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Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo Francisco Conesa Enviado: enero de 2011 Versión definitiva: enero de 2011 RESUMEN: Ante el descrédito de la Iglesia en los ámbitos públicos y la incomodidad con que muchos cristianos viven su pertenencia a la Iglesia, es necesario recuperar la categoría de «signo» aplicada a la Iglesia. La Iglesia como signo se contempla aquí en la triple perspectiva de Misterio, Comunión y Misión: tras explicar qué significa que la Iglesia es sacramento de Cristo (misterio), se extraen consecuencias de cómo afecta su condi- ción de signo al ser de la Iglesia (comunión) y a su hacer (misión). PALABRAS CLAVE: Eclesiología fundamental, Significatividad, Martirio The Church as a sign of Jesus Christ ABSTRACT: In view of the discredit of the Church in the public field and the discomfort with which many Christians live their membership of the Church, it is necessary to recover the «sign» category as applied to the Church. The Church as a sign is referred here in the triple perspective of Mystery, Communion and Mission: after explaining the meaning of the Church being the sacrament of Christ (mystery), consequences of how its sign condition affects the Church membership (Communion) and the mission are drawn. KEYWORDS: Fundamental Ecclesiology, Significance, Martyrdom Nuestra época se caracteriza por un creciente descrédito de la Iglesia en los ámbitos públicos, unida a una fuerte desafección a la misma vivida por muchos cristianos, que no se sienten identificados con ella. En este con- texto, ¿podemos seguir sosteniendo que la Iglesia es signo de la revelación? ¿No aparece muchas veces como signo de contradicción más que de credi- bilidad? La teología fundamental debe tomar en serio estos interrogantes y 130 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa reflexionar sobre la significatividad de la Iglesia, con el fin, por una parte, de ayudar al creyente a realizar el acto de fe en plena libertad y racionalidad y, por otra, para facilitar al no creyente la comprensión de la Iglesia y el acercamiento a su realidad. El Concilio Vaticano I aplicó a la Iglesia el texto de Is 11,12 procla- mando que era por sí misma como un «signo levantado en medio de las naciones» (signum levatum in nationes: DH 3014). El segundo Concilio Vaticano, por su parte, profundizó en este carácter sacramental de la Iglesia poniendo de relieve especialmente su vinculación con el misterio de Cristo. Siguiendo este camino, propongo en el presente escrito centrar la mirada en la vinculación de la Iglesia con Jesucristo, para, desde esta perspectiva, comprender mejor a la Iglesia como signo1. La cuestión clave reside, como expondré, en comprender que la Iglesia existe precisamente para ser signo de Cristo, que sólo puede ser en- tendida en referencia a Cristo. La Iglesia encuentra su propia identidad y misión en el espejo del rostro de Jesucristo. En consecuencia, tanto su ser como su hacer tienen como meta reflejar la «facies Domini». La reflexión sobre la Iglesia como motivo de credibilidad tiene que partir de la misma naturaleza de la Iglesia, la cual se entiende sólo en referencia al misterio de Cristo. Por ello, en la medida en que la Iglesia sea reflejo del signo que es Jesucristo, será también para todos los hombres señal que hace creíble la automanifestación de Dios en Jesucristo. Después de tratar brevemente el problema de credibilidad de la Iglesia, centraré la exposición en lo que significa ser sacramento de Cristo (misterio) y cómo esto afecta al ser de la Iglesia (comunión) y a su hacer (misión). I. LA CRISIS DE CREDIBILIDAD DE LA IGLESIA Antes de afrontar la exposición del tema, conviene decir una palabra sobre la crisis de credibilidad de la Iglesia. La palabra y la realidad de la Iglesia han caído en descrédito. Parece, incluso, que se ha tocado fondo en este tema. Cualquier publicación crítica contra la Iglesia encuentra un am- plio mercado interesado en la misma, aunque carezca del más mínimo rigor 1 Las presentes reflexiones se inscriben en lo que clásicamente se denomina «via empirica», la cual «parte de la consideración de la Iglesia tal como hoy existe y vive para mostrar su credi- bilidad» S. PIE-NINOT, «Vía empírica», en: R. LATOURELLE – R. FISICHELLA – S. PIÉ-NINOT (ed.), Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid 1992, 661. Acentúo los aspectos cristo- lógicos, porque considero que ayudan a comprender mejor a la Iglesia como signo. 