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Jorge Castelló Blasco EL MIEDO AL RECHAZO EN LA DEPENDENCIA EMOCIONAL Y EN EL TRASTORNO LÍMITE DE LA PERSONALIDAD 2 Índice PREFACIO PARTE I LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL MIEDO A PADECERLO EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO MECANISMO POSTRAUMÁTICO TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO PARTE II MANIFESTACIONES DEL MIEDO AL RECHAZO Y PAUTAS PARA SU SUPERACIÓN INTRODUCCIÓN LAS INTERPRETACIONES Definición Pauta de autoayuda n.º 1. No interpretar Recomendaciones para los psicoterapeutas LAS DRAMATIZACIONES Pauta de autoayuda n.º 2. Desdramatizar Recomendaciones para los psicoterapeutas LAS AUTOATRIBUCIONES DE CULPA Definición Pauta de autoayuda n.º 3. No asumir la responsabilidad del rechazo como propia Recomendaciones para los psicoterapeutas LOS REPROCHES Y ENFADOS Definición Pauta de autoayuda n.º 4. Evitar los enfados y/o replantearse la relación Recomendaciones para los psicoterapeutas LAS FOCALIZACIONES EXCESIVAS 3 Definición Pauta de autoayuda n.º 5. Hacer balances Recomendaciones para los psicoterapeutas EL CUESTIONAMIENTO PERSONAL Definición Pauta de autoayuda n.º 6. Promover que la autoestima tenga un suministro interno, y no externo Recomendaciones para los psicoterapeutas LA INSEGURIDAD AFECTIVA Definición Pauta de autoayuda n.º 7. Tener seguridad afectiva Recomendaciones para los psicoterapeutas CONCLUSIONES AGRADECIMIENTOS CRÉDITOS 4 PREFACIO Hace un tiempo, estaba explicándole a uno de mis pacientes en qué consistía esa ansiedad que experimentaba y que resultaba tan desagradable, ansiedad que era «miedo al rechazo», una inseguridad afectiva atroz que tiñe de inquietud o de desesperación, según el caso, un buen número de interacciones con los semejantes, especialmente con aquellos con los que se ha establecido un vínculo afectivo más intenso. No sólo le conté lo que era el miedo al rechazo, sino que también empezamos a determinar unas pautas para su progresiva erradicación, como tantas otras veces había hecho anteriormente. En esta circunstancia, dicho paciente me preguntó, al finalizar la sesión, si existía bibliografía al respecto, ya que le resultaba muy interesante poner nombre y apellidos a lo que le estaba atormentando, y pretendía profundizar en el tema. Este paciente padecía «dependencia emocional» (utilizaré este término por ser el conocido, mi denominación propuesta es trastorno de la personalidad por necesidades emocionales) y ya había leído mis dos libros sobre esta patología. En concreto, quería bibliografía sobre este síntoma, que era tan característico de este problema. Le dije que no existía nada, que el síntoma era conocido por la comunidad científica especialmente como perteneciente al trastorno límite de la personalidad, pero que ni en esta patología ni en la propia dependencia emocional se había profundizado sobre él, y mucho menos se habían proporcionado pautas para su superación. Sin embargo, la conceptualización y el tratamiento del miedo al rechazo o el miedo al abandono, según se quiera denominar, son habituales en mi consulta, tanto en la dependencia emocional como en el mencionado trastorno límite de la personalidad, que tiene como primer criterio diagnóstico en el DSM-V: «Esfuerzos desesperados por evitar el desamparo real o imaginado»1. De hecho, la vulnerabilidad al rechazo es, desde mi punto de vista, imprescindible para poder realizar ambos diagnósticos. Como veremos más adelante, en el trastorno límite de la personalidad, el miedo al rechazo es casi indiscriminado, se presenta ante un número amplio de personas e incluso puede llegar a producirse ante desconocidos (aunque, obviamente, es mayor a medida que se incrementa el vínculo afectivo); en la dependencia emocional, cabe la posibilidad de que se manifieste de la misma manera, pero lo más habitual es que sea un miedo focalizado exclusivamente en la pareja. Esta inseguridad afectiva es un tema muy habitual en mi trabajo clínico y no existe bibliografía específica sobre este asunto, ni siquiera en mis obras anteriores sobre dependencia emocional2,3. Ante esta situación, me decidí a preparar un nuevo libro sobre dicho problema, del que llevo escribiendo desde hace mucho tiempo4; un nuevo 5 libro en el que no repita prácticamente nada de mis trabajos anteriores. Es decir, no voy a explicar de nuevo lo que es la dependencia emocional, ni a enumerar sus síntomas, ni a proporcionar pautas de tratamiento psicoterapéutico o consejos de autoayuda; para ello, me remito a los títulos antes citados. En este libro me voy a centrar única y exclusivamente en el miedo al rechazo, en la inseguridad afectiva que convierte las relaciones de pareja, incluidas las positivas, en un malestar casi continuo. Durante este recorrido, me ceñiré a las manifestaciones de esta hipersensibilidad al rechazo en el contexto de las relaciones de pareja, porque es el más habitual y, además, es común a las dos patologías mencionadas (dependencia emocional y trastorno límite de la personalidad); en todo caso, lo que se afirme en dicho ámbito es extrapolable a otros, es decir, podrá aplicarse en general a cualquier otra relación interpersonal. El lenguaje del libro oscila entre lo divulgativo y lo técnico, siempre con rigor y huyendo de superficialidades; no obstante, en la segunda parte, centrada en las pautas para la superación de la vulnerabilidad al rechazo, habrá epígrafes específicos dirigidos a los psicoterapeutas. Las personas que no sean profesionales de la salud mental pueden saltarse estos apartados, porque estarán escritos en un lenguaje ligeramente más técnico y quizá resulten más áridos o difíciles de entender, o simplemente interesen menos. Aunque el libro contenga un ligero componente técnico, se observará que en él no hay referencias bibliográficas. Esto se debe a dos motivos fundamentales: el primero resulta bastante obvio, y es que, salvo mis propios libros y algunos artículos provenientes de América Latina, en especial los de Mariantonia Lemos, apenas hay referencias bibliográficas dignas de reseña (excluyo los libros de autoayuda que se dedican a divulgar el fenómeno de la dependencia emocional sin profundizar en él); el segundo es que yo no soy investigador, sino que mi punto fuerte es el trabajo de campo, la clínica pura y dura, el trato directo con los pacientes desde hace más de veinte años y la teorización y aprendizaje resultantes de esta experiencia clínica. Cabe añadir al respecto, como ya indiqué en su momento en mi artículo mencionado de 1999 sobre el concepto de «dependencia emocional», que la única base teórica cercana al contenido de este libro se encuentra en las aportaciones realizadas por John Bowlby sobre el apego; en concreto, en su concepto de «apego ansioso»5, tipo especial de patrón de conducta infantil por el que el niño se muestra con miedo persistente a que una de sus principales figuras de referencia (habitualmente, los padres) se aleje o no esté accesible. El apego ansioso se genera por experiencias previas de separación y de percepción de desprotección por parte del niño, que no encuentra en sus figuras de apego la «base segura»6 con la que pueda interactuar tranquilamente con el mundo. A partir de estos planteamientos, se han realizado posteriores desarrollos sobre el apego, los diferentes patrones generados por las experiencias del niño (además del ansioso) y la relación entre estos patrones y los traumas afectivos7,8, tesis coincidente con la que planteo en este trabajo. Obviamente, las personas vulnerables al rechazo, como veremos a lo largo del libro, presentan este patrón conductual de apego ansioso y, en no pocas 6 ocasiones, sus parejas presentan un estilo de apego evitativo, que estimula a su vez la ansiedad de sus compañeros. No obstante, siempre he considerado la teoría del apego tan útil y valiosa para el desarrollo de la psicología (sobre todo, por alejarse de planteamientos conductuales y cognitivistas que, desde mi punto de vista, no son idóneos para dar cuenta de la realidadafectiva del ser humano), como excesivamente circunscrita a comportamientos concretos de proximidad/alejamiento de la figura de apego hacia el niño y sus consecuencias, algo que no termina de explicar la complejidad de la interacción emocional. Por ejemplo, existen pautas patógenas de interacción descritas por mí en trabajos anteriores9 que desde la teoría del apego no lo serían, porque las figuras de referencia del niño sí le otorgarían proximidad y accesibilidad; en definitiva, serían para él esa «base segura» que tanto se evoca —como si el mundo de la afectividad se limitara a explorar el entorno y, con ello, adquirir autonomía—, pero no serían figuras que proporcionaran una estructura afectiva sólida en el niño. Estas pautas, que son la «vinculación afectiva egoísta» y la «sobreprotección devaluadora», no suponen falta de proximidad o de respuesta por parte de las figuras de apego, pero sí son capaces de generar sensación en el niño de no haber sido querido de manera correcta, de no ser realmente prioritario, lo cual ocasionará grandes necesidades afectivas (similares a las que se producen con el patrón de apego ansioso, pero sin haber sufrido separaciones, falta de disponibilidad o proximidad, etc.) y, con ellas, un perjuicio muy notable a la autoestima que tampoco termina de explicar la teoría del apego. La teoría del apego tiene elementos muy acertados y sus desarrollos posteriores son todavía más prometedores, pero, desde mi perspectiva, sigue teniendo un arraigo excesivamente conductual (no en vano Bowlby se basó en la etología, que es la observación del comportamiento manifiesto de animales, para realizar su teoría, por lo que se desmarcó intencionadamente de constructos como el de «vínculo afectivo», imprescindibles para dar cuenta de la interacción humana y su repercusión en la personalidad y la autoestima). Por tanto, aun reconociendo esa valiosa influencia que tanto bien ha producido en la psicología, prefiero desmarcarme en mis trabajos