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Con Tanguy se inicia la brillante carrera literaria de Michel del Castillo. En esta novela, de contenido claramente autobiográfico, se nos cuenta el deambular ajetreado, a menudo doloroso, de un muchacho en la Europa de los años treinta y cuarenta, abandonada a la locura de los hombres. Separado de sus padres por el torbellino bélico que asolará primero España y después Francia, el protagonista conocerá los campos de concentración y reformatorios donde pretenderán anular su identidad y condicionar tanto su manera de pensar como su trayectoria vital. Tanguy es, por lo tanto, el relato de un aprendizaje en medio de la adversidad, de la orfandad provisional y de la barbarie histórica. A pesar de las desfavorables circunstancias en las que debe desenvolverse, o precisamente por ello, la voluntad del protagonista no se quebrará y se mantendrá aferrada con fuerza a horizontes de esperanza. De esta manera no sólo conseguirá perseverar en sus búsquedas sino que incrementará la intensidad de su amor por una vida que hay que conquistar en cada momento. Página 2 Michel del Castillo Tanguy Historia de un niño de hoy ePub r1.0 Titivillus 11.02.2024 Página 3 Título original: Tanguy Michel del Castillo, 1957 Traducción: Olga Beltrán de Nanclares Retoque de cubierta: Titivillus Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Página 4 PALABRAS PARA EL REGRESO DE MICHEL DEL CASTILLO ANTONIO MUÑOZ MOLINA Conocí a Michel del Castillo en París, hace unos años, y al estrechar su mano sentí la misma emoción que cada vez que me encuentro en presencia de alguien que ha atravesado los peores infortunios de nuestro tiempo. Dar la mano es vincularse físicamente a todas las manos que ha tocado quien estrecha la nuestra, unirnos a la gran cadena de su vida. Yo tocaba la mano derecha que ha escrito algunos libros que admiro, pero también la que ha tocado manos de muertos y de vivos que se remontan a un pasado para mí imperioso, aunque imaginario, el de Madrid en los años de la guerra civil, el de la huida y el tormento de los exiliados españoles en la Francia sin entrañas de 1939, en vísperas del gran cataclismo, del gran horror en el que esa mano que yo apreté una tarde en París, en un acto literario, tocó y perdió otras manos queridas, de las que tal vez aún quedaba un rastro en ellas, si es que las manos tienen memoria, como quería Pedro Salinas. Michel del Castillo era un hombre menudo, formal, con el pelo muy negro, con gafas, con una tez y unos rasgos inconfundiblemente españoles, aunque con una sigilosa cortesía que tampoco es francesa. Mucho antes de conocerle, y de leer por vez primera Tanguy, yo había tenido noticia del libro y de su autor. Un maestro mío muy querido y un cura jesuita me habían hablado de un chico que fue alumno en los años cincuenta del mismo colegio de Úbeda en el que yo me había educado, y que acabó emigrando o exiliándose a Francia y convirtiéndose en un escritor francés. En ese colegio grande y acogedor, tan generosamente igualitario que era como una isla de hospitalidad para los hijos de los trabajadores en aquella tierra y en aquel tiempo tan clasista, yo pasé los años más felices de mi infancia escolar. Cuando leí Tanguy me conmovió descubrir que también para Michel Castillo el colegio de los jesuitas de Úbeda, las escuelas de la Sagrada Familia, habían Página 5 sido un refugio de felicidad, el primer edén que conocía alguien regresado rigurosamente del Infierno. Una novela no es un libro de memorias, de modo que no podemos decir que el chico que se llamaba Tanguy y el que se llamaba Michel fuesen la misma persona. Lo que sí sabemos es que los dos pasaron por aquel colegio de los jesuitas de Úbeda, y que en él recordaron, o más bien descubrieron, que en el ser humano existe capacidad para algo más que la destrucción, y que la misma inteligencia y energía que se dedican a hacer el daño y a esclavizar y aniquilar puede también emplearse en la tarea sagrada de la educación, en el ejercicio valeroso de una caridad evangélica que se parece mucho a la justicia. Un maestro mío, Luis Molina Jiménez, que estuvo interno en el colegio al mismo tiempo que Michel del Castillo, se acordaba bien de él: estaba delgadísimo, me dijo, y no hablaba con nadie. El padre Bermudo de la Rosa, que fue uno de sus educadores, aún conservaba cuarenta años después de haberle dado clase el orgullo de que aquel alumno tan desvalido y tan inteligente, tan perdido en el mundo, hubiera llegado a ser un gran escritor. Yo no había nacido cuando Michel del Castillo llegó a Úbeda, pero me gusta saber que mi ciudad natal alimenta aún en él tan hermosos recuerdos como en el Tanguy de su novela. Tanguy es una novela excelente, pero es algo más que literatura. Me hace pensar en lo que decía el biógrafo Palomino de los cuadros de Velázquez: que no eran pintura, sino verdad. La traducción española que ahora llega al lector conserva la desnudez poderosa y serena del original francés. La tercera persona en que está contada la historia acentúa su falta de énfasis al situar la voz narradora a una cierta distancia, que es sin duda la de quien recuerda hacia lo que ha vivido de niño, pero también la distancia que el niño mismo sentía al vivir cosas que estaban más allá de su capacidad de comprensión, al soportar sufrimientos a los que no parece posible sobrevivir, a no ser que se aprenda, como aprendió Tanguy, que de dolor, sólo de dolor, no muere nadie. Es llamativo que ese tono de voz no sea muy frecuente en la literatura de ficción, sino más bien en ciertos testimonios de experiencias límite como las que vive Tanguy. Quien inventa el horror quiere magnificarlo para lograr un efecto del que no está seguro: quien lo ha vivido intuye que basta su simple enunciación para transmitir toda su naturaleza monstruosa, y tal vez siente también el pudor de no exhibir demasiado abiertamente sus heridas, y la necesidad de contener o domar todo el espanto de la memoria en una forma objetiva, casi impasible. Pienso en ese libro sobrecogedor de Marguerite Duras, La Douleur, cuyo título ya equivale a una despojada afirmación de Página 6 principios, o en el Si esto es un hombre de Primo Levi, o en ese breve volumen de recuerdos de Paul Steinberg que acaba de traducirse en España, y que él tardó medio siglo en atreverse o en decidirse a escribir, Crónicas del mundo oscuro, el relato de su cautiverio en Auschwitz cuando apenas empezaba a salir de la adolescencia. Lo que tienen todos en común, y lo que nos atrae desde las primeras líneas de Tanguy, es una ausencia tan radical de retórica que se diría ajena a la literatura, o a lo que habitualmente se entiende como tal. Por comparación, incluso la desnudez de los mejores cuentos de Hemingway nos resulta afectada. Pero la naturalidad extrema de la escritura de Michel del Castillo logra otro efecto que es a la vez estético y testimonial, y que trasluce una parte del sentido más hondo de lo que se nos cuenta: la normalidad sin énfasis con la que se deslizan las frases equivale a la normalidad con que las cosas más atroces suceden en el mundo. Con toda normalidad, con eficacia administrativa, la policía francesa persigue a los expatriados y a los vencidos y los encierra en campos de concentración; así de normalmente, sin aspavientos, sin grandes declaraciones ni amenazas, los gendarmes y los ferroviarios franceses hacen entrega a los alemanes de sus prisioneros, y otros ferroviarios y guardias alemanes cuidan que el transporte hasta los campos de exterminio se haga con una normalidad perfecta, aunque monstruosa. Tanguy no entiendenada, con su ignorancia de niño perdido, pero tampoco rechaza nada, y aprende que en ciertas situaciones sólo se puede creer lo increíble. En una Europa a la que las fiebres patrióticas han llenado de apátridas, Tanguy es el más apátrida de todos, el más fuera de lugar: es un niño en un mundo de hombres, es casi un francés en España y un sucio español en Francia, es sucesivamente traicionado por su padre y abandonado por su madre, y sin ser judío es enviado a los campos alemanes entre los condenados judíos. Del mismo modo que sus padres no lo protegieron, tampoco el final del cautiverio en los campos le trae la libertad, y en la España franquista padece el frío, el hambre y la crueldad de un internado eclesiástico en el que algunos frailes no son menos sádicos que los kapos de Auschwitz, aunque tengan algo más limitadas las satisfacciones a sus apetencias. El sueño de Tanguy es muy simple, casi como el de cualquiera, pero su sencillez no hace que sea menos imposible: él quiere vivir en una casa de campo, con su madre, y que su padre venga a verle los fines de semana y se siente después de cenar a leer el periódico fumando un cigarrillo, y tener un perro y un amigo en la escuela. Asombra que en medio de la catástrofe de Página 7 Francia y de Europa entera en 1939 un niño haya conocido esa felicidad insuperable, pero asombra más aún que el sufrimiento no llegue nunca a privarlo de su capacidad para encontrar hermosa la vida ni le inocule el veneno del rencor. Tanguy es, en el sentido literal y hasta evangélico de la palabra, un inocente, y es su inocencia la que lo señala como víctima y también la que le da fortaleza necesaria para seguir viviendo. En la vasta trama de delirios políticos, de cobardías y deslealtades e imbecilidades políticas que dieron lugar a la carnicería de la II guerra mundial, la