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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCIÓN 235— Después de la invasión. Marcus Sidéreo. 236— Los bicéfalos. Glenn Parrish. 237— Skyíab 2005. Curtis Garland. 238— Reyes del espacio. Clark Carrados. 239— Enviado de los dioses. Curtis Garland. RALPH BARBY LAS MUÑECAS ROBIONICAS Colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 240 Publicación semanal Aparece los VIERNES EDITORIAL BRUGUERA, S. A. BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS - MEXICO ISBN 84.02-02525.0 Depósito legal: B. 55.832 · 1974 Impreso en España - Printed in Spain 1.a edición: marzo, 1975 © Ralph Barby · 1975 texto © Enrique Martín · 1975 cubierta Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España) Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia. Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1975 CAPITULO PRIMERO La nave Ultra-Inter-Planetaria 1.001 de combate, procedente del planeta Marte, acababa de rozar tangencialmente la órbita lunar sin dejarse atrapar por ella, y tenía la proa encarada hacia la Tierra que aparecía frente a los ojos del experto astronauta capitán Adam B. Zinnerman. Las pupilas grises, heladas como el más gélido y endurecido glaciar marciano, se habían fijado en la pantalla del teledetector. Podía ver claramente la masa azulada del planeta madre de todos los terrestres. Frunció el ceño. Allí había algo, algo pequeño como una mota casi imperceptible de polvo que enturbiaba la imagen. Su intuición jamás le había fallado y en aquella ocasión tuvo el presentimiento de que iba a corresponderle jugar la partida más desagradable de su vida, posiblemente la última. ¿Cuántos compañeros bravos, expertos y temerarios tripulantes de las naves de combate Ultra-Inter-Planetaria habían caído ya, desintegrados entre la ionosfera y la estratosfera terrestre? Al principio, se habían dado a la publicidad los nombres de los caídos en combate, es decir, materialmente desintegrados, convertidos en energía. Más como la lista se había ido haciendo terriblemente larga, una reunión del Comité Mundi-Federal había adoptado el acuerdo secreto de silenciar los nombres de los astronautas de combate que sucumbían ante aquel enemigo experto y poderoso que aniquilaba a los astronautas terrestres y seguía invicto. Se había tomado esta medida para no provocar la histeria colectiva en el planeta Tierra, pero los extraños intrusos seguían allí, aunque no se sabía dónde. Aparecían sorpresivamente, destruían la nave terrestre y volvían a desaparecer. De cuando en cuando, algún oficial en algún aeropuerto o una pareja de enamorados tendidos sobre la hierba de algún parque forestal, un santuario de belleza virgen, observaban en el cielo una luz fugaz muy potente y, después, nada. Los hombres de la Tierra ya se habían acostumbrado a aquellas súbitas imágenes en el firmamento; sin embargo, cada bola luminosa que aparecía y desaparecía, era una nave terrestre menos, una nave destruida. Adam B. Zinnerman lo sabía bien e incluso era consciente de que algunos compañeros suyos, ante la total inoperancia de las naves de combate más rápidas y potentes corno la Ultra-Inter-Planetaria 1.001, no habían renovado contrato para seguir sirviendo como astronautas de combate. Era un suicidio seguir en aquellas condiciones y la más triste y desesperante de las resignaciones se había pintado en los rostros de los astronautas que se alejaban de la base Belic-Mundi-Astronauta. Entre muchos de los colonos de la Luna había comenzado un desesperado regreso a la Tierra. La Luna no había sido atacada por el momento, pero sí los convoyes de suministro. El agua y las primeras materias primas de subsistencia comenzaban a escasear, cotizándose a precios abusivos pese al férreo control que se trataba de implantar. Todos temían que de un día a otro ya no llegara ningún convoy más de suministros desde la Tierra y la Luna se convertiría en la gran tumba para quienes quedaran atrapados en ella. El capitán Zinnerman se colocó una pequeña tableta de fino tabaco rubio entre las muelas y comenzó a mascarla mientras gruñía algunas palabras que sólo él podía oír, ya que tenía desconectado el láser-comunicador. —Si en su día le hubieran hecho caso al general Rommel, quizá las condiciones en este momento fueran otras. Posiblemente, la mezcla de ingenieros, físicos y químicos del Belic-Mundi-Federal ya habrían conseguido armas más eficaces y potentes con las que luchar contra el enemigo. Pero desestimaron los proyectos del general Rommel, quizá porque ostentaba el mismo apellido del ya casi mítico mariscal Rommel, el Zorro del Desierto, desaparecido un siglo atrás. Zinnerman no se había preocupado lo más mínimo de averiguar si el general Rommel era descendiente o no del mariscal Rommel; sólo sabía de él que había sido un experto astronauta primero y luego un accidente lo había situado entre despachos, pero con tanta eficiencia que sólo hacía que pedir y pedir dinero para sufragar gastos de investigación. Al principio lo habían apaciguado con buenas palabras. Después, lo habían frenado con dureza y finalmente lo habían mirado con sonriente y burlón menosprecio, diciéndole hirientes: —Pero, general Rommel, ¿acaso espera usted otra guerra? ¿Y contra quién? La Tierra ya se ha unificado en un Comité Mundi- Federal, algo jamás soñado. Ya no hay enemigos, general Rommel. ¿Contra quién pretende luchar usted? —No se sabe —respondía él automáticamente, siempre ensimismado, pero arrogante—. El enemigo puede aparecer cuando menos se piensa y procedente del lugar más inesperado. Sobre las espaldas del general Rommel habían ido gravitando los años y, de pronto, aparecieron las naves enemigas. No eran los simples Ufos, tan traídos y llevados durante décadas para consumidores aburridos de noticias; ya no se trataba de fotografiar y clasificar objetos más o menos extraños. Hombres muy expertos, tripulando naves bien armadas, habían comenzado a caer. El capitán Adam B. Zinnerman pensaba en el general Rommel y que si le hubieran hecho caso en otro tiempo, las cosas serían ahora diferentes. Ignoraba cómo funcionaban ahora las cosas por los despachos del Belic-Mundi-Federal. Había algún tiempo que se hallaba ausente del planeta Tierra, pero le habían contado que se comenzaban a invertir millones y millones en programas de investigación para la defensa bélica. Mas, ya era tarde y no obtenían ningún resultado óptimo, nada que hubiera causado la más mínima mella en el enigmático y desconcertante enemigo que científicamente semejaba mucho más adelantado que los equipos de investigación terrestre. Movió de izquierda a derecha la palanca que pasaba los datos que obtenían los baremos de detección a la programadora automática de a bordo, un eficiente cerebro electrónico con memoria de datos suficiente para calcular a velocidad infinitesimal de segundo cualquier plan de ataque con las armas que una U.P.I.-1.001 portaba. El piloto verde de la programadora automática se encendió de forma fija. Según la programadora, no había peligro alguno, no detectaba nada anormal. Todo estaba en regla; sólo recibía datos del planeta Tierra. —Malditos, sé que estáis ahí —masculló entre el fino tabaco de mascar para astronautas—. Me lo habían dicho... «Es inútil, Zinnerman, la programadora de a bordo no detecta nada y el cerebro humano está incapacitado para actuar a esas velocidades.» A cualquier otro se le habría escapado aquella especie de mota de polvo aparecida en el teledetector, una mota a la que la programadora no concedía importancia o simplemente no llegaba a computarla. Mas, el capitán Zinnerman comenzó a tener la seguridad absoluta de que aquello que aparentemente noera nada, le estaba aguardando a él. Seguir adelante era un suicidio. Tenía la opción de dar la vuelta y regresar por lo menos a la Luna. Le bastaría decir en el astropuerto que precisaba una revisión técnica de su nave y así quedaría conjurado el peligro sin tener que dar explicaciones a nadie. Zinnerman viajaba de regreso a la Tierra. Debía renovar la firma de su contrato con la Belic-Mundi-Federal y para el burócrata de turno no sería nada insólito que Zinnerman pidiera su liquidación en caja, le estrechara la mano y se alejara. Aquella escena se había repetido tantas veces que era normal. Zinnerman, antes de enfrentarse con el contrato de renovación, había decidido mantener una charla con el general Rommel, pero posiblemente ya no lo vería jamás. Aquello le estaba aguardando para cuando decidiera orbitar la Tierra para penetrar en la ionosfera, estratosfera y atmósfera. Aquella especie de ojo maligno, etéreo, inalcanzable, casi insensorial y a la vez destructor y mortífero, le aguardaba. Tenía una posibilidad, sólo una posibilidad, una posibilidad irrisoria y que todos calificarían de ridícula, pero no tenía otra y se dispuso a jugárselo todo a esa carta. Aquella posibilidad de salir bien del encuentro era una entre mil, quizá menos, lo que cualquier calculador objetivo habría llamado lisa y llanamente un suicidio. Puso el mando automático para proseguir su ruta normal hacia el contacto terrestre. Escupió la tablilla de tabaco y sacó un paquete de cigarrillos. Levantó uno de los pilotos controles y hundió la punta del cigarrillo. Al sacarlo ya humeaba. Volvió a colocar la caperuza roja del piloto parsimoniosamente, como el más frío de los jugadores, y se llevó el cigarrillo a los labios. Aquello estaba prohibido en un astronauta de combate, pero si iba a morir ¿qué importaba fumarse un cigarrillo clandestinamente o no? Después de todo, ¿quién iba a detectarlo, acaso el «chivato» automático de a bordo? ¿Quizá la alarma del control de atmósfera de la nave que detectaría el humo en suspensión? Ni siquiera se encogió de hombros. Estiró ligeramente la butaca anatómica y con el cigarrillo entre los dedos índice y corazón, siguió fumando. No le quedaba mucho tiempo, lo sabía, aunque la programadora le diera luz verde. Le hubiera gustado asestar un puntapié a aquel conglomerado de cajas metálicas con circuitos biolectrónicos aunque, después de todo, ¿qué culpa tenía la programadora si no la habían capacitado para detectar aquello que al parecer no reverberaba nada que fuera detectable? Siguió fumando. Experimentó un ligero placer y sonrió al ver cómo el piloto de control de ambiente se encendía, avisándole de que su atmósfera no estaba cien por cien pura. Lo mismo le hubiera advertido por una fuga de los tanques o una avería en la reconversión de gases, pero ahora sólo se trataba de un cigarrillo, quizá el último cigarrillo. —¿Cuándo dispararéis, malditos? —preguntó en voz alta tras expulsar una bocanada de humo. Ni siquiera se sabía qué clase de armas utilizaban para aniquilar las naves terrestres. Sólo se sabía que en determinado momento quedaban destruidas, nada más. Llegaba el momento. Posiblemente, cuando todo ocurriera, no se enteraría de nada, pero antes de que eso sucediera, lucharía como gato panza arriba. Adam B. Zinnerman no era de los hombres que colocan la cabeza en la guillotina sin por lo menos darle un puntapié en la boca al verdugo. Por ello, cuando aquella nave se hizo precisa, quitó el mando automático y dio todo el impulso a los motores de la U.P.I.