Logo Studenta

Tanguy - Michel del Castillo

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Con	Tanguy	 se	 inicia	 la	brillante	carrera	 literaria	de	Michel	del	Castillo.	En
esta	 novela,	 de	 contenido	 claramente	 autobiográfico,	 se	 nos	 cuenta	 el
deambular	ajetreado,	a	menudo	doloroso,	de	un	muchacho	en	la	Europa	de	los
años	treinta	y	cuarenta,	abandonada	a	la	locura	de	los	hombres.
Separado	de	sus	padres	por	el	torbellino	bélico	que	asolará	primero	España	y
después	 Francia,	 el	 protagonista	 conocerá	 los	 campos	 de	 concentración	 y
reformatorios	 donde	 pretenderán	 anular	 su	 identidad	 y	 condicionar	 tanto	 su
manera	de	pensar	como	su	trayectoria	vital.
Tanguy	es,	por	lo	tanto,	el	relato	de	un	aprendizaje	en	medio	de	la	adversidad,
de	 la	 orfandad	 provisional	 y	 de	 la	 barbarie	 histórica.	 A	 pesar	 de	 las
desfavorables	 circunstancias	 en	 las	 que	 debe	 desenvolverse,	 o	 precisamente
por	ello,	la	voluntad	del	protagonista	no	se	quebrará	y	se	mantendrá	aferrada
con	 fuerza	 a	 horizontes	 de	 esperanza.	 De	 esta	 manera	 no	 sólo	 conseguirá
perseverar	en	sus	búsquedas	sino	que	incrementará	 la	 intensidad	de	su	amor
por	una	vida	que	hay	que	conquistar	en	cada	momento.
Página	2
Michel	del	Castillo
Tanguy
Historia	de	un	niño	de	hoy
ePub	r1.0
Titivillus	11.02.2024
Página	3
Título	original:	Tanguy
Michel	del	Castillo,	1957
Traducción:	Olga	Beltrán	de	Nanclares
Retoque	de	cubierta:	Titivillus
	
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r2.1
Página	4
PALABRAS	PARA	EL	REGRESO	DE	MICHEL	DEL	CASTILLO
ANTONIO	MUÑOZ	MOLINA
Conocí	a	Michel	del	Castillo	en	París,	hace	unos	años,	y	al	estrechar	 su
mano	sentí	la	misma	emoción	que	cada	vez	que	me	encuentro	en	presencia	de
alguien	 que	 ha	 atravesado	 los	 peores	 infortunios	 de	 nuestro	 tiempo.	Dar	 la
mano	 es	 vincularse	 físicamente	 a	 todas	 las	 manos	 que	 ha	 tocado	 quien
estrecha	 la	nuestra,	unirnos	a	 la	gran	cadena	de	su	vida.	Yo	 tocaba	 la	mano
derecha	 que	 ha	 escrito	 algunos	 libros	 que	 admiro,	 pero	 también	 la	 que	 ha
tocado	manos	de	muertos	 y	 de	vivos	que	 se	 remontan	 a	 un	pasado	para	mí
imperioso,	aunque	imaginario,	el	de	Madrid	en	los	años	de	la	guerra	civil,	el
de	la	huida	y	el	tormento	de	los	exiliados	españoles	en	la	Francia	sin	entrañas
de	1939,	en	vísperas	del	gran	cataclismo,	del	gran	horror	en	el	que	esa	mano
que	 yo	 apreté	 una	 tarde	 en	 París,	 en	 un	 acto	 literario,	 tocó	 y	 perdió	 otras
manos	queridas,	de	las	que	tal	vez	aún	quedaba	un	rastro	en	ellas,	si	es	que	las
manos	tienen	memoria,	como	quería	Pedro	Salinas.
Michel	 del	 Castillo	 era	 un	 hombre	 menudo,	 formal,	 con	 el	 pelo	 muy
negro,	 con	 gafas,	 con	 una	 tez	 y	 unos	 rasgos	 inconfundiblemente	 españoles,
aunque	 con	 una	 sigilosa	 cortesía	 que	 tampoco	 es	 francesa.	Mucho	 antes	 de
conocerle,	y	de	leer	por	vez	primera	Tanguy,	yo	había	tenido	noticia	del	libro
y	 de	 su	 autor.	 Un	 maestro	 mío	 muy	 querido	 y	 un	 cura	 jesuita	 me	 habían
hablado	de	un	chico	que	fue	alumno	en	los	años	cincuenta	del	mismo	colegio
de	 Úbeda	 en	 el	 que	 yo	 me	 había	 educado,	 y	 que	 acabó	 emigrando	 o
exiliándose	a	Francia	y	convirtiéndose	en	un	escritor	francés.	En	ese	colegio
grande	 y	 acogedor,	 tan	 generosamente	 igualitario	 que	 era	 como	una	 isla	 de
hospitalidad	 para	 los	 hijos	 de	 los	 trabajadores	 en	 aquella	 tierra	 y	 en	 aquel
tiempo	 tan	 clasista,	 yo	 pasé	 los	 años	 más	 felices	 de	 mi	 infancia	 escolar.
Cuando	leí	Tanguy	me	conmovió	descubrir	que	también	para	Michel	Castillo
el	colegio	de	los	jesuitas	de	Úbeda,	las	escuelas	de	la	Sagrada	Familia,	habían
Página	5
sido	 un	 refugio	 de	 felicidad,	 el	 primer	 edén	 que	 conocía	 alguien	 regresado
rigurosamente	del	Infierno.	Una	novela	no	es	un	libro	de	memorias,	de	modo
que	no	podemos	decir	que	el	chico	que	se	llamaba	Tanguy	y	el	que	se	llamaba
Michel	 fuesen	 la	misma	persona.	Lo	que	sí	sabemos	es	que	 los	dos	pasaron
por	aquel	colegio	de	los	jesuitas	de	Úbeda,	y	que	en	él	recordaron,	o	más	bien
descubrieron,	 que	 en	 el	 ser	 humano	 existe	 capacidad	 para	 algo	más	 que	 la
destrucción,	y	que	la	misma	inteligencia	y	energía	que	se	dedican	a	hacer	el
daño	y	a	esclavizar	y	aniquilar	puede	también	emplearse	en	la	 tarea	sagrada
de	 la	 educación,	 en	 el	 ejercicio	 valeroso	 de	 una	 caridad	 evangélica	 que	 se
parece	mucho	a	la	justicia.
Un	maestro	mío,	Luis	Molina	Jiménez,	que	estuvo	interno	en	el	colegio	al
mismo	 tiempo	 que	 Michel	 del	 Castillo,	 se	 acordaba	 bien	 de	 él:	 estaba
delgadísimo,	me	dijo,	y	no	hablaba	con	nadie.	El	padre	Bermudo	de	la	Rosa,
que	 fue	 uno	 de	 sus	 educadores,	 aún	 conservaba	 cuarenta	 años	 después	 de
haberle	 dado	 clase	 el	 orgullo	 de	 que	 aquel	 alumno	 tan	 desvalido	 y	 tan
inteligente,	 tan	perdido	en	el	mundo,	hubiera	 llegado	a	 ser	un	gran	escritor.
Yo	no	había	nacido	cuando	Michel	del	Castillo	llegó	a	Úbeda,	pero	me	gusta
saber	que	mi	ciudad	natal	alimenta	aún	en	él	tan	hermosos	recuerdos	como	en
el	Tanguy	de	su	novela.
Tanguy	es	una	novela	excelente,	pero	es	algo	más	que	literatura.	Me	hace
pensar	en	lo	que	decía	el	biógrafo	Palomino	de	los	cuadros	de	Velázquez:	que
no	eran	pintura,	sino	verdad.	La	traducción	española	que	ahora	llega	al	lector
conserva	 la	 desnudez	 poderosa	 y	 serena	 del	 original	 francés.	 La	 tercera
persona	en	que	está	contada	la	historia	acentúa	su	falta	de	énfasis	al	situar	la
voz	 narradora	 a	 una	 cierta	 distancia,	 que	 es	 sin	 duda	 la	 de	 quien	 recuerda
hacia	lo	que	ha	vivido	de	niño,	pero	también	la	distancia	que	el	niño	mismo
sentía	al	vivir	cosas	que	estaban	más	allá	de	su	capacidad	de	comprensión,	al
soportar	sufrimientos	a	los	que	no	parece	posible	sobrevivir,	a	no	ser	que	se
aprenda,	como	aprendió	Tanguy,	que	de	dolor,	sólo	de	dolor,	no	muere	nadie.
Es	llamativo	que	ese	tono	de	voz	no	sea	muy	frecuente	en	la	literatura	de
ficción,	sino	más	bien	en	ciertos	testimonios	de	experiencias	límite	como	las
que	vive	Tanguy.	Quien	inventa	el	horror	quiere	magnificarlo	para	lograr	un
efecto	del	que	no	está	seguro:	quien	lo	ha	vivido	intuye	que	basta	su	simple
enunciación	 para	 transmitir	 toda	 su	 naturaleza	monstruosa,	 y	 tal	 vez	 siente
también	 el	 pudor	 de	 no	 exhibir	 demasiado	 abiertamente	 sus	 heridas,	 y	 la
necesidad	de	contener	o	domar	todo	el	espanto	de	la	memoria	en	una	forma
objetiva,	 casi	 impasible.	 Pienso	 en	 ese	 libro	 sobrecogedor	 de	 Marguerite
Duras,	La	Douleur,	 cuyo	 título	 ya	 equivale	 a	 una	 despojada	 afirmación	 de
Página	6
principios,	 o	 en	 el	 Si	 esto	 es	 un	 hombre	 de	 Primo	 Levi,	 o	 en	 ese	 breve
volumen	de	recuerdos	de	Paul	Steinberg	que	acaba	de	traducirse	en	España,	y
que	él	 tardó	medio	siglo	en	atreverse	o	en	decidirse	a	escribir,	Crónicas	del
mundo	 oscuro,	 el	 relato	 de	 su	 cautiverio	 en	 Auschwitz	 cuando	 apenas
empezaba	a	salir	de	la	adolescencia.
Lo	que	tienen	todos	en	común,	y	lo	que	nos	atrae	desde	las	primeras	líneas
de	 Tanguy,	 es	 una	 ausencia	 tan	 radical	 de	 retórica	 que	 se	 diría	 ajena	 a	 la
literatura,	 o	 a	 lo	 que	 habitualmente	 se	 entiende	 como	 tal.	 Por	 comparación,
incluso	 la	 desnudez	 de	 los	 mejores	 cuentos	 de	 Hemingway	 nos	 resulta
afectada.	 Pero	 la	 naturalidad	 extrema	 de	 la	 escritura	 de	Michel	 del	Castillo
logra	 otro	 efecto	 que	 es	 a	 la	 vez	 estético	 y	 testimonial,	 y	 que	 trasluce	 una
parte	del	sentido	más	hondo	de	lo	que	se	nos	cuenta:	la	normalidad	sin	énfasis
con	 la	que	se	deslizan	 las	 frases	equivale	a	 la	normalidad	con	que	 las	cosas
más	 atroces	 suceden	 en	 el	 mundo.	 Con	 toda	 normalidad,	 con	 eficacia
administrativa,	la	policía	francesa	persigue	a	los	expatriados	y	a	los	vencidos
y	 los	 encierra	 en	 campos	 de	 concentración;	 así	 de	 normalmente,	 sin
aspavientos,	 sin	 grandes	 declaraciones	 ni	 amenazas,	 los	 gendarmes	 y	 los
ferroviarios	franceses	hacen	entrega	a	los	alemanes	de	sus	prisioneros,	y	otros
ferroviarios	y	guardias	alemanes	cuidan	que	el	transporte	hasta	los	campos	de
exterminio	se	haga	con	una	normalidad	perfecta,	aunque	monstruosa.
Tanguy	 no	 entiendenada,	 con	 su	 ignorancia	 de	 niño	 perdido,	 pero
tampoco	 rechaza	 nada,	 y	 aprende	 que	 en	 ciertas	 situaciones	 sólo	 se	 puede
creer	lo	increíble.	En	una	Europa	a	la	que	las	fiebres	patrióticas	han	llenado
de	apátridas,	Tanguy	es	el	más	apátrida	de	todos,	el	más	fuera	de	lugar:	es	un
niño	 en	 un	 mundo	 de	 hombres,	 es	 casi	 un	 francés	 en	 España	 y	 un	 sucio
español	en	Francia,	es	sucesivamente	traicionado	por	su	padre	y	abandonado
por	 su	 madre,	 y	 sin	 ser	 judío	 es	 enviado	 a	 los	 campos	 alemanes	 entre	 los
condenados	 judíos.	 Del	 mismo	 modo	 que	 sus	 padres	 no	 lo	 protegieron,
tampoco	 el	 final	 del	 cautiverio	 en	 los	 campos	 le	 trae	 la	 libertad,	 y	 en	 la
España	 franquista	 padece	 el	 frío,	 el	 hambre	 y	 la	 crueldad	 de	 un	 internado
eclesiástico	en	el	que	algunos	frailes	no	son	menos	sádicos	que	los	kapos	de
Auschwitz,	 aunque	 tengan	 algo	 más	 limitadas	 las	 satisfacciones	 a	 sus
apetencias.
El	sueño	de	Tanguy	es	muy	simple,	casi	como	el	de	cualquiera,	pero	su
sencillez	 no	 hace	 que	 sea	menos	 imposible:	 él	 quiere	 vivir	 en	 una	 casa	 de
campo,	con	su	madre,	y	que	su	padre	venga	a	verle	los	fines	de	semana	y	se
siente	después	de	cenar	a	leer	el	periódico	fumando	un	cigarrillo,	y	tener	un
perro	 y	 un	 amigo	 en	 la	 escuela.	Asombra	 que	 en	medio	 de	 la	 catástrofe	 de
Página	7
Francia	 y	 de	 Europa	 entera	 en	 1939	 un	 niño	 haya	 conocido	 esa	 felicidad
insuperable,	 pero	 asombra	 más	 aún	 que	 el	 sufrimiento	 no	 llegue	 nunca	 a
privarlo	 de	 su	 capacidad	 para	 encontrar	 hermosa	 la	 vida	 ni	 le	 inocule	 el
veneno	del	 rencor.	Tanguy	 es,	 en	 el	 sentido	 literal	 y	 hasta	 evangélico	de	 la
palabra,	 un	 inocente,	 y	 es	 su	 inocencia	 la	 que	 lo	 señala	 como	 víctima	 y
también	la	que	le	da	fortaleza	necesaria	para	seguir	viviendo.
