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Karl Rahner - Joseph Ratzinger EPISCOPADO Y PRIMADO Traducción de Alejandro Ros Herder www.herdereditorial.com http://www.herdereditorial.com Título original: Episkopat und Primat Traducción: Alejandro Ros Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez © 1961, Verlag Herder, Freiburg im Breisgau © 1965, Herder Editorial, S.L., Barcelona © 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona ISBN DIGITAL: 978-84-254-2966-8 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Herder www.herdereditorial.com http://www.herdereditorial.com Eminentissimo et Excellentissimo Domino JULIO DÖPFNER S.R.E. Presbytero Cardinali et Episcopo Berolinensi Sacrae Theologiae Doctori hoc qualecumque opusculum auctores d.d.d. Índice Prólogo a la edición castellana I. Episcopado y primado 1. Planteamiento de la cuestión 2. La constitución de la Iglesia 3. La relación primado-episcopado como caso de la relación Iglesia universal- Iglesia local 4. Episcopado y carisma II. Primado, episcopado y «successio apostolica» 1. La doctrina de la Iglesia sobre el primado y el episcopado 2. Reflexiones sobre la naturaleza de la «Successio apostolica» en general 3. «Successio papalis» y «Successio episcopalis»: relación y diferencia III. Sobre el «ius divinum» del episcopado 1. Observaciones preliminares 2. Necesidad y delimitación más exacta de la cuestión 3. El «ius divinum» del episcopado en conjunto como razón del ser y del conocimiento del «ius divinum» de los obispos particulares 4. Sobre la naturaleza teológica del colegio apostólico 5. El colegio episcopal como sucesor del colegio apostólico a) Precedencia del colegio apostólico frente a los obispos particulares b) Posibles reparos c) Sujeto(s) de la autoridad infalible de magisterio d) Influjo «paracanónico» del episcopado e) Motivación del «colegio» como cabeza directiva 6. Consecuencias que se desprenden de la naturaleza del episcopado a) El «ius divinum» de los obispos particulares b) Orientación de los usos «paracanónicos» según este «ius divinum» c) Posición de los obispos titulares en el conjunto del episcopado d) Consecuencias relativas a la organización de las diócesis e) La función episcopal como servicio a la Iglesia universal f) Sobre la posibilidad de la elección del papa por el conjunto del episcopado 7. Una distinción: normas jurídicas y morales Prólogo a la edición castellana Esta quaestio disputata se publicó por primera vez hace escasamente cuatro años. Desde entonces su objeto, la cuestión acerca de las relaciones entre episcopado y primado, ha venido ocupando cada vez más el centro de la atención de los teólogos; los más animados debates del concilio se han desarrollado en torno a este problema. El núcleo de la gran constitución sobre la Iglesia, que acaba de aprobarse, responde precisamente a esta cuestión. Por estas razones, si los autores de este escrito hubieran de redactarlo ahora de nuevo, dispondrían de nuevos puntos de partida, y el escrito mismo en su conjunto, visto el gran paso hacia delante que ha dado la Iglesia en el concilio, debería adoptar en no pocos puntos una forma diversa de la precedente. No obstante, esto no ha impedido a los autores decidirse a publicar de nuevo su obra tal como apareció por primera vez. A ello les han animado las razones siguientes: en primer lugar, el rumbo que ellos habían marcado ha hallado plena confirmación en el concilio; además sus respuestas coinciden sustancialmente con las dadas en el concilio; por otra parte, en cambio, sus cuestiones, así como las tareas por ellos señaladas, persisten todavía, precisamente debido al cúmulo de nuevas perspectivas y posibilidades que se han revelado y que estimulan a seguir pensando en esta dirección. Primeramente se ha confirmado el fuerte relieve que en la primera parte de este escrito se daba a la Iglesia local, considerada como la base por la que se explica la función episcopal en cuanto función propia, no ya como mera prolongación del primado: la Iglesia no es un Estado centralista de orden sobrenatural, sino que está constituida por comunidades de eucaristía, cada una de las cuales realiza la entera esencia de la Iglesia, por lo cual cada una de ellas puede también llamarse «Iglesia» (Iglesia de Corinto, de Éfeso, de Tesalónica, etc.). Por esta razón existe una función de régimen que no puede resolverse en una función administrativa del primado, como tampoco la comunidad local de eucaristía puede transformarse en un mero distrito administrativo de la Iglesia universal. Se ha confirmado también la idea desarrollada en la tercera parte del escrito relativa al carácter colegial de la función episcopal, que representa en cierto modo el polo opuesto y complementario del aspecto de Iglesia local a que acabamos de referirnos, y de su trabazón intrínseca con la función primacial: como por una parte el obispo está primeramente ordenado a la Iglesia en cuanto entidad que se realiza en las diferentes localidades, así por otra parte su misma función comporta que no se aísle con su «Iglesia» frente a las demás Iglesias locales existentes a su alrededor, las cuales, juntamente con la suya, concurren a la edificación de toda la Iglesia de Dios. Así resulta serle esencial la relación con sus coepíscopos: la unión «colegial» con ellos, que incluye al mismo tiempo la responsabilidad en común por la Iglesia universal, ya que la Iglesia local no puede nunca realizarse considerada por separado, sino únicamente en el organismo de la Iglesia total. La segunda parte del escrito que reproducimos se mantiene en un principio más marcadamente en los preliminares de la cuestión. En efecto, contra la tentativa protestante de reducir el ministerio espiritual a una mera función de la palabra de Dios consignada en la Biblia, trata de mostrar la importancia de primer orden que tiene para la Iglesia misma la función episcopal. Sin embargo, al final llama la atención sobre una idea que a ojos vistas ha ganado importancia en el concilio y aun después de él tiene necesidad de ser estudiada, a saber, el problema de las relaciones entre primado y patriarcado, que resulta del hecho de que el papa desempeña al mismo tiempo funciones de patriarca para con la mayor parte de la Iglesia, funciones que en el transcurso de la historia se han compenetrado, hasta no poderse distinguir, con los derechos del primado. En esta aserción está interesado al mismo tiempo el campo extraordinariamente vasto de las posibilidades prácticas de realización de las relaciones entre primado y episcopado. En efecto, con el desarrollo de la idea de las conferencias episcopales y del consejo episcopal (juntamente con la nueva reglamentación que ello presupone de las relaciones entre el episcopado mundial y la curia romana) parece inaugurarse una nueva etapa de su historia. Importa no perder de vista este paso del problema teorético a sus consecuencias prácticas, dado que precisamente la cuestión expresada con los términos Episcopado y primado no se entendió nunca como un asunto puramente teorético, o, mejor dicho, sólo por error se la puede entender así. Tratándose como se trata aquí de las dos funciones centrales de orden en la Iglesia, la práctica y la teoría están entrelazadas inseparablemente: toda solución teorética implica consecuencias prácticas, así como también toda forma efectiva de realización de las relaciones que se ha producido en la historia, ha conducido al mismo tiempo a un empobrecimiento, o enriquecimiento según los casos, de la teoría. Evidentemente, la obra que presentamos queda en este punto muy por debajo de la riqueza de ideas y de sugerencias que desde su primera publicación han ido surgiendo con ocasión del concilio; pero creemos que lo poco que en ella se dice sobre este particular puede todavía hoy considerarse como una contribución al diálogo, que no deja de tener su importancia.En particular podemos decir esto de las ideas sobre las relaciones entre moral y derecho con que se cierra la obra. Las páginas que siguen no podían ni pretendían ser desde un principio más que una quaestio disputata. Los autores abrigan la esperanza de que puedan aportar una buena contribución al diálogo más nutrido que ha ido surgiendo sobre su propio tema. La primera parte de este trabajo había aparecido ya en: Karl Rahner, Sendung und Gnade (Innsbruck ³1961), 235-258, y se reproduce aquí (con el amable consentimiento de la editorial Tyrolia) para redondear el tema. La segunda parte se publicó primero en: «Catholica» 13 (1959), 260-277, y aparece aquí sin ninguna modificación. Aquí habría que llamar también la atención sobre el trabajo del mismo autor Über den Begriff des «Ius Divinum» im Katholischen Verständnis, en Schriften zur Theologie v, Einsiedeln-Zurich-Colonia ²1964, trabajo que aporta algunas reflexiones sobre el tema tratado en el capítulo tercero. La tercera parte está todavía inédita. Como se puede comprender, cada uno de los dos autores responde sólo de su propia aportación. Los autores expresan su gratitud a su eminencia, el reverendísimo señor cardenal doctor Julius Döpfner, por haberse dignado aceptar que le fuese dedicado este fascículo de quaestiones disputatae. Munich y Münster, diciembre de 1964. Karl Rahner - Joseph Ratzinger I Episcopado y primado por Karl Rahner 1. Planteamiento de la cuestión ¿Es lícito pensar que quepan aún nuevas consideraciones sobre la constitución de la Iglesia? La Iglesia y la teología conocen ya la naturaleza de la Iglesia, de modo que no se trata de pasar de la ignorancia al saber (como, por ejemplo, cuando se descubrió Australia). Trátase más bien de reflexionar, de recapacitar, de tomar conciencia de lo que ya se sabía en forma sencilla y global (como, por ejemplo, una persona, después de una larga experiencia activa sobre sí misma, puede todavía «descubrirse» honradamente gracias a los conceptos y pruebas de la psicología). Hoy día puede todavía crecer este saber reflejo de la Iglesia sobre su propia naturaleza, sobre una naturaleza que