de esta teoría para poder desenvolverme con mayor soltura en el mundo de la hipersensibilidad al rechazo, la necesidad afectiva, la autoestima o la ambivalencia, sin por esto renegar de dichos planteamientos. De esta forma, como es habitual ya en mis libros y artículos, utilizaré mi propio marco teórico, que he desarrollado desde el primero de mis trabajos en 1999. En definitiva, con este libro pretendo continuar las aportaciones que he realizado sobre el trastorno de la personalidad por necesidades emocionales —además de efectuar una contribución al estudio del trastorno límite de la personalidad, ya que el síntoma objeto de estudio de este trabajo es común en ambas patologías—, pero abordando aspectos no tratados anteriormente. Tendrá una pequeña parte técnica dirigida a psicoterapeutas, sin perder el enfoque divulgativo y riguroso de mi segundo libro, La 7 superación de la dependencia emocional. Me interesa que las personas con dependencia emocional u otras patologías, como el trastorno límite de la personalidad, se den cuenta de que su padecimiento es común al de otras; también me interesa como profesional, ante la ausencia de bibliografía, que el psicoterapeuta entienda las manifestaciones de este complejo sintomático, y disponga igualmente de herramientas para su erradicación y su manejo en el entorno terapéutico. El miedo al rechazo en la dependencia emocional y en el trastorno límite de la personalidad tiene dos grandes partes, la primera dirigida a explicar los síntomas que se reúnen bajo el epígrafe «miedo al rechazo» y a proponer teóricamente por qué adquieren esta importancia, de dónde provienen, etc. La segunda mitad se dedica a proporcionar tanto pautas de autoayuda como consejos para la psicoterapia dirigidos a profesionales, desde un punto de vista básicamente afectivo y motivacional. Espero que con trabajos teóricos, divulgativos y centrados en la práctica profesional como éste se estimulen investigaciones u otras teorizaciones que nos proporcionen más herramientas a la comunidad científica. Jorge Castelló Blasco www.jorgecastello.org @jorgecastellob 1 American Psychiatric Association, Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5. Panamericana: Madrid, 2014. 2 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005. 3 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional. Corona Borealis: Málaga, 2012. 4 Castelló Blasco, Jorge, «Análisis del concepto “dependencia emocional”». I Congreso Virtual de Psiquiatría, 1999. 5 Bowlby, John, La separación afectiva. Paidós: Barcelona, 1992. 6 Bowlby, John, Una base segura: aplicaciones clínicas de una teoría del apego. Paidós: Barcelona, 1989. 7 Hernández Pacheco, Manuel, Apego y psicopatología: la ansiedad y su origen. Desclée de Brouwer: Madrid, 2017. 8 Gómez Zapiain, Javier, Apego y terapia sexual. Aportaciones desde la teoría del apego. Alianza Editorial: Madrid, 2018. 9 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional, ed. cit. 8 http://www.jorgecastello.org mailto:%40jorgecastellob?subject=%40jorgecastellob PARTE I LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO 9 QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL MIEDO A PADECERLO El rechazo o abandono es la pérdida total o parcial del vínculo afectivo que tenemos con otra persona, producida por un comportamiento intencionado por su parte. Conlleva, entonces, dos elementos fundamentales: el primero es la pérdida afectiva, más dolorosa a medida que el vínculo establecido con la figura de referencia sea mayor; el segundo elemento fundamental es la intencionalidad por parte de esa persona de alejarse del sujeto. Se necesitan ambos componentes para referirnos al abandono que traumatiza, por ejemplo, a personas con trastorno de la personalidad por necesidades emocionales (en adelante, «dependencia emocional») o con trastorno límite de la personalidad, y que afecta en mayor o menor medida a otras personas. Cuando hablo de pérdida total o parcial me refiero a que no todo el vínculo debe estar necesariamente en entredicho, sino que también se experimenta de manera dolorosa la percepción de falta de interés o de una correspondencia menor de la esperada. Un ejemplo extremo de pérdida total sería una ruptura amorosa, mientras que uno de pérdida parcial del vínculo afectivo puede ser algo tan sutil como una falta de atención cuando se relata algo importante. En definitiva, si consideramos el vínculo afectivo como un nexo de unión con otra persona, con la pérdida total el nexo desaparece, mientras que con la parcial sufre un menoscabo dependiente de la magnitud del rechazo. El sujeto rechazado percibe que no es tan importante o prioritario como pensaba. Aunque el gran temor del individuo con vulnerabilidad al rechazo sea la pérdida total, la parcial se vive también con gran intensidad. De la misma manera, a las personas sin esta vulnerabilidad, sin este punto débil, también les afecta percatarse de que alguien no les tiene en cuenta como pensaban, o les decepciona que no les correspondan en la medida que ellos sí lo hacen. Todo lo que se viva como una disminución de la expectativa de recibir afecto o interés por parte de alguien, sea cual sea la magnitud de dicha disminución, se podrá considerar como rechazo. ¿De qué depende el impacto del rechazo? Enumeramos a continuación los tres factores principales que determinan dicho impacto, sin que exista un orden entre ellos: 1. De la magnitud del mismo: como ya se ha dicho, existen pérdidas afectivas totales, pero también parciales, y entre ellas podemos imaginar toda la gama posible de eventos, desde los más relevantes a los más sutiles. Recibir una contestación un tanto seca a un mensaje de Whatsapp se puede considerar rechazo, así como no dirigir la palabra a la pareja en una cena romántica, sin que 10 medie discusión alguna. Ambos son comportamientos que implican una disminución parcial del vínculo afectivo (en tanto no suponen la pérdida total) o de la expectativa emocional que tenía la persona rechazada,pero obviamente son de magnitud distinta y resulta más relevante el segundo que el primero. 2. Del vínculo que exista con la persona que rechaza: resulta lógico que no daña de la misma manera una decepción causada por la pareja, por un hijo, por un amigo o por uno de los padres, que la que pueda producirse por un dependiente de una tienda que no nos devuelve el saludo. A mayor vínculo afectivo, mayores expectativas de correspondencia que pueden resultar frustradas. 3. De la presencia o ausencia de vulnerabilidad al rechazo en la persona que sufre el desengaño: la personalidad del sujeto, la configuración de su estructura emocional, es tan fundamental para interpretar, por un lado, algo tan subjetivo como una disminución afectiva, como, por otro, para determinar la solidez o entereza con la que se afronta ese estrés. Que no le feliciten el cumpleaños puede ser simplemente decepcionante para un individuo sin vulnerabilidad al rechazo, y puede ser devastador para uno con dicha vulnerabilidad (por ejemplo, alguien que padezca trastorno límite de la personalidad). Igualmente, una persona sin ese punto débil no entenderá como desinterés que su pareja hable con otros amigos en una cena grupal, mientras que otra con esa susceptibilidad al abandono pasará una velada desastrosa y con ansiedad. Para continuar entendiendo el rechazo, debemos comprender bien qué es lo que se pierde total o parcialmente en él, cómo es el vínculo afectivo. El vínculo afectivo es un lazo imaginario que une a una persona con otra1, lazo por el cual deseamos resultar importantes a su destinatario y, cuando la estructura afectiva está bien desarrollada, por el que también nos resulta importante dicho destinatario. Es, entonces, un lazo bidireccional que tiene una entrada y una salida, una recepción de afecto y una emisión de la misma naturaleza: lo que llamamos una correspondencia afectiva. Nos interesa lo que le pase a la persona con la que estamos vinculados, y a esa persona le interesa lo que nos pase a nosotros. Esto, por supuesto, desde un punto de vista ideal, porque no todos los lazos afectivos están bien constituidos; existen personas que no quieren a través de lazos bidireccionales sino de otros de naturaleza unidireccional, por los que sólo desean ser queridos: recibir, pero no dar. Esto es lo que llamo «amor egoísta» y que no es objeto del presente trabajo. La pérdida que se produce con el rechazo tiene que ver precisamente con la disminución de la recepción afectiva; es decir, el individuo rechazado sufre de una pérdida intencionada, total o parcial, por parte de la otra persona. Siente que es menos importante de lo que pensaba, o menos prioritario, o simplemente se da cuenta de que no es correspondido, que se le queda corto lo que recibe del otro. Esta pérdida provoca una disminución notable del estado de ánimo, que es como un 11 gigantesco depósito de gasolina psicológica y que tiene tres grandes surtidores: 1. El suministro afectivo interno o autoestima: es lo que cada ser humano se da afectivamente a sí mismo en la relación interna que todos mantenemos con nosotros, y que sigue las mismas reglas que las que se producen con terceros. Si la aportación interna es baja, entonces estamos hablando de una autoestima deficitaria; esto incidirá notablemente en el estado de ánimo y, además, producirá una sobrecompensación en el siguiente suministro afectivo que se va a exponer. Este desequilibrio y su intento patológico de remediarlo es el fundamento de la dependencia emocional y del trastorno límite de la personalidad. 