-1.001 en dirección contraria a la orbitación normal de los satélites. Aquella maniobra brusca tenía que desorientar al enemigo sin darle tiempo a reaccionar, porque apenas unos segundos más tarde, cambió la maniobra y decidió hundirse en la estratosfera con gran riesgo de fundir la nave con el roce en la brutal penetración; sin embargo, una U.P.I. tenía algunas posibilidades de escapar debido a su morro penetrante y antitérmico. El termómetro electrónico señaló rápidamente el rojo. Zinnerman no supo si es que le habían disparado algo que le había pasado rozando o era la fricción con la atmósfera. Lo cierto era que, aunque abrasándose, seguía vivo por el momento, fintando a su perseguidor al que no podía localizar con los detectores de la nave; apenas si se reflejaba algo en el teledetector. Aquél era el momento preciso. Si fallaba, no llegaría a tocar tierra. Sin soltar el cigarrillo de la zurda, movió la diestra hacia un pulsador añadido al panel de mandos, casi en una chapuza. Junto a la popa de la U.P.I.-1.001 surgió de repente una enorme columna de gas que inmediatamente formó una nube tras la nave mientras ésta seguía descendiendo. La nave destructora, de aspecto aerodinámico, debió de sentirse desconcertada de nuevo, aunque no pareció dispuesta a abandonar la caza de la nave terrestre que pretendía escapar tras aquella nube de gas artificial. Penetró a través de ella para pasar al otro lado y así destruir al escurridizo Zinnerman. De súbito, ocurrió lo increíble, lo fantástico. La nube se solidificó completamente, atrapando a la nave perseguidora. Zinnerman, ahora a través del teledetector, observó la nube gris que se zarandeaba visiblemente y de pronto comenzaba a caer. En el roce con el aire, se prendió fuego, un fuego amarillento que la envolvió por completo. El capitán Zinnerman la vio caer y caer. Era su triunfo. Abrió el canal de comunicación con la Tierra e, inmediatamente, escuchó una voz un tanto nerviosa, casi airada, que le inquiría: —¡Capitán Zinnerman, capitán Zinnerman! ¿Está a la escucha? —O.K., escucho. —¿Qué ha pasado? —¿No lo están viendo con sus propios ojos? Ya no son invencibles. Por cierto, se me había olvidado conectar el canal de comunicación. Tras decir esto, escuchó una fuerte interjección a través del altavoz y sonrió. Se llevó el cigarrillo ya consumido a los labios. El piloto control de atmósfera interior seguía advirtiéndole que tenía la atmósfera de la nave enrarecida, pero él continuó fumando mientras una enorme nube sólida en llamas caía sobre el océano. CAPITULO II Adam B. Zinnerman permanecía tumbado sobre la litera de su hábitat, dentro del complejo Belic-Mundi-Federal. Fumaba su enésimo cigarro. La puerta estaba cerrada y afuera, dos gigantes oficiales de seguridad la custodiaban. Todavía recordaba las palabras del oficial de guardia tras el aterrizaje en el astropuerto del planeta Tierra: «—Queda usted arrestado y se le prohíbe cualquier manifestación sobre los hechos que le hayan ocurrido en su viaje desde el planeta Marte hasta tomar contacto con este astródromo.» La orden había sido escueta. Inmediatamente, se le habían colocado detrás los dos gorilas de la policía y en un super hover craft había sido trasladado hasta su hábitat donde había quedado confinado, a modo de celda. Zinnerman se había dicho que no deseaba un batallón de periodistas esperándole para entrevistarle por haber derribado a la nave extraña pese a ser la primera derrota de aquellos seres. Sabía que su hazaña era difícilmente repetible si aparecían otros alienígenas en sus naves, conociendo ya el truco de la nube solidifícable, pero un arresto era lo que menos esperaba y no le habían comunicado el motivo del mismo. Zinnerman no comprendía la actuación del alto mando y en aquellos momentos, tampoco intentaba comprenderla. Se sentía bien consigo mismo. Había podido con una de aquellas naves destructoras que tantas bajas causaran. Lo que pensaran los jefazos y burócratas del alto mando ya le importaba un comino. De pronto, se escuchó un zumbido y la puerta de su hábitat se abrió automáticamente. Apareció un oficial con un escrito de órdenes en la mano. Los dos gorilas de la P.B. se colocaron a ambos lados del mismo. —Si hace el favor, capitán Zinnerman, póngase en pie. Voy a leerle la orden de arresto. —Por mí, ya puede empezar a leerla, no voy a moverme. Estoy acabando mi cigarrillo. El oficial carraspeó ligeramente. De reojo, miróa los dos miembros de la P.B. que le escoltaban. Tras ellos, a un par de pasos sin que la vieran, una mujer observaba la escena. Era alta, de espesos y abundantes cabellos azabaches y ojos tan oscuros como el negro terciopelo del éter infinito. —Está bien, capitán Zinnerman, seré breve. Veo que es usted reacio a aceptar las ordenanzas. —Por favor, ha dicho que sería breve, ¿o acaso he oído mal? — preguntó llevándose después el cigarrillo a los labios para aspirar el humo del tabaco. —La orden dice que contravino usted la prohibición de fumar en vuelo en una U.P.I.-1.001 de combate, hallándose frente al enemigo. —Lo admito —aceptó desde su litera el capitán Zinnerman, aspirando de nuevo el cigarrillo. Luego, preguntó con sorna—: ¿Y cuál es el castigo que se me va a aplicar? —Eso no lo indica la orden que traigo, capitán Zinnerman, pero sí dice que deberá de acompañarme. Le aguarda el tribunal del Comité. —Bien, si es así, no hagamos esperar a los jefazos. Se levantó. El oficial de la guardia le dejó paso y escoltado por los dos gorilas de la P.B., ambos muy graves y circunspectos, pero en el fondo admirando a Zinnerman, pues ya se estaba corriendo la voz de que había sido el primer astronauta de combate que había derribado a una de las naves extrañas, avanzó hasta la sala del gabinete del tribunal para asuntos internos del Belic-Mundi-Federal. La sala tenía poca luz. En la larga y curva mesa, en forma de media luna, se hallaban los cerebros más importantes del Belic-Mundi-Federal. Adam B. Zinnerman sentía todos aquellos ojos clavados sobre él, ojos de halcones, ojos de interrogación e investigación, ojos de desconcierto y ojos de admiración. Dio unos pasos hasta el centro de la media luna y allí se cuadró. —El capitán Adam B. Zinnerman, comandante de la U.P.I.-1.001 de la flotilla astronáutica de combate, se presenta. Nadie articuló una sola palabra. El oficial de la guardia se había quedado unos pasos tras él y los dos miembros de la P.B. permanecían junto a la puerta, cerrándola. Había unos bancos para el público. En reuniones como aquélla solían estar vacíos, pues sólo se deliberaban asuntos de orden interno, pero en aquellos momentos había varios hombres y una mujer, una mujer de cabellos negros y muy hermosa, que no apartaba sus pupilas de él. Sin embargo, Zinnerman, pendiente en especial de las dos figuras que presidían la mesa, no reparó en ella Conocía perfectamente al general Rommel, un hombre de mentón cuadrado y sin pelo bajo su gorra castrense, con ojos penetrantes a través de sus lentillas de tono oscuro para filtrar los rayos solares. Zinnerman sabía que los ojos del general Rommel eran casi tan claros y fríos como los suyos. Junto a él estaba el delegado del Comité Mundi-Federal, nada menos que Ivan Maclosky, un hombre de rasgos amalgamados entre Oriente y Occidente. Sus ojos un tanto oblicuos, ojos de ave de presa, contrastaban con el cabello rubio. —Capitán Zinnerman, ha llegado el momento en que puede usted renovar su contrato con la Belic-Mundi-Federal. Hoy expira su anterior contrato y, como sabe, es usted libre de renovarlo o rescindirlo —le dijo el general Rommel con su voz algo ronca y de inflexiones metálicas mientras le alargaba los folios ya firmados por parte del Belic-Mundi-Federal, órgano militar del Comité Mundi- Federal. «De modo que era eso —pensó Zinnerman—. Primero, enjaularme y luego, el contrato.» Estaba visto que no le habían colocado ante un simple burócrata; tenía delante a toda la masa pensante y ejecutiva. Avanzó dos pasos. Sacó su placa metálica de identidad con todos sus datos personales. La colocó al pie del contrato y dos segundos más tarde, al levantarla, había quedado todo impreso. Después, se guardó aquella placa que no podía tener nadie excepto él. El general Rommel le miró y preguntó: —¿No lee las condiciones de su nuevo contrato? —¿Para qué? Ya está impreso con mi firma y mi registro oral registrado en la placa de identificación. —Bien, mayor Zinnerman. —¿Mayor? —repitió. Con una media sonrisa, Maclosky aclaró: —Con el nuevo contrato se le asciende al grado de mayor y jefe de la flotilla especial U.P.I.