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Las muñecas robionicas - Ralph Barby (1)

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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
 
 
235— Después de la invasión. Marcus Sidéreo.
236— Los bicéfalos. Glenn Parrish.
237— Skyíab 2005. Curtis Garland.
238— Reyes del espacio. Clark Carrados.
239— Enviado de los dioses. Curtis Garland.
 
RALPH BARBY
 
LAS MUÑECAS
ROBIONICAS
 
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.°
240 Publicación semanal
Aparece los VIERNES
 
 
 
 
 
 
 
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS -
MEXICO
ISBN 84.02-02525.0
Depósito legal: B. 55.832 · 1974
Impreso en España - Printed in Spain
1.a edición: marzo, 1975
© Ralph Barby · 1975
texto
© Enrique Martín · 1975
cubierta
 
 
 
 
 
Concedidos derechos
exclusivos a favor de
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona
(España)
 
 
 
Todos los personajes y
entidades privadas que
aparecen en esta
novela, así como las
situaciones de la
misma, son fruto
exclusivamente de la
imaginación del autor,
por lo que cualquier
semejanza con
personajes, entidades o
hechos pasados o
actuales, será simple
coincidencia.
 
 
 
 
 
 
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Mora la
Nueva, 2 - Barcelona - 1975
CAPITULO PRIMERO
 
La nave Ultra-Inter-Planetaria 1.001 de combate, procedente del
planeta Marte, acababa de rozar tangencialmente la órbita lunar sin
dejarse atrapar por ella, y tenía la proa encarada hacia la Tierra que
aparecía frente a los ojos del experto astronauta capitán Adam B.
Zinnerman.
Las pupilas grises, heladas como el más gélido y endurecido
glaciar marciano, se habían fijado en la pantalla del teledetector.
Podía ver claramente la masa azulada del planeta madre de
todos los terrestres. Frunció el ceño. Allí había algo, algo pequeño
como una mota casi imperceptible de polvo que enturbiaba la imagen.
Su intuición jamás le había fallado y en aquella ocasión tuvo el
presentimiento de que iba a corresponderle jugar la partida más
desagradable de su vida, posiblemente la última.
¿Cuántos compañeros bravos, expertos y temerarios tripulantes
de las naves de combate Ultra-Inter-Planetaria habían caído ya,
desintegrados entre la ionosfera y la estratosfera terrestre?
Al principio, se habían dado a la publicidad los nombres de los
caídos en combate, es decir, materialmente desintegrados, convertidos
en energía.
Más como la lista se había ido haciendo terriblemente larga, una
reunión del Comité Mundi-Federal había adoptado el acuerdo secreto
de silenciar los nombres de los astronautas de combate que sucumbían
ante aquel enemigo experto y poderoso que aniquilaba a los
astronautas terrestres y seguía invicto.
Se había tomado esta medida para no provocar la histeria
colectiva en el planeta Tierra, pero los extraños intrusos seguían allí,
aunque no se sabía dónde. Aparecían sorpresivamente, destruían la
nave terrestre y volvían a desaparecer.
De cuando en cuando, algún oficial en algún aeropuerto o una
pareja de enamorados tendidos sobre la hierba de algún parque
forestal, un santuario de belleza virgen, observaban en el cielo una luz
fugaz muy potente y, después, nada.
Los hombres de la Tierra ya se habían acostumbrado a aquellas
súbitas imágenes en el firmamento; sin embargo, cada bola luminosa
que aparecía y desaparecía, era una nave terrestre menos, una nave
destruida.
Adam B. Zinnerman lo sabía bien e incluso era consciente de que
algunos compañeros suyos, ante la total inoperancia de las naves de
combate más rápidas y potentes corno la Ultra-Inter-Planetaria 1.001,
no habían renovado contrato para seguir sirviendo como astronautas
de combate.
Era un suicidio seguir en aquellas condiciones y la más triste y
desesperante de las resignaciones se había pintado en los rostros de los
astronautas que se alejaban de la base Belic-Mundi-Astronauta.
Entre muchos de los colonos de la Luna había comenzado un
desesperado regreso a la Tierra.
La Luna no había sido atacada por el momento, pero sí los
convoyes de suministro. El agua y las primeras materias primas de
subsistencia comenzaban a escasear, cotizándose a precios abusivos
pese al férreo control que se trataba de implantar.
Todos temían que de un día a otro ya no llegara ningún convoy
más de suministros desde la Tierra y la Luna se convertiría en la gran
tumba para quienes quedaran atrapados en ella.
El capitán Zinnerman se colocó una pequeña tableta de fino
tabaco rubio entre las muelas y comenzó a mascarla mientras gruñía
algunas palabras que sólo él podía oír, ya que tenía desconectado el
láser-comunicador.
—Si en su día le hubieran hecho caso al general Rommel, quizá
las condiciones en este momento fueran otras. Posiblemente, la mezcla
de ingenieros, físicos y químicos del Belic-Mundi-Federal ya habrían
conseguido armas más eficaces y potentes con las que luchar contra el
enemigo. Pero desestimaron los proyectos del general Rommel, quizá
porque ostentaba el mismo apellido del ya casi mítico mariscal
Rommel, el Zorro del Desierto, desaparecido un siglo atrás.
Zinnerman no se había preocupado lo más mínimo de averiguar
si el general Rommel era descendiente o no del mariscal Rommel; sólo
sabía de él que había sido un experto astronauta primero y luego un
accidente lo había situado entre despachos, pero con tanta eficiencia
que sólo hacía que pedir y pedir dinero para sufragar gastos de
investigación.
Al principio lo habían apaciguado con buenas palabras. Después,
lo habían frenado con dureza y finalmente lo habían mirado con
sonriente y burlón menosprecio, diciéndole hirientes:
—Pero, general Rommel, ¿acaso espera usted otra guerra? ¿Y
contra quién? La Tierra ya se ha unificado en un Comité Mundi-
Federal, algo jamás soñado. Ya no hay enemigos, general Rommel.
¿Contra quién pretende luchar usted?
—No se sabe —respondía él automáticamente, siempre
ensimismado, pero arrogante—. El enemigo puede aparecer cuando
menos se piensa y procedente del lugar más inesperado.
Sobre las espaldas del general Rommel habían ido gravitando los
años y, de pronto, aparecieron las naves enemigas.
No eran los simples Ufos, tan traídos y llevados durante décadas
para consumidores aburridos de noticias; ya no se trataba de
fotografiar y clasificar objetos más o menos extraños. Hombres muy
expertos, tripulando naves bien armadas, habían comenzado a caer.
El capitán Adam B. Zinnerman pensaba en el general Rommel y
que si le hubieran hecho caso en otro tiempo, las cosas serían ahora
diferentes.
Ignoraba cómo funcionaban ahora las cosas por los despachos
del Belic-Mundi-Federal. Había algún tiempo que se hallaba ausente
del planeta Tierra, pero le habían contado que se comenzaban a
invertir millones y millones en programas de investigación para la
defensa bélica.
Mas, ya era tarde y no obtenían ningún resultado óptimo, nada
que hubiera causado la más mínima mella en el enigmático y
desconcertante enemigo que científicamente semejaba mucho más
adelantado que los equipos de investigación terrestre.
Movió de izquierda a derecha la palanca que pasaba los datos
que obtenían los baremos de detección a la programadora automática
de a bordo, un eficiente cerebro electrónico con memoria de datos
suficiente para calcular a velocidad infinitesimal de segundo cualquier
plan de ataque con las armas que una U.P.I.-1.001 portaba.
El piloto verde de la programadora automática se encendió de
forma fija. Según la programadora, no había peligro alguno, no
detectaba nada anormal. Todo estaba en regla; sólo recibía datos del
planeta Tierra.
—Malditos, sé que estáis ahí —masculló entre el fino tabaco de
mascar para astronautas—. Me lo habían dicho... «Es inútil,
Zinnerman, la programadora de a bordo no detecta nada y el cerebro
humano está incapacitado para actuar a esas velocidades.»
A cualquier otro se le habría escapado aquella especie de mota
de polvo aparecida en el teledetector, una mota a la que la
programadora no concedía importancia o simplemente no llegaba a
computarla.
Mas, el capitán Zinnerman comenzó a tener la seguridad
absoluta de que aquello que aparentemente noera nada, le estaba
aguardando a él.
Seguir adelante era un suicidio.
Tenía la opción de dar la vuelta y regresar por lo menos a la
Luna. Le bastaría decir en el astropuerto que precisaba una revisión
técnica de su nave y así quedaría conjurado el peligro sin tener que
dar explicaciones a nadie.
Zinnerman viajaba de regreso a la Tierra. Debía renovar la firma
de su contrato con la Belic-Mundi-Federal y para el burócrata de turno
no sería nada insólito que Zinnerman pidiera su liquidación en caja, le
estrechara la mano y se alejara. Aquella escena se había repetido
tantas veces que era normal.
Zinnerman, antes de enfrentarse con el contrato de renovación,
había decidido mantener una charla con el general Rommel, pero
posiblemente ya no lo vería jamás.
Aquello le estaba aguardando para cuando decidiera orbitar la
Tierra para penetrar en la ionosfera, estratosfera y atmósfera.
Aquella especie de ojo maligno, etéreo, inalcanzable, casi
insensorial y a la vez destructor y mortífero, le aguardaba.
Tenía una posibilidad, sólo una posibilidad, una posibilidad
irrisoria y que todos calificarían de ridícula, pero no tenía otra y se
dispuso a jugárselo todo a esa carta.
Aquella posibilidad de salir bien del encuentro era una entre
mil, quizá menos, lo que cualquier calculador objetivo habría llamado
lisa y llanamente un suicidio.
Puso el mando automático para proseguir su ruta normal hacia
el contacto terrestre. Escupió la tablilla de tabaco y sacó un paquete
de cigarrillos.
Levantó uno de los pilotos controles y hundió la punta del
cigarrillo. Al sacarlo ya humeaba. Volvió a colocar la caperuza roja del
piloto parsimoniosamente, como el más frío de los jugadores, y se
llevó el cigarrillo a los labios.
Aquello estaba prohibido en un astronauta de combate, pero si
iba a morir ¿qué importaba fumarse un cigarrillo clandestinamente o
no? Después de todo, ¿quién iba a detectarlo, acaso el «chivato»
automático de a bordo? ¿Quizá la alarma del control de atmósfera de
la nave que detectaría el humo en suspensión?
Ni siquiera se encogió de hombros.
Estiró ligeramente la butaca anatómica y con el cigarrillo entre
los dedos índice y corazón, siguió fumando.
 
