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EELL SSÉÉPPTTIIMMOO SSAATTÉÉLLIITTEE Borís Lavreniov Edición: Progreso, Moscú 1980. Lengua: Castellano. Digitalización: Koba. Distribución: http://bolchetvo.blogspot.com/ EL SÉPTIMO SATÉLITE Capítulo primero. A través de la ventana se veía cómo un camión pasaba delante de la casa retumbando con estrépito por encima de un empedrado destruido y dejando tras de sí una estela azulada de hedor a gasolina. El camión parecía un erizo; corría husmeando el camino con el hocico chato del radiador. Las bayonetas de los soldados del ejército rojo se erguían en él en todas direcciones como las agujas enhiestas del animal. Al pasar junto a la ventana se oyeron dos detonaciones. No quedó claro si los disparos fueron casuales o pretendían asustar a alguien. El camión se perdió de vista. Evgueni Pávlovich dijo en voz alta moviendo la cabeza: - ¡Qué país más asombroso! Han pasado ya tres años de lucha y, como el primer día, se sigue sin cuidar ni de los hombres ni de las balas. Sólo ha cambiado el objeto a quien van dirigidos. Se paseó por el despacho. En su deambular se apercibió de que en la pared se había inclinado el retrato de su difunta esposa, un cuadro pesado enmarcado en roble. Se acercó a él y con movimiento acostumbrado lo colocó derecho, pero al instante pensó: “¿Para qué? Si todo anda torcido”. Se movió la cortina de la puerta que daba al comedor, tras ella apareció el rostro afilado de una anciana. - ¿Qué hay, Pélinka? -preguntó el general. Pélinka, Pelagueia, era la última persona fiel. Llevaba a sus espaldas treinta años de vida entre las mismas paredes con Evgueni Pávlovich y mantenía ese apego irracional que sienten los viejos hacia el señorito solitario y abandonado por todos. Entornando los ojos, Pelaguéia pronunció con el ceceo de los desdentados: - ¿Andash y andash, mi buen sheñosh?... ¡Qué tiempos nosh han llegado!... Todo el mundo va de un shitio pa otro shin parar. Evgueni Pávlovich se detuvo e imitándola le dijo en broma: - ¿Y tú qué, shentadita todo el día, eh, viejita? ¿Shentadita en la shilla? La vieja mujer movió su seca mano, se inclinó y limpió con el delantal la ceniza del parquet. Evgueni Pávlovich torció los labios con sonrisa irónica. - ¿Sigues limpiando? La costumbre. Eh, vieja, ¿cuando entres en el cielo a lo mejor por costumbre también barrerás la entrada?- Y agregó-: Pélinka, me voy al mercado. A ver si compro algo, Pelagueia le acompañó a la entrada y le ayudó a ponerse el capote. Le temblaba la barbilla. Al cerrar la puerta se estuvo largo rato hurgando con la cadena sin lograr meterla en el orificio. El tintineo de la cadena acompañó a Evgueni Pávlovich por la escalera. En el rellano inferior se topó de frente con el vecino, el ingeniero Arandarenko. El encuentro no era del agrado del general, porque personas tan habladoras como Arandarenko siempre le parecían poco serias, como juguetes de cuerda o tordos sabios amaestrados; y en los tiempos que corrían lo irritaban de manera especial. Después de saludarlo con una inclinación de cabeza quiso pasar de largo, pero Arandarenko le cortó el paso con sus casi cien kilos de carne, y un botón del capote del general se puso a dar vueltas entre los dedos apepinados del vecino. - ¡Se le saluda, Excelencia, se le saluda!... Bueno, ¿qué me dice? ¿Eh? La cabeza da vuelta a la espalda. ¿Usted se da cuenta?, no les hacen falta nuestros conocimientos. ¿Eh? Nos dicen: “Cualquier cocinera puede dirigir la política”. ¡Una cocinera! ¿Eh? ¡Una cocinera ministro! Y usted y yo a la cocina, de pinches. ¿Qué le parece? Un ingeniero eléctrico y un profesor de la academia militar de jurisprudencia de pinches de cocina. ¡Es para volverse loco! ¿Eh? El botón estaba cada vez más enrollado y parecía que Arandarenko lo iba arrancar con tela y todo. El general, viendo eso y por otra razón que no veía con claridad, sintió un odio amargo hacia el ingeniero y le contestó cortante: - No juzguéis y no seréis juzgados. Arandarenko soltó el botón y dio un chasquido con la lengua. - ¿Está abatido, apático, Evgueni Pávlovich? Esto no nos está permitido, mi buen amigo. Hay que luchar hasta la última gota. Somos intelectuales... Estaba claro que el ingeniero tenía cuerda para rato. Para salvarse de la situación y ganar su batalla, el general dijo con subrayada amabilidad: - Se lo ruego, charlemos a la tarde... Me voy corriendo al mercado, perdóneme, si no, llegaré Borís Lavreniov 2 tarde. Se acercó la mano a la visera y se escabulló en un movimiento envolvente a lo largo de la pared y después de esquivar al ingeniero salió a la calle. Al salir miró a su alrededor. Era triste y curioso mirar la calle. Se estaba desmoronando. Unas escamas secas y contagiosas se desprendían del cuerpo pétreo de la ciudad, la calle se descascarillaba entre crepitaciones y silbidos y las escamas volaban por calzadas y aceras azotadas por ráfagas mojadas de viento húmedo que soplaba del mar. Se desprendían de todas partes. De los labios indolentes de los viandantes que deambulaban distraídos, caía como cáscaras de girasol; de las paredes, en forma de trozos coloreados de yeso y estuco; de los mortecinos anuncios colgantes, en cuadraditos regulares de pintura seca y finísimas películas de purpurina. La calle cada día quedaba más desnuda con un indolente y desalmado cinismo. Hasta la gente parecía escamas marchitas lanzadas al viento húmedo de sus dolidas casas. El propio Evgueni Pávlovich creía ser esa misma costra seca desprendida de un cuerpo destruido que ha soportado ya los momentos fatídicos de la crisis, arrastrada por el viento a través del mundo fantasmagórico de la desnuda calle. El viento alzaba las faldas del capote poniendo al descubierto las rojas intimidades del forro, tiraba de una trincha arrancada de una de las alas, se enredaba entre las secas piernas cubiertas de unos tubos en diagonal con dos bandas de general. El viento se hermanó con el tiempo. Le daba decididamente igual la edad o condición del profesor de la Academia de Jurisprudencia. Le azotaba la cara, soplaba descaradamente en los oídos de Evgueni Pávlovich, lo llevaba de un lado a otro y arrastraba su cuerpo escuálido por la acera usando el capote como vela. El capote se le hinchaba en la espalda como una gran joroba. De sus hombros colgaban los cabos de los galones cortados. Daba pereza limpiar los hilos que quedaban y la mano no subía a arrancarlos. En su viaje flotante por la calle iba mirando a ambos lados de ella con la curiosidad indiferente del capitán que por centésima vez dirige su barco entre orillas conocidas y aburridas ya hace tiempo. El capitán ya ni se da cuenta de las orillas, sólo le saltan a los ojos los cambios en sus contornos que se han producido en el lapso de dos recorridos. Lo mismo sucedía con la calle. Evgueni Pávlovich observó que en el curso de una noche el tiempo y el viento royeron el bollo dorado de la panadería cerrada y tapiada. La purpurina y el yeso se convirtieron en polvo, y de la forma flamante del bollo sobresalía ridículo un alambre oxidado. Evgueni Pávlovich en su lucha contra el viento se puso a la deriva y alzó hacia el bollo su puntiaguda barbita. De improviso y, al parecer, sin motivo alguno, le vino a la cabeza la idea de que “a Kolia le gustaban con mermelada de frambuesa”. Y recordó, como si estuviera vivo, a su hijo, coracero muerto a principios de la guerra cerca de Gumbinen. No recordó al sonoro y brillante cometa con su reluciente peto de coracero y su coleto de color nieve azulada, sino al chiquillo de cinco años. Iba entonces en unos pantalones cortos de terciopelo, tenía una carita sonrosada y en la mano llevaba el bollo con mermelada de frambuesa; en torno a la boca y en la punta de la nariz, que parecía un botón, llevaba pegada la pasta dulce yencarnada. Evgueni Pávlovich suspiró, encorvó los hombros y de nuevo entregándose al viento siguió navegando hacia delante. En la esquina del Liteini chocó con un escollo. De hecho se trataba tan sólo de un simple marino. Ancho de hombros, los ojos grises y traviesos, estaba en la acera con su chaquetón y una carabina corta al hombro, examinaba a los viandantes con mirada perspicaz. Los que por allí pasaban lo evitaban en su marcha. El hombre se alzaba entre la espuma de la multitud como una roca sólida que cortaba la agitación reinante. El viento jugaba con el pendiente de plata que le colgaba de la oreja izquierda, El marino dejó resbalar divertido su mirada sobre el forro rojo del capote y las franjas en los hombros. Guiñándole un ojo, comentó: - ¿Mudando de pelo, criatura de Dios, eh, general? La respuesta vino por si sola, sin pensarlo mucho. - Aprendo de la naturaleza. Para renovarse hay que mudar de pelo. Así lo hacen las sabias serpientes. El marino se subió la carabina que le caía por el hombro y con manifiesta buena voluntad dejó caer las palabras: - Pues muda, muda, sabia serpiente, pero date prisa, porque si no, pronto a tus hermanos generales les vamos a ametrallar a manadas, por compañías. A Evgueni Pávlovich le dio por el sarcasmo y, apuntando con su barba puntiaguda al marino, preguntó: - ¿Quieres decir que en esto es el consumo socialista? Pues, amigo mío, el producto es malo. Después de hablar se dio cuenta que la ironía no se veía por ninguna parte. El marino se quedó serio, apretó los labios y en silencio señaló al otro lado de la calle; en la pared se veía una hoja de imprenta reciente. - Échale un vistazo, criatura de Dios, así lo entenderás -lanzó en dirección a Evgueni Pávlovich que ya se iba. Evgueni Pávlovich se acercó a la hoja. El papel echaba un olor ácido nauseabundo de engrudo, tenía un color gris, todo repleto de briznas de madera. Las líneas gruesas estaban formadas por filas