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Jorge Castelló Blasco
EL MIEDO AL RECHAZO EN LA
DEPENDENCIA EMOCIONAL Y EN EL
TRASTORNO LÍMITE DE LA
PERSONALIDAD
2
Índice
PREFACIO
PARTE I
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO
QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL MIEDO A PADECERLO
EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO MECANISMO POSTRAUMÁTICO
TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO
PARTE II
MANIFESTACIONES DEL MIEDO AL RECHAZO Y PAUTAS PARA SU
SUPERACIÓN
INTRODUCCIÓN
LAS INTERPRETACIONES
Definición
Pauta de autoayuda n.º 1. No interpretar
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS DRAMATIZACIONES
Pauta de autoayuda n.º 2. Desdramatizar
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS AUTOATRIBUCIONES DE CULPA
Definición
Pauta de autoayuda n.º 3. No asumir la responsabilidad del rechazo como propia
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LOS REPROCHES Y ENFADOS
Definición
Pauta de autoayuda n.º 4. Evitar los enfados y/o replantearse la relación
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS FOCALIZACIONES EXCESIVAS
3
Definición
Pauta de autoayuda n.º 5. Hacer balances
Recomendaciones para los psicoterapeutas
EL CUESTIONAMIENTO PERSONAL
Definición
Pauta de autoayuda n.º 6. Promover que la autoestima tenga un suministro interno, y
no externo
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LA INSEGURIDAD AFECTIVA
Definición
Pauta de autoayuda n.º 7. Tener seguridad afectiva
Recomendaciones para los psicoterapeutas
CONCLUSIONES
AGRADECIMIENTOS
CRÉDITOS
4
PREFACIO
Hace un tiempo, estaba explicándole a uno de mis pacientes en qué consistía esa
ansiedad que experimentaba y que resultaba tan desagradable, ansiedad que era «miedo
al rechazo», una inseguridad afectiva atroz que tiñe de inquietud o de desesperación,
según el caso, un buen número de interacciones con los semejantes, especialmente con
aquellos con los que se ha establecido un vínculo afectivo más intenso. No sólo le conté
lo que era el miedo al rechazo, sino que también empezamos a determinar unas pautas
para su progresiva erradicación, como tantas otras veces había hecho anteriormente. En
esta circunstancia, dicho paciente me preguntó, al finalizar la sesión, si existía
bibliografía al respecto, ya que le resultaba muy interesante poner nombre y apellidos a
lo que le estaba atormentando, y pretendía profundizar en el tema. Este paciente padecía
«dependencia emocional» (utilizaré este término por ser el conocido, mi denominación
propuesta es trastorno de la personalidad por necesidades emocionales) y ya había leído
mis dos libros sobre esta patología. En concreto, quería bibliografía sobre este síntoma,
que era tan característico de este problema. Le dije que no existía nada, que el síntoma
era conocido por la comunidad científica especialmente como perteneciente al trastorno
límite de la personalidad, pero que ni en esta patología ni en la propia dependencia
emocional se había profundizado sobre él, y mucho menos se habían proporcionado
pautas para su superación.
Sin embargo, la conceptualización y el tratamiento del miedo al rechazo o el miedo al
abandono, según se quiera denominar, son habituales en mi consulta, tanto en la
dependencia emocional como en el mencionado trastorno límite de la personalidad, que
tiene como primer criterio diagnóstico en el DSM-V: «Esfuerzos desesperados por evitar
el desamparo real o imaginado»1. De hecho, la vulnerabilidad al rechazo es, desde mi
punto de vista, imprescindible para poder realizar ambos diagnósticos. Como veremos
más adelante, en el trastorno límite de la personalidad, el miedo al rechazo es casi
indiscriminado, se presenta ante un número amplio de personas e incluso puede llegar a
producirse ante desconocidos (aunque, obviamente, es mayor a medida que se
incrementa el vínculo afectivo); en la dependencia emocional, cabe la posibilidad de que
se manifieste de la misma manera, pero lo más habitual es que sea un miedo focalizado
exclusivamente en la pareja.
Esta inseguridad afectiva es un tema muy habitual en mi trabajo clínico y no existe
bibliografía específica sobre este asunto, ni siquiera en mis obras anteriores sobre
dependencia emocional2,3. Ante esta situación, me decidí a preparar un nuevo libro
sobre dicho problema, del que llevo escribiendo desde hace mucho tiempo4; un nuevo
5
libro en el que no repita prácticamente nada de mis trabajos anteriores. Es decir, no voy a
explicar de nuevo lo que es la dependencia emocional, ni a enumerar sus síntomas, ni a
proporcionar pautas de tratamiento psicoterapéutico o consejos de autoayuda; para ello,
me remito a los títulos antes citados. En este libro me voy a centrar única y
exclusivamente en el miedo al rechazo, en la inseguridad afectiva que convierte las
relaciones de pareja, incluidas las positivas, en un malestar casi continuo. Durante este
recorrido, me ceñiré a las manifestaciones de esta hipersensibilidad al rechazo en el
contexto de las relaciones de pareja, porque es el más habitual y, además, es común a las
dos patologías mencionadas (dependencia emocional y trastorno límite de la
personalidad); en todo caso, lo que se afirme en dicho ámbito es extrapolable a otros, es
decir, podrá aplicarse en general a cualquier otra relación interpersonal.
El lenguaje del libro oscila entre lo divulgativo y lo técnico, siempre con rigor y
huyendo de superficialidades; no obstante, en la segunda parte, centrada en las pautas
para la superación de la vulnerabilidad al rechazo, habrá epígrafes específicos dirigidos a
los psicoterapeutas. Las personas que no sean profesionales de la salud mental pueden
saltarse estos apartados, porque estarán escritos en un lenguaje ligeramente más técnico
y quizá resulten más áridos o difíciles de entender, o simplemente interesen menos.
Aunque el libro contenga un ligero componente técnico, se observará que en él no
hay referencias bibliográficas. Esto se debe a dos motivos fundamentales: el primero
resulta bastante obvio, y es que, salvo mis propios libros y algunos artículos
provenientes de América Latina, en especial los de Mariantonia Lemos, apenas hay
referencias bibliográficas dignas de reseña (excluyo los libros de autoayuda que se
dedican a divulgar el fenómeno de la dependencia emocional sin profundizar en él); el
segundo es que yo no soy investigador, sino que mi punto fuerte es el trabajo de campo,
la clínica pura y dura, el trato directo con los pacientes desde hace más de veinte años y
la teorización y aprendizaje resultantes de esta experiencia clínica.
Cabe añadir al respecto, como ya indiqué en su momento en mi artículo mencionado
de 1999 sobre el concepto de «dependencia emocional», que la única base teórica
cercana al contenido de este libro se encuentra en las aportaciones realizadas por John
Bowlby sobre el apego; en concreto, en su concepto de «apego ansioso»5, tipo especial
de patrón de conducta infantil por el que el niño se muestra con miedo persistente a que
una de sus principales figuras de referencia (habitualmente, los padres) se aleje o no esté
accesible. El apego ansioso se genera por experiencias previas de separación y de
percepción de desprotección por parte del niño, que no encuentra en sus figuras de apego
la «base segura»6 con la que pueda interactuar tranquilamente con el mundo. A partir de
estos planteamientos, se han realizado posteriores desarrollos sobre el apego, los
diferentes patrones generados por las experiencias del niño (además del ansioso) y la
relación entre estos patrones y los traumas afectivos7,8, tesis coincidente con la que
planteo en este trabajo. Obviamente, las personas vulnerables al rechazo, como veremos
a lo largo del libro, presentan este patrón conductual de apego ansioso y, en no pocas
6
ocasiones, sus parejas presentan un estilo de apego evitativo, que estimula a su vez la
ansiedad de sus compañeros.
No obstante, siempre he considerado la teoría del apego tan útil y valiosa para el
desarrollo de la psicología (sobre todo, por alejarse de planteamientos conductuales y
cognitivistas que, desde mi punto de vista, no son idóneos para dar cuenta de la realidadafectiva del ser humano), como excesivamente circunscrita a comportamientos concretos
de proximidad/alejamiento de la figura de apego hacia el niño y sus consecuencias, algo
que no termina de explicar la complejidad de la interacción emocional. Por ejemplo,
existen pautas patógenas de interacción descritas por mí en trabajos anteriores9 que
desde la teoría del apego no lo serían, porque las figuras de referencia del niño sí le
otorgarían proximidad y accesibilidad; en definitiva, serían para él esa «base segura» que
tanto se evoca —como si el mundo de la afectividad se limitara a explorar el entorno y,
con ello, adquirir autonomía—, pero no serían figuras que proporcionaran una estructura
afectiva sólida en el niño. Estas pautas, que son la «vinculación afectiva egoísta» y la
«sobreprotección devaluadora», no suponen falta de proximidad o de respuesta por parte
de las figuras de apego, pero sí son capaces de generar sensación en el niño de no haber
sido querido de manera correcta, de no ser realmente prioritario, lo cual ocasionará
grandes necesidades afectivas (similares a las que se producen con el patrón de apego
ansioso, pero sin haber sufrido separaciones, falta de disponibilidad o proximidad, etc.)
y, con ellas, un perjuicio muy notable a la autoestima que tampoco termina de explicar la
teoría del apego.
