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Lavreniov - El séptimo satélite

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EELL SSÉÉPPTTIIMMOO SSAATTÉÉLLIITTEE 
 
 
Borís Lavreniov 
 
 
Edición: Progreso, Moscú 1980. 
Lengua: Castellano. 
Digitalización: Koba. 
Distribución: http://bolchetvo.blogspot.com/ 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL SÉPTIMO SATÉLITE 
 
 
Capítulo primero. 
A través de la ventana se veía cómo un camión 
pasaba delante de la casa retumbando con estrépito 
por encima de un empedrado destruido y dejando tras 
de sí una estela azulada de hedor a gasolina. 
El camión parecía un erizo; corría husmeando el 
camino con el hocico chato del radiador. Las 
bayonetas de los soldados del ejército rojo se erguían 
en él en todas direcciones como las agujas enhiestas 
del animal. 
Al pasar junto a la ventana se oyeron dos 
detonaciones. No quedó claro si los disparos fueron 
casuales o pretendían asustar a alguien. El camión se 
perdió de vista. 
Evgueni Pávlovich dijo en voz alta moviendo la 
cabeza: 
- ¡Qué país más asombroso! Han pasado ya tres 
años de lucha y, como el primer día, se sigue sin 
cuidar ni de los hombres ni de las balas. Sólo ha 
cambiado el objeto a quien van dirigidos. 
Se paseó por el despacho. En su deambular se 
apercibió de que en la pared se había inclinado el 
retrato de su difunta esposa, un cuadro pesado 
enmarcado en roble. Se acercó a él y con movimiento 
acostumbrado lo colocó derecho, pero al instante 
pensó: “¿Para qué? Si todo anda torcido”. 
Se movió la cortina de la puerta que daba al 
comedor, tras ella apareció el rostro afilado de una 
anciana. 
- ¿Qué hay, Pélinka? -preguntó el general. 
Pélinka, Pelagueia, era la última persona fiel. 
Llevaba a sus espaldas treinta años de vida entre las 
mismas paredes con Evgueni Pávlovich y mantenía 
ese apego irracional que sienten los viejos hacia el 
señorito solitario y abandonado por todos. 
Entornando los ojos, Pelaguéia pronunció con el 
ceceo de los desdentados: 
- ¿Andash y andash, mi buen sheñosh?... ¡Qué 
tiempos nosh han llegado!... Todo el mundo va de un 
shitio pa otro shin parar. 
Evgueni Pávlovich se detuvo e imitándola le dijo 
en broma: 
- ¿Y tú qué, shentadita todo el día, eh, viejita? 
¿Shentadita en la shilla? 
La vieja mujer movió su seca mano, se inclinó y 
limpió con el delantal la ceniza del parquet. Evgueni 
Pávlovich torció los labios con sonrisa irónica. 
- ¿Sigues limpiando? La costumbre. Eh, vieja, 
¿cuando entres en el cielo a lo mejor por costumbre 
también barrerás la entrada?- Y agregó-: Pélinka, me 
voy al mercado. A ver si compro algo, 
Pelagueia le acompañó a la entrada y le ayudó a 
ponerse el capote. Le temblaba la barbilla. Al cerrar 
la puerta se estuvo largo rato hurgando con la cadena 
sin lograr meterla en el orificio. El tintineo de la 
cadena acompañó a Evgueni Pávlovich por la 
escalera. 
En el rellano inferior se topó de frente con el 
vecino, el ingeniero Arandarenko. El encuentro no 
era del agrado del general, porque personas tan 
habladoras como Arandarenko siempre le parecían 
poco serias, como juguetes de cuerda o tordos sabios 
amaestrados; y en los tiempos que corrían lo irritaban 
de manera especial. 
Después de saludarlo con una inclinación de 
cabeza quiso pasar de largo, pero Arandarenko le 
cortó el paso con sus casi cien kilos de carne, y un 
botón del capote del general se puso a dar vueltas 
entre los dedos apepinados del vecino. 
- ¡Se le saluda, Excelencia, se le saluda!... Bueno, 
¿qué me dice? ¿Eh? La cabeza da vuelta a la espalda. 
¿Usted se da cuenta?, no les hacen falta nuestros 
conocimientos. ¿Eh? Nos dicen: “Cualquier cocinera 
puede dirigir la política”. ¡Una cocinera! ¿Eh? ¡Una 
cocinera ministro! Y usted y yo a la cocina, de 
pinches. ¿Qué le parece? Un ingeniero eléctrico y un 
profesor de la academia militar de jurisprudencia de 
pinches de cocina. ¡Es para volverse loco! ¿Eh? 
El botón estaba cada vez más enrollado y parecía 
que Arandarenko lo iba arrancar con tela y todo. El 
general, viendo eso y por otra razón que no veía con 
claridad, sintió un odio amargo hacia el ingeniero y 
le contestó cortante: 
- No juzguéis y no seréis juzgados. 
Arandarenko soltó el botón y dio un chasquido 
con la lengua. 
- ¿Está abatido, apático, Evgueni Pávlovich? Esto 
no nos está permitido, mi buen amigo. Hay que 
luchar hasta la última gota. Somos intelectuales... 
Estaba claro que el ingeniero tenía cuerda para 
rato. Para salvarse de la situación y ganar su batalla, 
el general dijo con subrayada amabilidad: 
- Se lo ruego, charlemos a la tarde... Me voy 
corriendo al mercado, perdóneme, si no, llegaré 
 Borís Lavreniov 
 
 
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tarde. 
Se acercó la mano a la visera y se escabulló en un 
movimiento envolvente a lo largo de la pared y 
después de esquivar al ingeniero salió a la calle. Al 
salir miró a su alrededor. Era triste y curioso mirar la 
calle. 
Se estaba desmoronando. Unas escamas secas y 
contagiosas se desprendían del cuerpo pétreo de la 
ciudad, la calle se descascarillaba entre crepitaciones 
y silbidos y las escamas volaban por calzadas y 
aceras azotadas por ráfagas mojadas de viento 
húmedo que soplaba del mar. Se desprendían de 
todas partes. De los labios indolentes de los 
viandantes que deambulaban distraídos, caía como 
cáscaras de girasol; de las paredes, en forma de 
trozos coloreados de yeso y estuco; de los mortecinos 
anuncios colgantes, en cuadraditos regulares de 
pintura seca y finísimas películas de purpurina. 
La calle cada día quedaba más desnuda con un 
indolente y desalmado cinismo. 
Hasta la gente parecía escamas marchitas lanzadas 
al viento húmedo de sus dolidas casas. 
El propio Evgueni Pávlovich creía ser esa misma 
costra seca desprendida de un cuerpo destruido que 
ha soportado ya los momentos fatídicos de la crisis, 
arrastrada por el viento a través del mundo 
fantasmagórico de la desnuda calle. 
El viento alzaba las faldas del capote poniendo al 
descubierto las rojas intimidades del forro, tiraba de 
una trincha arrancada de una de las alas, se enredaba 
entre las secas piernas cubiertas de unos tubos en 
diagonal con dos bandas de general. 
El viento se hermanó con el tiempo. Le daba 
decididamente igual la edad o condición del profesor 
de la Academia de Jurisprudencia. Le azotaba la cara, 
soplaba descaradamente en los oídos de Evgueni 
Pávlovich, lo llevaba de un lado a otro y arrastraba su 
cuerpo escuálido por la acera usando el capote como 
vela. 
El capote se le hinchaba en la espalda como una 
gran joroba. De sus hombros colgaban los cabos de 
los galones cortados. Daba pereza limpiar los hilos 
que quedaban y la mano no subía a arrancarlos. 
En su viaje flotante por la calle iba mirando a 
ambos lados de ella con la curiosidad indiferente del 
capitán que por centésima vez dirige su barco entre 
orillas conocidas y aburridas ya hace tiempo. El 
capitán ya ni se da cuenta de las orillas, sólo le saltan 
a los ojos los cambios en sus contornos que se han 
producido en el lapso de dos recorridos. 
Lo mismo sucedía con la calle. Evgueni Pávlovich 
observó que en el curso de una noche el tiempo y el 
viento royeron el bollo dorado de la panadería 
cerrada y tapiada. La purpurina y el yeso se 
convirtieron en polvo, y de la forma flamante del 
bollo sobresalía ridículo un alambre oxidado. 
Evgueni Pávlovich en su lucha contra el viento se 
puso a la deriva y alzó hacia el bollo su puntiaguda 
barbita. De improviso y, al parecer, sin motivo 
alguno, le vino a la cabeza la idea de que “a Kolia le 
gustaban con mermelada de frambuesa”. 
Y recordó, como si estuviera vivo, a su hijo, 
coracero muerto a principios de la guerra cerca de 
Gumbinen. No recordó al sonoro y brillante cometa 
con su reluciente peto de coracero y su coleto de 
color nieve azulada, sino al chiquillo de cinco años. 
Iba entonces en unos pantalones cortos de terciopelo, 
tenía una carita sonrosada y en la mano llevaba el 
bollo con mermelada de frambuesa; en torno a la 
boca y en la punta de la nariz, que parecía un botón, 
llevaba pegada la pasta dulce yencarnada. 
Evgueni Pávlovich suspiró, encorvó los hombros 
y de nuevo entregándose al viento siguió navegando 
hacia delante. 
En la esquina del Liteini chocó con un escollo. 
De hecho se trataba tan sólo de un simple marino. 
Ancho de hombros, los ojos grises y traviesos, estaba 
en la acera con su chaquetón y una carabina corta al 
hombro, examinaba a los viandantes con mirada 
perspicaz. Los que por allí pasaban lo evitaban en su 
marcha. El hombre se alzaba entre la espuma de la 
multitud como una roca sólida que cortaba la 
agitación reinante. 
El viento jugaba con el pendiente de plata que le 
colgaba de la oreja izquierda, 
El marino dejó resbalar divertido su mirada sobre 
el forro rojo del capote y las franjas en los hombros. 
Guiñándole un ojo, comentó: 
- ¿Mudando de pelo, criatura de Dios, eh, 
general? 
La respuesta vino por si sola, sin pensarlo mucho. 
- Aprendo de la naturaleza. Para renovarse hay 
que mudar de pelo. Así lo hacen las sabias serpientes. 
El marino se subió la carabina que le caía por el 
hombro y con manifiesta buena voluntad dejó caer 
las palabras: 
- Pues muda, muda, sabia serpiente, pero date 
prisa, porque si no, pronto a tus hermanos generales 
les vamos a ametrallar a manadas, por compañías. 
A Evgueni Pávlovich le dio por el sarcasmo y, 
apuntando con su barba puntiaguda al marino, 
preguntó: 
- ¿Quieres decir que en esto es el consumo 
socialista? Pues, amigo mío, el producto es malo. 
Después de hablar se dio cuenta que la ironía no 
se veía por ninguna parte. El marino se quedó serio, 
apretó los labios y en silencio señaló al otro lado de 
la calle; en la pared se veía una hoja de imprenta 
reciente. 
- Échale un vistazo, criatura de Dios, así lo 
entenderás -lanzó en dirección a Evgueni Pávlovich 
que ya se iba. 
Evgueni Pávlovich se acercó a la hoja. El papel 
echaba un olor ácido nauseabundo de engrudo, tenía 
un color gris, todo repleto de briznas de madera. Las 
líneas gruesas estaban formadas por filas prietas de 
El séptimo satélite 
 
 
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letras desleídas de brea. 
Debido a su miopía, Evgueni Pávlovich se inclinó 
hasta el mismo texto rascando la hoja con el cepillo 
plateado de su barba. Los ojos desentrañaban las 
palabras: 
“... al asesinato del camarada Uritski, al atentado 
contra el jefe de la revolución mundial camarada 
Lenin, el proletariado responderá con golpe mortal 
contra la putrefacta burguesía. No ojo por ojo, sino 
mil ojos por uno. Mil vidas de la burguesía por la 
vida del jefe. ¡Viva el terror rojo!” 
La fina barba dejó de rascar la hoja. El general se 
apartó de la pared y estuvo parado un rato entornados 
los ojos. Moviendo los labios, como si mascara algo, 
se estremeció y siguió su camino hacia el mercado. 
En el bolsillo palpó la cajita de los gemelos de oro 
que había preparado para vender hoy. 
 