En	 la	 vasta	 trama	 de	 delirios	 políticos,	 de	 cobardías	 y	 deslealtades	 e
imbecilidades	políticas	que	dieron	lugar	a	la	carnicería	de	la	II	guerra	mundial,
la	figura	mínima	del	niño	Tanguy	tiene	algo	de	ese	Pulgarcito	de	los	cuentos
que	 acaba	 escapando	 a	 los	 gigantes,	 y	 que	 es	 más	 noble	 y	 más	 digno	 de
prevalecer	 que	 los	 adultos	 que	 no	 supieron	 defenderlo.	 En	 el	 padre	 y	 en	 la
madre	 de	 Tanguy,	 aparte	 de	 crear	 dos	 personajes	 tan	 verdaderos	 como
miserables,	 del	Castillo	 retrata	 algunos	de	 los	 rasgos	más	 sórdidos	de	 aquel
tiempo:	el	padre	es	el	egoísmo	ciego	y	despectivo	del	francés	acomodado	que
no	 tuvo	 el	 coraje	 de	 resistir	 a	 Hitler	 ni	 la	 decencia	 de	 oponerse	 a	 la
persecución	 de	 otros	 franceses	 que	 de	 pronto	 dejaron	 de	 serlo	 porque	 eran
judíos;	 el	 padre	 es	 ese	 tipo	 de	 francés	 del	 final	 de	 los	 años	 treinta	 que	 le
amargaba	la	vida	a	los	fugitivos	del	fascismo	que	buscaban	asilo	en	su	país,	y
que	después	de	la	guerra	no	ha	aprendido	nada	ni	se	ha	arrepentido	de	nada,
no	ha	perdido	ni	un	átomo	de	su	necio	orgullo	ni	ha	sentido	el	menor	rastro	de
culpa	por	su	cobardía	criminal.
La	madre,	que	pudo	haber	salvado	a	su	hijo	y	no	lo	hizo,	que	pudo	haberlo
buscado,	también	parece	a	salvo	del	remordimiento,	aunque	no	del	odio,	ni	de
un	 fanatismo	 político	 que	 permanece	 tan	 incólume	 como	 la	 mezquindad
burguesa	del	padre.
Hay	otros	padres,	por	fortuna,	otras	figuras	tutelares	que	irán	salvando	al
niño	 y	 que	 alumbran	 su	 vida	 con	 la	 misma	 claridad	 que	 las	 páginas	 más
alentadoras	de	la	novela:	hay	una	confabulación	de	los	débiles	y	de	los	justos
que	impide	que	triunfe	del	todo	el	horror,	o	que	al	menos	alivia	durante	unos
instantes	la	tortura.	Los	españoles	no	parece	que	nos	interesemos	mucho	por
la	historia	europea	del	siglo	XX,	aunque	aquí	tuvo	lugar	uno	de	sus	episodios
decisivos.	 Tampoco	 hacemos	 mucho	 caso	 al	 testimonio	 de	 nuestros
compatriotas	 que	 fueron	 arrastrados	 lejos	 del	 país,	 y	 que	muchas	 veces	 no
reciben	de	España	ni	una	triste	pensión,	ni	la	gentileza	de	un	recuerdo,	de	un
agradecimiento.	 Ojalá	 Tanguy	 empiece	 a	 ocupar	 ahora,	 con	 un	 retraso	 tan
injusto,	el	lugar	que	le	corresponde	en	nuestra	literatura,	que	es	semejante	al
que	debería	ocupar	el	testimonio	necesario	de	Michel	del	Castillo	en	nuestra
historia	civil	■
Página	8
PREFACIO	DEL	AUTOR	HOY
MICHEL	DEL	CASTILLO
Tanguy,	 mi	 primera	 novela	 publicada,	 ¿fue	 también	 la	 primera	 que
concebí	 como	 texto	 literario?	Escribía	 desde	 la	 adolescencia,	 escribía	 ya	 en
mi	infancia,	en	el	campo	de	concentración	de	Rieucros,	cerca	de	Mende;	mis
historias	tuvieron	incluso	el	honor	de	ser	expuestas	en	el	 tablón	de	anuncios
del	 barracón	 n.°	 5,	 el	 de	 las	 españolas[1],	 con	 ilustraciones	 a	 la	 acuarela,
realizadas	por	una	comunista	alemana.	A	mis	ocho	años	experimentaba	con
esta	manifestación	un	orgullo	 cómico;	 sin	 embargo	 sólo	menciono	el	 hecho
para	dejar	constancia	de	la	permanencia	en	mí	de	aquel	rumor	de	palabras,	su
acompañamiento	sordo	e	incesante	cual	tantán	en	la	noche.	Soy	un	niño	de	los
libros,	que	me	han	engendrado,	criado,	mantenido	en	vida.
Hubo,	 sin	 embargo,	 un	 momento	 en	 el	 que	 aquel	 rumor,	 que	 se	 había
convertido	en	mi	carne	y	en	mi	sangre,	brotó	de	mi	 interior,	al	 igual	que	el
niño,	cebado	de	frases,	acaba	expulsando	sus	primeras	palabras.	Ahora	bien,
aquellos	 ensayos	 y	 aquellas	 tentativas,	 estoy	 seguro	 de	 que	 no	 estaban
directamente	en	relación	con	lo	que	sería	la	materia	de	mi	primera	novela.
Así	 pues	 ese	 sentimiento	 de	 urgencia	 que	 tantos	 lectores	 y	 críticos
señalaron	 en	 el	 momento	 de	 su	 publicación,	 concebían	 el	 libro	 como	 una
liberación,	no	correspondía	a	la	realidad.
Tanguy	no	es	el	fruto	de	la	necesidad	biográfica,	proviene	ante	todo	de	la
escritura.	 No	 es	 un	 testimonio,	 ni	 siquiera	 indirecto.	 Su	 modelo	 hay	 que
buscarlo	 entre	 los	 autores	 que	 estudiaba	 con	 fervor,	 sobre	 todo	 en
Dostoievski.
El	primer	borrador	del	libro,	un	centenar	de	folios	escritos	en	español	en
primera	 persona,	 fue	 redactado	 en	 Huesca	 en	 1951	 en	 una	 de	 aquellas
miserables	 pensiones	 de	 familia	 en	 las	 que,	 por	 aquel	 entonces,	 intentaba
sobrevivir.	Me	lo	reexpidió	en	1992,	junto	con	otras	cartas,	la	hermana	de	un
Página	9
admirable	 cura	 de	 pueblo	 que	 piadosamente	 había	 conservado	 aquellas
reliquias	hasta	su	muerte.
Yo	 había	 olvidado	 su	 existencia,	 había	 olvidado	 sobre	 todo	 que	 mis
primeros	ensayos	literarios	habían	sido	escritos	en	español,	lengua	que	estaba
convencido	 de	 haber	 detestado	 siempre.	 En	 cuanto	 al	 fondo,	 si	 aquellas
páginas	 contienen	 el	 armazón	 básico	 de	Tanguy	—la	 infancia	madrileña	 en
plena	guerra	civil	entre	mi	madre	y	mi	abuela,	la	huida	a	Francia	en	marzo	de
1939,	el	internamiento	en	el	campo	de	Rieucros,	en	Lozère,	en	1940,	la	brutal
e	 irremediable	 ruptura	 en	 1942—,	 cuentan	 también	 otra	 historia,	 más	 en
relación	con	la	que	intentaría	delimitar	a	partir	de	1983,	en	La	gloria	de	Dina,
y	 que	 ocuparía	 cuatro	 volúmenes,	 hasta	 Calle	 de	 los	 Archivos,	 el	 último
publicado.
En	 aquellos	 balbuceos,	 lo	 que	 primero	 llama	 la	 atención	 es	 la	 escasa
importancia	concedida	a	 la	Historia.	Los	acontecimientos	permanecen	en	un
segundo	 plano	 como	 meras	 indicaciones	 cronológicas.	 Sin	 embargo,	 los
principales	decorados	se	encuentran	en	la	versión	definitiva	de	Tanguy.
¿Cómo	no	ver	entonces	una	autobiografía	más	o	menos	novelada?	Así	es
como	 una	 mayoría	 de	 lectores	 recibió	 el	 libro	 en	 el	 momento	 de	 su
publicación.
La	comparación	entre	el	esbozo	redactado	en	Huesca	y	la	versión	impresa
muestra,	sin	embargo,	diferencias	en	ningún	modo	fortuitas.	Mientras	que	mi
madre	ocupaba	el	papel	central	en	mis	primeros	ensayos,	la	Historia	será,	en
la	novela,	el	motor	de	la	acción.
«Todo	había	comenzado	con	un	cañonazo.	Era	la	guerra	en	España».	Ya
desde	 las	 primeras	 frases,	 la	 causa	 estaba	 clara:	 Tanguy	 aparece	 como	 la
inocente	 víctima	 de	 un	 conflicto	 que	 debe	 soportar	 sin	 comprender	 ni	 las
causas	 nilos	 objetivos.	 Mejor	 aún:	 aquella	 fatalidad	 colectiva	 arrastra
igualmente	a	la	madre	cuya	única	culpa	será	dejarse	llevar	al	elegir	la	política
en	lugar	de	la	felicidad	de	su	hijo.
Ese	deslizamiento	de	lo	subjetivo	a	lo	objetivo	no	se	puede	explicar	sino
de	manera	literaria.	Durante	años,	guiado	por	el	oído,	no	me	decidía	entre	el
yo	y	la	tercera	persona.	No	era	cuestión	ni	de	verdad	ni	de	mentira:	se	trataba
solamente	de	encontrar	el	tono	más	apropiado.
Los	 acontecimientos	 habían	 tenido	 lugar.	 No	 había	 duda	 de	 que	 la
Historia	 había	 arrastrado	 en	 su	 corriente	 millones	 de	 vidas.	 Mi	 memoria
guardaba	 de	 ello	 fulgores	 sangrientos,	 los	 nervios	 se	me	 crispaban	 de	 tanto
miedo,	mis	pesadillas	 repetían	 los	alaridos.	La	había	padecido,	 igual	que	mi
madre	la	había	padecido.
Página	10
Diluyendo	los	destinos	individuales	en	la	desgracia	colectiva,	permanecía
fiel	a	los	hechos,	es	decir	al	 testimonio.	Pero	¿qué	valen	los	hechos	si	no	se
presta	atención	a	su	significado	que	es	el	único	que	los	esclarece?
«Es	la	guerra»:	el	pequeño	Tanguy	no	deja	de	invocar	la	fatalidad,	excusa
de	todas	las	flaquezas.
La	guerra	es	la	suspensión	de	toda	moral.	Una	tregua	del	diablo	como	se
habla	de	una	tregua	de	Dios.
Tanguy	se	instala	desde	un	principio	en	aquellos	tiempos	del	crimen	y	del
perjurio	en	los	que	todo,	pero	especialmente	lo	peor,	se	vuelve	posible.	Desde
su	nacimiento	es	presa	de	las	potencias	del	odio.
No	 opone	 ninguna	 reivindicación	 moral	 a	 la	 fatalidad	 de	 la	 sangre.	 O,
mejor	 dicho,	 opone	una	moralidad	 cristiana,	 doliente	 y	 sentimental.	Apenas
parece	darse	cuenta	de	que	el	mal	existe,	es	decir,	el	goce	del	sufrimiento	y	de
la	 humillación.	Mira	 a	 las	 víctimas	 y	 a	 los	 verdugos	 con	 la	misma	 dulzura
resignada.	No	juzga,	no	condena:	se	contenta	con	amar	y	con	suscitar	el	amor.
Esa	ingenuidad	que	evoca,	para	un	famosísimo	novelista	español,	la	de	un
Dickens	irónico,	yo	la	encuentro	altamente	sospechosa.	Para	resumir,	diré	que
Tanguy	está	inmerso	en	los	mejores	sentimientos,	que	hoy	me	hacen	sonreír.
«No	 es	 culpa	 suya»,	 piensa	 de	 los	 peores	 sinvergüenzas.	 Hoy	 estaría
tentado	de	 replicarle:	bueno,	pero	entonces,	¿de	quién	es	 la	culpa?	Pero	¿es
justo	reprender	al	niño	que	uno	fue?
El	libro	no	responde	a	la	pregunta,	evita	incluso	hacerla.	¿Por	necedad	o
por	inexperiencia?	Existe	una	razón	más	seria	para	este	extraño	silencio.
La	amnesia	literaria	de	Tanguy	es,	en	realidad,	un	ardid	de	novelista	que
no	 posee	 todavía	 los	 medios	 de	 su	 lucidez.	 Elude	 la	 cuestión	 de	 la
responsabilidad	 porque	 tiene	 el	 oscuro	 presentimiento	 de	 que	 ese	 tema
constituye	 lo	 que	 será	 uno	de	 los	 temas	 esenciales	 de	 su	 reflexión.	Se	 echa
atrás	ante	el	obstáculo.	Se	guarece,	pues,	tras	los	acontecimientos,	se	esconde
detrás	de	la	Historia,	pero	no	puede	impedir	que	la	literatura	hable	sin	saberlo
él.	Esa	 indecisión	 del	 tono	 es	 lo	 que	más	 llamó	 la	 atención	 de	François	Le
Grix,	mi	mentor	literario.	La	novela	quiere	ser	objetiva	y	no	deja	de	bascular
hacia	 lo	 subjetivo,	 siempre	 en	 el	 límite.	 El	 lector	 se	 encuentra,	 no	 en	 la
Historia,	 sino	 en	 la	 Historia	 tal	 como	 el	 niño	 la	 percibe	 y	 la	 deforma.	 Esa
ausencia-presencia	del	pequeño	héroe	constituía,	para	el	que	guió	mis	inicios
literarios,	 toda	 una	 proeza,	 totalmente	 involuntaria	 sin	 embargo,	 pueden
creerme.	«…	no	creo	que	Tanguy	pueda	parecerle	a	nadie	como	una	crónica,
documental	 o	 novela	 cualquiera	 sobre	 los	 horrores	 del	 nazismo	 y	 de	 sus
campos	 de	 concentración.	 Esta	 historia	 de	 un	 niño	 de	 hoy,	 ¿acaso	 no
Página	11
sobrepasa	en	mucho	ese	 tema?	¿No	será	 también	de	mañana	en	este	mundo
horroroso	 que	 sigue	 construyéndose	 o	 destruyéndose,	 la	 historia	 de	 ese
chavalillo	 que,	 habiendo	 perdido	 de	 un	 solo	 golpe	 su	 Dios,	 sus	 padres,	 su
familia,	sus	amigos,	su	perro	y	su	fe	en	un	universo	de	belleza,	de	bondad,	de
justicia	y	de	paz,	no	ceja	por	ello	en	su	búsqueda	de	esperanza,	más	allá	de	la
esperanza	misma?»[2].
Así	 es	 como	 François	 Le	 Grix	 expresaba	 el	 espíritu	 de	 la	 novela,	 su
tonalidad	 de	 esperanza	 sin	 esperanza.	 Insistía	 en	 el	 hecho	 de	 que	 el	 relato
sobrepasaba	 a	 la	 Historia.	 Toda	 novela	 es	 inactual	 en	 su	 actualidad
anecdótica.
En	 ningún	 momento	 me	 planteaba	 entonces	 el	 criterio	 de	 la	 verdad.
