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JOHN RALSTON SAUL*
Ensayista
Este artículo es tomado de la revista Financial Review del 2 de febrero de 2004
Traducción: Alberto Supelano
Fecha de recepción: 15 de septiembre.
Fecha de aprobación: 20 de noviembre de 2004.
Es autor de Los Bastardos de Voltaire: la dictadura de la razón en Occidente, la civilización incons-
ciente y, más recientemente, Sobre el equilibrio: las seis cualidades del nuevo humanismo. C2004
Harper,s Magazine. Distribuido por Tribune Media Services International.
El fin del globalismo
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
RESUMEN
El artículo trata de la vigencia de los Estados�nación modernos y la emergencia
de los nacionalismos en la Era de la denominada globalización, sosteniendo que
aquellos Estados�nación y los nacionalismos, han superado la ya finalizada
globalización y recuperan su papel activo, económico y político, en las condiciones
prevalecientes de un renovado poder nacional .
PALABRAS CLAVE: Estado � nación, globalización, nacionalidades , nacionalismo,
poder natural, bien público, elección.
ABSTRACT
The article deals with the force of the modern-nation states and the nationalisms
in the globalization time by supporting that those nation- states and nationalisms
have overcome the finished globalization and are recovering their economic and
political role in the prevailing conditions of a renewed national power.
KEYWORDS: Nation- state, globalization, nationalities, nationalism, natural power,
public wealth, election.
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INTRODUCCION
Las grandes teorías económicas rara vez duran más de unas cuantas décadas.
Algunas, si están particularmente sintonizadas con eventos tecnológicos y políticos,
pueden durar hasta medio siglo. Más allá, poco menos que la fuerza militar las puede
mantener en escena.
La teoría de los mercados abiertos salvajes que feneció en 1929 duró algo más de
30 años. El comunismo, una mezcla de teorías religiosas, económicas y globales, se
extendió a 70 años en Rusia y a 45 en Europa Central, gracias precisamente al uso
intensivo de la fuerza militar y policíaca. Si sumamos su forma flexible y vigorosa du-
rante la Depresión a su versión más rígida de la posguerra, el keynesianismo duró 45
años. Nuestra propia globalización, con su determinismo tecnocrático y tecnológico y
su idolatría del mercado, tuvo 30 años. Y hoy también ha muerto.
Por supuesto, las grandes ideologías rara vez desaparecen de la noche a la mañana.
Las modas, bien sea en el vestuario, en la alimentación o en la economía, tienden a
desaparecer. A miles de personas les va bien con su creencia en la globalización, y su
supervivencia profesional depende de que sigamos compartiendo su devoción a la causa.
También su sensación personal de autoestima. Esas personas estarán en cargos de
poder durante unos cuantos años más, y defenderán sus argumentos por algunos más.
Pero los signos de decadencia son claros, y se han multiplicado desde 1995, añadiéndose
uno a otro, convirtiendo una situación confusa en un colapso.
Sin embargo, apenas hemos advertido este colapso, puesto que los creyentes
afirmaban que la globalización es un dios inevitable y todopoderoso; una santísima
trinidad de mercados florecientes, tecnología insomne y administradores sin fronteras.
La oposición o la crítica se trataban como un simple paganismo romántico. Era impotente
ante este dios sorprendentemente colérico, que simplemente lanzaría rayos a los vacilantes
y premiaría a sus héroes y sus campeones con guirnaldas doradas. Quizá la razón para
que la globalización haya parecido tan seductora a las sociedades construidas sobre las
mitologías griegas y judeocristianas, para esta extraña confusión de salvación, fatalismo
y castigo. Transfirió a la teoría económica en cualquier manera confusa como haya sido,
este sistema de creencias nos es casi irresistible.
EL FIN DEL GLOBALISMO
JOHN RALSTON SAUL
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
Los imperios británico y francés se jac-
taban de su poder y lo defendían de ma-
nera similar desde finales del siglo XIX,
es decir, cuando comenzó su colapso. Y a
medida que los diversos nacionalismos del
siglo XIX se hundieron en el horror, sus
partidarios los transformaron en un asun-
to racial.
La inevitabilidad es la justificación fi-
nal tradicional del fracaso de las ideolo-
gías. Menos tradicional �y signo de debi-
lidad intrínseca� es el grado en que se
concibió a la globalización como una reli-
giosidad anticuada. Quizá los economis-
tas y otros creyentes que emprendieron la
globalización estaban instintivamente pre-
ocupados por que la población advirtiera
que sus nuevas teorías eran extrañamente
similares a las teorías del comercio de
mediados del siglo XIX, o a los modelos
del mercado no regulado, que quedaron
en descrédito en 1929. Y de ese modo,
tratando a las cuatro décadas intermedias
como un intervalo accidental, comenzaron
donde sus predecesores habían termina-
do: con una certeza religiosa.
A pesar de la certeza inicial, una cre-
ciente vaguedad rodea hoy a la promesa
original de la globalización; parece que
hubiésemos perdido el rastro de lo que
hace 30 años, e incluso hace 10, se
declaraba repetidamente como algo in-
evitable:
Que el poder del Estado-nación había
llegado a su fin, para ser sustituido por el
de los mercados globales. Que en el futu-
ro, la economía, no la política ni las ar-
mas, determinarían el curso de los acon-
tecimientos humanos. Que los mercados
libres establecerían rápidamente los equi-
librios internacionales naturales, inmunes
a los antiguos ciclos de auges y recesio-
nes. Que el crecimiento del comercio in-
ternacional, como resultado de la reduc-
ción de las barreras, desencadenaría una
oleada económico-social que encumbra-
ría a todos los buques, bien fuesen del
occidente empobrecido o del mundo en
desarrollo en general. Que los mercados
prósperos convertirían a las dictaduras en
democracias. Que todo esto desalentaría
el nacionalismo irresponsable, el racismo
y la violencia política. Que la economía
global produciría estabilidad mediante la
creación de corporaciones cada vez más
grandes inmunes a la bancarrota. Que esas
corporaciones transnacionales aportarían
una nueva forma de liderazgo internacio-
nal, libre de prejuicios políticos locales.