Capítulo segundo. 
La iglesia blanca y achatada, con la cúpula central 
redonda y las laterales pintadas de turquesa y oro, se 
había convertido en algo parecido al eje de un tiovivo 
en torno al cual todo daba vueltas, aunque ella misma 
permaneciera inmóvil e imponente mirando con ojos 
huraños la enloquecida muchedumbre. 
Una música chirriante acababa de dar al 
espectáculo su semejanza con un tiovivo. 
Junto a la misma verja de la iglesia, bajo un viejo 
cañón turco hundido en el suelo, plantado como un 
poste, un hombre con abrigo de piel de cordero y un 
ojo cubierto con un pañuelo negro daba vueltas al 
manubrio de un organillo. Los tubos desvencijados 
aullaban estridentes y melancólicos al cielo 
transparente del último día de agosto. 
El hombre miraba al suelo. De sus mejillas salían 
disparados a ambos lados unos bigotes espesos y 
frondosos con sus guías. Parecían las antenas de un 
gran escarabajo peludo y hasta se movían y 
temblaban al modo de aquel. Entre las canosas guías 
se escondía una nariz afilada con su buena joroba. 
Encima del organillo había un gorro con un 
cerquillo rojo y un agujero en el lugar de la cucarda. 
Estaba inflada hasta la mitad de papelitos, sellos 
militares, monedas de cincuenta kopeks y rublos; a 
un lado, en el forro de cuero del cerquillo, se 
apretaba huérfana hasta un verde de los de Kerenski. 
Algunas personas lanzaban sobre el organillero 
miradas curiosas y raudas. No hacía mucho le daba 
vueltas al gobierno como ahora lo hacía al manubrio 
del organillo, y su cara era conocida en todo el país, 
repetida centenares de veces en las páginas de las 
revistas y periódicos. 
En el pliegue de sus labios y en el aspecto 
venerable de su nariz aguileña se escondía el orgullo 
secular de los senadores romanos arrebujados en sus 
togas que, desarmados, en silencio, esperaban los 
golpes mortales de las ordas bárbaras que ya habían 
penetrado en el foro. 
A su alrededor, a lo largo de toda la valla, con sus 
espaldas apretadas contra las picas y cañones de 
aquella, de pie y sentados se hallaban otros de 
aquellos senadores de la Antigua Roma. 
Las vísceras de las villas, palacios y pisos 
ministeriales, agitadas por espasmos borbotantes de 
la época, vomitaban bajo la verja de la iglesia la más 
fantástica diversidad de objetos. 
Las damas de la corte, jóvenes y ya no tanto, 
delgadas y gruesas, maravillosas y monstruosas, pero 
rebosando magnificencia y modales exquisitos, 
movían las manos en las cuales oscilaba colgante 
toda la grandeza de la mercancía que se mostraba a 
los bárbaros victoriosos. 
Lazos, tules, entredoses, bordados, la 
majestuosidad sofocante del terciopelo de Lyon, el. 
lustre agobiante de las sedas heredadas, las 
refulgentes plumas de los pavos reales en los 
mantones de abuelas y bisabuelas, crespón de China 
de asombrosa blancura, finísima batista que durante 
años se preparaba para las bodas y sus 
correspondientes noches, lienzos de Brabante, 
encajes de Alencon y calados en los que perdieron la 
vista bordadoras de Riázán, Kursk y Moscú, bolsos, 
espejillos, polveras de oro y plata, monederos, 
dedales, alfileteros, neceseres dejaban asombrados y 
presos de agitación a los ingenuos compradores. 
Las damas movían las manos, las damas -con sus 
labios acostumbrados a los tonos musicales de la 
lengua francesa, a los títulos encumbrados: Votre 
Majesté, Votre Altesse impériale, mon prince, 
monsieur le comte-, con esos labios, lanzaban 
terribles expresiones: 
- ¡Vendo barato, quién compra! ¡Encajes, sedas, 
pantalones, céfiro! 
¡O, cómo se contraen los labios con la palabra 
“Pantalones”! ¡Qué indignación para su espíritu! 
Un año antes, esa palabra se pronunciaba sólo en 
voz baja en charlas íntimas con las mejores amigas, 
en el fondo de silenciosos boudoires y suscitaba el 
temblor de un espanto secreto. Y ahora hacía falta 
gritarlo cuanto más alto mejor, con la mayor claridad, 
para que el comprador supiera bien qué compra. 
Y tras esas damas, filas de consejeros civiles 
efectivos y privados, oficiales y generales ayudantes 
del Emperador; y también aquí se ven finísimos 
tejidos de redingote inglés, las colas de golondrina de 
los fracs, las redondeces de los chaqués, pantalones 
de rayas, pantalones a cuadros, pantalones de tonos 
achambelanados de dulcísima crema con cintas de 
oro, chalecos de colores, corbatas, cuellos, pitilleras, 
bastones, sombreros de fieltro Borsalino, la paja 
sedosa de las panamas, el trenzado del canotier, 
paños opacos de los bombines, terciopelo reluciente 
de los clacs, esmaltes de las estrellas, galones de los 
más diversos cargos y graduaciones. 
Los bárbaros cegados de emoción se lanzan sobre 
todo ese esplendor que les excita. 
 Borís Lavreniov 
 
 
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Ah, que bien recoger un festivo pañuelo de aldea 
con una estrella de Santa Ana o San Stanislav; y un 
bastón con empuñadura de marfil obra de Falguier es 
tan cómodo para dar en las costillas a los terneros y 
cerdos que se quieren meter en el pajar; los bordes de 
las pellizas de fiesta pueden verse adornados con las 
cintas doradas que antes colgaban en los pechos de 
los dignatariosy maestros de ceremonias; de las 
polveras plateadas de Lialik se pueden hacer unos 
candiles maravillosos y económicos que sustituirán 
las viejas teas. 
En un país transfigurado cualquiera sabe la 
cantidad de cosas que pueden ser útiles de la herencia 
de una clase que ya ha perdido su papel… 
Y si está contento el comprador que palpa los 
deslumbrantes tornasoles de una falda con volantes 
plisada y crujiente de la cual saldrá, para envidia de 
todos, una prenda apabullante que una moza del 
pueblo lucirá en el baile, también está satisfecho el 
vendedor. 
Pues el mercado es universal. 
 ¿Qué son las tiendas de diez pisos de Au Ron 
Marché y otros almacenes universales con vitrinas de 
cristal y escaleras de mármol, en compara con el 
mercado de la república en el año dieciocho, si en 
aquellas no se puede comprar mijo sin limpiar del 
que se hace unas gachas tan reconstituyentes, tocino 
fresco, alforfón, nata, panecillos y, finalmente, el más 
democrático, pero encantador pan de centeno con su 
fascinante olor a salvado y su corteza crujiente de un 
marrón dorado? 
¿Para qué las escaleras de mármol y vitrinas de 
vidrio cuando en ellas no encontrarás ni la sombra 
del romanticismo fantástico, ni el eco de la obstinada 
y maravillosa lucha por la vida?... 
Gira el enloquecido y vocinglero carrusel del 
mercado en torno a la achatada iglesia; se oye el 
frufrú de las sedas y batistas, resuenan bajo los duros 
dedos de los compradores los bombines y canotiers, 
crujen cosquilleantes los billetes de Kerenski y 
Románov, y el hombre de los bigotes que tiemblan 
como antenas de un gran escarabajo peludo hace 
girar con su mano huesuda la manivela del organillo. 
Evgueni Pávlovich, hundido en la muchedumbre, 
se hizo paso hasta las picas de la verja de la iglesia y 
allí recuperó la respiración. 
Ahora hay que adoptar un aire digno de hombre 
indiferente, ignorar a todos conocidos: éste es el 
código de honor del mercado, pues es doloroso 
mirarse a los ojos, porque en los ojos del conocido, 
como el reflejo del asesino en la retina de la víctima, 
siempre pueden vislumbrarse recuerdos inoportunos. 
Había que apretar el brazo con el codo a la cadera, 
estirar la mano con la palma en forma de cuenco 
hacía arriba, poner sobre ella la cajita de terciopelo 
con los gemelos y, después de adoptar un aire de 
persona ajena a todo aquello, esperar las 
consecuencias. 
No tuvo que esperar mucho. 
Un hombre pelirrojo con chaquetón de cordero 
(aunque, a pesar del viento, el día era temprano, nada 
frío) emergió de la masa que se deslizaba frente a los 
vendedores y se colocó ante Evgueni Pávlovich. 
Por su frente corrían negros chorrillos de sudor 
que nacían bajo su gorro de piel y descendían a una 
nariz delgada y torcida hacia la mejilla izquierda. El 
pelirrojo miró un rato los gemelos, después paseó sus 
ojos transparentes y amarillos por el capote del 
general, por la barba puntiaguda y la gorra de 
Evgueni Pávlovich. 
Después de frotarse con el revés de la mano el 
sudor de su frente, dijo: 
- ¡Maldita sea, madre mía! Te puedes ahogar con 
estas pieles. ¡Igual que si te metieran en una caldera 
de vapor y te echaran atmósferas!... 
- ¿Y para qué va usted en chaquetón? -inquirió 
Evgueni Pávlovich. 
El pelirrojo se dio un manotazo en la cadera. 
- Pero, qué tonto, madre mía. Dime entonces 
dónde lo llevo si acabo de comprarlo. Pesa lo suyo 
para llevarlo en la mano. Así que ya ves, a aguantarse 
-y, pasando directamente al grano, señaló con un 
dedo los gemelos-. ¿Que los vendes, camarada 
Excelencia? 
La barbita de Evgueni Pávlovich se movió de 
arriba abajo. El comprador tomó la cajita y la movió 
en sus manos. El débil sol estalló con suave brillo en 
los bordes dorados de los gemelos. El pelirrojo bajó 
su torcida nariz hasta la misma caja. 
- ¿De oro? 
- Detrás tiene el sello. 
- Hum... ¿Y qué es esa mujer con pesas que tiene 
aquí? ¿Una vendedora, o qué? 
Tuvo que dejar pasar un momento para responder, 
mientras contenía una risa nada conveniente. 
Después ya sereno, contestó: 
- Es la diosa de la Justicia Temis. Y en las pesas 
están las obras de los hombres. 
Y recordó el día en que los estudiantes de la 
academia le regalaron los gemelos y lo felicitaron por 
su ascenso a general mayor. Pero el recuerdo era 
remoto, cubierto por la neblina del tiempo, y al 
instante desapareció. 
- Timos -dijo alargando la palabra, con 
desconfianza-. Bobadas, camarada Excelencia. 
Cuentos del otro mundo. No hay forma de pesar las 
obras que hacen los hombres. A los hombres sí que 
se les puede colgar y pesar, eso no se lo discuto. Con 
que haya un buen trozo de cuerda, basta. Pero 
nuestros actos no hay manera de pesarlos, los pesos 
no aguantarán tanta porquería. ¿Cuánto pides? 
Evgueni Pávlovich miró de reojo al comprador. 
Su torcida nariz seguía paseándose sobre los 
gemelos. 
Las palabras le salieron con facilidad y en tono 
seguro: 
El séptimo satélite 
 