-1.001. —Creí que me habían citado aquí para castigar mi acción de fumarme un cigarrillo. El general Rommel habló a continuación, cruzando sus manos duras y gruesas. —Usted sabía que estaba prohibido. —Sin darle tiempo a replicar, prosiguió—: Pero no era intención de este comité sancionarle. —¿Cómo debo de entender esta situación, general? —Simplemente, como una medida de precaución para que no se difundieran demasiados datos sobre lo ocurrido, es decir, sobre su meritoria acción frente al enemigo al que abatió. Nuestra primera victoria conseguida gracias a usted, aunque por métodos nada ortodoxos y que el grupo de investigación está ansioso por conocer, puesto que el arma utilizada por usted no estaba programada en ninguna de nuestras naves. —General, caballeros, opino que difundir esta noticia, y no lo digo por mí personalmente, pues mi nombre puede omitirse, daría ánimos a la población terrestre. Maclosky puntualizó: —La población terrestre está estabilizada en su histeria y no quisiéramos llenarla de ínfulas que luego resultaran vanas y que frente a nuevas derrotas terminarían por hundir totalmente su moral. Antes de que todo esto trascienda a los medios informativos, deben de repetirse los hechos y constatarse que no ha sido una afortunada casualidad, que podemos luchar con algún sentido y posibilidades de victoria y no de suicidio, como ha venido ocurriendo hasta ahora. —Bueno, yo no puedo garantizar a nadie que nuestros próximos encuentros con los extraños sean también un éxito. —Lo comprendemos, mayor Zinnerman —aceptó el general Rommel. Luego, añadió—: Pero su arma secreta, esa nube plástica... —Verán, tenía conocimiento de que nuestras armas convencionales, el rayo láser y los cañones electro-atómicos con cargas nucleares, no habían servido de mucho contra los extraños y hablando con un amigo mío en Marte... —¿Un amigo suyo en Marte? —inquirió Maclosky interesado, arrugando sólo una de sus cejas, concretamente la derecha. —Sí, es un sujeto algo especial. Algunos dicen de él, y perdonen la expresión, que está chalado, pero tomando unas copas me explicó cómo capturaría él a una de esas naves. Entonces yo secretamente y asumiendo todas las responsabilidades, le pedí que me preparara su extraña fórmula para instalar el sistema en mi nave U.P.I.-1001. Si llegaba el caso la utilizaría y ahora, con franqueza, querría dar las gracias a Okono Tanaka, porque su idea dio el resultado que él había previsto. —Su amigo Okono Tanaka será reclamado de inmediato para que su invento sea elaborado a gran escala —dijo Maclosky—. General Rommel, cuente con los fondos precisos para dotar a todas nuestras naves con ese sistema. Por cierto, mayor Zinnerman, ¿en qué consiste el sistema? —En realidad, es una trampa. Tras esquivar al enemigo y hacer que nos persiga, procurando evitar sus disparos, se expulsa por la popa el gas de fórmula polimerizante que inmediatamente se mezcla con el ozono. Al penetrar en esa nube gaseoso-plástica un objeto con gran desprendimiento de energía térmica, actúa como catalizador instantáneo y toda la nube se polimeriza atrapando a la nave en su interior y bloqueándola por completo. Luego, cae por su propio peso, atraída por la gravedad terrestre. El sistema da resultados porque los extraños siempre actúan en la atmósfera de la Tierra. —Muy ingenioso —aceptó Maclosky. El general Rommel corroboró: —Sí, verdaderamente una trampa muy ingeniosa. Por cierto, mayor Zinnerman, ¿sabe que al caer al océano la nube en llamas se apagó el fuego y, aunque en gran parte chamuscada, nuestros navíos lograron cortar la masa de espuma o plástico sólido y llegar hasta la nave extraña, cuyo tripulante ya está en nuestro poder? Zinnerman se sintió muy satisfecho ante aquella noticia. Conociendo al enemigo, se podría luchar mejor contra él. —Ojalá fuera esto el principio de la concatenación de nuestrasvictorias. —Mayor Zinnerman, se ha ganado usted el privilegio de ver a quien tripula la nave destructora. Respecto al contrato, no esperaba menos de usted. Es algo indisciplinado, rebelde a las ordenanzas, pero tiene un expediente brillante. Por cierto, si ha de comandar la flotilla especial de combate, no haga que sus muchachos le emulen en determinados aspectos de digamos indisciplina menor. —Lo procuraré, general Rommel. Ahora, estoy ardiendo en deseos por ver a mi enemigo. —Será inmediatamente complacido. El resto de los aquí presentes saben muy bien que sobre todo lo hablado debe de mantenerse el más riguroso de los secretos. Nos estamos jugando la supervivencia de la raza humana. Nadie dijo nada, pero allí imperaba un asentimiento total. Las palabras del general Rommel no eran gratuitamente dramáticas, estaban preñadas de verdad. CAPITULO III El general Rommel caminaba a su lado. Un par de pasos más atrás lo hacía Maclosky seguido por dos hombres con cara de investigadores, ensimismados en fórmulas que saltaban de un lado a otro en el interior de sus cráneos. Luego, estaba aquella mujer espigada, morena, hermosa, de boca y mentón seguros, caminar armonioso y sin vacilaciones. Nadie se la había presentado, pero Zinnerman ya había cruzado un par de elocuentes miradas con ella. Sin embargo, en aquellos momentos estaba pendiente de algo importante, algo trascendental para su vida. Iba a conocer al primer extraño, al primer enemigo batido. La marcha la cerraban seis elementos de la P.B., armados y protegidos sus cráneos con cascos de acero plástico con telecomunicadores. Al fin, el general Rommel se detuvo frente a una puerta de brillante acero custodiada por dos agentes de la P.B. en actitud de firmes y armados con fusiles láser de largo alcance. —Evidentemente, se han tomado todas las medidas de precaución —opinó Zinnerman. —Es lo natural, ¿no cree, mayor Zinnerman? —repuso Maclosky, el hombre que daba vía libre a la investigación y a la formación de una posible vanguardia que tenía que atacar al enemigo. El general Rommel sacó su propia tarjeta plástico-metálica de identificación y la introdujo en la ranura que había junto al marco de la puerta. Se encendió un piloto verde y se corrió la puerta de acero hacia uno de los lados. La estancia estaba dividida en dos partes rectangulares iguales. La que quedaba al fondo, sin ventana alguna, estaba separada por unas brillantes, gruesas y frías rejas y tras ellas... —Dios mío, ¿qué es esto? —exclamó Adam B. Zinnerman, empequeñeciendo primero sus ojos y agrandándolos después. Dos pupilas verdes, profundas, le estaban mirando. Era una mujer de rostro perfecto, orlado de largos cabellos rubios y labios color cereza. Vestía una túnica blanca, posiblemente colocada en su calidad de prisionera, pues le habrían quitado sus ropas por si ocultaba algún arma. La tela de la túnica moldeaba su cuerpo de altos y pronunciados pechos. Su cintura era estrecha y sus caderas, femeninamente redondeadas, sin ser grandes ni groseras. —Le felicito, capitán Zinnerman. Es usted el primer humano que ha conseguido derribar una de nuestras naves —dijo. Maclosky la corrigió. —Ya es mayor. —Repito mi felicitación, mayor Zinnerman, merecía el ascenso. Confieso que sus bruscas y sorprendentes maniobras me desorientaron y no pude computar lo suficiente para abatirla y luego, esa nube. ¿Es su nueva arma secreta? Adam no había articulado palabra todavía. Era evidente que se hallaba impresionado ante aquella mujer piloto de combate que él había derribado, aquella extraña, desconcertante y bella mujer que hablaba sin alzar un solo tono en su voz cadenciosa, agradable y segura que brotaba por entre los labios en constante sonrisa. —¿Sabía quién era yo? —Sí —asintió ella, segura de sí misma, un tanto impersonal—. Tenía conocimiento de qué nave se acercaba a la Tierra y quién la tripulaba. —¿Y me hubiera destruido? —Naturalmente que sí, mayor Zinnerman, claro está que he fallado, pero cuando surque de nuevo el espacio, otra nave le saldrá al paso y lo aniquilará. —¿Otra, cuántas naves son? La extraña e impresionante belleza de cabellos rubio platinados cerró la boca y le miró con pupilas un tanto frías. —Se terminó la entrevista, mayor Zinnerman —le dijo el general Rommel. —General, ¿es necesario todo esto? —¿A qué se refiere, mayor Zinnerman? —preguntó el general Rommel, observándole a través de sus lentillas oscuras. —Pues, a las rejas y a tantos agentes de la P.B. —Sí, son necesarios. Usted es un hombre de combate en el espacio, pero aquí tenemos a expertos en seguridad. Por cierto, la nave enemiga quedó atrapada en la espuma plástica de forma que su sistema de telecomunicación se inutilizó y no pudo transmitir los datos de nuestra nueva arma. Las extrañas criaturas atacantes se hallarán preocupadas ante esta primera derrota ignorando a qué motivos se debe. ¿Comprende el por qué se guarda el más riguroso de los secretos? —Bien, es un tanto a nuestro favor, porque podremos emplear de nuevo nuestra nube de plástico gaseoso. —No servirá de nada. Cuando llegue el momento, lanzaremos el gran ataque y el planeta Tierra será nuestro. Los humanos que queden serán nuestros esclavos —dijo de pronto, con frialdad apabullante e hiriente, la extraña criatura de desbordante hermosura. —Pero ¿quiénes son, de dónde vienen? —inquirió Zinnerman alzando la voz. El general Rommel le cogió por el brazo y tiró de él sacándolo de la celda especial desde la que no podían lanzarse mensajes en onda alguna. —Mayor, no se deje impresionar por su belleza. Es una enemiga mortal nuestra y altamente peligrosa. ¿Acaso ha olvidado a los compañeros caídos en acto de servicio? Usted mismo estaría desintegrado ahora si no hubiera hecho caso a ese chalado que se llama Okono Tanaka. —Es verdad, pero es una mujer. Nunca había pensado que terminaría luchando contra una mujer. Francamente, ahora no me siento orgulloso de mi victoria. —Lo que sucede, mayor Zinnerman, es que usted tiene un desfasado machismo, como dirían algunos de nuestros ancestros. —¿Machismo? —Sí. Coloca a la mujer en franca inferioridad y no en plano de igualdad, como debe ser. Eso es un exceso de soberbia por su