131 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo histórico. Para muchos es muy difícil ver la acción de Dios en la Iglesia y por medio de la Iglesia. La globalización facilita que se conozcan y difundan con facilidad los escándalos que personas de la Iglesia protagonizan, restando credibilidad a toda la institución. Las razones por las que se cuestiona la legitimidad de la Iglesia son muy diversas y no podemos detenernos en su análisis. La Reforma negó a la Iglesia católica su cualidad de «cristiana». Más tarde, las corrientes deístas y racionalistas de la Ilustración establecieron que la religión era asunto pri- vado mientras que la corriente anticlerical burguesa impulsó un alejamiento de la Iglesia. El ateísmo prometeico del siglo XIX contrapuso la Iglesia tanto a la libertad y dignidad humanas como al progreso social. En nuestros días se sospecha que la Iglesia ha ocupado el lugar de Cristo y ha traicionado su herencia, de tal manera que la Iglesia estaría condenada a traicionar siem- pre el cristianismo resultando ser, por tanto, una institución profundamente anti-cristiana2. A propósito de los casos de abusos de menores por parte de clérigos, ha dicho Benedicto XVI que «han oscurecido la luz del Evangelio como no lo habían logrado ni siquiera siglos de persecución» y ha hablado de «heri- das infligidas al cuerpo de Cristo»3. La conmoción es tal que, llega a decir, «de este modo, la fe en cuanto tal pierde credibilidad, la Iglesia no puede presentarse más de forma creíble como mensajera del Señor»4. El rostro de la Iglesia aparece cubierto de polvo y su vestido desgarrado5. Además, por parte de muchos cristianos se da sólo una identidad par- cial con la Iglesia. Se produce una escisión entre ser cristiano y ser miembro de la Iglesia y, por consiguiente, entre el yo como sujeto de fe y la Iglesia como sujeto distinto6. Las dificultades racionales respecto a las doctrinas, las divergencias en temas morales o el antitestimonio de muchos creyentes pueden provocar que muchos cristianos intenten prescindir de la mediación eclesial en su fe. Las encuestas sociológicas muestran que gran parte de 2 Como explica Werbick, si en la polémica tardo-medieval contra la Iglesia dominó el tema del Anticristo (presente también en Lutero) en nuestros días la sospecha principal es de traición al mensaje de Cristo. Cf. J. WERBICK, Essere responsabili della fede. Una teologia fondamentale, Queriniana, Brescia 2002, 783-819. 3 BENEDICTO XVI, Carta a los católicos de Irlanda (19/03/10). 4 BENEDICTO XVI, Luz del mundo. Una conversación con Peter Seewald, Herder, Barcelona 2010, 38. 5 Cf. BENEDICTO XVI, Discurso a los miembros de la curia romana (20/12/2010). 6 Cf. H. WALDENFELS, Teología fundamental contextual, Sígueme, Salamanca 1994, 431. 132 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa los católicos manifiestan creer poco o nada en la Iglesia. Otros cristianos, sin rechazar explícitamente a la Iglesia, la miran con desdén y desinterés y, muchas veces, con ojos críticos y de sospecha. Existe un enfriamiento en la relación entre el creyente y la Iglesia. Esto es considerado por algunos cris- tianos como un progreso, un paso a la edad adulta que implica el abandono de la obediencia pasiva y la adopción de una mirada crítica. En definitiva, nuestros contemporáneos piden a la Iglesia signos para creer en ella. Le preguntan, como a Jesús: «¿Qué señales haces para que creamos?» (Jn 6, 30). II. LA IGLESIA, ICONO DE CRISTOLa Iglesia sólo puede ser entendida en relación a Cristo. La Iglesia tiene su razón de ser en ser signo, icono, imagen y parábola de Cristo. No existe por sí misma ni para sí misma. La Iglesia sólo puede resultar creíble y convincente por lo que la justifica. Es creíble en tanto en cuanto refleja a Cristo, siendo su «trasparencia», haciéndole presente para nuestros contemporáneos. Preguntaba Juan Pablo II al comienzo del milenio: «¿No es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?»7. En efecto, la Iglesia no tiene otro tesoro más que Jesucristo (cf. Hch 3, 5). 