La teoría del apego tiene elementos muy acertados y sus desarrollos posteriores son
todavía más prometedores, pero, desde mi perspectiva, sigue teniendo un arraigo
excesivamente conductual (no en vano Bowlby se basó en la etología, que es la
observación del comportamiento manifiesto de animales, para realizar su teoría, por lo
que se desmarcó intencionadamente de constructos como el de «vínculo afectivo»,
imprescindibles para dar cuenta de la interacción humana y su repercusión en la
personalidad y la autoestima). Por tanto, aun reconociendo esa valiosa influencia que
tanto bien ha producido en la psicología, prefiero desmarcarme en mis trabajos de esta
teoría para poder desenvolverme con mayor soltura en el mundo de la hipersensibilidad
al rechazo, la necesidad afectiva, la autoestima o la ambivalencia, sin por esto renegar de
dichos planteamientos. De esta forma, como es habitual ya en mis libros y artículos,
utilizaré mi propio marco teórico, que he desarrollado desde el primero de mis trabajos
en 1999.
En definitiva, con este libro pretendo continuar las aportaciones que he realizado
sobre el trastorno de la personalidad por necesidades emocionales —además de efectuar
una contribución al estudio del trastorno límite de la personalidad, ya que el síntoma
objeto de estudio de este trabajo es común en ambas patologías—, pero abordando
aspectos no tratados anteriormente. Tendrá una pequeña parte técnica dirigida a
psicoterapeutas, sin perder el enfoque divulgativo y riguroso de mi segundo libro, La
7
superación de la dependencia emocional. Me interesa que las personas con dependencia
emocional u otras patologías, como el trastorno límite de la personalidad, se den cuenta
de que su padecimiento es común al de otras; también me interesa como profesional,
ante la ausencia de bibliografía, que el psicoterapeuta entienda las manifestaciones de
este complejo sintomático, y disponga igualmente de herramientas para su erradicación y
su manejo en el entorno terapéutico.
El miedo al rechazo en la dependencia emocional y en el trastorno límite de la
personalidad tiene dos grandes partes, la primera dirigida a explicar los síntomas que se
reúnen bajo el epígrafe «miedo al rechazo» y a proponer teóricamente por qué adquieren
esta importancia, de dónde provienen, etc. La segunda mitad se dedica a proporcionar
tanto pautas de autoayuda como consejos para la psicoterapia dirigidos a profesionales,
desde un punto de vista básicamente afectivo y motivacional. Espero que con trabajos
teóricos, divulgativos y centrados en la práctica profesional como éste se estimulen
investigaciones u otras teorizaciones que nos proporcionen más herramientas a la
comunidad científica.
Jorge Castelló Blasco
www.jorgecastello.org
@jorgecastellob
1 American Psychiatric Association, Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5. Panamericana:
Madrid, 2014.
2 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005.
3 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional. Corona Borealis: Málaga, 2012.
4 Castelló Blasco, Jorge, «Análisis del concepto “dependencia emocional”». I Congreso Virtual de Psiquiatría,
1999.
5 Bowlby, John, La separación afectiva. Paidós: Barcelona, 1992.
6 Bowlby, John, Una base segura: aplicaciones clínicas de una teoría del apego. Paidós: Barcelona, 1989.
7 Hernández Pacheco, Manuel, Apego y psicopatología: la ansiedad y su origen. Desclée de Brouwer: Madrid,
2017.
8 Gómez Zapiain, Javier, Apego y terapia sexual. Aportaciones desde la teoría del apego. Alianza Editorial:
Madrid, 2018.
9 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional, ed. cit.
8
http://www.jorgecastello.org
mailto:%40jorgecastellob?subject=%40jorgecastellob
PARTE I
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO
9
QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL
MIEDO A PADECERLO
El rechazo o abandono es la pérdida total o parcial del vínculo afectivo que tenemos con
otra persona, producida por un comportamiento intencionado por su parte. Conlleva,
entonces, dos elementos fundamentales: el primero es la pérdida afectiva, más dolorosa a
medida que el vínculo establecido con la figura de referencia sea mayor; el segundo
elemento fundamental es la intencionalidad por parte de esa persona de alejarse del
sujeto. Se necesitan ambos componentes para referirnos al abandono que traumatiza, por
ejemplo, a personas con trastorno de la personalidad por necesidades emocionales (en
adelante, «dependencia emocional») o con trastorno límite de la personalidad, y que
afecta en mayor o menor medida a otras personas.
Cuando hablo de pérdida total o parcial me refiero a que no todo el vínculo debe estar
necesariamente en entredicho, sino que también se experimenta de manera dolorosa la
percepción de falta de interés o de una correspondencia menor de la esperada. Un
ejemplo extremo de pérdida total sería una ruptura amorosa, mientras que uno de pérdida
parcial del vínculo afectivo puede ser algo tan sutil como una falta de atención cuando se
relata algo importante. En definitiva, si consideramos el vínculo afectivo como un nexo
de unión con otra persona, con la pérdida total el nexo desaparece, mientras que con la
parcial sufre un menoscabo dependiente de la magnitud del rechazo. El sujeto rechazado
percibe que no es tan importante o prioritario como pensaba.
Aunque el gran temor del individuo con vulnerabilidad al rechazo sea la pérdida total,
la parcial se vive también con gran intensidad. De la misma manera, a las personas sin
esta vulnerabilidad, sin este punto débil, también les afecta percatarse de que alguien no
les tiene en cuenta como pensaban, o les decepciona que no les correspondan en la
medida que ellos sí lo hacen. Todo lo que se viva como una disminución de la
expectativa de recibir afecto o interés por parte de alguien, sea cual sea la magnitud de
dicha disminución, se podrá considerar como rechazo.
¿De qué depende el impacto del rechazo? Enumeramos a continuación los tres
factores principales que determinan dicho impacto, sin que exista un orden entre ellos:
1. De la magnitud del mismo: como ya se ha dicho, existen pérdidas afectivas
totales, pero también parciales, y entre ellas podemos imaginar toda la gama
posible de eventos, desde los más relevantes a los más sutiles. Recibir una
contestación un tanto seca a un mensaje de Whatsapp se puede considerar
rechazo, así como no dirigir la palabra a la pareja en una cena romántica, sin que
10
medie discusión alguna. Ambos son comportamientos que implican una
disminución parcial del vínculo afectivo (en tanto no suponen la pérdida total) o
de la expectativa emocional que tenía la persona rechazada,pero obviamente son
de magnitud distinta y resulta más relevante el segundo que el primero.
2. Del vínculo que exista con la persona que rechaza: resulta lógico que no daña de
la misma manera una decepción causada por la pareja, por un hijo, por un amigo o
por uno de los padres, que la que pueda producirse por un dependiente de una
tienda que no nos devuelve el saludo. A mayor vínculo afectivo, mayores
expectativas de correspondencia que pueden resultar frustradas.
3. De la presencia o ausencia de vulnerabilidad al rechazo en la persona que sufre
el desengaño: la personalidad del sujeto, la configuración de su estructura
emocional, es tan fundamental para interpretar, por un lado, algo tan subjetivo
como una disminución afectiva, como, por otro, para determinar la solidez o
entereza con la que se afronta ese estrés. Que no le feliciten el cumpleaños puede
ser simplemente decepcionante para un individuo sin vulnerabilidad al rechazo, y
puede ser devastador para uno con dicha vulnerabilidad (por ejemplo, alguien que
padezca trastorno límite de la personalidad). Igualmente, una persona sin ese
punto débil no entenderá como desinterés que su pareja hable con otros amigos en
una cena grupal, mientras que otra con esa susceptibilidad al abandono pasará una
velada desastrosa y con ansiedad.
Para continuar entendiendo el rechazo, debemos comprender bien qué es lo que se
pierde total o parcialmente en él, cómo es el vínculo afectivo. El vínculo afectivo es un
lazo imaginario que une a una persona con otra1, lazo por el cual deseamos resultar
importantes a su destinatario y, cuando la estructura afectiva está bien desarrollada, por
el que también nos resulta importante dicho destinatario. Es, entonces, un lazo
bidireccional que tiene una entrada y una salida, una recepción de afecto y una emisión
de la misma naturaleza: lo que llamamos una correspondencia afectiva. Nos interesa lo
que le pase a la persona con la que estamos vinculados, y a esa persona le interesa lo que
nos pase a nosotros. Esto, por supuesto, desde un punto de vista ideal, porque no todos
los lazos afectivos están bien constituidos; existen personas que no quieren a través de
lazos bidireccionales sino de otros de naturaleza unidireccional, por los que sólo desean
ser queridos: recibir, pero no dar. Esto es lo que llamo «amor egoísta» y que no es objeto
del presente trabajo.
La pérdida que se produce con el rechazo tiene que ver precisamente con la
disminución de la recepción afectiva; es decir, el individuo rechazado sufre de una
pérdida intencionada, total o parcial, por parte de la otra persona. Siente que es menos
importante de lo que pensaba, o menos prioritario, o simplemente se da cuenta de que no
es correspondido, que se le queda corto lo que recibe del otro.
Esta pérdida provoca una disminución notable del estado de ánimo, que es como un
11
gigantesco depósito de gasolina psicológica y que tiene tres grandes surtidores:
1. El suministro afectivo interno o autoestima: es lo que cada ser humano se da
afectivamente a sí mismo en la relación interna que todos mantenemos con
nosotros, y que sigue las mismas reglas que las que se producen con terceros. Si la
aportación interna es baja, entonces estamos hablando de una autoestima
deficitaria; esto incidirá notablemente en el estado de ánimo y, además, producirá
una sobrecompensación en el siguiente suministro afectivo que se va a exponer.
Este desequilibrio y su intento patológico de remediarlo es el fundamento de la
dependencia emocional y del trastorno límite de la personalidad.
2. El suministro afectivo externo: consiste en la aportación emocional («emocional»
equivale a «afectivo») que recibimos del exterior, desde las personas
desconocidas con las que podemos interactuar, hasta las de nuestro círculo más
significativo. Dicha aportación emocional no consiste únicamente en la recepción
antes comentada, sino también en la contribución afectiva que nosotros
desarrollamos hacia los demás. Es decir, lo que nos aporta afectivamente la
interacción con los otros no es únicamente recibir afecto, sentir que nuestra
persona le importa a otra y que actúa en consecuencia, sino también emitirlo.