2. El suministro afectivo externo: consiste en la aportación emocional («emocional» equivale a «afectivo») que recibimos del exterior, desde las personas desconocidas con las que podemos interactuar, hasta las de nuestro círculo más significativo. Dicha aportación emocional no consiste únicamente en la recepción antes comentada, sino también en la contribución afectiva que nosotros desarrollamos hacia los demás. Es decir, lo que nos aporta afectivamente la interacción con los otros no es únicamente recibir afecto, sentir que nuestra persona le importa a otra y que actúa en consecuencia, sino también emitirlo. Para nuestro estado de ánimo es tan importante este suministro como el anterior. La pérdida proveniente del rechazo es una disminución intencionada, por parte de un tercero, de este suministro afectivo externo. En las personas sin susceptibilidad, se tratará simple y llanamente —que no es poco— de una disminución en el suministro afectivo externo que, por tanto, afectará también al estado de ánimo, en tanto que dicho suministro externo es una de sus tres fuentes; en las personas con vulnerabilidad al rechazo, como veremos, no sólo afectará a este suministro sino también al interno, de ahí que el perjuicio para el estado de ánimo sea dramático, con dos de sus fuentes menoscabadas y no sólo una. 3. Las circunstancias internas y externas: por «circunstancias internas» podemos considerar, por ejemplo, factores biológicos (el estado de ánimo no es el mismo si uno tiene fiebre o no ha dormido en toda la noche, por poner dos casos sencillos de entender), y por «circunstancias externas» todo tipo de elementos contextuales que determinan nuestra vida, como problemas cotidianos, preocupaciones, alegrías, etc. Por ejemplo, el padecimiento de dificultades económicas incidirá sin duda alguna en el estado anímico. Si podemos imaginar estos tres grandes surtidores de nuestro estado de ánimo, observamos que uno de ellos, el suministro afectivo externo, está afectado por el rechazo, y serán dos (la explicación la daremos más adelante) en caso de que dicho rechazo se produzca en una persona con vulnerabilidad o miedo al mismo. Como es fácil de ver, el miedo al rechazo es absolutamente decisivo para el estado de ánimo de quien lo padece, porque sacude todas sus estructuras emocionales; de hecho, una afectación 12 grave en dos de los suministros que antes se han descrito conlleva un colapso total y que la persona sea impermeable al tercero. Por ejemplo, alguien con vulnerabilidad al rechazo que está dando vueltas a una disminución grave del interés de su pareja hacia él, estará tan angustiado por esto (con una afectación acusada en su suministro interno y su suministro externo) que apenas prestará atención a si aprueba un examen, por ejemplo, o a si realiza bien un informe en su trabajo. Las circunstancias no pueden compensar un notable déficit en los suministros afectivos; sin embargo, un buen suministro afectivo interno sí puede ser un colchón en caso de afectación en el suministro externo. Por eso, a las personas sin vulnerabilidad al rechazo les duele recibirlo, aunque siguen adelante, pero a las que tienen esa vulnerabilidad les hunde. Explicado ya lo que es el rechazo, de qué depende la magnitud de su impacto y en qué medida afecta al estado de ánimo, es momento de pasar a esa vulnerabilidad al propio rechazo que, como se ha apuntado, aparece muy especialmente en dos patologías de la personalidad: la dependencia emocional y el trastorno límite. Obviamente, en intensidades subclínicas también puede aparecer en población normal. Sin entrar a especular en este apartado sobre las causas de dicha vulnerabilidad, que coincidirán, como es lógico, con las expuestas para la psicogénesis de la dependencia emocional, sí conviene explicar las diferentes manifestaciones de este miedo (aunque serán desarrolladas con detenimiento en la segunda parte del libro), miedo que podemos denominar «inseguridad afectiva», rasgo patológico de la personalidad que genera la susceptibilidad al abandono, el terror constante al mismo. Como aclaración previa, y parafraseando las explicaciones que doy en mi consulta, podemos imaginar que la persona con inseguridad afectiva posee los lazos emocionales con los demás tan delgados como hilos de coser, mientras que la persona sin esa inseguridad los puede tener como tuberías gruesas de plomo. Se entiende que con esa fragilidad nos referimos al componente de recepción de afecto, no alde emisión; es decir, el individuo siente que lo que recibe del otro es escaso, incierto y marcadamente inestable. No tener ese miedo constante supone que el individuo es seguro afectivamente, no duda de sus vínculos ni anticipa decepciones, desinterés o abandonos; asume que es una persona suficientemente válida como para ser querida y no se considera potencialmente rechazable; además, confía abiertamente en las palabras y en los hechos de los demás, sobre todo de la pareja —ya que este libro está especialmente enfocado a la inseguridad afectiva propia de la dependencia emocional, que, como ya sabemos, se produce fundamentalmente dentro de las relaciones amorosas—. Efectuada la aclaración, podemos ver de qué manera la persona insegura afectivamente, con miedo o vulnerabilidad al rechazo, vive esos lazos tan débiles; cómo este rasgo patológico de la personalidad determina su comportamiento. Nos centraremos en las relaciones de pareja porque es el terreno propio de la dependencia emocional, terreno que también abordan profusamente las personas con trastorno límite de la 13 personalidad, aunque ya se ha expuesto que éstas pueden presentar comportamientos similares en otros contextos interpersonales. Dividiremos las manifestaciones más habituales de la vulnerabilidad al rechazo en tres grandes grupos, que luego diseccionaremos en la segunda parte del libro junto con la forma de lidiar con ellas: 1. Miedo a la ruptura: es la manifestación más usual de la vulnerabilidad al rechazo, aunque no la única, como veremos. Este miedo se manifiesta con una ansiedad constante por el hecho de que la pareja abandone la relación, ansiedad que se agrava ante determinados desencadenantes que sirven de gatillo o estímulo. Puede darse que el individuo que sufre esta vulnerabilidad tenga alguna pequeña racha de mayor tranquilidad, pero normalmente se vive la relación al borde del precipicio, con una sensación más o menos continua de que, en cualquier momento, acabará todo, como si nada fuera completamente real. Esta ansiedad se mantiene en unos niveles medios y el individuo busca «pruebas» a favor de su tesis, por muy devastadora y angustiosa que ésta sea para él, porque en el fondo tiene el convencimiento de que hay un abandono latente, un rechazo escondido con el que todo finalizará. Recordemos lo que antes se exponía sobre la consideración interna que el sujeto con susceptibilidad al rechazo tiene de sus vínculos afectivos: metafóricamente hablando, los vive como si fueran finos hilos de coser, muy frágiles y con amenaza de romperse. Pues bien, esto genera que dicho sujeto tenga la duda constante sobre la implicación de su pareja. Para que se produzca esta inseguridad afectiva no es imprescindible que la pareja sea merecedora de ella por su falta de cariño, su carencia de expresiones amorosas o por mera ausencia de interés; parejas que han estado claramente involucradas en su relación han sufrido dicha inseguridad y, además, con notable angustia y malestar por sentirse juzgadas en todo momento, y también por tener que dar explicaciones continuas o ratificaciones constantes del amor que profesan. Evidentemente, en caso de que la inseguridad afectiva tenga, además, fundamentos reales, la situación ya es del todo insoportable. En este caso, la reacción más habitual (que no la única) es la de sumisión, generándose así una relación prototípica de dependencia emocional, con un notable desequilibrio entre los miembros de la pareja y un comportamiento subordinado en el miembro dependiente. Esta situación y las pautas recomendadas en ella no se explicitarán, pues ya están claramente expuestas en mis libros anteriores sobre esta temática. Con o sin motivos, ¿qué tipo de comportamientos concretos se pueden producir en esta primera manifestación de la vulnerabilidad al rechazo, esto es, la del miedo a la ruptura? Son realmente infinitos y algunos verdaderamente ingeniosos, tanto que alguien que no tenga experiencia en este ámbito o que no haya padecido muy intensamente este sufrimiento apenas se lo creería. Recuerdo un caso en el que una persona le daba vueltas a un mensaje escrito de su pareja en el que le decía «Te amo», intentando convencerme de que no era lo mismo que «Te quiero» y que, por tanto, eso significaba que no le 14 quería y que, en consecuencia, terminaría abandonándola. En esta búsqueda patológica de pruebas a favor del miedo, que se produce por este pánico terrible al abandono (luego veremos por qué la mente juega estas malas pasadas, cuando tratemos sobre los mecanismos postraumáticos), casi cualquier cosa vale. No obstante, los ejemplos más habituales son otros. Uno de ellos es el del miedo a la desaparición, que supone una forma bastante drástica de ruptura. Esto es habitual en las primeras fases de una relación. La mecánica es la siguiente: cuando no ha pasado mucho tiempo después de la formación de la pareja, e incluso antes de formarse ésta, es normal que haya unas cuantas citas y entre medias un contacto por programas de mensajería tipo Whatsapp o por teléfono. La persona con vulnerabilidad al rechazo experimentará ansiedad si hay un retraso superior al esperado con uno de esos mensajes o llamadas; por ejemplo, si habitualmente se dan los «buenos días» por mensaje y ha pasado más de media hora del momento habitual, dicha persona empezará a sentir inquietud, y de la inquietud podrá pasar incluso a la desesperación obsesiva. Comenzará a anticipar que el otro ha «desaparecido» y que se ha descubierto al fin lo que ella imaginaba, que no era ni más ni menos que la plasmación de la fragilidad interiorizada antes expuesta de ese lazo afectivo. De nada servirá que la pareja haya tenido un comportamiento intachable hasta ese momento, todo se nublará en la persona con este miedo y se vivirá, cada vez más, con una ansiedad terrible. Si dicho mensaje matutino llega minutos después se reducirá milagrosamente la ansiedad, pero eso no servirá para prevenir situaciones futuras porque, de manera casi increíble, la experiencia y la racionalidad juegan un papel