parte que algunas mujeres no tolerarían, por ejemplo, la doctora Ava Dumella. —¿La doctora Ava Dumella? —Zinnerman repitió aquel nombre cuando la puerta se cerraba tras él y veía los ojos oscuros de la doctora que se quedaba en el interior de la celda. —Sí, es ella, una mujer muy inteligente y dotada para la investigación. ¿Pensaría que ella es un ser inferior? —Bueno, no para la investigación, pero en la lucha es diferente. —Le comprendo, mayor, le comprendo, y la verdad es que su postura le honra, pero tendrá que desecharla porque este caso es distinto y en el futuro deberá pelear contra ellas. —Francamente, no me gusta. Me habría agradado más que fuera un ser distinto, algo horrible contra lo que luchar con rabia, pero si pienso que en una nave enemiga se halla una hermosa mujer tripulándola... —Que no le vacile la mano al pulsar las armas de ataque, mayor. Sería su muerte inmediata. —Discúlpeme, general, estoy algo confuso. —Intuía esto, pero como ha sido nombrado comandante en jefe de la flotilla de combate astronáutica, es imprescindible que me acompañe también ahora. —¿Adonde? —Primero, fumaremos un cigarrillo en una salita y hablaremos sobre la inclusión de las nubes plásticas en las naves de combate y también la forma de adoptar nuevas armas, pero lo que más importa es averiguar el lugar de donde parten las naves. —Eso siempre ha sido un misterio. Aparecen y desaparecen sin ser detectadas por nuestros sistemas de escucha y alerta. —Se está estudiando metódicamente la nave capturada y los primeros datos indican que utilizan una pintura reflectante y difusora. Luego, deben de emplear una coraza invisible para que no sea detectada su térmica. En fin, se harán más investigaciones, pero ahora ya tenemos una base sobre la que investigar y pronto conoceremos las armas que ellosemplean. Adam B. Zinnerman conversó con el general Rommel fumándose dos cigarrillos. No pudo entregarse demasiado a la conversación. El general Rommel lo captó y no pareció molestarse lo más mínimo. Zinnerman pensaba en aquella hermosa mujer que era su enemiga y que él, con su astucia, había conseguido abatir. —Bueno, creo que ya es el momento. —¿El momento para qué? —Acompáñeme, mayor Zinnerman. —¿Adonde? —Ya lo verá. Por unos corredores silenciosos y subterráneos, iluminados de forma indirecta, llegaron hasta una puerta custodiada por dos agentes P.B. armados que saludaron al general Rommel y se hicieron a un lado para que no pasaran. Se abrió la puerta y Zinnerman sintió un escalofrío a todo lo largo de su espina dorsal. —Esto es un quirófano, general Rommel. —Exacto, mayor, un quirófano. Allí estaban todos los que anteriormente se hallaban en la sala de consejo para deliberaciones de tipo interno y un grupo de agentes P.B., vigilantes y a la expectativa. El general Rommel hizo que se apartaran varios hombres y Zinnerman pudo ver algo que en principio le pareció increíble y que le irritó profundamente. —¿Qué piensan hacer? ¡Esto es horroroso! La extraña y bella criatura se hallaba en la mesa de operaciones, viva y palpitante bajo una sábana. La cabellera rubio platino se desparramaba sobre la aséptica mesa de cristal irrompible y unas correas sujetaban aquel cuerpo. —¿Qué tal, mayor Zinnerman? Volvemos a vernos —le saludó la mujer con su fría sonrisa. —General Rommel, ¿qué piensan hacer con la prisionera? —Conténgase, mayor —exigió ahora con dureza el general, como si a él también le disgustara la situación. —Mayor Zinnerman, será mejor que permanezca quieto y en silencio o será desalojado del quirófano —advirtió Maclosky, duro y frío también. —¡No podrán evitar que nosotras nos apoderemos del planeta, no podrán evitarlo! —¿La oye, mayor Zinnerman, la ha escuchado bien? —Sí, general, la oigo, pero no sé que intentan ustedes. ¿Acaso sufre algún mal? En aquel momento apareció la doctora Ava Dumella. Vestía ahora una aséptica bata azul claro. Un ayudante le acercó una mesa de instrumentos. Zinnerman la miró, y ella sintió como si él la bombardeara con su odio. Tuvo la sensación de ser la primera mujer verdugo de la Historia y algo nerviosa, desasosegada, apartó sus ojos de Zinnerman. —Bisturí profundo —pidió. Mientras se lo entregaban, la doctora Dumella estiró de la sábana, descubriendo en parte el cuerpo de la prisionera. Al ver los brazos y muñecas sujetos por correas, Zinnerman tuvo el impulso de ir hacia delante para rescatar a su enemiga de tan difícil situación, pero cuatro agentes P.B. le rodearon, sujetándole. —¡Esto es una atrocidad! —exclamó. —¡Sujétenlo! —ordenó el general Rommel. Zinnerman comprendió que no podría evitar lo inevitable. Clavó sus ojos en la doctora que rehuía mirarle y dijo: —Si hunde el bisturí en ese Cuerpo, será una asesina, una asesina fría y despiadada. La doctora, joven y hermosa como la rubia que yacía sobre la mesa de operaciones, se contuvo unos instantes. Tomó aire y al fin, hundió el bisturí abriendo parte de aquel cuerpo en canal mientras el ser seguía vivo, mirándoles impasible y sonriendo fríamente. Ante aquel acto que el mayor Zinnerman calificó in mente de la mayor atrocidad, cerró los ojos. Más, no escuchó ningún grito pese a que no se había aplicado ningún tipo de anestesia a la alienígena. Cuando abrió los ojos de nuevo, vio que no había sangre. La doctora Dumella acababa de hacer otro corte transversal, cruzando el anterior, y con unas pinzas apartó lo que se suponía era piel. Dejó al descubierto un enmarañado pero a la vez perfecto complejo de cables, electrodos y transistores. Zinnerman quedó frío, helado, ya no tuvieron que sujetarle. La doctora Ava Dumella introdujo una larga y curva pinza en el interior de aquel cuerpo electrónico y movió algún resorte oculto. La extraña cerró sus párpados y dejó de respirar. —¿Comprende ahora, mayor Zinnerman? —preguntó el general Rommel, que le trataba con paternalismo. —Dios mío, ¿qué es esto? —Es un ser robiónico —explicó la doctora, alzando el rostro hacia Zinnerman y sosteniéndole ahora la mirada—. Es decir, en este caso, una robiónica a juzgar por su figura externa, pero lo mismo sería si le hubieran dado una morfología masculina. —¿Una robiónica? El general Rommel le explicó brevemente: —Un robot de apariencia humana femenina, pero con un cerebro biónico que la doctora se encargará de investigar para sacar el máximo de él. Ya lo ve, mayor Zinnerman, un robot biónico, o como ha puntualizado acertadamente la doctora, una robiónica. Ellas son nuestras enemigas, extraordinariamente peligrosas, puesto que están programadas para la destrucción de nuestra especie humana. —¿Y quién ha hecho este ser tan perfecto? —No lo sabemos todavía —aclaró Maclosky— pero esperamos descubrirlo. —A través de una inspección inicial de la prisionera, sospechamos algo. Luego, con una radiografía completa, descubrimos su peculiar naturaleza. Se lo he ocultado a usted, mayor, para que comprendiese por sí mismo de qué se trata. Ahora, ya sabe contra lo que va a luchar pese a esa apariencia de gran belleza femenina que se nos ofrece: Máquinas biónicas autónomas, programadas para destruirnos. —Sí, claro, ya lo comprendo, pero ahora, caballeros, creo que no me vendría mal un trago de whisky —dijo Zinnerman sinceramente. CAPITULO IV Zinnerman se hallaba en la salita, esperando. Fumaba un cigarrillo al tiempo que repasaba el dossier abierto que sostenía entre sus manos. En el umbral de la puerta apareció una azafata de bien torneadas piernas y una sonrisa profesional que se transformó en amplia y obsequiosa al ver a quien debía de dirigirla. —Por favor, mayor Zinnerman, si tiene la bondad de acompañarme. —Al infierno, si lo desea. Ella, como ya no podía agrandar más su sonrisa, hizo una caída de ojos y un suave e intencionado parpadeo con el que prometía mucho de lo que el hombre quisiera tomar. La azafata no le condujo a un hábitat tranquilo, silencioso y aislado como Zinnerman hubiera deseado, sino a un complicado laboratorio en el que un competente equipo investigaba a fondo el caso que llevaba entre manos la doctora jefe Ava Dumella. —¿Qué tal, mayor Zinnerman? —preguntó la doctora tratando de ser amable, pero no excesivamente. La azafata se vio derrotada ante la personalidad, belleza, inteligencia y seguridad de la doctora que ahora vestía una minibata naranja sobre la que resaltaba su cabello azabache. —Creo que le debo una disculpa, doctora Dumella. —Si le hubieran puesto en antecedentes el otro día, antes de llevarle al quirófano, habrían evitado su natural disgusto. —Creo que me comporté en forma infantil. Ella buscó la profundidad insondable de los glaciares que constituían las pupilas masculinas. —Creo que su postura fue muy humana, mayor. Usted desconocía que era una robiónica y, lógicamente, no podía consentir que se abriera en canal a un ser vivo y despierto. —Sí, y sólo era una muñeca electrónica. —Una muñeca electrónica tan perfecta que se autocontrolaba y tenía la capacidad de pensar. —He de confesar que logró engañarme. —Cualquiera hubiera pensado que podía llegar a enamorarse de ella —dijo Ava Dumella con cierto matiz irónico, buscando la reacción del hombre. —No creo que hubiera llegado a tanto. —¿Por qué? —La pregunta le salió espontánea, sin razonarla siquiera. —Porque resultaba demasiado fría pese a lo bella que era. Me pueden gustar muchas mujeres, pero enamorarme, eso es cosa distinta. Como que Zinnerman se fijaba demasiado en los ojos de ella, en sus labios, y luego recorría las curvas del cuerpo femenino con la mirada, ella pareció sentir alfilerazos en cada lugar donde se posaban las pupilas del hombre. Carraspeó ligeramente y se volvió para decir: —El cerebro biónico está siendo analizado, aunque será difícil sacar algo en claro de él. —¿Un cerebro biónico de la misma capacidad que uno humano? —Sí, aunque el cerebrode la robiónica no debe de realizar las funciones motoras de un cuerpo como el nuestro. También hay infinidad de pequeñas sensaciones que nuestro cuerpo capta y el de