figura mínima del niño Tanguy tiene algo de ese Pulgarcito de los cuentos que acaba escapando a los gigantes, y que es más noble y más digno de prevalecer que los adultos que no supieron defenderlo. En el padre y en la madre de Tanguy, aparte de crear dos personajes tan verdaderos como miserables, del Castillo retrata algunos de los rasgos más sórdidos de aquel tiempo: el padre es el egoísmo ciego y despectivo del francés acomodado que no tuvo el coraje de resistir a Hitler ni la decencia de oponerse a la persecución de otros franceses que de pronto dejaron de serlo porque eran judíos; el padre es ese tipo de francés del final de los años treinta que le amargaba la vida a los fugitivos del fascismo que buscaban asilo en su país, y que después de la guerra no ha aprendido nada ni se ha arrepentido de nada, no ha perdido ni un átomo de su necio orgullo ni ha sentido el menor rastro de culpa por su cobardía criminal. La madre, que pudo haber salvado a su hijo y no lo hizo, que pudo haberlo buscado, también parece a salvo del remordimiento, aunque no del odio, ni de un fanatismo político que permanece tan incólume como la mezquindad burguesa del padre. Hay otros padres, por fortuna, otras figuras tutelares que irán salvando al niño y que alumbran su vida con la misma claridad que las páginas más alentadoras de la novela: hay una confabulación de los débiles y de los justos que impide que triunfe del todo el horror, o que al menos alivia durante unos instantes la tortura. Los españoles no parece que nos interesemos mucho por la historia europea del siglo XX, aunque aquí tuvo lugar uno de sus episodios decisivos. Tampoco hacemos mucho caso al testimonio de nuestros compatriotas que fueron arrastrados lejos del país, y que muchas veces no reciben de España ni una triste pensión, ni la gentileza de un recuerdo, de un agradecimiento. Ojalá Tanguy empiece a ocupar ahora, con un retraso tan injusto, el lugar que le corresponde en nuestra literatura, que es semejante al que debería ocupar el testimonio necesario de Michel del Castillo en nuestra historia civil ■ Página 8 PREFACIO DEL AUTOR HOY MICHEL DEL CASTILLO Tanguy, mi primera novela publicada, ¿fue también la primera que concebí como texto literario? Escribía desde la adolescencia, escribía ya en mi infancia, en el campo de concentración de Rieucros, cerca de Mende; mis historias tuvieron incluso el honor de ser expuestas en el tablón de anuncios del barracón n.° 5, el de las españolas[1], con ilustraciones a la acuarela, realizadas por una comunista alemana. A mis ocho años experimentaba con esta manifestación un orgullo cómico; sin embargo sólo menciono el hecho para dejar constancia de la permanencia en mí de aquel rumor de palabras, su acompañamiento sordo e incesante cual tantán en la noche. Soy un niño de los libros, que me han engendrado, criado, mantenido en vida. Hubo, sin embargo, un momento en el que aquel rumor, que se había convertido en mi carne y en mi sangre, brotó de mi interior, al igual que el niño, cebado de frases, acaba expulsando sus primeras palabras. Ahora bien, aquellos ensayos y aquellas tentativas, estoy seguro de que no estaban directamente en relación con lo que sería la materia de mi primera novela. Así pues ese sentimiento de urgencia que tantos lectores y críticos señalaron en el momento de su publicación, concebían el libro como una liberación, no correspondía a la realidad. Tanguy no es el fruto de la necesidad biográfica, proviene ante todo de la escritura. No es un testimonio, ni siquiera indirecto. Su modelo hay que buscarlo entre los autores que estudiaba con fervor, sobre todo en Dostoievski. El primer borrador del libro, un centenar de folios escritos en español en primera persona, fue redactado en Huesca en 1951 en una de aquellas miserables pensiones de familia en las que, por aquel entonces, intentaba sobrevivir. Me lo reexpidió en 1992, junto con otras cartas, la hermana de un Página 9 admirable cura de pueblo que piadosamente había conservado aquellas reliquias hasta su muerte. Yo había olvidado su existencia, había olvidado sobre todo que mis primeros ensayos literarios habían sido escritos en español, lengua que estaba convencido de haber detestado siempre. En cuanto al fondo, si aquellas páginas contienen el armazón básico de Tanguy —la infancia madrileña en plena guerra civil entre mi madre y mi abuela, la huida a Francia en marzo de 1939, el internamiento en el campo de Rieucros, en Lozère, en 1940, la brutal e irremediable ruptura en 1942—, cuentan también otra historia, más en relación con la que intentaría delimitar a partir de 1983, en La gloria de Dina, y que ocuparía cuatro volúmenes, hasta Calle de los Archivos, el último publicado. En aquellos balbuceos, lo que primero llama la atención es la escasa importancia concedida a la Historia. Los acontecimientos permanecen en un segundo plano como meras indicaciones cronológicas. Sin embargo, los principales decorados se encuentran en la versión definitiva de Tanguy. ¿Cómo no ver entonces una autobiografía más o menos novelada? Así es como una mayoría de lectores recibió el libro en el momento de su publicación. La comparación entre el esbozo redactado en Huesca y la versión impresa muestra, sin embargo, diferencias en ningún modo fortuitas. Mientras que mi madre ocupaba el papel central en mis primeros ensayos, la Historia será, en la novela, el motor de la acción. «Todo había comenzado con un cañonazo. Era la guerra en España». Ya desde las primeras frases, la causa estaba clara: Tanguy aparece como la inocente víctima de un conflicto que debe soportar sin comprender ni las causas nilos objetivos. Mejor aún: aquella fatalidad colectiva arrastra igualmente a la madre cuya única culpa será dejarse llevar al elegir la política en lugar de la felicidad de su hijo. Ese deslizamiento de lo subjetivo a lo objetivo no se puede explicar sino de manera literaria. Durante años, guiado por el oído, no me decidía entre el yo y la tercera persona. No era cuestión ni de verdad ni de mentira: se trataba solamente de encontrar el tono más apropiado. Los acontecimientos habían tenido lugar. No había duda de que la Historia había arrastrado en su corriente millones de vidas. Mi memoria guardaba de ello fulgores sangrientos, los nervios se me crispaban de tanto miedo, mis pesadillas repetían los alaridos. La había padecido, igual que mi madre la había padecido. Página 10 Diluyendo los destinos individuales en la desgracia colectiva, permanecía fiel a los hechos, es decir al testimonio. Pero ¿qué valen los hechos si no se presta atención a su significado que es el único que los esclarece? «Es la guerra»: el pequeño Tanguy no deja de invocar la fatalidad, excusa de todas las flaquezas. La guerra es la suspensión de toda moral. Una tregua del diablo como se habla de una tregua de Dios. Tanguy se instala desde un principio en aquellos tiempos del crimen y del perjurio en los que todo, pero especialmente lo peor, se vuelve posible. Desde su nacimiento es presa de las potencias del odio. No opone ninguna reivindicación moral a la fatalidad de la sangre. O, mejor dicho, opone una moralidad cristiana, doliente y sentimental. Apenas parece darse cuenta de que el mal existe, es decir, el goce del sufrimiento y de la humillación. Mira a las víctimas y a los verdugos con la misma dulzura resignada. No juzga, no condena: se contenta con amar y con suscitar el amor. Esa ingenuidad que evoca, para un famosísimo novelista español, la de un Dickens irónico, yo la encuentro altamente sospechosa. Para resumir, diré que Tanguy está inmerso en los mejores sentimientos, que hoy me hacen sonreír. «No es culpa suya», piensa de los peores sinvergüenzas. Hoy estaría tentado de replicarle: bueno, pero entonces, ¿de quién es la culpa? Pero ¿es justo reprender al niño que uno fue? El libro no responde a la pregunta, evita incluso hacerla. ¿Por necedad o por inexperiencia? Existe una razón más seria para este extraño silencio. La amnesia literaria de Tanguy es, en realidad, un ardid de novelista que no posee todavía los medios de su lucidez. Elude la cuestión de la responsabilidad porque tiene el oscuro presentimiento de que ese tema constituye lo que será uno de los temas esenciales de su reflexión. Se echa atrás ante el obstáculo. Se guarece, pues, tras los acontecimientos, se esconde detrás de la Historia, pero no puede impedir que la literatura hable sin saberlo él. Esa indecisión del tono es lo que más llamó la atención de François Le Grix, mi mentor literario. La novela quiere ser objetiva y no deja de bascular hacia lo subjetivo, siempre en el límite. El lector se encuentra, no en la Historia, sino en la Historia tal como el niño la percibe y la deforma. Esa ausencia-presencia del pequeño héroe constituía, para el que guió mis inicios literarios, toda una proeza, totalmente involuntaria sin embargo, pueden creerme. «… no creo que Tanguy pueda parecerle a nadie como una crónica, documental o novela cualquiera sobre los horrores del nazismo y de sus campos de concentración. Esta historia de un niño de hoy, ¿acaso no Página 11 sobrepasa en mucho ese tema? ¿No será también de mañana en este mundo horroroso que sigue construyéndose o destruyéndose, la historia de ese chavalillo que, habiendo perdido de un solo golpe su Dios, sus padres, su familia, sus amigos, su perro y su fe en un universo de belleza, de bondad, de justicia y de paz, no ceja por ello en su búsqueda de esperanza, más allá de la esperanza misma?»