muy exiguo ante todas estas fuerzas afectivas. El lector pensará que, en la era que vivimos con redes sociales, programas de mensajería, etcétera, hay un auténtico caldo de cultivo para este tipo de miedos. Y acertará, no cabe duda: uno de los deportes favoritos de las personas con vulnerabilidad al rechazo es encontrar pruebas de la inminente ruptura de su relación por el comportamiento que observa de su pareja en aplicaciones como Whatsapp. Imaginemos que, en los numerosos seguimientos e investigaciones que el individuo efectúa, ha visto que la pareja se ha conectado hace una hora y no le ha escrito nada. Esto se considerará como una demostración de lo poco que le importa la relación y de que la espada de Damocles se cierne sobre ella. La persona con esta vulnerabilidad, en sus grados extremos, vive la relación con sensación de amenaza constante de ruptura, de que apenas hay nada que una a su pareja con ella, y dudará incluso de cómo se ha podido constituir la relación. Como es lógico, otro de los ejemplos de este miedo a la ruptura inminente está relacionado con los celos, es decir, con la idea de que la pareja se puede fijar en otra persona mejor, más guapa, etc. Es evidente que esta idea —se supone que sin fundamento alguno— revela un déficit subyacente de autoestima. De esta manera, cualquier comentario que la pareja pueda hacer con respecto a determinadas amistades, compañeros de trabajo, seguidores de redes sociales, etc. que se identifiquen como 15 personas amenazantes suscitará una reacción de obsesividad, de pensar que se puede fijar en ellas, desearlas o querer tener la relación con ellas. En definitiva, con el miedo a la ruptura se plasman tanto la inseguridad que el sujeto vulnerable tiene con la relación (mucho más evidente cuando no está justificada; desproporcionada, tergiversada o magnificada cuando lo está) como la anticipación de un peligro evidente para él, en este caso, el abandono definitivo, la ruptura total. La parejaentera se pone en entredicho y se cuestiona la implicación del otro, bien con reproches, bien con sumisión para congraciarse con él y evitar el temido desenlace, o bien con comportamientos de reaseguramiento, de comprobación de que todo sigue igual. Estas reacciones se producen también en el siguiente miedo que veremos a continuación, pero con una menor magnitud. Los reproches los desarrollaremos en la segunda parte de este libro, pero son muy fáciles de entender; básicamente son enfados, de mayor o menor proporción, encaminados a conseguir de manera agresiva que el sujeto que supuestamente rechaza cambie su comportamiento. Se trata de amonestaciones continuas, demandas a causa de una supuesta —o real— falta de interés, comportamientos aparentemente negativos, etcétera, que ocasionan gran ansiedad en la persona vulnerable al rechazo. A través de la imposición se intenta que la pareja cambie su proceder, no con un ánimo de controlarla, sino con la pretensión de calmar la ansiedad generada por la posible pérdida total de la relación. Obviamente, estos enfados se viven de una manera muy negativa por el otro miembro de la relación: cuando tienen una parte de fundamento, se experimentan con notable malestar y agobio que se verbaliza de manera cada vez más acentuada, produciéndose con el paso de las semanas y de los meses una escalada de violencia, con la aparición de menosprecios, faltas de respeto graves, etcétera; cuando no existe razón alguna para estos enfados, el sujeto destinatario de los mismos se siente tratado injustamente, da explicaciones o justificaciones en exceso, se fuerza a actuar de una forma en la que se eviten discusiones, sufre por la sospecha constante de la pareja y por ser puesto en duda continuamente, y otras consecuencias a cuál más negativa. Como es lógico, esta sucesión de enfados y de dudas infundadas erosiona notablemente la relación y el miedo a la ruptura del sujeto vulnerable se convierte en una profecía autocumplida. Los comportamientos sumisos son también muy habituales, y dependen tanto de la personalidad del individuo con miedo al rechazo como de la relación que tenga con su pareja (insistimos en que centramos esta descripción en el contexto de la pareja, pero todo esto puede producirse, de manera más atenuada, en otros ámbitos). Si la otra persona amenaza explícitamente con romper si hay más enfados o es muy agresiva, por ejemplo, dificultará mucho más los comportamientos de reproche y favorecerá los sumisos, independientemente de la personalidad del sujeto. La subordinación en pareja la he descrito ya muy extensamente en mis dos libros anteriores y también en artículos, por lo que no voy a extenderme mucho en ella; no obstante, sí puedo manifestar que 16 supone un esfuerzo continuo por agradar y ser «al gusto» del otro, de no contravenirle y mucho menos amonestarle por lo que haya generado este miedo a la ruptura. Se piensa, equivocadamente, que con la sumisión uno «gana puntos» con la pareja, que se torna en imprescindible porque nadie va a tener un trato más fácil con ella o agradarla tanto. En la realidad, con la sumisión uno disminuye su propia valoración, su cotización personal, y por esto el otro miembro de la pareja actúa exactamente igual, disminuyendo la valoración del subordinado. Este proceso de desequilibrio es inagotable, progresivo, se acentúa con el paso del tiempo: el sumiso se hace más sumiso y el dominante más dominante. El resultado es fácilmente predecible: una vez más, el miedo a la ruptura total se convierte en una profecía autocumplida. La persona dominante se siente tremendamente poderosa y despliega conductas de franco desprecio, crueldad e incluso asco y, en cualquier caso, de menosprecio muy intenso. Ni que decir tiene que este deterioro progresivo e incesante sirve, a su vez, para reafirmar los peores temores del sujeto vulnerable al rechazo, que siente que por mucho que haga sometiéndose no es capaz de tapar la herida; paradójicamente, su reacción será incrementar la sumisión con una absoluta autoanulación, por lo que se perpetúa el círculo vicioso. Por último, la tercera reacción más habitual a los comportamientos que generan ansiedad por la ruptura es la de las actitudes de reaseguramiento. Se parecen mucho a las conductas de comprobación propias de otras patologías como el trastorno obsesivo- compulsivo, y no es casualidad porque son respuestas habituales a la ansiedad. Son, en definitiva, comportamientos dirigidos a tranquilizar a la persona, a calmar el miedo, comprobaciones de que todo sigue en su sitio y de que la relación va a continuar. Hay dos tipos de estos comportamientos: uno los efectúa el sujeto de manera individual y en el otro requiere de la pareja. Los primeros son análisis más o menos exhaustivos de diversas conductas de la otra persona que intranquilizan notablemente; con estos análisis se busca encontrar algo a lo que agarrarse, cualquier comentario o gesto que, en cierto modo, pueda paliar la sensación de ansiedad que se experimenta. Por ejemplo, si la persona vulnerable al rechazo está detectando un distanciamiento progresivo de los mensajes de texto o de las llamadas telefónicas, buscará algo que calme su ansiedad y podrá aferrarse a un «te quiero» que observe en dichos mensajes. Son comportamientos de autotranquilización que quizá lleguen a efectuarse de forma compulsiva, es decir, con excesiva recurrencia. No obstante, los más habituales son los que involucran a la pareja, ya que por lógica quien más puede tranquilizar es el otro. En este sentido, se solicita al otro que reafirme su compromiso, que sea más cariñoso o que proyecte un futuro en pareja. Son las demandas de amor y atención. La sombra de la duda que planea constantemente para el individuo con miedo al rechazo y, por tanto, con miedo a la ruptura, precisa de estos reaseguramientos para disminuir la ansiedad en el corto plazo, aunque no en el medio y en el largo. Ni que decir tiene que estas diferentes reacciones al miedo a la ruptura son 17 compatibles entre sí: se pueden adoptar comportamientos sumisos o de reproche y realizar igualmente conductas de reaseguramiento, así como alternar subordinación con reivindicación más o menos agresiva. 2. Miedo a la pérdida de interés: realmente es la misma manifestación que la anterior, pero con una intensidad menor. Me planteaba si diferenciar esta expresión de la susceptibilidad al rechazo de la anteriormente expuesta y finalmente me decidí por hacerlo así, sobre todo para aumentar la conciencia de la importancia de las micromanifestaciones. La diferencia es más cuantitativa que cualitativa, pero así como el miedo a la ruptura puede suponer los picos de ansiedad más altos para la persona vulnerable y, con ellos, una disminución muy acusada del estado de ánimo o un acceso de ira, con el miedo a la pérdida de interés se mantiene una intranquilidad constante y también se va erosionando la calidad de la relación. El miedo a la pérdida de interés se fundamenta en la percepción angustiosa por parte del individuo vulnerable de que su pareja le presta menos atención, no la prioriza con respecto a otras personas o actividades o le da menos importancia. Como se ha dicho antes, este miedo puede estar fundamentado en mayor o menor medida, desde ser inadecuado hasta totalmente lógico. Si es inadecuado, será el sujeto el que distorsionará la realidad por su miedo y verá peligros donde no los hay; si es fundamentado, los sufrirá más que cualquier otra persona y reaccionará de manera inapropiada, bien con ira o bien con una ausencia de reivindicación propia que redunde en una tendencia sumisa. La actitud de hiperalerta, que más adelante describiremos, es la que recoge una serie de comportamientos como peligrosos, ya que la falta de interés se entiende como una especie de abandono progresivo del compromiso afectivo. Los ejemplos de este miedo son innumerables, pues, como se ha apuntado, es algo más continuo, más larvado. Expondremos unos cuantos de muy diversa naturaleza para entender hasta qué punto abarcaesta manifestación de la