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Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
COMPORTAMIENTO ANTISOCIAL Y DELICTIVO: TEORÍAS Y MODELOS 
 
María José Vázquez, Francisca Fariña, Ramón Arce 
 
Universidad de Vigo. 
 
1. Introducción 
 
El comportamiento antisocial es un fenómeno heterogéneo que incluye 
diversos tipos de conductas desviadas (Redondo, 2008). Si bien la versatilidad de estas 
conductas es admitida por la mayoría de los investigadores (Romero, Sobral y Luengo, 
1999), este hecho ha generado discrepancias en cuanto a su influencia sobre la teoría y 
la investigación en este campo. Así, algunos autores (p.e., Farrington, 1992; Gottfredson 
y Hirschi, 1990) sostienen que el comportamiento antisocial ha de estudiarse de forma 
global, careciendo de sentido establecer diferencias en la causación de cada tipología 
delictiva, en tanto que las distintas actividades antinormativas son conceptualmente 
análogas. En cambio, otros (e.g., Mirón y Otero-López, 2005; Garrido, Stangeland y 
Redondo, 1999) se decantan por un análisis segmentado, al estimar que las diferencias 
entre las diferentes tipologías de comportamiento antisocial deben quedar ya reflejadas 
en el fundamento teórico ya que cada comportamiento antisocial presenta sus factores 
de riesgo y protección específicos. Es más, cada uno de los individuos que lo ejerza va a 
precisar el ajuste del modelo explicativo a sus déficits o efectos indirectos (Arce y 
Fariña, 1996, 2007, 2009, 2010). Este posicionamiento permite, a nuestro entender, 
controlar la confusión que se produce al estudiar este fenómeno de forma global, esto 
es, al integrar en un mismo grupo actos delictivos que, si bien pueden estar 
relacionados, no son idénticos. Al respecto la literatura (i.e., Echeburúa, Fernández-
Montalvo y Corral, 2009; Garrido, López, Silva, López-Latorre y Molina, 2006; Pérez, 
Redondo, Martínez, García y Andrés-Pueyo, 2008) precisa que en la evaluación del 
riesgo de reincidencia, la estimación se ha de efectuar en función del individuo y del 
historial delictivo, así como de las directrices emanadas en las investigaciones empíricas 
sobre el tipo de conducta delictiva emitida. 
Para que se produzca un comportamiento antisocial tienen que coincidir en el 
tiempo diversas variables que, a su vez, pueden estar interrelacionadas, así lo refleja 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
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Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
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profusamente la literatura (Andrés-Pueyo y Redondo, 2007; García y Collado, 2004; 
Redondo, 2008). Tal complejidad, ha provocado que este fenómeno se explique desde 
multitud de perspectivas, las cuales se han orientado a la maximización de alguno de 
estos tres factores: el biológico, el psicológico y el sociológico. Cabe reseñar que la 
escasa eficacia de estos modelos y su excesivo reduccionismo explicativo dio lugar a 
propuestas más ambiciosas; nos referimos al enfoque integrador, que aúna estos tres 
grupos de factores en una misma teoría. Si bien estas aproximaciones han producido 
importantes aportaciones, no resultan operativas ni aumentan significativamente el nivel 
de explicación de este problema (Arce y Fariña, 2007). A tal efecto, estos autores, en un 
intento de ajustar las teorías integradoras y la generalización del comportamiento 
antisocial y delictivo a la realidad del sujeto, proponen el paradigma de “no modelo” 
(Arce y Fariña, 1996). El no modelo supera limitaciones de los modelos tradicionales, 
en tanto que apuesta por un enfoque integral que da cabida a una combinación de 
variables en el que, además da acceso a las diferencias (v.gr., déficits, necesidades y 
características) individuales o sociales. Por ende, asume que el sujeto no está definido 
completamente por un estilo de comportamiento prosocial o antisocial, sino que emite 
ambos tipos de comportamiento. De ahí que una de las cuestiones que ha suscitado gran 
interés, y que se recoge en esta propuesta, haya sido la capacidad del ser humano para 
responder de forma racional en situaciones de riesgo y, en último término, para resistir y 
rehacerse sobre las adversidades. Esta premisa, aunque retoma su auge con la Psicología 
Positiva, ya había sido contemplada por teorías del desarrollo psicosocial como la de 
Moffitt (1993a) o la de Loevinger (1976) (véase, Ezinga, Weerman, Westenberg y 
Bijleveld, 2008). No cabe duda de que este nuevo paradigma supone un salto cualitativo 
en el análisis de la conducta antisocial al conjugar lo personal y lo social desde una 
aproximación multimodal y multinivel, que implica, por un lado, los factores de orden 
cognitivo, emocional y comportamental y, por otro, las áreas que median en el 
comportamiento del individuo, la familiar, la académica o laboral en su caso, y la socio-
comunitaria. Este acercamiento psicosocial se revela, a nuestro juicio, prometedor no 
sólo para aislar aquellos factores que subyacen a la realización de la conducta adaptada 
o inadaptada, sino también para guiar la adopción de estrategias eficaces, tanto a nivel 
preventivo como de intervención. 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
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El carácter complejo, evolutivo y multicausal del comportamiento antisocial 
imposibilita reducir su explicación causal a un único enfoque, en este capítulo se 
abordan diferentes propuestas sobre el mismo. 
 
 
2. Una aproximación biológica a la comprensión del comportamiento antisocial y 
delictivo 
 
La investigación biopsicológica nos advierte de la relación entre la conducta 
antisocial y algunos factores con eminente carga biológica (Andrés-Pueyo y Redondo, 
2007): los instintos de supervivencia; los procesos bioquímicos como la testosterona, la 
adrenalina, la noradrenalina, la serotonina; las disfunciones electroencefalográficas; las 
alteraciones cromosómicas; el Trastorno de Atención con Hiperactividad, alta 
impulsividad y la influencia genética. A este respecto, Fernández-Ríos y Rodríguez 
(2007) critican la marcada tendencia de la psicología a biologizar el origen del 
comportamiento antisocial; así lo denotan diversos estudios (p.e., Kaplan y Tolle, 2006; 
Rutter, 2006; Rutter, Moffitt y Caspi, 2006). Cabe referir que, aunque existen 
fundamentos biológicos para la conducta prosocial y antisocial (Knafo y Plomin, 2006), 
difícilmente se puede hallar un gen único, por lo que se ha de trabajar con genes 
generalistas (Fernández-Ríos y Rodríguez, 2007). A tenor de las limitaciones de este 
enfoque, cobra importancia la influencia del aprendizaje social sobre la conducta y los 
propios procesos bioquímicos. En este sentido, Redondo (2008) postula que todo 
cambio terapéutico tendría que hacerse desde los elementos más moldeables del sujeto, 
tales como sus comportamientos y hábitos, para afectar después a sus sistemas 
cognitivos-emocionales y, más específicamente, a aquellos factores de riesgo de raíz 
más biológica (e.g., la impulsividad). Seguidamente, expondremos más detenidamente 
el planteamiento etiológico de cada una de las perspectivas biológicas. 
 