[2]. Así es como François Le Grix expresaba el espíritu de la novela, su tonalidad de esperanza sin esperanza. Insistía en el hecho de que el relato sobrepasaba a la Historia. Toda novela es inactual en su actualidad anecdótica. En ningún momento me planteaba entonces el criterio de la verdad. Además hubiera sido incapaz de reconocerla. Me encontraba perdido en la vida. Gozaba de una memoria casi monstruosa, que me salvaría del naufragio, y carecía, al mismo tiempo, de memoria organizada. Había entrujado cada detalle, cada luz, ordenado la mínima palabra, retenido nombres y direcciones, pero todo aquello se amontonaba en el desorden, hasta la confusión. Oía todo, no comprendía nada. Me faltaba un relato coherente para recordar mis experiencias. No hubiera podido por lo tanto, aunque hubiera tenido la intención, novelar una autobiografía de la que estaba totalmente desprovisto. Dudaba de quién era y si Yo existía verdaderamente. En cuanto al segundo término que forma la palabra autobiografía, es decir, la vida, la mía era todavía más incierta. En Madrid durante la guerra civil, después en Francia, en la Alemania en guerra, en España para terminar, había vagado, náufrago de un desastre que yo quería creer colectivo y que en efecto lo era, pero solamente en parte. Había despertado de mi estupor en Barcelona, en una institución de siniestra memoria. Bajo los golpes, en la más abyecta humillación, nací a una rebelión que la edad, lejos de aplacar, no hace sino exasperar. Fue después de mi evasión de aquel presidio y de mi estancia con los jesuitas, en un colegio de Úbeda, cuando la escritura dejó de ser un acompañamiento para convertirse en una partitura. En Huesca, donde fracasé en mi intento de atravesar la frontera, escribía con rabia, hasta el delirio, hasta la alucinación. Escribía adosado a la soledad y apremiado por la muerte. 1953: mi vida basculaba, se abría a la luz. Conseguí atravesar clandestinamente la frontera. Volvía a encontrar una familia y tenía, por fin, una identidad. Página 12 Cinco años fueron necesarios para que me recobrara y me restableciera. Empecé poniendo orden en un fárrago de conocimientos rebuscados en lecturas voraces e inconexas, en estudios caóticos. Me impuse la disciplina de un método. Con el orgullo de los pobres amontonaba diplomas. Me entraban ganas de darme tortas; tenía audacias de tímido. Me sería fácil ridiculizar al joven burgués que me esforzaba en parecer. Resisto a la tentación de la burla porque aquel joven fatuo no era lo que quería representar. Él estaba orgulloso de poseer aquella maravilla técnica, un tocadiscos. Cada vez que quería poner un disco en el plato giratorio, se veía impedido por un temblor incoercible de las manos. Su tía debía hacerlo en su lugar. En la mesa familiar, cuando él vigilaba sus modales, la mirada se le escapaba y seguía los platos con una expresión de eterno hambriento. Por la noche dejaba una luz encendida y empujaba un sillón contra la puerta de su habitación, precauciones éstas que no impedían que las pesadillas se deslizaran hasta su cama. Para despertarlo había que tomar todo tipo de precauciones, pues una palabra demasiado fuerte, un gesto demasiado brusco le hacían ponerse de pie en la cama con los brazos en alto por encima de la cabeza. No cito estos detalles sino para sugerir el clima en el que este libro se halla inmerso y el estado en el que lo escribí. Han pasado cuarenta años, la espesura de toda una vida… Había cambiado de idioma o, más bien, reanudado con el único que desde siempre consideré mío. Tuve que volver a aprenderlo todo, empezando por los gestos más elementales. Conservaba, sin embargo, esa rabia de escribir que me mantenía hastael amanecer inclinado sobre el escritorio. Los litros de café me ayudaban a luchar contra el sueño y el Corydrane, que por aquel entonces se compraba sin receta en las farmacias, me curaba el hígado, es decir, la angustia. Empollaba durante seis horas al día, las seis restantes emborronaba folios: si descuento las que dedicaba al amor, todo aquello dejaba poco tiempo al descanso. Mis noches siempre habían sido cortas: el redoble de los cañones no favorece el sueño. Puse el punto final a mi primera novela que aparecería dos años más tarde. Iba a cumplir veinticuatro años. El joven de veinte años que, primero en la calle Piccini y más tarde en la calle Longchamp, amontonaba diplomas y emborronaba folios no intentaba sin embargo aprehender su verdad. Sólo intentaba componer, con fragmentos de una biografía caótica y fragmentada, un relato tolerable. Por no haber Página 13 tenido una vida, se creaba una. Sin duda, sus experiencias y recuerdos se deslizaban en el relato. Pero hay que ponerse de acuerdo sobre los términos empleados. La novela precedía a la vida, la ordenaba proporcionándole un marco, constituía un modelo en el que podía deslizar, no una biografía, sino experiencias y recuerdos. Yo no novelaba mi vida, sino que biografiaba la novela. Mi interpretación era sin embargo de una sinceridad tan flagrante, tan ingenua, que ese tono iba a contaminar el fondo creando una confusión que me ha de perseguir aún durante mucho tiempo. Para todos, yo era, no podía ser sino Tanguy. Ese temblor de la voz no provenía sin embargo de la realidad de los hechos: expresaba la verdad del sentimiento. «Precisamente ahí es donde reside ese clima de patético verdadero, y el escritor más que añadir, lo que hace es suprimirlo para hacerlo más tolerable para el lector; tal clima es el que menos palabras necesita porque resulta de la percepción inmediata de la trágica angustia del hombre o del niño a partir del momento en el que se da cuenta de su soledad…»[3]. Tal como señala François Le Grix, es precisamente la parte muda, las partes amputadas, las que, en la novela, agitan la frase. Esos miembros fantasmas provocan ese dolor sordo y alucinado. Verdad sea dicha, mi destino personal sobrepasaba al de las víctimas puras: yo pertenecía a la especie de las víctimas impuras. Sentía en mí esa indignidad y me daba vergüenza y hasta asco: ignoraba sin embargo la naturaleza exacta del mal que padecía. Desconocida por la medicina, mi enfermedad no tenía nombre. Una vez más, el instinto de mi mentor literario la orientaba hacia la fuente de ese sufrimiento vergonzoso y que yo todavía no conocía: «En ese momento interviene el acontecimiento capital de esa vida, escribe, evocando el verano de 1942». «La despreocupación de esa madre juzgó oportuno organizar no su marcha juntos sino su cita». Y añade por fin, con una chispa de lucidez y estupor: «… ¿no podría decirse que quiso quitárselo de encima?»[4]. La pregunta resume y anuncia cuarenta años de búsqueda furiosa que acabará en el apartamento de la calle de los Archivos, la bien nombrada. Mi primer libro estaba, a mi parecer, tan alejado de la autobiografía, que se componía, de hecho, de dos relatos agrupados bajo un mismo título, Página 14 Queríamos a pesar de todo vivir, que para mí formaban uno sólo. Terminaron desdoblándose. El uno fue Tanguy, el otro Gerardo Lain, publicado diez años más tarde. Para que resultara equilibrado, escribí un tercero, La Guitarra. Aquellas historias yo las sentía misteriosamente unidas entre ellas cual variaciones alrededor de un mismo tema. Ninguna de ellas me parecía más autobiográfica que las otras, todas contenían mis verdades inciertas, así como todas proferían el mismo grito de rebelión y de furor. Los acontecimientos que acompasaron mi infancia y mi adolescencia constituyen, a buen seguro, hitos colectivos. No será, por lo tanto, extraño encontrarlos en los diferentes borradores de mi primer libro, de la misma manera que se encuentran en los que siguieron, hasta el último. No son, sin embargo, la substancia; no constituyen en absoluto el texto; no son, como mucho, más que el pre-texto. Pues esos acontecimientos, no los viví, simplemente tuve que sobrellevarlos. No soy un testigo: atravesé la guerra a ciegas, ausente de mí mismo, llevado por la corriente. Tanguy generaliza la incomprensión. A lo largo del libro, las palabras «estupor», «estupefacción» se repiten como un leitmotiv. Describen la época, su estado de ánimo fatalista y devoto. «En una guerra no hay ni vencedores ni vencidos, sólo hay víctimas». De generosa y noble inspiración, la fórmula ha emocionado a todos los lectores del libro, debió emocionar incluso al joven autor. Ahora bien, su pacifismo humanitario oculta un sofisma. Suponiendo que las guerras no tengan vencedores, lo que es falso, no hay que olvidar que las víctimas, por descontado la categoría más numerosa, no acaban en absoluto con el salvajismo. No hay víctimas sin verdugos. Ahora bien, es precisamente el verdugo el que, de manera altamente sospechosa, es evacuado del libro. Los que surgen a la vuelta de una página se ven inmediatamente absueltos de la manera más evangélica: no saben lo que hacen. A menos que sus crímenes no sean errores. Incluso en un autor inexperimentado ese rechazo de afrontar la realidad no deja de intrigar. ¿Qué disimula esa necesidad de absolver a todo el mundo? Para ello hay que volver a la literatura y sobre todo al Dostoievski del primer periodo, el de Pobres gentes. Su influencia lacrimosa y patética es la que se encuentra en Tanguy. El relato le debe igualmente esa frescura que compensa en parte su debilidad ideológica. Tanto más cuanto que a pesar de que el niño se