prietas de El séptimo satélite 3 letras desleídas de brea. Debido a su miopía, Evgueni Pávlovich se inclinó hasta el mismo texto rascando la hoja con el cepillo plateado de su barba. Los ojos desentrañaban las palabras: “... al asesinato del camarada Uritski, al atentado contra el jefe de la revolución mundial camarada Lenin, el proletariado responderá con golpe mortal contra la putrefacta burguesía. No ojo por ojo, sino mil ojos por uno. Mil vidas de la burguesía por la vida del jefe. ¡Viva el terror rojo!” La fina barba dejó de rascar la hoja. El general se apartó de la pared y estuvo parado un rato entornados los ojos. Moviendo los labios, como si mascara algo, se estremeció y siguió su camino hacia el mercado. En el bolsillo palpó la cajita de los gemelos de oro que había preparado para vender hoy. Capítulo segundo. La iglesia blanca y achatada, con la cúpula central redonda y las laterales pintadas de turquesa y oro, se había convertido en algo parecido al eje de un tiovivo en torno al cual todo daba vueltas, aunque ella misma permaneciera inmóvil e imponente mirando con ojos huraños la enloquecida muchedumbre. Una música chirriante acababa de dar al espectáculo su semejanza con un tiovivo. Junto a la misma verja de la iglesia, bajo un viejo cañón turco hundido en el suelo, plantado como un poste, un hombre con abrigo de piel de cordero y un ojo cubierto con un pañuelo negro daba vueltas al manubrio de un organillo. Los tubos desvencijados aullaban estridentes y melancólicos al cielo transparente del último día de agosto. El hombre miraba al suelo. De sus mejillas salían disparados a ambos lados unos bigotes espesos y frondosos con sus guías. Parecían las antenas de un gran escarabajo peludo y hasta se movían y temblaban al modo de aquel. Entre las canosas guías se escondía una nariz afilada con su buena joroba. Encima del organillo había un gorro con un cerquillo rojo y un agujero en el lugar de la cucarda. Estaba inflada hasta la mitad de papelitos, sellos militares, monedas de cincuenta kopeks y rublos; a un lado, en el forro de cuero del cerquillo, se apretaba huérfana hasta un verde de los de Kerenski. Algunas personas lanzaban sobre el organillero miradas curiosas y raudas. No hacía mucho le daba vueltas al gobierno como ahora lo hacía al manubrio del organillo, y su cara era conocida en todo el país, repetida centenares de veces en las páginas de las revistas y periódicos. En el pliegue de sus labios y en el aspecto venerable de su nariz aguileña se escondía el orgullo secular de los senadores romanos arrebujados en sus togas que, desarmados, en silencio, esperaban los golpes mortales de las ordas bárbaras que ya habían penetrado en el foro. A su alrededor, a lo largo de toda la valla, con sus espaldas apretadas contra las picas y cañones de aquella, de pie y sentados se hallaban otros de aquellos senadores de la Antigua Roma. Las vísceras de las villas, palacios y pisos ministeriales, agitadas por espasmos borbotantes de la época, vomitaban bajo la verja de la iglesia la más fantástica diversidad de objetos. Las damas de la corte, jóvenes y ya no tanto, delgadas y gruesas, maravillosas y monstruosas, pero rebosando magnificencia y modales exquisitos, movían las manos en las cuales oscilaba colgante toda la grandeza de la mercancía que se mostraba a los bárbaros victoriosos. Lazos, tules, entredoses, bordados, la majestuosidad sofocante del terciopelo de Lyon, el. lustre agobiante de las sedas heredadas, las refulgentes plumas de los pavos reales en los mantones de abuelas y bisabuelas, crespón de China de asombrosa blancura, finísima batista que durante años se preparaba para las bodas y sus correspondientes noches, lienzos de Brabante, encajes de Alencon y calados en los que perdieron la vista bordadoras de Riázán, Kursk y Moscú, bolsos, espejillos, polveras de oro y plata, monederos, dedales, alfileteros, neceseres dejaban asombrados y presos de agitación a los ingenuos compradores. Las damas movían las manos, las damas -con sus labios acostumbrados a los tonos musicales de la lengua francesa, a los títulos encumbrados: Votre Majesté, Votre Altesse impériale, mon prince, monsieur le comte-, con esos labios, lanzaban terribles expresiones: - ¡Vendo barato, quién compra! ¡Encajes, sedas, pantalones, céfiro! ¡O, cómo se contraen los labios con la palabra “Pantalones”! ¡Qué indignación para su espíritu! Un año antes, esa palabra se pronunciaba sólo en voz baja en charlas íntimas con las mejores amigas, en el fondo de silenciosos boudoires y suscitaba el temblor de un espanto secreto. Y ahora hacía falta gritarlo cuanto más alto mejor, con la mayor claridad, para que el comprador supiera bien qué compra. Y tras esas damas, filas de consejeros civiles efectivos y privados, oficiales y generales ayudantes del Emperador; y también aquí se ven finísimos tejidos de redingote inglés, las colas de golondrina de los fracs, las redondeces de los chaqués, pantalones de rayas, pantalones a cuadros, pantalones de tonos achambelanados de dulcísima crema con cintas de oro, chalecos de colores, corbatas, cuellos, pitilleras, bastones, sombreros de fieltro Borsalino, la paja sedosa de las panamas, el trenzado del canotier, paños opacos de los bombines, terciopelo reluciente de los clacs, esmaltes de las estrellas, galones de los más diversos cargos y graduaciones. Los bárbaros cegados de emoción se lanzan sobre todo ese esplendor que les excita. Borís Lavreniov 4 Ah, que bien recoger un festivo pañuelo de aldea con una estrella de Santa Ana o San Stanislav; y un bastón con empuñadura de marfil obra de Falguier es tan cómodo para dar en las costillas a los terneros y cerdos que se quieren meter en el pajar; los bordes de las pellizas de fiesta pueden verse adornados con las cintas doradas que antes colgaban en los pechos de los dignatariosy maestros de ceremonias; de las polveras plateadas de Lialik se pueden hacer unos candiles maravillosos y económicos que sustituirán las viejas teas. En un país transfigurado cualquiera sabe la cantidad de cosas que pueden ser útiles de la herencia de una clase que ya ha perdido su papel… Y si está contento el comprador que palpa los deslumbrantes tornasoles de una falda con volantes plisada y crujiente de la cual saldrá, para envidia de todos, una prenda apabullante que una moza del pueblo lucirá en el baile, también está satisfecho el vendedor. Pues el mercado es universal. ¿Qué son las tiendas de diez pisos de Au Ron Marché y otros almacenes universales con vitrinas de cristal y escaleras de mármol, en compara con el mercado de la república en el año dieciocho, si en aquellas no se puede comprar mijo sin limpiar del que se hace unas gachas tan reconstituyentes, tocino fresco, alforfón, nata, panecillos y, finalmente, el más democrático, pero encantador pan de centeno con su fascinante olor a salvado y su corteza crujiente de un marrón dorado? ¿Para qué las escaleras de mármol y vitrinas de vidrio cuando en ellas no encontrarás ni la sombra del romanticismo fantástico, ni el eco de la obstinada y maravillosa lucha por la vida?... Gira el enloquecido y vocinglero carrusel del mercado en torno a la achatada iglesia; se oye el frufrú de las sedas y batistas, resuenan bajo los duros dedos de los compradores los bombines y canotiers, crujen cosquilleantes los billetes de Kerenski y Románov, y el hombre de los bigotes que tiemblan como antenas de un gran escarabajo peludo hace girar con su mano huesuda la manivela del organillo. Evgueni Pávlovich, hundido en la muchedumbre, se hizo paso hasta las picas de la verja de la iglesia y allí recuperó la respiración. Ahora hay que adoptar un aire digno de hombre indiferente, ignorar a todos conocidos: éste es el código de honor del mercado, pues es doloroso mirarse a los ojos, porque en los ojos del conocido, como el reflejo del asesino en la retina de la víctima, siempre pueden vislumbrarse recuerdos inoportunos. Había que apretar el brazo con el codo a la cadera, estirar la mano con la palma en forma de cuenco hacía arriba, poner sobre ella la cajita de terciopelo con los gemelos y, después de adoptar un aire de persona ajena a todo aquello, esperar las consecuencias. No tuvo que esperar mucho. Un hombre pelirrojo con chaquetón de cordero (aunque, a pesar del viento, el día era temprano, nada frío) emergió de la masa que se deslizaba frente a los vendedores y se colocó ante Evgueni Pávlovich. Por su frente corrían negros chorrillos de sudor que nacían bajo su gorro de piel y descendían a una nariz delgada y torcida hacia la mejilla izquierda. El pelirrojo miró un rato los gemelos, después paseó sus ojos transparentes y amarillos por el capote del general, por la barba puntiaguda y la gorra de Evgueni Pávlovich. Después de frotarse con el revés de la mano el sudor de su frente, dijo: - ¡Maldita sea, madre mía! Te puedes ahogar con estas pieles. ¡Igual que si te metieran en una caldera de vapor y te echaran atmósferas!... - ¿Y para qué va usted en chaquetón? -inquirió Evgueni Pávlovich. El pelirrojo se dio un manotazo en la cadera. - Pero, qué tonto, madre mía. Dime entonces dónde lo llevo si acabo de comprarlo. Pesa lo suyo para llevarlo en la mano. Así que ya ves, a aguantarse -y, pasando directamente al grano, señaló con un dedo los gemelos-. ¿Que los vendes, camarada Excelencia? La barbita de Evgueni Pávlovich se movió de arriba abajo. El comprador tomó la cajita y la movió en sus manos. El débil sol estalló con suave brillo en los bordes dorados de los gemelos. El pelirrojo bajó su torcida nariz hasta la misma caja. - ¿De oro? - Detrás tiene el sello. - Hum... ¿Y qué es esa mujer con pesas que tiene aquí? ¿Una vendedora, o qué? Tuvo que dejar pasar un momento para