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La peligrosa idea de Darwin

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La peligrosa idea de Darwin: el problema 
de la continuidad evolutiva
Al defender la continuidad evolutiva entre las distintas especies, Darwin tenía muy claro, y 
en esto se apartaba de Wallace, que el ser humano era una especie más que ha evolucionado a 
partir de especies ancestrales. Y no sólo eso, sino que además comparte esos ancestros con los 
primates actuales. Estas afirmaciones no cayeron bien en ciertos sectores de la sociedad victo-
riana, especialmente los más influidos por las creencias religiosas cristianas. Las críticas no se 
hicieron esperar, y se recurrió a la ridiculización tanto de sus ideas como del propio Darwin, 
extendiéndose el bulo de que, según esa teoría, el hombre viene de los monos actuales, es decir, 
que los chimpancés y los gorilas son nuestros antepasados. Por supuesto, Darwin nunca dijo 
semejante cosa. He aquí lo que escribió realmente:
Caricatura de 
Charles Darwin
“... como, desde el punto de vista genealógico, 
el hombre pertenece al grupo de los Catarrinos, 
[...] debemos llegar a la conclusión, por más 
afectado que pueda sentirse nuestro orgullo, 
de que nuestros antepasados primitivos habían 
llevado, con todo derecho, el nombre de monos. 
Pero no por ello hay que suponer que el ante-
pasado primitivo de todo el grupo de simios, 
comprendido el hombre, fuera idéntico o incluso 
parecido a ningún mono existente.” 
(El origen del hombre y la selección en relación al 
sexo, p. 155).
Pero no fue sólo la Iglesia la que se opuso a las revolucionarias ideas darwinistas sobre 
el ser humano. Desde finales del siglo diecinueve, cuando la Sociología, la Biología, y otras 
disciplinas se hicieron independientes y cada una desarrolló su cuerpo teórico por caminos 
distintos, los científicos sociales han reclamado para sí el estudio de la “socialidad”, mostrán-
dose recelosos hacia las teorías biológicas por miedo al reduccionismo y evitando considerar 
siquiera la base biológica de la socialidad humana.
Otro antecedente probablemente más determinante del rechazo a lo biológico se encuen-
tra en la asociación entre determinismo biológico y clasismo o racismo, representada por el 
darwinismo social de Spencer y la eugenesia de Galton, y llevada a sus últimas consecuencias 
durante el régimen nazi, sirviendo para justificar sus campañas de esterilización y exterminio 
(véase Cuadro 2.14). Es curioso comprobar cómo muchos de esos mismos científicos sociales 
no tuvieron ningún inconveniente en abrazar el credo opuesto, abanderado por el agrónomo 
soviético Lysenko, que sostiene que los deseos y las creencias de las personas son construc-
ciones sociales arbitrarias que pueden ser fácilmente moldeadas por ingenieros sociales para 
adoptar cualquier forma que determinen los gobernantes de una sociedad. Y tales argumentos 
se utilizaron para justificar la represión y el genocidio de los regímenes marxistas de países 
como Camboya, China y la URSS. Sin embargo, al parecer, no han provocado el mismo recha-
zo moral que la teoría biológica.
Cuadro : La falacia de la evolución como progreso y sus nefastas consecuencias.
Herbert Spencer
La idea de la evolución como un proceso lineal de complejidad y 
perfeccionamiento crecientes de las especies procede de Lamarck, un 
biólogo evolucionista francés anterior a Darwin. Lamarck sostenía que 
cada especie había sido creada por separado y, una vez creadas, iban 
evolucionando hacia estadios cada vez más complejos mediante la he-
rencia por parte de los descendientes de los caracteres adquiridos por 
los padres durante su vida. Las especies podían representarse en una 
escala de complejidad creciente (la cadena de la vida) que culminaba 
en el ser humano. Aunque la teoría de Lamarck ha demostrado ser 
incorrecta, la idea del ser humano como la especie “más evolucionada” 
y, por tanto, más perfecta sigue teniendo vigencia.