2.1.-Teorías basadas en la biofisiología 
Mientras la perspectiva biotipológica estudia la conducta delictiva en base a 
ciertas características físicas (Kretschmer,1948; Lombroso, 1878; Sheldon, 1949), la 
teoría bioquímica la explica en razón a los procesos bioquímicos inherentes al individuo 
(Mackal, 1983). Asumiendo pues, que los procesos biológicos median en el 
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comportamiento antisocial y prosocial del individuo, se sostiene que en la tendencia 
antisocial convergen factores psicobiológicos como el nivel de arousal (Farrington, 
1992) o el cortisol (Murray-Close, Han, Cicchetti, Crick y Rogosch, 2008), las 
catecolaminas y las hormonas gonadales (Aluja, 1991; Garrido et al., 1999). 
Adicionalmente, se postula que el hipotálamo (centro nervioso regulador de conductas 
básicas de supervivencia, como la conducta antisocial) y la glándula pituitaria 
(productora de hormonas como la testosterona) desempeñan una función relevante en el 
control y producción del comportamiento antisocial. 
De acuerdo con la sociobiología, la conducta delictiva es producto de la 
combinación entre el código genético y cerebral y el ambiente; por lo que, no es innata 
sino que requiere de un aprendizaje (Jeffery, 1978). Así, los investigadores tratan de 
verificar la influencia de sustancias bioquímicas, como las vitaminas, los minerales, la 
glucosa y de ciertos contaminantes ambientales como el mercurio o el plomo, sobre la 
conducta antisocial y delictiva. También, estudian la interacción entre las alergias y el 
comportamiento desviado, al presuponer que la influencia de éstas en el cerebro puede 
desencadenar trastornos emocionales y conductuales (García-Pablos, 2003). Por último, 
cabe destacar la propuesta de Jeffery (1978) dirigida a la búsqueda de un equilibrio 
bioquímico cerebral mediante una dieta adecuada, la estimulación o psicofármacos; a la 
creación de un ambiente físico que favorezca y potencie la interacción social y a la 
presentación de alternativas más gratificantes que las derivadas de la conducta 
antisocial, así como el refuerzo positivo de las conductas prosociales. 
Si bien la aproximación al comportamiento antisocial desde el modelo 
bioquímico puede resultar, según el enfoque clásico, útil en el tratamiento 
farmacológico; sin embargo, en el reeducativo no alcanza la suficiente validez, puesto 
que asume que este tipo de comportamiento se manifiesta de forma uniforme, de modo 
que puede predecirse en razón de los factores biológicos. Tratando de superar la 
limitación de esta asunción, surge una nueva formulación del modelo que da cabida a la 
prevención y a la reeducación de las conductas delictivas; específicamente, sostiene que 
los factores biológicos y los ambientales están recíprocamente implicados en este tipo 
de conductas. En este caso, la conducta varía en función del suceso, del individuo, del 
código genético, de las experiencias personales, de las condiciones biológicas y 
ambientales y de la anticipación de las consecuencias. 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
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Por su parte, el modelo neuropsicológico contempla la existencia de una 
relación directa entre el funcionamiento de las estructuras neurofisiológicas y el 
funcionamiento psicológico; en concreto, la literatura advierte de una relación entre el 
hipotálamo, la motivación y la emoción; resaltando la influencia de las estructuras 
cerebrales (las límbicas del cerebro anterior, la amígdala y el septum) en la 
manifestación de la conducta delictiva. En esta línea, se encuentran los estudios que 
toman en consideración los sistemas cerebrales responsables del control de las 
reacciones emotivas que intervienen en determinadas conductas desviadas (Gómez, 
Egido y Saburido, 1999). En este sentido, Morgado (2007) refiere que las lesiones de la 
corteza frontal, especialmente las ventromediales, originan deficiencias en la generación 
de emociones sociales como el orgullo, la vergüenza, el remordimiento o la 
culpabilidad; también asume que, en algunas de esas regiones de la corteza cerebral, es 
probable que los psicópatas presenten anomalías. Precisa, además, que las lesiones de la 
amígdala y otras regiones del cerebro emocional pueden afectar a motivaciones básicas 
como el apego social y la agresividad, pudiendo originar, de ese modo, conductas 
antisociales y delictivas. 
Otra línea de trabajo, se centra en la presencia de diversos neuromediadores y 
neuromoduladores cerebrales; así, García-Pablos (2003) señala que algunos estudios 
sobre las anomalías electroencefalográficas (i.e., Zayed, Lewis y Britian, 1969) hallaron 
que las disfunciones en el EEG están asociadas a conductas antisociales. Según Karli 
(1975), el comportamiento antisocial está condicionado, además de por el estado 
fisiológico, por el desarrollo ontogenético, la propia situación y las experiencias pasadas 
en situaciones semejantes. Ahora bien, hemos de precisar que ninguno de los factores 
anteriores influiría en el comportamiento sin la mediación de los mecanismos 
cerebrales. En concreto, el control nervioso de la atención, de la excitabilidad y de la 
reactividad, así como de los procesos de activación, cambio y refuerzo, afectan directa e 
indirectamente sobre el inicio y el control de la conducta antisocial. En consecuencia, se 
estima que la conducta antisocial se encuentra motivada tanto por factores internos 
como externos al organismo (Caprara, 1981). 
La biología molecular abre una nueva línea de análisis en la búsqueda de la 
carga genética de un sistema para controlar las conductas desviadas. Como 
consecuencia, trata de averiguar si los individuos genéticamente relacionados 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
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manifiestan tendencias antisociales similares. Es más, existen estudios sobre la conducta 
antisocial que enfatizan la influencia de la carga genética, aunque advierten que su 
efecto será reforzado o neutralizado por factores medioambientales (Krahé, 2001). 
Todavía más, Retz y Rösler (2009) precisan que la importancia de la genética y la 
influencia del entorno varían dentro de los subgrupos de individuos con conducta 
antisocial; por lo que consideran que el estudio del fenotipo relacionado con la 
antisociabilidad requiere asumir un enfoque multivariado. Según Milles y Carey (1997), 
el efecto modulador de la genética y de los factores ambientales en la etiología del 
comportamiento antisocial puede cambiar en el curso del desarrollo del individuo; así, 
en la edad adulta la carga genética posee mayor peso, mientras que en la adolescencia y 
en la niñez el modelo social será más influyente. 
Otros investigadores neurobiólogos se interesan por el efecto de las anomalías 
clínicas sobre el comportamiento antisocial, suponiendo que la existencia de desórdenes 
en una edad temprana ha de tener un fuerte impacto en la socialización del individuo 
(Retz y Rösler, 2009). Ahora bien, tampoco se puede obviar que algunos trastornos 
(v.gr., disocial) tienen una base social o sociológica que derivan en una adaptación 
biológica a las carencias y a las demandas (Arce y Fariña, 2007). En este sentido, 
algunos estudios muestran que los menores que padecen problemas de conducta y un 
trastorno por déficitde atención, en comparación con los que sólo manifiestan 
problemas de conducta, tienden a presentar comportamientos antisociales más 
tempranamente y de forma estable (Loeber, Green, Keenan y Lahey, 1995). Como 
resultado de tales trabajos se puede asumir que la presencia o ausencia del trastorno por 
déficit de atención, en menores con problemas de conducta, es un indicador 
significativo del inicio temprano de la conducta delictiva (Moffitt, 2003). 
Adicionalmente, las investigaciones sobre el genoma humano se centran en las 
anomalías cromosómicas, como el síndrome del duplo Y (XYY), o el cariotipo 46XYQX, 
y el denominado por Kahn, Reed, Bates, Coates y Everitt (1976) Y larga, para explicar 
la conducta antisocial. Así, García-Pablos (2003) señala que las personas con 46XYQX 
tienden a ser agresivas y violentas. En relación al cariotipo Y larga, Kahn et al. (1976) 
observan que los menores con esta anomalía cromosómica son, con frecuencia, difíciles, 
inquietos, con tendencia al absentismo escolar y con problemas de adaptación al medio. 
A su vez, Jacobs, Brunton, Melville, Brittain y McClermont (1965) afirman que existe 
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una correlación positiva entre el cariotipo XYY y la conducta delictiva, definiendo a 
estos sujetos como peligrosos, violentos y con propensión al delito. Por contra, otros 
estudios observan que la incidencia de la trisomía XYY en sujetos delincuentes no es tan 
alta como se preveía, resultando, incluso, estos sujetos menos agresivos y violentos que 
otros reclusos (Price y Whatmore, 1967). Por lo tanto, la hipótesis que asocia el 
cromosoma Y con la conducta antisocial no se encuentra bien establecida (Sarbin y 
Miller, 1970). De esta forma, aunque se puede considerar que los sujetos con una 
trisomía XYY presentan un mayor riesgo, que el resto de la población, a que su 
personalidad evolucione hacia rasgos antisociales, esto no significa que los portadores 
de este cariotipo se encuentran predeterminados genéticamente a ser agresivos o 
delincuentes. De este modo, se puede sostener que los resultados existentes no permiten 
llegar a conclusiones generales e inequívocas sobre la influencia de las anomalías 
cromosómicas sobre la conducta humana, ya que sólo se establecen relaciones y no 
explicaciones causales con la conducta antisocial. 
Teniendo en mente estas aportaciones, estimamos que la conducta antisocial no 
depende exclusivamente de la biología; así Retz y Rösler (2009) advierten que si bien 
los factores biológicos están implicados en la formación de esta conducta, no la 
determinan; por lo que entendemos que no predisponen necesariamente hacia la 
desviación ni tampoco lo contrario. Ahora bien, la aproximación biológica al 
comportamiento antisocial puede ser útil para el diagnóstico y el tratamiento clínico en 
individuos que presentan alguna patología psíquica. 
 