no ha dejado nunca de poseer. Y ello ocurre no sólo en cuanto a los misterios propiamente dichos de esta Iglesia, que es la comunidad de todos los creyentes en el Espíritu de Dios, el cuerpo de Cristo, el comienzo del reino divino, el sacramento primordial de la salud escatológica; sino que también se verifica en cuanto al conocimiento de su constitución, o sea en las estructuras jurídicas con que esta comunidad es establecida y mantenida en cohesión como «sociedad perfecta». También en este aspecto cabe pensar que la naturaleza de la Iglesia es susceptible de un conocimiento todavía más claro y reflejo. Pues, abriendo cualquiera de los tratados corrientes de teología fundamental, nos enteramos de que la Iglesia tiene una estructura «jerárquica», por cuanto Cristo transfirió al colegio apostólico y a los sucesores de los apóstoles, los obispos, los poderes de anunciar la fe, administrar los sacramentos y gobernar los espíritus; la Iglesia no es, por tanto, una mera agrupación espontánea (de índole democrática) desde abajo, sino que fue instituida desde arriba con sus derechos, deberes y poderes fundamentales. Se nos dice también que esta Iglesia constituida jerárquicamente tiene una cabeza «monárquica» en el primado inmediato y universal de jurisdicción de Pedro y de sus sucesores, los papas. Pero con esto queda dicho prácticamente todo lo referente a la doctrina constitucional de la Iglesia, en cuanto su constitución es de directo origen divino. Por lo pronto, no resulta muy clara, o así nos parece a nosotros, la relación que media entre la estructura jerárquica episcopal de la Iglesia y su estructura monárquica papal. Como es sabido, es una cuestión que apenas pudo abordarse en el Concilio Vaticano de 1870. Por otra parte, con sólo indicar estos dos poderes de orden y de jurisdicción, no aparece todavía clara la naturaleza unitaria de esta constitución, su última idea fundamental. La «metafísica» de la constitución de la Iglesia queda aún bastante oscura. A esto puede, naturalmente, observarse que frente a tal planteamiento, apenas cabe aguardar una respuesta distinta de lo que es ya clara y generalmente conocido. Se dirá, en efecto, que la Iglesia es una entidad jurídica surgida sólo una vez en la historia, que es además una institución nacida de la libre disposición de Dios y que no se puede deducir de principios necesarios del ser. Ahora bien, se dice, estas dos notas (la singularidad y la libre institución por Dios) no permiten esperar que, en una especie de filosofía del derecho sobrenatural y en una metafísica de la constitución (que siempre deberían partir de lo universal y necesario) quede todavía gran cosa por decir, fuera de lo que ya se conoce explícitamente. Se puede incluso preguntar si existe siquiera una constitución escrita de la Iglesia o, mejor dicho, extrañarse de que no exista. En efecto, el Codex Iuris Canonici no es por su contenido, finalidad y estructura una constitución de la Iglesia, aun cuando se pueda decir que contiene los preceptos constitucionales más importantes. Y hasta se podría preguntar si es en absoluto posible que exista una (adecuada) constitución escrita de la Iglesia, en el sentido de las modernas constituciones escritas de los Estados. Pero de esto no vamos a ocuparnos aquí. Quizá esté justificado este escepticismo. Al que lo profese no le harán cambiar de actitud las pequeñas observaciones que vamos a presentar aquí. Pues ni siquiera nos proponemos dar una respuesta completa a la cuestión planteada. Sólo vamos a ofrecer unas tímidas reflexiones que nos han sido inspiradas por la impresión de que, a pesar de todo, se puede y se debe avanzar en la teología de la constitución (que es algo más que los artículos de esta constitución misma). Además, tales reflexiones acaso tengan un interés práctico: aun cuando la naturaleza de la Iglesia es de origen divino y es indestructible, sin embargo, su actuación en la vida concreta de todos los días, incluso bajo la protección del Espíritu Santo, cuya asistencia le ha sido prometida, está a merced de la libertad del hombre y expuesta a su arbitrariedad y a sus errores, por lo cual dicha naturaleza puede manifestarse en forma mejor o peor. Pero justamente un conocimiento más reflejo de la esencia de la Iglesia puede ayudar a que ésta se manifieste cada vez con mayor pureza aún en sus más menudas disposiciones, y ésta es una de las ayudas que el Espíritu otorga a la Iglesia. Tratamos de formarnos algunas ideas sobre la constitución de la Iglesia, intentando compararla con las constituciones de otras «sociedades». Este método está plenamente justificado. En efecto, aunque no podamos así enfocar directamente el misterio último de la Iglesia, sin embargo, la Iglesia no deja de ser a la vez una sociedad visible, con poderes, estructuras, etc., jurídicamente concretables, que por una parte pertenecen a su naturaleza establecida por Dios (y, por tanto, no sólo al ius humanum en la Iglesia) y que por otra parte (debido a su carácter intramundano, encarnatorio) se prestan positivamente a la comparación con otras relaciones jurídicas humanas (del mismo modo que la humanidad de Cristo es comparable con la naturaleza de otros hombres, pues Cristo nos vino a ser «consubstancial»). 2. La constitución de la Iglesia Se suele decir que la Iglesia tiene una constitución monárquica. Si se dice que el papa, y el papa solo, posee el pleno, inmediato, ordinario y universal primado episcopal de jurisdicción sobre la Iglesia entera y sobre cada uno de sus miembros y partes (sin excluir a los obispos), entonces esta constitución monárquica de la Iglesia es cosa obvia para el católico (Concilio Vaticano I: Dz 1831 [Dz = Denzinger, Enchiridion Symbolorum]; CIC, can. 218). Pero por constitución monárquica se entiende las más de las veces una monarquía hereditaria, no una monarquía electiva, mientras que el papa, al menos de facto,es elegido. (Con esto dejamos en suspenso la cuestión de si esto debe ser así iure divino, o si «de suyo» un papa podría erigir la Iglesia en monarquía hereditaria —al fin y al cabo el celibato es sólo de derecho eclesiástico— o incluso designar su sucesor de alguna otra manera.)¹ Esta diferencia no carece de importancia. En efecto, cuando se heredan la función y los poderes, y el titular de éstos se asienta sobre una base biológica en gran parte independiente de la decisión intelectual y moral de los hombres, el Estado o la sociedad tienen un carácter más fijo y cerrado que cuando el titular del poder supremo se determina una y otra vez por una elección, es decir, por una disposición libre de los hombres, dirigida por la mente. Esto sucede aunque el contenido propio del poder no dependa de los que eligen al titular: aun entonces el ejercicio de este poder está en gran manera marcado por la peculiaridad histórica, elegida, del titular electo, y por tanto también de sus electores. En este caso es natural, y la historia lo demuestra, que lo carismático, lo imprevisto y siempre nuevo, lo joven y todavía no gastado que existe en la Iglesia, disponga de una puerta de acceso que una definición de la naturaleza de la Iglesia como monarquía no podía hacer prever. Además, la monarquía, cuando no está mitigada y rebajada a monarquía constitucional por un elemento que de suyo le es extraño, es una monarquía «absoluta». Este término no es necesariamente sinónimo de tiranía o totalitarismo. En efecto, la monarquía absoluta (como hicieron los mejores representantes del absolutismo en el siglo xviii) puede reconocerse sujeta a las normas del derecho natural; puede ser un absolutismo «ilustrado» o patriarcal; puede, por necesidad física o por una actitud deliberada (aunque no entre propiamente en el sistema en cuanto tal), respetar las ordenaciones sociales preexistentes o que se han ido desarrollando (por ejemplo, los estamentos). Sin embargo, tal monarquía puede ser todavía absoluta en cuanto que todo lo que es moralmente lícito y físicamente realizable (y figura entre las decisiones posibles en una determinada situación histórica), parte de la voluntad de un particular y sólo de ella. ¿Es, pues, la Iglesia una «monarquía» en este sentido? No es fácil responder a esta pregunta. ¿Es alguien monarca absoluto, en el sentido descrito, por el hecho de poseer una suprema y plena potestas iurisdictionis vere episcopalis, ordinaria et immediata (CIC, can. 218)? La respuesta depende naturalmente también de las diferentes acepciones terminológicas, que tienen siempre algo de arbitrario, es decir, que podrían también tomarse en otro sentido, sin perjuicio de la realidad y verdad de las cosas, y de los enunciados a que se refieren. De todos modos, si se entiende la monarquía en el sentido de la definición antes propuesta, hay que decir que en realidad el papa no es un monarca² en la Iglesia. Las razones son fáciles de ver: es propio de una monarquía (absoluta) que junto al monarca no existan entidades de derecho constitucional cuya existencia sea independiente de la voluntad de aquél. Cierto que pueden darse hechos y obligaciones morales que pongan un límite a la voluntad del monarca, incluso del absoluto, pero cuando la voluntad del monarca viene en principio limitada por una realidad que le obliga jurídicamente, que de suyo forma parte de la estructura constitucional de la sociedad en cuestión (y no sólo de las normas morales que están por encima del derecho constitucional positivo), entonces no se puede hablar ya de monarquía absoluta. Tal es, pues, la situación en la Iglesia. En efecto, la voluntad del papa (en cuanto posee la suprema autoridad en la Iglesia) halla un límite en una realidad que por voluntad misma de Dios forma parte de la constitución de la Iglesia, a saber, el episcopado. El papa no puede, por lo pronto, físicamente abolir el episcopado, por cuanto obrando así se privaría del medio de que dispone para ejercer su propio gobierno en una Iglesia mundial; pero, además, se halla frente a un episcopado que no es su plantilla de funcionarios creada por