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HISTORIA Y ANTROPOLOGIA DE ARCHIVO Sebastià Trias Mercant 1. Estado de la cuestión El profesor Deià en su discurso de ingreso en la Real Academia Mallorquina de Genealogía, Heráldica e Historia, en enero del año 2005, reivindicó la historia pura en contra de quienes han intentado enmascararla o confundirla con la antropo- logía y la economía. Verdaderamente no podemos confundir la historia y la antro- pología; pero tampoco debemos negar, pese a las diferencias, cierta convergencia entre ambas; sobre todo cuando toman como punto de partida el archivo. La observación de campo se ha consolidado en paradigma de cualquier otra investigación antropológica y de ciertas etnografías “novedosamente estructuradas” (Marcus y Gushman, en Reynoso, 1981: 173.); en vía única de acceso al “santuario antropológico” (Calvo, en Aguirre 1995: 301.); en clave de inhibición de otras alter- nativas, que serán consideradas siempre de segundo orden (Freedman, 1981: 78). Desde esta perspectiva absolutista y excluyente la posibilidad de una antropología de archivo y de una etnohistoria se reduce a una simple “metodología auxiliar” (Aguirre y Zubiaur, en Aguirre, 1995: 10 y 291) o a mero “sustituto documental” (Morell 1981: 45) de la información de campo. No menos reduccionista es la frontera del lado de la historia. La antropología de archivo y la etnohistoria son un “falso problema” (Bruschwig, 1965: 291-300), porque cualquier análisis sistemático del pasado es exclusivamente historia; porque ambas ciencias aparecen como un “complemento útil” en el estudio de sociedades históricas (Robín 1981: 31 y ss) o, a lo sumo, “complemento necesario”, pero com- plemento al fin y al cabo, para potenciar el análisis de los documentos en orden a una visión más integral de la cultura (Moriño, en Aguirre, 1995: 47-48). Pese a las dificultades, existen voces que hablan de “suceso de reconcilia- ción” (Loraux 1980: 241) y de urgencia de “tender puentes” (Heusch 1893: 253) entre la antropología y la historia. En esa línea cabe proponer la constitución de la antropología de archivo, aunque reconociendo, como señala Heusch, que será labor 74 75 debidos cuidados. El archivo comporta, según las analogías antes establecidas, cua- tro caracteres fundamentales: Es, en primer lugar, testimonio palpable de un pasado diacrónico que sólo él puede evidenciar en un sistema que, por ser clasificatorio, está completamente des- plegado en una sincronía. En segundo lugar, el archivo da una existencia física a la historia, porque sólo en él se supera la contradicción de un pasado remoto y del presente en que sobrevi- ve. Los archivos –resume Levi-Strauss– son “el ser encarnado de lo acontecimen- tado”. De esta forma, el archivo tiene la virtud de ponernos en contacto con la pura historicidad, porque su valor no depende de la significación intrínseca de los acon- tecimientos, sino de la representación de quien lo manipula e inspecciona. Por último, el archivo constituye el acontecimiento en su contingencia radi- cal, porque únicamente la interpretación, que no forma parte de él, puede fundarlo en razón (Levi-Strauss 1984, 5ª edic.: 345-352). Sin duda, las características que acabamos de apuntar ofrecen una pista del posible estatuto de la antropología de archivo. Pero, el archivo tiene una triple semántica: el archivo de área, que cataloga y compara rasgos culturales; el archivo folk, que registra un pasado popular de tradición oral; el archivo histórico, que tes- tifica la vida de una sociedad. 2.1. El archivo de área de relaciones humanas El estudio comparado de las culturas, facilitado por la abundante información recogida, empezó con Tylor (1899), quien, usando una muestra de unas trescientas sociedades, calculó el porcentaje de “adhesiones” de ciertos tipos de matrimonio y descendencia. Steinmetz continuó el proyecto y llegó a codificar una mayor infor- mación socio-cultural, que sus discípulos tabularon con el fin de comparar diferen- tes tipologías económicas (Niebor 1900) y descubrir en qué medida las variedades en los modos de producción de alimentos guardan relación con la evolución de otros rasgos culturales ( Hobhome, Wheeler, Ginsberg 1957). En 1937, para facilitar la comprensión antropológica, se catalogaron los ras- gos culturales disponibles en un “Estudio Cultural comparativo”( Cross-Cultural Survey), que en 1949 Murdok transforma en los célebres “Archivos de Áreas de Relaciones Humanass (Human Relations Area Files), recogiendo los rasgos más relevantes de 240 culturas y dándoles un tratamiento estadístico. En 1967 estas fuen- tes etnográficas habían aumentado en gran medida (Moore: Readings in Cross-cul- tural methodology, 1961 y Ford: Cross-cultural Approaches, Readings in compara- tive Research, 1967), con depósitos archivísticos en 99 instituciones de once países distintos. El uso de esos archivos ha favorecido dos ámbitos de estudio: El de la etno- grafía comparativa construida sobre la base de rasgos codificados (Murdok: World del siglo XXI su consolidación epistemológica. Hoy por hoy, al hablar del estatuto epistemológico de la antropología de archivo, no podemos ir mucho más lejos de la accesibilidad antropológica