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Baudelaire - Del vino y el hachís

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Del vino y el hachís
Charles Baudelaire
I. El vino
 
 
Un reconocido hombre, que era al mismo tiempo un gran tonto —
cualidades que van muy bien juntas según dicen, y que tendré más de una 
vez, sin duda, el doloroso placer de demostrar— tuvo la osadía, en un libro 
que discurre sobre la buena mesa (desde el punto de vista de la higiene y 
del placer), de escribir lo siguiente en el artículo vino: “Se considera al 
patriarca Noé el inventor del vino; es un licor que se hace con el fruto de la 
vid.”
¿Y después? Después, nada. Eso es todo. Por más que hojeéis el ejemplar, 
lo volteéis en todos los sentidos, lo leáis en sentido contrario, al revés, de 
derecha a izquierda, y de izquierda a derecha, no encontraréis otra cosa 
sobre el vino en la Physiologie du goût del ilustrísimo y muy respetado 
Brillat-Savarin1: “El patriarca Noé…” y “es un licor…”
Imaginemos a un habitante de la luna, o de cualquier planeta alejado, 
viajando por nuestro mundo, fatigado de sus largas escalas, que piensa en 
refrescarse el paladar y en recalentarse el estómago. Desea ponerse al 
corriente de los placeres y de las costumbres de nuestra tierra. Ha oído 
hablar vagamente de los deliciosos licores con los cuales los habitantes de 
esta esfera se proporcionaban valor y dicha a voluntad. Para estar más 
seguro de su elección, el habitante de la luna abre el oráculo del gusto, el 
célebre e infalible Brillat-Savarin, y encuetra en el artículo VINO esta 
información: “El patriarca Noé…” y “ese licor se hace…”. Es 
completamente digestivo, demasiado explicativo. Es imposible, después de 
haber leído esta frase, no tener una idea clara y precisa de todos los vinos, 
de sus diferentes cualidades, de sus inconvenientes, de su vigor producido 
en el estómago y en el cerebro.
¡Ah!, queridos amigos, no leaís nunca a Brillat-Savarin. Dios preserva de 
las lecturas inútiles a quienes ama: esta es la primera máxima de un librito 
de Lavater,2 un filósofo que quiso a los hombres más que todos los 
magistrados del mundo antiguo y moderno. No se ha bautizado ningún 
pastel con el nombre de Lavater. Pero el recuerdo de ese hombre divino 
vivirá en la memoria de los cristianos aún cuando los buenos burgueses 
hayan olvidado el Brillat-Savarin, especie de bollo insípido cuyo menor 
defecto consiste en servir de pretexto a una charlatanería de máximas 
tontamente pedantescas sacadas de su famosa obra maestra.
Si una nueva edición de esta falsa obra maestra osa enfrentarse al buen 
sentido de la humanidad moderna, bebedores melancólicos, bebedores 
joviales, vosotros que buscáis en el vino olvidar o recordar y que, sin 
encotrarlo jamás a vuestra completa voluntad, no contempláis el cielo más 
que por debajo de la botella, bebedores olvidados y desconocidos, 
¿compraríais un ejemplar de ese libro y restituiríais el bien por el mal, el 
beneficio por la indiferencia?
Abro el Kreisleriana del divino Hoffmann y leo una curiosa 
recomendación. El músico consciente debe servirse del champán para 
componer una ópera cómica. Encontrará la alegría espumosa y ligera que 
reclama el género. La música religiosa solicita el vino del Rin o del 
Juraçon. Como en el fondo de la ideas profundas, existe una amargura 
embriagadora, pero la música heróica no puede pasar por alto el vino de 
Borgoña. Tiene el brío formal y el arrebato del patriotismo. Ciertamente 
esta descripción es mucho mejor y, además del sentimiento apasionado del 
bebedor, encuentro en ella una imparcialidad que hace gran honor a un 
alemán.
Hoffmann había ideado un singular barómetro psicológico destinado a 
representarse las diferentes temperaturas y los fenómenos atmosféricos de 
su alma. Encontramos divisiones como las siguientes: “Ánimo ligeramente 
irónico, templado de indulgencia; ánimo de soledad con profunda 
satisfacción de mí mismo; jovialidad musical, entusiasmo musical, 
tempestad musical, jovialidad sarcástica insoportable a mí mismo, 
aspiración a salir de mi yo, objetividad excesiva, fusión de mi ser con la 
naturaleza”. Claro está que las divisiones del barómetro moral de 
Hoffmann estaban dispuestas según el orden generacional, como en los 
barómetros ordinarios. Me parece que existe entre ese barómetro psíquico y 
la explicación de las cualidades musicales de los vinos una fraternidad 
evidente.
Hoffmann empezaba a ganar dinero cuando la muerte vino a buscarlo. La 
suerte le sonreía. Como nuestro gran y querido Balzac, fue solamente hacia 
el final de sus días que vió brillar la aurora boreal de sus más antiguas 
esperanzas. En aquella época, los editores, que se peleaban sus cuentos 
para sus almanaques, tenían la costumbre con el objetivo de quedar bien, de 
enviar junto con el dinero una caja de vinos de Francia.
 
