
en	el	corazón	de	la	república,
no	sabemos	convivir,	tienes	que	matar	al	otro	para	poder	vivir,
no	sabemos	coexistir	en	paz.
Mc	Evoy	(2021a)
El	Perú,	a	través	de	su	historia	republicana,	nos	muestra	que	la	construcción	de
nuestra	democracia	ha	sido	siempre	una	tarea	complicada	y	los	últimos	años,
desde	la	vacancia	del	presidente	Pedro	Pablo	Kuczynski	en	2018,	nos	revelan
que	es	aún	una	agenda	pendiente	con	marchas	y	contramarchas.	Se	puede	decir
que	frente	a	esta	realidad,	lo	que	caracteriza	nuestro	proyecto	de	nación	es	la
inestabilidad	de	la	democracia	y	las	crisis	políticas	cíclicas	y	recurrentes,	las
cuales	se	han	intensificado	en	los	últimos	años,	sumándose,	además,	a	esta
situación,	la	crisis	sanitaria	mundial	producida	por	la	COVID-19.
En	este	contexto	actual	de	crisis	sobre	crisis	en	el	que	vivimos	nos	preguntamos:
¿cómo	la	pandemia	impacta	en	el	ejercicio	de	la	ciudadanía,	los	derechos
humanos	y	la	salud	mental	de	peruanas	y	peruanos	que	vivimos	en	un	país	que
se	encuentra	en	crisis	política	casi	permanentemente?	Este	capítulo	pretende
responder	esta	pregunta	desde	el	punto	de	vista	de	dos	psicólogas	peruanas	que
hemos	experimentado	en	primera	persona	el	manejo	que	los	diferentes
gobiernos¹	han	tenido	de	la	crisis	sanitaria	y	cómo	la	ciudadanía	ha	respondido
desde	marzo	de	2020,	cuando	llegó	a	nuestro	país	la	primera	persona	contagiada
por	la	COVID-19.
Por	otro	lado,	nos	acercamos	a	la	pregunta	desde	una	comprensión	amplia	de	la
salud	mental,	alejada	de	una	visión	reduccionista	que	pretende	entenderla	solo
como	ausencia	de	trastornos	mentales.	En	esa	línea,	las	afectaciones	en	la	salud
mental	de	las	personas	se	pueden	asociar	a	«los	cambios	sociales	rápidos,	a	las
condiciones	de	trabajo	estresantes,	a	la	discriminación	de	género,	a	la	exclusión
social,	a	los	modos	de	vida	poco	saludables,	a	los	riesgos	de	violencia	y	mala
salud	física	y	a	las	violaciones	de	los	derechos	humanos»	(OMS,	2018).
Esta	forma	de	comprender	la	salud	mental	nos	permite	vincularla	a	procesos
psicosociales,	entendidos	como	procesos	que	influyen	en	las	relaciones	que	se
establecen	entre	las	personas,	que	a	su	vez	están	influidos	por	las	circunstancias
macrosociales	en	las	que	estas	relaciones	se	dan	(Montero,	2004).	Estas
condiciones	macrosociales	se	vinculan	directamente	a	las	estructuras
económicas,	políticas,	sociales	y	culturales	que	construyen	y	moldean	los	modos
de	vida	de	las	personas,	les	permiten	o	no	ejercer	plenamente	sus	derechos	y	su
ciudadanía,	habituarse	o	problematizar	la	realidad	en	la	que	viven	y,	en	esa	línea,
se	consideran	aspectos	importantes	que	impactan	en	la	calidad	o	en	la	merma	de
la	salud	mental	de	la	población.
Crisis	sanitaria	sobre	una	crisis	política	(casi)	permanente
En	2016,	Pedro	Pablo	Kuczynski	llegó	a	ser	presidente	del	Perú	después	de	una
segunda	vuelta	muy	ajustada	contra	la	candidata	del	fujimorismo,	Keiko
Fujimori	(50,12%	vs.	49,88%)	(ONPE,	2016),	quien	perdía	por	segunda	vez	las
elecciones.	Estos	números	reflejan	una	fragmentación	en	la	población	peruana,
la	cual	también	se	vivió	en	las	relaciones	entre	el	Ejecutivo	y	el	Congreso	de	la
República,	donde	el	fujimorismo	tuvo	una	bancada	abrumadoramente
mayoritaria	(73	escaños,	56%	del	total).	Desde	el	Congreso,	el	fujimorismo	fue
debilitando	la	estabilidad	del	Ejecutivo	a	través	de	la	censura	de	varios	ministros
y	su	posicionamiento	confrontacional	generó	la	renuncia	del	presidente,	a	quien
además	se	involucró	en	actos	de	corrupción	y	compra	de	votos	de	congresistas
para	que	no	se	apruebe	la	moción	de	su	vacancia.
Frente	a	esta	situación,	asumió	la	presidencia	el	vicepresidente	Martín	Vizcarra,
quien	tuvo	el	apoyo	de	la	población	peruana	por	liderar	una	agenda
anticorrupción.	Con	Vizcarra	a	la	cabeza	del	Ejecutivo	las	tensiones	en	el
Congreso	no	cesaron	y	terminaron	en	su	disolución	constitucional	en	2019	y	en
nuevas	elecciones	congresales	convocadas	para	enero	de	2020	(por	decreto
supremo	165-2019-PCM).
En	esta	situación	de	inestabilidad	política,	con	un	vicepresidente	que	asumió	la
presidencia	y	con	un	Congreso	con	solo	dos	meses	de	elegido	fue	que	se	anunció
oficialmente	el	primer	caso	producto	de	la	COVID-19	en	el	Perú,	el	6	de	marzo
de	2020.
Al	inicio	de	la	pandemia,	las	medidas	del	gobierno	de	Vizcarra	fueron	drásticas:
se	declaró	el	estado	de	emergencia,	que	implicó	una	cuarentena	obligatoria	que
restringió	derechos	constitucionales,	la	libertad	de	tránsito	y	de	reunión	de	toda
la	ciudadanía.	Esto	implicó	el	cierre	completo	de	los	negocios,	los	servicios
educativos	y	la	inamovilidad	social	obligatoria.	En	un	principio	el	estado	de
emergencia	se	estableció	para	un	periodo	de	dos	semanas	y	contó	con	el	apoyo	y
la	aprobación	de	la	población	y	de	la	comunidad	científica,	a	pesar	de	que	se
estaba	optando	por	regulaciones	bastante	estrictas;	de	hecho,	estaban	entre	las
más	restrictivas	aplicadas	en	América	Latina	(Dargent	&	Rousseau,	2021).	El
estado	de	emergencia	se	prorrogó	hasta	en	cinco	oportunidades,	en	un	lapso	de
casi	seis	meses	debido	a	que	la	situación	de	contagios	fue	empeorando.	Hacia	el
final	de	este	tiempo	recién	se	fueron	flexibilizando,	de	a	pocos,	algunas	medidas
(Calle	Aguirre,	2020).
El	impacto	de	estas	medidas	restrictivas	se	hizo	sentir	tanto	en	la	vida	cotidiana
y	costumbres	de	las	y	los	peruanas	como	en	su	economía.	La	aplicación	de
cuarentenas	estrictas	y	prolongadas	en	un	país	en	el	que	la	mayoría	de	sus
habitantes	son	trabajadores	de	la	economía	popular	(vendedores	ambulantes,
trabajadoras	del	hogar,	pequeños	comerciantes,	etc.)	trajo	incumplimientos	de	las
restricciones	y	aumento	en	el	riesgo	de	contagios.	A	esto,	se	sumó	una	estrategia
comunicacional	poco	clara	y	muchas	veces	contradictoria,	por	parte	del	gobierno
hacia	la	población,	sobre	las	medidas	para	cuidarnos	de	la	COVID-19.	De	hecho,
se	podía	ver	en	televisión	nacional	a	alcaldes	o	gobernadores	regionales
promocionando	el	dióxido	de	cloro	o	la	ivermectina	para	prevenir	el	contagio,
cuando	en	la	comunidad	científica	internacional	su	uso	estaba	completamente
desestimado.
Toda	esta	situación	puso	rápidamente	al	Perú	en	el	terrorífico	primer	lugar	en
número	de	muertes	por	la	COVID-19	en	el	ámbito	mundial,	teniendo,	para	abril
de	2020,	un	exceso	de	1000	muertes	por	1	000	000	de	habitantes,	según	el
Financial	Times	(Gestión,	2021).	La	pandemia	producida	por	la	COVID-19
reveló,	de	la	forma	más	cruenta,	la	precariedad	de	nuestro	sistema	de	salud,	la
inoperancia	de	un	gobierno	frágil	y	el	egoísmo	de	una	clase	política	que	durante
décadas	ha	sido	vinculada	a	la	corrupción	y	a	la	priorización	de	intereses
particulares	por	sobre	las	necesidades	del	pueblo	peruano.	Como	menciona
Bleichmar	(2007),	las	y	los	ciudadanos	somos	condenados	a	un	sufrimiento
cotidiano	no	solo	por	la	insolvencia	económica	del	país,	sino	también	por	la
insolvencia	moral	y	la	insensibilidadprofunda	de	sus	clases	dirigentes,	que	son
responsables	de	buscar	las	soluciones	y	salidas	a	las	situaciones	de	crisis,
reduciendo	al	máximo	los	efectos	negativos	de	las	mismas	en	la	población.