Que el ascenso del liderazgo del mer-
cado global y la decadencia de las políti-
cas nacionales, con su tendencia a defor-
mar los procesos económicos saludables,
impulsaría el surgimiento de gobiernos li-
bres de deuda. Que atando a nuestros
gobiernos a un estado permanente de
cuentas públicas libres de deuda, nues-
tras sociedades se estabilizarían.
En resumen, si las fuerzas económi-
cas globales dejaran de estar sometidas
a la voluntad humana nos protegerían de
los errores del engreimiento local, y per-
mitirían que el interés propio individual
llevara a cada individuo a una vida mejor.
Estas fuerzas junto con el interés propio
producirían prosperidad y felicidad para
todos. En una sociedad donde el dogma
cristiano fue tan predominante hasta hace
poco, ¿cómo podrían las gentes de bue-
na voluntad no sentirse atraídas por es-
tas buenas nuevas, por estas promesas
de redención personal? Y si a esto se
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añade una multitud de nuevos métodos
tecnocráticos de mercado�bueno, enton-
ces, se suprimirían los ciclos de la histo-
ria, y nos encaminaríamos en una direc-
ción permanente e inevitable. En pala-
bras de un creyente particularmente in-
genuo, la historia moriría. La historia ya
ha muerto.
La globalización se materializó en los
setenta a partir de esa especie de vacío o
bruma geopolítica que aparece siempre
que una civilización empieza a cambiar de
dirección, buscando a tientas el camino
de una época a otra.
En geopolítica, el vacío no es una op-
ción. Es un periodo entre opciones; una
oportunidad, siempre y cuando se la re-
conozca como lo que es, un breve inte-
rregno durante el cual los individuos pue-
den maximizar su influencia en la orienta-
ción de su civilización.
¿Qué causó este vacío particular? Qui-
zá un cuarto de siglo de reformasocial
dejó exhaustas a las elites liberales. La
necesidad de manejar una multitud de
nuevos programas sociales de enorme ta-
maño que fueron adoptados de manera
democrática �una manera ad hoc� dificultó
que los líderes políticos se concentraran
en la línea principal, es decir, que se con-
centraran en un sentido amplio del bien
público. En cambio, los gobiernos queda-
ron atrapados en los detalles intermina-
bles y erráticos de la administración. O
quizá la causa del vacío fue la confianza
de esas elites políticas en los tecnócratas,
que poco entendían del debate �y, de he-
cho, desconfiaban de él� y así los líderes
fueron empujados al aislamiento.
Sea como fuere, la mayoría de los lí-
deres occidentales parecían confundidos
acerca de qué hacer a continuación. Ha-
bían llegado al final de un capítulo de pro-
greso social. Y no podían haber estado
menos preparados para un contraataque
religioso a sus motivaciones éticas, en
particular, para un contraataque en el que
las ideas judeocristianas clásicas de lo
sagrado se habían convertido en
inevitabilidades económicas.
Estas ideas económicas teóricamente
nuevas a duras penas se identificaban con
los argumentos simplistas de los años
previos a 1929. El fervor religioso se
había combinado con olas centelleantes
de nueva tecnología y masas de datos
macroeconómicos, que se presentaban
como hechos. Así remozadas, como tres
en uno, uno en tres, las viejas ideas pa-
recían nuevas.
Las elites liberales, atrapadas en la
racionalidad instrumental de la adminis-
tración de programas, respondieron a este
ataque con una actitud de rechazo que
mostraba superioridad, estolidez y falta de
imaginación. En vez de hablar del bien
público, defendieron las estructuras admi-
nistrativas. El efecto fue que, unos argu-
mentos fatigados y desacreditados acerca
de los mercados parecieran jóvenes, ági-
les y modernos.
Un signo cómico de la nueva era fue la
creación, en 1971, en una aldea monta-
ñosa de Suiza llamada Davos, de un club
de líderes corporativos europeos. Allí po-
dían examinar la civilización a través del
prisma de los negocios. Muy pronto lle-
garon empresarios de todo el mundo. Tam-
bién llegó un tropel de líderes del gobier-
no y de la academia en busca de
inversionistas. Los líderes empresariales,
políticos y académicos parecían aceptar
EL FIN DEL GLOBALISMO
JOHN RALSTON SAUL
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
sin mayor cuestionamiento el principio
esencial de Davos: que el bien público se
debía tratar como un resultado secunda-
rio del comercio, la competencia y el inte-
rés propio.
Davos era un signo de los tiempos, una
versión superficial y arrogante de una corte
real, pero cuando el G6 �hoy G8� se creó
en 1975, su objetivo fue una imitación del
de Davos: reunir a los líderes de las eco-
nomías nacionales más grandes para exa-
minar el mundo a través del prisma de la
economía. Nunca antes las grandes na-
ciones habían organizado de manera tan
explícita y unilateral sus relaciones bási-
cas alrededor del interés comercial pro-
pio desnudo, sin los contrapesos positi-
vos y negativos de las normas sociales,
los derechos humanos, los sistemas polí-
ticos, las dinastías, las religiones forma-
les y, en el extremo negativo, los supues-
tos destinos raciales. Valery Giscard
d�Estaing, el presidente francés que orga-
nizó la primera reunión del G6 en
Rambouillet, su residencia campestre ofi-
cial, era el modelo prototípico del econo-
mista tecnocrático europeo. Y su enfoque
predominó.
Pero lo que realmente abrió la puerta
a la globalización fue el colapso económi-
co de 1973: la depresión que nunca ocu-
rrió. La obsesión tecnocrática reinante por
la administración y el control significaba
que todos teníamos que ser tranquiliza-
dos. Así que se nos dijo que esa era otra
recesión. Después hubo otra recesión, y
luego otra y otra y otra, siempre minimi-
zadas, siempre a punto de ser resueltas.
Los reformadores sociales, que domina-
ban casi todos los partidos políticos y los
gobiernos, se negaron el derecho a que-
darse atrás y enfrentar la situación en con-
junto. Habían perdido el aliento intelec-
tual y el equilibrio emocional para hacer-
lo. Y así perdieron gradualmente el dere-
cho a dirigir.