No le quedaba mucho tiempo, lo sabía, aunque la programadora
le diera luz verde. Le hubiera gustado asestar un puntapié a aquel
conglomerado de cajas metálicas con circuitos biolectrónicos aunque,
después de todo, ¿qué culpa tenía la programadora si no la habían
capacitado para detectar aquello que al parecer no reverberaba nada
que fuera detectable?
Siguió fumando. Experimentó un ligero placer y sonrió al ver
cómo el piloto de control de ambiente se encendía, avisándole de que
su atmósfera no estaba cien por cien pura. Lo mismo le hubiera
advertido por una fuga de los tanques o una avería en la reconversión
de gases, pero ahora sólo se trataba de un cigarrillo, quizá el último
cigarrillo.
—¿Cuándo dispararéis, malditos? —preguntó en voz alta tras
expulsar una bocanada de humo.
Ni siquiera se sabía qué clase de armas utilizaban para aniquilar
las naves terrestres. Sólo se sabía que en determinado momento
quedaban destruidas, nada más.
Llegaba el momento. Posiblemente, cuando todo ocurriera, no se
enteraría de nada, pero antes de que eso sucediera, lucharía como
gato panza arriba.
Adam B. Zinnerman no era de los hombres que colocan la
cabeza en la guillotina sin por lo menos darle un puntapié en la boca
al verdugo.
Por ello, cuando aquella nave se hizo precisa, quitó el mando
automático y dio todo el impulso a los motores de la U.P.I.-1.001 en
dirección contraria a la orbitación normal de los satélites.
Aquella maniobra brusca tenía que desorientar al enemigo sin
darle tiempo a reaccionar, porque apenas unos segundos más tarde,
cambió la maniobra y decidió hundirse en la estratosfera con gran
riesgo de fundir la nave con el roce en la brutal penetración; sin
embargo, una U.P.I. tenía algunas posibilidades de escapar debido a su
morro penetrante y antitérmico.
El termómetro electrónico señaló rápidamente el rojo.
Zinnerman no supo si es que le habían disparado algo que le
había pasado rozando o era la fricción con la atmósfera.
Lo cierto era que, aunque abrasándose, seguía vivo por el
momento, fintando a su perseguidor al que no podía localizar con los
detectores de la nave; apenas si se reflejaba algo en el teledetector.
Aquél era el momento preciso. Si fallaba, no llegaría a tocar
tierra.
Sin soltar el cigarrillo de la zurda, movió la diestra hacia un
pulsador añadido al panel de mandos, casi en una chapuza.
Junto a la popa de la U.P.I.-1.001 surgió de repente una enorme
columna de gas que inmediatamente formó una nube tras la nave
mientras ésta seguía descendiendo.
La nave destructora, de aspecto aerodinámico, debió de sentirse
desconcertada de nuevo, aunque no pareció dispuesta a abandonar la
caza de la nave terrestre que pretendía escapar tras aquella nube de
gas artificial.
Penetró a través de ella para pasar al otro lado y así destruir al
escurridizo Zinnerman. De súbito, ocurrió lo increíble, lo fantástico.
La nube se solidificó completamente, atrapando a la nave
perseguidora.
Zinnerman, ahora a través del teledetector, observó la nube gris
que se zarandeaba visiblemente y de pronto comenzaba a caer. En el
roce con el aire, se prendió fuego, un fuego amarillento que la
envolvió por completo.
El capitán Zinnerman la vio caer y caer. Era su triunfo.
Abrió el canal de comunicación con la Tierra e, inmediatamente,
escuchó una voz un tanto nerviosa, casi airada, que le inquiría:
—¡Capitán Zinnerman, capitán Zinnerman! ¿Está a la escucha?
—O.K., escucho.
—¿Qué ha pasado?
—¿No lo están viendo con sus propios ojos? Ya no son
invencibles. Por cierto, se me había olvidado conectar el canal de
comunicación.
Tras decir esto, escuchó una fuerte interjección a través del
altavoz y sonrió. Se llevó el cigarrillo ya consumido a los labios.
El piloto control de atmósfera interior seguía advirtiéndole que
tenía la atmósfera de la nave enrarecida, pero él continuó fumando
mientras una enorme nube sólida en llamas caía sobre el océano.
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO II
 
Adam B. Zinnerman permanecía tumbado sobre la litera de su
hábitat, dentro del complejo Belic-Mundi-Federal.
Fumaba su enésimo cigarro. La puerta estaba cerrada y afuera,
dos gigantes oficiales de seguridad la custodiaban. Todavía recordaba
las palabras del oficial de guardia tras el aterrizaje en el astropuerto
del planeta Tierra:
«—Queda usted arrestado y se le prohíbe cualquier
manifestación sobre los hechos que le hayan ocurrido en su viaje
desde el planeta Marte hasta tomar contacto con este astródromo.»
La orden había sido escueta. Inmediatamente, se le habían
colocado detrás los dos gorilas de la policía y en un super hover craft
había sido trasladado hasta su hábitat donde había quedado
confinado, a modo de celda.
Zinnerman se había dicho que no deseaba un batallón de
periodistas esperándole para entrevistarle por haber derribado a la
nave extraña pese a ser la primera derrota de aquellos seres. Sabía que
su hazaña era difícilmente repetible si aparecían otros alienígenas en
sus naves, conociendo ya el truco de la nube solidifícable, pero un
arresto era lo que menos esperaba y no le habían comunicado el
motivo del mismo.
Zinnerman no comprendía la actuación del alto mando y en
aquellos momentos, tampoco intentaba comprenderla.
Se sentía bien consigo mismo. Había podido con una de aquellas
naves destructoras que tantas bajas causaran. Lo que pensaran los
jefazos y burócratas del alto mando ya le importaba un comino.
De pronto, se escuchó un zumbido y la puerta de su hábitat se
abrió automáticamente.
Apareció un oficial con un escrito de órdenes en la mano. Los
dos gorilas de la P.B. se colocaron a ambos lados del mismo.
—Si hace el favor, capitán Zinnerman, póngase en pie. Voy a
leerle la orden de arresto.
—Por mí, ya puede empezar a leerla, no voy a moverme. Estoy
acabando mi cigarrillo.
El oficial carraspeó ligeramente. De reojo, miróa los dos
miembros de la P.B. que le escoltaban. Tras ellos, a un par de pasos
sin que la vieran, una mujer observaba la escena.
Era alta, de espesos y abundantes cabellos azabaches y ojos tan
oscuros como el negro terciopelo del éter infinito.
—Está bien, capitán Zinnerman, seré breve. Veo que es usted
reacio a aceptar las ordenanzas.
—Por favor, ha dicho que sería breve, ¿o acaso he oído mal? —
preguntó llevándose después el cigarrillo a los labios para aspirar el
humo del tabaco.
—La orden dice que contravino usted la prohibición de fumar en
vuelo en una U.P.I.-1.001 de combate, hallándose frente al enemigo.
—Lo admito —aceptó desde su litera el capitán Zinnerman,
aspirando de nuevo el cigarrillo. Luego, preguntó con sorna—: ¿Y cuál
es el castigo que se me va a aplicar?
—Eso no lo indica la orden que traigo, capitán Zinnerman, pero
sí dice que deberá de acompañarme. Le aguarda el tribunal del
Comité.
—Bien, si es así, no hagamos esperar a los jefazos.
Se levantó.
El oficial de la guardia le dejó paso y escoltado por los dos
gorilas de la P.B., ambos muy graves y circunspectos, pero en el fondo
admirando a Zinnerman, pues ya se estaba corriendo la voz de que
había sido el primer astronauta de combate que había derribado a una
de las naves extrañas, avanzó hasta la sala del gabinete del tribunal
para asuntos internos del Belic-Mundi-Federal.
La sala tenía poca luz.
En la larga y curva mesa, en forma de media luna, se hallaban
los cerebros más importantes del Belic-Mundi-Federal.
Adam B. Zinnerman sentía todos aquellos ojos clavados sobre él,
ojos de halcones, ojos de interrogación e investigación, ojos de
desconcierto y ojos de admiración.
Dio unos pasos hasta el centro de la media luna y allí se cuadró.
—El capitán Adam B. Zinnerman, comandante de la U.P.I.-1.001
de la flotilla astronáutica de combate, se presenta.
Nadie articuló una sola palabra. El oficial de la guardia se había
quedado unos pasos tras él y los dos miembros de la P.B. permanecían
junto a la puerta, cerrándola.
Había unos bancos para el público. En reuniones como aquélla
solían estar vacíos, pues sólo se deliberaban asuntos de orden interno,
pero en aquellos momentos había varios hombres y una mujer, una
mujer de cabellos negros y muy hermosa, que no apartaba sus pupilas
de él.
Sin embargo, Zinnerman, pendiente en especial de las dos
figuras que presidían la mesa, no reparó en ella
Conocía perfectamente al general Rommel, un hombre de
mentón cuadrado y sin pelo bajo su gorra castrense, con ojos
penetrantes a través de sus lentillas de tono oscuro para filtrar los
rayos solares.
Zinnerman sabía que los ojos del general Rommel eran casi tan
claros y fríos como los suyos. Junto a él estaba el delegado del Comité
Mundi-Federal, nada menos que Ivan Maclosky, un hombre de rasgos
amalgamados entre Oriente y Occidente. Sus ojos un tanto oblicuos,
ojos de ave de presa, contrastaban con el cabello rubio.
—Capitán Zinnerman, ha llegado el momento en que puede
usted renovar su contrato con la Belic-Mundi-Federal. Hoy expira su
anterior contrato y, como sabe, es usted libre de renovarlo o
rescindirlo —le dijo el general Rommel con su voz algo ronca y de
inflexiones metálicas mientras le alargaba los folios ya firmados por
parte del Belic-Mundi-Federal, órgano militar del Comité Mundi-
Federal.
«De modo que era eso —pensó Zinnerman—. Primero,
enjaularme y luego, el contrato.»
Estaba visto que no le habían colocado ante un simple
burócrata; tenía delante a toda la masa pensante y ejecutiva.
Avanzó dos pasos. Sacó su placa metálica de identidad con todos
sus datos personales. La colocó al pie del contrato y dos segundos más
tarde, al levantarla, había quedado todo impreso. Después, se guardó
aquella placa que no podía tener nadie excepto él.
El general Rommel le miró y preguntó:
—¿No lee las condiciones de su nuevo contrato?
—¿Para qué? Ya está impreso con mi firma y mi registro oral
registrado en la placa de identificación.
—Bien, mayor Zinnerman.
—¿Mayor? —repitió.
Con una media sonrisa, Maclosky aclaró:
—Con el nuevo contrato se le asciende al grado de mayor y jefe
de la flotilla especial U.P.I.-1.001.
—Creí que me habían citado aquí para castigar mi acción de
fumarme un cigarrillo.
El general Rommel habló a continuación, cruzando sus manos
duras y gruesas.
—Usted sabía que estaba prohibido. —Sin darle tiempo a
replicar, prosiguió—: Pero no era intención de este comité
sancionarle.
—¿Cómo debo de entender esta situación, general?
—Simplemente, como una medida de precaución para que no se
difundieran demasiados datos sobre lo ocurrido, es decir, sobre su
meritoria acción frente al enemigo al que abatió. Nuestra primera
victoria conseguida gracias a usted, aunque por métodos nada
ortodoxos y que el grupo de investigación está ansioso por conocer,
puesto que el arma utilizada por usted no estaba programada en
ninguna de nuestras naves.
—General, caballeros, opino que difundir esta noticia, y no lo
digo por mí personalmente, pues mi nombre puede omitirse, daría
ánimos a la población terrestre.
Maclosky puntualizó:
—La población terrestre está estabilizada en su histeria y no
quisiéramos llenarla de ínfulas que luego resultaran vanas y que frente
a nuevas derrotas terminarían por hundir totalmente su moral. Antes
de que todo esto trascienda a los medios informativos, deben de
repetirse los hechos y constatarse que no ha sido una afortunada
casualidad, que podemos luchar con algún sentido y posibilidades de
victoria y no de suicidio, como ha venido ocurriendo hasta ahora.
—Bueno, yo no puedo garantizar a nadie que nuestros próximos
encuentros con los extraños sean también un éxito.
—Lo comprendemos, mayor Zinnerman —aceptó el general
Rommel. Luego, añadió—: Pero su arma secreta, esa nube plástica...
—Verán, tenía conocimiento de que nuestras armas
convencionales, el rayo láser y los cañones electro-atómicos con
cargas nucleares, no habían servido de mucho contra los extraños y
hablando con un amigo mío en Marte...
—¿Un amigo suyo en Marte? —inquirió Maclosky interesado,
arrugando sólo una de sus cejas, concretamente la derecha.
—Sí, es un sujeto algo especial. Algunos dicen de él, y perdonen
la expresión, que está chalado, pero tomando unas copas me explicó
cómo capturaría él a una de esas naves. Entonces yo secretamente y
asumiendo todas las responsabilidades, le pedí que me preparara su
extraña fórmula para instalar el sistema en mi nave U.P.I.-1001. Si
llegaba el caso la utilizaría y ahora, con franqueza, querría dar las
gracias a Okono Tanaka, porque su idea dio el resultado que él había
previsto.
—Su amigo Okono Tanaka será reclamado de inmediato para
que su invento sea elaborado a gran escala —dijo Maclosky—. General
Rommel, cuente con los fondos precisos para dotar a todas nuestras
naves con ese sistema. Por cierto, mayor Zinnerman, ¿en qué consiste
el sistema?
—En realidad, es una trampa. Tras esquivar al enemigo y hacer
que nos persiga, procurando evitar sus disparos, se expulsa por la
popa el gas de fórmula polimerizante que inmediatamente se mezcla
con el ozono. Al penetrar en esa nube gaseoso-plástica un objeto con
gran desprendimiento de energía térmica, actúa como catalizador
instantáneo y toda la nube se polimeriza atrapando a la nave en su
interior y bloqueándola por completo. Luego, cae por su propio peso,
atraída por la gravedad terrestre. El sistema da resultados porque los
extraños siempre actúan en la atmósfera de la Tierra.
—Muy ingenioso —aceptó Maclosky.
El general Rommel corroboró:
—Sí, verdaderamente una trampa muy ingeniosa. Por cierto,
mayor Zinnerman, ¿sabe que al caer al océano la nube en llamas se
apagó el fuego y, aunque en gran parte chamuscada, nuestros navíos
lograron cortar la masa de espuma o plástico sólido y llegar hasta la
nave extraña, cuyo tripulante ya está en nuestro poder?
Zinnerman se sintió muy satisfecho ante aquella noticia.
Conociendo al enemigo, se podría luchar mejor contra él.
—Ojalá fuera esto el principio de la concatenación de nuestrasvictorias.
—Mayor Zinnerman, se ha ganado usted el privilegio de ver a
quien tripula la nave destructora. Respecto al contrato, no esperaba
menos de usted. Es algo indisciplinado, rebelde a las ordenanzas, pero
tiene un expediente brillante. Por cierto, si ha de comandar la flotilla
especial de combate, no haga que sus muchachos le emulen en
determinados aspectos de digamos indisciplina menor.
—Lo procuraré, general Rommel. Ahora, estoy ardiendo en
deseos por ver a mi enemigo.
—Será inmediatamente complacido. El resto de los aquí
presentes saben muy bien que sobre todo lo hablado debe de
mantenerse el más riguroso de los secretos. Nos estamos jugando la
supervivencia de la raza humana.
Nadie dijo nada, pero allí imperaba un asentimiento total. Las
palabras del general Rommel no eran gratuitamente dramáticas,
estaban preñadas de verdad.
CAPITULO III
 