En	medio	de	esta	situación	de	duelos	masivos,	las	tensiones	entre	el	Ejecutivo	y
el	Legislativo	no	cesaron.	La	confrontación	entre	ambos	poderes	llevó	a	un
importante	quiebre	democrático	y	a	otra	crisis	política	con	los	procesos	de
vacancia	contra	el	expresidente	Martin	Vizcarra,	que	terminaron	con	su	gobierno
y	con	la	proclamación	como	presidente	de	Manuel	Merino,	quien	era	presidente
de	la	mesa	directiva	del	Congreso	en	ese	momento.	Esto	generó	la	indignación
de	la	población,	la	cual	se	plasmó	en	una	de	las	protestas	ciudadanas	más
grandes	y	masivas	de	las	últimas	décadas,	donde	las	y	los	jóvenes	tuvieron	una
participación	activa.	Miles	de	personas	salieron	a	marchar	o	protestaron	desde
sus	casas	con	cacerolazos,	tanto	en	Lima	como	en	varias	de	las	principales
ciudades	del	país	contra	el	uso	abusivo	de	la	figura	de	la	vacancia,	que	generó
una	sensación	de	«golpe	legislativo»	(Pérez-Liñán,	2007,	citado	en	Dargent	&
Rousseau,	2021).	La	ciudadanía	que	protestó	durante	casi	una	semana
consecutiva	sintió	que,	desde	el	Congreso,	un	grupo	de	políticos,	sin	mucha
legitimidad,	quisieron	capturar	el	poder	y	robarse	la	democracia	en	medio	de
«una	balacera	en	el	cementerio»	(Mc	Evoy,	2021a).	Al	final,	la	voz	de	la
ciudadanía	se	hizo	escuchar	y	se	consiguió	la	renuncia	de	Merino,	pero	a	un
costo	muy	alto.	Dos	jóvenes	peruanos,	Inti	Sotelo	y	Brian	Pintado,	murieron	en
la	confrontación	con	la	policía	nacional,	que,	según	los	informes	realizados	por
la	Oficina	de	la	Alta	Comisionada	de	la	ONU	para	los	Derechos	Humanos,
realizaron	un	uso	excesivo	e	innecesario	de	la	fuerza	durante	las	protestas
masivas	de	noviembre	de	2020	(Arciniegas,	2021).	La	ciudadanía	sintió	el	abuso
político	y	a	este	se	sumó	el	abuso	policial.	Quienes	nos	deben	cuidar	y	proteger,
nos	violentan;	quienes	deben	asegurar	nuestros	derechos	ciudadanos,	los
pisotean.	Y	cuando	los	peruanos	y	peruanas	pensamos	que	ya	tocamos	fondo	y
que	ya	nada	peor	puede	pasar,	la	realidad	siempre	nos	sorprende	ingratamente.
Después	de	las	protestas	y	con	la	renuncia	de	Merino,	asumió	la	presidencia	el
gobierno	de	transición	de	Francisco	Sagasti.	Durante	este	gobierno	y	ad	portas
del	bicentenario	de	nuestra	república,	se	destapó	el	escándalo	denominado
Vacunagate.	Peruanas	y	peruanos	nos	enteramos	de	que	muchas	personas,
incluido	el	expresidente	Vizcarra,	la	ministra	de	salud	de	su	gestión,	médicos,
académicos,	empresarios	y	sus	familiares	se	vacunaron	irregularmente	dentro	del
ensayo	clínico	de	la	vacuna	Sinopharm,	que	dirigía	la	Universidad	Peruana
Cayetano	Heredia.
Vizcarra,	que	nos	convenció	de	su	agenda	anticorrupción,	académicos
respetables	de	una	de	las	mejores	universidades	del	país	y	médicos	en	los	que
habíamos	confiado	la	salud	de	peruanas	y	peruanos	durante	la	peor	crisis
sanitaria	que	ha	vivido	nuestro	país,	nos	defraudaron.	Pusieron	sus	intereses
particulares	antes	que	los	de	todas	y	todos	los	peruanos.	Como	menciona
Portocarrero,	en	nuestro	país	«poca	es	la	solidaridad	y	mucha	la	desigualdad»
(2015,	p.	20)	y	aún	estamos	lejos	de	una	nación	que	albergue	una	comunidad	de
ciudadanas	y	ciudadanos	que	se	piensen	con	los	mismos	derechos	y	se	proyecten
a	un	destino	común.	Como	menciona	Mc	Evoy,	«[a]quí	en	el	Perú	no	hay	vida
en	común,	hay	una	confederación	de	intereses	personales	superpuestos»	(2021b).
La	pandemia	ha	resaltado	nuestros	problemas	estructurales,	nuestras
precariedades	como	país	y	nuestros	desencuentros	como	peruanas	y	peruanos,	y
con	esta	experiencia	llegamos	al	bicentenario	de	nuestra	república,	dándonos
cuenta	de	lo	mucho	que	aún	nos	falta	por	hacer	o	dejar	de	hacer	para,	como	dice
Portocarrero,	ser	«una	nación	reconciliada	con	su	pasado,	y	comprometida	con
su	futuro»	(2015,	p.	21).
Impacto	de	la	crisis	en	la	salud	mental	y	en	el	ejercicio	de	la	ciudadanía
La	acumulación	de	crisis	sobre	crisis	que	venimos	arrastrando	en	los	últimos
años,	como	era	de	esperar,	ha	generado	un	impacto	generalizado	en	la	salud
mental	de	la	ciudadanía.	De	hecho,	en	julio	de	2020,	a	solo	cuatro	meses	de
iniciada	la	pandemia,	siete	de	cada	diez	peruanos	y	peruanas	señalaban	haber
visto	afectada	su	salud	mental	a	raíz	del	confinamiento	(Garay	Rojas,	2021).	En
este	escenario,	y	desde	entonces,	podríamos	pensar	—como	señala	Bleichmar
(2007)—	que	muchas	personas	hemos	pasado	de	la	desesperación	a	la
desesperanza.	Así,	del	miedo	y	desesperación	que	acompañaron	nuestros
primeros	meses	de	pandemia	y	las	crisis	políticas	que	se	sumaban	a	ello,
podríamos	pensar	que	muchas	peruanas	y	peruanos	han	pasado	a	un	estado	de
convicción	de	que	no	hay	nada	positivo	que	nos	depare	el	futuro	del	país.
Ciertamente,	esta	desesperanza	ha	tomado	diferentes	formas	para	diferentes
grupos	poblacionales,	lo	cual	responde	a	un	país	pluricultural	y	diverso	como	el
nuestro,	tanto	en	términos	de	situación	socioeconómica,	acceso	a	oportunidades
académicas	y	laborales,	y	posturas	políticas.
Considerando	este	panorama,	es	evidente	que	la	inestabilidad	política	y	la	crisis
sanitaria	han	tenido	un	impacto	negativo	en	la	salud	mental	de	las	peruanas	y
peruanos.	Nos	encontramos	frente	a	un	escenario	en	el	que	se	repiten
experiencias	de	desesperanza	y	estancamiento	que	imposibilitan	el	desarrollo
pleno	de	las	personas,	especialmente	en	términos	de	acceso	a	los	derechos
fundamentales	y	oportunidades	de	desarrollo	profesional	y	socioeconómico.
Como	hemos	señalado	previamente,	los	primeros	meses	de	pandemia	en	el	Perú
se	enfrentaron	a	través	de	un	confinamiento	total	y	estricto,	lo	que	implicó	que
solo	podían	trabajar	aquellas	personas	que	cumplían	trabajos	esenciales.	En	este
contexto,	resalta	el	caso	de	las	trabajadoras	del	hogar.	Desde	antes	de	la
pandemia	existían	grupos	organizados	de	trabajadoras	del	hogar²	que	buscaban
mejorar	su	calidad	de	vida	y	sus	condiciones	laborales.	Durante	muchos	años
han	sido	un	grupo	vulnerable	y	que,	generalmente,	se	encuentra	laborando	en
condiciones	injustas	y	discriminatorias,	siendo	muchas	las	trabajadoras	quienes
recibían	una	remuneración	menor	al	mínimo	establecido	por	el	gobierno,	así
como	aquellas	que	no	gozaban	de	seguro	de	salud,	vacaciones,	realizaban	una
jornada	laboral	mayor	a	lo	permitido	semanalmente	(48	horas),	entre	otros
derechos	laborales	vulnerados.	Así,	con	la	llegada	de	la	pandemia,	a	pesar	de	que
el	Ministerio	del	Trabajo	y	Promoción	del	Empleo	señaló	una	serie	de
lineamientos	y	exigencias	para	empleadores	y	empleados,	como	la
implementación	del	trabajo	remoto	o	licencia	con	goce	de	haber,	muchas
trabajadoras	del	hogar	fueron	víctimas	de	despidos	intempestivos	o,	inclusive,
fueron	obligadas	a	vivir	el	confinamiento	en	la	casa	de	sus	empleadores	(Pastor
Castro,	2020).	Al	respecto,	Leddy	Mozombite,	secretaria	general	del	Fenttrahop,
señaló	en	una	entrevista	que	el	96%	de	trabajadores	del	hogar	son	mujeres,	el
92%	trabaja	de	manera	informal,	y	que,	durante	la	pandemia,	el	70%	de	las
trabajadoras	del	hogar	habían	sido	despedidas	(Gestión,	2020).