Además	 hubiera	 sido	 incapaz	 de	 reconocerla.	Me	 encontraba	 perdido	 en	 la
vida.	Gozaba	de	una	memoria	casi	monstruosa,	que	me	salvaría	del	naufragio,
y	 carecía,	 al	 mismo	 tiempo,	 de	 memoria	 organizada.	 Había	 entrujado	 cada
detalle,	 cada	 luz,	 ordenado	 la	 mínima	 palabra,	 retenido	 nombres	 y
direcciones,	 pero	 todo	 aquello	 se	 amontonaba	 en	 el	 desorden,	 hasta	 la
confusión.	Oía	todo,	no	comprendía	nada.	Me	faltaba	un	relato	coherente	para
recordar	mis	experiencias.
No	 hubiera	 podido	 por	 lo	 tanto,	 aunque	 hubiera	 tenido	 la	 intención,
novelar	una	autobiografía	de	la	que	estaba	totalmente	desprovisto.	Dudaba	de
quién	era	y	si	Yo	existía	verdaderamente.	En	cuanto	al	segundo	término	que
forma	 la	 palabra	 autobiografía,	 es	 decir,	 la	 vida,	 la	 mía	 era	 todavía	 más
incierta.
En	Madrid	durante	la	guerra	civil,	después	en	Francia,	en	la	Alemania	en
guerra,	en	España	para	 terminar,	había	vagado,	náufrago	de	un	desastre	que
yo	 quería	 creer	 colectivo	 y	 que	 en	 efecto	 lo	 era,	 pero	 solamente	 en	 parte.
Había	despertado	de	mi	estupor	en	Barcelona,	en	una	institución	de	siniestra
memoria.	Bajo	los	golpes,	en	la	más	abyecta	humillación,	nací	a	una	rebelión
que	la	edad,	lejos	de	aplacar,	no	hace	sino	exasperar.
Fue	 después	 de	 mi	 evasión	 de	 aquel	 presidio	 y	 de	 mi	 estancia	 con	 los
jesuitas,	 en	 un	 colegio	 de	 Úbeda,	 cuando	 la	 escritura	 dejó	 de	 ser	 un
acompañamiento	para	convertirse	en	una	partitura.	En	Huesca,	donde	fracasé
en	mi	intento	de	atravesar	la	frontera,	escribía	con	rabia,	hasta	el	delirio,	hasta
la	alucinación.	Escribía	adosado	a	la	soledad	y	apremiado	por	la	muerte.
1953:	 mi	 vida	 basculaba,	 se	 abría	 a	 la	 luz.	 Conseguí	 atravesar
clandestinamente	la	frontera.	Volvía	a	encontrar	una	familia	y	tenía,	por	fin,
una	identidad.
Página	12
Cinco	años	 fueron	necesarios	para	que	me	 recobrara	y	me	 restableciera.
Empecé	 poniendo	 orden	 en	 un	 fárrago	 de	 conocimientos	 rebuscados	 en
lecturas	voraces	e	inconexas,	en	estudios	caóticos.	Me	impuse	la	disciplina	de
un	método.	Con	el	orgullo	de	los	pobres	amontonaba	diplomas.	Me	entraban
ganas	de	darme	tortas;	tenía	audacias	de	tímido.
Me	sería	 fácil	 ridiculizar	 al	 joven	burgués	que	me	esforzaba	en	parecer.
Resisto	 a	 la	 tentación	 de	 la	 burla	 porque	 aquel	 joven	 fatuo	 no	 era	 lo	 que
quería	representar.
Él	 estaba	 orgulloso	 de	 poseer	 aquella	 maravilla	 técnica,	 un	 tocadiscos.
Cada	vez	que	quería	poner	un	disco	en	el	plato	giratorio,	se	veía	impedido	por
un	temblor	incoercible	de	las	manos.	Su	tía	debía	hacerlo	en	su	lugar.
En	 la	 mesa	 familiar,	 cuando	 él	 vigilaba	 sus	 modales,	 la	 mirada	 se	 le
escapaba	y	seguía	los	platos	con	una	expresión	de	eterno	hambriento.
Por	 la	 noche	 dejaba	 una	 luz	 encendida	 y	 empujaba	 un	 sillón	 contra	 la
puerta	de	su	habitación,	precauciones	éstas	que	no	impedían	que	las	pesadillas
se	deslizaran	hasta	su	cama.
Para	 despertarlo	 había	 que	 tomar	 todo	 tipo	 de	 precauciones,	 pues	 una
palabra	demasiado	fuerte,	un	gesto	demasiado	brusco	le	hacían	ponerse	de	pie
en	la	cama	con	los	brazos	en	alto	por	encima	de	la	cabeza.
No	 cito	 estos	 detalles	 sino	 para	 sugerir	 el	 clima	 en	 el	 que	 este	 libro	 se
halla	inmerso	y	el	estado	en	el	que	lo	escribí.
Han	pasado	cuarenta	años,	la	espesura	de	toda	una	vida…
Había	cambiado	de	idioma	o,	más	bien,	reanudado	con	el	único	que	desde
siempre	 consideré	mío.	Tuve	 que	 volver	 a	 aprenderlo	 todo,	 empezando	 por
los	 gestos	más	 elementales.	 Conservaba,	 sin	 embargo,	 esa	 rabia	 de	 escribir
que	me	mantenía	hastael	amanecer	inclinado	sobre	el	escritorio.
Los	litros	de	café	me	ayudaban	a	 luchar	contra	el	sueño	y	el	Corydrane,
que	por	aquel	entonces	se	compraba	sin	receta	en	las	farmacias,	me	curaba	el
hígado,	 es	 decir,	 la	 angustia.	 Empollaba	 durante	 seis	 horas	 al	 día,	 las	 seis
restantes	 emborronaba	 folios:	 si	 descuento	 las	 que	 dedicaba	 al	 amor,	 todo
aquello	 dejaba	 poco	 tiempo	 al	 descanso.	 Mis	 noches	 siempre	 habían	 sido
cortas:	el	redoble	de	los	cañones	no	favorece	el	sueño.
Puse	 el	 punto	 final	 a	 mi	 primera	 novela	 que	 aparecería	 dos	 años	 más
tarde.	Iba	a	cumplir	veinticuatro	años.
El	joven	de	veinte	años	que,	primero	en	la	calle	Piccini	y	más	tarde	en	la
calle	 Longchamp,	 amontonaba	 diplomas	 y	 emborronaba	 folios	 no	 intentaba
sin	embargo	aprehender	su	verdad.	Sólo	intentaba	componer,	con	fragmentos
de	 una	 biografía	 caótica	 y	 fragmentada,	 un	 relato	 tolerable.	 Por	 no	 haber
Página	13
tenido	 una	 vida,	 se	 creaba	 una.	 Sin	 duda,	 sus	 experiencias	 y	 recuerdos	 se
deslizaban	en	el	relato.
Pero	hay	que	ponerse	de	acuerdo	sobre	los	términos	empleados.	La	novela
precedía	 a	 la	 vida,	 la	 ordenaba	 proporcionándole	 un	 marco,	 constituía	 un
modelo	 en	 el	 que	 podía	 deslizar,	 no	 una	 biografía,	 sino	 experiencias	 y
recuerdos.	Yo	no	novelaba	mi	vida,	sino	que	biografiaba	la	novela.
Mi	 interpretación	 era	 sin	 embargo	 de	 una	 sinceridad	 tan	 flagrante,	 tan
ingenua,	que	ese	 tono	 iba	a	contaminar	el	 fondo	creando	una	confusión	que
me	ha	de	perseguir	aún	durante	mucho	tiempo.	Para	 todos,	yo	era,	no	podía
ser	sino	Tanguy.
Ese	 temblor	 de	 la	 voz	 no	 provenía	 sin	 embargo	 de	 la	 realidad	 de	 los
hechos:	 expresaba	 la	 verdad	 del	 sentimiento.	 «Precisamente	 ahí	 es	 donde
reside	ese	clima	de	patético	verdadero,	y	el	 escritor	más	que	añadir,	 lo	que
hace	es	suprimirlo	para	hacerlo	más	tolerable	para	el	lector;	tal	clima	es	el	que
menos	 palabras	 necesita	 porque	 resulta	 de	 la	 percepción	 inmediata	 de	 la
trágica	angustia	del	hombre	o	del	niño	a	partir	del	momento	en	el	que	se	da
cuenta	de	su	soledad…»[3].
Tal	 como	 señala	 François	 Le	 Grix,	 es	 precisamente	 la	 parte	 muda,	 las
partes	 amputadas,	 las	 que,	 en	 la	 novela,	 agitan	 la	 frase.	 Esos	 miembros
fantasmas	provocan	ese	dolor	sordo	y	alucinado.
Verdad	 sea	 dicha,	 mi	 destino	 personal	 sobrepasaba	 al	 de	 las	 víctimas
puras:	 yo	 pertenecía	 a	 la	 especie	 de	 las	 víctimas	 impuras.	 Sentía	 en	mí	 esa
indignidad	 y	 me	 daba	 vergüenza	 y	 hasta	 asco:	 ignoraba	 sin	 embargo	 la
naturaleza	 exacta	 del	 mal	 que	 padecía.	 Desconocida	 por	 la	 medicina,	 mi
enfermedad	no	tenía	nombre.	Una	vez	más,	el	instinto	de	mi	mentor	literario
la	orientaba	hacia	la	fuente	de	ese	sufrimiento	vergonzoso	y	que	yo	todavía	no
conocía:	«En	ese	momento	 interviene	el	 acontecimiento	capital	de	esa	vida,
escribe,	evocando	el	verano	de	1942».
«La	 despreocupación	 de	 esa	 madre	 juzgó	 oportuno	 organizar	 no	 su
marcha	juntos	sino	su	cita».
Y	 añade	 por	 fin,	 con	 una	 chispa	 de	 lucidez	 y	 estupor:	 «…	 ¿no	 podría
decirse	que	quiso	quitárselo	de	encima?»[4].
La	 pregunta	 resume	 y	 anuncia	 cuarenta	 años	 de	 búsqueda	 furiosa	 que
acabará	en	el	apartamento	de	la	calle	de	los	Archivos,	la	bien	nombrada.
Mi	primer	libro	estaba,	a	mi	parecer,	tan	alejado	de	la	autobiografía,	que
se	 componía,	 de	 hecho,	 de	 dos	 relatos	 agrupados	 bajo	 un	 mismo	 título,
Página	14
Queríamos	a	pesar	de	todo	vivir,	que	para	mí	formaban	uno	sólo.
Terminaron	 desdoblándose.	 El	 uno	 fue	 Tanguy,	 el	 otro	 Gerardo	 Lain,
publicado	 diez	 años	 más	 tarde.	 Para	 que	 resultara	 equilibrado,	 escribí	 un
tercero,	La	Guitarra.	Aquellas	historias	yo	las	sentía	misteriosamente	unidas
entre	ellas	cual	variaciones	alrededor	de	un	mismo	tema.	Ninguna	de	ellas	me
parecía	 más	 autobiográfica	 que	 las	 otras,	 todas	 contenían	 mis	 verdades
inciertas,	así	como	todas	proferían	el	mismo	grito	de	rebelión	y	de	furor.
Los	 acontecimientos	 que	 acompasaron	 mi	 infancia	 y	 mi	 adolescencia
constituyen,	 a	 buen	 seguro,	 hitos	 colectivos.	 No	 será,	 por	 lo	 tanto,	 extraño
encontrarlos	 en	 los	 diferentes	 borradores	 de	 mi	 primer	 libro,	 de	 la	 misma
manera	que	se	encuentran	en	 los	que	siguieron,	hasta	el	último.	No	son,	sin
embargo,	 la	 substancia;	 no	 constituyen	 en	 absoluto	 el	 texto;	 no	 son,	 como
mucho,	 más	 que	 el	 pre-texto.	 Pues	 esos	 acontecimientos,	 no	 los	 viví,
simplemente	tuve	que	sobrellevarlos.	No	soy	un	testigo:	atravesé	la	guerra	a
ciegas,	ausente	de	mí	mismo,	llevado	por	la	corriente.
Tanguy	 generaliza	 la	 incomprensión.	 A	 lo	 largo	 del	 libro,	 las	 palabras
«estupor»,	«estupefacción»	se	repiten	como	un	leitmotiv.	Describen	la	época,
su	estado	de	ánimo	fatalista	y	devoto.
«En	una	guerra	no	hay	ni	vencedores	ni	vencidos,	sólo	hay	víctimas».	De
generosa	y	noble	 inspiración,	 la	fórmula	ha	emocionado	a	 todos	 los	 lectores
del	 libro,	 debió	 emocionar	 incluso	 al	 joven	 autor.	Ahora	bien,	 su	pacifismo
humanitario	 oculta	 un	 sofisma.	 Suponiendo	 que	 las	 guerras	 no	 tengan
vencedores,	 lo	 que	 es	 falso,	 no	 hay	 que	 olvidar	 que	 las	 víctimas,	 por
descontado	 la	 categoría	 más	 numerosa,	 no	 acaban	 en	 absoluto	 con	 el
salvajismo.	 No	 hay	 víctimas	 sin	 verdugos.	 Ahora	 bien,	 es	 precisamente	 el
verdugo	el	que,	de	manera	altamente	sospechosa,	es	evacuado	del	libro.	Los
que	surgen	a	 la	vuelta	de	una	página	se	ven	 inmediatamente	absueltos	de	 la
manera	más	evangélica:	no	saben	lo	que	hacen.	A	menos	que	sus	crímenes	no
sean	errores.
Incluso	en	un	autor	inexperimentado	ese	rechazo	de	afrontar	la	realidad	no
deja	de	intrigar.	¿Qué	disimula	esa	necesidad	de	absolver	a	todo	el	mundo?
Para	 ello	 hay	 que	 volver	 a	 la	 literatura	 y	 sobre	 todo	 al	Dostoievski	 del
primer	periodo,	el	de	Pobres	gentes.	Su	influencia	lacrimosa	y	patética	es	la
que	 se	 encuentra	 en	Tanguy.	 El	 relato	 le	 debe	 igualmente	 esa	 frescura	 que
compensa	en	parte	su	debilidad	ideológica.	Tanto	más	cuanto	que	a	pesar	de
que	 el	 niño	 se	 equivoca,	 actúa	 según	 lo	 que	 le	 dicta	 su	 conciencia,
mostrándose	así	 íntegro,	sin	doblez.	Lo	que	no	se	 le	perdonaría	a	un	adulto,
¿cómo	reprochárselo	a	un	chaval	de	ocho	o	nueve	años	que	no	sabe	lo	que	le
Página	15
ocurre?	Tanto	más	cuanto	que	Tanguy	cambia	y	se	transforma	a	medida	que
va	 creciendo;	 la	 rebelión	 de	 la	 que	 era	 incapaz	 en	 la	 infancia	 estalla	 en	 la
adolescencia.	Los	verdugos	son,	por	fin,	nombrados,	denunciados.