 
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- Quinientos -pero para sus adentros pensó-: “Se 
puede bajar hasta doscientos”. 
Pero el comprador se metió inesperadamente la 
cajita en el bolsillo y, metiendo la mano bajo los 
faldones del chaquetón, sacó de una cartera hinchada 
y rota doce verdes y un amarillo de Kerenski. 
- Toma, hijo de perra, tu fortuna. Tengo dinero a 
manta y no tengo a quién dejarlos. Todavía no me he 
decidido a tener hijos. 
La muchedumbre engulló al chaquetón de 
cordero. Evgueni Pávlovich desentumeció las piernas 
dormidas y echó a andar hacia el sector de 
comestibles del Mercado. 
Compró un saco de mijo, tocino, alforfón, un pan 
de centeno y cinco panecillos blancos. Después 
decidió tirar la casa por la ventana y añadió a lo 
comprado un paquete de sacarina alemana, una 
ochava de sucedáneo de café y se marchó a casa. 
 
Capítulo tercero. 
En la esquina del Liteini ya no estaba el marino. 
Como si no hubiera aguantado los insistentes golpes 
del aire, un aire que, enloquecido, crecía y aullaba 
sobre la ciudad. 
El pasquín de la pared se había despegado por un 
extremo; el viento se había metido debajo de la hoja 
hinchando el papel, se esforzaba por arrancarlo del 
todo y llevárselo por encima de las casas. 
En un principio, Evgueni Pávlovich pasó 
indiferente junto a la hoja, pero sin llegar a dar unos 
diez pasos se detuvo. Una extraña sensación le 
impedía seguir adelante: parecía como si hubiera 
dejado de hacer algo muy necesario y urgente. Y 
cuando el general prestó atención al confuso 
murmullo de esta sensación, comprendió adónde lo 
empujaba la voz interior, tenía que volver atrás, a la 
hoja medio despegada. 
En el rostro de Evgueni Pávlovich apareció una 
expresión de cauta incomprensión, pero las piernas 
ya conducían su cuerpo hacia la hoja, la mano agarró 
el extremo despegado y lo apretó. La hoja se arrancó 
y se agitó todavía con más fuerza azotando la pared. 
Evgueni Pávlovich sonrió, cazó de nuevo la hoja 
y, sin dedicarse a descubrir el por qué de su acto, 
escupió sobre el extremo suelto y apretó con 
insistencia el engrudo todavía algo húmedo. La hoja 
quedó pegada. 
Con silenciosa satisfacción, Evgueni Pávlovich le 
echó una mirada y siguió su camino. 
Sobre las casas descoloridas y descascarilladas, 
sobre el ulular del viento, sobre el promontorio del 
puente Liteini, al final del paseo se levantaba un cielo 
alto, frágil, otoñal, cual cáliz de hielo verdoso ya 
atacado en su parte inferior por el venenoso tono 
amarillento del ocaso. Este verdor fluyente se veía 
atravesado por los crujientes e inquietantes graznidos 
de una bandada de cuervos. A unos cuantos pasos de 
Evgueni Pávlovich, en medio de la calzada, con las 
patas delanteras dobladas, y estiradas las traseras 
como si fueran palos, yacía un caballo de tiro 
agonizante desenganchado ya de su carro. 
A su alrededor se había reunido un grupo de 
mirones indiferentes que se mantenían apiñados, con 
las cabezas gachas, como si tuvieran miedo en esta 
helada ciudad agonizante, y los últimossuspiros del 
caballo que tensaban sobre sus redondos costillares la 
piel desgreñada y cubierta de sudor frío, parecían 
profetizarles la hora en que también a ellos les 
tocaría morir, a ellos que todavía veían y oían. 
El cochero, un finlandés, andaba en tomo a la 
cabeza del caballo y seguía llevando agarrados en el 
puño los extremos de las ya inútiles bridas. Al pasar 
a su lado, Evgueni Pávlovich notó que el cochero 
tenía los ojos del mismo color verdoso y frío que el 
cielo y en ellos brillaban como el hielo las lágrimas 
de un hombre. 
Evgueni Pávlovich aceleró el paso y al llegar a su 
portal, suspiró aliviado. Después de llamar oyó tras la 
puerta los zapatos de piel de cuidadoso andar de 
Pelagueia. Sin abrir la puerta, preguntó varias veces a 
Evgueni Pávlovich si era él quien llamaba. 
La espera excitó aún más la incontenible 
irritación. 
- ¿Qué pasa, vieja, te has quedado sorda? -
preguntó quitándose el capote y la gorra. Se extrañó 
al notar una agitación febril en los ojos enrojecidos 
de la anciana. 
Pelagueia balbuceó con mirada pestañeante: 
- No te enojes, mi buen sheñor. Sche me ha 
comido el miedo. Mientrash tú eshtabash fuera, los 
ladronesh han matado al señorito Lobachevshki. 
- ¡¿Cómo?! -exclamó Evgueni Pávlovich. 
Hasta le temblaron las rodillas, como si se le 
hubieran desmontado las articulaciones, y para 
recuperar el equilibrio tuvo que apoyarse en el 
colgador. 
- ¿Cómo lo han matado? 
De repente, la vieja se enojó. 
- ¿Cómo lo mataron? ¡Pues matándolo! Llegaron 
al cuarto pisho, llamaron, preguntaron por Scherguéi 
Petróvich; él schale y tan shólo aparece, losh 
ladronesh le piden dinero. Se pusho a gritar y ellosh 
con las pishtolas, y después se fueron volando 
eshcaleras abajo y shi te he vishto no me acuerdo. 
Llegaron corriendo los veshinos, y él, todo cubierto 
de shangre, shólo levantó la cabesha, dijo “me han 
matado” y she murió. 
El general, se recuperó de la repentina debilidad, 
sólo le quedó en la boca un desagradable regusto 
metálico, como si hubiera masticado una bala. 
Sacó del bolsillo las compras y, dándoselas a 
Pelagueia, murmuró a media voz: 
- El muerto al hoyo y el vivo al bollo. 
- ¿Qué dicesh? 
- Nada, nada, Pélinka, hablo conmigo mismo. 
Busco una justificación para mi propia existencia. 
 Borís Lavreniov 
 
 
6 
Haz mejor unas gachas; de todos modos hay que 
comer por inútil que sea. 
Al entrar en el despacho apartó el sillón tallado en 
estilo eslavo antiguo del escritorio, se sentó e intentó 
imaginarse vivo al ya inexistente Lobachevski. No le 
salía nada. Por una extraña razón, sólo recordaba la 
funda del violonchelo del difunto (Lobachevski 
tocaba en la orquesta de la ópera) en sus detalles más 
mínimos, hasta los rizos del monograma plateado “S. 
L.”, pero el propio Serguéi Petróvich parecía cubierto 
de turbia laca oscura y bajo la capa de pintura tan 
sólo se veía con claridad su oreja izquierda 
desfigurada en su infancia por un perro. 
Entornando los ojos, meneó la cabeza para 
liberarse del rostro laqueado del difunto. 
Del recibidor llegó el zumbido del timbre, se 
oyeron los pasos de Pelagueia. El general se levantó 
de un salto, se dirigió con paso acompasado a un 
rincón del despacho, extrajo una placa del parquet, 
apretó entre sus manos un revólver extraído de 
debajo del parquet, se acercó a la puerta y aguzó el 
oído. 
Del recibidor retumbó la voz de Arandarenko. A 
Evgueni Pávlovich se le arrugó la cara, puso el 
revólver en su sitio, colocó de nuevo la placa y la 
pisoteó. 
El ingeniero irrumpió con pasos de elefante, 
resoplando. 
- ¿Se da usted cuenta? ¿Lo de Serguéi Petróvich? 
Esto es horrible -cubrió la mano de Evgueni 
Pávlovich con la masa de su palma exageradamente 
voluminosa y se hundió en el sillón-. ¿A dónde 
vamos a parar? ¿Eh? En medio de la ciudad, a la luz 
del día, y han matado a un hombre. 
Evgueni Pávlovich callaba mirando con atención 
las puntas de sus zapatos. 
- Y claro -Arandarenko se giró hacia él haciendo 
crujir el sillón-, han llamado a su policía. Llegaron 
tres asnos con las bocas abiertas. Yo les pregunto: 
“¿Qué es esto, de que a las dos se mate a la gente, 
esto es poder obrero y campesino?” Y me contestan: 
“Tenemos poca gente”. - “Pues no haberse agarrado 
el poder, si sois tan pocos”, les digo. Así que me 
pusieron sus ojos como platos encima: “No es cosa 
suya, camarada”. ¿Eh? ¡Fu, valiente pandilla! 
- Les cuesta -sin querer contestó el general 
llevando su mirada de los zapatos al rostro del 
ingeniero. 
- ¿Cómo? No lo entiendo, Evgueni Pávlovich. No 
sé qué le ha pasado, qué se ha hecho de usted, 
perdóneme. No sé si lo suyo es misericordia, o 
resignación. 
Los ojos del ingeniero, saltones debido a la 
incipiente enfermedad de Basedov, se parecían a los 
de una rana verde, hasta estaba sentado en el sillón 
como una rana: con cara de desconcierto y las patas 
abiertas. Por un instante al general le pasó por la 
cabeza una idea traviesa: “¿Y si de improviso se 
pone a croar y salta?” 
Por eso, antes de contestar sonrió y reprimiendo la 
sonrisa, dijo: 
- ¿Resignación? Me parece que usted lo ha dicho 
bien. Resignación, no sé, pero por aquí algo me dice 
-el general se llevó la mano al lado derecho de su 
chaqueta gris-, que está bien. La razón me dice: “no 
puede ser”, pero aquí oigo un susurro: “Intenta 
comprender”. Los primeros días quise marcharme al 
extranjero. Pero me quedé. ¿Y sabe usted qué fue lo 
que me detuvo? Pues, pensé: “Ahora me marcho y ya 
nunca más veré esta torcida empalizada rusa, esta 
mísera isba, los abedules, los destruidos caminos; y a 
mi alrededor veré unas vallas limpias y perfectas, y 
de ellas colgarán letreros: “aquí se puede”, “aquí no”. 
Y no me pude marchar. Mejor lo sucio y sangriento, 
pero suyo, nuestra vida absurda, patosa que hace 
sufrir a los demás y que ella misma sufre... 
- O sea que ¿usted los reconoce? -lo interrumpió 
Arandarenko. 
Evgueni Pávlovich se pellizcó varias veces la 
barba. No contestó directamente a la pregunta: 
- Pues mire, yo mismo no puedo explicármelo con 
exactitud. Al parecer, quién si no yo para elaborar 
formulaciones precisas. Un profesor de 
jurisprudencia, una rata de escritorio, y mire por 
dónde, no puedo encontrar las palabras justas. 
Decirle que lo acepto así, igual que lo de antes, no 
puedo, pero tampoco iré en contra. No seré su 
enemigo. Soy ave de paso... me dedico a observar. E 
incluso a veces me parece... Sí, mire, un hecho 
extraño. En la Liteini hay un pasquín. Terror rojo. 
Muerte a la burguesía. Quiere eso decir que yo he de 
morir, y usted. Parece que uno tendría que 
indignarse. Pero no me sale. Además, ellos tienen 
derecho a defenderse. 
- ¿Habla usted del atentado contra Lenin? No ha 
salido bien -dijo el ingeniero, preso de sus 
pensamientos. 
- Y me alegra, que no haya salido bien -dijo 
airado Evgueni Pávlovich-, este terrorismo es una 
canallada, una porquería. Y los terroristas, en el 
noventa por ciento son unos canallas, y en el diez 
restante, unos psicópatas. No pueden convencer con 
la cabeza, se ponen a tirar bombas o a pegar tiros, 
pero no entienden que una bala no puede detener el 
curso de la historia. Así que resulta una pura y simple 
canallada u obra de subnormales. Todavía en mi 
juventud, cuando era ayudante de fiscal en 
Sebastopol, tuve un caso con dos mocosos. Tiraron 
una bomba al comandante de una tripulación. Los 
dos tenían dieciséis años, con pocos sesos todavía. 
Lo miré y me negué a llevar la acusación. ¿Qué le 
vas a preguntar a un chiquillo, cuando lo más seguro 
que alguna persona mayor, algún granuja les ha 
nublado la cabeza y luego se ha escondido a sus 
espaldas? ¡Disparar contra Lenin! Los socialistas 
revolucionarios no tienen ni un poco de fuerza para 
El séptimo satélite 
 