II
 
 
Profundos goces del vino, ¿quién no os ha conocido? Cualquiera que haya 
tenido un remordimiento que sosegar, un recuerdo que evocar, un dolor que 
ahogar, un castillo que construir en España, os han invocado, dios 
misterioso oculto en las fibras de la viña. ¡Qué grandes son los espectáculos 
del vino iluminados por el sol interior! ¡Qué verídica y ardiente es esa 
segunda juventud que extrae el hombre de él! Pero cuán temibles son 
también sus voluptuosidades fulminantes y sus irritantes encantos. Y sin 
embargo, decid, con vuestra alma y conciencia, jueces, legisladores, 
hombres de mundo, vosotros que la dicha os vuelve suaves, a quienes la 
suerte fácilmente vuelve virtuosos y sanos, decid, ¿quién de vosotros tendrá 
el valor despiadado de condenar al hombre que bebe genio?
Por otro lado, el vino no es siempre ese terrible luchador seguro de su 
victoria y que ha jurado mostrarse sin piedad y sin misericordia. El vino es 
semejante al hombre: nunca se ha de saber hasta qué punto es posible 
estimarlo o despreciarlo, amarlo u odiarlo, y de cuántas acciones excelsas o 
monstruosas fechorías es capaz. Así pues, no seamos más crueles con él 
que con nosotros mismos y tratémosle como un igual.
A veces me parece que oigo al vino decir (habla con su alma, con esa voz 
de las almas que sólo es escuchada por los espíritus): “Hombre, mi bien 
amado, a pesar de mi prisión de vidrio y de mis cerrojos de corcho, quiero 
hacer crecer hacia tí un canto lleno de fraternidad, un canto lleno de júbilo, 
luz y esperanza. No he de ser ingrato; sé que te debo la vida. Conozco el 
precio de tu trabajo y del sol sobre tus espaldas. Me has dado la vida, te 
recompensaré. Te pagaré mi deuda suficientemente, pues siento una dicha 
extraordinaria cuando caigo en el fondo de una garganta sedienta por el 
trabajo. El pecho de un hombre decente es una estancia de mayor agrado 
que esas cavas melancólicas e insensibles. Es una tumba alegre donde, 
entusiasmado, cumplo con mi destino. Causo un trastorno en el estómago 
del trabajador, y de ahí, por unas invisibles escaleras, asciendo a su 
cerebro, donde ejecuto mi danza suprema.
“¿Oyes agitar y resonar en mí los poderosos refranes de tiempos antiguos, 
los cantos del amor y de la gloria? Soy el alma de la patria, mitad caballero, 
mitad militar. Soy la esperanza de los domingos. El trabajo hace los días 
prósperos; el vino hace alegres los domingos. En familia, los codos sobre la 
mesa y la camisa remangada, me glorificarás orgullosamente y estarás 
realmente complacido.
“Encenderé los ojos de tu acabada esposa, la vieja compañera de tus 
pesares cotidianos y de tus más antiguas esperanzas. Enterneceré su mirada 
y depositaré en el fondo de sus pupilas el destello de la juventud. Y tu 
paliducho queridito, ese pobre borrico atado a la misma fatiga que el 
caballo de tiro, le devolveré los hermosos colores de su cuna y seré para ese 
nuevo atleta de la vida el aceite que fortalecía los músculos de los antiguos 
luchadores.
“Me derramaré en el fondo de tu garganta como una ambrosía vegetal. Seré 
la semilla que fertiliza las arrugas cavadas dolorosamente. Nuestra íntima 
unión inventará la poesía. Ambos seremos un dios, y revolotearemos hacia 
el infinito, como los pájaros, las mariposas, los hijos de laVirgen, los 
perfumes y todos los seres alados.”
Esto es lo que canta el vino con su misterioso lenguaje. ¡Desgracia a aquél 
cuyo corazón egoísta y cerrado a los dolores de sus hermanos no haya oído 
este canto!
A menudo pienso que si hoy Jesucristo compareciese en el banco de los 
acusados, no faltaría algún procurador que demostrase que su caso era 
agravado por la reincidencia. En cuanto al vino, reincide todos los días. 
Todos los días repite sus beneficios. Eso explica sin duda el ensañamiento 
de los moralistas con él. Cuando hablo de moralistas me refiero a fariseos 
seudomoralistas.
Pero he aquí otro asunto, descendamos un poco más. Contemplemos uno de 
esos seres viviendo, por así decirlo, de las deyecciones de las grandes 
ciudades —pues hay oficios singulares, el número es immenso—. Algunas 
veces, aterrado, había pensado que existían oficios que no admitían 
ninguna dicha, oficios sin bienestar, cansancios sin alivio, dolores sin 
compensaciones. Me equivocaba. Veamos a un hombre encargado de 
recoger todos los desechos de una jornada de la capital. Todo lo que la gran 
urbe ha desechado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo 
lo que ha destrozado, él posee el catálogo, hace la coleccción. Compulsa 
los archivos de los excesos libertinos, la mezcolanza de los rescaños. Los 
separa en una selección inteligente. Recoge, como un avaro un tesoro, los 
desechos que, rumiados por la divinidad de la industria, se transformarán 
en útiles o placenteros objetos. Veámosle ahora, a la luz sombría de los 
faroles atormentados por el viento de la noche, subiendo una de las largas y 
sinuosas calles de Montagne Sainte-Geneviève,3 lleva una canasta como si 
estuviese revestido con unaestola de mimbre y con el número 
siete.4 Aparece meneando la cabeza, tropezándose con el adoquinado, 
como los jóvenes poetas que ven pasar todos sus días errando y buscando 
rimas. Conversa solo, derrama su alma en el aire frío y tenebroso de la 
noche. Es un espléndido monólogo que comparado con las tragedias más 
líricas, no logran producirnos más que lástima. “¡Avance! ¡Marche! 
¡División, Armada!” Exactamente como Bonaparte agonizando en Sainte-
Hélène. Al parecer, el número siete se ha transformado en cetro de hierro, y 
