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[LCDE-589] - Ralph Barby - (1981) - Guerra entre dioses

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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
 
1. — Encuentro con los niños-viejos, Kelltom Mclntire
2. — El burlador de la galaxia, Joseph Berna
3. — Camino sin fin, Clark Carradas
4. — Motín en el espacio, A. Thorkent
5. — La amenaza de Ak'ton, Glenn Parrish
RALPH BARBY
 
 
 
 
 
GUERRA ENTRE
LOS DIOSES
 
 
 
 
 
 
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n°
589
Publicación semanal
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS
- MEXICO
 
 
ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. 28.278-1981
 
Impreso en España - Printed in Spain
 
1.a edición: noviembre, 1981
 
© Ralph Barby - 1981
texto
 
© García - 1981
cubierta
 
 
 
 
 
 
Concedidos derechos
exclusivos a favor de
EDITORIAL
BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2
Barcelona (España)
 
 
 
 
 
Todos los personajes
y entidades privadas
que aparecen en
esta novela, así
como las situaciones
de la misma, son
fruto
exclusivamente de
la imaginación del
autor, por lo que
cualquier semejanza
con personajes,
entidades o hechos
pasados o actuales,
será simple
coincidencia.
 
 
 
 
 
 
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial
Bruguera, S. A.
Parets del Valles(N-152, Km 21.650) - Barcelona – 
1981
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO PRIMERO
 
En las pantallas gigantes podían ver todo lo que estaba
ocurriendo en torno al planeta Brion, en cuyo subsuelo se
encontraban.
Todos tenían los músculos tensos, crispados. Los invasores
habían atacado a la colonia terrícola en Brion, de una forma tan feroz
como imprevista.
Las cosmonaves de combate terrícolas habían saltado al espacio
para defender la colonia terrícola de la oleada invasora.
El gobernador Hollsee observaba las pantallas muy preocupado.
Tras efectuar el cálculo de cosmonaves invasoras y la valoración
de las mismas, había comprendido que no se podría detener la
invasión de los prowitas.
A miles de kilómetros del planeta Brion, las cosmonaves, en
solitario o en escuadrillas, se buscaban unas a otras con auténtica
ferocidad.
— ¿Qué podemos hacer para evitar la invasión?
—Lucharemos, siempre existe la posibilidad de vencer —había
respondido.
Cosmonaves de ambos ejércitos interestelares disparaban sus
mortíferas armas.
Las cosmonaves se desintegraban en el espacio, convirtiéndose
primero en grandes bolas de fuego blanco que se esparcían en
miríadas de chispas y luego desaparecían para no dejar rastro.
Era una guerra total, a muerte.
Los terrícolas, por desventuradas ocasiones anteriores, conocían
la ferocidad de los prowitas, lo despiadados que eran con sus
prisioneros y nadie quería quedar cautivo de ellos.
Otros seres de civilización primitiva, comparada con la de los
terrícolas o la de los prowitas, miraban al cielo nocturno y les parecía
que contemplaban una lluvia de estrellas. Con ojos llenos de
admiración, dejaban pasar el tiempo.
Para ellos, las cosmonaves que se desintegraban eran diminutas
estrellas que amenazaban caer, estrellas que deseaban atrapar entre
sus manos como si fueran mensajes de los dioses.
Aquellos seres eran los relanois que vivían totalmente ignorantes
de la lucha que tenía lugar en torno a su planeta, entre dos
civilizaciones alejadas del planeta Brion, civilizaciones
tecnológicamente muy avanzadas y capaces de hacer desaparecer
aquel planeta si se lo proponían.
—Gobernador Hollsee.
—Sí, mayor Germán.
—Hemos perdido.
—Todavía no, mayor; arriba quedan bravos cosmonautas
luchando, frenando la invasión.
—No podrán contra los invasores.
—Me temo que así es y debemos tomar nuestras medidas.
—Las medidas serían destruir el planeta y así no les habría
servido de nada la invasión.
—Eso, jamás, señor Germán.
— ¿Por qué?
—Usted lo sabe —le replicó el gobernador general de la colonia
terrícola.
— ¿Los relanois?
—Naturalmente, el planeta Brion es suyo. No podemos destruirlo
con ellos encima. Posiblemente aún no tienen con ciencia de que la
masa sobre la cual nacen, viven y mueren, es redonda y gira en torno
a su estrella-sol Cuántas, cuántas cosas ignoran aún y usted habla de
destruirlas.
—Los prowitas se saldrán con la suya, gobernador. Han
destruido nuestras cosmonaves con nuestros valientes cosmonautas
dentro.
—Los milicianos saben a qué se exponen, mayor, esto no es un
juego.
—Pronto lanzarán el ataque final sobre nuestra base colonial.
—Sí, a ellos les interesa este planeta por su estratégica situación
entre tres sistemas estelares.
—Y también porque aquí existe un excelente yacimiento de
vulcanita ultrarradiactiva.
— ¡Gobernador, la escuadrilla Beta-3 ha sido totalmente
desintegrada!
—Beta-3, en ella teníamos depositada la mayor confianza —
musitó el mayor Germán, con el rostro oscurecido por la derrota.
—Ha llegado la hora de poner en marcha el plan Fénix.
— ¿Cree que servirá de algo?
—No lo sé, mayor, pero así está pensado y así se hará.
— ¿Y los demás que no participamos en el plan Fénix?
—Resistiremos y destruiremos cuanto pueda ser utilizado por los
invasores. No ha de quedar absolutamente nada de la memoria
biomagnética del cerebro central de la colonia, cualquier dato podría
ser utilizado por ellos para proseguir la invasión de toda la galaxia.
Saben que los terrícolas somos sus enemigos potenciales. Si nos
vencen ahora es porque en esta colonia estamos en total inferioridad
ante la magnitud de su ataque, superior a todo lo previsto.
— ¿Llevaremos a cabo un suicidio colectivo?
—No, mayor. Estoy en contra del suicidio y más contra el
colectivo.
— ¿Sabe cómo tratan los prowitas a sus prisioneros?
—Algo he oído, pero mientras hay vida hay esperanza.
Se volvió hacia el panel de mandos de su mesa, un panel
reducido.
Oprimió un botón y se desplazó una tapa, dejando al descubierto
un teclado. Tecleó en él y el cerebro central se puso en marcha.
El cerebro central de la colonia poseía un control completo de
todo el personal, de su situación social y física. Si una cosmonave se
desintegraba en el espacio, el cerebro la daba de baja, todo en
cuestión de segundos. Ni el propio gobernador podía escoger a los
hombres y mujeres que habrían de componer la operación Fénix.
— ¿Han enviado los mensajes de SOS al planeta Tierra? —
preguntó el mayor Germán
—Sí, pero es inútil. Hemos de salir adelante por nuestros propios
medios. Estamos demasiado lejos para que puedan enviar un ejército
especial para defender una colonia que, por otra parte, ya está
aplastada. Además, caerían en una trampa. Eso sí, el SOS servirá para
poner en marcha la alerta roja y la producción de cosmonaves en la
Tierra y todo el Sistema Solar será alertado para prevenir la invasión
de los prowitas.
Aparecieron unos nombres en la pequeña pantalla.
Automáticamente, los hombres y mujeres correspondientes serían
avisados.
— ¿Está mi nombre? —preguntó el mayor Germán.
—Sí. Usted es el comandante del Comando Uno.
Una sonrisa inevitable afloró en el rostro del mayor Germán.
—Haré todo lo que pueda y más porque mi misión sea un éxito.
—Así lo esperamos todos, incluso el cerebro electrónico que lo
ha seleccionado, mayor Germán.
— ¿Quién será el comandante del Comando Dos?
—Seny Joliu.
— ¿El capitán Joliu?
—Sí.
—Es muy bueno, pero, ¿no resulta demasiado joven?
—Lo ha programado la computadora siguiendo los parámetros
marcados por nuestros cerebros de pianning miliciano, y si él es muy
joven, usted es algo mayor.
—Bueno, no soy ningún viejo —carraspeó.
—Digamos que veterano. Quizá es que ha sido programada la
juventud y la veteranía para que uno u otro, por separado, consigan el
objetivo.
—Sí, posiblemente será eso —admitió.
—No podemos perder tiempo, señor Germán, los invasores
caerán como una plaga sobre la colonia y hay que hacer muchas cosas.
Acuda a la subgalería termal, allí estarán los demás.
El mayor Germán tendió la mano al gobernador y éste se la
estrechó. Ambos sabían que no volverían a verse, la muerte iba a
separarles irremediablemente.
Cuando el mayor Germán llegó a la subgalería termal, allí
aguardaban los veintitréselegidos, él hacía el número veinticuatro.
Allí estaban también los dos vehículos capaces de desplazarse
por cualquier parte, aunque tenían la limitación del tiempo en el
espacio exterior.
Podían llegar a alejarse hasta un millón de kilómetros del
planeta, no más, los suministros y las condiciones de vida dentro del
vehículo no lo permitirían. No había capacidad para almacenar tanto
aire, agua y alimentos como eran necesarios para la supervivencia de
los terrícolas.
—Capitán Joliu...
—Hola, mayor Germán.
—Usted llevará el Comando Dos y yo el Uno. Hemos de
ponernos en marcha ahora mismo. ¿Conoce la misión?
—Supervivir y atacar a los invasores como, cuando y donde se
pueda.
—Exacto. Actuaremos por separado y sin contacto entre
nosotros, para que si unos u otros somos capturados por los invasores
no podamos delatar nuestros movimientos. Nadie sabe de nuestra
misión excepto el gobernador y aun éste desconoce la forma
operacional, porque ello dependerá de sus decisiones y de las ralas.
—Lo sé, mayor.
—Entonces, deseémonos suerte.
En aquel instante se encendió la pantalla que había en la
subgalería termal y apareció la imagen del gobernador.
Su actitud era patética. Su mano estaba sobre el botón rojo y
morado; cuando lo hundiera con sus dedos, toda la colonia conocería
el desastre de su flota espacial miliciana, vencida por los invasores.
Todos deberían comenzar a destruir cuanto pudiera quedar en manos
del enemigo y luego, limitarse a esperar.
Toda la memoria biomagnética del cerebro electrónico central
de la colonia sería destruida por una oleada térmica de diez mil
grados Celsius.
Ningún dato, absolutamente ninguno, quedaría a merced de los
invasores procedentes del planeta Prow.
Los dos grupos de comando se estrecharon las manos
mutuamente.
Deseaban sonreír y no podían. A partir de aquel momento iban a
entrar en una lucha aún más dura que la desatada en el espacio en
torno al planeta Brion, donde las cosmonaves terrícolas habían sido
barridas por los invasores. Habían derribado a muchas de las
cosmonaves enemigas, pero éstas habían sido muy superiores en
número y, lo que resultaba más trágico, se hallaban mejor dotadas de
armamento.
Las escotillas de les dos vehículos se cerraron herméticamente.
Eran de colores pardos para confundirse con el suelo del planeta
Brion y no llevaban nada visible que fuera brillante o reflejara luz
para no ser detectados por simple ojeada.
—Suerte a la operación Fénix. El invasor no debe quedar
tranquilo, guerra hasta la destrucción parcial o total si fuera posible.
Se borró la imagen del gobernador y apareció el astropuerto de
la colonia donde se hallaban las cosmonaves que no habían partido
tratando de escapar a la invasión.
Las que habían logrado escapar no habían llegado más allá de
los cien millones de kilómetros donde habían sido alcanzadas y
destruidas.
AHÍ estaban las cosmonaves de pasajeros y las de carga; no
quedaba ninguna miliciana apta para la lucha, todas habían sido
aniquiladas.
Llegaron los primeros dardos destructores disparados, por las
cosmonaves de Prow.
Los cañonazos desintegradores dieron de lleno en las
cosmonaves estacionadas en el astropuerto que se cubrió de una nube
ígnea blanca que lo arrasó todo hasta convertirlo en liquida piedra
fundida del suelo.
La huida del planeta Brion era ya imposible para los terrícolas.
No quedaba ninguna cosmonave a la que poder subir y emprender
viaje de retorno a la madre Tierra.
Mientras, dentro de la colonia se destruía cuanto pudiera tener
algún valor para los invasores.
Los dos vehículos comando, ya herméticamente cerrados, se
enfrentaron con el pequeño lago natural que había en la subgalería
termal.
Aquel lago despedía vapor, pues sus aguas estaban a una
temperatura constante de setenta grados Celsius.
Los dos vehículos comando se hundieron en las aguas. La
subgalería no parecía tener salida alguna, pero ésta se encontraba a
través de las aguas calientes del lago que estaba en lo más hondo del
subsuelo de la colonia.
Descendieron a la profundidad de algo más de cincuenta metros.
Los detectores les indicaron dónde se hallaba la galería por la
que se introdujeron, siempre en navegación subacuática.
Circularon por la galería en la que cabían justos los vehículos.
En algunos lagares, el agua llegaba al punto de ebullición, pero los
vehículos estaban preparados para resistir el calor; de lo contrario, los
humano-terrícolas habrían quedado cocidos dentro de sus propios
vehículos que avanzaban a una velocidad de casi cien kilómetros por
el subsuelo, siguiendo la galería inundada de agua termal.
Al fin llegaron a una sala llena de vapor donde el agua hervía.
Era imposible permanecer en aquel lugar sin la protección del
vehículo. Allí se abrían dos galerías.
—Capitán Joliu, ¿me oye?
—Perfectamente, mayor Germán.
— ¿Cuál galería desea? Hay dos.
—Escoja usted la que prefiera. A partir de ahora perderemos el
contacto.
—Tomaré la de la derecha —dijo el mayor a través del
telecomunicador por infrarrojos.
—Como quiera, mayor Germán. Suerte.
—Recuerde, capitán Joliu, no me envíe ningún mensaje. No nos
deben detectar o estaremos perdidos, nos buscarán hasta las entrañas
de este planeta.
Los dos vehículos se separaron, internándole por sendas galerías.
Se alejaron uno del otro quizá para siempre En adelante, iban a
buscar la muerte, cada grupo por un lado
Mientras, el pueblo primitivo de los ralanois, aborígenes del
planeta Brion, observaban entre asombrados y atónitos lo que ellos
creían una lluvia de estrellas y la lucha de los semidioses que
enviaban el fuego y la distracción en todas direcciones, con el poder
para ellos sobrenatural de fundir la piedra y crear mares de fuego que
todo lo arrasaban
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO II
 