Más	allá	de	 las	 influencias	 literarias	de	 las	que	me	costaba	deshacerme,
existía	 una	 razón	más	 profunda	 que	me	 hacía	 dejar	 a	 un	 lado	 la	 figura	 del
verdugo:	no	me	sentía	capaz	de	designarlo.
Los	 acontecimientos,	 en	 sí,	 no	 significan	 nada.	 Para	 convertirse	 en
memoria	 deben	 primero	 llenarse	 de	 sentido.	 Ahora	 bien,	 como	 ya	 lo	 he
repetido	 a	 menudo,	 mi	 vida	 hasta	 los	 cuarenta	 años	 estuvo	 totalmente
desprovista	 de	 sentido.	 No	 se	 trata	 del	 sentimiento	 vago	 y	 romántico	 del
absurdo	 de	 toda	 vida.	 No,	 la	 verdad	 es	 que	 era	 incapaz	 de	 leer	 mi	 vida.
Incapaz	igualmente	de	decirla.
Inmersos	en	acontecimientos	que	los	desbordan,	los	niños	reaccionan	con
la	 estupefacción.	 Se	 abstraen	 de	 la	 vida.	 Se	 exilian	 incluso	 del	 lenguaje.
Arrojado	al	horror	desde	mi	nacimiento,	me	exilié	también	de	la	existencia.	Si
no	renuncié	al	lenguaje	fue	porque	mi	madre,	cuyo	solo	amor	me	mantenía	en
la	superficie,	me	hablaba	sin	cesar.	Sus	palabras	amansaban	el	horror.	Gracias
a	 ella	 tenía	 la	 ilusión	 de	 dominar	 la	 locura	 del	mundo.	Un	día	 de	 1942	 esa
muralla	de	frases	se	vino	abajo	brutalmente.	Entre	la	demencia	y	yo	se	abrió
un	 vértigo	 de	 terror.	 He	 utilizado	 el	 término	 «abandono»,	 más	 fácilmente
comprensible,	más	 soportable	 sobre	 todo.	 «Crimen»	expresaría	 sin	 embargo
mejor	 la	 trivialidad	 de	 la	 traición.	 En	 esa	 desbandada	 de	 palabras	 estuve	 a
puntode	volverme	tonto.	Me	aferré	a	otra	 lengua,	 la	de	 la	 literatura	que	me
guió	 hacia	 su	 justicia	 austera,	 la	 de	 la	 tragedia	 en	 la	 que	 todas	 las	 partes
desvarían	con	 razón.	Descubrí	 la	doble	 impostura	de	mi	 infancia	destrozada
por	la	guerra	y	además	traicionada	por	la	lengua	materna.
La	 voz	 de	 mi	 madre	 le	 daba	 un	 sentido	 al	 desorden	 y	 al	 caos	 de	 mi
infancia.	Me	forjaba,	así,	una	memoria	garante	de	mi	identidad.	Ahora	bien,
descubrí	que	aquel	sentido	era,	no	sólo	falaz,	sino	también	perverso	e	incluso
criminal.	Lo	que	yo	vivía	no	podía	comprenderlo,	y	 lo	que	ella	me	contaba
que	vivíamos	se	reveló	como	una	sucesión	de	negaciones	y	de	traiciones.	He
vivido	con	una	memoria	envenenada.
Soy	 consciente	 de	 intentar	 explicar	 con	palabras	 simples	 cosas	 difíciles.
Escribo	 con	 jirones	 de	 frases	 arrancados	 de	 la	 piel	 de	 mi	 infancia.	 Hace
mucho	tiempo	que	estoy	muerto.	Sólo	sobrevivo	en	mis	libros.	El	fantasma	de
aquel	niño	asesinado	atormenta	a	Tanguy,	le	confiere	esa	sonrisa	tímida	y	esa
mirada	húmeda.
Página	16
Ni	 tema	 estable	 ni	 vida	 decible:	 ¿qué	 quedaba	 entonces	 de	 una	 posible
autobiografía,	 sino	 su	 último	 término,	 la	 grafía?	 Simplemente	 para	 existir,
estaba	condenado	a	escribir,	e	incluso	a	volver	a	escribirlo	todo	sin	fin.
No	 por	 ello	 evitaba	 el	 asedio	 de	 la	 locura.	 Esas	 sombras	 explican	 la
simplicidad	de	Tanguy,	 en	absoluto	espontánea,	 sino	al	 contrario,	 alcanzada
con	dificultad.
En	1955	volví	a	ver	a	mi	madre,	que	vivía	en	París,	cuando	yo	ya	estaba
persuadido	 de	 que	 estaba	muerta,	 tragada	 por	 la	 tempestad.	Descubrí	 a	 una
mujer	 que	 se	 las	 ingeniaba	 con	 cada	 palabra	 y	 cada	 gesto	 para	 destruir	 el
sueño	que,	con	devoción,	yo	había	cultivado	para	escapar	a	la	locura.	Ante	tal
espectro	 rencoroso	 y	 vengativo,	 perentorio	 y	 de	 un	 soberbio	 cinismo,	 mi
infancia	 renunciaba	 hasta	 a	 la	 ilusión	 de	 haber	 conocido	 por	 lo	 menos	 el
amor.
El	joven	escritor	se	veía	confrontado	a	una	situación	inaudita:	el	rostro	y
las	palabras	de	la	madre	real	hacían	aleatoria	y	ridícula	la	idealización	durante
tantos	 años	 buscada,	 también	 dejaban	 barruntar	 una	 felonía	 impensable,
inimaginable.	 La	 Historia,	 cual	 manto	 de	 Noé,	 vino	 a	 cubrir	 esa	 desnudez
monstruosa.	 Si	 Tanguy	 no	 encuentra	 un	 responsable	 es	 porque	 no	 puede
mirarlo.
«Nadie	 puede	 odiar	 a	 su	 madre	 sin	 odiarse	 a	 sí	 mismo».	 La	 elección,
como	 escritor,	 del	 apellido	 de	 mi	 madre,	 la	 amnesia	 impregnada	 de
sentimentalismo	que,	en	la	novela,	hace	de	la	guerra	un	cataclismo	natural	en
el	 que	 la	 responsabilidad	 de	 los	 hombres	 se	 desvanece:	 en	 ambos	 casos	 se
trataba	únicamente	de	escapar	a	una	verdad	insoportable.
Para	 todo	 joven	 escritor	 la	 publicación	 de	 su	 primer	 libro	 constituye	 un
acontecimiento	memorable.	En	mi	caso	era	casi	un	milagro.	Lo	más	increíble
para	 mí	 no	 era	 que	 mi	 sueño	 se	 hubiera	 convertido	 en	 realidad:	 lo	 más
asombroso	era	constatar	que	estaba	de	verdad	vivo.
Ese	 joven	 autor	 obstinado	 en	 amoldarse,	 atravesaba	 la	 nube	 de	 la
celebridad	 sin	 distinguir	 nada	 más	 que	 sombras.	 Estupefacto,	 trastornado,
arrojado	a	una	región	extraña	de	la	que	no	conocía	ni	 lengua	ni	costumbres,
sólo	me	 interesaba	 disfrutar	 de	 cada	 instante.	 Al	 salir	 de	 la	 tumba,	 Lázaro
debía	 olfatear	 con	 la	 misma	 avidez	 furiosa,	 indiferente	 a	 todo	 lo	 que	 no
reflejara	el	color	de	aquel	instante,	el	perfume	de	la	hierba	mojada,	la	caricia
del	 aire	 sobre	 sus	 mejillas.	 ¿Cómo	 explicaría	 yo	 la	 felicidad	 que	 sentí
entonces?
Los	 periodistas	 entrevistaban	 a	 un	 estudiante	 formal,	 los	 fotógrafos
fijaban	 el	 rostro	 de	 un	 amable	 joven	 burgués.	 Sólo	 la	 mirada	 y	 la	 sonrisa
Página	17
sugerían,	tras	la	apariencia,	un	niño	de	la	sombra	y	de	la	noche,	huérfano	de
su	doble.
Tras	 nuestro	 reencuentro	 mi	 madre	 me	 pidió	 que	 realizara	 ciertas
modificaciones	en	 la	narración,	sobre	 todo	en	 lo	 tocante	a	 las	circunstancias
de	 mi	 marcha	 hacia	 Alemania	 en	 1942.	 Consentí	 en	 encubrirla,	 hasta	 su
muerte	 no	 dejé	 de	 defenderla	 contra	 ella	 misma.	 ¿Qué	 más	 me	 daba	 una
tristeza	más?	Llevé	aquel	 luto	con	fastidio.	Acepté	pasar	por	el	 impostor	de
sus	crímenes.
La	 traición	 materna	 habría	 enturbiado	 la	 pureza	 del	 dibujo	 de	 haberla
captado	plenamente.	Me	ocupé	de	lo	más	urgente:	salvar	mi	cabeza.
El	 dibujo	 lineal	 de	 Tanguy	 oculta	 las	 complejidades	 de	 una	 situación
personal	que	el	joven	escritor	sólo	intuía.	Por	falta	de	experiencia	reducía	la
acción	únicamente	a	los	seísmos	de	la	Historia.	Así	pues,	simplificaba	hasta	la
caricatura.	Aquel	dibujo	 se	acercaba	 sin	embargo	a	una	verdad	más	amplia,
esencialmente	literaria.
Precisamente	 en	 ese	punto	 insistía	François	Le	Grix,	 la	 ejemplaridad	de
una	infancia	de	guerra,	de	todas	las	guerras.	¿Se	han	fijado	que	el	libro	tiene
como	subtítulo	Historia	de	un	niño	de	hoy,	que	es	igualmente	el	título	de	las
versiones	inglesa,	americana,	Child	of	our	time?
Así	es	como	los	jóvenes	leen	este	libro	desde	hace	cuarenta	años,	teniendo
presentes	las	imágenes	que	la	televisión	les	envía	de	Camboya	a	Ruanda,	de
Bosnia	 a	 Etiopía.	 En	 todos	 los	 lugares	 reconocen	 siempre	 al	 mismo	 niño
torturado,	 tan	 desvalido	 y	 tan	 fuerte.	 Los	 jóvenes	 lectores	 de	 Tanguy
comentan	el	enigma	de	esas	miradas	atónitas	de	dolor.	Ninguno	me	pregunta
si	 la	 historia	 es	 verdadera,	 puesto	 que	 se	 repite	 bajo	 sus	 propios	 ojos.	Me
preguntan,	 más	 bien,	 si	 Gunther,	 Fermín,	 Sebastiana,	 el	 Padre	 Pardo	 han
existido.	Les	han	gustado	los	personajes	a	los	que	Tanguy	quería	y	no	se	dan
cuenta	de	que	la	verdad	de	ese	amor	constituye	la	verdad	de	la	literatura.
Gracias	 sobre	 todo	 a	 los	 profesores,	Tanguy	 no	 ha	 dejado	 de	 conmover
desde	 su	 publicación	 a	 nuevas	 generaciones	 de	 lectores.	 Constato,	 con
emoción,	que	sigue	estando	presente	igualmente	en	la	memoria	de	los	que	lo
leyeron	en	la	época	de	su	primera	publicación,	con	una	intensidad	y	un	fervor
que	 a	 ellos	 mismos	 les	 sorprende.	 Esa	 fidelidad	 que	 reconforta	 al	 escritor
suscita	 igualmente	 su	perplejidad.	Pues	 soy	perfectamente	 consciente	de	 las
debilidades	de	este	 libro.	Sin	embargo,	si	 renuncio	a	remodelarlo,	es	porque
temo	que,	al	querer	atenuar	sus	imperfecciones,	se	vea	alterada	su	principal	y,
quizás,	 única	 virtud,	 hablo	 de	 su	 frescura.	 Me	 contento,	 pues,	 con
Página	18
correcciones	 mínimas,	 supresiones	 evidentes	 y	 algunos	 cortes.	 Resisto	 a	 la
tentación	de	volver	a	escribirlo	todo.
En	uno	de	nuestros	buenos	autores	di	con	esa	perla	que	el	escritor	nunca
vuelve	 a	 encontrar:	 el	 son	 cristalino	 de	 su	 primer	 libro.	 La	 fórmula	 parece
bastante	 aventurada	 teniendo	 en	 cuenta	 que	Cervantes	 escribió	Don	Quijote
cuando	 contaba	 cerca	 de	 sesenta	 años	 y	Dostoievski	 publicó	Los	 hermanos
Karamazov	al	final	de	su	vida.
Soy	 consciente	 sin	 embargo	 de	 que,	 por	 una	 extraña	 paradoja,	 mi
inexperiencia	 me	 fue	 muy	 útil.	 Mis	 recursos	 eran	 tan	 escasos	 que	 me
condenaron	 a	 la	 más	 estricta	 economía.	 Esa	 avaricia	 condensó	 las	 pocas
palabras	de	las	que	disponía,	 las	calentó	al	rojo	vivo.	De	ahí	viene	la	fuerza
del	libro.
No	me	gustaría	 caer	 en	una	 severidad	 injusta:	 si	 esta	 primera	novela	ha
suscitado	tanto	fervor	en	el	mundo	entero,	a	pesar	de	sus	defectos	evidentes,
si	no	ha	dejado	de	vivir	y	de	atraer	a	un	nuevo	público,	es	porque	posee,	y	eso
está	claro,	cualidades	que	yo	no	sabría	juzgar	con	imparcialidad	pero	que	se
basan,	y	de	eso	estoy	seguro,	en	ese	tono	de	inocencia,	en	ese	deseo	de	amor
insatisfecho	 que	 constituye,	 quizás,	 la	 verdadera	 tragedia	 del	 pequeño
Tanguy.
François	Mauriac	ya	había	señalado	desde	el	primer	momento	esa	fuerza
que	 escapa	 a	 la	 literatura,	 resumiendo	 su	 idea	 con	 una	 impertinencia:	 decía
que	le	había	turbado	la	lectura	de	Tanguy,	pero	que	sólo	la	de	LaGuitarra	le
había	 convencido	 de	 la	 existencia	 de	 un	 escritor.	 Como	 ambos	 textos	 son
contemporáneos,	esta	opinión	me	deja	también	perplejo.
Esta	reedición[5]	aparece	poco	después	de	 la	publicación	de	Calle	de	 los
Archivos,	que	esclarece	los	aspectos	ocultos,	algo	que	numerosos	lectores	no
han	pasado	por	alto.	Ambos	libros	se	responden,	en	efecto,	mutuamente.	De
ahí	la	idea	de	hacer	coincidir	la	reimpresión	de	Tanguy	con	la	publicación	del
último.	Sólo	las	complicaciones	editoriales	han	impedido	esta	simultaneidad.