1. El carácter sacramental de la Iglesia La misma constitución que comienza proclamando a Cristo como luz de los pueblos, afirma que la Iglesia «es en Cristo como un sacramento» (LG 1)8. El concepto de «sacramentum» (y su correspondiente griego «mys- térion») que usa el Concilio evoca el uso de esta palabra en la eclesiología patrística, recuperado por la teología actual. La Iglesia es «sacramentum» (es decir, «sacrum signum») originario, signo de Cristo a lo largo del espacio y del tiempo. Como comunidad fundada por Cristo y querida por Él, la Igle- sia prolonga a lo largo del tiempo ese sacramento original que es Jesucristo 7 JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 16; cf. Enc. Redemptor Hominis, 10. 8 Este concepto aparece también en Const. Sacrosanctum Concilium, 5: «Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera». Y también en LG 8, 9c y 48. 133 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo mismo. En ella el hombre tiene la posibilidad de encontrar a Jesucristo, de conocerle y amarle. La teología, apoyándose en el testimonio de los Padres, destaca que Jesucristo es el sacramento originario y primordial. Jesucristo es el signo por excelencia. En una de sus cartas, dice san Agustín: «El sacramento de Dios no es nada ni nadie, sino Cristo»9. El verdadero sacramentum-mysterion es Cristo, el cual manifiesta y realiza en y a través de su humanidad el desig- nio salvador de Dios. Junto a ello, los testimonios patrísticos nos invitan también a comprender a la Iglesia como «icono de Cristo» (san Atanasio)10. Por su parte, San Gregorio de Nisa dice que «quien contempla a la Iglesia no vislumbra otra cosa que Cristo»11. Y san Cipriano proclamaba que «la Iglesia es el indisoluble sacramento de la unidad»12. La Iglesia participa del carácter sacramental de Cristo porque por ella sigue realizándose el misterio de Cristo en la historia. Otra imagen de notable resonancia en la patrística y la liturgia para referirse a la Iglesia es la de mysterium lunae, «misterio de la luna»13. Con ella se expresa la idea de que la Iglesia no ilumina por sí sino por Cristo, que es la luz. La Iglesia tan sólo es «luz de luz». Como la luna en medio de la noche, así ilumina la Iglesia con la luz recibida por ella. Al mismo tiempo, la luz de la Iglesia, como la de la luna, es una luz lánguida y amortiguada, que pasa por diversas fases a lo largo de su vida. Su fuerza y seguridad está en permanecer siempre orientada al centro luminoso, que es Cristo. Así, con la imagen de «signo» o «sacramento» se acentúa la dependencia total de la Iglesia respecto de Cristo. Ser signo quiere decir que no está per- mitido a la Iglesia señalarse a sí misma, no puede ocuparse sólo en su propia imagen14. La Iglesia debe descentrarse respecto de sí misma para centrarse en Jesucristo y reflejar la gloria de su santo rostro. Y aparece como creíble ante los hombres sólo cuando en sus hechos y actitudes, en sus intereses y objetivos aparece ante los hombres como voz de Cristo, trasparencia suya. 9 Ep. 187, 11 (PL 33, 485). Cf. A. FERRÁNDIZ GARCÍA, «El significado simbólico-sacramental del Mysterion de Cristo. Un análisis bíblico-patrístico», Facies Domini 2 (2010) 119-144. 10 Cf. Contra Arr II, 80 (PG 26, 316); De inc. et contra arian. 12 (PG 26, 1004). 11 In Cant. hom, 13 (PG 44, 1048). 12 Epist. 69, 6 citado en LG 9 y De cath. Ecc. Unitate, 7 y Epist. 66, 8, citados por SC 26. 13 El estudio clásico fue realizado por H. RAHNER, «Mysterium lunae», en: Symbole der Kir- che. Die Ekklesiologie der Vater, II, O. Müller, Salzburgo 1964, 89-173. Cf. H. DE LUBAC, Para- doja y misterio de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 2002, 42-43. Es un tema recordado por Juan Pablo II en Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 54. 14 Cf. J. J. ALEMANY, «La Iglesia, lugar y signo de la revelación», en: C. IZQUIERDO (ed.), Teo- logía fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Desclée, Bilbao 1999, 376-377. 