Las cosmonaves invasoras de Prow se mantuvieron en
observación orbital durante quinientas horas, esperaban a que se
enfriaran las piedras.
Habían observado la colonia terrícola con mucha atención,
tratando de detectar cualquier movimiento de vehículos, pero a partir
del instante mismo de la destrucción del astropuerto, ningún vehículo
había aparecido bajo sus sensores.
Los prowitas despreciaban a los aborígenes del planeta Brion, los
consideraban poco más o menos como parte de la fauna del planeta,
animales mamíferos bípedos domesticables, utilizables como esclavos
si era preciso.
Por ello, no atacaron en absoluto a las poblaciones de los
ralanois y sí mantuvieron un cerco y un acoso muy escrupuloso en
torno a la colonia terrícola a la que consideraban muy peligrosa,
aunque ya reían y celebraban su triunfo.
Ninguna señal de telecomunicación había salido de la colonia
terrícola.
Las primeras cosmonaves de combate descendieron cercando las
edificaciones bajas de grandes techos medio esféricos que cubrían las
instalaciones. Después descendieron otras cosmonaves de asalto de las
que brotaron los prowitas armados.
Eran seres altos, extremadamente delgados. Su aspecto era
distinto al de los humanos terrícolas, parecían anillados y en ocasiones
se retorcían como verdaderos reptiles.
Vestían uniformes muy brillantes, hechos con plaquetas
metálicas que semejaban escamas. Los milicianos de asalto llevaban
sus cabezas cubiertas por cascos protectores y entre sus manos
llevaban armas portátiles pero de gran efectividad.
Fundieron tas puertas de entrada a las instalaciones y tas fuerzas
de asalto penetraron en ellas
Algunos terrícolas no dispuestos a someterse les hicieron frente
con sus armas portátiles y hube algunos encuentros duros y trágicos.
Los terrícolas consiguieron exterminar a un buen número de invasores,
pero éstos, en cantidad muy superior, destruyeron sus reductos.
Consiguieron reducir a los que quedaban
Los prisioneros llegaron casi a setenta y fueron colocados en una
gran sala de actos vacía, una sala de actos en la que cabían hasta tres
mil personas.
Era difícil saber lo que les iba a ocurrir. Los seres de Prow
ocultaban sus rostros bajo los cascos y parecían prestos a disparar sus
armas contra todo aquello que pudierasignificar un peligro.
El gobernador Hollsee permanecía en silencio. El estaba
dispuesto a aguantar hasta las últimas consecuencias.
Las fuerzas de asalto prowitas revisaron hasta el último rincón
de las instalaciones terrícolas, llegando a la subgalería termal.
Allí descubrieron el lago de agua caliente y vieron que no había
ninguna salida. Comprobaron con sus sensores que no había puertas
falsas en las paredes y regresaron.
Según las órdenes tajantes recibidas de su superioridad, no debía
quedar ni un escondrijo donde pudieran guarecerse terrícolas.
Cuando se creyó que todo estaba controlado, apareció la gran
cosmonave insignia de Prow. Dentro de ella podían guarescerse todas
sus cosmonaves de combate si lo deseaban.
Era una masa impresionante gris parda, como si del cielo del
planeta Brion descendiera una montaña entera. Pese a ello, la
gigantesca masa bajó lentamente, centímetro a centímetro, sobre, el
astropuerto vacío y raso en el que no quedaban ni vestigios de las
cosmonaves terrícolas.
El pavimento era liso, de piedra fundida mezclada con los
metales de las cosmonaves destruidas.
Pocos centímetros por debajo de aquel suelo liso, la piedra aún
estaba roja por el calor que contenía y permanecer un tiempo quieto
sobre el suelo del astropuerto significaba la muerte por exceso de
calor. Sin embargo, los prowitas iban bien provistos con trajes
antitérmicos, especialmente botas, que les aislaban del suelo que
pisaban.
De la gigantesca cosmonave vencedora en aquella batalla
invasora brotaron rampas que facilitaban el descenso de la cosmonave
hasta el suelo. Eran varias las puertas que daban acceso a los que
viajaban dentro de aquel gigantesco monstruo espacial.
Una docena de vehículos pequeños, de unos diez metros de largo
cada uno y llevando prowitas armados y altos jefes ce la milicia Prow,
salieron de la cosmonave insignia y se dirigieron al interior de las
instalaciones humano terrícolas derrotadas y avasalladas.
— ¡Todos en pie! —gritó uno de los prowitas con su voz
sibilante y rápida.
Los prisioneros humano terrícolas se levantaron. Sonaron unos
pitidos de órdenes en el local y por el corredor central aparecieron
altos mandos de los invasores.
En el escenario se habían colocado butacas y una especie de
trono metálico, muy brillante.
Les vieron pasar y dirigirse al escenario. Entre ellos destacaba
uno, más alto aún, cubriendo su espalda con una especie de capa a la
que iban unidas sendas alas siniestras.
Llevaba el rostro al descubierto y era el suyo un rostro muy
alargado, con la mandíbula arqueada hacia abajo. El color de su piel
era gris violáceo y sus ojos grandes, muy redondos, de pupilas rojas.
Apenas tenían labios en una boca muy larga.
Carecían de orejas visibles como los humano terrícolas, unos
orificios con apenas un pequeño saliente cartilaginoso de protección.
Sus cabellos eran blancos y largos, ligeramente ondulados.
Aquel personaje llegó al trono y se sentó en él. Hizo una seña y
una especie de general habló a continuación:
—Pueblo terrícola, sois prisioneros de la muy imperial y
avanzada civilización de Prow. Sois miembros de una civilización
inferior, débil, enferma de la mente, propensa a las locuras estúpidas y
sin posibilidades de alcanzar una gran evolución.
Dio una ojeada al ser que se había sentado en el trono y I éste
aprobó con movimientos de cabeza.
A los humano terrícolas todo aquello les sentó muy mal, pero en
su calidad de prisioneros nada podían hacer, tenían que someterse a
los insultos de los invasores.
—Por consiguiente, quedáis reducidos a la categoría de esclavos,
lo que significa que poseemos el poder de la vida y muerte sobre
vosotros Todo aquel que se niegue a obedecer, será castigado
adecuadamente. La obediencia absoluta y sin réplica será vuestra
norma a partir de ahora. Lo contrario será castigado con la muerte y
como conocemos vuestro terror por el dolor físico, la muerte será
siempre tan larga como dolorosa.
Ninguno de los terrícolas dijo nada, pero todos sintieron el
miedo en sus espinazos.
—El emperador Wrang os hablará ahora. Inclinad vuestras
cabezas ante él.
Los terrícolas no obedecieron la orden de inclinar sus cabezas. El
emperador Wrang les fustigó con la mirada pero no dijo nada. Sin
embargo, el general que había hablado hasta aquel momento dio unas
órdenes en su lengua que los terrícolas no entendieron.
Cuatro prowitas se colocaron frente a los prisioneros. Con unos
artilugios que semejaban látigos eléctricos lanzaron sus rayos
electroflagelantes que tocaron a los cautivos causándoles heridas
dolorosísimas. Se escucharon quejas de dolor.
— ¡Basta, inclinad las cabezas! —pidió el gobernador Hollsee.
Dejaron de fustigarles con los rayos electroflagelantes.
—Tú eres el gobernador aquí, ¿verdad? —preguntó el
emperador Wrang.
—Así es, soy el gobernador.
— ¿Cuántos terrícolas habéis quedado vivos?
—Los que aquí veis.
— ¿No hay más, seguro?
—No, habéis invadido todas nuestras instalaciones.
— ¿No hay más terrícolas dispersos por el planeta?
—No —mintió el gobernador para proteger a los comandos,
aunque sabía que más tarde o más temprano los descubrirían y le
harían pagar cara su mentira.
Sabía que en un momento u otro la tortura llegaría para él,
debía prepararse para resistirla.
—Sabemos que habéis enviado un mensaje de socorro a vuestro
planeta, pero esos auxilios jamás llegarán aquí y aunque vinieran
serían exterminados por mis soldados.
—No lo dudo, sois invasores.
—Conquistadores —le corrigió el emperador Wrang.
—La Confederación Terrícola posee una fuerza miliciana
suficiente para hacerles pagar muy cara esta invasión.
El emperador Wrang produjo un extraño ruido gargarizante con
su boca, que pudieron tomar como risa.
—Este sólo es un paso en nuestro avance de la conquista de
todos los planetas vivos de la galaxia. Tenemos controlados ya un
montón de planetas y nuestro próximo objetivo será la Tierra, aunque
esté lejos de aquí.
—Jamás la invadiréis —le replicó el gobernador Hollsee,
sabiendo que contrariar a aquel ser podía costarle la vida.
—Los prowitas jamás hemos sufrido una derrota. Vosotros, con
vuestros informes, nos ayudaréis a la invasión.
—No conseguiréis ayuda de nuestra parte.
—Eres un estúpido, terrícola. Poseemos medios para conocer
todo lo que almacenáis en vuestras mentes.
—No sacaréis nada práctico de nosotros —le respondió el
gobernador Hollsee, no muy seguro de sus propias palabras.
—Haremos una selección entre vosotros para pasar a los
primeros interrogatorios. Espero la máxima colaboración, de lo
contrario sería doloroso para vosotros, y repito que conozco el miedo
que tenéis al dolor físico.
El hablar de aquel ser era imperativo. Comprendía y se
expresaba perfectamente en el idioma de los terrícolas; sólo su tono,
excesivamente siseante y que hacía recordar a una serpiente a punto
de atacar, les diferenciaba.
—Conocemos la extracción de la vulcanita suprarradiactiva de
este lugar, vulcanita que ahora será explotada por nosotros. Este rico
mineral nucleoenergético va muy bien para nuestras cosmonaves.
Arribará aquí todo un ejército espacial y cuando llegue el momento,
partirá para la gran invasión del planeta Tierra. No hace falta que os
repita que vuestra colaboración nos es totalmente necesaria.
— ¿Y qué haréis con el pueblo ralanoi? —quiso saber el
gobernador.
—Nada. Están muy lejos de ser una civilización tecnológica. No
merece la pena molestarles, ellos ni siquiera saben que existimos y si
ven descender nuestras cosmonaves sobre su planeta nos tomarán por
dioses a los que no se atreverán a acercarse. Vosotros construisteis la
muralla de cristal en torno a vuestras instalaciones.
—El yacimiento de vulcanita suprarradiactiva es ahora vuestro,
pero no os durará mucho tiempo
El general de Prow añadió:
—Os será colocado a cada uno el collar de la obediencia. Cada
collar está numerado y muy pronto aprenderéis a obedecer las órdenes
que os lleguen a través de él.
Un pequeño vehículo entró por el centro del auditórium. Dentro
de él venían los collares metálicos,anchos y muy brillantes.
Los soldados de Prow se encargaron de cerrarlos en torno a los
cuellos de los terrícolas y éstos sintieron entonces la humillación de la
esclavitud.
El gobernador Hollsee aguantó aquella humillación para dar
ejemplo a los demás y no quiso pensar en los dos comandas de la
operación Fénix por si los prowitas poseían facultades telepáticas y
captaban su pensamiento.
El emperador Wrang señaló a uno de los cautivos.
—Ese. .
Los soldados se hicieron cargo del señalado.
—Que se ponga delante de los demás.
El elegido miró hacia sus compañeros. Había temor en sus ojos,
suplicaba mudamente una ayuda que nadie podía darle porque todos
tenían aquella especie de abrazadera metálica en torno a sus
respectivas gargantas.
Quedó a un lado, pero bien visible a los ojos de los restantes
cautivos.
—Ahora veréis lo que puede suceder a quienes desobedezcan o
traten de escapar —advirtió con aquella voz que recordaba al sonido
de un reptil presto al ataque.
El preso elegido para ejemplo se llevó de repente las manos al
cuello y comenzó a retorcerse. El dolor se acusó en su rostro, en sus
ojos que se desorbitaban, en la boca que se abría y mostraba la lengua
como un animal extraño a él, un animal que podía haber anidado en
su garganta.
Fue amoratándose todo él.
De súbito, lanzó un alarido escalofriante y ennegreció
rápidamente.
La cabeza se le inflamó como si el fuego hubiera surgido del
propio collar y la víctima cayó al suelo, donde agonizó hasta que le
llegó la muerte, una muerte dolorosa.
—Eso ocurrirá, pero más lentamente —les dijo el general
prowita.
—Me habían dicho que los seres de Prow erais despiadados y
crueles, pero lo que acabo de ver supera a lo que yo podía imaginar —
les escupió el gobernador Hollsee temblando de ira.
—Pues, tienes muy poca imaginación, gobernador, claro que eso
es propio de una cultura inferior, de una cultura que aún tiene mucho
de animales salvajes. Por eso tenéis tanto miedo al dolor.
—Si vosotros ya no tenéis nada de animales es que no sois
humanos, sois como robots biónicos sin conciencia. Dentro de vuestras
mentes sólo anida ya la ambición y la crueldad.
—Estúpido terrícola. ¿Es que pretendes darnos lecciones? Somos
poderosos, muy poderosos, y no sólo con cosmonaves, sino nosotros
mismos. Fijaos y comprenderéis cuál es el poder de nuestras mentes.
Se elevó sobre el trono, levitando como un mago. Dejó de tocar
el suelo y el asiento, elevándose por encima del trono y junto a él, los
demás prowitas que se hallaban en el escenario también se elevaron,
demostrando poseer la facultad de levitar. Tras aquella demostración,
volvieron a pisar el suelo y Wrang se sentó en su trono.
— ¿Los terrícolas sois capaces de esto?
—Algunos terrícolas han demostrado poder le vitar.
—Algunos —volvió a reírse—. Nosotros, todos. Sois inferiores,
es evidente.
— ¿Inferiores? Nos habéis vencido en esta batalla del planeta
Brion por superioridad numérica aplastante, pero vosotros jamás
podréis vencer a la milicia cosmonáutica de la Confederación
Terrícola.
—Ya lo demostraremos. Preparadlo todo para una sesión
especial —ordenó el emperador Wrang, señalando al gobernador
Hollsee.
Al ver como entre dos soldados prowitas se llevaban al
gobernador Hollsee, hubo un claro movimiento de hostilidad, rebeldía
y amenaza hacia los invasores.
El gobernador Hollsee, dándose cuenta de ello y previendo una
dolorosa respuesta hacia los terrícolas, pidió:
—Tranquilos, somos sus prisioneros pero no conseguirán lo que
quieren. Somos una civilización indómita y acabarán dándose cuenta.
Os pido lealtad y resistencia, al final sobreviviremos.
—Haréis bien en escuchar las palabras de vuestro gobernador
que os pide tranquilidad y obediencia —puntualizó el emperador
Wrang.
—He dicho resistencia, pasiva pero resistencia y al final, la
libertad.
Apenas acababa de pronunciar las últimas palabras cuando, sin
saber quién controlaba la abrazadera metálica que llevaba en torno a
su cuello, notó unos agudos dolores en su garganta. Eran como
picadas de electricidad en alto voltaje.
Otro, en su lugar, hubiera doblado las rodillas suplicando que
cesara la tortura, pero el gobernador Hollsee cerró los ojos, apretó las
mandíbulas y aguantó.
Aguantaría hasta la mismísima muerte, si es que iban a
ejecutarlo.
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO III
 