La nueva fuerza o ideología que se
aprestó a llenar el vacío involucraba una
estrategia comprensiva llamada
globalización, un enfoque que contenía la
respuesta a todos y cada uno de nuestros
problemas. Era encantadoramente seduc-
tora. Contenía soluciones simples y abso-
lutas, y como todas las religiones de al-
gún éxito, dejaba la responsabilidad últi-
ma en manos invisibles e intangibles. Así,
la globalización no requería que nadie asu-
miera la responsabilidad por ninguna cosa.
Esta visión trascendente llenó rápida-
mente el vacío. La primer vez que escu-
ché la variedad de pasividad personal pro-
ducida por este sistema de creencias fue
en un discurso de Giscard d�Estaing emi-
tido por la televisión nacional francesa.
Había sido elegido como líder político de
nuevo tipo un brillante economista. Mo-
derno. Casi posmoderno. Iba a dirigir la
sociedad a través de la economía. Pero
llegó justo después del colapso de 1973,
que incluía alta inflación y desempleo.
Después de más o menos un año de lu-
char contra el colapso, Giscard fue a la
televisión a decirle a la gente que estaban
en marcha fuerzas globales e inevitables.
Por tanto, era muy poco lo que él podía
hacer. Los Estados-nación eran impoten-
tes.
Este fue el comienzo de la manía de
declaraciones públicas de impotencia de
los líderes democráticamente elegidos. La
globalización se convirtió en excusa para
no tratar los asuntos difíciles, para no uti-
15
lizar las palancas del poder y los grandes
presupuestos para resolverlos. Dieron cre-
dibilidad a la fuerza de lo inevitable.
La globalización tuvo defensores bri-
llantes �Margaret Tacher, la primera de
ellos, y economistas como Milton
Friedman�, pero también oleadas crecien-
tes de administradores y consultores de
nuevo tipo. Estas personas cumplían muy
diversas funciones. Daban conferencias a
los líderes de los sectores público y priva-
do, organizaban las estructuras que eje-
cutaban las políticas, y administraban es-
tas estructuras día a día. Y su teoría bási-
ca era �y aún es� que la metodología
moderna es universal. Y lo que es más,
que estos métodos eran preferibles a la
tosca tarea de los argumentos democráti-
cos y la voluntad personal, bien fuese un
asunto de opinión personal o de elección
personal. En otras palabras se empeña-
ron en la batalla clásica de promover el
método por encima de la opinión, es de-
cir, de la forma sobre el contenido.
Y, como sucede siempre cuando la for-
ma es dominante, se emprendió una va-
riedad de experimentos. En todo el mun-
do se redujo el servicio civil, se
desregularon los sectores público y priva-
do, se liberaron los mercados, se recorta-
ron los impuestos y se equilibraron los
presupuestos públicos. El tamaño de las
corporaciones empezó a crecer mediante
fusiones y fusiones de fusiones. Este gi-
gantismo se consideraba necesario para
el éxito en el nuevo mercado mundial. El
comercio creció en una impresionante
magnitud de veinte veces. La integración
económica Europea se aceleró. Nueva
Zelanda, el modelo original del Estado
democrático social, dio un vuelco total a
mediados de los ochenta e intentó con-
vertirse en el Estado�nación globalizado
perfecto. Las economías de Canadá y Es-
tados Unidos se integraron rápidamente
después de firmar el tratado de libre co-
mercio en 1988, al que se añadió la inte-
gración de la economía mexicana con la
firma del TLCAN.
Los reformadores sociales, por su par-
te, reestructuraron sus propios argumen-
tos hasta el punto de que sus supuestos
básicos fueran idénticos a los de sus
oponentes. Casi en todas partes, los so-
cialdemócratas y liberales se convirtieron
en globalistas, de un tipo más amable y
gentil.
Como en un ataque de moralismo, un
gobierno tras otro aprobaron leyes en que
renunciaban a su derecho a asumir deu-
das o recaudar nuevosimpuestos, aun
cuando ambos eran poderes del gobier-
no, y esenciales para la construcción y la
preservación de la democracia. De hecho,
las deudas y los impuestos cumplieron el
mismo papel fundamental en el periodo
pre-democrático. Al mismo tiempo, el sec-
tor privado inventó miles de nuevas deu-
das e impuestos privados en su beneficio.
Todo ello, desde los bonos basura hasta
las tarjetas de crédito, se trataba como
moneda privada no regulada. Y las cor-
poraciones utilizaron el viejo mecanismo
de la bancarrota más que nunca para lim-
piar sus atavíos cuando les convenía.
El pecado de la deuda pública se ge-
neralizó atribuyéndolo a los servicios pú-
blicos. Funcionasen bien o no, se debían
privatizar y desregular en un mercado glo-
bal para redimirlos de las ineficiencias del
sector público. Esto llevó, a su vez, a que
las grandes empresas privadas que pres-
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
taban servicios, como las aerolíneas, fue-
ran liberadas de las restricciones
regulatorias para satisfacer una versión
moral del individualismo que prometía, por
ejemplo, el derecho a viajar con tarifas más
bajas, mayores posibilidades de elección
y más destinos.
Desde comienzos de los setenta hasta
finales de siglo se aprobaron muchos tra-
tados económicos internacionales obliga-
torios, y casi no se negociaron tratados
vinculantes que contrabalancearan las
obligaciones relacionadas con las condi-
ciones de trabajo, los impuestos, el me-
dio ambiente o las normas legales. Du-
rante 250 años, la ardua tarea de cons-
truir el Estado�nación moderno dependió
del reequilibrio continuo de las reglas obli-
gatorias acerca del bien público y del in-
terés propio.
Hoy este equilibrio se ha inclinado vio-
lentamente hacia uno de los lados, trasla-
dando la mayor parte del poder económi-
co al mercado global.
