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GESTION DEL MIEDO JULIO DE LA IGLESIA

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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Introducción
1. MIRAR AL MIEDO A LA CARA
1.1. De Madelman a TEDAX
1.2. Qué es el miedo
1.3. Te confieso que tengo miedo
1.4. El miedo como trampolín al éxito
1.5. Respuesta fisiológica del miedo
1.6. Trastorno por estrés postraumático
1.7. Miedos físicos, emocionales y conductuales
2. SOBREVIVIR A LA TEMPESTAD
2.1. Estrategia y táctica
2.2. MC4: MOTIVACIÓN
2.3. MC4: CONTROL emocional
2.4. MC4: CERTEZA del riesgo
2.5. MC4: CAPACIDAD resolutiva
2.6. MC4: CORAJE en la acción
3. SACA AL HÉROE DEL ARMARIO
3.1. El valor de ser tú mismo
3.2. Aprender a ser valiente
3.3. El héroe, diálogo interior
3.4. Personas girasol
3.5. Cómo construir un superpoder
3.6. Hábitos, disciplina y fuerza de voluntad
4. LA ÉPICA DE LO COTIDIANO
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Sinopsis
¿Quieres superar de una vez por todas tus miedos? Tener miedo es
inevitable, pero vencerlo es tú decisión. Cuando lo consigas, te convertirás
en la persona que siempre habías soñado ser.
Si buscas dominar una situación que te causa temor, ser un mejor líder o
alcanzar aquellas metas que te has marcado, aquí encontrarás un manual
claro, práctico e inspirador para ayudarte a lograr tus objetivos personales y
profesionales.
Julio de la Iglesia empezó desde cero, solo y con miedo. Actualmente es
uno de los coach más reconocidos del país además de desactivador de
explosivos, con una historia vital llena de adversidades donde permanecer
enfocado en situaciones límite le ha salvado la vida. Después de superar su
claustrofobia y tras décadas de observación y práctica como boina verde o
policía de la unidad antidroga se dio cuenta de que los valientes piensan de
manera muy diferente.
Ha recogido todo su aprendizaje en la fórmula MC4, un método único
donde encontrarás, los cinco pasos que tienes que dar para convertirte en
una persona más segura, intrépida y eficaz. Estas páginas no se recrean en
el miedo, sino que ahondan en el valor de ser tú mismo, en el
descubrimiento de tu propósito y son una excusa para hablarte de valentía,
compromiso, autoliderazgo, sentido del deber, pasión, metas cumplidas y
amor propio.
A través de historias sorprendentes y en ocasiones conmovedoras, El
miedo es de valientes te va a mostrar el camino para sacar al héroe que
todos llevamos dentro con coraje y determinación, convirtiendo tu vida en
una épica personal donde hallarás la felicidad tras superar tus temores más
profundos.
¿Quieres ser valiente? Actúa como uno de ellos.
EL MIEDO ES DE VALIENTES
La fórmula definitiva de un TEDAX para desactivar el miedo y
pasar a la acción
Julio de la Iglesia
Este libro se lo podría dedicar a quien más se lo
merece,
a mis padres, por ser un ejemplo intachable en mi
vida.
Pero querida Paula,
¡este libro es para ti hija!
Prólogo
«Hay personas que mueren cuando toca y otras que, apagadas, viven
esperando morir. Siempre he preferido que la muerte me sorprenda
viviendo, sin esperarla y con mil cosas por hacer.»
Estas palabras, que aparecen en la introducción de El miedo es de
valientes de Julio de la Iglesia, nos muestran un camino para superar ese
miedo que todos experimentamos en distintos momentos de nuestra vida.
Por eso la clave estriba en saber cómo afrontar con éxito ese mismo miedo
que nos torna irritables, nos hace huir o nos bloquea.
Como comenta su autor, el miedo se vence con coraje, pericia y
motivación. Hay muchos libros que simplemente llegan al intelecto. Hay
sin embargo otros libros, como El miedo es de valientes , que son mucho
más ambiciosos porque donde quieren llegar es al corazón. Esto sólo suele
ser posible cuando el autor nos habla desde su experiencia personal y no
simplemente en base a lo que ha leído. Julio de la Iglesia, por su profesión,
ha tenido que enfrentarse en muchas ocasiones a ese miedo tan hondo que
es el miedo a la muerte. Por eso sus propuestas merecen tanto respeto y
consideración.
A través del relato de diferentes historias y compartiendo
descubrimientos y reflexiones alrededor de una emoción tan sorprendente
como es el miedo, Julio invita al lector a que se acerque a él como lo haría
un verdadero explorador, con verdadero interés y curiosidad. Para poder
superar algo, primero es necesario conocerlo y comprenderlo, y esto
también podría aplicarse a la superación del miedo.
Vencer el miedo es una verdadera conquista y cada día se nos ofrece la
gran oportunidad de vencer nuestros miedos para hacer realidad nuestros
sueños. Por eso, y como dice el autor, el secreto del éxito es mejorar y
persistir incansablemente hasta conseguir «sacar al héroe del armario». El
gran desafío que plantea Julio de la Iglesia es el de mejorarse
constantemente porque es así como descubriremos el valor que todos
tenemos.
Siempre suele ser inspirador recordar las palabras que pronunció Nelson
Mandela en su discurso como presidente de Sudáfrica: «El ser humano no
tiene miedo a su oscuridad; tiene miedo a su luz».
El miedo es de valientes invita a los lectores a dar ese paso decidido que
lleva de la oscuridad a la luz, de pasar de aquello que creemos que somos, a
aquello que realmente somos.
D R. MARIO ALONSO PUIG
Introducción
Aceptémoslo: todos vamos a morir. ¿Cuándo? Físicamente, cuando llegue
nuestra hora. Emocionalmente, cuando el miedo domine nuestra vida,
cuando nos rindamos, cuando dejemos de perseguir nuestros sueños. No
quiero ni deseo que permitas que eso suceda, y por eso he escrito este libro.
Hay personas que mueren cuando toca y otras que, apagadas, viven
esperando morir. Siempre he preferido que la muerte me sorprenda
viviendo, sin esperarla y con mil cosas por hacer. A lo largo del tiempo, hay
una pregunta que me suelen formular: ¿no tienes miedo a morir? Y yo
siempre respondo: «No tengo miedo a la muerte, pero sí a perder la vida».
Miedo a levantarme una mañana sin ganas de vivir, sin sueños espoleando
mi cabeza o sin amor.
En mi vida he experimentado situaciones de intenso sufrimiento,
demasiadas pérdidas humanas en condiciones dolorosas. He acompañado a
familias rotas por la pena, he perdido a compañeros muy queridos y he visto
la muerte de cerca. Por eso afirmo que el tiempo en la vida, en la empresa,
en los negocios, es limitado. No lo desaprovechemos. Cada minuto cuenta y
cada día tiene su afán.
¿Te acuerdas de cuando eras pequeño y querías ser mayor para vivir tu
vida? Detente un momento y piensa: ¿cuántos miedos te han impedido
cumplir tus sueños?, ¿cómo hubiese sido tu vida si te hubieses atrevido a
perseguirlos?
Nunca lo sabremos. Esa duda, en algunos casos, es una voz clara,
poderosa, que nos atormenta y nos desvela en mitad de la noche. Otras
veces, irrumpe envuelta en un halo de tristeza cuando nos damos cuenta de
que la vida que llevamos nos aburre, que nuestra pareja no es lo que
esperábamos, que el sitio donde vivimos no se parece a la casa de campo
que soñamos, que nuestro trabajo nos estresa, y así una larga lista de
desilusiones que sufrimos por no haber sido valientes.
Volvamos al principio. Cuando eres niño, hacer amigos es sencillo,
aunque si eres tímido es más difícil. En casa había un libro titulado Cómo
ganar amigos e influir sobre laspersonas , de Dale Carnegie. Yo lo
observaba y me decía «debería leerlo», pero al lado estaba uno de Julio
Verne, otro de Salgari, el Quijote y un atlas que me invitaba a soñar con
lugares lejanos. Es cierto que no me gustaba estudiar, pero sí leer. En mi
habitación, atesoraba las colecciones de Cousteau, Félix Rodríguez de la
Fuente y mis tebeos de Tarzán, Jabato y el Capitán Trueno. Y todas esas
lecturas de aventuras despertaron en mí una curiosidad imparable por
recorrer el mundo y descubrirlo con mis propios ojos. Mi corazón
reclamaba libertad para ser yo mismo. En mi casa, en mi barrio, en el cole,
me sentía encorsetado, prisionero. Soñaba con dar la vuelta al mundo en un
velero y vivir en una cabaña en un árbol.
Desde la adolescencia, tenía claro que no quería vivir como la mayoría
de la gente. Una vida programada, con un trabajo rutinario, los fines de
semana para descansar y unas vacaciones para olvidar. Mi anhelo era vivir
con pasión, disfrutando de un trabajo que aportara transcendencia y plenitud
a mi propósito de vida y a mi forma de entender y sentir el mundo.
Hasta donde me alcanza la memoria, soy un enamorado del mar; esa
tenebrosa e indomable masa de agua salada siempre ha tenido sobre mí la
misma atracción que la de un imán sobre el metal. Sin embargo, confieso
que al contemplarlo, al adentrarme en él, lo que siento es miedo. Y mi
miedo no es a las tormentas precisamente, es a no saber si seré capaz de
afrontar tanta incertidumbre, tanta soledad, tanta responsabilidad, tanto
pavor sin rendirme, sin derrumbarme.
Para todos aquellos que al ver un mapa sintáis la llamada de haceros al
camino, entenderéis cuando os digo que al mirar el mar, yo me sentía como
ese capitán de quince años a bordo de la Pilgrim , deseoso de abandonar
tierra firme para experimentar, sentir la sal en el rostro, estar inmerso en el
azul profundo y acabar con las manos curtidas por cabos, velas y teca.
Estaba impaciente por medirme como hombre ante semejante adversario
invicto.
Es frente a este coloso cuando me siento pequeño, vulnerable y pongo
mi vida en perspectiva, cuando me cuestiono, y ahora te pregunto a ti:
¿dónde crees que te va a llevar seguir teniendo miedo?, ¿y si decidieras ser
valiente, heroico, responsable, profesional? Y si tú mismo fueras la única
solución, ¿qué harías?
Decía el filósofo escita Anacarsis: «Hay tres tipos de hombres: los vivos,
los muertos y los que navegan por el mar». El mar es de valientes, de eso no
cabe duda. Todas las personas que permanecen lo suficiente en su
inmensidad acaban sabiendo de qué están hechas y, sin excepción, valientes
y cobardes sentirán miedo.