 
3. Una aproximación psicológica a la comprensión del comportamiento antisocial y 
delictivo 
 
Si el enfoque biológico se centraba en factores orgánicos, el psicológico se 
ocupa, principalmente, de los procesos que orientan la conducta, interviniendo sobre la 
interpretación de los estímulos recibidos y la toma de decisiones. Este enfoque se ha 
destacado por el estudio de factores como la personalidad, el razonamiento cognitivo, 
los mecanismos sociocognitivos y la competencia emocional, entre otros. 
 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
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Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
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3.1. Teorías basadas en la personalidad 
La teoría de la personalidad de Eysenck (1970, 1976, 1978) plantea que la 
conducta delictiva es producto de la influencia de las variables ambientales sobre los 
individuos con determinadas predisposiciones genéticas. Esto es, la conducta delictiva 
se explica por medio de procesos psicofisiológicos, como la emotividad, la excitación y 
el condicionamiento, que originan un determinado tipo de personalidad, el cual incide 
en la tendencia conductual del individuo ante determinadas situaciones (Garrido, 2005). 
Esta teoría postula tres dimensiones temperamentales de la personalidad 
extroversión-introversión, neuroticismo-estabilidad emocional y psicoticismo (Redondo 
y Andrés-Pueyo, 2007). Estas dimensiones son continuas y varían entre los individuos, 
predominando, en la mayoría de las personas, las puntuaciones intermedias entre los 
extremos. Estos rasgos de personalidad son generalizables, es decir, las personas que 
actúan de forma extrovertida o introvertida en una situación determinada tienden a 
comportarse de esa forma en otros contextos. En este caso, la extroversión aparece 
como una dimensión de la personalidad relacionada con una serie de rasgos diferentes, 
como la sociabilidad, la impulsividad, la actividad, la vivacidad y la excitabilidad; 
mientras que la introversión se encuentra asociada a rasgos como la timidez y la 
tranquilidad. Por tanto, la dimensión extroversión, en contraposición con la 
introversión, refleja el grado en que una persona es sociable y participativa al 
relacionarse con otros sujetos. Por otra parte, el neuroticismo está vinculado a rasgos 
como baja tolerancia a la frustración y alta hipersensibilidad, ansiedad e inquietud. A 
este respecto, Eysenck y Ranchman (1965) observaron que en un polo se sitúan las 
personas cuyas emociones son inestables, intensas y que se exaltan con facilidad, 
mostrándose, además, malhumoradas, susceptibles, ansiosas (...), e intranquilas 
(neuroticismo); en el otro extremo están los sujetos cuyas emociones son estables, 
excitables con menos facilidad, calmadas, ecuánimes, despreocupadas y confiadas 
(estabilidad). Concretamente, la dimensión neuroticismo-estabilidad emocional se 
refiere a la adaptación del individuo al ambiente y a la estabilidad de su conducta a 
través del tiempo (Engler, 1996). Apoyándose en la hipótesis de alta y baja emotividad, 
Eysenck (1978) amplia su teoría, proponiendo la variable psicoticismo como una 
dimensión más de la personalidad. Así, este autor describe a las personas con alto 
psicoticismo como solitarias, problemáticas, inhumanas, crueles, carentes de 
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sentimientos, buscadoras de sensaciones y hostiles. En algunos casos, esta dimensión se 
caracteriza por la pérdida o la distorsión de la realidad, y la incapacidad para distinguir 
entre los acontecimientos reales y la fantasía. Ello sugiere que la persona alta en 
psicoticismo puede tener perturbaciones en el pensamiento, en las emociones y en la 
conducta motora, así como alucinaciones o delirios. De esta forma, el factor 
psicoticismo incluye también algún grado de psicopatía; es decir, trastornos 
caracterizados por la conducta antisocial e impulsiva, el egocentrismo y la ausencia de 
culpa (Eysenck, 1978). Sin embargo, se ha de considerar que tanto el neuroticismo alto 
como el psicoticismo no indican necesariamente que la persona sea neurótica o 
psicótica, sino que simplemente esos sujetos poseen unas cualidades que les 
condicionan a actuar de una determinada manera ante el entorno. Según postulan 
Redondo y Andrés-Pueyo(2007), los diversos grados de adaptación individual se hallan 
condicionados por la combinación, de cada individuo, de sus características personales 
en estas dimensiones y de sus propias experiencias ambientales. 
Los principios teóricos de Eysenck sirven para explicar, en parte, la conducta 
antisocial y delictiva, al relacionarse con puntuaciones altas en extraversión, 
neuroticismo y psicoticismo. En efecto, la dimensión neuroticismo o alta emotividad 
actúa como un reforzador de los hábitos antisociales, que se han ido forjando desde la 
infancia, de ahí que sea más difícil sustituir las conductas desviadas por otras más 
saludables; es más, el aumento considerable de la emotividad inhibe el control de la 
conducta delictiva. Igualmente, un neuroticismo elevado se asocia con síntomas de 
ansiedad ante los estímulos dolorosos, lo cual dificulta el aprendizaje social. Bajo estas 
premisas el autor presupone que las puntuaciones altas en esta dimensión se relacionan 
con la conducta antisocial o delictiva. En cuanto a los extravertidos, el autor sostiene 
que se condicionan de forma más lenta, soportan mejor la estimulación aversiva, tienen 
más resistencia al dolor, presentan una mayor necesidad de estimulación y manifiestan 
niveles más bajos de autocontrol que los introvertidos y, en consecuencia, tienen más 
probabilidades de emitir comportamientos antisociales. Así pues, la relación entre la 
extraversión, el neuroticismo y la conducta delictiva queda reflejada como sigue: el 
extrovertido neurótico tiene escasas competencias sociales, mientras que el introvertido 
estable se muestra eficazmente socializado, ya que él se condiciona bien (introversión) y 
la sobreansiedad (bajo neuroticismo) no le afecta. Pero, los introvertidos neuróticos y 
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los extrovertidos estables tienen un nivel de socialización intermedio, ya que en cada 
caso uno de los polos inhibe la socialización y el otro la potencia (Feldman, 1989). 
Igualmente, la última dimensión de la personalidad identificada por Eysenck, el 
psicoticismo, se relaciona positivamente con la conducta delictiva. 
Complementariamente, los resultados del trabajo de Gomà-i-Freixanet, Grande, Valero 
y Puntí (2001) corroboran la teoría de Eysenk con respecto a la conducta delictiva 
autoinformada, en tanto que se cumple a nivel de dimensiones para el psicoticismo, a 
nivel de rasgos para la extraversión y para el neuroticismo sigue la dirección predicha. 
En síntesis, según Feldman (1989) la conducta antisocial o delictiva está más 
fuertemente relacionada con las altas puntuaciones en las tres dimensiones 
(extraversión, neuroticismo y psicoticismo) que en una sola. 
Por otro lado, el rasgo búsqueda de sensaciones de Zuckerman también está 
vinculado con el comportamiento antisocial. En este sentido, las dimensiones de 
Eysenck (1976) y el rasgo búsqueda de sensaciones de Zuckerman (1969, 1974) parten 
del mismo constructo psicológico “el nivel óptimo de estimulación”, lo que sugiere que 
la búsqueda de sensaciones y la dimensión extroversión tienen mecanismos de 
manifestación conductual y sustratos biológicos similares (Aluja, 1991). Esta deducción 
se fundamenta en que uno de los componentes de la extraversión, concretamente la 
impulsividad, puede dividirse en rapidez de actuación ante un impulso y aventurismo o 
búsqueda de sensaciones (Garrido, 2005). Una interpretación plausible a esta 
interacción se basa en que una baja activación cortical estimula la búsqueda de nuevas 
emociones, instigando al sujeto a la realización de conductas de riesgo, como la 
conducta antisocial y la delictiva (Garrido et al., 1999). En 1976, Whitehill, Demyer-
Gapin y Scott observaron que los individuos desinhibidos buscan, en mayor medida, la 
estimulación sensorial, confirmándose así la hipótesis de Zuckerman (1974), quien 
afirma que los sujetos con comportamientos antisociales son altos buscadores de 
sensaciones. Al mismo tiempo, Aluja (1991) asume la existencia de una relación entre 
la búsqueda de sensaciones y la dimensión psicoticismo. En este sentido, Pérez (1987) 
especifica que la necesidad de estimulación es el factor que explica la relación entre la 
extroversión y el psicoticismo con la conducta antisocial y delictiva. De facto, Otero-
López, Romero y Luengo (1994) observaron que la búsqueda de sensaciones mostraba 
un efecto significativo en la implicación delictiva de los sujetos. Concretando más, 
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Taylor, Kemper, Loney y Kistner (2009) advierten que el nivel de sociabilidad y la 
emocionabilidad negativa podrían interactuar con la impulsividad en la predicción de 
delincuencia juvenil. Siguiendo estos supuestos, Lykken (1995) propone un modelo que 
explica el desarrollo del comportamiento antisocial basándose en la expresión elevada 
de rasgos temperamentales como, búsqueda de sensaciones, impulsividad y ausencia de 
miedo. En un intento de constatar este modelo, Herrero, Ordóñez, Salas y Colom (2002) 
hallaron que los adolescentes, en comparación con delincuentes adultos, puntuaron más 
alto en impulsividad y búsqueda de sensaciones, aunque no apreciaron diferencias en 
ausencia de miedo. Prevén, también, que la población adulta no delincuente en estas 
dimensiones se sitúa por debajo de los adolescentes, debido al efecto de la maduración 
biológica y de la exposición a los procesos de socialización. De ahí que los autores 
afirmen que la adolescencia es una fase del ciclo vital en la que la vulnerabilidad al 
comportamiento antisocial se presenta muy intensa. En teoría, aquellos que se 
encuentren en el extremo superior de la distribución de estos rasgos serán más 
vulnerables al comportamiento antisocial, aunque el resultado queda condicionado por 
las oportunidades que le ofrezca el medio (Herrero y Colom, 2006); así como por el 
efecto del tratamiento sobre la motivación para el cambio de conducta (Garaigordobil, 
Álvarez y Carralero, 2004). 
A las variables de personalidad, Eysenck (1970, 1981) añade el 
condicionamiento y el proceso de socialización como factores mediadores en la 
adquisición de la conducta antisocial o delictiva. En concreto, considera que la 
adquisición del comportamiento social se realiza mediante un proceso de 
condicionamiento, cuyo resultado deriva de la condicionabilidad del individuo, que 
depende, en gran parte, del código genético del sujeto, de la capacidad de 
condicionamiento y del modelo de éste (García-Pablos, 2003). De facto, aquellos que 
poseen peor condicionabilidad, esto es, que aprenden más lentamente a inhibir su 
comportamiento antisocial tienen más posibilidades de convertirse en delincuentes 
(Garrido, 2005), debido a que presentan dificultades para interiorizar pautas de 
comportamientos adaptadas (Herrero, 2005). Este proceso alude a la “conciencia moral” 
adquirida a través del aprendizaje que subyace a la aplicación de un estímulo aversivo o 
un castigo sobre la conducta antisocial. Así, un nivel óptimo de desarrollo sociomoral 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajaratiende a inhibir la conducta antisocial (Eysenck, 1978; Kolhberg, 1976; Piaget, 1983); 
pero ésta se incrementa ante un déficit (Palmer, 2007). 
A grandes rasgos, esta teoría ha generado avances en el tratamiento clínico de 
algunas patologías mentales. En este sentido, Garrido (1986) advierte que las 
predicciones basadas en la personalidad no son fiables para las dimensiones que 
puntúan en la media, puesto que la influencia de los factores ambientales prevalecen 
sobre los de personalidad. Por otra parte, y considerando que el aprendizaje está 
condicionado por el entorno (Feldman, 1989), un individuo introvertido puede aprender 
tanto conductas prosociales como antisociales; esta dimensión, contrariamente a lo que 
sostiene Eysenck, puede conducir a conductas antisociales. 
 