 
7 
superar las ideas de los demás. Se han buscado a un 
animal histérico, le han metido una pistola en las 
manos, y ellos mismos con la cola entre las piernas y 
a correr al bosque. ¡Granujas!Bajo Arandarenko de nuevo crujió el sillón. 
- Oiga, usted, señor mío, hasta parece enfermo. 
¿Eh? Según usted, habría que inclinarse ante ellos y 
besarles los pies. Pasen, señores, reinen y gobiernen; 
y nosotros les limpiaremos los zapatos ¿no? ¿No será 
que sus ideas se deban a que es usted ruso, Evgueni 
Pávlovich? Sus abuelos durante trescientos años 
pagaron tributos a los tártaros, mientras que los 
nuestros los empalaban. 
La voz engreída del ingeniero despertó el casi 
enterrado orgullo general. Así que creyó necesario 
darle una sacudida a esa masa de carne postrada en el 
sillón. 
- A mis abuelos usted no los toque -dijo 
levantando la barba en general-, es posible que hasta 
fueran a postrarse ante los tártaros, pero al final los 
suyos se metieron bajo las faldas de los míos en 
busca de protección. Así están las cosas. Y en lo que 
se refiere a este gobierno, se lo digo y se lo repito, lo 
acepto. Y si me es difícil aceptarlo, eso también se 
entiende. Para algo soy jurista. Toda revolución, muy 
señor mío -Evgueni Pávlovich empezó a enojarse y 
puso en marcha un tono sarcástico-, toda revolución, 
con respecto a las instancias precedentes, es desde el 
punto de vista jurídico una novedad. La francesa fue 
jurídicamente una novedad con respecto al 
feudalismo, y ésta lo es con respecto al capitalismo, 
mi querido señor. Y las personas como usted y yo 
somos unos mastodontes de frente estrecha, esclavos 
de la tradición. Así que vayamos no reconociendo las 
cosas y nos quedaremos de imbéciles. 
Se calló y se acercó a la ventana. Tras ella seguía 
silbando el viento y sobre el techo se iba posando una 
marchita y tenebrosa oscuridad. Con un goce 
maligno, inexplicable incluso para él mismo, 
escuchaba a sus espaldas los bufidos del ingeniero 
que intentaba salir del sillón. 
- Se lo digo, está usted enfermo. Necesita 
urgentemente un esculapio. Que le vaya bien. Veo 
que con usted no nos pondremos de acuerdo. 
Acompañó en silencio al ingeniero hasta la puerta, 
echó la cadena y marchó al comedor. En la mesa 
humeaban en una cazuela unas gachas de mijo. 
Pelagueia estaba de pie apoyada en la pared con las 
manos cruzadas a la altura de su pecho ya seco. 
- Siéntate, vieja -dijo Evgueni Pávlovich 
acercando la silla-, cenaremos juntos. Algo así como 
la amistad entre el proletariado y la burguesía. Una 
ocupación extraclasista: llenar la panza. 
Las arenosas gachas quemaban la lengua. 
Pelagueia lamía la pasta de la cuchara sorbiéndola 
ruidosamente con los labios. Al mirarla, Evgueni 
Pávlovich se sonrió con amargura. 
- Todos quieren vivir, hasta los más viejos e 
inútiles. Y viven sólo por curiosidad... 
Al acabar de cenar, alejó el plato hacia el centro 
de la mesa y se volvió al despacho. Del cajón central 
sacó una libreta de cordobán verde escrita con letras 
apretadas, y sin prisas pasó las hojas hasta llegar a 
una limpia. 
Cogió la pluma, la introdujo en el tintero, arrancó 
cuidadosamente una mota con las uñas y, después de 
meditar un poco puso la fecha en un extremo del 
papel. Bajo la fecha, con letra diminuta, inclinada y 
picuda, se puso a escribir: 
“Hoy he ido al mercado a vender los gemelos con 
la figura de Temis. Los vendí bien. No puedo 
quejarme, pues la queja se ahoga con la curiosidad de 
saber: ¿qué vendrá después? No puedo hablar con 
Arandarenko. Si esto no se acepta, hay que hacerlo 
de manera inteligente, y él no sabe hacerlo: su ira 
parece la de una verdulera estafada. He observado la 
ciudad. Da miedo verla, pero me ha dado la 
impresión de que no muere, sino al contrario, se está 
recuperando después de una enfermedad mortal, 
porque los hombres a los que ahora pertenece están 
sanos. Y Rusia también sanará, cuando se muera y 
caiga toda esa piel reseca”. 
Levantó la mano con la pluma apretada entre los 
dedos, con expresión concentrada movió las cejas y 
con un movimiento rápido, como atemorizado, 
añadió: “Creo, Dios mío, ayúdame en mi falta de fe”. 
Cerró la libreta, y cuando la introducía en el 
escritorio, oyó tras las ventanas el motor de un coche 
que cesó junto a la puerta de la entrada. Le pareció de 
manera no racional sino puramente instintiva que el 
automóvil no se había detenido por casualidad, y, 
levantándose de la mesa, el general se abrochó todos 
los botones de su chaqueta gris cruzada. En la 
entrada sonó corto y vibrante el timbre. El general 
detuvo a Pelagueia que arrastraba sus pies hacia la 
puerta. 
- No hace falta, Pélinka. Yo mismo abriré. 
Tenía un aspecto sereno, pero su corazón, cansado 
y removido con los años, se puso a bailar ruidoso y 
precipitado. Asió la manecilla de la puerta y 
preguntó: 
- ¿Por quién pregunta? 
Tras la puerta se oyó una voz atropellada de 
alguien con prisas: 
- Por el general Adámov. 
La cadena chirrió, cayó y quedó balanceándose. 
Entraron uno tras otro tres personas. Uno llevaba un 
abrigo negro y los otros dos, chaquetas de cuero. De 
sus cinturones colgaban unas cartucheras arrugadas y 
mugrientas. 
El del abrigo negro dijo en tono seco y aburrido: 
- Por orden de la Cheka, queda usted... 
- Por favor - Evgueni Pávlovich lo interrumpió de 
manera respetuosa y hasta con una sonrisa. 
 
Capítulo cuarto. 
 Borís Lavreniov 
 
 
8 
Las personas cuando están en lugar nuevo son 
como las cucarachas. 
Si cogemos a dos cucarachas de dos lugares 
diferentes y las metemos en una caja de cigarrillos 
con un cristal, al principio se sentirán poseídas por un 
frenético desasosiego. 
Se agitarán lanzándose de un lado a otro como si 
las hubieran escaldado con agua hirviendo, darán 
vueltas por toda la caja sin ton ni son. Pero después, 
cansadas de sus absurdas carreras, después de 
encontrarse, empezarán a olerse, a hacerse cosquillas 
con las antenas, como diciéndose: 
- Déjame palparte, vamos a ver qué cucaracha 
eres y de qué raza. 
Después de olerse, se irán cada una a un rincón de 
la caja, elegirán el lugar que les parezca más 
cómodo, quedarán sumidas en una silenciosa 
melancolía y así, con aire ya despreocupado y sin 
prisas, irán de vez en cuando a hacerse una visita. Ya 
se han acostumbrado. 
Lo mismo pasa con los hombres. 
Al principio, a Evgueni Pávlovich le daba la 
impresión de que le habían metido en la sala de actos 
del edificio de los cadetes, igual que el día en que su 
madre, presa de emoción, lo llevó por primera vez a 
la escuela. 
En una sala de dos hileras de ventanas se 
apretujaba un centenar de chiquillos aún vestidos con 
pantalones cortos y camisas de colores. 
Los chicos examinaban su alrededor, miraban de 
reojo a sus vecinos; los tímidos se escondían bajo el 
ala de sus madres, y los más valientes se acercaban 
los unos a los otros, “se olisqueaban” y preguntaban: 
- ¿Cómo te llamas? 
- ¿Quién es tu padre? 
- Pues el mío es coronel. 
- ¿Tienes plumillas? 
- ¿Tú sabes jugar a los botones? 
Después de este interrogatorio, los nuevos amigos 
se cogían de las manos y ya alegres, perdida la 
timidez, corrían por la sala. En eso entró dando 
saltitos y haciendo sonar sus espuelas el oficial de 
guardia. Se pasó la mano por los bigotes y ordenó 
con voz de trueno: 
 - ¡Cadetes, a las clases! 
Ahora todo parecía como en aquella ocasión. La 
blanca sala con dos hileras de ventanas de una 
mansión vacía se parecía como dos gotas de agua a la 
del Cuerpo de Cadetes. En ella, por no tener un local 
adecuado, se amontonó una masa heterogénea de 
rehenes. Y las personas que allí se apelotonaban se 
parecían a los niños llegados para pasar un terrible 
examen. 
La única diferencia consistía en que los chicos 
habían crecido, ya eran calvos y canosos y en sus 
ojos ya no se agitaba el temor frágil e infantil, sino 
un terror pesado, manifiesto, inmóvil y mortal. Pero 
al igual que en la escuela militar, se acercaban unos a 
otros y en tono susurrante y misterioso se 
preguntaban: 
- ¿A usted cuándo lo cogieron? 
- Pues a mí directamente de la cama. 
- Serguéi Serguéich se puso terco. Le salió elorgullo aristocrático. “Yo, dice, sólo cumplo órdenes 
de su Majestad”. O sea, ya me entiende, lo llevaron a 
culatazos. 
- Bueno, pero ¿qué es esto? ¿Qué harán con 
nosotros? 
- Pues, sabe usted, he tenido tiempo de esconder 
las cosas de valor. 
Estos viejos niños se reunían y se dispersaban 
tenebrosos, desgreñados y perdidos. Esperaban su 
último examen. 
En las ventanas encristaladas de la gran sala, 
erizando las ramas de los árboles como la dura 
pelambre de unos bigotes de soldado, miraba con 
soma helada el rostro deforme y azulado de la noche 
otoñal. 
Y en lugar del oficial de guardia, en la puerta que 
se abrió de par en par -tras cuya abertura en la oscura 
niebla del pasillo brillaron las bayonetas de los 
guardias- irrumpió un gigante escuálido, de pómulos 
salientes, cubierto de un mugriento capote de 
soldado. Tenía un rostro pálido que se iluminaba 
desde su interior con la transparencia mortal de la 
cera; sus ojos verdes, de mirada fija, se diluían en los 
nimbos marrón oscuro de unos párpados hinchados 
de insomnio. 
Desplegó un papel y de un salto puso sus botas 
sobre la seda blanca de un sillón dorado que se 
hallaba junto a la puerta. 
- ¡A la pared en dos filas! -grito-. Voy y pasar 
lista. Cuando diga un apellido, contestan: “Yo”. ¡Va, 
rápido! 
Después de sus voces de falsete algo roncas, en 
medio de la sala la masa de personas, todas ellas de 
un grado no inferior al quinto, se puso a moverse 
como reclutas de aldea que por primera vez han 
llegado a un cuartel, rodó apretujándose hacia la 
pared, se estiró como una goma y quedó pegada a lo 
largo de las ventanas. 
En las dos filas de rostros mortecinos brillaron 
inquietos los ojos, clavados en las mejillas de cera 
del hombre del sillón. 
El individuo escupió al suelo y dijo con claridad: 
- ¡Firmes! Yo soy su comandante. El que necesite 
ir al retrete que se dirija a mí. Ahora contestad a los 
nombres. 
De la empalizada humana clavada a lo largo de 
las ventanas surgieron suspiros contenidos y una voz 
que pretendía parecer tranquila, escondiendo una 
sospecha muda, preguntó breve, como asustada de sí 
misma: 
- ¿Y para qué pasar lista? 
De repente el rostro de cera lanzó una sonrisa 
amplia. 
El séptimo satélite 
 