El general Rommel caminaba a su lado. Un par de pasos más
atrás lo hacía Maclosky seguido por dos hombres con cara de
investigadores, ensimismados en fórmulas que saltaban de un lado a
otro en el interior de sus cráneos. Luego, estaba aquella mujer
espigada, morena, hermosa, de boca y mentón seguros, caminar
armonioso y sin vacilaciones.
Nadie se la había presentado, pero Zinnerman ya había cruzado
un par de elocuentes miradas con ella. Sin embargo, en aquellos
momentos estaba pendiente de algo importante, algo trascendental
para su vida. Iba a conocer al primer extraño, al primer enemigo
batido.
La marcha la cerraban seis elementos de la P.B., armados y
protegidos sus cráneos con cascos de acero plástico con
telecomunicadores.
Al fin, el general Rommel se detuvo frente a una puerta de
brillante acero custodiada por dos agentes de la P.B. en actitud de
firmes y armados con fusiles láser de largo alcance.
—Evidentemente, se han tomado todas las medidas de
precaución —opinó Zinnerman.
—Es lo natural, ¿no cree, mayor Zinnerman? —repuso Maclosky,
el hombre que daba vía libre a la investigación y a la formación de
una posible vanguardia que tenía que atacar al enemigo.
El general Rommel sacó su propia tarjeta plástico-metálica de
identificación y la introdujo en la ranura que había junto al marco de
la puerta. Se encendió un piloto verde y se corrió la puerta de acero
hacia uno de los lados.
La estancia estaba dividida en dos partes rectangulares iguales.
La que quedaba al fondo, sin ventana alguna, estaba separada por
unas brillantes, gruesas y frías rejas y tras ellas...
—Dios mío, ¿qué es esto? —exclamó Adam B. Zinnerman,
empequeñeciendo primero sus ojos y agrandándolos después.
Dos pupilas verdes, profundas, le estaban mirando. Era una
mujer de rostro perfecto, orlado de largos cabellos rubios y labios
color cereza.
Vestía una túnica blanca, posiblemente colocada en su calidad
de prisionera, pues le habrían quitado sus ropas por si ocultaba algún
arma.
La tela de la túnica moldeaba su cuerpo de altos y pronunciados
pechos. Su cintura era estrecha y sus caderas, femeninamente
redondeadas, sin ser grandes ni groseras.
—Le felicito, capitán Zinnerman. Es usted el primer humano que
ha conseguido derribar una de nuestras naves —dijo.
Maclosky la corrigió.
—Ya es mayor.
—Repito mi felicitación, mayor Zinnerman, merecía el ascenso.
Confieso que sus bruscas y sorprendentes maniobras me desorientaron
y no pude computar lo suficiente para abatirla y luego, esa nube. ¿Es
su nueva arma secreta?
Adam no había articulado palabra todavía. Era evidente que se
hallaba impresionado ante aquella mujer piloto de combate que él
había derribado, aquella extraña, desconcertante y bella mujer que
hablaba sin alzar un solo tono en su voz cadenciosa, agradable y
segura que brotaba por entre los labios en constante sonrisa.
—¿Sabía quién era yo?
—Sí —asintió ella, segura de sí misma, un tanto impersonal—.
Tenía conocimiento de qué nave se acercaba a la Tierra y quién la
tripulaba.
—¿Y me hubiera destruido?
—Naturalmente que sí, mayor Zinnerman, claro está que he
fallado, pero cuando surque de nuevo el espacio, otra nave le saldrá al
paso y lo aniquilará.
—¿Otra, cuántas naves son?
La extraña e impresionante belleza de cabellos rubio platinados
cerró la boca y le miró con pupilas un tanto frías.
—Se terminó la entrevista, mayor Zinnerman —le dijo el general
Rommel.
—General, ¿es necesario todo esto?
—¿A qué se refiere, mayor Zinnerman? —preguntó el general
Rommel, observándole a través de sus lentillas oscuras.
—Pues, a las rejas y a tantos agentes de la P.B.
—Sí, son necesarios. Usted es un hombre de combate en el
espacio, pero aquí tenemos a expertos en seguridad. Por cierto, la
nave enemiga quedó atrapada en la espuma plástica de forma que su
sistema de telecomunicación se inutilizó y no pudo transmitir los
datos de nuestra nueva arma. Las extrañas criaturas atacantes se
hallarán preocupadas ante esta primera derrota ignorando a qué
motivos se debe. ¿Comprende el por qué se guarda el más riguroso de
los secretos?
—Bien, es un tanto a nuestro favor, porque podremos emplear
de nuevo nuestra nube de plástico gaseoso.
—No servirá de nada. Cuando llegue el momento, lanzaremos el
gran ataque y el planeta Tierra será nuestro. Los humanos que queden
serán nuestros esclavos —dijo de pronto, con frialdad apabullante e
hiriente, la extraña criatura de desbordante hermosura.
—Pero ¿quiénes son, de dónde vienen? —inquirió Zinnerman
alzando la voz.
El general Rommel le cogió por el brazo y tiró de él sacándolo
de la celda especial desde la que no podían lanzarse mensajes en onda
alguna.
—Mayor, no se deje impresionar por su belleza. Es una enemiga
mortal nuestra y altamente peligrosa. ¿Acaso ha olvidado a los
compañeros caídos en acto de servicio? Usted mismo estaría
desintegrado ahora si no hubiera hecho caso a ese chalado que se
llama Okono Tanaka.
—Es verdad, pero es una mujer. Nunca había pensado que
terminaría luchando contra una mujer. Francamente, ahora no me
siento orgulloso de mi victoria.
—Lo que sucede, mayor Zinnerman, es que usted tiene un
desfasado machismo, como dirían algunos de nuestros ancestros.
—¿Machismo?
—Sí. Coloca a la mujer en franca inferioridad y no en plano de
igualdad, como debe ser. Eso es un exceso de soberbia por su parte
que algunas mujeres no tolerarían, por ejemplo, la doctora Ava
Dumella.
—¿La doctora Ava Dumella? —Zinnerman repitió aquel nombre
cuando la puerta se cerraba tras él y veía los ojos oscuros de la
doctora que se quedaba en el interior de la celda.
—Sí, es ella, una mujer muy inteligente y dotada para la
investigación. ¿Pensaría que ella es un ser inferior?
—Bueno, no para la investigación, pero en la lucha es diferente.
—Le comprendo, mayor, le comprendo, y la verdad es que su
postura le honra, pero tendrá que desecharla porque este caso es
distinto y en el futuro deberá pelear contra ellas.
—Francamente, no me gusta. Me habría agradado más que fuera
un ser distinto, algo horrible contra lo que luchar con rabia, pero si
pienso que en una nave enemiga se halla una hermosa mujer
tripulándola...
—Que no le vacile la mano al pulsar las armas de ataque, mayor.
Sería su muerte inmediata.
—Discúlpeme, general, estoy algo confuso.
—Intuía esto, pero como ha sido nombrado comandante en jefe
de la flotilla de combate astronáutica, es imprescindible que me
acompañe también ahora.
—¿Adonde?
—Primero, fumaremos un cigarrillo en una salita y hablaremos
sobre la inclusión de las nubes plásticas en las naves de combate y
también la forma de adoptar nuevas armas, pero lo que más importa
es averiguar el lugar de donde parten las naves.
—Eso siempre ha sido un misterio. Aparecen y desaparecen sin
ser detectadas por nuestros sistemas de escucha y alerta.
 