a los documentos, en el sentido que éstos, antiguos o extranjeros y esotéricos, sean accesibles a aquellos para los que son antiguos, extranjeros o esotéricos (Geertz, en Reynoso, 1991: 74). En cualquier caso, la metodología será completamente distinta. La antropolo- gía de campo exige un “compromiso sostenido” del analista con la comunidad; la antropología de archivo, en cambio, se fundamenta en un “distanciamiento” entre el antropólogo y sus objetos de conocimiento (Peacock, 1986: 48-91) 2. El concepto de archivo y su tipología Si el etnógrafo es hoy, como dice Freedman (1981) un científico que “se ali- menta de archivos” o, según añade Dorson (1973), un trabajador de archivo, es imprescindible, para nuestro comentario, aclarar el concepto de archivo y su tipolo- gía, teniendo en cuenta, como señala Propp (1964) que se ha discutido bastante sobre los métodos de recopilación de datos; pero se ha hablado poco sobre el archi- vo, y mucho menos sobre el archivo en su dimensión antropológica. Archivisticamente se dan opiniones dispares sobre qué documentos son y cuales no son archivo; sin embargo, hay un acuerdo de mínimos: “Sólo los docu- mentos conservados por su valor permanente son archivo” (Berner 1983; Glosario ALA 1988, en Bonal 2001); es decir, los llamados estrictamente “fuentes documen- tales” y “fuentes diplomáticas” (Heredia 1981: 31). Antropológicamente el archivo comporta una dimensión teórica y otra pragmá- tica. En este segundo sentido, escribe Stephen Tyler: El archivo es “una reserva de información que puede ser objetivamente manipulada, diseccionada, reutilizada y puesta en uso para propósitos determinados independientemente del texto mismo o de sus circunstancias. Se transforma en con-texto para y por otros textos o, en el argot actual, en parte de una base de datos” (Tyler, en Reynoso 1991: 289). Teóricamente, el archivo es una categoría antropológica que determina una concep- ción documental de la cultura y orienta metodológica y epistemológicamente la investigación; es decir, una compilación que ha podido dar lugar a una etnociencia (Shweder, en Reynoso 1991: 86) Sin duda, en este terreno, una de las mejores teorizaciones del archivo es la establecida por Levi-Strauss en el capítulo VIII de su Pensamiento salvaje (1962) al comparar el archivo con los “churingas”. El churinga es un objeto ovalado de pie- dra o de madera con símbolos grabados que se oculta en abrigos naturales y que se saca de tanto en cuanto para inspeccionarlo y manipularlo, porque representa, en la cultura aranda, el cuerpo físico de un ancestro determinado. Lo mismo sucede, dice Levi-Strauss, con los documentos que constituyen un archivo. Los depositamos en cofres, los confiamos a notarios y de vez en cuando los inspeccionamos con los 76 77 En esta línea de pensamiento confluían los padres de la antropologíaocho- centista (Morgan, Tylor, Frazer) y los primeros compiladores de la literatura popu- lar y del iusforalismo (los hermanos Grimm y Savigny). Unos y otros, a fin de defi- nir la evolución cultural y delimitar los estadios más primitivos del pasado de una sociedad, recogían el derecho consuetudinario y la literatura oral. Recoger para sal- var y conservar exigía al mismo tiempo crear instituciones apropiadas. En 1878 se funda la Folk-lore Society de Londres y seguidamente las publicaciones Revue des Traditions Populaires, Folk-lore, Zeischrift des Vereines für Volkskunde. Sin embar- go, frente a esa tendencia de un folklore-almacén (Fenton, Nutt, Lang, etc), otra corriente (Weatley, Hartland) entiende el folklore como una tradición renovada y viva dentro de la cultura actual. En 1879 el profesor austríaco H. Scuchardt informa a Antonio Machado de los estudios folklóricos europeos y al año siguiente G.L. Gomme lo relaciona con la Folk-lore Society londinense. El español decide fundar, conforme al modelo inglés, tantas sociedades como regiones existían en España, con el fin de que cada una de ellas “recoja, acopie y publique” el saber popular local. En 1881 crea la “Sociedad de Folklore Andaluz” y al año siguiente Nieto propone en el Ateneo de Madrid la publicación de El Folklore Español, texto básico, según Guichot (1922), que esta- bleció las normas para la recopilación y estudio de la cultura popular conforme a tres criterios fundamentales: la aplicación del modelo inglés (Tylor, Gomme, Burne, Crombie, Hartland), el interés por los vestigios del pasado, la necesidad de su aco- pio. Paralelamente en las regiones de lengua propia (Países catalanes, Galicia, País vasco) se desarrolla, frente al positivismo y regeneracionismo castellanos, una ten- dencia conservadora y religiosa que busca la defensa regionalista, haciendo preva- lecer los criterios morales a la asepsia recopiladora. A comienzos del siglo XX se impone una nueva semántica a la idea de reco- ger la cultura popular. Escribe Carreras Artau en 1917: “En un primer periodo, que podríamos llamar sentimental, el estudio del folklore […] fue ante todo un estimu- lante del sentimiento patriótico, [ajeno] a la disciplina severa del sistematizador […]. Para nosotros el folklore es objeto adecuado de ciencia [y] constituye un fac- tor indispensable para el estudio de la