3.2. Teorías basadas en el razonamiento cognitivo y emocional 
Según la teoría cognitivo-conductual el modo cómo una persona piensa, 
percibe, analiza y valora la realidad influye en su ajuste emocional y conductual 
(Garrido, 2005); así, la literatura relaciona el comportamiento antisocial con estructuras 
cognitivas distorsionadas o prodelictivas (Herrero, 2005; Langton, 2007), en tanto que 
éstas precipitan, alimentan, amparan o excusan las actividades delictivas (Redondo, 
2008). Estas distorsiones pueden hacer que cada sujeto, para justificar su 
comportamiento antisocial, describa el delito desde su propia perspectiva; llegando 
incluso éstas, en casos como el delincuente sexual, a funcionar como “teorías 
implícitas”, explicativas y predictivas del comportamiento, hábitos y deseos de las 
víctimas (Ward, 2000). Estos pensamientos, en ocasiones, aparecen de forma 
automática, siendo resultado de los aprendizajes acumulados a lo largo de la vida (Beck, 
2000; White, 2000). En concreto, la terapia de control cognitivo aduce que la falta de 
control del sujeto sobre su conducta desviada se debe al derrumbamiento de la 
autonomía cognitiva; cuya misión consiste en posibilitar discernir los estímulos de la 
realidad externa de las fantasías y, en último término, dar un sentido lógico y realista a 
los pensamientos (Santostefano, 1990). Al respecto el autor señala que la ruptura u 
omisión de algunos detalles específicos de la realidad externa, fusionados con algunas 
fantasías, dan lugar a percepciones distorsionadas de la situación, que advierten de un 
déficit o disfunción en los procesos cognitivos. 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
Adicionalmente, la teoría sobre inteligencia emocional propuesta en 1997 por 
Mayer y Salovey sugiere que procesar adecuadamente la información emocional es una 
habilidad que se necesitaría para funcionar de forma adaptada y afrontar adecuadamente 
los retos cotidianos (González-Pienda, Valle y Álvarez, 2008; Morgado, 2007). De 
hecho, se considera que muchas patologías y problemas de comportamiento tienen su 
origen, aunque sea potencialmente, en manifestaciones emocionales inapropiadas 
(Redondo y Andrés-Pueyo, 2007). Al respecto, la teoría general de la tensión sostiene 
que la conducta antisocial deviene de un proceso cíclico, que aparece al originarse las 
tensiones en las interacciones negativas, desencadenando un estado emocional negativo 
que insta a la ejecución de la conducta antisocial para disminuir la tensión 
experimentada (Agnew, 2006). En este sentido, algunos estudios vinculan el 
sentimiento de tensión con la tendencia a cometer ciertos delitos, en especial, los 
violentos (Andrews y Bonta, 2006; Tittle, 2006). Según Redondo (2008), muchos 
homicidios, asesinatos de pareja, lesiones, agresiones sexuales y robos con intimidación 
son cometidos por individuos que experimentan fuertes sentimientos de ira, venganza, 
apetito sexual, ansia de dinero y propiedades, o desprecio hacia otras personas. A tal 
efecto, la teoría general del delito de Gottfredson y Hirschi (1990) señala que el nivel de 
autocontrol es un mecanismo determinante en las conductas disruptivas y antisociales 
(Ezinga et al., 2008). Estudios empíricos muestran evidencias significativas de la 
relación entre un bajo autocontrol y una alta prevalencia de delincuencia (Longshore, 
Chang y Messina, 2005). 
La teoría sociomoral de Gibbs (2003) entiende que el comportamiento 
antisocial se asocia a un desarrollo sociomoral retrasado, que aparece acompañado de 
un pensamiento egocéntrico. Más aún, asume que existe una vinculación entre mayor 
distorsiones de carácter antisocial y estadios inmaduros de razonamiento moral 
(Redondo, 2008). Para Lunness (2000), un pensamiento inmaduro se suele caracterizar 
por ser egocéntrico, externamente controlado, concreto, instrumental, impulsivo y 
relativo a corto plazo; mientras que uno maduro tiende a ser sociocéntrico, internamente 
controlado, empático y prosocial. Así, el razonamiento moral aporta un conocimiento, 
que implica habilidades afectivas, emocionales y prácticas para atender a los 
sentimientos propios y ajenos. Estas habilidades capacitan al individuo para asumir 
activamente las normas y leyes sociales que posibilitan la adaptación al medio, y, en 
último término, responsabilizarse del daño causado (Garrido y López-Latorre, 1995). 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
Según Kohlberg (1976) no todos los individuos tienen la oportunidad de vivir 
experiencias que le permitan desarrollar la madurez moral precisa para adoptar 
decisiones racionales y éticas. De hecho, la falta de asunción de posiciones vitales y 
cognitivas, a través de experiencias concretas de colaboración y ayuda, dificultan la 
adopción de una perspectiva social y, por tanto, impiden alcanzar el estadio más elevado 
de desarrollo sociomoral (Palmer, 2007). Para Vygotsky (1979), las concepciones 
sociomorales dependen de la interpretación del sujeto, que, a su vez, está influido por 
los valores y la cultura de su sociedad. 
La teoría neocognitiva del aprendizaje sostiene que tanto los ambientes 
perturbados como la existencia de un sistema de pensamiento distorsionado posibilitan 
el que surjan problemáticas como la conducta antisocial, la delincuencia, el consumo de 
drogas y el fracaso escolar (Garrido y López-Latorre, 1995). Su tesis principal se basa 
en que existe un sistema de creencias alienado que bloquea el funcionamiento 
psicológico saludable del individuo. Así, cuando el individuo incorpora e interioriza los 
esquemas antisociales, que extrae de sus interacciones con el entorno social, está 
estructurando un pensamiento que le impide funcionar de forma adaptativa y saludable. 
Según los autores de la teoría de la elección racional (e.g., Clarke y Cornish, 
1985; Wilson y Herrnstein, 1985), el comportamiento antisocial tiene que ver con una 
elección individual razonada. La probabilidad de que un individuo tome la decisión de 
cometer una conducta delictiva está en función de su valoración favorable de costes y 
beneficios y de las circunstancias que rodean la toma de decisiones. Esta valoración se 
guía por el principio de hedonismo (busca el placer y la evitación del dolor o de las 
consecuencias desagradables) y por el de utilitarismo (busca el beneficio a corto plazo). 
Ahora bien, cabe señalar que los individuos que deciden delinquir no siempre realizan 
una estimación objetiva de las alternativas, ya que, en ocasiones, pueden sobrevalorar 
una opción o bien no considerar otras más saludables. 
Estaperspectiva, por tanto, reconoce la influencia mediadora de un déficit en el 
procesamiento de la información sobre el comportamiento antisocial. De hecho, algunos 
autores (i.e., McGuire, 2006; Sutherland, 1947) concluyen que los delincuentes 
presentan un estilo cognitivo diferente; en este sentido, se ha llegado a plantear la 
existencia de “patrones de pensamiento delictivo”. De acuerdo con Palmer (2007), estos 
patrones informan de falta de empatía, deficiencias notables en la toma de decisiones, 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
conducta irresponsable y propensión a autopercibirse como víctimas de las 
circunstancias. En este perfil también es frecuente encontrar, según los hallazgos de 
Mohamed-Mohand (2008), mentira y simulación, inseguridad, actitudes críticas, menos 
acatamiento de las normas y reglas sociales, ambivalencia emocional y percepción de 
menor competencia social. Resulta notoria la falta de competencia para resolver 
problemas sociales; en esta línea, Ross y Fabiano (1985) advierten que los delincuentes 
presentan un déficit en la adquisición de destrezas cognitivas de carácter interpersonal. 
Si bien de la lectura de las teorías mentadas puede concluirse, 
precipitadamente, que un déficit cognitivo y una mala gestión de las emociones origina 
el comportamiento antisocial; sin embargo, esta relación no siempre es directa; por lo 
que, en su lugar, sostenemos que el desajuste cognitivo y emocional es un indicador de 
riesgo frente a las influencias criminógenas del entorno. 
 