En	contextos	como	este,	y	frente	a	una	crisis	sanitaria	mundial,	la	inestabilidad	y
precarización	laboral	agudiza	el	sufrimiento	y	la	indignación	de	aquellas
personas	que	ya	venían,	durante	mucho	tiempo,	siendo	maltratadas	y	vulneradas.
Finalmente,	a	seis	meses	de	iniciada	la	pandemia	en	nuestro	país,	se	promulgó
un	nuevo	marco	normativo	(ley	31047,	1°	de	octubre	de	2020)	para	las
trabajadoras	y	trabajadores	del	hogar,	el	cual	define	y	busca	asegurar	un	mínimo
de	condiciones	para	el	ejercicio	de	sus	labores	(como	la	existencia	de	contrato,
edad	mínima	para	trabajar,	remuneración	mínima	vital,	entre	otros).	Así,
podríamos	decir	que,	frente	a	la	realidad	de	las	trabajadoras	del	hogar,
precarizada	por	la	pandemia,	se	tuvo	una	acción	reactiva	con	la	promulgación	de
la	ley,	lo	cual	nos	deja	el	mensaje	de	que	nuestro	Estado	suele	reaccionar	cuando
ya	la	situación	de	vulneración	de	derechos	es	absolutamente	críticae
insostenible.
Otro	ejemplo	que	nos	puede	ayudar	a	profundizar	en	cómo	las	crisis	políticas
han	ocasionado	una	nueva	crisis	vinculada	a	la	salud	mental	es	el	manejo	del
gobierno	en	temas	específicos	como	la	provisión	de	oxígeno	medicinal	y	la
atención	de	casos	de	COVID-19	en	establecimientos	de	salud	públicos	y
privados	nacionales.	Así,	durante	los	meses	pasados,	enfrentamos
desabastecimiento	de	oxígeno	medicinal	en	el	país,	y	este	se	convirtió	en	un	bien
indispensable	para	que	las	personas	puedan	sobrevivir	a	la	enfermedad	y	escaso
al	mismo	tiempo.	Largas	colas	se	comenzaron	a	formar	en	centros	de
abastecimiento	de	oxígeno	medicinal,	y	los	precios	se	tornaron	impagables	para
las	y	los	familiares	de	aquellas	personas	que	lo	buscaban	para	seguir	el
tratamiento	contra	la	COVID-19	en	casa.	Al	mismo	tiempo,	las	camas	UCI
(unidad	de	cuidados	intensivos)	escaseaban	en	el	país	y,	cuando	solo	se
encontraban	en	establecimientos	privados	de	salud,	estos	cobraban	cifras
exorbitantes	de	dinero	para	admitir	a	las	personas	y	brindarles	un	tratamiento
adecuado	frente	a	la	enfermedad	producida	por	la	COVID-19.	De	esta	manera,
nos	encontramos	ante	un	gobierno	que	no	puede	regular	y	asegurar	la	salud
como	un	derecho,	antes	que	como	un	servicio.	Definitivamente,	tener	que
enfrentar	un	sistema	incapaz	de	atender	la	salud	de	los	peruanos	y	peruanas,	así
como	el	temor	de	contagiarse	y	no	poder	acceder	al	cuidado	y	a	las	medicinas
necesarias,	generaron	un	impacto	negativo	en	la	salud	mental	de	la	ciudadanía.
En	las	y	los	ciudadanos	la	angustia	y	el	miedo	al	contagio	se	asociaban
directamente	con	la	posibilidad	de	morir	y	la	rabia	e	indignación	se	vinculaba	a
la	incapacidad	del	Estado	de	atender	a	las	personas	que	se	contagiaban,
asociando	la	precariedad	de	nuestro	sistema	sanitario	a	la	corrupción	enquistada
en	los	diferentes	gobiernos	que	hemos	tenido	desde	la	década	de	1990³.
Siguiendo	con	los	ejemplos	que	grafican	cómo	las	decisiones	u	omisiones	de	los
gobiernos	impactan	en	la	salud	mental	de	la	población,	se	pueden	mencionar	las
medidas	implementadas	para	enfrentar	la	propagación	de	la	COVID-19.	Durante
ocho	días	el	gobierno	estableció	que	las	personas	podrían	circular	en	las	calles
según	su	género:	hombres	salían	unos	días	y	mujeres	salían	otros.	Esto	ocasionó
que	las	mujeres	se	expongan	al	contagio,	más	que	los	hombres.	El	gobierno,	al
no	considerar	la	carga	desigual	en	el	trabajo	doméstico	y	el	machismo	imperante
en	nuestra	sociedad,	expuso	a	las	mujeres	a	aglomeraciones	en	los	días	en	los
que	ellas	podían	salir,	pues	son	ellas,	en	su	mayoría,	quienes	se	hacen	cargo	de
las	compras	de	víveres	e	implementos	de	limpieza	para	el	hogar.
Adicionalmente,	esta	medida	generó	un	escenario	propicio	para	exacerbar	la
discriminación	y	la	violencia	contra	las	personas	trans,	sobre	todo	contra	mujeres
trans	acosadas	por	la	policía,	que	les	pedía	sus	documentos	de	identidad,	en	los
que	no	se	consigna	el	género	ni	el	nombre	con	el	que	se	identifican⁴,	ya	que,
hasta	ahora,	en	el	país	no	existe	una	ley	de	identidad	de	género	que	asegure	el
ejercicio	pleno	de	sus	derechos	fundamentales	y	su	ciudadanía.
Estos	ejemplos	nos	permiten	reflexionar	sobre	qué	lugar	ocupamos	algunas
personas	en	el	Perú:	¿quiénes	son	y	quiénes	no	son	considerados	parte	de	la
ciudadanía?	¿Qué	posibilidades	reales	existen	para	el	ejercicio	de	ciudadanía	en
un	país	tan	desigual	e	inequitativo	como	el	nuestro?	En	este	contexto,	hemos
visto	exacerbadas	las	brechas	a	las	que	nos	hemos	enfrentado	por	décadas,	y	las
múltiples	crisis	—sanitaria,	política,	de	derechos,	entre	otras—	se	han	hecho
evidentes.	De	esta	manera,	se	ha	comprobado	que	existen	grupos	de	personas
que	son	despojadas	—en	el	imaginario	social—	de	su	carácter	de	ciudadanos/as:
quienes	tienen	menos	recursos	socioeconómicos,	quienes	cuentan	con	trabajos
informales	o	quienes	no	tienen	una	identidad	de	género	cisgénero	son
considerados	en	el	imaginario	como	«otros»,	y	no	logran	acceder	a	los	mismos
derechos	y	beneficios	que	otras	personas.	De	esta	forma,	estos	grupos	se	han
visto	fuertemente	afectados	e	impactados	durante	la	pandemia	y	esto	está
vinculado	también	al	hecho	de	que	los	gobiernos	no	han	podido	proteger	a
cabalidad	los	derechos	humanos	de	todos	los	grupos	humanos.	Se	deja	entrever,
por	tanto,	que	el	ejercicio	de	la	ciudadanía	y	las	posibilidades	de	cuidado	por
parte	de	los	gobiernos	se	ven	atravesados	por	las	distintas	variables,	como	el
género,	raza,	discapacidad,	condición	socioeconómica,	etc.,	que	nos	ubican	en
lugares	de	opresión	o	privilegio	dentro	de	la	sociedad,	y	que	determinan,	así,
nuestra	vivencia	y	experiencia	en	contextos	como	la	pandemia.
Lo	cierto	es	que	la	diferencia	existe,	pero	esta	no	tendría	por	qué	convertirse	en
desigualdad	y	los	gobiernos	deberían	tener	la	capacidad	de	aminorar	o	erradicar
estas	brechas	reconociendo	positivamente	la	diversidad	y	asegurando	los
derechos	de	todas,	todes	y	todos,	sobre	todo	en	momentos	de	crisis,	cuando	la
situación	de	vida	de	muchas	personas	tiende	a	«vulnerabilizarse»	aún	más.
Recursos	ciudadanos	frente	a	las	crisis
En	el	Perú,	país	con	altas	cifras	de	pobreza	donde	predomina	el	trabajo
informal⁵,	la	pandemia	agudizó	las	problemáticas	que	por	mucho	tiempo	hemos
aplazado	y	desatendido	desde	distintos	frentes.	Sin	embargo,	frente	a	las
dolencias	colectivas	evidenciadas	a	partir	de	las	diversas	crisis,	el	ejercicio	de	la
ciudadanía	se	ha	configurado	también	como	agente	de	cuidado	y	protección	para
la	población,	tanto	en	términos	de	su	integridad	física	como	de	su	salud	mental.
Así,	desde	el	inicio	de	la	pandemia,	hemos	evidenciado	una	serie	de	acciones	de
respuesta	que	dan	cuenta	de	la	organización	comunitaria	y	colectiva	articulada
en	diversos	espacios:	organizaciones	vecinales,	gestión	de	redes	de	soporte	a
través	de	las	redes	sociales	(incluyendo	el	surgimiento	de	nuevas	plataformas
para	la	búsqueda	de	oxígeno,	camas	UCI,	entre	otras),	ollas	comunes,	clubes	de
madres,	etc.
