Logo Studenta

episcopado-y-primado

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Karl	Rahner	-	Joseph	Ratzinger
EPISCOPADO	Y	PRIMADO
Traducción	de
Alejandro	Ros
Herder
www.herdereditorial.com
http://www.herdereditorial.com
Título	original:	Episkopat	und	Primat
Traducción:	Alejandro	Ros
Diseño	de	la	cubierta:	Claudio	Bado	y	Mónica	Bazán
Maquetación	electrónica:	Manuel	Rodríguez
©	1961,	Verlag	Herder,	Freiburg	im	Breisgau
©	1965,	Herder	Editorial,	S.L.,	Barcelona
©	2012,	de	la	presente	edición,	Herder	Editorial,	S.	L.,	Barcelona
ISBN	DIGITAL:	978-84-254-2966-8
La	reproducción	total	o	parcial	de	esta	obra	sin	el	consentimiento	expreso	de	los
titulares	del	Copyright	está	prohibida	al	amparo	de	la	legislación	vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
http://www.herdereditorial.com
Eminentissimo	et	Excellentissimo	Domino
JULIO	DÖPFNER
S.R.E.	Presbytero	Cardinali	et	Episcopo	Berolinensi
Sacrae	Theologiae	Doctori
hoc	qualecumque	opusculum	auctores	d.d.d.
Índice
Prólogo	a	la	edición	castellana
I.	Episcopado	y	primado
1.	Planteamiento	de	la	cuestión
2.	La	constitución	de	la	Iglesia
3.	La	relación	primado-episcopado	como	caso	de	la	relación	Iglesia	universal-
Iglesia	local
4.	Episcopado	y	carisma
II.	Primado,	episcopado	y	«successio	apostolica»
1.	La	doctrina	de	la	Iglesia	sobre	el	primado	y	el	episcopado
2.	Reflexiones	sobre	la	naturaleza	de	la	«Successio	apostolica»	en	general
3.	«Successio	papalis»	y	«Successio	episcopalis»:	relación	y	diferencia
III.	Sobre	el	«ius	divinum»	del	episcopado
1.	Observaciones	preliminares
2.	Necesidad	y	delimitación	más	exacta	de	la	cuestión
3.	El	«ius	divinum»	del	episcopado	en	conjunto	como	razón	del	ser	y	del
conocimiento	del	«ius	divinum»	de	los	obispos	particulares
4.	Sobre	la	naturaleza	teológica	del	colegio	apostólico
5.	El	colegio	episcopal	como	sucesor	del	colegio	apostólico
a)	Precedencia	del	colegio	apostólico	frente	a	los	obispos	particulares
b)	Posibles	reparos
c)	Sujeto(s)	de	la	autoridad	infalible	de	magisterio
d)	Influjo	«paracanónico»	del	episcopado
e)	Motivación	del	«colegio»	como	cabeza	directiva
6.	Consecuencias	que	se	desprenden	de	la	naturaleza	del	episcopado
a)	El	«ius	divinum»	de	los	obispos	particulares
b)	Orientación	de	los	usos	«paracanónicos»	según	este	«ius	divinum»
c)	Posición	de	los	obispos	titulares	en	el	conjunto	del	episcopado
d)	Consecuencias	relativas	a	la	organización	de	las	diócesis
e)	La	función	episcopal	como	servicio	a	la	Iglesia	universal
f)	Sobre	la	posibilidad	de	la	elección	del	papa	por	el	conjunto	del	episcopado
7.	Una	distinción:	normas	jurídicas	y	morales
Prólogo	a	la	edición	castellana
Esta	quaestio	disputata	se	publicó	por	primera	vez	hace	escasamente	cuatro	años.
Desde	entonces	su	objeto,	la	cuestión	acerca	de	las	relaciones	entre	episcopado	y
primado,	ha	venido	ocupando	cada	vez	más	el	centro	de	la	atención	de	los
teólogos;	los	más	animados	debates	del	concilio	se	han	desarrollado	en	torno	a
este	problema.	El	núcleo	de	la	gran	constitución	sobre	la	Iglesia,	que	acaba	de
aprobarse,	responde	precisamente	a	esta	cuestión.	Por	estas	razones,	si	los
autores	de	este	escrito	hubieran	de	redactarlo	ahora	de	nuevo,	dispondrían	de
nuevos	puntos	de	partida,	y	el	escrito	mismo	en	su	conjunto,	visto	el	gran	paso
hacia	delante	que	ha	dado	la	Iglesia	en	el	concilio,	debería	adoptar	en	no	pocos
puntos	una	forma	diversa	de	la	precedente.
No	obstante,	esto	no	ha	impedido	a	los	autores	decidirse	a	publicar	de	nuevo	su
obra	tal	como	apareció	por	primera	vez.	A	ello	les	han	animado	las	razones
siguientes:	en	primer	lugar,	el	rumbo	que	ellos	habían	marcado	ha	hallado	plena
confirmación	en	el	concilio;	además	sus	respuestas	coinciden	sustancialmente
con	las	dadas	en	el	concilio;	por	otra	parte,	en	cambio,	sus	cuestiones,	así	como
las	tareas	por	ellos	señaladas,	persisten	todavía,	precisamente	debido	al	cúmulo
de	nuevas	perspectivas	y	posibilidades	que	se	han	revelado	y	que	estimulan	a
seguir	pensando	en	esta	dirección.
Primeramente	se	ha	confirmado	el	fuerte	relieve	que	en	la	primera	parte	de	este
escrito	se	daba	a	la	Iglesia	local,	considerada	como	la	base	por	la	que	se	explica
la	función	episcopal	en	cuanto	función	propia,	no	ya	como	mera	prolongación
del	primado:	la	Iglesia	no	es	un	Estado	centralista	de	orden	sobrenatural,	sino
que	está	constituida	por	comunidades	de	eucaristía,	cada	una	de	las	cuales
realiza	la	entera	esencia	de	la	Iglesia,	por	lo	cual	cada	una	de	ellas	puede
también	llamarse	«Iglesia»	(Iglesia	de	Corinto,	de	Éfeso,	de	Tesalónica,	etc.).
Por	esta	razón	existe	una	función	de	régimen	que	no	puede	resolverse	en	una
función	administrativa	del	primado,	como	tampoco	la	comunidad	local	de
eucaristía	puede	transformarse	en	un	mero	distrito	administrativo	de	la	Iglesia
universal.
Se	ha	confirmado	también	la	idea	desarrollada	en	la	tercera	parte	del	escrito
relativa	al	carácter	colegial	de	la	función	episcopal,	que	representa	en	cierto
modo	el	polo	opuesto	y	complementario	del	aspecto	de	Iglesia	local	a	que
acabamos	de	referirnos,	y	de	su	trabazón	intrínseca	con	la	función	primacial:
como	por	una	parte	el	obispo	está	primeramente	ordenado	a	la	Iglesia	en	cuanto
entidad	que	se	realiza	en	las	diferentes	localidades,	así	por	otra	parte	su	misma
función	comporta	que	no	se	aísle	con	su	«Iglesia»	frente	a	las	demás	Iglesias
locales	existentes	a	su	alrededor,	las	cuales,	juntamente	con	la	suya,	concurren	a
la	edificación	de	toda	la	Iglesia	de	Dios.	Así	resulta	serle	esencial	la	relación	con
sus	coepíscopos:	la	unión	«colegial»	con	ellos,	que	incluye	al	mismo	tiempo	la
responsabilidad	en	común	por	la	Iglesia	universal,	ya	que	la	Iglesia	local	no
puede	nunca	realizarse	considerada	por	separado,	sino	únicamente	en	el
organismo	de	la	Iglesia	total.
La	segunda	parte	del	escrito	que	reproducimos	se	mantiene	en	un	principio	más
marcadamente	en	los	preliminares	de	la	cuestión.	En	efecto,	contra	la	tentativa
protestante	de	reducir	el	ministerio	espiritual	a	una	mera	función	de	la	palabra	de
Dios	consignada	en	la	Biblia,	trata	de	mostrar	la	importancia	de	primer	orden
que	tiene	para	la	Iglesia	misma	la	función	episcopal.	Sin	embargo,	al	final	llama
la	atención	sobre	una	idea	que	a	ojos	vistas	ha	ganado	importancia	en	el	concilio
y	aun	después	de	él	tiene	necesidad	de	ser	estudiada,	a	saber,	el	problema	de	las
relaciones	entre	primado	y	patriarcado,	que	resulta	del	hecho	de	que	el	papa
desempeña	al	mismo	tiempo	funciones	de	patriarca	para	con	la	mayor	parte	de	la
Iglesia,	funciones	que	en	el	transcurso	de	la	historia	se	han	compenetrado,	hasta
no	poderse	distinguir,	con	los	derechos	del	primado.	En	esta	aserción	está
interesado	al	mismo	tiempo	el	campo	extraordinariamente	vasto	de	las
posibilidades	prácticas	de	realización	de	las	relaciones	entre	primado	y
episcopado.	En	efecto,	con	el	desarrollo	de	la	idea	de	las	conferencias
episcopales	y	del	consejo	episcopal	(juntamente	con	la	nueva	reglamentación
que	ello	presupone	de	las	relaciones	entre	el	episcopado	mundial	y	la	curia
romana)	parece	inaugurarse	una	nueva	etapa	de	su	historia.
Importa	no	perder	de	vista	este	paso	del	problema	teorético	a	sus	consecuencias
prácticas,	dado	que	precisamente	la	cuestión	expresada	con	los	términos
Episcopado	y	primado	no	se	entendió	nunca	como	un	asunto	puramente
teorético,	o,	mejor	dicho,	sólo	por	error	se	la	puede	entender	así.	Tratándose
como	se	trata	aquí	de	las	dos	funciones	centrales	de	orden	en	la	Iglesia,	la
práctica	y	la	teoría	están	entrelazadas	inseparablemente:	toda	solución	teorética
implica	consecuencias	prácticas,	así	como	también	toda	forma	efectiva	de
realización	de	las	relaciones	que	se	ha	producido	en	la	historia,	ha	conducido	al
mismo	tiempo	a	un	empobrecimiento,	o	enriquecimiento	según	los	casos,	de	la
teoría.
Evidentemente,	la	obra	que	presentamos	queda	en	este	punto	muy	por	debajo	de
la	riqueza	de	ideas	y	de	sugerencias	que	desde	su	primera	publicación	han	ido
surgiendo	con	ocasión	del	concilio;	pero	creemos	que	lo	poco	que	en	ella	se	dice
sobre	este	particular	puede	todavía	hoy	considerarse	como	una	contribución	al
diálogo,	que	no	deja	de	tener	su	importancia.En	particular	podemos	decir	esto
de	las	ideas	sobre	las	relaciones	entre	moral	y	derecho	con	que	se	cierra	la	obra.
Las	páginas	que	siguen	no	podían	ni	pretendían	ser	desde	un	principio	más	que
una	quaestio	disputata.	Los	autores	abrigan	la	esperanza	de	que	puedan	aportar
una	buena	contribución	al	diálogo	más	nutrido	que	ha	ido	surgiendo	sobre	su
propio	tema.
La	primera	parte	de	este	trabajo	había	aparecido	ya	en:	Karl	Rahner,	Sendung
und	Gnade	(Innsbruck	³1961),	235-258,	y	se	reproduce	aquí	(con	el	amable
consentimiento	de	la	editorial	Tyrolia)	para	redondear	el	tema.	La	segunda	parte
se	publicó	primero	en:	«Catholica»	13	(1959),	260-277,	y	aparece	aquí	sin
ninguna	modificación.	Aquí	habría	que	llamar	también	la	atención	sobre	el
trabajo	del	mismo	autor	Über	den	Begriff	des	«Ius	Divinum»	im	Katholischen
Verständnis,	en	Schriften	zur	Theologie	v,	Einsiedeln-Zurich-Colonia	²1964,
trabajo	que	aporta	algunas	reflexiones	sobre	el	tema	tratado	en	el	capítulo
tercero.	La	tercera	parte	está	todavía	inédita.	Como	se	puede	comprender,	cada
uno	de	los	dos	autores	responde	sólo	de	su	propia	aportación.
Los	autores	expresan	su	gratitud	a	su	eminencia,	el	reverendísimo	señor	cardenal
doctor	Julius	Döpfner,	por	haberse	dignado	aceptar	que	le	fuese	dedicado	este
fascículo	de	quaestiones	disputatae.
Munich	y	Münster,	diciembre	de	1964.
Karl	Rahner	-	Joseph	Ratzinger
I
Episcopado	y	primado
por	Karl	Rahner
1.	Planteamiento	de	la	cuestión
¿Es	lícito	pensar	que	quepan	aún	nuevas	consideraciones	sobre	la	constitución
de	la	Iglesia?	La	Iglesia	y	la	teología	conocen	ya	la	naturaleza	de	la	Iglesia,	de
modo	que	no	se	trata	de	pasar	de	la	ignorancia	al	saber	(como,	por	ejemplo,
cuando	se	descubrió	Australia).	Trátase	más	bien	de	reflexionar,	de	recapacitar,
de	tomar	conciencia	de	lo	que	ya	se	sabía	en	forma	sencilla	y	global	(como,	por
ejemplo,	una	persona,	después	de	una	larga	experiencia	activa	sobre	sí	misma,
puede	todavía	«descubrirse»	honradamente	gracias	a	los	conceptos	y	pruebas	de
la	psicología).
