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La_realidad_humana_del_señor_aportación_a_una_psicología_de_Jesús

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1 
 
ROMANO GUARDINI 
 
 
 
 
LA REALIDAD 
HUMANA 
DEL SEÑOR 
 
APORTACIÓN A UNA PSICOLOGÍA DE JESÚS 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Madrid 
1956 
 
2 
 
 
Publicó este libro con el titulo 
DIE MENSCHLICHE WIRKLICHKEIT DES HERRN 
Werkbund-Verlag, de Würzburg, 1958 
Lo tradujo del alemán 
JOSÉ MARIA VALVERDE 
 
 
 
 
 
 
CON LICENCIA ECLESIASTICA 
3 
 
 
Í N D I C E 
 
 
Prólogo .......................................................................................................................... 5 
LO HISTÓRICO-BIOGRÁFICO .............................................................................. 20 
1. Situación histórica ................................................................................................... 21 
2. Forma de vida .......................................................................................................... 24 
3. Estructura de fondo.................................................................................................. 32 
ACTOS, PROPIEDADES, ACTITUDES ................................................................. 42 
1. Observaciones previas ............................................................................................. 43 
2. El pensamiento de Jesús .......................................................................................... 44 
3. Voluntad y acción de Jesús ..................................................................................... 47 
4. Jesús y las cosas....................................................................................................... 51 
5. Jesús y los hombres ................................................................................................. 54 
6. El mundo de sentimientos de Jesús ......................................................................... 58 
7. Posición de Jesús respecto a la vida y la muerte ..................................................... 60 
EL PROBLEMA DE LA ESTRUCTURA ................................................................. 65 
1. Generalidades .......................................................................................................... 66 
2. Estructuras del devenir ............................................................................................ 68 
3. Estructuras de la disposición y el comportamiento ................................................. 78 
4. La unicidad de la figura de Jesús ............................................................................ 81 
4 
 
EL MODO DE EXISTENCIA DE JESÚS ............................................................... 88 
1. Persona y existencia de Jesús .................................................................................. 89 
2. Actuación existencial De Dios ................................................................................ 94 
LA ABSOLUTA DIVERSIDAD DE JESÚS ............................................................. 96 
1. Expresiones de absoluto .......................................................................................... 97 
2. La principialidad .................................................................................................... 105 
3. El haber venido ...................................................................................................... 115 
4. El Maestro, el Poderoso, el Existente .................................................................... 122 
 
 
5 
 
 
 
 
PRÓLOGO 
6 
 
I 
El siguiente ensayo reúne el resultado de trabajos iniciados hace ya 
largo tiempo. Los problemas en él tratados requerirían en sí una clarifica-
ción aún más radical, pero ahora podemos juzgarlos ya maduros para la 
Historia; por tanto, sigo el deseo de algunos amigos, así como de la Edi-
torial, y dejo a este ensayo tomar su forma presente, para que pueda con-
tribuir a un planteamiento de la cuestión; más exactamente, le dejo la 
forma que ha ido adquiriendo a lo largo de unos diez años, en una serie de 
conferencias. 
Pero no querría hacerlo sin decir antes cómo están vistos los pro-
blemas, y cómo se sitúan en el conjunto de la problemática teológica. 
La psicología ha alcanzado una importancia ante la cual uno se en-
frenta con sentimientos divididos. La observación y el análisis penetran en 
todos los dominios de la vida: se dirigen ante todo a la estructura de la 
personalidad —también y precisamente de las grandes personalidades—, 
y está fuera de duda que con ello se ha de obtener algo importante. Pero 
la índole y el resultado de la investigación psicológica están determina-
dos, más profundamente que otros terrenos del conocimiento, por los mo-
tivos que hay detrás de ellos. Por eso hay razón para preocuparse, pues 
estos motivos —los conscientes y aún más los semiconscientes y los in-
conscientes— son de especies muy variadas, y algunos de ellos no preci-
samente plausibles. 
Lo que da lugar al análisis psicológico puede ser el deseo de enten-
der mejor y juzgar más adecuadamente la esencia de una personalidad y 
de su destino; esto es, el deseo de rendirle el honor que pretende. Pero 
puede ser también el designio de disolverla —y con ella al hombre en ge-
neral—en el conjunto de la Naturaleza, y de ese modo, en lo que esta por 
debajo del hombre. Serla esto un triunfo que dispensarla del respeto. 
Tales motivos han estado siempre operantes y lo están hoy también. 
Pero por lo que toca a este segundo designio, se encuentra muy reforzado 
por determinadas tendencias de la actualidad. Un democratismo radical 
no puede conceder que haya entre los hombres grados de posición que 
pretendan ser respetados. El positivismo y el materialismo niegan la dis-
tinción esencial entre espíritu y physis, entre el hombre y la naturaleza vi-
7 
 
va animal. El totalitarismo declara que la ciencia no tiene que establecer 
qué es lo que existe, sino transformarlo hacia aquello que ha de ser; en 
términos prácticos, poner a los hombres a disposición del poder. Partien-
do de todo esto, se comprende la desconfianza contra la psicología por 
parte de aquellos a quienes les importa el valor y la dignidad del hombre, 
y dentro de cuyo mundo hay que tratar con “el gran hombre”. Esos l per-
ciben en la psicología algo destructivo; una técnica con la cual el hombre 
que ya no está dispuesto 
¡Cuánta desconfianza, entonces, tiene que empezar por encontrar el 
intento de acercarse con un planteamiento de problemática psicológica a 
Aquel que no es un “Grande” de la Historia como los demás, sino que 
trasciende todo lo meramente humano: Jesucristo! 
Pero por otro lado, no se puede olvidar que Él mismo se ha llamado 
“el Hijo del hombre”, un nombre que, visto en su integridad, implica algo 
más que una expresión de la Mesianidad, propia del mundo lingüístico de 
los Profetas. Jesucristo es hombre con tal ausencia de reservas como nin-
gún otro puede serlo; pues realizar la humanidad como Él lo hizo, sólo 
era posible al que era más que hombre. 
Esta manera de ver está en abrupta contradicción con la tendencia 
moderna a entender al hombre a partir de algo que está debajo de él; a 
ver su realización como una continuada ascensión desde lo pre- humano, 
y su estructura como una construcción, ciertamente más compleja, pero en 
lo esencial idéntica a la del animal. Lo cierto es lo contrario: propiamente 
sólo se puede comprender al hombre desde lo que está sobre él. A su vez, 
por lo que toca a la expresión bíblica de que Dios hizo “al hombre a su 
imagen” (Gen. 1, 27), la última palabra sobre su significado sólo se pro-
nunciará con “el Logos hecho carne” (Juan, 1, 14). 
A partir de aquí, el problema de una psicología de Jesús aparece 
como una de las tareas más apremiantes que tiene que plantear la teolo-
gía. 
8 
 
II 
La primera tarea de la Cristología ha consistido en dejar fuera de 
duda que Jesús de Nazaret era algo más y algo diferenteque una mera 
criatura. Nuestra mente, embotada con tanto hablar y escribir, no com-
prende ya la pasión con que la Antigüedad cristiana luchó en torno al 
problema cristológico a través de siglos; una pasión que hay que llamar 
santa, a pesar de todo lo muy humano que actuaba dentro de ella. Así, la 
expresión de que Cristo es el Hijo eterno y consustancial del Padre, quedó 
erigida como meta ya inconmovible de la verdad. 
El segundo paso lo dio la conciencia cristiana al reconocer que ese 
Hijo de Dios se hizo realmente hombre en Cristo. No sólo tomó residencia 
en un hombre, sino que se situó como miembro real, y más aún, decisivo, 
en la historia de la Humanidad. Completamente en ella, y a la vez inde-
pendiente de ella. Esto es, de un modo tan único —a saber, redentora-
mente— en ella, porque Él venta de la libertad de Aquél que está sobre 
toda Historia y sobre todo mundo. Eso significa la expresión de San Juan: 
“Tengo poder para poner [mi vida) y poder para volverla a tomar” (10, 
18). 
La decisión divina de esta Encarnación debía entonces, ciertamente, 
ser depurada de todas esas maneras de interpretarla que aparentemente 
expresaban algo supremo en la Encarnación, pero que en verdad defor-
maban su auténtico ser, porque en lugar del acontecer personal colocaban 
otra cosa tal que había de seguir siendo natural, aun dentro de toda su 
aparente sublimidad: a saber, la mezcla de las naturalezas. Un ser en 
quien lo humano se fundiera con lo divino en una indiferenciación subs-
tancial, sería un mito. Por eso surgió el concepto de la unidad de la per-
sona en la diferenciación de las naturalezas; un concepto que, aunque 
trascendía las posibilidades de la razón, en cambio garantizaba la inte-
gridad del Hombre-Dios. 
La sustancialidad de la naturaleza divina quedó entonces establecida 
con firmeza intocable; sólidamente se fijó su auténtica humanidad; sóli-
9 
 