Desde	que	inició	la	pandemia,	muchas	familias	perdieron	sus	fuentes	de	ingreso
económico,	principalmente	aquellas	que	dependían	de	los	trabajos	informales
para	subsistir	en	la	cotidianeidad.	En	este	contexto,	el	manejo	y	la	incidencia	de
las	políticas	públicas	sobre	la	economía	familiar	fue	complicado.	Si	bien	desde
el	gobierno	central	se	gestionó	la	entrega	de	bonos	económicos	a	las	familias
afectadas,	no	todas	las	familias	ni	las	personas 	que	se	encontraban	impactadas
por	la	situación	recibieron	el	bono	y,	en	muchas	ocasiones,	este	llegó	días	o
semanas	después	de	acabados	los	recursos	económicos	para	hacer	frente	a	esta
situación.	Ante	ello,	la	respuesta	de	comunidades,	organizaciones	sociales,
organizaciones	feministas	y	defensoras	de	los	derechos	humanos	fue
fundamental,	pues	se	configuró	como	una	respuesta	propositiva	y	esperanzadora
frente	a	la	ausencia	de	respuesta	estatal	y	frente	a	las	deficiencias	de	las	políticas
públicas	para	gestar	y	ejecutar	acciones	que	permitan	enfrentar	las	consecuencias
de	las	múltiples	crisis.
Tomemos	como	ejemplo	el	caso	de	las	ollas	comunes.	Jacqueline	Fowks	recoge,
en	un	artículo	que	escribió	para	El	País	en	mayo	de	2021,	el	testimonio	de	María
Tarazona,	quien	coordina	una	olla	común	en	el	asentamiento	humano	Laderas	de
Chillón,	en	Lima,	iniciativa	que	alimenta	a	53	familias.	Ella	cuenta	que	la
mayoría	de	las	personas	en	su	barrio	perdieron	el	trabajo	estable	que	tenían
durante	la	pandemia,	lo	que	los	llevó	a	desempeñarse	como	vendedores
ambulantes	o	a	buscar	objetos	para	el	reciclaje.	Esta	olla	común	funciona	con	el
dinero	que	paga	cada	familia,	sin	importar	cuántas	raciones	lleven;	sin	embargo,
a	pesar	de	que	el	costo	del	plato	de	comida	es	de	S/	3	diarios	por	familia,	a	veces
pagan	menos	porque	no	tienen	trabajo	y	no	pueden	solventarlo.	Como	este	caso,
existen	muchísimos	más	en	nuestro	país.	De	hecho,	solo	en	Lima,	se	estima	que
casi	240	000	familias	son	alimentadas	a	través	de	las	más	de	2000	ollas	comunes
(hasta	donde	se	ha	podido	registrar)	(Agencia	EFE,	2021).	Así,	este	tipo	de
iniciativas	surge	como	unamedida	esperanzadora	en	medio	de	la	desesperanza	y
el	caos	desatado	a	partir	de	la	pandemia,	y	al	mismo	tiempo,	como	una	estrategia
de	autogestión	frente	a	las	carencias	o	ineficiencias	de	un	Estado	que,
definitivamente,	no	se	encontraba	preparado	para	enfrentar	más	crisis	de	las	que
ya	se	encontraba	enfrentando.	Podríamos,	entonces,	hablar	de	respuestas
articuladas	desde	la	solidaridad	y	empatía	con	la	ciudadanía,	al	mismo	tiempo
que	desde	la	indignación	y	el	hartazgo	para	con	el	gobierno.
El	ejemplo	de	las	ollas	comunes	nos	hace	pensar	en	grupos	de	personas	que	le
hacen	frente	a	la	adversidad	centrándose	en	el	poder	de	lo	colectivo,	en	la
potencia	de	la	organización	y	en	el	impulso	que	da	trabajar	por	los	que
consideramos	nuestra	comunidad.	En	esa	línea	las	integrantes	de	una	olla
común,	que	en	su	mayoría	son	mujeres,	apelan	a	la	acción	colectiva	para	afrontar
y	sobreponerse	a	una	situación	adversa,	en	este	caso	la	situación	de	crisis
económica	que	golpea	sus	hogares	y	los	de	su	barrio.	Esto	implica	un	proceso	y
un	potencial	para	recuperarse	a	través	de	la	cooperación	y	la	acción	deliberada
colectiva⁷.
La	resiliencia	que	demuestran	estos	grupos	de	mujeres	peruanas	se	comprende
como	un	proceso	dinámico	que	les	permite	adaptarse	y	recuperarse	de	eventos
adversos;	sin	embargo,	esta	se	ve	mediada	por	el	contexto,	la	cultura	y	la	familia
(Forés	&	Grané,	2010;	Greene	&	Conrad,	2002;	Menanteux,	2014;	Ungar,	2011).
En	esa	línea,	la	cohesión	y	el	sentido	de	comunidad,	que	muchas	veces	se
encuentra	en	la	base	de	las	acciones	colectivas	de	las	ollas	comunes,	nos	habla
de	un	germen	de	identidad	social,	así	como	de	historia	compartida.	Esto
posibilita	la	emergencia	de	un	nosotras,	de	una	comunidad	que	pone	en	marcha
su	capital	social,	centrado	en	las	relaciones	de	confianza,	reciprocidad	y
cooperación,	las	cuales	permiten	la	acción	grupal	y	la	participación	organizada
en	pro	del	bien	común.
Pero,	no	hay	que	caer	en	la	trampa	de	romantizar	la	resiliencia	comunitaria	de	un
grupo	de	personas.	Los	recursos	que	despliegan	las	y	los	ciudadanos	no	pueden
ser	vistos	como	un	sustituto	de	las	acciones	políticas,	económicas	y	sociales	que
los	gobiernos	tienen	la	obligación	de	cumplir.	Las	políticas	gubernamentales
deberían	ayudar	a	fortalecer	los	recursos	ciudadanos,	aprovechando	su	potencial
para	trabajar	codo	a	codo	por	el	bienestar	de	la	ciudadanía.
De	lo	anterior	se	podría	decir	que	el	ejercicio	de	ciudadanía	activa	que	generan
las	redes	de	soporte	y	las	acciones	colectivas	dirigidas	a	objetivos	comunes	es
fuente	de	salud	mental,	bienestar	y	cuidado	comunitario.	Así,	por	un	lado,
tenemos	el	ejemplo	de	las	ollas	comunes	y,	por	otro,	las	acciones	colectivas	de
reclamo	o	protesta.	Ambos	nos	dejan	entrever	los	recursos	ciudadanos	puestos
en	marcha	frente	a	situaciones	de	injusticia	social	o	debilitamiento	de	la
democracia.
Veamos	ahora	otros	ejemplos.	Durante	la	pandemia,	en	algunos	establecimientos
penitenciarios	se	desataron	una	serie	de	acciones	de	protesta	y	reclamo,	las
cuales	incluyeron	desde	la	redacción	de	cartas	públicas	dirigidas	al	presidente	y
a	otros	funcionarios	del	gobierno,	hasta	acciones	de	protesta	dentro	de	los
establecimientos	penitenciarios	que	llegaron	a	incluir,	inclusive,	confrontaciones
y	actos	de	violencia.	Estas	acciones	se	encontraban	orientadas,	principalmente,	a
asegurar	que	se	cumpla	el	derecho	a	la	salud	de	los	internos	e	internas	durante	el
contexto	de	pandemia,	exigiendo	el	deshacinamiento	de	los	establecimientos
penitenciarios,	así	como	la	gestión	de	implementos	de	bioseguridad,	la	toma	de
pruebas	de	COVID-19	y	la	atención	oportuna	de	las	sospechas	de	casos	y	casos
confirmados	(Bracco,	Hildenbrand,	Carranza	&	Lindley,	2021).	Además,	como
ya	se	ha	mencionado,	durante	noviembre	de	2020,	se	desataron	una	serie	de
protestas	en	contra	de	la	vacancia	del	expresidente	Vizcarra	y	de	la
juramentación	de	Merino	como	el	nuevo	presidente	del	Perú.	Estas
movilizaciones	no	implicaron	solamente	marchas	presenciales	en	el	ámbito
nacional,	sino	también	cacerolazos	durante	las	noches	desde	las	casas.
Como	se	puede	ver,	tanto	la	necesidad	como	la	indignación	pueden	generar	o
fortalecer	recursos	ciudadanos	y,	en	esa	línea,	aportar	positivamente	a	la	salud
mental	de	la	población.	Cuando	una	persona	se	siente	parte	de	un	grupo	humano
que	comparte	sus	mismas	carencias	o	sus	mismas	luchas,	se	siente	acompañado
en	la	adversidad.	Y	si,	además,	tiene	la	convicción	de	que	este	grupo	está
dispuesto	a	trabajar	colectivamente	por	el	logro	del	objetivo	común,	esto
redunda	en	un	sentimiento	de	esperanza	revitalizada	que	la	pandemia	y	las
diversas	crisis	políticas	nos	fueron	arrebatando.	Tomemos	el	último	ejemplo	para
ilustrar	este	movimiento.	Aquí,	a	partir	de	las	marchas	de	noviembre	contra
Merino,	se	viraliza	en	redes	sociales	la	frase	«la	generación	del	bicentenario»
que	intenta	darle	una	identidad	al	grupo	masivo	de	jóvenes	que	marcharon	y
lograron	que	Merino	renuncie,	cambiando	con	esto	el	futuro	de	nuestro	país.