responder, mientras contenía una risa nada conveniente. Después ya sereno, contestó: - Es la diosa de la Justicia Temis. Y en las pesas están las obras de los hombres. Y recordó el día en que los estudiantes de la academia le regalaron los gemelos y lo felicitaron por su ascenso a general mayor. Pero el recuerdo era remoto, cubierto por la neblina del tiempo, y al instante desapareció. - Timos -dijo alargando la palabra, con desconfianza-. Bobadas, camarada Excelencia. Cuentos del otro mundo. No hay forma de pesar las obras que hacen los hombres. A los hombres sí que se les puede colgar y pesar, eso no se lo discuto. Con que haya un buen trozo de cuerda, basta. Pero nuestros actos no hay manera de pesarlos, los pesos no aguantarán tanta porquería. ¿Cuánto pides? Evgueni Pávlovich miró de reojo al comprador. Su torcida nariz seguía paseándose sobre los gemelos. Las palabras le salieron con facilidad y en tono seguro: El séptimo satélite 5 - Quinientos -pero para sus adentros pensó-: “Se puede bajar hasta doscientos”. Pero el comprador se metió inesperadamente la cajita en el bolsillo y, metiendo la mano bajo los faldones del chaquetón, sacó de una cartera hinchada y rota doce verdes y un amarillo de Kerenski. - Toma, hijo de perra, tu fortuna. Tengo dinero a manta y no tengo a quién dejarlos. Todavía no me he decidido a tener hijos. La muchedumbre engulló al chaquetón de cordero. Evgueni Pávlovich desentumeció las piernas dormidas y echó a andar hacia el sector de comestibles del Mercado. Compró un saco de mijo, tocino, alforfón, un pan de centeno y cinco panecillos blancos. Después decidió tirar la casa por la ventana y añadió a lo comprado un paquete de sacarina alemana, una ochava de sucedáneo de café y se marchó a casa. Capítulo tercero. En la esquina del Liteini ya no estaba el marino. Como si no hubiera aguantado los insistentes golpes del aire, un aire que, enloquecido, crecía y aullaba sobre la ciudad. El pasquín de la pared se había despegado por un extremo; el viento se había metido debajo de la hoja hinchando el papel, se esforzaba por arrancarlo del todo y llevárselo por encima de las casas. En un principio, Evgueni Pávlovich pasó indiferente junto a la hoja, pero sin llegar a dar unos diez pasos se detuvo. Una extraña sensación le impedía seguir adelante: parecía como si hubiera dejado de hacer algo muy necesario y urgente. Y cuando el general prestó atención al confuso murmullo de esta sensación, comprendió adónde lo empujaba la voz interior, tenía que volver atrás, a la hoja medio despegada. En el rostro de Evgueni Pávlovich apareció una expresión de cauta incomprensión, pero las piernas ya conducían su cuerpo hacia la hoja, la mano agarró el extremo despegado y lo apretó. La hoja se arrancó y se agitó todavía con más fuerza azotando la pared. Evgueni Pávlovich sonrió, cazó de nuevo la hoja y, sin dedicarse a descubrir el por qué de su acto, escupió sobre el extremo suelto y apretó con insistencia el engrudo todavía algo húmedo. La hoja quedó pegada. Con silenciosa satisfacción, Evgueni Pávlovich le echó una mirada y siguió su camino. Sobre las casas descoloridas y descascarilladas, sobre el ulular del viento, sobre el promontorio del puente Liteini, al final del paseo se levantaba un cielo alto, frágil, otoñal, cual cáliz de hielo verdoso ya atacado en su parte inferior por el venenoso tono amarillento del ocaso. Este verdor fluyente se veía atravesado por los crujientes e inquietantes graznidos de una bandada de cuervos. A unos cuantos pasos de Evgueni Pávlovich, en medio de la calzada, con las patas delanteras dobladas, y estiradas las traseras como si fueran palos, yacía un caballo de tiro agonizante desenganchado ya de su carro. A su alrededor se había reunido un grupo de mirones indiferentes que se mantenían apiñados, con las cabezas gachas, como si tuvieran miedo en esta helada ciudad agonizante, y los últimossuspiros del caballo que tensaban sobre sus redondos costillares la piel desgreñada y cubierta de sudor frío, parecían profetizarles la hora en que también a ellos les tocaría morir, a ellos que todavía veían y oían. El cochero, un finlandés, andaba en tomo a la cabeza del caballo y seguía llevando agarrados en el puño los extremos de las ya inútiles bridas. Al pasar a su lado, Evgueni Pávlovich notó que el cochero tenía los ojos del mismo color verdoso y frío que el cielo y en ellos brillaban como el hielo las lágrimas de un hombre. Evgueni Pávlovich aceleró el paso y al llegar a su portal, suspiró aliviado. Después de llamar oyó tras la puerta los zapatos de piel de cuidadoso andar de Pelagueia. Sin abrir la puerta, preguntó varias veces a Evgueni Pávlovich si era él quien llamaba. La espera excitó aún más la incontenible irritación. - ¿Qué pasa, vieja, te has quedado sorda? - preguntó quitándose el capote y la gorra. Se extrañó al notar una agitación febril en los ojos enrojecidos de la anciana. Pelagueia balbuceó con mirada pestañeante: - No te enojes, mi buen sheñor. Sche me ha comido el miedo. Mientrash tú eshtabash fuera, los ladronesh han matado al señorito Lobachevshki. - ¡¿Cómo?! -exclamó Evgueni Pávlovich. Hasta le temblaron las rodillas, como si se le hubieran desmontado las articulaciones, y para recuperar el equilibrio tuvo que apoyarse en el colgador. - ¿Cómo lo han matado? De repente, la vieja se enojó. - ¿Cómo lo mataron? ¡Pues matándolo! Llegaron al cuarto pisho, llamaron, preguntaron por Scherguéi Petróvich; él schale y tan shólo aparece, losh ladronesh le piden dinero. Se pusho a gritar y ellosh con las pishtolas, y después se fueron volando eshcaleras abajo y shi te he vishto no me acuerdo. Llegaron corriendo los veshinos, y él, todo cubierto de shangre, shólo levantó la cabesha, dijo “me han matado” y she murió. El general, se recuperó de la repentina debilidad, sólo le quedó en la boca un desagradable regusto metálico, como si hubiera masticado una bala. Sacó del bolsillo las compras y, dándoselas a Pelagueia, murmuró a media voz: - El muerto al hoyo y el vivo al bollo. - ¿Qué dicesh? - Nada, nada, Pélinka, hablo conmigo mismo. Busco una justificación para mi propia existencia. Borís Lavreniov 6 Haz mejor unas gachas; de todos modos hay que comer por inútil que sea. Al entrar en el despacho apartó el sillón tallado en estilo eslavo antiguo del escritorio, se sentó e intentó imaginarse vivo al ya inexistente Lobachevski. No le salía nada. Por una extraña razón, sólo recordaba la funda del violonchelo del difunto (Lobachevski tocaba en la orquesta de la ópera) en sus detalles más mínimos, hasta los rizos del monograma plateado “S. L.”, pero el propio Serguéi Petróvich parecía cubierto de turbia laca oscura y bajo la capa de pintura tan sólo se veía con claridad su oreja izquierda desfigurada en su infancia por un perro. Entornando los ojos, meneó la cabeza para liberarse del rostro laqueado del difunto. Del recibidor llegó el zumbido del timbre, se oyeron los pasos de Pelagueia. El general se levantó de un salto, se dirigió con paso acompasado a un rincón del despacho, extrajo una placa del parquet, apretó entre sus manos un revólver extraído de debajo del parquet, se acercó a la puerta y aguzó el oído. Del recibidor retumbó la voz de Arandarenko. A Evgueni Pávlovich se le arrugó la cara, puso el revólver en su sitio, colocó de nuevo la placa y la pisoteó. El ingeniero irrumpió con pasos de elefante, resoplando. - ¿Se da usted cuenta? ¿Lo de Serguéi Petróvich? Esto es horrible -cubrió la mano de Evgueni Pávlovich con la masa de su palma exageradamente voluminosa y se hundió en el sillón-. ¿A dónde vamos a parar? ¿Eh? En medio de la ciudad, a la luz del día, y han matado a un hombre. Evgueni Pávlovich callaba mirando con atención las puntas de sus zapatos. - Y claro -Arandarenko se giró hacia él haciendo crujir el sillón-, han llamado a su policía. Llegaron tres asnos con las bocas abiertas. Yo les pregunto: “¿Qué es esto, de que a las dos se mate a la gente, esto es poder obrero y campesino?” Y me contestan: “Tenemos poca gente”. - “Pues no haberse agarrado el poder, si sois tan pocos”, les digo. Así que me pusieron sus ojos como platos encima: “No es cosa suya, camarada”. ¿Eh? ¡Fu, valiente pandilla! - Les cuesta -sin querer contestó el general llevando su mirada de los zapatos al rostro del ingeniero. - ¿Cómo? No lo entiendo, Evgueni Pávlovich. No sé qué le ha pasado, qué se ha hecho de usted, perdóneme. No sé si lo suyo es misericordia, o resignación. Los ojos del ingeniero, saltones debido a la incipiente enfermedad de Basedov, se parecían a los de una rana verde, hasta estaba sentado en el sillón como una rana: con cara de desconcierto y las patas abiertas. Por un instante al general le pasó por la cabeza una idea traviesa: “¿Y si de improviso se pone a croar y salta?” Por eso, antes de contestar sonrió y reprimiendo la sonrisa, dijo: - ¿Resignación? Me parece que usted lo ha dicho bien. Resignación, no sé, pero por aquí algo me dice -el general se llevó la mano al lado derecho de su chaqueta gris-, que está bien. La razón me dice: “no puede ser”, pero aquí oigo un susurro: “Intenta comprender”. Los primeros días quise marcharme al extranjero. Pero me quedé. ¿Y sabe usted qué fue lo que me detuvo? Pues, pensé: “Ahora me marcho y ya nunca más veré esta torcida empalizada rusa, esta mísera isba, los abedules, los destruidos caminos; y a mi alrededor veré unas vallas limpias y perfectas, y de ellas colgarán letreros: “aquí se puede”, “aquí no”. Y no me pude marchar. Mejor lo sucio y sangriento, pero suyo, nuestra vida absurda, patosa que hace sufrir a los demás y que ella misma sufre... - O sea que ¿usted los reconoce? -lo interrumpió Arandarenko. Evgueni Pávlovich se pellizcó varias veces