damente se fijó la unidad ya indisoluble de las dos naturalezas en la Per-
sona del Logos, una unidad que fundamenta la historicidad cristiana; más 
aún —si es lícito hablar así—, que crea Historia para Dios mismo; si bien 
esto último significaba algo completamente diferente que el proceso pan-
teísta del Absoluto. Estas verdades quedaron así en una forma que era tan 
alta cuanto rica, tan verdadera cuanto misteriosa: eran dogma. 
Así empezó el espíritu a preguntar más, y precisamente, cómo estaba 
en la Historia el Hijo de Dios hecho hombre. Ello llevó a intentos de di-
solver la singular historicidad de Jesús en la historicidad general de la 
vida humana, y surgieron todas esas representaciones de Cristo que ha-
cían de Él un mero hombre, aunque extraordinario; o, de otro modo, una 
idea, un mito, un contenido de vivencia. 
Está claro que estos caminos son falsos. Animada por la toma de po-
sición de la Iglesia, la conciencia teológica tiene bastante seguridad como 
para rechazar todo intento de esa especie. Pero el rechazo, si no me equi-
voco, no ha dejado de ser negativo en lo esencial: ha dicho lo que no es. 
Ahora debe comenzar la labor positiva. Se ha visto que la existencia de 
(insto se basa en un acontecimiento que se opone a toda disolución en 
conceptos de genericidad histórica. Se ha visto también que el núcleo de 
Su personalidad no puede ser atravesado por la mirada; y ello no sólo de 
hecho, porque falten todavía los medios para tal penetración iluminadora, 
sino por principio. Pues para ello habría que poner en un común denomi-
nador la realidad absoluta de la naturaleza divina y la realidad relativa 
de la naturaleza humana, y ello es imposible. 
En cambio, es posible algo diferente: Se puede uno dar cuenta del 
hecho de que la existencia de Jesús fue un existir realmente terrenal, fue 
historia real cumpliéndose en su integridad: la experiencia interior y exte-
rior, el encuentro con hombres y cosas, la decisión y actuación en cada 
momento, y así sucesivamente. Todo ello se cumple en estructuras de ser y 
de acontecer, pero eso quiere decir que puede entenderse. Pueden plan-
tearse y responderse las preguntas del “qué”, el “cómo”, el “por qué” y 
el “para qué”, el “desde dónde” y el “hacia dónde”, y también, por con-
siguiente, las preguntas psicológicas; todas ellas, ciertamente, en el ámbi-
to de sentido de un hecho concreto, que prescribe la actitud y manera de 
proceder, a saber, esa mencionada incomprensibilidad del punto de parti-
da y del núcleo. 
Con ello se produce una psicología de índole ungular. Si la palabra 
“psicología” significa esa disolución de personalidad y totalidad de des-
10 
 
tino que por regla general se entiende que es, entonces no hay psicología 
de Jesús. La eterna resolución de hacerse hombre, así como la existencia 
del Logos en cuanto hecho hombre, no entran en ningún concepto psico-
lógico; igual que tampoco en ningún concepto histórico. Por otra parle, la 
voluntad del Logos de hacerse hombre incluye todo lo que pertenece esen-
cialmente al ser hombre, y por ende, también la posibilidad de ser com-
prendido. Todas esas conjunciones que determinan la existencia humana 
—corporal, anímica, espiritual, social— llegan a su plenitud en el ser y 
vida de Jesús. A partir de ellas es posible una comprensión, y eso significa 
una psicología, de cuya esencia forma parte, sin embargo, el fracasar pre-
cisamente en todas y cada una de estas líneas de conjunción. Y ello, insis-
timos, no por un defecto en el material, por una torpeza de la mirada, por 
una insuficiencia del método, sino por la naturaleza del objeto. Cuanto 
mis completo el material, más aguda la mirada, más adecuado el método, 
el fracaso específico se hace más claro y decisivo; esto es, queda claro 
que el proceso de que se trata, desemboca en la incomprensibilidad del 
ser humano de Dios. 
11 
 
III 
Hasta qué punto es suficiente para la figura de Cristo el método his-
tórico y psicológico de la teología liberal, resulta evidente para quien lo 
quiera ver. La resonancia que tuvo dentro del terreno católico, en cuanto 
modernismo, ya esta superada. Sabemos que una idea debilitada de Cristo 
no sólo es errónea, sino que tampoco vale la pena que cuesta para cimen-
tarla reflexivamente. La fe, que es arriesgarse uno mismo, sólo tiene senti-
do en la Revelación pura y plenaria, y por tanto, con referencia a su supe-
rracionalidad. 
Pero por otro lado, también está claro que la Cristología debe dar 
un paso más. Y ello no sólo porque sea consecuente la investigación teo-
lógica, sino también por la vida cristiana. La meditación orante requiere 
un acceso que la lleve más profundamente a lo peculiar y auténtico. Algo 
análogo ocurre con la acción. Entendemos la vida cristiana como “seguir” 
a Cristo —el famoso libro habla precisamente de una “imitación” de Cris-
to—: pero ¿qué se quiere decir con eso? ¿De qué modo son normativas 
para nosotros la persona y la vida de Jesús? Si se ha de ir más allá de las 
aplicaciones abstractas, si la acción y pasión de Cristo, su actitud y senti-
mientos, han de aclarar y orientar nuestra existencia humana, si la idea 
del “hombre nuevo” que “está transformado en la imagen del esplendor 
del Señor (23 Cor., 3, 18) ha de alcanzar un contenido evidente e inspira-
dor, entonces es preciso que esa imagen se haga mas concreta de lo que 
suele ser casi siempre
1
. 
Tal sería la tarea de una “psicología teológica”, a la que aludí en mi 
breve obra sobre La Madre del Señor (1935) y que intente en mi libro El 
Señor (1937), si bien de un modo muy contenido. 
 
 
1
 En lo cual debe señalarse que la literatura religiosa, a menudo descuidada por la 
teología científica, ha anticipado no pocas intuiciones en este sentido. Así, segura-
mente sería útil investigar para ello las homilías de los Padres, los escritos de orienta-
ción pastoral y las obras de los místicos. 
12 
 
En conexión con esto, hay que aludir a un fenómeno en que la inves-tigación puede ejercitarse y quizá encontrar algunos de los conceptos ne-
cesarios: esto es, el fenómeno del Santo y de su vida anímica. 
La hagiografía ha tomado una evolución que no deja de parecerse a 
la de la Cristología. La historia de su problemática muestra cómo al prin-
cipio ha elaborado una sobrenaturalidad abstracta, para luego crear for-
mas más específicas, pero todavía típicas, y por fin captar con la mirada 
la concreción histórica: lo mismo que la imagen del Santo al principio 
permanece en una generalidad de icono, y luego se va haciendo cada vez 
más individual. Con ello, ciertamente, se expone al riesgo de allanar lo 
suyo peculiar en forma historicista o psicologista, hasta los intentos de en-
tenderlo todo como fenómeno patológico, destruyéndolo así todo. 
Si el Santo es aquello por lo que le conoce la Iglesia, entonces su fi-
gura contiene también un núcleo que se resiste a toda disolución: el 
“Cristo en nosotros” de que habla la Epístola a los Gálatas. Pero ese nú-
cleo no está en una trascendencia separada por encima del hombre, así, 
del hombre Agustín, ni tampoco enquistado como un cuerpo extraño en 
una profundidad inaccesible dentro de su vida anímica, sino que ha entra-
do en su humanidad real y en su historia real. Más aún: se ha convertido 
en lo más propio de este hombre, de modo que la expresión de San Pablo: 
“yo vivo, pero no como yo, sino que en mí vive Cristo”, puede ser conti-
nuada en esta otra: “y sólo ahora llego a ser mi Yo más propio”. Los ci-
mientos de una psicología de la existencia del Santo son las ideas de San 
Pablo sobre el modo de estar Cristo “en”, y del “llegar a ser el hombre 
nuevo en el viejo”; pero tampoco me parece que todavía hayan sido ade-
cuadamente desarrolladas. Si se mira al Santo desde este punto de vista, 
creo que se aprenderá mucho de él para la adecuada observación de la 
realidad de Cristo. 
Se puede ver a San Francisco de Asís como le vieron las biografías 
de Tomás de Celano y Buenaventura. En ellas está grandiosamente elabo-
rado el elemento sobrenatural, pero, en el fondo, la imagen que resulta 
permanece lejana a lo humano. Se le puede ver también como le ve Saba-
tier en su libro. Entonces, si bien aparece una imagen de vida concreta, en 
cambio se pierde el núcleo esencial del Santo. Y ello precisamente por ha-
ber perdido la imagen de Cristo. Pues Cristo queda ahí, lo mismo que Sun 
Francisco, inserto dentro de una serte determinada por el tipo psicológico 
del homo religiosus, y que en definitiva se derrite en los racionalismos y 
lirismos de Henry Thodr, Hermann Hesse y Nikos Kazantzakis. Hoy esta 
13 
 
planteada la tarea de abrirse paso hasta el auténtico Francisco, que estu-
vo en el misterio de una semejanza con Cristo tal como apenas se ha reali-
zado jamás con igual exactitud carismática, pero que precisamente dentro 
de ello fue una personalidad humana caracterizada de modo tan exacto e 
irrepetible como no han podido serlo muchos. 
14 
 
IV 
Y por fin, una cuestión de método, pero que abarca todo lo que se ha 
dicho. A saber: ante la desconcertante multiplicidad de las imágenes de 
Cristo, que dan vueltas por la conciencia actual, tenemos que preguntar-
nos todavía de “cuál” Jesucristo se ha de hablar aquí. 
Pues si la respuesta dice: de aquél que trajo la plenitud de la Revela-
ción y en ella misma se hizo patente; entonces se volverá a preguntar: 
¿dónde se le puede encontrar? A eso sólo se puede contestar: en el Nuevo 
Testamento. Pero en el Nuevo Testamento entero: en todas sus escrituras, 
desde la primera a la última frase; y con eso nos ponemos en medio de la 
problemática teológica. 
La realidad de Cristo nos está transmitida mediante la palabra, o 
sea, la memoria de los Apóstoles; de todos los Apóstoles, desde San Mar-
cos hasta San Juan, Y no ocurre que la figura de Jesús pierda en autenti-
cidad cuanto más tardío sea el testimonio. La distancia cronológica desde 
un San Lucas a un San Marcos no significa que el teólogo tenga ocasión 
para volverse desconfiado. Más bien, los años transcurridos en el interva-
lo han creado una distancia que ha abierto al informador una nueva pers-
pectiva hacia Cristo, dando un tiempo para que se le siguiera y se tratara 
con él en la oración, tiempo en el cual se ha obtenido nueva experiencia 
de su realidad, de tal manera, que el manifestador de Cristo puede en-
tonces decir algo que antes no era posible todavía, o sea, que estaba en el 
tiempo. 
Si la investigación retrocede desde el Evangelio de San Juan a los 
Evangelios anteriores, no por eso se abre paso a estratos más genuinos de 
la realidad de Cristo, sino sólo a estratos que se han ofrecido antes a la 
mirada. Viceversa, si al pasar de las primeras noticias a las posteriores, 
se hacen evidentes en la imagen de Jesús estratos que muestran el carác-
ter de una reflexión más sólida, de una profundidad metafísica mayor, y de 
una más precisa delimitación frente a las dificultades de la época, no por 
eso lo manifestado es menos genuino, sino que aparecen elementos que 
15 
 
sólo podían ser llevados a manifestarse por la situación del tiempo y por 
el desarrollo de la misión. 
Si se lograra dejar a un lado todos los informes y obtener una mira-
da inmediata a Jesucristo, tal como fue en la tierra, no se presentaría al 
observador algo así como un “simple” Jesús histórico, sino una figura de 
grandeza e incomprensibilidad estremecedoras. ha evolución en el modo 
de presentar la imagen de Jesús no significa ninguna aportación de los 
que dan noticia de él, sino el despliegue, paso a paso, de lo que “era des-
de el principio”, dando por supuesto ciertamente —y aquí está y consiste 
todo— que la voluntad de Dios, que ha llevado a revelación en Cristo la 
verdad redentora de la “Palabra” eterna, también ha querido y procura-
do que esta verdad llegue de algún modo a los hombres posteriores
2
, y que 
les llegue de tal modo que pueda ser recibida en la sencillez de la confian-
za creyente, sin requerir ninguna técnica crítica especializada para ex-
traerla de la letra de la noticia. 
Decíamos que la fuente para nuestro saber sobre Jesucristo es la 
memoria de los Apóstoles; de todos los Apóstoles y a través de todo el 
tiempo de sus manifestaciones, hasta su muerte; esto es, desde el día de 
Pentecostés hasta la muerte de San Juan. Pero ellos no son informadores 
individuales, cada uno de los cuales valdría en tanto estuviera capacitado 
 