El capitán Seny Joliu no había tenido tiempo ni de saber quiénes
eran los hombres y mujeres que componían su comando.
A algunos ya los conocía, pero su nombramiento como
comandante del Comando Dos de la operación Fénix, por lo rápido e
inesperado, le había sorprendido y aún no había tenido tiempo de
asimilarlo.
Estaba claro que habían sido destruidas, hasta su total
desaparición física, las cosmonaves del astropuerto, tanto car güeras
como de pasajeros.
No quedaba ningún vehículo espacial con el que poder huir del
planeta Brion rumbo al lejanísimo planeta Tierra.
Tampoco quedaba ninguna cosmonave de combate, sólo dos
vehículos polivalentes, pero con un radio de acción limitada. Era
cuanto les quedaba para luchar contra una flota invasora espacial y
nada o casi nada iban a poder hacer.
Se habían transformado en una especie de mosquitos y los
prowitas eran unos elefantes. Por muy hondo que introdujeran el
aguijón en la piel del proboscidio, jamás llegarían a traspasarla, por lo
menos eso era lo que aquel grupo de humanos terrícolas pensaban en
aquellos momentos de huida casi desesperada pero con sangre fría,
desplazándose por el subsuelo del planeta Brion.
La galería que estaban utilizando descendió y volvieron a
encontrar agua; era agua de un mar que ahora debían de tener encima
según los planos y los datos que proporcionaba la eficacísima
computadora que llevaba a bordo.
La ruta por el subsuelo, explorada con anterioridad, medida e
incluso ampliada en secreto para que pudieran pasar los vehículos
comando si se presentaba una situación de emergencia como la que
vivían ahora, les llevó a un área de acantilados donde emergieron.
Arena, rocas y unas grutas que debían haber habitado animales
anfibios o que quizá aún seguían habitando. No lo sabían todo del
planeta Brion, ya que se habían dedicado a vivir casi exclusivamente
dentro del cerco de cristal que protegía las instalaciones terrícolas,
aislándoles de la posible curiosidad de los ralanois.
El capitán Seny Joliu sacó el vehículo de las aguas y lo introdujo
en una de las cavernas del acantilado donde cabía perfectamente.
Detuvo los motores.
—Hemos llegado al final de nuestra primera etapa. A partir de
ahora tendremos que organizamos.
—Seguro que no habrá quedado nada.
Todos deseaban pisar el suelo, salir del vehículo en el que
habían viajado tan largo trecho por el subsuelo del planeta Brion.
Seny Joliu leyó en la pantalla todos los datos proporcionados
por el cerebro del vehículo, programado para aquella misión. Después
salió a reunirse con los demás y les dijo:
—Soy el capitán Seny Joliu, pero agradecería que todos me
llamarais Seny simplemente. Se me ha encomendado el mando de esta
operación y como tenientes están Nil Esplai y Boix.
Los aludidos, una mujer y un hombre, se adelantaron. Ambos
eran jóvenes como el propio Seny Joliu.
Nil era muy hermosa. Sus cabellos tenían una tonalidad rubio
rojiza y al recibir los rayos de la estrella sol que daba vida al planeta
Brion, despedían destellos .de fuego. Era alta y poseía unos bellos ojos
azules violeta.
Boix era un hombre alto y fornido, de carácter fuerte y mirada
ambiciosa. Seny Joliu le conocía, aunque lo había tratado poco. Era
muy difícil saber por qué las computadoras les habían puesto en el
mismo comando.
Seny también tenía un carácter fuerte y era muy posible que
surgiera algún roce entre él y Boix.
Miró al resto, eran tres mujeres más y seis hombres, todos muy
capaces y bien entrenados para resistir penalidades. Las mujeres sólo
eran delicadas en apariencia, pues poseían unos músculos ágiles y
elásticos.
Todas ellas eran de probada inteligencia, con elevados
coeficientes y cada una poseía estudios y prácticasde biología (como
era el caso de Nil Esplai) y de telecomunicación, sanidad y topografía
espacial sus tres compañeras, respectivamente.
Seny les explicó lo que se esperaba de ellos y como iban a operar
a partir de aquel momento, siempre con la esperanza de que llegaran
cosmonaves milicianas de la Confederación Terrícola para dar batalla
a los invasores.
En el fondo, nadie creía que pudiera llegar un ejército espacial
terrícola debido a la gran distancia. Enviar un ejército a luchar contra
los prowitas era dejar al descubierto o en situación de debilidad al
planeta Tierra, lo cual podía resultar más que grave, ya que los
invasores debían estar esperando la ocasión propicia para intentar la
invasión de la Tierra.
La lucha de los comandos, a la larga, estaba perdida.
Cuando los prowitas los detectaran porque ellos provocaran la
lucha de guerrillas, los buscarían y acosarían hasta eliminarlos por
completo y poseían cosmonaves y soldados de asalto más que
suficientes para barrerles.
—Hemos de darles golpes duros, golpes que les duelan; no
poseemos naves de combate, pero sí tenemos armamento ligero y
semiligero en nuestro vehículo para atacarles.
Boix le puntualizó:
—Si intentamos un acercamiento a las instalaciones, nos
detectarán de inmediato y seremos exterminados.
—No lo dudo, ahora estarán muy atentos a cualquier
aproximación. Dejaremos pasar unas horas y luego, un grupo de
nosotros emprenderá la marcha hacia el monte Gian, pero
aguardaremos a tener un buen descanso y alimentación adecuada.
Boix dijo entonces:
—El monte Gian está casi a siete mil metros de altura.
—Lo sé perfectamente y desde su cumbre se puede disparar en
línea recta un cañonazo de supra láser y dar en el blanco dentro de las
instalaciones de la colonia invadida.
—No lo he medido, pero la distancia entre el monte Gian y la
colonia invadida —dijo Cornelia, la topografía— será de unos mil
kilómetros.
—Sí, por ello no recelarán del monte Gian; ése es nuestro primer
objetivo —explicó Seny Joliu
Boix objetó.
—Eso será un suicidio.
—Cualquier acción que emprendamos a partir de ahora podrá
ser catalogada como suicidio. La muerte es nuestra compañera
inseparable y si alguno de nosotros cae en la lucha, sea quien sea, yo u
otro de vosotros será abandonado donde quede y los demás seguirán
adelante. No habrá sentimentalismos, la lucha continuará mientras
haya vida en alguno de nosotros. No habrá rendición jamás, por ello
hemos sido seleccionados.
—Si nos desplazamos con el vehículo en dirección al monte Gian
nos detectarán con los sensores que poseen las cosmonaves que deben
mantener una vigilancia permanente girando en tomo al planeta en
situación orbital.
—Si fuéramos con el vehículo, así sería. Mientras sea posible, el
vehículo permanecerá escondido dentro de la gruta.
— ¿Haremos la marcha a pie? —preguntó Maurice.
—Así es, no podemos dejarnos detectar por los seres de Prow. Si
nos descubren, de inmediato tendríamos encima una nube de naves
que nos exterminarían a todos en cuestión de segundos.
—Corrernos el riesgo de ser detectados lo mismo —advirtió
Boix.
—Daremos los rodeos necesarios y nos camuflaremos cuando sea
posible, pero llegaremos a lo alto del monte Gian y desde allí daremos
nuestro primer golpe a los invasores.
Boix inquirió:
— ¿Y el regreso?
—Tendrá que ser muy rápido. Utilizaremos las alas artificiales.
— ¿Alas artificiales? —repitió Boix, sorprendido—. Es un
sistema de desplazamiento deportivo muy bonito pero muy lento.
Mejor sería utilizar los automonocohetes, ya que nos detectarán en
seguida y en pocos segundos tendremos sobre nosotros las naves de
combate de Prow. Podríamos alcanzar nuestros refugios con mayor
rapidez.
—Los automonoeohetes despiden luminosidad y gran cantidad
de calor, todo muy detectable por los sensores de infrarrojos. Seríamos
localizados de inmediato. Es mejor desaparecer con cierta lentitud que
ser detectados desde las naves orbitales de vigilancia.
—Está bien, tú eres el comandante.
—Así es, pero cualquier observación respecto al programa debe
de hacerse ahora. Una vez nos pongamos en marcha, ya no nos
volveremos atrás.
— ¿Iremos todos? —preguntó Nil Esplai.
—No. Quedará un equipo de tres dentro del vehículo, vigilando
nuestros suministros y las armas que queden aquí. Otros tres
establecerán un campamento puente en algún lugar que creamos
oportuno y los demás subiremos a la cumbre del Gian con el cañón
supraláser que poseemos. La utilización del cañón supraláser desde
tierra es de resultados pobresdebido a que la distancia, por ser el
disparo rectilíneo, es limitada. Otra cosa sería empleándolo desde el
aire.
—Podemos elevarnos en vuelo rápido con nuestro vehículo —
propuso Boix—. Disparar y volver a descender, escondiéndonos.
—Sí, es una posibilidad, pero el vehículo sería detectado y
localizada el área de nuestro refugio. Luego, el encontrarnos, sería
cosa fácil para ellos. Hemos de evitar que nos detecten, de lo contrario
sólo podremos darles un golpe duro a sus naves. En cambio, si
escapamos, podremos volver a la carga aunque ya estén sobreaviso,
pero no sabrán dónde nos escondemos.
—Está bien, tú eres el jefe, pero no viviremos para contarlo.
Las palabras de Boix eran un mal presagio. Seny Joliu captó la
tensión en todos y por ello quiso puntualizar:
—La colonia ha caído. Es posible que dentro de veinticuatro
horas ya no quede nadie vivo allí. Se han sacrificado en vez de tratar
de huir con nosotros, se han quedado allí para enmascarar nuestra
marcha y que nosotros podamos provocar problemas a los prowitas,
los máximos mejor, y os voy a decir con mucha sinceridad que no creo
que en mucho tiempo venga por aquí nuestra milicia espacial para
recuperar la colonia. Sería arriesgar hombres y cosmonaves en una
batalla prácticamente inútil. ¿A quién habría que salvar, si nuestra
colonia aquí ha enmudecido y se darán por muertos a todos los que
aquí nos hallamos? Desengañémonos, tenemos que hacer nuestra labor
solos, sin otra esperanza que dar, duros golpes a los invasores y al
final, la muerte. En esta pequeña guerra iremos muriendo poco a
poco, uno tras otro, hasta que caiga el último. La situación en que nos
hallamos no nos ofrece otra salida. La muerte luchando será el premio
a nuestra labor.
Ninguno de los presentes protestó, ninguno demostró tener
miedo.
Lucharían contra los invasores en un planeta que en adelante les
iba a ser hostil.
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO IV
 