 
4. Una aproximación social y sociológica a la comprensión del comportamiento 
antisocial y delictivo 
 
Los modelos explicativos de base en el entorno social y la sociología indican 
que la comprensión de la génesis y evolución del fenómeno delictivo deriva del estudio 
de los factores ambientales y sociales. Así, procesos como la vinculación e 
identificación con los grupos primarios (padres, hermanos, abuelos y amigos) y 
secundarios (medios de comunicación), la persistencia de oportunidades, el 
etiquetamiento, la desorganización social y la asunción de normas subculturales, entre 
otros, centran el interés de las teorías que exponemos a continuación. 
 
4.1. Teorías basadas en el aprendizaje social 
Una de las teorías explicativas más complejas del comportamiento antisocial es 
la teoría del aprendizaje social (Andrés-Pueyo y Redondo, 2007), siendo el modelo de 
Bandura (1987) uno de los más conocidos. En esta perspectiva teórica la observación 
del comportamiento de otras personas es una fuente de estimulación, antecedente y 
consecuente de múltiples aprendizajes. Para Akers (2006), el modelado es uno de los 
mecanismos fundamentales en el aprendizaje de la conducta, en general, y de los 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
hábitos delictivos, en particular. En este caso, los individuos con hábitos delictivos más 
consolidados se convierten en modelos delictivos para otros más inexpertos o 
aprendices. Se entiende, pues, que el comportamiento, los hábitos y las explicaciones de 
los primeros muestran, a los segundos, patrones de comportamiento antisocial que, en 
último término, sirven para iniciar, mantener o consolidar el aprendizaje delictivo 
(Redondo, 2008). Ahora bien, la ejecución de esta conducta también se encuentra 
modulada por el efecto de otros factores psicosociales (Garrido, Herrero y Masip, 
2002): 1) la desvinculación moral, 2) la percepción de autoeficacia y 3) la existencia de 
motivación concreta. Por tanto, la comprensión del comportamiento antisocial requiere, 
tal y como advierte Bandura, distinguir entre aprender y ejecutar conductas delictivas. 
Al igual que Bandura (1973), Feldman (1989) considera que el individuo puede 
aprender tanto a delinquir como a no hacerlo. El autor entiende que el individuo aprende 
a delinquir por medio de un proceso de entrenamiento deficiente en conductas 
prosociales, así como por el efecto directo del refuerzo diferencial, el moldeamiento 
social y las inducciones situacionales (García-Pablos, 2003). El mantenimiento de la 
conducta delictiva se apoya en los procesos cognitivos, quienes dotan de coherencia al 
pensamiento y a la conducta realizada. En este caso, el sujeto utiliza las percepciones 
distorsionadas y el ajuste de la escala de valores como estrategias autojustificadoras; 
ambos procesos ayudan a fundamentar el delito a la vez que favorecen la desvinculación 
moral (Garrido, 2005; Garrido et al., 1999). 
 