134 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa Es importante advertir que ser signo es un don para la Iglesia antes que una responsabilidad. La Iglesia es signo de Cristo por voluntad del mismo Cristo y por designio de Dios. La Iglesia es un misterio que hunde sus raíces en el misterio mismo de Dios. Con la noción de sacramento acentuamos, por ello, la acción de Dios. Ser signo de Cristo no es consecuencia de la iniciativa libre de los creyentes, sino obra de Dios15. Por esto, la actitud primera es de gratitud al Padre. Ahora bien, para los cristianos este don se convierte en misión, en una tarea que debemos desarrollar. En diversos textos, el Concilio precisa que la Iglesia es sacramento «de salvación» (LG 48, 59; AG 1.5; GS 45), indicando con ello que su fina- lidad no es otra que la de actualizar sacramentalmente la acción salvadora de Dios en Jesucristo. En el signo finito y limitado de la Iglesia, Dios ofrece al hombre la salvación obrada en el misterio pascual. La Iglesia es signo universalmente presente de la salvación y del amor incondicional de Dios. Ella hace que la salvación de Cristo esté presente y sea efectiva. Pero ella no es nunca la meta ni la salvación; todo en su ser y actuar apunta a la salvación realizada en Jesucristo. Para el mundo la Iglesia es «signo de la salvación» (Latourelle), «signo del Reino de Dios» (Kehl, Pottmeyer), «signo de la ac- ción del Espíritu Santo» o «signo de la revelación». 2. Cómo se realiza esta realidad sacramental Tenemos que avanzar y preguntarnos, cómo se realiza en concreto este carácter sacramental de la Iglesia. Con este fin, vamos a fijarnos en al- gunas características que nos permiten comprender el signo que es la Iglesia. 2.1. La presencia de lo institucional-visible Es elemento esencial de la noción de sacramento ser un signo visible que, en cuanto tal, remite y se refiere a una realidad interior, de gracia. La teología medieval fue distinguiendo entre el sacramento como signo y la realidad o misterio significadas. Cuando afirmamos que la Iglesia es «sa- cramento», decimos que es signo visible de la gracia invisible, es decir, que en una institución histórica se realiza la realidad divina oculta. La noción de sacramentalidad, como subraya Pié-Ninot, tiene importancia teológico- 15 Cf. A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», en: R. LATOURELLE - G. O’COLLINS (ed.), Problemas y perspectivas de Teología Fundamental, Sígueme, Salamanca 1982, 384s. 135 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo hermenéutica, «pues expresa que la realidad interior y más profunda del Dios trascendente se sirve como medio de la realidad exterior»16. La Iglesia como sacramento tiene, consiguientemente, una doble di- mensión, divino y humana, místico-espiritual y social-jerárquica. Este doble elemento da lugar, en expresión de LG 8, a «una sola realidad compleja». La Iglesia tiene una realidad visible, pero no se agota en su visibilidad, sino que, desde su ser, remite a lo invisible. La Iglesia como institución social está al servicio de Cristo. Como explicó el Concilio, «el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo» (LG 8). Estas dos dimensiones se reclaman mutuamente y, por ello, no se pueden identificarsimplemente (comprensión de la Iglesia como reino de Dios ya realizado) ni tampoco disociar (falsos espiritualismos). No se puede absolutizar lo institucional-visible en la Iglesia, porque tiene sólo un valor mediador; pero tampoco se puede minimizar este aspecto pues de ello depende el ser sacramental de la Iglesia. La dimensión espiritual y la visible se reclaman como la realidad interna del sacramento (res sacramenti) pide la figura simbólica externa (sacramentum tantum). Un intento de explicación de la presencia de lo institucional proviene de la comparación entre el cuerpo de la Iglesia, que es asumido por Cristo mediante el Espíritu Santo, y el cuerpo que el Verbo encarnado asumió de María. Ya Möhler usó esta analogía cristológica que, no obstante, tiene importantes límites, puesto que lo humano en la Iglesia no es divinizado de ninguna manera. Por ello, de manera prudente, dice la Constitución Lumen Gentium que a la Iglesia «por una notable analogía se la compara al misterio del Verbo encarnado» (LG 8), llevando cuidado de no abusar de esta ima- gen. El sentido que se quiere expresar es que la Iglesia es instrumento del Espíritu para la salvación de los que creen. La realidad humana «desvela» al mismo tiempo que «vela» el misterio de Dios. Así sucede con la carne de Cristo, ser humano miembro del pueblo judío, y también con la realidad humana de la Iglesia, comunidad llena de seres humanos, frágiles y pecadores. El reto de la fe reside en aceptar esta realidad humana, la «carne de pecado» asumida por Cristo y la carne de la Iglesia, que es su cuerpo. 