vulnerabilidad, objeto de este libro: • La pareja entra en casa o acude a una cita con un semblante algo más serio de lo habitual, con lo que a la persona vulnerable se le origina ansiedad e ideas de que dicha seriedad está referida a una desmotivación hacia ella. • Cuando hay una molestia, como un dolor de estómago o de cabeza, la otra persona no realiza un seguimiento o no verifica que el malestar ha desaparecido. • La pareja no manifiesta un ardor sexual continuo e incluso no manifiesta interés alguno al ver desnuda a la otra persona en la vida cotidiana (en el servicio, al cambiarse de ropa…). Esto, que realmente no tiene nada de indicativo de desinterés —salvo que la disminución de la vida sexual sea muy acusada— es uno de los temas favoritos de este tipo de miedos. • La otra persona escribe un mensaje de texto algo frío, sin explayarse o carente de expresiones amorosas, emoticonos, etc. El análisis de los mensajes de texto o similares puede convertirse en algo auténticamente obsesivo, hasta el punto de 18 revisar todos y cada uno de ellos, bien buscando el temido desinterés, bien buscando, como se decía antes, aquellos que sirvan para tranquilizar y reasegurar. • La pareja tarda, en un momento concreto, más de lo habitual en responder a un mensaje o en devolver una llamada. A partir de ahí, la ansiedad va incrementándose y hay continuas revisiones del teléfono. • En una reunión con amigos, la otra persona presta mucha atención a los demás y no tanto a su pareja, sin necesariamente ignorarla. Esta atención no tan focalizada produce ansiedad e incomodidad. • En una relación de convivencia, la pareja se va a dormir antes o después de lo que lo hace la persona vulnerable al rechazo, algo que se interpreta como falta de interés. • La otra persona no efectúa expresiones de cariño o, al menos, no lo hace con la suficiente frecuencia. Estas expresiones pueden ser verbales o también no verbales, tales como acariciar o coger de la mano. • La pareja se sienta en el sofá alejada o no propicia un mínimo contacto físico. Objetivamente, hay algunos de estos comportamientos (por ejemplo, sentarse lejos en el sofá o la escasez de expresiones amorosas) que denotan con claridad un interés afectivo bajo hacia el sujeto vulnerable. Como he dicho, el miedo a la pérdida de interés no indica necesariamente una distorsión de la realidad, aunque exista una desproporción en la intensidad con la que se viven estas circunstancias o una reacción inapropiada, tanto por la vía del enfado (por ejemplo, una explosión de ira) como por la vía de la falta de reivindicación (un aumento de la necesidad de agradar al otro o la simple persistencia de la falta de equilibrio con él). En definitiva, el miedo a la pérdida de interés es el caldo de cultivo perfecto para el mantenimiento constante de la preocupación obsesiva. Sin necesidad de entrar en pánico, como sucedía con la modalidad anterior, se reafirma una ansiedad continua y, con ello, se genera una obsesividad; es decir, las ideas alrededor de la falta de interés de la pareja se convierten en abrumadoras, llegan a constituir un auténtico «monotema» para el sujeto vulnerable al rechazo. El problema es que la obsesividad, sea en este ámbito o en cualquier otro, debilita notablemente al individuo, y en este estado los miedos campan a sus anchas sin oposición alguna. 3. Intolerancia a la ruptura: es la última de las manifestaciones más importantes de la vulnerabilidad al rechazo. Precisamente, hemos reiterado que dicha vulnerabilidad no produce por fuerza una distorsión de la realidad, aunque en muchas ocasiones así lo haga. En un gran número de casos, la pareja sí llega a actuar de una manera que promueva la inseguridad afectiva, o sea, sí que existe una falta de interés patente que duela y que haga sentir un rechazo a la otra persona. En estas situaciones, sobre todo si son continuas y más o menos graves, hablamos de relaciones de baja calidad que deberían como mínimo cuestionarse y, en el peor de los casos, romperse. 19 Aquí hay una diferencia muy grande entre personas con vulnerabilidad al rechazo y personas sin esta vulnerabilidad. Cuando no existe, el sujeto es capaz de cuestionar o romper la relación, seguramente con dolor y con dificultad, tomándose el tiempo necesario. Cuando sí existe la mencionada vulnerabilidad, se da un comportamiento paradójico: el individuo sufre terriblemente la situación porque es hipersensible a ella, pero precisamente por dicha hipersensibilidad considera angustiosa la ruptura definitiva y no la efectúa. Recordemos que el miedo a la ruptura era la primera manifestación de esta vulnerabilidad afectiva. Al final, la persona se encuentra en una relación que está absolutamente contraindicada por su alto grado de inseguridad afectiva, cuando lo que en realidad necesita son relaciones de gran certidumbre. Pero por esta vulnerabilidad al rechazo se aguantan relaciones que lo generan en abundancia, ya que lo que más angustia es la ruptura total. Ya se ha expuesto lo que es el rechazo afectivo, qué es la vulnerabilidad al mismo y qué manifestaciones tiene (sin perjuicio de que, en la segunda parte del libro, analicemos con exhaustividad estas manifestaciones junto con la forma de luchar contra ellas); a continuación, efectuaremos unas consideraciones sobre el rechazo entendido como un trauma afectivo, lo que nos servirá para entender por qué existe esta vulnerabilidad y cómo actúa. 1 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005. 20 EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO Desde los comienzos del estudio de la mente y sus patologías se conoce el concepto de «trauma psicológico», que se utiliza por analogía con el físico, que es un golpe o impacto muy fuerte en el cuerpo que deja una gran lesión. Este tipo de golpes también se pueden sufrir en el ámbito psíquico, conformando los traumas psicológicos. Estos traumas crean también lesiones emocionales y quién sabe si también biológicas, ya que generan una experiencia verdaderamente devastadora que se recuerda durante toda la vida. De hecho, existe una categoría diagnóstica en los sistemas de clasificación psicopatológica actuales denominada «trastorno por estrés postraumático», reservada para la afectación psicológica producida por traumas psíquicos de notable intensidad. En esta categoría diagnóstica, se consideran «traumas» únicamente aquellas situaciones que comprometen muy seriamente la integridad física o psíquica, como por ejemplo atentados terroristas, agresiones muy graves con riesgo de muerte o abusos sexuales. No obstante, como todo en psicopatología tiene su magnitud, no hay que pensar que los únicos traumas que existen sean éstos, los de una gravedad extrema; existen también algunos que no son tan terriblemente excepcionales y que no comprometen la vida del individuo, o que no suponen que pase algo verdaderamente cruel o aterrador. Son impactos también muy grandes, que pueden ser concretos (hechos aislados que se acercarán a los propios del trastorno por estrés postraumático, pero que no tendrán esa intensidad; por ejemplo, que todo un grupo se burle de alguien) o más genéricos (como experiencias reiteradas y constantes de desprecio, marginación, minusvaloración o dominación). Este tipo de traumas determinan una parte de nuestro funcionamiento mental y pueden derivarlo hacia lo patológico. Los traumas psicológicos constituyen vivencias que pueden ser desde dolorosas hasta aterradoras, según su intensidad; pero que dejan una huella en la persona porque hay un compromiso grave de su integridad y bienestar. Los traumas más frecuentes en las películas no son los más frecuentes en las consultas; es decir, los hechos puntuales, salvo que sean de la gravedad extrema que antes hemos mencionado al referirnos al trastorno por estrés postraumático, no suelen ocasionar demasiadas secuelas psicológicas. Sin embargo, los traumas que no son hechos puntuales, los que son más genéricos, sí determinanuna muy buena parte del trabajo que realizamos los psicólogos en nuestro quehacer cotidiano. Dentro de estos traumas psicológicos de menor intensidad pero más continuos destacan especialmente dos: 21 1. Traumas jerárquicos: en principio, no tienen mucho que ver con el objeto de este libro, aunque, en la realidad clínica, la persona con traumas afectivos —que son los que a continuación se van a exponer— ha padecido también traumas jerárquicos en un buen número de ocasiones. Los traumas jerárquicos son los derivados de la dominación reiterada perpetrada por otra u otras personas. El sujeto que ha sufrido estos traumas ha sido sojuzgado en muchas ocasiones, se le ha recordado que está en un escalón muy inferior en la jerarquía, ha sufrido menosprecios, burlas, humillaciones, órdenes caprichosas, gritos e incluso agresiones, en los casos más graves de dominación. Este tipo de comportamientos tiene como finalidad plasmar la superioridad de esa persona sobre el subordinado, que es el que recibe la imposición jerárquica. Así como los traumas afectivos crean vulnerabilidad al rechazo, los jerárquicos crean también otro tipo de susceptibilidad, que podríamos denominar «vulnerabilidad jerárquica». En definitiva, la vulnerabilidad psicológica es una hipersensibilidad que se produce como respuesta a los traumas de esa índole, a aquello que emocionalmente produce una afectación importante en forma de sufrimiento, malestar o angustia. En este caso, la dominación y la violencia, la percepción que alguien puede tener de inferioridad constante con respecto a otra persona que, además, abusa de su superioridad, es algo enormemente doloroso y que deja una huella traumática, en forma de vulnerabilidad jerárquica, en la persona. La vulnerabilidad jerárquica, entonces, es la sensibilidad extrema que el sujeto que la padece tiene a las situaciones en las que se siente dominado, tratado injustamente por alguien poderoso o, simplemente, se considera instalado en una posición de inferioridad con respecto a otra persona o personas. Esta sensibilidad puede generar reacciones de todo tipo de acuerdo con la evolución de la personalidad de dicho sujeto: desde comportamientos de ansiedad evitativa hasta explosiones de ira, por poner dos ejemplos. La vulnerabilidad jerárquica es un tema francamente apasionante y crucial para entender, por ejemplo, los trastornos de la personalidad evitativo y paranoide, pero no es objeto de este libro. No obstante, en diferentes ocasiones aparece junto a la que se genera tras los traumas que se van a describir en el siguiente apartado. 