4.2. Teorías basadas en la ruptura de vínculos sociales con los grupos y las normas 
convencionales 
Desde que en 1947 Sutherland formulara la teoría del asociacionismo 
diferencial han sido varios los investigadores que se han interesado por el efecto de la 
vinculación con grupos anticonvencionales sobre la conducta, en general, y la delictiva, 
en particular (v.gr., Elliot y Merril, 1941; Sykes y Matza, 1957). Un trabajo de campo 
reciente (Fariña, Arce y Novo, 2008), hallamos que los menores de riesgo de desviación 
social muestran signos de una socialización diferencial disfuncional no sólo a nivel 
social (aislamiento social y escasa interacción social) y familiar (escasa 
integración/apego familiar), sino también en variables propias de la comunidad 
(barrio/vecindario). Estos resultados constatan la tesis del asociacionismo diferencial, en 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
tanto que se ha verificado que un contexto de riesgo de desviación social facilita la 
emisión de comportamientos antisociales. Pues bien, esta teoría asume que la ruptura o 
debilitación de vínculos con personas socialmente competentes potencia la afiliación a 
grupos desviados, en los cuales se aprenden y refuerzan los comportamientos 
antisociales. Concretando más, estima que el sujeto que, durante su proceso de 
socialización y aprendizaje, está expuesto a más definiciones antisociales que 
prosociales tiene más posibilidades de realizar un acto delictivo. Según Akers (2006) 
este aprendizaje deriva de cuatro mecanismos interrelacionados: 1) la asociación 
diferencial con personas que muestran hábitos y actitudes delictivos; 2) la adquisición 
por el individuo de definiciones favorables al delito; 3) el reforzamiento diferencial de 
comportamientos delictivos y 4) la imitación de modelos prodelictivos (Redondo y 
Andrés-Pueyo, 2007). Ahora bien, no se puede obviar que algunos de estos menores 
también poseen valores, actitudes, normas y creencias convencionales; en este sentido la 
teoría de la neutralización de Sykes y Matza (1957) sostiene que los valores prosociales 
son anulados por los antisociales, tras redefinir el acto delictivo mediante mecanismos 
autojustificadores. Al mismo tiempo, contempla la posibilidad de que el compromiso 
con unos valores humanos universales desemboca, en ocasiones, en desistir de la 
conducta desviada. 
Igualmente, la teoría del arraigo social de Hirschi (1969) postula que la 
inclusión del sujeto en las redes de contacto y apoyo social favorece la resistencia a las 
conductas de riesgo como las antisociales y delictivas. Por el contrario,la falta de 
vinculación (p.e., apego o lazos afectivos, participación o amplitud de la implicación en 
actividades sociales positivas, compromiso o grado de asunción de compromisos 
sociales y las creencias o conjunto de convicciones favorables a los valores 
establecidos) con los padres, la familia y los amigos, así como con las normas 
convencionales aumenta la vulnerabilidad del sujeto para realizar una conducta 
antisocial. 
Si centramos nuestra atención hacia el efecto de las normas convencionales, la 
teoría de la anomia, es decir, de la ausencia de normas en la estructura u organización de 
la sociedad (Durkheim, 1986; Garrido et al., 1999) informa de la función normativa de 
la conducta antisocial, en el sentido de que permite distinguir los individuos adaptados 
de los inadaptados dentro de la sociedad, en razón de la adhesión a las normas sociales. 
Según Durkheim (1986) la cohesión de la sociedad se debe a la presión que ejerce la 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
conciencia moral sobre sus miembros; este proceso de control colectivo demanda cierto 
grado de uniformidad que no consiguen asumir algunos individuos, por lo que son 
definidos como desviados. Así pues, cuanto más congruente sea la conducta del sujeto 
con la conciencia moral colectiva mayor será su integración en la comunidad y más 
reforzado será su estatus social. Otra definición del comportamiento antisocial como 
estrategia de adaptación normal a las disfunciones de la estructura social se halla en los 
trabajos de Merton (1980), que explican el comportamiento antisocial en torno a la 
discrepancia que existe entre las necesidades creadas por la sociedad y los medios con 
los que cuenta el individuo para alcanzarlas. 
Siguiendo esta misma dirección, las teorías subculturales conciben que la 
discrepancia entre los medios y los fines perseguidos puede conducir no sólo a la 
disconformidad con las normas convencionales, sino también a la adherencia a grupos 
no convencionales y, en último término, a la aparición de conductas antisociales 
(Garrido et al., 1999). Así, Cohen (1955) presume que la unión a grupos que presentan 
problemas de ajuste social se debe a que el individuo encuentra en ellos la aceptación o 
reconocimiento social que no llegó a percibir del grupo de referencia. Al respecto, el 
Modelo de Reputación Social refiere que para algunos adolescentes el logro de la 
reputación se consigue con comportamientos transgresores que son recompensados en 
términos de estatus social entre los compañeros (Buelga, Musitu y Murgui, 2009; Gini, 
2006; Sussman, Unger y Dent, 2004). De facto, los estudios han corroborado que las 
conductas violentas en el medio escolar (Martínez, Murgui, Musitu y Monreal, 2008), 
conductas delictivas (Buelga y Musitu, 2006; Emler y Reicher, 2005) o conductas 
disruptivas en el aula (Estévez, Murgui, Musitu y Moreno, 2008) permiten a algunos 
adolescentes alcanzar su reconocimiento social. 
En 1966, Cloward y Ohlin sugieren que la adhesión a los subgrupos surge en 
aquellos ambientes sociales deprivados, donde existen escasas oportunidades para 
alcanzar los objetivos sociales deseados con estrategias legítimas y convencionales y 
donde, además, son frecuentes los modelos anticonvencionales. Estos autores subrayan 
la importancia de las oportunidades legítimas e ilegítimas, que ofrece el medio 
ecológico en la orientación de la conducta; esto es, el individuo tiende a repetir la 
conducta antisocial cuando ésta le permite alcanzar la recompensa esperada. 
Si las teorías expuestas informaban del riesgo de desajuste en menores que 
presentan una escasa o nula vinculación con los grupos y las normas convencionales. La 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
del etiquetado advierte que el riesgo de reincidencia sobre delincuentes no primarios 
aumenta cuando están expuestos a relaciones sociales que estigmatizan, segregan y 
excluyen (Braithwaite, 1996, 2000), en el sentido de que las personas excluidas ven 
limitado el logro de su propio auto-respeto y su afiliación en el mundo prosocial, de 
manera que sus oportunidades preferentes serían la vinculación a grupos culturales 
marginales. Según Redondo (2008), el proceso de desviación y etiquetado puede operar 
bloqueando la oportunidad de llevar una vida convencional. Así, y aunque resulte 
paradójico, la sociedad puede facilitar la aparición de la delincuencia cuando priva al 
sujeto de las oportunidades de integrarse en los principios y modos de socializarse: el 
trabajo y el estudio (Garrido et al., 2002). De ahí, la propuesta de Arce y Fariña (2009) 
en que el tratamiento de la conducta antisocial no sólo ha de tener por objeto la 
reeducación, sino también la reinserción social. 
A tenor de lo señalado, se puede concluir que cada sistema social afecta al 
desarrollo del individuo de forma diferente (Philip, 2000) y, en último término, al 
comportamiento antisocial. De hecho, el grupo de iguales puede proteger a los jóvenes 
para el comportamiento antisocial y, sin embargo, los miembros de una banda pueden 
exponerlos a un fuerte riesgo. De ahí que se asuma que este factor puede producir bien 
un efecto de protección o de riesgo, o bien ninguno; lo que nos sugiere que la influencia 
de los niveles de apoyo social sobre el comportamiento antisocial ha de examinarse no 
sólo en razón de la fuente de apoyo, sino también de la función que desempeña la 
variedad de apoyo social previsto (Brennan y Moore, 2009). 
 