 
9 
- Para que haya orden. ¿Es que no lo sabe? ¿Hay 
que apuntaros para el rancho o no? 
Y, en previsión de otros comentarios, gritó a 
pleno pulmón: 
- ¡Adámov! 
Qué extraño e inesperado oír su apellido desnudo, 
desprovisto de título, nombre y patronímico. Evgueni 
Pávlovich no comprendió en seguida que él, Su 
Excelencia, general mayor, profesor de la Academia 
militar de Jurisprudencia, podía ser este desnudo 
Adámov. 
Por eso no contestó y deslizó perplejo su mirada 
por las filas en busca de otro escondido Adámov. 
Pero de las filas surgían iguales miradas perplejas e 
interrogantes. 
- ¿Qué, no está Adámov, o qué? -preguntó el 
comandante y repitió: 
- ¡Adámov-ov! 
Las manos bajaron a las costuras, se le enderezó 
el pecho y, como en sus tiempos de chico, al pasar 
lista en la escuela, Evgueni Pávlovich gritó sonoro: 
- ¡Yo-o! 
El comandante lo miró de reojo. 
- ¿Qué le pasa, abuelo? Si a cada uno se lo tengo 
que repetir dos veces, ¿cree que tendré garganta para 
tanto? Si fuera usted un general civil, pues nada, pero 
como militar, ya debe usted estar enterado. 
La voz cansada y desdeñosa del comandante 
resucitó en Evgueni Pávlovich el sentimiento hace 
tiempo olvidado de humillación ante los rapapolvos 
de los jefes. El general bajó la cabeza y enrojeció. 
Pero se serenó tan sólo oír el apellido siguiente: 
 - ¡Arjánguelski! . 
Al acabar la lista, el comandante estaba ronco y 
con satisfacción manifiesta pronunció el último 
nombre. 
- ¡Yakúnchiko-o-ov! 
Un perfil momificado de faraón masculló seco: 
- Yo. 
El comandante bajó de un salto del sillón. 
- Punto por punto. Todos están aquí. Ciento 
ochenta y dos -y, secándose con la manga del capote 
el sudor del labio superior, dijo-: Y ahora, andando, 
muchachos, a llenar los sacos de paja para colchones. 
Necesito veinte personas. 
La empalizada humana se derrumbó junto a las 
ventanas, se puso a respirar y se diluyó por la sala. 
Una voz nerviosa y llena de bilis chocó con el 
rostro de cera del comandante. 
- ¿Y las camas, dónde están? 
El comandante dio un paso atrás y abrió la boca 
de asombro. 
- ¿Las camas? No las tenemos para sus personas. 
El suelo tampoco os irá mal. Yo mismo llevo cinco 
días durmiendo en un armario. ¿Y para qué queréis 
camas, si a lo mejor ya no os queda ni tiempo para 
echaros en ellas? Echarse al suelo y sin jaleos. 
La masa de personajes de grado no inferior al 
quinto se puso en movimiento. 
Llegó rodando hacia el comandante una enorme 
pelota de polo a caballo. Bajo el balón salían unas 
piernas envueltas en unos pantalones grises de gran 
anchura. Por arriba la pelota se cubría con una cabeza 
de un color pardo apopléjico con labios saltones. El 
balón tenía el cargo de consejero privado y título de 
senador. 
Alzando sus cortos brazos -parecía que se agitaran 
un par de salchichas sujetas a la pelota- el consejero 
privado se puso a chillar con un extraño pitido 
infantil: 
- ¿En el suelo? ¿”Echarse” en el suelo? ¿Quién? 
¿Yo? ¿Un consejero privado? ¡Pégame un tiro, cerdo, 
sucio bandido! ¿Yo, un senador, caballero de la 
orden de Alejandro Nevski, andar tirado por el suelo? 
En mi vida he dormido en el suelo, ¿me entiendes, 
zoquete? 
Los ojos del comandante ahogándose en las ojeras 
marrones se redondearon de odio y se llenaron de 
sangre. 
- ¿No te echarás? - preguntó convencido-. ¡Lo 
harás, por tu madre te lo digo, maldito! En la 
porquería te echarás y te cubrirás con el estiércol. 
¿Que no has dormido? ¿Y yo, he dormido? Yo, en la 
aldea, también me he acostumbrado a dormir bien; 
pero ahora sufro como un perro. ¡Y tú sufrirás, por tu 
madre te lo digo, maldito! 
- ¡Sin tutear, insolente! - pitó el consejero. 
El comandante apoyó ambas manos en las 
caderas, con el ceño fruncido y sonriente miraba al 
consejero. El rebaño humano se dividió en dos. Uno, 
el más grande, se alejó al rincón; otro rodeó al 
comandante y al consejero entre murmullos y ánimos 
encrespados. 
- ¡Queremos camas!... 
El consejero se hinchó de su acopio apopléjico de 
sangre, cogió el sillón en que se había subido el 
comandante cuando pasó lista, y, dándole vuelta de 
un impulso, lo tiró al suelo. Las patas se alzaron en el 
aire y una de ellas le dio al comandante en la rodilla. 
El comandante lanzó un grito y puso la mano en el 
bolsillo. 
El rezongante rebaño se dispersó como un saco de 
guisantes. El consejero y el comandante se 
encontraron solos uno frente al otro. De las mejillas 
abotargadas del consejero se fue diluyendo el color 
remolacha y sus labios se cubrieron de un opaco tono 
azulado. El comandante tiraba con dedos 
desobedientes del bolsillo hasta que no brilló 
apagado y frío el acero negro de la pistola. El arma se 
alzó a la altura del rostro del consejero. Alguien gritó 
en el rincón, al ver los labios mordidos del 
comandante y sus ojos vacíos y hundidos como el 
cañón de un revólver. 
Una manga gris se alzó en el aire, y sobre la mano 
temblorosa del comandante que apretaba el arma se 
posó una mano pequeña y seca. Una voz callada dijo: 
 Borís Lavreniov 
 
 
10 
- No hace falta... 
El comandante giró la cabeza y se encontró con la 
mirada ardiente del hombre del capote gris de 
general. Los ojos del comandante se apagaron. 
- Oiga, abuelo, ¿por qué me agarra? -preguntó el 
comandante con dificultad, pero ya más tranquilo. Y 
Evgueni Pávlovich repitió: 
- No hace falta. 
El comandante bajó el revólver y lanzó un 
juramento. Pero sin escucharlo, Evgueni Pávlovich se 
dirigió a los que se habían apelotonado junto a la 
pared. 
- Señores, no vamos a irritarnos el uno al otro. El 
comandante no puede sacarse unas camas del 
bolsillo. Y si queremos pedir algo, lo tenemos que 
hacer de maneraorganizada y correcta. Ahora lo que 
tenemos que hacer es llenar los colchones. ¿Quién 
quiere ir? 
- ¡Vaya! -dijo el comandante, metiéndose el arma 
en los pantalones-. Este si, que es un buen abuelo. 
Por las buenas todo se puede hacer, pero de los 
gritos, mis buenos señores, más vale que se vayan 
olvidando. Recoge a unos cuantos para llenar los 
sacos. 
Un grupo de gente se reunió junto a la puerta. El 
comandante contó el grupo. 
- ¡Basta! Y usted, abuelo, tiene sesos, o sea que de 
momento usted será el responsable de la sala. Vigile 
el orden, y cuidado con los jaleos, ¿eh? -dijo dando a 
Evgueni Pávlovich unas palmadas en el hombro. 
Los elegidos salieron tras la puerta. El consejero 
privado, después de recuperar la respiración, hizo 
una mueca de desprecio y dejó caer en dirección a 
Evgueni Pávlovich: 
- ¡Va a hacer carrera, estimado señor! ¿Qué, 
quiere meterse a jefe rojo? Siga usted así y llegará a 
la horca. 
Evgueni Pávlovich dirigió su mirada a las mejillas 
todavía intranquilas del consejero. Y le dio lástima. 
Dijo para sí sin rabia y con cierta ternura: 
- “Míralo. En el pecho tendrás la medalla de 
Alejandro Nevski, pero lo que es con la cabeza no 
llegas ni a la de Ana de cuarta clase”. 
Pero en voz alta no dijo nada. 
El comandante les daba prisa para que salieran. 
- Andando que es gerundio -se dirigió al general 
con una sonrisa cansada. 
Al cabo de una hora -como las cucarachas-, todos 
se habían instalado por los rincones sobre la blanda y 
crujiente paja; los consejeros con los consejeros, los 
efectivos con los efectivos, los militares con los 
militares, y, como las cucarachas, se arrastraban de 
un lado a otro haciéndose visitas. 
El cuerpo agitado agradece un momento de paz 
sobre la paja crujiente. Evgueni Pávlovich, que 
sacudía el colchón para estar más cómodo, dijo de 
soslayo a su vecino: 
- ¡Interesantes acontecimientos!... 
Su vecino, un coronel sombrío, del color de la 
malaria, desplegaba en silencio la manta. Y contestó 
sin ganas: 
- Puede que sean interesantes, pero no creo que 
nosotros tengamos para mucho. 
- Tonterías -contestó Evgueni Pavlovich-, la 
muerte no me asusta en lo más mínimo. Lo que 
lamento es que no podamos ver el futuro. ¡Sí, lo 
lamento! 
- No hay nada que ver. Un futuro asqueroso, 
Excelencia. 
- No diga eso -respondió Evgueni Pávlovich 
poniendo bien la almohada-, el futuro siempre es 
maravilloso, sea quien sea el que se enfrente con él. 
 