Con la desnacionalización del poder
económico y el uso de la deuda y de los
sistemas monetarios para que las
transnacionales acumulen valores financie-
ros más cuantiosos que los de los Esta-
dos�naciones, el paso lógico subsiguien-
te era considerar a esas transnacionales
como nuevas naciones, como naciones
virtuales, liberadas de las limitaciones de
la geografía y de los ciudadanos; libera-
das de las obligaciones locales, con el
poder que da la movilidad de monedas y
bienes. Lo mejor de lo mejor.
Este ascenso de la globalización que
duró un cuarto de siglo llegó a la cima en
1995, cuando el viejo sistema de acuer-
dos comerciales internacionales �conoci-
do como Acuerdo General de Tarifas y
Aranceles (GATT)� se replanteó y mate-
rializó en una nueva y poderosa organiza-
ción, la Organización Mundial del Comer-
cio (OMC). Esta fue la última victoria.
No hubo nada especialmente notable en
la creación de la OMC. Era simplemente
un cuerpo centralizado para tratar los
asuntos del comercio internacional, nada
mala en sí misma. El punto importante era
el contexto. La reinterpretación de la civi-
lización a través del prisma de la econo-
mía había llegado a una barrera crítica.
Más allá de esa barrera, todo intercambio
internacional que involucrara un elemento
comercial sería tratado fundamentalmen-
te como comercial. La cultura se vería
como un mero asunto de regulación in-
dustrial; los alimentos, como un resulta-
do secundario de la industria agrícola.
Lo que captó particularmente la aten-
ción pública de todo el mundo fue la idea
de que las normas nacionales sobre la sa-
lud y los alimentos se tratarían no como
una expresión de la población interesada
en el tipo de cosas que iba a meter en su
estómago colectivo, sino como mero pro-
teccionismo, excepto que estuviesen res-
paldadas por la más dura de las duras
evidencias científicas. Este tipo de eviden-
cia suele tardar varias décadas. El princi-
pio de precaución y la opinión de los ciu-
dadanos fueron entonces dejadas de lado
en favor de una teoría absolutista del in-
tercambio comercial.
Este enfoque determinista de la agri-
cultura como industria y no como fuente
de alimentación �con implicaciones que
van desde los fertilizantes, herbicidas e in-
secticidas hasta la genética, las hormonas,
los antibióticos, las marcas y las proce-
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dencias�se convirtió en la chispa que des-
pertó una inmensa preocupación entre los
ciudadanos. Este fue el contexto en que
un creciente porcentaje de la población
empezó a juzgar el manejo de asuntos cla-
ve tan diferentes como la enfermedad de
las vacas locas, la disponibilidad de pro-
ductos farmacéuticos en el mundo en de-
sarrollo y el calentamiento global. Empe-
zó a pensar que lo que se le había presen-
tado como un argumento a favor de la
globalización contra el proteccionismo, no
era más que una oposición confusa entre
elección personal e intereses corporativos
abstractos. Así, la globalización, presen-
tada como una metáfora de la elección, se
estaba organizando por sí misma no alre-
dedor de los consumidores, sino de las
estructuras corporativas, estructuras que
buscaban ganancias limitando la elección
personal.
La población muy pronto empezó a
advertir otras contradicciones de la orto-
doxia global. ¿Cómo era posible que la
misma ideología prometiera un crecimien-
to planetario democrático y una reducción
del poder del Estado�nación? La demo-
cracia sólo dentro de los países. Si se de-
bilita al Estado�nación se debilita a la de-
mocracia.
¿Por qué un incremento sin preceden-
tes de la oferta monetaria se traducía en
una escasez de dinero para los servicios
públicos? Y ¿porqué este crecimiento de
las nuevas monedas enriquecía principal-
mente a quienes ya tenían dinero? ¿Por
qué esto llevó a una acentuación de la di-
cotomía entre ricos y pobres y una con-
tracción de la clase media? ¿Porqué tan-
tas privatizaciones de los servicios públi-
cos no los mejoraron ni redujeron los cos-
tos para los consumidores sino que, en
cambio, garantizaron los ingresos de los
nuevos propietarios mientras llevaban a un
colapso de las inversiones en infraestruc-
tura?
Las gentes advirtieron que se había
inflado el valor financiero de los grandes
avances del empleo femenino. En forma
abrupta, una familia de clase media re-
quería dos ingresos. Advirtieron que en
apenas 25 años los salarios de los Jefes
Ejecutivos de Estados Unidos habían pa-
sado de 39 veces la paga de un trabaja-
dor promedio a más de mil veces. Las ci-
fras eran similares en otras partes.
Y los ahorros que se lograron median-
te el despido de servidores públicos fue-
ron sobrepasados por el costo de los nue-
vos lobbyists y consultores.
Tres signos particularmente obvios in-
dicaron que la globalización no cumpliría
sus promesas. Primero, el liderazgo de un
movimiento dedicado a la �competencia
real� estaba conformado sobre todo por
profesores permanentes, consultores y
tecnócratas �burócratas del sector priva-
do� que administraban grades compañías
de accionistas. La mayor parte de los cam-
bios que buscaban se orientaban a redu-
cir la competencia.
Segundo, la idea de que las
transnacionales eran nuevos estados na-
ciones virtuales perdía de vista algo ob-
vio. Los recursos naturales están fijos en
un lugar, dentro de los Estados�naciones.
Y los consumidores viven en un territorio
real y en sitios reales. Estos se llaman
países. Los administradores y profesores
que maquillaron de manera entusiasta
acerca de las nuevas naciones corporati-
vas virtuales, eran ciudadanos residentes
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JOHN RALSTON SAUL
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
y consumidores de las naciones-estados
de viejo tipo. Sólo hacía falta algún tiem-
po para que los líderes elegidos advirtie-
ran que sus gobiernos eran mucho más
fuertes que las grandes corporaciones.
Por último, el nuevo enfoque de deuda
pública contra deuda privada, Primer
Mundo contra Tercer Mundo reveló una
confusión fatal. Quienes predicaban la
globalización no podían enunciar la dife-
rencia entre ética y moralidad. La ética es
la medida del bien público. La moralidad
es el arma de la corrección religiosa y so-
cial. Alfinal, las ideologías políticas y eco-
nómicas suelen degenerar en una morali-
dad de tipo religioso. Pero la globalización
había dejado la ética desde el comienzo e
insistía en una curiosa especie de correc-
ción moral que incluía el máximo comer-
cio, el interés personal sin restricciones y
el respeto exclusivo de los gobiernos por
sus deudas. Estas nociones curiosamente
se emparejaban con algo que a menudo
se llamaba valores, igual que una visión
del bien y el mal del Antiguo Testamento.