la barba. No contestó directamente a la pregunta: - Pues mire, yo mismo no puedo explicármelo con exactitud. Al parecer, quién si no yo para elaborar formulaciones precisas. Un profesor de jurisprudencia, una rata de escritorio, y mire por dónde, no puedo encontrar las palabras justas. Decirle que lo acepto así, igual que lo de antes, no puedo, pero tampoco iré en contra. No seré su enemigo. Soy ave de paso... me dedico a observar. E incluso a veces me parece... Sí, mire, un hecho extraño. En la Liteini hay un pasquín. Terror rojo. Muerte a la burguesía. Quiere eso decir que yo he de morir, y usted. Parece que uno tendría que indignarse. Pero no me sale. Además, ellos tienen derecho a defenderse. - ¿Habla usted del atentado contra Lenin? No ha salido bien -dijo el ingeniero, preso de sus pensamientos. - Y me alegra, que no haya salido bien -dijo airado Evgueni Pávlovich-, este terrorismo es una canallada, una porquería. Y los terroristas, en el noventa por ciento son unos canallas, y en el diez restante, unos psicópatas. No pueden convencer con la cabeza, se ponen a tirar bombas o a pegar tiros, pero no entienden que una bala no puede detener el curso de la historia. Así que resulta una pura y simple canallada u obra de subnormales. Todavía en mi juventud, cuando era ayudante de fiscal en Sebastopol, tuve un caso con dos mocosos. Tiraron una bomba al comandante de una tripulación. Los dos tenían dieciséis años, con pocos sesos todavía. Lo miré y me negué a llevar la acusación. ¿Qué le vas a preguntar a un chiquillo, cuando lo más seguro que alguna persona mayor, algún granuja les ha nublado la cabeza y luego se ha escondido a sus espaldas? ¡Disparar contra Lenin! Los socialistas revolucionarios no tienen ni un poco de fuerza para El séptimo satélite 7 superar las ideas de los demás. Se han buscado a un animal histérico, le han metido una pistola en las manos, y ellos mismos con la cola entre las piernas y a correr al bosque. ¡Granujas!Bajo Arandarenko de nuevo crujió el sillón. - Oiga, usted, señor mío, hasta parece enfermo. ¿Eh? Según usted, habría que inclinarse ante ellos y besarles los pies. Pasen, señores, reinen y gobiernen; y nosotros les limpiaremos los zapatos ¿no? ¿No será que sus ideas se deban a que es usted ruso, Evgueni Pávlovich? Sus abuelos durante trescientos años pagaron tributos a los tártaros, mientras que los nuestros los empalaban. La voz engreída del ingeniero despertó el casi enterrado orgullo general. Así que creyó necesario darle una sacudida a esa masa de carne postrada en el sillón. - A mis abuelos usted no los toque -dijo levantando la barba en general-, es posible que hasta fueran a postrarse ante los tártaros, pero al final los suyos se metieron bajo las faldas de los míos en busca de protección. Así están las cosas. Y en lo que se refiere a este gobierno, se lo digo y se lo repito, lo acepto. Y si me es difícil aceptarlo, eso también se entiende. Para algo soy jurista. Toda revolución, muy señor mío -Evgueni Pávlovich empezó a enojarse y puso en marcha un tono sarcástico-, toda revolución, con respecto a las instancias precedentes, es desde el punto de vista jurídico una novedad. La francesa fue jurídicamente una novedad con respecto al feudalismo, y ésta lo es con respecto al capitalismo, mi querido señor. Y las personas como usted y yo somos unos mastodontes de frente estrecha, esclavos de la tradición. Así que vayamos no reconociendo las cosas y nos quedaremos de imbéciles. Se calló y se acercó a la ventana. Tras ella seguía silbando el viento y sobre el techo se iba posando una marchita y tenebrosa oscuridad. Con un goce maligno, inexplicable incluso para él mismo, escuchaba a sus espaldas los bufidos del ingeniero que intentaba salir del sillón. - Se lo digo, está usted enfermo. Necesita urgentemente un esculapio. Que le vaya bien. Veo que con usted no nos pondremos de acuerdo. Acompañó en silencio al ingeniero hasta la puerta, echó la cadena y marchó al comedor. En la mesa humeaban en una cazuela unas gachas de mijo. Pelagueia estaba de pie apoyada en la pared con las manos cruzadas a la altura de su pecho ya seco. - Siéntate, vieja -dijo Evgueni Pávlovich acercando la silla-, cenaremos juntos. Algo así como la amistad entre el proletariado y la burguesía. Una ocupación extraclasista: llenar la panza. Las arenosas gachas quemaban la lengua. Pelagueia lamía la pasta de la cuchara sorbiéndola ruidosamente con los labios. Al mirarla, Evgueni Pávlovich se sonrió con amargura. - Todos quieren vivir, hasta los más viejos e inútiles. Y viven sólo por curiosidad... Al acabar de cenar, alejó el plato hacia el centro de la mesa y se volvió al despacho. Del cajón central sacó una libreta de cordobán verde escrita con letras apretadas, y sin prisas pasó las hojas hasta llegar a una limpia. Cogió la pluma, la introdujo en el tintero, arrancó cuidadosamente una mota con las uñas y, después de meditar un poco puso la fecha en un extremo del papel. Bajo la fecha, con letra diminuta, inclinada y picuda, se puso a escribir: “Hoy he ido al mercado a vender los gemelos con la figura de Temis. Los vendí bien. No puedo quejarme, pues la queja se ahoga con la curiosidad de saber: ¿qué vendrá después? No puedo hablar con Arandarenko. Si esto no se acepta, hay que hacerlo de manera inteligente, y él no sabe hacerlo: su ira parece la de una verdulera estafada. He observado la ciudad. Da miedo verla, pero me ha dado la impresión de que no muere, sino al contrario, se está recuperando después de una enfermedad mortal, porque los hombres a los que ahora pertenece están sanos. Y Rusia también sanará, cuando se muera y caiga toda esa piel reseca”. Levantó la mano con la pluma apretada entre los dedos, con expresión concentrada movió las cejas y con un movimiento rápido, como atemorizado, añadió: “Creo, Dios mío, ayúdame en mi falta de fe”. Cerró la libreta, y cuando la introducía en el escritorio, oyó tras las ventanas el motor de un coche que cesó junto a la puerta de la entrada. Le pareció de manera no racional sino puramente instintiva que el automóvil no se había detenido por casualidad, y, levantándose de la mesa, el general se abrochó todos los botones de su chaqueta gris cruzada. En la entrada sonó corto y vibrante el timbre. El general detuvo a Pelagueia que arrastraba sus pies hacia la puerta. - No hace falta, Pélinka. Yo mismo abriré. Tenía un aspecto sereno, pero su corazón, cansado y removido con los años, se puso a bailar ruidoso y precipitado. Asió la manecilla de la puerta y preguntó: - ¿Por quién pregunta? Tras la puerta se oyó una voz atropellada de alguien con prisas: - Por el general Adámov. La cadena chirrió, cayó y quedó balanceándose. Entraron uno tras otro tres personas. Uno llevaba un abrigo negro y los otros dos, chaquetas de cuero. De sus cinturones colgaban unas cartucheras arrugadas y mugrientas. El del abrigo negro dijo en tono seco y aburrido: - Por orden de la Cheka, queda usted... - Por favor - Evgueni Pávlovich lo interrumpió de manera respetuosa y hasta con una sonrisa. Capítulo cuarto. Borís Lavreniov 8 Las personas cuando están en lugar nuevo son como las cucarachas. Si cogemos a dos cucarachas de dos lugares diferentes y las metemos en una caja de cigarrillos con un cristal, al principio se sentirán poseídas por un frenético desasosiego. Se agitarán lanzándose de un lado a otro como si las hubieran escaldado con agua hirviendo, darán vueltas por toda la caja sin ton ni son. Pero después, cansadas de sus absurdas carreras, después de encontrarse, empezarán a olerse, a hacerse cosquillas con las antenas, como diciéndose: - Déjame palparte, vamos a ver qué cucaracha eres y de qué raza. Después de olerse, se irán cada una a un rincón de la caja, elegirán el lugar que les parezca más cómodo, quedarán sumidas en una silenciosa melancolía y así, con aire ya despreocupado y sin prisas, irán de vez en cuando a hacerse una visita. Ya se han acostumbrado. Lo mismo pasa con los hombres. Al principio, a Evgueni Pávlovich le daba la impresión de que le habían metido en la sala de actos del edificio de los cadetes, igual que el día en que su madre, presa de emoción, lo llevó por primera vez a la escuela. En una sala de dos hileras de ventanas se apretujaba un centenar de chiquillos aún vestidos con pantalones cortos y camisas de colores. Los chicos examinaban su alrededor, miraban de reojo a sus vecinos; los tímidos se escondían bajo el ala de sus madres, y los más valientes se acercaban los unos a los otros, “se olisqueaban” y preguntaban: - ¿Cómo te llamas? - ¿Quién es tu padre? - Pues el mío es coronel. - ¿Tienes plumillas? - ¿Tú sabes jugar a los botones? Después de este interrogatorio, los nuevos amigos se cogían de las manos y ya alegres, perdida la timidez, corrían por la sala. En eso entró dando saltitos y haciendo sonar sus espuelas el oficial de guardia. Se pasó la mano por los bigotes y ordenó con voz de trueno: - ¡Cadetes, a las clases! Ahora todo parecía como en aquella ocasión. La blanca sala con dos hileras de ventanas de una mansión vacía se parecía como dos gotas de agua a la del Cuerpo de Cadetes. En ella, por no tener un local adecuado, se amontonó una masa heterogénea de rehenes. Y las personas que allí se apelotonaban se parecían a los niños llegados para pasar un terrible examen. La única diferencia consistía en que los chicos habían crecido, ya eran calvos y canosos y en sus ojos ya no se agitaba el temor frágil e infantil, sino un terror pesado, manifiesto, inmóvil y mortal. Pero al igual que en la escuela militar, se acercaban unos a otros y en tono susurrante y misterioso se preguntaban: - ¿A usted cuándo lo cogieron? - Pues a mí directamente de la cama. - Serguéi Serguéich se puso