equivoca, actúa según lo que le dicta su conciencia, mostrándose así íntegro, sin doblez. Lo que no se le perdonaría a un adulto, ¿cómo reprochárselo a un chaval de ocho o nueve años que no sabe lo que le Página 15 ocurre? Tanto más cuanto que Tanguy cambia y se transforma a medida que va creciendo; la rebelión de la que era incapaz en la infancia estalla en la adolescencia. Los verdugos son, por fin, nombrados, denunciados. Más allá de las influencias literarias de las que me costaba deshacerme, existía una razón más profunda que me hacía dejar a un lado la figura del verdugo: no me sentía capaz de designarlo. Los acontecimientos, en sí, no significan nada. Para convertirse en memoria deben primero llenarse de sentido. Ahora bien, como ya lo he repetido a menudo, mi vida hasta los cuarenta años estuvo totalmente desprovista de sentido. No se trata del sentimiento vago y romántico del absurdo de toda vida. No, la verdad es que era incapaz de leer mi vida. Incapaz igualmente de decirla. Inmersos en acontecimientos que los desbordan, los niños reaccionan con la estupefacción. Se abstraen de la vida. Se exilian incluso del lenguaje. Arrojado al horror desde mi nacimiento, me exilié también de la existencia. Si no renuncié al lenguaje fue porque mi madre, cuyo solo amor me mantenía en la superficie, me hablaba sin cesar. Sus palabras amansaban el horror. Gracias a ella tenía la ilusión de dominar la locura del mundo. Un día de 1942 esa muralla de frases se vino abajo brutalmente. Entre la demencia y yo se abrió un vértigo de terror. He utilizado el término «abandono», más fácilmente comprensible, más soportable sobre todo. «Crimen» expresaría sin embargo mejor la trivialidad de la traición. En esa desbandada de palabras estuve a puntode volverme tonto. Me aferré a otra lengua, la de la literatura que me guió hacia su justicia austera, la de la tragedia en la que todas las partes desvarían con razón. Descubrí la doble impostura de mi infancia destrozada por la guerra y además traicionada por la lengua materna. La voz de mi madre le daba un sentido al desorden y al caos de mi infancia. Me forjaba, así, una memoria garante de mi identidad. Ahora bien, descubrí que aquel sentido era, no sólo falaz, sino también perverso e incluso criminal. Lo que yo vivía no podía comprenderlo, y lo que ella me contaba que vivíamos se reveló como una sucesión de negaciones y de traiciones. He vivido con una memoria envenenada. Soy consciente de intentar explicar con palabras simples cosas difíciles. Escribo con jirones de frases arrancados de la piel de mi infancia. Hace mucho tiempo que estoy muerto. Sólo sobrevivo en mis libros. El fantasma de aquel niño asesinado atormenta a Tanguy, le confiere esa sonrisa tímida y esa mirada húmeda. Página 16 Ni tema estable ni vida decible: ¿qué quedaba entonces de una posible autobiografía, sino su último término, la grafía? Simplemente para existir, estaba condenado a escribir, e incluso a volver a escribirlo todo sin fin. No por ello evitaba el asedio de la locura. Esas sombras explican la simplicidad de Tanguy, en absoluto espontánea, sino al contrario, alcanzada con dificultad. En 1955 volví a ver a mi madre, que vivía en París, cuando yo ya estaba persuadido de que estaba muerta, tragada por la tempestad. Descubrí a una mujer que se las ingeniaba con cada palabra y cada gesto para destruir el sueño que, con devoción, yo había cultivado para escapar a la locura. Ante tal espectro rencoroso y vengativo, perentorio y de un soberbio cinismo, mi infancia renunciaba hasta a la ilusión de haber conocido por lo menos el amor. El joven escritor se veía confrontado a una situación inaudita: el rostro y las palabras de la madre real hacían aleatoria y ridícula la idealización durante tantos años buscada, también dejaban barruntar una felonía impensable, inimaginable. La Historia, cual manto de Noé, vino a cubrir esa desnudez monstruosa. Si Tanguy no encuentra un responsable es porque no puede mirarlo. «Nadie puede odiar a su madre sin odiarse a sí mismo». La elección, como escritor, del apellido de mi madre, la amnesia impregnada de sentimentalismo que, en la novela, hace de la guerra un cataclismo natural en el que la responsabilidad de los hombres se desvanece: en ambos casos se trataba únicamente de escapar a una verdad insoportable. Para todo joven escritor la publicación de su primer libro constituye un acontecimiento memorable. En mi caso era casi un milagro. Lo más increíble para mí no era que mi sueño se hubiera convertido en realidad: lo más asombroso era constatar que estaba de verdad vivo. Ese joven autor obstinado en amoldarse, atravesaba la nube de la celebridad sin distinguir nada más que sombras. Estupefacto, trastornado, arrojado a una región extraña de la que no conocía ni lengua ni costumbres, sólo me interesaba disfrutar de cada instante. Al salir de la tumba, Lázaro debía olfatear con la misma avidez furiosa, indiferente a todo lo que no reflejara el color de aquel instante, el perfume de la hierba mojada, la caricia del aire sobre sus mejillas. ¿Cómo explicaría yo la felicidad que sentí entonces? Los periodistas entrevistaban a un estudiante formal, los fotógrafos fijaban el rostro de un amable joven burgués. Sólo la mirada y la sonrisa Página 17 sugerían, tras la apariencia, un niño de la sombra y de la noche, huérfano de su doble. Tras nuestro reencuentro mi madre me pidió que realizara ciertas modificaciones en la narración, sobre todo en lo tocante a las circunstancias de mi marcha hacia Alemania en 1942. Consentí en encubrirla, hasta su muerte no dejé de defenderla contra ella misma. ¿Qué más me daba una tristeza más? Llevé aquel luto con fastidio. Acepté pasar por el impostor de sus crímenes. La traición materna habría enturbiado la pureza del dibujo de haberla captado plenamente. Me ocupé de lo más urgente: salvar mi cabeza. El dibujo lineal de Tanguy oculta las complejidades de una situación personal que el joven escritor sólo intuía. Por falta de experiencia reducía la acción únicamente a los seísmos de la Historia. Así pues, simplificaba hasta la caricatura. Aquel dibujo se acercaba sin embargo a una verdad más amplia, esencialmente literaria. Precisamente en ese punto insistía François Le Grix, la ejemplaridad de una infancia de guerra, de todas las guerras. ¿Se han fijado que el libro tiene como subtítulo Historia de un niño de hoy, que es igualmente el título de las versiones inglesa, americana, Child of our time? Así es como los jóvenes leen este libro desde hace cuarenta años, teniendo presentes las imágenes que la televisión les envía de Camboya a Ruanda, de Bosnia a Etiopía. En todos los lugares reconocen siempre al mismo niño torturado, tan desvalido y tan fuerte. Los jóvenes lectores de Tanguy comentan el enigma de esas miradas atónitas de dolor. Ninguno me pregunta si la historia es verdadera, puesto que se repite bajo sus propios ojos. Me preguntan, más bien, si Gunther, Fermín, Sebastiana, el Padre Pardo han existido. Les han gustado los personajes a los que Tanguy quería y no se dan cuenta de que la verdad de ese amor constituye la verdad de la literatura. Gracias sobre todo a los profesores, Tanguy no ha dejado de conmover desde su publicación a nuevas generaciones de lectores. Constato, con emoción, que sigue estando presente igualmente en la memoria de los que lo leyeron en la época de su primera publicación, con una intensidad y un fervor que a ellos mismos les sorprende. Esa fidelidad que reconforta al escritor suscita igualmente su perplejidad. Pues soy perfectamente consciente de las debilidades de este libro. Sin embargo, si renuncio a remodelarlo, es porque temo que, al querer atenuar sus imperfecciones, se vea alterada su principal y, quizás, única virtud, hablo de su frescura. Me contento, pues, con Página 18 correcciones mínimas, supresiones evidentes y algunos cortes. Resisto a la tentación de volver a escribirlo todo. En uno de nuestros buenos autores di con esa perla que el escritor nunca vuelve a encontrar: el son cristalino de su primer libro. La fórmula parece bastante aventurada teniendo en cuenta que Cervantes escribió Don Quijote cuando contaba cerca de sesenta años y Dostoievski publicó Los hermanos Karamazov al final de su vida. Soy consciente sin embargo de que, por una extraña paradoja, mi inexperiencia me fue muy útil. Mis recursos eran tan escasos que me condenaron a la más estricta economía. Esa avaricia condensó las pocas palabras de las que disponía, las calentó al rojo vivo. De ahí viene la fuerza del libro. No me gustaría caer en una severidad injusta: si esta primera novela ha suscitado tanto fervor en el mundo entero, a pesar de sus defectos evidentes, si no ha dejado de vivir y de atraer a un nuevo público, es porque posee, y eso está claro, cualidades que yo no sabría juzgar con imparcialidad pero que se basan, y de eso estoy seguro, en ese tono de inocencia, en ese deseo de amor insatisfecho que constituye, quizás, la verdadera tragedia del pequeño Tanguy. François Mauriac ya había señalado desde el primer momento esa fuerza que escapa a la literatura, resumiendo su idea con una impertinencia: decía que le había turbado la lectura de Tanguy, pero que sólo la de LaGuitarra le había convencido de la existencia de un escritor. Como ambos textos son contemporáneos, esta opinión me deja también perplejo. Esta reedición[5] aparece poco después de la publicación de Calle de los