De aquí se derivaba que si los países
tenían problemas financieros eran
transgresores morales. Tenían que disci-
plinarse. Usar hair shirts. Abrazar la ne-
gación y el fasting.
Esta era la teoría de la crucifixión de
la economía: se tiene que ser asesinado
económica y socialmente para renacer
puro y saludable. Durante un cuarto de
siglo, bajo la severa tutela del Fondo Mo-
netario Internacional, este enfoque mora-
lizante y cargado emocionalmente fue apli-
cado al mundo en desarrollo sin ningún
éxito. Es muy extraño que se lo haya pre-
sentado como una forma de utilitarismo
suave y desapegado. Quienes aplicaban la
teoría parecían desaprobar la prueba filo-
sófica básica del funcionamiento de la in-
teligencia y de la ética: la capacidad para
imaginar al Otro. A medida que las deu-
das del mundo en desarrollo continuaban
ascendiendo en una montaña rusa de ines-
tabilidad, simplemente insistían en que
esos pueblos debían aprender a actuar de
manera más predecible.
Lo cual nos recuerda a los ancianos
sacerdotes que insistían en que los jóve-
nes debían tomar baños o agua fría y ha-
cer más ejercicio.
Hacia el cambio de siglo, había que-
dado claro que el nacionalismo y los Es-
tados�nación eran más fuertes de lo que
eran cuando la globalización comenzó. En
realidad, esto ya era claro en 1991, cuan-
do el ejército yugoslavo trató de impedir
que Eslovenia y Croacia se retiraran de
su federación. La masacre posterior fue
una prueba para casi todas las organiza-
ciones internacionales. Todas ellas fraca-
saron. Como en una comedia de humor
negro, las elites internacionales
parloteaban acerca de la manera como las
fuerzas económicas globales habían tor-
nado irrelevantes a los Estados�nación,
mientras que miles de personas eran ase-
sinadas y purificadas para facilitar la crea-
ción de otros Estados�nación. El horror
resultante golpeó a los europeos y los lle-
vó a entender que su unión económica y
administrativa era impotente en un desas-
tre político militar.
Finalmente, Washington agenció los
acuerdos de paz de Dayton. Pero Dayton
aceptó el modelo de los criminales de gue-
rra nacionalistas locales. Los judíos de
Bosnia no existían como ciudadanos ex-
cepto que pretendiesen pertenecer a una
19
de las tres razas oficiales. Tampoco lo era
la población mestiza. Dayton gira total-
mente en torno de naciones basadas en
ideas raciales, el aspecto más aterrador
del nacionalismo, pero de todas maneras
nacionalismo. Y, de ese modo, el triunfo
de la globalización, con la creación de la
OMC en 1995, fue simultáneo a su humi-
llación con la firma de Dayton en ese mis-
mo año.
En un juego de leapfrog deprimente,
el acuerdo yugoslavo compitió con un ge-
nocidio en Ruanda, donde entre medio
millón y un millón de personas fueron ase-
sinadas. Esta es una cifra impactante.
En un mundo global de medición eco-
nómica y social, somos bombardeados dia-
riamente por estadísticas aparentemente
exactas que miden el crecimiento, la efi-
ciencia, la producción, la reproducción, las
ventas, las fluctuaciones de la moneda, los
niveles comparativos de obesidad y de
orgasmos, el divorcio, los salarios y los
ingresos. Pero no sabemos, o no nos in-
teresa saber si se masacró a un millón o a
medio millón de ruandeses. Y el genoci-
dio fue facilitado por París y Washington,
utilizando los poderes de los anticuados
Estados�nación en el Consejo de Seguri-
dad de las Naciones Unidas, para bloquear
una intervención internacional seria. La
catástrofe de Ruanda se metamorfoseó
entonces en la catástrofe del Congo, que
produjo 4.7 millones de muertes entre
1998 y 2003. O fueron 3 millones? O
5.5 millones?
El punto es que la inevitabilidad del
liderazgo económico global ha sido irre-
levante en todas estas crisis. Mientras que
los verdaderos creyentes hablan de
globalización, estamos de hecho en me-
dio de una disolución política acelerada
marcada por sorprendentes niveles de vio-
lencia nacionalista.
Los líderes nacionales obedientes no
podían más que advertir que las teorías
de la globalización les estaban fallando.
La falla más conocida fue el derrumbe de
los mecanismos internacionales de prés-
tamos. Durante un breve periodo pareció
que el enfoque punitivo del FMI podría
funcionar. Durante una docena de años la
mayoría de los gobiernos latinoamerica-
nos trataron de seguir las instrucciones
que les entregaba el FMI, los gobiernos
occidentales y los bancos privados. Tole-
raron las economías de crucifixión, y en
muchos casos esto eventualmente produ-
jo un crecimiento aparentemente sólido,
aunque el resultado paralelo fue una am-
pliación de la brecha entre ricos y pobres.
Pero en todos los casos la recuperación
fue seguida, algunos años después, por
un colapso aún mayor. Resultó que una
austeridad tan prolongada había debilita-
do, y no fortalecido, la fábrica
socioeconómica. De modo que después
de todas las liberalizaciones, las
privatizaciones y los programas de esta-
bilización de la inflación, el crecimiento de
América Latina a finales de los noventa
sólo fue un poco más de la mitad de lo
que era antes de las reformas.
Los verdaderos creyentes dirán que
podía haber funcionado, si tan sólo hu-
biese habido menos nepotismo, sindica-
tos más débiles o menos corrupción. Pero,
en el mundo real, las políticas económi-
cas reales no requieren condiciones per-
fectas. Las condiciones perfectas no exis-
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JOHN RALSTON SAUL
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
ten en el mundo real. Durante dos siglos,
ha habido crecimiento en occidente a pe-
sar de nuestras fallas.