Fue en esta visión de la evolución, y no en la de Darwin, en la que se inspiró Spencer al proponer su 
enfoque sobre el progreso de las sociedades. Proponía que, de la misma forma que la evolución de la 
mente era un continuo lineal desde los reflejos de los animales simples hasta la culminación en la 
inteligencia del hombre civilizado, las sociedades humanas se habían ido haciendo gradualmente más 
desarrolladas, lo que explica la distancia existente entre el “europeo de gran cerebro” y los “hombres 
primitivos” de algunos lugares del planeta. 
Las ideas de Spencer sobre la evolución como progreso y sobre la “supervivencia del más apto” tuvieron 
una entusiasta acogida en EE.UU., porque justificaban las doctrinas capitalistas en auge y desacredi-
taban los esquemas socialistas que promovían la “supervivencia de los menos aptos”. Años más tarde, 
tendrían una trágica influencia en los argumentos de Hitler sobre la pureza de la raza.
También los primeros antropólogos abrazaron la idea de que las sociedades humanas progresaban a 
través de escalones sucesivos. Las culturas superiores se asociaban con razas más avanzadas, cuyos 
miembros (se decía) poseen cerebros más grandes y más eficaces. Sin embargo, mientras algunos admi-
tían que todas las razas humanas compartían un ancestro común, otros consideraban que las distintas 
razas eran en realidad especies diferentes, lo que justificaba la esclavitud como algo natural.
Todas estas ideas iban claramente en contra de uno de los principales postulados de Darwin: que la 
evolución de las especies se basa precisamente en la variación dentro de la población, no en la homo-
geneidad. Sin variación no hay material sobre el que la selección natural pueda actuar para hacer que 
la especie evolucione, es decir, cambie (lo que no es equivalente a progresar, puesto que en principio 
ninguna variante puede ser considerada más avanzada que otras). De hecho, cuando la Teoría de Darwin 
y los descubrimientos de Mendel se unificaron para dar lugar a la Teoría sintética de la evolución, los 
estudios sobre la variación genética en las poblaciones naturales demostraron que las diferencias entre 
poblaciones humanas son pequeñas en comparación con la gran cantidad de variación existente dentro 
de cada una, lo que daba la razón a Darwin y suponía un fuerte argumento en contra del racismo.
Quizá el hito más reciente en esta polémica haya sido la reacción provocada por la publi-
cación de la obra de E. O. Wilson Sociobiología: La nueva Síntesis en 1975. Se trata de un libro 
dedicado a exponer las bases biológicas de la conducta social animal, cuyo último capítulo se 
titula “El hombre: de la Sociobiología a la Sociología”, y comienza así:
“Vamos a considerar ahora al hombre con el libre espíritu de la historia natural” (p. 564) 
y continúa con una referencia a lo que pensarían zoólogos de otros planetas si se les diera la 
oportunidad de hacer un inventario de las especies sociales terrícolas. Si eso fuera posible, 
afirma Wilson, ¿en qué quedarían las humanidades y las ciencias sociales? Pues, según este 
autor, en meras ramas especializadas de la biología. Así, la etología humana utilizaría como 
protocolos de investigación la historia, la biografía y la novela, mientras que la unión de socio-
logía y antropología daría lugar a la “sociobiología de una sola especie de primates”
Edward O. Wilson, biólogo de la Universidad 
de Harvard. 
Autoridad mundial en entomología, su fama 
se debe sobre todo al hecho de haber desen-
cadenado el “debate sociobiológico”. Su sue-
ño dorado es la unidad de todas las ciencias 
(la consiliencia).
Aunque la premisa, aparentemente simple, de los sociobiólogos, según la cual los individuos 
luchan por aumentar al máximo su eficacia biológica inclusiva, premisa basada en un modelo 
económico de cálculo de costes-beneficios, ha demostrado tener bastante fuerza a la hora de 
explicar la evolución de la conducta social animal, la polémica surge cuando pretenden aplicar 
los mismos principios para explicar la conducta del homo sapiens. Las reacciones de los cien-
tíficos sociales no han sido precisamente favorables a esta “intromisión”, yalgunos de ellos 
han acusado a la Sociobiología, y por extensión a la Etología y a la Psicología Evolucionista, de 
reduccionismo biológico y determinismo genético, lo que ha dado lugar a duros intercambios 
entre defensores y detractores.