Capítulo quinto. 
De las noches pasadas en la sala de las dos filas 
de ventanas se le quedó grabada para siempre la 
quinta. Se le grabó de manera brutal, hasta los 
menores detalles, helando su recuerdo con una 
escarcha aguda y penetrante. 
A las diez de la noche, después de entregar la lista 
del rancho al comandante, Evgueni Pávlovich se 
acostó en su saco. Un profundo cansancio lo 
dominaba. En el ajetreo y alarma de esos días el 
general no tuvo tiempo de dormir lo suficiente, y los 
párpados hinchados colgaban sobre sus ojos. Evgueni 
Pávlovich apuró la colilla que le había liado su 
vecino, el coronel, y, después de colocar su mano 
seca bajo la cabeza, se durmió con la boca abierta 
silbando con la nariz como un niño de pecho. 
La barba, de un brillo plateado opaco, se erguía 
hacia el techo. 
Y vio en sueños confusos y agobiantes: estaba él, 
Evgueni Pávlovich, acostado en el comedor de su 
casa y yacía en una bonita cuna con lazos de seda 
azul. Era un diminuto bebé de dos meses, pero su 
cara era la de un viejo, como ahora, y sobre los 
pañales se agitaba su barba. En lugar de la manta 
acolchada de un niño, Evgueni Pávlovich estaba 
cubierto por una manta de caballería con unas 
órdenes de San Andrés bordadas; no iba vestido con 
una camisa de niño, sino con el traje completo de 
general con sus condecoraciones. Junto a la cuna, en 
una mugrienta chaqueta de cuero, estaba sentada 
Pélinka con una de sus rugosas manos mecía la 
cunita y con la otra iba quitándole las 
condecoraciones con gesto breve, de repugnancia, 
como si fueran insectos. Pélinka le decía a Evgueni 
Pávlovich: 
- Estás lleno de costras, pobrecito. ¿Cómo te ha 
podido ocurrir una cosa así? 
Evgueni Pávlovich quería contestarle que todo eso 
pasará, que la piel seca caerá, pero de su boca no 
salían palabras, sino un agudo grito: 
- Ua-a-a-a. 
Evgueni Pávlovich levantó la cabeza y se despertó 
alzándose sobre un codo. 
El séptimo satélite 
 
 
11 
El grito todavía sonaba en el aire, y sólo después 
de que el comandante alzara de nuevo su voz desde 
la puerta Evgueni Pavlovich comprendió lo que 
pasaba: 
- ¡En pie-e-e! 
De nuevo como la primera tarde, la cinta de goma 
se estiró y se pegó a la pared y como antorchas de 
funeral se encendieron los ojos en los rostros sobre 
las filas; el cuadro parecía obra de un pintor 
fantástico y tenebroso que sufría horribles pesadillas. 
En las puertas abiertas al pasillo centelleaban 
como fuegos turbios y anaranjados las puntas de las 
bayonetas y se agitaban los gorros arrugados de los 
soldados. 
El comandante examinó las filas con sus pupilas 
claras y sin pestañear, meneó cansado la mandíbula y 
dijo: 
- ¡Adámov! 
Evgueni Pávlovich levantó su cabeza caída y miró 
a la cara al comandante con expresión tenaz e 
inteligente; al instante los dedos de las manos se le 
enfriaron y quedaron insensibles. 
Pero el comandante no se detuvo y mirar a 
Evgueni Pávlovich y con una mueca hosca le metió 
en la mano una hoja de papel. 
- Lee los nombres -le ordenó-. Al que se le 
nombre que salga a la puerta. 
Evgueni Pávlovich miró la hoja; las letras se 
hinchaban y se movían. Con voz débil y entrecortada 
leyó el primer nombre, y de la pared, como si se 
hubiera despegado, se retiró y al instante perdió su 
contacto vivo con los restantes el consejero privado 
que se parecía a una enorme pelota de polo a caballo. 
Como si se desmoronara en su marcha, arrastró 
pesadamente sus pies hacia la puerta, y esos quince 
pasos le costaron más esfuerzo que todo el espacio 
recorrido en su no corta vida. El esfuerzo se le notaba 
en la manera cómo colocaba los pies sobre el sucio 
parquet, con las puntas hacia dentro, de forma pesada 
y patosa. Los pantalones anchos y grises se 
enredaban entre las piernas, parecía que intentaran 
retenerlas, y éstas ya no se le doblaban, como si 
estuviera muerto. 
Tras el consejero marcharon otros, tan perdidos 
como aquél y de igual modo arrancados repentina y 
terriblemente de la vida, unos hombres que vieron 
tras la turbia niebla del pasillo, tras el brillo 
anaranjado de las bayonetas el vacío último e 
inevitable. 
En la lista había veintisiete nombres, los 
veintisiete nombres tenían otros tantos corazones que 
palpitaban con agitados golpes y oprimían sus 
músculos, como si ya les estuviera penetrando la 
punta ardiente y afilada de una bala. 
Balanceándose y con la mirada clavada en el 
techo para no ver sus caras y ojos, Evgueni Pávlovich 
dejó caer la lista ya leída; la hoja se desprendió de 
sus dedos y dando dos vueltas en el aire se posó en el 
suelo. 
El comandante, estirándose los correajes, dijo con 
voz sorda corriendo la vista a un rincón: 
- ¡Al pasillo! No cojan sus cosas. No hace falta. 
Reinaba el silencio. 
Nadie se movía y no separaban sus ojos de los que 
quedaban. 
- ¡Que salgan, he dicho! -gritó el comandante, y a 
Evgueni Pávlovich le pareció que su voz de un 
momento a otro iba a romperse, a estallar por un 
dolor insoportable para el propio comandante. 
Y entonces, despegándose pesadamente del suelo, 
echaron a andar unos pies de plomo y uno de los que 
se marchaban gritó con voz fina y sonora: 
- ¡Adiós, señores! ¡No nos guarden rencor!... 
Y -como si el grito fuera la luz de un faro que se 
clavaba en el alma con un claro resplandor que 
llamaba a la vida, por muy inútil y extraña que esta 
fuera aquí en la sala de las ventanas de dos filas, en 
los colchones de paja, con el rancho rancio, pero al 
fin y al cabo vida-, el consejeroprivado alzó alto las 
manos, atravesó corriendo la sala hacia aquellos que 
se quedaban y, con los ojos desorbitados, se agarró 
con sus dedos -como un bombero con su gancho a un 
tejado- a la solapa de una chaqueta. 
Evgueni Pávlovich cerró los ojos. En sus oídos 
resonó un chillido. 
Gritaba el consejero privado. Gritaba ronco y 
entrecortado, ahogándose y escupiendo. 
- ¡No quiero!... ¡No quiero!... ¡Quiero ir a casa!... 
¡A casa!... Déjenme... ¡No quiero morir!... He servido 
al zar veintisiete años... veintisiete año-o-os... 
Evgueni Pávlovich despegó con dificultad las 
pestañas y se encontró con la mirada del comandante. 
Las pupilas verdes del comandante flotaban en unos 
ojos turbios y sus mejillas de cera como una tela 
sobre un mueble se tensaron en los pómulos prietas y 
estiradas. 
Evgueni Pávlovich levantó una mano, abrió la 
boca, pero el comandante repentinamente giró hacia 
la puerta donde se apretujaba la gente y exclamó: 
- ¡Andando al pasillo, por tu madre maldita! -su 
voz sonó amenazadora y desesperada, y cuando el 
montón de gente se agitó atravesando la puerta, 
llamó-: ¡Timoshuk! ¡Seredin! ¡Vañka! ¡Cogedlo! 
¡Cogedlo, por todos los diablos! 
Los tres soldados agarraron al consejero. 
Qué terrible es la fuerza humana cuando quiere 
vivir. Retorciéndole las manos, agarrándole de los 
dedos sujetos al vestido del otro, entre bufidos y 
resoplidos, los soldados intentaban separar al 
consejero de su vecino. También el vecino, pálido, 
temblándole la mandíbula, intentaba a su vez 
desprender la solapa del consejero, horrorizado de 
que lo arrastraran junto con él tras la fatídica puerta. 
El consejero chillaba, escupía, mordía a los 
soldados en los dedos, se le hinchó la cara que 
parecía un absceso morado dispuesto a reventar y 
 Borís Lavreniov 
 
 
12 
llenarlo todo con su putrefacta sangre negra. 
Tumbaron al consejero y lo arrastraron cogido de 
los sobacos hacia la puerta. Uno de los soldados 
sujetaba sus piernas que se alzaban y pegaban en el 
suelo con los tacones. 
La puerta se cerró. 
Y al instante, como por una orden, todos quedaron 
en silencio, petrificados en sus lugares escuchando 
con avidez el ruido de los forcejeos que se alejaban 
por el pasillo y los gritos cada vez más apagados. 
Se posó un silencio angustioso y metálico que, 
después de los gritos y del estruendo, silbaba agudo 
en los oídos. Con el silencio creció el terror. A 
Evgueni Pávlovich se le secó la saliva en la boca y 
sus labios quedaron pegados a los dientes. 
Se alejó hacia su lugar, donde dormía, y sólo allí 
se dio cuenta de que su vecino, el coronel de cara de 
malaria, también estaba en la lista. En su manta gris 
quedaron una cerilla quemada y una galleta a medio 
comer. Junto a la galleta sobre el pelo de la manta 
había diseminadas unas migas amarillentas. 
Evgueni Pávlovich recogió de manera mecánica 
las migas en la palma, las aplastó entre los dedos y 
las tiró al suelo. Recogió la cerilla, rascó la cabeza 
quemada, la rompió y también la tiró. Después de 
tirarla comprendió con la impresión de un 
momentáneo frío cortante que el coronel ya nunca 
más comería galletas ni encendería cerillas. 
De la impresión, por todo su cuerpo se agitaron 
como finos gusanos los nervios. 
Evgueni Pávlovich se mordió los labios. Por su 
mente pasó una idea rápida como el resplandor de 
una cerilla encendida: “¡Asesinos!...” 
Pero a su rostro asomó una sonrisa enfermiza y 
turbada, y el general se dijo a sí mismo estirando la 
manta sobre su cabeza para no ver la sala y a las 
personas agobiadas por el respirar de la muerte: “¡No 
es usted consecuente, Evgueni Pávlovich! Usted 
mismo hablaba de novedad jurídica, estimado señor 
profesor de historia del derecho. Pues bien: he aquí 
una de las novedades de esta misma historia”. 
De la calle intentaba penetrar persistente en la sala 
de la mansión el viento del otoño que en su huida del 
frío golpeaba el cristal con un termómetro exterior 
medio arrancado. Los golpes sonaban con el 
chasquido de los gatillos al alzarse. 
Evgueni Pávlovich estuvo escuchándolos hasta el 
amanecer mordiéndose los labios, sonriendo 
incómodo y escuchando el compacto murmullo de 
los hombres que tampoco dormían. 
 