él mismo y que él mismo podría eliminar (por lo menos de derecho, ya que no físicamente). Pues el episcopado mismo es de derecho divino,³ y el primado pontificio, que es constitutivo de la estructura jurídica de la Iglesia, sólo lo es junto con el episcopado, que, al igual que él, procede inmediatamente de una fundación de Cristo. Esto no excluye que el papa esté por encima de los obispos particulares en cuanto tales (incluso en su función de oficio): tiene jurisdicción inmediata y ordinaria también sobre los obispos particulares; él es quien determina qué persona física ha de ser titular de los poderes episcopales (Dz 968 1750 s; CIC, can. 329, 2); él da (según la doctrina corriente hoy día) los poderes a esta persona,⁴ y así puede también precisarlos más en concreto, ampliarlos o cercenarlos (reservándose incluso en principio ciertas partes de ellos, aunque de suyo pudieran ser también ejercidas por el obispo). Pero, a la inversa, con esto no se incluye, sino que se excluye, que el episcopado en su conjunto pueda ser abolido por el papa, que sólo sea función de los poderes papales, que por tanto los obispos sean sencillamente funcionarios del papa, que en calidad de tales sólo sean órganos ejecutivos de una autoridad monárquica (absoluta) del papa. Reciben, sí (como personas físicas), su autoridad del papa, pero no es que éste les transmita parte de su propia autoridad, sino que, por la voluntad misma de Cristo, debe existir en la Iglesia una autoridad distinta de la del papa (aunque subordinada a ella) y que como tal es uno de los elementos constitutivos de la Iglesia (no del poder papal propiamente dicho). Si es cierto que el papa posee un poder episcopal universal, supremo e inmediato de jurisdicción sobre la Iglesia entera, y por ende también sobre los obispos, entonces habrá que decir que el poder de los obispos, el que los eleva por encima de la condición de meros funcionarios papales, considerado en sentido puramente material (en su mera objetividad y por estar subordinados a la jurisdicción superior del papa), no es distinguible de ciertas partes del poder pontificio.⁵ Con otras palabras: nada pueden los obispos que no pueda el papa, y todo lo que pueden, lo pueden subordinados al papa. Ahora bien, no se puede negar que semejante estado de cosas (que fue enseñado definitivamente por el Concilio Vaticano I) produjo dentro de la Iglesia, pero sobre todo fuera de ella, la impresión de que los obispos son simples funcionarios del papa. Y si frente a esto se alega que, según doctrina general y no menos definitiva en cuanto a la fe, el episcopado es iuris divini, ya que, conforme a la doctrina explícita de la Iglesia (Pío IX, León XIII, Pío XII), aún después del Concilio Vaticano I los obispos no son meros funcionarios papales, queda todavía oscuro cómo se pueden compaginar las dos afirmaciones, por una parte el primado de jurisdicción universal e inmediato del papa y por otra parte el origen divino y la inderogabilidad del episcopado (como entidad irreducible, aunque no independiente). Por estar esto oscuro, en el sentir concreto y cotidiano perdura en altos y bajos, dentro y fuera de la Iglesia, la impresión de que la Iglesia es una monarquía absoluta regida por el papa como monarca absoluto por medio de sus funcionarios, los obispos. ¿Por qué no se ha de reconocer lealmente y sin ambages que esta impresión, si no expresa, existente en forma difusa y casi instintiva, puede tener en la vida de la Iglesia, desde luego sin quererlo, repercusiones nada despreciables? Una de estas repercusiones puede consistir (sin formular, por ello, un juicio sobre su realidad y extensión efectiva) en que el «funcionario» sienta muy restringida la medida de sus iniciativas responsables, pues como mero órgano de una instancia superior debe aguardar casi siempre las iniciativas de arriba. Nada impide pensar que en la oscuridad de la cuestión de que hemos habladopuede proyectarse más luz de la que se ha hecho hasta ahora. 3. La relación primado - episcopado como caso de la relación Iglesia universal - Iglesia local Un historiador que, no siendo católico, no crea en la unidad y continuidad del derecho constitucional eclesiástico, dirá que la doctrina de la institución divina del episcopado y de los derechos y tareas que le son propios son un residuo verbal de los tiempos en que era tal la situación efectiva en la Iglesia. Añadirá que la doctrina del primado de jurisdicción universal e inmediato del papa, extendido incluso sobre los obispos, tal como se concibe y se aplica desde el Concilio Vaticano I, es objetivamente inconciliable con aquella vieja doctrina; en efecto, la práctica, el sentir de la gente y la propia confesión demuestran que no existen poderes jurídicos de índole material que el obispo pueda ejercer independientemente de tal manera que el papa no pueda privarle de su ejercicio (mediante restricción de sus poderes, deposición, etc.). En diversos aspectos se podrá tratar de disipar esta oscuridad. En primer lugar se puede preguntar: ¿De dónde viene esta dualidad e imbricación de poderes, el pontificio y el episcopal? ¿Cómo puede explicarse que no hay aquí una complicación y falta de claridad que, por los mismos esfuerzos desesperados que se hacen por disiparlo, demuestra que se pretende armonizar verbalmente cosas en sí inconciliables? La respuesta histórica y teológica a esta cuestión parece cifrarse en que la «Iglesia» particular no es sólo una circunscripción administrativa de la Iglesia (entera), sino que además entre la Iglesia local y la Iglesia universal media una relación singular e irrepetible, basada en la naturaleza de la Iglesia y en lo que la distingue de una sociedad territorial natural; y hay que partir de esta relación para explicar y justificar la relación que existe entre papa y obispo. De esta manera la complejidad aparentemente sospechosa de esta relación resulta ser una consecuencia del carácter sobrenatural de misterio de la Iglesia misma. Hay que explicar lo que queremos decir con esto. En primer lugar, la cuestión propuesta podría sin duda solventarse remitiendo a los apóstoles y a su designación por Cristo como jefes jerárquicos de la Iglesia. Y en realidad la eclesiología, para probar la existencia de la función episcopal en la Iglesia y su institución por Cristo mismo, invoca con razón la fundación del colegio apostólico por Cristo, aunque por otra parte la misma eclesiología ve claramente que los apóstoles no eran sólo los primeros obispos (pues gozaban de prerrogativas que no competen a los obispos, ya que no eran obispos locales); como también se percata de que la cuestión de si siempre, en todas partes y desde los principios existió un episcopado monárquico (o si en las comunidades particulares de la Iglesia primitiva se dio alguna vez un régimen colegial, aunque con dirección autoritativa desde arriba), es una cuestión a la que no se puede responder tan fácilmente como parece suponerlo más de un manual de teología. Ahora bien, si se remite sólo a la posición, querida por Cristo, de Pedro y de los apóstoles en la Iglesia primitiva, con el fin de explicar la relación aparentemente tan singular entre el primado y el episcopado, lo que se hace es desplazar la cuestión, no resolverla. En efecto, todavía queda por explicar por qué los otros apóstoles no quedan rebajados al nivel de meros órganos administrativos, ni reducidos a ser meros exponentes de los poderes petrinos, si se reconoce a Pedro según la Escritura ese poder que el dogma vaticano asigna al papa. No habría, pues, que empezar por la relación entre Pedro y los apóstoles, tanto más que los obispos administran un territorio limitado, en lo cual se distinguen esencialmente de los apóstoles incluso desde un punto de vista jurisdiccional. Y así ni siquiera resulta fácil decir hasta qué punto los obispos son «sucesores» de los apóstoles, por lo que parece indicado entender esta afirmación en el sentido de que primariamente el colegio episcopal, en cuanto forma un todo, ejerce una función en la Iglesia que continúa la función del colegio apostólico tomado también en conjunto, pero no en el sentido de que un obispo particular sea inmediatamente sucesor de un apóstol determinado, pues en este caso no se podría explicar ni su vinculación territorial ni su menor autoridad de magisterio. Por consiguiente, la solución⁷ se ha de buscar, como habíamos comenzado a decir, en la relación que media fundamentalmente entre la Iglesia universal y la Iglesia particular. Que existe aquí una relación única y singular que no se halla (por lo menos con tal intensidad y trascendencia) entre otras sociedades y sus diferentes partes, es cosa ya hace tiempo sabida. Para ponerlo al alcance del profano en estas materias no hay como recordar que, ya en el Nuevo Testamento, se llama «Iglesia» tanto a la Iglesia universal como a las comunidades particulares: la Iglesia que Cristo redimió con su sangre es la Iglesia universal; pero también la comunidad particular en una localidad determinada es «la Iglesia», por ejemplo, de Éfeso. Para explicar este peregrino modo de hablar no sirve decir que se trata del uso, no mayormente chocante, de designar la parte con el nombre del todo (pars pro toto). En realidad es tan chocante como si a alguien se le ocurriera llamar Alemania a la circunscripción de Friburgo. En este modo de hablar late una convicción y una idea que no son obvias de suyo y que significan algo más que la perogrullada de que una comunidad es un miembro y un distrito administrativo de la Iglesia universal. La concepción de fondo que se expresa en este modo de hablar tiene una historia que se remonta mucho más allá del Nuevo Testamento. Radica en la cuestión que se planteaba ya la teología judía precristiana, a saber: ¿dónde se halla en forma históricamente tangible y convincente el santo pueblo de Dios al que van dirigidas las promesas divinas, dado que este pueblo en concreto (según la «carne») es incrédulo y recalcitrante a la disposición divina? Partiendo de esta