La pandemia de la COVID-19 ha abierto ante nosotros una ventana a un
futuro incierto, al miedo y a muchos interrogantes. Si eres emprendedor o
directivo de un equipo es muy posible que no sepas cómo afrontar esta
incertidumbre. A lo mejor durante el confinamiento has reflexionado sobre
tu estilo de vida y quieres replanteártelo. O tal vez te sientas con la
necesidad de descubrir el propósito de tu vida y saber para qué has venido a
este mundo. Nada de eso es nuevo para mí.
Si buscas superar una situación que te da miedo, ser un mejor líder o
alcanzar aquellas metas que te has marcado, éste es tu libro. No me voy
a andar con rodeos. Si quieres lograr un objetivo, deberás luchar para
conseguirlo. Yo te mostraré el camino, que, aunque duro, te asegurará la
victoria.
Son más de veinte años ya ejerciendo de TEDAX y anteriormente serví
en la unidad de antidroga y contra el terrorismo. Mi trayectoria profesional
ha sido muy larga y variada. Actualmente soy desactivador, emprendedor,
coach , formador, conferenciante y he sido tres veces número uno en
oposiciones al Estado. En todos estos trabajos he aprendido a gestionar el
miedo, permanecer enfocado y a liderar bajo presión para alcanzar mis
objetivos.
No pretendo ser dogmático, ni rebatir otros postulados. Mi objetivo y mi
afán es plasmar en estas líneas mi experiencia laboral y personal, los
aprendizajes empíricos de los años de observación, ensayo y error sobre la
superación del miedo y de la claustrofobia que sufrí durante años. Muchas
de las técnicas, fórmulas o herramientas que te voy a explicar las he
aprendido de los equipos de élite y de cómo afrontan sus misiones. No
pretendo que te pongas a entrenar como un Boina Verde, ni que tengas el
temple de un TEDAX, pero estoy convencido de que el límite lo tienes que
establecer tú. Esto es lo que quiero compartir contigo para que te conviertas
en una persona más valiente, segura y eficaz en tu vida.
La misión última es crecer como persona, hallar la felicidad
desarrollando tu propósito, tener una vida más plena junto a las personas
que amas y contribuir a crear un mundo mejor. Soy consciente que el
objetivo puede parecer inabarcable y difícil de alcanzar, pero con la fórmula
que te voy a mostrar, verás cómo día a día tus miedos dejan paso a tus
sueños y metas.
Cada una de las palabras contenidas en este libro están dirigidas a todos
los que habéis sentido miedo en alguna ocasión. Y cuando me refiero al
hombre como «ser humano», no tengáis ninguna duda de que me refiero
tanto a hombres como a mujeres. Mi madre siempre ha sido para mí un
ejemplo inspirador de fuerza, coraje y superación.
El miedo es lo que se interpone entre tus deseos y tu éxito. Las personas
de éxito también tienen miedo, pero han sabido utilizarlo para mejorar
su vida y a sí mismos. Con los años, me he dado cuenta de que los
valientes piensan de manera muy diferente a los cobardes.
Y por todos es sabido que nuestra forma de pensar define nuestras
acciones y al final éstas determinan los resultados. Si quieres ser valiente,
tendrás que aprender a pensar y a actuar como un valiente.
Los cientos de libros que habitan mi casa son los protagonistas, testigos
e ideólogos de mis sueños. Estoy convencido de que todos me han elegido o
han aparecido en el momento preciso. Cada uno de ellos forma parte de mi
biografía; sin ellos yo no sería el que soy.
Si estás leyendo este libro quizá sea porque te quieres convertir en tu
mejor versión o necesitas más autoconfianza, o porque directamente tienes
miedo. Reconocerlo es el primer paso para superarlo, el segundo es
conectar con esa parte valiente y en ocasiones heroica que sin duda habita
dentro de ti, y el tercero es pasar a la acción.
Estas páginas no se recrean en el miedo, sino que son una excusa para
hablarte de coraje, valentía, compromiso, capacitación, autoliderazgo,
sentido del deber, propósito, pasión, metas cumplidas y amor propio. Huyo
de la queja y el victimismo. No me sirven para medrar.
Tienes entre tus manos un método práctico e inspirador que busca
despertar al valiente que vive en ti. No soy mejor que tú. Parto de la
base de que yo empecé desde cero, solo, con miedo y sin autoestima, en
ese preciso instante donde todo te parece imposible.
Si estás dispuesto a esforzarte para mejorar, tú también alcanzarás lo que
te ronda por la cabeza, tus objetivos profesionales y personales. Mi fórmula
pretende poner al miedo en su sitio. Te va a servir para tomar decisiones
firmes. Y el miedo, lejos de frenarte, te ayudará a ser más consciente para
saber «qué hacer», para avanzar con más seguridad hacia tu objetivo.
Te animo a que practiques e interiorices todo lo que te sea útil de este
libro. No te conformes con leerlo, ponlo en práctica, y si te funciona,
incorpóralo a tu vida. Recuerda esto: «Sólo en la acción superamos nuestros
miedos, sólo en la acción alcanzamos nuestras metas». Ten un cuaderno a
mano para ir contestando a las preguntas que encontrarás en el texto y para
apuntar tus reflexiones y decisiones.
¡Empezamos!
1
MIRAR AL MIEDO A LA CARA
Resulta curioso comprobar que las personas que más he amado y los sueños
que he perseguido han sido, a su vez, los que me han producido más
angustia, desazón y miedo. Ahora sé que no podemos convertir lo que más
queremos en la causa de nuestro sufrimiento, sino en nuestra fuente de
satisfacción.
Muchos autores opinan que lo contrariodel miedo es el amor. Yo digo
que no. Aunque es verdad que sin amor, pasión o motivación, no podemos
vencerlo. Los que seáis padres o madres rápidamente me comprenderéis.
Tengo una hija adolescente y cuando un sábado me dice que va a ir a un
macroconcierto y no sé con certeza con quién va, ni cuánta gente acudirá, se
me hiela la sangre. No la puedo querer más, pero eso no alivia el miedo que
siento a que le pase algo malo. En cambio, si en vez de ir a ese evento
multitudinario, me dijese que se va a casa de sus primos a pasar la tarde, yo
estaría mucho más tranquilo, porque mi hermana y su familia me ofrecen
seguridad. Ésa es la palabra clave contra el miedo: seguridad . La seguridad
de que todo saldrá bien.
1.1.
De Madelman a TEDAX
Cuando conectamos con nuestra pasión es cuando
desarrollamos todo nuestro potencial.
@GESTIONDELMIEDO
El miedo me ha acompañado desde la infancia. Yo no era de esos niños que
tenían miedo a la oscuridad o a los monstruos. Yo tenía un miedo disfrazado
de frustración y tristeza a no poder ser yo mismo, a suspender y también a
fracasar como hijo. A no ser querido.
Estos días, escribiendo este libro, recordaba una historia inocente,
infantil y en el fondo dramática, pero que a mí me reveló lo que yo quería
ser: un Madelman.
Uno de esos muñecos pequeños, articulados, de 17 centímetros. Con
ellos, yo era capaz de imaginar y vivir todo tipo de aventuras y de afrontar
los mayores peligros, sin miedo. Porque como su lema declaraba, «Podían
con todo». Y podían porque yo creía que podían. Eso era lo que yo quería
ser. Un hombre de acción, un aventurero como cada uno de los diferentes
Madelmans. Lo descubrí un día, con ocho años, cuando decidí escaparme
de casa.
Soy el mayor de cuatro hermanos y el peor estudiante con diferencia. Lo
suspendía todo, hasta el recreo. Era lo que ahora se denomina un «fracaso
escolar» y que en mi tiempo te llamaban «tonto a secas». Y cuanto más
alto, más tonto, decían, y además zurdo y con los pies planos. En ese
momento, con la cabeza llena de pájaros y de cantos de sirena, sentí la
llamada de la selva, que irremediablemente me empujaba a partir.
Así que un día, harto de esperar a ser mayor, pensé: «¿Para qué volver al
colegio?». Y con incertidumbre, pero lleno de ilusión, decidí que era el
momento. Tenía que escaparme de casa para recorrer mundo. Agarré un
mapa y marqué un punto, Lisboa. Desde allí partiría como polizón hasta
América.
Vacié mi cartera de libros y cuadernos, y la llené con un jersey, una vieja
regla afilada como el cuchillo de Tarzán, una linterna y el atlas escolar. Bajé
a la lechería donde mi madre tenía cuenta y le pedí a la señora Mari un litro
de leche y dos bollicaos. Al despedirme me dijo: «¡Qué grande estás,
Julito!». Ése era mi gran logro, ser el más alto de mi clase.
Y así, con mi cartera llena de sueños y de camino al colegio, al que esa
tarde no llegué a entrar, le di a mi hermana la nota que había escrito para
mis padres. Era consciente de la sorpresa y el disgusto que les iba a dar,
pero también estaba invadido por una energía poderosa, vibrante y
embriagadora. Me sentí valiente, decidido y conectado con ese niño que
ansiaba libertad, con mi verdadera naturaleza. La nota escrita en una hoja
arrancada del temido cuaderno de matemáticas decía: «Papá, mamá, me voy
a dar la vuelta al mundo, no os preocupéis, estaré bien y volveré pronto. Os
quiero, Julito». Y ya lo creo que volví pronto.
Al caer la noche, me encontraba escondido entre los setos de la iglesia
cercana al colegio, donde años después haría la primera comunión. Estaba
solo, asustado, tenía frío y se me habían acabado las provisiones. En mi
fantasía, me pareció el sitio perfecto para pasar la primera noche. Las calles
se iban vaciando y era el momento en el que muchos de los delincuentes
que merodeaban por mi barrio salían a hacer de las suyas. Nunca antes en
mi corta vida había estado a esas horas en la calle solo. No podía dormir.
Me puse el jersey sobre el otro que llevaba, apoyé la cabeza sobre la cartera
y me acurruqué. No encontraba calor. Los vaqueros pesqueros no impedían
que el césped me traspasase su humedad, ni que el viento entrase por ellos
recorriendo todo mi cuerpo. Imaginé a mi madre en la cocina, haciendo la
cena, y a mis hermanas en el salón, peleándose por quién se ponía al lado
del radiador de aceite donde mi madre apilaba los pijamas para que
estuviesen calentitos antes de ir a dormir. Sabía que todos estarían muy
preocupados por mí. Eso me impulsó a volver. Al salir de mi refugio, en esa
noche de invierno inhóspita y sin luna, sentí miedo. Volver hasta mi casa
fue realmente la aventura. Me fui escondiendo de coche en coche,
cambiando de acera cada vez que veía a alguien. Todos me parecían
hombres pendencieros, malhechores, deseosos de causarme daño.