Hoy	día	puede	todavía	crecer	este	saber	reflejo	de	la	Iglesia	sobre	su	propia
naturaleza,	sobre	una	naturaleza	que	no	ha	dejado	nunca	de	poseer.	Y	ello	ocurre
no	sólo	en	cuanto	a	los	misterios	propiamente	dichos	de	esta	Iglesia,	que	es	la
comunidad	de	todos	los	creyentes	en	el	Espíritu	de	Dios,	el	cuerpo	de	Cristo,	el
comienzo	del	reino	divino,	el	sacramento	primordial	de	la	salud	escatológica;
sino	que	también	se	verifica	en	cuanto	al	conocimiento	de	su	constitución,	o	sea
en	las	estructuras	jurídicas	con	que	esta	comunidad	es	establecida	y	mantenida
en	cohesión	como	«sociedad	perfecta».	También	en	este	aspecto	cabe	pensar	que
la	naturaleza	de	la	Iglesia	es	susceptible	de	un	conocimiento	todavía	más	claro	y
reflejo.	Pues,	abriendo	cualquiera	de	los	tratados	corrientes	de	teología
fundamental,	nos	enteramos	de	que	la	Iglesia	tiene	una	estructura	«jerárquica»,
por	cuanto	Cristo	transfirió	al	colegio	apostólico	y	a	los	sucesores	de	los
apóstoles,	los	obispos,	los	poderes	de	anunciar	la	fe,	administrar	los	sacramentos
y	gobernar	los	espíritus;	la	Iglesia	no	es,	por	tanto,	una	mera	agrupación
espontánea	(de	índole	democrática)	desde	abajo,	sino	que	fue	instituida	desde
arriba	con	sus	derechos,	deberes	y	poderes	fundamentales.	Se	nos	dice	también
que	esta	Iglesia	constituida	jerárquicamente	tiene	una	cabeza	«monárquica»	en	el
primado	inmediato	y	universal	de	jurisdicción	de	Pedro	y	de	sus	sucesores,	los
papas.	Pero	con	esto	queda	dicho	prácticamente	todo	lo	referente	a	la	doctrina
constitucional	de	la	Iglesia,	en	cuanto	su	constitución	es	de	directo	origen	divino.
Por	lo	pronto,	no	resulta	muy	clara,	o	así	nos	parece	a	nosotros,	la	relación	que
media	entre	la	estructura	jerárquica	episcopal	de	la	Iglesia	y	su	estructura
monárquica	papal.	Como	es	sabido,	es	una	cuestión	que	apenas	pudo	abordarse
en	el	Concilio	Vaticano	de	1870.	Por	otra	parte,	con	sólo	indicar	estos	dos
poderes	de	orden	y	de	jurisdicción,	no	aparece	todavía	clara	la	naturaleza
unitaria	de	esta	constitución,	su	última	idea	fundamental.	La	«metafísica»	de	la
constitución	de	la	Iglesia	queda	aún	bastante	oscura.
A	esto	puede,	naturalmente,	observarse	que	frente	a	tal	planteamiento,	apenas
cabe	aguardar	una	respuesta	distinta	de	lo	que	es	ya	clara	y	generalmente
conocido.	Se	dirá,	en	efecto,	que	la	Iglesia	es	una	entidad	jurídica	surgida	sólo
una	vez	en	la	historia,	que	es	además	una	institución	nacida	de	la	libre
disposición	de	Dios	y	que	no	se	puede	deducir	de	principios	necesarios	del	ser.
Ahora	bien,	se	dice,	estas	dos	notas	(la	singularidad	y	la	libre	institución	por
Dios)	no	permiten	esperar	que,	en	una	especie	de	filosofía	del	derecho
sobrenatural	y	en	una	metafísica	de	la	constitución	(que	siempre	deberían	partir
de	lo	universal	y	necesario)	quede	todavía	gran	cosa	por	decir,	fuera	de	lo	que	ya
se	conoce	explícitamente.	Se	puede	incluso	preguntar	si	existe	siquiera	una
constitución	escrita	de	la	Iglesia	o,	mejor	dicho,	extrañarse	de	que	no	exista.	En
efecto,	el	Codex	Iuris	Canonici	no	es	por	su	contenido,	finalidad	y	estructura	una
constitución	de	la	Iglesia,	aun	cuando	se	pueda	decir	que	contiene	los	preceptos
constitucionales	más	importantes.	Y	hasta	se	podría	preguntar	si	es	en	absoluto
posible	que	exista	una	(adecuada)	constitución	escrita	de	la	Iglesia,	en	el	sentido
de	las	modernas	constituciones	escritas	de	los	Estados.	Pero	de	esto	no	vamos	a
ocuparnos	aquí.
Quizá	esté	justificado	este	escepticismo.	Al	que	lo	profese	no	le	harán	cambiar
de	actitud	las	pequeñas	observaciones	que	vamos	a	presentar	aquí.	Pues	ni
siquiera	nos	proponemos	dar	una	respuesta	completa	a	la	cuestión	planteada.
Sólo	vamos	a	ofrecer	unas	tímidas	reflexiones	que	nos	han	sido	inspiradas	por	la
impresión	de	que,	a	pesar	de	todo,	se	puede	y	se	debe	avanzar	en	la	teología	de
la	constitución	(que	es	algo	más	que	los	artículos	de	esta	constitución	misma).
Además,	tales	reflexiones	acaso	tengan	un	interés	práctico:	aun	cuando	la
naturaleza	de	la	Iglesia	es	de	origen	divino	y	es	indestructible,	sin	embargo,	su
actuación	en	la	vida	concreta	de	todos	los	días,	incluso	bajo	la	protección	del
Espíritu	Santo,	cuya	asistencia	le	ha	sido	prometida,	está	a	merced	de	la	libertad
del	hombre	y	expuesta	a	su	arbitrariedad	y	a	sus	errores,	por	lo	cual	dicha
naturaleza	puede	manifestarse	en	forma	mejor	o	peor.	Pero	justamente	un
conocimiento	más	reflejo	de	la	esencia	de	la	Iglesia	puede	ayudar	a	que	ésta	se
manifieste	cada	vez	con	mayor	pureza	aún	en	sus	más	menudas	disposiciones,	y
ésta	es	una	de	las	ayudas	que	el	Espíritu	otorga	a	la	Iglesia.
Tratamos	de	formarnos	algunas	ideas	sobre	la	constitución	de	la	Iglesia,
intentando	compararla	con	las	constituciones	de	otras	«sociedades».	Este	método
está	plenamente	justificado.	En	efecto,	aunque	no	podamos	así	enfocar
directamente	el	misterio	último	de	la	Iglesia,	sin	embargo,	la	Iglesia	no	deja	de
ser	a	la	vez	una	sociedad	visible,	con	poderes,	estructuras,	etc.,	jurídicamente
concretables,	que	por	una	parte	pertenecen	a	su	naturaleza	establecida	por	Dios
(y,	por	tanto,	no	sólo	al	ius	humanum	en	la	Iglesia)	y	que	por	otra	parte	(debido	a
su	carácter	intramundano,	encarnatorio)	se	prestan	positivamente	a	la
comparación	con	otras	relaciones	jurídicas	humanas	(del	mismo	modo	que	la
humanidad	de	Cristo	es	comparable	con	la	naturaleza	de	otros	hombres,	pues
Cristo	nos	vino	a	ser	«consubstancial»).
2.	La	constitución	de	la	Iglesia
Se	suele	decir	que	la	Iglesia	tiene	una	constitución	monárquica.	Si	se	dice	que	el
papa,	y	el	papa	solo,	posee	el	pleno,	inmediato,	ordinario	y	universal	primado
episcopal	de	jurisdicción	sobre	la	Iglesia	entera	y	sobre	cada	uno	de	sus
miembros	y	partes	(sin	excluir	a	los	obispos),	entonces	esta	constitución
monárquica	de	la	Iglesia	es	cosa	obvia	para	el	católico	(Concilio	Vaticano	I:	Dz
1831	[Dz	=	Denzinger,	Enchiridion	Symbolorum];	CIC,	can.	218).	Pero	por
constitución	monárquica	se	entiende	las	más	de	las	veces	una	monarquía
hereditaria,	no	una	monarquía	electiva,	mientras	que	el	papa,	al	menos	de	facto,es	elegido.	(Con	esto	dejamos	en	suspenso	la	cuestión	de	si	esto	debe	ser	así	iure
divino,	o	si	«de	suyo»	un	papa	podría	erigir	la	Iglesia	en	monarquía	hereditaria
—al	fin	y	al	cabo	el	celibato	es	sólo	de	derecho	eclesiástico—	o	incluso	designar
su	sucesor	de	alguna	otra	manera.)¹	Esta	diferencia	no	carece	de	importancia.	En
efecto,	cuando	se	heredan	la	función	y	los	poderes,	y	el	titular	de	éstos	se	asienta
sobre	una	base	biológica	en	gran	parte	independiente	de	la	decisión	intelectual	y
moral	de	los	hombres,	el	Estado	o	la	sociedad	tienen	un	carácter	más	fijo	y
cerrado	que	cuando	el	titular	del	poder	supremo	se	determina	una	y	otra	vez	por
una	elección,	es	decir,	por	una	disposición	libre	de	los	hombres,	dirigida	por	la
mente.	Esto	sucede	aunque	el	contenido	propio	del	poder	no	dependa	de	los	que
eligen	al	titular:	aun	entonces	el	ejercicio	de	este	poder	está	en	gran	manera
marcado	por	la	peculiaridad	histórica,	elegida,	del	titular	electo,	y	por	tanto
también	de	sus	electores.	En	este	caso	es	natural,	y	la	historia	lo	demuestra,	que
lo	carismático,	lo	imprevisto	y	siempre	nuevo,	lo	joven	y	todavía	no	gastado	que
existe	en	la	Iglesia,	disponga	de	una	puerta	de	acceso	que	una	definición	de	la
naturaleza	de	la	Iglesia	como	monarquía	no	podía	hacer	prever.
Además,	la	monarquía,	cuando	no	está	mitigada	y	rebajada	a	monarquía
constitucional	por	un	elemento	que	de	suyo	le	es	extraño,	es	una	monarquía
«absoluta».	Este	término	no	es	necesariamente	sinónimo	de	tiranía	o
totalitarismo.	En	efecto,	la	monarquía	absoluta	(como	hicieron	los	mejores
representantes	del	absolutismo	en	el	siglo	xviii)	puede	reconocerse	sujeta	a	las
normas	del	derecho	natural;	puede	ser	un	absolutismo	«ilustrado»	o	patriarcal;
puede,	por	necesidad	física	o	por	una	actitud	deliberada	(aunque	no	entre
propiamente	en	el	sistema	en	cuanto	tal),	respetar	las	ordenaciones	sociales
preexistentes	o	que	se	han	ido	desarrollando	(por	ejemplo,	los	estamentos).
Sin	embargo,	tal	monarquía	puede	ser	todavía	absoluta	en	cuanto	que	todo	lo	que
es	moralmente	lícito	y	físicamente	realizable	(y	figura	entre	las	decisiones
posibles	en	una	determinada	situación	histórica),	parte	de	la	voluntad	de	un
particular	y	sólo	de	ella.	¿Es,	pues,	la	Iglesia	una	«monarquía»	en	este	sentido?
No	es	fácil	responder	a	esta	pregunta.	¿Es	alguien	monarca	absoluto,	en	el
sentido	descrito,	por	el	hecho	de	poseer	una	suprema	y	plena	potestas
iurisdictionis	vere	episcopalis,	ordinaria	et	immediata	(CIC,	can.	218)?	La
respuesta	depende	naturalmente	también	de	las	diferentes	acepciones
terminológicas,	que	tienen	siempre	algo	de	arbitrario,	es	decir,	que	podrían
también	tomarse	en	otro	sentido,	sin	perjuicio	de	la	realidad	y	verdad	de	las
cosas,	y	de	los	enunciados	a	que	se	refieren.	De	todos	modos,	si	se	entiende	la
monarquía	en	el	sentido	de	la	definición	antes	propuesta,	hay	que	decir	que	en
realidad	el	papa	no	es	un	monarca²	en	la	Iglesia.
Las	razones	son	fáciles	de	ver:	es	propio	de	una	monarquía	(absoluta)	que	junto
al	monarca	no	existan	entidades	de	derecho	constitucional	cuya	existencia	sea
independiente	de	la	voluntad	de	aquél.	Cierto	que	pueden	darse	hechos	y
obligaciones	morales	que	pongan	un	límite	a	la	voluntad	del	monarca,	incluso
del	absoluto,	pero	cuando	la	voluntad	del	monarca	viene	en	principio	limitada
por	una	realidad	que	le	obliga	jurídicamente,	que	de	suyo	forma	parte	de	la
estructura	constitucional	de	la	sociedad	en	cuestión	(y	no	sólo	de	las	normas
morales	que	están	por	encima	del	derecho	constitucional	positivo),	entonces	no
se	puede	hablar	ya	de	monarquía	absoluta.	Tal	es,	pues,	la	situación	en	la	Iglesia.
En	efecto,	la	voluntad	del	papa	(en	cuanto	posee	la	suprema	autoridad	en	la
Iglesia)	halla	un	límite	en	una	realidad	que	por	voluntad	misma	de	Dios	forma
parte	de	la	constitución	de	la	Iglesia,	a	saber,	el	episcopado.	El	papa	no	puede,
por	lo	pronto,	físicamente	abolir	el	episcopado,	por	cuanto	obrando	así	se
privaría	del	medio	de	que	dispone	para	ejercer	su	propio	gobierno	en	una	Iglesia
mundial;	pero,	además,	se	halla	frente	a	un	episcopado	que	no	es	su	plantilla	de
funcionarios	creada	por	él	mismo	y	que	él	mismo	podría	eliminar	(por	lo	menos
de	derecho,	ya	que	no	físicamente).	Pues	el	episcopado	mismo	es	de	derecho
divino,³	y	el	primado	pontificio,	que	es	constitutivo	de	la	estructura	jurídica	de	la
Iglesia,	sólo	lo	es	junto	con	el	episcopado,	que,	al	igual	que	él,	procede
inmediatamente	de	una	fundación	de	Cristo.