cuestión debió desarrollarse la idea de que, pues no podían frustrarse las promesas y la fidelidad de Dios, el «pueblo», «Israel», etc., seguía todavía existiendo en sentido propio si se hallaba presente en un «resto santo», en una hermandad de unos pocos fieles. Ahora bien, un distrito administrativo de una sociedad no basta a asegurar la esencial pervivencia del todo de esta sociedad, una vez que ha desaparecido este todo en cuanto tal, si la parte no era más que una parte, un mero órgano, en el que no se daban ya enteramente el sentido y la múltiple potencialidad del organismo entero. Y viceversa: si una parte del todo existe en tal forma que el todo, conforme a su esencia, puede actuarse plenamente en la parte y no puede en modo alguno desaparecer mientras siga viviendo esta parte, entonces la parte misma es algo más que mera parte y con razón lleva el nombre del todo. Pues bien, en esta forma concibió la teología judía precristiana el sagrado resto, la comunidad particular de hermanos, en la que con verdadera fe se servía a Dios conforme a su ley: allí existe enteramente Israel, por lo cual la promesa de Dios continúa en vigor, eficaz y victoriosa. Para un más claro desarrollo sistemático de esta idea fundamental, podemos decir lo siguiente: cuando la Iglesia como un todo viene a ser «acontecimiento» en el sentido más pleno, tiene precisamente que ser Iglesia local; en la Iglesia local se hace tangible la entera Iglesia. Para explicar esto necesitamos remontarnos algo más arriba.⁸ Cuando nos preguntamos qué es efectivamente la Iglesia (en cuanto un todo, fundada por Cristo y destinada a todos los pueblos y a todos los hombres), hoy día empezamos espontáneamente a pensar en la societas perfecta, en una organización fundada por Cristo con sus ministerios, con la organización jerárquica de éstos, con los poderes conferidos a los mismos y con la multitud de personas que bajo determinados requisitosadquieren la calidad de miembros de esta agrupación social. Naturalmente, todo esto existe, y todo ello es de la mayor importancia para la salud. Como sucede en otras sociedades, ésta tiene una existencia jurídica permanente, que no se interrumpe ni aun suponiendo que en determinados momentos la Iglesia no actúa en ninguna de sus autoridades y en ninguno de sus miembros. Una sociedad establecida jurídicamente tiene otro modo de existir que las sustancias. De todos modos, no se podrá negar que donde la Iglesia actúa, es decir, enseña, hace profesión de fe, ora, celebra el sacrificio de Cristo, etc., alcanza un grado más elevado de actualización que con su mera existencia permanente. Es una sociedad «visible»; pero en cuanto realmente visible necesita realizar constantemente su perceptibilidad histórica, espaciotemporal, mediante un obrar encarnado en hombres. Debe volver a ser una y otra vez «acontecimiento». Esto no quiere decir que tales «acontecimientos» aislados y dispersos en el espacio y en el tiempo fundamenten cada vez de nuevo la simple existencia de la Iglesia en cuanto tal. Semejante actualismo, que en el fondo negaría la estructura social de la Iglesia, la tradición, la sucesión apostólica y un verdadero derecho eclesiástico iuris divini, es algo totalmente ajeno a la eclesiología católica. Mas, por otra parte, al afirmar la continuidad estática e histórica de una Iglesia que sigue existiendo en forma permanente, no se excluye tampoco que la Iglesia deba venir a ser una y otra vez acontecimiento en determinados puntos espaciotemporales, que deba pasar de una cierta potencialidad a una determinada actualidad, y que la entera naturaleza permanente de la Iglesia esté orientada a este acontecimiento. Si de esta manera distinguimos entre Iglesia como institución dotada de una estructura social permanente por una parte, e Iglesia como acontecimiento por otra, entonces hay que decir: la Iglesia viene a ser acontecimiento actual perceptible en el espacio y en el tiempo, cuando lo hace como comunidad de los santos, como sociedad. Naturalmente, existe también cuando un particular, como titular de un poder de Cristo y de un ministerio de la Iglesia, actúa en la Iglesia y para la Iglesia. Pero no se podrá negar que cuando la Iglesia se hace manifiesta, precisamente en cuanto es una comunidad, es decir, una pluralidad de personas unidas por el hecho visible y por la gracia, entonces la Iglesia es acontecimiento en un grado superior que cuando sólo el titular del ministerio actualiza a la Iglesia en una acción en la que no están incluidos los demás miembros como colaboradores activos. Preguntamos ahora: ¿dónde y cuándo viene a ser la Iglesia, en la forma más intensa y actual, acontecimiento en el sentido que hemos expuesto? En su esencia más profunda es la Iglesia la presencia histórica permanente en el mundo, del Verbo de Dios hecho carne. Es la perceptibilidad histórica de la voluntad salvífica de Dios hecha acontecimiento en Cristo. Por eso también la Iglesia en cuanto acontecimiento está presente en la forma más tangible e intensa allí donde, por las palabras de la consagración pronunciadas con legítimos poderes, se hace presente Cristo mismo en su comunidad, dispensando la salud en su condición de crucificado y resucitado; cuando la salud de la redención se actúa eficazmente en la comunidad porque se hace presente con perceptibilidad sacramental; cuando la «nueva y eterna alianza», que Él instituyó en la cruz, adquiere la presencia más perceptible y actual en la sagrada anamnesis de la primera institución. La celebración de la eucaristía es, por tanto, el más intenso acontecimiento o actualización de la Iglesia. En efecto, en esta celebración no sólo está Cristo presente como redentor de su cuerpo, como salud y señor de la Iglesia en la celebración cultual de la misma, sino que además se hace visible en la forma más tangible la unidad de los fieles con Cristo y entre sí, realizándose del modo más íntimo en el banquete eucarístico. Siendo la celebración eucarística anticipación sacramental del banquete nupcial celeste y eterno en esta celebración cultual brilla ya la forma definitiva, eterna de la comunidad de salud, como también en ella está presente sacramentalmente el origen de la Iglesia, el sacrificio de Cristo en la cruz. Ahora bien, a la celebración eucarística en cuanto acto cúltico sacramental le es inherente —al igual que a los otros sacramentos, esencialmente vinculados al cuerpo— como nota esencial el carácter local. Sólo puede celebrarla una comunidad reunida en un mismo lugar. Pero de aquí se desprende que la Iglesia, sin perjuicio de su estructura y duración social y de su destino y referencia universal a todos los hombres, por su más íntima naturaleza está abocada a concretarse y actualizarse en forma local. Así pues, la eucaristía, en cuanto acontecimiento en el espacio no sólo ocurre en la Iglesia, sino que la Iglesia misma sólo viene a ser acontecimiento en el sentido más intenso en la celebración local de la eucaristía. De ahí resulta finalmente que en la Escritura se pueda llamar Ekklesia a la misma comunidad local, que se le pueda dar el mismo nombre que lleva también la unidad de todos los fieles dispersos sobre la tierra. No solamente es verdad que hay eucaristía porque hay Iglesia, sino que también es verdad, entendido debidamente, que hay Iglesia porque hay eucaristía. La Iglesia es y se mantiene, incluso como Iglesia total, porque constantemente vuelve a actuarse en el único y completo acontecimiento o realización de sí misma, en la eucaristía. Pero dado que este acontecimiento está por esencia situado en un punto espaciotemporal en la comunidad local, por eso la Iglesia local no es una nueva agencia —en cierto modo fundada posteriormente— de la Iglesia universal una, que también hubiera podido omitir tal fundación, sino que es el acontecimiento o realización de esta misma Iglesia universal. Si a consecuencia de catástrofes históricas un gran país y pueblo quedara reducido a una sola aldea, no se podría decir con razón que todavía existiera, que todavía se realizara su ser como entidad histórica. En cambio, si la Iglesia (per impossibile) quedara reducida a una única comunidad local con sede episcopal, su legítimo pastor sería también papa de Roma y (cosa que es decisiva) en tal comunidad acontecería todavía lo mismo que acontece en la Iglesia mundial como actualización de su ser: la proclamación del señorío de Dios inaugurado en la carne entregada a muerte y resucitada del Hijo de Dios, como sentencia de gracia sobre el pecado del mundo. Una proclamación que tiene lugar mediante la legítima celebración por la santa comunidad, que en la anamnesis de la muerte del Señor se somete a este señorío salvador de Dios. La comunidad local no surge, pues, de una división atomizante del ámbito de la Iglesia universal, sino mediante concentración de la Iglesia en su propio carácter del acontecimiento. Sin duda por esto era también la más primitiva Iglesia local propiamente Iglesia episcopal, en lo cual hay que tener presente que los presbyteroi (sacerdotes y párrocos) no deben su origen a la multiplicación de las comunidades locales, sino que eran el senado —a priori plural— del obispo del lugar, de suerte que la primitiva comunidad local (episcopal) contenía únicamente elementos de institución divina: la santa comunidad cultual de Cristo con un apóstol o un sucesor suyo a la cabeza. Veamos ahora lo que de estas relaciones, brevemente esbozadas, entre Iglesia universal e Iglesia local (mejor dicho, entre la Iglesia tal como existe en todas partes y la misma Iglesia tal como se manifiesta en una determinada localidad) se sigue por lo que respecta a la relación entre primado y episcopado. Por cuanto la Iglesia es y ha de ser universal, y ha de haber en todas partes verdaderos adoradores de Dios en el Espíritu y en nombre de Cristo, y esta Iglesia, incluso en su constitución históricamente perceptible, ha de ser una, por eso existe el primado. Y por cuanto la misma Iglesiauna y total ha de manifestarse en lugares particulares y precisamente así alcanza su más alto grado de actualización, a saber, la celebración de la eucaristía y de los sacramentos, por eso existe el episcopado de derecho divino.