psicología comparada de un pueblo (área de identidad) en sus relaciones con los demás pueblos hispánicos y con el proceso general de la civilización y la cultura (área de comparación etnográfica general)” (Carreras Artau, 1917: 30-31). Desde esa perspectiva crea el “Arxiu de Psicologia i Ètica Hispanes” (1913), en cuyo seno surge el “Arxiu d’Etnografia i Folklore de Catalunya” (1915), adelantándose a la Psychology and Folklore (1918) de Morett. Aunque la idea de archivo folk era asumida por toda Europa, España fue pio- nera. El Congreso de Artes Populares (Viena, 1928), al urgir la necesidad de crear archivos folklóricos, reconoció por boca de Luís de Hoyos que esos archivos ya fun- cionaban en Cataluña y en otras regiones españolas, como el “Archivo Extremeño” (1908-1911), los “Archivos do Seminario de Estudios Galegos” (1924) o el “Arxiu de folklore balear” (1922-1928). etnographic sample, 1957) y dispuestos topográficamente (Murdok: Etnographic Atlas, 1962), y el de una antropología nomotética que fija el conocimiento de regu- laridades generales (Murdok: Social Structure, 1949 y Whiting y Child: Child trai- ning and peersonality: a Cross-cultural study, 1953). Pese a que las obras citadas hayan modernizado el método comparativo esta- dístico, traduciendo las tendencias aproximadas de las relaciones causales sincróni- cas y diacrónicas en términos de probabilidad operacional, aquel no está exento de crítica. Algunos piensan que la investigación nacida de los archivos de área no ha facilitado la comprensión de reportes etnográficos diferentes que supuestamente versaban sobre lo mismo (Agar, en Reynoso 1991: 118). Otros manifiestan que las correlaciones estadísticamente demostradas de fenómenos culturales no explican su asociación, ya que ésta requiere un análisis más allá de una manipulación estadísti- ca (Beals y Hoijer, 1978: 167). En realidad no se trata de inventariar el mayor núme- ro posible de rasgos culturales y distribuirlos sobre un mapa topográfico que sugie- ra hipotéticas soluciones culturales, sino de comparar conjuntos significantes (Heusch, 1993: 253) A esas dificultades mas bien extrínsecas, debemos añadir aquellas que nacen de la misma naturaleza de la muestra. Murdok pretendía representar todas las regio- nes y todas las áreas culturales de una región; pero, ¿ cuál era el criterio objetivo para fijar el catálogo de la muestra? El archivo difícilmente explica, pues, la fre- cuencia de determinados rasgos en distintas sociedades estructuralmente diferentes y debe restringirse, en consecuencia, a sociedades semejantes, sin precisar si los fenómenos culturales son independientes, aunque interrelacionados, o si representan un caso único históricamente epocalizado ( Harris, 1978: 547; Freedman, 1981: 197; Beals y Hoijer, 1978: 167). Sin duda los pasos dados por Murdok en su World han consolidado el méto- do estadístico comparativo del archivo; no obstante habría que pensar que “una de las propiedades antropológicas de la historia es su facultad de distribuir la humani- dad en conjuntos culturales distintos” (Heusch, 1993: 254) 2.2. El archivo folk Así como el archivo de área cataloga principalmente la cultura de las socieda- des exóticas del Nuevo Mundo, el archivo folk recoge en gran medida la cultura popu- lar tradicional de Europa. En 1848 el anticuario británico William J. Toms propone en el The Atheneum (agosto de 1848) el término “folklore” para sustituir las expresiones “antigüedades populares” y “literatura oral”. Años más tarde L. G. Gomme, miembro como Toms, de la Folk-lore Society, concretaba sus contenidos y fijaba su espacio cul- tural. El folklore –decía– comprende en la historia civilizada y frente a la sociedad urbana emergente, las costumbres extrañas y toscas de localidades tradicionales; sus supersticiones y creencias mágicas; sus romances y proverbios populares. 78 79 monios conservados tienen un doble valor, el que deriva de la misión que el docu- mento debía cumplir en la sociedad que le vio nacer y el que adquiere como funda- mento de una historia documental. En este caso el archivo histórico no es un depó- sito de antigüedades dignas de ser preservadas, sino un fondo documental utilizable por la archivística y para la historia. Ello supone: En primer lugar, la definición archivística de las “fuentes documentales” como reflejo de relaciones políticas, administrativas, públicas o privadas, y de las “fuentes diplomáticas” o testimonios escritos de naturaleza jurídica, destinados a procurar fe y fuerza probatoria al documento (Paoli, 1942: 18). El archivo histórico responde así a ciertas exigencias conceptuales. Un mismo hecho social puede que- dar reflejado documentalmente como narración que deja constancia de un hecho y testimonio de futuro; como reflejo de una situación sin ninguna funcionalidad de futuro, aunque con ciertas posibilidades para una reconstrucción histórica; como contenido de carácter jurídico, garantía de unos derechos y prueba histórica de los mismos. El carácter probatorio de un documento, juntamente con la crítica del mismo, constituye, en segundo lugar, no sólo un factor primordial de reconstrucción histó- rica, sino también de estructuración antropológica. El documento