Esto	no	excluye	que	el	papa	esté	por	encima	de	los	obispos	particulares	en
cuanto	tales	(incluso	en	su	función	de	oficio):	tiene	jurisdicción	inmediata	y
ordinaria	también	sobre	los	obispos	particulares;	él	es	quien	determina	qué
persona	física	ha	de	ser	titular	de	los	poderes	episcopales	(Dz	968	1750	s;	CIC,
can.	329,	2);	él	da	(según	la	doctrina	corriente	hoy	día)	los	poderes	a	esta
persona,⁴	y	así	puede	también	precisarlos	más	en	concreto,	ampliarlos	o
cercenarlos	(reservándose	incluso	en	principio	ciertas	partes	de	ellos,	aunque	de
suyo	pudieran	ser	también	ejercidas	por	el	obispo).	Pero,	a	la	inversa,	con	esto
no	se	incluye,	sino	que	se	excluye,	que	el	episcopado	en	su	conjunto	pueda	ser
abolido	por	el	papa,	que	sólo	sea	función	de	los	poderes	papales,	que	por	tanto
los	obispos	sean	sencillamente	funcionarios	del	papa,	que	en	calidad	de	tales
sólo	sean	órganos	ejecutivos	de	una	autoridad	monárquica	(absoluta)	del	papa.
Reciben,	sí	(como	personas	físicas),	su	autoridad	del	papa,	pero	no	es	que	éste
les	transmita	parte	de	su	propia	autoridad,	sino	que,	por	la	voluntad	misma	de
Cristo,	debe	existir	en	la	Iglesia	una	autoridad	distinta	de	la	del	papa	(aunque
subordinada	a	ella)	y	que	como	tal	es	uno	de	los	elementos	constitutivos	de	la
Iglesia	(no	del	poder	papal	propiamente	dicho).
Si	es	cierto	que	el	papa	posee	un	poder	episcopal	universal,	supremo	e	inmediato
de	jurisdicción	sobre	la	Iglesia	entera,	y	por	ende	también	sobre	los	obispos,
entonces	habrá	que	decir	que	el	poder	de	los	obispos,	el	que	los	eleva	por	encima
de	la	condición	de	meros	funcionarios	papales,	considerado	en	sentido
puramente	material	(en	su	mera	objetividad	y	por	estar	subordinados	a	la
jurisdicción	superior	del	papa),	no	es	distinguible	de	ciertas	partes	del	poder
pontificio.⁵	Con	otras	palabras:	nada	pueden	los	obispos	que	no	pueda	el	papa,	y
todo	lo	que	pueden,	lo	pueden	subordinados	al	papa.	Ahora	bien,	no	se	puede
negar	que	semejante	estado	de	cosas	(que	fue	enseñado	definitivamente	por	el
Concilio	Vaticano	I)	produjo	dentro	de	la	Iglesia,	pero	sobre	todo	fuera	de	ella,	la
impresión	de	que	los	obispos	son	simples	funcionarios	del	papa.	Y	si	frente	a
esto	se	alega	que,	según	doctrina	general	y	no	menos	definitiva	en	cuanto	a	la	fe,
el	episcopado	es	iuris	divini,	ya	que,	conforme	a	la	doctrina	explícita	de	la
Iglesia	(Pío	IX,	León	XIII,	Pío	XII),	aún	después	del	Concilio	Vaticano	I	los
obispos	no	son	meros	funcionarios	papales,	queda	todavía	oscuro	cómo	se
pueden	compaginar	las	dos	afirmaciones,	por	una	parte	el	primado	de
jurisdicción	universal	e	inmediato	del	papa	y	por	otra	parte	el	origen	divino	y	la
inderogabilidad	del	episcopado	(como	entidad	irreducible,	aunque	no
independiente).	Por	estar	esto	oscuro,	en	el	sentir	concreto	y	cotidiano	perdura
en	altos	y	bajos,	dentro	y	fuera	de	la	Iglesia,	la	impresión	de	que	la	Iglesia	es	una
monarquía	absoluta	regida	por	el	papa	como	monarca	absoluto	por	medio	de	sus
funcionarios,	los	obispos.	¿Por	qué	no	se	ha	de	reconocer	lealmente	y	sin
ambages	que	esta	impresión,	si	no	expresa,	existente	en	forma	difusa	y	casi
instintiva,	puede	tener	en	la	vida	de	la	Iglesia,	desde	luego	sin	quererlo,
repercusiones	nada	despreciables?	Una	de	estas	repercusiones	puede	consistir
(sin	formular,	por	ello,	un	juicio	sobre	su	realidad	y	extensión	efectiva)	en	que	el
«funcionario»	sienta	muy	restringida	la	medida	de	sus	iniciativas	responsables,
pues	como	mero	órgano	de	una	instancia	superior	debe	aguardar	casi	siempre	las
iniciativas	de	arriba.	Nada	impide	pensar	que	en	la	oscuridad	de	la	cuestión	de
que	hemos	habladopuede	proyectarse	más	luz	de	la	que	se	ha	hecho	hasta	ahora.
3.	La	relación	primado	-	episcopado	como	caso	de	la	relación	Iglesia	universal	-
Iglesia	local
Un	historiador	que,	no	siendo	católico,	no	crea	en	la	unidad	y	continuidad	del
derecho	constitucional	eclesiástico,	dirá	que	la	doctrina	de	la	institución	divina
del	episcopado	y	de	los	derechos	y	tareas	que	le	son	propios	son	un	residuo
verbal	de	los	tiempos	en	que	era	tal	la	situación	efectiva	en	la	Iglesia.	Añadirá
que	la	doctrina	del	primado	de	jurisdicción	universal	e	inmediato	del	papa,
extendido	incluso	sobre	los	obispos,	tal	como	se	concibe	y	se	aplica	desde	el
Concilio	Vaticano	I,	es	objetivamente	inconciliable	con	aquella	vieja	doctrina;	en
efecto,	la	práctica,	el	sentir	de	la	gente	y	la	propia	confesión	demuestran	que	no
existen	poderes	jurídicos	de	índole	material	que	el	obispo	pueda	ejercer
independientemente	de	tal	manera	que	el	papa	no	pueda	privarle	de	su	ejercicio
(mediante	restricción	de	sus	poderes,	deposición,	etc.).
En	diversos	aspectos	se	podrá	tratar	de	disipar	esta	oscuridad.	En	primer	lugar	se
puede	preguntar:	¿De	dónde	viene	esta	dualidad	e	imbricación	de	poderes,	el
pontificio	y	el	episcopal?	¿Cómo	puede	explicarse	que	no	hay	aquí	una
complicación	y	falta	de	claridad	que,	por	los	mismos	esfuerzos	desesperados	que
se	hacen	por	disiparlo,	demuestra	que	se	pretende	armonizar	verbalmente	cosas
en	sí	inconciliables?
La	respuesta	histórica	y	teológica	a	esta	cuestión	parece	cifrarse	en	que	la
«Iglesia»	particular	no	es	sólo	una	circunscripción	administrativa	de	la	Iglesia
(entera),	sino	que	además	entre	la	Iglesia	local	y	la	Iglesia	universal	media	una
relación	singular	e	irrepetible,	basada	en	la	naturaleza	de	la	Iglesia	y	en	lo	que	la
distingue	de	una	sociedad	territorial	natural;	y	hay	que	partir	de	esta	relación
para	explicar	y	justificar	la	relación	que	existe	entre	papa	y	obispo.	De	esta
manera	la	complejidad	aparentemente	sospechosa	de	esta	relación	resulta	ser	una
consecuencia	del	carácter	sobrenatural	de	misterio	de	la	Iglesia	misma.
Hay	que	explicar	lo	que	queremos	decir	con	esto.	En	primer	lugar,	la	cuestión
propuesta	podría	sin	duda	solventarse	remitiendo	a	los	apóstoles	y	a	su
designación	por	Cristo	como	jefes	jerárquicos	de	la	Iglesia.	Y	en	realidad	la
eclesiología,	para	probar	la	existencia	de	la	función	episcopal	en	la	Iglesia	y	su
institución	por	Cristo	mismo,	invoca	con	razón	la	fundación	del	colegio
apostólico	por	Cristo,	aunque	por	otra	parte	la	misma	eclesiología	ve	claramente
que	los	apóstoles	no	eran	sólo	los	primeros	obispos	(pues	gozaban	de
prerrogativas	que	no	competen	a	los	obispos,	ya	que	no	eran	obispos	locales);
como	también	se	percata	de	que	la	cuestión	de	si	siempre,	en	todas	partes	y
desde	los	principios	existió	un	episcopado	monárquico	(o	si	en	las	comunidades
particulares	de	la	Iglesia	primitiva	se	dio	alguna	vez	un	régimen	colegial,	aunque
con	dirección	autoritativa	desde	arriba),	es	una	cuestión	a	la	que	no	se	puede
responder	tan	fácilmente	como	parece	suponerlo	más	de	un	manual	de	teología.
Ahora	bien,	si	se	remite	sólo	a	la	posición,	querida	por	Cristo,	de	Pedro	y	de	los
apóstoles	en	la	Iglesia	primitiva,	con	el	fin	de	explicar	la	relación	aparentemente
tan	singular	entre	el	primado	y	el	episcopado,	lo	que	se	hace	es	desplazar	la
cuestión,	no	resolverla.	En	efecto,	todavía	queda	por	explicar	por	qué	los	otros
apóstoles	no	quedan	rebajados	al	nivel	de	meros	órganos	administrativos,	ni
reducidos	a	ser	meros	exponentes	de	los	poderes	petrinos,	si	se	reconoce	a	Pedro
según	la	Escritura	ese	poder	que	el	dogma	vaticano	asigna	al	papa.	No	habría,
pues,	que	empezar	por	la	relación	entre	Pedro	y	los	apóstoles,	tanto	más	que	los
obispos	administran	un	territorio	limitado,	en	lo	cual	se	distinguen	esencialmente
de	los	apóstoles	incluso	desde	un	punto	de	vista	jurisdiccional.	Y	así	ni	siquiera
resulta	fácil	decir	hasta	qué	punto	los	obispos	son	«sucesores»	de	los	apóstoles,
por	lo	que	parece	indicado	entender	esta	afirmación	en	el	sentido	de	que
primariamente	el	colegio	episcopal,	en	cuanto	forma	un	todo,	ejerce	una	función
en	la	Iglesia	que	continúa	la	función	del	colegio	apostólico	tomado	también	en
conjunto, 	pero	no	en	el	sentido	de	que	un	obispo	particular	sea	inmediatamente
sucesor	de	un	apóstol	determinado,	pues	en	este	caso	no	se	podría	explicar	ni	su
vinculación	territorial	ni	su	menor	autoridad	de	magisterio.
Por	consiguiente,	la	solución⁷	se	ha	de	buscar,	como	habíamos	comenzado	a
decir,	en	la	relación	que	media	fundamentalmente	entre	la	Iglesia	universal	y	la
Iglesia	particular.	Que	existe	aquí	una	relación	única	y	singular	que	no	se	halla
(por	lo	menos	con	tal	intensidad	y	trascendencia)	entre	otras	sociedades	y	sus
diferentes	partes,	es	cosa	ya	hace	tiempo	sabida.	Para	ponerlo	al	alcance	del
profano	en	estas	materias	no	hay	como	recordar	que,	ya	en	el	Nuevo	Testamento,
se	llama	«Iglesia»	tanto	a	la	Iglesia	universal	como	a	las	comunidades
particulares:	la	Iglesia	que	Cristo	redimió	con	su	sangre	es	la	Iglesia	universal;
pero	también	la	comunidad	particular	en	una	localidad	determinada	es	«la
Iglesia»,	por	ejemplo,	de	Éfeso.	Para	explicar	este	peregrino	modo	de	hablar	no
sirve	decir	que	se	trata	del	uso,	no	mayormente	chocante,	de	designar	la	parte
con	el	nombre	del	todo	(pars	pro	toto).	En	realidad	es	tan	chocante	como	si	a
alguien	se	le	ocurriera	llamar	Alemania	a	la	circunscripción	de	Friburgo.	En	este
modo	de	hablar	late	una	convicción	y	una	idea	que	no	son	obvias	de	suyo	y	que
significan	algo	más	que	la	perogrullada	de	que	una	comunidad	es	un	miembro	y
un	distrito	administrativo	de	la	Iglesia	universal.