Muchos	jóvenes	se	identificaron	como	parte	de	la	generación	del	bicentenario	y,
en	esa	línea,	ser	parte	de	un	grupo	que	logró	algo	positivo	en	medio	de	la
adversidad	puede	resultar	beneficioso	para	la	salud	mental	al	devolver
esperanzas	en	relación	con	que	el	futuro	de	nuestra	democracia	puede	ser
diferente	si	la	ciudadanía	actúa.	Como	menciona	Chávez,	la	frase	reconoce	y
legitima	a	un	grupo	de	jóvenes	con	diversas	identidades,	culturas,	intereses	y
demandas	«que	comparten	el	proceso	de	enfrentamiento	contra	una	clase	política
que	ya	no	les	representa»	(Takehara	Mori,	2020).
Finalmente,	se	puede	ver,	durante	este	tiempo	de	pandemia,	de	confinamiento	y
cuarentenas,	cómo	las	redes	sociales	han	servido	para	activar	tanto	acciones	de
solidaridad	entre	peruanas	y	peruanos,	como	para	encontrarnos	de	manera
diferente.	Las	redes	han	activado	recursos	ciudadanos	diversos,	desde	la
colaboración	hasta	la	acción	política.	Sin	embargo,	es	importante	mencionar	que,
así	como	han	permitido	que	fluya	el	apoyo,	también	se	han	convertido	en
espacios	de	intolerancia	y	violencia.
La	pandemia	y	las	crisis	políticas	que	se	han	desarrollado	durante	este	periodo
nos	han	golpeado	duramente.	Si	bien	han	sacado	lo	peor,	también	han	sacado	lo
mejor	de	las	y	los	peruanos.	Nos	han	permitido	vivenciar	las	más	grandes
mezquindades,	como	el	escándalo	del	vacunagate,	como	también	los	más	nobles
actos	de	solidaridad	ciudadana	en	la	formación	de	cada	olla	común.	Las	crisis
agudizan	las	contradicciones,	nos	someten	a	situaciones	límite	en	las	que	la
inercia	nos	puede	llevar	a	pensar	«Sálvese	quien	pueda».	Como	peruanos	y
peruanas	tratemos	de	salir	de	esta	inercia	que	nos	lleva	a	pensar	«solo»	en	uno,
para	poder	pensar	en	un	«nosotros	inclusivo»	de	todas,	todes	y	todos,	y	así
aprovechar,	como	las	ollas	comunes	o	las	movilizaciones	de	noviembre,	el	poder
de	lo	colectivo	y	la	calidez	de	la	colaboración	genuina	entre	conciudadanos.
Finalmente
De	todo	lo	mencionado	anteriormente	es	evidente	que	la	salud	mental	y	el
bienestar	de	las	peruanas	y	peruanos	ha	sufrido	un	impacto	importante	durante
este	contexto	de	crisis	sobre	crisis.	Podríamos	pensar	que	nos	encontramos	frente
a	un	escenario	en	el	cual	el	cúmulo	de	crisis	nos	ha	empujado	a	una	sensación	de
fatiga	y	desesperanza	permanente.	Así,	donde	el	agotamiento	mental	e	impacto
emocional	ocasionados	por	la	pandemia	se	sobreponen	al	impacto	ocasionado
por	momentos	de	crisis	política,	y	más	aún	cuando	todo	ello	se	suma	también	a
un	contexto	de	precarización,	desigualdad,	violencia	y	corrupción	que	hemos
estado	gestando	como	nación	desde	hace	décadas,	se	configura	el	escenario	ideal
para	gestar	también	una	crisis	en	la	salud	mental.	El	temor,	la	desesperación	y,
luego,	las	desesperanzas	han	desatado	una	fatiga	colectiva,	ocasionada	tanto	por
la	crisis	sanitaria	como	por	la	política.
Al	acercarnos	al	tema	de	salud	mental	y	ciudadanía	se	hace	indispensable
pensarnos	desde	lo	colectivo	antes	que	desde	lo	individual.	Así,	encontramos
que	la	salud	mental	y	su	comprensión	exceden	lasparedes	de	la	intimidad	y	de	la
individualidad,	y	pasan	más	bien	a	necesitar	pensarse	desde	la	colectividad,
desde	la	interacción	con	otras	personas,	y	desde	las	múltiples	experiencias	que
nos	atraviesan	en	sociedad.	Desde	aquí	es	que	nos	podemos	permitir	comprender
cómo	experiencias	como	la	pandemia	y	la	política	han	generado	un	impacto	en
la	salud	mental	de	las	personas,	y	cómo	es	que	este	impacto	supera	a	los
individuos	y	afecta,	más	bien,	a	la	ciudadanía	en	su	conjunto,	impulsando
movimientos	propositivos	en	algunos	casos,	y	afectaciones	serias	en	otros.
Nos	toca,	recomponer(nos),	recargar(nos),	remirar(nos)	y	en	ese	(nos)	construir
un	colectivo	de	ciudadanas	y	ciudadanos	que	gesten	relaciones	de	confianza,
solidaridad	y	colaboración	mutua.	Exijamos	a	nuestros	gobiernos,	al	actual	y	a
los	que	vienen	construir	un	proyecto	país	para	todas,	todes	y	todos	los	peruanos
sin	distinción,	en	el	que	la	salud	mental	sea	una	prioridad	y	no	pase	por	la
atención	de	los	trastornos	mentales,	solamente,	sino	más	bien	y	sobre	todo	pase
por	nuestra	curación	como	sociedad.
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¹	Desde	2020,	cuando	se	detectó	el	primer	caso	de	COVID-19	en	el	Perú,	hemos
tenido	tres	presidentes,	ninguno	elegido	en	elecciones	regulares.	El	primero,
Martin	Vizcarra,	llegó	a	la	presidencia	después	de	que	el	presidente	electo,	Pedro
Pablo	Kuczynski,	renunciara	ante	una	inminente	vacancia.	Luego,	Vizcarra	fue
vacado	también	por	incapacidad	moral	permanente	en	medio	de	acusaciones	de
corrupción	en	su	contra.	El	segundo,	Manuel	Merino,	estuvo	en	el	poder	por
cinco	días	y	fue	obligado	a	renunciar	por	la	presión	ciudadana	que	se	manifestó
en	contra	de	la	vacancia	de	Vizcarra,	a	pocos	meses	de	las	elecciones
presidenciales	y	debido	a	que	dos	jóvenes	fallecieron	en	las	protestas.Finalmente,	el	tercer	presidente,	Francisco	Sagasti,	pudo	asegurar	la	transición
democrática	formal	al	actual	presidente	Pedro	Castillo	elegido	en	elecciones
regulares.
²	Por	ejemplo,	la	Federación	Nacional	Trabajadoras	y	Trabajadores	del	Hogar
Perú	(Fenttrahop)	y	el	Sindicato	de	Trabajadoras	y	Trabajadores	del	Hogar	de	la
Región	Lima	(Sinttrahol).
³	Es	importante	anotar	que	todos	los	expresidentes	del	Perú	desde	la	década	de
1990	hasta	la	actualidad	están	presos,	procesados	o	denunciados	por	delitos	de
corrupción	o	crímenes	de	lesa	humanidad,	y	Alan	García	se	suicidó	antes	de	ser
detenido	por	el	presunto	delito	de	lavado	de	activos.	Los	únicos	que	no	entran	en
la	lista	son	los	presidentes	de	los	periodos	de	transición,	Paniagua	y	Sagasti.
⁴	A	través	de	su	cuenta	de	Twitter,	Gahela	Cari,	excandidata	al	Congreso	de	la
República	y	activista	trans,	informó	en	diversos	momentos	sobre	los	abusos	que
se	estaban	dando	por	parte	de	la	Policía	y	Fuerzas	Armadas	en	contra	de
compañeras	trans	(2020).
⁵	La	Mesa	de	Concertación	para	la	Lucha	contra	la	Pobreza	de	Lima
Metropolitana	recoge	datos	del	INEI	en	el	que	se	señala	que,	en	2019,	antes	de	la
pandemia,	el	73,6%	del	trabajo	era	informal,	y	20,2%	de	la	población	se
encontraba	en	pobreza	monetaria.
https://www.mesadeconcertacion.org.pe/storage/documentos/2020-10-26/alerta-
ollas-2610-final.pdf
	Es	importante	anotar	que,	por	ejemplo,	las	personas	trans	no	están
empadronadas	y	por	ende	no	fueron	consideradas	entre	las	y	los	beneficiarios	del
bono,	a	pesar	de	encontrarse	en	situación	de	pobreza	y	vulnerabilidad	extrema.
⁷	Eachus,	2014;	Perdomo,	2019;	Norris	y	otros,	2008;	Pfefferbaum	y	otros,	2017;
Suárez,	2001;	Zhang	y	Shay,	2018.	Estos	autores	proponen	que	el	proceso	y	el
potencial	para	recuperarse	de	una	situación	adversa	que	pone	en	marcha	una
comunidad	a	través	de	la	cooperación	y	la	acción	deliberada	colectiva	son
definidos	como	«resiliencia	comunitaria».