Archivos, que esclarece los aspectos ocultos, algo que numerosos lectores no han pasado por alto. Ambos libros se responden, en efecto, mutuamente. De ahí la idea de hacer coincidir la reimpresión de Tanguy con la publicación del último. Sólo las complicaciones editoriales han impedido esta simultaneidad. De Tanguy a Xavier hay más que la espesura de una vida, hay toda la amargura de un desengaño debido más que a la edad, al progresivo descubrimiento del horror. Si con veinte años guardaba alguna ilusión, el sexagenario que ha escrito Calle de los Archivos ya no conserva ninguna. En ese sentido, es como volver a encontrarse en el punto de partida. La confesión reprimida de Tanguy genera la música desengañada de Calle de los Archivos. ¿No preveía ya François Le Grix que todos mis futuros libros saldrían de lo que él llamaba ese agujero negro, el instante en el que un niño de nueve años comprendió que, en lo sucesivo, estaría completamente solo, Página 19 abandonado al horror por la mujer que él quería por encima de todo? Le rindo homenaje por su lucidez. Los que conservan todavía el gusto por la cosa literaria podrán entretenerse comparando mi primer libro con el último. Quiero pensar que existe entre ambos un conocimiento más profundo de la profesión y, sobre todo, de la visión. Del uno al otro, un solo vínculo, la literatura, que constituye, como ya habrán comprendido, mi única biografía y mi única verdad ■ Página 20 I UNA INFANCIA DE HOY «La verdad, la áspera verdad…». (Danton, STENDHAL). Página 21 I Todo había comenzado con un cañonazo. Era la guerra en España. Pero Tanguy no guardaba de aquellos años sino algunos recuerdos confusos. Recordaba haber visto largas colas inmóviles ante las tiendas, casas descarnadas y ennegrecidas por el humo, cadáveres en las calles, milicianas con el fusil al hombro que detenían a los transeúntes para pedirles la documentación; se acordaba de haber tenido que acostarse sin haber comido nada, de haber sido despertado por el triste ulular de las sirenas, de haber llorado de miedo al oír a los «milicianos» golpear a la puerta de madrugada… Por la noche, escuchaba a su madre que hablaba por la radio. Ella decía que «la felicidad que priva al prójimo de su propia felicidad es una felicidad injusta», y él la creía, pues ella no mentía nunca. A menudo lloraba escuchándola. No entendía lo que decía, pero sabía que ella tenía razón porque era su madre. Iba también frecuentemente al Retiro con su niñera. Debía pararse en las calles y levantar el puño al paso de los entierros. En el Retiro había un enorme cañón al que llamaban el «abuelo». Al principio, los republicanos no sabían utilizarlo y los obuses caían sobre sus propias tropas. Hubo que esperar la llegada de los técnicos rusos para conocer su manejo. Los madrileños iban a verlo de cerca. Todo el mundo quería al «abuelo»: protegía la ciudad contra los cañones fascistas. Casi gritaban de alegría cuando por la noche oían su voz estruendosa que respondía a los ladridos de los otros. Tanguy quería a su madre más todavía de lo que los otros muchachos de su edad querían a la suya. No conocía a su padre y tenía la vaga impresión de que su madre estaba muy sola. Por eso trataba de «ser un hombre» para protegerla. Los comunistas la detuvieron un día y él fue a verla a la prisión. Era un antiguo convento cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes; unas milicianas montaban guardia delante de cada puerta. De pronto vio a su madre detrás de las rejas con otras mujeres. No quería llorar para no aumentar su pena. Pero la oyó explicarle a su nurse cómo cada noche se llevaban a grupos de prisioneras para dar el paseo. No comprendía muy bien el sentido de esta palabra. Pero como lo había oído tantas veces, comprendió que su Página 22 madre corría un grave peligro y prorrumpió en sollozos; una miliciana le abrió entonces la puerta para que pudiera abrazarla. Tanguy se echó en sus brazos. También ella lloraba. Se agarró a su cuello aferrándose a él, ya no quería soltarlo. La miliciana le había cogido de las piernas y tiraba de ellas con todas sus fuerzas. Pero él no se soltaba. Por último lograron separarlos. Volvió a su casa con el alma partida. En el bolsillo llevaba dos muñequitas de lana hechas por su madre… Aquella escena Tanguy no la olvidaría jamás. Sin embargo, a su madre la dejaron en libertad. Regresó. Pero desde su retorno, dos «señores» dormían en la antesala del apartamento. Estaban armados. A Tanguy le habían dicho que estaban allí para proteger a su madre y él los quería mucho por eso. Todos aquellos recuerdos se habían ido borrando poco a poco. No conservaba de aquellos primeros años sino una extraña sensación de angustia, que con el tiempo habría de aumentar. Sus «verdaderos recuerdos» comenzaban en una fría noche de marzo de 1939. Tanguy tenía entonces cinco años. Su madre lo despertó en medio de la noche. Lo besó, lo acarició diciéndole «que habían perdido la guerra y que era preciso partir». Tenía los ojos llenos de lágrimas. Tanguy estaba triste. No entendía cómo su madre, que era buena y que había defendido a los pobres, había podido «perder la guerra». No obstante guardó silencio y se dejó vestir por su vieja nurse que también lloraba. Afuera, el «abuelo» seguía respondiendo a los cañones fascistas. Se marcharon en coche rumbo a Valencia. Tanguy había apoyado la cabeza en el pecho de su madre. Así se sentía bien. Pero a su alrededor se cernía un extraño silencio. Los mayores hablaban poco y en voz baja. Su madre seguía llorando. Le preguntó a un amigo que los acompañaba si los fascistas no les cortarían el paso y los detendrían. Su temor fue vano: llegaron sanos y salvos a Valencia. Allí, Tanguy debía embarcarse con su madre rumbo a Francia. Igual que en Madrid, el cañón tronaba en la ciudad y en sus aledaños. En el puerto, millares de personas se hacinaban en los muelles. Había navíos que arbolaban banderas de todos los países. Sentada sobre sus maletas o sobre sus bultos, la gente aguardaba pacientemente. Había numerosos niños, mujeres, ancianos y también algunos heridos tendidos en camillas. Página 23 La espera fue larga. Durante todo un día, Tanguy permaneció de pie junto a su madre. Tenía hambre y estaba cansado. Pero no lloraba, pues se consideraba un hombre, y los hombres no lloran. Miraba con tristeza a aquella gente que lloraba y que parecía extenuada y hambrienta como él. A la noche pudieron, por fin, embarcarse. La madre de Tanguy se despidió del amigo que los había acompañado. Le suplicó que subiera a bordo con ellos. Pero el hombre no se dejó convencer. Cuando el barco levó anclas, alzó el puño cerrado y gritó: «¡Buena suerte, camaradas! ¡Adiós!». Los «exiliados» respondieron. Alzaron los puños y entonaron un himno: Negras Tormentas. Tanguy escondió el rostro en la falda de su madre. Estaba acongojado. Oía sollozos a su alrededor y no acababa de comprender lo que le pasaba, ni por qué habían perdido la guerra, ni cómo la habían perdido. II El viaje fue largo. El cocinero de a bordo dio de comer a los españoles. Era un barco inglés y el cocinero era negro. Tanguy se hizo amigo suyo y aprendió algunas palabras en inglés. Se sentía orgulloso al preguntarle al capitán: How do you do? El capitán le estrechaba la mano y respondía:All right, boy. How are you? Sin embargo, aquí terminaba la conversación, pues era lo único que Tanguy sabía. Los viajeros estaban contentos. Hablaban de Francia. Decían que era el país de la libertad. Tanguy estaba encantado. No sabía lo que era la libertad. Pero su madre le había asegurado que en Francia no había guerra y que se comía muy bien. Hicieron escala en Orán y allí abandonaron el barco británico. Con su madre, Tanguy recorrió las calles estrechas, llenas de comerciantes mal educados que parloteaban todos al mismo tiempo. Le compró una caja de soldados de plomo. Eran gallardos jinetes que llevaban capas de vivos colores y la cabeza cubierta con un turbante. Pasaron la noche, en una acogedora habitación con cuarto de baño. Tanguy se sentía feliz y pensaba que Francia debía ser un hermoso país. Fue aquella noche cuando su madre le reveló que él era francés, como su padre, quien los había abandonado poco antes de que en España estallara la guerra. En efecto, su padre y ella habían tenido algunas «desavenencias»; ella había renegado de su posición social y del pasado de su familia, para defender los Página 24 intereses de los pobres. Esto no había podido comprenderlo el padre de Tanguy. Pero su madre le hizo comprender que fuera amable con su padre. —Es tu padre. Además, puede ayudarnos. Allí no tendremos a nadie más que a él… —Luego, cambiando de tono, añadió: —Estoy segura de que se sentirá orgulloso de ti. Ambos os parecéis como dos gotas de agua. Tanguy no respondió. No tenía el menor deseo de ser amable con su padre. Pensaba que éste había abandonado a su madre en España en plena guerra y no había querido saber nada de ella. Consideraba que era una actitud cobarde. La segunda parte del viaje la hicieron a bordo de un paquebote francés. Era un barco enorme. Las cabinas confortables, el servicio muy atento y solícito. Todo el mundo decía merci y s’il vous plait. Tanguy pensaba que los franceses eran gente muy educada. Le halagaba la idea de que era francés como su padre y se preguntaba a qué se parecería Francia. Sin embargo, su primera impresión no fue muy buena. Marsella apareció bajo la lluvia. Era una ciudad fea, gris, sucia. Los