de archivo es un escrito que justifica y prueba un hecho. La prueba documental es distinta, sin embar- go, de la prueba por inspección u observación. Esta es inmediata, aquella constata- toria. Pero la prueba por inspección se convierte en documental en la medida en que se refleja en un documento y se somete a las normas de las ciencias documentales y de archivo. Tal sucede, por ejemplo, en las actas notariales y en los reconocimien- tosjudiciales; pero también en las observaciones etnográficas consignadas en los diarios de campo y las tradiciones orales recogidas en las compilaciones folk. En este sentido el archivo de área o etnográfico y el archivo folk adquiere una dimen- sión histórica no exigida en su origen (Trías Mercant, 2002). La prueba documental requiere un método crítico-hermenéutico al objeto de establecer la autenticidad del documento, su origen, transmisión y fijación del texto, garantías de la testimoniali- dad histórica y de la semántica cultural. Por último, la tradición documental o los diversos modos de transmisión y la variada fortuna de los documentos en el decurso del tiempo. El documento no sólo relata una historia, sino además tiene historia, circunstancia que también ha de ser examinada. El conocimiento de la historia del documento marca críticamente el grado de relación y de cercanía de un texto con su original y las interpolaciones y transformaciones que se han introducido en las copias. Ello comporta atender a dife- rentes contextos culturales y sociales. Ello nos retrotrae a aquella epistemología pro- pia del archivo, caracterizada por Levi-Strauss. La idea difusionista de área cultural y la aplicación del comparativismo pro- yectó sobre el archivo folk la metodología geográfica y cartográfica que la lingüís- tica había incorporado a sus trabajos (Jules Guilléron, en Francia; Fritz Krüger, en Alemania; A. Griera, en Cataluña). Así como los lingüistas han publicado el Atlas lingüístico –afirma Bautista Roca–, los folkloristas deberían publicar un Atlas de la cultura popular, en el que figurasen las variantes folklóricas de cada pueblo (Calvo, 1991: 114-115), cosa que habían hecho, como hemos comprobado antes, los repre- sentantes del archivo de área. El contenido de un archivo folk debía incluir las producciones culturales de un pueblo que quedaron al margen de la cultura oficial (Carreras, 1921), sólo la cul- tura espiritual de un pueblo (Hoyos, 1947), únicamente lo folk-literario (Dorson, 1959, Leach, 1972), todas las manifestaciones de la creación popular (Carvalho- Neto, 1965). A partir de la década de los setenta los antropólogos rompen el tradicional divorcio entre lo etnográfico y lo folklórico, porque consideran ambos factores idén- ticos, aunque pertenecientes a sociedades exóticas y endóticas respectivamente. En consecuencia, varía la concepción del archivo folk, aunque el problema de fondo continúa: ¿El archivo se reduce a un mero coleccionismo o a una revitalización de una tradición? Algunos folkloristas europeos afirman que se trata de la identifica- ción y recogida de materiales tradicionales para su recreación posterior ( Dundes, 1965). 2.3. El archivo histórico Si el archivo folk y el archivo de área nacieron en el ochocientos de y para la antropología, el archivo histórico surge también en el siglo XIX con el objeto de ordenar y clasificar los antiguos depósitos documentales y ofrecer a la historia una base fundamental (Sickel, 1858; Giry, 1894; Bartoloni, 1954). En este sentido ha dicho Barraclough que “el historiador descansa en el archivero para las fuentes” (Barraclough, en Freedman, 1981, vol. II:528). Hoy, sin embargo, dado el gran volu- men de información, el antiguo problema de la preservación de las fuentes docu- mentales ha sido substituido por el de la llamada “distribución” (kassation) o elimi- nación de duplicados y, sobre todo, por la decisión crítica respecto de lo que debe o no debe conservarse y, en consecuencia, menor demanda de las ciencias auxiliares (paleografía y diplomática, por ejemplo) de la archivística y un mayor interés de la historia por la modernidad. Además, el interés de la archivística por reconstruir los “fondos” y garantizar una historia documental ha sido desviado por la presión de una historia cuantitativa que exige al archivo a considerar como intrínsecamente no significativa aquella documentación inapreciable para fines estadísticos Pese a la nueva transformación del archivo histórico y de sus nuevas técnicas, el conocimiento científico del pasado se fundamenta en el testimonio conservado, sea cual sea el sistema y el método de acceso. Schelenberg ha dicho que los testi- 80 81 También el propio Lewis toma partido y, aunque reconoce las recíprocas aportaciones de la antropología y de la historia, al final desequilibra la balanza a favor de ésta y acusa a los antropólogos de negligentes y faltos de sensibilidad res- pecto al uso del material histórico y resalta los aportes de la historia: La necesidad de la antropología de sumergirse en el pasado con el fin de dilucidar la dimensión de las instituciones sociales. El carácter decisivo de los datos históricos para expli- car antropológicamente los procesos estructurales de una sociedad. El