2. Traumas afectivos: son los que producen la vulnerabilidad al rechazo. Como ya se ha dicho, la vulnerabilidad al rechazo es reflejo de una inseguridad afectiva subyacente; de una certeza o, como mínimo, de una sensación inconsciente de que los lazos emocionales que unen al sujeto vulnerable con sus figuras más significativas — especialmente la pareja en el caso de la dependencia emocional, que es en el que más nos estamos centrando— son frágiles, inestables y pueden quebrarse en cualquier momento. Sin embargo, tener seguridad afectiva es vivir con tranquilidad las relaciones y adquirir una convicción interior de que los lazos que la fundamentan son sólidos y difícilmente quebrantables. La inseguridad afectiva es justamente lo contrario. Y es ahí donde entran en juego los 22 traumas afectivos, porque ¿de dónde, si no, viene esa desagradable sensación interior de que los vínculos afectivos recibidos están hechos como de cristal frágil, y de que son tan finos como los hilos de coser? La seguridad o inseguridad afectiva proviene de las experiencias vividas en este ámbito, no salen de la nada. Al final del libro nos extenderemos más sobre este asunto. Los traumas afectivos, entonces, están en la base de la inseguridad afectiva. Son un conjunto de experiencias, mantenidas durante un periodo que normalmente es muy extenso y que puede incluso cubrir etapas vitales completas, que ocasionan sufrimiento emocional por parte de terceras personas. Como es lógico, una discusión o una decepción normales que provienen de un ser querido no entrarían en esta categoría de «trauma»; se necesita una dinámica, un ambiente más o menos constante en el que, con frecuencia, se produzca el sufrimiento antes mencionado, o bien, por supuesto, una intensidad extrema. Este tipo de traumas no suele ser de un único tipo; lo normal es que haya una mezcla de comportamientos asociados que originen un ambiente emocionalmente tóxico. Dicho ambiente es lo realmente traumático, un entorno o un gran conjunto de relaciones afectivas interiorizadas de carácter patológico y que ocasionan un daño importante en la psique del individuo. Los ambientes concretos patológicos que están en la base de la dependencia emocional y, por tanto, configuran los traumas afectivos a los que me estoy refiriendo, ya han sido expuestos con detalle en mis anteriores trabajos. No obstante, los enumeraremos brevemente (ni que decir tiene que dichos ambientes, para que posean una naturaleza más traumática, se deben producir durante la infancia, ya que la mente de los niños es más vulnerable y está más necesitada de entornos saludables para la construcción adecuada de su autoestima y su personalidad; posteriormente, estos entornos resultarían dolorosos, pero no forzosamente traumáticos): • Carencias afectivas tempranas: es el factor patológico afectivo, configurador de experiencias traumáticas de esta índole, más habitual. Como es lógico, puede coexistir con los siguientes porque ninguno es excluyente entre sí, con la excepción de la vinculación afectiva egoísta, que se detallará más adelante. Como su propio nombre indica, las carencias afectivas consisten en la recepción escasa de amor por parte de los seres más significativos. Para que estas carencias devengan en trauma es importante que sean más bien generalizadas; cuando hay figuras de primer nivel como, por ejemplo, uno de los dos progenitores, que sí responde de una manera positiva y mantiene un trato constante con el niño, se proporciona el suministro emocional necesario para que esta circunstancia no sea patógena. Las carencias afectivas configuran ambientes muy fríos, con o sin hostilidad adicional, en los que el niño no se siente importante o prioritario. Las muestras 23 explícitas de cariño o no se producen o son muy escasas; tampoco hay verbalizaciones de este tipo o se comparte poco tiempo prestando atención al niño, jugando con él, escuchándolo, etcétera. Las interacciones en momentos como las comidas, la hora de acostarse o el camino al colegio son frías y/o llenas de órdenes y riñas, sin cariño ni risas. Lo normal es que estos ambientes sean continuos, aunque también puede existir una inestabilidad bien por circunstancias (por ejemplo, que influyan en el clima del hogar factores como la relación entre los padres, dificultades graves económicas, etcétera) o bien por una variabilidad del estado de ánimo de los progenitores, como sucede cuando uno de ellos o los dos padecen trastornos mentales o de la personalidad. • Sobreprotección devaluadora: en esta pauta, compatible con la anterior, hay más interacción con el niño, pero es una interacción marcada por la sensación que se le transmite de inutilidad, de no valer para nada ni ser capaz de realizar tareas cotidianas. Los menosprecios y las malas formas se suceden en lo que no deja de ser una devaluación subyacente, enmascarada por el comportamiento proteccionista propio de esta pauta afectiva patológica. Las consecuencias de dicha pauta son tanto la ausencia de autonomía propia de la sobreprotección, como también la vivencia de incapacidad fruto de la devaluación, que generará más adelante un notable déficit de autoestima. En definitiva, se estará gestando un yo desamparado y con poca sensación de validez, de ser querible. Como se ha apuntado, esta pauta es compatible con la anterior porque puede existir un ambiente carente afectivamente en el que, cuando proceda, aparezcan manifestaciones desobreprotección devaluadora; una especie de comportamiento abnegado, con apariencia de positivo, en el que se esconde un desprecio subyacente hacia el menor. • Vinculación afectiva egoísta: es un tipo de pauta en el que resulta verdaderamente difícil determinar que resulte patógena, creadora de traumas afectivos. El vínculo afectivo o amor egoísta es un tipo de lazo que se establece con el niño (y que, en la edad adulta, puede darse en otro tipo de relaciones, como las de pareja, algo que sucede con mucha frecuencia en las diferentes manifestaciones de dependencia emocional) en el que el centro es el adulto. En la persona que presenta esta forma de vincularse, este lazo es básicamente de entrada, y no de salida; de recepción, y no de emisión. En términos coloquiales, podría afirmar que la persona pretende ser querida y no se preocupa por querer. En consecuencia, el centro de la relación es el individuo con ese amor egoísta, que ocupa un papel de privilegio en dicha relación y, de esa manera, puede cumplir sus fines. En las interacciones adulto-niño es obvio que el adulto goza de todas las condiciones para poder conducirse de esta forma. No obstante, cabe insistir que es difícil de determinar lo negativo de esta pauta 24 porque, en apariencia, la relación adulto-niño es muy estrecha y parece que el amor y la complicidad fluyen. De la misma forma, en las relaciones de pareja en las que el miembro dominante tiene un estilo de amar egoísta, cuesta ver que dicho amor no es sano ya que quizá sea muy abundante. En la práctica, este amor egoísta es realmente una posesividad en la que el sujeto que lo profesa sólo pretende la cercanía y disponibilidad afectiva del otro. En lo que ahora nos ocupa, el adulto sólo pretende la proximidad y atención del niño, pero siendo dicho adulto el centro de la relación, el que verdaderamente importa. De esta manera, termina siendo el niño el que escucha los problemas del adulto (en muchas ocasiones se trata de la madre, mientras que, en relaciones de pareja, en mi experiencia clínica, tanto varones como mujeres pueden desarrollar esta forma poco evolucionada de querer), el que lo acompaña a casi todo y el que tiene que estar siempre disponible o accesible. En la vinculación afectiva egoísta, el adulto utiliza en muchas ocasiones el chantaje emocional para conseguir sus fines. Por ejemplo, una madre puede hacer sentir culpable a su hijo diciéndole que se quedará sola y triste en casa si se va al cumpleaños de unos amiguitos. Este ejemplo, como todos los de este libro, proviene de mi práctica clínica. El resultado es que el niño, sin ser consciente, percibe que se le ha buscado mucho afectivamente, pero que ha estado en una jaula de oro en la que no ha sido realmente el prioritario, sino que ha sido utilizado emocionalmente. Dicho resultado, como se puede imaginar, es muy nocivo para la autoestima, constituyendo también un trauma afectivo que determinará en la adultez, por ejemplo, que la persona que ha sufrido este tipo de amor sea ambivalente en sus relaciones de pareja, buscando mucha cercanía en las mismas y alternando esta cercanía con otras fases de mayor distancia o de hostilidad hacia la otra persona. Por último, añadir que en esta pauta no procede hablar de carencias afectivas como en la primera, sino de un afecto primitivo, poco evolucionado y patológico. Más que carencia, se trata de toxicidad, si se permite la metáfora tan de moda en estos tiempos. Para complicar todavía más la cosa, los traumas afectivos tienen habitualmente que ver con los del tipo anterior, los jerárquicos, aunque no es obligatorio que así sea. El motivo es muy simple: en las primeras etapas de vida del sujeto, las de construcción de su personalidad, quien más puede producir las pautas patológicas expuestas es quien más puede, a su vez, imponer su superioridad ante el niño, es decir, el adulto. En muchas ocasiones, ambientes con carencias afectivas o con sobreprotección devaluadora son también ambientes en los que hay un nivel de agresividad y dominación, más o menos directa e intensa. Quien es responsable de los traumas afectivos