La base de todo este recelo es probablemente la vieja noción de la excepcionalidad de nuestra 
especie, enraizada en la religión judeo-cristiana (las filosofías orientales, por ejemplo, poseen 
una visión del ser humano mucho más integrada en la naturaleza, y no dan tanta importancia 
a la búsqueda de rasgos que lo separan de ella; véase de Waal, 2001b). Nos consideramos más 
próximos a los ángeles que a los monos. Puesto que somos únicos, para comprender nuestra 
mente, nuestra conducta y los productos de éstas son necesarios constructos teóricos diferen-
tes, precisamente los que se generan en las ciencias sociales. Sin embargo, desde el enfoque 
evolucionista no se niega que el ser humano sea único. Lo que se sostiene es que todas las 
especies son únicas, cada una con sus características específicas, y una de las más distintivas de 
la especie humana es la extraordinaria influencia que ejerce la cultura sobre su pensamiento 
y su conducta. Pero ni siquiera la capacidad para la cultura es ajena al proceso evolutivo. 
Por otra parte, el que cada especie sea diferente no implica que no exista una continuidad 
evolutiva entre todas ellas, incluida la humana.
Aunque muy pocos rechazan hoy día la continuidad evolutiva en lo físico (en eso sí somos 
vertebrados, mamíferos y primates), de ahí a sugerir siquiera que nuestras capacidades menta-
les y nuestras tendencias sociales hayan evolucionado a partir de ancestros comunes con otros 
primates existe un salto que muchos consideran injustificado, cuando no implanteable. Esto 
supone, evidentemente, sostener dicotomías (mente-cerebro, naturaleza-cultura, animal-hu-
mano) que para muchos científicos hoy día están superadas. Ahora bien, si seguimos por este 
camino, la única salida que nos queda es el creacionismo, o la teoría del “diseño inteligente”, 
como se denomina ahora (véase el Cuadro 2.15), y creer que el hombre apareció un buen día 
sobre la faz de la tierra y se puso a hablar, a crear cultura y a hacer todas esas cosas que le 
separan del resto de la creación (eso sí, con una mujer al lado para que no se sintiera solo).
Cuadro : El creacionismo no pertenece sólo al pasado.
La Teoría del diseño inteligente, versión moderna del antiguo creacionismo, argumenta que ciertas 
estructuras vivientes son demasiado complejas para ser el resultado de la evolución, y que por lo tanto 
son una muestra de que existe una intervención de un diseñador inteligente, una fuerza divina más allá 
de los procesos naturales. Esta teoría, que se basa en una interpretación literal del libro del Génesis, 
cuenta con numerosos adeptos, sobre todo en EE.UU., país que ha sido siempre muy receptivo a este 
tipo de creencias. 
Según una encuesta reciente, el 47% de los estadounidenses cree que el ser humano no ha evolucionado 
a partir de ancestros prehomínidos, sino que fue creado directamente por Dios hace unos cuantos miles de 
años. Así ironizaba Stephen Jay Gould (2002) la ignorancia de sus paisanos en cuestiones evolucionistas:
Una famosa historia victoriana nos cuenta la reacción de una dama aristocrática a la principal 
herejía de su época: ‘Confiemos en que lo que dice Mr. Darwin no sea cierto; pero, si es verdad, 
confiemos en que no se entere mucha gente’. Aunque se suele relatar esta historia como ejemplo 
hilarante de los delirios de clase, sin embargo, deberíamos rehabilitar a aquella dama como una 
aguda analista social y, al menos, como una profetisa menor. Porque lo que Mr. Darwin dijo es, 
efectivamente, cierto. Y, asimismo, no lo sabe mucha gente, al menos en nuestro país.