2
 No se comprende en qué medida puede ser designada como teología una investi-
gación de los textos bíblicos que no parta de esta presuposición, sino que los conside-
re simplemente como fuentes históricas iguales que las demás. Ello presupone una 
falta de claridad con respecto a las categorías fundamentadoras, que no debería se po-
sible en el ámbito científico. 
Pero aquí se muestra una perversión del concepto de ciencia, que también puede 
observarse en otros puntos. La ciencia es la investigación de un objeto con el método 
que éste exige, pero no con un método general válido pata todo, que destruya su ca-
rácter propio. La teología es ciencia precisamente porque no emplea los métodos de 
la historia o la psicología en general, sino aquel método que esté determinado por el 
carácter de su objeto en cuanto Revelación. Este carácter no es una condición priva-
da que ligue la subjetividad del investigador al objeto, pero que deba ser dejada a un 
lado tan pronto como se haya de tratar de ciencia; sino que sólo actúa científicamente 
el teólogo en cuanto asume en su método el carácter de la Revelación como carácter 
decisivo. 
Se comprende por sí mismo que con eso el fenómeno adquiere una complicación 
peculiar, y que el procedimiento de investigación plantea peculiares exigencias a la 
capacidad de identificación de la mirada y a la dialéctica de la elaboración especula-
tiva, Pero sólo satisfaciendo esas exigenciasse realiza la teología como ciencia. 
 
16 
 
personalmente, sino que hablan tomo Apóstoles, lo cual significa, a su vez, 
como portadores y miembros de la Iglesia, Lo que se llama “Iglesia”, esto 
es, la totalidad de conjunto de la comunidad, su fe, su culto, su vida de 
oración, etc., no queda al lado de ellos, de tal manera que del testimonio 
prístino, auténticamente valido, se pudiera separar una “teología de la 
comunidad” con importancia sólo secundaria, sino que los Apóstoles 
mismos son Iglesia. Son la Iglesia en su primera fase, que habla desde la 
inmediata misión de Cristo y la autoridad de la iluminación de Pentecos-
tés, y que insistimos— alcanza desde el autor del primer logion hasta el 
Apocalipsis. 
Obviamente, tiene pleno sentido la pregunta de qué carácter ha teni-
do la imagen de Jesús en los diversos grados históricos de propagación de 
la fe, y reviste un interés totalmente específico el preguntar por la imagen 
que hubo en la manifestación primera. Pero la búsqueda de estas etapas 
no puede estar orientada por la desconfianza básica precisamente contra 
esa manifestación, que se habría hecho más dudosa a medida que transcu-
rriera el siglo. La intención que forme el nervio de la pregunta no puede 
ser la voluntad de llegar “detrás” de lo que manifiestan los Apóstoles, pa-
ra alcanzar el más auténtico Jesús, e independizarse así del “condiciona-
miento temporal” de la palabra apostólica, sino que el autentico Jesús es-
tá dado mediante los Apóstoles, sólo mediante ellos, pero mediante todos 
ellos. 
Una actitud como la señalada no sería “científica”, sino incrédula. 
Con ella quedaría abolido el objeto de la teología exclusivamente tomado 
en consideración, y por tanto su auténtico carácter científico. Pues el mo-
do como manifiesta San Pablo, a distinción de San Marcos, y a San Juan, 
a distinción de San Mateo, forma un elemento de su misión apostólica. El 
hecho de que hayan tenido ocasión y hayan sido capacitados para ello por 
el momento posterior de su manifestación y las diversas circunstancias da-
das en su terreno de actuación, es obra del Pneuma de Cristo tan exacta-
mente como la iluminación en Pentecostés. La imagen de Cristo transmiti-
da por tal manifestación posterior habla tanto de la realidad de Cristo y 
es igualmente objeto de la fe, cuanto el contenido de la primitiva manifes-
tación, y constituye igual que ésta el objeto válido de la teología como 
ciencia. 
La actitud descrita se cierra también metodológicamente a mirar la 
plena realidad de Cristo. Para ella, esta resuelto de antemano que el pri-
mer Jesús “histórico” ha sido el “simple”, el no-metafísico, el adecuado 
17 
 
sin más a la medida humana, y que su verdadera grandeza ha residido en 
su genialidad humana, en su profundidad de experiencia religiosa y su 
dominio de la palabra: luego, esa primera realidad se habría hinchado 
metafísicamente en el transcurso del siglo, se habría aproximado a la ca-
tegoría mítica del “Salvador”, y se habría estilizado con miras a los obje-
tivos religiosos de la comunidad, que habrían requerido una figura de cul-
to. Pero con eso está perdido de antemano todo lo que se llama en sentido 
propio “Revelación” manifestación de lo que no está condicionado por 
parte del hombre, sino que entra en su terreno desde Dios, para juicio y 
redención de todo lo humano. E igualmente se pierde todo lo que el trans-
curso del tiempo, la distancia creciente desde el acontecimiento primero, 
la transformación de la situación histórica y toda la tradición, atravesán-
dola, representan para la apertura del “principio”, de la realidad que ci-
menta la salvación y funda la historia. Una vez más: la verdad es lo con-
trario de esa presuposición. Si cupiera abrirse paso hasta el Cristo “ori-
ginal”, esto es, hasta el Cristo no meditado todavía por los Apóstoles, no 
desarrollado todavía por la predicación ni hecho propiedad de la comuni-
dad mediante la vida de fe, entonces Él resultaría más inaudito e incom-
prensible de lo que expresan sobre Él las más atrevidas frases de San Pa-
blo o de San Juan. 
El Cristo que importa tanto al teólogo investigador como al cristiano 
creyente es aquél que nos sale al encuentro desde la integridad de la pre-
dicación apostólica. Y no porque aquí se trate del “Cristo de la fe” en 
contraposición al “Jesús de la historia”. Tal cosa significaría que el Cris-
to de la fe existiría sólo por la relación religiosa orientada hacia él, no 
como ser existente y real en sí. Las noticias posteriores serían sólo, enton-
ces, imágenes de las diversas experiencias de Cristo; testimonios de cómo 
le vieron los Apóstoles y los oyentes de éstos, en el transcurso del siglo, y 
esbozos previos de cómo le iba a poder ver el creyente posterior. El senti-
do va al contrario. El Cristo que importa tanto al teólogo investigador 
como al cristiano creyente es aquél que nos sale al encuentro desde la in-
tegridad de la predicación apostólica. Y no porque aquí se trate del “Cris-
to de la fe” en contraposición al “Jesús de la historia”. Tal cosa significa-
ría que el Cristo de la fe existiría sólo por la relación religiosa orientada 
hacia él, no como ser existente y real en sí. Las noticias posteriores serían 
sólo, entonces, imágenes de las diversas experiencias de Cristo; testimo-
nios de cómo le vieron los Apóstoles y los oyentes de éstos, en el transcur-
so del siglo, y esbozos previos de cómo le iba a poder ver el creyente pos-
terior. El sentido va al contrario. 
18 
 
El Cristo a que se refiere el que cree en serio es el de la realidad 
original. Pero las manifestaciones de los Apóstoles son introducciones ha-
cia Él y constantemente quedan rezagadas respecto a su plenitud de Dios-
hombre. Los Apóstoles nunca dicen más de lo que era el Jesús histórico, 
sino siempre menos. Por eso también, el que lee adecuadamente el Nuevo 
Testamento siente empezar a fulgurar detrás de cada frase una realidad 
que sobrepuja a lo dicho. 
Por tanto, la auténtica teología bíblica debe realizar completamente 
un “giro copernicano” frente al planteamiento racionalista. Su intención 
científica no puede dirigirse a extraer, de unas representaciones su-
puestamente exageradas, una primera realidad, no menos supuestamente 
simple; sino en hacer evidente le que originalmente es grande, a partir de 
una serie de representaciones, cada una de las cuales es válida, pero, a 
pesar de un ahondamiento progresivo, debe resultar siempre insuficiente. 
Eso que originalmente es grande, es por tanto también lo que ha in-
fluido en la Historia, lo que ha construido la Iglesia, lo que ha formado 
ese empuje irrefrenable de movimiento y transformación, tal como se nos 
presenta desde el pasado y el presente. Es lo que “es, era y será”, y forma 
la salvación de modo exclusivo. 
A este Jesucristo se refiere nuestro ensayo. La psicología de que se 
habla aquí no consiste en el análisis de una personalidad simplemente 
humana que esté en el comienzo, y que en verdad nunca ha habido. Más 
bien trata de entender esa figura que, a través del primer siglo, aparece 
por la predicación apostólica, y que en cada una de las fases de su ma-
nifestación remite a una primera realidad que las supera a todas. 
Esa psicología sabe claramente que su empresa, para la teología que 
se llama “crítica”, resulta, en objeto y método, “dogmática” en el peor 
sentido; su objeto, irreal, y su proceder, no científico. En verdad, la acti-
tud de esta “teología” descansa en un a priori falso: a saber, que la per-
sona de Jesús y también su manifestación histórica hayan de tratarse del 
mismo modo que todos los demás fenómenos históricos. 
La auténtica teología debe darse cuenta claramente de ese extraño 
hechizo que se ha hecho vigente en los tiempos modernos: una “cientifici-
dad”, que pretende tener validez universalmente, pero que en rigor co-
rresponde al dominio histórico y científico-natural, y que inclusoahí ha 
asumido un carácter formal cuantitativo. La teología también lo ha acep-
tado para sí como obligatorio, y con eso ha sufrido un daño nada peque-
ño. Ya es hora de que se libere de él y encuentre su norma en su propia 
19 
 
esencia. No hay ni que decir que con eso no se menosprecia nada a las ta-
reas de índole filológico-histórica. 
20 
 