 
5. Nuevas tendencias teóricas: Hacia una aproximación multimodal y 
multinivel 
 
Si bien es cierto que se ha intentado responder a la complejidad del 
comportamiento antisocial desde multitud de perspectivas teóricas; no se ha llegado a 
proponer un modelo que, a día de hoy, permita explicar y prevenir, de forma operativa, 
la aparición del mismo. Aún considerando que el principio de parsimonia debe guiar 
todo modelo explicativo, estimamos, como ya se ha señalado al inicio de este capítulo, 
que la reducción del comportamiento antisocial y delictivo a modelos univariados o 
bivariados resulta demasiado simplista y carente de potencia explicativa, al desestimar 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
el efecto de la propia evolución del individuo y de la naturaleza multicausal de este 
fenómeno. Así, la comunidad científica, en un intento de resolver dicha cuestión, 
plantea nuevos modelos explicativos, integrando en el mismo marco teórico los factores 
de riesgo reseñados en los tres grupos de teorías ya expuestas. Cabe advertir, que no es 
tarea fácil formular un modelo que resulte operativo y robusto a nivel descriptivo y 
prescriptivo, por cuanto requiere una aproximación a la conducta antisocial y delictiva 
que se ajuste a cada contexto y a cada caso particular (Arce y Fariña, 2009). Al 
respecto, Fariña y Tortosa (2008) refieren que, aún habiendo considerado que las 
interacciones entre el sujeto y las circunstancias no son estáticas ni están exentas de 
errores, una de las pretensiones de la psicología debe ser describir y formular leyes que 
permitan definir tantolas comunalidades entre individuos como los aspectos que los 
diferencian. 
Atendiendo a la multicausalidad del comportamiento antisocial y delictivo, 
destacan dos hipótesis emanadas de los modelos integradores (e.g., Farrington, 1992; 
Feldman, 1989; Gottfredson y Hirschi, 1990). La primera (i.e., Feldman, 1989) gira en 
torno al aprendizaje del comportamiento delictivo y no delictivo; en concreto, sostiene 
que el individuo tiende a mantener o no conductas desviadas, de forma exclusiva, en 
razón de lo aprendido. La segunda (Farrington, 1992) se desarrolla en torno a la 
probabilidad de riesgo del comportamiento desviado; específicamente, sustenta que un 
conjunto de destrezas, entendidas como competencia social, inhiben este 
comportamiento, sin embargo un déficit en ellas lo facilita. Estos modelos de riesgo han 
identificado como variables que actúan como moderadoras del comportamiento 
delictivo (Andrews y Bonta, 2006; Farrington, 1996): los factores pre- y peri-natales; 
hiperactividad e impulsividad; inteligencia baja y pocos conocimientos; supervisión, 
disciplina y actitudes parentales; hogares rotos; criminalidad parental; familias de gran 
tamaño; deprivación socioeconómica; influencias de los iguales; influencias escolares; 
influencias de la comunidad y variables contextuales. Lösel y Bender (2003), en una 
revisión más reciente sobre los factores protectores, señalan los diez siguientes: factores 
psicofisiológicos y biológicos; temperamento y otras características de personalidad; 
competencias cognitivas; apego a otros significativos; cuidado en la familia y otros 
contextos; rendimiento escolar; vínculo con la escuela y empleo; redes sociales y grupo 
de iguales; cogniciones relacionadas con uno mismo, cogniciones sociales y creencias y, 
factores de la comunidad y vecindario. Aunque inicialmente se asume la existencia de 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
una relación lineal entre estos factores y el comportamiento desviado, la falta de 
consistencia de ésta sugiere la necesidad de combinar unos factores con otros (Musitu, 
Moreno y Murgui, 2007). 
Un posible acercamiento interdisciplinar al estudio de las conductas de riesgo 
lo hallamos en la teoría de la conducta problema de Jessor (1993), que reconoce la 
interrelación que mantienen entre sí los distintos contextos sociales, así como la que se 
produce entre las diferentes conductas riesgo y los factores, que pueden ser saludables o 
no. El modelo de Jessor entiende las conductas de riesgo en el adolescente como una 
interrelación de factores de riesgo y factores protectores que afectan al adolescente y, 
por extensión, al conjunto de éstos. Igualmente, el modelo de Desarrollo Social de 
Hawkins, Catalano y Miller (1992) plantea que los distintos factores de riesgo que 
configuran la matriz biopsicosocial no ocurren independiente o aisladamente los unos 
de los otros, sino que, con frecuencia, se presentan en conjunción, afectando, al 
funcionamiento global del adolescente. No en vano, los que son vulnerables para llevar 
a cabo conductas de alto riesgo presentan problemas en múltiples ámbitos, y tienden a 
pertenecer a redes sociales que, además de potenciar el desarrollo de modelos de 
conducta de alto riesgo, refuerzan el uso continuado de éstos. Es más, se asume que 
cuanto mayor es el número de factores de riesgo a los que se expone un adolescente, 
más elevada resulta la probabilidad de que se convierta en un delincuente juvenil 
crónico (Musitu et al., 2007). Como resultado de la combinación de estos factores de 
riesgo surgen los modelos de vulnerabilidad o de déficit de destrezas (v.gr., McGuire, 
2000; Ross y Fabiano, 1985; Werner, 1986; Zubin, 1989) y los de competencia o 
factores de protección (p.e., Lösel, Kolip y Bender, 1992; Wallston, 1992), que 
constituyen el fundamento para los programas de intervención (Arce y Fariña, 2009). 
Bajo este soporte se han formulado diversos modelos de competencia social, que 
agrupan un amplio rango de variables cognitivas, sociales o ambas para explicar, en 
último término, el nivel de competencia cognitivo-social del individuo en los contextos 
de riesgo de desviación. Antes de seguir avanzando, se ha de matizar que la 
intervención dirigida únicamente al infractor no es suficiente, ya que el proceso de 
resocialización, además de reeducar, ha de reinsertar socialmente (art. 25.2 de la 
Constitución Española). Más aún, la delincuencia, entendida en términos de salud, daña 
no sólo a la persona sino también a la propia sociedad; de ahí que sea preciso efectuar 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
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una intervención multinivel que habilite al entorno familiar, escolar y sociocomunitario 
para que la reinserción sea efectiva (Arce y Fariña, 2009). 
Otro modelo integrador del comportamiento antisocial en la adolescencia que 
complementa y extiende el modelo de ajuste persona-entorno es el propuesto por 
Moffitt (1993a, 1993b). Esta autora planteó que las conductas delictivas son el resultado 
de un fenómeno histórico creado por la incongruencia que supone en la adolescencia 
lograr la madurez biológica, sin que simultáneamente se conceda o reconozca al 
adolescente estatus de adulto. En estas circunstancias, la delincuencia se convierte en 
una vía de auto-definición y expresión de autonomía. Aquí la conducta antisocial, 
aunque parezca paradójico, cumple una función adaptativa (Graña, 1994). De ahí que 
algunos autores (e.g., Brugman y Aleva, 2004; Ezinga et. al., 2008), sostengan que no 
todas las conductas antisociales leves deberían considerarse patológicas, en tanto que 
pueden remitir normalmente con el desarrollo del adolescente. 
De forma complementaria, los modelos del desarrollo en psicología, como el 
del desarrollo psicosocial del ego de Loevinger (1976), cuyas premisas han sido 
validadas empíricamente (Lilienfeld, Wood y Garb, 2000; Manners y Durkin, 2001), 
pueden ayudar a comprender el hecho de que la delincuencia se incremente bruscamente 
en la adolescencia; según informa la literatura ésta aumenta dentro del rango de edad de 
12 y 14 años y decrece entre los 17 y 19 años (i.e., Farrington, 1989; Moffitt, 1993a, 
1993b; Tittle, Ward y Grasmick, 2003). Loevinger propone nueve etapas de desarrollo 
para explicar cómo el adolescente organiza las propias experiencias del self, y de las 
relaciones interpersonales: el presocial y simbiótico, el impulsivo, el de autoprotección, 
el conformista, el de conciencia de yo, el de conciencia, el individualista, el autónomo y 
el integrado. Cabe indicar que, operativamente, éstas se concentran en torno a las tres 
etapas más relevantes del desarrollo psicosocial. La primera, etapa de la impulsividad, 
prevalece hasta los 10 años, y en ella coexisten impulsos agresivos y empáticos, que 
serán regulados por la obediencia hacia los padres. Este período se caracteriza por la 
dependencia hacia los otros, en tanto que los niños impulsivos esperan, por un lado, que 
los demás satisfagan sus necesidades y, por otro, que los progenitores les orienten sobre 
las conductas que son o no socialmente permitidas; prevalece, en este caso, la 
obediencia sobre los impulsos. La segunda, etapa de la autoprotección, domina en la 
pre- y temprana adolescencia, que abarca el rango de edad, de los 10 a los 13 años, en el 
que se ve incrementada la prevalencia de problemas conductuales.En este nivel, a 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
diferencia del anterior, los niños se perciben como individuos independientes de las 
normas sociales y, entienden que no están obligados a respetarlas, por lo que tienden a 
vulnerarlas, aunque su reacción depende de la oportunidad. Si bien éstos prestan 
atención al control de impulsos y emociones, no muestran disposición a abordar los de 
naturaleza negativa. La tercera, etapa del conformismo, se produce generalmente 
alrededor del inicio de los 13 años y se caracteriza por valorar favorablemente el logro 
de la equidad y la reciprocidad en las relaciones; de hecho, se mejora la interacción con 
los demás. El cambio de nivel se percibe en el tránsito de un pensamiento egocéntrico, 
propio de niveles anteriores, a otro prosocial hacia el mundo. 
Las etapas de desarrollo temprano descritas por Loevinger (1976) pueden 
contribuir, de forma decisiva, a la explicación del comportamiento antisocial y delictivo, 
en tanto que se han identificado como factores de riesgo para este tipo de conducta 
(Ezinga et al., 2008). Así, un estudio revela que algunas de las conductas antisociales o 
delictivas, manifestadas en el ámbito escolar, varían en razón del nivel de desarrollo 
psicosocial (Ezinga, Weerman, Westenberg y Bijleveld, 2006); en concreto, los 
adolescentes que muestran un desarrollo psicosocial bajo exhiben conductas antisociales 
más severas que los que presentan un desarrollo psicosocial normal. Adicionalmente, 
Recklitis y Noam (2004) corroboran la relación entre bajos niveles de desarrollo 
psicosocial y alta prevalencia de problemas de conducta. Esta hipótesis también es 
confirmada por Krettenauer, Ullrich, Hofmann y Edelstein (2003), quienes hallaron que 
los niños con problemas de conducta evidenciaban un estancamiento en su desarrollo 
psicosocial situándolos en 12 años. A tal efecto, la teoría del desarrollo de Levinson 
(1978) advierte que el modo de afrontar y de superar los eventos vitales determina el 
avance, el estancamiento o el retroceso en el alcance de una mayor madurez; 
vinculando, de este modo, el concepto de madurez psicosocial (Greenberger, 1984; 
Greenberger y Sorensen, 1974) al de adaptación individual y social. 
Cabe denotar, por otra parte, que abundante investigación ha asociado la 
carrera criminal con la edad del delincuente (Moffitt, 1993a, 1993b); de hecho, se toma 
el inicio temprano de la delincuencia como un predictor significativo de la delincuencia 
con conductas violentas severas. A tenor de estos datos, la criminología del desarrollo 
incide en la necesidad de estudiar la evolución del comportamiento antisocial y 
delictivo, tomando como criterio básico, la trayectoria de esta conducta, esto es, su 
cronicidad o transitoriedad. Si bien se encontró una consistencia en la relación entre las 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
54). Guadalajara, Jalisco, México: Universidad de Guadalajara 
 