—Se está estudiando metódicamente la nave capturada y los
primeros datos indican que utilizan una pintura reflectante y difusora.
Luego, deben de emplear una coraza invisible para que no sea
detectada su térmica. En fin, se harán más investigaciones, pero ahora
ya tenemos una base sobre la que investigar y pronto conoceremos las
armas que ellosemplean.
Adam B. Zinnerman conversó con el general Rommel fumándose
dos cigarrillos. No pudo entregarse demasiado a la conversación. El
general Rommel lo captó y no pareció molestarse lo más mínimo.
Zinnerman pensaba en aquella hermosa mujer que era su enemiga y
que él, con su astucia, había conseguido abatir.
—Bueno, creo que ya es el momento.
—¿El momento para qué?
—Acompáñeme, mayor Zinnerman.
—¿Adonde?
—Ya lo verá.
Por unos corredores silenciosos y subterráneos, iluminados de
forma indirecta, llegaron hasta una puerta custodiada por dos agentes
P.B. armados que saludaron al general Rommel y se hicieron a un lado
para que no pasaran. Se abrió la puerta y Zinnerman sintió un
escalofrío a todo lo largo de su espina dorsal.
—Esto es un quirófano, general Rommel.
—Exacto, mayor, un quirófano.
Allí estaban todos los que anteriormente se hallaban en la sala
de consejo para deliberaciones de tipo interno y un grupo de agentes
P.B., vigilantes y a la expectativa.
El general Rommel hizo que se apartaran varios hombres y
Zinnerman pudo ver algo que en principio le pareció increíble y que le
irritó profundamente.
—¿Qué piensan hacer? ¡Esto es horroroso!
La extraña y bella criatura se hallaba en la mesa de operaciones,
viva y palpitante bajo una sábana. La cabellera rubio platino se
desparramaba sobre la aséptica mesa de cristal irrompible y unas
correas sujetaban aquel cuerpo.
—¿Qué tal, mayor Zinnerman? Volvemos a vernos —le saludó la
mujer con su fría sonrisa.
—General Rommel, ¿qué piensan hacer con la prisionera?
—Conténgase, mayor —exigió ahora con dureza el general,
como si a él también le disgustara la situación.
—Mayor Zinnerman, será mejor que permanezca quieto y en
silencio o será desalojado del quirófano —advirtió Maclosky, duro y
frío también.
—¡No podrán evitar que nosotras nos apoderemos del planeta,
no podrán evitarlo!
—¿La oye, mayor Zinnerman, la ha escuchado bien?
—Sí, general, la oigo, pero no sé que intentan ustedes. ¿Acaso
sufre algún mal?
En aquel momento apareció la doctora Ava Dumella.
Vestía ahora una aséptica bata azul claro. Un ayudante le acercó
una mesa de instrumentos.
Zinnerman la miró, y ella sintió como si él la bombardeara con
su odio. Tuvo la sensación de ser la primera mujer verdugo de la
Historia y algo nerviosa, desasosegada, apartó sus ojos de Zinnerman.
—Bisturí profundo —pidió.
Mientras se lo entregaban, la doctora Dumella estiró de la
sábana, descubriendo en parte el cuerpo de la prisionera.
Al ver los brazos y muñecas sujetos por correas, Zinnerman tuvo
el impulso de ir hacia delante para rescatar a su enemiga de tan difícil
situación, pero cuatro agentes P.B. le rodearon, sujetándole.
—¡Esto es una atrocidad! —exclamó.
—¡Sujétenlo! —ordenó el general Rommel.
Zinnerman comprendió que no podría evitar lo inevitable. Clavó
sus ojos en la doctora que rehuía mirarle y dijo:
—Si hunde el bisturí en ese Cuerpo, será una asesina, una
asesina fría y despiadada.
La doctora, joven y hermosa como la rubia que yacía sobre la
mesa de operaciones, se contuvo unos instantes. Tomó aire y al fin,
hundió el bisturí abriendo parte de aquel cuerpo en canal mientras el
ser seguía vivo, mirándoles impasible y sonriendo fríamente.
Ante aquel acto que el mayor Zinnerman calificó in mente de la
mayor atrocidad, cerró los ojos.
Más, no escuchó ningún grito pese a que no se había aplicado
ningún tipo de anestesia a la alienígena.
Cuando abrió los ojos de nuevo, vio que no había sangre.
La doctora Dumella acababa de hacer otro corte transversal,
cruzando el anterior, y con unas pinzas apartó lo que se suponía era
piel.
Dejó al descubierto un enmarañado pero a la vez perfecto
complejo de cables, electrodos y transistores.
Zinnerman quedó frío, helado, ya no tuvieron que sujetarle.
La doctora Ava Dumella introdujo una larga y curva pinza en el
interior de aquel cuerpo electrónico y movió algún resorte oculto. La
extraña cerró sus párpados y dejó de respirar.
—¿Comprende ahora, mayor Zinnerman? —preguntó el general
Rommel, que le trataba con paternalismo.
—Dios mío, ¿qué es esto?
—Es un ser robiónico —explicó la doctora, alzando el rostro
hacia Zinnerman y sosteniéndole ahora la mirada—. Es decir, en este
caso, una robiónica a juzgar por su figura externa, pero lo mismo sería
si le hubieran dado una morfología masculina.
—¿Una robiónica?
El general Rommel le explicó brevemente:
—Un robot de apariencia humana femenina, pero con un
cerebro biónico que la doctora se encargará de investigar para sacar el
máximo de él. Ya lo ve, mayor Zinnerman, un robot biónico, o como
ha puntualizado acertadamente la doctora, una robiónica. Ellas son
nuestras enemigas, extraordinariamente peligrosas, puesto que están
programadas para la destrucción de nuestra especie humana.
—¿Y quién ha hecho este ser tan perfecto?
—No lo sabemos todavía —aclaró Maclosky— pero esperamos
descubrirlo.
—A través de una inspección inicial de la prisionera,
sospechamos algo. Luego, con una radiografía completa, descubrimos
su peculiar naturaleza. Se lo he ocultado a usted, mayor, para que
comprendiese por sí mismo de qué se trata. Ahora, ya sabe contra lo
que va a luchar pese a esa apariencia de gran belleza femenina que se
nos ofrece: Máquinas biónicas autónomas, programadas para
destruirnos.
—Sí, claro, ya lo comprendo, pero ahora, caballeros, creo que no
me vendría mal un trago de whisky —dijo Zinnerman sinceramente.
 