Salud	mental	en	los	espacios	educativos:	desafíos	y	caminos
Cecilia	Ferreyra	Díaz
Pontificia	Universidad	Católica	del	Perú
Adriana	Hildenbrand	Mellet
Grupo	de	Investigación	en	Psicología	Comunitaria
Pontificia	Universidad	Católica	del	Perú
Introducción
Hay	pocos	contextos	con	tanta	riqueza	para	analizar	la	salud	mental	como	son
los	centros	educativos:	se	trata	de	espacios	de	encuentro	de	una	amplia
diversidad	de	actores,	de	diversas	edades	y	en	posiciones	muy	distintas,	pero	con
la	meta	común	de	favorecer,	desde	su	rol	y	capacidades,	a	la	formación	de	las
infancias	y	juventudes,	su	inclusión	social	e,	idealmente,	la	ampliación	de	sus
oportunidades	a	futuro.	Asimismo,	más	allá	de	los	logros	mesurables	a	través	de
las	currículas,	las	escuelas,	institutos	y	universidades	son	instituciones	clave	para
el	desarrollo	individual	y	colectivo.	Por	ello,	en	este	capítulo	proponemos	revisar
los	espacios	educativos	como	fuentes	de	bienestar	que	se	vieron	amenazados	por
la	pandemia.
Comenzaremos	por	señalar	las	principales	problemáticas	del	sistema	educativo
del	Perú	que	la	pandemia	evidenció	e	intensificó.	Luego,	nos	detendremos	en
revisar	los	recursos	y	estrategias	desplegadas	desde	los	distintos	actores	—
estudiantes,	docentes,	familiares	y	tutores/as,	e	instituciones—	para	fortalecer	el
sistema	y	darle	continuidad	a	la	educación	a	pesar	de	los	retos.	De	esta	forma
daremos	un	paseo	a	través	de	los	principales	desafíos	y	caminos	transitados	en
los	primeros	dos	años	de	pandemia.	En	este	recorrido,	reconoceremos	las	formas
en	que	los	vínculos	sociales	que	se	desarrollan	dentro	del	espacio	educativo	se
convirtieron	en	la	herramienta	que	permitió	su	sostenibilidad.	En	este	sentido	el
capítulo	sustenta	que	el	carácter	vincular	de	la	escuela	es	una	potencial	fuente	de
salud	mental	y	bienestar	que	ha	de	ser	visibilizada.
Desde	hace	más	de	diez	años	se	reconoce	que	en	el	Perú	se	plantean	proyectos	y
metas	educativas	que	responden	a	la	necesidad	de	«recuperar	un	futuro»
(Consejo	Nacional	de	Educación,	2007),	debido	a	las	pérdidas	históricas	y
sistemáticas	que	solo	incrementan	las	brechas	sociales	e	impiden	el	desarrollo	de
todas	y	todos	los	peruanos.	Específicamente,	con	miras	a	una	educación	deseada
hacia	el	año	2021,	se	nombraban	y	hacían	explícitas	distintas	falencias,	social	e
institucionalmente	estructurales,	que	impedían	la	ansiada	«educación	de	calidad
para	todos».	Así,	dentro	de	las	problemáticas	reconocidas	en	ese	entonces,	se
encontraba	que	las	niñas,	niños	y	adolescentes	de	zonas	rurales	más	pobres
estaban	excluidos	del	sistema	educativo;	los	procesos	de	enseñanza	y
aprendizaje	se	encontraban	estancados	en	prácticas	obsoletas;	la	gestión
educativa	se	caracterizaba	por	la	carencia	de	recursos	y	manejo	estratégico,
además	de	estar	inmersa	en	una	mecánica	de	corrupción;	las	y	los	docentes	no
eran	reconocidos	en	su	rol	ni	en	su	responsabilidad;	las	familias	mantenían	un
papel	de	proveedoras	de	recursos;	y	la	formación	en	derechos	y
responsabilidades	ciudadanas	no	eran	una	prioridad	de	la	escuela.
Ante	ese	panorama,	el	escenario	previo	a	la	pandemia	presentaba	algunos
progresos	en	torno	a	la	educación	en	el	Perú.	Por	ejemplo,	desde	el	año	2017	se
observaba	una	matrícula	estable	con	una	tendencia	a	la	reducción	del	número	de
niñas,	niños	y	adolescentes	que	no	accedían	al	sistema	educativo	(Guadalupe	y
otros,	2017).	Inclusive,	en	términos	de	disparidad	educativa,	se	evidenciaba	una
reducción	en	las	brechas	vinculadas	al	sexo	de	las	y	los	estudiantes,	en	las	cuales
las	mujeres	presentaban	mejores	niveles	en	lectura	y	menores	niveles	de	atraso
escolar.	Asimismo,	al	analizar	los	avances	dados	entre	los	años	2015	y	2019
hacia	el	Objetivo	de	Desarrollo	Sostenible	4	(2017),	se	notaba	un	progreso	en	los
índices	de	cobertura,	universalización	y	acceso	a	la	educación	en	la	educación
básica	regular.
Sin	embargo,	a	pesar	de	la	mejora	en	el	acceso,	persistían	varias	de	las
problemáticas	identificadas	diez	años	atrás.	Así,	se	podían	observar
desigualdades	estructurales	en	las	que	los	grupos	más	vulnerables	por	situación
de	pobreza,	lugar	de	residencia,	identidad	cultural	o	etnia,	y	sexo	tenían	menos
oportunidades	de	acceder	a	un	proceso	educativo	de	calidad	que	les	permitan
tener	un	desarrollo	equitativo.	De	igual	manera,	si	bien	el	currículo	nacional
vigente	sostenía	enfoques	y	una	organización	que	pone	en	relevancia	y
manifiesta	explícitamente	la	formación	en	democracia	y	ciudadanía,	esto	aún	no
lograba	hacerse	tangible	en	los	procesos	de	enseñanza	y	aprendizaje	de	la
educación	básica¹.
Problemáticas	acentuadas	por	la	pandemia
La	inequidad	históricamente	reiterada	que	afecta	distintos	aspectos	de	nuestro
sistema	educativo	se	ha	acentuado	y	se	ha	hecho	explícita	durante	la	pandemia
de	la	COVID-19.	Los	cambios	generados	por	el	cierre	de	las	escuelas	y	la
transición	a	una	educación	virtual	y	a	una	enseñanza	remota	han	generado
consecuencias	significativas	en	el	desarrollo	de	nuestras	niñas,	niños	y
adolescentes.	Así,	tal	como	ocurrió	en	otros	ámbitos	de	la	vida	en	sociedad,	en	lo
educativo	también	saltan	a	la	vista	problemáticas	acentuadas	a	raíz	de	la
pandemia:
En	primer	lugar,	uno	de	los	aspectos	que	nos	alerta	es	«la	interrupción	en	las
trayectorias	educativas»	por	parte	de	las	niñas,	niños	y	adolescentes.	Estas
trayectorias	son	usualmente	definidas	como	la	transición	continua	y	progresiva
de	un	estudiante	a	lo	largo	del	sistema	educativo,	sin	considerar	el	abandono	o	la
repetición,	y	determinando	la	finalización	de	la	formación	de	acuerdo	a	la	edad
establecida	por	las	normas	estatales	y	convenciones	sociales².	No	obstante,	en
nuestro	país,	a	julio	de	2020,	se	encontró	una	disminución	en	la	población
estudiantil,	tanto	en	primaria	como	secundaria,	y	un	traslado	masivo	de
estudiantes	de	escuelas	privadas	a	públicas³.	En	el	caso	de	las	y	los	jóvenes	entre
17	y	21	años	se	halló	una	disminución	considerable	en	la	transición	y	en	la
asistencia	a	la	educación	superior⁴.	Los	motivos	de	estas	pérdidas	no	están
únicamente	vinculadas	a	causas	económicas.	A	finales	del	primer	año	de	la
pandemia,	la	EncuestaNacional	de	Hogares	(Enaho)	identificaba	que	el
abandono	de	los	estudios	se	debía,	principalmente,	a	problemas	económicos,
problemas	familiares	y	falta	de	interés.	Estas	interrupciones	son	preocupantes
debido	a	que	representan	un	quiebre	en	las	trayectorias	de	desarrollo	e
incrementan	las	desigualdades	a	futuro.	Además,	al	estar	presente	la	pandemia,
es	importante	reconocer	que	el	abandono	o	retiro	del	sistema	educativo	no	puede
ser	denominado	«deserción»,	como	se	simplificaría	en	otras	circunstancias,	en	la
medida	en	que	no	se	generó	por	propia	voluntad	sino	por	causas
mayoritariamente	estructurales,	como	son	la	precaria	situación	económica	de	las
familias,	los	escasos	recursos	familiares	para	apoyar	y	acompañar	el	proceso
educativo,	las	grandes	diferencias	en	el	acceso	a	la	conectividad,	la	movilidad,	la
violencia	intrafamiliar,	el	trabajo	infantil	y	adolescente,	entre	otros	(Zevallos,
2021).