¹ Por tanto, este episcopado ha de poseer todos los derechos y poderes que necesita si por una parte allí donde rige el obispo particular, la Iglesia, como Iglesia total (lo que no quiere decir: totalmente) ha de alcanzar manifestación y perceptibilidad histórica en su acto supremo; y si por otra parte esta Iglesia que logra manifestarse en su actualización es la misma que se extiende por toda la tierra y que en esta catolicidad está representada por el papa. Podemos decir: en el sentido y en la medida en que la Iglesia entera se halla enteramente en una Iglesia local, se halla también enteramente en el obispo local la potestad de jurisdicción y de orden de la Iglesia. La potestad papal no es en este sentido más amplia, sino en cuanto que el papa representa por sí solo la unidad de la Iglesia entera como totalidad de las Iglesias locales (y, como es natural, iure divino). Esto se manifiesta ya en el mero hecho de no poseer el papa una potestas ordinis más extensa que la de un obispo corriente, aunque, sin embargo, desde un punto de vista absoluto y completo, esta potestad es más elevada en comparación con la potestad de jurisdicción. Tal igualdad no habrá de entenderse como debida única y exclusivamente a una disposición arbitraria de Dios, sino que se debe y se puede preguntar por su razón esencial (aun cuando se pueda decir que sólo es cognoscible gracias a la expresa revelación del hecho). Así pues, debiendo la Iglesia manifestarse localmente, «en virtud de la misma institución divina en que estriba el papado, existe también el episcopado; también éste tiene sus derechos y deberes, que el papa no tiene derecho ni poder de modificar. Es, por tanto, absolutamente erróneo... creer que... los obispos no son sino instrumentos del papa, sus funcionarios sin propia responsabilidad». «Según la constante doctrina de la Iglesia católica, que fue también declarada explícitamente por el Concilio Vaticano I, los obispos no son meros instrumentos del papa, no son funcionarios pontificios sin propia responsabilidad, sino que fueron instituidos por el Espíritu Santo y ocupando el lugar de los apóstoles apacientan y rigen como verdaderos pastores la grey que les ha sido confiada...».¹¹ Así, por ejemplo, ya que un obispo representa en su diócesis mediante su doctrina la doctrina de la Iglesia universal (que es siempre la contenida en el primado magistral del papa, en unidad también de fe) no trasmite como un altavoz la doctrina de la Iglesia universal o del papa, de modo que el que le oye piense que en realidad es otro el que le habla, u oiga que lo que desde algún otro lugar se le habría de decir con la misma fuerza obligatoria, sino que en el obispo se actúa el testimonio continuado y autorizado de la verdad revelada, por medio de la Iglesia misma.¹² Algo análogo debe decirse de la potestad de orden y de la de jurisdicción. 4. Episcopado y carisma¹³ Resultará todavía más claro el sentido de lo dicho (y con ello también los límites de la constitución «monárquica» de la Iglesia) con las consideraciones siguientes. En el acto del funcionario sólo puede manifestarse la iniciativa de su jefe. Aunque al poner este acto puede (y debe) desplegar alguna iniciativa, el contenido del acto deriva totalmente de los poderes y de la iniciativa de su jefe, de modo que en él no se verifica nunca sino lo que ya «existía» en el jefe. Tal no es el caso del obispo. En una anterior quaestio disputata¹⁴ dejamos ya expuesto que junto con la estructura jerárquica de la Iglesia existe también una estructura «carismática». Esto quiere decir que el Espíritu, como Señor de la Iglesia que es, se reserva totalmente en la constitución de la Iglesia el derecho y la posibilidad de transmitirle sus impulsos sin encauzarlos primeramente, siempre y en todas partes, por sus órganos jerárquicos oficiales. Algo parecido hay que decir de la relación existente entre los mismos órganos jerárquicos (el pontificado y los obispos). Dado que los obispos en su propia diócesis no son (sólo) representantes del papa, sino inmediatamente representantes de Cristo, representación de la Iglesia universal en aquel lugar, por eso, aunque deben atender siempre a la unidad de la Iglesia difusa representada por el papa, responden ante ella y por esto están subordinados al papa (deben mantenerse en «paz y comunión» con la sede apostólica), no por eso son meros ejecutores de la voluntad pontificia, sino también perfectas puertas jerárquicas de acceso para los impulsos del Espíritu Santo, que por medio de ellos hace que en primer lugar venga a ser realidad lo que quiere que se lleve a cabo en este punto concreto de la Iglesia, pero también (en determinados casos) lo que quiere que pasando por este punto se comunique a la Iglesia entera en materia de nuevos conocimientos, nueva vida y nuevas posibilidades de existencia cristiana en la vida privada y en la pública. El obispo particular, en su iniciativa guiada inmediatamente por el Espíritu de Dios, debe siempre asegurarse de que mantiene la unidad y cuenta con asentimiento (por lo menos tácito) de la Iglesia universal y del papa; pero no se reduce a ser mero ejecutor de los impulsos que parten de la suprema dirección de la Iglesia. Como el obispo es iuris divini, en cuanto que participa del ius divinum del episcopado (aunque en concreto sea investido por el papa), así también es un órgano, designado en forma totalmente oficial, de tal dirección inmediata por el Espíritu Santo. La aprobación del papa y consiguientemente de la Iglesia universal es signo de que el obispo es efectivamente y no cesa de ser órgano dócil de esta dirección por el Espíritu de la Iglesia. Pero esto mismo no significa que su iniciativa consista sólo en ejecutar un impulso procedente de la suprema dirección humana de la Iglesia. El papa tiene que ejecutar también sobre el obispo particular una potestad normal de jurisdicción, duradera y oficial (pues la Iglesia del obispo es miembro y parte —aunque no sólo esto— de la Iglesia universal). En este sentido el obispo particular es también órgano ejecutivo de la autoridad pontificia. Pero como la Iglesia del obispo es la Iglesia en esa misteriosa presencia del todo en la parte, que sólo se da en la Iglesia, por eso, mediante impulsos de arriba, el ser cristiano y eclesiástico en él y por medio de él y de su Iglesia puede llegar a manifestarse para la Iglesia entera, mediante impulsos, decimos, que no son transmitidos por la vía regular a partir del grado supremo de la jerarquía. En la docilidad a tales impulsos, a la que está obligado el obispo (a diferencia de los seglares carismáticos) en virtud de su función, reside una dignidad y una obligación que también «subjetivamente» le constituyen en algo más que mero funcionario del papa. Esta relación inmediata del episcopado con Dios y con su guía, no obstante su dependencia «ordinaria» del papado, acaso parezca complicada, acaso enturbie desde el punto de vista jurídico formal las relaciones y la precisa delimitación de ambas potestades. Pero precisamente esta complejidad e imprecisión en el entrelazamiento de ambas potestades está fundada en la naturaleza singular e irrepetible de la Iglesia. Precisamente en función de esta naturaleza se muestra que el problema de la irrevocabilidad del poder episcopal no se puede resolver delimitando (como han intentado todos los galicanismos y febronianismos) ciertas facultades y poderes de los obispos, en los que el papa no puede ejercer el menor influjo. Las facultades más verdaderas y propias, las tiene el obispo por el hecho de que en él y en su Iglesia se manifiesta la Iglesia en su actualización, y precisamente estas mismas facultades de la Iglesia tienen en el papa su pleno titular personal para la Iglesia entera. Pero esta misma indivisibilidad de las facultades y poderesentre las dos clases de titulares (entendido esto como si el influjo del papa sobre el obispo tuviera una limitación de orden distributivo determinable jurídicamente) no significa que el obispo sea un mero funcionario, un ejecutor de las órdenes del papa. Y no lo es por la razón misma que lo subordina al papa. Le está subordinado no porque la diócesis represente un pequeño distrito administrativo de la Iglesia universal, que el obispo sólo administra en nombre de la Iglesia entera, sino porque en su diócesis viene a manifestarse la Iglesia universal. Ahora bien, esto lo subordina y lo hace a la vez autónomo. De ahí que el obispo sea también responsable por la Iglesia entera. No porque dirija inmediatamente lo que está reservado al papa, sino porque se mantiene accesible a las disposiciones de la Iglesia, y también a las de Dios, en tal forma que lo que acontece en su diócesis permanece en «comunión» con la Iglesia universal, pero al mismo tiempo puede venir a ser punto de partida para el impulso de Dios a la Iglesia entera. Que esto ha sido siempre así, lo vemos concretamente en la historia de la Iglesia. Es evidente que un Atanasio, un Ambrosio, un Agustín, un Ketteler (como precursor de la moderna doctrina social de la Iglesia), un cardenal Suhard y otros muchísimos no eran sólo buenos obispos de sus diócesis locales, sino que significaban algo insustituible para la Iglesia entera. Ahora bien, esta su especial y mayor importancia no se basaba sólo en su personalidad privada (de grandes teólogos, etcétera), sino que de hecho y por la naturaleza misma de la cosa, estribaba en su calidad de obispos: no habrían podido influir en la forma en que influyeron si no hubiesen sido obispos, y precisamente porque eran obispos habían de influir así. La función carismática de los obispos de Iglesias individuales no merma lo más mínimo el significado, la importancia y la dignidad del pontificado. En efecto, por lo pronto hubo muchos papas en quienes se aunaban el ministerio y la misión carismática para