16 S. PIE-NINOT, Eclesiología. La sacramentalidad de la comunidad cristiana, Sígueme, Sa- lamanca 2007, 189. 136 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa La Iglesia vive en los hombres, con sus debilidades y grandezas y ella misma es por sí misma débil. Explicaba J. Ratzinger: La Iglesia vive por medio de los hombres en el tiempo y en el mundo presente y, a pesar del misterio divino que lleva dentro de sí, vive de manera verdaderamente humana. Hasta la institución como institu- ción conlleva la carga de lo humano; también la institución conlleva la inquietante arbitrariedad de lo humano para poder ser piedra de tropiezo. ¿Quién no lo sabe? Y, sin embargo, y precisamente así la Iglesia es santa, la pecadora, testimonio y realidad de la gracia de Dios que por nada puede ser vencida, de su misericordia siempre mayor, que nos ama en medio de nuestra indignidad. Precisamente en su fla- queza es y será siempre la Iglesia Evangelio de Dios, buena nueva de la salvación divina, que trasciende todo nuestro entender y esperar17. Al tratar del aspecto institucional-visible de la Iglesia conviene evitar varios peligros. El primero consiste en hipostasiar la Iglesia como si fuera una realidad que no pertenece a este mundo. Es fácil construir una ima- gen romántica de la Iglesia y atribuirle cualidades, olvidando que es una comunidad de personas, que el cuerpo de Cristo son los creyentes, que la visibilización y presencia de Cristo son sus seguidores. Otro peligro es identificar la Iglesia sólo con unas instituciones, es- tructuras, ritos y normas, como si fuera una organización que pudiera existir al margen de las personas. O, simplemente, identificarla con los clérigos o con la jerarquía. De nuevo hay que insistir en que son todos los cristianos en su vida personal los que constituyen el signo de Cristo en una ciudad, en un lugar concreto. La Iglesia no es un ente abstracto, sino una realidad hecha de personas, comunidades, instituciones, actuaciones, etc. Es preciso, como insiste Eloy Bueno, comprender siempre la Iglesia como una realidad personal, como comunidad de discípulos18. Una tercera tentación es sacralizar indiscriminadamente lo institucional, convirtiéndolo en algo intocable. Lo institucional es necesario para que la comunidad actúe en el mundo. Pero puede ser también un lastre a medida que la comunidad crece y se hace más compleja. Es preciso, por ello, distinguir los aspectos institucionales que provienen del mismo Cristo (como el ministerio apostólico y los sacramentos) y aquellos que se han desarrollado en la historia. 17 J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, 290. 18 Cf. E. BUENO DE LA FUENTE, La dignidad de creer, BAC, Madrid 2005, 209-229. 137 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo 2.2. Un signo en crecimiento La Iglesia vive y se desarrolla en la historia; existe en crecimiento, hasta llegar a la «plenitud de Cristo» (Ef 4, 13). Ahora bien, en cuanto que se realiza en la historia de los hombres, la Iglesia «lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa» (LG 48). Mientras peregrina por este mundo, es un signo perfectible, marcado por la deficiencia. Por ello, la Iglesia comprende personas o instituciones que pueden ser infieles a su misión. Y, en consecuencia, puede aparecer ante el mundo como una institución que se afana por el poder, que actúa con prepotencia o que tiene miedo a la vida. La vida de la Iglesia está muchas veces «afectada por síntomas preocupantes de mundanización, pérdida de la fe primigenia y connivencia con la lógica del mundo (…) Nuestras comunidades eclesiales tienen que forcejear con debilidades, fatigas y contradicciones»19. Como demuestra su historia, la Iglesia ha experimentado en su vida progresos y retrocesos. Cualquier elemento se dará en ella siempre de manera imperfecta. La sacramentalidad es propia de la condición peregrinante de la Igle- sia. Ser signo de Cristo es un don que ella ha recibido, pero también una tarea en la que debe esforzarse cada día. Podemos esperar que la Iglesia sea, cada día, un signo más claro de Cristo, pero no se puede pensar que un día será signo perfecto de salvación, pues ello supondría escapar a su condición humana e histórica. La Iglesia es una comunidad siempre en