compromiso con el desarrollo histórico para ilustrar la estructura social del presente. La presen- cia ineludible de la historia respecto a la validez de las suposiciones estructurales y de los mecanismos sociales que urgen a la antropología. Al final concluye Lrewis que “el valor de la historia para la antropología radica en que por su propia natura- leza y debido al material de hechos que revela, resulta imposible sostener por más tiempo el antiguo punto de vista que consideraba las instituciones como algo exis- tente sólo para mantener la identidad de las estructuras particulares” (Lewis, 1972:30). La discusión no ha cedido terreno y aparecen nuevos puntos de vista. Heusch, por ejemplo, afirma que una de las propiedades antropológicas de la historia es la de matizar la humanidad en conjuntos culturales distintos y comparar sistemas sociales vecinos. Decide, desde este punto de vista, liquidar el corte epistemológico entre una antropología dinámica, solidaria de la dimensión histórica de los fenómenos humanos, y una antropología estática, descriptiva de los sistemas sociales, al mar- gen de la historia (Heusch, 1993: 254 y 255). El debate sobre las fronteras entre antropología e historia ha llevado a fijar una tierra neutral en la que ambas ciencias coinciden sin identificarse. En este sen- tido se ha hablado de antropología histórica, de etnohistoria y de antropología de archivo en una vaga complicación y confusión de criterios epistemológicos. Ha lle- gado el momento, no obstante, de establecer diferencias. 3.1. La antropología histórica Intentar aclarar el concepto de antropología histórica supone enfrentarse inmediatamente a dos posiciones diferentes. Una hace coincidir muy sutilmente la antropología histórica y la historia étnica con el fin de diferenciarlas de la etnohis- toria. Si ésta es una ciencia, aquéllas son una ideología afín a los nacionalismos. La historia étnica busca reconstruir el pasado, bien a base de la literatura legendaria y mítica de un pueblo (J. Juaristi, 1987) o bien a base de conjugar documentación archivística y leyenda (Trías Mercant, 1994). La otra posición considera la antropo- logía histórica desde dentro de la historia científica. Las dificultades, sin embargo, subsisten tanto del lado de la metodología como del lado de la epistemología. Para unos el problema no llega a superarse, porque la antropología maneja metodológicamente los datos históricos distintamente como lo ha hecho desde siem- pre la historia (Barraclough, 1981: 354) y porque epistemológicamente la historia 3. Antropología histórica, etnohistoria y antropología de archivo. En la década de 1950 se había gestado una conciencia de aproximación de la antropología y de la historia (Raymond Firth, 1951; Fred Eggan, 1954), al revisar aquellas teorías que años atrás consideran la importancia antropológica del cambio social (Mair, 1938; Wilson y Hunter, 1939). En el periodo de los setenta, desde meto- dologías distintas, se consolida el matrimonio entre antropología e historia (Vansina, 1961 y su traducción inglesa por Wright, 1965; Evans-Pritchard, 1961; Sturtevand, 1966), considerando con Leach en su Rethinking anthropology (1961) que muchos antropólogos abandonan los intentos de hacer generalizacionescomparativas y, en su lugar, han empezado a escribir historias detalladas de pueblos concretos. Pese a esa tendencia de aproximación, todavía en 1972, Lewis, al recoger las ponencias de la Conferencia anual de la Asociación de Antropólogos Sociales del Commonwelth (1966) sobre el análisis empírico de los procesos diacrónicos de sociedades concretas, no llega a superar los tics de la antropología de campo.. Escribe: Mientras “el historiador dialoga preferentemente con los documentos [que] se han conservado como testimonio para la posteridad [...], el antropólogo obtiene la mayoría de sus datos primordiales a base de la observación e investigación direc- ta y personal, [fijándose] más en una perspectiva del presente que del pasado” (Lewis, 1972: 11). Al analizar las ponencias compiladas, Lewis establece varias pos- turas diferentes: La de aquellos que usan la antropología como fuente complementaria, como valoración adicional y como instrumento auxiliar de la historia. En esta línea cabe recordar el artículo de Morton-Williams sobre ”la penetración fulani en Nupe y Yoruba en el siglo XIX”. Este autor se muestra cauto en aceptar conceptos y proce- dimientos socio-antropológicos en el estudio de la relación entre análisis estructural y proceso histórico, porque, si bien el concepto de estructura permite a los antropó- logos unir sus fuerzas con los historiadores, la concepción del tiempo los separa. La noción de “tiempo presente” del historiador no coincide con la de “presente etno- gráfico” del antropólogo. Éste, al hacer un análisis sincrónico estructural, “se abs- trae, hasta donde le es posible, de cualquier cambio que el sistema estructural pueda sufrir” (Morton-Williams, en Lewis, 1972: 41-42) Otra postura defiende el compromiso de la antropología con la historia. E. Ardener, después de criticar aquellos antropólogos que subestiman la tradición documental, apuesta por ella, independientemente de las hipótesis relativas a otros aspectos