De	Tanguy	 a	Xavier	 hay	más	 que	 la	 espesura	 de	 una	 vida,	 hay	 toda	 la
amargura	 de	 un	 desengaño	 debido	 más	 que	 a	 la	 edad,	 al	 progresivo
descubrimiento	 del	 horror.	 Si	 con	 veinte	 años	 guardaba	 alguna	 ilusión,	 el
sexagenario	que	ha	escrito	Calle	de	los	Archivos	ya	no	conserva	ninguna.	En
ese	sentido,	es	como	volver	a	encontrarse	en	el	punto	de	partida.
La	confesión	reprimida	de	Tanguy	genera	la	música	desengañada	de	Calle
de	los	Archivos.	¿No	preveía	ya	François	Le	Grix	que	todos	mis	futuros	libros
saldrían	de	lo	que	él	llamaba	ese	agujero	negro,	el	instante	en	el	que	un	niño
de	nueve	años	comprendió	que,	 en	 lo	 sucesivo,	 estaría	 completamente	 solo,
Página	19
abandonado	al	horror	por	la	mujer	que	él	quería	por	encima	de	todo?	Le	rindo
homenaje	por	su	lucidez.
Los	 que	 conservan	 todavía	 el	 gusto	 por	 la	 cosa	 literaria	 podrán
entretenerse	 comparando	mi	 primer	 libro	 con	 el	 último.	 Quiero	 pensar	 que
existe	 entre	 ambos	 un	 conocimiento	más	 profundo	 de	 la	 profesión	 y,	 sobre
todo,	de	la	visión.
Del	 uno	 al	 otro,	 un	 solo	 vínculo,	 la	 literatura,	 que	 constituye,	 como	 ya
habrán	comprendido,	mi	única	biografía	y	mi	única	verdad	■
Página	20
I
UNA	INFANCIA	DE	HOY
«La	verdad,	la	áspera	verdad…».
(Danton,	STENDHAL).
Página	21
I
Todo	había	comenzado	con	un	cañonazo.	Era	la	guerra	en	España.	Pero
Tanguy	 no	 guardaba	 de	 aquellos	 años	 sino	 algunos	 recuerdos	 confusos.
Recordaba	 haber	 visto	 largas	 colas	 inmóviles	 ante	 las	 tiendas,	 casas
descarnadas	y	ennegrecidas	por	el	humo,	cadáveres	en	 las	calles,	milicianas
con	 el	 fusil	 al	 hombro	 que	 detenían	 a	 los	 transeúntes	 para	 pedirles	 la
documentación;	se	acordaba	de	haber	tenido	que	acostarse	sin	haber	comido
nada,	 de	 haber	 sido	 despertado	 por	 el	 triste	 ulular	 de	 las	 sirenas,	 de	 haber
llorado	de	miedo	al	oír	a	los	«milicianos»	golpear	a	la	puerta	de	madrugada…
Por	 la	noche,	escuchaba	a	su	madre	que	hablaba	por	 la	 radio.	Ella	decía
que	«la	felicidad	que	priva	al	prójimo	de	su	propia	felicidad	es	una	felicidad
injusta»,	 y	 él	 la	 creía,	 pues	 ella	 no	 mentía	 nunca.	 A	 menudo	 lloraba
escuchándola.	 No	 entendía	 lo	 que	 decía,	 pero	 sabía	 que	 ella	 tenía	 razón
porque	era	su	madre.
Iba	también	frecuentemente	al	Retiro	con	su	niñera.	Debía	pararse	en	las
calles	y	levantar	el	puño	al	paso	de	los	entierros.
En	 el	 Retiro	 había	 un	 enorme	 cañón	 al	 que	 llamaban	 el	 «abuelo».	 Al
principio,	 los	 republicanos	no	 sabían	utilizarlo	y	 los	 obuses	 caían	 sobre	 sus
propias	tropas.	Hubo	que	esperar	la	llegada	de	los	técnicos	rusos	para	conocer
su	manejo.	Los	madrileños	 iban	 a	 verlo	 de	 cerca.	Todo	 el	mundo	 quería	 al
«abuelo»:	 protegía	 la	 ciudad	 contra	 los	 cañones	 fascistas.	 Casi	 gritaban	 de
alegría	 cuando	 por	 la	 noche	 oían	 su	 voz	 estruendosa	 que	 respondía	 a	 los
ladridos	de	los	otros.
Tanguy	quería	a	su	madre	más	todavía	de	lo	que	los	otros	muchachos	de
su	edad	querían	a	la	suya.	No	conocía	a	su	padre	y	tenía	la	vaga	impresión	de
que	 su	 madre	 estaba	 muy	 sola.	 Por	 eso	 trataba	 de	 «ser	 un	 hombre»	 para
protegerla.
Los	comunistas	 la	detuvieron	un	día	y	él	fue	a	verla	a	 la	prisión.	Era	un
antiguo	 convento	 cuyas	 ventanas	 estaban	 protegidas	 por	 gruesos	 barrotes;
unas	milicianas	montaban	guardia	delante	de	cada	puerta.	De	pronto	vio	a	su
madre	detrás	de	las	rejas	con	otras	mujeres.	No	quería	llorar	para	no	aumentar
su	 pena.	 Pero	 la	 oyó	 explicarle	 a	 su	 nurse	 cómo	 cada	 noche	 se	 llevaban	 a
grupos	de	prisioneras	para	dar	el	paseo.	No	comprendía	muy	bien	el	sentido
de	 esta	 palabra.	 Pero	 como	 lo	 había	 oído	 tantas	 veces,	 comprendió	 que	 su
Página	22
madre	 corría	 un	 grave	 peligro	 y	 prorrumpió	 en	 sollozos;	 una	 miliciana	 le
abrió	 entonces	 la	 puerta	 para	 que	pudiera	 abrazarla.	Tanguy	 se	 echó	 en	 sus
brazos.	 También	 ella	 lloraba.	 Se	 agarró	 a	 su	 cuello	 aferrándose	 a	 él,	 ya	 no
quería	 soltarlo.	La	miliciana	 le	había	cogido	de	 las	piernas	y	 tiraba	de	ellas
con	 todas	sus	 fuerzas.	Pero	él	no	se	soltaba.	Por	último	 lograron	separarlos.
Volvió	a	su	casa	con	el	alma	partida.	En	el	bolsillo	llevaba	dos	muñequitas	de
lana	hechas	por	su	madre…	Aquella	escena	Tanguy	no	la	olvidaría	jamás.
Sin	 embargo,	 a	 su	madre	 la	dejaron	 en	 libertad.	Regresó.	Pero	desde	 su
retorno,	 dos	 «señores»	 dormían	 en	 la	 antesala	 del	 apartamento.	 Estaban
armados.	A	Tanguy	le	habían	dicho	que	estaban	allí	para	proteger	a	su	madre
y	él	los	quería	mucho	por	eso.
Todos	 aquellos	 recuerdos	 se	 habían	 ido	 borrando	 poco	 a	 poco.	 No
conservaba	de	aquellos	primeros	años	sino	una	extraña	sensación	de	angustia,
que	 con	 el	 tiempo	 habría	 de	 aumentar.	 Sus	 «verdaderos	 recuerdos»
comenzaban	 en	 una	 fría	 noche	 de	 marzo	 de	 1939.	 Tanguy	 tenía	 entonces
cinco	años.
Su	 madre	 lo	 despertó	 en	 medio	 de	 la	 noche.	 Lo	 besó,	 lo	 acarició
diciéndole	«que	habían	perdido	la	guerra	y	que	era	preciso	partir».	Tenía	los
ojos	llenos	de	lágrimas.
Tanguy	 estaba	 triste.	No	 entendía	 cómo	 su	madre,	 que	 era	 buena	 y	 que
había	defendido	 a	 los	pobres,	 había	podido	«perder	 la	 guerra».	No	obstante
guardó	 silencio	 y	 se	 dejó	 vestir	 por	 su	 vieja	 nurse	 que	 también	 lloraba.
Afuera,	el	«abuelo»	seguía	respondiendo	a	los	cañones	fascistas.
Se	 marcharon	 en	 coche	 rumbo	 a	 Valencia.	 Tanguy	 había	 apoyado	 la
cabeza	 en	 el	 pecho	de	 su	madre.	Así	 se	 sentía	 bien.	 Pero	 a	 su	 alrededor	 se
cernía	 un	 extraño	 silencio.	 Los	 mayores	 hablaban	 poco	 y	 en	 voz	 baja.	 Su
madre	 seguía	 llorando.	 Le	 preguntó	 a	 un	 amigo	 que	 los	 acompañaba	 si	 los
fascistas	no	les	cortarían	el	paso	y	los	detendrían.	Su	temor	fue	vano:	llegaron
sanos	y	salvos	a	Valencia.
Allí,	Tanguy	debía	embarcarse	con	su	madre	rumbo	a	Francia.	Igual	que
en	Madrid,	 el	 cañón	 tronaba	 en	 la	 ciudad	 y	 en	 sus	 aledaños.	 En	 el	 puerto,
millares	de	personas	se	hacinaban	en	los	muelles.	Había	navíos	que	arbolaban
banderas	de	todos	los	países.	Sentada	sobre	sus	maletas	o	sobre	sus	bultos,	la
gente	aguardaba	pacientemente.	Había	numerosos	niños,	mujeres,	ancianos	y
también	algunos	heridos	tendidos	en	camillas.
Página	23
La	espera	fue	larga.	Durante	todo	un	día,	Tanguy	permaneció	de	pie	junto
a	 su	 madre.	 Tenía	 hambre	 y	 estaba	 cansado.	 Pero	 no	 lloraba,	 pues	 se
consideraba	un	hombre,	y	los	hombres	no	lloran.	Miraba	con	tristeza	a	aquella
gente	que	lloraba	y	que	parecía	extenuada	y	hambrienta	como	él.
A	 la	 noche	 pudieron,	 por	 fin,	 embarcarse.	 La	 madre	 de	 Tanguy	 se
despidió	del	amigo	que	los	había	acompañado.	Le	suplicó	que	subiera	a	bordo
con	ellos.	Pero	el	hombre	no	se	dejó	convencer.	Cuando	el	barco	levó	anclas,
alzó	 el	 puño	 cerrado	 y	 gritó:	 «¡Buena	 suerte,	 camaradas!	 ¡Adiós!».	 Los
«exiliados»	 respondieron.	Alzaron	 los	puños	y	 entonaron	un	himno:	Negras
Tormentas.	 Tanguy	 escondió	 el	 rostro	 en	 la	 falda	 de	 su	 madre.	 Estaba
acongojado.	Oía	sollozos	a	su	alrededor	y	no	acababa	de	comprender	lo	que	le
pasaba,	ni	por	qué	habían	perdido	la	guerra,	ni	cómo	la	habían	perdido.
II
El	viaje	 fue	 largo.	El	cocinero	de	a	bordo	dio	de	comer	a	 los	españoles.
Era	 un	 barco	 inglés	 y	 el	 cocinero	 era	 negro.	 Tanguy	 se	 hizo	 amigo	 suyo	 y
aprendió	 algunas	 palabras	 en	 inglés.	 Se	 sentía	 orgulloso	 al	 preguntarle	 al
capitán:	How	do	 you	do?	El	 capitán	 le	 estrechaba	 la	mano	y	 respondía:All
right,	boy.	How	are	you?	Sin	embargo,	aquí	terminaba	la	conversación,	pues
era	lo	único	que	Tanguy	sabía.
Los	 viajeros	 estaban	 contentos.	Hablaban	 de	 Francia.	Decían	 que	 era	 el
país	de	la	libertad.	Tanguy	estaba	encantado.	No	sabía	lo	que	era	la	libertad.
Pero	 su	madre	 le	 había	 asegurado	que	 en	Francia	 no	 había	 guerra	 y	 que	 se
comía	muy	bien.
Hicieron	 escala	 en	 Orán	 y	 allí	 abandonaron	 el	 barco	 británico.	 Con	 su
madre,	 Tanguy	 recorrió	 las	 calles	 estrechas,	 llenas	 de	 comerciantes	 mal
educados	 que	 parloteaban	 todos	 al	 mismo	 tiempo.	 Le	 compró	 una	 caja	 de
soldados	de	plomo.	Eran	gallardos	jinetes	que	llevaban	capas	de	vivos	colores
y	la	cabeza	cubierta	con	un	turbante.
Pasaron	 la	 noche,	 en	 una	 acogedora	 habitación	 con	 cuarto	 de	 baño.
Tanguy	se	sentía	feliz	y	pensaba	que	Francia	debía	ser	un	hermoso	país.	Fue
aquella	noche	cuando	su	madre	 le	reveló	que	él	era	francés,	como	su	padre,
quien	los	había	abandonado	poco	antes	de	que	en	España	estallara	la	guerra.
En	efecto,	su	padre	y	ella	habían	tenido	algunas	«desavenencias»;	ella	había
renegado	de	su	posición	social	y	del	pasado	de	su	familia,	para	defender	los
Página	24
intereses	 de	 los	 pobres.	 Esto	 no	 había	 podido	 comprenderlo	 el	 padre	 de
Tanguy.	Pero	su	madre	le	hizo	comprender	que	fuera	amable	con	su	padre.
—Es	tu	padre.	Además,	puede	ayudarnos.	Allí	no	tendremos	a	nadie	más
que	a	él…
—Luego,	cambiando	de	tono,	añadió:
—Estoy	segura	de	que	se	sentirá	orgulloso	de	ti.	Ambos	os	parecéis	como
dos	gotas	de	agua.
Tanguy	 no	 respondió.	 No	 tenía	 el	 menor	 deseo	 de	 ser	 amable	 con	 su
padre.	 Pensaba	 que	 éste	 había	 abandonado	 a	 su	madre	 en	 España	 en	 plena
guerra	y	no	había	querido	saber	nada	de	ella.	Consideraba	que	era	una	actitud
cobarde.
La	 segunda	parte	del	viaje	 la	hicieron	a	bordo	de	un	paquebote	 francés.
Era	 un	 barco	 enorme.	 Las	 cabinas	 confortables,	 el	 servicio	 muy	 atento	 y
solícito.	Todo	el	mundo	decía	merci	y	s’il	vous	plait.	Tanguy	pensaba	que	los
franceses	 eran	 gente	muy	 educada.	 Le	 halagaba	 la	 idea	 de	 que	 era	 francés
como	su	padre	y	se	preguntaba	a	qué	se	parecería	Francia.
Sin	embargo,	su	primera	impresión	no	fue	muy	buena.	Marsella	apareció
bajo	la	lluvia.	Era	una	ciudad	fea,	gris,	sucia.	Los	gendarmes	que	subieron	a
bordo	no	 eran	 educados.	A	 los	 españoles	 los	 trataban	 con	brusquedad	y	 les
quitaban	el	dinero	y	las	 joyas.	Los	españoles	no	se	quejaban.	Lo	entregaban
todo	en	silencio.	Los	«turistas»	abandonaron	el	paquebote.	Iban	bien	vestidos
y	los	maleteros	se	precipitaron	sobre	sus	equipajes	cubiertos	de	etiquetas.	Los
españoles,	 por	 el	 contrario,	 tuvieron	 que	 esperar	 a	 bordo.	 Enseguida	 los
muelles	se	 llenaron	de	soldados	negros	y	armados.	Tanguy	 le	preguntó	a	su
madre	quién	era	aquella	gente.	Ésta	le	contestó	que	eran	senegaleses,	pero	que
tampoco	ella	sabía	lo	que	sucedía.