la estola de mimbre en capa imperial. Cumplimenta a su armada. Ganó la 
batalla, pero la jornada ha sido calurosa. Desfila a caballo sobre los arcos 
del triunfo. Su corazón es victorioso. Escucha con delicia las aclamaciones 
de un mundo entusiasta. En unos momentos establecerá códigos superiores 
a todas las leyes conocidas. Promete solemnemente que hará dichosos a sus 
pueblos. ¡La miseria y el vicio han desaparecido de la humanidad!
Sin embargo, tiene la espalda y los riñones despellejados por el peso de su 
cuévano. Las penas de los quehaceres lo hostigan. Cuarenta años de trabajo 
y encargos lo han maltratado. La edad lo agobia. Pero el vino, como un 
nuevo Pactolos,5 hace viajar un oro intelectual por toda la humanidad 
abatida. Como los reyes generosos, reina por sus servicios ofrecidos y 
alardea de sus proezas a través de la garganta de sus súbditos.
Existe en la esfera terrestre un gentío innumerable e innominado cuyo 
sueño no podría dormir los pesares. El vino escribe para ellos cantos y 
poemas.
Muchas personas pensarán sin duda que peco de indulgente. “Declaráis 
innocente a la ebriedad, idealizáis a los crápulas”. Confieso que frente a 
tantos beneficios, no tengo el valor de enumerar las quejas. Además, ya he 
dicho que el vino se puede comparar con el hombre, y he acordado que sus 
crímenes igualan a sus virtudes. ¿Puedo decir algo mejor? Se me occurre 
otra idea: si el vino desapareciese de la existencia humana, pienso que en la 
salud y en el intelecto habría un vacío, una ausencia, una imperfección 
mucho más repulsiva que todos los excesos y desviaciones que se le 
atribuyen al vino. ¿Acaso no es razonable pensar que las gentes que nunca 
beben vino, ingenuas y metódicas, son imbéciles o hipócritas —por 
imbéciles me refiero a hombres sin conocimiento de la humanidad, de la 
esencia, de artistas que niegan los procedimientos tradicionales del arte, de 
obreros blasfemando de la mecánica—; por hipócritas, golosos que causan 
pena, fanfarrones de sobriedad, bebiendo a escondidas con 
algún vicio escondido? Un hombre que bebe sólo agua tiene algún secreto 
que ocultar a sus semejantes.
Juzgad: hace unos cuantos años, en una exposición de pintura, una 
muchedumbre de imbéciles se conmovió delante de una pintura bruñida, 
encerada y barnizada como un objeto industrial. Era la antítesis absoluta 
del arte; en comparación con la Cocina de Drolling,6 era lo que la locura es 
a la torpeza, lo que los secuaces son al imitador. En esa microscópica 
pintura, se observaba a las moscas volar. Como todo el mundo, yo era 
atraído hacia ese monstruoso objeto, pero esa singular debilidad me 
avergonzaba, pues era la irresistible attracción de lo horrible. Al fin advertí 
que, sin saberlo, era arrastrado por una curiosidad filosófica, por el 
immenso deseo de saber cuál podía ser el carácter moral del hombre que 
había engendrado tan criminal extravagancia. Imaginé una apuesta 
conmigo mismo: debía tratarse de un ser fundamentalmente 
malintencionado. Me informé, y mi instinto tuvo el orgullo de ganar esa 
apuesta psicológica: el monstruo solía levantarse al alba, había causado la 
ruina de su criada, y ¡sólo bebía leche!
Una o dos historias más, y podremos dogmatizar. Un día, sobre la acera, 
veo una gran concentración. Logro atisbar lo siguiente por encima de los 
hombros de los mirones: un hombre tendido en el suelo, boca arriba, los 
ojos abiertos y fijos en el cielo. A su lado, otro hombre de pie que le 
hablaba gesticulando. El hombre del piso replicaba con los ojos, como si 
los moviese una prodigiosa benevolencia. Los gestos del hombre parado 
hablaban a la inteligencia del hombre tendido: “Ven, acércate, la dicha está 
aquí, a dos pasos, ven a la vuelta de la esquina. Aún no hemos perdido 
completamente de vista la orilla del pesar, no estamos todavía en la 
pleamar del ensueño; valor, amigo mío, ordena a tus pies que complazcan 
tus deseos”.
Todo esto con armoniosos titubeos y balanceos. El otro había sin duda 
llegado a la pleamar (al menos navegaba en el riachuelo), pues su plácida 
sonrisa respondía: “Deja tranquilo a tu amigo. La orilla del pesar ha 
desaparecido muy atrás de las beneficiosas neblinas; no tengo nada más 
que pedir al cielo del ensueño”. Me parece haber escuchado una frase 
difusa, o quizás un suspiro vagamente formulado en palabras, escaparse de 
su boca: “Seamos razonables”. Aquello era el colmo de lo sublime, pero en 
la ebriedad existe lo hipersublime, como he de mostraros: el amigo, lleno 
de indulgencia aún, se dirige solo a la taberna y regresa con una soga en la 
mano. Sin duda no podía soportar la idea de navegar y de perseguir a la 
felicidad sin compañero; por esa razón, venía a buscar a su amigo en coche. 
El coche era la cuerda. Ata el coche alrededor de su cintura. El amigo, 
tendido, sonríe. Sin duda ha comprendido ese gesto maternal. El otro hace 
un nudo, se pone en marcha como un caballo suave y discreto, y carretea a 
su amigo hasta la cita con la felicidad. El hombre carreteado, o mejor dicho 
arrastrado, puliendo el pavimento con su espalda, continuaba sonriendo con 
una risa inefable.
La muchedeumbre se queda atónita, pues lo que es demasiado hermoso, lo 
que rebasa las fuerzas poéticas del hombre causa más asombro que ternura.
Había un hombre español, un guitarrista que viajó durante mucho tiempo 
con Paganini; era antes de la época de la gran gloria oficial de Paganini.
Llevaban una gran vida vagabunda de bohemios, de músicos ambulantes, 