testimoniales. Más favorable se muestra aun E. R. Cregeen cuando confie- sa su deuda con las fuentes documentales (Ardener y Cregeen, en Lewis, 1972: 193 y 242-243). Una tercera apuesta se inclina a favor de la comprensión mutua entre la antro- pología y la historia, aceptando una inequívoca flexibilidad en describir las institu- ciones desde el aspecto de su forma antropológica-estructural y las relaciones entre ellas en términos históricos (Smith, en Lewis, 1972: 43) 82 83 El problema epistemológico de la etnohistoria no es, como sucedía en la antropología histórica, el de tender puentes entre antropología e historia, sino el de deshacer entuertos y confusiones. De una parte, aquellos que consideran la etnohistoria un “falso problema”, bien porque cualquier análisis sistemático del pasado es exclusivamente historia (Bruschwig, 1965: 291-300), bien porque el estudio de los pueblos ágrafos, no como tales, sino en la medida que su interés difiere de todo aquello que habitualmente los hombres piensan en fijar sobre piedra y el papel, es objeto de la etnología (Levi- Strauss, 1968: 21) De otra parte, aquellos que reducen la etnohistoria a suministrar datos acerca de las culturas pretéritas (Beals y Hoijer, 1978: 141) y recursos y técnicas antropo- lógicas a la historia (Lewis, 1972: 18). También, aquellos que identifican etnohistoria y antropología de archivo, por- que confunden documentación en general con las colecciones documentales escritas (Sanchíz, en Aguirre, 1993: 27;González Reboredo, en Aguirre, 1995: 120) y aque- llos que reducen la información etnográfica a un texto codificado que simplemente hay que interpretar (Turner, 1967; Geertz, 1973). De esta forma ponen en el mismo saco los estudios de Robert Carmack sobre la historia cultural de los pueblos sin escritura y la monografía sobre el campesino polaco de Thomkjas et Zuaniecki, escrita con la consulta de una amplia documentación de archivos parroquiales Por último, un cierto nominalismo que, aun aceptando la separación entre etnohistoria y antropología de archivo, ya que la primera reconstruye la historia de las sociedades ágrafas y la segunda apunta al análisis e interpretación de sociedades pretéritas plenamente documentadas, reduce las diferencias a una simple cuestión de nomenclatura. Al margen de la discusión teórica el hecho incuestionable de una bibliografía etnohistórica, como por ejemplo, la publicación americana de Etnohistory o la dis- tinción europea en el Register de la European Association of Social Anthropologists entre la temática de la etnohistoria y la de la antropología histórica, induce a Freedman a plantear la posibilidad de una doble etnohistoria. La etnohistoria como “una rama de la antropología” y la etnohistoria como un “ejemplo de la historia”. Ésta responde a intereses locales, étnicos y nacionales. La primera comporta ver- siones diversas: En la primera versión, la antropología añade detalles históricos a una des- cripción fundamentalmente sincrónica. Se trata de un mero adorno o de una grácil concesión a la creciente moda de historizar. Pero –añade Freedman–, aunque el pre- facio histórico no aportara ninguna explicación, serviría al menos para recordar al lector que lo que se va a descubrir tiene una clara y precisa localización en un tiem- po real; en definitiva, coincidiría con el llamado por Davis “paisajismo histórico” (Freedman, 1981: 162; Davis, 1977: 237). En la segunda versión, la antropología analiza la cultura en el curso de su desarrollo, tanto si se trata de describir un sistema social como un sector concreto determina el significado de las relaciones humanas individuales, cosa que no ha hecho nunca la antropología, aferrada a la tradición de una teoría general inamovi- ble. En el extremo opuesto se sitúan aquellos que, como Evans-Pritchard, afirman que la historia y la antropología coinciden y sólo se diferencian por el énfasis, por la técnica o por el énfasis y la técnica. Un tercer grupo piensa que en la práctica historia y antropología no llegan a integrarse para constituir la nueva ciencia de la antropología histórica, sino sólo a complementarse a distintos niveles y teorías: la de la historia como telón de fondo de la antropología, como matización de un proceso social, como ensamblaje de fuentes documentales y observaciones de campo (Davis, 1973: 237-239; Trías Mercant, en Aguirre, 1995: 167). En cualquiera de los casos no podemos hablar epistemológicamente de una auténtica antropología histórica. La llamada por M. Sahlins “antropología estructu- ral histórica” (Sahlins, 1985) y por Heusch “antropología histórica” simplemente, es la que ha nacido de la apuesta de aquellos autores que han escrito una historia de Grecia enriquecida por la antropología (Jean-Paul Vernant, Marcel Detienne) al hablar de la ciudad de los antropólogos y la ciudad de los historiadores (Nicole Loreaux, 1986); que han definido el “imaginario del feudalismo” (Duby, 1978), los elementos de una estructura socio-religiosa multisecular (Biordean, 1981), las estructuras y cambios de la Islandia medieval (Hastrup, 1985) y, principalmente, el estudio sobre la evolución de la familia y el matrimonio en Europa (Goody, 1983) y sobre la implicación histórica de la alimentación (Goody, 1982; Mintz, 1988). En el fondo, el enfoque epistemológico de la antropología histórica trata de abrir el acon- tecimiento a la temporalidad latente de los factores de significación que le dan su sentido (Loraux, 1980: 241) o el aire cultural preciso para comparar conjuntos sig- nificantes en un sistema de transformaciones (Heusch, 1993: 253). 