De	repente	su	madre	exclamó:
—¡Allí	está	tu	padre,	Tanguy!	¡Allí	está!
Era	un	hombre	muy	joven	y	muy	alto.	Tenía	el	pelo	rizado	y	grandes	ojos
negros,	 iba	muy	 elegante.	Estrechó	 la	mano	de	 su	madre,	 sin	 que	 pareciera
percatarse	 de	 la	 presencia	 de	 Tanguy.	 El	 muchacho	 se	 entristeció.
Comprendió	que	 aquel	 recibimiento	 era	 deliberadamente	 frío	 y	 que	no	 eran
bienvenidos.
Sintió	pena	por	su	madre.
—Y	 naturalmente	 supongo	 que	 vuestro	 dinero	 no	 vale	 nada	—decía	 su
padre.
—Es	probable,	en	efecto.
—¡Es	lo	natural!	¡Así	que	ahora	eres	comunista!	—insistió	su	padre.
Página	25
—Ya	te	he	dicho	que	no	soy	comunista…
La	 voz	 de	 su	madre	 tenía	 un	 extraño	 acento	 de	 hastío	 que	 conmovió	 a
Tanguy.
—Sin	embargo,	te	has	mezclado	con	esa	gentuza…
A	 Tanguy	 le	 entraron	 ganas	 de	 llorar.	 Se	 había	 dado	 cuenta	 de	 que	 su
padre	hablaba	de	 los	 refugiados	españoles.	Empezó	a	enrojecer	y	observó	a
aquellas	 mujeres	 y	 a	 aquellos	 hombres	 enflaquecidos,	 demacrados,	 que
esperaban	sin	quejarse.
—Voy	 a	 tratar	 de	 sacarte	 de	 aquí.	 Pero	 te	 prevengo	 que	 no	 cuento	 con
mucho	dinero.
Tanguy	ni	siquiera	oyó	la	respuesta	de	su	madre.	Se	sentía	cada	vez	más
solo,	cada	vez	más	triste.	Se	asió	fuertemente	a	su	madre	y	descendió	con	ella
la	 pasarela	 del	 barco.	 Con	 ella	 subió	 al	 coche	 de	 su	 padre.	 Pero	 antes	 de
abandonar	 el	 puerto	vio	que	 los	 españoles	 estaban	divididos	 en	dos	grupos:
las	mujeres	a	un	lado,	los	hombres	al	otro.	Escoltados	por	los	senegaleses,	los
dos	grupos	fueron	sacados	del	puerto.
—¿Adónde	los	llevan?	—preguntó	su	madre.
—A	un	campo	—respondió	su	padre.
Tanguy	 se	 sentía	 incómodo.	No	 comprendía	 del	 todo	 lo	 que	 decían	 sus
padres.	Pero	por	el	tono	de	su	madre	sospechó	que	aquel	«campo»	implicaba
la	desgracia	para	los	refugiados.	Se	le	oprimió	el	corazón.
Sin	 embargo,	 transcurridos	 unos	 instantes,	 una	 extraña	 sensación	 de
bienestar	 invadió	 su	 alma.	 Se	 estaba	 bien	 dentro	 del	 coche.	 A	 Tanguy	 le
agradaba	 aquel	 olor	 a	 gasolina	 y	 a	 cuero,	 y	más	 aún,	 el	 del	 perfume	 de	 su
madre.	 Estaba	 contento	 sentado	 entre	 sus	 padres.	 Ambos	 parecían	 haber
olvidado	 sus	 querellas.	 Hablaban	 de	 París,	 de	 antiguos	 amigos.	 Tanguy
pensaba	que	se	había	convertido	en	un	niño	como	los	demás,	con	un	padre	y
una	 madre.	 Se	 sentía	 orgulloso	 de	 sus	 padres,	 pues	 eran	 los	 dos	 guapos	 e
inteligentes.
Se	alojaron	en	un	hotel.	Tanguy	se	durmió	mientras	sus	padres,	sentados
junto	a	él,	discutían	en	voz	baja.	Se	despertó	a	media	noche	y	se	sintió	feliz
porque	 sus	 padres	 seguían	 allí.	 Fumaban	 y	 charlaban	 y	 parecía	 que	 ya	 no
reñían.	Y	al	día	siguiente	por	la	mañana,	seguían	estando	allí.
Su	madre	le	dijo	que	iban	a	ir	a	una	pequeña	ciudad	encantadora	situada
en	el	centro	de	Francia,	que	iban	a	tener	una	casa	y	que	serían	dichosos.	Su
padre	vendría	todas	las	semanas	a	verlos.	Tanguy	no	cabía	en	sí	de	gozo	ante
la	 idea	de	 tener	padres	y	una	casa.	Le	preguntó	a	su	madre	si	podría	 ir	a	 la
escuela,	y	ella	le	prometió	que	sí.
Página	26
Todas	las	casas	de	la	aldea	se	parecían	entre	sí,	pero	la	de	ellos	quedaba
un	tanto	en	las	afueras.	El	terreno	de	las	inmediaciones	era	verde	y	boscoso.
Por	la	noche,	su	madre	y	él	se	paseaban	cogidos	del	brazo.	Tanguy	era	feliz:
tenía	una	casa,	había	paz,	iba	a	la	escuela,	tenía	un	amigo	y	un	perro.
El	perro	se	 llamaba	Tom.	Tanguy	lo	había	encontrado	abandonado	en	el
camino.	 Era	 un	 perro	 desconfiado	 y	 malo	 con	 los	 niños,	 porque	 éstos	 lo
habían	maltratado.	En	efecto,	unos	granujas	le	habían	atado	a	la	cola	una	lata
de	conservas	 llena	de	pólvora.	El	pobre	perro	había	 resultado	herido.	Desde
entonces	enseñaba	los	dientes	a	los	niños.	Tanguy	se	había	propuesto	hacerse
su	amigo.	Todos	los	días	le	ofrecía	un	terrón	de	azúcar.	Al	principio,	el	perro
no	lo	quería.	Había	que	dejárselo	en	el	suelo	y	alejarse.	Entonces	el	animal	se
acercaba,	 se	 apoderaba	 del	 azúcar	 y	 huía	 al	 punto	 a	 roerlo	 en	 una	 esquina.
Pero	poco	a	poco	Tom	fue	confiando	en	Tanguy.	Pronto	 llegó	hasta	dejarse
acariciar	por	el	niño.	Y	una	noche	lo	siguió.	Tanguy	le	hizo	entrar	en	su	casa,
le	suplicó	a	su	madre	que	le	permitiera	guardarlo	y	ésta	accedió.	Entonces	el
niño	bañó	a	su	perro,	le	compró	un	bonito	collar	y	le	dio	de	comer.	Todos	los
días,	Tom	iba	a	esperar	a	Tanguy	a	la	salida	de	la	escuela.	Al	principio,	sus
compañeros	se	burlaban	del	perro	porque	estaba	esquelético	y	cojeaba;	pero
pronto	se	convirtió	en	un	perro	como	los	otros,	porque	había	hallado	un	hogar
y	podía	saciar	su	hambre.	Tom	era	fiel	a	Tanguy.	Saltaba	de	alegría	cuando	su
amo	regresaba.
Tanguy	se	había	hecho	también	un	amigo.	Era	un	muchacho	pelirrojo,	de
ojos	 minúsculos	 y	 algo	 bizcos.	 Lo	 apodaban	 «el	 avisador	 de	 incendios».
Tanguy	nunca	utilizó	ese	mote.	Le	llamaba	por	su	verdadero	nombre,	Robert,
y	sin	duda	fue	por	eso	por	lo	que	se	hicieron	amigos.
Tanguy	 sacaba	 buenas	 notas.	 Prometía	 ser	 un	 alumno	 brillante,	 pues
aprendía	con	facilidad.	A	Robert,	por	el	contrario,	le	costaba	seguir	la	clase.Era	un	muchacho	trabajador,	pero	tardo	de	entendimiento.	Tanguy	le	ayudaba
a	entender	 los	deberes.	Robert	 iba	a	menudo	a	merendar	 a	 casa	de	Tanguy.
Entonces	 éste	 se	 sentía	 feliz,	 porque	Robert	 le	decía	que	 su	madre	 era	muy
guapa	y	su	padre	muy	majo.
El	padre	de	Tanguy	venía	a	pasar	con	ellos	los	fines	de	semana.	Llegaba
en	 coche.	 Inmediatamente,	 los	 tres	 partían	 para	 dar	 un	 paseo	 por	 las
inmediaciones.	 Iban	a	contemplar	el	 río,	a	 recorrer	el	bosque.	Tanguy	cogía
setas.	Le	encantaba	observar	a	sus	padres,	que	se	paseaban	cogidos	del	brazo
tras	él.	Corría	con	Tom	y	le	lanzaba	piedras	que	el	perro	le	volvía	a	traer	lleno
de	 orgullo.	 Tanguy	 comenzaba	 a	 amar	 Francia,	 porque	 en	 ella	 era	 dichoso.
Página	27
Había	 olvidado	 los	 cañonazos,	 las	 colas	 interminables	 a	 la	 puerta	 de	 las
panaderías	y	el	melancólico	ulular	de	las	sirenas	en	plena	noche.
Sin	embargo,	no	todo	iba	bien.	Sus	padres	reñían	con	frecuencia.	Tanguy
era	despertado	a	veces	por	el	tono	de	sus	voces.	Ni	él	ni	ella	gritaban,	pero	se
decían	cosas	horribles.	A	Tanguy	se	le	oprimía	el	corazón.
Un	día	la	discusión	fue	más	violenta	que	de	costumbre.	Su	madre	decía:
—No	necesito	tu	ayuda	para	educar	a	mi	hijo.	Me	las	arreglaré	muy	bien
sola.	Iré	a	trabajar	a	Clermont.
—Te	prohíbo	que	vayas	a	Clermont	—replicó	su	padre.
—¿Y	con	qué	derecho,	si	tienes	la	bondad	de	explicarte?
—Con	el	derecho	que	me	asiste…	No	me	apetece	que	toda	la	ciudad	sepa
que	 tengo	 un	 hijo.	 Deberías	 comprender	 que	 quiera	 rehacer	mi	 vida	 y	 que
tenga	ambiciones…
—¡Yo	también	las	tengo!	Quiero	ganar	mi	vida	y	la	de	mi	hijo.	Trabajaré.
Nadie	podrá	impedirme	ir	a	donde	me	plazca.
—Te	advierto	que	empezamos	a	estar	hartos	de	 toda	esa	chusma	social-
comunista	que	nos	llega	de	España.	Uno	de	estos	días	terminaréis	todos	en	la
cárcel…
—¿Es	una	amenaza?
—Un	consejo,	más	bien.	Lárgate	a	América,	a	donde	se	 te	antoje;	 ¡pero
que	nunca	más	vuelva	a	oír	hablar	de	ti	ni	de	tu	hijo!
—Me	 iré	 cuando	me	 dé	 la	 gana	 y	 a	 donde	me	 dé	 la	 gana.	 ¡Vergüenza
deberías	tener!…	Pero,	indudablemente,	tú	no	sabes	lo	que	es	la	vergüenza.
Tanguy	 escuchaba	 esta	 disputa.	 Tenía	 ganas	 de	 llorar.	 Quería	más	 a	 su
madre	 que	 a	 su	 padre,	 porque	 era	 un	 niño	 y	 había	 vivido	 siempre	 con	 ella.
Pero	aquella	discordia	le	entristecía.	Hubiera	deseado	poder	vivir	con	los	dos
y	 les	 reprochaba	 que	 siempre	 estuvieran	 riñendo.	 Estaban	 destruyendo	 su
felicidad.
Había	 comenzado	 la	 primavera.	 El	 cercano	 bosque	 estaba	más	 hermoso
que	nunca.	Al	amanecer,	se	marcharon	de	la	ciudad.	Tanguy	sintió	que	algo
se	 rompía	 en	 él.	 Había	 ayudado	 a	 su	 madre	 a	 preparar	 las	 maletas	 y	 a
instalarlas	en	el	coche	que	habría	de	conducirlos	a	Clermont-Ferrand.	Robert
había	 venido	 a	 decirle	 adiós.	 Tanguy	 le	 estrechó	 la	 mano,	 luego	 subió	 al
coche	y	se	sentó	junto	a	su	madre.	El	vehículo	emprendió	la	marcha.	Volvió
la	cabeza	y	divisó	la	casita	oculta	entre	las	lilas	del	jardín.	Después,	la	casita
desapareció.	 Tom	 corría	 detrás	 del	 coche,	 con	 la	 lengua	 fuera.	 Tanguy	 lo
Página	28
miraba.	Poco	a	poco,	el	coche	se	distanció	del	animal.	Pero	Tom	no	cejaba.
Seguía	 galopando	 por	 el	 centro	 de	 la	 carretera.	 Tanguy	 no	 dijo	 nada.	 De
pronto	estalló	en	sollozos.
Como	Marsella,	 Clermont-Ferrand	 era	 una	 ciudad	 sucia.	 Había	 muchas
fábricas.	Tanguy	y	su	madre	se	alojaron	en	un	hotelucho	de	mal	aspecto.	Allí
esperaba,	en	un	cuarto	estrecho,	durante	largas	horas,	que	su	madre	regresara.
Ella	buscaba	trabajo.	No	era	fácil	conseguirlo.	Los	extranjeros	debían	poseer
un	 permiso	 para	 trabajar.	 Ahora	 bien,	 sin	 empleo	 no	 había	 permiso	 para
trabajar,	y	sin	permiso	para	trabajar	no	había	empleo.	A	Tanguy	este	dilema	le
parecía	 insoluble.	 Ni	 siquiera	 se	 atrevía	 a	 preguntarle	 a	 su	 madre	 sobre	 el
resultado	 de	 sus	 gestiones,	 tanto	 era	 el	 cansancio	 que	 podía	 leerse	 en	 su
mirada.	Trataba	de	distraerla	hablándole	de	otras	cosas.	Nunca	se	quejaba	de
hambre,	aunque	las	comidas	calientes	se	hubieran	convertido	para	él	en	algo
de	otro	mundo.	Su	madre	 lo	 alimentaba	 con	 sandwiches	y	 fruta.	De	vez	 en
cuando	le	traía	una	botella	de	agua	«Perrier»,	cosa	que	le	colmaba	de	alegría,
pues	a	él	le	gustaba	«el	agua	que	pica».