Perú y Bolivia están al borde del abis-
mo. Argentina está tratando de recupe-
rarse, mientras que su juventud educada
emigra masivamente. Igual que Brasil, va
a tratar de ensayar algo que considera más
adecuado a sus circunstancias. Únicamen-
te Chile parece sólido, y esto debido a que
desde la salida de Pinochet, este país ha
planeado cuidadosamente sus propias so-
luciones.
En otras palabras, América Latina ya
no cree en la globalización. Tampoco Áfri-
ca. Ni buena parte de Asia. La globalización
ha dejado de ser global. En efecto, durante
algún tiempo la mayoría de los ministros
de finanzas occidentales han estado actuan-
do en silencio para volver a imponer regu-
laciones parciales a los mercados. ¿Por qué
en silencio? Para evitar la ferocidad de los
verdaderos creyentes.
En 1998 el gobernador del Banco de
la Reserva de Australia, Ian Macfarlane,
empezó a pedir el retorno de las regula-
ciones. �Cada vez más personas se pre-
guntan si el sistema financiero internacio-
nal que operó durante la mayor parte de
los años noventa es básicamente inesta-
ble. Por ahora, pienso que la mayoría de
los observadores han llegado a la conclu-
sión de que es inestable, y que se deben
hacer algunos cambios�.
En ese mismo año, una combinación
de manifestaciones callejeras y de minis-
tros de finanzas recelosos del mundo de-
sarrollado dieron muerte a las negociacio-
nes del Acuerdo Multilateral sobre Inver-
sión, cuyo objetivo era una mayor
globalización de las finanzas y la inversión.
Rechazaron la idea de más tratados obli-
gatorios orientados a los negocios, sin
ninguna obligación política o contraparti-
da social.
Casi al mismo tiempo, Malasia respon-
dió a la disolución económica de Asia ne-
gándose a seguir las reglas globales. El
gobierno retiró su moneda del mercado,
suprimió la convertibilidad, la fijó en un
nivel suficientemente bajo para favorecer
sus exportaciones, bloqueó la exportación
de capitales extranjeros y elevó los aran-
celes. Estas medidasdesataron una ex-
plosión de fervor moral occidental.
Malasia no podía hacer eso. Su econo-
mía no sobreviviría. El principal índice
internacional de los mercados emergen-
tes expulsó a Malasia. Luego todo el
mundo desvió su mirada del derrumbe
inevitable. En 1999, un año después, el
mismo índice readmitió tímidamente a
Malasia. Los banqueros mercantiles más
inteligentes comenzaron a encomiar las
posibles ventajas de la inversión a largo
plazo y de fijar ciertas monedas en cier-
tas condiciones.
Luego, el Banco Mundial, bajo un nue-
vo liderazgo, comenzó a ablandar su visión
global monolítica, aunque el FMI ha sido
extremadamente lento para aceptar la rea-
lidad y seguirla. Más tarde, en ese mismo
año, la OMC fue humillada en Seattle por
manifestaciones sin precedentes.
A finales del siglo no eran únicamente
los líderes nacionales los que estaban em-
pezando a adoptar una visión más mati-
zada de las credenciales capitalistas de la
globalización.
Un número creciente de personas, in-
cluidos los líderes empresariales más in-
teligentes, se preguntaba dónde había fun-
21
cionado la desregulación y dónde no ha-
bía funcionado.
La industria de las aerolíneas, por
ejemplo, había crecido desde la segunda
guerra mundial. Los llamados a la
desregulación de mediados de los setenta
provenían de un sector exitoso y rentable,
que siguió creciendo hasta el 11 de sep-
tiembre de 2001. Aun entonces la caída
fue apenas del 5.7%, la cual, dados los
sesenta años de sólido crecimiento, no
debería de haber sido una catástrofe. Pero
lo fue. En todo caso, esas corporaciones,
que llamaban a la desregulación un cuar-
to de siglo antes, entraron en bancarrota,
una por una durante los años intermedios.
La industria en su conjunto hoy depende
de las líneas de tarifas reducidas. De modo
que un sector que presta servicios esen-
ciales es manejado con márgenes dudo-
sos e inestabilidad institucional.
¿Por qué? Por devoción a un modelo
simplista y monolítico de las fuerzas del
mercado global. Pero una gran aerolínea
no es un teléfono ni un par de zapatillas
de atletismo. Los aviones que cuestan cien-
tos de millones de dólares tienen que pa-
garse con tarifas aéreas de 100 dólares,
un modelo de negocios intimidante. El
secreto del éxito de esta industria antes
de 1973 era su estabilidad, generada y
cuidadosamente preservada mediante re-
gulaciones públicas de largo plazo.
Por su parte, la fábula del gigantismo
�del tamaño corporativo como criterio del
éxito industrial� empezó a parecer una
tontería. Las fusiones interminables lle-
varon a elevados niveles de deuda
impagable y a la bancarrota. Como si el
tamaño hubiera sustituido al pensamien-
to. Como si fuera una cosa de machos.
Todo empezó a parecerse a la especu-
lación de los mercados de los siglos XVII
y XVIII: la burbuja del Mar del Sur, John
Law y la regencia francesa, la locura de
los tulipanes holandeses. Cuanto más
grandes se volvían las corporaciones, más
lentas y sin dirección llegaban a ser: enor-
mes estructuras administrativas atemori-
zadas por las inversiones serias y los ries-
gos. Se asemejaban a burocracias fuera
de control. Sin embargo, el argumento en
favor de la globalización había sido la ne-
cesidad aparentemente desesperada de
arrebatar el poder a las burocracias y po-
nerlo firmemente en manos de los propie-
tarios verdaderos, capaces de asumir ries-
gos reales.
Quizá más que los genocidios, los des-
órdenes callejeros o las crisis de la deu-
da, fueron esas simples imágenes recu-
rrentes de ineptitud corporativa, combi-
nada con la falta de autocrítica, lo que
primero llevó a ver claro la decadencia de
la globalización. ¿Cómo pudo cualquiera
de nosotros creer seriamente que nuestra
redención estaba en la reinterpretación de
la civilización de modo que todos la pu-
diéramos ver a través del prisma de la
economía y de los negocios?