LO HISTÓRICO-BIOGRÁFICO 
21 
 
1 
SITUACIÓN HISTÓRICA 
Lo que sabemos sobre Jesús procede casi exclusivamente de las pro-
pias fuentes neotestamentarias, sobre todo de los Evangelios. No son re-
presentaciones históricas en nuestro sentido. Tampoco son biografías edi-
ficantes narradas en conexión. Son mensaje sagrado. 
Sin esforzarse por la ilación y la integridad; sin especiales puntos de 
vista que importen para la predicación del mensaje de salvación, reúnen 
acontecimientos, palabras y hechos de la vida del Señor. De ese modo, lo 
que sabemos por ellos sobre las realidades de la vida de Jesús, visto desde 
la perspectiva histórico-biográfica, es tan casual como preciso. 
El escenario de la vida de Jesús es Palestina. Cuando El emprende 
una vida errante en su época última, especialmente importante, aparecen 
en el relato los más vanados lugares del país. Ante todo la patria chica de 
Jesús, Galilea; luego, la capital de Judea y lo que hay a su alrededor; la so-
ledad del “desierto” y los lugares junto al Jordán; Samaría y el territorio 
fronterizo de Siria. Ciertamente, en los relatos falta todo interés por las co-
sas que no pertenezcan al mensaje sagrado; pero a menudo se hace luz so-
bre la condiciones del país; sobre la índole de los diversos lugares y las 
tensiones existentes entre ellos; sobre detalles geográficos e históricos. La 
época de la vida de Jesús está delimitada por algunos datos de los Evange-
lios. Nace cuando Augusto es el emperador romano, Cirinio su represen-
tante en Siria, y Herodes el gobernador de Galilea, bajo el protectorado 
romano. El año no se puede establecer con exactitud (Luc., 2, 1-2; Mat., 2, 
1). Su actividad pública empieza después del decimoquinto año de mando 
del Emperador Tiberio, o sea, después del año 28; pues en ese año empieza 
a predicar Juan el Bautista, pero Jesús aparece después de él. Cuando esto 
ocurre, tiene unos treinta años (Luc., 3, 1-3). Muere lo más tarde antes de 
la Pascua del año 35, pues su muerte tiene lugar durante el mando del go-
bernador romano Poncio Pilatos, que en la Pascua del año 36 ya no estaba 
en el cargo (Mat., 27, 1126, etc.). Entre esas fechas queda la vida de Jesús. 
La ordenación más exacta depende de la duración que se atribuya a su ac-
tividad pública y la de Juan, y de cómo se interpreten las indicaciones de 
los diversos Evangelios sobre sus viajes a Jerusalén. Según la más amplia 
22 
 
hipótesis, la actividad pública de Jesús duró unos tres años; según la más 
reducida, menos de un año. 
El marco histórico para la vida del Señor lo forman los gobiernos del 
Emperador Augusto (29 a. C.14 d. C.) y Tiberio (14-37 d. C.). Todo el 
ámbito del mundo entre Gibraltar y Mesopotamia, Bretaña y Etiopía, está, 
políticamente, en una sola mano. La variedad de las diversas culturas que-
da condicionada por poderosas fuerzas unificadoras, ante todo, la es-
piritualidad helenística y el realismo romano en la forma de vida. El griego 
y el latín son idiomas vigentes en todas partes. Las directivas políticas, la 
administración unitaria, el intercambio económico, ponen a las diversas 
naciones en constante comunicación mutua. En el aspecto religioso, se 
manifiesta una variedad que escapa a la mirada; pero las religiones, una a 
una, han perdido hace mucho su separación total. Ciertas tendencias de ín-
dole anímico-religiosa, sobre todo una fuerte inclinación a los mitos misté-
ricos, y una profunda ansia de redención, atraviesan todas las religiones y 
las llevan a fusiones de toda especie. 
En Palestina, como herederos de Herodes, muerto el año 4 a. C., 
reinan sus hijos: Arquelao (4 a. C -6 d. C.) en Judea y Samaría, quedando a 
su destierro convertida Judea en procuratura romana, bajo Quirino; Hero-
des Antipas (4 a. C.-39 d. C.) en Galilea y Perea; y Filipo (4 a. C.-34 d. C.) 
en el Nordeste; luego, también su territorio pasa a la administración directa 
romana. La autonomía política del país, alcanzada en las luchas de libera-
ción de los Macabeos (167-142 a. C.), y afirmada por las dinastías asmo-
neas, encontró su fin por obra de Pompeyo. Desde el año 63 a. C. Palestina 
es una provincia romana. Ya Herodes el Grande era vasallo romano. 
A pesar de esa dependencia, se conservó una amplia autonomía inter-
na. Sigue siendo la forma de gobierno la antigua teocracia, ejercida por el 
Sumo Sacerdote y el Sinedrio que le asiste —un Consejo Supremo de se-
tenta y un miembros—. 
Sin embargo, la suprema jurisdicción (pena de muerte; delitos políti-
cos) queda en manos del Gobernador romano. También está en manos ro-
manas la tributación. 
La vida religiosa descansa en una tradición que se había afirmado en 
todos los cambios. 
Pero al mismo tiempo, han penetrado una serie de elementos griegos 
y asiáticos. Aunque el peligro de la helenización quedó evitado por las lu-
chas de los Macabeos, dándose al país una forma solida, sin embargo in-
fluye también en Palestina la cultura helenística, así como la excitación re-
23 
 
ligiosa que atraviesa todas las tierras mediterráneas, y que se exterioriza 
sobre todo en una ardiente expectación del Mesías, no sólo religiosa, sino 
también fuertemente política y nacionalista. 
Los guardadores de la tradición conservadora nacionalista son los 
“fariseos”, los “puros” y fieles a la Ley. Se oponen fuertemente a todo lo 
extraño y lo pagano, y combaten con máxima intensidad la cultura heléni-
ca. A pesar de su mentalidad nacionalista, no están realmente unidos con el 
pueblo, sino que ven en él una plebe despreciable, confusa e ignorante. 
Frente a ellos está el partido de los “saduceos”. Estos son cosmopoli-
tas y seguidores de la cultura helenística, y además, como “ilustrados” y 
racionalistas, se oponen a todo lo suprasensible y lo del más allá. 
Su imagen queda cerca de la de los helenistas, o sea, ese grupo que 
adaptan las concepciones tradicionales judaicas a las ideas generales de la 
época, y que también en su proceder respecto a la Ley se dejan determinar 
por éstas. Y también están los “herodianos”, o sea, aquellos que pertenecen 
a las Cortes de los herederos de Herodes, sin ocuparse en absoluto de nada 
fundamental y buscando sólo poder y placeres de la vida. 
En el pueblo, se distinguen todavía algunos grupos especialmente ca-
racterizados. Ante todo, los “essenios”, una comunidad religiosa de pode-
roso carácter místico y ascético. 
Con ellos están relacionados en diversos sentidos los discípulos de 
Juan el Bautista, que sólo en parte se identifican con la actitud de su Maes-
tro respecto a Jesús, y en parte, por el contrario, permanecen como grupo 
propio. 
Además, hay que aludir a los pequeños círculos que están plenamente 
en las antiguas tradiciones, pero que se encuentran más determinados por 
los Profetas y los Salmos que por la Ley. Personas de profunda y silencio-
sa piedad, como Zacarías e Isabel, los padres de Juan; las dos personalida-
des, movidas proféticamente, que saludan al Niño Jesús en el Templo, Si-
meón y Ana (Luc., 2, 22-40); o los hermanos de Betania, Lázaro, Marta y 
María (Juan, 11, 1 sig.). 
Y por fin, los samaritanos, una población mezclada, tanto en lo étnico 
como en lo religioso, que surge cuando después de la conquista de Samaría 
el país fue dominado por los asirios. Intentan delimitarse tanto frente al 
paganismo cuanto frente al judaismo, pero sucumben a los influjos disol-
ventes y mezcladores de la situación, y son despreciados por la población 
judía. 
24 
 
2 
FORMA DE VIDA 
En esa circunstancia está la figura de Jesús y transcurre su vida. 
Su estirpequeda relacionada con la antigua progenie de reyes, en in-
dicaciones genealógicas y en observaciones sueltas (Mat., 1, 1 sig.; Luc., 3, 
23 sig.); ha perdido poder, posesiones e importancia, de modo que este 
descendiente tardío vive completamente inobservado. 
No crece en la miseria propiamente dicha, pero en condiciones muy 
sencillas; en la casa de un pequeño trabajador, de un carpintero. También 
da testimonio de costumbres muy sencillas la restante actitud de Jesús en 
la vida; aunque no se ha de olvidar que trata con naturalidad a los pudien-
tes, por ejemplo, a Simón el fariseo que le invita, pero no considera nece-
sario mostrarle amistad, como lo evidencia su proceder (Luc., 7, 44 sig.). 
En el aspecto espiritual, no sabemos que tuviera ninguna formación 
cultural. El asombro que se manifiesta en diversos lugares sobre de dónde 
ha sacado su conocimiento de la Escritura y su sabiduría, muestra que no 
ha tenido lugar tal formación (Luc., 2, 47 sig.; Marc., 1, 22). 
El modo de vida de Jesús es el del maestro religioso vagabundo. Va 
de lugar en lugar según lo requieren las ocasiones exteriores —tales como 
una peregrinación a una fiesta— o la necesidad interior, la “hora”. A veces 
se queda mas tiempo en un lugar, para desde allí ir por los alrededores y 
regresar luego; así, por ejemplo, al principio de su actuación en Cafarnaum 
(Mat., 8, 5; 9, 35), o en los últimos tiempos en Betania (Mat., 21, 17-18; 
26, 6). Este modo de vida procede del sentido de su misión, no de una in-
clinación personal al vagabundeo. Lo podemos inducir de su respuesta 
cuando uno quiere ir con El: “Los zorros tienen madrigueras y los paja- ros 
del cielo tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la 
cabeza” (Mat., 8, 20). De entre los que le escuchan, reúne en torno suyo un 
grupo de algunos especialmente receptivos, y los hace entrar más profun-
damente en su misión. De entre ellos, a su vez, elige un grupo más peque-
ño, de doce. La importancia de esta elección queda subrayada por nom-
25 
 