Capítulo sexto. 
Como siempre, al pasar lista por la mañana, 
Evgueni Pávlovich señalaba con una punta de lápiz a 
los que eran llamados a declarar. Esa mañana se 
iniciaba la cuarta semana de arresto. Al acabar de 
pasar lista, ante los ojos de Evgueni Pávlovich 
empezaron a agitarse unos temblantes puntos grises 
que, como retazos de humo, se disolvían lentamente 
en las pupilas. 
Le temblaron las rodillas, notó una gran debilidad 
en los tendones y se le doblaron las piernas. Como en 
sueños, distinguiendo con dificultad los rostros de los 
hombres alineados, acabó de leer la lista. 
En tres semanas las tenebrosas noches de otoño 
arrancaron de la lista de detenidos sesenta y nueve 
personas que ya no volvieron, y la lista se acortó 
considerablemente. Después de señalar el último 
apellido de la lista, Evgueni Pávlovich la dobló y se 
sentó en el colchón apretándose las sienes con las 
palmas de las manos. 
Esta agotadora debilidad que no le permitía 
sostenerse pie, le nublaba la vista y balanceaba al 
general, había comenzado a partir de la segunda 
semana, y Evgueni Pávlovich sabía claramente a qué 
se debía: no comía lo suficiente. 
La salud del anciano no podía sobreponerse al 
hambre. El rancho era exiguo para calentar con la 
fuerza suficiente la sangre empobrecida por los años 
y lanzarla con mayor impulso por sus venas. El frío 
de las noches de otoño también se hacían notar en el 
gran espacio de la sala de dos filas de ventanas. Por 
las noches Evgueni Pávlovich a menudo se 
despertaba por los mordientes escalofríos y en vano 
se envolvía por todos lados con la manta. 
Los demás detenidos desde los primeros días de 
su encierro empezaron a recibir paquetes de 
productos de sus casas. Cada día los guardias 
llevaban a la sala pequeños sacos, paquetes y cestas 
con comida. Algunos afortunados recibían incluso 
demasiadas cosas y con los restos invitaban a sus 
vecinos. 
Evgueni Pávlovich no recibió ni un solo paquete. 
Aunque tampoco tenía de quién recibirlo. En la 
ciudad no tenía familia, los conocidos bastante 
hacían con cuidarse de sí mismos y, además, 
seguramente ni sabían nada de su situación. La vieja 
Pélinka estaba débil, era una mujer inculta y lenta de 
ideas, o sea que incluso en el caso de que quisiera 
enterarse dónde estaba su dueño tampoco lo lograría. 
En alguna ocasión Evgueni Pávlovich compartía 
los manjares de sus vecinos, pero no le gustaba 
hacerlo. Le parecía incómodo privar a las personas 
de su parte, y los pedazos que se le ofrecían se le 
quedaban a medio camino en la garganta; además, la 
mayoría de los detenidos trataban al general -algunos 
en secreto y otros de manera completamente abierta- 
con enemistad y hasta odio. 
Lo odiaban por ser Evgueni Pávlovich el 
responsable de la sala, porque “servía a los 
verdugos”, era un “traidor a la causa y a la Patria”. A 
menudo tras el general se deslizaba el susurro 
apagado pero manifiesto de sus enemigos: 
- ¡Ahí va el pelotillero rojo! 
- Lacayo bolchevique. 
- ¡Canalla!... 
El séptimo satélite 
 
 
13 
Una noche se acercó a Evgueni Pávlovich un 
hombre de blanca barba, miembro del Consejo de 
Estado cuyo nombre, en el pasado, se podía encontrar 
a menudo en los periódicos con los epítetos de 
“límpido”, “nuestro respetable”, “egregio hombre de 
Estado” y “columna del régimen”. 
La columna del régimen inclinó sobre Evgueni 
Pávlovich su cabeza calva y el reflejo amarillo de la 
bombilla se deslizó sobre esa superficie rosada como 
por una pulida bola de billar. 
- Perdóneme usted, Excelencia -dijo con ligero 
murmullo-, pero me parece que no tiene usted una 
idea clara en qué situación tan incómoda se está 
colocando con su comportamiento. 
Evgueni Pávlovich miraba la mancha brillanteque 
se deslizaba por la calva. Y de improviso esto le hizo 
mucha gracia, muchísima gracia, hasta el extremo de 
tener que reprimir los espasmos de una risa 
incontenible. 
Su interlocutor se dio cuenta del hecho y su rostro 
adquirió una expresión hermética y acusadora. 
- ¿Al parecer, mis palabras le resultan cómicas?... 
-preguntó con sarcasmo. 
Evgueni Pávlovich callaba y miraba el entrecejo 
de su interlocutor. El miembro del Consejo de Estado 
enrojeció. 
- Como a usted mejor le parezca, Excelencia. Mi 
deber es el de prevenirle. Usted mismo debe 
comprender la responsabilidad que sobre usted 
recaerá en primera instancia cuando se restablezca el 
poder legítimo. 
Pronunció la expresión “poder legítimo” con un 
tono trágico y levantó estirada la palma de su mano 
como si fuera a prestar juramento. 
Los ojos de Evgueni Pávlovich se cerraron hasta 
convertirse en dos rendijas. 
- ¿Acaso su Excelencia tiene el convencimiento 
de que este poder no es legítimo? -preguntó Evgueni 
Pávlovich en tono amable. 
Su visitante, con ojos redondos de asombro, ya 
amarillentos por los años, miró unos segundos al 
general, después se alzó con brusquedad y gesto de 
desagrado para alejarse veloz hacia su lugar. 
El general no pudo contener una suave risa en 
dirección al que se iba. 
En el momento de pasar lista, cuando ante sus 
ojos flotaban retazos de neblina, el general recordó 
con precisión la charla. 
Evgueni Pávlovich se quedó un rato más sentado 
en su colchón intentando reprimir una sensación 
desagradable y áspera en la garganta y unas 
crecientes náuseas. No obstante, cada vez se 
encontraba peor. Se levantó. La sala pareció flotar en 
una neblina lechosa. 
“Seguramente, debe ser del humo del tabaco” -
pensó, y decidió salir al pasillo. 
Los detenidos podían pasear por el pasillo. En él, 
junto a la puerta, se encontraba sentado en un banco 
un soldado. Con el fusil entre las rodillas, la boca -de 
labios gruesos, infantiles- abierta, leía con esfuerzo el 
periódico. 
Evgueni Pávlovich le echó un rápido vistazo. Y le 
vino a la cabeza: “En nuestros tiempos, a un 
centinela leyendo un periódico le hubieran enseñado 
lo que es bueno. Y ahora mira a éste, parece pegado 
como una mosca a la miel. ¿Es bueno o no? Un 
soldado con ideas políticas. ¿Hará falta eso? En 
cualquier caso, si lee es que hará falta...” 
Los pensamientos resbalaban, se iban de un lado a 
otro. 
El general se apoyó en un saliente de la pared y 
levantó una mano hasta la frente. La palma se le 
quedó pegada a una piel fría, mojada de un sudor 
repugnante. El hecho lo dejó extrañado y lo asustó. 
Pero antes de que tuviera tiempo de meditar sobre 
ello, el velo de humo nuevamente cayó sobre él 
desde un invisible cielo. Sus manos resbalaron sobre 
el empapelado en un intento de aguantarse. 
El soldado dejó el periódico y se levantó de un 
salto al ver como en silencio, sin prisas deslizándose 
por la pared, cayó al suelo un cuerpo escuálido 
envuelto en una cazadora cruzada con solapas rojas. 
 
Evgueni Pávlovich recobró el conocimiento en 
una habitación abovedada, parecida a una capilla 
gótica. Sus paredes estaban recubiertas de oscuro 
roble tallado. Aquí, en el despacho del anterior 
propietario de la mansión, se había instalado el 
comandante. 
Las pupilas verdes e inmóviles del comandante 
observaban desde lo alto al general. Este se hallaba 
tendido en un amplio sofá de cuero, donde lo 
instalaron los soldados. En esos ojos se reflejaba la 
sencilla preocupación de un hombre. 
Evgueni Pávlovich se meneó y exhaló un leve 
gemido. El comandante tocó el hombro del yaciente. 
- No se menee, abuelo, no se menee. Estése aquí 
echado mientras llega el médico. ¿Qué le pasa? 
Evgueni Pávlovich agitó su barba. 
- La verdad es que no lo sé -balbuceó ronco como 
pidiendo disculpas-, me he caído, no sé cómo. Tengo 
una debilidad terrible... 
- ¿Y de qué está usted tan débil? -preguntó el 
comandante tocándose con un dedo la mejilla-. ¿De 
miedo, o qué? 
Evgueni Pávlovich halló fuerzas para menear 
negativamente la cabeza. 
- No... No tengo miedo. Creo que estoy débil 
simplemente por falta de comida. Ya soy viejo, no es 
la salud de antes -murmuró con tristeza, sintió 
lástima de sí mismo y de aquel tiempo que nunca 
volverá en que tenía músculos jóvenes y fuertes y el 
estómago no hacía caso del hambre. 
- ¡O sea que es eso!... -dijo el comandante-. Sí, en 
los tiempos que corren con lo que se come hasta un 
joven tiene que apretarse el cinturón. 
 Borís Lavreniov 
 