La	concepción	de	fondo	que	se	expresa	en	este	modo	de	hablar	tiene	una	historia
que	se	remonta	mucho	más	allá	del	Nuevo	Testamento.	Radica	en	la	cuestión
que	se	planteaba	ya	la	teología	judía	precristiana,	a	saber:	¿dónde	se	halla	en
forma	históricamente	tangible	y	convincente	el	santo	pueblo	de	Dios	al	que	van
dirigidas	las	promesas	divinas,	dado	que	este	pueblo	en	concreto	(según	la
«carne»)	es	incrédulo	y	recalcitrante	a	la	disposición	divina?	Partiendo	de	esta
cuestión	debió	desarrollarse	la	idea	de	que,	pues	no	podían	frustrarse	las
promesas	y	la	fidelidad	de	Dios,	el	«pueblo»,	«Israel»,	etc.,	seguía	todavía
existiendo	en	sentido	propio	si	se	hallaba	presente	en	un	«resto	santo»,	en	una
hermandad	de	unos	pocos	fieles.	Ahora	bien,	un	distrito	administrativo	de	una
sociedad	no	basta	a	asegurar	la	esencial	pervivencia	del	todo	de	esta	sociedad,
una	vez	que	ha	desaparecido	este	todo	en	cuanto	tal,	si	la	parte	no	era	más	que
una	parte,	un	mero	órgano,	en	el	que	no	se	daban	ya	enteramente	el	sentido	y	la
múltiple	potencialidad	del	organismo	entero.	Y	viceversa:	si	una	parte	del	todo
existe	en	tal	forma	que	el	todo,	conforme	a	su	esencia,	puede	actuarse
plenamente	en	la	parte	y	no	puede	en	modo	alguno	desaparecer	mientras	siga
viviendo	esta	parte,	entonces	la	parte	misma	es	algo	más	que	mera	parte	y	con
razón	lleva	el	nombre	del	todo.	Pues	bien,	en	esta	forma	concibió	la	teología
judía	precristiana	el	sagrado	resto,	la	comunidad	particular	de	hermanos,	en	la
que	con	verdadera	fe	se	servía	a	Dios	conforme	a	su	ley:	allí	existe	enteramente
Israel,	por	lo	cual	la	promesa	de	Dios	continúa	en	vigor,	eficaz	y	victoriosa.
Para	un	más	claro	desarrollo	sistemático	de	esta	idea	fundamental,	podemos
decir	lo	siguiente:	cuando	la	Iglesia	como	un	todo	viene	a	ser	«acontecimiento»
en	el	sentido	más	pleno,	tiene	precisamente	que	ser	Iglesia	local;	en	la	Iglesia
local	se	hace	tangible	la	entera	Iglesia.	Para	explicar	esto	necesitamos
remontarnos	algo	más	arriba.⁸
Cuando	nos	preguntamos	qué	es	efectivamente	la	Iglesia	(en	cuanto	un	todo,
fundada	por	Cristo	y	destinada	a	todos	los	pueblos	y	a	todos	los	hombres),	hoy
día	empezamos	espontáneamente	a	pensar	en	la	societas	perfecta,	en	una
organización	fundada	por	Cristo	con	sus	ministerios,	con	la	organización
jerárquica	de	éstos,	con	los	poderes	conferidos	a	los	mismos	y	con	la	multitud	de
personas	que	bajo	determinados	requisitosadquieren	la	calidad	de	miembros	de
esta	agrupación	social.	Naturalmente,	todo	esto	existe,	y	todo	ello	es	de	la	mayor
importancia	para	la	salud.	Como	sucede	en	otras	sociedades,	ésta	tiene	una
existencia	jurídica	permanente,	que	no	se	interrumpe	ni	aun	suponiendo	que	en
determinados	momentos	la	Iglesia	no	actúa	en	ninguna	de	sus	autoridades	y	en
ninguno	de	sus	miembros.	Una	sociedad	establecida	jurídicamente	tiene	otro
modo	de	existir	que	las	sustancias.	De	todos	modos,	no	se	podrá	negar	que
donde	la	Iglesia	actúa,	es	decir,	enseña,	hace	profesión	de	fe,	ora,	celebra	el
sacrificio	de	Cristo,	etc.,	alcanza	un	grado	más	elevado	de	actualización	que	con
su	mera	existencia	permanente.	Es	una	sociedad	«visible»;	pero	en	cuanto
realmente	visible	necesita	realizar	constantemente	su	perceptibilidad	histórica,
espaciotemporal,	mediante	un	obrar	encarnado	en	hombres.	Debe	volver	a	ser
una	y	otra	vez	«acontecimiento».
Esto	no	quiere	decir	que	tales	«acontecimientos»	aislados	y	dispersos	en	el
espacio	y	en	el	tiempo	fundamenten	cada	vez	de	nuevo	la	simple	existencia	de	la
Iglesia	en	cuanto	tal.	Semejante	actualismo,	que	en	el	fondo	negaría	la	estructura
social	de	la	Iglesia,	la	tradición,	la	sucesión	apostólica	y	un	verdadero	derecho
eclesiástico	iuris	divini,	es	algo	totalmente	ajeno	a	la	eclesiología	católica.	Mas,
por	otra	parte,	al	afirmar	la	continuidad	estática	e	histórica	de	una	Iglesia	que
sigue	existiendo	en	forma	permanente,	no	se	excluye	tampoco	que	la	Iglesia
deba	venir	a	ser	una	y	otra	vez	acontecimiento	en	determinados	puntos
espaciotemporales,	que	deba	pasar	de	una	cierta	potencialidad	a	una	determinada
actualidad,	y	que	la	entera	naturaleza	permanente	de	la	Iglesia	esté	orientada	a
este	acontecimiento.	Si	de	esta	manera	distinguimos	entre	Iglesia	como
institución	dotada	de	una	estructura	social	permanente	por	una	parte,	e	Iglesia
como	acontecimiento	por	otra,	entonces	hay	que	decir:	la	Iglesia	viene	a	ser
acontecimiento	actual	perceptible	en	el	espacio	y	en	el	tiempo,	cuando	lo	hace
como	comunidad	de	los	santos,	como	sociedad.	Naturalmente,	existe	también
cuando	un	particular,	como	titular	de	un	poder	de	Cristo	y	de	un	ministerio	de	la
Iglesia,	actúa	en	la	Iglesia	y	para	la	Iglesia.	Pero	no	se	podrá	negar	que	cuando	la
Iglesia	se	hace	manifiesta,	precisamente	en	cuanto	es	una	comunidad,	es	decir,
una	pluralidad	de	personas	unidas	por	el	hecho	visible	y	por	la	gracia,	entonces
la	Iglesia	es	acontecimiento	en	un	grado	superior	que	cuando	sólo	el	titular	del
ministerio	actualiza	a	la	Iglesia	en	una	acción	en	la	que	no	están	incluidos	los
demás	miembros	como	colaboradores	activos.
Preguntamos	ahora:	¿dónde	y	cuándo	viene	a	ser	la	Iglesia,	en	la	forma	más
intensa	y	actual,	acontecimiento	en	el	sentido	que	hemos	expuesto?	En	su
esencia	más	profunda	es	la	Iglesia	la	presencia	histórica	permanente	en	el
mundo,	del	Verbo	de	Dios	hecho	carne.	Es	la	perceptibilidad	histórica	de	la
voluntad	salvífica	de	Dios	hecha	acontecimiento	en	Cristo.	Por	eso	también	la
Iglesia	en	cuanto	acontecimiento	está	presente	en	la	forma	más	tangible	e	intensa
allí	donde,	por	las	palabras	de	la	consagración	pronunciadas	con	legítimos
poderes,	se	hace	presente	Cristo	mismo	en	su	comunidad,	dispensando	la	salud
en	su	condición	de	crucificado	y	resucitado;	cuando	la	salud	de	la	redención	se
actúa	eficazmente	en	la	comunidad	porque	se	hace	presente	con	perceptibilidad
sacramental;	cuando	la	«nueva	y	eterna	alianza»,	que	Él	instituyó	en	la	cruz,
adquiere	la	presencia	más	perceptible	y	actual	en	la	sagrada	anamnesis	de	la
primera	institución.	La	celebración	de	la	eucaristía	es,	por	tanto,	el	más	intenso
acontecimiento	o	actualización	de	la	Iglesia.	En	efecto,	en	esta	celebración	no
sólo	está	Cristo	presente	como	redentor	de	su	cuerpo,	como	salud	y	señor	de	la
Iglesia	en	la	celebración	cultual	de	la	misma,	sino	que	además	se	hace	visible	en
la	forma	más	tangible	la	unidad	de	los	fieles	con	Cristo	y	entre	sí,	realizándose
del	modo	más	íntimo	en	el	banquete	eucarístico.	Siendo	la	celebración
eucarística	anticipación	sacramental	del	banquete	nupcial	celeste	y	eterno	en	esta
celebración	cultual	brilla	ya	la	forma	definitiva,	eterna	de	la	comunidad	de	salud,
como	también	en	ella	está	presente	sacramentalmente	el	origen	de	la	Iglesia,	el
sacrificio	de	Cristo	en	la	cruz.
Ahora	bien,	a	la	celebración	eucarística	en	cuanto	acto	cúltico	sacramental	le	es
inherente	—al	igual	que	a	los	otros	sacramentos,	esencialmente	vinculados	al
cuerpo—	como	nota	esencial	el	carácter	local.	Sólo	puede	celebrarla	una
comunidad	reunida	en	un	mismo	lugar.	Pero	de	aquí	se	desprende	que	la	Iglesia,
sin	perjuicio	de	su	estructura	y	duración	social	y	de	su	destino	y	referencia
universal	a	todos	los	hombres,	por	su	más	íntima	naturaleza	está	abocada	a
concretarse	y	actualizarse	en	forma	local.	Así	pues,	la	eucaristía,	en	cuanto
acontecimiento	en	el	espacio	no	sólo	ocurre	en	la	Iglesia,	sino	que	la	Iglesia
misma	sólo	viene	a	ser	acontecimiento	en	el	sentido	más	intenso	en	la
celebración	local	de	la	eucaristía.	De	ahí	resulta	finalmente	que	en	la	Escritura	se
pueda	llamar	Ekklesia	a	la	misma	comunidad	local,	que	se	le	pueda	dar	el	mismo
nombre	que	lleva	también	la	unidad	de	todos	los	fieles	dispersos	sobre	la	tierra.
No	solamente	es	verdad	que	hay	eucaristía	porque	hay	Iglesia,	sino	que	también
es	verdad,	entendido	debidamente,	que	hay	Iglesia	porque	hay	eucaristía.	La
Iglesia	es	y	se	mantiene,	incluso	como	Iglesia	total,	porque	constantemente
vuelve	a	actuarse	en	el	único	y	completo	acontecimiento	o	realización	de	sí
misma,	en	la	eucaristía.	Pero	dado	que	este	acontecimiento	está	por	esencia
situado	en	un	punto	espaciotemporal	en	la	comunidad	local,	por	eso	la	Iglesia
local	no	es	una	nueva	agencia	—en	cierto	modo	fundada	posteriormente—	de	la
Iglesia	universal	una,	que	también	hubiera	podido	omitir	tal	fundación,	sino	que
es	el	acontecimiento	o	realización	de	esta	misma	Iglesia	universal.
Si	a	consecuencia	de	catástrofes	históricas	un	gran	país	y	pueblo	quedara
reducido	a	una	sola	aldea,	no	se	podría	decir	con	razón	que	todavía	existiera,	que
todavía	se	realizara	su	ser	como	entidad	histórica.	En	cambio,	si	la	Iglesia	(per
impossibile)	quedara	reducida	a	una	única	comunidad	local	con	sede	episcopal,
su	legítimo	pastor	sería	también	papa	de	Roma	y	(cosa	que	es	decisiva)	en	tal
comunidad	acontecería	todavía	lo	mismo	que	acontece	en	la	Iglesia	mundial
como	actualización	de	su	ser: 	la	proclamación	del	señorío	de	Dios	inaugurado
en	la	carne	entregada	a	muerte	y	resucitada	del	Hijo	de	Dios,	como	sentencia	de
gracia	sobre	el	pecado	del	mundo.	Una	proclamación	que	tiene	lugar	mediante	la
legítima	celebración	por	la	santa	comunidad,	que	en	la	anamnesis	de	la	muerte
del	Señor	se	somete	a	este	señorío	salvador	de	Dios.
La	comunidad	local	no	surge,	pues,	de	una	división	atomizante	del	ámbito	de	la
Iglesia	universal,	sino	mediante	concentración	de	la	Iglesia	en	su	propio	carácter
del	acontecimiento.	Sin	duda	por	esto	era	también	la	más	primitiva	Iglesia	local
propiamente	Iglesia	episcopal,	en	lo	cual	hay	que	tener	presente	que	los
presbyteroi	(sacerdotes	y	párrocos)	no	deben	su	origen	a	la	multiplicación	de	las
comunidades	locales,	sino	que	eran	el	senado	—a	priori	plural—	del	obispo	del
lugar,	de	suerte	que	la	primitiva	comunidad	local	(episcopal)	contenía
únicamente	elementos	de	institución	divina:	la	santa	comunidad	cultual	de	Cristo
con	un	apóstol	o	un	sucesor	suyo	a	la	cabeza.
Veamos	ahora	lo	que	de	estas	relaciones,	brevemente	esbozadas,	entre	Iglesia
universal	e	Iglesia	local	(mejor	dicho,	entre	la	Iglesia	tal	como	existe	en	todas
partes	y	la	misma	Iglesia	tal	como	se	manifiesta	en	una	determinada	localidad)
se	sigue	por	lo	que	respecta	a	la	relación	entre	primado	y	episcopado.