Para nuestro estado de ánimo es tan importante este suministro como el
anterior. La pérdida proveniente del rechazo es una disminución intencionada, por
parte de un tercero, de este suministro afectivo externo. En las personas sin
susceptibilidad, se tratará simple y llanamente —que no es poco— de una
disminución en el suministro afectivo externo que, por tanto, afectará también al
estado de ánimo, en tanto que dicho suministro externo es una de sus tres fuentes;
en las personas con vulnerabilidad al rechazo, como veremos, no sólo afectará a
este suministro sino también al interno, de ahí que el perjuicio para el estado de
ánimo sea dramático, con dos de sus fuentes menoscabadas y no sólo una.
3. Las circunstancias internas y externas: por «circunstancias internas» podemos
considerar, por ejemplo, factores biológicos (el estado de ánimo no es el mismo si
uno tiene fiebre o no ha dormido en toda la noche, por poner dos casos sencillos
de entender), y por «circunstancias externas» todo tipo de elementos contextuales
que determinan nuestra vida, como problemas cotidianos, preocupaciones,
alegrías, etc. Por ejemplo, el padecimiento de dificultades económicas incidirá sin
duda alguna en el estado anímico.
Si podemos imaginar estos tres grandes surtidores de nuestro estado de ánimo,
observamos que uno de ellos, el suministro afectivo externo, está afectado por el
rechazo, y serán dos (la explicación la daremos más adelante) en caso de que dicho
rechazo se produzca en una persona con vulnerabilidad o miedo al mismo. Como es fácil
de ver, el miedo al rechazo es absolutamente decisivo para el estado de ánimo de quien
lo padece, porque sacude todas sus estructuras emocionales; de hecho, una afectación
12
grave en dos de los suministros que antes se han descrito conlleva un colapso total y que
la persona sea impermeable al tercero. Por ejemplo, alguien con vulnerabilidad al
rechazo que está dando vueltas a una disminución grave del interés de su pareja hacia él,
estará tan angustiado por esto (con una afectación acusada en su suministro interno y su
suministro externo) que apenas prestará atención a si aprueba un examen, por ejemplo, o
a si realiza bien un informe en su trabajo. Las circunstancias no pueden compensar un
notable déficit en los suministros afectivos; sin embargo, un buen suministro afectivo
interno sí puede ser un colchón en caso de afectación en el suministro externo. Por eso, a
las personas sin vulnerabilidad al rechazo les duele recibirlo, aunque siguen adelante,
pero a las que tienen esa vulnerabilidad les hunde.
Explicado ya lo que es el rechazo, de qué depende la magnitud de su impacto y en
qué medida afecta al estado de ánimo, es momento de pasar a esa vulnerabilidad al
propio rechazo que, como se ha apuntado, aparece muy especialmente en dos patologías
de la personalidad: la dependencia emocional y el trastorno límite. Obviamente, en
intensidades subclínicas también puede aparecer en población normal. Sin entrar a
especular en este apartado sobre las causas de dicha vulnerabilidad, que coincidirán,
como es lógico, con las expuestas para la psicogénesis de la dependencia emocional, sí
conviene explicar las diferentes manifestaciones de este miedo (aunque serán
desarrolladas con detenimiento en la segunda parte del libro), miedo que podemos
denominar «inseguridad afectiva», rasgo patológico de la personalidad que genera la
susceptibilidad al abandono, el terror constante al mismo.
Como aclaración previa, y parafraseando las explicaciones que doy en mi consulta,
podemos imaginar que la persona con inseguridad afectiva posee los lazos emocionales
con los demás tan delgados como hilos de coser, mientras que la persona sin esa
inseguridad los puede tener como tuberías gruesas de plomo. Se entiende que con esa
fragilidad nos referimos al componente de recepción de afecto, no alde emisión; es
decir, el individuo siente que lo que recibe del otro es escaso, incierto y marcadamente
inestable.
No tener ese miedo constante supone que el individuo es seguro afectivamente, no
duda de sus vínculos ni anticipa decepciones, desinterés o abandonos; asume que es una
persona suficientemente válida como para ser querida y no se considera potencialmente
rechazable; además, confía abiertamente en las palabras y en los hechos de los demás,
sobre todo de la pareja —ya que este libro está especialmente enfocado a la inseguridad
afectiva propia de la dependencia emocional, que, como ya sabemos, se produce
fundamentalmente dentro de las relaciones amorosas—.
Efectuada la aclaración, podemos ver de qué manera la persona insegura
afectivamente, con miedo o vulnerabilidad al rechazo, vive esos lazos tan débiles; cómo
este rasgo patológico de la personalidad determina su comportamiento. Nos centraremos
en las relaciones de pareja porque es el terreno propio de la dependencia emocional,
terreno que también abordan profusamente las personas con trastorno límite de la
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personalidad, aunque ya se ha expuesto que éstas pueden presentar comportamientos
similares en otros contextos interpersonales. Dividiremos las manifestaciones más
habituales de la vulnerabilidad al rechazo en tres grandes grupos, que luego
diseccionaremos en la segunda parte del libro junto con la forma de lidiar con ellas:
1. Miedo a la ruptura: es la manifestación más usual de la vulnerabilidad al rechazo,
aunque no la única, como veremos. Este miedo se manifiesta con una ansiedad constante
por el hecho de que la pareja abandone la relación, ansiedad que se agrava ante
determinados desencadenantes que sirven de gatillo o estímulo. Puede darse que el
individuo que sufre esta vulnerabilidad tenga alguna pequeña racha de mayor
tranquilidad, pero normalmente se vive la relación al borde del precipicio, con una
sensación más o menos continua de que, en cualquier momento, acabará todo, como si
nada fuera completamente real. Esta ansiedad se mantiene en unos niveles medios y el
individuo busca «pruebas» a favor de su tesis, por muy devastadora y angustiosa que
ésta sea para él, porque en el fondo tiene el convencimiento de que hay un abandono
latente, un rechazo escondido con el que todo finalizará.
Recordemos lo que antes se exponía sobre la consideración interna que el sujeto con
susceptibilidad al rechazo tiene de sus vínculos afectivos: metafóricamente hablando, los
vive como si fueran finos hilos de coser, muy frágiles y con amenaza de romperse. Pues
bien, esto genera que dicho sujeto tenga la duda constante sobre la implicación de su
pareja. Para que se produzca esta inseguridad afectiva no es imprescindible que la pareja
sea merecedora de ella por su falta de cariño, su carencia de expresiones amorosas o por
mera ausencia de interés; parejas que han estado claramente involucradas en su relación
han sufrido dicha inseguridad y, además, con notable angustia y malestar por sentirse
juzgadas en todo momento, y también por tener que dar explicaciones continuas o
ratificaciones constantes del amor que profesan.
Evidentemente, en caso de que la inseguridad afectiva tenga, además, fundamentos
reales, la situación ya es del todo insoportable. En este caso, la reacción más habitual
(que no la única) es la de sumisión, generándose así una relación prototípica de
dependencia emocional, con un notable desequilibrio entre los miembros de la pareja y
un comportamiento subordinado en el miembro dependiente. Esta situación y las pautas
recomendadas en ella no se explicitarán, pues ya están claramente expuestas en mis
libros anteriores sobre esta temática.
Con o sin motivos, ¿qué tipo de comportamientos concretos se pueden producir en
esta primera manifestación de la vulnerabilidad al rechazo, esto es, la del miedo a la
ruptura? Son realmente infinitos y algunos verdaderamente ingeniosos, tanto que alguien
que no tenga experiencia en este ámbito o que no haya padecido muy intensamente este
sufrimiento apenas se lo creería. Recuerdo un caso en el que una persona le daba vueltas
a un mensaje escrito de su pareja en el que le decía «Te amo», intentando convencerme
de que no era lo mismo que «Te quiero» y que, por tanto, eso significaba que no le
14
quería y que, en consecuencia, terminaría abandonándola. En esta búsqueda patológica
de pruebas a favor del miedo, que se produce por este pánico terrible al abandono (luego
veremos por qué la mente juega estas malas pasadas, cuando tratemos sobre los
mecanismos postraumáticos), casi cualquier cosa vale.
No obstante, los ejemplos más habituales son otros. Uno de ellos es el del miedo a la
desaparición, que supone una forma bastante drástica de ruptura. Esto es habitual en las
primeras fases de una relación. La mecánica es la siguiente: cuando no ha pasado mucho
tiempo después de la formación de la pareja, e incluso antes de formarse ésta, es normal
que haya unas cuantas citas y entre medias un contacto por programas de mensajería tipo
Whatsapp o por teléfono. La persona con vulnerabilidad al rechazo experimentará
ansiedad si hay un retraso superior al esperado con uno de esos mensajes o llamadas; por
ejemplo, si habitualmente se dan los «buenos días» por mensaje y ha pasado más de
media hora del momento habitual, dicha persona empezará a sentir inquietud, y de la
inquietud podrá pasar incluso a la desesperación obsesiva. Comenzará a anticipar que el
otro ha «desaparecido» y que se ha descubierto al fin lo que ella imaginaba, que no era ni
más ni menos que la plasmación de la fragilidad interiorizada antes expuesta de ese lazo
afectivo. De nada servirá que la pareja haya tenido un comportamiento intachable hasta
ese momento, todo se nublará en la persona con este miedo y se vivirá, cada vez más,
con una ansiedad terrible. Si dicho mensaje matutino llega minutos después se reducirá
milagrosamente la ansiedad, pero eso no servirá para prevenir situaciones futuras
porque, de manera casi increíble, la experiencia y la racionalidad juegan un papel muy
exiguo ante todas estas fuerzas afectivas.