Cornelia, la topógrafa, preparó el mapa de la ruta que debían
seguir para llegar a la cima del monte Gian, lo que no iba a ser una
empresa nada fácil.
Con el vehículo que poseían hubieran podido llegar muy pronto,
sin problemas de obstáculos; sin embargo, serían detectados por las
cosmonaves de vigilancia del ejército invasor de Prow y no tendrían
tiempo de atacar, caerían sobre ellos, desintegrándoles. Había que
pasar desapercibidos.
Un equipo de tres miembros del comando quedó en el vehículo,
atento a las telecomunicaciones y a desplazarse con el vehículo
adonde hiciera falta para recoger a sus compañeros si así se requería.
Los demás se pusieron en marcha llevando consigo todo el
equipo y los suministros que iban a necesitar. Afortunadamente,
poseían unos carritos robot que funcionaban con minipilas atómicas,
mediante el sistema de antigravitación y guiados por ondas.
Las plataformas eran cargadas cada una de ellas con el peso
máximo de media tonelada y avanzaban sin tocar el suelo, a un palmo
por encima del mismo.
Aquel sistema tenía la ventaja de no ser detectado desde el aire
o desde un puesto de vigilancia orbital, ya que los paquetes que se
colocaban encima camuflaban la plataforma.
Aquellas plataformas móviles con control a distancia eran
absolutamente indispensables teniendo en cuenta la cantidad de
material que se veían obligados a llevar.
Una de las plataformas, por sí sola, transportaba el cañón láser
con su suministro de energía para efectuar los disparos y los visores
telescópicos para afinar la puntería a muchísimos kilómetros de
distancia.
Salir delárea de acantilados fue ya una labor difícil, pero lo
consiguieron sin perder nada de material. Después, se adentraron en
una zona boscosa cuya vegetación les protegía.
—Cortad ramajes y colocadlos encima de los equipajes.
Camuflaremos también nuestros cuerpos con vegetales. Somos
guerrilleros y hemos de camuflarnos al máximo para que no detecten
nuestra presencia. Nuestros posibles éxitos están basados en el ataque
por sorpresa.
Los paquetes pronto quedaron cubiertos por ramas y ellos
mismos se llenaron de ramajes como pudieron para no ser visibles a
distancia.
Los seis hombres y las tres mujeres que habían emprendido la
marcha iban armados para rechazar cualquier ataque de animales o de
los ralanois, seres primitivos que no se sabía bien cómo iban a
reaccionar.
Las normas de la colonia habían sido rehuir el trato con las
civilizaciones primitivas del planeta para no contaminarlas con
avances tecnológicos que no llegarían a comprender.
Por ello, se había erigido la gran muralla de cristal en torno a las
instalaciones de la colonia, evitando así que los que laboraban en la
colonia salieran del cerco de cristal y que los ralanois pasaran al
interior del mismo.
Llegó la noche y escogieron un lugar donde el boscaje era espeso
y los árboles frondosos para establecer su vivac.
Tomaron los alimentos cocinados con microondas y se
dispusieron a descansar porque al día siguiente la marcha sería larga.
No pasaban frío puesto que sus tiendas estaban climatizadas, pero
hubieran deseado encender una hoguera, quizá por la atracción
instintiva que todos los terrícolas sentían hacia el fuego.
Seny Joliu, consciente de su responsabilidad en aquel grupo de
comando que al final se encontraría cara a cara con la muerte, no
sintió deseos acuciantes de dormir.
Anduvo en torno al vivac con actitud pensativa; meditaba
mirando hacia lo alto.
—Todo parece muy pacifico, ¿verdad?
Se volvió. A su lado estaba la bella Nil Espía.
—Deberías dormir.
—Y tú también.
—Tengo la desgracia de ser el comandante de esta operación
— ¿Desgracia, te pesa la responsabilidad?
—Sí, me pesa sabiendo que no tenemos futuro Somos un puñado
de terrícolas frente a un ejército espacial que ha barrí do a nuestra
pequeña flota espacial de protección.
—Estamos vivos y tenemos armas.
— Es cierto, y les haremos todo el daño que podamos, pero al
final ellos seguirán vivos, invadiendo esta colonia, explotando la mina
de vulcanita suprarradíactiva y preparándose para el gran asalto final
al planeta Tierra.
—Quizá tengamos suerte y no perdamos la vida.
—Cuando detecten nuestra presencia y como máximo eso
ocurrirá en el momento en que les ataquemos, se echarán sobre
nosotros.
—Podríamos desperdigarnos, buscar cada uno de nosotros la
salvación por donde pueda.
—Es una posibilidad, perseguir a un grupo siempre resulta más
fácil que perseguir a diversos individuos corriendo en todas
direcciones; sin embargo, sólo llegaremos a esa separación cuando nos
veamos totalmente perdidos. Mientras podamos actuar en grupo,
iremos juntos,
—Tenemos una noche muy estrellada,
—Si, mucho, pero algunos puntos del cielo puede que no sean
estrellas, sino cosmonaves de vigilancia de los prowitas.
— ¿De verdad son tan crueles esos seres?
—Los informes que tengo aseguran que sí. No se avienen a
ningún pacto.
—Entonces, ¿la posibilidad de rendirse no existe?
—No. La rendición es la esclavitud o la muerte y se nos ha
confiado la misión de hostigar al invasor.
—No es que fuera magnífico vivir en esta colonia sin poder
pasar al otro lado de la muralla de cristal para no contaminar a los
humanos primitivos de este planeta, pero todo iba bien hasta que se
produjo el ataque de los prowitas
—La paz aquí no ha durado demasiado tiempo. Nosotros no
hemos hecho ningún daño a los ralanois salvo explotar una mina de
vulcanita suprarradíactiva que posiblemente ellos jamás llegarán a
emplear No hemos intervenido en su cultura primitiva, en su
evolución.
— ¿Crees que ya no puede haber pacto entre nuestro gobierno y
los prowitas?
—Después del ataque de que hemos sido víctimas, no.
—Creo que la única posibilidad de salvar la vida sería perderse
entre los bosques de este planeta, buscar a los ralanois y unirse a ellos
o comenzar una hueva vida como Robinson Crusoe.
—Sí, es la única posibilidad de sobrevivir; desaparecer sin ser
visto y vivir como se pueda.
—He oído algún comentario al respecto,
— ¿Comentario? —preguntó, interesado.
—Sí, he oído comentar que el grupo se podría salvar
escondiéndose en algún bosque templado cerca de algún gran lago
para comenzar una nueva vida en grupo puesto que hay hombres y
mujeres, todos jóvenes, sanos y fuertes. En fin, que podría nacer una
nueva comunidad y así dejar pasar los años.
—Esta situación podría darse si hubiéramos llegado en una
cosmonave que hubiese quedado destruida por cualquier causa,
impidiéndonos toda posibilidad de regreso a nuestro planeta Entonces,
nos veríamos obligados a comenzar una nueva vida formando una
comunidad autónoma que si lograba sobrevivir a la larga daría origen
a una especie de nación que trataría de evitar choques armados con
los otros habitantes del planeta, pero éste no es el caso. Hemos sido
atacados y estamos en guerra abierta contra los invasores de Prow.
—Sí, pero la posibilidad de sobrevivir escondiéndonos en los
bosques, existe, no podemos negarlo.
— ¿Crees que alguien del grupo desearía ocultarse y dejar de
luchar?
—Es posible.
— ¿Quién?
—No lo sé.
—Mientes muy mal. De todos modos, no me lo digas, es mejor
no saberlo, aunque siempre existirá la posibilidad de la deserción.
—Si, es la guerra, pero a nadie se le puede negar el derecho a
desear seguir viviendo.
—En estado de guerra abierta, una deserción se castiga con la
máxima pena.
— ¿Aun a sabiendas de que al final moriremos?
—Si, aun sabiéndolo.
—Todo ha cambiado en tan pocas horas... Hemos pasado de
vivir pacíficamente a esta situación desesperada.
—Atacaremos a los prowitas hasta dañarles al máximo. El golpe
de mano en situación de sorpresa puede hacer mucho daño.
— ¿Estando lejos también?
—Sí, ya nos acercaremos a la base si salimos vivos. Además, el
mayor Germán con su comando también atacará por otra parte. No les
vamos a dejar tranquilos.
— ¿Habrá alguien vivo en la colonia?
—No lo sé y no nos podemos telecomunicar porque seríamos
descubiertos.
—Todos nosotros no somos milicianos, no entendemos tan bien
como tú eso de luchar para morir.
—Lo comprendo, pero no hay otra alternativa.
La miró a la luz de las estrellas y de las dos lunas de Brion, una
luz reverberante de color blanco anaranjado.
—Es comprensible que no quieras morir, Nil. Eres tan hermosa...
—Bueno, todos vosotros estáis muy bien constituidos físicamente
como hombres.
— ¿En tu vida privada tenías pareja?
—No.
—Yo tampoco.
— ¿Vale la pena pensar en el amor cuando se tiene a la muerte
por futuro?
—La muerte es el futuro para todos.
—Me refería en un plazo corto.
—Eso nunca se sabe. Quizás alguno se salve, quizá quedemos
desarmados y sí nos veamos obligados a refugiarnos en los bosques
formando una colonia que se vea obligada a subsistir por sí misma.
—Confiemos en que esa situación no llegue.
— ¿Por qué? Antes parecías desearla.
—Sois más hombres que mujeres, habría peleas.
—Es un buen razonamiento, pero en las situaciones límite se
puede llegar a determinados acuerdos que en la vida normal no serían
aceptables. ,
— ¿Como vivir dos hombres con cada mujer? —preguntó Nil,
sonriendo, no exenta de malicia.
—Sería un recurso procreativo y equitativo, pero me temo que
yo no podría soportarlo.
— ¿Tú quieres una mujer para ti solo?
—En ese aspecto soy muy primitivo.
—Será mejor que me vaya a dormir. Mañana será una marcha
dura por lo que me ha dicho Cornelia.
—Sí, una marcha dura y a paso rápido. Hemos de llegar cuanto
antes a la cima del monte Gian.
— ¿Pasaremos por algún poblado de los ralanois?
—Evitaremos hacerlo, es mejor no tener contacto con ellos. Por
ayudarnos, podrían sufrir una atroz represalia por parte de losprowitas que los genocidiarian a todos. No dejarían ni a uno solo de
ellos vivo.
Nil se alejó en la noche sin luces artificiales, pues Joliu había
pedido que no se encendiera ninguna luz que fuera detectable desde el
aire.
— ¿Vas a dormir?
—Boix...
Nil había sido sorprendida por el segundo de la expedición que
parecía esperarla.
— ¿Ligando con Seny?
—No digas tonterías.
— ¿Qué hablabais, entonces?
—Cuestiones privadas. Apártate, voy a descansar, mañana
tenemos una marcha muy dura.
—Cuando estabas con él no parecías tener tanta prisa. Seny
recibe un tratamiento especial, ¿verdad?
—No digas tonterías.
— ¿Tonterías? Cualquier hombre yacería contigo sin pensárselo
dos veces.
—Yo soy libre y me aparejaré con quien quiera.
— ¿Se lo has propuesto ya a Seny?
Nil Esplai le dio una bofetada que por su rapidez alcanzó al
rostro de Boix. Este la encajó sin decir nada y Nil tampoco habló. En
aquellos momentos, estaba todo dicho.
Nil se alejó de él para reunirse con las demás mujeres del grupo
en la tienda climatizada.
Se sentía dolida y sabía que Boix no estaba lejos de la verdad.
Hubiera deseado proponerle a Seny Joliu que yaciera con ella, era
cierto, lo había deseado. ¿Cuánto les quedaba de vida? ¿Por qué
desaprovechar aquellas horas, quizá sólo minutos, por qué?
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO V
 