Por	cuanto	la	Iglesia	es	y	ha	de	ser	universal,	y	ha	de	haber	en	todas	partes
verdaderos	adoradores	de	Dios	en	el	Espíritu	y	en	nombre	de	Cristo,	y	esta
Iglesia,	incluso	en	su	constitución	históricamente	perceptible,	ha	de	ser	una,	por
eso	existe	el	primado.	Y	por	cuanto	la	misma	Iglesiauna	y	total	ha	de
manifestarse	en	lugares	particulares	y	precisamente	así	alcanza	su	más	alto	grado
de	actualización,	a	saber,	la	celebración	de	la	eucaristía	y	de	los	sacramentos,	por
eso	existe	el	episcopado	de	derecho	divino.¹ 	Por	tanto,	este	episcopado	ha	de
poseer	todos	los	derechos	y	poderes	que	necesita	si	por	una	parte	allí	donde	rige
el	obispo	particular,	la	Iglesia,	como	Iglesia	total	(lo	que	no	quiere	decir:
totalmente)	ha	de	alcanzar	manifestación	y	perceptibilidad	histórica	en	su	acto
supremo;	y	si	por	otra	parte	esta	Iglesia	que	logra	manifestarse	en	su
actualización	es	la	misma	que	se	extiende	por	toda	la	tierra	y	que	en	esta
catolicidad	está	representada	por	el	papa.	Podemos	decir:	en	el	sentido	y	en	la
medida	en	que	la	Iglesia	entera	se	halla	enteramente	en	una	Iglesia	local,	se	halla
también	enteramente	en	el	obispo	local	la	potestad	de	jurisdicción	y	de	orden	de
la	Iglesia.	La	potestad	papal	no	es	en	este	sentido	más	amplia,	sino	en	cuanto	que
el	papa	representa	por	sí	solo	la	unidad	de	la	Iglesia	entera	como	totalidad	de	las
Iglesias	locales	(y,	como	es	natural,	iure	divino).	Esto	se	manifiesta	ya	en	el
mero	hecho	de	no	poseer	el	papa	una	potestas	ordinis	más	extensa	que	la	de	un
obispo	corriente,	aunque,	sin	embargo,	desde	un	punto	de	vista	absoluto	y
completo,	esta	potestad	es	más	elevada	en	comparación	con	la	potestad	de
jurisdicción.
Tal	igualdad	no	habrá	de	entenderse	como	debida	única	y	exclusivamente	a	una
disposición	arbitraria	de	Dios,	sino	que	se	debe	y	se	puede	preguntar	por	su
razón	esencial	(aun	cuando	se	pueda	decir	que	sólo	es	cognoscible	gracias	a	la
expresa	revelación	del	hecho).	Así	pues,	debiendo	la	Iglesia	manifestarse
localmente,	«en	virtud	de	la	misma	institución	divina	en	que	estriba	el	papado,
existe	también	el	episcopado;	también	éste	tiene	sus	derechos	y	deberes,	que	el
papa	no	tiene	derecho	ni	poder	de	modificar.	Es,	por	tanto,	absolutamente
erróneo...	creer	que...	los	obispos	no	son	sino	instrumentos	del	papa,	sus
funcionarios	sin	propia	responsabilidad».	«Según	la	constante	doctrina	de	la
Iglesia	católica,	que	fue	también	declarada	explícitamente	por	el	Concilio
Vaticano	I,	los	obispos	no	son	meros	instrumentos	del	papa,	no	son	funcionarios
pontificios	sin	propia	responsabilidad,	sino	que	fueron	instituidos	por	el	Espíritu
Santo	y	ocupando	el	lugar	de	los	apóstoles	apacientan	y	rigen	como	verdaderos
pastores	la	grey	que	les	ha	sido	confiada...».¹¹	Así,	por	ejemplo,	ya	que	un	obispo
representa	en	su	diócesis	mediante	su	doctrina	la	doctrina	de	la	Iglesia	universal
(que	es	siempre	la	contenida	en	el	primado	magistral	del	papa,	en	unidad
también	de	fe)	no	trasmite	como	un	altavoz	la	doctrina	de	la	Iglesia	universal	o
del	papa,	de	modo	que	el	que	le	oye	piense	que	en	realidad	es	otro	el	que	le
habla,	u	oiga	que	lo	que	desde	algún	otro	lugar	se	le	habría	de	decir	con	la
misma	fuerza	obligatoria,	sino	que	en	el	obispo	se	actúa	el	testimonio
continuado	y	autorizado	de	la	verdad	revelada,	por	medio	de	la	Iglesia	misma.¹²
Algo	análogo	debe	decirse	de	la	potestad	de	orden	y	de	la	de	jurisdicción.
4.	Episcopado	y	carisma¹³
Resultará	todavía	más	claro	el	sentido	de	lo	dicho	(y	con	ello	también	los	límites
de	la	constitución	«monárquica»	de	la	Iglesia)	con	las	consideraciones
siguientes.	En	el	acto	del	funcionario	sólo	puede	manifestarse	la	iniciativa	de	su
jefe.	Aunque	al	poner	este	acto	puede	(y	debe)	desplegar	alguna	iniciativa,	el
contenido	del	acto	deriva	totalmente	de	los	poderes	y	de	la	iniciativa	de	su	jefe,
de	modo	que	en	él	no	se	verifica	nunca	sino	lo	que	ya	«existía»	en	el	jefe.	Tal	no
es	el	caso	del	obispo.
En	una	anterior	quaestio	disputata¹⁴	dejamos	ya	expuesto	que	junto	con	la
estructura	jerárquica	de	la	Iglesia	existe	también	una	estructura	«carismática».
Esto	quiere	decir	que	el	Espíritu,	como	Señor	de	la	Iglesia	que	es,	se	reserva
totalmente	en	la	constitución	de	la	Iglesia	el	derecho	y	la	posibilidad	de
transmitirle	sus	impulsos	sin	encauzarlos	primeramente,	siempre	y	en	todas
partes,	por	sus	órganos	jerárquicos	oficiales.	Algo	parecido	hay	que	decir	de	la
relación	existente	entre	los	mismos	órganos	jerárquicos	(el	pontificado	y	los
obispos).	Dado	que	los	obispos	en	su	propia	diócesis	no	son	(sólo)
representantes	del	papa,	sino	inmediatamente	representantes	de	Cristo,
representación	de	la	Iglesia	universal	en	aquel	lugar,	por	eso,	aunque	deben
atender	siempre	a	la	unidad	de	la	Iglesia	difusa	representada	por	el	papa,
responden	ante	ella	y	por	esto	están	subordinados	al	papa	(deben	mantenerse	en
«paz	y	comunión»	con	la	sede	apostólica),	no	por	eso	son	meros	ejecutores	de	la
voluntad	pontificia,	sino	también	perfectas	puertas	jerárquicas	de	acceso	para	los
impulsos	del	Espíritu	Santo,	que	por	medio	de	ellos	hace	que	en	primer	lugar
venga	a	ser	realidad	lo	que	quiere	que	se	lleve	a	cabo	en	este	punto	concreto	de
la	Iglesia,	pero	también	(en	determinados	casos)	lo	que	quiere	que	pasando	por
este	punto	se	comunique	a	la	Iglesia	entera	en	materia	de	nuevos	conocimientos,
nueva	vida	y	nuevas	posibilidades	de	existencia	cristiana	en	la	vida	privada	y	en
la	pública.
El	obispo	particular,	en	su	iniciativa	guiada	inmediatamente	por	el	Espíritu	de
Dios,	debe	siempre	asegurarse	de	que	mantiene	la	unidad	y	cuenta	con
asentimiento	(por	lo	menos	tácito)	de	la	Iglesia	universal	y	del	papa;	pero	no	se
reduce	a	ser	mero	ejecutor	de	los	impulsos	que	parten	de	la	suprema	dirección	de
la	Iglesia.	Como	el	obispo	es	iuris	divini,	en	cuanto	que	participa	del	ius	divinum
del	episcopado	(aunque	en	concreto	sea	investido	por	el	papa),	así	también	es	un
órgano,	designado	en	forma	totalmente	oficial,	de	tal	dirección	inmediata	por	el
Espíritu	Santo.	La	aprobación	del	papa	y	consiguientemente	de	la	Iglesia
universal	es	signo	de	que	el	obispo	es	efectivamente	y	no	cesa	de	ser	órgano
dócil	de	esta	dirección	por	el	Espíritu	de	la	Iglesia.	Pero	esto	mismo	no	significa
que	su	iniciativa	consista	sólo	en	ejecutar	un	impulso	procedente	de	la	suprema
dirección	humana	de	la	Iglesia.	El	papa	tiene	que	ejecutar	también	sobre	el
obispo	particular	una	potestad	normal	de	jurisdicción,	duradera	y	oficial	(pues	la
Iglesia	del	obispo	es	miembro	y	parte	—aunque	no	sólo	esto—	de	la	Iglesia
universal).	En	este	sentido	el	obispo	particular	es	también	órgano	ejecutivo	de	la
autoridad	pontificia.	Pero	como	la	Iglesia	del	obispo	es	la	Iglesia	en	esa
misteriosa	presencia	del	todo	en	la	parte,	que	sólo	se	da	en	la	Iglesia,	por	eso,
mediante	impulsos	de	arriba,	el	ser	cristiano	y	eclesiástico	en	él	y	por	medio	de
él	y	de	su	Iglesia	puede	llegar	a	manifestarse	para	la	Iglesia	entera,	mediante
impulsos,	decimos,	que	no	son	transmitidos	por	la	vía	regular	a	partir	del	grado
supremo	de	la	jerarquía.
En	la	docilidad	a	tales	impulsos,	a	la	que	está	obligado	el	obispo	(a	diferencia	de
los	seglares	carismáticos)	en	virtud	de	su	función,	reside	una	dignidad	y	una
obligación	que	también	«subjetivamente»	le	constituyen	en	algo	más	que	mero
funcionario	del	papa.	Esta	relación	inmediata	del	episcopado	con	Dios	y	con	su
guía,	no	obstante	su	dependencia	«ordinaria»	del	papado,	acaso	parezca
complicada,	acaso	enturbie	desde	el	punto	de	vista	jurídico	formal	las	relaciones
y	la	precisa	delimitación	de	ambas	potestades.	Pero	precisamente	esta
complejidad	e	imprecisión	en	el	entrelazamiento	de	ambas	potestades	está
fundada	en	la	naturaleza	singular	e	irrepetible	de	la	Iglesia.	Precisamente	en
función	de	esta	naturaleza	se	muestra	que	el	problema	de	la	irrevocabilidad	del
poder	episcopal	no	se	puede	resolver	delimitando	(como	han	intentado	todos	los
galicanismos	y	febronianismos)	ciertas	facultades	y	poderes	de	los	obispos,	en
los	que	el	papa	no	puede	ejercer	el	menor	influjo.	Las	facultades	más	verdaderas
y	propias,	las	tiene	el	obispo	por	el	hecho	de	que	en	él	y	en	su	Iglesia	se
manifiesta	la	Iglesia	en	su	actualización,	y	precisamente	estas	mismas	facultades
de	la	Iglesia	tienen	en	el	papa	su	pleno	titular	personal	para	la	Iglesia	entera.
Pero	esta	misma	indivisibilidad	de	las	facultades	y	poderesentre	las	dos	clases
de	titulares	(entendido	esto	como	si	el	influjo	del	papa	sobre	el	obispo	tuviera
una	limitación	de	orden	distributivo	determinable	jurídicamente)	no	significa
que	el	obispo	sea	un	mero	funcionario,	un	ejecutor	de	las	órdenes	del	papa.	Y	no
lo	es	por	la	razón	misma	que	lo	subordina	al	papa.	Le	está	subordinado	no
porque	la	diócesis	represente	un	pequeño	distrito	administrativo	de	la	Iglesia
universal,	que	el	obispo	sólo	administra	en	nombre	de	la	Iglesia	entera,	sino
porque	en	su	diócesis	viene	a	manifestarse	la	Iglesia	universal.	Ahora	bien,	esto
lo	subordina	y	lo	hace	a	la	vez	autónomo.	De	ahí	que	el	obispo	sea	también
responsable	por	la	Iglesia	entera.	No	porque	dirija	inmediatamente	lo	que	está
reservado	al	papa,	sino	porque	se	mantiene	accesible	a	las	disposiciones	de	la
Iglesia,	y	también	a	las	de	Dios,	en	tal	forma	que	lo	que	acontece	en	su	diócesis
permanece	en	«comunión»	con	la	Iglesia	universal,	pero	al	mismo	tiempo	puede
venir	a	ser	punto	de	partida	para	el	impulso	de	Dios	a	la	Iglesia	entera.
Que	esto	ha	sido	siempre	así,	lo	vemos	concretamente	en	la	historia	de	la	Iglesia.
Es	evidente	que	un	Atanasio,	un	Ambrosio,	un	Agustín,	un	Ketteler	(como
precursor	de	la	moderna	doctrina	social	de	la	Iglesia),	un	cardenal	Suhard	y	otros
muchísimos	no	eran	sólo	buenos	obispos	de	sus	diócesis	locales,	sino	que
significaban	algo	insustituible	para	la	Iglesia	entera.	Ahora	bien,	esta	su	especial
y	mayor	importancia	no	se	basaba	sólo	en	su	personalidad	privada	(de	grandes
teólogos,	etcétera),	sino	que	de	hecho	y	por	la	naturaleza	misma	de	la	cosa,
estribaba	en	su	calidad	de	obispos:	no	habrían	podido	influir	en	la	forma	en	que
influyeron	si	no	hubiesen	sido	obispos,	y	precisamente	porque	eran	obispos
habían	de	influir	así.	La	función	carismática	de	los	obispos	de	Iglesias
individuales	no	merma	lo	más	mínimo	el	significado,	la	importancia	y	la
dignidad	del	pontificado.	En	efecto,	por	lo	pronto	hubo	muchos	papas	en	quienes
se	aunaban	el	ministerio	y	la	misión	carismática	para	bien	de	la	Iglesia.	Sólo	un
totalitarista,	no	ya	un	papa,	podría	ver	en	el	carisma	libre	en	la	Iglesia,	en	el
soplo	del	Espíritu	Santo	(que	sopla	donde	quiere),	una	disminución,	una	puesta
en	duda	o	un	peligro	para	el	ministerio	permanente.	Con	mayor	razón	se	aplica
esto	cuando	un	obispo	carismático	obedeciendo	al	pneuma	y	al	poder	de	Dios,
apacienta	la	grey	que	le	ha	sido	confiada	por	Cristo.	Y,	finalmente,	los	papas	han
inculcado	siempre	que	su	gloria	era	el	solidus	vigor	de	los	obispos	(Dz	1828,	con
la	cita	de	san	Gregorio	Magno	por	el	Concilio	Vaticano	I).	Y	esto	se	puede	decir
también	sobre	todo	de	la	fuerza	y	vitalidad	que	el	mismo	Espíritu	Santo	confiere
a	los	obispos.