de gente sin familia y sin patria. Los dos, con violín y guitarra, daban 
conciertos en todos los lugares por donde pasaban. Así erraron bastante 
tiempo por diferentes países. Mi español tenía tanto talento, que podía decir 
como Orfeo: “Soy el amo de la naturaleza”.
Por dondequieraque pasara, rascando sus cuerdas, haciéndolas saltar 
armoniosamente bajo el pulgar, estaba seguro de que la muchedumbre lo 
seguiría. Con tal secreto jamás se muere uno de hambre. Lo seguían como a 
Jesucristo. ¿Cómo habría de negársele comida y hospitalidad al hombre, al 
genio, al brujo que ha hecho cantar a vuestra alma sus más hermosos aires, 
los más bellos secretos, los más desconocidos, los más misteriosos? De un 
instrumento que sólo emite sonidos sucesivos, se me aseguró que este 
hombre obtenía facilmente sonidos continuos. Paganini cuidaba el dinero, 
estaba a cargo de la administración del fondo común, lo que no ha de 
extrañar a nadie.
El administrador viajaba con la caja de ahorros. La llevaba a veces arriba, a 
veces abajo, hoy en las botas, antes entre las dos costuras de la vestimenta. 
Cuando el guitarrista, que era un gran bebedor, preguntaba cómo iban las 
finanzas, Paganini respondía que no quedaba nada, o casi nada, pues 
Paganini era como los ancianos que siempre temen que falte. El español le 
creía, o fingía hacerlo y, fijando el horizonte del camino, rasgaba y 
atormentaba a su inseparable compañera. Paganini caminaba del otro lado 
del camino. Era un convenio establecido para no molestarse mutuamente. 
De esta manera, cada uno estudiaba y trabajaba mientras caminaban.
Y cuando llegaban a algún lugar en donde existía la posibilidad de hacer 
ganancias, uno de ellos tocaba una de sus composiciones y el otro, a su 
lado, improvisaba una variación, un acompañamiento o una melodía en 
bemol. Lo que había de placer y de poesía en esa vida de trovador, nadie lo 
sabrá. Los músicos se separaron, no tengo idea del porqué. El español viajó 
solo. Una noche, llega a un pequeño pueblo del Jura, fija carteles y anuncia 
un concierto en la sala de la alcaldía. El concierto no es más que él mismo 
con su guitarra. Se había dado a conocer rascando su guitarra en los cafés, 
y ese extraño talento había llamado la atención de algunos músicos en el 
pueblo. En fin, el hecho es que mucha gente acudió.
Mi español había desterrado, en un rincón del pueblo, a lado del panteón, a 
otro español, un paisano que era una especie de empresario de sepulturas, 
un marmolista fabricante de tumbas. Como todo el que tiene un oficio 
fúnebre, era gran bebedor. Así, la botella y la patria común los llevaron 
muy lejos. El músico no se separaba del marmolista. El día del concierto, y 
cuando llegó la hora, ellos estaban juntos, pero ¿dónde? Eso es lo que había 
que averiguar. Se recorrieron todos los bares del pueblo, todos los cafés. Al 
final, se desterró al guitarrista con su amigo a un tugurio indescriptible, 
completamente ebrios. Comienzan escenas análogas a lo Kean, o a lo 
Fréderick.7 Por fin, consiente en ir a tocar, pero súbitamente le viene una 
idea: “tu tocarás conmigo”, le dice a su amigo. Él se niega. Tenía un violín 
pero tocaba como el más aterrador rascatripas. “O tocas conmigo, o yo no 
lo haré”.
No había sermones ni buenas razones que valiesen, tenía que ceder. Ya los 
tenemos sobre la tarima, frente a la fina burguesía de la localidad. “Que 
traigan el vino”, dice el español. El hacedor de sepulturas, que todo el 
mundo conocía, aunque no como músico, estaba demasiado ebrio para 
sentirse apenado. Una vez que han traído el vino, no se tiene paciencia para 
descorchar las botellas. Mis villanos granujas las guillotinaron a 
cuchilladas, como gente mal educada. Juzgad la magnífica impresión sobre 
aquella provincia ataviada: las damas se retiraron, y mucha gente se 
marchó escandalizada ante aquellos dos borrachos que parecían estar medio 
locos.
Pero fueron recompensados aquellos cuyo pudor no logró sofocar la 
curiosidad y que tuvieron el valor de quedarse. “Empieza”, dice el 
guitarrista al marmolista. Resulta imposible describir qué clase de sonidos 
salieron de aquel violín tan borracho: era Baco en pleno delirio tallando 
piedra con una sierra. ¿Qué tocó o qué intento tocar? Poco importa, el 
primer movimiento que se le ocurrió. Súbitamente, una melodía enérgica, 
suave, caprichosa y sólo una a la vez, envuelve, ahoga, apaga, disimula el 
estrépito chillón. La guitarra canta tan alto que ya no se escucha el violín. 
Y, sin embargo, se trata de la misma melodía, de la melodía embriagante y 
ejecutada inicialmente por el marmolista.
La guitarra se expresa con enorme sonoridad. Parlotea, canta, declama con 
una arenga aterradora, una seguridad, una pureza inaudita de dicción. La 
guitarra improvisa una variación sobre el tema del violín del ciego. Se 
dejaba guiar por él y revestía espléndida y maternalmente la endeble 
desnudez de sus sonidos. Mi lector comprenderá que esto es indescriptible; 
un testigo serio y veraz me ha contado el hecho. Al final, el público estaba 
más ebrio que el músico. El español fue festejado, felicitado, aclamado con 
un inmenso entusiasmo. Pero sin duda, el carácter de las gentes del lugar no 
fue de su agrado, pues fue la única vez que quiso tocar.
¿Y dónde está ahora? ¿Qué sol ha contemplado sus últimos sueños? ¿Qué 
tierra ha recibido sus restos cosmopolitas? ¿Qué fosa ha acogido su agonía? 
¿Dónde quedaron los perfumes embriagadores de las flores desaparecidas? 
¿Dónde están los colores que antaño resplandecían en las puestas de sol?
 