bien de la Iglesia. Sólo un totalitarista, no ya un papa, podría ver en el carisma libre en la Iglesia, en el soplo del Espíritu Santo (que sopla donde quiere), una disminución, una puesta en duda o un peligro para el ministerio permanente. Con mayor razón se aplica esto cuando un obispo carismático obedeciendo al pneuma y al poder de Dios, apacienta la grey que le ha sido confiada por Cristo. Y, finalmente, los papas han inculcado siempre que su gloria era el solidus vigor de los obispos (Dz 1828, con la cita de san Gregorio Magno por el Concilio Vaticano I). Y esto se puede decir también sobre todo de la fuerza y vitalidad que el mismo Espíritu Santo confiere a los obispos. No es posible establecer una delimitación materialmente fija entre las facultades del papa y de los obispos, ya que el papa posee la plenitud de la potestad, de modo que no se puede señalar en concreto en el ámbito de la jurisdicción de un obispo singular una sola facultad particular que (por razones justas) no pueda el papa retirarle (o cuyo ejercicio no le pueda prohibir), aun cuando el episcopado en cuanto un todo debe persistir por disposición divina. Sin embargo, por la naturaleza misma de la cosa se da la posibilidad de un derecho eclesiástico humano y de su evolución y modificación, puesto que evoluciona el reparto efectivo de los quehaceres y poderes ordinarios entre ambas autoridades. En segundo lugar, la debida delimitación —es decir, la que responde a la cosa misma, al tiempo y a la situación espiritual de hecho (es decir, determinada por el derecho eclesiástico humano positivo)— es un hecho que no se puede regular siempre con normas materiales fijas y, por así decir, en virtud de los principios constitucionales. Por eso no existe una instancia asequible jurídicamente, que garantice que la relación factual entre episcopado y primado en cuanto a la delimitación jurídica de las competencias, etc., se verifica debidamente y de acuerdo con las exigencias de la realidad. Sólo la acción del Espíritu Santo puede cuidar siempre de nuevo de que tal equilibrio práctico en el derecho eclesiástico y en la aplicación concreta del mismo se efectúe en la forma más favorable al bien de la Iglesia. Si se considera sólo jurídicamente la relación que media entre ambas autoridades, entonces no existe de antemano norma alguna que excluya inequívocamente la posibilidad de que el papa se reserve todos los poderes en tal forma que en realidad sólo quede el nombre de un episcopado iuris divini. En efecto, no es posible (por principio, según lo que hemos dejado dicho) señalar una sola facultad que el papa no pueda reservarse, como tampoco existe instancia alguna en el mundo entero que, siendo superior, pudiera en un caso concreto declarar inadmisible tal medida, ya que las decisiones de la sede suprema no están sujetas a revisión alguna terrestre de carácter autoritario, al papa incumbe la competencia de la competencia y, finalmente, no existe ni puede existir (ni es necesario que exista, pues la Iglesia tiene la promesa de la asistencia del Espíritu Santo) un verdadero derecho último a la resistencia, derecho que acabaría con la Iglesia en cuanto tal en su forma concreta. Por consiguiente, para el católico la asistencia del Espíritu Santo es la única, última y decisiva garantía de que, en líneas generales, existe en la Iglesia el debido equilibrio práctico entre ambos poderes, sin que predomine ni un exagerado centralismo ni una disgregación episcopaliana de la Iglesia, y todo esto conforme a las exigencias de cada tiempo. Expresado ya el conocimiento reflejo y solemnemente definido del primado papal, en la práctica sólo queda el peligro de un excesivo centralismo en la Iglesia, puesto que para ello existe un pretexto y posibilidad jurídica, mientras que desde el Concilio Vaticano I sólo meros hechos y costumbres pueden influir en sentido contrario. Así, la única garantía contra este peligro es la confianza, no asegurada jurídicamente, en la asistencia del Espíritu Santo. Por consiguiente, también el Espíritu de Dios es el último garante de que en la Iglesia goce el episcopado del campo de acción que debe tener iure divino. Pero tal es la situación en todas partes: donde está el Espíritu, allí hay libertad. A este Espíritu se le puede circunscribir el ámbito de su libre actividad mediante normas de derecho, pero a fin de cuentas es Él el que debe proteger las normas. Así se comprende por qué no puede haber en la Iglesia una constitución adecuada: de ella misma forma parte el Espíritu, único que en definitiva puede garantizar la unidad de la Iglesia no obstante la existencia de dos poderes, uno de los cuales no se puede reducir al otro de modo que se pueda decir en verdad que la Iglesia es una especie de monarquía absoluta. II Primado, episcopado y «successio apostolica» por Joseph Ratzinger En la expresión «católico romano» con que en las actuales estadísticas religiosas se distingue de los otros «catolicismos» a la comunidad creyente que está ligada con el obispo de Roma, se da cierta paradoja lingüística, que por otra parte es expresión de una importante problemática teológica. Al igual que «ecuménico», «católico» significa la superación de todas las barreras especiales, la pretensión de extenderse al mundo entero. Cuando la designación de catholicus vino a ser el cognomen —como el apellido— del christianus, esta universalidad tenía precisamente por objeto marcar la distinción de las sectas espacialmente limitadas, para evitar equívocos en lo que podríamos llamar estadísticas religiosas.¹ Ahora, en cambio, al añadir al catholicus el nuevo apelativo romanus, no sólo se manifiesta el escándalo de la división dentro de la Catholica misma, que es lo que principalmente hace necesaria esta determinación, sino que al mismo tiempo parece retirarse el primer predicado, dándose la sensación de determinarse y restringirse la anterior ilimitación espacial mediante la añadidura de una localidad concreta. En la peculiar polaridad en que se hallanrecíprocamente los dos vocablos romanus y catholicus está incluida en forma sugestiva la relación entre unidad y plenitud, entre primado y episcopado. Si la denominación de «católico romano» sugiere en primer lugar, desde el punto de vista de su función estadística religiosa, el fenómeno de la división en el catolicismo, al mismo tiempo —mirando las cosas más profundamente— pone al descubierto el punto de partida de esta separación, haciendo visible la concepción esencial de la unidad y de la catolicidad, en la que se han separado y todavía se separan los espíritus. El plan conciliar de Juan XXIII volvió a situar esta problemática en el centro de la búsqueda teológica, y después de los decenios que siguieron al Concilio Vaticano I, en los que se fijó el contenido del término romanus, ha vuelto a llamar la atención hacia el otro lado de la balanza, hacia el catholicus, con el que coexiste en paradójica unidad el romanus, de tal modo que el uno separado del otro dejaría ya de ser lo que es. La teología se apresta a refundir el tratado De episcopo y el De conciliis, después de haber alcanzado un elevado grado de claridad en el tratado De primatu.² El presente trabajo trata de hacer un modesto aporte a tal debate partiendo del concepto de sucesión. En todo caso, en este mismo debate importa descartar falsos problemas y no perder el tiempo en profundizar cosas sin trascendencia o que son ya claras de antemano. Más bien se deben enfocar cuestiones pendientes, cuyo examen haga esperar un progreso no puramente verbal en el conocimiento de la naturaleza de la Iglesia, prestando así un verdadero servicio a la cristiandad separada. 1. La doctrina de la Iglesia sobre el primado y del episcopado Comencemos, pues, por preguntarnos: ¿qué es aquí doctrina establecida de la Iglesia y, por tanto, algo dado que pueda y deba presuponerse tanto en el diálogo entre católicos como en el de controversia teológica? Pues bien, es doctrina establecida de la Iglesia, en primer lugar, que al papa compete una potestad inmediata y ordinaria de jurisdicción en sentido de verdadero poder episcopal sobre la Iglesia entera.³ El primado del papa es designado por el Concilio Vaticano I como apostolicus primatus, la sede romana como sedes apostolica.⁴ De lo dicho se sigue, en cuanto a la doctrina, que al papa le compete la infalibilidad por razón de su función, de modo que sus decisiones ex cathedra son irreformables por sí mismas, ex sese, no ya en virtud de una subsiguiente confirmación por la Iglesia.⁵ Por lo que atañe a la communio, segundo pilar de la existencia eclesiástica, se sigue que sólo quien se mantiene en comunión con el papa se halla en la verdadera communio del cuerpo del Señor, es decir, en la verdadera Iglesia. Con estas certezas relativas al papa se enfrenta una serie de certezas relativas a la naturaleza de la función episcopal. Si por una parte se designa a la sede papal como sedes apostolica y a su primado como apostolicus, por otra parte se dice también de los obispos que in Apostolorum locum successerunt;⁷ si se atribuye al papa potestad episcopal ordinaria sobre toda la Iglesia, de modo que pudiera creerse que los obispos son meros órganos ejecutivos del papa, por otra parte se declara que los obispos «han sido instituidos por el Espíritu Santo»,⁸ que son «de derecho divino», no de derecho pontificio, y que no pueden ser suprimidos por el papa porque, al igual que él, constituyen una pieza de la estructura de la Iglesia fijada por Dios. Dom Olivier Rousseau ha llamado recientemente la atención hacia un documento largo tiempo olvidado, que con razón llama comentario auténtico sobre el Concilio Vaticano I, y al que sin duda se puede considerar como una especie de reasunción de la doctrina De episcopo que quedó allí pendiente, como importantísimo complemento, gracias al cual se revela el pleno sentido de las decisiones vaticanas. Nos referimos a la «Declaración colectiva del episcopado alemán a propósito de la circular del canciller de Alemania sobre la futura elección del papa», del año 1875, que obtuvo una aprobación enérgica y sin reservas del papa Pío IX.