Cuarenta horas más tarde, uno de los miembros de la expedición
que iba a la cabeza, distanciado casi medio kilómetro para advertir de
posibles peligros, anunció:
—Hay algo que podría parecerse a un templo.
Le escucharon con el pequeño telecomunicador que no llegaría
muy lejos con su onda infrarroja, una telecomunicación que no podía
ser interceptada.
— ¿Estás seguro? —insistió Seny.
—Sí, seguro, lo veo claramente.
—Un momento. —Seny se volvió hacia la topógrafa y preguntó
—: ¿Hay algún templo en esta área?
—Que yo sepa, no; no está marcado en parte alguna, salvo que
sean ruinas antiquísimas.
— ¿Son ruinas? —preguntó Seny por el telecomunicador.
—A mí no me lo parecen, aunque es difícil ver esto desde el aire
debido a los árboles tan altos y enormes, de gran follaje, que ocultan
el templo. Bueno, el templo es sólo una fachada de la montaña rocosa.
Da la impresión de que las salas del templo se adentran en la
montaña, pero no veo a nadie,
—Seguiremos adelante, permanece alerta.
—Si queremos llegar pronto al monte Gian, no debemos
detenernos —objetó Boix.
—No nos detendremos, aunque quizá sería bueno tomarlo como
lugar de campamento. Atacar a los prowitas ya no viene de unas
horas.
Prosiguieron el avance hasta hallarse frente a lo que parecía un
templo, aunque no estaban seguros de que lo fuera en realidad. Había
una gran entrada hecha con piedra granítica tallada y la montaña
estaba detrás.
—Huele mal —observó Dora.
Cornelia opinó:
—Será mejor que no entremos.
— ¿Habéis visto el suelo? —inquirió Nil Esplai.
Había huellas, huellas humanas de pies desnudos, pero también
unas extrañas y enormes huellas que se hundían en el terreno.
Se escuchó un rugido ensordecedor que le sobrecogió por lo
inesperado y un ser monstruoso, que podía calificarse como de un
primate con un único cuerno, de pies y manos provistas de garras y
unos seis o siete metros de altura y un par de toneladas de peso,
surgió por la gran puerta, arremetiendo contra ellos
Nadie pudo evitar sus zarpazos, tan trágicos como
despedazadores.
Dos miembros de la expedición resultaron alcanzados antes de
que Seny Joliu consiguiera disparar su arma contra la cabeza de aquel
monstruo que se abalanzaba contra Nil Esplai que, tratando de huir,
había caído al suelo.
El rugido fue irresistible.
El monstruo se llevó las manos a la cabeza inflamada y reculó
hasta la entrada de lo que parecía un templo abandonado, ocultándose
en su interior.
Nil Esplai se hallaba caída. Seny Joliu se acercó a ella,
preguntándole interesado:
— ¿Cómo estás?
—Bien, bien, qué horror.
Había sangre en la tierra, sobre las piedras. Los dos terrícolas
alcanzados por el ataque súbito y salvaje de aquella fiera habían
volado por el aire, su fuerza era tremenda. Los cuerpos estaban
desgarrados, abiertos. Cuando Cornelia quiso acercarse, Seny Joliu se
lo impidió.
—No, no te acerques.
—Están muertos —dijo Boix.
—Sí, muertos, y esa fiera sigue rugiendo ahí dentro.
—Es raro que no haya muerto con el disparo.
—Parece que es un monstruo de gran resistencia, quizás esto sea
un nido de fieras de ésas. Hay que estar atentos.
Seny Joliu disparó su arma contra los cadáveres, reduciéndolos a
cenizas para no dejar huella de ellos y para que ninguna fiera se
alimentara con sus cuerpos.
Mientras, dentro de lo que les había parecido un templo, rugía
aquel monstruo posiblemente ciego y con heridas que ya no curarían
jamás.
Moriría, lo que resultaba difícil era saber cuánto tiempo tardaría
en morir, pero a su rugido se unieron otros menos fuertes, menos
rabiosos.
—Vámonos, hay más monstruos ahí dentro —dijo Seny Joliu.
Pasaron corriendo por delante de la puerta del templo y se
adentraron en el bosque hasta que dejaron de oír los rugidos de los
monstruos.
Boix gruñó:
—Tendremos que alejarnos mucho para que no nos caigan
encima a media noche.
Nadie quería quedar cerca de aquellos monstruos que habían
matado a dos miembros de la expedición.
No había tiempo para lamentaciones, la muerte aleteaba sobre
ellos. Tarde o temprano, todos terminarían reuniéndose más allá de la
vida.
Tras largas horas de duro caminar, ya en zonas muy frías y
habiéndose encontrado con la nieve helada, establecieron el
campamento.
—Ha sido un tropiezo que nos podíamos haber evitado —
observó Boix durante la cena cuando todos se hallaban alrededor de
un emisor de calor negro que sólo podía detectarse por infrarrojos.
— ¿Quién conocía la existencia de esos monstruos entre la fauna
del planeta Brion? —preguntó Nil Esplai.
—Nadie, pero del interior del templo también podían haber
surgido seres de este planeta a los que estamos eludiendo.
—El mejor camino para alcanzar el monte Gian es éste —
puntualizó Cornelia que era quien tenía todos los dates de la ruta en
su microprogramadora.
—Los ralanois no construyen esa clase de templos —observó
Seny Joliu, pensativo.
Nil opinó:
—Pueden haber existido seres inteligentes, anteriores a la
cultura de los ralanois.
—Sí, culturas que florecen y luego desaparecen apenas sin dejar
huella y si aquí han dejado esta especie de templo excavado en la
montaña, esos monstruos de difícil catalogación lo han tomado luego
como guarida.
—El monstruo que hemos visto era como un gigantesco gorila
con zarpas de oso y un cuerno de rinoceronte, una bestia temible. Su
cuerpo, en vez de pelo, tenía una piel dura como la de los
rinocerontes, en placas movibles, como formando una armadura.
—A causa de la dureza de su piel es por lo que no habrá muerto
inmediatamente después de recibir el disparo.
—Ya nada se puede hacer —se lamentó Seny Joliu, recordando
los cuerpos ensangrentados de sus compañeros—. Posiblemente nos
encontraremos con más obstáculos hasta llegar a nuestro objetivo.
— ¿Tan imprescindible es subir al monte Gian para atacar? —
preguntó Boix.
Joliu le respondió:
—Considero que es la única forma de atacarles.
— ¿Y si en vez de alejarnos nos hubiéramos acercado a las
instalaciones? —preguntó uno de los miembros de la expedición.
—Nos hubiesen delectado y nuestra posibilidad de escape habría
sido prácticamente nula. Hay que atacar duro y desaparecer para
poder volver a tentar a la suerte desde otro lugar.
— ¿Y cuál será el próximo lugar, si es que salimos vivos del
monte Gian? —interrogó Boix.
—Ya lo diré en su momento. Dentro de veinticuatro horas
estableceremos un campamento en algún sitio rocoso donde podamos
quedar a cubierto de una observación orbital de las cosmonaves de
Prow.
— ¿Cuántos se quedarán y cuántos marcharán hacia el monte
Gian? —quiso saber Boix.
—Tres permanecerán en el campamento y cuatro, subiremos.
Boix pidió:
—Yo quiero el honor de subir al monte Gian.
—De acuerdo, subirás, y si no bajamos porque somos barridospor las naves enemigas, los del campamento deberán retornar al
vehículo comando y esperar allí. El vehículo comando será el punto de
reunión y nadie debe dejarse capturar vivo. Si ello ocurriera, sería la
muerte de los demás.
Todos se miraron entre sí. En el aire flotó una pregunta muda.
¿Serían capaces todos ellos de afrontar la muerte en una lucha en la
que de antemano sabían que no había posibilidad de victoria?
Se distribuyeron los turnos de vigilancia además de los sensores
ya colocados en torno al campamento y que podían detectar cualquier
vibración extraña. Unos simples pasos serían advertidos y
funcionarían las alarmas auriculares.
— ¡Seny, Seny!
Se sintió zarandeado y abrió los ojos. Era de noche todavía, El
cielo estaba plagado de estrellas y una gran luna estaba sobre ellos,
era la luna naranja.
—Nil, ¿qué pasa?
—Preston y Dora han desaparecido.
— ¿Cómo?
—Se han marchado.
Seny Joliu acababa de recibir como un cubo de agua helada
sobre su rostro.
— ¿Cómo es posible?
—Se han ido —repitió Nil Esplai.
— ¿No estarán dando una vuelta?
—No, se han marchado con sus equipos y una plataforma con
suministros varios.
— ¡Maldita sea, cobarde! —explotó Seny Joliu, incorporándose
dentro de la tienda climatizada.
— ¿Qué piensas hacer?
—No podemos perder el tiempo persiguiendo a una pareja de
desertores.
—No se les puede reprochar lo que han hecho. Son jóvenes,
forman una bonita pareja y no quieren morir.
—No podían abandonar a sus compañeros, lo que han hecho ha
sido una cobardía.
—Ya te dije que algunos pensaban en una vida nueva.
Marcharán a algún lugar recóndito y vivirán como pareja.
—Y cuando tengan hijos, ¿qué, se casarán entre ellos?
—No lo sé, quizá sus hijos se encuentren con los ralanois.
—Por los datos que tenemos de los ralanois no son una buena
raza para mezclarnos con ellos y no me refiero a que sean mejores ni
peores, simplemente que no somos del todo compatibles
cromosómicamente.
—Ellos se han negado a morir.
—La computadora se ha equivocado.
— ¿La computadora?
—Sí, la que nos seleccionó.
—Una computadora, por muy programada que esté, carece de
sentimientos. Preston y Dora no son milicianos, son civiles y jóvenes.
—Está bien, que tengan suerte. ¿Qué hora es?
—Faltan cuarenta minutos para la amanecida.
— ¿Y los demás?
—Duermen. Afuera hace mucho frío, la temperatura ha
descendido.
— ¿Cuántos grados?
—Veinte bajo cero.
—Es mucho frío, menos mal que tenemos estas tiendas tubulares
climatizadas con las minipilas atómicas.
—Y buenos trajes. Mañana, la marcha será muy dura.
—Y dura también para los fugitivos en la noche.
—Sí, pero se han llevado un buen equipo, no les falta de nada.
Yo no les guardo ningún rencor.
—Da la impresión de que apruebas lo que han hecho.
—Seamos francos, Seny. La computadora nos eligió, pero no nos
preguntó si estábamos dispuestos a morir matando.
—De todos modos, si nos quedábamos en la base de la colonia
íbamos a morir en la invasión de los prowitas.
—Es posible, pero si a los humanos se nos da una posibilidad de
supervivir, la tomamos, y Preston y Dora han visto es probabilidad
huyendo a los bosques, alejándose en busca de algún lugar donde
comenzar una vida nueva.
—Hay que admitir que todos no pensamos de la misma manera.
Alargó su mano y la posó en la cintura de Nil; notó que ella se
estremecía, pero no le rehuyó.
— ¿Crees que puede existir auténtica comunicación entre un
hombre y una mujer a pocas horas de la muerte?
—Sí.
— ¿No será sólo sexo?
—El sexo es parte de la comunicación, no es todo pero sí una
gran parte.
—Estoy de acuerdo. —Seny miró la hora—. Quedan ya pocos
minutos para que amanezca.
—Pocos minutos pueden ser suficientes.
Abrió la camisa de Nil y aparecieron unos senos hermosos y
fuertes, de aureolas de color intenso. Los pezones habían estado como
aplastados, pero al notar los dedos masculinos sobre ellos, se
irguieron.
Nil semicerraba los ojos y entreabría la boca notando que se le
secaban los labios: Sacó la lengua para humedecerlos y él,
acercándose, posó su boca sobre la de ella.
Atrapó con sus labios la punta de la lengua femenina y la sorbió
como si quisiera tragársela, mientras sus manos acariciaban aquel
busto hermoso que se estremecía al contacto de los dedos masculinos.
—Seny, Seny, esto es amar y morir —musitó ella con voz ronca,
buscando también son sus manos el contacto humano, la piel desnuda
del hombre, el vello que se enroscaba entre sus dedos.
Afuera, el frío estaba por debajo de los veinte grados bajo cero,
pero dentro de la tienda tubular climatizada, el calor estaba alto, muy
alto les parecía a la pareja que oprimían un cuerpo contra otro,
besándose en la boca, en el cuello, en los párpados que se cerraban.
—Por favor, Seny, por favor, hazme volar, hazme volar muy
alto, muy alto —gimió Nil, casi incapaz de articular palabras mientras
toda ella vibraba y ambos se fundían en un solo ser.
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPÍTULO VI
 
— ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Boix, mientras
desayunaban.
—Seguir adelante.
— ¿Quién se quedará en el campamento intermedio?
—Nadie.
— ¿Subiremos todos?
—Sí.
—Es una temeridad.
—Todo lo que hacemos es una temeridad.
— ¿Y si hay tormenta?
—Aguantaremos como podamos.
—Nuestras posibilidades de supervivencia se limitan.
—Así es.
— ¿Y por qué no sometemos a votación si seguimos adelante o
tomamos la misma decisión que Dora y Preston?
—No hay votación.
—Eres poco democrático, Seny.
—Soy democrático, pero lo que estamos llevando a cabo ya está
decidido.
—Somos cinco, sin solución, y sólo a los héroes se les puede
pedir que cumplan con su deber hasta la mismísima muerte.
—No somos héroes, pero tenemos que castigar de alguna manera
a los invasores.
—Sabes perfectamente que no les haremos otra cosa que
cosquillas.
—Eso está por ver, tenemos armas.
—Cinco seres con armas cortas.
—Y un cañón láser —recordó Seny.
—Sí, pero que sólo podremos emplear en una ocasión. Cuando
nos descubran, no podremos volver a utilizarlo.
—Algo haremos.
Seny paseó la mirada por los rostros de sus compañeros.
Cornelia permanecía silenciosa y en aquellos instantes su expresión
era fría, indescifrable.
Maurice sonreía, no le parecía dispuesto a desertar.
Boix también resultaba una incógnita, podía estar provocando
para luego echarse a reír y llamarles cobardes a todos. Era hombre
capaz de muchas cosas con tal de sobresalir, y lo que le dolía era no
ser él el comandante del grupo.
Por último estaba Nil Esplai, cuyos ojos estaban llenos de vida.
Tenía las mejillas sonrosadas y sus labios pregonaban bien a las claras
que amaba la vida y que no deseaba la muerte, pero que haría lo que
él le pidiese. Cumpliría con su deber de luchar y morir sin protestar,
sin mascullar una queja. Pero desertaría, buscaría una nueva vida en
los bosques, en las selvas o en alguna isla si él se lo pedía.
—Hay que escoger el equipo y seguir adelante.
No había más que hablar. Sony Joliu había escogido la lucha y.
la muerte.
El avance sobre el suelo helado era duro, muy duro, pero
disponían de todo lo necesario para combatir las inclemencias del
tiempo:
La aparición de la estrella-sol que daba vida al planeta Brion les
proporcionó mejor temperatura; sin embargo, todos preferían cubrirse
con los cascos que les protegía la cabeza y la cara al tiempo que a
través de ellos recibían una ración extra de oxígeno, ya que a medida
que ascendían, la proporción de oxigeno disminuía en el aire y tenían
que luchar contra la fatiga.
— ¿Vamos bien, Cornelia?
—Sí. No tendremos que escalar, la pendiente es suave, aunque
muy helada.
—Los crampones hipertérmicos evitarán que nos deslicemos.
Y así era, en realidad. Las puntas de los crampones que calzaban
eran verdaderos taladros candentes que se hundían en el hielo más
duro como si éste fuera manteca.
Las huellas que dejaban atrás despedían ligeras nubecillas de
vapor que se enfriaban de inmediato.
— ¡Aaaaag!
Iban en cordada, pero cuando se volvieron, Maurice se hundía
en una grieta que se había abierto bruscamente bajo sus pies.— ¡Rápido! —gritó Seny Joliu, corriendo hacia él.
Pero la grieta se abrió más y corrían todos el riesgo de
desaparecer dentro de ella.
—Es un glaciar —advirtió Cornelia
Nil opinó:
—Debe haberse abierto por el calor de la estrella-sol, estamos al
mediodía.
Pedazos de hielo se desprendían de debajo de los crampones que
Seny Joliu calzaba.
—Aguantadme bien con la cuerda, trataré de alcanzarle.
—No podrás —le dijo Nil—, no podrás.
Inclinado hacia el abismo de la grieta, Seny Joliu trató
desesperadamente de alcanzarle.
—No os preocupéis por mí, estoy atrapado —dijo Maurice.
Seny Joliu le vio entre las dos paredes de hielo, Bajo él, otras
paredes de hielo debían moverse formando como una corriente de
granizado gélido.
—Te pasaré una cuerda y te sacaremos —le dijo Seny, jugándose
la vida por su compañero.
— ¡Seny! ¡Seny! —gritó Nil.
Cornelia también gritó:
— ¡La placa se cierra, se cierra!
Todo aquello estaba en movimiento. Las plataformas-robot se
habían detenido, pero una cayó al interior de la grieta, perdiéndose
los suministros que llevaban consigo.
— ¡Adiós a todos, suerte, luchad, luchad! —les gritó Maurice
cuando las paredes de hielo se cerraban, aplastándole.
Sintiendo su cuerpo brutalmente oprimido, Maurice sufrió un
vómito de sangre que salpicó el cristal del yelmo, y su rostro
desapareció tras la oleada de color rojo.
Seny Joliu comprendió que ya no había nada que hacer y él
corría peligro; se hallaba en parte dentro de la grieta y existía el riesgo
de quedar atrapado como si la masa de hielo del glaciar fuera una
boca monstruosa que tratara de devorarle como había hecho con
Maurice.
— ¡Arriba! ¡Arriba! —gritó Nil, viendo que la grieta se cerraba
en torno a las piernas de Seny. Si la presión continuaba, sus piernas se
quebrarían, se destrozarían y no podría seguir adelante.
Seny Joliu arañó el hielo y pateó dentro de la grieta hasta que
logró salir.
La grieta se cerró con tal fuerza que la línea de separación entre
las dos grandes masas de hielo del glaciar desapareció como si no
hubiera existido jamás. Pero bajo aquel hielo, a casi una docena de
metros de profundidad, había un hombre, un humano terrícola.
Seny miró a su alrededor con rabia y luego gruñó:
—Sigamos.
La cumbre del Gian aún estaba lejos.
Nadie dijo una palabra, pero los ojos de Nil Esplai se
humedecieron. Fueron unas lágrimas de adiós al compañero que había
hallado una muerte helada.
Aquella noche fue muy desagradable. Nadie quiso hablar,
estaban demasiado recientes los últimos acontecimientos. Cenaron y
se dispusieron a dormir.
Necesitaban descansar; al día siguiente tenían que alcanzar la
cumbre del Gian si alguna tormenta no lo impedía.
El cielo amaneció nítido, pero a medida que ascendían hacia la
cima se iban acercando nubes densas y bajas que se pegaban a la
montaña y la visibilidad se hacía escasa.
—Este es el único camino bueno, ¿no? —preguntó Boix haciendo
un alto.
—Sí —dijo Cornelia.
—Las otras caras de la montaña son paredes casi verticales —
advirtió Seny Joliu.
—Pues como nos equivoquemos de camino con estas nubes que
no nos dejan ver...
—Peor sería que ahora nos cayera encima un ventisco —les dijo
Cornelia.
Siguieron avanzando y las nubes desaparecieron de súbito,
quedando por debajo de sus pies.
Arriba brillaba nítido el sol de aquel sistema estelar. También se
podía ver una de las lunas pese a ser de día.
—Fantástico —opinó Cornelia.
— ¡Ahí está la cumbre! —exclamó Nil y comenzó a correr hacia
ella como una niña, mientras los equipajes, sobre las plataformas-
robot, la seguían como si fueran perros amaestrados.
Nil fue la primera en pisar la cumbre del monte Gian. Luego, los
demás se reunieron con ella y Seny prolongó su mirada hacia el
horizonte, opinando:
—Hay nubes, pero si descienden un poco, podremos ver el
objetivo.
— ¿Tú qué opinas? —preguntó Boix a Cornelia.
—Según el barómetro, pueden descender, pero si aumenta el
viento, no podremos estar aquí muchas horas.
—Vamos a cavar unos hoyos para protegernos del viento —
propuso Seny Joliu.
— ¿Cómo? —inquirió Boix—. No hemos traído palas.
— Esto es hielo. Con nuestras armas haremos hoyos
derritiéndolo.
No tardaron en elevarse nubes de vapor que parecían otras
nubes.
Hicieron un gran hoyo y comenzaron a montar el cañón láser
mientras Nil y Cornelia desempaquetaban las alas que se movían
mediante un pequeño motor.
Seny Joliu preparó el goniómetro telescópico. Se iluminó una
pequeña pantalla de televisión a color en tres dimensiones que apenas
tendría tres pulgadas y comenzó a buscar el objetivo.
Había momentos en que todo se veía gris a causa de las nubes
que se interponían entre ellos y el objetivo, mas de pronto exclamó:
— ¡Ya lo tengo!
— ¿Has podido localizar la colonia con sus instalaciones? —le
preguntó Nil Esplai.
—Sí, el astropuerto.
Boix silbó, admirativo.
—Vaya cosmonave, es gigantesca. Nosotros, en nuestra milicia,
no tenemos nada igual.
—Posiblemente viajen todos a través de los sistemas estelares
dentro de esa cosmonave, me refiero a cosmonaves de combate
incluidas.
Nil, con tristeza, exclamó:
—No hay ni rastro de nuestras cosmonaves.
—No podemos escapar, pero les daremos guerra —sentenció
Seny, centrando la imagen y preparando el cañón láser.
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO VII
 