camino. «La esencia de la Iglesia –dice Rahner– es la peregrinación hacia el futuro pendiente»20. Hasta que llegue la Parusía, la Iglesia vive bajo el signo de la provisionalidad; es «ya» lo que está llamada a ser, pero «todavía no» en plenitud. Está siempre en tensión hacia la meta y tiene que vivir referida al Reino de Dios. Como pueblo en peregrinación hacia la meta final, la Iglesia debe esforzarse continuamente por ser fiel a su naturaleza y misión y responder adecuadamente a los dones recibidos. La Iglesia «no llegará a su plenitud sino en la gloria celestial» (LG 48). El discernimiento último sólo se dará en la cosecha escatológica del final de los tiempos (cf. Mt 13,30). 19 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in Europa, 23. 20 K. RAHNER, «Iglesia y parusía de Cristo», en: Escritos de Teología VI, Taurus, Madrid 1969, 341. 138 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa 2.3. La necesidad de renovación continua Para cumplir con su misión de ser signo de Cristo, la Iglesia debe renovarse de una manera continua. Ser signo de Cristo significa volver a Él constantemente, acrecentar la comunión con Él, en la vida de oración, en la vida sacramental, en las actitudes fundamentales que nacen de la fe, la esperanza y el amor para, de esta manera, ir reflejando la gloria del Señor y transformándose en su imagen por la acción del Espíritu Santo (cf. 2 Co 3,18). Significa también permanecer a la escucha de la voz de Cristo, que le invita a la conversión. «La Iglesia tiene que someterse constantemente al juicio de la palabra de Dios y vivir su dimensión humana en una actitud de purificación»21. Sólo el contacto con la revelación, de la que es portadora, puede revitalizar la vida de la Iglesia. La Iglesia crece de una manera especial como signo de Cristo en la Eucaristía, que hace de ella Cuerpo de Cristo. El Concilio Vaticano II invitó en diversas ocasiones a la renovación. A propósito de la actividad ecuménica, dice Lumen Gentium que «la madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, yexhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia» (LG 15). Se invita, pues, a la renovación constante «ut signum Christi super faciem Ecclesiae clarius effulgeat». En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se reconoce con franqueza y claridad la presencia de deficiencias en la Iglesia: «Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio» (GS 43). Y concluye invitando a reconocer los defectos de la Iglesia y combatirlos con valentía «para que no vayan en detrimento de la difusión del Evangelio», citando el texto de LG 15, en el que se invita a la purificación y renovación. También en el decreto de ecumenismo se señala la necesidad de una «perenne renovación»: «Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad» (UR 6). La conversión eclesial es, pues, el instrumento para que aparezca más claramente el signo mismo de Cristo. Por ello, la conversión 21 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in Europa, 23. 139 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo personal y comunitaria es la exigencia primera y más urgente de la Iglesia en todos los tiempos. Puesto que la esencia de la Iglesia reside en ser en Cristo y desde Cristo, la reforma de la misma no consiste sino en dirigirla más hacia Jesucristo, en lograr que mediante la conversión personal refleje con más claridad el rostro de Cristo. «La reformatio –escribía Joseph Ratzinger–, la que es necesaria en todo momento, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo “nuestra” Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos constantemente de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la pura libertad»22. Explica entonces que la reforma consiste sobre todo en quitar lo que molesta, para que salga a la luz la figura preciosa escondida detrás de las escorias. Esta «ablatio» permite que se haga visible en ella el rostro de su Esposo, el Señor vivo. En definitiva, la verdadera reforma consiste en que la Iglesia sea más divina, es decir, más vinculada a su Señor. «Lo que necesitamos no es una Iglesia más humana, sino una Iglesia más divina; sólo entonces será también verdaderamente humana»23. La renovación de la Iglesia es, además, obra de Cristo, quien actúa en nosotros la santificación por medio del Espíritu. Es Él quien