Cuando llamé a la puerta de casa, todos salieron a recibirme. Sus ojos
me escudriñaron buscando algún indicio de lesión. Mi madre me agarró por
los hombros y con cariño me preguntó: «¿Dónde estabas hijo?». Yo bajé la
mirada. Mi padre tenía entre sus manos la nota que yo había escrito y me
preguntó: «¿Qué significa esto hijo?». Ante mi silencio, mandó a mis
hermanas al salón y se encerró con mi madre y conmigo en la cocina. Yo no
podía pensar y menos hablar. Pero conseguí articular la verdad en un
murmullo: «Papá, que no quiero estudiar».
Yo había vaciado mi cartera, pero no había sido capaz de dejar mi cartilla
de notas en casa. Al ver las nefastas calificaciones, sin levantar la voz, pero
inflexible, me miró a los ojos y me dijo: «Tienes que estudiar, ser
responsable, tienes que cumplir con tu deber. Sólo hay un camino, trabajo,
trabajo y trabajo». Mi padre guardó silencio, como esperando que ese
mensaje por enésima vez repetido se grabase por fin en mi cabeza.
Y añadió: «Como vemos que te cuesta tanto trabajo estudiar, pídenos lo
que quieras, que entre tu madre y yo lucharemos por conseguirlo. A
cambio, tú apruebas el curso».
Yo vi el cielo abierto y le dije: «Quiero... Quiero un Madelman. Un
Madelman buzo».
Aprobé a duras penas el curso y recuerdo toda una tarde sumergiendo a
ese muñeco una y otra vez en un baño lleno de espuma. No puedo olvidar la
felicidad que sentí al tener ese juguete, ese compañero de aventuras entre
mis manos.
¿Cuál fue mi secreto? Encontrar una motivación que compensase el
esfuerzo de estudiar y superase el miedo a suspender.
Primera lección: que la motivación sea más grande que tu
miedo
Aun así, yo crecí pensando que no valía para los estudios, y por eso, como
era costumbre en aquellos años, me mandaron a formación profesional, y un
largo etcétera de academias y profesores particulares no hizo más que
reforzar mi idea de que no podía, que nunca llegaría a ser nadie.
Abandoné los estudios y me puse a trabajar esperando cumplir los
dieciséis años para alistarme como voluntario en la Compañía de
Operaciones Especiales. En aquellos años, el entrenamiento era brutal,
intenso y constante. Yo era demasiado joven para resistir tanto dolor físico.
Me faltaba fuerza mental, disciplina y orgullo propio.
En esa unidad se formaban los mejores soldados y no se apiadaron de
ninguno de nosotros. En casi dos años, fui testigo de diez intentos de
suicidio. Suerte que uno de los cabos primeros era médico y siempre supo
cómo cortar la hemorragia o socorrer al suicida. La única forma de salir de
aquel infierno era por baja psicológica, algo que todos sabíamos. Tengo que
reconocer que esas largas jornadas de instrucción pateando, corriendo,
disparando, causaron en mí un efecto positivo. Me transformaron en otra
persona. Me convertí en un hombre que había traspasado todos sus límites,
fuerte y seguro de sí mismo. Descubrí que cuando la cabeza dice «no puedo
más», está muy lejos de lo que el cuerpo todavía puede aguantar. A menudo
me preguntaba por qué para algunos hombres aquello era una tortura
constante, y en cambio yo creía cada día que había nacido para ser un Boina
Verde. Realmente, todo ello lo vivía como una aventura constante:
supervivencia, salto dehelicópteros, submarinismo, escalada, esquí, lucha
de guerrillas, defensa personal, tiro y explosivos. Acabé siendo el cabo
primero más joven de España, y eso que ahora me parece casi ridículo, en
su tiempo me llenó de orgullo. Ya no era el último de la clase.
Segunda lección: si quieres ser bueno en algo, haz lo que te
apasione
Cuando me licencié, seguía con la idea de dar la vuelta al mundo en un
velero. Así que me saqué el título de patrón de yate. Fue la primera vez que
me descubrí a mí mismo estudiando largas horas sin distraerme, entre cartas
náuticas, fórmulas y un vocabulario de lo más extraño, pero que resonaba
en mi cabeza como nada antes lo había hecho. La mayoría de mis
compañeros eran directores de empresa, universitarios y, por supuesto,
todos con barco o a punto de comprárselo. Fui el único que aprobó todas las
asignaturas, y con notable de nota media, casi no podía creérmelo.
Recuerdo las miradas de admiración y envidia de todos ellos.
Con veintisiete años, mi experiencia laboral era como un máster en
Harvard. Había trabajado de todo, botones en la Administración Local del
Estado, maestro ninja, activista en el buque Sirius de Greenpeace, pescador
de tiburones, marcador de tortugas, albañil, organizador de eventos,
diseñador gráfico, vendedor en el Rastro de Madrid, educador en la cárcel
de Carabanchel, camarero en el Bronx de Nueva York, mensajero, agente
inmobiliario, vigilante, vendedor de barcos, libros y rosas, profesor de
educación física en el colegio donde estudié. ¿Me imaginas reunido con el
claustro de profesores? Alguno de ellos habían sido profesores míos...
Y, por último, mi experiencia en el Banco Simeón, que, aunque parezca
extraño, marcó el principio de mi propósito de vida. Empecé un mes de
junio. El trabajo consistía en atraer al mayor número de clientes. Con mi
espíritu aventurero, un trabajo en un banco era lo último con lo que había
soñado. Sin embargo, descubrí algunas ventajas: yo mismo me organizaba
la agenda y a las tres ya había terminado. Tenía toda la tarde para mí. Pero
en vez de irme a casa y relajarme, comía y volvía a la zona de trabajo para
intentar conseguir más clientes. Me había fijado una meta: lograr que el
banco me hiciera fijo después del período de prueba.
Al mes siguiente me llamó el director y con admiración me comunicó
que del grupo de los cincuenta que habíamos entrado en toda España, yo
tenía los mejores resultados. Lleno de orgullo, con mi primer sueldo me
compré un traje. Era una inversión. Ya me veía con un porvenir.
Mi sueño de futuro se derrumbó cuando, después de tres meses, ya en el
mes de septiembre, todos los aspirantes fuimos despedidos. Había resultado
ser sólo una campaña de verano.
Me quedé de piedra. Me fui a casa y estuve largas horas delante del
televisor como abducido; no veía ni escuchaba nada. Estaba en shock . No
entendía por qué me habían despedido. Había trabajado duro, me había
esforzado, todo lo que me habían dicho de pequeño que hiciera: «Si te
esfuerzas lo suficiente, lo conseguirás». Pero de nada sirvió.
Mi frustración era terrible. Ya no me veía dando bandazos de un trabajo
a otro. Me encontraba confuso y entonces una pregunta me vino a la mente:
¿tú qué quieres ser? La respuesta fue instantánea, reveladora y me atravesó
la cabeza como un rayo: policía.
Me levanté casi de un salto y llamé corriendo al 091.
— Policía, dígame.
— Buenas tardes, mire es que yo quiero ser policía y no sé qué hace
falta, ni dónde preparan para ello, ¿me puede informar, por favor?
— Perdone, pero éste es un teléfono de emergencias, aquí no damos ese
tipo de información.
Sin embargo, aquel hombre debió de notar que yo no me iba a conformar
con un «no» y me contestó: «Hay una academia de la que la gente habla
muy bien». Y lo que son las cosas, esa academia se encontraba a dos
paradas de metro de mi casa. Allá que me fui esa misma tarde. De camino
tiré el paquete de tabaco y el mechero en la primera papelera que vi. Estaba
decidido a aprobar. Sólo había un problema: necesitaba el carnet de
conducir antes de que terminase el período de admisión de instancias, que
vencía en treinta días. Aprobé el examen teórico en diez días y el práctico a
la semana siguiente. Ahora únicamente quedaba aprobar entre los 1.000
primeros de 40.000 que opositábamos. Partía de una mala posición, porque
no hablaba idiomas, que puntuaban dos puntos, ni conocía a nadie en el
cuerpo. Además, ya era mayor. Los treinta era la edad límite para opositar y
yo iba camino de los veintiocho.
Ahora, cuando echo la vista atrás, confirmo que ése fue el día en el que
decidí darme una oportunidad. Inconscientemente dejé de ser un fracaso
escolar. En ese momento conecté con mi misión: ayudar a los demás. Ser
policía.
Ante la incertidumbre de saber si sería capaz de aprobar la oposición,
volvió a aparecer ante mí un miedo terrible, el miedo a suspender, a no
conseguirlo, a darle la razón a todos aquellos que aseguraban que yo no
valía para estudiar. Y pensé: «¿Qué es lo contrario del miedo?: la seguridad;
y ¿cómo puedo ganar en seguridad?: estudiando y entrenando el doble».
Y así lo hice.
Finalmente acabé siendo el número 1 de la promoción. Pasaron los años
y me presenté a oficial. Volví a ser el número 1. Luego a subinspector,
quedé el número 2, y finalmente fui de nuevo el número 1 del TEDAX,
profesión que ejerzo actualmente.
Hoy recuerdo esa etapa de opositor, estudiando en la soledad de mi
cuarto, y cómo muchas veces me atenazaban los pensamientos de «Vas a
suspender», «Seguro que al final pasa algo y no apruebas, como siempre».
No me quedó otra que aprender a estudiar con ansiedad, con dudas y con
miedo. Me focalicé en el día a día y así fui superando los exá menes.
Con esos resultados, yo me iba construyendo otra imagen de mí mismo y
comprobando que cuanto más estudiaba, más aprobaba. Cuanto más corría,
más rápido lo hacía. Y me quedaba con eso.
Delante de ese temario, empecé a desaprender y a olvidar todas las
etiquetas que me habían colgado. Me había propuesto esforzarme al
máximo y ver qué pasaba. Al principio quise ser igual que los demás, no ser
el último de la clase, luego quise ser el mejor. Lo digo desde la más
profunda humildad. Mi combate era conmigo mismo. Siempre he tenido el
afán de autosuperarme, de conocer mis límites.
No fue nada fácil. Mucho antes de intentar nada, el miedo me paralizó.