3.2. La etnohistoria Daryll Fortes escribía en 1965 en su Social anthropology in Africa studies que la antropología ha podido servirse de los documentos que algunos observadores de otra procedencia han podido dejar sobre el pasado de los pueblos ágrafos y, años después, Carmack añadía en Ethonohistory: A review of iits development, defini- tions, methodesn and aims (1972) que precisamente la etnohistoria era el método apropiado para conocer ese pasadohistórico-cultural de los pueblos sin escritura. Ambas citas dejan muy claro algunos puntos: 1) La etnohistoria en su origen y para sus fundadores (Carmack, 1972; Leacock, 1963; Fenton, 1962; Washburn, 1961) es un método para el estudio de los pueblos ágrafos. 2) El método avanza en el cono- cimiento de la historia cultural de las sociedades ágrafas a las que no se las puede negar, sin embargo, un pasado histórico. 3) Este pasado histórico es accesible por la información aportada, en ausencia de la escritura, por los observadores de “otra” procedencia, como la arqueología, la prehistoria y la lingüística. 84 85 La antropología de archivo es, en primer lugar, antropología, y lo es en la acepción más amplia del término, como un discurso crítico que muestra culturas, y, en un significado más restringido, como explicación del desenvolvimiento específi- co de las diferencias culturales existentes entre los grupos humanos. En segundo lugar, es una antropología que tiene su campo de información exclusivamente el archivo. Afirma E. R. Cregeen en su estudio sobre el Cambiante papel de la casa de Argyll en los hyhlands escoceses que ha basado su trabajo antropológico “de modo totalmente ortodoxo en material documental inédito” (Cregeen, en Lewis, 1972: 242-243). La antropología de archivo coincide con la antropología histórica y con la etnohistoria por su implicación epistemológica con la historicidad; pero se diferen- cia de la primera, porque el concepto de historia es de mayor extensión lógica que el de archivo, y se distingue de la segunda, porque ésta busca la reconstrucción his- tórica de las sociedades ágrafas, mientras la antropología de archivo se comprome- te en el análisis de las sociedades con abundante documentación escrita. Se trata de acercarse, no mediante la observación inmediata, a la cultura de una sociedad, sino llegar a ella mediatamente a través de la hermenéutica de los documentos que nos han quedado de aquélla. El antropólogo no es un historiador. Por esta razón, uno de los primeros pro- blemas a los que debe enfrentarse es el de la “accesibilidad criteriológica” al archi- vo. Frente a la fetichización del documento impuesta por el positivismo, o trans- cripción fiel del pasado y lectura plana del texto, se trata de tomar la iniciativa de la interrogación y pregunta. Escribe Barraclough: Los antropólogos se acercan a sus fuentes documentales con preguntas específicas. No buscan información fortuita, sino respuestas a interrogantes que surgen por la presión de las situaciones periódi- cas. Por ello, se ven obligados a introducir esas preguntas en el orden estructural de la sociedad que pretenden estudiar (Barraclough, 1981: 354). El segundo problema es el de la “discernibilidad documental”. Para unos, la mejor documentación es aquella que surgió espontáneamente en la interacción social; aquélla que en su momento se cruzó entre individuos e instituciones como parte del sistema de comunicación de la época (Jiménez, 1979). Otros, en cambio, creen en una documentación historiográficamente preparada, porque favorece la explotación de las categorías documentales para fines totalmente ajenos a su objeti- vo primitivo de redacción (Ducheim, 1991, en Bonal, 2001: 184). En cualquier caso, el documento es un texto que automatiza el discurso, cuyo significado no depende de la intencionalidad primera de su autor, sino de las interpretaciones sucesivas desde contextos diferentes. de éste; en cualquier caso, la etnohistoria es intrínseca a las diversas antropolo- gías. En la tercera versión, el antropólogo analiza los datos sobre el pasado del mismo modo a como lo haría en el presente. En tal caso es imprescindible el uso de la documentación, aunque con opciones diferentes. Los documentos pueden tener un valor secundario, bien porque la antropología se serviría de la bibliografía histó- rica, bien porque, como en la etnohistoria norteamericana, la investigación se iden- tifica con la arqueología. La documentación adquiere un valor primordial como archivo de las notas de campo de uno mismo o de otros etnógrafos (Trías Mercant, 1994 y 2002), reforzadas por una bibliografía histórica. En este caso estaríamos más próximos a una antropología de archivo que a una etnografía. Aunque Freedman apoya la etnohistoria como parte de la antropología y como oportunidad de “conversar con los historiadores” y recela del pesimismo levi- straussioiano que duda de la objetividad de la historiografía porque “la historia nunca es histoiria, sino historia para”, le atribuye, sin embargo, ciertas desventajas: el riesgo de la historia de ser seducida por el uso exclusivo de los documentos no escritos y el peligro de la antropología de perder la capacidad objetiva de las obser- vaciones de campo. 