El lector pensará que, en la era que vivimos con redes sociales, programas de
mensajería, etcétera, hay un auténtico caldo de cultivo para este tipo de miedos. Y
acertará, no cabe duda: uno de los deportes favoritos de las personas con vulnerabilidad
al rechazo es encontrar pruebas de la inminente ruptura de su relación por el
comportamiento que observa de su pareja en aplicaciones como Whatsapp. Imaginemos
que, en los numerosos seguimientos e investigaciones que el individuo efectúa, ha visto
que la pareja se ha conectado hace una hora y no le ha escrito nada. Esto se considerará
como una demostración de lo poco que le importa la relación y de que la espada de
Damocles se cierne sobre ella. La persona con esta vulnerabilidad, en sus grados
extremos, vive la relación con sensación de amenaza constante de ruptura, de que apenas
hay nada que una a su pareja con ella, y dudará incluso de cómo se ha podido constituir
la relación.
Como es lógico, otro de los ejemplos de este miedo a la ruptura inminente está
relacionado con los celos, es decir, con la idea de que la pareja se puede fijar en otra
persona mejor, más guapa, etc. Es evidente que esta idea —se supone que sin
fundamento alguno— revela un déficit subyacente de autoestima. De esta manera,
cualquier comentario que la pareja pueda hacer con respecto a determinadas amistades,
compañeros de trabajo, seguidores de redes sociales, etc. que se identifiquen como
15
personas amenazantes suscitará una reacción de obsesividad, de pensar que se puede fijar
en ellas, desearlas o querer tener la relación con ellas.
En definitiva, con el miedo a la ruptura se plasman tanto la inseguridad que el sujeto
vulnerable tiene con la relación (mucho más evidente cuando no está justificada;
desproporcionada, tergiversada o magnificada cuando lo está) como la anticipación de
un peligro evidente para él, en este caso, el abandono definitivo, la ruptura total. La
parejaentera se pone en entredicho y se cuestiona la implicación del otro, bien con
reproches, bien con sumisión para congraciarse con él y evitar el temido desenlace, o
bien con comportamientos de reaseguramiento, de comprobación de que todo sigue
igual.
Estas reacciones se producen también en el siguiente miedo que veremos a
continuación, pero con una menor magnitud. Los reproches los desarrollaremos en la
segunda parte de este libro, pero son muy fáciles de entender; básicamente son enfados,
de mayor o menor proporción, encaminados a conseguir de manera agresiva que el
sujeto que supuestamente rechaza cambie su comportamiento. Se trata de
amonestaciones continuas, demandas a causa de una supuesta —o real— falta de interés,
comportamientos aparentemente negativos, etcétera, que ocasionan gran ansiedad en la
persona vulnerable al rechazo. A través de la imposición se intenta que la pareja cambie
su proceder, no con un ánimo de controlarla, sino con la pretensión de calmar la
ansiedad generada por la posible pérdida total de la relación. Obviamente, estos enfados
se viven de una manera muy negativa por el otro miembro de la relación: cuando tienen
una parte de fundamento, se experimentan con notable malestar y agobio que se
verbaliza de manera cada vez más acentuada, produciéndose con el paso de las semanas
y de los meses una escalada de violencia, con la aparición de menosprecios, faltas de
respeto graves, etcétera; cuando no existe razón alguna para estos enfados, el sujeto
destinatario de los mismos se siente tratado injustamente, da explicaciones o
justificaciones en exceso, se fuerza a actuar de una forma en la que se eviten discusiones,
sufre por la sospecha constante de la pareja y por ser puesto en duda continuamente, y
otras consecuencias a cuál más negativa. Como es lógico, esta sucesión de enfados y de
dudas infundadas erosiona notablemente la relación y el miedo a la ruptura del sujeto
vulnerable se convierte en una profecía autocumplida.
Los comportamientos sumisos son también muy habituales, y dependen tanto de la
personalidad del individuo con miedo al rechazo como de la relación que tenga con su
pareja (insistimos en que centramos esta descripción en el contexto de la pareja, pero
todo esto puede producirse, de manera más atenuada, en otros ámbitos). Si la otra
persona amenaza explícitamente con romper si hay más enfados o es muy agresiva, por
ejemplo, dificultará mucho más los comportamientos de reproche y favorecerá los
sumisos, independientemente de la personalidad del sujeto. La subordinación en pareja
la he descrito ya muy extensamente en mis dos libros anteriores y también en artículos,
por lo que no voy a extenderme mucho en ella; no obstante, sí puedo manifestar que
16
supone un esfuerzo continuo por agradar y ser «al gusto» del otro, de no contravenirle y
mucho menos amonestarle por lo que haya generado este miedo a la ruptura. Se piensa,
equivocadamente, que con la sumisión uno «gana puntos» con la pareja, que se torna en
imprescindible porque nadie va a tener un trato más fácil con ella o agradarla tanto. En la
realidad, con la sumisión uno disminuye su propia valoración, su cotización personal, y
por esto el otro miembro de la pareja actúa exactamente igual, disminuyendo la
valoración del subordinado. Este proceso de desequilibrio es inagotable, progresivo, se
acentúa con el paso del tiempo: el sumiso se hace más sumiso y el dominante más
dominante. El resultado es fácilmente predecible: una vez más, el miedo a la ruptura
total se convierte en una profecía autocumplida. La persona dominante se siente
tremendamente poderosa y despliega conductas de franco desprecio, crueldad e incluso
asco y, en cualquier caso, de menosprecio muy intenso. Ni que decir tiene que este
deterioro progresivo e incesante sirve, a su vez, para reafirmar los peores temores del
sujeto vulnerable al rechazo, que siente que por mucho que haga sometiéndose no es
capaz de tapar la herida; paradójicamente, su reacción será incrementar la sumisión con
una absoluta autoanulación, por lo que se perpetúa el círculo vicioso.
Por último, la tercera reacción más habitual a los comportamientos que generan
ansiedad por la ruptura es la de las actitudes de reaseguramiento. Se parecen mucho a las
conductas de comprobación propias de otras patologías como el trastorno obsesivo-
compulsivo, y no es casualidad porque son respuestas habituales a la ansiedad. Son, en
definitiva, comportamientos dirigidos a tranquilizar a la persona, a calmar el miedo,
comprobaciones de que todo sigue en su sitio y de que la relación va a continuar. Hay
dos tipos de estos comportamientos: uno los efectúa el sujeto de manera individual y en
el otro requiere de la pareja. Los primeros son análisis más o menos exhaustivos de
diversas conductas de la otra persona que intranquilizan notablemente; con estos análisis
se busca encontrar algo a lo que agarrarse, cualquier comentario o gesto que, en cierto
modo, pueda paliar la sensación de ansiedad que se experimenta. Por ejemplo, si la
persona vulnerable al rechazo está detectando un distanciamiento progresivo de los
mensajes de texto o de las llamadas telefónicas, buscará algo que calme su ansiedad y
podrá aferrarse a un «te quiero» que observe en dichos mensajes. Son comportamientos
de autotranquilización que quizá lleguen a efectuarse de forma compulsiva, es decir, con
excesiva recurrencia.
No obstante, los más habituales son los que involucran a la pareja, ya que por lógica
quien más puede tranquilizar es el otro. En este sentido, se solicita al otro que reafirme
su compromiso, que sea más cariñoso o que proyecte un futuro en pareja. Son las
demandas de amor y atención. La sombra de la duda que planea constantemente para el
individuo con miedo al rechazo y, por tanto, con miedo a la ruptura, precisa de estos
reaseguramientos para disminuir la ansiedad en el corto plazo, aunque no en el medio y
en el largo.
Ni que decir tiene que estas diferentes reacciones al miedo a la ruptura son
17
compatibles entre sí: se pueden adoptar comportamientos sumisos o de reproche y
realizar igualmente conductas de reaseguramiento, así como alternar subordinación con
reivindicación más o menos agresiva.
2. Miedo a la pérdida de interés: realmente es la misma manifestación que la
anterior, pero con una intensidad menor. Me planteaba si diferenciar esta expresión de la
susceptibilidad al rechazo de la anteriormente expuesta y finalmente me decidí por
hacerlo así, sobre todo para aumentar la conciencia de la importancia de las
micromanifestaciones. La diferencia es más cuantitativa que cualitativa, pero así como el
miedo a la ruptura puede suponer los picos de ansiedad más altos para la persona
vulnerable y, con ellos, una disminución muy acusada del estado de ánimo o un acceso
de ira, con el miedo a la pérdida de interés se mantiene una intranquilidad constante y
también se va erosionando la calidad de la relación.
El miedo a la pérdida de interés se fundamenta en la percepción angustiosa por parte
del individuo vulnerable de que su pareja le presta menos atención, no la prioriza con
respecto a otras personas o actividades o le da menos importancia. Como se ha dicho
antes, este miedo puede estar fundamentado en mayor o menor medida, desde ser
inadecuado hasta totalmente lógico. Si es inadecuado, será el sujeto el que distorsionará
la realidad por su miedo y verá peligros donde no los hay; si es fundamentado, los sufrirá
más que cualquier otra persona y reaccionará de manera inapropiada, bien con ira o bien
con una ausencia de reivindicación propia que redunde en una tendencia sumisa.
La actitud de hiperalerta, que más adelante describiremos, es la que recoge una serie
de comportamientos como peligrosos, ya que la falta de interés se entiende como una
especie de abandono progresivo del compromiso afectivo. Los ejemplos de este miedo
son innumerables, pues, como se ha apuntado, es algo más continuo, más larvado.