¹ Rousseau resume en los siete puntos siguientes el contenido de este importantísimo documento: 1) El papa no puede reivindicar para sí los derechos de los obispos ni sustituir el poder de éstos por el suyo. 2) La jurisdicción episcopal no está absorbida por la jurisdicción papal. 3) Las decisiones del Concilio Vaticano I no entregaron al papa toda la plenitud de la potestad episcopal. 4) Por principio, no pasó el papa a ocupar el lugar de cada obispo particular. 5) No puede situarse en cada momento frente a los gobiernos en el lugar del obispo. 6) Los obispos no se han convertido en instrumentos del papa. 7) Frente a los gobiernos no son funcionarios de un soberano extranjero.¹¹ Si a esta luz volvemos a considerar una vez más y en nueva forma las aserciones vaticanas sobre el primado, no se puede negar que aparecen mucho más profundas y ciertamente no tan sencillas como dan a entender gran parte de los manuales de teología. En el fondo están penetradas de la misma dialéctica que caracteriza a las demás aserciones de este concilio, cuyo lenguaje tan a menudo se simplifica a pesar de ser tan asombrosamente matizado. Hans Urs von Balthasar ha destacado el carácter dialéctico de la primera parte de las decisiones vaticanas, señalando que el concilio no se limitó a definir la existencia de un conocimiento natural de Dios, sino que sus aserciones sobre este particular están penetradas de una sublime dialéctica, por cuanto que al certo cognosci posse del primer período se contrapone en el otro la afirmación explícita de la falta de una firma certitudo asequible para todos los hombres con poca fatiga y sin mezcla de error, de modo que resulta el siguiente esquema: Humana ratio per se in praesenti generis humani conditione | | certo cognoscere potest firmam certitudinem revelatio tribuit omnibus hominibus expedite et nulo admixto errore.¹² Por consiguiente, el certo aparece al mismo tiempo bajo el signo del sic y del non; el concilio no da una fórmula sencilla, como (con razón) no deja de buscarla el teólogo, sino que evidentemente no cree poder enunciar el total estado de cosas sino en la unidad dialéctica de tensión entre el sic y el non. Ahora bien, la misma dialéctica se puede descubrir en el apartado siguiente relativo a la cognoscibilidad de la revelación mediante el signo. Aquí se encarece incluso el certo mediante un certissime, con lo cual se agudiza todavía el problema al aparecer como sujeto de tal certeza, no la abstracta humana ratio per se, sino la razón concreta del hombre medio, tal como éste es en la vida real. Pero a este sic todavía reforzado se contrapone un non también reforzado, puesto que al mismo tiempo se subraya que tal conocimiento es «libre obediencia», a la que el hombre puede resistirse y sustraerse.¹³ También aquí tiene cuenta el concilio con el todo de la realidad, que sólo se puede presentar en la contraposición dialéctica de dos series de aserciones, que en cada caso son de por sí insuficientes. Si ahora, a la luz de la «Declaración colectiva» de los obispos volvemos a considerar el apartado, con frecuencia omitido sin más, De R. Pontificis et episcoporum iurisdictione (Dz 1828), se observa que aquí, en la doctrina del primado, se introduce la misma dialéctica que caracteriza al concepto de revelación y de fe. También aquí se contraponen en definitiva dos series de aserciones que no pueden coincidir, siendo así precisamente como pueden expresar de modo aproximado una realidad que no es unilineal ni mucho menos. La Iglesia aparece —para decirlo con los términos de Heribert Schauf— no como un círculo con un solo centro, sino más bien como una elipse con dos focos: primado y episcopado.¹⁴ Hablando en sentido de la historia del dogma: en la lucha secular entre episcopalismo y conciliarismo por una parte y papismo por otra, el Concilio Vaticano I no representa sin más ni más la victoria de este último, comosin duda pudiera parecer a observadores superficiales. El clásico papismo de la edad media considera «la culminación jerárquica del presbiterado en el episcopado, es decir, la precedencia jurisdiccional del obispo», como una medida de orden de la Iglesia esta concepción se funda en el hecho de que «en la práctica no está el papa en condiciones de ejercer con todos los fieles la función de pastor»; por consiguiente, el papa puede «en todo tiempo limitar y restringir, o incluso suprimir, el poder de jurisdicción del obispo.¹⁵ El Concilio Vaticano I es una condenación tanto del papismo como del episcopalismo. Materialmente califica de erróneas ambas doctrinas, y en lugar de soluciones unilaterales inspiradas por un pensar tardío, teológico o imperialista, pone la dialéctica de la realidad establecida por Cristo, dialéctica tanto más respetuosa con la verdad por cuanto renuncia a hallar una fórmula unitaria que satisfaga a la inteligencia. Que a partir del Concilio Vaticano I se debe considerar condenado no sólo el episcopalismo, sino también el papismo, es un hecho que todavía no parece haberse grabado suficientemente en la conciencia de la cristiandad y en el que conviene, por tanto, insistir. En la gran pugna histórica entre las dos poderosas corrientes, la balanza no se inclina a una parte ni a otra, sino que se crea una nueva posición que, pasando por encima de todo pensar constitucional humano, formula la especial peculiaridad de la Iglesia, que no proviene de arbitrio humano, sino en último término de la palabra de Dios. La pregunta acerca de lo definido en la doctrina de la Iglesia nos ha llevado al centro de la problemática de esta definición, aunque al mismo tiempo ha puesto también claros sus límites. Según la fe católica, el episcopado y el primado son dos realidades de la Iglesia previamente dadas por Dios; así, para el teólogo católico no puede tratarse de contraponer la una a la otra; el teólogo sólo puede tratar de comprender más profundamente la vital reciprocidad de ambas, contribuyendo así con su pensar a la realización que, después de todo, se verifica por medio de hombres y que en todo tiempo representa la forma humanamente escindida de lo predispuesto e impuesto por Dios. K. Rahner ha tratado de explicar esta reciprocidad partiendo del concepto de la communio.¹ Sin duda alguna, éste es y debe ser el centro y el punto de partida, dado que la Iglesia en su naturaleza más íntima es communio, comunidad, comunión, participación del —y en el— cuerpo de Cristo.¹⁷ A un aspecto complementario conduce el reflexionar que la Iglesia del Verbo o Palabra encarnada es también a su vez Iglesia de la Palabra y no sólo del sacramento: el sacramento y la Palabra son los dos pilares sobre los que se sostiene la Iglesia;¹⁸ en la relación entre estas dos magnitudes hallamos una vez más esa irreducible unidad polar en la dualidad, que es signo de vida y precede a las construcciones de la lógica sin poder encuadrarse totalmente en ellas. Ahora bien, si en nuestra cuestión partimos de la palabra, nos vemos conducidos al concepto de sucesión, que no se plasmó (o no se plasmó primariamente) partiendo de la realidad de la communio, sino en la pugna por la «palabra», que es donde encaja con más propiedad, aun cuando materialmente abarca también por necesidad el ámbito de la communio. El problema primado-episcopado se refleja en el concepto de sucesión en cuanto que, por una parte, se dice que los obispos son sucesores de los apóstoles, mientras que, por otra parte, el predicado apostolicus se reserva en forma única al papa. Así se impone la cuestión de si hay una doble sucesión y, por tanto, una doble participación en lo apostólico. Es conveniente investigar ante todo la naturaleza de la sucesión en general y luego el significado del término apostolicus en conexión con el concepto de sucesión. 2. Reflexiones sobre la naturaleza de la «successio apostolica» en general El concepto de sucesión —como lo ha destacado acertadamente Von Campenhausen— se formuló claramente en la polémica antignóstica del siglo ii;¹ su objetivo era contraponer a la tradición pseudoapostólica de la gnosis la verdadera tradición apostólica de la Iglesia. Está, por consiguiente, de antemano en la más estrecha conexión con la cuestión acerca de lo verdaderamente apostólico; pero sobre todo se manifiesta que, en un principio, successio y traditio tienen la mayor afinidad, pues por lo pronto significan casi lo mismo y ambos se designan incluso con el mismo término griego de διαδοχή, que quiere decir tanto«tradición» como «sucesión».² En efecto, «tradición» no es mera transmisión anónima de doctrina, sino palabra viva, ligada a la persona, que tiene en la fe su realidad concreta. Y, viceversa, sucesión no es una recepción de poderes propios de la función, sobre los que el titular dispone, sino que consiste en ser tomado uno al servicio de la palabra, para dar testimonio del bien que le ha confiado, y este oficio está por encima de su titular, de modo que éste desaparece tras la cosa recibida, no siendo en cierto modo —para usar la admirable imagen de Isaías y de Juan Bautista— más que una voz que hace audible la palabra en el mundo. El ministerio, la sucesión de los apóstoles se asienta en la palabra, y esto es tan cierto hoy como entonces. ¿Cuál era entonces la situación? La gnosis oponía al cristianismo eclesiástico la maraña de su filosofía religiosa, dándola por una tradición secreta recibida de los apóstoles. Frente a esto declara la polémica eclesiástica que las comunidades en que habían actuado los apóstoles en persona o a las que fueron dirigidas las cartas apostólicas, están en la Iglesia y nada más que en ella. En estas comunidades se puede seguir la línea hasta llegar, por decirlo así, a la boca del apóstol mismo; el hombre que ahora está a su cabeza puede señalar nominalmente su árbol genealógico espiritual remontándose hasta allá. Si en alguna parte puede haber el recuerdo de un legado oral de los apóstoles, debe hallarse en estas comunidades, que son el verdadero indicador de lo que con razón puede llamarse «apostólico». Aquí se ve con toda claridad en qué sentido sucesión es igual que tradición: sucesión es firme mantenimiento de la palabra apostólica, como tradición significa la existencia continuada de testigos autorizados. Hans von Campenhausen ha hecho notar que, dejando a un lado el papel intermediario de la gnosis, la Iglesia, al formular el principio de la sucesión (tradición), se aplicó a sí misma un esquema de la filosofía antigua, que en sus escuelas fue la iniciación de la técnica de las listas de sucesión.