ella no. —¿Quiere decir que el cerebro de la robiónica es inferior al nuestro? —En algunos aspectos, sí, y en otros no. —¿En cuáles no? —Pues, tiene más memoria y facultades de programación. —Entonces, esa muñeca está más apta para el combate. —Bueno, hay algo en lo que usted la aventaja. —Parece conocerme bien. —No demasiado, pero esa cualidad que usted posee la tienen los buenos luchadores y es obvio que usted lo es. —¿Se refiere a la astucia? —Sí. En muchas ocasiones, la astucia suple a la inferioridad de fuerza o numérica. Por cierto, ¿cómo van las investigaciones en la nave capturada? Zinnerman se daba cuenta de que cada vez que la conversación ahondaba en el terreno personal, Ava Dumella la desviaba, pasando a otros temas menos comprometedores. —La nave es muy moderna y sus cañones ofensivos son de ultra- tele-electro-shock. Se van a construir cañones semejantes para nuestras naves, pero yo estimo que esas naves podrían ser vulnerables no con el láser, pues lo reverberan, sino con armas de impacto sólido. Sin embargo, la dificultad estriba principalmente en la gran velocidad de movimiento que pueden desarrollar para escapar a nuestros disparos convencionales de misiles nucleares. En fin, problemas técnicos que estoy seguro se irán resolviendo y espero que antes de que sea demasiado tarde. —Sí, ignoramos cuántas son y cuándo preparan el gran ataque. Hasta ahora parece que han estado haciendo pruebas de combate para asegurarse de su capacidad ofensiva frente a nuestras naves de guerra. —Esperemos que esta primera derrota que han sufrido las detenga por algún tiempo. ¿Quién moverá a esas muñecas, suponiendo que todo sean muñecas? —No se sabe de dónde proceden. —El material de su nave es muy evolucionado, pero es terrestre. Le parecerá paradójico, pero muchas piezas de la nave han sido construidas por factorías normales y corrientes de nuestro planeta. —Entonces, será fácil seguir la pista de las piezas. —Agentes secretos de la P.B. están investigando, pero me temo que no va a ser tan fácil como parece. —Mayor, aparte de la investigación a fondo que estamos llevando a cabo de la muñeca robiónica, he averiguado algo más consultando a las computadoras de archivo de noticias. Por eso le mandé aviso para que viniera a verme. —¿Algo importante? —Todavía no lo sé. ¿Con qué clase de vehículo ha llegado? —Pues, en mi vehículo particular, un sport «H.C.» —Hum, muy rápido y caro. —Como siempre estoy de viaje y no me gasto la plata, luego puedo permitirme ciertos lujos. —¿Qué le parece un viaje al Oeste del Canadá? —Si es en su compañía, magnífico. Ella desvió la mirada del rostro masculino. No sabía por qué, pero se turbaba cada vez que él miraba con aquella forma tan especial que tenía de clavar sus ojos insondables, fríos y paradójicamente candentes, como un pedazo de hielo carbónico que, de tan frío, al sostenerlo en la mano produce quemaduras. —Discúlpeme un instante, puede esperarme frente al porche. —Bien, allí estaré. Zinnerman, con su dossier bajo el brazo, se dirigió al parking para vehículos particulares. Montó en su sport «H.C», amarillo con franjas rojas, y se situó frente al porche. Poco después, la doctora Ava Dumella, vestida con unas panties de calle y una casaca púrpura con gran cinturón y hebilla, y con el cabello suelto cayéndole sobre la espalda, penetró en el «H.C.» que poseía un gran confort y una línea muy aerodinámica. Se cerró la carlinga de acero-plástico transparente. Adam conectó la pila atómica a los dos silenciosos motores de que iba provisto aquel vehículo último modelo y se elevaron tres pies del suelo. Luego, la velocidad aumentó progresivamente en busca de las autopistas en las que podrían desarrollar las seiscientas millas hora de crucero, velocidad nada fácil de alcanzar para el resto de vehículos que circulaban por las autopistas y que debían de conformarse con las trescientas millas hora. —Bien, Ava, no le molestará que la llame por su nombre de pila ahora que, al parecer, vamos a vernos con asiduidad, ¿verdad? —No, Adam. —Así me gusta. Por cierto, ¿qué es lo que vamos a encontrar en el Canadá? —Un sanatorio psiquiátrico. Adam pisó el freno. El sport «H.C.» se detuvo en el aire mientras otro vehículo que le seguía de cerca se las vio y deseó para esquivarles y evitar el choque mientras lanzaba su sirena de alerta con rabia y protesta. Zinnerman se quedó mirando a Ava Dumella y quiso cerciorarse de que no había oído mal. —¿Un manicomio, ha dicho? —Un sanatorio psiquiátrico —corrigió ella. Zinnerman, resignado, puso de nuevo su flamante sport «H.C.» amarillo en marcha. ¿Qué le esperaría en el manicomio? CAPITULO V El director del sanatorio psiquiátrico se acercó a la ventana de su despacho y a través de ella, miró hacia exterior. —El hombre que buscan es aquel que está allá al fondo, recortando setos. Ava y Adam B. Zinnerman miraron al hombre soñado. Era un anciano de caminar vacilante y cabello canoso. Estaba flaco y su altura resultaba escasa. Parecía como si la brisa que acariciaba las ramas de los setos lo respetase, ya que un fuerte soplo de viento podría derribarlo con facilidad. —¿Qué es lo que podemos saber de él? —preguntó la doctora Dumella. —Pues, que es pacífico, pero por los resultados, irrecuperable. —¿Por qué? A la pregunta de Zinnerman, el director del centro respondió: —Sufre una regresión neurótica muy fuerte y él no demuestra ningún interés por recuperar la normalidad, habida cuenta de su avanzada edad, quizá sea lo mejor dejarlo como está. —Tengo entendido que ese hombre, Herbert Schneider, fue un científico importante —observó Zinnerman. —Lo fue —admitió el director del centro—. Pero tuvo un fuerte shock emotivo que lo mismo podía haberle llevado al suicidio. Sufrió una regresión y ahora se halla en un estado totalmente infantilizado, con apenas ramalazos de raciocinio evolucionado. —¿Fue a raíz de la pérdida de su muñeca? Adam miró a Ava Dumella que acababa de formular aquella pregunta. El director del sanatorio la observó con cierto disgusto y repuso: —Lamento no poder darle información al respecto. Los problemas de mis pacientes, como ya deben saber son secreto profesional. —Lo entendemos —aceptó Zinnerman—, pero me gustaría charlar a solas con Herbert Schneider. —No creo que consigan demasiado. Si me dijeran qué es lo que desean de él. —Asuntos privados —puntualizó Ava con cierta dureza. —Bien. No se les vaya a olvidar que está incapacitado para firmar cualquier documento. —No tema, no hemos venido aquí a aprovecharnos de su situación —aclaró Zinnerman, puesto que debía de guardar el máximo secreto sobre la misión que llevaban entre manos. —Correcto. Daré aviso para que lo trasladen a su habitación y ustedes podrán hablarle en ella. Espero que no lo exciten, está infantilizado en su regresión lo mismo se pone a reír que a llorar. No quisiera que entrara en crisis. —Lo tendremos en cuenta, doctor —aseguró Ava con cierta frialdad. El director del centro no parecía dispuesto a darles facilidades para que llevaran a cabo sus propósitos. Una enfermera les condujo a la habitación de Herbert Schneider, una estancia amplia, aséptica, con mucha luz y algunos motivos infantiles colgados por las paredes, motivos de astronáutica. —¡Mire, Adam, es usted! —exclamó Ava señalando una fotografía clavada en la pared con chinches metálicos. —Es cierto. Fue al regreso de una difícil aventura que pasé en el satélite de Marte, Fobos. —Por lo visto, el profesor Schneider es un admirador suyo. Adam B. Zinnerman iba a responder una tontería cuando de pronto reparó en una fotografía láser a color que había en un marco sobre la mesita de noche. —¡Mire ese retrato! —¡Cielos! —exclamó la doctora Dumella llevándose una mano a la boca. La mujer del retrato semejaba mirarles con desafío e ironía a la vez. Vestía un ajustadobikini y desparramaba sus cabellos rubio platino sobre sus hombros desnudos, mostrando una actitud provocativa. —¡Es ella! —Sí —ratificó Ava—, la muñeca robiónica. —¿Qué tiene que ver Schneider con ella? Ava contestó: —Según la noticia que he descubierto, él fue el creador de esa muñeca robiónica. —¿Como una nueva y fantástica Copelia? —Sí, como en la historia llevada al ballet, pero aquí o era una fantasía sino una realidad. —¿Qué sucedió con ella? —Schneider trabajaba en un centro de investigación, pero en su casa tenía un laboratorio particular a modo le hobby. Allí construyó su muñeca robiónica, pero un día, al regresar a su casa, la descubrió ardiendo. Los bomberos no pudieron evitar que se convirtiera en cenizas. Incluso, se le llegó a encausar por carecer en su laboratorio de las medidas obligatorias contra incendios, pero la causa no prosperó porque cayó en un estado psicopático grave y hubo de ser internado. —¿Y qué dijeron las autoridades de la muñeca robiónica? —Nada, se consideró un hobby del profesor, algo sin importancia aparte de su singularidad. Algo artístico pero carente de valor, según se comentó. Como además todos los planos se habían quemado junto con la muñeca, el caso fue olvidado. —Sin embargo, por lo que puedo deducir, la muñeca robiónica no se quemó. —Eso parece y creo que ni el mismo profesor Schneider llegó a sospechar jamás de lo que podía ser capaz su muñeca pensante. —Por lo menos, ya sabemos que no viene del exterior. —Eso es cierto, pero como si lo fueran, porque solo se parecen a nosotros en su forma externa. Zinnerman miró la fotografía y opinó: —Bueno, eso tendría que comprobarlo personalmente. —Vamos, Adam, el momento es grave. De pronto, se abrió la habitación y apareció el director del centro con una enfermera. El iba grave, con las mandíbulas apretadas, y ella, excitada. —¿Qué han hecho con él? —¿Con él, qué quiere decir? —preguntó Zinnerman. —Lo entienden muy bien. ¿Adonde se lo han llevado? —¿Nosotros? Si no hemos salido de aquí —puntualizó Ava perpleja. La enfermera, aumentando su excitación, como si temiera que la responsabilidad de lo ocurrido cayera sobre