Expondremos unos cuantos de muy diversa naturaleza para entender hasta qué punto
abarcaesta manifestación de la vulnerabilidad, objeto de este libro:
• La pareja entra en casa o acude a una cita con un semblante algo más serio de lo
habitual, con lo que a la persona vulnerable se le origina ansiedad e ideas de que
dicha seriedad está referida a una desmotivación hacia ella.
• Cuando hay una molestia, como un dolor de estómago o de cabeza, la otra persona
no realiza un seguimiento o no verifica que el malestar ha desaparecido.
• La pareja no manifiesta un ardor sexual continuo e incluso no manifiesta interés
alguno al ver desnuda a la otra persona en la vida cotidiana (en el servicio, al
cambiarse de ropa…). Esto, que realmente no tiene nada de indicativo de
desinterés —salvo que la disminución de la vida sexual sea muy acusada— es uno
de los temas favoritos de este tipo de miedos.
• La otra persona escribe un mensaje de texto algo frío, sin explayarse o carente de
expresiones amorosas, emoticonos, etc. El análisis de los mensajes de texto o
similares puede convertirse en algo auténticamente obsesivo, hasta el punto de
18
revisar todos y cada uno de ellos, bien buscando el temido desinterés, bien
buscando, como se decía antes, aquellos que sirvan para tranquilizar y reasegurar.
• La pareja tarda, en un momento concreto, más de lo habitual en responder a un
mensaje o en devolver una llamada. A partir de ahí, la ansiedad va
incrementándose y hay continuas revisiones del teléfono.
• En una reunión con amigos, la otra persona presta mucha atención a los demás y
no tanto a su pareja, sin necesariamente ignorarla. Esta atención no tan focalizada
produce ansiedad e incomodidad.
• En una relación de convivencia, la pareja se va a dormir antes o después de lo que
lo hace la persona vulnerable al rechazo, algo que se interpreta como falta de
interés.
• La otra persona no efectúa expresiones de cariño o, al menos, no lo hace con la
suficiente frecuencia. Estas expresiones pueden ser verbales o también no
verbales, tales como acariciar o coger de la mano.
• La pareja se sienta en el sofá alejada o no propicia un mínimo contacto físico.
Objetivamente, hay algunos de estos comportamientos (por ejemplo, sentarse lejos en
el sofá o la escasez de expresiones amorosas) que denotan con claridad un interés
afectivo bajo hacia el sujeto vulnerable. Como he dicho, el miedo a la pérdida de interés
no indica necesariamente una distorsión de la realidad, aunque exista una desproporción
en la intensidad con la que se viven estas circunstancias o una reacción inapropiada,
tanto por la vía del enfado (por ejemplo, una explosión de ira) como por la vía de la falta
de reivindicación (un aumento de la necesidad de agradar al otro o la simple persistencia
de la falta de equilibrio con él).
En definitiva, el miedo a la pérdida de interés es el caldo de cultivo perfecto para el
mantenimiento constante de la preocupación obsesiva. Sin necesidad de entrar en pánico,
como sucedía con la modalidad anterior, se reafirma una ansiedad continua y, con ello,
se genera una obsesividad; es decir, las ideas alrededor de la falta de interés de la pareja
se convierten en abrumadoras, llegan a constituir un auténtico «monotema» para el
sujeto vulnerable al rechazo. El problema es que la obsesividad, sea en este ámbito o en
cualquier otro, debilita notablemente al individuo, y en este estado los miedos campan a
sus anchas sin oposición alguna.
3. Intolerancia a la ruptura: es la última de las manifestaciones más importantes de la
vulnerabilidad al rechazo. Precisamente, hemos reiterado que dicha vulnerabilidad no
produce por fuerza una distorsión de la realidad, aunque en muchas ocasiones así lo
haga. En un gran número de casos, la pareja sí llega a actuar de una manera que
promueva la inseguridad afectiva, o sea, sí que existe una falta de interés patente que
duela y que haga sentir un rechazo a la otra persona. En estas situaciones, sobre todo si
son continuas y más o menos graves, hablamos de relaciones de baja calidad que
deberían como mínimo cuestionarse y, en el peor de los casos, romperse.
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Aquí hay una diferencia muy grande entre personas con vulnerabilidad al rechazo y
personas sin esta vulnerabilidad. Cuando no existe, el sujeto es capaz de cuestionar o
romper la relación, seguramente con dolor y con dificultad, tomándose el tiempo
necesario. Cuando sí existe la mencionada vulnerabilidad, se da un comportamiento
paradójico: el individuo sufre terriblemente la situación porque es hipersensible a ella,
pero precisamente por dicha hipersensibilidad considera angustiosa la ruptura definitiva
y no la efectúa. Recordemos que el miedo a la ruptura era la primera manifestación de
esta vulnerabilidad afectiva. Al final, la persona se encuentra en una relación que está
absolutamente contraindicada por su alto grado de inseguridad afectiva, cuando lo que
en realidad necesita son relaciones de gran certidumbre. Pero por esta vulnerabilidad al
rechazo se aguantan relaciones que lo generan en abundancia, ya que lo que más
angustia es la ruptura total.
Ya se ha expuesto lo que es el rechazo afectivo, qué es la vulnerabilidad al mismo y
qué manifestaciones tiene (sin perjuicio de que, en la segunda parte del libro, analicemos
con exhaustividad estas manifestaciones junto con la forma de luchar contra ellas); a
continuación, efectuaremos unas consideraciones sobre el rechazo entendido como un
trauma afectivo, lo que nos servirá para entender por qué existe esta vulnerabilidad y
cómo actúa.
1 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005.
20
EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO
Desde los comienzos del estudio de la mente y sus patologías se conoce el concepto de
«trauma psicológico», que se utiliza por analogía con el físico, que es un golpe o
impacto muy fuerte en el cuerpo que deja una gran lesión. Este tipo de golpes también se
pueden sufrir en el ámbito psíquico, conformando los traumas psicológicos. Estos
traumas crean también lesiones emocionales y quién sabe si también biológicas, ya que
generan una experiencia verdaderamente devastadora que se recuerda durante toda la
vida. De hecho, existe una categoría diagnóstica en los sistemas de clasificación
psicopatológica actuales denominada «trastorno por estrés postraumático», reservada
para la afectación psicológica producida por traumas psíquicos de notable intensidad. En
esta categoría diagnóstica, se consideran «traumas» únicamente aquellas situaciones que
comprometen muy seriamente la integridad física o psíquica, como por ejemplo
atentados terroristas, agresiones muy graves con riesgo de muerte o abusos sexuales.
No obstante, como todo en psicopatología tiene su magnitud, no hay que pensar que
los únicos traumas que existen sean éstos, los de una gravedad extrema; existen también
algunos que no son tan terriblemente excepcionales y que no comprometen la vida del
individuo, o que no suponen que pase algo verdaderamente cruel o aterrador. Son
impactos también muy grandes, que pueden ser concretos (hechos aislados que se
acercarán a los propios del trastorno por estrés postraumático, pero que no tendrán esa
intensidad; por ejemplo, que todo un grupo se burle de alguien) o más genéricos (como
experiencias reiteradas y constantes de desprecio, marginación, minusvaloración o
dominación). Este tipo de traumas determinan una parte de nuestro funcionamiento
mental y pueden derivarlo hacia lo patológico.
Los traumas psicológicos constituyen vivencias que pueden ser desde dolorosas hasta
aterradoras, según su intensidad; pero que dejan una huella en la persona porque hay un
compromiso grave de su integridad y bienestar. Los traumas más frecuentes en las
películas no son los más frecuentes en las consultas; es decir, los hechos puntuales, salvo
que sean de la gravedad extrema que antes hemos mencionado al referirnos al trastorno
por estrés postraumático, no suelen ocasionar demasiadas secuelas psicológicas. Sin
embargo, los traumas que no son hechos puntuales, los que son más genéricos, sí
determinanuna muy buena parte del trabajo que realizamos los psicólogos en nuestro
quehacer cotidiano.
Dentro de estos traumas psicológicos de menor intensidad pero más continuos
destacan especialmente dos:
21
1. Traumas jerárquicos: en principio, no tienen mucho que ver con el objeto de este
libro, aunque, en la realidad clínica, la persona con traumas afectivos —que son los que
a continuación se van a exponer— ha padecido también traumas jerárquicos en un buen
número de ocasiones. Los traumas jerárquicos son los derivados de la dominación
reiterada perpetrada por otra u otras personas. El sujeto que ha sufrido estos traumas ha
sido sojuzgado en muchas ocasiones, se le ha recordado que está en un escalón muy
inferior en la jerarquía, ha sufrido menosprecios, burlas, humillaciones, órdenes
caprichosas, gritos e incluso agresiones, en los casos más graves de dominación. Este
tipo de comportamientos tiene como finalidad plasmar la superioridad de esa persona
sobre el subordinado, que es el que recibe la imposición jerárquica.
Así como los traumas afectivos crean vulnerabilidad al rechazo, los jerárquicos crean
también otro tipo de susceptibilidad, que podríamos denominar «vulnerabilidad
jerárquica». En definitiva, la vulnerabilidad psicológica es una hipersensibilidad que se
produce como respuesta a los traumas de esa índole, a aquello que emocionalmente
produce una afectación importante en forma de sufrimiento, malestar o angustia. En este
caso, la dominación y la violencia, la percepción que alguien puede tener de inferioridad
constante con respecto a otra persona que, además, abusa de su superioridad, es algo
enormemente doloroso y que deja una huella traumática, en forma de vulnerabilidad
jerárquica, en la persona.