4. La antropología de archivo La configuración del contexto dentro del cual se establecen las relaciones entre antropología e historia permite situar el estatuto de la antropología de archivo, especificar su estructura y características y, sobre todo, delimitar su ámbito respec- to a otras disciplinas afines, ya que en este aspecto existen todavía confusiones e identificaciones incorrectas. Aguirre, por ejemplo, bajo el epígrafe “etnohistoria” identifica con ésta, la antropología histórica y la antropología de archivo, haciéndo- las depender del archivo ( Aguirre, 1997: 60-61) Pilar Sanchíz es más explícita en la confusión, aunque en sus palabras se vislumbran indicios de diferenciación. Escribe: “La Etnohistoria, desde su nacimiento, tuvo como único fin la reconstruc- ción histórica de sociedades ágrafas. Actualmente, sin embargo, un grupo de antro- pólogos españoles –entre los cuales me encuentro– consideran que la Antropología ha de estar comprometida también en el análisis e interpretación de las sociedades pretéritas [con] abundante información documental. Consideramos, pues, la Etnohistoria un método capaz de llevarnos al conocimiento de dichas sociedades (...). Esta Nueva Etnología (o Antropología Histórica) centra su interés en las rela- ciones sociales y las bases estructurales y son las situaciones periódicas las que nos llevan a establecerlas (...). El trabajo del etnohistoriador no difiere al del etnólogo (...); pero naturalmente, las fuentes utilizadas marcan diferencias entre ambos y esta- blecen relaciones entre el antropólogo de archivo y el historiador” (Sanchiz, en Aguirre, 1993: 270-274). 86 87 DEFUNCIONES REALES Miguel Ferrer Flórez En el curso 2003-2004 en la sede de la Reial Acadèmia Mallorquina d’Estudis genealògics, heràldics i històrics la historiadora Dª Magdalena de Quiroga y Conrado pronunció una conferencia bajo el título de Los papers de mors mallor- quins1 y ello nos sugirió la conveniencia de dar a conocer determinada celebracio- nes funerarias efectuadas Mallorca de personajes de la familia real. Se trata de noticias diversas recogidas sobre este tema por el paborde D. Bartomeu Jaume de l’Arboçar i Canyelles de Terrades (1765-1844) en una de sus obras (Baratillo II) donde recoge documentos que juzga interesantes y ello consti- tuye una importante aportación a las colecciones o recopilaciones de documentos referentes a la historia de Mallorca2. Conviene indicar que los documentos que publicamos no se refieren a la tota- lidad de los actos celebrados con motivo de defunciones reales, sino a relaciones de gastos efectuados en estas ocasiones. En nuestra opinión tienen el mérito de ofrecer el conocimiento de los gastos efectuados, sin exageraciones que acaso pudiera inser- tar el narrador, con lo que se da un conocimiento real que permite establecer com- paraciones entre la categoría de los distintos personajes o la importancia que se dio a los gastos funerarios consiguientes. En general se trata de una documentación que da idea por sus detalles o por las cuantías de los abonos, de la importancia que se dio a la celebración. El pro- cedimiento que seguimos en esta publicación es insertar una pequeña nota biográfi- ca respecto al personaje en cuestión; y a continuación se insertael texto siguiendo un orden cronológico. BIBLIOGRAFÍA AGUIRRE, A. (1997) “Etnohistoria y etnoterritorrio”, en Aguirre, QA, (ed) Cultura e identi- dad cultural,. Introducción a la antropología, Barcelona, Ed. Bárdenas — (1995) Diccionario temático de antropología, Barcelona, Ed. Boixareu Universitaria. BARRACLOUGH, G. (1981) “Historia”, en Freedman et al. Corrientes de la investigación en las ciencias sociales, Madrid, Tecnos- Unesco, vol. 2. BEALS, R Y HOIJER, H. (1978), Introducción a la antropología,Madrid, Aguilar, S.A. BONAL, J.L. (2001), La descripción archivística normalizada: Origen, fundamentos, princi- pios y técnicas, Gijón, Ed. Trea. BRUNSCHWIG, H. (1965) Un faux problème, l’Etno-histoire, Annales –Économies– Societés, Civilisations 2: 291-300. CALVO, L. 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TRIAS MERCANT, S. (2002) “Introducció”, dins Habsburg-Lorena, L. Les taules ludovicia- nes. Qüestionari i Arxiu, Palma de Mallorca, Conselleria de Cultura del CIM. 88 89 1 El tema ha sido tratado más ampliamente en el estudio Los papers de morts mallorquines como mues- tra de la heráldica funeraria efímera. EMBLEMATA, 9 (2003) p. 231-288. Institución Fernando el Católico (CSIC). Excma. Diputación Provincial de Zaragoza. Zaragoza. 2003. 2 Sobre este personaje puede consultarse nuestro estudio Bartomeu Jaume de l’Arboçar, historiador i bibliògraf (1765-1844). IV Jornades d’Estudis locals en memòria del paborde Bartomeu Jaume de l’Arboçar. Ajuntament de Santa Maria del Camí. 2004. p. 59-73
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