Cuanto más grandes llegaban a ser las
corporaciones y más se liberaban de la
regulación, más rápidamente perdían la
sincronización con su civilización y aun con
sus clientes y sus accionistas.
Claro está que la mayor parte de los
trabajadores de las empresas hacían lo
mejor que podían, más o menos como lo
hacían siempre, cualquiera que fuera la
ideología dominante. Las personas que
tenían tropiezos parecían ser las estrellas
persistentes de la nueva metodología mun-
EL FIN DEL GLOBALISMO
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
dial. Y así, a la vista de todo el público, el
valor de la fabulosa fusión de AOL con
Time Warner cayó rápidamente de 284
billones de dólares a 61 billones de dóla-
res. Y Jack Welch, de GE, un modelo de
nuevo líder, empezó a tropezar con el últi-
mo centavo que encontraba en el piso
como un niñito ambicioso. Arthur
Andersen demostró que los contadores
pueden actuar tan mal como cualquier
otro. Hollinger, cuyos periódicos de los
cuatro continentes publicitaban la
globalización, cayó bajo múltiples investi-
gaciones financieras y legales, igual que
Parmalat, la gran historia italiana del éxi-
to. Y así sucesivamente.
La ideología, igual que el teatro, de-
pende de la espontánea suspensión de la
incredulidad. En el centro de cada ideolo-
gía se halla la adoración de un nuevo futu-
ro brillante, y sólo hay fracaso en el pasa-
do inmediato. Pero una vez cesa la sus-
pensión, la espontaneidad se convierte en
sospecha: la sospecha de quienes han sido
traicionados. Nuestros brillantes líderes
parecieron abruptamente ingenuos, aun ri-
dículos.
Y así, a finales de los noventa, nuestra
incredulidad retornó y con ella nuestra me-
moria. Los años transcurridos entre 1945
y 1973 dejaron de parecer un fracaso. En
realidad, fueron una de las épocas más
exitosas de la historia en reformas socia-
les y en crecimiento económico. Era algo
sobre lo que se podía construir, para re-
formar, no algo para dejar de lado.
La primera señal clara del fin de la
ideología reinante llegó con el rechazo
exitoso de Malasia del modelo de la
globalización. Nosotros, en nuestro fervor,
vimos su crisis como una crisis económi-
ca, y por tanto sujeta a las reglas de la
inevitabilidad. Los malasios la vieron como
una crisis política nacional con
implicaciones económicas. Y de ese modo
actuaron de política y nacionalmente, y
demostraron que tenían la razón. De pron-
to pareció posible que los Estados�nación
no estuvieran feneciendo. Y que la certe-
za económica era ciertamente ingenua.
Luego, a finales de 1999, llegaron las
elecciones generales de Nueva Zelanda.
Quince años antes este pequeño país se
había convertido en el modelo de la
globalización. Ahora, de la noche a la
mañana, sus electores votaron para cam-
biar de dirección, respaldando un gobier-
no intervencionista fuerte comprometido
con una combinación de políticas sociales
nacionales, regulaciones económicas obli-
gatorias y un sector privado estable. ¿Por
qué? Sus industrias nacionales fueron ven-
didas a precios de ganga, su economía
estaba en declive y su nivel de vida se es-
tancó durante los quince años de su expe-
rimento de globalización. Su juventud es-
taba emigrando a tasas alarmantes. Esto,
decían ahora sus ciudadanos, no era in-
evitable. Si un país pequeño podía utilizar
sus músculos, entonces, el Estado�nación
estaba realmente vivo.
Luego ocurrieron las explosiones del 11
de septiembre de 2001. En los días siguien-
tes, la economía mundial empezó a hundir-
se en una depresión. Los líderes corpora-
tivos se agazaparon en sus empresas, olvi-
dando el liderazgo mundial y, con el deseo
clásico de reducir riesgos, recortaron sus
programas de inversión y así aceleraron el
hundimiento económico de la sociedad.
Por su parte, los líderes políticos, los
ministros de finanzas, los directores de los
23
bancos nacionales y de la reserva �las
elites constituidas de los Estados�nación�
se lanzaron en acción. Viajaron y habla-
ron, emitieron dinero y gastaron inmen-
sas cantidades. Y lograron estabilizar la
situación. En otras palabras, hubo una
reversión brutal, pública y existencial, de
roles. Los gobiernos de los Estados�na-ción retomaron su pleno poder para ac-
tuar y para liderar. Los Jefes Ejecutivos se
retiraron a su papel histórico reactivo.
Una vez desaparece una creencia, las
iglesias comienzan a desocuparse. Esta in-
credulidad acelerada se podía ver en los
juicios de bancarrota en diciembre de
2001 cuando, como si fuera la última es-
cena de una telenovela de alcoba, la
�inevitabilidad� del liderazgo corporativo
global se encontró cara a cara con Enron,
pidiendo que el gobierno la protegiera de
sus deudas privadas.
Se vio nuevamente en la sesión de aper-
tura de la frívola corte de Davos. Allá
donde, 33 años antes, se presentó por
primera vez la teología de la globalización,
basada en el supuesto de que la civiliza-
ción se debe enfocar a través de un pris-
ma económico único y monolítico. Sin
embargo, en su día de apertura, en enero
de 2003, allí se festejaba a Mahathir
Mohamad, entonces primer ministro de
Malasia, por el éxito económico de su país.
Para todos era claro que el éxito provenía
del liderazgo político a nivel del Estado
nación y que se basaba en el rechazo de la
economía globalizada. Pocos días des-
pués, Luiz Ignacio Lula da Silva, el nuevo
presidente del Brasil, llegó a la aldea sui-
za para proponer una versión independien-
te y clara de un populismo responsable
del Estado�nación.