suele ser también de los jerárquicos, porque no hay dominación que más duela que la que proviene de las personas que deberían querer y proteger. De hecho, la idea de jerarquía cobra más fuerza 25 en el individuo a medida que los vínculos pasan a un segundo plano —como sucede con algunos de los traumas afectivos referidos—: en definitiva, si nada te une a la otra persona, nuestra programación genética la convierte en una rival, en una competidora, y entonces las ideas de poder, dominación y ascenso en la escala social adquieren más importancia. Para terminar de exponer la idea de rechazo como trauma psicológico, es preciso que nos detengamos en algo que se ha manifestado casi de pasada pero que resulta crucial de todo este asunto. Cuando se enumeraban las tres principales pautas patológicas configuradoras de traumas afectivos, comentamos que dichas pautas se producen a lo largo de la infancia (sin perjuicio de la importancia que tienen también la preadolescencia y la adolescencia, especialmente con los iguales). Si las mencionadas pautas son dolorosas, pero no traumáticas, posteriormente a estas primeras etapas de la vida del individuo, es porque su personalidad y autoestima están ya formadas. Y éste es el gran quid de la cuestión: es la afectación de la autoestima la que determina si una serie de hechos están conceptualizados en la mente como sumamente peligrosos, como traumas, o si simplemente se interpretan como negativos, insatisfactorios o dolorosos. Lo verdaderamente traumático no es, en sí, la pérdida afectiva que se produce de los rechazos generados en las pautas patológicas expuestas más arriba, sino la afectación a la configuración de la autoestima, es decir, a la sensación que va adquiriendo el niño, dándose más o menos cuenta de ello, de que si no recibe un amor sano y adecuado de su entorno es que no merece suficientemente la pena. La autoestima es el sentimiento positivo que el individuo dirige hacia sí mismo: pues bien, no se produce desde el principio, sino que se va constituyendo a medida que se reciben dichos sentimientos desde otras personas importantes. La autoestima es inicialmente estima del exterior, que con el paso de los años se interioriza y ya adquiere una fuente interna (de ahí el prefijo «auto-»): éste es el desarrollo emocional saludable para cualquier persona con lazos afectivos. En caso de no existir estos lazos, como ya expuse en uno de mis primeros trabajos, la persona se desvincula afectivamente del exterior y la autoestima se torna en independiente. Pero esto no es lo más habitual; lo más frecuente, con mucha diferencia, es que el amor a uno mismo, la autoestima, esté condicionado por el recibido de los demás en las fases tempranas de nuestra vida. Cuando este desarrollo emocional no se produce de una manera óptima, como acontece cuando se dan las pautas patológicas anteriormente expuestas, generadoras de traumas afectivos, la autoestima no se forma tampoco adecuadamente. Entonces, no sólo hay una pérdida afectiva del exterior, sino también el germen de lo que será una pérdida afectiva propia; de ahí que la mente, que precisa en esas etapas una recepción adecuada y constante de cariño sano, catalogue como traumática la carencia de dicho amor. La consecuencia no es únicamente la falta afectiva, que de por sí es dolorosa a cualquier edad, sino el déficit estructural que padece la relación del sujeto consigo mismo; es decir, el menoscabo que sufre su autoestima. 26 Y parafraseando el modelo freudiano de fijación y regresión a fases evolutivas anteriores, se puede afirmar que, en el plano afectivo, el sujeto víctima de estos traumas queda atascado posteriormente en ellos, buscando en las figuras significativas de las nuevas etapas de su vida lo que no obtuvo de las anteriores. Dicho de otra manera, con estos traumas afectivos la persona intenta conseguir que ese desarrollo emocional se continúe donde se quedó; porotro lado, su mente ha registrado como enormemente peligroso todo lo relacionado con las pautas patológicas antes citadas, por lo que desarrollará ciertos mecanismos de protección que, en definitiva, son los que constituyen la vulnerabilidad al rechazo. Entonces, el sujeto sigue necesitando una fuente externa para su autoestima porque no ha quedado debidamente constituida, pero al mismo tiempo es muy vulnerable a cualquier amenaza para ese suministro. Por eso, la vulnerabilidad al rechazo proviene de traumas afectivos, porque la persona ha sufrido mucho por hechos de esa naturaleza, pero también porque tiene un déficit estructural por el que necesita, más que la media, del suministro afectivo externo, de la recepción de cariño. Su deseo de suministro es superior al usual, ya que no sólo lo necesita como todos, sino que también le hace falta para compensar su déficit de suministro afectivo interno, su autoestima. Para entender por qué la vivencia de rechazo supone la reactivación del trauma en las personas vulnerables debemos darnos cuenta de que es, en primer lugar, porque supone la repetición de hechos que han sido muy dolorosos en su vida; en segundo lugar, porque también supone una pérdida afectiva total o parcial; en tercer lugar y, desde nuestro punto de vista, el más importante, porque pone en peligro el suministro que precisa su autoestima, ya que ésta no se ha constituido de una manera saludable y sólida. El individuo vulnerable al rechazo no sólo ve amenazado su suministro afectivo externo, como nos ocurriría a todos, sino también su autoestima, su persona en general. La vivencia de rechazo se percibe como abandono, pero también como cuestionamiento personal total, como una sensación de futilidad, de carencia absoluta de sentido en la vida. Se percibe como si la ratificación que la persona busca del exterior —ya que no la obtuvo adecuadamente en etapas tempranas de la vida— no se produjera y, con ello, toda su valía estuviera en entredicho. Esto es difícil de entender para el que no lo ha sentido, sólo personas que sí han sufrido no sólo la pérdida afectiva que supone el rechazo, sino también el cuestionamiento global asociado hacia uno mismo, saben de lo que estamos hablando —independientemente, por supuesto, de profesionales con experiencia en estos temas—. En la segunda parte del libro nos detendremos específicamente en este cuestionamiento personal, tan característico de la hipersensibilidad al rechazo. En definitiva, la reactivación del trauma afectivo es la percepción de abandono y también un cuestionamiento personal generalizado, una reedición en el presente de un desarrollo afectivo anómalo en sus fases más tempranas. Estos traumas y el terror a su reactivación, ya que remueven de arriba abajo al sujeto, son los que originan la vulnerabilidad al rechazo, una suerte de mecanismo de defensa primitivo por el que la 27 mente intenta protegerse de aquello que le ha dañado sobremanera. Y sobre este mecanismo va a versar el próximo apartado, ya que, en principio, la mente lo utiliza para protegerse con el fin de evitar la reaparición de ese trauma —que ha resultado devastador y ha comprometido también la autoestima—, pero realmente se va a convertir en un nuevo problema. 28 LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO MECANISMO POSTRAUMÁTICO La mente tiene sus procedimientos para defenderse cuando ha sufrido un perjuicio muy grave. Salvando las distancias, es lo que ocurre con el célebre trastorno por estrés postraumático: se generan mecanismos por los que se intenta evitar la reproducción del trauma, creando una actitud de hipervigilancia, obsesividad y evitación de todo aquello relacionado con el hecho traumático. Como se ha comprobado en el apartado anterior, los traumas objeto de este libro no son de la naturaleza de los que generan el trastorno por estrés postraumático, que, por definición, son hechos que atentan gravemente contra la integridad del sujeto, como ataques muy violentos, secuestros, agresiones sexuales, etc. Los traumas afectivos y, en general, los psicológicos, no tienen por qué ser hechos puntuales; pueden ser también situaciones más o menos cronificadas que produzcan una afectación grave en el ámbito emocional. Esta afectación es lo que la mente considera como traumática, y lo que activa una serie de mecanismos que tienen como finalidad proteger al individuo del daño que ha sufrido, es decir, evitar la reproducción del trauma. A estos mecanismos mentales, que son inconscientes —es decir, no se activan voluntariamente— e irracionales, y que están basados en el funcionamiento del miedo, los podemos denominar «mecanismos postraumáticos». Nuestro planteamiento es que la vulnerabilidad o miedo al rechazo es uno de estos mecanismos postraumáticos. La mente ha sufrido por los traumas afectivos antes descritos —tanto por el escaso o anómalo afecto recibido, como por el consiguiente perjuicio a la autoestima, que se torna deficitaria— y considera que cualquier amenaza para la recepción de cariño, para el suministro afectivo externo, es devastadora, lo que activa una respuesta de miedo ante estos hechos o ante la posibilidad de que se produzcan. Una persona vulnerable al rechazo es una persona hipersensible a él, o sea, una persona que lo ha sufrido en sus carnes y que vive con ese punto débil. La hipersensibilidad es, en sí, la manifestación de ese mecanismo postraumático. A continuación, enumeramos los tres aspectos básicos por los que la vulnerabilidad al rechazo se puede entender como un mecanismo postraumático, ya que comparte similitudes con las reacciones ya conocidas de personas que han sufrido otro tipo de traumas más graves: 1. Hipervigilancia: la persona con miedo al rechazo está en una actitud de hiperalerta, intenta detectar cualquier gesto, actitud o comentario «escaneando» la posibilidad de que haya una amenaza de ruptura o de falta de interés subyacente. Como 29 veremos, esta búsqueda permanente conducirá a la generación de errores que habrá que atajar en la terapia, ya que son bastante frecuentes y ocasionan no pocos problemas. Como digo en mis sesiones, la