CAPITULO IV
 
Zinnerman se hallaba en la salita, esperando. Fumaba un
cigarrillo al tiempo que repasaba el dossier abierto que sostenía entre
sus manos.
En el umbral de la puerta apareció una azafata de bien
torneadas piernas y una sonrisa profesional que se transformó en
amplia y obsequiosa al ver a quien debía de dirigirla.
—Por favor, mayor Zinnerman, si tiene la bondad de
acompañarme.
—Al infierno, si lo desea.
Ella, como ya no podía agrandar más su sonrisa, hizo una caída
de ojos y un suave e intencionado parpadeo con el que prometía
mucho de lo que el hombre quisiera tomar.
La azafata no le condujo a un hábitat tranquilo, silencioso y
aislado como Zinnerman hubiera deseado, sino a un complicado
laboratorio en el que un competente equipo investigaba a fondo el
caso que llevaba entre manos la doctora jefe Ava Dumella.
—¿Qué tal, mayor Zinnerman? —preguntó la doctora tratando
de ser amable, pero no excesivamente.
La azafata se vio derrotada ante la personalidad, belleza,
inteligencia y seguridad de la doctora que ahora vestía una minibata
naranja sobre la que resaltaba su cabello azabache.
—Creo que le debo una disculpa, doctora Dumella.
—Si le hubieran puesto en antecedentes el otro día, antes de
llevarle al quirófano, habrían evitado su natural disgusto.
—Creo que me comporté en forma infantil.
Ella buscó la profundidad insondable de los glaciares que
constituían las pupilas masculinas.
—Creo que su postura fue muy humana, mayor. Usted
desconocía que era una robiónica y, lógicamente, no podía consentir
que se abriera en canal a un ser vivo y despierto.
—Sí, y sólo era una muñeca electrónica.
—Una muñeca electrónica tan perfecta que se autocontrolaba y
tenía la capacidad de pensar.
—He de confesar que logró engañarme.
—Cualquiera hubiera pensado que podía llegar a enamorarse de
ella —dijo Ava Dumella con cierto matiz irónico, buscando la reacción
del hombre.
—No creo que hubiera llegado a tanto.
—¿Por qué? —La pregunta le salió espontánea, sin razonarla
siquiera.
—Porque resultaba demasiado fría pese a lo bella que era. Me
pueden gustar muchas mujeres, pero enamorarme, eso es cosa distinta.
Como que Zinnerman se fijaba demasiado en los ojos de ella, en
sus labios, y luego recorría las curvas del cuerpo femenino con la
mirada, ella pareció sentir alfilerazos en cada lugar donde se posaban
las pupilas del hombre.
Carraspeó ligeramente y se volvió para decir:
—El cerebro biónico está siendo analizado, aunque será difícil
sacar algo en claro de él.
—¿Un cerebro biónico de la misma capacidad que uno humano?
—Sí, aunque el cerebrode la robiónica no debe de realizar las
funciones motoras de un cuerpo como el nuestro. También hay
infinidad de pequeñas sensaciones que nuestro cuerpo capta y el de
ella no.
—¿Quiere decir que el cerebro de la robiónica es inferior al
nuestro?
—En algunos aspectos, sí, y en otros no.
—¿En cuáles no?
—Pues, tiene más memoria y facultades de programación.
—Entonces, esa muñeca está más apta para el combate.
—Bueno, hay algo en lo que usted la aventaja.
—Parece conocerme bien.
—No demasiado, pero esa cualidad que usted posee la tienen los
buenos luchadores y es obvio que usted lo es.
—¿Se refiere a la astucia?
—Sí. En muchas ocasiones, la astucia suple a la inferioridad de
fuerza o numérica. Por cierto, ¿cómo van las investigaciones en la
nave capturada?
Zinnerman se daba cuenta de que cada vez que la conversación
ahondaba en el terreno personal, Ava Dumella la desviaba, pasando a
otros temas menos comprometedores.
—La nave es muy moderna y sus cañones ofensivos son de ultra-
tele-electro-shock. Se van a construir cañones semejantes para
nuestras naves, pero yo estimo que esas naves podrían ser vulnerables
no con el láser, pues lo reverberan, sino con armas de impacto sólido.
Sin embargo, la dificultad estriba principalmente en la gran velocidad
de movimiento que pueden desarrollar para escapar a nuestros
disparos convencionales de misiles nucleares. En fin, problemas
técnicos que estoy seguro se irán resolviendo y espero que antes de
que sea demasiado tarde.
—Sí, ignoramos cuántas son y cuándo preparan el gran ataque.
Hasta ahora parece que han estado haciendo pruebas de combate para
asegurarse de su capacidad ofensiva frente a nuestras naves de guerra.
—Esperemos que esta primera derrota que han sufrido las
detenga por algún tiempo. ¿Quién moverá a esas muñecas, suponiendo
que todo sean muñecas?
—No se sabe de dónde proceden.
—El material de su nave es muy evolucionado, pero es terrestre.
Le parecerá paradójico, pero muchas piezas de la nave han sido
construidas por factorías normales y corrientes de nuestro planeta.
—Entonces, será fácil seguir la pista de las piezas.
—Agentes secretos de la P.B. están investigando, pero me temo
que no va a ser tan fácil como parece.
—Mayor, aparte de la investigación a fondo que estamos
llevando a cabo de la muñeca robiónica, he averiguado algo más
consultando a las computadoras de archivo de noticias. Por eso le
mandé aviso para que viniera a verme.
—¿Algo importante?
—Todavía no lo sé. ¿Con qué clase de vehículo ha llegado?
—Pues, en mi vehículo particular, un sport «H.C.»
—Hum, muy rápido y caro.
—Como siempre estoy de viaje y no me gasto la plata, luego
puedo permitirme ciertos lujos.
—¿Qué le parece un viaje al Oeste del Canadá?
—Si es en su compañía, magnífico.
Ella desvió la mirada del rostro masculino. No sabía por qué,
pero se turbaba cada vez que él miraba con aquella forma tan especial
que tenía de clavar sus ojos insondables, fríos y paradójicamente
candentes, como un pedazo de hielo carbónico que, de tan frío, al
sostenerlo en la mano produce quemaduras.
—Discúlpeme un instante, puede esperarme frente al porche.
—Bien, allí estaré.
Zinnerman, con su dossier bajo el brazo, se dirigió al parking para
vehículos particulares.
Montó en su sport «H.C», amarillo con franjas rojas, y se situó
frente al porche. Poco después, la doctora Ava Dumella, vestida con
unas panties de calle y una casaca púrpura con gran cinturón y
hebilla, y con el cabello suelto cayéndole sobre la espalda, penetró en
el «H.C.» que poseía un gran confort y una línea muy aerodinámica.
Se cerró la carlinga de acero-plástico transparente. Adam
conectó la pila atómica a los dos silenciosos motores de que iba
provisto aquel vehículo último modelo y se elevaron tres pies del
suelo.
Luego, la velocidad aumentó progresivamente en busca de las
autopistas en las que podrían desarrollar las seiscientas millas hora de
crucero, velocidad nada fácil de alcanzar para el resto de vehículos
que circulaban por las autopistas y que debían de conformarse con las
trescientas millas hora.
—Bien, Ava, no le molestará que la llame por su nombre de pila
ahora que, al parecer, vamos a vernos con asiduidad, ¿verdad?
—No, Adam.
—Así me gusta. Por cierto, ¿qué es lo que vamos a encontrar en
el Canadá?
—Un sanatorio psiquiátrico.
Adam pisó el freno. El sport «H.C.» se detuvo en el aire mientras
otro vehículo que le seguía de cerca se las vio y deseó para esquivarles
y evitar el choque mientras lanzaba su sirena de alerta con rabia y
protesta.
Zinnerman se quedó mirando a Ava Dumella y quiso cerciorarse
de que no había oído mal.
—¿Un manicomio, ha dicho?
—Un sanatorio psiquiátrico —corrigió ella. Zinnerman,
resignado, puso de nuevo su flamante sport «H.C.» amarillo en marcha.
¿Qué le esperaría en el manicomio?
 
CAPITULO V
 
El director del sanatorio psiquiátrico se acercó a la ventana de
su despacho y a través de ella, miró hacia exterior.
—El hombre que buscan es aquel que está allá al fondo,
recortando setos.
Ava y Adam B. Zinnerman miraron al hombre soñado. Era un
anciano de caminar vacilante y cabello canoso. Estaba flaco y su
altura resultaba escasa.
Parecía como si la brisa que acariciaba las ramas de los setos lo
respetase, ya que un fuerte soplo de viento podría derribarlo con
facilidad.
—¿Qué es lo que podemos saber de él? —preguntó la doctora
Dumella.
—Pues, que es pacífico, pero por los resultados, irrecuperable.
—¿Por qué?
A la pregunta de Zinnerman, el director del centro respondió:
—Sufre una regresión neurótica muy fuerte y él no demuestra
ningún interés por recuperar la normalidad, habida cuenta de su
avanzada edad, quizá sea lo mejor dejarlo como está.
—Tengo entendido que ese hombre, Herbert Schneider, fue un
científico importante —observó Zinnerman.
—Lo fue —admitió el director del centro—. Pero tuvo un fuerte
shock emotivo que lo mismo podía haberle llevado al suicidio. Sufrió
una regresión y ahora se halla en un estado totalmente infantilizado,
con apenas ramalazos de raciocinio evolucionado.
—¿Fue a raíz de la pérdida de su muñeca?
Adam miró a Ava Dumella que acababa de formular aquella
pregunta.
El director del sanatorio la observó con cierto disgusto y repuso:
—Lamento no poder darle información al respecto. Los
problemas de mis pacientes, como ya deben saber son secreto
profesional.
—Lo entendemos —aceptó Zinnerman—, pero me gustaría
charlar a solas con Herbert Schneider.
—No creo que consigan demasiado. Si me dijeran qué es lo que
desean de él.
—Asuntos privados —puntualizó Ava con cierta dureza.
—Bien. No se les vaya a olvidar que está incapacitado para
firmar cualquier documento.
—No tema, no hemos venido aquí a aprovecharnos de su
situación —aclaró Zinnerman, puesto que debía de guardar el máximo
secreto sobre la misión que llevaban entre manos.
—Correcto. Daré aviso para que lo trasladen a su habitación y
ustedes podrán hablarle en ella. Espero que no lo exciten, está
infantilizado en su regresión lo mismo se pone a reír que a llorar. No
quisiera que entrara en crisis.
—Lo tendremos en cuenta, doctor —aseguró Ava con cierta
frialdad.
El director del centro no parecía dispuesto a darles facilidades
para que llevaran a cabo sus propósitos.
Una enfermera les condujo a la habitación de Herbert Schneider,
una estancia amplia, aséptica, con mucha luz y algunos motivos
infantiles colgados por las paredes, motivos de astronáutica.
—¡Mire, Adam, es usted! —exclamó Ava señalando una
fotografía clavada en la pared con chinches metálicos.
—Es cierto. Fue al regreso de una difícil aventura que pasé en el
satélite de Marte, Fobos.
—Por lo visto, el profesor Schneider es un admirador suyo.
Adam B. Zinnerman iba a responder una tontería cuando de
pronto reparó en una fotografía láser a color que había en un marco
sobre la mesita de noche.
—¡Mire ese retrato!
—¡Cielos! —exclamó la doctora Dumella llevándose una mano a
la boca.
La mujer del retrato semejaba mirarles con desafío e ironía a la
vez. Vestía un ajustadobikini y desparramaba sus cabellos rubio
platino sobre sus hombros desnudos, mostrando una actitud
provocativa.
—¡Es ella!
—Sí —ratificó Ava—, la muñeca robiónica.
—¿Qué tiene que ver Schneider con ella?
Ava contestó:
—Según la noticia que he descubierto, él fue el creador de esa
muñeca robiónica.
—¿Como una nueva y fantástica Copelia?
—Sí, como en la historia llevada al ballet, pero aquí o era una
fantasía sino una realidad.
—¿Qué sucedió con ella?
—Schneider trabajaba en un centro de investigación, pero en su
casa tenía un laboratorio particular a modo le hobby. Allí construyó su
muñeca robiónica, pero un día, al regresar a su casa, la descubrió
ardiendo. Los bomberos no pudieron evitar que se convirtiera en
cenizas. Incluso, se le llegó a encausar por carecer en su laboratorio de
las medidas obligatorias contra incendios, pero la causa no prosperó
porque cayó en un estado psicopático grave y hubo de ser internado.
—¿Y qué dijeron las autoridades de la muñeca robiónica?
—Nada, se consideró un hobby del profesor, algo sin importancia
aparte de su singularidad. Algo artístico pero carente de valor, según
se comentó. Como además todos los planos se habían quemado junto
con la muñeca, el caso fue olvidado.
—Sin embargo, por lo que puedo deducir, la muñeca robiónica
no se quemó.
—Eso parece y creo que ni el mismo profesor Schneider llegó a
sospechar jamás de lo que podía ser capaz su muñeca pensante.
—Por lo menos, ya sabemos que no viene del exterior.
—Eso es cierto, pero como si lo fueran, porque solo se parecen a
nosotros en su forma externa.
Zinnerman miró la fotografía y opinó:
—Bueno, eso tendría que comprobarlo personalmente.
—Vamos, Adam, el momento es grave.
De pronto, se abrió la habitación y apareció el director del
centro con una enfermera. El iba grave, con las mandíbulas apretadas,
y ella, excitada.
—¿Qué han hecho con él?
—¿Con él, qué quiere decir? —preguntó Zinnerman.
—Lo entienden muy bien. ¿Adonde se lo han llevado?
—¿Nosotros? Si no hemos salido de aquí —puntualizó Ava
perpleja.
La enfermera, aumentando su excitación, como si temiera que la
responsabilidad de lo ocurrido cayera sobre ella, aclaró:
—Dos señoritas que a lo lejos parecían gemelas se lo han llevado
en un vehículo negro. El pobre profesor Schneider chillaba de risa,
creo que le ha cogido un ataque.
Ava y Adam se miraron entre sí, desconcertados, mientras el
director del centro inquiría:
—¿Qué tienen que decir a esto?
Adam tomó la foto que había en la mesita de noche y se la
mostró a la enfermera, preguntándole:
—¿Esas señoritas que usted ha visto se parecían a la de este
retrato?
—Oh, sí, claro. Estaban algo lejos, les he gritado incluso, pero
una de ellas era ésta, aunque no sé decir cuál, porque eran tan iguales.
—¡Diablos! —exclamó Adam Zinnerman—. Tengo que usar el
video-teléfono con urgencia.
—¿Para qué?
—Para que los agentes de la P.B. capturen al profesor Schneider
y a las dos mujeres en cuanto los vean. Se trata de un caso muy grave.
—Pobre profesor —se lamentó la enfermera—. Y él que decía
siempre que esa chica de la foto era una muñeca suya. Está loco.
—Señorita, ¿no sabe que esa palabra está prohibida dentro del
centro?
—Oh, sí, disculpe, señor director, disculpe. Estoy algo nerviosa.
—No perdamos tiempo —exigió Adam al director del sanatorio
—. Quiero también un retrato del profesor Schneider para que pueda
ser identificado en cuanto lo vean. Su fotografía pasará
inmediatamente a las pantallas de todos los vehículos policiales del
Canadá y Estados Unidos. Con un vehículo convencional no creo que
se desplacen a otros continentes.
—¿Para qué lo querrán? —preguntó Ava.
—Lo ignoro. Quizá hayan programado algún otro sistema
ofensivo o intenten eliminar al único eslabón que las ata a nosotros los
humanos.
—Pero ¿de qué están hablando?
—Secreto profesional, doctor, secreto profesional —le replicó
Adam irónico, devolviéndole la pelota por la anterior actuación del
psiquiatra.
CAPITULO VI
 