No	es	posible	establecer	una	delimitación	materialmente	fija	entre	las	facultades
del	papa	y	de	los	obispos,	ya	que	el	papa	posee	la	plenitud	de	la	potestad,	de
modo	que	no	se	puede	señalar	en	concreto	en	el	ámbito	de	la	jurisdicción	de	un
obispo	singular	una	sola	facultad	particular	que	(por	razones	justas)	no	pueda	el
papa	retirarle	(o	cuyo	ejercicio	no	le	pueda	prohibir),	aun	cuando	el	episcopado
en	cuanto	un	todo	debe	persistir	por	disposición	divina.	Sin	embargo,	por	la
naturaleza	misma	de	la	cosa	se	da	la	posibilidad	de	un	derecho	eclesiástico
humano	y	de	su	evolución	y	modificación,	puesto	que	evoluciona	el	reparto
efectivo	de	los	quehaceres	y	poderes	ordinarios	entre	ambas	autoridades.	En
segundo	lugar,	la	debida	delimitación	—es	decir,	la	que	responde	a	la	cosa
misma,	al	tiempo	y	a	la	situación	espiritual	de	hecho	(es	decir,	determinada	por
el	derecho	eclesiástico	humano	positivo)—	es	un	hecho	que	no	se	puede	regular
siempre	con	normas	materiales	fijas	y,	por	así	decir,	en	virtud	de	los	principios
constitucionales.	Por	eso	no	existe	una	instancia	asequible	jurídicamente,	que
garantice	que	la	relación	factual	entre	episcopado	y	primado	en	cuanto	a	la
delimitación	jurídica	de	las	competencias,	etc.,	se	verifica	debidamente	y	de
acuerdo	con	las	exigencias	de	la	realidad.	Sólo	la	acción	del	Espíritu	Santo
puede	cuidar	siempre	de	nuevo	de	que	tal	equilibrio	práctico	en	el	derecho
eclesiástico	y	en	la	aplicación	concreta	del	mismo	se	efectúe	en	la	forma	más
favorable	al	bien	de	la	Iglesia.	Si	se	considera	sólo	jurídicamente	la	relación	que
media	entre	ambas	autoridades,	entonces	no	existe	de	antemano	norma	alguna
que	excluya	inequívocamente	la	posibilidad	de	que	el	papa	se	reserve	todos	los
poderes	en	tal	forma	que	en	realidad	sólo	quede	el	nombre	de	un	episcopado
iuris	divini.	En	efecto,	no	es	posible	(por	principio,	según	lo	que	hemos	dejado
dicho)	señalar	una	sola	facultad	que	el	papa	no	pueda	reservarse,	como	tampoco
existe	instancia	alguna	en	el	mundo	entero	que,	siendo	superior,	pudiera	en	un
caso	concreto	declarar	inadmisible	tal	medida,	ya	que	las	decisiones	de	la	sede
suprema	no	están	sujetas	a	revisión	alguna	terrestre	de	carácter	autoritario,	al
papa	incumbe	la	competencia	de	la	competencia	y,	finalmente,	no	existe	ni
puede	existir	(ni	es	necesario	que	exista,	pues	la	Iglesia	tiene	la	promesa	de	la
asistencia	del	Espíritu	Santo)	un	verdadero	derecho	último	a	la	resistencia,
derecho	que	acabaría	con	la	Iglesia	en	cuanto	tal	en	su	forma	concreta.	Por
consiguiente,	para	el	católico	la	asistencia	del	Espíritu	Santo	es	la	única,	última	y
decisiva	garantía	de	que,	en	líneas	generales,	existe	en	la	Iglesia	el	debido
equilibrio	práctico	entre	ambos	poderes,	sin	que	predomine	ni	un	exagerado
centralismo	ni	una	disgregación	episcopaliana	de	la	Iglesia,	y	todo	esto	conforme
a	las	exigencias	de	cada	tiempo.
Expresado	ya	el	conocimiento	reflejo	y	solemnemente	definido	del	primado
papal,	en	la	práctica	sólo	queda	el	peligro	de	un	excesivo	centralismo	en	la
Iglesia,	puesto	que	para	ello	existe	un	pretexto	y	posibilidad	jurídica,	mientras
que	desde	el	Concilio	Vaticano	I	sólo	meros	hechos	y	costumbres	pueden	influir
en	sentido	contrario.	Así,	la	única	garantía	contra	este	peligro	es	la	confianza,	no
asegurada	jurídicamente,	en	la	asistencia	del	Espíritu	Santo.	Por	consiguiente,
también	el	Espíritu	de	Dios	es	el	último	garante	de	que	en	la	Iglesia	goce	el
episcopado	del	campo	de	acción	que	debe	tener	iure	divino.	Pero	tal	es	la
situación	en	todas	partes:	donde	está	el	Espíritu,	allí	hay	libertad.	A	este	Espíritu
se	le	puede	circunscribir	el	ámbito	de	su	libre	actividad	mediante	normas	de
derecho,	pero	a	fin	de	cuentas	es	Él	el	que	debe	proteger	las	normas.	Así	se
comprende	por	qué	no	puede	haber	en	la	Iglesia	una	constitución	adecuada:	de
ella	misma	forma	parte	el	Espíritu,	único	que	en	definitiva	puede	garantizar	la
unidad	de	la	Iglesia	no	obstante	la	existencia	de	dos	poderes,	uno	de	los	cuales
no	se	puede	reducir	al	otro	de	modo	que	se	pueda	decir	en	verdad	que	la	Iglesia
es	una	especie	de	monarquía	absoluta.
II
Primado,	episcopado	y	«successio	apostolica»
por	Joseph	Ratzinger
En	la	expresión	«católico	romano»	con	que	en	las	actuales	estadísticas	religiosas
se	distingue	de	los	otros	«catolicismos»	a	la	comunidad	creyente	que	está	ligada
con	el	obispo	de	Roma,	se	da	cierta	paradoja	lingüística,	que	por	otra	parte	es
expresión	de	una	importante	problemática	teológica.	Al	igual	que	«ecuménico»,
«católico»	significa	la	superación	de	todas	las	barreras	especiales,	la	pretensión
de	extenderse	al	mundo	entero.	Cuando	la	designación	de	catholicus	vino	a	ser	el
cognomen	—como	el	apellido—	del	christianus,	esta	universalidad	tenía
precisamente	por	objeto	marcar	la	distinción	de	las	sectas	espacialmente
limitadas,	para	evitar	equívocos	en	lo	que	podríamos	llamar	estadísticas
religiosas.¹	Ahora,	en	cambio,	al	añadir	al	catholicus	el	nuevo	apelativo
romanus,	no	sólo	se	manifiesta	el	escándalo	de	la	división	dentro	de	la	Catholica
misma,	que	es	lo	que	principalmente	hace	necesaria	esta	determinación,	sino	que
al	mismo	tiempo	parece	retirarse	el	primer	predicado,	dándose	la	sensación	de
determinarse	y	restringirse	la	anterior	ilimitación	espacial	mediante	la	añadidura
de	una	localidad	concreta.	En	la	peculiar	polaridad	en	que	se	hallanrecíprocamente	los	dos	vocablos	romanus	y	catholicus	está	incluida	en	forma
sugestiva	la	relación	entre	unidad	y	plenitud,	entre	primado	y	episcopado.	Si	la
denominación	de	«católico	romano»	sugiere	en	primer	lugar,	desde	el	punto	de
vista	de	su	función	estadística	religiosa,	el	fenómeno	de	la	división	en	el
catolicismo,	al	mismo	tiempo	—mirando	las	cosas	más	profundamente—	pone
al	descubierto	el	punto	de	partida	de	esta	separación,	haciendo	visible	la
concepción	esencial	de	la	unidad	y	de	la	catolicidad,	en	la	que	se	han	separado	y
todavía	se	separan	los	espíritus.
El	plan	conciliar	de	Juan	XXIII	volvió	a	situar	esta	problemática	en	el	centro	de
la	búsqueda	teológica,	y	después	de	los	decenios	que	siguieron	al	Concilio
Vaticano	I,	en	los	que	se	fijó	el	contenido	del	término	romanus,	ha	vuelto	a
llamar	la	atención	hacia	el	otro	lado	de	la	balanza,	hacia	el	catholicus,	con	el	que
coexiste	en	paradójica	unidad	el	romanus,	de	tal	modo	que	el	uno	separado	del
otro	dejaría	ya	de	ser	lo	que	es.	La	teología	se	apresta	a	refundir	el	tratado	De
episcopo	y	el	De	conciliis,	después	de	haber	alcanzado	un	elevado	grado	de
claridad	en	el	tratado	De	primatu.²	El	presente	trabajo	trata	de	hacer	un	modesto
aporte	a	tal	debate	partiendo	del	concepto	de	sucesión.	En	todo	caso,	en	este
mismo	debate	importa	descartar	falsos	problemas	y	no	perder	el	tiempo	en
profundizar	cosas	sin	trascendencia	o	que	son	ya	claras	de	antemano.	Más	bien
se	deben	enfocar	cuestiones	pendientes,	cuyo	examen	haga	esperar	un	progreso
no	puramente	verbal	en	el	conocimiento	de	la	naturaleza	de	la	Iglesia,	prestando
así	un	verdadero	servicio	a	la	cristiandad	separada.
1.	La	doctrina	de	la	Iglesia	sobre	el	primado	y	del	episcopado
Comencemos,	pues,	por	preguntarnos:	¿qué	es	aquí	doctrina	establecida	de	la
Iglesia	y,	por	tanto,	algo	dado	que	pueda	y	deba	presuponerse	tanto	en	el	diálogo
entre	católicos	como	en	el	de	controversia	teológica?	Pues	bien,	es	doctrina
establecida	de	la	Iglesia,	en	primer	lugar,	que	al	papa	compete	una	potestad
inmediata	y	ordinaria	de	jurisdicción	en	sentido	de	verdadero	poder	episcopal
sobre	la	Iglesia	entera.³	El	primado	del	papa	es	designado	por	el	Concilio
Vaticano	I	como	apostolicus	primatus,	la	sede	romana	como	sedes	apostolica.⁴
De	lo	dicho	se	sigue,	en	cuanto	a	la	doctrina,	que	al	papa	le	compete	la
infalibilidad	por	razón	de	su	función,	de	modo	que	sus	decisiones	ex	cathedra
son	irreformables	por	sí	mismas,	ex	sese,	no	ya	en	virtud	de	una	subsiguiente
confirmación	por	la	Iglesia.⁵	Por	lo	que	atañe	a	la	communio,	segundo	pilar	de	la
existencia	eclesiástica,	se	sigue	que	sólo	quien	se	mantiene	en	comunión	con	el
papa	se	halla	en	la	verdadera	communio	del	cuerpo	del	Señor,	es	decir,	en	la
verdadera	Iglesia. 	Con	estas	certezas	relativas	al	papa	se	enfrenta	una	serie	de
certezas	relativas	a	la	naturaleza	de	la	función	episcopal.	Si	por	una	parte	se
designa	a	la	sede	papal	como	sedes	apostolica	y	a	su	primado	como	apostolicus,
por	otra	parte	se	dice	también	de	los	obispos	que	in	Apostolorum	locum
successerunt;⁷	si	se	atribuye	al	papa	potestad	episcopal	ordinaria	sobre	toda	la
Iglesia,	de	modo	que	pudiera	creerse	que	los	obispos	son	meros	órganos
ejecutivos	del	papa,	por	otra	parte	se	declara	que	los	obispos	«han	sido
instituidos	por	el	Espíritu	Santo»,⁸	que	son	«de	derecho	divino», 	no	de	derecho
pontificio,	y	que	no	pueden	ser	suprimidos	por	el	papa	porque,	al	igual	que	él,
constituyen	una	pieza	de	la	estructura	de	la	Iglesia	fijada	por	Dios.	Dom	Olivier
Rousseau	ha	llamado	recientemente	la	atención	hacia	un	documento	largo
tiempo	olvidado,	que	con	razón	llama	comentario	auténtico	sobre	el	Concilio
Vaticano	I,	y	al	que	sin	duda	se	puede	considerar	como	una	especie	de
reasunción	de	la	doctrina	De	episcopo	que	quedó	allí	pendiente,	como
importantísimo	complemento,	gracias	al	cual	se	revela	el	pleno	sentido	de	las
decisiones	vaticanas.	Nos	referimos	a	la	«Declaración	colectiva	del	episcopado
alemán	a	propósito	de	la	circular	del	canciller	de	Alemania	sobre	la	futura
elección	del	papa»,	del	año	1875,	que	obtuvo	una	aprobación	enérgica	y	sin
reservas	del	papa	Pío	IX.¹ 	Rousseau	resume	en	los	siete	puntos	siguientes	el
contenido	de	este	importantísimo	documento:
1)	El	papa	no	puede	reivindicar	para	sí	los	derechos	de	los	obispos	ni	sustituir	el
poder	de	éstos	por	el	suyo.