gendarmes que subieron a bordo no eran educados. A los españoles los trataban con brusquedad y les quitaban el dinero y las joyas. Los españoles no se quejaban. Lo entregaban todo en silencio. Los «turistas» abandonaron el paquebote. Iban bien vestidos y los maleteros se precipitaron sobre sus equipajes cubiertos de etiquetas. Los españoles, por el contrario, tuvieron que esperar a bordo. Enseguida los muelles se llenaron de soldados negros y armados. Tanguy le preguntó a su madre quién era aquella gente. Ésta le contestó que eran senegaleses, pero que tampoco ella sabía lo que sucedía. De repente su madre exclamó: —¡Allí está tu padre, Tanguy! ¡Allí está! Era un hombre muy joven y muy alto. Tenía el pelo rizado y grandes ojos negros, iba muy elegante. Estrechó la mano de su madre, sin que pareciera percatarse de la presencia de Tanguy. El muchacho se entristeció. Comprendió que aquel recibimiento era deliberadamente frío y que no eran bienvenidos. Sintió pena por su madre. —Y naturalmente supongo que vuestro dinero no vale nada —decía su padre. —Es probable, en efecto. —¡Es lo natural! ¡Así que ahora eres comunista! —insistió su padre. Página 25 —Ya te he dicho que no soy comunista… La voz de su madre tenía un extraño acento de hastío que conmovió a Tanguy. —Sin embargo, te has mezclado con esa gentuza… A Tanguy le entraron ganas de llorar. Se había dado cuenta de que su padre hablaba de los refugiados españoles. Empezó a enrojecer y observó a aquellas mujeres y a aquellos hombres enflaquecidos, demacrados, que esperaban sin quejarse. —Voy a tratar de sacarte de aquí. Pero te prevengo que no cuento con mucho dinero. Tanguy ni siquiera oyó la respuesta de su madre. Se sentía cada vez más solo, cada vez más triste. Se asió fuertemente a su madre y descendió con ella la pasarela del barco. Con ella subió al coche de su padre. Pero antes de abandonar el puerto vio que los españoles estaban divididos en dos grupos: las mujeres a un lado, los hombres al otro. Escoltados por los senegaleses, los dos grupos fueron sacados del puerto. —¿Adónde los llevan? —preguntó su madre. —A un campo —respondió su padre. Tanguy se sentía incómodo. No comprendía del todo lo que decían sus padres. Pero por el tono de su madre sospechó que aquel «campo» implicaba la desgracia para los refugiados. Se le oprimió el corazón. Sin embargo, transcurridos unos instantes, una extraña sensación de bienestar invadió su alma. Se estaba bien dentro del coche. A Tanguy le agradaba aquel olor a gasolina y a cuero, y más aún, el del perfume de su madre. Estaba contento sentado entre sus padres. Ambos parecían haber olvidado sus querellas. Hablaban de París, de antiguos amigos. Tanguy pensaba que se había convertido en un niño como los demás, con un padre y una madre. Se sentía orgulloso de sus padres, pues eran los dos guapos e inteligentes. Se alojaron en un hotel. Tanguy se durmió mientras sus padres, sentados junto a él, discutían en voz baja. Se despertó a media noche y se sintió feliz porque sus padres seguían allí. Fumaban y charlaban y parecía que ya no reñían. Y al día siguiente por la mañana, seguían estando allí. Su madre le dijo que iban a ir a una pequeña ciudad encantadora situada en el centro de Francia, que iban a tener una casa y que serían dichosos. Su padre vendría todas las semanas a verlos. Tanguy no cabía en sí de gozo ante la idea de tener padres y una casa. Le preguntó a su madre si podría ir a la escuela, y ella le prometió que sí. Página 26 Todas las casas de la aldea se parecían entre sí, pero la de ellos quedaba un tanto en las afueras. El terreno de las inmediaciones era verde y boscoso. Por la noche, su madre y él se paseaban cogidos del brazo. Tanguy era feliz: tenía una casa, había paz, iba a la escuela, tenía un amigo y un perro. El perro se llamaba Tom. Tanguy lo había encontrado abandonado en el camino. Era un perro desconfiado y malo con los niños, porque éstos lo habían maltratado. En efecto, unos granujas le habían atado a la cola una lata de conservas llena de pólvora. El pobre perro había resultado herido. Desde entonces enseñaba los dientes a los niños. Tanguy se había propuesto hacerse su amigo. Todos los días le ofrecía un terrón de azúcar. Al principio, el perro no lo quería. Había que dejárselo en el suelo y alejarse. Entonces el animal se acercaba, se apoderaba del azúcar y huía al punto a roerlo en una esquina. Pero poco a poco Tom fue confiando en Tanguy. Pronto llegó hasta dejarse acariciar por el niño. Y una noche lo siguió. Tanguy le hizo entrar en su casa, le suplicó a su madre que le permitiera guardarlo y ésta accedió. Entonces el niño bañó a su perro, le compró un bonito collar y le dio de comer. Todos los días, Tom iba a esperar a Tanguy a la salida de la escuela. Al principio, sus compañeros se burlaban del perro porque estaba esquelético y cojeaba; pero pronto se convirtió en un perro como los otros, porque había hallado un hogar y podía saciar su hambre. Tom era fiel a Tanguy. Saltaba de alegría cuando su amo regresaba. Tanguy se había hecho también un amigo. Era un muchacho pelirrojo, de ojos minúsculos y algo bizcos. Lo apodaban «el avisador de incendios». Tanguy nunca utilizó ese mote. Le llamaba por su verdadero nombre, Robert, y sin duda fue por eso por lo que se hicieron amigos. Tanguy sacaba buenas notas. Prometía ser un alumno brillante, pues aprendía con facilidad. A Robert, por el contrario, le costaba seguir la clase.Era un muchacho trabajador, pero tardo de entendimiento. Tanguy le ayudaba a entender los deberes. Robert iba a menudo a merendar a casa de Tanguy. Entonces éste se sentía feliz, porque Robert le decía que su madre era muy guapa y su padre muy majo. El padre de Tanguy venía a pasar con ellos los fines de semana. Llegaba en coche. Inmediatamente, los tres partían para dar un paseo por las inmediaciones. Iban a contemplar el río, a recorrer el bosque. Tanguy cogía setas. Le encantaba observar a sus padres, que se paseaban cogidos del brazo tras él. Corría con Tom y le lanzaba piedras que el perro le volvía a traer lleno de orgullo. Tanguy comenzaba a amar Francia, porque en ella era dichoso. Página 27 Había olvidado los cañonazos, las colas interminables a la puerta de las panaderías y el melancólico ulular de las sirenas en plena noche. Sin embargo, no todo iba bien. Sus padres reñían con frecuencia. Tanguy era despertado a veces por el tono de sus voces. Ni él ni ella gritaban, pero se decían cosas horribles. A Tanguy se le oprimía el corazón. Un día la discusión fue más violenta que de costumbre. Su madre decía: —No necesito tu ayuda para educar a mi hijo. Me las arreglaré muy bien sola. Iré a trabajar a Clermont. —Te prohíbo que vayas a Clermont —replicó su padre. —¿Y con qué derecho, si tienes la bondad de explicarte? —Con el derecho que me asiste… No me apetece que toda la ciudad sepa que tengo un hijo. Deberías comprender que quiera rehacer mi vida y que tenga ambiciones… —¡Yo también las tengo! Quiero ganar mi vida y la de mi hijo. Trabajaré. Nadie podrá impedirme ir a donde me plazca. —Te advierto que empezamos a estar hartos de toda esa chusma social- comunista que nos llega de España. Uno de estos días terminaréis todos en la cárcel… —¿Es una amenaza? —Un consejo, más bien. Lárgate a América, a donde se te antoje; ¡pero que nunca más vuelva a oír hablar de ti ni de tu hijo! —Me iré cuando me dé la gana y a donde me dé la gana. ¡Vergüenza deberías tener!… Pero, indudablemente, tú no sabes lo que es la vergüenza. Tanguy escuchaba esta disputa. Tenía ganas de llorar. Quería más a su madre que a su padre, porque era un niño y había vivido siempre con ella. Pero aquella discordia le entristecía. Hubiera deseado poder vivir con los dos y les reprochaba que siempre estuvieran riñendo. Estaban destruyendo su felicidad. Había comenzado la primavera. El cercano bosque estaba más hermoso que nunca. Al amanecer, se marcharon de la ciudad. Tanguy sintió que algo se rompía en él. Había ayudado a su madre a preparar las maletas y a instalarlas en el coche que habría de conducirlos a Clermont-Ferrand. Robert había venido a decirle adiós. Tanguy le estrechó la mano, luego subió al coche y se sentó junto a su madre. El vehículo emprendió la marcha. Volvió la cabeza y divisó la casita oculta entre las lilas del jardín. Después, la casita desapareció. Tom corría detrás del coche, con la lengua fuera. Tanguy lo Página 28 miraba. Poco a poco, el coche se distanció del animal. Pero Tom no cejaba. Seguía galopando por el centro de la carretera. Tanguy no dijo nada. De pronto estalló en sollozos. Como Marsella, Clermont-Ferrand era una ciudad sucia. Había muchas fábricas. Tanguy y su madre se alojaron en un hotelucho de mal aspecto. Allí esperaba, en un cuarto estrecho, durante largas horas, que su madre regresara. Ella buscaba trabajo. No era fácil conseguirlo. Los extranjeros debían poseer un permiso para trabajar. Ahora bien, sin empleo no había permiso para trabajar, y sin permiso para trabajar no había empleo. A Tanguy este dilema le parecía insoluble. Ni siquiera se atrevía a preguntarle a su madre sobre el resultado de sus gestiones, tanto era el cansancio que podía leerse en su mirada. Trataba de distraerla hablándole de otras cosas. Nunca se quejaba de hambre, aunque las comidas calientes se hubieran convertido para él en algo de otro mundo. Su madre lo alimentaba con sandwiches y fruta. De vez en cuando le traía