ofrece los medios de gracia para llevar a cabo la regeneración constante de los creyentes. La Iglesia cumple su función de signo, cuando conduce a los cristianos, mediante la oración y los sacramentos, al contacto personal y transformador con la gracia de Cristo. Hay que tener en cuenta que la debilidad de la Iglesia es para el cris- tiano un hecho de fe. La Iglesia se realiza siempre en la fragilidad y debilidad humanas, aunque a veces sus miembros tengan la tentación de la arrogancia y actúen con prepotencia. Confesamos la debilidad no apoyados en la expe- riencia de los pecados de los miembros de la Iglesia, sino en el hecho de que su propio ser fundante implica la fragilidad y la tensión entre el pecado y la gracia. En efecto, la redención obrada por Cristo, su Esposo, sólo se realiza con la colaboración del hombre, lo que implica una tensión existencial entre debilidad y fuerza, derrota y gloria. En su mismo punto de partida, desde su misma fundación, la Iglesia testimonia la fuerza del Espíritu en la debi- lidad. «Has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio», dice el prefacio de los mártires. La afirmación de la debilidad 22 J. RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Madrid 1992, 84. 23 Ibidem, 87. 140 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa de la Iglesia no es, pues, la consecuencia sacada a posteriori a la vista de la conducta de los cristianos, sino que es el punto de partida. La insistencia en la necesidad de renovación no debe hacernos perder la perspectiva, pensando que la Iglesia sería signo sólo en la medida en que los creyentes se convirtieran. La Iglesia es sacramento de Cristo por voluntad divina y no por la decisión de un grupo de creyentes. Aunque, ciertamente, el querer de Dios se hace patente con más claridad cuando los creyentes se dejan transformar por su gracia, Cristo sigue haciéndose presente mediante la Iglesia, a pesar de las debilidades humanas. Aun teniendo en cuenta las numerosas infidelidades de los cristianos, la Iglesia no cesa de ser y sentirse signo de salvación y de mantenerse como fiel esposa del Señor, combatiendo su propia conversión con tesón para que estas debilidades no empañen el rostro de Cristo que ella debe reflejar. 2.4. Icono humilde y paradójico de Cristo La luz del rostro de Cristo se refleja en la Iglesia, a pesar de sus límites y sombras. Es icono de Cristo pero bajo el signo de la humildad y la kénosis. Junto a la grandeza que proviene de Dios, encontramos en ella todas las contradicciones y miserias de los hombres. No debe extrañar que algunos autores presenten a la Iglesia como un signo paradójico24. De Lubac subraya que la Iglesia es una realidad com- pleja y expone tres grandes paradojas: procede de Dios y está formada por hombres; es visible e invisible; es terrena e histórica y, a la vez, escatológica y eterna. Prosiguiendo esta reflexión, Latourelle propuso la paradoja como camino que puede conducir a comprender el «misterio» de la Iglesia. La Iglesia es signo, entre paradojas y tensiones, «un signo enigmático, cuya clave hay que descubrir»25. Latourelle se detiene en tres grandes paradojas: la unidad, la perennidad y la santidad, y explica: «El signo de la Iglesia es más ambiguo que el de Cristo. Porque, si la Iglesia es santa en su institución y en cierto número de sus miembros, contiene, entre otros muchos, signos de debilidad y de pecado. Su unidad tiene que ser constantemente protegida 24 Es clásico el estudio de H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia. Pié-Ninot se refiere a Tertuliano, Nicolás de Cusa, Pascal, Kierkegaard o P. Tillich como autores que han seguido el método de la paradoja, cf. S. PIÉ-NINOT, La Teología Fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 20097, 647-650. 25 R. LATOURELLE, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Sígueme, Salamanca 1971, 158. 141 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo y reconquistada. Su catolicidad está siempre por hacer. Su estabilidad se ve amenazada. La Iglesia está tejida de paradojas»26. Al sostener que la Iglesia es signo paradójico de Cristo no entendemos la paradoja como algo contradictorio, sino como algo misterioso. Se trata de un signo enigmático cuya clave hay que descubrir. La paradoja invita a la interrogación y pretende suscitar la búsqueda. A esto se une la índole escatológica de la Iglesia, subrayada por el Concilio Vaticano II. La Iglesia está en camino, en espera de su cumplimiento. Este recuerdo de la patria le enseña a relativizarse. Por estar «in via», la Iglesia está siempre llamada a una renovación constante. «La Iglesia descubre que no es un absoluto, sino un instrumento; no un fin, sino un medio; no “domina”, sino “ancilla”, pobre y servidora»27. 