En	segundo	lugar,	la	pandemia	está	aumentando	distancias	ya	existentes	«entre
estudiantes	respecto	de	los	aprendizajes	logrados»:	si	antes	los	caminos	para
alcanzar	las	metas	educativas	ya	estaban	marcados	por	desigualdades,	las
diferencias	en	la	accesibilidad	a	la	enseñanza	remota	de	emergencia	a	través	de
la	modalidad	no	presencial	o	a	distancia	se	convirtió	pronto	en	un	factor
adicional	que	amplía	la	brecha	entre	estudiantes	de	distintos	contextos.	Como	es
sabido,	la	brecha	de	conectividad	dada	por	el	acceso	a	internet	y	a	los	equipos
requeridos	para	mantenerse	vinculados	a	las	clases,	hace	que	las	y	los
estudiantes	de	las	zonas	más	alejadas	y	con	mayor	pobreza	tengan	limitaciones
de	infraestructura	para	continuar	con	sus	estudios.	Esto	ha	generado,	en	varios
países	de	América	Latina,	un	retraso	de	dos	años	a	largo	plazo	en	el	aprendizaje
de	las	y	los	estudiantes	que	viven	en	contextos	menos	favorecidos	(López-Calva,
2021),	lo	cual	a	su	vez	repercutirá	en	el	acceso	a	oportunidades	laborales	y	de
desarrollo	una	vez	que	dichos	estudiantes	salgan	de	la	escuela.	En	el	caso	del
Perú,	específicamente,	la	principal	respuesta	de	emergencia	fue	el	programa
«Aprendo	en	Casa»,	que	necesita	de	acceso	a	internet	por	parte	de	las	y	los
estudiantes.	Sin	embargo,	este	recurso	no	está	garantizado	para	la	mayor	parte	de
la	población:	cerca	del	50%	de	hogares	del	país	no	cuenta	con	acceso	a	internet	y
la	mayoría	de	usuarios/as	mayores	de	seis	años	accedían	al	servicio	de	«Aprendo
en	Casa»	a	través	de	un	dispositivo	móvil	y	desde	zonas	con	baja	calidad	de
conectividad	(INEI,	2021).	Ante	ello,	con	frecuencia	las	familias	caminaban	con
sus	hijos	a	zonas	altas	en	sus	localidades	para	acceder	a	una	señal	que	les
permitiera,	por	unas	horas,	conectarse	vía	WhatsApp	con	sus	profesores	y	recibir
las	instrucciones	para	realizar	las	actividades	y	tareas	de	las	cuales	dependía	el
desarrollo	de	sus	aprendizajes.
En	tercer	lugar,	la	pandemia	ha	impactado	en	distintas	«dimensiones	del
desarrollo	de	las	y	los	estudiantes	generando	estragos	en	su	bienestar».	Por	un
lado,	podemos	percibir	que	han	estado	privados	de	los	espacios	de	ocio	y
encuentro	con	sus	pares,	que	fortalecen	el	desarrollo	de	su	identidad	y	de	sus
habilidades	socioemocionales,	así	como	el	disfrute.	Es	precisamente	en	el
encuentro	con	un	otro	donde,	por	ejemplo,	los	adolescentes,	se	reconocen	a	sí
mismos	tomando	conciencia	sobre	sus	características	y	autoconcepto.	La	escuela
en	la	presencialidad,	aunque	no	suela	resaltarlo	como	uno	de	sus	fundamentos,
cumple	un	rol	cotidiano	y	permanente	en	el	que	las	y	los	estudiantes	construyen
espontáneamente	vínculos	con	otros	similares	con	lo	que	generan	relaciones
recíprocas;	aprenden	a	desarrollar	compromisos	cercanos	y	significativos	que	les
permiten	reconocer	los	valores	de	otros	y	de	sí	mismos;	y	tienen	oportunidades
para	fortalecer	la	autorregulación	de	sus	emociones	y	conductas.	Por	otro	lado,
se	encuentran	los	retos	asociados	al	surgimiento	y	manejo	de	emociones
negativas:	durante	el	desarrollo	de	las	clases	y	tareas,	las	y	los	estudiantes	con
frecuencia	han	tenido	que	lidiar	con	la	frustración	de	no	comprender	consignas,
tener	dificultades	con	las	actividades	debido	a	fallas	en	la	conexión,	sin	tener	la
posibilidad	de	mantener	una	comunicación	fluida	y	sostenida	con	sus	profesoras
y	profesores.	Finalmente,	la	pandemia	ha	afectado	sus	expectativas	y
experiencias	en	relación	con	las	transiciones	educativas,	es	decir,	el	paso	de	un
nivel	educativo	a	otro,	enfrentando	los	retos	que	ello	supone	en	términos	de
aprendizaje	y	socialización.	Por	ejemplo,	en	el	caso	de	las	y	los	adolescentes,	los
retos	y	temores	ante	la	transición	de	primaria	a	secundaria	suele	ser	facilitada
por	aspectos	como	tener	y	mantener	amigos,	pertenecer	a	un	grupo,	realizar
actividades	cotidianas	en	conjunto	(como	alimentarse	o	trasladarse	a	la	escuela),
sentirse	identificado	con	la	escuela	al	estar	a	gusto	con	el	espacio,	los	profesores
y	otros	estudiantes,	entre	otros	(Demarini,	2017).	En	el	contexto	de	restricciones
por	la	pandemia,	estos	factores	se	han	debilitado	o	han	estado	ausentes	por	la
dificultad	de	adaptar	las	formas	de	socialización	a	lo	virtual.	Por	ello,	las	y	los
estudiantes	han	perdido	apoyo	y	motivación	durante	su	proceso	de	aprendizaje,
lo	que	también	ha	dificultado	el	planteamiento	de	metas	y	de	un	proyecto	de	vida
en	quienes	transitaban	hacia	nuevos	espacios	educativos.
Con	todo	ello,	es	evidente	que	la	pandemia	ha	puesto	sobre	la	mesa	la	necesidad
urgente	de	explicitar	el	valor	y	el	rol	que	juega	la	educación	en	nuestro	país,
como	un	proceso	determinante	que	contribuye	a	la	formación	integral	de	las
personas,	y	al	desarrollo	de	sus	potencialidades,	de	manera	individual,	cultural	y
colectiva	como	comunidad	y	ciudadanos	(ley	28044).	No	obstante,	esta	crisis
también	ha	puesto	en	evidencia	la	posición	de	constante	riesgo,	abandono	y
postergación	de	nuestro	sistema	educativo.	Por	lo	tanto,	resulta	fundamental
«reflexionar	acerca	de	la	necesidad	de	reconfigurar	el	espacio	educativo	para
fortalecer	su	función	central	en	el	desarrollo	integral»	de	nuestras	niñas,	niños	y
adolescentes.	A	través	de	esta	reconfiguración,	además,	se	espera	un	impacto	en
el	desarrollo	de	una	sociedad	más	responsable	y	equitativa.
Reconfiguración	del	espacio	educativo
Antes	del	vuelco	mundial	de	atención	hacia	la	pandemia,	la	Encuesta	Nacional
de	Convivencia	Escolar	y	Violencia	en	la	Escuela	(Enceve)	de	2019	mostraba	la
importancia	de	identificar	tanto	los	factores	que	amenazan,	como	aquellas
fortalezas	que	protegen	al	bienestar	escolar	en	el	país⁵.	Así,	se	identificó	que,	si
bien	las	y	los	estudiantes	refieren	la	presencia	de	recursos	para	la	convivencia	en
sus	espacios	educativos,	los	resultados	reflejan	también	experiencias	de
violencia	psicológica,	física,	por	internet	y	sexual.	Esto	supone	que	las	buenas
relaciones	entre	pares	y	el	apoyo	de	profesoras	y	profesores	son	factores
positivos	que	permiten	resolver	los	problemas	suscitados,	pero	no	parecen
mediar	suficientemente	para	erradicar	la	violencia	de	las	escuelas.	A	partir	de
esta	compleja	dualidad	y	coexistencia	de	factores	protectores	y	presencia	de
violencias,	el	Estado	busca	apoyo	en	la	psicología:	el	5	de	marzo	de	2020,	entre
publicaciones	que	anunciaban	el	pronto	inicio	del	año	escolar,	el	Ministerio	de
Educación	del	Perú	publicó	en	sus	redes	sociales	una	imagen	que	anunciaba	que
más	de	un	millón	de	estudiantes	en	el	ámbito	nacional	tendría	acceso	a	soporte
psicológico	y	emocional	para	una	mejor	convivencia	escolar	(2020).
No	obstante,	como	sabemos,	la	declaración	del	estado	de	emergencia	por	la
pandemia	implicó	que	aquel	«pronto	inicio	del	año	escolar»,	no	solo	se
postergara,	sino	que,	cuando	llegó,	lo	hizo	en	un	formato	inesperado:	al
imposibilitarse	la	presencialidad,	resultó	necesario	desplegar	estrategias	para	que
la	escuela	llegue	desde	las	casas	de	docentes	hasta	las	casas	de	estudiantes.	En
este	marco,	¿cómo	pensar	el	despliegue	de	factores	que	promueven	el	bienestar
psicológico	y	emocional,	para	lograr	una	convivencia	escolar	transformada?	Un
importante	reto	que	llegó	con	la	pandemiafue	el	de	lograr	que	los	esfuerzos	por
dar	continuidad	al	sistema	educativo	no	se	limitaran	a	su	función	para	impartir
conocimientos,	sino	que,	además,	se	fortaleciera	su	rol	como	espacio	que	acoge,
cuida,	promueve	el	desarrollo	y	brinda	oportunidades.	En	otras	palabras,	que	la
respuesta	de	emergencia	no	olvidara	la	reconfiguración	del	espacio	educativo
como	mucho	más	que	un	sistema	orientado	a	una	base	de	conocimientos
comunes	para	la	población.