Stephen Jay Gould
Profesor en la Universidad de Harvard hasta su muerte en 2002, a los 
60 años. Considerado como uno de los científicos más brillantes del 
siglo veinte, era conocido entre sus colegas como el “bulldog de la 
biología evolucionista” por su coraje en la defensa de sus postulados. 
Fue uno de los críticos más duros de la sociobiología y también del 
creacionismo, publicando numerosos libros donde se intentaba acercar 
al público lego las complejidades de la evolución.
Desde los años 20 del siglo pasado, cuando un joven maes-
tro de escuela fue sometido a juicio y condenado por violar 
una ley del estado de Tennessee al enseñar la Teoría de 
la evolución de Darwin a sus alumnos de secundaria*, ha 
pasado mucho tiempo, pero la situación no ha cambiado 
sustancialmente. En los años 70, los estados de Arkansas y 
Louisiana exigieron que, si se enseñaba evolución, debería 
dedicarse el mismo tiempo a la “ciencia de la creación”. En 
1999, en el estado de Kansas se eliminó la Teoría de la evo-
lución y la del Big Bang del programa científico del estado 
(podían enseñarse, pero no se incluirían en los exámenes). 
Aunque al año siguiente se restableció de nuevo, lo cierto 
es que la polémica sigue abierta, y todavía en el año 2007 
nos siguen sorprendiendo los periódicos con noticias sobre 
casos similares. 
Pero poco puede extrañar todo lo anterior, cuando el presi-
dente de ese país afirmó durante su campaña electoral: “En 
el tema de la evolución, aún no sabemos nada concreto so-
bre cómo creó Dios la tierra” (On the issue of evolution, the 
verdict is still out on how God created the Earth). La idea de 
George W. Bush, y de otros miembros de su gabinete, es que 
se debe enseñar ambas teorías (la de Darwin y la del “diseño 
inteligente”) en las escuelas de Estados Unidos, “para que 
la gente pueda entender de qué se trata el debate... para 
exponer a la gente a diferentes escuelas de pensamiento”.
* El suceso mencionado fue llevado al cine por Stanley Kramer en su magnífica película Herencia del viento.
Me recuerdas a mí, ¿sabes?, hace tiempo
El rechazo a la idea de la continuidad evolutiva entre nuestra especie y las demás se debe, 
en muchos casos, no a una cuestión de fundamentalismo religioso, sino a una mala interpreta-
ción de su significado. No se trata de que el ser humano sea “simplemente” un mono desnudo 
y parlante. Es cierto que es un primate, que tiene menos pelo que los demás y que habla, pero 
no es cierto que sea “simplemente” eso.
En primer lugar, “simple” es un término bastante inapropiado. Ninguna especie es sim-
ple, sino que todas han llegado a ser como son gracias a un complicado proceso de selección 
natural que ha ido favoreciendo las versiones que mejor se adaptaban a las condiciones en que 
cada una vivía. En ese sentido, los monos no son más simples ni menos evolucionados que las 
personas. Lo que ocurre es que no han desarrollado las mismas capacidades porque no se han 
enfrentado a los mismos retos ambientales o porque las variaciones sobre las que ha actuado 
la selección natural han sido distintas en ellos y en nosotros.
En segundo lugar, defender la continuidad evolutiva entre todas las especies implica que 
todas están emparentadas entre sí a través de antepasados comunes, no que unas desciendan 
directamente de las otras (el ser humano no desciende del chimpancé, sino ambos de un an-
cestro común).
En tercer lugar, y éste es quizá el punto que genera más confusión, la continuidad no es 
sinónimo de progreso lineal. No es que tengamos lo mismo que nuestros antepasados pero 
más perfeccionado, sino que existe cabida para procesos y capacidades emergentes. Sólo así 
es posible la adaptación a cambios imprevisibles en el medio. En el caso humano (aunque 
no sólo) gran parte de esos cambios son desde hace miles de años provocados por nosotros 
mismos, cada vez a un ritmo más frenético. Sin embargo, la existencia de esos procesos y 
capacidades emergentes no debe hacernos olvidar la base de la que emergen y con la que no 
tienen más remedio que colaborar.