Habían muerto casi una docena de cautivos en la colonia
terrícola invadida por la milicia de Prow a causa del maldito collar
que les sometía.
La obediencia debía de ser absoluta, el más mínimo fallo se
pagaba con una muerte larga y cruel.
Un oficial y dos milicianos prowitas se acercaron al gobernador
Hollsee que trabajaba en la reconstrucción de la colonia, destruida por
los propios invasores.
— ¡Sígueme!
Hollsee soltó lo que tenía entre las manos y al caer al suelo, se
rompió.
El oficial le miró con dureza. Alargó la mano y el látigo eléctrico
brotó de un artilugio que llevaban colgando de su muñeca.
El terrícola sintió el dolor de la flagelación y unos cortes
negrirrojos aparecieron en su rostro, la sangre brotó por ellos. Varios
terrícolas que estaban cerca hicieron intención de ayudarle,
especialmente uno de ellos que trató de saltar sobre el oficial prowita
para desarmarle, pero antes de que lo consiguiera, se llevó las manos
al cuello y rugió de dolor, retorciéndose.
El gobernador Hollsee, olvidándose de su rostro herido, fue
hacía él para ayudarle.
— ¡No le hagan más daño!
Las miradas de los Prow eran crueles, despiadadas, de nada
servían las súplicas de Hollsee. El joven que había salido en su ayuda,
intentando atacar al oficial de Prow, cayó al suelo.
El gobernador introdujo sus dedos entre la abrazadera y el
cuello del muchacho caído, tratando de arrancársela. Notó que se
quemaba los dedos, pero no la soltó, quería liberarle del castigo.
Los soldados prowitas le cogieron por los brazos y lo separaron
del muchacho, que terminó ennegreciéndose. Su cabeza se inflamó,
exhalando un último grito de agonía y luego el silencio.
— ¡Canallas! —escupió el gobernador Hollsee.
—Nadie queda aquí sin castigo. Vamos, te esperan.
Todos miraron desolados al gobernador, nada podían hacer.
Hollsee tenía el rostro ensangrentado y sus dedos ennegrecidos no
sentían el dolor.
Dio una última mirada al cadáver que yacía en el suelo y
suspiró, impotente para terminar con aquella dramática situación.
Le condujeron al despacho que él mismo ocupaba antes de la
invasión, un despacho que tenía trescientos sesenta grados de visión.
Todo eran cristales sin columnas de sostén, los propios cristales
sostenían la bóveda.
Allí estaba el emperador Wrang, instalado sobre la plataforma
giratoria sobre la que se hallaba la mesa de control y la butaca.
—Magnífico despacho, gobernador —le dijo el emperador
Wrang, después de que el oficial le hubiese obligado a inclinar la
cabeza, a viva fuerza y con unos duros golpes sobre su espinazo.
— ¿Qué desea de mí?
—No van muy bien las cosas. Por cierto, parece que ha tenido
algún tropiezo.
—Si lo dice por mis heridas, le contestaré que a sus órdenes
tiene verdugos y no milicianos.—Un miliciano siempre es un verdugo, gobernador. Ha de
ejecutar al enemigo y todos los humano-terrícolas sois nuestros
enemigos.
—Nosotros no queremos ser enemigos de nadie.
—Mejor será si no ofrecéis ninguna resistencia. Mis servicios de
información están acumulando datos acerca de los terrícolas y sobre
sus poderes en su propio planeta.
—No sacará nada en limpio.
—Sí, ya he visto que lo destruisteis todo y que la reconstrucción
va muy lenta, demasiado lenta, pero tengo métodos para extraer de
vuestros cerebros todo lo que contengan. Por supuesto, aumentaré la
dureza y severidad en el trato.
— ¿Más?
—Se os puede torturar hasta que no quede ni uno vivo. Después
de todo, si no me facilitáis información, ¿de qué servís vivos?
El gobernador Hollsee comprendió que el emperador Wrang
tenía razón desde su punto de vista; si no obtenían información de los
cautivos, los eliminarían y así dejarían de ser un problema.
—Habéis podido destruir a una flotilla miliciana de protección, a
un puñado de cosmonaves de combate, pero jamás podréis contra
nuestra milicia que defiende el planeta Tierra de invasores como
vosotros.
—Ah, antes de que se me olvide, mis soldados han descubierto
un vehículo vuestro.
— ¿Un vehículo nuestro? —repitió Hollsee palideciendo, pero
no se le notó a causa de las heridas recientes que manchaban su rostro
de sangre.
—Sí, un vehículo que ha disparado contra una formación de
naves de combate. Han conseguido derribar a dos de mis bravos
soldados, pero ellos han sido destruidos.
El gobernador Hollsee se sintió hundir: la operación Fénix estaba
resultando un fracaso.
—Destruidos —repitió ya sin tono de pregunta, inclinando la
cabeza con actitud vencida.
—Me dijiste que no había nadie más en el planeta y me estoy
refiriendo a naves o vehículos subespeciales, pero armados.
—No sabía que uno de ellos había escapado a la invasión.
— ¡Mientes!
El gobernador Hollsee sintió en su cuello la presión y quemazón
de la maldita abrazadera.
— ¡Máteme de una vez! —rugió.
— ¡Va a decirme cuántos vehículos hay más!
El gobernador Hollsee se dio cuenta de que se hallaba al límite
de su resistencia. Había sido golpeado, flagelado, humillado y ahora,
el maldito collar que lo asesinaba en aquella muerte cruel a la que
todos temían.
Odió al emperador Wrang y a todos sus súbditos; odió a aquellos
seres extremadamente altos que parecían tener un esqueleto anillado,
piel escamosa y hablaban como si fueran serpientes dispuestas a
atacar.
— ¡Exijo que me digas cuántas son! —gritó el emperador Wrang
que parecía llevar personalmente aquel interrogatorio.
—Sesenta y tres —mintió el gobernador Hollsee.
Pensó que si decía un número fácil podía resultar increíble. Por
otra parte, si no decía nada, continuaría la tortura y si hablaba de
tantos vehículos, la vigilancia se dispersaría por todo el planeta, pues
no se sentirían tranquilos en absoluto.
— ¿Tantos? —preguntó, sorprendido y preocupado a la vez.
El gobernador sabía muy bien que sólo quedaba un vehículo e
ignoraba quién lo comandaba, puesto que tampoco sabía quiénes iban
en el destruido, aunque su actuación había sido algo estúpida al
disparar contra una formación de cosmonaves de combate.
Quizá lo habían hecho al verse descubiertos, pensando que no
tenían otra salida.
De pronto, una especie de medallón de identificación imperial
que Wrang llevaba al cuello, lanzó un largo silbido. El gobernador lo
tomó en la mano y lo miró, pudiendo ver en él a uno de sus altos
oficiales.
—Majestad, estamos siendo atacados.
— ¿Cómo?
—Con cañón láser.
A través de los cristales miró hacia la gigantesca cosmonave que
ocupaba casi la totalidad del astropuerto.
Un dardo láser la recorría buscando un punto débil. Se fundieron
una escotillas y un rayo láser penetró en la cosmonave, provocando
incendios en el interior.
Pronto brotaron las llamas y el humo llenó la cosmonave, dentro
de la cual comenzaron a sonar alarmas de combate y emergencia.
— ¡Maldita sea, mira lo que hacen tus hombres, los aplastaré!
El gobernador Hollsee sintió hincharse sus pulmones.
Un cañón láser había sabido encontrar un buen objetivo. Mas
pronto vio el cómo el cielo se llenaba de cosmonaves de combate que
partieron en busca del enemigo para destruirlo.
La gigantesca cosmonave trató de elevarse para abandonar el
lugar donde estaba siendo atacada, pero dio bandazos sin conseguir
ascender.
El emperador Wrang comprendió que había sido gravemente
tocada y se apresuró a llamar:
— ¡No la mováis, reparad las averías cuanto antes, contraatacad!
La gigantesca cosmonave insignia y nodriza a la vez, pues
viajaba por los espacios siderales con todo el ejército de pequeñas
cosmonaves dentro de sus hangares, comenzó a disparar en la
dirección de donde procedía el láser que había conseguido tocarles
mientras las cosmonaves de caza buscaban el objetivo personalmente.
La orden era tajante: destruir al enemigo.
 