III
 
Sin duda no os he expuesto nada nuevo. Todos conocen el vino, todos 
aman al vino. Cuando exista un médico realmente filósofo, algo que veo 
muy difícil, podrá escribir un enérgico estudio sobre el vino, una especie de 
doble psicología cuyos términos sean el vino y el hombre. Explicará cómo 
y porqué ciertas bebidas contienen la facultad de aumentar sin medida la 
personalidad del ser pensante, y de crear, por así decirlo, una tercera 
persona, operación mística en que el hombre natural y el vino, el dios 
animal y el dios vegetal, juegan el papel del Padre y del Espíritu Santo en 
la Trinidad; engendran un Espíritu Santo, el hombre superior, el cual 
procede de ambos por igual.
Existen gentes a quienes el vino despierta con tal fuerza, que sus piernas se 
vuelven más firmes y el oído extremadamente agudo. Conocí un individuo 
cuya vista debilitada recuperaba con la embriaguez toda su capacidad de 
penetración. El vino trasformaba al topo en águila.
Un viejo autor dijo: “nada iguala la alegría del bebedor excepto la alegría 
del vino al ser bebido”. En efecto, el vino tiene un papel íntimo en la vida 
de la humanidad, tan íntimo que no me sorprendería que algunos espíritus 
racionalistas, seducidos por una idea panteísta, le atribuyesen una especie 
de personalidad. El vino y el hombre se me representan como dos 
luchadores amigos que combaten y se reconcilian sin cesar. El vencido 
abraza siempre al vencedor.
Hay borrachos nocivos, son gente naturalmente nociva. El hombre ruin se 
convierte en depravado, así como el bueno en excelente.
Más adelante voy a hablar de una sustancia que se ha puesto de moda desde 
hace algunos años, una especie de droga deliciosa para una cierta categoría 
de diletantes, cuyos efectos son mucho más fulminantes y poderosos que 
los del vino. Describiré cuidadosamente todos los efectos, y después, 
retomando el esbozo de las diferentes virtudes del vino, compararé estos 
dos medios artificiales a través de los cuales el hombre, exaltando su 
personalidad, crea en sí mismo, por así decirlo, una especie de divinidad.
Demostraré los incovenientes del hachís, cuyo menor defecto —a pesar de 
los tesoros de beneficios desconocidos que hace germinar sólo en 
apariencia en el corazón, o mejor dicho, en el cerebro del hombre— cuyo 
menor defecto, como decía, es el de ser antisocial, mientrás que el vino es 
profundamente humano, y casi me atrevería a decir que es un hombre de 
acción.
 