Sin	embargo,	cada	día	echaba	más	de	menos	la	casita	de	los	alrededores
de	Vichy,	donde	había	conocido	la	felicidad:	un	perro,	un	amigo,	la	escuela,	y
cada	 fin	 de	 semana	 su	 padre,	 que	 le	 llevaba	 a	 pasear	 por	 el	 bosque.	 Se
preguntaba	 cuándo	 tendría	 de	 nuevo	una	 casa,	 un	 perro	 y	 un	 amigo.	Ya	no
odiaba	a	su	padre,	y	en	el	fondo	le	entristecía	no	poder	verlo.	Vagamente	se
daba	cuenta	de	que	su	madre	intentaba	influir	en	él	para	que	compartiera	con
ella	lo	que	denominaba	su	«santo	odio».	Pero	Tanguy	no	tenía	vocación	para
odiar.	Echaba	de	menos	aquellos	sábados	por	la	noche	en	los	que	su	padre	se
sentaba	en	su	sillón	para	leer	el	periódico.	El	humo	de	sus	cigarrillos,	el	ruido
que	 su	 madre	 hacía	 en	 la	 cocina:	 Tanguy	 no	 podía	 olvidar	 aquellos	 raros
instantes	de	paz	en	 lo	que	él	 solía	estar	 tranquilamente	sentado,	 leyendo	 los
cuentos	de	Andersen.
Ahora,	 en	 Clermont-Ferrand	 los	 días	 le	 parecían	 largos	 y	 grises.	 No
encendía	 la	 luz	 porque	 el	 propietario	 del	 hotel	 pretendía	 que	 gastaban
demasiado.	 Permanecía	 a	 obscuras,	 mirando	 a	 la	 muchedumbre	 que	 iba	 y
venía	 por	 las	 calles.	Una	noche	 vio	 unos	 boy	 scouts	 que	 iban	 cantando.	Su
madre	 lo	 encontró	 bañado	 en	 lágrimas.	 Como	 ella	 le	 preguntara	 por	 qué
lloraba,	le	respondió	que	le	hubiera	gustado	ser	boy	scout	e	ir	al	bosque.
—¡Pobrecillo!	¡Estás	muy	flaco	y	eres	muy	frágil	para	eso!	Serías	capaz
de	atrapar	una	pulmonía.	Esas	cosas	no	se	han	hecho	para	ti.
Página	29
Tal	respuesta	no	hizo	más	que	aumentar	la	sorda	angustia	que	le	minaba.
Pues	si	sufría,	era	justamente	por	no	ser	como	los	otros	muchachos,	porque	no
tenía	como	ellos	un	hogar	con	un	padre	y	una	madre	que	se	llevaran	bien,	o
que	 al	 menos	 lo	 fingieran.	 Pero	 estos	 pensamientos	 no	 los	 compartía	 con
nadie.
Su	 madre	 encontró	 al	 fin	 un	 empleo	 de	 taquimecanógrafa	 en	 una	 gran
fábrica.	 Entonces	 empezó	 a	 comer	 mejor	 y	 el	 dueño	 del	 hotel	 dejó	 de
mascullar	 «cochinos	 españoles»,	 cuando	 su	 madre	 y	 él	 descendían	 al	 hall.
Tanguy	pudo	incluso	encender	la	luz	para	leer	mientras	esperaba	a	su	madre,
que	solía	regresar	al	caer	la	noche.
Un	día	vinieron	dos	hombres	preguntando	por	ella.	Él	 les	 respondió	que
estaba	en	su	trabajo.	Se	instalaron	en	la	habitación	para	esperarla.	Tanguy	se
preguntaba	 quiénes	 serían	 aquellos	 señores	 groseros	 que	 permanecían	 allí
como	 en	 su	 propia	 casa,	 sin	 haber	 sido	 invitados.	 Decidió	 ignorar	 su
presencia,	y	siguió	leyendo	y	escribiendo	como	si	nada.
La	 sorpresa	 que	 se	 llevó	 su	 madre	 no	 fue	 menor	 que	 la	 suya.	 Apenas
estuvo	en	presencia	de	ambos	desconocidos,	éstos	le	preguntaron	su	nombre	y
apellidos.	Les	respondió	mostrándoles	su	permiso	para	trabajar,	que	acababa
de	obtener	hacía	poco.
—Tendrá	que	venir	con	nosotros,	señora	—dijo	uno	de	ellos.
Su	madre	pareció	recobrar	la	sangre	fría	e	interrogó	al	policía:
—¿Qué	quieren	ustedes?	¿Qué	sucede?
—Lo	sabrá	en	la	comisaría.	Lleve	algo	de	ropa.	Nunca	se	sabe.	Puede	que
le	sea	útil.
La	madre	de	Tanguy	cogió	una	pequeña	maleta	y	metió	en	ella	un	poco	de
ropa	interior,	amén	de	un	traje	de	Tanguy	y	dos	camisas	suyas.	Después	bajó,
escoltada	por	los	agentes	y	por	el	niño.
El	dueño	los	miró	pasar	por	el	hall.	Era	un	hombrecillo	calvo	y	con	gafas.
Los	examinó	con	odio.
—¡Puercos	extranjeros!	Todos	son	iguales…	—murmuró.
Tanguy	enrojeció.	Le	hubiera	gustado	poder	asestarle	un	puñetazo.	Pero
sin	decir	nada	siguió	a	su	madre	por	la	calle,	sin	mirar	ni	a	la	derecha	ni	a	la
izquierda.	Le	 pareció	 que	 los	 transeúntes	 sólo	 tenían	 ojos	 para	 él	 y	 para	 su
madre.	Se	preguntaba	lo	que	sería	de	ellos	y	si	su	padre	los	ayudaría.
Durante	másde	una	hora,	Tanguy	permaneció	en	la	comisaría	esperando
que	su	madre	regresara.	Las	paredes	de	la	sala	estaban	cubiertas	de	carteles.
Página	30
Algunos	 agentes	 conversaban	 con	 toda	 tranquilidad.	 Tanguy	 pensó	 que
debían	de	ser	buena	gente	y	que,	al	fin	y	al	cabo,	no	hacían	sino	cumplir	con
su	deber.	Por	fin,	una	puerta	se	abrió.	Su	madre,	muy	pálida,	se	aproximó	a	él:
—Cariño	mío,	 vas	 a	 tener	 que	 ser	muy	 fuerte.	 Estos	 señores	 nos	 van	 a
llevar	 a	un	 campo.	Alguien	nos	ha	denunciado.	Pero	no	debes	 tener	miedo.
Permaneceremos	 juntos,	 y	 mientras	 estemos	 juntos,	 nada	 malo	 podrá
sucedernos.
Tanguy	agachó	la	cabeza:
—¡Pero	nosotros	no	hemos	hecho	nada	malo!	—protestó.
—Ya	lo	sé,	Tanguy.	Pero	no	es	ésa	la	cuestión.
—¿Quién	nos	ha	denunciado?
—Tu	padre.
Tanguy	dominó	a	duras	penas	sus	 lágrimas…	En	ese	momento	odiaba	a
todo	el	mundo:	a	su	padre,	a	su	madre,	a	 los	gendarmes,	al	dueño	del	hotel.
Condenaba	a	todos	los	adultos,	porque	todos	los	adultos	parecían	condenarlo
a	él,	que	no	tenía	más	que	siete	años.
—No	es	cierto	—gimió.
—Sí,	es	cierto.	El	inspector	es	socialista.	Me	lo	ha	dicho	todo.
Tanguy	 detestaba	menos	 a	 su	 padre	 por	 su	miserable	 cobardía	 que	 a	 su
madre,	 por	 haberle	 revelado	 esa	 cobardía.	 Le	 parecía	 que	 ella	 no	 debiera
haberlo	 hecho,	 que	 no	 tenía	 derecho	 a	 hacerle	 tanto	 daño.	 Se	 mordió	 los
labios,	 tomó	 la	pequeña	maleta	y	 la	 siguió.	Le	habían	puesto	esposas	y	ella
trataba	de	disimularlas	bajo	las	mangas.
III
El	campo	de	concentración	al	que	Tanguy	fue	conducido	en	compañía	de
su	madre	 se	 hallaba	 situado	 en	 el	 sur	 de	 Francia.	No	 había	 visto	 nunca	 un
lugar	semejante	y	se	lo	había	imaginado	de	otra	manera.	En	realidad,	no	eran
más	que	algunos	barracones	de	madera,	roídos	por	la	humedad	y	rodeados	de
alambradas	de	púas.
Era	 un	 campo	 «especial».	 La	mayoría	 de	 las	 internadas	—allí	 no	 había
más	que	mujeres—	eran	«judías»	o	«detenidas	políticas».	Sin	embargo,	había
oído	decir	que	había	también	algunas	«prostitutas».
Las	prisioneras	 reservaron	una	mala	acogida	a	Tanguy	y	a	su	madre.	Al
entrar	 en	 el	 barracón	 de	 las	 españolas,	 Tanguy	 advirtió	 rostros	 extraviados,
muy	pálidos	 y	 flacos.	Aquí	 y	 allá	 brotaron	 risas.	Todo	 estaba	 sumido	 en	 la
Página	31
obscuridad	y	no	se	podía	apreciar	 lo	que	había	en	el	 fondo	del	barracón.	Se
oían	voces,	pero	no	era	posible	distinguir	los	rostros.
—¡Anda!	¡Un	abrigo	de	pieles!	¡Ésta	es	una	capitalista!
—No	te	preocupes.	Ésta	no	se	quedará	mucho	tiempo	aquí.
Una	mujer	de	ojos	febriles	y	cabellos	despeinados	vino	a	su	encuentro	y
se	inclinó	ceremoniosamente.
—Señora,	 esto	 no	 es	 el	 Ritz.	 Pero	 trataremos	 de	 alojaros
convenientemente	 a	 vos	 y	 al	 señor,	 vuestro	 hijo.	 Disponemos	 de	 una
habitación	con	cuarto	de	baño	que	da	al	jardín.
Las	 risas	 redoblaron,	 risas	groseras.	Tanguy	ocultó	 la	cabeza	en	 la	 falda
de	 su	madre.	Estaba	muy	afligido,	pero	no	quería	que	 las	mujeres	 le	vieran
llorar.	Se	sentía	cansado.	Pensaba	en	Tom,	en	Robert,	en	su	padre.
Sin	embargo,	consiguió	dominarse	para	no	ofrecerles	a	aquellas	mujeres
el	espectáculo	de	su	dolor.	Siguió	a	su	madre.	Ella	instaló	su	pequeña	maleta
sobre	 un	 jergón.	 Sus	 camastros	 estaban	 superpuestos.	 Tanguy	 se	 acostó
completamente	vestido	y	se	durmió.
De	 aquellos	 dieciocho	 meses	 pasados	 en	 el	 campo	 de	 concentración,
apenas	 habría	 de	 conservar	Tanguy	 recuerdos	 precisos.	Los	 días	 eran	 todos
iguales.	 Uno	 era	 despertado	 por	 los	 gritos	 de	 las	 prisioneras,	 las	 cuales	 se
insultaban,	se	peleaban,	juraban	y	blasfemaban.	Enseguida	el	hambre	se	hacía
sentir.	Era	el	recuerdo	que	más	claro	conservaba	Tanguy:	el	hambre.	Soñaba
todo	 el	 día	 con	 un	 poco	 de	 comida.	 Esperaba	 el	 momento	 en	 el	 que	 las
cocineras	subieran	trayendo	la	gran	marmita	humeante.	Pero	después	de	haber
tragado	aquel	líquido	amarillo	y	rojo	al	que	ellas	llamaban	«sopa»,	uno	tenía
más	hambre	aún.
Tanguy	 no	 se	 quejaba.	 Sabía	 que	 también	 su	 madre	 padecía	 hambre.
Pasaba	 largas	 horas	 tendido	 sobre	 su	 camastro.	 Dormía	 mucho,	 pero	 sin
embargo	 siempre	 estaba	 cansado,	 apático.	 Su	 madre	 escribía	 junto	 a	 él.
Escribía	 centenares	 de	 páginas.	 A	 su	 alrededor,	 las	 otras	 detenidas	 se
insultaban	y	la	insultaban	sin	tregua.
La	detestaban,	 la	 trataban	de	capitalista,	de	«burguesa»,	de	«traidora»,	y
se	mofaban	de	ella	porque	escribía	o	leía	libros.
Todo	 el	 mundo	 se	 aburría.	 Las	 mujeres	 pasaban	 los	 días	 rumiando	 su
hambre,	su	falta	de	libertad.	Con	los	nervios	crispados,	se	peleaban	entre	sí,
porque	 no	 tenían	 nada	 mejor	 que	 hacer.	 Se	 sentían	 abandonadas	 de	 todo,
Página	32
ignoraban	qué	 iba	a	ser	de	ellas;	así	de	extrema	era	su	miseria.	Daba	miedo
ver	lo	flacas	que	estaban,	cubiertas	de	piojos,	de	parásitos.
Los	vigilantes	se	parecían	a	las	milicianas,	de	las	que	Tanguy	conservaba
un	recuerdo	impreciso.	Sus	modales	eran	groseros.	Se	aburrían	tanto	como	las
prisioneras.	Por	eso	se	pasaban	el	día	acosando	a	las	detenidas.	Era	su	único
pasatiempo.
Rachel,	una	comunista	alemana,	era	una	mujer	alta,	rubia,	de	ojos	azules	y
sonrisa	 reconfortante.	 Se	 había	 hecho	 amiga	 de	 Tanguy	 y	 de	 su	 madre.
Tanguy	 la	 admiraba.	 Rachel	 hablaba	 varios	 idiomas	 y	 conocía	 cuentos
magníficos	sobre	gnomos	y	hadas.	También	era	artista	y	dibujaba	a	pluma	en
pequeños	trozos	de	cartón	todo	cuanto	se	ofrecía	a	su	mirada:	los	barracones,
las	 cocineras	 que	 subían	 la	 «sopa»,	 las	 vigilantes	 que	 pasaban	 revista,	 los
cercanos	bosques	de	pinos.	Tanguy	permanecía	 largas	horas	sentado	 junto	a
Rachel.	Le	gustaba	verla	trabajar.	Sobre	el	cartón	blanco,	la	tinta	recreaba	con
pequeños	toques	el	campo.	Pero	Rachel	era	demasiado	indulgente.	Pintaba	un
campo	 de	 concentración	 sin	 relación	 alguna	 con	 la	 realidad	 en	 el	 que	 los
barracones	 parecían	 casas	 de	 muñecas,	 y	 las	 prisioneras,	 colegialas	 muy
formales.	La	madre	de	Tanguy	se	lo	reprochaba:
—Es	usted	muy	optimista,	mi	buena	Rachel.	Si	los	periódicos	publicaran
sus	 dibujos,	 podrían	 poner	 en	 titulares:	 «Vean	 lo	 a	 gusto	 que	 están	 las
internadas	en	nuestros	campos…».
Rachel	respondía	sonriendo:
—¿Sabe	usted?	Cualquier	situación	puede	ser	vista	de	distintas	maneras.