terco. Le salió elorgullo aristocrático. “Yo, dice, sólo cumplo órdenes de su Majestad”. O sea, ya me entiende, lo llevaron a culatazos. - Bueno, pero ¿qué es esto? ¿Qué harán con nosotros? - Pues, sabe usted, he tenido tiempo de esconder las cosas de valor. Estos viejos niños se reunían y se dispersaban tenebrosos, desgreñados y perdidos. Esperaban su último examen. En las ventanas encristaladas de la gran sala, erizando las ramas de los árboles como la dura pelambre de unos bigotes de soldado, miraba con soma helada el rostro deforme y azulado de la noche otoñal. Y en lugar del oficial de guardia, en la puerta que se abrió de par en par -tras cuya abertura en la oscura niebla del pasillo brillaron las bayonetas de los guardias- irrumpió un gigante escuálido, de pómulos salientes, cubierto de un mugriento capote de soldado. Tenía un rostro pálido que se iluminaba desde su interior con la transparencia mortal de la cera; sus ojos verdes, de mirada fija, se diluían en los nimbos marrón oscuro de unos párpados hinchados de insomnio. Desplegó un papel y de un salto puso sus botas sobre la seda blanca de un sillón dorado que se hallaba junto a la puerta. - ¡A la pared en dos filas! -grito-. Voy y pasar lista. Cuando diga un apellido, contestan: “Yo”. ¡Va, rápido! Después de sus voces de falsete algo roncas, en medio de la sala la masa de personas, todas ellas de un grado no inferior al quinto, se puso a moverse como reclutas de aldea que por primera vez han llegado a un cuartel, rodó apretujándose hacia la pared, se estiró como una goma y quedó pegada a lo largo de las ventanas. En las dos filas de rostros mortecinos brillaron inquietos los ojos, clavados en las mejillas de cera del hombre del sillón. El individuo escupió al suelo y dijo con claridad: - ¡Firmes! Yo soy su comandante. El que necesite ir al retrete que se dirija a mí. Ahora contestad a los nombres. De la empalizada humana clavada a lo largo de las ventanas surgieron suspiros contenidos y una voz que pretendía parecer tranquila, escondiendo una sospecha muda, preguntó breve, como asustada de sí misma: - ¿Y para qué pasar lista? De repente el rostro de cera lanzó una sonrisa amplia. El séptimo satélite 9 - Para que haya orden. ¿Es que no lo sabe? ¿Hay que apuntaros para el rancho o no? Y, en previsión de otros comentarios, gritó a pleno pulmón: - ¡Adámov! Qué extraño e inesperado oír su apellido desnudo, desprovisto de título, nombre y patronímico. Evgueni Pávlovich no comprendió en seguida que él, Su Excelencia, general mayor, profesor de la Academia militar de Jurisprudencia, podía ser este desnudo Adámov. Por eso no contestó y deslizó perplejo su mirada por las filas en busca de otro escondido Adámov. Pero de las filas surgían iguales miradas perplejas e interrogantes. - ¿Qué, no está Adámov, o qué? -preguntó el comandante y repitió: - ¡Adámov-ov! Las manos bajaron a las costuras, se le enderezó el pecho y, como en sus tiempos de chico, al pasar lista en la escuela, Evgueni Pávlovich gritó sonoro: - ¡Yo-o! El comandante lo miró de reojo. - ¿Qué le pasa, abuelo? Si a cada uno se lo tengo que repetir dos veces, ¿cree que tendré garganta para tanto? Si fuera usted un general civil, pues nada, pero como militar, ya debe usted estar enterado. La voz cansada y desdeñosa del comandante resucitó en Evgueni Pávlovich el sentimiento hace tiempo olvidado de humillación ante los rapapolvos de los jefes. El general bajó la cabeza y enrojeció. Pero se serenó tan sólo oír el apellido siguiente: - ¡Arjánguelski! . Al acabar la lista, el comandante estaba ronco y con satisfacción manifiesta pronunció el último nombre. - ¡Yakúnchiko-o-ov! Un perfil momificado de faraón masculló seco: - Yo. El comandante bajó de un salto del sillón. - Punto por punto. Todos están aquí. Ciento ochenta y dos -y, secándose con la manga del capote el sudor del labio superior, dijo-: Y ahora, andando, muchachos, a llenar los sacos de paja para colchones. Necesito veinte personas. La empalizada humana se derrumbó junto a las ventanas, se puso a respirar y se diluyó por la sala. Una voz nerviosa y llena de bilis chocó con el rostro de cera del comandante. - ¿Y las camas, dónde están? El comandante dio un paso atrás y abrió la boca de asombro. - ¿Las camas? No las tenemos para sus personas. El suelo tampoco os irá mal. Yo mismo llevo cinco días durmiendo en un armario. ¿Y para qué queréis camas, si a lo mejor ya no os queda ni tiempo para echaros en ellas? Echarse al suelo y sin jaleos. La masa de personajes de grado no inferior al quinto se puso en movimiento. Llegó rodando hacia el comandante una enorme pelota de polo a caballo. Bajo el balón salían unas piernas envueltas en unos pantalones grises de gran anchura. Por arriba la pelota se cubría con una cabeza de un color pardo apopléjico con labios saltones. El balón tenía el cargo de consejero privado y título de senador. Alzando sus cortos brazos -parecía que se agitaran un par de salchichas sujetas a la pelota- el consejero privado se puso a chillar con un extraño pitido infantil: - ¿En el suelo? ¿”Echarse” en el suelo? ¿Quién? ¿Yo? ¿Un consejero privado? ¡Pégame un tiro, cerdo, sucio bandido! ¿Yo, un senador, caballero de la orden de Alejandro Nevski, andar tirado por el suelo? En mi vida he dormido en el suelo, ¿me entiendes, zoquete? Los ojos del comandante ahogándose en las ojeras marrones se redondearon de odio y se llenaron de sangre. - ¿No te echarás? - preguntó convencido-. ¡Lo harás, por tu madre te lo digo, maldito! En la porquería te echarás y te cubrirás con el estiércol. ¿Que no has dormido? ¿Y yo, he dormido? Yo, en la aldea, también me he acostumbrado a dormir bien; pero ahora sufro como un perro. ¡Y tú sufrirás, por tu madre te lo digo, maldito! - ¡Sin tutear, insolente! - pitó el consejero. El comandante apoyó ambas manos en las caderas, con el ceño fruncido y sonriente miraba al consejero. El rebaño humano se dividió en dos. Uno, el más grande, se alejó al rincón; otro rodeó al comandante y al consejero entre murmullos y ánimos encrespados. - ¡Queremos camas!... El consejero se hinchó de su acopio apopléjico de sangre, cogió el sillón en que se había subido el comandante cuando pasó lista, y, dándole vuelta de un impulso, lo tiró al suelo. Las patas se alzaron en el aire y una de ellas le dio al comandante en la rodilla. El comandante lanzó un grito y puso la mano en el bolsillo. El rezongante rebaño se dispersó como un saco de guisantes. El consejero y el comandante se encontraron solos uno frente al otro. De las mejillas abotargadas del consejero se fue diluyendo el color remolacha y sus labios se cubrieron de un opaco tono azulado. El comandante tiraba con dedos desobedientes del bolsillo hasta que no brilló apagado y frío el acero negro de la pistola. El arma se alzó a la altura del rostro del consejero. Alguien gritó en el rincón, al ver los labios mordidos del comandante y sus ojos vacíos y hundidos como el cañón de un revólver. Una manga gris se alzó en el aire, y sobre la mano temblorosa del comandante que apretaba el arma se posó una mano pequeña y seca. Una voz callada dijo: Borís Lavreniov 10 - No hace falta... El comandante giró la cabeza y se encontró con la mirada ardiente del hombre del capote gris de general. Los ojos del comandante se apagaron. - Oiga, abuelo, ¿por qué me agarra? -preguntó el comandante con dificultad, pero ya más tranquilo. Y Evgueni Pávlovich repitió: - No hace falta. El comandante bajó el revólver y lanzó un juramento. Pero sin escucharlo, Evgueni Pávlovich se dirigió a los que se habían apelotonado junto a la pared. - Señores, no vamos a irritarnos el uno al otro. El comandante no puede sacarse unas camas del bolsillo. Y si queremos pedir algo, lo tenemos que hacer de maneraorganizada y correcta. Ahora lo que tenemos que hacer es llenar los colchones. ¿Quién quiere ir? - ¡Vaya! -dijo el comandante, metiéndose el arma en los pantalones-. Este si, que es un buen abuelo. Por las buenas todo se puede hacer, pero de los gritos, mis buenos señores, más vale que se vayan olvidando. Recoge a unos cuantos para llenar los sacos. Un grupo de gente se reunió junto a la puerta. El comandante contó el grupo. - ¡Basta! Y usted, abuelo, tiene sesos, o sea que de momento usted será el responsable de la sala. Vigile el orden, y cuidado con los jaleos, ¿eh? -dijo dando a Evgueni Pávlovich unas palmadas en el hombro. Los elegidos salieron tras la puerta. El consejero privado, después de recuperar la respiración, hizo una mueca de desprecio y dejó caer en dirección a Evgueni Pávlovich: - ¡Va a hacer carrera, estimado señor! ¿Qué, quiere meterse a jefe rojo? Siga usted así y llegará a la horca. Evgueni Pávlovich dirigió su mirada a las mejillas todavía intranquilas del consejero. Y le dio lástima. Dijo para sí sin rabia y con cierta ternura: - “Míralo. En el pecho tendrás la medalla de Alejandro Nevski, pero lo que es con la cabeza no llegas ni a la de Ana de cuarta clase”. Pero en voz alta no dijo nada. El comandante les daba prisa para que salieran. - Andando que es gerundio -se dirigió al general con una sonrisa cansada. Al cabo de una hora -como las cucarachas-, todos se habían instalado por los rincones sobre la blanda y crujiente paja; los consejeros con los consejeros, los efectivos con los efectivos, los militares con los militares, y, como las cucarachas, se arrastraban de un lado a otro haciéndose visitas. El cuerpo agitado agradece un momento de paz sobre la paja crujiente. Evgueni Pávlovich, que sacudía el colchón para estar más cómodo, dijo de soslayo a su vecino: - ¡Interesantes acontecimientos!... Su vecino, un coronel sombrío, del color de la malaria, desplegaba en silencio la manta. Y contestó sin ganas: - Puede que