—¿Cree que lo encontrarán?
Ante la pregunta de Ava Dumella y mientras viajaban a fuerte
velocidad por la autopista, el mayor Zinnerman respondió.
—Todos los agentes de la P.B. entrarán en acción, tenemos
prioridad, pero si por lo menos supiéramos en qué dirección se lo han
llevado.
—Por lo visto, también operan a ras de tierra.
—Sí. Es posible que tengan alguna nave construida por ellas.
—Lo que resulta un prodigio es que esas naves no sean
detectables.
—Han debido calcular muy bien todas las posibilidades de
nuestros detectores aéreos y espaciales. Su nave es cónica y posee una
campana radiactiva que difumina la onda térmica que despide a partir
de un radio de media milla, por eso, con detectores de infrarrojos,
tampoco las detectamos. Sin embargo, dentro de la nube de plástico
gaseoso, como la nave la traspasa, su onda térmica actúa como
catalizador y no sirve de nada la campana radiactiva que las defiende
de nuestros detectores infrarrojos. La pintura difusora hace el resto.
—Es aterrante cómo han podido avanzar esos cerebros biónicos.
—Sí, son pavorosamente evolutivos. Si van acumulando datos en
su memoria, luego no hacen más que programar y dar resultados a los
problemas que se les presentan. Lo que resulta paradójico es que la
envoltura de tan diabólicas máquinas biónicas sea de una belleza tan
espléndida.
—Es cierto —admitió Ava, mirando de reojo al hombre.
No supo por qué, pero sintió una punzada de celos cuando era
absurdo sentirlos de una muñeca biónica creada por un sabio
neurótico.
—Parece que oigo un ruido extraño —dijo de pronto Adam B.
Zinnerman.
Instintivamente, Ava Dumella miró en derredor.
—Sí, oigo un silbido ligero. ¿Fallará el motor?
—El sport «H.C.» tiene dos motores alimentados por la pila
nuclear, pero no es el vehículo. ¡Eh, mira allí, frente a nosotros!
—Parece una nave que viene por encima de la autopista.
—¡Por todos los diablos, conozco bien ese punto tras el que hay
una nave cónica!
Puso los motores al máximo de su potencia y el sport «H.C.» se
elevó casi diez pies en una maniobra arriesgadísima, pues era su techo
máximo para conservar el colchón neumático sobre el que se deslizaba
para avanzar.
Dio un brusco viraje de noventa grados, pasando por encima de
otros vehículos cuyos conductores se quedaron lívidos de pánico al
temer que se produjera una catástrofe múltiple en mitad de la
autopista canadiense.
El sport «H.C», suicidamente, salió de la autopista para buscar el
bosque de grandes abetos rojos. Se produjo un disparo que les habría
alcanzado de lleno si no hubieran doblado por detrás de uno de
aquellos grandes abetos que, inmediatamente, entró en ignición,
partiéndose por su base y quedando convertido en una gigantesca
antorcha.
Ava Dumella se dijo que aquello era el fin. Deslizarse sobre el
colchón de aire a aquella vertiginosa velocidad, sorteando los troncos
de los grandes y erguidos abetos rojos, era como avanzar directamente
hacia el patíbulo, como quitarle el seguro a la espoleta de una bomba
nuclear de mano y comenzar a agitarla en espera de la explosión. Pero
Adam B. Zinnerman le demostró su gran habilidad.
La nave de las robiónicas, pues no cabía duda de que era una de
ellas la que les estaba persiguiendo, seguía buscándoles de forma
metódica, que en un ser humano podría calificarse de rabia, una rabia
que no sentían aquellas muñecas por carecer de sentimientos.
Varios grandes abetos más se incendiaron y el bosque comenzó a
despedir grandes penachos de humo negro que se fueron aunando en
un incendio que se propagaba de Oeste a Este.
El sport «H.C.» rozó la base de uno de los árboles y Zinnerman se
vio obligado a reducir marcha.
—Vamos, hay que salir de aquí. Tienen localizado el sport y
cuando dejen de protegernos los árboles, por más virajes que demos,
nos desintegrarán.
El automático de emergencia abrió la carlinga. Salieron
disparados de los asientos, rodeados de unos globos de gas que se
habían hinchado en un decimoavo de segundo, evitándoles la dureza
del golpe en la caída e impidiendo la rotura de huesos.Apenas tres segundos más tarde después de quedar en tierra, los
globos se deshincharon
Adam saltó hacia la joven y cogiéndola por el brazo, la introdujo
hacia el interior del bosque.
La nave de las robiónicas, volando a lenta velocidad, se situó en
un claro y disparó su cañón electromagnético de alta frecuencia.
El lujoso, confortable y rápido sport «H.C.» se convirtió en una
bola de fuego blanco y cuando el color bajó de intensidad, apenas
quedaron unos hierros retorcidos. El resto estaba desintegrado.
—Huyamos antes de que adviertan que nos hemos salvado.
Se filtraron entre los grandes abetos mientras el humo
aumentaba de intensidad y les hacía toser, amenazándoles con la
muerte por asfixia.
—¿Hacia dónde podemos ir? —preguntó Ava, cogida por la
mano del hombre.
—La autopista está más al sur. Allí podríamos detener a alguien
para que nos llevara.
—De allá viene el frente del incendio.
—Sí, y no sé qué dimensiones puede tener.
—Quizá sea insalvable. Tendríamos que ir más hacia el Norte,
nos vamos a asfixiar.
Lo que decía la doctora era cierto. El humo se hacía cada vez
más denso a la vez que ardiente y sentían la quemazón en lo más
recóndito de sus pulmones.
Zinnerman trató de ventear la dirección del aire, pero no le fue
posible ya que ahora era cambiante. De súbito, se volvió hacia el
Norte y el fuego destructor comenzó a perseguirles.
—¡Corramos, o el fuego nos dará alcance!
Llegaron hasta un riachuelo al que apenas veían, tal era la
densidad del humo. Ava cayó al agua y la corriente intentó arrastrarla,
pero no lo consiguió, pues la mano nervuda del hombre la sujetó con
fuerza.
—¡Adam, Adam!
La sacó empapada de agua y la empujó riachuelo arriba. Las
llamas estaban tan cerca de ellos que lamían sus ropas.
De pronto, Adam descubrió una barca, casi tropezó con ella.
Estaba medio oculta por unos arbustos y vuelta del revés.
—Aguarda, Ava. Aquí podemos encontrar la solución.
Con los ojos irritados, llorosos a causa del humo y el calor,
Zinnerman puso la barca en posición correcta. La empujó hacia el
agua y pidió a Ava que penetrara en ella.
—Si el riachuelo no se ve, vamos a zozobrar.
—Peor es quemarse y el riachuelo, como es estrecho, será
rebasado por las llamas. El viento es demasiado fuerte.
Ava saltó sobre aquella barca, antiguo invento del hombre para
sostenerse sobre las aguas, que se balanceó peligrosamente.
Adam la empujó con el remo doble que había encontrado hacia
el centro de la corriente y después, avanzaron con rapidez, rozando en
ocasiones peligrosas rocas que surcaban la madera de la barca,
hiriéndola.
Parecía increíble cómo el fuego se había propagado con tal
celeridad, pero la nave robiónica que ya se había alejado era la
culpable del incendio tras provocar varios puntos de ignición en el
bosque.
Zinnerman notó que las aguas habían dejado de ser rápidas. Sólo
había humo en derredor. No se veían las orillas, pero debían de
hallarse en algún remanso y dejó de remar. Ava, cerca de él, tosía.
Zinnerman se desnudó de torso para arriba e hizo girones su
ropa, empapándola en agua.
—Respira a través de estos trapos mojados.
—¿Cuánto tiempo resistiremos aquí?
—No lo sé, pero ya estará dada la alarma de fuego en el bosque,
junto a la autopista.
Ava se sentó cerca del hombre y se dejó sujetar por la cintura sin
protestar ni rehuirle. Los segundos se transformaron en horas y las
horas, en años. Por encima de sus cabezas escucharon ronquidos de
potentes motores y Zinnerman observó:
—Serán los bomberos forestales en sus aeronaves cargadas de
agua emulsionada con detergentes biodegradables y gases inertes para
que, al desparramarse el agua sobre las zonas de fuego, se formen
verdaderas montañas de espuma que impidan la continuación del
incendio.
El humo se fue disipando en gran parte y ya pudieron quitarse
los trapos empapados en agua que habían servido de filtrantes.
—Creo que ya hemos escapado al fuego. No tardarán en
descubrirnos y nos rescatarán de aquí.
—Creí que no nos salvaríamos —suspiró ella mirándole con el
mentón ligeramente alto.
Zinnerman contempló aquellos labios tan próximos a él y acercó
su boca despacio a ellos. Ava no se echó hacia atrás y aceptó la caricia
con un ligero temblor en las rodillas que no pudo evitar.
—Adam, no es correcto que...
—Vamos, Ava, que nos queda poco tiempo. En cualquier
momento veremos aparecer a los bomberos forestales.
Ava se abrazó a su cuello y participó de lleno en la caricia.
Al disiparse la humareda vieron volar a los turbohelicópteros
que batían el aire con sus palas de gas invisible, producto de la
reacción de los motores.
—Eh, muchachos, ahí abajo está la pareja que buscamos —dijo
el bombero piloto.
—Diablos, creo que en vez de rescatarlos vamos a estorbarles —
se rió su compañero mientras la máquina volante descendía en
vertical y con una suavidad digna del más fino de los elevadores.
 