brarse a los elegidos con sus propios nombres (Marc., 3, 14 sig.); también 
se relata que El pasó la noche anterior en oración (Luc., 6, 12). 
Ese círculo menor —llamado para abreviar “los Doce” (Luc., 8, 1, 
etc.;)— está especialmente cerca de EL Se recuerda que estrecha unión se 
establecía en la antigüedad entre los filósofos o maestros religiosos y sus 
discípulos. Siempre están a su alrededor: comparte con ellos alimento y 
cobijo. Donde quiera que le invitan, van con El. Después de que El habla, 
se acercan a El por separado y le preguntan el significado de lo que ha 
predicado. También dice El expresamente que a ellos todo se les manifies-
ta patente, mientras que la muchedumbre debe contentarse con la compa-
ración (Mat., 13, 10-18). Les envía en misión para probar su fuerza; les di-
ce lo que han de predicar, lo que deben llevar consigo, cómo han de com-
portarse por el camino, y les da poder de realizar signos. Cuando vuelven, 
les hace informar, y el tono de la escena muestra qué íntimamente in-
teresado está El (Marc., 6, 7-13; 30-31). 
En el grupo de los Doce se marca un grupo más estrecho de tres: Pe-
dro, Santiago y Juan. Se encuentran en ocasiones importantes, como en la 
resurrección de la hija de Jairo, en la Transfiguración en la montaña, y en 
Getsemaní (Marc., 5, 37; 9, 2; 14, 33). Una relación especialmente estre-
cha une a Juan con su Maestro, de tal modo que él mismo se puede llamar 
el discípulo “que tanto quería Jesús” (Juan, 13, 23; 19, 26). 
En un círculo más amplio de los discípulos, se hace visible cierto 
número de mujeres. Son las que él 
f
 ha socorrido en miserias de cuerpo y 
alma, o que se han acercado a él por razones religiosas (Mat., 27, 55 sig.; 
Marc., 16, 1; Luc., 8, 1 sig.). Siendo ricas algunas de ellas, cuidan de sus 
necesidades. 
Si tomamos la indicación del Evangelio de San Juan, de que uno de 
los Doce, Judas Iscariote, llevaba la bolsa común (Juan 12, 6), se responde 
también con ello a la pregunta sobre de qué vivía Jesús con los suyos. Nos 
hemos de figurar que, por un lado, los miembros del círculo mismo contri-
buían a la manutención común; pero, además, también añadían a eso los 
movidos por el mensaje del Maestro. De la bolsa común, como oímos, 
también se daban limosnas (Juan 13, 29). 
Luego nos enteramos de que Jesús tenía amigos, a cuya casa podía 
dirigirse: algo obvio por el modo de su vida y la hospitalidad tan desarro-
llada de Oriente. Una relación especial le unía con la casa de los tres her-
manos, Lázaro, Marta y María, en Betania (Marc10, 38, sig.; Juan, 11, 1 
sig.). 
26 
 
Un elemento peculiar en el ambiente que rodea a Jesús lo forman los 
“publícanos y pecadores”, es decir, hombres que tanto por su modo de vida 
cuanto por las opiniones dominantes, estaban déclassés. En El encuentran 
comprensión y amor, y se le entregan de un modo particular. Pero, por tra-
tarles, aparece El bajo una luz dudosa ante los estrictos de la Ley y los co-
rrectos (Mat., 9, 9 sig.; 11, 19;21, 31 etc.). 
Surge ahora la cuestión de como se situaron respecto a el las diversas 
clases y grupos del país. 
El pueblo es en seguida quien se acerca con fuerza a su persona y su 
mensaje. Nota que El no habla como “los doctores”, es decir, de modo 
formalista, especializado, incomprensible, sino, por el contrario, vivo, por 
observación y experiencia. Y no en forma teórica, sino “como quien tiene 
poder”, de modo que siente la fuerza de Espíritu de su palabra, y la miste-
riosa realidad que queda detrás de la Palabra (Mat., 7, 28 sig.; Luc. 4, 22). 
Percibe también que ti se le presenta de modo diverso que los que pertene-
cen a los círculos influyentes. Para los saduceos, el pueblo sencillo es ple-
be; para los fariseos, es la masa despreciable “que no conoce la Ley” 
(Juan, 7, 49). Por el contrario, la actitud de Jesús dice al pueblo que El le 
ve con buenos ojos, desde la raíz. Palabras como las “Bienaventuranzas” 
del Sermón de da Montaña tienen, ante todo, un sentido puramente religio-
so; pero también aparecen en abrupta contradicción con la escala de valo-
res de los ricos, los poderosos, los instruidos, y por tanto son percibidas 
por el pueblo como simpatía por los necesitados, los oprimidos y los igno-
rantes. Ello se refuerza por la inagotable capacidad de ayuda que Jesús 
ofrece a los pobres, a los que sufren y a los rechazados. Palabras como 
“venid a mí todos los que sufrís y estáis oprimidos, y yo os descansaré” 
(Mat., 11, 28) han de entenderse ante todo por su misión mesiánica, pero 
también expresan una disposición y un poder sin límites para el auxilio. 
Por otra parte, en cambio, Jesús no es ninguna naturaleza “popular”, 
en el sentido específico de la palabra; y menos en cuanto que esté a favor 
de la gente sencilla contra los ricos y cultos. Las expresiones que aparen-
temente van en ese sentido (Luc., 6, 24 sig.; 16, 19 sig.; Mat., 19, 23 sig.) 
no tienen nada que ver con tomas de posición social de tal índole; y aún 
menos, naturalmente, con alguna táctica para utilizar al pueblo contra los 
círculos dominantes. Análogamente, su relación con los “publícanos y pe-
cadores” no representa una revolución contra el orden y las costumbres, ni 
una decadencia moral. Se pone de relieve que es propicio a los proscritos, 
porque nadie más lo hace. Pero la razón para ello no reside en una “afini-
27 
 
dad electiva” interior, sino en que “no tienen necesidad del medico los sa-
nos, sino los que sufren males” (Mat, 9, 12), y que también son “lujos de 
Abraham” (Lúe., 19, 9), Lo que impulsa a Jesús es la convicción del que se 
sabe enviado a todo hombre, sea lo que sea, por lo demás... Pero una ve/ 
afirmado esto, también debe decirse que Jesús muestra un calor especial 
por los pobres y los proscritos, que emana del sentido orientador que de-
termina toda su misión, trastornando las ordenaciones de valores por parte 
del mundo,para manifestar al Dios desconocido y su Reino. Los pobres, 
los que sufren, los proscritos, son, con su entera existencia, lugares donde 
queda conmocionado lo normal. 
Por lo demás, El no deja al pueblo que se le acerque demasiado, sino 
que retrocede y escapa ante todas las aproximaciones impertinentes. Sabe 
que los motivos religiosos del pueblo no están claros, que son inconscien-
tes y del orden natural, de manera que llevan a una línea falsa su mensaje, 
especialmente el del Reino de Dios y la Redención (Juan, 2, 23 sig.; 6-22 
sig.). 
Entre los círculos dominantes, en seguida se fijan en el los fariseos, 
pues, en efecto, están en más íntimo contacto con la vida pública y todas 
sus manifestaciones. Y en seguida, ciertamente, muestran desconfianza y 
trabajan contra El. Sienten que llega hasta lo más profundo su diferencia 
en espíritu y modo de pensar, en relación con Dios y con los hombres. El 
mismo también les trata abiertamente como enemigos. Ello se hace evi-
dente continuamente, sobre todo en las grandes invectivas (Mat., 12, 22 
sig.; 15, 1 sig.; 22, 15 sig., etc.). 15 sig., etc.). Pero su lucha con ellos no es 
una enemistad incondicionada. Reconoce su función (Mat., 23, 1 sig.); se 
sitúa ante ellos como el Mesías, y en cuanto se muestra una comprensión, 
la acepta (Juan, 3, 1 sig.). 
Los saduceos, durante mucho tiempo, no se preocupan en absoluto de 
él. Solo al final completamente, cuando se afila la crisis, también se in-
tranquilizan y se unen, por poco tiempo, en actuación común con sus 
enemigos, por lo demás despreciados por ellos (Mat., 22, 23 sig.; Hechos, 
4, 1; 5, 17 sig.). 
De Herodes se relata que había oído hablar del nuevo Maestro y que 
se interesó por su persona, lo mismo que —véase su relación con Juan el 
Bautista (Marc., 6, 20)— revela en general un interés por lo religioso (Luc 
9, 7 sig.). Luego se vuelve desconfiado, y a Jesús le dicen que Heredes le 
quiere matar. En conexión con esto, Jesús dice por su parte unas palabras 
de grave condenación contra “ese zorro” (Luc., 13, 31 sig.). Sólo en el cur-
28 
 