ella, aclaró: —Dos señoritas que a lo lejos parecían gemelas se lo han llevado en un vehículo negro. El pobre profesor Schneider chillaba de risa, creo que le ha cogido un ataque. Ava y Adam se miraron entre sí, desconcertados, mientras el director del centro inquiría: —¿Qué tienen que decir a esto? Adam tomó la foto que había en la mesita de noche y se la mostró a la enfermera, preguntándole: —¿Esas señoritas que usted ha visto se parecían a la de este retrato? —Oh, sí, claro. Estaban algo lejos, les he gritado incluso, pero una de ellas era ésta, aunque no sé decir cuál, porque eran tan iguales. —¡Diablos! —exclamó Adam Zinnerman—. Tengo que usar el video-teléfono con urgencia. —¿Para qué? —Para que los agentes de la P.B. capturen al profesor Schneider y a las dos mujeres en cuanto los vean. Se trata de un caso muy grave. —Pobre profesor —se lamentó la enfermera—. Y él que decía siempre que esa chica de la foto era una muñeca suya. Está loco. —Señorita, ¿no sabe que esa palabra está prohibida dentro del centro? —Oh, sí, disculpe, señor director, disculpe. Estoy algo nerviosa. —No perdamos tiempo —exigió Adam al director del sanatorio —. Quiero también un retrato del profesor Schneider para que pueda ser identificado en cuanto lo vean. Su fotografía pasará inmediatamente a las pantallas de todos los vehículos policiales del Canadá y Estados Unidos. Con un vehículo convencional no creo que se desplacen a otros continentes. —¿Para qué lo querrán? —preguntó Ava. —Lo ignoro. Quizá hayan programado algún otro sistema ofensivo o intenten eliminar al único eslabón que las ata a nosotros los humanos. —Pero ¿de qué están hablando? —Secreto profesional, doctor, secreto profesional —le replicó Adam irónico, devolviéndole la pelota por la anterior actuación del psiquiatra. CAPITULO VI —¿Cree que lo encontrarán? Ante la pregunta de Ava Dumella y mientras viajaban a fuerte velocidad por la autopista, el mayor Zinnerman respondió. —Todos los agentes de la P.B. entrarán en acción, tenemos prioridad, pero si por lo menos supiéramos en qué dirección se lo han llevado. —Por lo visto, también operan a ras de tierra. —Sí. Es posible que tengan alguna nave construida por ellas. —Lo que resulta un prodigio es que esas naves no sean detectables. —Han debido calcular muy bien todas las posibilidades de nuestros detectores aéreos y espaciales. Su nave es cónica y posee una campana radiactiva que difumina la onda térmica que despide a partir de un radio de media milla, por eso, con detectores de infrarrojos, tampoco las detectamos. Sin embargo, dentro de la nube de plástico gaseoso, como la nave la traspasa, su onda térmica actúa como catalizador y no sirve de nada la campana radiactiva que las defiende de nuestros detectores infrarrojos. La pintura difusora hace el resto. —Es aterrante cómo han podido avanzar esos cerebros biónicos. —Sí, son pavorosamente evolutivos. Si van acumulando datos en su memoria, luego no hacen más que programar y dar resultados a los problemas que se les presentan. Lo que resulta paradójico es que la envoltura de tan diabólicas máquinas biónicas sea de una belleza tan espléndida. —Es cierto —admitió Ava, mirando de reojo al hombre. No supo por qué, pero sintió una punzada de celos cuando era absurdo sentirlos de una muñeca biónica creada por un sabio neurótico. —Parece que oigo un ruido extraño —dijo de pronto Adam B. Zinnerman. Instintivamente, Ava Dumella miró en derredor. —Sí, oigo un silbido ligero. ¿Fallará el motor? —El sport «H.C.» tiene dos motores alimentados por la pila nuclear, pero no es el vehículo. ¡Eh, mira allí, frente a nosotros! —Parece una nave que viene por encima de la autopista. —¡Por todos los diablos, conozco bien ese punto tras el que hay una nave cónica! Puso los motores al máximo de su potencia y el sport «H.C.» se elevó casi diez pies en una maniobra arriesgadísima, pues era su techo máximo para conservar el colchón neumático sobre el que se deslizaba para avanzar. Dio un brusco viraje de noventa grados, pasando por encima de otros vehículos cuyos conductores se quedaron lívidos de pánico al temer que se produjera una catástrofe múltiple en mitad de la autopista canadiense. El sport «H.C», suicidamente, salió de la autopista para buscar el bosque de grandes abetos rojos. Se produjo un disparo que les habría alcanzado de lleno si no hubieran doblado por detrás de uno de aquellos grandes abetos que, inmediatamente, entró en ignición, partiéndose por su base y quedando convertido en una gigantesca antorcha. Ava Dumella se dijo que aquello era el fin. Deslizarse sobre el colchón de aire a aquella vertiginosa velocidad, sorteando los troncos de los grandes y erguidos abetos rojos, era como avanzar directamente hacia el patíbulo, como quitarle el seguro a la espoleta de una bomba nuclear de mano y comenzar a agitarla en espera de la explosión. Pero Adam B. Zinnerman le demostró su gran habilidad. La nave de las robiónicas, pues no cabía duda de que era una de ellas la que les estaba persiguiendo, seguía buscándoles de forma metódica, que en un ser humano podría calificarse de rabia, una rabia que no sentían aquellas muñecas por carecer de sentimientos. Varios grandes abetos más se incendiaron y el bosque comenzó a despedir grandes penachos de humo negro que se fueron aunando en un incendio que se propagaba de Oeste a Este. El sport «H.C.» rozó la base de uno de los árboles y Zinnerman se vio obligado a reducir marcha. —Vamos, hay que salir de aquí. Tienen localizado el sport y cuando dejen de protegernos los árboles, por más virajes que demos, nos desintegrarán. El automático de emergencia abrió la carlinga. Salieron disparados de los asientos, rodeados de unos globos de gas que se habían hinchado en un decimoavo de segundo, evitándoles la dureza del golpe en la caída e impidiendo la rotura de huesos.Apenas tres segundos más tarde después de quedar en tierra, los globos se deshincharon Adam saltó hacia la joven y cogiéndola por el brazo, la introdujo hacia el interior del bosque. La nave de las robiónicas, volando a lenta velocidad, se situó en un claro y disparó su cañón electromagnético de alta frecuencia. El lujoso, confortable y rápido sport «H.C.» se convirtió en una bola de fuego blanco y cuando el color bajó de intensidad, apenas quedaron unos hierros retorcidos. El resto estaba desintegrado. —Huyamos antes de que adviertan que nos hemos salvado. Se filtraron entre los grandes abetos mientras el humo aumentaba de intensidad y les hacía toser, amenazándoles con la muerte por asfixia. —¿Hacia dónde podemos ir? —preguntó Ava, cogida por la mano del hombre. —La autopista está más al sur. Allí podríamos detener a alguien para que nos llevara. —De allá viene el frente del incendio. —Sí, y no sé qué dimensiones puede tener. —Quizá sea insalvable. Tendríamos que ir más hacia el Norte, nos vamos a asfixiar. Lo que decía la doctora era cierto. El humo se hacía cada vez más denso a la vez que ardiente y sentían la quemazón en lo más recóndito de sus pulmones. Zinnerman trató de ventear la dirección del aire, pero no le fue posible ya que ahora era cambiante. De súbito, se volvió hacia el Norte y el fuego destructor comenzó a perseguirles. —¡Corramos, o el fuego nos dará alcance! Llegaron hasta un riachuelo al que apenas veían, tal era la densidad del humo. Ava cayó al agua y la corriente intentó arrastrarla, pero no lo consiguió, pues la mano nervuda del hombre la sujetó con fuerza. —¡Adam, Adam! La sacó empapada de agua y la empujó riachuelo arriba. Las llamas estaban tan cerca de ellos que lamían sus ropas. De pronto, Adam descubrió una barca, casi tropezó con ella. Estaba medio oculta por unos arbustos y vuelta del revés. —Aguarda, Ava. Aquí podemos encontrar la solución. Con los ojos irritados, llorosos a causa del humo y el calor, Zinnerman puso la barca en posición correcta. La empujó hacia el agua y pidió a Ava que penetrara en ella. —Si el riachuelo no se ve, vamos a zozobrar. —Peor es quemarse y el riachuelo, como es estrecho, será rebasado por las llamas. El viento es demasiado fuerte. Ava saltó sobre aquella barca, antiguo invento del hombre para sostenerse sobre las aguas, que se balanceó peligrosamente. Adam la empujó con el remo doble que había encontrado hacia el centro de la corriente y después, avanzaron con rapidez, rozando en ocasiones peligrosas rocas que surcaban la madera de la barca, hiriéndola. Parecía increíble cómo el fuego se había propagado con tal celeridad, pero la nave robiónica que ya se había alejado era la culpable del incendio tras provocar varios puntos de ignición en el bosque. Zinnerman notó que las aguas habían dejado de ser rápidas. Sólo había humo en derredor. No se veían las orillas, pero debían de hallarse en algún remanso y dejó de remar. Ava, cerca de él, tosía. Zinnerman se desnudó de torso para arriba e hizo girones su ropa, empapándola en agua. —Respira a través de estos trapos mojados. —¿Cuánto tiempo resistiremos aquí? —No lo sé, pero ya estará dada la alarma de fuego en el bosque, junto a la autopista. Ava se sentó cerca del hombre y se dejó sujetar por la cintura sin protestar ni rehuirle. Los segundos se transformaron en horas y las horas, en años. Por encima de sus cabezas escucharon ronquidos de potentes motores y Zinnerman observó: —Serán los bomberos forestales en sus aeronaves cargadas de agua emulsionada con detergentes biodegradables y gases inertes para que, al desparramarse el agua sobre las zonas de fuego, se formen verdaderas montañas de espuma que impidan la continuación del incendio. El humo se fue disipando en gran parte y ya pudieron quitarse los trapos empapados en agua que habían servido de filtrantes. —Creo que ya hemos escapado al fuego. No tardarán en descubrirnos y nos rescatarán de aquí. —Creí que no nos salvaríamos —suspiró ella mirándole con el mentón ligeramente alto. Zinnerman contempló aquellos labios tan próximos a él y acercó su boca despacio a