CAPITULO VII
 
Al acudir a la llamada del general Rommel en el astropuerto del
Belic-Mundi-Federal, Adam Zinnerman halló a Maclosky junto al
militar. Ambos ofrecían un aspecto preocupado.
En el astropuerto había gran movimiento de hombres y
máquinas. Desde el recinto exterior del astropuerto, nada se notaba,
pero allí reinaba una auténtica alarma de guerra.
—¡General Rommel!
—Ah, ya ha llegado, mayor Zinnerman.
—Temíamos que hubieran muerto en el incendio de los bosques
canadienses —le dijo Maclosky.
—Los bomberos actuaron con mucha rapidez —observó
Zinnerman, recordando por un instante el rostro de Ava Dumella.
—Logró escapar por segunda vez al ataque de esas diabólicas
muñecas robiónicas, ¿eh?
—Así es, señor Maclosky, espero que a la tercera no vaya la
vencida. Por cierto, veo mucha acción en el astropuerto. ¿Hay
noticias?
—Sí, Zinnerman, y muy malas —concretó el general Rommel.
—Esas extrañas criaturas han establecido un bloqueo total de
nuestro planeta con sus naves y con sus disparos han destruido
nuestros centros más importantes de telecomunicación astronáutica.
—Les ha sido muy fácil arrasarlos —dijo el general Rommel con
un suspiro—. Como no estaban protegidos en absoluto contra posibles
ataques extraños...
—No se lamenta, general. ¿Quién iba a pensar que seríamos
atacados por unas extrañas criaturas que no son más que muñecas
robiónicas?
—No las subestime, señor Maclosky, son diabólicas
computadoras autosuficientes —puntualizó Zinnerman—. Por cierto,
¿no se sabe nada del viejo que construyó la primera de ellas ni de las
dos que se lo llevaron a él?,
Maclosky respondió con gesto negativo y pesimista.
—Es como si se los hubiera tragado la tierra. ¿Está seguro de
que fueron dos de ellas quienes se lo llevaron?
—Sí. El viejo, que está loco, por lo visto se marchó muy
contento con ellas.
—¿Está seguro de que Schneider es el inventor de esas
diabólicas muñecas? —inquirió el general Rommel, mirando a
Zinnerman a través de las lentillas oscuras que protegían sus ojos del
sol.
—No me cabe ninguna duda. La fotografía que les envié a través
del video-teléfono era la de su muñeca supuestamente desaparecida en
un incendio y coincide exactamente con la robiónica que
despanzurraron, y disculpen la expresión, dentro del quirófano.
—¿Cabe la posibilidad de que él llevara la muñeca a alguien que
la reprodujo en forma industrial?
—No, general, estimo que no. Este punto lo hemos analizado la
doctora Dumella y yo y hemos llegado a la conclusión de que se han
reproducido a sí mismas.
—Pero, sus complicados cerebros biónicos, ¿cómo los han
conseguido esas muñecas?
A la pregunta de Maclosky, Zinnerman respondió según lo que le
había contado Ava Dumella.
—Son neuronas que se hallan en suspensión dentro de un
plasma artificial en el que hay un polvillo metálico de aleación muy
compleja que se está estudiando.
—Pero ¿son neuronas vivas?
—Según se escribió en los medios de información,
Schneider construyó la primera robiónica con neuronas vivas de
delfín, pero hay algo más grave y más oscuro en todo esto.
—¿Qué es? —preguntaron casi al unísono el general Rommel y
Maclosky.
—Pues, que la doctoraDumella teme que las neuronas de las
robiónicas, es decir, de la que fue capturada, sean humanas.
—¿Humanas? —repitió Maclosky.
—Sí. La doctora Dumella sospecha que como esas neuronas
debían programarse para lo que esas muñecas desean, las neuronas
han de ser vírgenes. Por lo tanto, si se confirma que son neuronas
humanas, la P.B. tendrá que investigar a fondo sobre todos los bebés
muertos o desaparecidos en los últimos tiempos.
—Eso que está diciendo, es muy grave, mayor Zinnerman —
advirtió Maclosky.
—Sí —admitió el general Rommel—. Si la noticia trasciende a la
opinión pública, el pánico será absoluto, una histeria colectiva. Lo
malo es que nos pedirán que actuemos y seguimos sin poder
detectarlas.
—Nuestro ojo las capta, general Rommel.
—Es cierto, pero nuestro ojo es demasiado lento y su alcance es
limitado. Si ellas navegan por la ionosfera, no podemos descubrirlas y
en todo el día de ayer fueron destruidas sesenta y tres naves.
—¿Cómo ha dicho, sesenta y tres? —repitió Zinnerman muy
preocupado.
—Sí. Han atacado dos convoyes y luego, naves sueltas y una
escuadrilla que salió a buscarlas sin éxito, claro. La única derrota que
han sufrido se la deben a usted, mayor Zinnerman.
—Pues hay que conseguir más.
—Como no vea a ese amigo al que llama un «chalado», Okono
Tanaka, que ha llegado de Marte a la Luna.
El general objetó:
—Y no podemos pedirle que venga aquí, ya que no hay ninguna
nave que consiga atravesar el bloqueo que ellas han establecido
alrededor de nuestro planeta. Todos los satélites repetidores de
teletrivisión y videoteléfono han sido destruidos.
—¿No habría forma de comunicarse con la Luna?
—No, mayor Zinnerman, actualmente no la hay. Suponemos que
en la Luna se habrá creado un estado de histeria colectiva.
—Pues la única arma eficaz, mientras sus equipos de
investigación no inventen otras mejores, es esa nube de plástico
gaseoso solidificable, y esa fórmula sólo la tiene Okono Tanaka.
—Si se la hubiera dado a usted con anterioridad —dijo
Maclosky.
—No confiábamos demasiado en ella, ni él ni yo, es la pura
verdad, pero ahora hay que conseguirla. ¿Qué les parece si voy a la
Luna en busca de Okono Tanaka?
—¿Cruzar el bloqueo de las robiónicas, está loco? Lo
desintegrarían —espetó el general Rommel entre dientes y con gran
preocupación.
—¿Qué les parece si despegáramos unas cuarenta o cincuenta
naves de U.P.I.-1.001 al mismo tiempo, como si nos dispusiéramos a
llevar a cabo una operación de castigo?
Maclosky se apresuró a responder.
—Si esas muñecas diabólicas son tan efectivas como parecen,
recibiríamos un severo castigo entre nuestros pilotos astronáuticos.
¿Cuántos cree que se salvarían, general?
—Pocos, si no regresaban a tiempo, claro que si atacan de
súbito, el factor sorpresa puede influir en la batalla. Es posible que si
ópticamente son descubiertas, algunas de las naves robiónicas puedan
ser destruidas, pues no son insensibles a nuestros disparos
convencionales con minibombas nucleares.
—Podría intentarse esta batalla del espacio, aunque sé que
caerían algunos de los mejores hombres. Yo podría aprovechar la
confusión para cruzar el bloqueo y dirigirme a la Luna.
—La idea puede costar mucha sangre, pero no es mala —admitió
Maclosky—. ¿Qué le parece, general?
—Sí, pero ¿y el regreso?
—Es una partida en la que nos jugamos mucho, ¿no? Pues hay
que arriesgar mucho también. Podemos establecer un punto
determinado en la ionosfera y a una hora señalada, yo, si nada lo
impide, trataré de estar en el espacio. Si en ese momento coincido con
una batalla entre naves robiónicas y de las nuestras, podré filtrarme y
llegar hasta aquí con Okono Tanaka, para proceder de inmediato a
trabajar sobre la nube gaseosa de plástico solidificable. Sé que tengo
pocas posibilidades de éxito, pero si no lo intentamos, tendremos
muchas menos y al mismo tiempo, se podrá probar que tal funcione
un ataque coordinado de nuestras flotillas de U.P.I-1.001 contra las
naves de esas diabólicas muñecas. Tenemos desventaja. Los pilotos
sólo podrán confiar en sus ojos, pero una superioridad numérica
puede darles alguna ventaja y si cae alguna que otra nave robiónica
puede hacer mella en su programación de bloqueo.
—¿Qué le parece la propuesta del mayor Zinnerman, general
Rommel?
—¿Qué me ha de parecer? Por algo le hicimos mayor, ¿no?, pese
a sus quebrantamientos de las normas.
Maclosky se volvió hacia Zinnerman y dijo:
—Ya lo sabe. Intentaré burlar el bloqueo e ir a la Luna en busca
de Okono Tanaka. Costará mucha sangre, pero hay que conseguir esa
fórmula. ¿No es cierto, general?
—Sí. Yo personalmente coordinaré el ataque masivo de las
flotillas U.P.I.-1.001 para que se inicie en cuanto el primero de
nuestros pilotos divise a una de esas malditas naves.
—Pues, será mejor que convoque reunión de pilotos
astronáuticos para hablarles de cuál es el plan trazado —sugirió
Zinnerman mientras buscaba en sus bolsillos un cigarrillo que llevarse
a los labios.
CAPITULO VIII
 