so de su proceso contra Jesús entra en contacto personal con él, y el en-
cuentro es bastante malo (Luc., 23, 6 sig.). 
El gobernador romano, al principio, no le observa en absoluto. El 
tampoco tiene ocasión de ocuparse de Jesús hasta el proceso. Juan, que 
tiene una vista especial para las cosas humanas complicadas, relata im-
presionantemente el encuentro (18, 28 sig.). , 
Queda todavía por subrayar con que peculiar simpatía mira Jesús a 
los paganos. Ello se hace evidente en ocasiones como el encuentro con el 
capitán roma no o la mujer sirio-fenicia (Mat., 8, 5 sig.; 15, 22 sig.); y 
asimismo en las palabras sobre Tiro, Sidón y Sodonia (Mat., 11, 20 sig.). 
También su conducta ante Pilatos es de una inmediatez libre de todo pre-
juicio. 
Algo semejante ocurre con su posición respecto a los samaritanos, 
medio paganos; véase la comparación del hombre que cayó en manos de 
los ladrones, y la historia de los diez leprosos (Luc., 10, 30 sig.; 17, 11 
sig.). También la disuasión a los dos discípulos que quieren concitar la ira 
del Cielo sobre los habitantes de Samaría, porque no les han recibido en su 
caminar, revela cualquier cosa menos aversión a esos (Luc., 9, 51 sig.). 
Todavía hay algo que decir sobre sus costumbres de vida. 
No tiene ningún lugar fijo para enseñar, algo como un arrimo al 
Templo o una escuela de rabino, sino que va de lugar en lugar. También se 
ha dicho ya que esta forma de vida no es expresión de un afán errabundo 
natural. Las indicaciones que da a los discípulos enviados podrían muy 
bien, con ciertas limitaciones, reflejar la vida que lleva El mismo, y las ex-
periencias que ha tenido en ella (Mat., 10, 5 sig.). Enseña en cualquier sitio 
que sea; en las sinagogas, donde, en efecto, podía hablar todo mayor de 
edad (Mat., 4, 23, etc.); en los corredores y patios del Templo (Mat., 21, 12 
sig.; 21, 23-22, 14); en la plaza y en la calle (Mat., 9, 9 sig.); en casa 
(Marc., 7, 17); junto al pozo adonde van las que sacan agua (Juan, 4, 5 
s:g.); en la orilla del mar (Marc., 3, 9); en alturas como aquella que ha da-
do su nombre al Sermón de la Montaña (Mat., 5, 1); en el campo (Mat., 12, 
1); en el “desierto”, esto es, en lugar despoblado (Marc., 8, 4), y así suce-
sivamente. 
Si se le invita, va a comer (Juan, 2, 1 sig.); incluso a casa de los que 
no le quieren bien (Luc., 7, 36 sig.). Cura a los enfermos donde quiera que 
les encuentra; incluso va a verles a su casa (Marc., 1, 30 sig.). 
Pero luego vuelve a separarse de la multitud, y aun de los discípulos 
y de los mejores amigos, y se retira a la soledad. La actuación pública em-
29 
 
pieza con el largo ayuno en oración en el desierto (Mat., 4, 1 sig.). Siempre 
se repite que se va a la soledad para rezar (Mat., 14, 13; 17, 1). En especial 
lo hace así antes de acontecimientos importantes, como la elección de 
Apóstoles (Luc., 6, 12 sig.), en la Transfiguración (Luc., 9, 18) y en Get-
semaní antes de la Pasión (Mat., 26, 36 sig.). 
En lo que se refiere a uso y culto, es decir, en lo que se refiere a la 
Ley, El, por lo pronto, se comporta como todos. 
Pero, por otro lado, El también se pone a su vez por encima de la 
Ley. Y no sólo de modo que interprete la Ley de modo más razonable e 
interior que sus celadores, como ocurre por ejemplo en las diversas discu-
siones a propósito del mandato del descanso festivo (Mat., 12, 9 sig., etc.), 
sino de modo radical. El la considera como algo sobre lo cual tiene poder: 
“El Hijo del hombre es dueño del día festivo” (Mat., 12, 8). Pero si es due-
ño del día festivo, también es dueño de la Ley entera, de la cual forma el 
mandato del descanso festivo una de las partes más importantes. Igualmen-
te es señal de ello el que anticipo un día la cena de la Preparación de Pas-
cua. Y con más fuerza todavía salen a la luz sus palabras en la Cena. No 
sólo porque en esa sacratísima solemnidad deje fundada su “memoria”, 
sino que expresamente a la vez deja abolida y asumida toda la Antigua 
Alianza y anuncia “la nueva Alianza” y la nueva Cena en su memoria 
(Luc., 22, 20). 
Aquí habría debido incluirse la cuestión del aspecto exterior y las ac-
titudes personales de Jesús pero es difícil de plantear. 
Preguntar qué aspecto ha tenido alguien, cómo hablaba y se presenta-
ba, presupone una imparcialidad en que no aparece la figura de Jesús, des-
de hace dos mil años. Pero cuando surge la cuestión, por ejemplo, en las 
diversas tradiciones, de la verdadera imagen de su rostro, parece, sin em-
bargo, tener un carácter de segunda fila. Además, la cuestión es difícil de 
plantear porque los relatos, cuyo interés se orienta hacia algo completa-
mente distinto, no dicen nada directo sobre estas cosas. De lo que se trata 
en ellos es de su importancia en el orden de Dios y para la salvación hu-
mana; es lo absoluto que hay en El, ante lo cual retrocede todo lo relativo. 
Por eso la imagen de Jesús ha tenido siempre un carácter fuertemente esti-
lizado. La nota personal ha procedido siempre, en cada caso, de la persona 
concreta que se ocupaba de ello; de la índole especial de su encuentro reli-
gioso, o del ideal especial de perfección humana que enlazara con la ima-
gen del Redentor, según su época; pensemos, por ejemplo, en los artistas 
plásticos, o en los intentos de literatura religiosa. 
30 
 
Por eso tampoco nosotros intentamos una solución, sino que sólo se-
ñalamos por dónde podría estar, en cierto modo. 
¿Qué impresión produce, en conjunto, la presencia de Jesús, cuando 
ponemos a su lado a los portadores de la Revelación en el Antiguo Testa-
mento, tales como un Moisés o un Elías? 
Ante todo, la impresión de una gran calma y suavidad. Ahora bien, 
estas palabras fácilmente hacen pensar en una cierta debilidad: ¿es débil 
Jesús? ¿Tiene su figura, por ejemplo, la fragilidad de una hora tardía de la 
Historia respecto alas anteriores? ¿Es el hombre posterior, sutilmente or-
ganizado, frágil, cohibido por un exceso de saber, frente a las figuras crea-
doras y luchadoras de la época primitiva? ¿Es solamente el bondadoso, so-
lamente el compasivo? ¿O el sufridor, el que aguanta el destino y la vida? 
Por desgracia, el arte y la literatura han trabajado a menudo en esa di-
rección; pero en verdad no se puede hablar de ello. 
La impresión que hizo la presencia de Jesús en sus coetáneos, fue pa-
tentemente la de una fuerza misteriosa. En los relatos, las personas que le 
ven quedan subyugadas, más aún, conmocionadas. Sus palabras se perci-
ben como llenas de fuerza (Mat., 7, 29; Luc., 4, 36). Sus acciones mani-
fiestan —prescindiendo de su influjo en el individuo— una energía de Es-
píritu que escapa a todas las medidas naturales, de tal modo que, para se-
ñalar su naturaleza, se echa mano del concepto ya preparado de “Profeta” 
(Mat., 16, 14; Luc., 7, 16). Alguna vez esa energía se echa de ver podero-
samente, como en la escena con Pedro después de la pesca milagrosa 
(Luc., 5, 8), en la tempestad en el mar (Mat., 8, 23 sig., etc.). No se en-
cuentra señal de reflexión vacilante, de retraimiento frágil, de timidez sen-
sible, n: de dejarse ir pasivamente más allá de sí mismo. Está lleno de un 
poder que sería capaz de toda irrupción y toda violencia; pero que no sólo 
está dominado, sino transformado por una mesura que viene de lo íntimo, 
por una profunda bondad y suavidad, por una libertad enteramente sobera-
na. 
Se puede expresar así lo indicado: en Jesús hay una “humanidad” mi-
lagrosamente pura, pero no a pesar de su enorme poder de Espíritu, sino 
precisamente en él. 
La unidad de poder y humanidad, tomando esta palabra en toda su 
pureza, es uno de los rasgos más enérgicos de la figura de Jesús, sobre to-
do tal como aparece en los tres primeros Evangelios. La fuerza de volun-
tad, la conciencia de la misión, la disposición a sacar todas las consecuen-
cias, el dominio del Espíritu; todo eso se ha traducido en El en pura huma-
31 
 
nidad; tan entera y creativamente, que se podría expresar su significación 
rectamente diciendo que es capaz de llevar al hombre a la pura conciencia 
y a la realización de lo que se llama humanidad; aunque o precisamente 
porque El es más que solamente hombre. 
Aplicado todavía de otro modo, podría expresarse lo indicado dicien-
do que es parte esencial de la presencia de Jesús el no ser chocante. 
Hay que compararla alguna vez con otras presencias bíblicas o extra-
bíblicas para ver cómo faltan en ella las palabras gigantescas, las actitudes 
violentas, las acciones trastornadoras, las situaciones fuera de lo habitual, 
etc. Por extraña que pueda parecer la afirmación: aun en sus milagros falta 
el carácter de lo insólito. Ciertamente, son grandes; algunos, como las re-
surrecciones de muertos, o el dar de comer a millares, o el caminar sobre el 
mar, se elevan a lo inaudito. Pero incluso éstos tienen algo en sí por lo que 
casi se diría que se hacen “naturales”. Vuelve a aparecer esa “humanidad” 
de que se hablaba. 
El comportamiento de Jesús debe haber sido muy sencillo; su porte, 
era de tal manera que no se observaba necesariamente. Su acción brotaba 
de la situación con tranquila necesidad; fidedigna, en el más hondo senti-
do. También sus palabras tienen esta falta de carácter insólito. Si se las 
compara con las de un Isaías o un San Pablo, por ejemplo, dan la impre-
sión de una extremada mesura, más aún, de economía. Puestas junto a las 
de un Buda, parecen a menudo mezquinas, casi cotidianas. 
Claro está que esa impresión la dan en tanto se las entiende de modo 
meramente filosófico, o estético, o religioso-contemplativo. Si se las toma 
en la existencia y se las toma en serio, entonces se ve que manifiestan una 
fuerza que va más allá de la “profundidad” o la “sabiduría” o la “sublimi-
dad”: ponen en movimiento la existencia misma. 
32 
 