¿Qué significa ser un 98% chimpancé?
Uno de los argumentos más contundentes a favor de la continuidad evolutiva entre el ser humano y 
elresto de los primates es que compartimos un 98,7% de las secuencias de ADN de nuestro genoma 
con los chimpancés y los bonobos. Sin embargo, aunque tenemos en una proporción muy alta 
los mismos genes, y esos genes hacen las mismas cosas en gran parte del cuerpo, en el cerebro las 
diferencias son considerables.
Por tanto, cuando se utiliza el argumento del 98%, hay que tener en cuenta que la proximidad 
genética entre humanos y simios no es equivalente a semejanza en la expresión de ese ADN. Por 
otra parte, las especies viven en ambientes determinados, que desempeñan un papel crucial en la 
expresión de rasgos anatómicos, fisiológicos, mentales y conductuales.
El debate sobre la continuidad evolutiva entre el ser humano y las demás especies de pri-
mates continúa hoy, casi 150 años después de que Darwin se atreviera a proponer semejante 
idea. Por supuesto, pasar de considerarnos el centro del universo a vernos como una especie 
más, sujeta a las mismas leyes evolutivas que los guisantes y las moscas, no es fácil de asimilar 
para todo el mundo. Como dice el filósofo Daniel Dennett en un fascinante libro cuyo título 
hemos tomado prestado para este apartado (Dennett, 1995), Darwin fue un aguafiestas, que 
vino a trastocar las creencias más arraigadas sobre el ser humano y sobre el orden de las cosas, 
sin respetar ni lo más sagrado.
 Conclusiones
Una de las consecuencias más positivas que puede tener el contacto de la Psicología social 
con la perspectiva evolucionista es el desmantelamiento de dicotomías obsoletas. En este ca-
pítulo nos hemos referido con cierto detalle a la distinción humano-animal, pero hay más. 
Por ejemplo, la investigación realizada por los científicos evolucionistas ha demostrado que la 
dicotomía “naturaleza-cultura” es falsa, y que ni los genes ni el ambiente determinan por sí so-
los los procesos mentales y la conducta (Ridley, 2003). Muchos científicos sociales parecen no 
querer reconocer estos hechos, lo que les mantiene en un nivel de “protociencia” comparable 
a la creencia de que el sol gira alrededor de la tierra. Ni la tierra es el centro del universo ni el 
homo sapiens ha aparecido en ella por generación espontánea.
Tampoco les vendría mal a los psicólogos sociales tener en cuenta los estudios evolu-
cionistas para poder alcanzar una visión más completa de los fenómenos que les interesan. 
Tradicionalmente, la Psicología social se ha ocupado de desentrañar las causas inmediatas 
de los procesos, para lo cual ha desarrollado estrategias de lo más sofisticado (a lo largo de 
este texto se irán viendo múltiples muestras de ello). Sin embargo, quedarse en las causas 
inmediatas es conformarse con una parte de la historia. La perspectiva evolucionista nos 
permite ir más allá, al menos planteando hipótesis sobre las posibles causas últimas. En cual-
quier caso, el rechazo de entrada (o la indiferencia absoluta) hacia la idea de que los procesos 
psicosociales humanos puedan ser resultado de la evolución es un lastre que no beneficia en 
nada a la disciplina.
Pero, para ser justos, hay que reconocer que no sólo los científicos sociales distorsionan los 
argumentos evolucionistas tachándolos de reduccionistas y deterministas; también algunos 
científicos evolucionistas han caído en la tentación de simplificar en exceso las aportaciones 
de las teorías societales y culturales a la comprensión de la conducta social humana (Laland 
y Brown, 2002). El problema con estas caricaturizaciones es que fomentan la conclusión 
errónea de que las teorías de base societal son incompatibles con un enfoque evolucionista, 
lo que provoca una división irreconciliable entre los que se muestran a favor y los que se 
declaran en contra de cada una de las dos perspectivas. Afortunadamente, cada vez son más 
los psicólogos sociales que incorporan argumentos evolucionistas en sus explicaciones de los 
procesos que estudian.