Tenía pánico de volver a defraudar a mi familia y a mí mismo. Con el
tiempo, ese miedo fue la motivación para esforzarme más, prepararme a
fondo y aprobar. No puedo explicarlo de forma más sencilla: a mí el miedo
me ha impulsado a ser mejor.
Combatí el miedo a suspender con más esfuerzo, concentración y
determinación. Cuanto más miedo tenía, más me esforzaba. El miedo fue
mi maestro y mentor. Siempre me avisaba de dónde tenía que esforzarme
más.
Tercera lección: mi enfoque particular fue, y es, cambiar el
concepto del miedo como un obstáculo hacia mis objetivos para
convertirlo en un trampolín al éxito
Superar el miedo me ha proporcionado una identidad propia. Desde
pequeño me he sentido un bicho raro y gracias a la autoaceptación he
aprendido a hacer de esa singularidad una forma de vida. Como coach , me
he encontrado con coachees que forjaron sus carreras brillantes y
persiguieron el éxito con la ambición de ser queridos, admirados y
aceptados por sus familias o por la sociedad. Alejandro Magno ambicionaba
ser mejor que su padre y con dieciocho años dirigió su ejército.
En mi caso, si el miedo a quedarme en la estacada no lo hubiese
utilizado como una palanca para ser mejor de lo que era, no hubiese
aprobado. Todo lo contrario, me habría dañado aún más mi autoestima, y lo
que es peor, hubiese aumentado el riesgo de dilapidar mi futuro.
¿Y qué te quiero transmitir con esto?
Que cuando conectamos con nuestra identidad, con nuestra misión, con
nuestra pasión, es cuando desarrollamos todo nuestro potencial y
encontramos el impulso para superar nuestros miedos. Hasta entonces nos
sentimos como peces fuera del agua.
1.2.
Qué es el miedoPodéis quitarme la cartera, podéis quitarme el reloj de mi
muñeca e incluso hasta la vida, pero hay una cosa que no
podéis quitarme: ¡el miedo que tengo!
P EDRO M UÑOZ S ECA (JUSTO ANTES DE SER FUSILADO)
La primera vez que sentí mucho miedo, yo diría que pánico, fue con diez
años mientras pescaba pulpos frente al camping Las Marinas, en Denia. El
pulpo se había escondido en el fondo de su cueva con mi pincho clavado.
Intenté tirar de él para sacarlo a la superficie, pero era demasiado fuerte
para mí. El aire se me estaba acabando y quise desprenderme del arpón que
llevaba amarrado a la muñeca. No pude, se había estrangulado el cordel. La
angustia me atrapó. Me urgía respirar, así que clavé los dos pies en el fondo
y tiré con todas mis fuerzas. Imposible. Con el poco temple que me
quedaba, pude al fin deslizar la muñeca a través del lazo y subir extenuado
a la superficie. Llegué con la boca abierta, tragando agua y tosiendo.
Realmente me vi ahogado. Tardé mucho en recuperarme. Me puse a hacer
el muerto mientras mi amiguito francés, con el que solía salir a bucear, me
sostenía entre sus brazos. Juntos sacamos al pulpo, recuperamos el pincho y
regresamos a la orilla. Quizá a raíz de este episodio, años después desarrollé
mi fobia a los espacios cerrados.
El miedo nos alcanza a todos. Es una de las seis emociones básicas,
universales y comunes en todas las culturas. Fueron establecidas por el
psicólogo Paul Ekman: además del miedo, estaban la tristeza, la ira, la
alegría, la sorpresa y el asco. Son reconocibles facial y corporalmente,
provocan reacciones biológicas involuntarias en nuestro organismo y nos
acompañan desde el nacimiento hasta el final de nuestros días. En concreto,
el miedo es una respuesta corta y automática que se activa por un estímulo
fuera de la consciencia. Bloquea los impulsos eléctricos entre neuronas.
Provoca cambios en nuestros pensamientos, fisiología y comportamiento, y
lo que es más importante, afecta a nuestra percepción de lo que somos
capaces o no de hacer. Nos hace personas malhumoradas, tristes, debilita
nuestra salud y coarta nuestra libertad. Aparece cuando nuestra realidad se
muestra desconocida, amenazante y aventuramos a ver un futuro fracaso.
Empecemos por definir qué es el miedo , del latín metus : «Es una
emoción provocada por la percepción de un peligro, real o imaginario,
pasado, presente o futuro». Es la zozobra , que el DRAE define como:
«Inquietud, aflicción y congoja del ánimo, que no deja sosegar, o por el
riesgo que amenaza, o por el mal que ya se padece». Por su parte, la
ansiedad contiene un matiz: es una respuesta anticipatoria a una amenaza
imprecisa, que tiende a convertirse en temor.
El miedo se alimenta de peligros reales, experiencias traumáticas y de
fantasías. Esto es algo que nos diferencia del resto de las especies.
Tememos cosas o situaciones que no han ocurrido y que quizá nunca se
produzcan. Somos la única especie capaz de sobrevivir en todos los
ecosistemas, pero también la única que utiliza su gran capacidad
creativa e imaginativa para sentir miedo sin motivo y estresarnos sin
control.
Tener miedo es como estar enamorado o la picadura de una avispa. No
hay lugar a dudas. Al que lo ha sentido, no se lo tienes que explicar. Y al
que no, te costará que te entienda. El miedo nos iguala. Nuestra genética
está emparentada con la del mono, el cerdo y la rata. Seguimos teniendo
una respuesta muy animal cuando el miedo nos atrapa. Dejamos de pensar y
nos sale el instinto animal: atacar o huir. La diferencia es que ellos lo
sienten en el momento de la amenaza, no imaginan males futuros. Recuerdo
el pánico que sentían los ñus ante la presencia de los cocodrilos al cruzar el
río Mara en sus migraciones por la sabana. Era real, pero puntual. Sólo lo
sufrían mientras duraba la amenaza o el ataque de los reptiles.
Esto no quiere decir que no sigamos teniendo miedo, claro que sí. Yo lo
tengo a día de hoy cada vez que me enfrento a una bomba o a un desafío
nuevo. Sin embargo, me quedo con la parte que me salva la vida, la que me
avisa de los peligros. Ese tipo de miedo siempre ha sido un buen
compañero; el que desactivo es aquel que, sin razones objetivas, me
paraliza y me limita en mi trabajo y en la conquista de mis objetivos.
1.3.
Te confieso que tengo miedo
A nada en la vida se le debe temer. Sólo se debe comprender.
M ARIE C URIE
La primera vez que tuve que destruir una pequeña granada de mortero, en
medio de los montes de Teruel, se me encogió el estómago. Ese bloque de
hierro oxidado parecía que me estaba esperando para cumplir su destino:
explosionar. Mientras empujaba el detonador contra la mecha lenta y lo
mordía con las tenacillas, el corazón me latía a toda prisa y me temblaba el
pulso como a un novato. Bueno, en realidad, es lo que era. Cuando oí silbar
los fragmentos de metralla por encima de mi cabeza supe que no me había
alejado lo suficiente. Ese pellizco en el estómago en el momento en el que
tengo el artefacto entre mis manos lo sigo teniendo a día hoy.
Mi experiencia como TEDAX me ha enfrentado a mis miedos. Cuando
ingresé, no tenía ninguna duda de que era un trabajo arriesgado, con muy
poco margen para los errores, donde la probabilidad de que te pase algo
terrible está muy presente, dificultando lo que más necesitas: pensar con
rapidez, tomar muchas decisiones y controlar la presión. Sabes a lo que te
expones si cometes un error y no es precisamente al temor de que tu jefe te
eche una bronca, al qué dirán o a que te despidan.
Personalmente tengo miedo a no volver a casa, a no volver a ver a mis
seres queridos, miedo a fallar, a no ser capaz. Miedo a morir. Porque no soy
un suicida, ni tampoco soy Superman. Soy una persona normal, con un
trabajo especial en el que el coraje, el trabajo en equipo y las dotes de
liderazgo se exigen al máximo nivel. En el que si decimos que «vamos»,
vamos con todo, a sangre y fuego, y en el que el miedo es tu compañero.
Ese miedo me ha salvado la vida en varias ocasiones, es cierto, pero en
otras me ha paralizado.
Deseo aclarar que mi objetivo no es enseñarte a combatir las fobias, sino
los miedos. Soy TEDAX y coach , no psiquiatra. Ahora bien, quiero
transmitirte con la mayor humildad que me hubiera gustado toparme con un
libro como éste cuando me estaba enfrentando a mis miedos y a mi fobia.
Yo he sido claustrofóbico. Sentía un miedo atroz a quedarme en un sitio
encerrado, a no poder respirar, a no poder escapar. Subir en un
ascensor, bajar al metro o meterme en un garaje era una prueba
infernal para mí.
Ponerme un traje estanco EPI (equipo de protección integral) para
mantenerme a salvo de una atmosfera tóxica me producía claustrofobia. A
todos nos produce estrés térmico, ya que el aire que respiras proviene de la
botella que llevas a la espalda y cuando lo exhalas se queda dentro,
aumentando mucho la temperatura de tu cuerpo al no transpirar. Para no
perder el control, revisaba el equipo de respiración autónoma varias veces.
El regulador, la botella, el manómetro, la máscara, hasta que al final me
mentalizaba y me encapsulaba, y aun así, me encintaba un cúter al brazo,
por fuera del traje, para poder rajar el EPI si me daba un ataque.
Todo estaba en mi cabeza. No era un peligro real. El equipo me protegía
y la botella me daba el aire que necesitaba. El peligro estaba fuera del traje,
no dentro. Pero yo no podía razonar. Es lo que el psicólogo Daniel Goleman
llama «secuestro emocional». El miedo tenía secuestrada mi mente racional.
Hasta que descubrí, a través de la neurociencia, que hay un «segundo
mágico» en el que podemos rechazar ese ataque emocional destructivo.
En otras situaciones, el pánico era instantáneo. Por ejemplo, en un
ascensor era ver la puerta cerrarse y pensar que iba a morir de un paro
cardíaco o por asfixia. Me atravesaba un miedo violento, instantáneo e
inagotable causado por la interpretación letal de los síntomas corporales que
retroalimentaban mi círculo de detección del peligro, síntomas,
preocupación y huida o evitación.
¿Y cómo podemos rechazarlo?Pues detectando esas señales físicas y
psíquicas del miedo antes de que se dispare de forma automática. Cada uno
sabe cuáles son esas señales y cuándo se disparan. Al igual que en un
incendio: si lo detectamos al inicio, en una papelera, lo podremos apagar
con un extintor; si el incendio se propaga, perderemos el control. Detectar
los síntomas del miedo a tiempo es el primer paso para que no nos bloquee.