3 
ESTRUCTURA DE FONDO
3
 
Cuanto más fuerte testimonio de sí mismo da un hombre, y cuanto 
mayor influjo ejerce en la Historia, mas significativa se hace la cuestión de 
sobre qué estructura de fondo se forma su personalidad y se desarrolla su 
vida. Para más de un milenio de historia occidental, la persona de Jesús 
tuvo significación canónica, simplemente; para una gran parte de la Hu-
manidad la tiene hoy todavía. Y aun donde se discute esa significación, la 
discusión misma queda bajo su influjo. Por ejemplo —para nombrar sólo 
al adversario más representativo— si se examina la toma de posición de 
Friedrich Nietzsche, se advierte que tanto el conjunto como los rasgos par-
ticulares de la imagen del hombre anunciada por él, están determinados 
por la forma de la contradicción a la figura de Cristo, así como, en efecto, 
el “Zaratustra” es exactamente un Anti-Evangelio. Algo semejante ocurre 
en gran medida en la lucha contra lo cristiano; incluso cabe preguntarse si 
en el ámbito europeo, en un tiempo que no se pierda de vista, será posible 
en general una determinación del hombre independiente de Cristo. Por eso 
la cuestión antes indicada adquiere especial importancia. Para entender 
mejor su sentido y agudizar la mirada para lo auténtico, queremos ante to-
do poner ante los ojos unas formas de existencia que han llegado a servir 
de medida y referencia. 
Ante todo, la figura del hombre que ha influido como ningún otro en 
la imagen occidental del hombre determinado por el espíritu: Sócrates. 
No ha surgido por nacimiento noble ni por riqueza, o sea, brota de 
raíz propia; por lo demás, en una circunstancia que está atravesada por el 
influjo de las más altas fuerzas culturales que jamás se han reunido en tan 
pequeño espacio: Atenas. Le impulsa una exigencia irreprimible de ver-
dad. Tiene un entendimiento poderoso y un sentido crítico insólitamente 
despierto; y a la vez un dominio sobre los jóvenes que se considera sor-
prendente en su ambiente. Es piadoso, está lleno de la conciencia elemen-
 
3
 N. del T.—La palabra aquí usada Grundgestalt, tendría su mejor equivalencia en 
ese término inglés tan usado por sociólogos y psicólogos: background. 
33 
 
tal de la guía divina. Y aunque se esfuerza en ir más allá de las concepcio-
nes míticas tradicionales, hacia una intuición filosóficamente aclarada, sin 
embargo tiene un sentimiento tan fuerte del misterio en todas las cosas, 
que no entra en contradicción abierta con su ambiente, sino que todavía 
queda inserto en sus creencias. 
Así vive una larga vida de búsqueda y examen filosófico, de desper-
tar y formar espiritualmente. Esta acción brota de su ser más íntimo; pero a 
la vez adquiere la consagración de misión divina, al saberse enviado para 
ello por Apolo, el dios de la luz y el espíritu, según reconoce al fin de su 
vida ante el Tribunal Supremo. Esa misión tiene éxito. Por todas partes ve 
sus efectos en torno suyo. En lucha constante con sus adversarios, hace 
evidente su superioridad, y puede estar seguro de que el tiempo venidero le 
escuchará. Le rodea un círculo mayor de discípulos; entre ellos uno del 
rango de Platón, a quien da lo mejor de sí mismo durante diez años. Por 
fin, es llevado ante la última decisión, por el núcleo de su vocación, y 
muere a los setenta años, rodeado de sus íntimos, con una muerte que lleva 
su ser y su vida a la última claridad. 
 
A su figura hay que contraponerle otra que igualmente procede del 
ámbito griego. No pertenece, ciertamente, a la historia, sino a la leyenda; 
pero expresa con toda pureza algo elemental de la voluntad de vida de los 
griegos, y asimismo de la Humanidad en general; es Aquiles. 
No es un pensador, sino un hombre de acción; hermoso, sin miedo, 
apasionadamente sensible, maestro en todas las cosas de la guerra y lleno 
de devoradora ansia de gloria. 
Se le ha preguntado una vez si quiere una vida larga, pero pobre en 
gestas, o una vida cortaque le haga el primero en la gran competición de la 
fama, y se ha decidido por esta última. Por eso su vida es una llama que 
arde impetuosa y se apaga rápida; pero en ello mismo es espléndida, y es 
una imagen sensible de esa especie de belleza que no se realiza en funda-
ción y conservación, en obra y duración en la curva de una vida trazada 
por entero y con ancho alcance, lino en el absoluto y en la transitoriedad 
de la juventud. Creado por Homero, el hombre a quien honra el pueblo 
griego no sólo como su máximo poeta, sino también como maestro de las 
cosas divinas y humanas, constituye Aquiles una expresión y a la vez una 
norma de la voluntad de vida de ese pueblo. 
 
34 
 
La vida de Sócrates y la de Aquiles brotan puramente de la puesta en 
juego interior, y se cumplen con una necesidad que es al mismo tiempo li-
bertad: según la ley de la esencia propia. Lo que viene de fuera, debe servir 
a la fuerza formadora de la imagen interior. A esas formas de existencia ha 
de contraponérseles otra que está en el lado opuesto del ámbito de la vida 
antigua, o sea, Epicteto; o más exactamente, del hombre que Epicteto pre-
senta como prototipo suyo, es decir, el estoico. 
Tanto Sócrates como Aquiles, sienten la existencia como emparenta-
da y familiar con su íntimo ser. Por eso los acontecimientos e influjos que 
les alcanzan no les añaden nada extraño, ni trastornan su forma de ser en 
su despliegue. En el hombre estoico, esto es radicalmente diverso. No está 
orientado hacia fuera con valentía; ni llevado por grandes iniciativas, ni 
protegido por durezas. Es más bien una naturaleza contemplativa, y en to-
do caso, interiormente frágil. Lo que acontece, el destino, él lo percibe 
como extraño, incluso enemigo, y le cuesta trabajo arreglárselas con ello. 
Por tanto, se encierra en el núcleo de su ser, para superar o al menos 
aguantar desde allí lo que acontece. 
Y ciertamente lo hace, en cuanto que se dice que a él no le afecta na-
da en lo más íntimo. Por eso sitúa tan dentro lo más hondamente propio, 
que frente a ello no solo parece extraño el acontecer externo, sino su pro-
pia condición de ser, sujeta al cambio y a la ruma. No sólo frente al des-
tino; no sólo a la propiedad, a la familia, al poder y al honor, sino también 
a la salud, a las condiciones anímicas, a los elementos de su capacidad, les 
dice él: “Yo no soy eso.” Lo que queda, y a donde se retira él como a lo 
último propio, no es ya, pues, en absoluto ninguna “imagen”, sino que vie-
ne a ser un punto; el punto del más íntimo interior; el Yo sin propiedades, 
inaferrable e inconmovible. Todo lo que ocurre se convierte en mero en-
cuentro en sentido de algo extraño, que sin ser llamado y sin conexión 
emerge de lo incognoscible, y de lo cual debe defenderse la naturaleza 
propia. Por eso el proceso básico de la vida personal no es despliegue, sino 
afirmación y conservación. Claro está que con ello vuelve a surgir involun-
tariamente una auténtica estructura, fuerte y solitaria; aparentemente fría, 
pero ardiente de pasión oculta; desesperadamente valiente, y viril hasta la 
insensatez. 
Entre estos dos puntos extremos, el puro despliegue de la esencia 
propia en el ámbito de los acontecimientos afines, y la mera afirmación de 
sí mismo en un mundo enemigo, se sitúa esa actitud que percibe precisa-
35 
 
mente el destino como contenido y sentido de la propia existencia, trazada 
con claridad ejemplar por Virgilio en la figura de Eneas. 
Su patria, Troya, sucumbe, y él lo siente como la mis temible desgra-
cia y dolor espantoso. Pero a la vez recibe la promesa de que a partir de 
esa desdicha será llamado a la fundación de una nueva ciudad y el comien-
zo de una gran historia. Parte, pues, y tiene que arrostrar peligros y cala-
midades de toda especie. Pero no para ver el mundo y sus maravillas como 
viajero, igual que Ulises, sino para encontrar el lugar donde debe arrancar 
la nueva historia según lo establecido. Lleva una vida llena de lucha; pero 
no para alcanzar fama por las armas, como Aquiles, sino para abrirse paso 
hasta donde debe cumplirse la tarea de la ley y ponerse los cimientos de lo 
venidero. 
Su personalidad no tiene el carácter creativo del espíritu genial, ni el 
fulgor del heroísmo que arde en claras llamas, ni tampoco la dura valentía 
del hombre solo en el mundo. Es avara y estrechamente delimitada; pero 
capaz de pasión, bondadosa, valiente y con fuerza inflexible para aguantar 
y realizar. Lo que llena la existencia de Eneas no es ni el autodespliegue de 
lo interior, ni el encuentro con la gloria del mundo que se desvela con el 
descubrimiento y la acción, sino la misión divina; “destino” en el sentido 
propio de la palabra. Y se le llama “piadoso”, esto es, capaz de percibir y 
superar como mandato divino cuanto le acontezca. Eneas es la figura míti-
ca inicial de la potencia realista de la historia antigua, el Imperio romano; 
su plenitud es Augusto, el primer Emperador del dominio mundial. 
A estas figuras dcl ámbito grecorromano hay que añadir finalmente 
otra del ámbito indio. Una figura religiosa, quizá la mayor de todas, y la 
única que en algún sentido puede ser llamada seria además de Cristo: Bu-
da. 
Es peculiarmente impersonal. Su naturaleza no tiene ni el carácter ni 
la riqueza creativa, que se despliega por sí misma, ni el de la acción atrevi-
da, ni el de la actuación que funda Historia; sino más bien el carácter de 
una consecución inexorable. Casi se diría: es una ley del ser, asumida en 
una voluntad inflexible. Prescindiendo ahora de la cuestión de la verdad de 
su misión, su vida da la impresión de que en ella el mundo alcanzara clari-
dad. Pero no en un sentido afirmativo, de tal modo que su plenitud se ma-
nifestara microcósmicamente en una vida humana, como ocurre en la obra 
de Shakespeare, o, con otro carácter, en la vida de Goethe, sino en la forma 
de un desvelamiento, mejor aún, de un desenmascaramiento. Se hace evi-
36 
 