Un resultado de ese creciente interés es la reorientación que algunos intentan dar a la 
Psicología social evolucionista hacia argumentos menos centrados en el éxito reproductor: 
la gente no sólo perpetúa sus propios genes y los de sus familiares, sino que también trata de 
hacer que su grupo sobreviva y ellos mismos sobrevivir en el grupo. La presión adaptativa, por 
tanto, incluye hacer que su grupo sea un grupo adaptativo y que la persona sea una persona 
adaptativa dentro del grupo. Esto da un marco de comprensión a la Psicología social, al tener 
en cuenta las formas en que la gente se adapta a los ambientes sociales.
Algunos científicos evolucionistas (por ejemplo, Barkow, 1989; Cosmides, Tooby y Barkow, 
1992; Wilson, 1998) albergan la esperanza de que la ciencia algún día llegará a estar más uni-
ficada y ya no será necesario añadir el apelativo “evolucionista” al nombre de una determi-
nada disciplina, sino que los argumentos biológicos que sean relevantes para comprender el 
comportamiento humano quedarán integrados en las disciplinas que estudian ese compor-
tamiento. Otros (de Waal, 2001b) ven esa integración desde el extremo opuesto, aplicando los 
conocimientos de las ciencias sociales al comportamiento de otras especies. Probablemente, la 
integración será más fácil si se intenta desde ambos lados. En cualquier caso, para poder llegar 
a una adecuada comprensión de la evolución de la conducta social humana debe haber una 
consistencia entre los hallazgos de todas las disciplinas que se ocupan de su estudio, no sólo la 
Psicología social, sino también la Etología, la Primatología, la Neurociencia, la Antropología o 
la Lingüística, entre otras, y esa comprensión se vería muy enriquecida si, además de consis-
tencia, existiera una colaboración interdisciplinaria (Caporael y Brewer, 2000; van Lange, 2006; 
Weingart, Mitchell, Richerson y Maasen, 1997). 
Independientemente de si las explicaciones evolucionistas son más o menos válidas que las 
no evolucionistas, lo cierto es que esta perspectiva ha aportado y sigue aportando datos sobre 
aspectos de la mente y el comportamiento social humanos que antes no eran abordados por los 
psicólogos sociales, así como nuevas formas de enfocar fenómenos que han sido tradicional-
mente objeto de estudio de esta disciplina (en este capítulo hemos expuesto un ejemplo y a lo 
largo de este manual iremos presentando algunos más) y, aunque sólo sea por eso, el contacto 
entre ambas supone un enriquecimiento considerable.
 Resumen
En este capítulo hemos intentado poner de relieve la necesidad de tener en cuenta que existe una 
continuidad evolutiva entre nuestra especie y las demás, no sólo en los aspectos morfológicos y fisio-
lógicos, sino también en lo que atañe al funcionamiento de nuestra mente y a nuestra conducta, y que 
eso repercute en los procesos que estudian los psicólogos sociales. 
Esta realidad, puesta en evidencia por Darwin a mediados del siglo diecinueve, ha sido desde entonces 
analizada por los científicos evolucionistas, quienes han aportado innumerables datos sobre cómo la 
evolución ha ido moldeando nuestros rasgos a lo largo de nuestra historia como especie. Las ideas 
darwinistas de la selección natural y sexual han sido posteriormente completadas por conceptos como 
eficacia biológica inclusiva, altruismo recíproco o inversión parental, en un intento de rellenar algunas 
lagunas de la teoría original. 
Si bien en ocasiones se ha abusado de tales conceptos para explicar la psicología humana, la cola-
boración interdisciplinaria entre psicólogos sociales y científicos evolucionistas puede enriquecer a 
ambos, permitiendo una comprensión más profunda y menos sesgada de nuestros procesos mentales 
y conductuales.

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