sean interesantes, pero no creo que nosotros tengamos para mucho. - Tonterías -contestó Evgueni Pavlovich-, la muerte no me asusta en lo más mínimo. Lo que lamento es que no podamos ver el futuro. ¡Sí, lo lamento! - No hay nada que ver. Un futuro asqueroso, Excelencia. - No diga eso -respondió Evgueni Pávlovich poniendo bien la almohada-, el futuro siempre es maravilloso, sea quien sea el que se enfrente con él. Capítulo quinto. De las noches pasadas en la sala de las dos filas de ventanas se le quedó grabada para siempre la quinta. Se le grabó de manera brutal, hasta los menores detalles, helando su recuerdo con una escarcha aguda y penetrante. A las diez de la noche, después de entregar la lista del rancho al comandante, Evgueni Pávlovich se acostó en su saco. Un profundo cansancio lo dominaba. En el ajetreo y alarma de esos días el general no tuvo tiempo de dormir lo suficiente, y los párpados hinchados colgaban sobre sus ojos. Evgueni Pávlovich apuró la colilla que le había liado su vecino, el coronel, y, después de colocar su mano seca bajo la cabeza, se durmió con la boca abierta silbando con la nariz como un niño de pecho. La barba, de un brillo plateado opaco, se erguía hacia el techo. Y vio en sueños confusos y agobiantes: estaba él, Evgueni Pávlovich, acostado en el comedor de su casa y yacía en una bonita cuna con lazos de seda azul. Era un diminuto bebé de dos meses, pero su cara era la de un viejo, como ahora, y sobre los pañales se agitaba su barba. En lugar de la manta acolchada de un niño, Evgueni Pávlovich estaba cubierto por una manta de caballería con unas órdenes de San Andrés bordadas; no iba vestido con una camisa de niño, sino con el traje completo de general con sus condecoraciones. Junto a la cuna, en una mugrienta chaqueta de cuero, estaba sentada Pélinka con una de sus rugosas manos mecía la cunita y con la otra iba quitándole las condecoraciones con gesto breve, de repugnancia, como si fueran insectos. Pélinka le decía a Evgueni Pávlovich: - Estás lleno de costras, pobrecito. ¿Cómo te ha podido ocurrir una cosa así? Evgueni Pávlovich quería contestarle que todo eso pasará, que la piel seca caerá, pero de su boca no salían palabras, sino un agudo grito: - Ua-a-a-a. Evgueni Pávlovich levantó la cabeza y se despertó alzándose sobre un codo. El séptimo satélite 11 El grito todavía sonaba en el aire, y sólo después de que el comandante alzara de nuevo su voz desde la puerta Evgueni Pavlovich comprendió lo que pasaba: - ¡En pie-e-e! De nuevo como la primera tarde, la cinta de goma se estiró y se pegó a la pared y como antorchas de funeral se encendieron los ojos en los rostros sobre las filas; el cuadro parecía obra de un pintor fantástico y tenebroso que sufría horribles pesadillas. En las puertas abiertas al pasillo centelleaban como fuegos turbios y anaranjados las puntas de las bayonetas y se agitaban los gorros arrugados de los soldados. El comandante examinó las filas con sus pupilas claras y sin pestañear, meneó cansado la mandíbula y dijo: - ¡Adámov! Evgueni Pávlovich levantó su cabeza caída y miró a la cara al comandante con expresión tenaz e inteligente; al instante los dedos de las manos se le enfriaron y quedaron insensibles. Pero el comandante no se detuvo y mirar a Evgueni Pávlovich y con una mueca hosca le metió en la mano una hoja de papel. - Lee los nombres -le ordenó-. Al que se le nombre que salga a la puerta. Evgueni Pávlovich miró la hoja; las letras se hinchaban y se movían. Con voz débil y entrecortada leyó el primer nombre, y de la pared, como si se hubiera despegado, se retiró y al instante perdió su contacto vivo con los restantes el consejero privado que se parecía a una enorme pelota de polo a caballo. Como si se desmoronara en su marcha, arrastró pesadamente sus pies hacia la puerta, y esos quince pasos le costaron más esfuerzo que todo el espacio recorrido en su no corta vida. El esfuerzo se le notaba en la manera cómo colocaba los pies sobre el sucio parquet, con las puntas hacia dentro, de forma pesada y patosa. Los pantalones anchos y grises se enredaban entre las piernas, parecía que intentaran retenerlas, y éstas ya no se le doblaban, como si estuviera muerto. Tras el consejero marcharon otros, tan perdidos como aquél y de igual modo arrancados repentina y terriblemente de la vida, unos hombres que vieron tras la turbia niebla del pasillo, tras el brillo anaranjado de las bayonetas el vacío último e inevitable. En la lista había veintisiete nombres, los veintisiete nombres tenían otros tantos corazones que palpitaban con agitados golpes y oprimían sus músculos, como si ya les estuviera penetrando la punta ardiente y afilada de una bala. Balanceándose y con la mirada clavada en el techo para no ver sus caras y ojos, Evgueni Pávlovich dejó caer la lista ya leída; la hoja se desprendió de sus dedos y dando dos vueltas en el aire se posó en el suelo. El comandante, estirándose los correajes, dijo con voz sorda corriendo la vista a un rincón: - ¡Al pasillo! No cojan sus cosas. No hace falta. Reinaba el silencio. Nadie se movía y no separaban sus ojos de los que quedaban. - ¡Que salgan, he dicho! -gritó el comandante, y a Evgueni Pávlovich le pareció que su voz de un momento a otro iba a romperse, a estallar por un dolor insoportable para el propio comandante. Y entonces, despegándose pesadamente del suelo, echaron a andar unos pies de plomo y uno de los que se marchaban gritó con voz fina y sonora: - ¡Adiós, señores! ¡No nos guarden rencor!... Y -como si el grito fuera la luz de un faro que se clavaba en el alma con un claro resplandor que llamaba a la vida, por muy inútil y extraña que esta fuera aquí en la sala de las ventanas de dos filas, en los colchones de paja, con el rancho rancio, pero al fin y al cabo vida-, el consejeroprivado alzó alto las manos, atravesó corriendo la sala hacia aquellos que se quedaban y, con los ojos desorbitados, se agarró con sus dedos -como un bombero con su gancho a un tejado- a la solapa de una chaqueta. Evgueni Pávlovich cerró los ojos. En sus oídos resonó un chillido. Gritaba el consejero privado. Gritaba ronco y entrecortado, ahogándose y escupiendo. - ¡No quiero!... ¡No quiero!... ¡Quiero ir a casa!... ¡A casa!... Déjenme... ¡No quiero morir!... He servido al zar veintisiete años... veintisiete año-o-os... Evgueni Pávlovich despegó con dificultad las pestañas y se encontró con la mirada del comandante. Las pupilas verdes del comandante flotaban en unos ojos turbios y sus mejillas de cera como una tela sobre un mueble se tensaron en los pómulos prietas y estiradas. Evgueni Pávlovich levantó una mano, abrió la boca, pero el comandante repentinamente giró hacia la puerta donde se apretujaba la gente y exclamó: - ¡Andando al pasillo, por tu madre maldita! -su voz sonó amenazadora y desesperada, y cuando el montón de gente se agitó atravesando la puerta, llamó-: ¡Timoshuk! ¡Seredin! ¡Vañka! ¡Cogedlo! ¡Cogedlo, por todos los diablos! Los tres soldados agarraron al consejero. Qué terrible es la fuerza humana cuando quiere vivir. Retorciéndole las manos, agarrándole de los dedos sujetos al vestido del otro, entre bufidos y resoplidos, los soldados intentaban separar al consejero de su vecino. También el vecino, pálido, temblándole la mandíbula, intentaba a su vez desprender la solapa del consejero, horrorizado de que lo arrastraran junto con él tras la fatídica puerta. El consejero chillaba, escupía, mordía a los soldados en los dedos, se le hinchó la cara que parecía un absceso morado dispuesto a reventar y Borís Lavreniov 12 llenarlo todo con su putrefacta sangre negra. Tumbaron al consejero y lo arrastraron cogido de los sobacos hacia la puerta. Uno de los soldados sujetaba sus piernas que se alzaban y pegaban en el suelo con los tacones. La puerta se cerró. Y al instante, como por una orden, todos quedaron en silencio, petrificados en sus lugares escuchando con avidez el ruido de los forcejeos que se alejaban por el pasillo y los gritos cada vez más apagados. Se posó un silencio angustioso y metálico que, después de los gritos y del estruendo, silbaba agudo en los oídos. Con el silencio creció el terror. A Evgueni Pávlovich se le secó la saliva en la boca y sus labios quedaron pegados a los dientes. Se alejó hacia su lugar, donde dormía, y sólo allí se dio cuenta de que su vecino, el coronel de cara de malaria, también estaba en la lista. En su manta gris quedaron una cerilla quemada y una galleta a medio comer. Junto a la galleta sobre el pelo de la manta había diseminadas unas migas amarillentas. Evgueni Pávlovich recogió de manera mecánica las migas en la palma, las aplastó entre los dedos y las tiró al suelo. Recogió la cerilla, rascó la cabeza quemada, la rompió y también la tiró. Después de tirarla comprendió con la impresión de un momentáneo frío cortante que el coronel ya nunca más comería galletas ni encendería cerillas. De la impresión, por todo su cuerpo se agitaron como finos gusanos los nervios. Evgueni Pávlovich se mordió los labios. Por su mente pasó una idea rápida como el resplandor de una cerilla encendida: “¡Asesinos!...” Pero a su rostro asomó una sonrisa enfermiza y turbada, y el general se dijo a sí mismo estirando la manta sobre su cabeza para no ver la sala y a las personas agobiadas por el respirar de la muerte: “¡No es usted consecuente, Evgueni Pávlovich! Usted mismo hablaba de novedad jurídica, estimado señor profesor de historia del derecho. Pues bien: he aquí una de las novedades de esta misma historia”. De la calle intentaba penetrar persistente en la sala de la mansión el viento del otoño que en su huida del frío golpeaba el cristal con un termómetro exterior medio arrancado. Los golpes sonaban con el chasquido de los