una botella de agua «Perrier», cosa que le colmaba de alegría, pues a él le gustaba «el agua que pica». Sin embargo, cada día echaba más de menos la casita de los alrededores de Vichy, donde había conocido la felicidad: un perro, un amigo, la escuela, y cada fin de semana su padre, que le llevaba a pasear por el bosque. Se preguntaba cuándo tendría de nuevo una casa, un perro y un amigo. Ya no odiaba a su padre, y en el fondo le entristecía no poder verlo. Vagamente se daba cuenta de que su madre intentaba influir en él para que compartiera con ella lo que denominaba su «santo odio». Pero Tanguy no tenía vocación para odiar. Echaba de menos aquellos sábados por la noche en los que su padre se sentaba en su sillón para leer el periódico. El humo de sus cigarrillos, el ruido que su madre hacía en la cocina: Tanguy no podía olvidar aquellos raros instantes de paz en lo que él solía estar tranquilamente sentado, leyendo los cuentos de Andersen. Ahora, en Clermont-Ferrand los días le parecían largos y grises. No encendía la luz porque el propietario del hotel pretendía que gastaban demasiado. Permanecía a obscuras, mirando a la muchedumbre que iba y venía por las calles. Una noche vio unos boy scouts que iban cantando. Su madre lo encontró bañado en lágrimas. Como ella le preguntara por qué lloraba, le respondió que le hubiera gustado ser boy scout e ir al bosque. —¡Pobrecillo! ¡Estás muy flaco y eres muy frágil para eso! Serías capaz de atrapar una pulmonía. Esas cosas no se han hecho para ti. Página 29 Tal respuesta no hizo más que aumentar la sorda angustia que le minaba. Pues si sufría, era justamente por no ser como los otros muchachos, porque no tenía como ellos un hogar con un padre y una madre que se llevaran bien, o que al menos lo fingieran. Pero estos pensamientos no los compartía con nadie. Su madre encontró al fin un empleo de taquimecanógrafa en una gran fábrica. Entonces empezó a comer mejor y el dueño del hotel dejó de mascullar «cochinos españoles», cuando su madre y él descendían al hall. Tanguy pudo incluso encender la luz para leer mientras esperaba a su madre, que solía regresar al caer la noche. Un día vinieron dos hombres preguntando por ella. Él les respondió que estaba en su trabajo. Se instalaron en la habitación para esperarla. Tanguy se preguntaba quiénes serían aquellos señores groseros que permanecían allí como en su propia casa, sin haber sido invitados. Decidió ignorar su presencia, y siguió leyendo y escribiendo como si nada. La sorpresa que se llevó su madre no fue menor que la suya. Apenas estuvo en presencia de ambos desconocidos, éstos le preguntaron su nombre y apellidos. Les respondió mostrándoles su permiso para trabajar, que acababa de obtener hacía poco. —Tendrá que venir con nosotros, señora —dijo uno de ellos. Su madre pareció recobrar la sangre fría e interrogó al policía: —¿Qué quieren ustedes? ¿Qué sucede? —Lo sabrá en la comisaría. Lleve algo de ropa. Nunca se sabe. Puede que le sea útil. La madre de Tanguy cogió una pequeña maleta y metió en ella un poco de ropa interior, amén de un traje de Tanguy y dos camisas suyas. Después bajó, escoltada por los agentes y por el niño. El dueño los miró pasar por el hall. Era un hombrecillo calvo y con gafas. Los examinó con odio. —¡Puercos extranjeros! Todos son iguales… —murmuró. Tanguy enrojeció. Le hubiera gustado poder asestarle un puñetazo. Pero sin decir nada siguió a su madre por la calle, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda. Le pareció que los transeúntes sólo tenían ojos para él y para su madre. Se preguntaba lo que sería de ellos y si su padre los ayudaría. Durante másde una hora, Tanguy permaneció en la comisaría esperando que su madre regresara. Las paredes de la sala estaban cubiertas de carteles. Página 30 Algunos agentes conversaban con toda tranquilidad. Tanguy pensó que debían de ser buena gente y que, al fin y al cabo, no hacían sino cumplir con su deber. Por fin, una puerta se abrió. Su madre, muy pálida, se aproximó a él: —Cariño mío, vas a tener que ser muy fuerte. Estos señores nos van a llevar a un campo. Alguien nos ha denunciado. Pero no debes tener miedo. Permaneceremos juntos, y mientras estemos juntos, nada malo podrá sucedernos. Tanguy agachó la cabeza: —¡Pero nosotros no hemos hecho nada malo! —protestó. —Ya lo sé, Tanguy. Pero no es ésa la cuestión. —¿Quién nos ha denunciado? —Tu padre. Tanguy dominó a duras penas sus lágrimas… En ese momento odiaba a todo el mundo: a su padre, a su madre, a los gendarmes, al dueño del hotel. Condenaba a todos los adultos, porque todos los adultos parecían condenarlo a él, que no tenía más que siete años. —No es cierto —gimió. —Sí, es cierto. El inspector es socialista. Me lo ha dicho todo. Tanguy detestaba menos a su padre por su miserable cobardía que a su madre, por haberle revelado esa cobardía. Le parecía que ella no debiera haberlo hecho, que no tenía derecho a hacerle tanto daño. Se mordió los labios, tomó la pequeña maleta y la siguió. Le habían puesto esposas y ella trataba de disimularlas bajo las mangas. III El campo de concentración al que Tanguy fue conducido en compañía de su madre se hallaba situado en el sur de Francia. No había visto nunca un lugar semejante y se lo había imaginado de otra manera. En realidad, no eran más que algunos barracones de madera, roídos por la humedad y rodeados de alambradas de púas. Era un campo «especial». La mayoría de las internadas —allí no había más que mujeres— eran «judías» o «detenidas políticas». Sin embargo, había oído decir que había también algunas «prostitutas». Las prisioneras reservaron una mala acogida a Tanguy y a su madre. Al entrar en el barracón de las españolas, Tanguy advirtió rostros extraviados, muy pálidos y flacos. Aquí y allá brotaron risas. Todo estaba sumido en la Página 31 obscuridad y no se podía apreciar lo que había en el fondo del barracón. Se oían voces, pero no era posible distinguir los rostros. —¡Anda! ¡Un abrigo de pieles! ¡Ésta es una capitalista! —No te preocupes. Ésta no se quedará mucho tiempo aquí. Una mujer de ojos febriles y cabellos despeinados vino a su encuentro y se inclinó ceremoniosamente. —Señora, esto no es el Ritz. Pero trataremos de alojaros convenientemente a vos y al señor, vuestro hijo. Disponemos de una habitación con cuarto de baño que da al jardín. Las risas redoblaron, risas groseras. Tanguy ocultó la cabeza en la falda de su madre. Estaba muy afligido, pero no quería que las mujeres le vieran llorar. Se sentía cansado. Pensaba en Tom, en Robert, en su padre. Sin embargo, consiguió dominarse para no ofrecerles a aquellas mujeres el espectáculo de su dolor. Siguió a su madre. Ella instaló su pequeña maleta sobre un jergón. Sus camastros estaban superpuestos. Tanguy se acostó completamente vestido y se durmió. De aquellos dieciocho meses pasados en el campo de concentración, apenas habría de conservar Tanguy recuerdos precisos. Los días eran todos iguales. Uno era despertado por los gritos de las prisioneras, las cuales se insultaban, se peleaban, juraban y blasfemaban. Enseguida el hambre se hacía sentir. Era el recuerdo que más claro conservaba Tanguy: el hambre. Soñaba todo el día con un poco de comida. Esperaba el momento en el que las cocineras subieran trayendo la gran marmita humeante. Pero después de haber tragado aquel líquido amarillo y rojo al que ellas llamaban «sopa», uno tenía más hambre aún. Tanguy no se quejaba. Sabía que también su madre padecía hambre. Pasaba largas horas tendido sobre su camastro. Dormía mucho, pero sin embargo siempre estaba cansado, apático. Su madre escribía junto a él. Escribía centenares de páginas. A su alrededor, las otras detenidas se insultaban y la insultaban sin tregua. La detestaban, la trataban de capitalista, de «burguesa», de «traidora», y se mofaban de ella porque escribía o leía libros. Todo el mundo se aburría. Las mujeres pasaban los días rumiando su hambre, su falta de libertad. Con los nervios crispados, se peleaban entre sí, porque no tenían nada mejor que hacer. Se sentían abandonadas de todo, Página 32 ignoraban qué iba a ser de ellas; así de extrema era su miseria. Daba miedo ver lo flacas que estaban, cubiertas de piojos, de parásitos. Los vigilantes se parecían a las milicianas, de las que Tanguy conservaba un recuerdo impreciso. Sus modales eran groseros. Se aburrían tanto como las prisioneras. Por eso se pasaban el día acosando a las detenidas. Era su único pasatiempo. Rachel, una comunista alemana, era una mujer alta, rubia, de ojos azules y sonrisa reconfortante. Se había hecho amiga de Tanguy y de su madre. Tanguy la admiraba. Rachel hablaba varios idiomas y conocía cuentos magníficos sobre gnomos y hadas. También era artista y dibujaba a pluma en pequeños trozos de cartón todo cuanto se ofrecía a su mirada: los barracones, las cocineras que subían la «sopa», las vigilantes que pasaban revista, los cercanos bosques de pinos. Tanguy permanecía largas horas sentado junto a Rachel. Le gustaba verla trabajar. Sobre el cartón blanco, la tinta recreaba con pequeños toques el campo. Pero Rachel era demasiado indulgente. Pintaba un campo de concentración sin relación alguna con la realidad en el que los barracones parecían casas de muñecas, y las prisioneras, colegialas muy formales. La madre de Tanguy se lo reprochaba: —Es usted muy optimista, mi buena Rachel. Si los periódicos publicaran sus dibujos, podrían poner en titulares: «Vean