²¹ Puede que sea así, aunque el estado de las fuentes no permite un juicio seguro. Por lo demás la palabra de Dios y la realidad por ella fundada, ¿no debe servirse siempre de condiciones humanas a fin de poder expresarse entre hombres? Pero si con esto ha querido decir Von Campenhausen que una teología tardía, y por tanto secundaria, de la successio-traditio fue precedida por una teología de la Escritura,²² habrá que reconocer en ello un error. En efecto, la inteligencia del Nuevo Testamento como «Escritura» y con ello la posible formulación de un principio neotestamentario de la Escritura, no es anterior a la fijación del principio de la successio-traditio, y además fue más influido que éste por Marción, a través de la gnosis.²³ No hay que engañarse: la existencia de escritos neotestamentarios reconocidos como apostólicos no incluye todavía la existencia de un «Nuevo Testamento» en sentido de «Escritura»: de los escritos a la Escritura hay un largo trecho. Es sabido, y no se debe pasar por alto, que en ninguna parte el Nuevo Testamento se entiende a sí mismo como «Escritura»; ésta es para él el Antiguo Testamento, mientras que el mensaje de Cristo es precisamente el «espíritu» que proporciona la inteligencia de la Escritura.²⁴ La idea de un «Nuevo Testamento» como «Escritura» es aquí todavía absolutamente inconcebible, incluso en los casos en que el ministerio adquiere ya clara configuracióncomo forma de la παράδοσις. Esta situación, la existencia de escritos neotestamentarios reconocidos sin que exista un principio escriturístico neotestamentario o, si se quiere, un concepto claro de canon, se extiende hasta el mismo siglo segundo, es decir, precisamente hasta la época de la polémica con la gnosis. Aun antes de que se formulara la idea de una Escritura neotestamentaria como «canon», había formado ya la Iglesia otro concepto de canon; poseía, sí, su Escritura en el Antiguo Testamento, pero esta Escritura necesitaba para su interpretación un canon neotestamentario, que la Iglesia descubría en la traditio garantizada por la successio. «Canon era originariamente —así lo formuló una vez drásticamente Von Harnack— la regla de la fe; en realidad, la Escritura vino a meterse en medio».²⁵ Antes de que el Nuevo Testamento mismo venga a ser Escritura, es fe que interpreta la «Escritura» (es decir, el Antiguo Testamento). De todos modos, importa aquí evitar otro error de signo contrario. Si la Iglesia contrapone a la gnosis la διαδοχή viva, que es traditio y successio en una sola cosa, a saber, palabra ligada al testigo y testigo ligado a la palabra, esto no implica que quiera canonizar junto con la Escritura doctrinas transmitidas por tradición, sino que, por el contrario, esto se hace para precaverse contra la afirmación gnóstica de una παράδοσις ἄγραφος. La ininterrumpida διαδοχή (παράδοσις) ἀποστολική de la Iglesia es, según la intención de los tempranos teólogos antignósticos, precisamente la prueba de que no existe la παράδοσις ἄγραφος propagada por los gnósticos (por lo menos en la forma afirmada por ellos). Sea, pues, lo que fuere de la dependencia terminológica, παράδοσις (διαδοχή) significa por ambas partes algo completamente distinto e incluso contrario. En la gnosis significa un contenido doctrinal que se da como de origen apostólico, mientras que en la teología eclesiástica significa la sujeción de la fe a la autoridad de la Iglesia encarnada en la sucesión episcopal. La Iglesia no recurre a la παράδοσις para poner al lado de la Escritura doctrinas apostólicas ágrafas, sino precisamente para impugnar la existencia de tales legados secretos. Παράδοσις significa para la Iglesia el hecho de que en la comunidad neotestamentaria la «Escritura» (= el Antiguo Testamento) está sujeta a la interpretación por la fe recibida de los apóstoles.² El instrumento principal de esta interpretación de fe son los escritos neotestamentarios y el símbolo que los compendia, pero son instrumento al servicio de esta fe viva, que tiene su forma concreta en la διαδοχή.²⁷ O, para decirlo todavía con otras palabras: según la mente de los tempranos teólogos antignósticos se da en la Iglesia «tradición» en cuanto que la sede primaria de la auctoritas apostolica se halla en la Iglesia que anuncia la palabra, pero no en el sentido de que en ella se hayan conservado doctrinas secretas procedentes del tiempo de los apóstoles. Se podría decir también: en la Iglesia hay tradición, pero no tradiciones. La idea de la tradición es eclesiástica, la de las tradiciones es gnóstica.²⁸ De aquí resulta que «tradición apostólica» y «sucesión apostólica» se definen mutuamente. La sucesión es la forma de la tradición, la tradición es el contenido de la sucesión. En esta conexión se halla también la justificación de ambos principios, que son uno solo, y ésta es la nota decisiva que distingue al cristianismo católico (romano o griego) de aquella confesión que renuncia al apelativo catholicus para designarse sólo por el Evangelio.² En efecto, la subordinación a la palabra viva, del anuncio de la palabra mediante la sola Escritura, es genuinamente neotestamentaria; y así los teólogos cristianos que en la polémica con la gnosis interpretaban en el sentido descrito la autoconciencia de la Iglesia, interpretaban también una comunidad, que en este núcleo esencial de su autoconciencia coincidía plenamente con la conciencia que reflejan los escritos del Nuevo Testamento. Lo que esto significa aparece claro si se compara con la siguiente declaración de Oskar Cullmann, que se puede considerar como una fórmula clásica de pensar reformado en materias de sucesión: «En el único texto neotestamentario que habla de la relación de los apóstoles con la Iglesia que les sucede —el ya mencionado pasaje de Ioh 17, 20—, el influjo continuado de los apóstoles no se asocia al principio de sucesión, sino a la palabra de los apóstoles: “los que creen por su palabra”».³ ¿Se puede, por tanto, considerar la sucesión y la palabra como cosas opuestas entre sí? Sólo, sin duda, si por palabra se entiende exclusivamente la palabra escrita, el libro. Pero ¿se puede verdaderamente admitir que cuando el Nuevo Testamento habla de la palabra piensa ya en un libro? Es cierto que las generaciones ulteriores vienen a la fe por la palabra, pero, en la perspectiva de la Biblia, no como lectores, sino como oyentes de la palabra. En este sentido, ¿quién no piensa espontáneamente en las admirables palabras de san Pablo?: «Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Según está escrito: “¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian la buena nueva!”» (Rom 10, 14 s). Así pues, en la perspectiva del Nuevo Testamento la palabra es la palabra oída y, en cuanto tal, palabra anunciada, no palabra leída. Esto quiere decir: si la verdadera successio apostolica reside en la palabra, no puede residir sólo en un libro, sino que como successio verbi debe ser successio praedicantium, que no puede a su vez subsistir sin «misión», o sea sin continuidad personal desde los apóstoles. Precisamente por razón de la palabra, que en el Nuevo Testamento no ha de ser letra muerta, sino viva vox, se requiere una viva successio. En este sentido la teología neotestamentaria de la palabra y de la Escritura ofrece, en último término, una confirmación todavía más profunda del concepto de sucesión formulado por la temprana teología antignóstica, como la convicción que cada vez se va abriendo más camino, según la cual el rito de la investidura de una función mediante la imposición de las manos tomado del judaísmo debe remontarse hasta los orígenes judíos del cristianismo.³¹ Finalmente, precisamente en esta inteligencia, y sólo en ella, del don de la palabra conferido a la Iglesia, se pone al hombre con toda seriedad una y otra vez en la condición de «oyente de la palabra», de un oyente que no tiene personalmente poder alguno sobre la palabra, sino que se halla en la condición del puro recibir, que se llama «creer».³² Y tal «creer» está sustraído a toda restricción individualista; por el «oir» se vuelve continuamente al tú, a esa gran comunidad de los creyentes que está llamada a ser «una sola» en Cristo (Gal 3, 28). Podemos resumir en la forma siguiente lo hasta aquí dicho: a la idea gnóstica de tradiciones ágrafas secretas, contrapone la Iglesia en primer lugar no la Escritura, sino el principio de la sucesión. «Sucesión apostólica» es, conforme a su esencia, la presencia viva de la palabra en la forma personal del testigo. La continuidad no interrumpida de los testigos se manifiesta por la naturaleza de la palabra como auctoritas y viva vox. 3. «Successio papalis» y «successio episcopalis»: relación y diferencia La teología antignóstica de la sucesión nos lleva, más allá de lo hasta aquí estudiado, hasta el verdadero campo de discusión del problema «primado y episcopado». Porque a los gnósticos no sólo se les opone como prueba de su error la misma función episcopal de la Iglesia, sino que además se los remite a las sedes apostolicae, es decir —para repetirlo una vez más— a aquellas sedes donde en otro tiempo ejercieron su actividad los apóstoles, o que fueron los destinatarios de las cartas apostólicas. Con otras palabras: no toda sede episcopal es sedes apostolica, sino sólo un número limitado de ellas que se hallan en una relación única y singular con los apóstoles. Éstas
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