2)	La	jurisdicción	episcopal	no	está	absorbida	por	la	jurisdicción	papal.
3)	Las	decisiones	del	Concilio	Vaticano	I	no	entregaron	al	papa	toda	la	plenitud
de	la	potestad	episcopal.
4)	Por	principio,	no	pasó	el	papa	a	ocupar	el	lugar	de	cada	obispo	particular.
5)	No	puede	situarse	en	cada	momento	frente	a	los	gobiernos	en	el	lugar	del
obispo.
6)	Los	obispos	no	se	han	convertido	en	instrumentos	del	papa.
7)	Frente	a	los	gobiernos	no	son	funcionarios	de	un	soberano	extranjero.¹¹
Si	a	esta	luz	volvemos	a	considerar	una	vez	más	y	en	nueva	forma	las	aserciones
vaticanas	sobre	el	primado,	no	se	puede	negar	que	aparecen	mucho	más
profundas	y	ciertamente	no	tan	sencillas	como	dan	a	entender	gran	parte	de	los
manuales	de	teología.	En	el	fondo	están	penetradas	de	la	misma	dialéctica	que
caracteriza	a	las	demás	aserciones	de	este	concilio,	cuyo	lenguaje	tan	a	menudo
se	simplifica	a	pesar	de	ser	tan	asombrosamente	matizado.	Hans	Urs	von
Balthasar	ha	destacado	el	carácter	dialéctico	de	la	primera	parte	de	las	decisiones
vaticanas,	señalando	que	el	concilio	no	se	limitó	a	definir	la	existencia	de	un
conocimiento	natural	de	Dios,	sino	que	sus	aserciones	sobre	este	particular	están
penetradas	de	una	sublime	dialéctica,	por	cuanto	que	al	certo	cognosci	posse	del
primer	período	se	contrapone	en	el	otro	la	afirmación	explícita	de	la	falta	de	una
firma	certitudo	asequible	para	todos	los	hombres	con	poca	fatiga	y	sin	mezcla	de
error,	de	modo	que	resulta	el	siguiente	esquema:
Humana	ratio	per	se in	praesenti	generis	humani	conditione
| |
certo	cognoscere	potest firmam	certitudinem	revelatio	tribuit	omnibus	hominibus	expedite	et	nulo	admixto	errore.¹²
Por	consiguiente,	el	certo	aparece	al	mismo	tiempo	bajo	el	signo	del	sic	y	del
non;	el	concilio	no	da	una	fórmula	sencilla,	como	(con	razón)	no	deja	de
buscarla	el	teólogo,	sino	que	evidentemente	no	cree	poder	enunciar	el	total
estado	de	cosas	sino	en	la	unidad	dialéctica	de	tensión	entre	el	sic	y	el	non.
Ahora	bien,	la	misma	dialéctica	se	puede	descubrir	en	el	apartado	siguiente
relativo	a	la	cognoscibilidad	de	la	revelación	mediante	el	signo.	Aquí	se
encarece	incluso	el	certo	mediante	un	certissime,	con	lo	cual	se	agudiza	todavía
el	problema	al	aparecer	como	sujeto	de	tal	certeza,	no	la	abstracta	humana	ratio
per	se,	sino	la	razón	concreta	del	hombre	medio,	tal	como	éste	es	en	la	vida	real.
Pero	a	este	sic	todavía	reforzado	se	contrapone	un	non	también	reforzado,	puesto
que	al	mismo	tiempo	se	subraya	que	tal	conocimiento	es	«libre	obediencia»,	a	la
que	el	hombre	puede	resistirse	y	sustraerse.¹³	También	aquí	tiene	cuenta	el
concilio	con	el	todo	de	la	realidad,	que	sólo	se	puede	presentar	en	la
contraposición	dialéctica	de	dos	series	de	aserciones,	que	en	cada	caso	son	de
por	sí	insuficientes.
Si	ahora,	a	la	luz	de	la	«Declaración	colectiva»	de	los	obispos	volvemos	a
considerar	el	apartado,	con	frecuencia	omitido	sin	más,	De	R.	Pontificis	et
episcoporum	iurisdictione	(Dz	1828),	se	observa	que	aquí,	en	la	doctrina	del
primado,	se	introduce	la	misma	dialéctica	que	caracteriza	al	concepto	de
revelación	y	de	fe.
También	aquí	se	contraponen	en	definitiva	dos	series	de	aserciones	que	no
pueden	coincidir,	siendo	así	precisamente	como	pueden	expresar	de	modo
aproximado	una	realidad	que	no	es	unilineal	ni	mucho	menos.	La	Iglesia	aparece
—para	decirlo	con	los	términos	de	Heribert	Schauf—	no	como	un	círculo	con	un
solo	centro,	sino	más	bien	como	una	elipse	con	dos	focos:	primado	y
episcopado.¹⁴	Hablando	en	sentido	de	la	historia	del	dogma:	en	la	lucha	secular
entre	episcopalismo	y	conciliarismo	por	una	parte	y	papismo	por	otra,	el
Concilio	Vaticano	I	no	representa	sin	más	ni	más	la	victoria	de	este	último,	comosin	duda	pudiera	parecer	a	observadores	superficiales.	El	clásico	papismo	de	la
edad	media	considera	«la	culminación	jerárquica	del	presbiterado	en	el
episcopado,	es	decir,	la	precedencia	jurisdiccional	del	obispo»,	como	una	medida
de	orden	de	la	Iglesia	esta	concepción	se	funda	en	el	hecho	de	que	«en	la
práctica	no	está	el	papa	en	condiciones	de	ejercer	con	todos	los	fieles	la	función
de	pastor»;	por	consiguiente,	el	papa	puede	«en	todo	tiempo	limitar	y	restringir,
o	incluso	suprimir,	el	poder	de	jurisdicción	del	obispo.¹⁵	El	Concilio	Vaticano	I
es	una	condenación	tanto	del	papismo	como	del	episcopalismo.	Materialmente
califica	de	erróneas	ambas	doctrinas,	y	en	lugar	de	soluciones	unilaterales
inspiradas	por	un	pensar	tardío,	teológico	o	imperialista,	pone	la	dialéctica	de	la
realidad	establecida	por	Cristo,	dialéctica	tanto	más	respetuosa	con	la	verdad	por
cuanto	renuncia	a	hallar	una	fórmula	unitaria	que	satisfaga	a	la	inteligencia.	Que
a	partir	del	Concilio	Vaticano	I	se	debe	considerar	condenado	no	sólo	el
episcopalismo,	sino	también	el	papismo,	es	un	hecho	que	todavía	no	parece
haberse	grabado	suficientemente	en	la	conciencia	de	la	cristiandad	y	en	el	que
conviene,	por	tanto,	insistir.
En	la	gran	pugna	histórica	entre	las	dos	poderosas	corrientes,	la	balanza	no	se
inclina	a	una	parte	ni	a	otra,	sino	que	se	crea	una	nueva	posición	que,	pasando
por	encima	de	todo	pensar	constitucional	humano,	formula	la	especial
peculiaridad	de	la	Iglesia,	que	no	proviene	de	arbitrio	humano,	sino	en	último
término	de	la	palabra	de	Dios.
La	pregunta	acerca	de	lo	definido	en	la	doctrina	de	la	Iglesia	nos	ha	llevado	al
centro	de	la	problemática	de	esta	definición,	aunque	al	mismo	tiempo	ha	puesto
también	claros	sus	límites.	Según	la	fe	católica,	el	episcopado	y	el	primado	son
dos	realidades	de	la	Iglesia	previamente	dadas	por	Dios;	así,	para	el	teólogo
católico	no	puede	tratarse	de	contraponer	la	una	a	la	otra;	el	teólogo	sólo	puede
tratar	de	comprender	más	profundamente	la	vital	reciprocidad	de	ambas,
contribuyendo	así	con	su	pensar	a	la	realización	que,	después	de	todo,	se	verifica
por	medio	de	hombres	y	que	en	todo	tiempo	representa	la	forma	humanamente
escindida	de	lo	predispuesto	e	impuesto	por	Dios.	K.	Rahner	ha	tratado	de
explicar	esta	reciprocidad	partiendo	del	concepto	de	la	communio.¹ 	Sin	duda
alguna,	éste	es	y	debe	ser	el	centro	y	el	punto	de	partida,	dado	que	la	Iglesia	en
su	naturaleza	más	íntima	es	communio,	comunidad,	comunión,	participación	del
—y	en	el—	cuerpo	de	Cristo.¹⁷	A	un	aspecto	complementario	conduce	el
reflexionar	que	la	Iglesia	del	Verbo	o	Palabra	encarnada	es	también	a	su	vez
Iglesia	de	la	Palabra	y	no	sólo	del	sacramento:	el	sacramento	y	la	Palabra	son	los
dos	pilares	sobre	los	que	se	sostiene	la	Iglesia;¹⁸	en	la	relación	entre	estas	dos
magnitudes	hallamos	una	vez	más	esa	irreducible	unidad	polar	en	la	dualidad,
que	es	signo	de	vida	y	precede	a	las	construcciones	de	la	lógica	sin	poder
encuadrarse	totalmente	en	ellas.	Ahora	bien,	si	en	nuestra	cuestión	partimos	de	la
palabra,	nos	vemos	conducidos	al	concepto	de	sucesión,	que	no	se	plasmó	(o	no
se	plasmó	primariamente)	partiendo	de	la	realidad	de	la	communio,	sino	en	la
pugna	por	la	«palabra»,	que	es	donde	encaja	con	más	propiedad,	aun	cuando
materialmente	abarca	también	por	necesidad	el	ámbito	de	la	communio.	El
problema	primado-episcopado	se	refleja	en	el	concepto	de	sucesión	en	cuanto
que,	por	una	parte,	se	dice	que	los	obispos	son	sucesores	de	los	apóstoles,
mientras	que,	por	otra	parte,	el	predicado	apostolicus	se	reserva	en	forma	única
al	papa.	Así	se	impone	la	cuestión	de	si	hay	una	doble	sucesión	y,	por	tanto,	una
doble	participación	en	lo	apostólico.	Es	conveniente	investigar	ante	todo	la
naturaleza	de	la	sucesión	en	general	y	luego	el	significado	del	término
apostolicus	en	conexión	con	el	concepto	de	sucesión.
2.	Reflexiones	sobre	la	naturaleza	de	la	«successio	apostolica»	en	general
El	concepto	de	sucesión	—como	lo	ha	destacado	acertadamente	Von
Campenhausen—	se	formuló	claramente	en	la	polémica	antignóstica	del	siglo
ii;¹ 	su	objetivo	era	contraponer	a	la	tradición	pseudoapostólica	de	la	gnosis	la
verdadera	tradición	apostólica	de	la	Iglesia.	Está,	por	consiguiente,	de	antemano
en	la	más	estrecha	conexión	con	la	cuestión	acerca	de	lo	verdaderamente
apostólico;	pero	sobre	todo	se	manifiesta	que,	en	un	principio,	successio	y
traditio	tienen	la	mayor	afinidad,	pues	por	lo	pronto	significan	casi	lo	mismo	y
ambos	se	designan	incluso	con	el	mismo	término	griego	de	διαδοχή,	que	quiere
decir	tanto«tradición»	como	«sucesión».² 	En	efecto,	«tradición»	no	es	mera
transmisión	anónima	de	doctrina,	sino	palabra	viva,	ligada	a	la	persona,	que
tiene	en	la	fe	su	realidad	concreta.	Y,	viceversa,	sucesión	no	es	una	recepción	de
poderes	propios	de	la	función,	sobre	los	que	el	titular	dispone,	sino	que	consiste
en	ser	tomado	uno	al	servicio	de	la	palabra,	para	dar	testimonio	del	bien	que	le
ha	confiado,	y	este	oficio	está	por	encima	de	su	titular,	de	modo	que	éste
desaparece	tras	la	cosa	recibida,	no	siendo	en	cierto	modo	—para	usar	la
admirable	imagen	de	Isaías	y	de	Juan	Bautista—	más	que	una	voz	que	hace
audible	la	palabra	en	el	mundo.	El	ministerio,	la	sucesión	de	los	apóstoles	se
asienta	en	la	palabra,	y	esto	es	tan	cierto	hoy	como	entonces.	¿Cuál	era	entonces
la	situación?	La	gnosis	oponía	al	cristianismo	eclesiástico	la	maraña	de	su
filosofía	religiosa,	dándola	por	una	tradición	secreta	recibida	de	los	apóstoles.
Frente	a	esto	declara	la	polémica	eclesiástica	que	las	comunidades	en	que	habían
actuado	los	apóstoles	en	persona	o	a	las	que	fueron	dirigidas	las	cartas
apostólicas,	están	en	la	Iglesia	y	nada	más	que	en	ella.	En	estas	comunidades	se
puede	seguir	la	línea	hasta	llegar,	por	decirlo	así,	a	la	boca	del	apóstol	mismo;	el
hombre	que	ahora	está	a	su	cabeza	puede	señalar	nominalmente	su	árbol
genealógico	espiritual	remontándose	hasta	allá.	Si	en	alguna	parte	puede	haber	el
recuerdo	de	un	legado	oral	de	los	apóstoles,	debe	hallarse	en	estas	comunidades,
que	son	el	verdadero	indicador	de	lo	que	con	razón	puede	llamarse	«apostólico».