gatillos al alzarse. Evgueni Pávlovich estuvo escuchándolos hasta el amanecer mordiéndose los labios, sonriendo incómodo y escuchando el compacto murmullo de los hombres que tampoco dormían. Capítulo sexto. Como siempre, al pasar lista por la mañana, Evgueni Pávlovich señalaba con una punta de lápiz a los que eran llamados a declarar. Esa mañana se iniciaba la cuarta semana de arresto. Al acabar de pasar lista, ante los ojos de Evgueni Pávlovich empezaron a agitarse unos temblantes puntos grises que, como retazos de humo, se disolvían lentamente en las pupilas. Le temblaron las rodillas, notó una gran debilidad en los tendones y se le doblaron las piernas. Como en sueños, distinguiendo con dificultad los rostros de los hombres alineados, acabó de leer la lista. En tres semanas las tenebrosas noches de otoño arrancaron de la lista de detenidos sesenta y nueve personas que ya no volvieron, y la lista se acortó considerablemente. Después de señalar el último apellido de la lista, Evgueni Pávlovich la dobló y se sentó en el colchón apretándose las sienes con las palmas de las manos. Esta agotadora debilidad que no le permitía sostenerse pie, le nublaba la vista y balanceaba al general, había comenzado a partir de la segunda semana, y Evgueni Pávlovich sabía claramente a qué se debía: no comía lo suficiente. La salud del anciano no podía sobreponerse al hambre. El rancho era exiguo para calentar con la fuerza suficiente la sangre empobrecida por los años y lanzarla con mayor impulso por sus venas. El frío de las noches de otoño también se hacían notar en el gran espacio de la sala de dos filas de ventanas. Por las noches Evgueni Pávlovich a menudo se despertaba por los mordientes escalofríos y en vano se envolvía por todos lados con la manta. Los demás detenidos desde los primeros días de su encierro empezaron a recibir paquetes de productos de sus casas. Cada día los guardias llevaban a la sala pequeños sacos, paquetes y cestas con comida. Algunos afortunados recibían incluso demasiadas cosas y con los restos invitaban a sus vecinos. Evgueni Pávlovich no recibió ni un solo paquete. Aunque tampoco tenía de quién recibirlo. En la ciudad no tenía familia, los conocidos bastante hacían con cuidarse de sí mismos y, además, seguramente ni sabían nada de su situación. La vieja Pélinka estaba débil, era una mujer inculta y lenta de ideas, o sea que incluso en el caso de que quisiera enterarse dónde estaba su dueño tampoco lo lograría. En alguna ocasión Evgueni Pávlovich compartía los manjares de sus vecinos, pero no le gustaba hacerlo. Le parecía incómodo privar a las personas de su parte, y los pedazos que se le ofrecían se le quedaban a medio camino en la garganta; además, la mayoría de los detenidos trataban al general -algunos en secreto y otros de manera completamente abierta- con enemistad y hasta odio. Lo odiaban por ser Evgueni Pávlovich el responsable de la sala, porque “servía a los verdugos”, era un “traidor a la causa y a la Patria”. A menudo tras el general se deslizaba el susurro apagado pero manifiesto de sus enemigos: - ¡Ahí va el pelotillero rojo! - Lacayo bolchevique. - ¡Canalla!... El séptimo satélite 13 Una noche se acercó a Evgueni Pávlovich un hombre de blanca barba, miembro del Consejo de Estado cuyo nombre, en el pasado, se podía encontrar a menudo en los periódicos con los epítetos de “límpido”, “nuestro respetable”, “egregio hombre de Estado” y “columna del régimen”. La columna del régimen inclinó sobre Evgueni Pávlovich su cabeza calva y el reflejo amarillo de la bombilla se deslizó sobre esa superficie rosada como por una pulida bola de billar. - Perdóneme usted, Excelencia -dijo con ligero murmullo-, pero me parece que no tiene usted una idea clara en qué situación tan incómoda se está colocando con su comportamiento. Evgueni Pávlovich miraba la mancha brillanteque se deslizaba por la calva. Y de improviso esto le hizo mucha gracia, muchísima gracia, hasta el extremo de tener que reprimir los espasmos de una risa incontenible. Su interlocutor se dio cuenta del hecho y su rostro adquirió una expresión hermética y acusadora. - ¿Al parecer, mis palabras le resultan cómicas?... -preguntó con sarcasmo. Evgueni Pávlovich callaba y miraba el entrecejo de su interlocutor. El miembro del Consejo de Estado enrojeció. - Como a usted mejor le parezca, Excelencia. Mi deber es el de prevenirle. Usted mismo debe comprender la responsabilidad que sobre usted recaerá en primera instancia cuando se restablezca el poder legítimo. Pronunció la expresión “poder legítimo” con un tono trágico y levantó estirada la palma de su mano como si fuera a prestar juramento. Los ojos de Evgueni Pávlovich se cerraron hasta convertirse en dos rendijas. - ¿Acaso su Excelencia tiene el convencimiento de que este poder no es legítimo? -preguntó Evgueni Pávlovich en tono amable. Su visitante, con ojos redondos de asombro, ya amarillentos por los años, miró unos segundos al general, después se alzó con brusquedad y gesto de desagrado para alejarse veloz hacia su lugar. El general no pudo contener una suave risa en dirección al que se iba. En el momento de pasar lista, cuando ante sus ojos flotaban retazos de neblina, el general recordó con precisión la charla. Evgueni Pávlovich se quedó un rato más sentado en su colchón intentando reprimir una sensación desagradable y áspera en la garganta y unas crecientes náuseas. No obstante, cada vez se encontraba peor. Se levantó. La sala pareció flotar en una neblina lechosa. “Seguramente, debe ser del humo del tabaco” - pensó, y decidió salir al pasillo. Los detenidos podían pasear por el pasillo. En él, junto a la puerta, se encontraba sentado en un banco un soldado. Con el fusil entre las rodillas, la boca -de labios gruesos, infantiles- abierta, leía con esfuerzo el periódico. Evgueni Pávlovich le echó un rápido vistazo. Y le vino a la cabeza: “En nuestros tiempos, a un centinela leyendo un periódico le hubieran enseñado lo que es bueno. Y ahora mira a éste, parece pegado como una mosca a la miel. ¿Es bueno o no? Un soldado con ideas políticas. ¿Hará falta eso? En cualquier caso, si lee es que hará falta...” Los pensamientos resbalaban, se iban de un lado a otro. El general se apoyó en un saliente de la pared y levantó una mano hasta la frente. La palma se le quedó pegada a una piel fría, mojada de un sudor repugnante. El hecho lo dejó extrañado y lo asustó. Pero antes de que tuviera tiempo de meditar sobre ello, el velo de humo nuevamente cayó sobre él desde un invisible cielo. Sus manos resbalaron sobre el empapelado en un intento de aguantarse. El soldado dejó el periódico y se levantó de un salto al ver como en silencio, sin prisas deslizándose por la pared, cayó al suelo un cuerpo escuálido envuelto en una cazadora cruzada con solapas rojas. Evgueni Pávlovich recobró el conocimiento en una habitación abovedada, parecida a una capilla gótica. Sus paredes estaban recubiertas de oscuro roble tallado. Aquí, en el despacho del anterior propietario de la mansión, se había instalado el comandante. Las pupilas verdes e inmóviles del comandante observaban desde lo alto al general. Este se hallaba tendido en un amplio sofá de cuero, donde lo instalaron los soldados. En esos ojos se reflejaba la sencilla preocupación de un hombre. Evgueni Pávlovich se meneó y exhaló un leve gemido. El comandante tocó el hombro del yaciente. - No se menee, abuelo, no se menee. Estése aquí echado mientras llega el médico. ¿Qué le pasa? Evgueni Pávlovich agitó su barba. - La verdad es que no lo sé -balbuceó ronco como pidiendo disculpas-, me he caído, no sé cómo. Tengo una debilidad terrible... - ¿Y de qué está usted tan débil? -preguntó el comandante tocándose con un dedo la mejilla-. ¿De miedo, o qué? Evgueni Pávlovich halló fuerzas para menear negativamente la cabeza. - No... No tengo miedo. Creo que estoy débil simplemente por falta de comida. Ya soy viejo, no es la salud de antes -murmuró con tristeza, sintió lástima de sí mismo y de aquel tiempo que nunca volverá en que tenía músculos jóvenes y fuertes y el estómago no hacía caso del hambre. - ¡O sea que es eso!... -dijo el comandante-. Sí, en los tiempos que corren con lo que se come hasta un joven tiene que apretarse el cinturón. Borís Lavreniov 14 Crujió la puerta del cuarto. Acompañado de un soldado entró un médico joven. Al parecer, lo habían sacado de su casa y estaba mortalmente asustado. No sólo le temblaban las manos, sino también sus bigotes rubios, finos y peinados hacia arriba. - Camarada doctor -dijo el comandante indicando a Evgueni Pávlovich-, perdone, pues, la molestia, sólo hace falta examinar al abuelo que se nos ha puesto pocho. El doctor, que miraba intranquilo al comandante, recuperó el ánimo. Comprendió que no corría ningún peligro, y ya con gesto acostumbrado se desabrochó el abrigo y sacó del bolsillo de la chaqueta el brillante tubo de hueso del estetoscopio. - Quítese la chaqueta -ordenó a Evgueni Pávlovich. El general se levantó obediente y se desnudó. A la luz blanquecina de la mañana otoñal que penetraba a cuentagotas a través de los barrotes de la ventana, su propio cuerpo le pareció lastimoso e inútil. Tenía un tono amarillento enfermizo, y bajo la piel en carne de gallina sobresalían hinchadas en arcos rígidos las costillas. El doctor se inclinó y colocó junto a la clavícula de Evgueni Pávlovich el estetoscopio. Los soldados que habían acompañado al médico cesaron en su charla, reinó el silencio y durante unos cuantos minutos el general sólo oyó su débil y ronca respiración. - ¿Cuántos años tiene? -preguntó el médico plegando el estetoscopio. - Cincuenta y siete. - Bueno, no tiene nada de particular -dijo el doctor dirigiéndose al comandante y viendo en él al