En	todo	hay	algo	bueno.	Hasta	en	un	campo	de	concentración.	Hay	que	saber
percibirlo	 nada	más.	 Verá	 usted,	 para	mí	 casi	 es	 una	 suerte	 estar	 aquí.	 He
logrado	escapar	de	los	campos	de	concentración	nazis,	que	no	creo	que	tengan
nada	de	divertido.
Una	 noche,	 Tanguy	 le	 preguntó	 a	 su	 madre	 por	 qué	 se	 encontraba	 allí
Rachel,	qué	era	lo	que	había	hecho.	Su	madre	le	respondió	que	era	«judía»	y
que	los	alemanes	perseguían	a	«los	judíos».	Tanguy	sintió	pena	porque	sabía
que	Rachel	era	buena	y	generosa.
Desde	el	exterior,	algunas	organizaciones	ayudaban	a	 las	prisioneras	del
campo	 de	 concentración:	 los	 protestantes	 distribuían	 paquetes	 a	 todo	 el
mundo,	sin	distinción	de	raza	ni	de	religión;	 los	 judíos	aprovisionaban	a	 los
judíos;	el	capellán	venía	a	decir	misa.
Página	33
Las	 internadas	habían	excluido	de	esos	 repartos	a	Tanguy	y	a	su	madre.
Todos	los	sábados,	Tanguy	veía	cómo	los	paquetes	pasaban	de	mano	en	mano
sin	detenerse	 ante	 él.	Entonces	 solía	 llorar.	Pero	pronto	 la	 situación	 cambió
gracias	a	Rachel.	Ésta	le	habló	de	ello	a	un	rabino,	quien	desde	entonces	todas
las	 semanas	 traía	 un	 gran	 paquete	 para	 el	 niño.	 Así	 pudo,	 en	 lo	 sucesivo,
comer	chocolate,	galletas,	queso,	una	vez	por	semana.
Su	 madre	 no	 quería	 coger	 nada	 de	 ese	 paquete.	 Pretextaba	 no	 tener
hambre,	no	sentirse	bien…	Tanguy	sabía	que	su	madre	se	privaba	de	ello	por
él.
Y	esto	le	producía	remordimientos.
Llegó	 el	 invierno.	 Un	 invierno	 crudo.	 Nevaba.	 El	 cielo	 estaba	 gris,	 los
copos	 de	 nieve	 blanqueaban	 el	 aire	 y	 la	 tierra.	 Tanguy	 pasaba	 los	 días
envuelto	 en	 su	 manta.	 Tenía	 frío.	 Se	 apretaba	 contra	 su	 madre	 o	 contra
Rachel.	Ésta	le	había	tejidoun	pullover.	Pero	el	frío	era	tan	penetrante	que	le
temblaban	todos	los	miembros	y	le	castañeteaban	los	dientes.
Se	 había	 convertido	 en	 un	 niño	 reservado,	 malhumorado.	 Su	 madre	 le
decía	 que	 estaba	 insoportable	 y	 seguramente	 tenía	 razón.	 No	 hablaba	 casi
nada,	disimulaba	sus	pensamientos	íntimos,	no	se	confiaba	sino	con	dificultad
y	 de	mala	 gana.	 Sin	 embargo,	 seguía	 queriendo	 a	 su	madre	 por	 encima	 de
todas	las	cosas.	Seguía	siendo	para	él	la	más	inteligente	y	la	más	hermosa	de
las	 mujeres.	 Pero	 le	 faltaba	 algo.	 Hubiera	 deseado	 que	 pensara	 más	 en	 él.
Mientras	 ella	 se	 pasaba	 los	 días	 escribiendo	 o	 discutiendo	 de	 política,	 él
soñaba	con	una	casita	como	aquella	en	la	que	había	vivido	en	los	alrededores
de	 Vichy,	 en	 la	 que	 pudiera	 tener	 de	 nuevo	 un	 perro,	 un	 amigo	 y	 libros.
También	le	hubiera	gustado	tener	un	padre	y,	como	a	todos	los	niños,	poder
hacer	 travesuras.	 En	 lugar	 de	 eso,	 se	 había	 visto	 arrastrado	 de	 ciudad	 en
ciudad,	entre	el	odio	y	los	cañonazos.	Constantemente	se	preguntaba	cuándo
terminaría	la	guerra	y	cómo	sería	la	paz.
No	 encontraba	 alivio	 sino	 junto	 a	 Rachel,	 quien	 le	 contaba	 hermosas
historias.	Había	conocido	demasiadas	cosas	para	creer	en	brujas	y	en	hadas.
Pero	 le	 gustaban	 los	 cuentos.	 Para	 él,	 los	 cuentos	 eran	 la	 paz.	 Con	 su	 voz
dulce,	Rachel	era	una	maravillosa	narradora.	Sabía	pararse	en	el	pasaje	más
patético	de	su	relato,	y	entonces	el	corazón	de	Tanguy	cesaba	de	latir.	Sufría
cuando	Blancanieves	se	sumía	en	el	 sueño	y	se	alegraba	cuando	el	Príncipe
venía	 a	 despertarla	 para	 hacerla	 su	 esposa.	 Tanguy	 necesitaba	 creer	 en	 los
cuentos.	En	ese	maravilloso	mundo	imaginario	le	parecía	estar	unido	a	todos
los	niños	de	la	tierra.	Gracias	a	los	relatos	de	Rachel,	se	convertía	en	un	niño
como	los	otros,	y	esto	era	lo	que	más	necesitaba.
Página	34
Su	madre	 cayó	 enferma.	 Tosía	 y	 no	 podía	 tumbarse	 por	 la	 noche,	 pues
creía	 ahogarse	 durante	 sus	 ataques	 de	 tos.	 Permanecía	 sentada	 sobre	 su
jergón,	temblando	de	frío	y	de	sufrimiento.	Un	sudor	glacial	cubría	su	frente.
Tanguy	la	miraba	angustiado.	No	sabía	rezar	muy	bien,	pues	apenas	le	habían
enseñado,	pero	todas	las	noches	rezaba.	Le	pedía	a	Dios	que	no	le	privara	de
su	madre,	y	pensaba	que,	como	él	no	era	más	que	un	niño,	seguramente	Dios
escucharía	 su	plegaria.	Pero,	 a	pesar	de	 sus	esperanzas,	 la	mala	 salud	de	 su
madre	 empeoraba.	 Un	 día	 no	 pudo	 levantarse	 y	 aquella	 misma	 noche	 fue
transportada	a	 la	enfermería.	Tanguy	sólo	había	oído	una	palabra:	pleuresía.
Pero	la	vida	le	había	enseñado	a	juzgar	rápidamente	el	valor	de	los	términos,
por	eso	se	preparó	para	lo	peor.	Trasladó	sus	cosillas	junto	a	Rachel,	quien	le
hizo	acostarse	a	su	lado.	Lo	consentía	y	mimaba.	Como	a	veces,	por	la	noche,
se	ponía	a	llorar	y	no	podía	conciliar	el	sueño,	le	contaba	historias	tan	bellas	y
tan	largas,	que	se	adormecía	antes	de	conocer	el	final…
Dos	veces	por	semana	le	estaba	permitido	ir	a	la	enfermería	para	ver	a	su
madre.	 Iba	 acompañado	 de	 Rachel.	 En	 estas	 ocasiones,	 Rachel	 le	 peinaba
cuidadosamente.	 Tenía	 un	 hermoso	 cabello	 negro,	 ondulado,	 muy	 largo.
Rachel	peinaba	sus	rizos	y	le	hacía	una	raya.	Partían	hacia	la	enfermería.	Era
un	barracón	completamente	igual	a	los	otros.	Pero	allí	las	camas,	parecidas	a
las	de	los	hoteles,	con	sábanas	y	mantas	reemplazaban	a	los	camastros.
En	 una	 de	 aquellas	 camas	 yacía	 su	 madre.	 Lo	 blanco	 de	 su	 rostro	 se
confundía	con	 la	blancura	de	 las	sábanas.	Sólo	se	advertía	vida	en	sus	ojos,
muy	grandes	y	muy	negros.	Tanguy	se	sentaba	junto	a	ella	y	le	cogía	la	mano.
Ella	 se	 esforzaba	 en	 hablar,	 le	 prodigaba	 sonrisas.	 Pero	 aquellas	 tristes
sonrisas	 no	 hacían	 sino	 aumentar	 el	 sordo	 dolor	 de	 Tanguy.	 Cuando	 se
despedía	 y	 regresaba	 al	 barracón	 de	 las	 «detenidas	 políticas»,	 llevaba
oprimido	el	corazón.	Pero	no	le	decía	nada	a	nadie	y	evitaba	llorar.	Se	sentía
pura	 y	 simplemente	mal.	 A	 veces	 temblaba	 cuando	 no	 tenía	 frío	 o	 bien	 se
ponía	a	sudar	cuando	las	prisioneras	tiritaban	de	frío.
Por	otra	parte,	 algunas	habían	empezado	a	 ser	amables	con	él.	Ya	no	 le
insultaban	ni	le	llamaban	«capitalista».	Le	pedían	afablemente	noticias	sobre
su	 madre	 y	 le	 sonreían.	 Pero	 a	 él	 no	 le	 gustaban	 ni	 sus	 sonrisas	 ni	 sus
preguntas.	 Permanecía	 sentado	 junto	 a	 Rachel,	 quien	 continuaba	 pintando
incansablemente	 preciosos	 barraconcitos	 cubiertos	 de	 nieve.	 Barracones
habitados	por	encantadoras	muñecas,	sin	duda.
Página	35
—Tanguy,	prepara	tus	cosas.	Tu	madre	va	a	ser	trasladada	al	hospital	de
Montpellier	y	tú	vas	a	ir	con	ella.	Dentro	de	media	hora.
Era	una	vigilante	la	que	hablaba	así.	Tanguy	agachó	la	cabeza.	Se	puso	a
liar	 sus	bártulos	y	 luego	 fue	adonde	Rachel.	Le	pareció	que	 la	 joven	estaba
pálida	y	que	tenía	enrojecidos	los	ojos.	En	todo	caso,	su	pecho	se	levantaba	y
se	bajaba	con	una	precipitación	insólita.
—Adiós,	 Rachel…	 —vaciló.	 Luego	 le	 pasó	 los	 brazos	 alrededor	 del
cuello	y	la	besó—.	Sabes	que	te	quiero	mucho…
—Lo	sé,	Tanguy.	Cuídate.	Sé	bueno	con	tu	madre.	No	está	muy	bien.	Has
de	ser	todo	un	hombre.
Hubo	 un	 silencio.	 Finalmente,	 Rachel	 le	 tendió	 a	 Tanguy	 un	 sobre,
sonriéndole	tiernamente:
—Toma.	Coge	esto	como	recuerdo	mío.
—¿Qué	es,	Rachel?
—Algunos	dibujos.	Así,	cuando	los	mires,	pensarás	en	Rachel.
—No	 te	 olvidaré	 nunca,	 Rachel.	 Sabes	 que,	 en	 el	 fondo,	 te	 quiero	 casi
tanto	como	a	mamá.
No	 se	 dijeron	 nada	más.	 Tanguy	 guardó	 los	 dibujos,	 cogió	 sus	 cosas	 y
abandonó	el	barracón	sin	volver	la	cabeza.	Sentía	oprimido	el	corazón.	Sobre
la	nuca,	sentía	el	peso	de	la	mirada	desesperada	de	Rachel.	Sabía	que	si	volvía
la	 cabeza	 estallaría	 en	 sollozos.	 No	 lo	 hizo.	 Subió	 a	 una	 ambulancia.	 Su
madre	estaba	allí,	muy	pálida,	tendida	sobre	una	camilla.	La	portezuela	de	la
ambulancia	 se	 cerró	 tras	 él.	 Pegó	 su	 nariz	 al	 cristal	 trasero.	 El	 campo	 de
concentración	estaba	sepultado	bajo	la	nieve.	Detrás	de	una	ventana	se	agitó
un	 pañuelo.	 Adivinando	 que	 era	 Rachel,	 se	 enjugó	 una	 lágrima	 y	 se	 sentó
junto	a	su	madre,	luego	se	acurrucó	en	un	rincón,	tenía	frío.
IV
La	religiosa	observaba	con	atención	a	Tanguy.	Era	una	mujer	maciza,	de
ojos	verdes	y	con	nariz	de	boxeador.	Lo	observaba	como	hubiera	examinado	a
un	oso	en	un	parque	zoológico.	Estaba	de	pie	en	el	corredor	del	hospital,	entre
el	 hedor	 de	 los	 productos	 farmacéuticos,	 y	 se	 sentía	 incómodo.	 No
comprendía	por	qué	la	monja	le	miraba	tan	fijamente.	Hubiera	querido	decirle
una	palabra	muy	corta,	pero	no	se	atrevió	a	causa	del	hábito	que	llevaba.
—¿Qué	 piensas	 hacer?	 Tu	 madre	 está	 enferma.	 No	 es	 posible	 que	 te
quedes	en	el	hospital.	¿No	tienes	familia?
Página	36
Tanguy	enrojeció.	No	sabía	qué	decir.
—No.
—Se	dice:	«No,	Hermana».
—No,	Hermana.	No	tengo	más	que	a	mi	madre.
—¿Eres	judío?
Vaciló.
—No,	Hermana.
—Entonces,	¿cómo	es	que	has	estado	en	un	campo	de	concentración?
—Somos	españoles.
La	 religiosa	 pareció	 reflexionar	 un	 corto	 instante.	 Alzó	 los	 ojos	 y	 posó
repetidas	 veces	 la	 mirada	 en	 él.	 Después	 se	 abismó	 de	 nuevo	 en	 sus
pensamientos.
—¡Bueno!	 Voy	 a	 telefonear	 a	 los	 Hermanos.	 Te	 van	 a	 internar	 en	 su
colegio	 hasta	 que	 tu	madre	 recobre	 la	 salud.	 Podrás	 venir	 a	 verla	 todos	 los
domingos.	Pero	tienes	que	prometerme	que	serás	muy	obediente.
—Sí,	Hermana.
—Bien.	Ve	a	despedirte	de	tu	madre.	Luego	vuelve	aquí	de	nuevo.
Tanguy	se	sentó	junto	al	lecho	de	su	madre,	la	cual	había	sido	instalada	en
una	vasta	sala	donde	había	numerosos	enfermos,	y	le	cogió	la	mano.	Ella	no
se	movió	y	trató	de	esbozar	una	sonrisa.	También	él	sonrió.
—Pobrecillo	mío.	¿Qué	va	a	ser	de	ti?
—Me	van	a	mandar	con	los	frailes.	Estaré	interno.	Podré	venir	a	verte	los
domingos.
—Tanguy…
La	voz	de	su	madre	iba	decayendo.
—Sí,	mamá.
—Sé	bueno	y	obediente	en	el	colegio.	No	me	des	preocupaciones.	Tienes
que	ayudarme.
—Sí,	mamá.

Continuar navegando