 
 
 
 
 
 
 
CAPITULO VIII
 
El cañón láser no había sido activado hasta que la noche llegó a
ellos, aunque tardaría casi una hora en llegar a la colonia invadida
debido a que se hallaban en meridianos distintos.
— ¡Le he dado de lleno! —exclamó Seny Joliu satisfecho.
— ¿Y ahora?
—He puesto el automático y nosotros debemos marcharnos
antes de que pasen cinco minutos. Esta cumbre será atacada y no va a
quedar ni un cristalito de hielo. Parecerá un volcán en vez de una
cumbre helada.
Todos tenían ya las alas artificiales dispuestas y los trajes bien
ajustados para resistir el viento, el frío, la nieve.
Las armas estaban bien sujetas a sus cuerpos para no perderlas y
también unas pequeñas cajas de suministros. El resto debían dejarlo
allí en la cumbre, comida, micropilas atómicas, las tiendas
climatológicas, los robots porteadores que tanto resultado les habían
dado.
Miraron la negrura del abismo. Aquello no era como estar en el
espacio donde se sabía que dar un paso en el aire era seguir flotando.
Allí, en la cumbre más elevada del planeta Brion, dar un paso en el
vacío era caer y caer para hallar la muerte al final.
—Ya conocéis la ruta, adelante. Esperemos que nos tomen por
pajarracos; nos detectarán por infrarrojos y si nos descubren, no
llegaremos vivos abajo.
Boix fue el primero en descender. Le siguió Cornelia, que les
dijo:
—Adiós, hasta ahora o hasta siempre.
Nil Esplai los vio disolverse en la negrura, pudo oír el aleteo de
sus alas artificiales.
— ¿Tienes miedo?
—Un poco.
—No puedo darte la mano, nuestras alas chocarían. Vamos,
salta, yo te seguiré.
—Seny, me gustaría besarte ahora, pero el casco me lo impide.
Se encontraron sus manos enguantadas cuando ya el primer
disparo de los prowitas llegaba a la cumbre. El cañón láser enmudeció.
—Vamos, ya llegan.
Nil Esplai saltó y sus alas batieron el aire, descendiendo a gran
velocidad para escapar de aquel lugar. Seny Joliu saltó tras él,
aleteando apenas; era una caída casi en picado.
Lo que tanto les habla costado hacer caminando, ahora lo
deshacían en breves segundos, cayendo vertiginosamente.
Las alas artificiales parecía que no iban a resistir aquel roce
contra el viento helado mientras volaban en busca de los bosques
próximos al mar.
Seny Joliu volvió la cabeza y vio iluminarse la cumbre del
monte Gian como si hubieran colocado un sol sobre él.
La cima se transformó en una cúspide ígnea que comenzó a
enviar luz y calor en todas direcciones. Nada vivo podía quedar allá
arriba, ni un resto de los equipajes abandonados ni del cañón láser.
La nieve y el hielo se hablan derretido y el agua hirviendo
comenzó a deslizarse montaña abajo.
Por la furia con que contraatacaban, no cabía duda de que
habían hecho daño al enemigo, había sido un buen golpe de mano.
Cada uno de los cuatro terrícolas que volaban con sus alas
artificiales escapando a las represalias, llevaba consigo un indicador
electrónico de ruta que les guiaba. Los números líquidos señalaban la
altura a la que se hallaban y una aguja fosforescente oscilaba entre
dos puntos rojos buscando el intermedio y convirtiéndose en bisectriz

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