En ocasiones me quedaba atrapado solo en el ascensor, sin poder salir y en
ese momento no me quedaba más remedio que aceptar, tragar saliva,
respirar, sin detenerme en ningún pensamiento, hasta que el malestar cesaba
y dejaba paso a la lucidez. Segundo a segundo, me daba cuenta de que
continuaba vivo, que el aire seguía llenando mis pulmones y que mi delirio
era una falsa percepción de un peligro inexistente. Reconozco que soportar
y desafiar ese miedo fue algo brutal. Me agotaba física y mentalmente, pero
una vez que lo logré, conecté con una nueva fuerza y perdí el miedo a
sentir. Ahora sé que esa angustia ahoga, pero si le plantas cara no mata.
Hoy puedo decir que lo he superado sin ir al psicólogo ni tomar pastillas.
Sin embargo, respeto profundamente a dichos profesionales, y es más, creo
que es necesario buscar ayuda profesional en caso de fobias y miedos
patológicos. Ha sido un aprendizaje continuo, que me ha obligado a
investigar, a superar mis límites y a descubrir dónde se esconde el valor.
Han sido décadas de angustia y terror, pero esta experiencia me ha
permitido conocer en mis propias carnes cómo se han sentido muchos de
mis coachees ante sus miedos. Con el paso del tiempo sólo puedo agradecer
ese aprendizaje. Gracias a haberlo superado, hoy puedo ayudar a otras
personas a vencer sus miedos, y esto me ha ayudado a mí a gestionar los
míos propios y a darle un nuevo propósito a mi vida.
1.4.
El miedo como trampolín al éxito
Aquel que supere su miedo tiene que contar cómo lo
consiguió. Es su deber.
@GESTIONDELMIEDO
El miedo es la emoción perfecta para ser infeliz, intolerante e ineficaz.
Cuando se apodera de nosotros, anula toda nuestra capacidad de pensar con
claridad y nos volvemos menos inteligentes, menos reflexivos y más
reactivos. Es el responsable de apagar la creatividad, el talento y la ilusión,
y es el principal factor de estrés en el trabajo: el miedo a la pérdida de
poder, al cambio, al despido, al jefe o al fracaso. Las empresas también lo
sufren: a que el producto nuevo no funcione, a la competencia, a perder
clientes o a la quiebra.
El miedo nos acorrala en el presente, es el guardián de la zona de
confort. La vida se convierte en una gran aventura cuando lo vencemos.
Tras sus muros descubrimos ese espacio donde cada paso es una
victoria, donde las cosas suceden, las oportunidades se presentan y la
esperanza crece.
Atravesar el miedo es aceptar la incertidumbre, el cambio y abandonar la
falsa seguridad que nos impide avanzar. Es entonces cuando nos asaltan
todo tipo de pensamientos negativos, que además identificamos con
atributos personales:
— No sé si tengo las habilidades necesarias...
— No sé lo suficiente, me falta experiencia.
— ¿Qué pasará si fracaso, podré soportarlo?
— ¿Qué dirán de mí?
Identificarnos con estos pensamientos es una de las causas que más mina
nuestra autoestima. Tenemos que abandonar estos discursos destructivos.
Son pensamientos, no hechos.
Lo primero es identificar nuestro miedo. ¿Qué miedo te está frenando en
tu proyecto de vida, en tu negocio, en tu relación? Afrontar y entender
dónde nace ese miedo es el primer paso para neutralizarlo. T. Harv Eker
declara: «No podemos cambiar el fruto sin cambiar la raíz». Es cierto, pero
cuando desconocemos la causa, únicamente queda gestionar el miedo en el
presente, sin más historias, sin buscar culpables ni explicaciones.
Haz todo lo posible por salir de la angustia, de ese temor sin nombre, y
expresa en voz alta a qué tienes miedo. ¿Cuánto miedo tienes del 1 al 7? Al
verbalizar tu miedo, al cuantificarlo, lo que haces es liberar la angustia,
reducir la intensidad de esa emoción y devolver el poder de decisión a la
parte más racional de tu cerebro.
También puedes escribir sobre ello, para liberar presión y ser consciente
de lo que sientes. Es como tener una conversación contigo mismo. Catalina
Chabaud, miembro del Parlamento Europeo, fue la primera mujer en
navegar en solitario y sin escalas alrededor del mundo en la temible regata
Vendée Globe. Tras finalizar, declaró: «Necesitaba escribir para dominar la
angustia, expulsar la duda, identificar la turbación».
Estar donde no quieres te impulsa hacia donde quieres. Si te quedas
quieto, podrás resistir, pero no avanzar. En la partida hacia territorios
desconocidos es donde te sentirás inseguro, asustado, pero con la certeza de
que es mejor que quedarte donde estás. Es inevitable titubear, perder el
equilibrio al avanzar, porque en cada paso levantamos un pie arriesgando la
estabilidad que teníamos hasta que lo volvemos a posar. El puerto nos
aporta seguridad, es el punto de partida, pero no nuestro destino. En la costa
está nuestro hogar, el fuego encendido, la cama caliente. Ahí no esperamos
sorpresas, ni desafíos, ni luchas sin cuartel. Todo eso pertenece a las millas
sobre mar abierto, a las pisadas sobre nieve virgen, al pionero decidido. Y
así, en medio de la tormenta, creemos que en la cala o bajo el grandioso
pino está la seguridad. Nunca más lejos de la realidad. Cuanto más nos
acerquemos a la zona segura, más lejos estaremos de llegar al paraíso. La
quilla encallará contra el fondo y el rayo calcinará el duro tronco solitario.
Volveremos a la existencia adormecida por lo común, por la rutina rendida,
a la vida sin rumbo.
Si quieres crecer, asume que vas a tener miedo y que dudarás del éxito.
Ese desasosiego te puede impulsar a escudriñar en tu interior los
arrestos que necesitas para no desfallecer. Suelta amarras y, pasado un
tiempo, no recordarás la persona que fuiste y celebrarás en quién has
llegado a convertirte.
En algunas culturas han buscado el valor y utilizado la superación del
miedo como un proceso iniciático de transición de la pubertad a la madurez.
Al joven masái de Kenia se le exigía, para convertirse en adulto, salir a
cazar un león con su lanza y su escudo. En la tradición de los mentawai de
Sumatra, las jóvenes mujeres se afilan los dientes hasta lograr una
dentadura similar a la de un tiburón como muestra de madurez. Nuestros
jóvenes buscarán un grupo, un deporte o un desafío con el que demostrar su
valor y proezas.
Y yo te pregunto: ¿a qué tienes miedo? Piensa en ello.
¿Qué harías si tuvieses una bomba adosada a tu pecho y sólo dos
opciones: o ejecutas en seis meses el sueño que llevas postergando toda tu
vida o mueres? Si te pones en situación, te darás cuenta de que gimotear,
claudicar o buscar excusas no te va a salvar y además será una pérdida de
tiempo. Que cuando el dolor es insoportable, la ruina inminente, tu vida está
en juego, el miedo es atroz o estás al borde del abismo, en ese desafío a cara
o cruz, lo superfluo y accesorio desaparece de nuestra mente y enraíza la
certeza de que la única salida es nuestra determinación sin fisuras y luchar
con denuedo hasta el último suspiro.
El miedo salva vidas. Ésa es su principal función, pero cuando se
convierte en un carcelero, sustrayéndonos la libertad para desarrollarnos, se
transforma en una emoción tóxica. El miedo nos tiene que proteger, pero no
nos debe limitar. Si pensáramos que vencer nuestros miedos personales o
profesionales es precisamente eso, una cuestión de vida o muerte, pero no
de unas cifras, del reconocimiento o de la cuenta de resultados, ¿crees que
te ayudaría a tomar decisiones más valientes, más audaces, más
comprometidas? Si tu vida estuviese en juego, ¿delegarías la
responsabilidad, le pasarías la pelota a otro, te distraerías de tu objetivo?
¿Verdad que no?
El miedo es una emoción trasformadora, nos reta constantemente a
mejorar. ¿Sabes qué está detrás del miedo?: «Nuestro aprendizaje,
nuestra superación personal yel éxito profesional». Ése es el poder
transformador del miedo. Cuando lo superamos, nos convertimos en la
persona que habíamos soñado con ser.
En todos los grandes cambios de nuestra vida, el miedo ha estado
invariablemente presente antes, durante y después. Recuerda cuando
quisiste tener un hijo, cuando afrontaste tu primera entrevista de trabajo o
cuando conociste a tu pareja. En todos esos momentos de ilusión, esperanza
y excitación sobre el futuro, el miedo te escoltó para recordarte de que algo
podría salir mal, pero también para cuidar de ti y de los tuyos. Y entonces
descubres que al otro lado del miedo están tus sueños y los mejores
momentos de tu vida. Es una emoción que va asociada al cambio y, por lo
tanto, al progreso o al fracaso.
¿Quieres tener más seguridad en tu vida y a la vez progresar? Me
imagino que sí, porque el progreso es la clave de la satisfacción personal. El
cambio es inevitable, es una constante en el universo, pero progresar
significa avanzar, esforzarse, aprender a hacer cosas nuevas, y ahí es donde
aparece el miedo, el miedo a perder lo que tenemos.
Cuando aparece, te trae un mensaje, te dice : «Ten cuidado, puede ser
una trampa o una crisis». Y te pide : «Estate atento, concentrado, evalúa
qué es lo que tienes que aprender para superarlo y prepárate a fondo».
Y te recuerda que no es el momento de rendirte,
ni de amilanarte o quejarte y sí de esforzarte más
y dar el máximo de ti mismo.
Este nuevo enfoque te permitirá utilizar el miedo como un trampolín
para alcanzar tu objetivo, ser más consciente de lo que tienes que hacer y de
la actitud correcta. Esta determinación es sin duda la clave del éxito.
1.5.
Respuesta fisiológica del miedo
Todo el secreto de la vida se resume en vivirla sin miedo.
B UDA
Es cierto, se puede «morir de miedo». El neurólogo Walter Cannon, de la
Facultad de Medicina de Harvard, la llamó «muerte vudú», también
conocida como muerte psicosomática. Ésta es provocada por un fuerte
impacto emocional, como el miedo. En el terremoto de Los Ángeles, los
fallecimientos por paro cardíaco aumentaron cinco veces. Se produce un
incremento de la adrenalina, contracción de los vasos sanguíneos con riesgo
de coágulos y una masiva entrada de calcio en las células cardíacas, lo que
produce una fuerte contracción del corazón, que puede derivar en una
arritmia letal. Para vivir es vital saber gestionar el miedo.