dente que el mundo es dolor, culpa y apariencia. Se descubre su ley íntima 
para vencerlo, mejor dicho, para asumirlo y abolirlo. 
Buda crece en el ambiente más privilegiado, como hijo de un rey. Es 
educado en todo lo que hace un perfecto soberano; hace y disfruta todo lo 
que significa la vida. Luego encuentra las imágenes de la incertidumbre, 
de la vejez, del dolor, de la muerte, y en ellas reconoce la falta de sentido 
de todo lo que ha hecho hasta entonces. Entonces rompe con todo y se en-
trega a la búsqueda de lo auténtico. Recorre, probando también este te-
rreno del mundo, los ejercicios “yoga” de la ascética de los antiguos in-
dios, y ve que tampoco llevan a la libertad. Por fin se le hace patente el co-
nocimiento tic que todo lo existente es sólo una apariencia que brota de la 
voluntad de vivir, y cree ver el camino por el cual puede abolirse la exis-
tencia misma, lisie reconocimiento no procede de un encuentro, ni tampo-
co de la gracia de lo alto, sino como última consecuencia de que el sea 
como es, y haya cumplido lo que ha cumplido, con lo cual su vida actual 
misma representa el resultado de incontables encarnaciones precedentes. 
Así cumple Buda lo que ha comprendido; reúne discípulos en torno suyo; 
les instruye de tal modo que se llagan capaces de transmitir por su parte la 
doctrina, y ordena la vida de su comunidad. Y después que ha tenido tiem-
po de regular todo lo exigible, muere por fin, muy avanzado en sus días, en 
el círculo de los suyos, de un modo tal que su muerte constituye el puro 
completamiento de su vida. 
Su esencia se expresa con máxima claridad en los tres nombres que 
siempre se le dan en los textos: “el despierto”, “el perfecto”, “el maestro 
de los dioses y los hombres”. 
 
Las formas trazadas son muy diversas entre sí, pero tienen una cosa 
en común: todas ostentan el carácter de la grandeza. En su terreno puede 
salir lo terrible al paso del hombre, como a Atreo o Edipo; pero siempresu 
vida está espléndidamente construida y refulge aun en el terror. Puede ex-
perimentar algo vil, como Hércules; pero se abre paso aun en la tierra hasta 
el fulgor. La forma de su vida está determinada por las medirlas de la dig-
nidad. No le puede ocurrir todo lo posible, sino sólo lo apropiado. Y aun 
cuando, pese a todo, le pueda ocurrir, como al estoico, “todo lo posible”, 
entonces el núcleo interior distingue que es inane y lo deja a un lado. Aun 
en lo peor, rige la norma de la adecuación. Tener que aguantar lo inade-
cuado es asunto de los hombres impropios, de los afligidos por lo de cada 
día, o de los esclavos. 
37 
 
¿Cómo es en Jesús? Damos por sentado que Él dice que es el Envia-
do, absolutamente, el que trae la salvación, el modelo de la vida recta; que 
San Pablo le define como la Epifanía de Dios (2.
a
 Cor., 4, 4; Col., 1, 15; 
Hebr., 1, 3), y San Juan como el Logos hecho carne, con lo cual quieren 
expresar lo más alto en plenitud de sentido y poder de validez. 
Si hay una vida que tenga carácter canónico, es la suya. ¿Que forma 
tiene? 
 
Jesús nace, según ya se ha dicho, como descendiente tardío de una 
dinastía hundida de reyes. Pero ese nacimiento no le da ninguna ventaja, ni 
de poder, ni de riqueza, ni de cultura; más bien subraya con más fuerza su 
posición social de trabajador sin bienes de fortuna. En absoluto significa 
nada positivo en su vida posterior. Ni se siente El llamado a esa vida, para 
reclamar algo, ni se preocupa por recobrar el antiguo poder; por otro lado, 
tampoco constituye el fondo de que se elevaría con grandiosidad una vida 
de renunciación. Sin embargo, este origen es operante, y ciertamente de tal 
manera que Jesús, a través de él, está íntimamente entretejido con la pre-
cedente Historia Sagrada, cuyas herencias, las afirmaciones y fórmulas 
almacenadas, llegan a resolución en su vida. Sobre todo, haciendo que su 
posición no esté clara y contribuyendo al desconocimiento de su carácter 
auténtico. 
Los primeros treinta años de su vida pasan en completo silencio. De 
ellos no se sabe más que el breve episodio de la peregrinación a Jerusalén, 
a que estaba obligado por primera vez a los doce años, al hacerse mucha-
cho. Este tiempo no está señalado por estudios profundos, ni por encuen-
tros con consecuencias ni por grandes acciones. No oímos hablar ni una 
vez de acontecimientos religiosos especiales; lo que se cuenta en las fuen-
tes apócrifas al margen de esa peregrinación, es leyenda. Así, sólo se pue-
de decir que Él llevó una vida como la llevaría cualquiera en circunstan-
cias análogas. 
Luego empieza su vida pública. Anuncia que ha llegado el Reino de 
Dios y exige que se le deje entrar; es inminente una renovación de la exis-
tencia por el espíritu, una ruptura de la historia por la fuerza creadora de 
Dios, cuya naturaleza hacen presentir las manifestaciones de la profecía; 
todo depende de si el pueblo elegido acepta el mensaje. Al principio nene 
éxito; el pueblo y algunos de los influyentes se inclinan hacia Él. Un círcu-
lo de discípulos se congrega en torno suyo, pero, humanamente hablando, 
no se caracterizan por nada insólito. Pronto, sin embargo, irrumpe una cri-
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sis que llega hasta el fondo. En su transcurso, sus diversos enemigos, por 
lo demás luchando entre sí, se encuentran unidos en una línea común. Es 
acusado, con completo falseamiento de toda su intención doctrinal. La 
acusación, en sí contradictoria, se refiere por una parte a blasfemia contra 
Dios, por otra parte a rebelión contra el Emperador. El proceso se realiza 
contra todo derecho y termina con su condenación. A los tres años todo lo 
más, quizá a menos tiempo de su actuación pública, padece una muerte 
que no sólo ha de ser dolorosa, sino aniquiladora para su buena considera-
ción. 
El hundimiento es tan completo que se apartan de él las multitudes a 
las que Él ha socorrido y que se han entusiasmado por Él, e igualmente 
una gran parte de sus discípulos. Le ha traicionado uno del más estrecho 
círculo, el de los Doce; al ser hecho prisionero, le abandonan todos. Ese 
discípulo que Él mismo llamó el “hombre piedra” y que siempre puso en la 
preeminencia, le niega, y por cierto ante la despreciable personalidad de 
una portera, y del modo más formal, o sea, bajo juramento. 
A la muerte de Jesús sigue el acontecimiento de la Resurrección, que 
hace saltar todas las medidas. Pero, humanamente hablando, no corrige la 
destrucción que ha sufrido Él. Él, después de abrirse paso a la gloria y el 
poder, no se encoleriza con sus adversarios; no destroza lo que está contra 
Él; no triunfa en el terreno de la vida, que le ha rechazado. El aconteci-
miento establece sólo un punto de viraje: un punto de partida de nuevo 
acontecer, que luego queda asentado en la realidad con el acontecimiento 
de Pentecostés. 
Entonces propiamente se pone en marcha la conquista religiosa del 
mundo, en nombre de esa forma y por el poder del Espíritu. 
¿Que carácter, pues, tiene esta vida? 
¿Forma lo que llamamos el desarrollo de una gran figura? Evidente-
mente, no. Lo que ocurre, no tiene nada que ver con el “desarrollo”; este 
concepto no encaja aquí. Tampoco aparece ninguna “figura”, si esta pala-
bra ha de conservar su sentido. Tampoco sirve este concepto. No realiza 
nada que tenga aspecto de “perfeccionamiento”, sino una terrible ruptura, 
Basta con figurarse que hubiera sido si Jesús hubiera vivido más tiempo: 
¡cincuenta, setenta, noventa años! En vez de eso, después del tiempo silen-
cioso de su niñez, de su juventud y de su primera edad viril, sólo le han 
quedado tres años, quizá menos de un año, para actuar y dar testimonio de 
sí mismo. 
39 
 
¿Constituye su caída la conclusión de una vida de heroicos hechos? 
No. Ni tiene el carácter de un violento asalto contra un enemigo más pode-
roso, ni el de un incendio que destroza toda substancia divida. Pero tampo-
co es que una voluntad desmesurada se rompa contra la pequeñez de su 
circunstancia. Sabe y dice que sería posible el cumplimento, pero sólo a 
partir de la libertad de los llamados, y estos se rehúsan, o se oponen contra 
Él. Y no porque la exigencia se anticipe demasiado a los tiempos, sino 
porque ellos no quieren, en decisión ético-religiosa. 
¿Tiene quizá su vida la forma de la afirmación de sí misino frente a la 
tormenta de lo opuesto? Lo que le ocurre, contradice del modo más neto al 
ser del Hijo de Dios; algunas manifestaciones, como el sucedido del pez y 
la moneda del impuesto (Mat. 17, 24), lo indican especialmente. Es dolo-
roso, indigno c incomprensible. Ello no puede quedar recubierto por la 
significación que posteriormente ha minado su vida; pues aunque la cruz 
ha llegado a estar en la corona de los reyes, entonces era signo de destruc-
ción y vergüenza, como lo fue en su caso. Por tanto, habría buena ocasión 
para una actitud estoica; pero no se encuentra, en ninguna parte se muestra 
un gesto por el que se separara de un mundo enemigo, degradador, sin sen-
tido; de que rechazara lo que no puede evitar como no perteneciente a él, y 
que se retrajera en sí mismo. Lo que se enfrenta a Jesús, es inadecuado en 
todos los sentidos; pero Él lo acepta; lo toma, diríamos, en el corazón. 
 
Se hace patente una actitud que hasta entonces no ha existido y que 
no existe fuera del ámbito de vigencia de su persona. Él acepta lo que le 
acontece, con la conciencia de estar enviado por el Padre y de querer cum-
plir su mandato. Se muestra su acuerdo con la voluntad de Dios, que em-
puja todo lo que acontece a la íntima familiaridad del amor de Dios. Pero 
por el hecho de que todo lo que acontece se convierte en expresión o me-
dio de ese amor, todo lo terrenal recibe una importancia para Dios, de la 
que no tuvo idea previa hasta entonces ningún mito. 
¿Pero que ocurre con esa forma de la existencia que se encuentra en 
un Eneas: que una misión divina sea realizada a través de una

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