 
14 
Crujió la puerta del cuarto. Acompañado de un 
soldado entró un médico joven. Al parecer, lo habían 
sacado de su casa y estaba mortalmente asustado. No 
sólo le temblaban las manos, sino también sus 
bigotes rubios, finos y peinados hacia arriba. 
- Camarada doctor -dijo el comandante indicando 
a Evgueni Pávlovich-, perdone, pues, la molestia, 
sólo hace falta examinar al abuelo que se nos ha 
puesto pocho. 
El doctor, que miraba intranquilo al comandante, 
recuperó el ánimo. Comprendió que no corría ningún 
peligro, y ya con gesto acostumbrado se desabrochó 
el abrigo y sacó del bolsillo de la chaqueta el 
brillante tubo de hueso del estetoscopio. 
- Quítese la chaqueta -ordenó a Evgueni 
Pávlovich. 
El general se levantó obediente y se desnudó. A la 
luz blanquecina de la mañana otoñal que penetraba a 
cuentagotas a través de los barrotes de la ventana, su 
propio cuerpo le pareció lastimoso e inútil. Tenía un 
tono amarillento enfermizo, y bajo la piel en carne de 
gallina sobresalían hinchadas en arcos rígidos las 
costillas. El doctor se inclinó y colocó junto a la 
clavícula de Evgueni Pávlovich el estetoscopio. 
Los soldados que habían acompañado al médico 
cesaron en su charla, reinó el silencio y durante unos 
cuantos minutos el general sólo oyó su débil y ronca 
respiración. 
- ¿Cuántos años tiene? -preguntó el médico 
plegando el estetoscopio. 
- Cincuenta y siete. 
- Bueno, no tiene nada de particular -dijo el doctor 
dirigiéndose al comandante y viendo en él al 
personaje oficial-, anemia, catarro de las cúspides, 
alimentación muy deficiente. El desmayo sobrevino 
por su debilidad, y ésta se debe a la falta de 
alimentación y falta de aire fresco. A la edad del 
paciente... 
- Comprendido - lo interrumpió el comandante-. 
Ya puede largarse a casa. Ya pensaremos en algo. 
¿No le receta nada? 
- No. El paciente no necesita ninguna medicina. 
Aire y una alimentación intensiva. Nada más. 
Se marchó el doctor. Evgueni Pávlovich se 
embutía en su chaqueta. Del frío, cada vez temblaba 
más y no daba con las mangas. El comandante sin 
pensarlo le ayudó a vestirse, pero su mente estaba en 
otra parte, y cuando Evgueni Pávlovich se hubo 
abrochado, el comandante, como si despertara, 
detuvo sobre él sus verdes y brillantes pupilas. 
- ¿Qué pasa con usted, abuelo? A los demás les 
traen su pienso de casa, y los suyos, ¿qué? ¿se han 
olvidado de usted o tienen miedo a que les veamos la 
cara? 
- No tengo a nadie en la ciudad -respondió 
indolente el general. 
- ¿Y dónde están los suyos? 
- Mi mujer ha muerto, a mi hijo lo han matado 
durante la guerra, y dos hijas las tengo casadas, en el 
Sur. Aquí sólo vivía conmigo una sirvienta muy 
vieja. Es muy mayor, es débil y además analfabeta, o 
sea no puede hacer nada. Lo más seguro es que no 
sepa ni dónde estoy, y yo no tengo manera de 
avisarla. Me encuentro completamente solo -dijo 
Evgueni Pávlovich con profunda desesperación y 
levantó la mirada al comandante. 
De nuevo vio en sus ojos la normal lástima que 
puede sentir un hombre. El comandante pensaba con 
el ceño fruncido. 
- ¿Y dónde está su casa, abuelo? -preguntó al fin. 
- Vivía en la Zajárievskaya -contestó Evgueni 
Pávlovich-, casa veintisiete. 
El comandante colocó su mano sobre el hombro 
del general y dijo con voz deliberadamente animosa 
y alegre: 
- Ahora abuelo vaya a su sala y acuéstese. Y yo 
mañana, cuando esté libre del servicio, me acercaréun momento a ver a su criada, hablaré con ella para 
que le traiga algo de comer. 
- Gracias -dijo Evgueni Pávlovich y enrojeció-. 
Lo cierto es que me resulta violento causarle 
molestias. Le escribiré a Pélinka para que venda mis 
cosas y me compre comida. 
- No, eso de escribir no está permitido. Usted 
dígame lo que sea y yo se lo transmito. 
Evgueni Pávlovich pensó un rato. 
- Entonces, dígale que venda las cucharas de plata 
del cajón de la izquierda del aparador, después, la 
pitillera de oro, ella sabe donde está. Con esto me 
bastará mientras viva. 
- ¿Y por qué tendría que morirse, abuelo? -
preguntó el comandante. 
Evgueni Pávlovich no contestó y miró con 
asombro al comandante. Este comprendió lo que el 
general no se atrevía a pronunciar y que recorría el 
rostro del anciano con una sombra siniestra. El 
comandante sonrió con mueca torcida. 
- S-s-í-í claro -dijo en tono de circunstancia-. Si 
de mí dependiera, ya lo hubiera soltado a los cuatro 
vientos. Usted es tan peligroso para el proletariado 
como los huevos de un gallo, y perdone la expresión. 
Evgueni Pávlovich callaba. Los dos se sintieron 
incómodos y el comandante concluyó la 
conversación en tono oficial: 
- Bueno, abuelo, vuélvase a la sala. Pronto hay 
que repartir la comida. 
Evgueni Pávlovich salió al pasillo y marchó hacia 
la sala con pasos lentos sosteniéndose en la pared. 
 
Capítulo séptimo. 
¿Quién no recuerda aquel jabón? Era maravilloso. 
Su color espeso, de un marrón ardiente, acariciaba 
dulcemente nuestra vista en el año dieciocho y en los 
que le siguieron, hasta mil novecientos veintidós, 
cuando la república cambió la espada por el arado y 
los héroes empezaron a lavarse las manos con el 
El séptimo satélite 
 
 
15 
aromático y espumoso “rond”. 
Ninguna treta de la propaganda burguesa nos 
expulsará del corazón el entrañable recuerdo de aquel 
jabón de mil novecientos dieciocho. 
Se entregaba con cartilla y para conseguirlo se 
tenía que estar horas en sombrías colas en las calles 
desiertas cubiertas de montones de nieve. Al recibir 
este paquete de aspecto nada atrayente, cada uno de 
nosotros experimentaba una sensación parecida a la 
del que había alcanzado el polo Norte o resuelto el 
decisivo problema de alargar la vida humana. 
Marchábamos a nuestras casas heladas por falta de 
calefacción, tropezando en los montones de nieve, 
cayendo, pero apretando con cuidado este preciado 
tesoro. 
A menudo, en aquellos días en que los trenes no 
traían harina lo distribuían en vez de pan. Y, al 
conseguirlo, esta adquisición tenía su candor y su 
sabiduría. 
¡Y el olor! Acuérdense del olor. Esa mezcla nunca 
vista y nunca repetida. Olía a pescado, grasa de 
botas, matarratas, naftalina, fenal, a podrido, y todos 
esos olores al mezclarse y amontonarse uno sobre el 
otro creaban un aroma único, triunfal y victorioso. 
En aquellos lugares en que se acumulaban más de 
diez kilos de aquel jabón se ahogaban todos los 
demás olores en un radio de hasta veinte metros. 
¿Recuerdan ustedes cuando al llegar a casa, después 
de intentar en vano encender su diminuta estufa de 
hierro con madera de pino mojada, de repente se 
sentía venir de un rincón en donde se apilaba este 
jabón como ladrillos de una obra el fuerte y 
penetrante olor que le daba nuevos ánimos y le 
llamaba a la calma, a la paciencia?... 
 
Evgueni Pávlovich, inclinado sobre la pila del 
lavabo, enjabonaba con paciencia la pernera 
izquierda de los calzones. Del grifo salía un chorrillo 
fino y plateado de agua que caía trenzado como el 
café de una cafetera. 
Las manos del general, desnudas hasta los codos, 
se llenaron del rubor de la sangre que afluía a ellas. 
Se alzaba un vapor transparente. 
Era difícil lavar. El jabón dejaba en los calzones 
unas rayas marrones casi invisibles. Con el agua 
helada estas rayas no sólo no se deshacían en espuma 
sino que parecía que se grabaran para siempre en la 
tela. 
Evgueni Pávlovich se enderezó y con gesto 
distraído se frotó la frente con el revés mojado de su 
mano. Después de dejar el jabón a un lado, alzó con 
esfuerzo los calzones mojados y, manteniéndolos en 
el chorro de agua, comenzó a aplastarlos y frotar. En 
los movimientos de sus manos se percibía una 
seguridad indolente y hábil, como si para el general 
el arte de lavar no tuviera secretos. 
Y así era, en realidad. Cuando Evgueni Pávlovich 
descubrió que las dos mudas que se llevó consigo al 
ser detenido adquirieron un tono crepuscular, se 
acordó de sus travesuras de pequeño, por las que a 
menudo recibía de su madre. Cuando en casa de los 
Adámov se lavaba la ropa, el niño se metía 
secretamente en la cocina para reunirse con las 
lavanderas. Le divertía el proceso mismo del lavado, 
las nubes de vapor, el agua caliente y acariciadora de 
la tina, las montañas de espuma algodonosa y 
burbujeante, las manos hundidas en ella y cubiertas 
delicada y cuidadosamente por la espuma. 
Las lavanderas se enfadaban y echaban al 
pequeño de la cocina, pero él introducía en sus 
enrojecidas manos monedas y dulces hurtados del 
comedor, y las lavanderas, entre risas, dejaban que el 
niño jugara en la tina hasta que su madre no lo 
encontraba allí y lo sacaba entre protestas y estirones 
de su caprichoso hijo. Así, en broma, Evgueni 
Pávlovich dominó el arte de lavar. 
El general suspiró y dejó los calzones en la pila. 
Se inclinó y alzó del suelo una tetera de bronce llena 
de agua hirviendo distribuida en el almuerzo, y, 
después de cerrar con un periódico el agujero del 
lavabo, vertió el agua caliente. 
Las rayas marrones que dejó el jabón en la tela se 
disolvieron lentamente hasta desaparecer, Evgueni 
Pávlovich hundió sus manos en el agua caliente, con 
la cara arrugada y su barba en movimiento, de nuevo 
empezó a frotar con fuerza. 
Una sonrisa infantil de satisfacción desplegó sus 
labios contraídos. La ropa adquiría un color blanco, 
el suyo original, y el agua cada vez más fría se 
enturbió y recogió el gris de la ropa. Después de 
frotar una pernera y la otra, el general soltó el agua y 
enjuagó lo lavado en una nueva porción de agua fría. 
Al fin se puso a escurrir. Pero las manos le 
temblaban de cansancio y el agua goteaba débilmente 
de la ropa escurrida. 
A su espalda se oyó el golpear de una puerta. 
- ¡Adámov! ¿Estás aquí, o qué? 
Evgueni Pávlovich se volvió y vio en la puerta al 
soldado Proshka. Proshka miraba al general y a la 
ropa retorcida en sus manos con una gran sonrisa 
amplia. 
- ¡Igualito que la lavandera Matriona! Te está 
buscando el comandante. -Y saliendo al pasillo, 
Proshka gritó-: ¡Camarada comandante! ¡Aquí está 
Adámov! 
En los últimos días el comandante no pudo ir, 
como le había prometido, a casa del general y hablar 
con Pélinka. Llegaron unos tiempos locos y movidos. 
En la ciudad se hizo una gran redada de atracadores, 
ladrones y especuladores. A lo largo de los últimos 
tres días iban trayendo en pequeñas partidas todo tipo 
de maleantes comunes. Una parte se colocó en dos 
habitaciones contiguas a la sala de la mansión, y otra 
se metió en la sala, en los lugares ya vacíos de los 
fusilados. Los consejeros y generales, los 
chambelanes y fabricantes se mezclaron con 
 Borís Lavreniov 
 
 
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atracadores y rateros, bandidos y traficantes de 
droga. Los presos comunes trajeron consigo los 
gestos desenfadados y la turbia blasfemia de presido 
y al mismo tiempo el aplomo y la indolente alegría 
de los hombres desesperados que se juegan la última 
carta. 
En la sala los ánimos se tranquilizaron y subieron 
de tono. Sólo un grupo insignificante de aristócratas 
políticos propuso a los demás hacer una protesta por 
verse mezclados con los comunes, pero nadie los 
secundó. La mayoría estaba contenta con la entrada 
de estos vecinos despreocupados. Su aparición creó 
la impresión de que en la sala había irrumpido y de 
nuevo empezaba a bullir -ruidosa y juvenil- la vida, 
una vida con la cual muchos ya se habían despedido. 
El comandante

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