personaje oficial-, anemia, catarro de las cúspides, alimentación muy deficiente. El desmayo sobrevino por su debilidad, y ésta se debe a la falta de alimentación y falta de aire fresco. A la edad del paciente... - Comprendido - lo interrumpió el comandante-. Ya puede largarse a casa. Ya pensaremos en algo. ¿No le receta nada? - No. El paciente no necesita ninguna medicina. Aire y una alimentación intensiva. Nada más. Se marchó el doctor. Evgueni Pávlovich se embutía en su chaqueta. Del frío, cada vez temblaba más y no daba con las mangas. El comandante sin pensarlo le ayudó a vestirse, pero su mente estaba en otra parte, y cuando Evgueni Pávlovich se hubo abrochado, el comandante, como si despertara, detuvo sobre él sus verdes y brillantes pupilas. - ¿Qué pasa con usted, abuelo? A los demás les traen su pienso de casa, y los suyos, ¿qué? ¿se han olvidado de usted o tienen miedo a que les veamos la cara? - No tengo a nadie en la ciudad -respondió indolente el general. - ¿Y dónde están los suyos? - Mi mujer ha muerto, a mi hijo lo han matado durante la guerra, y dos hijas las tengo casadas, en el Sur. Aquí sólo vivía conmigo una sirvienta muy vieja. Es muy mayor, es débil y además analfabeta, o sea no puede hacer nada. Lo más seguro es que no sepa ni dónde estoy, y yo no tengo manera de avisarla. Me encuentro completamente solo -dijo Evgueni Pávlovich con profunda desesperación y levantó la mirada al comandante. De nuevo vio en sus ojos la normal lástima que puede sentir un hombre. El comandante pensaba con el ceño fruncido. - ¿Y dónde está su casa, abuelo? -preguntó al fin. - Vivía en la Zajárievskaya -contestó Evgueni Pávlovich-, casa veintisiete. El comandante colocó su mano sobre el hombro del general y dijo con voz deliberadamente animosa y alegre: - Ahora abuelo vaya a su sala y acuéstese. Y yo mañana, cuando esté libre del servicio, me acercaréun momento a ver a su criada, hablaré con ella para que le traiga algo de comer. - Gracias -dijo Evgueni Pávlovich y enrojeció-. Lo cierto es que me resulta violento causarle molestias. Le escribiré a Pélinka para que venda mis cosas y me compre comida. - No, eso de escribir no está permitido. Usted dígame lo que sea y yo se lo transmito. Evgueni Pávlovich pensó un rato. - Entonces, dígale que venda las cucharas de plata del cajón de la izquierda del aparador, después, la pitillera de oro, ella sabe donde está. Con esto me bastará mientras viva. - ¿Y por qué tendría que morirse, abuelo? - preguntó el comandante. Evgueni Pávlovich no contestó y miró con asombro al comandante. Este comprendió lo que el general no se atrevía a pronunciar y que recorría el rostro del anciano con una sombra siniestra. El comandante sonrió con mueca torcida. - S-s-í-í claro -dijo en tono de circunstancia-. Si de mí dependiera, ya lo hubiera soltado a los cuatro vientos. Usted es tan peligroso para el proletariado como los huevos de un gallo, y perdone la expresión. Evgueni Pávlovich callaba. Los dos se sintieron incómodos y el comandante concluyó la conversación en tono oficial: - Bueno, abuelo, vuélvase a la sala. Pronto hay que repartir la comida. Evgueni Pávlovich salió al pasillo y marchó hacia la sala con pasos lentos sosteniéndose en la pared. Capítulo séptimo. ¿Quién no recuerda aquel jabón? Era maravilloso. Su color espeso, de un marrón ardiente, acariciaba dulcemente nuestra vista en el año dieciocho y en los que le siguieron, hasta mil novecientos veintidós, cuando la república cambió la espada por el arado y los héroes empezaron a lavarse las manos con el El séptimo satélite 15 aromático y espumoso “rond”. Ninguna treta de la propaganda burguesa nos expulsará del corazón el entrañable recuerdo de aquel jabón de mil novecientos dieciocho. Se entregaba con cartilla y para conseguirlo se tenía que estar horas en sombrías colas en las calles desiertas cubiertas de montones de nieve. Al recibir este paquete de aspecto nada atrayente, cada uno de nosotros experimentaba una sensación parecida a la del que había alcanzado el polo Norte o resuelto el decisivo problema de alargar la vida humana. Marchábamos a nuestras casas heladas por falta de calefacción, tropezando en los montones de nieve, cayendo, pero apretando con cuidado este preciado tesoro. A menudo, en aquellos días en que los trenes no traían harina lo distribuían en vez de pan. Y, al conseguirlo, esta adquisición tenía su candor y su sabiduría. ¡Y el olor! Acuérdense del olor. Esa mezcla nunca vista y nunca repetida. Olía a pescado, grasa de botas, matarratas, naftalina, fenal, a podrido, y todos esos olores al mezclarse y amontonarse uno sobre el otro creaban un aroma único, triunfal y victorioso. En aquellos lugares en que se acumulaban más de diez kilos de aquel jabón se ahogaban todos los demás olores en un radio de hasta veinte metros. ¿Recuerdan ustedes cuando al llegar a casa, después de intentar en vano encender su diminuta estufa de hierro con madera de pino mojada, de repente se sentía venir de un rincón en donde se apilaba este jabón como ladrillos de una obra el fuerte y penetrante olor que le daba nuevos ánimos y le llamaba a la calma, a la paciencia?... Evgueni Pávlovich, inclinado sobre la pila del lavabo, enjabonaba con paciencia la pernera izquierda de los calzones. Del grifo salía un chorrillo fino y plateado de agua que caía trenzado como el café de una cafetera. Las manos del general, desnudas hasta los codos, se llenaron del rubor de la sangre que afluía a ellas. Se alzaba un vapor transparente. Era difícil lavar. El jabón dejaba en los calzones unas rayas marrones casi invisibles. Con el agua helada estas rayas no sólo no se deshacían en espuma sino que parecía que se grabaran para siempre en la tela. Evgueni Pávlovich se enderezó y con gesto distraído se frotó la frente con el revés mojado de su mano. Después de dejar el jabón a un lado, alzó con esfuerzo los calzones mojados y, manteniéndolos en el chorro de agua, comenzó a aplastarlos y frotar. En los movimientos de sus manos se percibía una seguridad indolente y hábil, como si para el general el arte de lavar no tuviera secretos. Y así era, en realidad. Cuando Evgueni Pávlovich descubrió que las dos mudas que se llevó consigo al ser detenido adquirieron un tono crepuscular, se acordó de sus travesuras de pequeño, por las que a menudo recibía de su madre. Cuando en casa de los Adámov se lavaba la ropa, el niño se metía secretamente en la cocina para reunirse con las lavanderas. Le divertía el proceso mismo del lavado, las nubes de vapor, el agua caliente y acariciadora de la tina, las montañas de espuma algodonosa y burbujeante, las manos hundidas en ella y cubiertas delicada y cuidadosamente por la espuma. Las lavanderas se enfadaban y echaban al pequeño de la cocina, pero él introducía en sus enrojecidas manos monedas y dulces hurtados del comedor, y las lavanderas, entre risas, dejaban que el niño jugara en la tina hasta que su madre no lo encontraba allí y lo sacaba entre protestas y estirones de su caprichoso hijo. Así, en broma, Evgueni Pávlovich dominó el arte de lavar. El general suspiró y dejó los calzones en la pila. Se inclinó y alzó del suelo una tetera de bronce llena de agua hirviendo distribuida en el almuerzo, y, después de cerrar con un periódico el agujero del lavabo, vertió el agua caliente. Las rayas marrones que dejó el jabón en la tela se disolvieron lentamente hasta desaparecer, Evgueni Pávlovich hundió sus manos en el agua caliente, con la cara arrugada y su barba en movimiento, de nuevo empezó a frotar con fuerza. Una sonrisa infantil de satisfacción desplegó sus labios contraídos. La ropa adquiría un color blanco, el suyo original, y el agua cada vez más fría se enturbió y recogió el gris de la ropa. Después de frotar una pernera y la otra, el general soltó el agua y enjuagó lo lavado en una nueva porción de agua fría. Al fin se puso a escurrir. Pero las manos le temblaban de cansancio y el agua goteaba débilmente de la ropa escurrida. A su espalda se oyó el golpear de una puerta. - ¡Adámov! ¿Estás aquí, o qué? Evgueni Pávlovich se volvió y vio en la puerta al soldado Proshka. Proshka miraba al general y a la ropa retorcida en sus manos con una gran sonrisa amplia. - ¡Igualito que la lavandera Matriona! Te está buscando el comandante. -Y saliendo al pasillo, Proshka gritó-: ¡Camarada comandante! ¡Aquí está Adámov! En los últimos días el comandante no pudo ir, como le había prometido, a casa del general y hablar con Pélinka. Llegaron unos tiempos locos y movidos. En la ciudad se hizo una gran redada de atracadores, ladrones y especuladores. A lo largo de los últimos tres días iban trayendo en pequeñas partidas todo tipo de maleantes comunes. Una parte se colocó en dos habitaciones contiguas a la sala de la mansión, y otra se metió en la sala, en los lugares ya vacíos de los fusilados. Los consejeros y generales, los chambelanes y fabricantes se mezclaron con Borís Lavreniov 16 atracadores y rateros, bandidos y traficantes de droga. Los presos comunes trajeron consigo los gestos desenfadados y la turbia blasfemia de presido y al mismo tiempo el aplomo y la indolente alegría de los hombres desesperados que se juegan la última carta. En la sala los ánimos se tranquilizaron y subieron de tono. Sólo un grupo insignificante de aristócratas políticos propuso a los demás hacer una protesta por verse mezclados con los comunes, pero nadie los secundó. La mayoría estaba contenta con la entrada de estos vecinos despreocupados. Su aparición creó la impresión de que en la sala había irrumpido y de nuevo empezaba a bullir -ruidosa y juvenil- la vida, una vida con la cual muchos ya se habían despedido. El comandante
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