Nuestro cuerpo es un radar de amenazas. Está demostrado que cuando
tenemos miedo, aunque sólo sea imaginario, aumenta nuestro nivel de
estrés. Nos desgastamos tanto física como mentalmente porque es como si
lo que tememos nos estuviese ocurriendo en realidad, y de ahí la
segregación de noradrenalina, adrenalina y cortisol. Quien activa este
torrente hormonal es la amígdala, una estructura del tamaño de un hueso de
cereza que se encuentra en la profundidad del lóbulo temporal del cerebro.
Su actividad está muy relacionada con hacia dónde dirigimos nuestra
atención. Si nos fijamos más en los peligros, nuestra amígdala se activará y
bloqueará en gran medida nuestra capacidad cognitiva.
Por el contrario, a las personas que afrontan la vida con entusiasmo, que
tienen objetivos ilusionantes, verbalizan palabras positivas, se toman
tiempo para descansar y celebrar, hacen deporte, se alimentan de forma
equilibrada, utilizan el humor en sus relaciones y se visualizan superando
con valentía sus retos, la amígdala no les bloquea la creatividad, ni su
capacidad de resolver problemas.
Ser positivo, cuidarnos y ser valientes es un ejercicio de responsabilidad,
porque necesitamos estar bien mental y físicamente para ofrecer lo
mejor de nosotros mismos.
Hacer deporte nos conecta con la parte física, animal, primitiva y
guerrera de nuestra identidad. El entrenamiento crea disciplina,
autoconfianza y nos demuestra que el esfuerzo produce resultados. Además,
nos familiariza con los síntomas del miedo, sudoración y aumento del ritmo
cardíaco.
Se producen dos beneficios: uno físico y otro mental. Sabemos que las
hormonas producen cambios emocionales. La serotonina es la hormona del
placer, las feromonas de la atracción y la oxitocina de la excitación.
Cualquier ejercicio, como andar, correr o nadar, crea endorfinas, que
disminuyen la ansiedad, bloquean el dolor —como la morfina— y hacen
que nos sintamos más felices. Son liberadas por la glándula pituitaria y
producen adicción, al igual que las drogas derivadas de la amapola del opio,
la morfina, la heroína o la codeína. Por eso hacer deporte o practicar sexo
nos engancha. A los soldados heridos en guerra, se les administraba morfina
para calmar el dolor. El problema venía después de la recuperación, ya que
muchos de ellos se convirtieron en adictos a los opiáceos.
La alimentación también influye en nuestra actitud. Diferentes estudios
realizados a los miembros de las Fuerzas Especiales sobre su alimentación
en períodos de estrés han concluido con la recomendación de incluir en la
dieta estos alimentos: los ricos en fibra e hidratos de carbono, como los
cereales y el arroz integral, que logran aumentar nuestra energía y reducir la
fatiga gracias al magnesio. Los plátanos, nueces, semillas, huevo y pollo,
porque contienen triptófano, que se trasforma en serotonina y así mejoran
nuestro estado de ánimo. Y, por último, el chocolate, que, gracias a sus
flavonoides, aumenta el flujo sanguíneo del cerebro y nos previene de
enfermedades cerebrovasculares, mejorando nuestra capacidad de razonar.
Basta con olerlo para que nos sintamos más relajados.
También es importante descansar lo suficiente antes de enfrentarnos a un
desafío. Un sueño reparador nos ayuda a tomar mejores decisiones, estar
más enérgicos y a gestionar el miedo de forma más objetiva. Para dormir,
mejor sin luces ni ruidos, y mantén la temperatura entre 16-20 °C. Al
levantarte, hazlo con luz tenue, y si es del sol, mucho mejor. Despierta tus
sentidos con el olor del café o de tostadas, el agua fresca de la ducha y tu
música o podcast preferido. Cuando dormimos mal, perdemos memoria,
neuronas, testosterona y tenemos más posibilidades de padecer diabetes,
obesidad y problemas del corazón. Por último, disminuye mucho la
concentración y nos encontramos más irascibles y fatigados.
En mi día a día, me suelo levantar a las 7.00 h y acostarme a las 23.30 h.
Para mí es fundamental echarme una siesta de treinta minutos. Después me
levanto con las ideas más frescas y las energías renovadas. Según un
estudio de la NASA, una siesta de 26 minutos, después de ocho horas
despierto, entre las 13 h y las 16 h, mejora el rendimiento en un 34 por
ciento y activa el estado de alerta en un 54 por ciento. Si te pasas de ese
tiempo, puedes sufrir la «inercia del sueño» y seguir adormilado toda la
tarde. Para evitarlo puedes tomar una taza de café o té antes de la siesta, la
cafeína empezará a hacer efecto entre los 20 o 30 minutos posteriores y así
cuando despiertes mejorarás tu atención. Grandes pensadores y estrategas
como Einstein, Churchill o Napoleón se echaban la siesta.
En los tratamientos de psicoterapia, para sobreponernos al miedo, vamos
a encontrar técnicas combinadas de relajación, cambio de creencias y
tratamientos de exposición cognitivos conductuales. Para mí son los más
efectivos. Mi fórmula MC4 va en esa línea. Otros profesionales empezarán
el proceso recetando tranquilizantes, ansiolíticos, antidepresivos y
betabloqueantes. Basándome en mi humilde experiencia con cientos de
coachees , la medicación no es necesaria y en muchos casos es
contraproducente. El problema es que no podemos eliminar completamente
el miedo sin anular nuestra percepción del peligro. En los últimos años, las
gafas de realidad virtual ofrecen enfrentarse a situaciones de temor desde la
seguridad de una sala. Otros terapeutas te recomendarán reiki, cuencos
tibetanos, danza, hongos, yoga, acupuntura, hipnosis y un sinfín de
remedios estupendos para muchas cosas, pero que no atacan al miedo de
raíz.
El miedo excesivo es un ataque emocional, no una enfermedad. Estamos
sanos físicamente,es sólo un trastorno psicológico, una fantasía. Salir
del miedo no requiere fármacos, sólo necesitamos la valentía y
determinación para enfrentarnos a aquello que tanto tememos.
Recuerdo cuando trabajé como educador en la cárcel de Carabanchel.
Muchos de los nuevos reclusos llegaban con graves problemas de adicción
a las drogas y sabían que en la cárcel les sería imposible encontrarla. La
recuperación era casi inmediata, no se producía el síndrome de abstinencia,
los síntomas físicos eran mínimos. Es la mente la que nos llena de ansiedad
ante la posibilidad de conseguir la droga de nuevo.
El miedo tiene tres dimensiones. Una psicológica, que consiste en ver la
situación como peligrosa. Otra emocional, son las sensaciones que
acompañan al miedo: la angustia, la ansiedad y el estrés. Y, por último, una
respuesta conductual, que puede manifestarse huyendo, quedándote
paralizado, rindiéndote o afrontando la situación. Nos vamos a centrar en
este último punto, en luchar.
Todos los miedos son psicosomáticos. Los síntomas se experimentan a
través del cuerpo, y agravan los psicológicos. Sentimos miedo, imaginamos
lo peor e instantáneamente esa tensión se manifiesta en el cuerpo: ahogo,
taquicardia, sudoración, tensión, rigidez, presión en el pecho e incluso
pérdida del control de los esfínteres, de manera que orinamos o defecamos
involuntariamente. La sangre se dirige a los brazos para luchar o a las
piernas para huir, y por esa razón nos quedamos pálidos. Las pupilas se
dilatan, tenemos visión de túnel y pérdida de audición. La boca se reseca,
de ahí que muchos oradores soliciten agua ante el atril para combatir el
miedo escénico. El estómago se revuelve, síntoma de que algo no va bien,
una manifestación de la certeza de que ese órgano es nuestro segundo
cerebro por los millones de neuronas que contiene.
Finalmente, me gustaría mencionar las fobias. Una característica de las
personas fóbicas es que ven las cosas mucho peor de lo que son. El que
sufre colombofobia, o miedo a las palomas, piensa que en cuanto pise el
parque, una bandada de palomas se va a encaramar en su cabeza y le van a
sacar los ojos a picotazos. Distorsionan la realidad y multiplican los
peligros, piensan que lo improbable es lo que inmediatamente va a suceder.
El temeroso no ve la salida, ha perdido el control y tiene el convencimiento
de que la tragedia es inevitable. Se encuentra en el epicentro de una espiral
de miedo y síntomas, que se retroalimentan en un bucle de angustia
máxima. Así me encontraba yo.
1.6.
Trastorno por estrés postraumático
En el pánico descubrí el miedo que no afronté.
@GESTIONDELMIEDO
Recuerdo un asesinato en el que voy a obviar datos que puedan situar la
acción o identificar a los afectados, pero que refleja lo que yo sentí luego.
Los hechos escuetos son: un hombre mata a su compañero de piso
propinándole ciento trece puñaladas.
Al llegar a la puerta del domicilio nadie nos abría.
Gritamos: «¡Abran! ¡Policía!», pero nadie respondió.
Tras forzar la puerta, nos encontramos con las persianas casi bajadas y
las luces apagadas. Un silencio sepulcral presagiaba lo peor. De su interior
se desprendía un aire denso, con olor a sudor y a sangre. Nos adentramos
pistola en mano por un largo pasillo lleno de huellas de sangre de pies
descalzos en el suelo y de las manos en las dos paredes hasta llegar al salón.
Parecía un pasaje del terror, pero era real. Toda la casa estaba destrozada, la
nevera caída sobre un sofá, sillas lanzadas por doquier, marcos de fotos
reventados y varios cuchillos y tijeras empapados en sangre seca.
En medio del salón, tumbado boca arriba, sobre un charco de su propia
sangre, un hombre robusto, desnudo, pálido como las baldosas y con los
brazos estirados como en cruz. Tenía los ojos abiertos como platos, secos y
fijos en el techo. Sin duda estaba muerto. Presentaba múltiples pinchazos y
varios cortes por todo el cuerpo. Así mismo, en ambas manos los dos
pulgares estaban casi amputados por haber intentado defenderse de los
ataques de arma blanca. La nariz presentaba otro corte longitudinal que la
mostraba partida en dos y las tripas le salían del vientre.
Salí un momento al rellano de la escalera, para comunicar al jefe que
enviase al juez de guardia y al médico forense para proceder al
levantamiento del cadáver. En ese momento salieron de la casa mis dos
compañeros como si los persiguiese el diablo, diciendo: «Está vivo, respira.