Se habían dejado de lado a las programadoras. Se tenía la
sospecha de que en alguna forma, las diabólicas muñecas robiónicas
obtenían información de los centros de programación. Habían
descubierto con mucha anticipación la marcha de los convoyes
astronáuticos y, al parecer, identificaban incluso hasta a los pilotos
que derribaban, quizá para llevar su propio control.
Luchar contra aquellas muñecas resultaba tan difícil que sólo
una gran fe y optimismo hacía que los hombres siguieran adelante
para salvar al ser humano de sucumbir bajo el dominio de lo creado
por ellos mismos, algo que en principio había sido construido como un
juguete, como una diversión, y ahora era el peor de los peligros que
en época alguna se había cernido sobre la Humanidad.
Todas las naves U.P.I.-1.001 que iban a participar en la
operación camuflaje habían sido llenadas a tope con municiones
ofensivas de tipo convencional y se habían dejado a un lado los
cañones láser que se sabía ya de forma cierta que nada podían contra
las naves robiónicas, que lo reverberaban como el más pulimentado de
los espejos.
Estaban dispuestas las bombas nucleares de pequeña potencia
que destruían por una combinación de ondas expansiva y térmica,
pero había que confiar en el ojo humano y aquello resultaba de una
gran preocupación.
Todos los pilotos habían pasado por la enfermería donde se les
había inyectado un preparado en el que predominaba la vitamina A
para aumentar su capacidad de visión.
Cuando estuvieran en atmósfera diurna, tenían que colocarse
lentillas oscuras, pero el lugar de lucha elegido por las naves de las
muñecas robiónicas tenía escasa luz, ya que la gran masa atmosférica
difusora de la luz solar que recibía directamente, quedaba por debajo
de la zona de combate.
Al mayor Adam B. Zinnerman le hubiera gustado entrevistarse
con Ava Dumella, la inteligente doctora que, por si fuera poco, poseía
una belleza elocuente y nada fría como aquellas muñecas de cerebro
biónico y cuerpo de látex, que si bien imitaban a la perfección el
cuerpo humano, tras aquella gruesa piel se escondían los circuitos
electrónicos y una pila nuclear como corazón, no más grande que el
puño de un hombre.
Sí, le hubiera gustado hablar con la doctora, cuyos ojos
recordaba muy bien, pero no era posible.
Todo se había llevado adelante con rapidez. Las flotillas de
naves astronáuticas U.P.I.-1.001 especiales se hallaban listas, a tope de
su poder ofensivo y ocupadas por los pilotos con las mandíbulas
contraídas, endurecidas por un rictus de gravedad.
Pocos eran los que confiaban en regresar, pero había que
intentar el ataque contra las muñecas robiónicas.
Cuando se cerró la carlinga de su nave de combate, Zinnerman
cerró los ojos, notando incluso con los párpados aquellas lentillas
oscuras.
Rememoró en su mente el rostro de Ava. ¿Cómo diablos le
gustaba tanto? No se lo explicaba. Había conocido a muchas mujeres
en su vida. Era un hombre famoso por sus éxitos interplanetarios.
Muchos chicos y no tan chicos lo habían tomado casi como un
ídolo y las mujeres se le habíandado fáciles, pero si bien había ido de
flor en flor, no regateando las libaciones, ante los ojos oscuros y
profundos de Ava se sentía distinto.
Tuvo que dejar de pensar. Desde el centro de control bajo tierra
le enviaron la señal: Todos estaban listos para el despegue.
Un piloto verde se encendía intermitentemente. El, a su vez,
pulsó una tecla azul. Aquello era la señal. En las otras naves de la
flotilla se encendería un piloto azul.
Los mensajes orales quedarían limitados al mínimo necesario
según la orden en el plan trazado para que las muñecas robiónicas no
captaran los mensajes y pudieran computarlos, organizando de esta
forma su propio contraataque.
La nave del mayor Adam B. Zinnerman se movió, comenzando a
adquirir velocidad sobre la larga y pronunciada rampa de despegue.
Tras él siguieron las formaciones de naves de combate. Primero
tres, luego seis. El resto iba en formación de seis y así, en columna
compacta, abandonaron la Tierra a velocidad decasónica mientras
permanecieran dentro de la atmósfera del planeta.
Luego, ya en el espacio, aquellas naves podían autopropulsarse
con una fuerza que para otra resultaría destructora, brutal, alcanzando
vertiginosas velocidades para navegar por el espacio.
Zinnerman confiaba en autopropulsarse con el máximo de
potencia de sus motores para escapar de la atracción terrestre en
medio del combate y así dirigirse a la Luna.
Sabía que podía ser elegido como blanco de una de las naves de
las muñecas robiónicas y, si le aniquilaban, Okono Tanaka continuaría
en la Luna.
Cruzaron la atmósfera, luego la estratosfera y pasaron a la
ionosfera como si se dispusieran a tomar una órbita terrestre. Mas la
formación compacta de naves se quedó en la ionosfera, moviéndose
con una sorprendente agilidad.
El mayor Zinnerman era como la cabeza de aquella gruesa,
potente, veloz y serpenteante formación de naves ultra-
interplanetaria, capaces de moverse con gran maniobrabilidad dentro
de cualquier atmósfera.
Zinnerman iba cambiando la dirección. Derecha, izquierda,
luego unos grados más y parecía retroceder. Las naves de los demás
pilotos de combate le seguían sin salirse lo más mínimo de la
formación.
—Por todos los demonios, ¿cuándo aparecerán las malditas
muñecas?
El mayor Zinnerman quiso buscar un cigarrillo. Aquello
contravenía el reglamento, lo sabia, pero de pronto vio algo. Era una
mota de polvo.
Se quitó las lentillas que ya no necesitaba. Su capacidad de
visión, estimulada por el fármaco que le habían inyectado, estaba al
máximo. Los demás pilotos de combate estarían haciendo lo mismo.
Tenía que enviarles una señal para advertirles de que ya tenían al
enemigo delante.
La señal que emitió también la captaría el general Rommel, que
una vez entraran en combate establecería la formación envolvente
para tratar de destruir las naves de las robiónicas.
El mayor Zinnerman colocó en posición correcta el arcaico
goniómetro óptico, un aparato en desuso desde hacía más de un siglo.
Centró aquella mota que se iba agrandando y que sólo él podía
identificar como una nave enemiga por haber sido el único, hombre
que la había visto y que seguía vivo. Los demás habían muerto.
Abrió el sistema de comunicación oral. Era una de las pocas
circunstancias en que lo iba a utilizar, según lo acordado.
—Atención, muchachos, os habla el mayor Zinnerman. Tenemos
una nave enemiga frente a nosotros. Voy a intentar lo imposible;
suerte, corto.
Tras decir aquellas palabras que estaba seguro también habrían
captado las bellas pero diabólicas muñecas, pulsó por tres veces
consecutivas el botón de disparo de los cañones cargados con
miniproyectiles nucleares.
Zum, zum, zum...
Uno, dos y tres proyectiles consecutivos, lanzados a velocidad
centasónica.
De pronto, a través del objetivo óptico del geniómetro, pudo ver
que la ionosfera se iluminaba con una luz cegadora.
La nave enemiga, que demasiado segura de sí misma, de su
poder, había querido avanzar más antes de disparar sus armas de
ultra-electro-shock, fue desintegrada.
Zinnerman sintió una profunda satisfacción ante aquel éxito.
Aquello daría moral a los demás pilotos que deberían estar gritando de
contento.
Adam Zinnerman había explicado cómo se podían localizar las
naves si se les acercaban. La simple y aparente mota de polvo podía
ser una nave vista a gran distancia.
Aquel demente llamado Herbert Schneider las había dotado con
un cerebro demasiado perfecto utilizando neuronas de delfín y luego
ellas quién sabía cuántos cerebros infantiles habían utilizado para
producir sus cerebros biónicos autosuficientes.
El general Rommel envió la clave de unos guarismos que
correspondían a las formaciones que debían de tomarse. El primer
impacto recibido por las robiónicas las obligaría a reorganizarse.
De pronto, Zinnerman, apartándose de la formación, dio el
máximo impulso a sus motores y escapó de la ionosfera protegido por
la masa de naves que componían las diversas flotillas. Sería difícil que
le localizaran en aquellas circunstancias.
Escapó totalmente a la gravedad del planeta y detuvo los
motores para dejarse llevar por la velocidad obtenida gracias al
impulso.
A través del televisor observó la Tierra que se hacía cada vez
más pequeña y, de súbito, contempló algo desagradable: En la pantalla
comenzaron a aparecer masas ígneas. Eran naves que se destruían. La
batalla del espacio estaba en su apogeo.
El mayor Zinnerman ya nada podía hacer. Había destruido a la
primera de las naves robiónicas y ahora viajaba rumbo a la Luna en
busca de Okono Tanaka, un hombre que formaba parte de aquel
ejército de sabios medio locos capaces de inventar los artilugios más
inverosímiles y sorprendentes, que lo mismo podían resultar bien que
mal, como la casi satánica invención de Herbert Schneider con su
muñeca robiónica.
 
CAPITULO IX
 
Con mucha gravedad, la doctora Ava Dumella tomó asiento en la
anatómica butaca frente a la amplia y aséptica mesa escritorio del
general Rommel. Junto a éste, de pie cerca de la ventana, se hallaba
Maclosky. Su gesto también era de honda preocupación.
—¿Qué saben del mayor Zinnerman?
—Consiguió su propósito de marchar hacia la Luna —respondió
lacónico el general.
—Ha sido la batalla más cruenta que ha habido en el último
siglo.
—Sí, ciertamente lo ha sido —admitió el general Rommel—. No
comprendo como ha podido ocurrir, pero esas muñecas tienen unas
naves más perfeccionadas que las nuestras y resulta paradójico,
habiendo sido un hombre quien las ha inventado.
—Quizá es que el cerebro biónico de esas extrañas criaturas
evolucionan más rápidamente que el nuestro —opinó Maclosky.
—Pues yo tengo que notificarles algo muy grave respecto a ellas
—manifestó Ava.
—¿Se refiere a sus cerebros biónicos? —preguntó Maclosky.
—Sí.
—¿Ha confirmado que las neuronas son humanas? —preguntó el
general a boca de jarro.
—¿Lo saben ya?
—Faltaba su confirmación, doctora Dumella —explicó Maclosky
—. La P. B., en colaboración con las policías de todo el mundo, ha
constatado la desaparición inexplicable de ciento quince niños.
—Lo que nos da una idea aproximada de cuántas deben de ser
ellas —observó el general Rommel cruzando sus manos sobre la mesa
y mirando a la doctora a través de sus lentillas oscuras.
—Es horroroso y si han empleado niños seguirán utilizándolos
para reproducirse. Ellas nacen en un laboratorio bioelectrónico y para
que vivan deben de morir niños.
—Y luego, cuando dominen la Tierra, Dios sabe lo que harán.
Son máquinas carentes de piedad —observó Maclosky.
—No son muchas, nuestras fuerzas podrán vencerlas, ¿no creen?
El general Rommel la miró pesimista.
—No será tan fácil. En el ataque de cobertura de fuga del mayor
Zinnerman fueron abatidas casi doscientas naves U.P.I.-1.001 y, por
contra, de cuatro naves enemigas, sólo dos sucumbieron.
—¿Sólo dos?
—Sí. No hemos podido decírselo a los supervivientes, sería el
pánico general. Es un suicidio volar. Una nave fue abatida por varios
disparos cruzados y, realmente, sólo una de ellas fue desintegrada
limpiamente. Ese disparo

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