IV. El hachís
 
 
Cuando se cosecha el cáñamo, se producen, en ciertas ocasiones, 
fenómenos extraños en la persona de los trabajadores masculinos y 
femeninos. Se diría que emana de las mieses no sé qué espíritu vertiginoso 
que circula alrededor de las piernas y asciende maliciosamente hastael 
cerebro. La cabeza del segador está llena de torbellinos, y en ocasiones de 
sueños. Los miembros se desploman y rechazan todo servicio. Por otro 
lado, cuando yo era niño, jugando y revolcándome sobre los montones de 
alfalfa, me sucedieron fenómenos análogos.
Se ha tratado de obtener hachís con el cáñamo de Francia. Hasta ahora 
todos los intentos han fracasado. Los frenéticos que desean por todos los 
medios procurarse goces mágicos, han seguido serviéndose del hachís que 
atraviesa el Mediterráneo, es decir, el que está hecho con cáñamo de la 
India o de Egipto. Su composición se consigue cociendo el cáñamo hindú, 
manteca y una pequeña cantidad de opio.
Se obtiene una confitura verde, con un olor singular, tan oloroso que 
provoca una cierta repulsión, como lo haría, por lo demás, cualquier olor 
fino llevado a su máxima fuerza, y por así decirlo, a su máxima densidad. 
Tomad, en una cucharita, aproximadamente una porción del tamaño de una 
nuez, y obtendréis la felicidad, la felicidad absoluta con todas sus 
embriagueces, todas sus locuras de la juventud y también todas sus 
beatitudes infinitas. La felicidad está ahí, en forma de un pequeño pedazo 
de confitura. Tomadlo sin miedo, no mata, y los órganos físicos no se 
dañan. Tal vez disminuya vuestra voluntad, pero eso es otro asunto.
Para darle al hachís toda su fuerza y su plenitud, por lo general, debe 
diluirse en café negro muy caliente y beberlo en ayunas; comer hasta las 
diez o incluso a la medianoche, y sólo se permite una sopa muy ligera. Si se 
infringe esta regla tan simple, se producirían vómitos, pues la comida se 
mezclaría con la droga, o el hachís no produciría efecto alguno. Muchos 
ignorantes e imbéciles que actuan de tal modo acusan al hachís de ineficaz.
Apenas se ha absorbido la pequeña droga —operación que requiere, por 
otra parte, una cierta determinación, pues, como lo he dicho, la mezcolanza 
es tan olorosa que produce naúseas a ciertas personas—, os encontráis 
immediatamente en un estado de ansiedad. Si habéis oído hablar vagamente 
de los maravillosos efectos producidos por el hachís, vuestra imaginación 
se ha hecho una idea particular, una embriaguez ideal, y estáis impaciente 
por saber si la realidad y el resultado están conforme a vuestra idea 
preconcebida. El tiempo que transcurre entre la absorción del brebaje y los 
primeros síntomas varía en función de los temperamentos y el hábito. Las 
personas que tienen el conocimiento y la práctica del hachís sienten algunas 
veces los primeros síntomas de la invasión al cabo de media hora.
Olvidaba decir que como el hachís causa en el hombre una exasperación de 
su personalidad y al mismo tiempo un sentimiento muy intenso de las 
circunstancias y de los medios, es conveniente someterse a su acción sólo 
en lugares y circunstancias favorables. Toda felicidad, todo bienestar que 
se siente en abundancia, todo dolor, toda angustia, es inmensamente 
profundo. ¿Acaso no lleváis a cabo esta misma experiencia si tenéis que 
realizar algún asunto molesto, si vuestro espíritu se deja llavar por el 
spleen, o tenéis que pagar un adeudo? Lo he dicho ya, el hachís no es 
propicio para la acción. No consuela como el vino; no hace más que 
desarrollar desmesuradamente la personalidad humana en las circunstancias 
precisas en donde se encuentra. En la medida de lo posible, hace falta una 
grata morada, o un paisaje agradable, la mente libre y despejada, y algunos 
cómplices cuyo talento intelectual se asemeje al vuestro; un poco de música 
también es posible.
La mayor parte del tiempo, los debutantes se quejan en el momento de su 
primera iniciación de la lentitud de los efectos. Los esperan con ansiedad, y 
como aquello no se produce, a su parecer, lo bastante pronto, hacen 
fanfarronerías de incredulidad que divierten mucho a los que conocen las 
cosas y la manera en que el hachís se maneja.
Una de las cosas más cómicas es ver cómo los primeros síntomas aparecen 
y se multiplican en medio de esa incredulidad. Primero, una hilaridad 
absurda e irresistible se apodera de vosotros. Las palabras más vulgares, las 
ideas más simples adquieren una fisionomía extraña y nueva. Esa felicidad 
os resulta insoportable, pero es inútil resistirla; el demonio os ha invadido; 
todos vuestros esfuerzos de resistencia sólo servirán para acelerar los 
progresos del mal. Os reís de vuestra tontería y de vuestra locura; vuestros 
compañeros se ríen de vosotros, pero no os importa, pues la benevolencia 
ya empieza a manifestarse.
Esa lánguida alegría, ese disgusto en la felicidad, esa indecisión de la 
enfermedad, duran generalemente poco tiempo. A veces ocurre que 
personas incapaces de hacer juegos de palabras improvisen series 
interminables de retruécanos, asocien ideas y hechos completamente 
inverosímiles que desconcertarían a los más hábiles maestros de este arte 
absurdo.
Al cabo de unos minutos, las relaciones entre las ideas se vuelven tan 
vagas, los hilos que enlazan vuestros conceptos son tan tenues, que sólo 
vuestros cómplices, vuestros correligionarios pueden entenderos.Vuestro 
lado retozón, vuestras carcajadas parecen el colmo de la estupidez a todo 
aquel que no se encuentra en vuestro mismo estado.
La sabiduría de ese desafortunado os regocija desmedidamente, su sangre 
fría os lleva a los últimos límites de la ironía; os parece el más loco y el 
más ridículo de todos los hombres. En cuanto a vuestros camaradas, os 
entendéis perfectamente con ellos, pronto bastarán sólo los ojos para ello. 
Lo cierto es que resulta una situación un tanto cómica que algunos hombres 
gocen de una alegría incomprensible para aquellos que no se encuentran en 
su mismo mundo. Sienten una profunda compasión hacia él. A partir de ese 
momento, la idea de superioridad apunta en el horizonte de vuestro 
intelecto. Pronto crecerá desmesuradamente.
Fui testigo, en esa primera fase, de dos escenas bastante grotescas. Un 
músico célebre que ignoraba las propiedades del hachís y probablemente 
no había oído hablar nunca de ellas, llega a una reunión en donde la 
mayoría de los presentes lo habían ingerido. Tratan de hacerle entender sus 
maravillosos efectos. Él sonríe con gracia, como un hombre que acepta 
posar unos cuantos minutos sólo por decencia y por educación. Todos se 
ríen, porque quien ha tomado hachís se ve dotado de un maravilloso sentido 
de lo cómico en la primera fase. Continúan las carcajadas, las inmensidades 
incomprensibles, los juegos de palabras inextricables y los gestos barrocos. 
El músico afirma que este exceso de arte es fastidioso y que además debe 
ser agotador para sus autores.
La felicidad aumenta. “Este exceso de arte puede ser bueno para vosotros, 
pero no para mí”, dice el músico. “Basta que sea bueno para nosotros”, 
replica con egóismo uno de los enfermos. Carcajadas interminables 
invaden la sala. Mi músico se enfada y hace ademán de marcharse. Alguien 
cierra la puerta y esconde la llave. Otro se arrodilla delante de él y le 
declara llorando, en nombre de todos los presentes, que aunque sientan por 
él y por su sentimiento de inferioridad la más honda compasión, no por ello 
dejarán de estar animados por una benevolencia eterna.
Le suplican que toque algo, él accede. En el momento en que se escucha el 
violín, los sonidos que se extienden en el departamento arrebatan a uno que 
otro de los enfermos. No eran más que suspiros profundos, sollozos, 
gemidos desgarradores, llantos torrenciales. El músico asustado deja de 
tocar, creyéndose en un manicomio. Se acerca a quien tenía la beatitud más 
ruidosa, le pregunta si sufre mucho y qué se puede hacer para aliviarle. Un 
espíritu positivo, que tampoco había probado la droga beatífica, propone 