Aquí	se	ve	con	toda	claridad	en	qué	sentido	sucesión	es	igual	que	tradición:
sucesión	es	firme	mantenimiento	de	la	palabra	apostólica,	como	tradición
significa	la	existencia	continuada	de	testigos	autorizados.	Hans	von
Campenhausen	ha	hecho	notar	que,	dejando	a	un	lado	el	papel	intermediario	de
la	gnosis,	la	Iglesia,	al	formular	el	principio	de	la	sucesión	(tradición),	se	aplicó
a	sí	misma	un	esquema	de	la	filosofía	antigua,	que	en	sus	escuelas	fue	la
iniciación	de	la	técnica	de	las	listas	de	sucesión.²¹	Puede	que	sea	así,	aunque	el
estado	de	las	fuentes	no	permite	un	juicio	seguro.	Por	lo	demás	la	palabra	de
Dios	y	la	realidad	por	ella	fundada,	¿no	debe	servirse	siempre	de	condiciones
humanas	a	fin	de	poder	expresarse	entre	hombres?	Pero	si	con	esto	ha	querido
decir	Von	Campenhausen	que	una	teología	tardía,	y	por	tanto	secundaria,	de	la
successio-traditio	fue	precedida	por	una	teología	de	la	Escritura,²²	habrá	que
reconocer	en	ello	un	error.	En	efecto,	la	inteligencia	del	Nuevo	Testamento	como
«Escritura»	y	con	ello	la	posible	formulación	de	un	principio	neotestamentario
de	la	Escritura,	no	es	anterior	a	la	fijación	del	principio	de	la	successio-traditio,	y
además	fue	más	influido	que	éste	por	Marción,	a	través	de	la	gnosis.²³	No	hay
que	engañarse:	la	existencia	de	escritos	neotestamentarios	reconocidos	como
apostólicos	no	incluye	todavía	la	existencia	de	un	«Nuevo	Testamento»	en
sentido	de	«Escritura»:	de	los	escritos	a	la	Escritura	hay	un	largo	trecho.	Es
sabido,	y	no	se	debe	pasar	por	alto,	que	en	ninguna	parte	el	Nuevo	Testamento	se
entiende	a	sí	mismo	como	«Escritura»;	ésta	es	para	él	el	Antiguo	Testamento,
mientras	que	el	mensaje	de	Cristo	es	precisamente	el	«espíritu»	que	proporciona
la	inteligencia	de	la	Escritura.²⁴	La	idea	de	un	«Nuevo	Testamento»	como
«Escritura»	es	aquí	todavía	absolutamente	inconcebible,	incluso	en	los	casos	en
que	el	ministerio	adquiere	ya	clara	configuracióncomo	forma	de	la	παράδοσις.
Esta	situación,	la	existencia	de	escritos	neotestamentarios	reconocidos	sin	que
exista	un	principio	escriturístico	neotestamentario	o,	si	se	quiere,	un	concepto
claro	de	canon,	se	extiende	hasta	el	mismo	siglo	segundo,	es	decir,	precisamente
hasta	la	época	de	la	polémica	con	la	gnosis.	Aun	antes	de	que	se	formulara	la
idea	de	una	Escritura	neotestamentaria	como	«canon»,	había	formado	ya	la
Iglesia	otro	concepto	de	canon;	poseía,	sí,	su	Escritura	en	el	Antiguo	Testamento,
pero	esta	Escritura	necesitaba	para	su	interpretación	un	canon	neotestamentario,
que	la	Iglesia	descubría	en	la	traditio	garantizada	por	la	successio.	«Canon	era
originariamente	—así	lo	formuló	una	vez	drásticamente	Von	Harnack—	la	regla
de	la	fe;	en	realidad,	la	Escritura	vino	a	meterse	en	medio».²⁵	Antes	de	que	el
Nuevo	Testamento	mismo	venga	a	ser	Escritura,	es	fe	que	interpreta	la
«Escritura»	(es	decir,	el	Antiguo	Testamento).	De	todos	modos,	importa	aquí
evitar	otro	error	de	signo	contrario.	Si	la	Iglesia	contrapone	a	la	gnosis	la
διαδοχή	viva,	que	es	traditio	y	successio	en	una	sola	cosa,	a	saber,	palabra	ligada
al	testigo	y	testigo	ligado	a	la	palabra,	esto	no	implica	que	quiera	canonizar	junto
con	la	Escritura	doctrinas	transmitidas	por	tradición,	sino	que,	por	el	contrario,
esto	se	hace	para	precaverse	contra	la	afirmación	gnóstica	de	una	παράδοσις
ἄγραφος.	La	ininterrumpida	διαδοχή	(παράδοσις)	ἀποστολική	de	la	Iglesia	es,
según	la	intención	de	los	tempranos	teólogos	antignósticos,	precisamente	la
prueba	de	que	no	existe	la	παράδοσις	ἄγραφος	propagada	por	los	gnósticos	(por
lo	menos	en	la	forma	afirmada	por	ellos).	Sea,	pues,	lo	que	fuere	de	la
dependencia	terminológica,	παράδοσις	(διαδοχή)	significa	por	ambas	partes	algo
completamente	distinto	e	incluso	contrario.	En	la	gnosis	significa	un	contenido
doctrinal	que	se	da	como	de	origen	apostólico,	mientras	que	en	la	teología
eclesiástica	significa	la	sujeción	de	la	fe	a	la	autoridad	de	la	Iglesia	encarnada	en
la	sucesión	episcopal.	La	Iglesia	no	recurre	a	la	παράδοσις	para	poner	al	lado	de
la	Escritura	doctrinas	apostólicas	ágrafas,	sino	precisamente	para	impugnar	la
existencia	de	tales	legados	secretos.	Παράδοσις	significa	para	la	Iglesia	el	hecho
de	que	en	la	comunidad	neotestamentaria	la	«Escritura»	(=	el	Antiguo
Testamento)	está	sujeta	a	la	interpretación	por	la	fe	recibida	de	los	apóstoles.² 	El
instrumento	principal	de	esta	interpretación	de	fe	son	los	escritos
neotestamentarios	y	el	símbolo	que	los	compendia,	pero	son	instrumento	al
servicio	de	esta	fe	viva,	que	tiene	su	forma	concreta	en	la	διαδοχή.²⁷	O,	para
decirlo	todavía	con	otras	palabras:	según	la	mente	de	los	tempranos	teólogos
antignósticos	se	da	en	la	Iglesia	«tradición»	en	cuanto	que	la	sede	primaria	de	la
auctoritas	apostolica	se	halla	en	la	Iglesia	que	anuncia	la	palabra,	pero	no	en	el
sentido	de	que	en	ella	se	hayan	conservado	doctrinas	secretas	procedentes	del
tiempo	de	los	apóstoles.	Se	podría	decir	también:	en	la	Iglesia	hay	tradición,
pero	no	tradiciones.	La	idea	de	la	tradición	es	eclesiástica,	la	de	las	tradiciones	es
gnóstica.²⁸
De	aquí	resulta	que	«tradición	apostólica»	y	«sucesión	apostólica»	se	definen
mutuamente.	La	sucesión	es	la	forma	de	la	tradición,	la	tradición	es	el	contenido
de	la	sucesión.	En	esta	conexión	se	halla	también	la	justificación	de	ambos
principios,	que	son	uno	solo,	y	ésta	es	la	nota	decisiva	que	distingue	al
cristianismo	católico	(romano	o	griego)	de	aquella	confesión	que	renuncia	al
apelativo	catholicus	para	designarse	sólo	por	el	Evangelio.² 	En	efecto,	la
subordinación	a	la	palabra	viva,	del	anuncio	de	la	palabra	mediante	la	sola
Escritura,	es	genuinamente	neotestamentaria;	y	así	los	teólogos	cristianos	que	en
la	polémica	con	la	gnosis	interpretaban	en	el	sentido	descrito	la	autoconciencia
de	la	Iglesia,	interpretaban	también	una	comunidad,	que	en	este	núcleo	esencial
de	su	autoconciencia	coincidía	plenamente	con	la	conciencia	que	reflejan	los
escritos	del	Nuevo	Testamento.	Lo	que	esto	significa	aparece	claro	si	se	compara
con	la	siguiente	declaración	de	Oskar	Cullmann,	que	se	puede	considerar	como
una	fórmula	clásica	de	pensar	reformado	en	materias	de	sucesión:	«En	el	único
texto	neotestamentario	que	habla	de	la	relación	de	los	apóstoles	con	la	Iglesia
que	les	sucede	—el	ya	mencionado	pasaje	de	Ioh	17,	20—,	el	influjo	continuado
de	los	apóstoles	no	se	asocia	al	principio	de	sucesión,	sino	a	la	palabra	de	los
apóstoles:	“los	que	creen	por	su	palabra”».³ 	¿Se	puede,	por	tanto,	considerar	la
sucesión	y	la	palabra	como	cosas	opuestas	entre	sí?	Sólo,	sin	duda,	si	por	palabra
se	entiende	exclusivamente	la	palabra	escrita,	el	libro.	Pero	¿se	puede
verdaderamente	admitir	que	cuando	el	Nuevo	Testamento	habla	de	la	palabra
piensa	ya	en	un	libro?	Es	cierto	que	las	generaciones	ulteriores	vienen	a	la	fe	por
la	palabra,	pero,	en	la	perspectiva	de	la	Biblia,	no	como	lectores,	sino	como
oyentes	de	la	palabra.	En	este	sentido,	¿quién	no	piensa	espontáneamente	en	las
admirables	palabras	de	san	Pablo?:	«Pero	¿cómo	invocarán	a	aquel	en	quien	no
han	creído?	Y	¿cómo	creerán	sin	haber	oído	de	Él?	Y	¿cómo	oirán	si	nadie	les
predica?	Y	¿cómo	predicarán	si	no	son	enviados?	Según	está	escrito:	“¡Cuán
hermosos	los	pies	de	los	que	anuncian	la	buena	nueva!”»	(Rom	10,	14	s).	Así
pues,	en	la	perspectiva	del	Nuevo	Testamento	la	palabra	es	la	palabra	oída	y,	en
cuanto	tal,	palabra	anunciada,	no	palabra	leída.	Esto	quiere	decir:	si	la	verdadera
successio	apostolica	reside	en	la	palabra,	no	puede	residir	sólo	en	un	libro,	sino
que	como	successio	verbi	debe	ser	successio	praedicantium,	que	no	puede	a	su
vez	subsistir	sin	«misión»,	o	sea	sin	continuidad	personal	desde	los	apóstoles.
Precisamente	por	razón	de	la	palabra,	que	en	el	Nuevo	Testamento	no	ha	de	ser
letra	muerta,	sino	viva	vox,	se	requiere	una	viva	successio.	En	este	sentido	la
teología	neotestamentaria	de	la	palabra	y	de	la	Escritura	ofrece,	en	último
término,	una	confirmación	todavía	más	profunda	del	concepto	de	sucesión
formulado	por	la	temprana	teología	antignóstica,	como	la	convicción	que	cada
vez	se	va	abriendo	más	camino,	según	la	cual	el	rito	de	la	investidura	de	una
función	mediante	la	imposición	de	las	manos	tomado	del	judaísmo	debe
remontarse	hasta	los	orígenes	judíos	del	cristianismo.³¹	Finalmente,	precisamente
en	esta	inteligencia,	y	sólo	en	ella,	del	don	de	la	palabra	conferido	a	la	Iglesia,	se
pone	al	hombre	con	toda	seriedad	una	y	otra	vez	en	la	condición	de	«oyente	de	la
palabra»,	de	un	oyente	que	no	tiene	personalmente	poder	alguno	sobre	la
palabra,	sino	que	se	halla	en	la	condición	del	puro	recibir,	que	se	llama	«creer».³²
Y	tal	«creer»	está	sustraído	a	toda	restricción	individualista;	por	el	«oir»	se
vuelve	continuamente	al	tú,	a	esa	gran	comunidad	de	los	creyentes	que	está
llamada	a	ser	«una	sola»	en	Cristo	(Gal	3,	28).
Podemos	resumir	en	la	forma	siguiente	lo	hasta	aquí	dicho:	a	la	idea	gnóstica	de
tradiciones	ágrafas	secretas,	contrapone	la	Iglesia	en	primer	lugar	no	la
Escritura,	sino	el	principio	de	la	sucesión.	«Sucesión	apostólica»	es,	conforme	a
su	esencia,	la	presencia	viva	de	la	palabra	en	la	forma	personal	del	testigo.	La
continuidad	no	interrumpida	de	los	testigos	se	manifiesta	por	la	naturaleza	de	la
palabra	como	auctoritas	y	viva	vox.
3.	«Successio	papalis»	y	«successio	episcopalis»:	relación	y	diferencia
La	teología	antignóstica	de	la	sucesión	nos	lleva,	más	allá	de	lo	hasta	aquí
estudiado,	hasta	el	verdadero	campo	de	discusión	del	problema	«primado	y
episcopado».	Porque	a	los	gnósticos	no	sólo	se	les	opone	como	prueba	de	su
error	la	misma	función	episcopal	de	la	Iglesia,	sino	que	además	se	los	remite	a
las	sedes	apostolicae,	es	decir	—para	repetirlo	una	vez	más—	a	aquellas	sedes
donde	en	otro	tiempo	ejercieron	su	actividad	los	apóstoles,	o	que	fueron	los
destinatarios	de	las	cartas	apostólicas.	Con	otras	palabras:	no	toda	sede	episcopal
es	sedes	apostolica,	sino	sólo	un	número	limitado	de	ellas	que	se	hallan	en	una
relación	única	y	singular	con	los	apóstoles.	Éstas

Continuar navegando