variables de la historia criminal y la reincidencia, el efecto tiende a ser pequeño (Cottle, 
Lee y Heilbrun, 2001), de ahí que en la predicción de ésta se contemple la posibilidad 
de utilizar otros factores. Siguiendo esta línea, han proliferando, en los últimos años, los 
estudios que comparan grupos de delincuentes según su nivel de reincidencia con el 
objeto de poder diferenciar los factores que están presentes en todos los menores que 
cometen actos delictivos y los están presentes una carrera delictiva más intensa. Una 
referencia la encontramos en el trabajo de Taylor et al. (2009) quienes, tras efectuar un 
estudio longitudinal de los efectos de la psicopatología en una muestra de menores 
infractores, observaron que los delincuentes clasificados como ansiosos e impulsivos 
tendían a reincidir con menos frecuencia que otros grupos; y, los delincuentes que 
informaban de psicopatía presentaban una tasa alta de reincidencia. Tal y como sugiere 
Loeber (1990), sólo a través de diseños longitudinales se podrá conocer en qué medida 
determinadas variables pueden considerarse predictoras de la conducta antisocial o 
delictiva. En un paso más en esta línea, nosotros (Arce, Seijo, Fariña y Mohamed-
Mohand, en prensa) encontramos que el comportamiento antisocial es predictor del 
delictivo y que, por evolución natural, entre la preadolescencia (10 a <14 años) y la 
adolescencia (≥14 a <18 años) se bifurcan dos trayectorias naturales: trayectoria en 
escalada hacia la inadaptación social entre los menores de riesgo social, y trayectoria 
en escalada hacia la adaptación social en los menores de no riesgo social. Estas 
trayectorias hallamos que se entroncan directamente con la competencia social: El 
conocimiento de los factores (factores de riesgo) que facilitan el comportamiento 
antisocial y delictivo, y la delimitación de las trayectorias de inadaptación son críticos 
para prevención e intervención. También no es menos crítico el establecimiento de la 
subsiguiente diferenciación entre factores de riesgo estáticos y dinámicos (Arce y 
Fariña, 2009), por cuanto los primeros señalan la intensidad que debe tomar el 
tratamiento, y los segundos las variables sobre las que se ha de intervenir para reducir el 
riesgo (Redondo, 2008). 
Teniendo en mente todas estas consideraciones y, asumiendo la validez 
explicativa de los modelos expuestos, Arce y Fariña (1996, 2007, 2009, 2010), en un 
intento de avanzar en la comprensión del comportamiento antisocial y delictivo, 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
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desarrollan el paradigma de no-modelo que fue avalado por varios estudios propios
1
, y 
se fundamenta en las siguientes premisas: 
1. No es posible reducir el comportamiento humano en general, ni el antisocial o 
delictivo en particular, a un único modelo explicativo, sino que cada contexto y 
cada caso precisa de la asunción de un modelo específico que se ajuste al 
mismo. 
2. La formación del repertorio conductual del individuo, independientemente de 
que éste se haya etiquetado o no como desviado, se ve mediada tanto por el 
comportamiento antisocial o delictivo como por el no delictivo; dado que los 
sujetos no aprenden exclusivamente uno de ellos sino ambos, con la salvedad 
de que el predominante marca la tendencia. Así, el objetivo básico del 
paradigma de “no modelo” radica en alcanzar un sujeto racional que esté 
capacitado para llevar a cabo una elección competente de su comportamiento. 
3. Asume que el individuo es el resultado actual del desarrollo filogenético y 
ontogenético. La filogénesis daría entrada en el desarrollo de la especie, a la 
cultura, a la sociedad; en suma, a los factores biológicos y sociales. Éste, de ser 
anómalo, determina, en buena medida, el comportamiento (determinismo 
biológico y ambiental). La ontogénesis explicaría el desarrollo individual del 
sujeto, en un momento concreto de su vida, determinado por sus propias 
experiencias y circunstancias. Este doble desarrollo, filogenético y 
ontogenético y su modificación continua lleva a que el sujeto sea distinto en 
cada momento temporal. 
4. Es preciso distinguir entre las causas facilitadoras del comportamiento 
antisocial o delictivo,los efectos primarios, que se identifican con los factores 
de riesgo estáticos para el sujeto, sobre los que no es factible intervenir; y los 
indirectos o secundarios que pueden ser factores dinámicos, es decir, que cabe 
actuar sobre ellos. Ahora bien, ateniéndonos a las diferencias entre sujetos de 
alto y bajo riesgo de desajuste, no es suficiente con la identificación de los 
factores de riesgo dinámicos, ni con la estimación del efecto criminógeno 
residual de los factores estáticos, que pueden acompañar al individuo durante 
 
1
 La adecuación de este marco teórico está avalada por trabajos que han merecido los Premios Nacionales 
de Investigación Educativa del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España en 2003 (Fariña et 
al., 2005) y 2004 (Arce et al., 2005). 
Referencia: Fariña, F., Vázquez, M. J., y Arce, R. (2011). Comportamiento antisocial y 
delictivo: Teorías y modelos. En C. Estrada, E. C. Chan, y F. J. Rodríguez (Coords.), 
Delito e intervención social: Una propuesta para la intervención profesional (pp. 15-
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toda la vida. Ya que, en ocasiones, la evaluación de los efectos de los factores 
dinámicos se presenta crítica; pues, algunos menores infractores, en concreto 
los agresores de género, utilizan sus habilidades para lograr su propósito 
delictivo, esto es, controlar y dominar a la pareja; de esto se deriva, una vez 
más, la necesidad de establecer un plan de actuación individualizado. Es más, 
la multiplidad de combinaciones que se puede dar entre factores de riesgo 
estáticos y dinámicos, no sólo va a delimitar las diferencias entre los sujetos de 
riesgo de los que no lo son, sino también las interindividuales dentro de ambos 
grupos; no en vano, algunos autores presuponen la no existencia de ningún 
modelo. 
5. Toman un modelo aditivo (también puede ser multiplicativo o exponencial) de 
riesgo según el cual cuántos más factores de riesgo mayor probabilidad de 
adquisición de comportamiento desviado (Masten, Best y Garmezy, 1990). 
6. Se requiere al unísono una aproximación multimodal y multinivel; por 
aproximación multimodal, se entiende que los diferentes modos de actuación, 
esto es, cognitivo y comportamental, son complementarios. Por multinivel, nos 
referimos a que la intervención no sólo se ciñe al sujeto a tratamiento, como se 
ha llevado a cabo casi exclusivamente, sino que también es preciso que 
abarque el ámbito en el que se desarrolla. Más específicamente, la intervención 
individual se complementa con una intervención psicosocial. La asunción de 
soluciones parciales lograría, sobre la base de un modelo aditivo o acumulativo 
que ampara tanto la intervención sobre los déficits de destrezas, como en 
términos de la competencia social, reducir al máximo los riesgos. 
 
 
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