ellos. Ava no se echó hacia atrás y aceptó la caricia con un ligero temblor en las rodillas que no pudo evitar. —Adam, no es correcto que... —Vamos, Ava, que nos queda poco tiempo. En cualquier momento veremos aparecer a los bomberos forestales. Ava se abrazó a su cuello y participó de lleno en la caricia. Al disiparse la humareda vieron volar a los turbohelicópteros que batían el aire con sus palas de gas invisible, producto de la reacción de los motores. —Eh, muchachos, ahí abajo está la pareja que buscamos —dijo el bombero piloto. —Diablos, creo que en vez de rescatarlos vamos a estorbarles — se rió su compañero mientras la máquina volante descendía en vertical y con una suavidad digna del más fino de los elevadores. CAPITULO VII Al acudir a la llamada del general Rommel en el astropuerto del Belic-Mundi-Federal, Adam Zinnerman halló a Maclosky junto al militar. Ambos ofrecían un aspecto preocupado. En el astropuerto había gran movimiento de hombres y máquinas. Desde el recinto exterior del astropuerto, nada se notaba, pero allí reinaba una auténtica alarma de guerra. —¡General Rommel! —Ah, ya ha llegado, mayor Zinnerman. —Temíamos que hubieran muerto en el incendio de los bosques canadienses —le dijo Maclosky. —Los bomberos actuaron con mucha rapidez —observó Zinnerman, recordando por un instante el rostro de Ava Dumella. —Logró escapar por segunda vez al ataque de esas diabólicas muñecas robiónicas, ¿eh? —Así es, señor Maclosky, espero que a la tercera no vaya la vencida. Por cierto, veo mucha acción en el astropuerto. ¿Hay noticias? —Sí, Zinnerman, y muy malas —concretó el general Rommel. —Esas extrañas criaturas han establecido un bloqueo total de nuestro planeta con sus naves y con sus disparos han destruido nuestros centros más importantes de telecomunicación astronáutica. —Les ha sido muy fácil arrasarlos —dijo el general Rommel con un suspiro—. Como no estaban protegidos en absoluto contra posibles ataques extraños... —No se lamenta, general. ¿Quién iba a pensar que seríamos atacados por unas extrañas criaturas que no son más que muñecas robiónicas? —No las subestime, señor Maclosky, son diabólicas computadoras autosuficientes —puntualizó Zinnerman—. Por cierto, ¿no se sabe nada del viejo que construyó la primera de ellas ni de las dos que se lo llevaron a él?, Maclosky respondió con gesto negativo y pesimista. —Es como si se los hubiera tragado la tierra. ¿Está seguro de que fueron dos de ellas quienes se lo llevaron? —Sí. El viejo, que está loco, por lo visto se marchó muy contento con ellas. —¿Está seguro de que Schneider es el inventor de esas diabólicas muñecas? —inquirió el general Rommel, mirando a Zinnerman a través de las lentillas oscuras que protegían sus ojos del sol. —No me cabe ninguna duda. La fotografía que les envié a través del video-teléfono era la de su muñeca supuestamente desaparecida en un incendio y coincide exactamente con la robiónica que despanzurraron, y disculpen la expresión, dentro del quirófano. —¿Cabe la posibilidad de que él llevara la muñeca a alguien que la reprodujo en forma industrial? —No, general, estimo que no. Este punto lo hemos analizado la doctora Dumella y yo y hemos llegado a la conclusión de que se han reproducido a sí mismas. —Pero, sus complicados cerebros biónicos, ¿cómo los han conseguido esas muñecas? A la pregunta de Maclosky, Zinnerman respondió según lo que le había contado Ava Dumella. —Son neuronas que se hallan en suspensión dentro de un plasma artificial en el que hay un polvillo metálico de aleación muy compleja que se está estudiando. —Pero ¿son neuronas vivas? —Según se escribió en los medios de información, Schneider construyó la primera robiónica con neuronas vivas de delfín, pero hay algo más grave y más oscuro en todo esto. —¿Qué es? —preguntaron casi al unísono el general Rommel y Maclosky. —Pues, que la doctoraDumella teme que las neuronas de las robiónicas, es decir, de la que fue capturada, sean humanas. —¿Humanas? —repitió Maclosky. —Sí. La doctora Dumella sospecha que como esas neuronas debían programarse para lo que esas muñecas desean, las neuronas han de ser vírgenes. Por lo tanto, si se confirma que son neuronas humanas, la P.B. tendrá que investigar a fondo sobre todos los bebés muertos o desaparecidos en los últimos tiempos. —Eso que está diciendo, es muy grave, mayor Zinnerman — advirtió Maclosky. —Sí —admitió el general Rommel—. Si la noticia trasciende a la opinión pública, el pánico será absoluto, una histeria colectiva. Lo malo es que nos pedirán que actuemos y seguimos sin poder detectarlas. —Nuestro ojo las capta, general Rommel. —Es cierto, pero nuestro ojo es demasiado lento y su alcance es limitado. Si ellas navegan por la ionosfera, no podemos descubrirlas y en todo el día de ayer fueron destruidas sesenta y tres naves. —¿Cómo ha dicho, sesenta y tres? —repitió Zinnerman muy preocupado. —Sí. Han atacado dos convoyes y luego, naves sueltas y una escuadrilla que salió a buscarlas sin éxito, claro. La única derrota que han sufrido se la deben a usted, mayor Zinnerman. —Pues hay que conseguir más. —Como no vea a ese amigo al que llama un «chalado», Okono Tanaka, que ha llegado de Marte a la Luna. El general objetó: —Y no podemos pedirle que venga aquí, ya que no hay ninguna nave que consiga atravesar el bloqueo que ellas han establecido alrededor de nuestro planeta. Todos los satélites repetidores de teletrivisión y videoteléfono han sido destruidos. —¿No habría forma de comunicarse con la Luna? —No, mayor Zinnerman, actualmente no la hay. Suponemos que en la Luna se habrá creado un estado de histeria colectiva. —Pues la única arma eficaz, mientras sus equipos de investigación no inventen otras mejores, es esa nube de plástico gaseoso solidificable, y esa fórmula sólo la tiene Okono Tanaka. —Si se la hubiera dado a usted con anterioridad —dijo Maclosky. —No confiábamos demasiado en ella, ni él ni yo, es la pura verdad, pero ahora hay que conseguirla. ¿Qué les parece si voy a la Luna en busca de Okono Tanaka? —¿Cruzar el bloqueo de las robiónicas, está loco? Lo desintegrarían —espetó el general Rommel entre dientes y con gran preocupación. —¿Qué les parece si despegáramos unas cuarenta o cincuenta naves de U.P.I.-1.001 al mismo tiempo, como si nos dispusiéramos a llevar a cabo una operación de castigo? Maclosky se apresuró a responder. —Si esas muñecas diabólicas son tan efectivas como parecen, recibiríamos un severo castigo entre nuestros pilotos astronáuticos. ¿Cuántos cree que se salvarían, general? —Pocos, si no regresaban a tiempo, claro que si atacan de súbito, el factor sorpresa puede influir en la batalla. Es posible que si ópticamente son descubiertas, algunas de las naves robiónicas puedan ser destruidas, pues no son insensibles a nuestros disparos convencionales con minibombas nucleares. —Podría intentarse esta batalla del espacio, aunque sé que caerían algunos de los mejores hombres. Yo podría aprovechar la confusión para cruzar el bloqueo y dirigirme a la Luna. —La idea puede costar mucha sangre, pero no es mala —admitió Maclosky—. ¿Qué le parece, general? —Sí, pero ¿y el regreso? —Es una partida en la que nos jugamos mucho, ¿no? Pues hay que arriesgar mucho también. Podemos establecer un punto determinado en la ionosfera y a una hora señalada, yo, si nada lo impide, trataré de estar en el espacio. Si en ese momento coincido con una batalla entre naves robiónicas y de las nuestras, podré filtrarme y llegar hasta aquí con Okono Tanaka, para proceder de inmediato a trabajar sobre la nube gaseosa de plástico solidificable. Sé que tengo pocas posibilidades de éxito, pero si no lo intentamos, tendremos muchas menos y al mismo tiempo, se podrá probar que tal funcione un ataque coordinado de nuestras flotillas de U.P.I-1.001 contra las naves de esas diabólicas muñecas. Tenemos desventaja. Los pilotos sólo podrán confiar en sus ojos, pero una superioridad numérica puede darles alguna ventaja y si cae alguna que otra nave robiónica puede hacer mella en su programación de bloqueo. —¿Qué le parece la propuesta del mayor Zinnerman, general Rommel? —¿Qué me ha de parecer? Por algo le hicimos mayor, ¿no?, pese a sus quebrantamientos de las normas. Maclosky se volvió hacia Zinnerman y dijo: —Ya lo sabe. Intentaré burlar el bloqueo e ir a la Luna en busca de Okono Tanaka. Costará mucha sangre, pero hay que conseguir esa fórmula. ¿No es cierto, general? —Sí. Yo personalmente coordinaré el ataque masivo de las flotillas U.P.I.-1.001 para que se inicie en cuanto el primero de nuestros pilotos divise a una de esas malditas naves. —Pues, será mejor que convoque reunión de pilotos astronáuticos para hablarles de cuál es el plan trazado —sugirió Zinnerman mientras buscaba en sus bolsillos un cigarrillo que llevarse a los labios. CAPITULO VIII Se habían dejado de lado a las programadoras. Se tenía la sospecha de que en alguna forma, las diabólicas muñecas robiónicas obtenían información de los centros de programación. Habían descubierto con mucha anticipación la marcha de los convoyes astronáuticos y, al parecer, identificaban incluso hasta a los pilotos que derribaban, quizá para llevar su propio control. Luchar contra aquellas muñecas resultaba tan difícil que sólo una gran fe y optimismo hacía que los hombres siguieran adelante para salvar al ser humano de sucumbir bajo el dominio de lo creado por ellos mismos, algo que en principio había sido construido como un juguete, como una diversión, y ahora era el peor de los peligros que en época alguna se había cernido sobre la Humanidad. Todas las naves U.P.I.