La vulnerabilidad jerárquica, entonces, es la sensibilidad extrema que el sujeto que la
padece tiene a las situaciones en las que se siente dominado, tratado injustamente por
alguien poderoso o, simplemente, se considera instalado en una posición de inferioridad
con respecto a otra persona o personas. Esta sensibilidad puede generar reacciones de
todo tipo de acuerdo con la evolución de la personalidad de dicho sujeto: desde
comportamientos de ansiedad evitativa hasta explosiones de ira, por poner dos ejemplos.
La vulnerabilidad jerárquica es un tema francamente apasionante y crucial para entender,
por ejemplo, los trastornos de la personalidad evitativo y paranoide, pero no es objeto de
este libro. No obstante, en diferentes ocasiones aparece junto a la que se genera tras los
traumas que se van a describir en el siguiente apartado.
2. Traumas afectivos: son los que producen la vulnerabilidad al rechazo. Como ya se
ha dicho, la vulnerabilidad al rechazo es reflejo de una inseguridad afectiva subyacente;
de una certeza o, como mínimo, de una sensación inconsciente de que los lazos
emocionales que unen al sujeto vulnerable con sus figuras más significativas —
especialmente la pareja en el caso de la dependencia emocional, que es en el que más
nos estamos centrando— son frágiles, inestables y pueden quebrarse en cualquier
momento. Sin embargo, tener seguridad afectiva es vivir con tranquilidad las relaciones
y adquirir una convicción interior de que los lazos que la fundamentan son sólidos y
difícilmente quebrantables.
La inseguridad afectiva es justamente lo contrario. Y es ahí donde entran en juego los
22
traumas afectivos, porque ¿de dónde, si no, viene esa desagradable sensación interior de
que los vínculos afectivos recibidos están hechos como de cristal frágil, y de que son tan
finos como los hilos de coser? La seguridad o inseguridad afectiva proviene de las
experiencias vividas en este ámbito, no salen de la nada. Al final del libro nos
extenderemos más sobre este asunto.
Los traumas afectivos, entonces, están en la base de la inseguridad afectiva. Son un
conjunto de experiencias, mantenidas durante un periodo que normalmente es muy
extenso y que puede incluso cubrir etapas vitales completas, que ocasionan sufrimiento
emocional por parte de terceras personas. Como es lógico, una discusión o una
decepción normales que provienen de un ser querido no entrarían en esta categoría de
«trauma»; se necesita una dinámica, un ambiente más o menos constante en el que, con
frecuencia, se produzca el sufrimiento antes mencionado, o bien, por supuesto, una
intensidad extrema.
Este tipo de traumas no suele ser de un único tipo; lo normal es que haya una mezcla
de comportamientos asociados que originen un ambiente emocionalmente tóxico. Dicho
ambiente es lo realmente traumático, un entorno o un gran conjunto de relaciones
afectivas interiorizadas de carácter patológico y que ocasionan un daño importante en la
psique del individuo.
Los ambientes concretos patológicos que están en la base de la dependencia
emocional y, por tanto, configuran los traumas afectivos a los que me estoy refiriendo,
ya han sido expuestos con detalle en mis anteriores trabajos. No obstante, los
enumeraremos brevemente (ni que decir tiene que dichos ambientes, para que posean
una naturaleza más traumática, se deben producir durante la infancia, ya que la mente de
los niños es más vulnerable y está más necesitada de entornos saludables para la
construcción adecuada de su autoestima y su personalidad; posteriormente, estos
entornos resultarían dolorosos, pero no forzosamente traumáticos):
• Carencias afectivas tempranas: es el factor patológico afectivo, configurador de
experiencias traumáticas de esta índole, más habitual. Como es lógico, puede
coexistir con los siguientes porque ninguno es excluyente entre sí, con la
excepción de la vinculación afectiva egoísta, que se detallará más adelante. Como
su propio nombre indica, las carencias afectivas consisten en la recepción escasa
de amor por parte de los seres más significativos. Para que estas carencias
devengan en trauma es importante que sean más bien generalizadas; cuando hay
figuras de primer nivel como, por ejemplo, uno de los dos progenitores, que sí
responde de una manera positiva y mantiene un trato constante con el niño, se
proporciona el suministro emocional necesario para que esta circunstancia no sea
patógena.
Las carencias afectivas configuran ambientes muy fríos, con o sin hostilidad
adicional, en los que el niño no se siente importante o prioritario. Las muestras
23
explícitas de cariño o no se producen o son muy escasas; tampoco hay
verbalizaciones de este tipo o se comparte poco tiempo prestando atención al
niño, jugando con él, escuchándolo, etcétera. Las interacciones en momentos
como las comidas, la hora de acostarse o el camino al colegio son frías y/o llenas
de órdenes y riñas, sin cariño ni risas. Lo normal es que estos ambientes sean
continuos, aunque también puede existir una inestabilidad bien por circunstancias
(por ejemplo, que influyan en el clima del hogar factores como la relación entre
los padres, dificultades graves económicas, etcétera) o bien por una variabilidad
del estado de ánimo de los progenitores, como sucede cuando uno de ellos o los
dos padecen trastornos mentales o de la personalidad.
• Sobreprotección devaluadora: en esta pauta, compatible con la anterior, hay más
interacción con el niño, pero es una interacción marcada por la sensación que se le
transmite de inutilidad, de no valer para nada ni ser capaz de realizar tareas
cotidianas. Los menosprecios y las malas formas se suceden en lo que no deja de
ser una devaluación subyacente, enmascarada por el comportamiento
proteccionista propio de esta pauta afectiva patológica.
Las consecuencias de dicha pauta son tanto la ausencia de autonomía propia de
la sobreprotección, como también la vivencia de incapacidad fruto de la
devaluación, que generará más adelante un notable déficit de autoestima. En
definitiva, se estará gestando un yo desamparado y con poca sensación de validez,
de ser querible.
Como se ha apuntado, esta pauta es compatible con la anterior porque puede
existir un ambiente carente afectivamente en el que, cuando proceda, aparezcan
manifestaciones desobreprotección devaluadora; una especie de comportamiento
abnegado, con apariencia de positivo, en el que se esconde un desprecio
subyacente hacia el menor.
• Vinculación afectiva egoísta: es un tipo de pauta en el que resulta verdaderamente
difícil determinar que resulte patógena, creadora de traumas afectivos. El vínculo
afectivo o amor egoísta es un tipo de lazo que se establece con el niño (y que, en
la edad adulta, puede darse en otro tipo de relaciones, como las de pareja, algo
que sucede con mucha frecuencia en las diferentes manifestaciones de
dependencia emocional) en el que el centro es el adulto. En la persona que
presenta esta forma de vincularse, este lazo es básicamente de entrada, y no de
salida; de recepción, y no de emisión. En términos coloquiales, podría afirmar que
la persona pretende ser querida y no se preocupa por querer. En consecuencia, el
centro de la relación es el individuo con ese amor egoísta, que ocupa un papel de
privilegio en dicha relación y, de esa manera, puede cumplir sus fines. En las
interacciones adulto-niño es obvio que el adulto goza de todas las condiciones
para poder conducirse de esta forma.
No obstante, cabe insistir que es difícil de determinar lo negativo de esta pauta
24
porque, en apariencia, la relación adulto-niño es muy estrecha y parece que el
amor y la complicidad fluyen. De la misma forma, en las relaciones de pareja en
las que el miembro dominante tiene un estilo de amar egoísta, cuesta ver que
dicho amor no es sano ya que quizá sea muy abundante. En la práctica, este amor
egoísta es realmente una posesividad en la que el sujeto que lo profesa sólo
pretende la cercanía y disponibilidad afectiva del otro. En lo que ahora nos ocupa,
el adulto sólo pretende la proximidad y atención del niño, pero siendo dicho
adulto el centro de la relación, el que verdaderamente importa.
De esta manera, termina siendo el niño el que escucha los problemas del adulto
(en muchas ocasiones se trata de la madre, mientras que, en relaciones de pareja,
en mi experiencia clínica, tanto varones como mujeres pueden desarrollar esta
forma poco evolucionada de querer), el que lo acompaña a casi todo y el que tiene
que estar siempre disponible o accesible. En la vinculación afectiva egoísta, el
adulto utiliza en muchas ocasiones el chantaje emocional para conseguir sus fines.
Por ejemplo, una madre puede hacer sentir culpable a su hijo diciéndole que se
quedará sola y triste en casa si se va al cumpleaños de unos amiguitos. Este
ejemplo, como todos los de este libro, proviene de mi práctica clínica. El
resultado es que el niño, sin ser consciente, percibe que se le ha buscado mucho
afectivamente, pero que ha estado en una jaula de oro en la que no ha sido
realmente el prioritario, sino que ha sido utilizado emocionalmente. Dicho
resultado, como se puede imaginar, es muy nocivo para la autoestima,
constituyendo también un trauma afectivo que determinará en la adultez, por
ejemplo, que la persona que ha sufrido este tipo de amor sea ambivalente en sus
relaciones de pareja, buscando mucha cercanía en las mismas y alternando esta
cercanía con otras fases de mayor distancia o de hostilidad hacia la otra persona.
Por último, añadir que en esta pauta no procede hablar de carencias afectivas
como en la primera, sino de un afecto primitivo, poco evolucionado y patológico.
Más que carencia, se trata de toxicidad, si se permite la metáfora tan de moda en
estos tiempos.