limonada y ácidos. El enfermo, con el éxtasis en los ojos, lo mira con un 
desprecio indescriptible; su orgullo lo salva de las más grandes injurias. 
¿En efecto, qué puede exasperar más a un enfermo de felicidad, que 
alguien pretenda curarle?
Aquí tenemos otro fenómeno extremadamente curioso a mi parecer: una 
criada,encargada de llevar tabaco y refrescos a unas personas poseídas por 
los efectos del hachís, viéndose rodeada de gente extraña, de ojos 
desmesuradamente grandes, y sintiéndose como engañada por una 
atmósfera malsana, por esa locura colectiva, lanza una carcajada 
incontrolada, deja caer la bandeja que se rompe con todas las tazas y los 
vasos, y huye espantada lo más rápido que pueden sus piernas. Todo el 
mundo se ríe. Al día siguiente, ella confesó sentir algo singular durante 
unas cuantas horas, y haberse sentido muy rara, muy no sé como. Sin 
embargo, no había tomado hachís.
La segunda fase se anuncia con una sensación de frescura en las 
extremidades y una gran debilidad. Vuestras manos se adormecen, como se 
dice, os pesa la cabeza y sentís una estupefacción general en todo vuestro 
ser. Vuestros ojos se dilatan, como si un éxtasis implacable los jalase de 
todas partes. Vuestra cara se pone pálida, se vuelve lívida y verdosa. Los 
labios se contraen, se achican y parecen que quisiesen hundirse hacia 
adentro. Suspiros roncos y profundos se escapan de vuestra garganta, como 
si vuestra antigua naturaleza no pudiese soportar el peso de la nueva. Los 
sentidos adquieren una fineza y agudeza extraordinarias. Los ojos penetran 
el infinito. El oído capta los sonidos más imperceptibles en medio de los 
ruidos más agudos.
Las alucinaciones comienzan. Los objetos exteriores cobran apariencias 
monstruosas. Se os revelan como formas desconocidas hasta ahora. 
Después, se deforman, se transforman, y por fin entran en vuestro ser... o 
entráis en ellos. Los equívocos más singulares, las transposiciones de ideas 
más inexplicables se producen. Los sonidos tienen un color, los colores una 
música. Las notas musicales son números y resolvéis con rapidez 
asombrosa cálculos prodigiosos de artimética, a medida que la música toca 
en vuestra oreja. Estáis sentado y fumáis. Os parece estar sentado sobre 
vuestra pipa y vuestra pipa es quien os está fumando. Arrojáis vuestro ser 
en forma de nubes azuladas.
Os sentís bien, sólo una cosa os preocupa e incomoda: ¿cómo salir de 
vuestra pipa? Esa imaginación dura una eternidad. Un intervalo de lucidez 
os permite, con mucho esfuerzo, mirar al reloj. La eternidad dura un 
minuto. Otra corriente de ideas os arrastra, os arrastrará durante un minuto 
en su torbellino viviente, y ese minuto será otra vez una eternidad. Las 
proporciones del tiempo y del ser son transtornadas por la multitud 
innumerable y por la intensidad de ideas y sensaciones. Se viven varias 
vidas de hombres en el espacio de una hora. Esto es el el tema de la Peau 
de chagrin. Ya no existe una ecuación entre los órganos y los goces.
De vez en cuando la personalidad desaparece. La objetividad de ciertos 
poetas panteístas y de grandes actores obtiene un grado tal, que os 
confundís con los seres exteriores : tenemos un árbol mugiendo al viento y 
cantando a la naturaleza melodías vegetales; ahora estáis planeando en el 
azul del cielo inmensamente grande. Todo dolor ha desaparecido. Ya no 
lucháis, sois arrastrado, ya no sois dueño de vosotros mismos, y eso no os 
aflige más. Dentro de un rato, la idea del tiempo desaparecerá por 
completo. De vez en cuando, un despertar se produce. Os parece salir de un 
mundo maravilloso y fantástico. Conserváis, es cierto, la facultad de 
observaros, y para mañana conservaréis el recuerdo de algunas de vuestras 
sensaciones. Pero no podéis utilzar esa facultad psicológica. Os reto a que 
talléis una pluma o un lápiz, eso estaría por encima de vuestras fuerzas.
Otras veces, la música os recita infintos poemas, os lleva al interior de 
dramas terribles o maravillosos; se asocia con los objetos que se encuentran 
frente a vuestros ojos. Las pinturas en el techo, aunque sean mediocres o 
malas, cobran una vida espantosa. El agua límpida y encantadora fluye por 
el césped que tiembla. Las ninfas que destellan os miran con grandes ojos, 
más límpidos que el agua y que el azul del cielo. Ocuparíais un lugar, y 
apareceríais en las pinturas más malas, en los más vulgares papeles 
pintados que tapizan las paredes de los albergues. He notado que el agua 
adquiere un terrible encanto en todos los espíritus con inclinaciones 
artísticas cuando son iluminados por el hachís. Las aguas corrientes, los 
brotes, las armoniosas cascadas, la inmensidad azul del mar, fluyen, 
duermen, cantan en el fondo de vuestra alma. Quizá, no sería prudente 
dejar a un hombre en ese estado al borde de una agua límpida; como el 
pescador de la balada, probablemente se dejaría llevar por el canto de la 
ondina.
Hacia el final de la velada, se puede comer, pero esta operación no se lleva 
acabo sin pena. Uno se encuentra tan por encima de los hechos materiales, 
que preferería permancer acostado en su paraíso intelectual. Sin embargo, 
aunque algunas veces el apetito se desarrolle de una manera extraordinaria, 
se necesita un gran valor para mover una botella, un tenedor y un cuchillo.
La tercera fase, separada de la segunda por el redoblamiento de una crisis, 
una ebriedad vertiginosa seguida por un nuevo malestar, es algo 
indescriptible. Lo que los orientales llaman el kief, la felicidad absoluta. Ya 
no se trata de algo turbulento ni agitado. Es una beatitud serena e inmóvil. 
Todos los problemas filosóficos han sido resueltos. Todas las arduas 
preguntas contra las cuales se debaten los teólogos, y que hacen la 
esperanza de la humanidad pensante, se han vuelto límpidas y claras. Toda 
contradicción se ha tornado en una unidad. El hombre ha llegado a ser dios.
Algo en vuestro interior os dice: “eres superior a todos los hombres, nadie 
comprende lo que piensas, lo que sientes en este momento. Son incapaces 
hasta de entender el inmenso amor que sientes por ellos. Pero no debes 
odiarlos por eso, sino compadecerles. Una inmensidad de felicidad y virtud 
se abre delante de ti. Nadie sabrá nunca el grado de virtud y de inteligencia 
que has alcanzado. Vive en la soledad de tu pensamiento y evita afligir a 
los hombres”.
Uno de los efectos más grotescos del hachís es el miedo —llevado hasta la 
locura más meticulosa— de afligir a quien sea. Si tuvieseis la fuerza, 
disimularíais el estado extranatural en el que os encontráis, con el fin de no 
molestar al último de los hombres.
Para los espíritus sensibles y artísticos que se encuentran en ese estado 
supremo, el amor toma las formas más singulares y se presta a las 
combinaciones más barrocas. Un libertinaje desenfrenado puede mezclarse 
con un sentimiento de paternidad ardiente y afectuoso.
Mi última observación no será la menos curiosa. Cuando, a la mañana 
siguiente, veis el pleno día en vuestro cuarto, vuestra primera sensación es 
de profundo asombro. El tiempo había desaparecido por completo. Hace 
rato era la noche y ahora es el día. “¿He dormido o no he dormido? ¿Ha 
durado toda la noche mi ebriedad, y cómo la noción del tiempo ha sido 
suprimada, acaso la noche entera no ha sido para mí más que un segundo? 
¿O acaso he sido envuelto en los velos de un sueño lleno de visiones?” Es 
imposible saberlo.
Os parece sentir un bienestar y una ligereza de espíritu maravillosa, ningún 
cansancio. Pero apenas os levantáis, un viejo resto de ebriedad se 
manifiesta. Vuestras piernas debilitadas os conducen con timidez, teméis 
romperos como un objeto frágil. Una gran languidez que no carece de 
encanto se apodera de vuestro espíritu. Sois incapaz de trabajar o de actuar 
con energía.
Es el merecido castigo por la impía prodigalidad con la que habéis gastado 
vuestro fluido nervioso. Habéis aventado vuestra persona a los cuatro 
vientos, y ahora tenéis dificultad en recogerla y concentrarla de nuevo.
 