Mira ven. Escucha».
Había dos posibilidades: o el muerto no estaba muerto o había alguien
más en aquella casa.
En ese espacio fúnebre sólo se escuchaba las respiraciones agitadas de
nosotros tres. Me arrodillé junto al cadáver inmóvil, acerqué mi oreja a su
nariz y boca, y desde esa posición, por encima de sus ojos sin vida, vi a un
hombre mucho más joven y menudo metido en la cama de la habitación del
fondo.
Estaba vestido y con la sábana pegada por la sangre reseca. Tiré de un
extremo de la manta y, empujado como por un resorte, se incorporó
bruscamente, quedándose con los ojos abiertos y sentado en la cama.
Rápidamente volvió a caer en un profundo sueño. Sus manos también
presentaban heridas de cortes. La pelea tuvo que ser terrorífica. Uno contra
otro, sin parar de sacar cuchillos y tijeras de los cajones para clavárselos al
compañero de piso.
Al día siguiente fuimos a grabar y a colaborar en la autopsia. Teníamos
que saber cuántas puñaladas y la trayectoria de cada una de ellas. La
experiencia fue brutal. Yo conocía a la víctima y al agresor.
En el psiquiátrico tomamos declaración al asesino. Estaba atado con una
camisa de fuerza para que no se autolesionase. Parecía Hannibal Lecter. Al
verme, me dijo: «Cuando salga te voy a matar por haberme encerrado
aquí». Quiero descargar aquí mi conciencia confesando el profundo miedo
que sentí ante aquella amenaza. Le creí a pies juntillas. Sabía de lo que era
capaz y lo poco que tenía que perder.
La noche anterior había sido la primera de muchas en las que no pude
dormir. Me encontraba solo en ese piso de alquiler, que era igual al del
lugar del crimen, pero con una habitación menos. La que no vi. Miraba mi
casa, abría el cajón de los cubiertos y los veía a ellos. Mis compañeros esa
noche volvieron con su mujer y sus hijos. Recibieron el cariño y los abrazos
que yo necesitaba y que te reconfortan después de un servicio así.
Me obsesioné queriendo recomponer los hechos, la pelea, las causas. Los
días siguientes estuve muy ocupado redactando el informe, remitiendo
todas las pruebas a los laboratorios correspondientes y reconstruyendo el
asesinato. Como nadie me esperaba en casa, pasaba el día entero en
comisaría, viendo cientos de fotos y tomando declaración a varios de los
vecinos. Cuando por fin me metía en la cama, no podía apagar la luz. Todo
me recordaba lo vivido.
Posteriormente, fui al juicio y de nuevo reviví todo lo ocurrido.
Claramente no había superado el caso. Estaba sufriendo un trastorno por
estrés postraumático por no haber guardado la distancia emocional
necesaria y haberme excedido en mi implicación personal.
Finalmente descubrí que el miedo, el dolor y el sufrimiento en ocasiones
son los detonantes de nuestra transformación. «Lo que no me mata, me hace
más fuerte», escribió Nietzsche. Conseguí conocerme mejor a mí mismo.
La importancia de tomar distancia con lo que nos aterra, con el drama, y la
emoción. Dar un paso atrás y desviar la atención de nuestro ombligo para
exigirnos seguir pensando y resolver con juicio. No podemos dar solución
al conflicto si estamos furiosos o atemorizados. Ahora me siento mucho
más preparado para afrontar estas situaciones de una forma más profesional
y eficaz.
Muchos años después, en los atentados del 11-M en Madrid, fui como
TEDAX a la estación de El Pozo. Ahí tuve la precaución de ponerme un
chubasquero emocional. Sesenta y ocho muertos en un mismo tren. Pero ésa
es otra incidencia a la cual también le tengo un infinito respeto. Algunos de
los supervivientes fueron incapaces de volver al «metro» o subirse a un
tren. Evitaban enfrentarse a susrecuerdos intrusivos y terroríficos. Tenían
síntomas de hipervigilancia y reac ti vi dad. El hecho de escuchar una sirena
les provocaba a algunos de ellos la necesidad de huir corriendo, y
mostraban ataques de pánico y ansiedad. Desde aquí todo mi recuerdo y
cariño a las víctimas y a sus familiares de aquel fatídico jueves de marzo.
El trastorno por estrés postraumático aparece cuando nos hemos
enfrentado a una situación traumática y, pasado el tiempo, vuelven a
aparecer los mismos síntomas pero esta vez en entornos seguros. Se empezó
estudiando en la guerra de Vietnam y posteriormente con mujeres
maltratadas, violaciones, víctimas de catástrofes y niños sometidos a abusos
sexuales. En los conflictos armados, los soldados vivían episodios
dramáticos y, al volver a casa, tenían pesadillas, reviviscencias de lo
ocurrido. Su mente permanecía obsesionada con ese recuerdo aterrador,
hasta el punto de que el sonido de un helicóptero sobrevolando la ciudad o
un martillo percutor perforando una calle les hacía revivir esos hechos y se
mostraban asustados y temblorosos.
Ante el miedo, no hay que negarlo, negociar o evitarlo, ni tampoco huir.
Hay que identificarlo, aceptarlo y aguantar, una y otra vez, sin permitir
que la situación pase rápido, sino siendo conscientes de que no pasa
nada.
La clave es afrontar. La evitación es parte del trastorno, perpetúa la
ansiedad y hace que el miedo aumente. «Camina o siéntate, pero no estés de
pie.» No consumas energía intentándolo. Si te caes del caballo, te tienes que
volver a subir.
Según un estudio de la University College de Londres, las personas que
lo han sufrido tienen el doble de riesgo de padecer una demencia en su vida.
Para evitarlo es muy apropiado seguir las indicaciones de un especialista
que aplique una terapia cognitiva conductual, que incluya:
Una terapia de exposición , para que, poco a poco, y en seguridad,
nos enfrentemos al drama, viendo fotografías, acercándonos al lugar de
los hechos si es posible y afrontando la realidad. El avance contra el
miedo tóxico se gana como la guerra o la liga, en cada batalla, en cada
partido, en la superación diaria y continua.
Una reestructuración cognitiva que nos permita comprender y
reencuadrar el suceso. Es recomendable hablar y escribir sobre cómo
nos sentimos. Contrastando los recuerdos con los hechos y analizando
si el sentimiento de culpa que padecemos tiene algún sentido.
Y, por último, reforzar con técnicas de relajación y control
emocional para progresivamente ir recuperando la calma. Según
explica Jane McGonigal, jugar al Tetris o al Candy Crush implica un
uso intensivo de la vista. Ver imágenes recurrentes, como observar
bajar los bloques y buscar su mejor encaje, mantiene a nuestro cerebro
ocupado y alejado de pensamientos obsesivos. Asegura que si jugamos
dentro de las veinticuatro horas siguientes al episodio traumático,
evitaremos recordar lo vivido y reduciremos los síntomas del trastorno
por estrés postraumático.
1.7.
Miedos físicos, emocionales y conductuales
Usted puede descubrir a qué le tiene más miedo su enemigo
observando los métodos que él usa para asustarle.
E RIC H OFFER
El ser humano no sólo tiene miedo a la oscuridad, al error, a no ser querido,
a la pérdida, al rechazo, al fracaso, a la crítica, a defraudar, a la soledad, a
sufrir, a la incertidumbre, al juicio de los demás o a la muerte. También
tiene miedo a la luz, a la libertad, al éxito, a destacar, a enamorarse, a
pensar diferente, a ser él mismo, a ser feliz y amar la vida. Acabamos
teniendo miedo incluso a lo irracional, al número 13, a los gatos negros, a
pasar por debajo de una escalera, a que se derrame la sal, a la sangre, a los
payasos, a los espejos rotos y al miedo. Es una emoción a la que no le
vemos ningún beneficio.
Yo estoy aquí para decirte todo lo contrario. El miedo no solamente te
puede salvar la vida, sino que también te puede estimular para conseguir la
vida que has soñado. Si todo lo que hemos temido se hubiese materializado,
seguramente no estaríamos aquí. ¿Cuántos de nuestros miedos se han hecho
realidad? Como escribió con enorme lucidez el filósofo y matemático René
Descartes antes de morir: «Mi vida estuvo llena de desgracias, muchas de
las cuales jamás sucedieron».
Existen diferentes clasificaciones de los miedos. Eso sí, todos con una
misma base, la percepción de peligro y la falta de seguridad. Éstos son:
Miedos físicos: son aquellos que están relacionados con la vida, el
combate y la supervivencia. El miedo a morir, a enfermar o a
envejecer. Alguno de estos miedos no nos queda más remedio que
aceptarlos. Como diría Pérez Reverte: «La vejez, si vivimos lo
suficiente, a todos nos aguarda».
Miedos emocionales: son parte de un diálogo interior negativo, que se
nutre de lo que creemos que los demás piensan de nosotros. Tienen
que ver con nuestro autoconcepto, la percepción que tenemos de
quiénes somos y nuestra relación con el mundo. Son más sutiles,
pueden afectar a todas las áreas de nuestra vida y también a los
objetivos por cumplir. Van desde el miedo al rechazo, a la ruptura, al
abandono, al desamor, a la soledad, a no ser querido, a no valer, al
engaño, al fracaso, a la gente, a divorciarnos, hasta los miedos
relacionados con la pérdida de poder o la impotencia sexual.
Y, por último, los miedos conductuales: son aquellos que dependen de
nuestra decisión, determinación y acción para reconducirlos, como, por
ejemplo, el miedo a hablar en público, a suspender, a volar, a engordar,
a una entrevista o a los espacios abiertos o cerrados.
Cualquiera de estos miedos, a su vez, podemos clasificarlos en
heredados, aprehendidos y propios. A los miedos heredados por la
filogénesis desde tiempos primitivos, como el miedo a las arañas, a las
serpientes o a la oscuridad, se suman los miedos aprehendidos,
condicionados por nuestras relaciones y educación. Poseen una función de
supervivencia y adaptación social. Por su parte, los miedos propios son
aquellos derivados de una experiencia directa, un accidente, trauma o dolor.
Nuestra amígdala, el centro de operaciones del miedo, la ira y la
agresividad, conserva miedos primitivos de vidas pretéritas, como el miedo
a las alturas. En un experimento diseñado por Eleonor Gibson, denominado
«abismo visual», se demostró que ante una pasarela de cristal trasparente en
una mitad y opaca en la otra mitad, todos los animales, excepto los
acuáticos, como las tortugas o los patos, se dirigían hacia la zona opacada.