Para complicar todavía más la cosa, los traumas afectivos tienen habitualmente que
ver con los del tipo anterior, los jerárquicos, aunque no es obligatorio que así sea. El
motivo es muy simple: en las primeras etapas de vida del sujeto, las de construcción de
su personalidad, quien más puede producir las pautas patológicas expuestas es quien más
puede, a su vez, imponer su superioridad ante el niño, es decir, el adulto. En muchas
ocasiones, ambientes con carencias afectivas o con sobreprotección devaluadora son
también ambientes en los que hay un nivel de agresividad y dominación, más o menos
directa e intensa. Quien es responsable de los traumas afectivos suele ser también de los
jerárquicos, porque no hay dominación que más duela que la que proviene de las
personas que deberían querer y proteger. De hecho, la idea de jerarquía cobra más fuerza
25
en el individuo a medida que los vínculos pasan a un segundo plano —como sucede con
algunos de los traumas afectivos referidos—: en definitiva, si nada te une a la otra
persona, nuestra programación genética la convierte en una rival, en una competidora, y
entonces las ideas de poder, dominación y ascenso en la escala social adquieren más
importancia.
Para terminar de exponer la idea de rechazo como trauma psicológico, es preciso que
nos detengamos en algo que se ha manifestado casi de pasada pero que resulta crucial de
todo este asunto. Cuando se enumeraban las tres principales pautas patológicas
configuradoras de traumas afectivos, comentamos que dichas pautas se producen a lo
largo de la infancia (sin perjuicio de la importancia que tienen también la
preadolescencia y la adolescencia, especialmente con los iguales). Si las mencionadas
pautas son dolorosas, pero no traumáticas, posteriormente a estas primeras etapas de la
vida del individuo, es porque su personalidad y autoestima están ya formadas. Y éste es
el gran quid de la cuestión: es la afectación de la autoestima la que determina si una serie
de hechos están conceptualizados en la mente como sumamente peligrosos, como
traumas, o si simplemente se interpretan como negativos, insatisfactorios o dolorosos.
Lo verdaderamente traumático no es, en sí, la pérdida afectiva que se produce de los
rechazos generados en las pautas patológicas expuestas más arriba, sino la afectación a la
configuración de la autoestima, es decir, a la sensación que va adquiriendo el niño,
dándose más o menos cuenta de ello, de que si no recibe un amor sano y adecuado de su
entorno es que no merece suficientemente la pena. La autoestima es el sentimiento
positivo que el individuo dirige hacia sí mismo: pues bien, no se produce desde el
principio, sino que se va constituyendo a medida que se reciben dichos sentimientos
desde otras personas importantes. La autoestima es inicialmente estima del exterior, que
con el paso de los años se interioriza y ya adquiere una fuente interna (de ahí el prefijo
«auto-»): éste es el desarrollo emocional saludable para cualquier persona con lazos
afectivos. En caso de no existir estos lazos, como ya expuse en uno de mis primeros
trabajos, la persona se desvincula afectivamente del exterior y la autoestima se torna en
independiente. Pero esto no es lo más habitual; lo más frecuente, con mucha diferencia,
es que el amor a uno mismo, la autoestima, esté condicionado por el recibido de los
demás en las fases tempranas de nuestra vida.
Cuando este desarrollo emocional no se produce de una manera óptima, como
acontece cuando se dan las pautas patológicas anteriormente expuestas, generadoras de
traumas afectivos, la autoestima no se forma tampoco adecuadamente. Entonces, no sólo
hay una pérdida afectiva del exterior, sino también el germen de lo que será una pérdida
afectiva propia; de ahí que la mente, que precisa en esas etapas una recepción adecuada y
constante de cariño sano, catalogue como traumática la carencia de dicho amor. La
consecuencia no es únicamente la falta afectiva, que de por sí es dolorosa a cualquier
edad, sino el déficit estructural que padece la relación del sujeto consigo mismo; es
decir, el menoscabo que sufre su autoestima.
26
Y parafraseando el modelo freudiano de fijación y regresión a fases evolutivas
anteriores, se puede afirmar que, en el plano afectivo, el sujeto víctima de estos traumas
queda atascado posteriormente en ellos, buscando en las figuras significativas de las
nuevas etapas de su vida lo que no obtuvo de las anteriores. Dicho de otra manera, con
estos traumas afectivos la persona intenta conseguir que ese desarrollo emocional se
continúe donde se quedó; porotro lado, su mente ha registrado como enormemente
peligroso todo lo relacionado con las pautas patológicas antes citadas, por lo que
desarrollará ciertos mecanismos de protección que, en definitiva, son los que constituyen
la vulnerabilidad al rechazo.
Entonces, el sujeto sigue necesitando una fuente externa para su autoestima porque no
ha quedado debidamente constituida, pero al mismo tiempo es muy vulnerable a
cualquier amenaza para ese suministro. Por eso, la vulnerabilidad al rechazo proviene de
traumas afectivos, porque la persona ha sufrido mucho por hechos de esa naturaleza,
pero también porque tiene un déficit estructural por el que necesita, más que la media,
del suministro afectivo externo, de la recepción de cariño. Su deseo de suministro es
superior al usual, ya que no sólo lo necesita como todos, sino que también le hace falta
para compensar su déficit de suministro afectivo interno, su autoestima.
Para entender por qué la vivencia de rechazo supone la reactivación del trauma en las
personas vulnerables debemos darnos cuenta de que es, en primer lugar, porque supone
la repetición de hechos que han sido muy dolorosos en su vida; en segundo lugar, porque
también supone una pérdida afectiva total o parcial; en tercer lugar y, desde nuestro
punto de vista, el más importante, porque pone en peligro el suministro que precisa su
autoestima, ya que ésta no se ha constituido de una manera saludable y sólida. El
individuo vulnerable al rechazo no sólo ve amenazado su suministro afectivo externo,
como nos ocurriría a todos, sino también su autoestima, su persona en general. La
vivencia de rechazo se percibe como abandono, pero también como cuestionamiento
personal total, como una sensación de futilidad, de carencia absoluta de sentido en la
vida. Se percibe como si la ratificación que la persona busca del exterior —ya que no la
obtuvo adecuadamente en etapas tempranas de la vida— no se produjera y, con ello, toda
su valía estuviera en entredicho. Esto es difícil de entender para el que no lo ha sentido,
sólo personas que sí han sufrido no sólo la pérdida afectiva que supone el rechazo, sino
también el cuestionamiento global asociado hacia uno mismo, saben de lo que estamos
hablando —independientemente, por supuesto, de profesionales con experiencia en estos
temas—. En la segunda parte del libro nos detendremos específicamente en este
cuestionamiento personal, tan característico de la hipersensibilidad al rechazo.
En definitiva, la reactivación del trauma afectivo es la percepción de abandono y
también un cuestionamiento personal generalizado, una reedición en el presente de un
desarrollo afectivo anómalo en sus fases más tempranas. Estos traumas y el terror a su
reactivación, ya que remueven de arriba abajo al sujeto, son los que originan la
vulnerabilidad al rechazo, una suerte de mecanismo de defensa primitivo por el que la
27
mente intenta protegerse de aquello que le ha dañado sobremanera. Y sobre este
mecanismo va a versar el próximo apartado, ya que, en principio, la mente lo utiliza para
protegerse con el fin de evitar la reaparición de ese trauma —que ha resultado
devastador y ha comprometido también la autoestima—, pero realmente se va a convertir
en un nuevo problema.
28
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO
MECANISMO POSTRAUMÁTICO
La mente tiene sus procedimientos para defenderse cuando ha sufrido un perjuicio muy
grave. Salvando las distancias, es lo que ocurre con el célebre trastorno por estrés
postraumático: se generan mecanismos por los que se intenta evitar la reproducción del
trauma, creando una actitud de hipervigilancia, obsesividad y evitación de todo aquello
relacionado con el hecho traumático. Como se ha comprobado en el apartado anterior,
los traumas objeto de este libro no son de la naturaleza de los que generan el trastorno
por estrés postraumático, que, por definición, son hechos que atentan gravemente contra
la integridad del sujeto, como ataques muy violentos, secuestros, agresiones sexuales,
etc. Los traumas afectivos y, en general, los psicológicos, no tienen por qué ser hechos
puntuales; pueden ser también situaciones más o menos cronificadas que produzcan una
afectación grave en el ámbito emocional. Esta afectación es lo que la mente considera
como traumática, y lo que activa una serie de mecanismos que tienen como finalidad
proteger al individuo del daño que ha sufrido, es decir, evitar la reproducción del trauma.
A estos mecanismos mentales, que son inconscientes —es decir, no se activan
voluntariamente— e irracionales, y que están basados en el funcionamiento del miedo,
los podemos denominar «mecanismos postraumáticos».
Nuestro planteamiento es que la vulnerabilidad o miedo al rechazo es uno de estos
mecanismos postraumáticos. La mente ha sufrido por los traumas afectivos antes
descritos —tanto por el escaso o anómalo afecto recibido, como por el consiguiente
perjuicio a la autoestima, que se torna deficitaria— y considera que cualquier amenaza
para la recepción de cariño, para el suministro afectivo externo, es devastadora, lo que
activa una respuesta de miedo ante estos hechos o ante la posibilidad de que se
produzcan. Una persona vulnerable al rechazo es una persona hipersensible a él, o sea,
una persona que lo ha sufrido en sus carnes y que vive con ese punto débil. La
hipersensibilidad es, en sí, la manifestación de ese mecanismo postraumático.
A continuación, enumeramos los tres aspectos básicos por los que la vulnerabilidad al
rechazo se puede entender como un mecanismo postraumático, ya que comparte
similitudes con las reacciones ya conocidas de personas que han sufrido otro tipo de
traumas más graves:
1. Hipervigilancia: la persona con miedo al rechazo está en una actitud de
hiperalerta, intenta detectar cualquier gesto, actitud o comentario «escaneando» la
posibilidad de que haya una amenaza de ruptura o de falta de interés subyacente. Como
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veremos, esta búsqueda permanente conducirá a la generación de errores que habrá que
atajar en la terapia, ya que son bastante frecuentes y ocasionan no pocos problemas.