En	el	ámbito	educativo	se	construyen	constantemente	«diversos	vínculos	que
resultan	clave	para	promover	el	bienestar»	y	la	convivencia.	En	este	sentido,
pensar	la	salud	mental	en	las	aulas	llama,	irrevocablemente,	a	mirar	las	formas
de	relacionarse	entre	pares	y	con	figuras	de	autoridad	como	un	elemento	medular
que	marca	la	cotidianeidad	de	las	y	los	estudiantes.	Por	si	fuera	poco,	estas
relaciones	marcarán	también	caminos	a	futuro:	reconociendo	que	en	las
instituciones	educativas	se	repiten	y	se	aprenden	lógicas	y	dinámicas	de	la
sociedad	«a	gran	escala» ,	consideramos	que	entender	y	«mejorar	la	convivencia
escolar»	representa	un	paso	para	la	comprensión	y	promoción	de	una	ciudadanía
comprometida	y	armónica.	Por	ello,	en	la	medida	en	que	las	aulas	permiten
acompañar	los	procesos	de	socialización,	son	espacios	para	la	reconfiguración	de
los	mismos:	el	aula	como	lugar	donde	vivir,	revisar,	cuestionar	y	replantear	las
formas	de	relacionarse.
En	este	sentido,	los	espacios	formativos	tienen	el	potencial	de	posicionar
habilidades	indispensables	para	el	ejercicio	responsable	de	la	ciudadanía,	como
son	la	colaboración,	la	empatía,	la	responsabilidad	y	la	participación.	Para	ello,
corresponde	formar	y	practicar	su	desarrollo	desde	la	escuela.	Entonces,
reflexionar	sobre	salud	mental	en	el	ámbito	educativo	no	puede	dejar	de	lado	la
participación	de	cada	persona	en	su	entorno	reconociéndose	como	ciudadana	y
ciudadano.	Fortalecer	la	salud	mental	en	los	centros	formativos	implica,
entonces,	que	cada	miembro	de	la	comunidad	educativa	reconozca	su	rol	en	la
constante	construcción	del	entorno	y	participe	de	forma	activa,	es	decir,	desde	la
reflexión	sobre	el	contexto,	la	identificación	de	recursos	individuales	y
colectivos,	el	compromiso	con	la	responsabilidad	sobre	las	propias	acciones.
Para	ello,	el	sistema	deberá	reconocer	el	carácter	democrático	de	la
participación⁷.
Cuando	el	espacio	donde	se	despliegan	la	enseñanza	y	las	interacciones	cambia,
como	ocurrió	durante	la	pandemia,	es	frecuente	redirigir	la	atención	a	estrategias
para	cumplir	con	el	currículo	académico.	Esto,	aunque	importante,	responde	a	un
paradigma	que	muchas	veces	posterga	u	olvida	la	variedad	de	funciones	del
sistema	educativo.	Por	ello,	es	primordial	que	se	mantengan	en	primer	plano	y
simultáneamente	tanto	las	metas	de	logro	de	niveles	y	aprendizajes	como	la
función	de	la	escuela	como	«espacio	socializador»,	con	el	fin	de	desarrollar
recursos,	habilidades	y	estrategias	que	promuevan	el	bienestar	y	la	convivencia
de	la	comunidad	educativa.	Para	ello,	se	requiere	«fortalecer	la	participación»	de
los	actores	involucrados	a	través	de	la	generación	de	redes	que	permitan	reforzar
los	vínculos	promotores	del	desarrollo	integral	de	nuestras	niñas,	niños	y
adolescentes.
De	hecho,	antes	de	la	pandemia	se	evidenciaba	una	«fragmentación»	en	las
instituciones	educativas.	Por	un	lado,	entre	las	instituciones	y	los	agentes
educativos	estatales	(las	unidades	de	gestión	educativa-UGEL,	las	direcciones
regionales	de	educación-DRE	y	el	Minedu)	se	sostenían	vínculos	de	regulación	y
supervisión	de	metas	con	miras	a	la	generación	de	una	educación	de	calidad,
acompañada	de	la	ausencia	de	recursos	y	de	una	gestión	educativa	estratégica	y
ética.	Por	otro	lado,	entre	las	instituciones	educativas	y	las	familias	se	tendía	a
una	relación	de	provisión,	en	la	cual	los	padres	y	madres	se	encargaban	de
generar	recursos	económicos	que	permitieran	garantizar	la	sostenibilidad	de	los
servicios	formativos	brindados	ante	la	gran	ausencia	del	Estado⁸,	pero	con	poco
o	nulo	involucramiento	en	las	dinámicas	del	aula.	La	pandemia	generó
movimientos	importantes	en	la	estructuración	de	los	vínculos	entre	Estado,
instituciones,	directivos,	docentes,	familias	y	estudiantes.	La	ausencia	de	un
espacio	educativo	físico	y	el	ingreso	de	las	aulas	a	los	hogares	fomentaron	la
transformación	de	los	vínculos	tal	y	como	se	conocían,	mostrando	su
permeabilidad	y	capacidad	de	adaptación.
Acciones	desplegadas	para	promover	el	desarrollo	y	bienestar
En	esta	sección	se	identifican	experiencias	que	han	surgido	durante	la	pandemia
y	que,	a	pesar	del	marco	de	adversidad	y	carencias	estructurales	del	sistema
educativo	del	Perú,	han	demostrado	el	valor	de	la	escuela	como	protectora	y
promotora	de	bienestar.	Así,	veremos	cómo	las	vivencias	de	las	personas
involucradas	en	el	espacio	educativo	durante	la	pandemia	demuestran	que	una
reconfiguración	del	mismo	debe	reconocer:	a)	el	desarrollo	socioemocional	de
las	y	los	estudiantes,	b)	el	bienestar	docente,	c)	la	interdependencia	familia-
estudiante-docente	y	c)	el	compromiso	civil	para	la	continuidad	del	sistema
educativo.
Fortalecimiento	del	desarrollo	socioemocional	ante	una	situación	de	crisis
El	currículo	nacional	actual	(Minedu,	2017)	hace	referencia	a	la	formación	de
competencias	y	capacidades	vinculadas	con	el	desarrollo	socioemocional	de	los
niños,	niñas	y	adolescentes	como,	por	ejemplo,	la	construcción	de	identidad	y	la
convivencia	y	participación	ciudadana	en	búsqueda	del	bien	común.	Un	aspecto
fundamental	para	ello	es	que	el	individuo	cuente	con	información	que	le	permita
ubicarse	en	la	situación	que	vive	y	tomar	el	control,	según	edad	y	capacidades.
Con	respecto	a	esto,	algunas	reacciones	en	el	ámbito	educativo	frente	a	la
pandemia	hicieron	resonar	dinámicas	ya	presenciadas	en	otros	contextos	de
crisis	y	desastre,	como	el	del	terremoto	con	epicentro	en	Pisco	de	2007,	que
enseñaron,	entre	otros	aprendizajes,	la	importancia	de	encontrar	un	balance	al
brindar	espacios	de	reflexión	e	información	útil	sin	caer	en	la	sobreexposición	o
información	desmesurada.
Tanto	en	ese	momento	como	en	la	pandemia,	la	crisis	dejó	cientos	de	pérdidas
humanas,	miles	de	personas	heridas	e	importantes	daños	en	servicios,	estructura
y	convivencia.	Así,	surgieron	y	permanecieron	sentimientos	de	vulnerabilidad	e
incertidumbre	entre	todos	—instituciones	educativas,	familias,	docentes	y
estudiantes—.	Al	mismo	tiempo,	el	desastre	también	promovió	la	identificación
de	vivencias	y	sentimientos	comunes,	lo	que	evidenció	cercanías	entre	las
personas.	Aprovechar	las	clases	y	las	interacciones	entre	los	actores
involucrados	en	la	escuela	para	tematizar	lo	experimentado	en	el	desastre	—
léase,	terremoto	o	pandemia—	se	convirtió,	así,	en	una	oportunidad	para
naturalizar	los	afectos	suscitados	y	sus	efectos.	Inclusive,	ante	coyunturas	como
estas,	que	movilizan	emocionalmente	a	la	población,	las	y	los	docentes
adquieren	una	nueva	responsabilidad:	moverse	entre	a)	dar	continuidad	a	una
estructura	conocida,	transmitiendo	el	mensaje	de	que	no	todo	ha	cambiado	y	b)
brindar	espacios	de	información	y	soporte	emocional.	En	este	sentido,	la
información	clara,	coherente	y	pertinente	para	la	edad	y	nivel	de	desarrollo	de
las	y	los	estudiantes	transmite	tranquilidad	y	facilita	la	sensación	de	control
sobre	la	propia	vida.	En	contraste,	los	extremos,	como	la	evasión	del	tema	y	la
sobreexposición	a	la	información	resultan	problemáticos	(Paricio	del	Castillo	&
Pando	Velasco,	2020).	La	línea	es	delgada	y	la	importancia	de	mantener	un
equilibrio	es	crucial.
En	la	búsqueda	de	ese	equilibrio,	se	han	observado	durante	la	enseñanza	remota
de	emergencia	distintas	estrategias	que	permiten	la	formación	de	habilidades
socioemocionales.	Por	ejemplo,	el	despliegue	y	el	fortalecimiento	del	trabajo
colaborativo	entre	estudiantes,	mediados	además	por	las	tecnologías,	favorece	no
solo	la	coordinación	de	acciones	y	recursos	para	la	consecución	de	objetivo
común	sino	también	habilidades	requeridas	para	el	desarrollo	de	la	ciudadanía,
como	son	el	reconocimiento

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