También se probó con varios bebés de pocos meses e igualmente rehuyeron
dirigirse hacia la zona trasparente, excepto en algunos casos, cuando en el
otro extremo se colocaba a sus madres llamándolos.
Por tanto, podemos deducir que al afrontar el miedo, nos enfrentamos a
dos batallas: una, a gestionar la emoción, y la otra, a dar solución a lo que
nos preocupa y ha provocado ese miedo. En el aprendizaje de los miedos
intervienen la repetición y la evitación, así como el premio y el castigo. Si
al meter la mano en un cajón recibo un pinchazo, no sólo evitaré volver a
meter la mano, sino que también tendré miedo si tengo que volver a
hacerlo. Y al contrario, si ante una acción recibo un premio, tenderé a
replicarla. La repetición de mensajes temerosos fija el miedo en nuestro
subconsciente. «Ten cuidado al cruzar, pórtate bien, no hables con nadie,
abrígate, no cojas frío». No hay que olvidar que aprendemos también por
imitación, así que, generalmente, de padres fóbicos salen hijos con los
mismos miedos extremos. De ahí la importancia de dar un buen ejemplo en
casa a la hora de afrontar los problemas.
Éste es el gran reto evolutivo del ser humano. Aprender a gestionar
nuestras emociones y a controlar al mono que llevamos dentro.
2
SOBREVIVIR A LA TEMPESTAD
El día 30 de diciembre de 2006 habíamos decidido pasar el fin de año a
bordo de un velero. En cubierta estábamos mi hija de seis años recién
cumplidos, su madre y yo, los tres llenos de ilusión. El Reina Azul era un
buen barco, un poco pesado, de quilla corrida, dos palos y 44 pies deeslora.
Demasiado grande para manejarlo yo solo, pensaba mientras lo
contemplaba. Acabábamos de partir del puerto de Alicante a las 09.12 h
cuando sonó el teléfono. Era mi jefe.
— Hola Julio, se ha producido una explosión en el aeropuerto, en la T4.
Ha tirado el módulo D de los aparcamientos.
— Ostias. ¿Hay heridos?
— Aún no lo sabemos. Vente cagando leches.
— Jefe, estoy en medio del mar. Si quieres te doy las coordenadas y me
mandas un helicóptero. —Quería poner un poco de humor, sabía de la
tensión que ahora habría en el equipo.
— Es verdad que me lo dijiste. No te preocupes. Disfruta y ten cuidado,
creo que el parte no es muy bueno.
— Lo siento jefe. Cuidaros mucho.
Nos dirigimos al puerto de Villajoyosa y desde allí al día siguiente
partimos hasta Ibiza. La travesía fue increíble, el mar como un plato, la luna
casi llena reflejándose sobre espejo del agua y todo preparado para comer
las uvas a bordo. Con ayuda de una botella reproducimos las doce
campanadas. Nos llamó toda la familia. No sabían que nuestras vacaciones
en Alicante en realidad iban a ser una travesía de una semana por las islas.
Todos pusieron el grito en el cielo. «Con la niña tan pequeña...», «Es una
locura».
Aunque mi hija iba en todo momento con el chaleco salvavidas puesto y
atada con un cabo en cubierta, tenían razón. Nos metieron el miedo en el
cuerpo. Todo podía salir mal. Mi mujer no sabía navegar y yo nunca había
navegado solo.
No pudimos salir en toda la semana del puerto de San Antonio. Entró
una borrasca por el norte que nos tenía atemorizados en el muelle. Le pedí a
Ana que se volviese con nuestra hija en el ferry , pero fue inútil. No me
quería dejar solo. Insistí en que les había llevado hasta allí yo solo, y que
solo navegaría más tranquilo sabiendo que lo que más quería estaba a salvo.
No hubo manera. Así que decidí poner un anuncio en el tablón del Club
Náutico buscando un tripulante que me ayudase en la travesía de vuelta.
Se presentó un hombre, Antonio, de cincuenta y cinco años, de estatura
mediana, corpulento y con una barriga que delataba su falta de forma física.
— Hola, he visto el anuncio y necesito ir a Alicante. ¿Os puedo
acompañar?
— Claro. ¿Sabes navegar?
— Sí. He trabajado veinte años en el mar, aunque ahora estoy de
camarero.
— Genial. Saldremos a las 14.00 h, que parece que mejora un poco por
la tarde.
Al salir por la bocana del puerto, un golpe de mar se llevó una de las
defensas que iban atadas al costado de babor. El mar estaba movido y el
horizonte lleno de nubes cargadas de agua. Desde que zarpamos, Antonio
había permanecido sentado dentro de la cabina, agarrándose con las dos
manos a la mesa y en absoluto silencio. Le pedí que me ayudara con la
maniobra de la mayor.
— Lo siento, no sé nada de vela.
— Me dijiste que habías estado veinte años navegando.
— Sí, pero en una golondrina dentro del puerto.
No había navegado en mar abierto. En ese momento lo hubiese arrojado
por la borda. Pero lo miré a los ojos y estaba atemorizado, tenso como un
arco y avergonzado.
Metí el mosquetón en la línea de vida que había colocado a ambos lados
de la cubierta y me dispuse a meter dos rizos a la vela mayor. No podía ir
con todo ese trapo arriba. El barco empezaba a escorar mucho por la fuerza
del viento y las olas venían de proa. La noche se nos echó encima, el cielo
estaba encapotado y la antena de la radio había caído a cubierta.
Estábamos a muchas millas de la costa y no sabía si el gasoil que
quedaba sería suficiente para llegar a puerto. El armador me había dicho
que el barco tenía dos depósitos y uno estaba a punto de acabarse. Lo llamé
cuando tuve cobertura en el móvil, a las 23.30 h, y me contestó que no sabía
si los dos depósitos se comunicaban o había que abrir algún grifo en la
sentina, la cavidad situada sobre la quilla.
En ese momento, sin radio, sin luna y en breve sin gasoil, me entró el
miedo. Con aquel temporal, el barco no paraba de crujir. Las olas bañaban
toda la cubierta y la embarcación cabeceaba sumergiendo la proa con cada
embestida. El viento nos empujaba directamente contra el cabo de San
Antonio.
Miré a Antonio, que seguía sentado y aterrado, me lo imaginé
compartiendo la balsa salvavidas con mi familia y eso fue el detonante para
entrar en pánico. Agarrado a la mesa de cartas, noté cómo mi pierna
izquierda empezó a temblar como cuando escalaba y del miedo a caer te
entraba lo que llamábamos «la moto». Bajé corriendo al camarote donde
estaban mi mujer y mi hija, y las vi tronchadas de la risa. A cada pantocazo
que daba el casco contra las olas, ellas rebotaban como pelotas encima del
colchón. Ana confiaba en mí y yo en ella. Sus ojos azules, rebosantes de
esperanza en mí, me devolvieron la seguridad que necesitaba. Ella sabía que
no me iba a rendir y yo confiaba en que haría lo necesario para mantener a
Paula a salvo. Esa escena me tranquilizó.
Cuando subí a cubierta supe que quejarme no me iba a servir de nada y
que el mar nunca se apiada de los cobardes. Sólo quedaba una opción.
Hacerme fuerte, ser valiente y capear el temporal con lo poco, pero con
todo lo que sabía de navegación. Y así, lleno de determinación frente al
timón, di un puñetazo contra la mesa y verbalicé con los dientes apretados:
«Vamos, Julio, ¿de qué estás hecho? ¡Vamos!».
Desde ese momento, el tiempo no mejoró en absoluto, pero yo había
recuperado mi fuerza y estaba decidido a plantarle cara al miedo.
Llegamos al puerto de Moraira a las 04.10 h sanos y salvos. Bajé al
muelle y como si fuese el Papa, me arrodillé y besé el suelo.
El miedo se vence con coraje, pericia y motivación. Aunque en ocasiones
no desaparece del todo. Tener a nuestro alrededor personas que confíen
en nosotros nos ayudará a creer que podemos.
Aumentar nuestra autoconfianza es clave para superarlo y para ello me
gustaría profundizar en el autoconocimiento, la identidad desde donde lo
afrontamos y en la motivación que nos lleva a superarlo.
2.1.
Estrategia y táctica
Todo el mundo tiene un plan... hasta que te parten la cara.
M IKE T YSON, EL CAMPEÓN DEL MUNDO MÁS JOVEN
DE LOS PESOS PESADOS
La Fórmula 1 es un deporte de equipo, aunque sólo sea uno el que cruza la
meta. La estrategia es ganar el mayor número de carreras sin romper el
coche y para ello se debaten entre diferentes tácticas. Una reciente, y que
llevó a la victoria al piloto Lewis Hamilton de Mercedes, tuvo lugar en la
temporada de 2019 en el circuito de Hungría.
El jefe de estrategia, James Vowles, mandó a Hamilton parar en boxes
para cambiar neumáticos y en las últimas vueltas le obligó a volver a entrar.
Hamilton no lo entendió. Pensó que nunca alcanzaría a Max Verstappen, de
Red Bull, que sólo había cambiado una vez de gomas y encabezaba la
carrera de veinte pilotos. La táctica fue un éxito. Max se vio obligado a
parar antes de que saliesen ardiendo sus ruedas y Hamilton se proclamó
campeón.
Todos tenemos sueños, ilusiones y metas, y esperamos que se cumplan,
pero no todo el mundo conoce la diferencia entre un sueño y un objetivo.
Una aspiración o deseo es algo que te gustaría que ocurriese, con lo que
fantaseas. Un objetivo tiene una fecha límite, un plan de acción y una
estrategia.
Empezar sin una estrategia nos puede llevar a derrochar todos nuestros
esfuerzos y medios en la dirección equivocada, y estar todo el día enredados
en mil cosas y no avanzar.
En origen, el concepto de estrategia se utilizó exclusivamente en el
campo de la guerra. En la actualidad, se emplea en todos los ámbitos de
nuestra vida donde creemos que tiene que haber una planificación, desde
cómo mejorar el marketing o las ventas, hasta cómo superar una fobia o
conseguir que el pequeño se coma la papilla. Nuestra estrategia es vencer el
miedo ganando en seguridad, confianza y amor propio.
La estrategia es un plan para alcanzar una meta que se encuadra dentro
de un mapa, de un campo de operaciones, de un ecosistema y que se logra
cumpliendo unos objetivos a través de diferentes tácticas. Todo plan tiene
que tener como mínimo dos puntos: uno es dónde estamos

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