Como digo en mis sesiones, la persona posee una especie de antena parabólica
permanente con la que intenta buscar cualquier tipo de señal que le recuerde, aunque sea
remotamente, el tipo de comportamientos afectivos que tanto le hicieron sufrir en el
pasado. Esta antena figurada es una parte importante del mecanismo postraumático; es
un procedimiento defensivo de la mente con el que se intentan detectar posibles riesgos
de experimentar sufrimiento de nuevo.
En mi desempeño clínico suelo utilizar distintas metáforas para explicar la
hipervigilancia además de la de la antena parabólica: pongo también como ejemplo que,
al término de mi jornada de trabajo, y al caminar por la calle, fuera asaltado por un grupo
de delincuentes, que me robaran y agredieran físicamente. Esto constituiría un hecho
traumático para mí, quedaría afectado tanto física como psicológicamente. Pues bien,
una vez recuperado y en situaciones análogas, no caminaría por la calle con la misma
tranquilidad. Estaría atento a las personas que viera por si tuvieran una apariencia
sospechosa, escucharía ruidos detrás de mí sondeando posibles riesgos, etc. La mente, en
definitiva, diseñaría una serie de mecanismos postraumáticos para reducir la posibilidad
de reproducción del hecho que lo causó: en este caso, he descrito el comportamiento de
hipervigilancia, que es uno de los elementos principales en este tipo de mecanismos,
pero luego veremos otros siguiendo este mismo ejemplo.
Esta hipervigilancia se produce, igualmente, con los mecanismos postraumáticos
generados por traumas afectivos. El dolor sufrido se experimenta como sumamente
peligroso para la mente, y ésta activa dichos mecanismos para evitar volver a sufrirlo.
Pero esto tiene un coste, y es que estos mecanismos se pueden convertir en parte del
problema, como también veremos.
2. Obsesividad: en las situaciones de ansiedad se puede dar obsesividad en mayor o
menor medida, normalmente como preocupaciones continuasque no se marchan de la
cabeza. La preocupación es un recurso de nuestra mente para encontrar solución a algo,
es el clásico «darle vueltas» a alguna circunstancia que nos produce ansiedad o que
puede convertirse en peligrosa. La preocupación se convierte en obsesiva —no confundir
con las ideas obsesivas en sentido estricto, propias del trastorno obsesivo-compulsivo—
cuando no aparece la solución, y entonces el sujeto se queda anclado a una idea
monotemática que le agota, debilita y hace sufrir.
La obsesividad, en su intento de encontrar la deseada resolución de lo angustioso, es
uno de los procedimientos defensivos propios de los mecanismos postraumáticos.
Siguiendo con el ejemplo antes expuesto en el que era asaltado por un grupo de
delincuentes, la afectación producida generaría en mí una obsesividad de esa índole: mi
pensamiento iría una y otra vez al hecho en cuestión, recordando detalles, reviviendo
interiormente la experiencia, pensando si podría haber hecho algo para evitarlo o
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también qué medidas podría llevar a cabo en adelante… Lógicamente, con el paso del
tiempo, la preocupación disminuiría salvo que la afectación traumática —y, por tanto, el
mecanismo postraumático originado en base a ésta— hubiera sido de enorme gravedad.
En los primeros días, posiblemente semanas, la obsesividad, en forma de ideas
monotemáticas sobre el incidente, habría ocupado una parte importante de mi actividad
mental.
En el trastorno por estrés postraumático, la obsesividad es parte de la conocida
«reexperimentación del trauma», por la que el sujeto afecto de esta grave patología
revive el hecho traumático mediante recuerdos, sueños e incluso episodios disociativos
como flashbacks.
Como mecanismo postraumático, la vulnerabilidad al rechazo también tiene ese
componente de obsesividad. La persona con este miedo le da continuamente vueltas a la
cabeza sobre la posibilidad de sentirse abandonada o de que el otro pierda el interés
hacia ella. La obsesividad es enormemente molesta y debilita mucho, produce notable
sufrimiento porque es difícil poder centrar la atención en cualquier otra cosa. Puede
llegar a dificultar desde la realización de tareas complejas hasta, simplemente, ver una
película o atender una conversación. La mente de la persona vulnerable piensa una y otra
vez en determinados hechos que se han percibido como angustiosos o peligrosos, y en
las consecuencias que tendría el temido abandono. Se establecen relaciones lógicas entre
unos hechos y otros como si el individuo fuera una especie de investigador resolviendo
un crimen, con el fin de determinar el alcance de la pérdida de interés o de, en el mejor
de los casos, encontrar alivios o atenuantes de esos hechos. También se repasan en
reiteradas ocasiones las reacciones que se barajan, bien para intentar obtener más
información (por ejemplo, preguntar a la otra persona si ha tenido un mal día en el
trabajo al percibir que ha estado más distante) o bien para desahogar la frustración
generada (dar vueltas a enviar o no un mensaje de texto al teléfono móvil reprochando
una desatención).
3. Evitación: como no podía ser de otra manera, ya que en todo momento nos
estamos centrando en problemas de ansiedad —en este caso, por el miedo a la repetición
de hechos peligrosos—, el componente evitativo, que es, por ejemplo, crucial en las
fobias, tiene un gran protagonismo. Evitar, en el contexto de los mecanismos
postraumáticos, supone huir de cualquier cosa que tenga relación con el trauma o de
cualquier situación que pueda favorecer la reproducción del mismo. En los traumas
graves, propios del trastorno por estrés postraumático, la evitación es muy característica,
y crucial para poder efectuar el diagnóstico. Por ejemplo, una persona que ha sufrido un
atentado terrorista con explosivos evitará los petardos que se tiran en una boda o en
fiestas (similitud con el hecho traumático), o hará lo posible por no pasar por la zona
donde sufrió ese ataque (situación que puede favorecer la reproducción del hecho
traumático, aunque esto sea algo irracional).
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Con situaciones menos graves, como las del ejemplo anteriormente expuesto, en el
que alguien es asaltado por unos delincuentes, la evitación consistiría en no caminar solo
por esa misma zona, buscando entonces itinerarios alternativos que estuvieran más
concurridos. El componente evitativo es crucial para entender no sólo los mecanismos
postraumáticos, sino también cualquier trastorno de ansiedad, especialmente los fóbicos,
en los que la sintomatología principal es la huida de los estímulos ansiógenos.
¿Cómo se aplica la evitación en el mecanismo postraumático de vulnerabilidad al
rechazo? La mejor forma de evitar el rechazo es considerando imposible la ruptura con
la otra persona, que es la pareja en el caso de la dependencia emocional. La intolerancia
a la ruptura —que, ya se dijo, era uno de los síntomas clave en esta patología— supone
realmente un procedimiento de evitación de la angustia que se genera tras la pérdida de
la relación, junto con el temido cuestionamiento personal que antes he expuesto. De esta
forma, considerando prácticamente imposible la ruptura, el dependiente emocional
realiza todo tipo de contorsionismo afectivo con el fin de que no se produzca. En estos
casos, el más habitual es el de la sumisión sistemática, la subordinación continua a la
pareja con el fin de congraciarse con ella y evitar el temido abandono, que sería la
verdadera reproducción del hecho traumático.
La sumisión es uno de los elementos más patológicos en la dependencia emocional,
ya que no sólo compromete gravemente la autoestima —como no es difícil de imaginar
—, sino que también es clave para que el desequilibrio entre ambos miembros de la
pareja se consolide. Dicho desequilibrio, además, no es estático, sino dinámico; es decir,
se acentúa con el paso del tiempo, de modo que el que es dominante domina cada vez
más, mientras que el sumiso se somete también cada vez más.
Como vemos, el procedimiento de evitación de algo que ha hecho sufrir enormemente
al sujeto se convierte en un nuevo elemento que provoca dolor. Realmente, esto sucede
igual con la hipervigilancia y la obsesividad: los mecanismos postraumáticos intentan
protegernos, pero en verdad, al menos en temática de índole afectiva, sólo complican
más las cosas y generan nuevo sufrimiento. Posiblemente, son procedimientos poco
evolucionados que quizá sean eficaces en otros contextos, pero que producen una gran
distorsión en lo que a los traumas psicológicos se refiere. Con la vulnerabilidad al
rechazo y sus traumas asociados, que ya sabemos que son de naturaleza afectiva, esto es
lo que sucede.
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TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO
En diferentes oportunidades a lo largo del presente libro, se ha manifestado que su objeto
principal era la vulnerabilidad al rechazo en el trastorno de la personalidad por
necesidades emocionales (la «dependencia emocional»). Realmente, vulnerabilidad al
rechazo sólo hay una, y la que presenta un dependiente emocional también la
manifestará alguien con la otra patología implicada en este tema, el trastorno límite de la
personalidad. Digo que vulnerabilidad al rechazo sólo hay una y, sin embargo, el título
de este apartado es «Tipos de miedo al rechazo». La diferencia existente entre los dos
tipos que voy a exponer a continuación tiene que ver con el ámbito en el que se da la
mencionada vulnerabilidad, pero, en esencia, el fenómeno es el mismo. De aquí se
infiere que todo lo mencionado hasta el momento y, especialmente, todo lo que se
detallará en la segunda parte del libro, es válido para ambas patologías.
Es más, con muchísima frecuencia, las personas con trastorno límite de la
personalidad merecen también un diagnóstico adicional de trastorno de la personalidad
por necesidades emocionales, ya que, en sus relaciones de pareja, que muchas veces son
también numerosas y, por tanto, adquieren un gran protagonismo en sus vidas, se dan las
pautas habituales de este problema. En otros libros he expuesto mi hipótesis: la
dependencia

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