V
 
 
No digo que el hachís produzca todos los efectos que acabo de describir 
sobre todos los hombres. He dicho, aproximadamente, los fenómenos que 
se producen generalmente, salvo algunas variantes, en los espíritus 
artísticos y filosóficos. Pero existen temperamentos en los cuales esta droga 
no desarrolla más que una locura estrepitosa,una felicidad violenta que se 
parece al vértigo, danzas, saltos, pataleos, carcajadas. Se trata para ellos, 
por así decirlo, de un hachís puramente material. Son insoportables a los 
espiritualistas que sienten compasión por ellos. Su personalidad más vil 
sale a relucir. Vi en una ocasión a un respetable magistrado, un hombre 
honorable, —como dicen de sí mismos los hombres de mundo—, uno de 
esos hombres cuya gravedad artificial impone siempre, bailar uno de los 
más indecentes cancán al momento en que el hachís lo invadía. El 
verdadero y verídico monstruo se revelaba. Ese hombre que juzgaba las 
acciones de sus semejantes, ese togatushabía aprendido el cancán a 
escondidas.
Se puede afirmar de esta manera que esa impersonalidad, esa objetividad 
de la que he hablado y que no es más que el desarrollo excesivo del espíritu 
poético, no se encontrará jamás en el hachís de esas gentes.
 
VI
 
 
En Egipto, el gobierno prohibe la venta y el comercio de hachís, al menos 
en el interior del país. Los desdichados que tienen esa pasión, para tomar su 
pequeña dosis preparada de antemano, acuden a la farmacia con el pretexto 
de comprar una medicina. Con certeza, el gobierno Egipcio tiene razón. 
Jamás un Estado razonable podría subsistir con el uso del hachís. Esta 
droga no produce guerreros ni ciudadanos. En efecto, se le prohibe al 
hombre, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las 
condicionnes primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus 
facultades con el medio ambiente. Si existiese un gobierno que estuviese 
interesado en corromper a sus gobernados, no tendría más que fomentar el 
uso del hachís.
Se dice que esa sustancia no causa ningún mal físico. Eso es verdad, por lo 
menos hasta ahora. Pues no sé hasta qué punto se puede decir que un 
hombre, que no hace más que soñar y es incapaz de actuar, sea sano, aún 
cuando todos sus miembros estuviesen en buen estado. Sólo la voluntad es 
afectada, y es el órgano más preciado. Jamás un hombre, que con una 
simple cucharada de confituras puede procurarse instantáneamente todos 
los bienes del cielo y de la tierra, podría alcanzar ni la milésima parte de 
ellos mediante el trabajo. Es preciso ante todo, vivir y trabajar.
La idea de hablar del vino y del hachís en el mismo artículo es porque 
existe, en efecto, algo en común en los dos: el excesivo desarrollo poético 
del hombre. El gusto frenético del hombre por todas las sustancias, sanas o 
peligrosas, que exaltan su personalidad, es testimonio de su grandeza. El 
hombre aspira siempre a mantener sus esperanzas y a elevarse hacia el 
infinito. Pero hay que ver los resultados. Por un lado, tenemos un licor que 
activa la digestión, fortalece los músculos, enriquece la sangre. Tomado 
aún en gran cantidad, no causa más que desórdenes mínimos. Por otro lado, 
tenemos una sustancia que interrumpe las funciones digestivas, debilita los 
miembros y puede causar una ebriedad de veinticuatro horas. El vino exalta 
la voluntad; el hachís la destruye. El vino es un apoyo físico; el hachís es 
un arma para el suicidio. El vino vuelve bueno y sociable; el hachís aísla. 
Uno es trabajador, por así decirlo, el otro esencialmente perezoso. En 
efecto, ¿de qué sirve, trabajar, cultivar, escribir, fabricar lo que sea, cuando 
se puede llegar al paraíso de un solo golpe? En fin, el vino es para el pueblo 
que trabaja y que merece beberlo. El hachís pertenece a la categoría de 
goces solitarios, está hecho para los miserables ociosos. El vino es útil, 
produce resultados fructíferos. El hachís es inútil y peligroso.
 
VII
 
 
Termino este artículo con unas bellas palabras que no son mías, sino de un 
notable filósofo poco conocido, Barbereau, teórico musical y profesor del 
Conservatorio. Yo estaba a su lado en una reunión donde unas cuantas 
personas habían tomado el dichoso veneno, y me dice con un indecible 
desprecio: “No comprendo por qué el hombre racional y espiritual utiliza 
los medios artificiales para alcanzar la beatitud poética, cuando bastan el 
entusiasmo y la voluntad para elevarlo a una existencia supranatural. Los 
grandes poetas, los filósofos, los profetas son seres que, por el puro y libre 
ejercicio de la voluntad, logran alcanzar un estado en el que son a la vez 
causa y efecto, sujeto y objeto, encantador y sonámbulo.”
Pienso exactamente como él.
1 Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826), magistrado francés. Escribió su Physiologie 
du goût (Tratado del buen comer), en 1825.
2 Johann Kaspar Lavater (1741-1801), poeta y teólogo suizo.
3 No se traduce pues se trata de una calle situada en el 5to. distrito, en París [nota del 
traductor].
4 Todas las itálicas se encuentran originalmente en la versión de 1851 [nota del 
traductor].
5 Río de la antigüa Lidia que, según la fábula, arrastraba pepitas de oro desde que 
Midas se bañó en él y cuyas aguas curaban todo mal.
6 Michel Martin Drolling (1786-1851), pintor francés.
7 Edmund Kean y Fréderick-Lemaître fueron grandes actores de teatro trágico del siglo 
XIX.

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