persona posee una especie de antena parabólica permanente con la que intenta buscar cualquier tipo de señal que le recuerde, aunque sea remotamente, el tipo de comportamientos afectivos que tanto le hicieron sufrir en el pasado. Esta antena figurada es una parte importante del mecanismo postraumático; es un procedimiento defensivo de la mente con el que se intentan detectar posibles riesgos de experimentar sufrimiento de nuevo. En mi desempeño clínico suelo utilizar distintas metáforas para explicar la hipervigilancia además de la de la antena parabólica: pongo también como ejemplo que, al término de mi jornada de trabajo, y al caminar por la calle, fuera asaltado por un grupo de delincuentes, que me robaran y agredieran físicamente. Esto constituiría un hecho traumático para mí, quedaría afectado tanto física como psicológicamente. Pues bien, una vez recuperado y en situaciones análogas, no caminaría por la calle con la misma tranquilidad. Estaría atento a las personas que viera por si tuvieran una apariencia sospechosa, escucharía ruidos detrás de mí sondeando posibles riesgos, etc. La mente, en definitiva, diseñaría una serie de mecanismos postraumáticos para reducir la posibilidad de reproducción del hecho que lo causó: en este caso, he descrito el comportamiento de hipervigilancia, que es uno de los elementos principales en este tipo de mecanismos, pero luego veremos otros siguiendo este mismo ejemplo. Esta hipervigilancia se produce, igualmente, con los mecanismos postraumáticos generados por traumas afectivos. El dolor sufrido se experimenta como sumamente peligroso para la mente, y ésta activa dichos mecanismos para evitar volver a sufrirlo. Pero esto tiene un coste, y es que estos mecanismos se pueden convertir en parte del problema, como también veremos. 2. Obsesividad: en las situaciones de ansiedad se puede dar obsesividad en mayor o menor medida, normalmente como preocupaciones continuasque no se marchan de la cabeza. La preocupación es un recurso de nuestra mente para encontrar solución a algo, es el clásico «darle vueltas» a alguna circunstancia que nos produce ansiedad o que puede convertirse en peligrosa. La preocupación se convierte en obsesiva —no confundir con las ideas obsesivas en sentido estricto, propias del trastorno obsesivo-compulsivo— cuando no aparece la solución, y entonces el sujeto se queda anclado a una idea monotemática que le agota, debilita y hace sufrir. La obsesividad, en su intento de encontrar la deseada resolución de lo angustioso, es uno de los procedimientos defensivos propios de los mecanismos postraumáticos. Siguiendo con el ejemplo antes expuesto en el que era asaltado por un grupo de delincuentes, la afectación producida generaría en mí una obsesividad de esa índole: mi pensamiento iría una y otra vez al hecho en cuestión, recordando detalles, reviviendo interiormente la experiencia, pensando si podría haber hecho algo para evitarlo o 30 también qué medidas podría llevar a cabo en adelante… Lógicamente, con el paso del tiempo, la preocupación disminuiría salvo que la afectación traumática —y, por tanto, el mecanismo postraumático originado en base a ésta— hubiera sido de enorme gravedad. En los primeros días, posiblemente semanas, la obsesividad, en forma de ideas monotemáticas sobre el incidente, habría ocupado una parte importante de mi actividad mental. En el trastorno por estrés postraumático, la obsesividad es parte de la conocida «reexperimentación del trauma», por la que el sujeto afecto de esta grave patología revive el hecho traumático mediante recuerdos, sueños e incluso episodios disociativos como flashbacks. Como mecanismo postraumático, la vulnerabilidad al rechazo también tiene ese componente de obsesividad. La persona con este miedo le da continuamente vueltas a la cabeza sobre la posibilidad de sentirse abandonada o de que el otro pierda el interés hacia ella. La obsesividad es enormemente molesta y debilita mucho, produce notable sufrimiento porque es difícil poder centrar la atención en cualquier otra cosa. Puede llegar a dificultar desde la realización de tareas complejas hasta, simplemente, ver una película o atender una conversación. La mente de la persona vulnerable piensa una y otra vez en determinados hechos que se han percibido como angustiosos o peligrosos, y en las consecuencias que tendría el temido abandono. Se establecen relaciones lógicas entre unos hechos y otros como si el individuo fuera una especie de investigador resolviendo un crimen, con el fin de determinar el alcance de la pérdida de interés o de, en el mejor de los casos, encontrar alivios o atenuantes de esos hechos. También se repasan en reiteradas ocasiones las reacciones que se barajan, bien para intentar obtener más información (por ejemplo, preguntar a la otra persona si ha tenido un mal día en el trabajo al percibir que ha estado más distante) o bien para desahogar la frustración generada (dar vueltas a enviar o no un mensaje de texto al teléfono móvil reprochando una desatención). 3. Evitación: como no podía ser de otra manera, ya que en todo momento nos estamos centrando en problemas de ansiedad —en este caso, por el miedo a la repetición de hechos peligrosos—, el componente evitativo, que es, por ejemplo, crucial en las fobias, tiene un gran protagonismo. Evitar, en el contexto de los mecanismos postraumáticos, supone huir de cualquier cosa que tenga relación con el trauma o de cualquier situación que pueda favorecer la reproducción del mismo. En los traumas graves, propios del trastorno por estrés postraumático, la evitación es muy característica, y crucial para poder efectuar el diagnóstico. Por ejemplo, una persona que ha sufrido un atentado terrorista con explosivos evitará los petardos que se tiran en una boda o en fiestas (similitud con el hecho traumático), o hará lo posible por no pasar por la zona donde sufrió ese ataque (situación que puede favorecer la reproducción del hecho traumático, aunque esto sea algo irracional). 31 Con situaciones menos graves, como las del ejemplo anteriormente expuesto, en el que alguien es asaltado por unos delincuentes, la evitación consistiría en no caminar solo por esa misma zona, buscando entonces itinerarios alternativos que estuvieran más concurridos. El componente evitativo es crucial para entender no sólo los mecanismos postraumáticos, sino también cualquier trastorno de ansiedad, especialmente los fóbicos, en los que la sintomatología principal es la huida de los estímulos ansiógenos. ¿Cómo se aplica la evitación en el mecanismo postraumático de vulnerabilidad al rechazo? La mejor forma de evitar el rechazo es considerando imposible la ruptura con la otra persona, que es la pareja en el caso de la dependencia emocional. La intolerancia a la ruptura —que, ya se dijo, era uno de los síntomas clave en esta patología— supone realmente un procedimiento de evitación de la angustia que se genera tras la pérdida de la relación, junto con el temido cuestionamiento personal que antes he expuesto. De esta forma, considerando prácticamente imposible la ruptura, el dependiente emocional realiza todo tipo de contorsionismo afectivo con el fin de que no se produzca. En estos casos, el más habitual es el de la sumisión sistemática, la subordinación continua a la pareja con el fin de congraciarse con ella y evitar el temido abandono, que sería la verdadera reproducción del hecho traumático. La sumisión es uno de los elementos más patológicos en la dependencia emocional, ya que no sólo compromete gravemente la autoestima —como no es difícil de imaginar —, sino que también es clave para que el desequilibrio entre ambos miembros de la pareja se consolide. Dicho desequilibrio, además, no es estático, sino dinámico; es decir, se acentúa con el paso del tiempo, de modo que el que es dominante domina cada vez más, mientras que el sumiso se somete también cada vez más. Como vemos, el procedimiento de evitación de algo que ha hecho sufrir enormemente al sujeto se convierte en un nuevo elemento que provoca dolor. Realmente, esto sucede igual con la hipervigilancia y la obsesividad: los mecanismos postraumáticos intentan protegernos, pero en verdad, al menos en temática de índole afectiva, sólo complican más las cosas y generan nuevo sufrimiento. Posiblemente, son procedimientos poco evolucionados que quizá sean eficaces en otros contextos, pero que producen una gran distorsión en lo que a los traumas psicológicos se refiere. Con la vulnerabilidad al rechazo y sus traumas asociados, que ya sabemos que son de naturaleza afectiva, esto es lo que sucede. 32 TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO En diferentes oportunidades a lo largo del presente libro, se ha manifestado que su objeto principal era la vulnerabilidad al rechazo en el trastorno de la personalidad por necesidades emocionales (la «dependencia emocional»). Realmente, vulnerabilidad al rechazo sólo hay una, y la que presenta un dependiente emocional también la manifestará alguien con la otra patología implicada en este tema, el trastorno límite de la personalidad. Digo que vulnerabilidad al rechazo sólo hay una y, sin embargo, el título de este apartado es «Tipos de miedo al rechazo». La diferencia existente entre los dos tipos que voy a exponer a continuación tiene que ver con el ámbito en el que se da la mencionada vulnerabilidad, pero, en esencia, el fenómeno es el mismo. De aquí se infiere que todo lo mencionado hasta el momento y, especialmente, todo lo que se detallará en la segunda parte del libro, es válido para ambas patologías. Es más, con muchísima frecuencia, las personas con trastorno límite de la personalidad merecen también un diagnóstico adicional de trastorno de la personalidad por necesidades emocionales, ya que, en sus relaciones de pareja, que muchas veces son también numerosas y, por tanto, adquieren un gran protagonismo en sus vidas, se dan las pautas habituales de este problema. En otros libros he expuesto mi hipótesis: la dependencia
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