lo a gusto que están las internadas en nuestros campos…». Rachel respondía sonriendo: —¿Sabe usted? Cualquier situación puede ser vista de distintas maneras. En todo hay algo bueno. Hasta en un campo de concentración. Hay que saber percibirlo nada más. Verá usted, para mí casi es una suerte estar aquí. He logrado escapar de los campos de concentración nazis, que no creo que tengan nada de divertido. Una noche, Tanguy le preguntó a su madre por qué se encontraba allí Rachel, qué era lo que había hecho. Su madre le respondió que era «judía» y que los alemanes perseguían a «los judíos». Tanguy sintió pena porque sabía que Rachel era buena y generosa. Desde el exterior, algunas organizaciones ayudaban a las prisioneras del campo de concentración: los protestantes distribuían paquetes a todo el mundo, sin distinción de raza ni de religión; los judíos aprovisionaban a los judíos; el capellán venía a decir misa. Página 33 Las internadas habían excluido de esos repartos a Tanguy y a su madre. Todos los sábados, Tanguy veía cómo los paquetes pasaban de mano en mano sin detenerse ante él. Entonces solía llorar. Pero pronto la situación cambió gracias a Rachel. Ésta le habló de ello a un rabino, quien desde entonces todas las semanas traía un gran paquete para el niño. Así pudo, en lo sucesivo, comer chocolate, galletas, queso, una vez por semana. Su madre no quería coger nada de ese paquete. Pretextaba no tener hambre, no sentirse bien… Tanguy sabía que su madre se privaba de ello por él. Y esto le producía remordimientos. Llegó el invierno. Un invierno crudo. Nevaba. El cielo estaba gris, los copos de nieve blanqueaban el aire y la tierra. Tanguy pasaba los días envuelto en su manta. Tenía frío. Se apretaba contra su madre o contra Rachel. Ésta le había tejidoun pullover. Pero el frío era tan penetrante que le temblaban todos los miembros y le castañeteaban los dientes. Se había convertido en un niño reservado, malhumorado. Su madre le decía que estaba insoportable y seguramente tenía razón. No hablaba casi nada, disimulaba sus pensamientos íntimos, no se confiaba sino con dificultad y de mala gana. Sin embargo, seguía queriendo a su madre por encima de todas las cosas. Seguía siendo para él la más inteligente y la más hermosa de las mujeres. Pero le faltaba algo. Hubiera deseado que pensara más en él. Mientras ella se pasaba los días escribiendo o discutiendo de política, él soñaba con una casita como aquella en la que había vivido en los alrededores de Vichy, en la que pudiera tener de nuevo un perro, un amigo y libros. También le hubiera gustado tener un padre y, como a todos los niños, poder hacer travesuras. En lugar de eso, se había visto arrastrado de ciudad en ciudad, entre el odio y los cañonazos. Constantemente se preguntaba cuándo terminaría la guerra y cómo sería la paz. No encontraba alivio sino junto a Rachel, quien le contaba hermosas historias. Había conocido demasiadas cosas para creer en brujas y en hadas. Pero le gustaban los cuentos. Para él, los cuentos eran la paz. Con su voz dulce, Rachel era una maravillosa narradora. Sabía pararse en el pasaje más patético de su relato, y entonces el corazón de Tanguy cesaba de latir. Sufría cuando Blancanieves se sumía en el sueño y se alegraba cuando el Príncipe venía a despertarla para hacerla su esposa. Tanguy necesitaba creer en los cuentos. En ese maravilloso mundo imaginario le parecía estar unido a todos los niños de la tierra. Gracias a los relatos de Rachel, se convertía en un niño como los otros, y esto era lo que más necesitaba. Página 34 Su madre cayó enferma. Tosía y no podía tumbarse por la noche, pues creía ahogarse durante sus ataques de tos. Permanecía sentada sobre su jergón, temblando de frío y de sufrimiento. Un sudor glacial cubría su frente. Tanguy la miraba angustiado. No sabía rezar muy bien, pues apenas le habían enseñado, pero todas las noches rezaba. Le pedía a Dios que no le privara de su madre, y pensaba que, como él no era más que un niño, seguramente Dios escucharía su plegaria. Pero, a pesar de sus esperanzas, la mala salud de su madre empeoraba. Un día no pudo levantarse y aquella misma noche fue transportada a la enfermería. Tanguy sólo había oído una palabra: pleuresía. Pero la vida le había enseñado a juzgar rápidamente el valor de los términos, por eso se preparó para lo peor. Trasladó sus cosillas junto a Rachel, quien le hizo acostarse a su lado. Lo consentía y mimaba. Como a veces, por la noche, se ponía a llorar y no podía conciliar el sueño, le contaba historias tan bellas y tan largas, que se adormecía antes de conocer el final… Dos veces por semana le estaba permitido ir a la enfermería para ver a su madre. Iba acompañado de Rachel. En estas ocasiones, Rachel le peinaba cuidadosamente. Tenía un hermoso cabello negro, ondulado, muy largo. Rachel peinaba sus rizos y le hacía una raya. Partían hacia la enfermería. Era un barracón completamente igual a los otros. Pero allí las camas, parecidas a las de los hoteles, con sábanas y mantas reemplazaban a los camastros. En una de aquellas camas yacía su madre. Lo blanco de su rostro se confundía con la blancura de las sábanas. Sólo se advertía vida en sus ojos, muy grandes y muy negros. Tanguy se sentaba junto a ella y le cogía la mano. Ella se esforzaba en hablar, le prodigaba sonrisas. Pero aquellas tristes sonrisas no hacían sino aumentar el sordo dolor de Tanguy. Cuando se despedía y regresaba al barracón de las «detenidas políticas», llevaba oprimido el corazón. Pero no le decía nada a nadie y evitaba llorar. Se sentía pura y simplemente mal. A veces temblaba cuando no tenía frío o bien se ponía a sudar cuando las prisioneras tiritaban de frío. Por otra parte, algunas habían empezado a ser amables con él. Ya no le insultaban ni le llamaban «capitalista». Le pedían afablemente noticias sobre su madre y le sonreían. Pero a él no le gustaban ni sus sonrisas ni sus preguntas. Permanecía sentado junto a Rachel, quien continuaba pintando incansablemente preciosos barraconcitos cubiertos de nieve. Barracones habitados por encantadoras muñecas, sin duda. Página 35 —Tanguy, prepara tus cosas. Tu madre va a ser trasladada al hospital de Montpellier y tú vas a ir con ella. Dentro de media hora. Era una vigilante la que hablaba así. Tanguy agachó la cabeza. Se puso a liar sus bártulos y luego fue adonde Rachel. Le pareció que la joven estaba pálida y que tenía enrojecidos los ojos. En todo caso, su pecho se levantaba y se bajaba con una precipitación insólita. —Adiós, Rachel… —vaciló. Luego le pasó los brazos alrededor del cuello y la besó—. Sabes que te quiero mucho… —Lo sé, Tanguy. Cuídate. Sé bueno con tu madre. No está muy bien. Has de ser todo un hombre. Hubo un silencio. Finalmente, Rachel le tendió a Tanguy un sobre, sonriéndole tiernamente: —Toma. Coge esto como recuerdo mío. —¿Qué es, Rachel? —Algunos dibujos. Así, cuando los mires, pensarás en Rachel. —No te olvidaré nunca, Rachel. Sabes que, en el fondo, te quiero casi tanto como a mamá. No se dijeron nada más. Tanguy guardó los dibujos, cogió sus cosas y abandonó el barracón sin volver la cabeza. Sentía oprimido el corazón. Sobre la nuca, sentía el peso de la mirada desesperada de Rachel. Sabía que si volvía la cabeza estallaría en sollozos. No lo hizo. Subió a una ambulancia. Su madre estaba allí, muy pálida, tendida sobre una camilla. La portezuela de la ambulancia se cerró tras él. Pegó su nariz al cristal trasero. El campo de concentración estaba sepultado bajo la nieve. Detrás de una ventana se agitó un pañuelo. Adivinando que era Rachel, se enjugó una lágrima y se sentó junto a su madre, luego se acurrucó en un rincón, tenía frío. IV La religiosa observaba con atención a Tanguy. Era una mujer maciza, de ojos verdes y con nariz de boxeador. Lo observaba como hubiera examinado a un oso en un parque zoológico. Estaba de pie en el corredor del hospital, entre el hedor de los productos farmacéuticos, y se sentía incómodo. No comprendía por qué la monja le miraba tan fijamente. Hubiera querido decirle una palabra muy corta, pero no se atrevió a causa del hábito que llevaba. —¿Qué piensas hacer? Tu madre está enferma. No es posible que te quedes en el hospital. ¿No tienes familia? Página 36 Tanguy enrojeció. No sabía qué decir. —No. —Se dice: «No, Hermana». —No, Hermana. No tengo más que a mi madre. —¿Eres judío? Vaciló. —No, Hermana. —Entonces, ¿cómo es que has estado en un campo de concentración? —Somos españoles. La religiosa pareció reflexionar un corto instante. Alzó los ojos y posó repetidas veces la mirada en él. Después se abismó de nuevo en sus pensamientos. —¡Bueno! Voy a telefonear a los Hermanos. Te van a internar en su colegio hasta que tu madre recobre la salud. Podrás venir a verla todos los domingos. Pero tienes que prometerme que serás muy obediente. —Sí, Hermana. —Bien. Ve a despedirte de tu madre. Luego vuelve aquí de nuevo. Tanguy se sentó junto al lecho de su madre, la cual había sido instalada en una vasta sala donde había numerosos enfermos, y le cogió la mano. Ella no se movió y trató de esbozar una sonrisa. También él sonrió. —Pobrecillo mío. ¿Qué va a ser de ti? —Me van a mandar con los frailes. Estaré interno. Podré venir a verte los domingos. —Tanguy… La voz de su madre iba decayendo. —Sí, mamá. —Sé bueno y obediente en el colegio. No me des preocupaciones. Tienes que ayudarme. —Sí, mamá.
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