El significado de todo esto quedó com-
pletamente claro cuando Colin Powell, se-
cretario de estado de Estados Unidos, lle-
gó para hablar en nombre del país que
había conseguido el mayor poder nacio-
nal de toda la historia. En lo que se refie-
re a una posible guerra con Irak �decla-
ró� �actuaremos aunque otros no estén
preparados para unirse a nosotros�. De
modo que Estados Unidos actuaría
unilateralmente, es decir, nacionalmente.
Así, en una sola semana, dentro del ho-
gar emocional y mitológico de la globalización,
tres gobiernos importantes y muy diferentes
le dieron la espalda a la globalización y actua-
ron como si el Estado�nación fuera la reali-
dad internacional esencial.
De manera bastante intencional, la
guerra que siguió en Irak puso fin al me-
dio siglo de la vieja alianza propiciada por
la segunda guerra mundial. En enero de
2003, Washington decidió no tomarse el
tiempo para reunir a la coalición occiden-
tal tradicional en el campo de batalla. El
efecto fue liberar a un conjunto de nacio-
nes para que repensaran sus relaciones.
Así sucedió en el caso de los antiguos ac-
tores de la OTAN como en el de los más
pequeños, y recién liberados Estados
centroeuropeos, que podían usar sus mús-
culos de Estado�nación uniéndose a la
coalición. Algunos de ellos nunca habían
tenido esa oportunidad. Para otros era la
primera vez desde la década de 1930.
En todo el mundo, las naciones comen-
zaron a moverse como agentes semi-libres.
Organizaciones tales como la OTAN son
aún sólidas. No existe deseo alguno de
salir en estampida. Pero todo el mundo
mira a su alrededor para ver si hay otras
maneras de actuar. Y con quién.
EL FIN DEL GLOBALISMO
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APUNTES DEL CENES
I SEMESTRE DE 2004
Dolorosamente, no es claro el signifi-
cado de todo esto. Aquí estamos, corrien-
do alrededor de una de esas esquinas peli-
grosas sin saber hacia dónde vamos. Qui-
zá de regreso a la peor especie de naciona-
lismo negativo. O quizá hacia una forma
más compleja e interesante de nacionalis-
mo positivo, basada en el bien público.
Lo que es cierto es que el nacionalis-
mo de la mejor y de la peor especie ha
logrado una recuperación notable e ines-
perada. Aún no sabemos si se convertirá
en la nueva ideología dominante. Lo que
si sabemos es que en Europa ha habido
un retorno a un nacionalismo negativo si-
milar al del siglo XIX. Aun cuando usual-
mente producto del miedo, reapareció en
países que no tenían nada que temer: en
Austria, Jorg Haider hablaba contra los
inmigrantes, mientras que hacía eco a los
mitos nacionales racistas y monolíticos.
Italia gobernada por tres nacionalistas, uno
de ellos líder del antiguo partido de
Mussolini. Fenómenos relacionados en
Bélgica, Dinamarca, Francia, Holanda,
Noruega, Suiza. El súbito renacimiento del
nacionalismo sectario en Irlanda del Nor-
te. La derrota de un compromiso en
Córcega. En todas partes, estos naciona-
listas hoy participan en gobiernos de coa-
lición o encabezan la oposición.
Muchos partidos tradicionales han
orientado sus velas para capturar parte de
ese voto nacionalista. Los inmigrantes no
europeos, que rara vez llegan a ser más
del 5% de la población de un país, se han
convertido en el punto focal de una sensa-
ción de impotencia política y social, pro-
ducida en parte por un cuarto de siglo de
inevitabilidades continentales y globales.
El creciente temor a los musulmanes es
paralelo al retorno del antisemitismo. La
última elección australiana se ganó pro-
vocando el temor a los inmigrantes.
El nuevo presidente de la República
Checa es considerado como un naciona-
lista de viejo tipo, así como el goberna-
dor de Tokio. Debido a que Estados Uni-
dos es tan poderoso, la gente dice que
todas sus acciones son imperiales. Pero
los imperios son meras extensiones del
nacionalismo. No son un fenómeno de
globalización ni de internacionalismo.
Al mismo tiempo, han surgido formas
positivas de nacionalismo, y países como
Sudáfrica y Brasil se enfrentan a las
transnacionales farmacéuticas por la dis-
ponibilidad de drogas para combatir epi-
demias tales como el sida. Y esas nacio-
nes están ganando. Un número razonable
de tratados no económicos internacional-
mente obligatorios basados en la prima-
cía de la ética y de los bienes públicos ha
empezado a tomar forma: el tratado de
Ottawa contra las minas antipersonales,
en la Corte Criminal Internacional, el
acuerdo de Kyoto contra el calentamiento
global. Ellos representan los comienzos
de un intento de equilibrio internacional
en el que el prisma de la civilización no es
la economía de mercado ingenua ni el
egoísmo nacional.
El retorno de la idea del poder nacional
también significa el retorno de la idea de elec-
ción: elección de los ciudadanos y elección
de los países. Pero con la elección llega la
incertidumbre, y esta provoca temor. En el
momento en que entramos el vacío
posglobalización, se puede sentir que el te-
mor empieza a aumentar. Y, curiosamente,
cuanto mayor es el poder de las naciones,
más intenso es el temor. Quizá el poder ge-
25
nera una expectativa de incertidumbre. Quizá
los países más pequeños encuentren cierta
libertad en la incertidumbre: la libertad para
elegir sin ser avasallados. La necesidad, dijo
Pitt el joven, es la excusa de toda tiranía. En
la mayoría de los países más pequeños, la
globalización se ha visto como una
inevitabilidad, y por tanto, como una tiranía.
La historia finalmente dará forma a
todas estas señales contradictorias. Pero
la historia no está a favor ni en contra.
Es lo que es. Y en geopolítica no exis-
te un vacío prolongado.
Siempre se llena. Esto es lo que suce-
de cada cierto número de décadas. El
mundo gira, cambia, toma nuevos rum-
bos o retoma viejos caminos. La civiliza-
ción se agolpa en torno a una de esas es-
quinas ciegas llenas de incertidumbres.
Luego, abruptamente, se abren las
oportunidades para quienes se mueven con
habilidad y compromiso.
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JOHN RALSTON SAUL

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