-1.001 que iban a participar en la operación camuflaje habían sido llenadas a tope con municiones ofensivas de tipo convencional y se habían dejado a un lado los cañones láser que se sabía ya de forma cierta que nada podían contra las naves robiónicas, que lo reverberaban como el más pulimentado de los espejos. Estaban dispuestas las bombas nucleares de pequeña potencia que destruían por una combinación de ondas expansiva y térmica, pero había que confiar en el ojo humano y aquello resultaba de una gran preocupación. Todos los pilotos habían pasado por la enfermería donde se les había inyectado un preparado en el que predominaba la vitamina A para aumentar su capacidad de visión. Cuando estuvieran en atmósfera diurna, tenían que colocarse lentillas oscuras, pero el lugar de lucha elegido por las naves de las muñecas robiónicas tenía escasa luz, ya que la gran masa atmosférica difusora de la luz solar que recibía directamente, quedaba por debajo de la zona de combate. Al mayor Adam B. Zinnerman le hubiera gustado entrevistarse con Ava Dumella, la inteligente doctora que, por si fuera poco, poseía una belleza elocuente y nada fría como aquellas muñecas de cerebro biónico y cuerpo de látex, que si bien imitaban a la perfección el cuerpo humano, tras aquella gruesa piel se escondían los circuitos electrónicos y una pila nuclear como corazón, no más grande que el puño de un hombre. Sí, le hubiera gustado hablar con la doctora, cuyos ojos recordaba muy bien, pero no era posible. Todo se había llevado adelante con rapidez. Las flotillas de naves astronáuticas U.P.I.-1.001 especiales se hallaban listas, a tope de su poder ofensivo y ocupadas por los pilotos con las mandíbulas contraídas, endurecidas por un rictus de gravedad. Pocos eran los que confiaban en regresar, pero había que intentar el ataque contra las muñecas robiónicas. Cuando se cerró la carlinga de su nave de combate, Zinnerman cerró los ojos, notando incluso con los párpados aquellas lentillas oscuras. Rememoró en su mente el rostro de Ava. ¿Cómo diablos le gustaba tanto? No se lo explicaba. Había conocido a muchas mujeres en su vida. Era un hombre famoso por sus éxitos interplanetarios. Muchos chicos y no tan chicos lo habían tomado casi como un ídolo y las mujeres se le habíandado fáciles, pero si bien había ido de flor en flor, no regateando las libaciones, ante los ojos oscuros y profundos de Ava se sentía distinto. Tuvo que dejar de pensar. Desde el centro de control bajo tierra le enviaron la señal: Todos estaban listos para el despegue. Un piloto verde se encendía intermitentemente. El, a su vez, pulsó una tecla azul. Aquello era la señal. En las otras naves de la flotilla se encendería un piloto azul. Los mensajes orales quedarían limitados al mínimo necesario según la orden en el plan trazado para que las muñecas robiónicas no captaran los mensajes y pudieran computarlos, organizando de esta forma su propio contraataque. La nave del mayor Adam B. Zinnerman se movió, comenzando a adquirir velocidad sobre la larga y pronunciada rampa de despegue. Tras él siguieron las formaciones de naves de combate. Primero tres, luego seis. El resto iba en formación de seis y así, en columna compacta, abandonaron la Tierra a velocidad decasónica mientras permanecieran dentro de la atmósfera del planeta. Luego, ya en el espacio, aquellas naves podían autopropulsarse con una fuerza que para otra resultaría destructora, brutal, alcanzando vertiginosas velocidades para navegar por el espacio. Zinnerman confiaba en autopropulsarse con el máximo de potencia de sus motores para escapar de la atracción terrestre en medio del combate y así dirigirse a la Luna. Sabía que podía ser elegido como blanco de una de las naves de las muñecas robiónicas y, si le aniquilaban, Okono Tanaka continuaría en la Luna. Cruzaron la atmósfera, luego la estratosfera y pasaron a la ionosfera como si se dispusieran a tomar una órbita terrestre. Mas la formación compacta de naves se quedó en la ionosfera, moviéndose con una sorprendente agilidad. El mayor Zinnerman era como la cabeza de aquella gruesa, potente, veloz y serpenteante formación de naves ultra- interplanetaria, capaces de moverse con gran maniobrabilidad dentro de cualquier atmósfera. Zinnerman iba cambiando la dirección. Derecha, izquierda, luego unos grados más y parecía retroceder. Las naves de los demás pilotos de combate le seguían sin salirse lo más mínimo de la formación. —Por todos los demonios, ¿cuándo aparecerán las malditas muñecas? El mayor Zinnerman quiso buscar un cigarrillo. Aquello contravenía el reglamento, lo sabia, pero de pronto vio algo. Era una mota de polvo. Se quitó las lentillas que ya no necesitaba. Su capacidad de visión, estimulada por el fármaco que le habían inyectado, estaba al máximo. Los demás pilotos de combate estarían haciendo lo mismo. Tenía que enviarles una señal para advertirles de que ya tenían al enemigo delante. La señal que emitió también la captaría el general Rommel, que una vez entraran en combate establecería la formación envolvente para tratar de destruir las naves de las robiónicas. El mayor Zinnerman colocó en posición correcta el arcaico goniómetro óptico, un aparato en desuso desde hacía más de un siglo. Centró aquella mota que se iba agrandando y que sólo él podía identificar como una nave enemiga por haber sido el único, hombre que la había visto y que seguía vivo. Los demás habían muerto. Abrió el sistema de comunicación oral. Era una de las pocas circunstancias en que lo iba a utilizar, según lo acordado. —Atención, muchachos, os habla el mayor Zinnerman. Tenemos una nave enemiga frente a nosotros. Voy a intentar lo imposible; suerte, corto. Tras decir aquellas palabras que estaba seguro también habrían captado las bellas pero diabólicas muñecas, pulsó por tres veces consecutivas el botón de disparo de los cañones cargados con miniproyectiles nucleares. Zum, zum, zum... Uno, dos y tres proyectiles consecutivos, lanzados a velocidad centasónica. De pronto, a través del objetivo óptico del geniómetro, pudo ver que la ionosfera se iluminaba con una luz cegadora. La nave enemiga, que demasiado segura de sí misma, de su poder, había querido avanzar más antes de disparar sus armas de ultra-electro-shock, fue desintegrada. Zinnerman sintió una profunda satisfacción ante aquel éxito. Aquello daría moral a los demás pilotos que deberían estar gritando de contento. Adam Zinnerman había explicado cómo se podían localizar las naves si se les acercaban. La simple y aparente mota de polvo podía ser una nave vista a gran distancia. Aquel demente llamado Herbert Schneider las había dotado con un cerebro demasiado perfecto utilizando neuronas de delfín y luego ellas quién sabía cuántos cerebros infantiles habían utilizado para producir sus cerebros biónicos autosuficientes. El general Rommel envió la clave de unos guarismos que correspondían a las formaciones que debían de tomarse. El primer impacto recibido por las robiónicas las obligaría a reorganizarse. De pronto, Zinnerman, apartándose de la formación, dio el máximo impulso a sus motores y escapó de la ionosfera protegido por la masa de naves que componían las diversas flotillas. Sería difícil que le localizaran en aquellas circunstancias. Escapó totalmente a la gravedad del planeta y detuvo los motores para dejarse llevar por la velocidad obtenida gracias al impulso. A través del televisor observó la Tierra que se hacía cada vez más pequeña y, de súbito, contempló algo desagradable: En la pantalla comenzaron a aparecer masas ígneas. Eran naves que se destruían. La batalla del espacio estaba en su apogeo. El mayor Zinnerman ya nada podía hacer. Había destruido a la primera de las naves robiónicas y ahora viajaba rumbo a la Luna en busca de Okono Tanaka, un hombre que formaba parte de aquel ejército de sabios medio locos capaces de inventar los artilugios más inverosímiles y sorprendentes, que lo mismo podían resultar bien que mal, como la casi satánica invención de Herbert Schneider con su muñeca robiónica. CAPITULO IX Con mucha gravedad, la doctora Ava Dumella tomó asiento en la anatómica butaca frente a la amplia y aséptica mesa escritorio del general Rommel. Junto a éste, de pie cerca de la ventana, se hallaba Maclosky. Su gesto también era de honda preocupación. —¿Qué saben del mayor Zinnerman? —Consiguió su propósito de marchar hacia la Luna —respondió lacónico el general. —Ha sido la batalla más cruenta que ha habido en el último siglo. —Sí, ciertamente lo ha sido —admitió el general Rommel—. No comprendo como ha podido ocurrir, pero esas muñecas tienen unas naves más perfeccionadas que las nuestras y resulta paradójico, habiendo sido un hombre quien las ha inventado. —Quizá es que el cerebro biónico de esas extrañas criaturas evolucionan más rápidamente que el nuestro —opinó Maclosky. —Pues yo tengo que notificarles algo muy grave respecto a ellas —manifestó Ava. —¿Se refiere a sus cerebros biónicos? —preguntó Maclosky. —Sí. —¿Ha confirmado que las neuronas son humanas? —preguntó el general a boca de jarro. —¿Lo saben ya? —Faltaba su confirmación, doctora Dumella —explicó Maclosky —. La P. B., en colaboración con las policías de todo el mundo, ha constatado la desaparición inexplicable de ciento quince niños. —Lo que nos da una idea aproximada de cuántas deben de ser ellas —observó el general Rommel cruzando sus manos sobre la mesa y mirando a la doctora a través de sus lentillas oscuras. —Es horroroso y si han empleado niños seguirán utilizándolos para reproducirse. Ellas nacen en un laboratorio bioelectrónico y para que vivan deben de morir niños. —Y luego, cuando dominen la Tierra, Dios sabe lo que harán. Son máquinas carentes de piedad —observó Maclosky. —No son muchas, nuestras fuerzas podrán vencerlas, ¿no creen? El general Rommel la miró pesimista. —No será tan fácil. En el ataque de cobertura de fuga del mayor Zinnerman fueron abatidas casi doscientas naves U.P.I.-1.001 y, por contra, de cuatro naves enemigas, sólo dos sucumbieron. —¿Sólo dos? —Sí. No hemos podido decírselo a los supervivientes, sería el pánico general. Es un suicidio volar. Una nave fue abatida por varios disparos cruzados y, realmente, sólo una de ellas fue desintegrada limpiamente. Ese disparo
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