3. Un signo que hay que descifrar El signo de la Iglesia no se impone de manera obligatoria sino que es una invitación a creer, que ayuda también a confirmar la fe.Como signo, constituye una llamada existencial a creer, que ayuda a apoyar la libre deci- sión de la fe. Un signo no es una premisa de un silogismo sino una llamada; no tiene carácter demostrativo sino que es una invitación a ver más allá, desvelando su densidad de significado y su capacidad de ir más allá de sí mismo. Indica una presencia, que hay que reconocer. Como escribió De Lubac, «la Iglesia oculta su gloria bajo un vestido oscuro; de este modo lle- va consigo la contradicción y se necesita una mirada penetrante para saber descubrir la belleza de su rostro»28. Capta de manera muy distinta el signo quien ama a la Iglesia –porque se siente en su seno– y quien la mira con curiosidad o con indiferencia y quien la observa con prevención. En este sentido no pasa algo muy distinto con la Iglesia de lo que sucede respecto de Cristo. La actitud del corazón es decisiva. La percepción del signo depende en gran parte de las disposiciones morales de cada persona ante Dios; es necesa ria la «humildad de corazón» (cf. Mt 11,29). Como escribe César Izquierdo, «si ante cualquier signo de gracia las disposiciones del sujeto adquieren una importancia decisiva de cara a valorarlo como tal, en el caso de la Iglesia esas disposiciones son par- 26 Ibidem, 69. 27 B. FORTE, La Iglesia, icono de la Trinidad, Sígueme, Salamanca 1992, 86. 28 H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, 55. 142 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa ticularmente importantes. Los mismos fenómenos serán valorados de forma distinta y aun opuesta dependiendo de las diversas concepciones de la vida y de la apertura mayor o menor a una posible acción de Dios en la historia»29. Todos sabemos que es importante la perspectiva con la que nos acer- camos a una realidad, pues muchas veces vemos sólo lo que queremos ver. Con frecuencia la acciones de la Iglesia o de los Pontífices se interpretan de manera sesgada o miope, porque no son contempladas con mirada limpia, sino cargada de prejuicios. No debe extrañarnos puesto que también las acciones de Cristo fueron interpretadas por algunos como manifestaciones del poder de Satanás (cf. Mc 3, 22-27). El hombre puede cerrar los ojos y no querer leer el signo. Al menos, es necesaria una actitud de búsqueda, de estar en camino, de querer encontrar algo. Para entender un signo se precisa también la capacidad de pensar simbólicamente. Mientras que el pensamiento técnico tiende a instrumen- talizar, el pensamiento sacramental contempla la realidad, pero advierte en ella algo más profundo que lo que aparece en la superficie. Es también importante realizar el esfuerzo por conocer en integridad el signo. Muchas personas se quedan sólo en lo superficial y anecdótico, sólo contemplan desde el exterior, sin captar la verdadera vida de la Iglesia. Tam- poco se alcanza una visión correcta si se miran sólo los elementos aislados y no se mira la Iglesia en su conjunto. Comprender a la Iglesia como sacramento significa percibir que ella remite más allá de sí misma, al misterio de Cristo. Por eso, el carácter de sig- no se capta plenamente sólo desde la fe. Para comprender a la Iglesia como signo del misterio es preciso vivir en el misterio. Percibir el signo exige la conversión. Podemos estar ciegos ante una realidad que exige de nosotros capacidad de trascendencia. Por ello, para captar plenamente a la Iglesia como signo de Cristo es preciso el influjo iluminador de la gracia, que ayuda a descifrar el signo y ver su relación con la salvación. La gracia abre nuestro espíritu para com- prender el signo y nos da fuerza también para vivir en coherencia con lo que hemos captado. Finalmente, hay que tener en cuenta que la Iglesia, como el mismo Cristo, siempre será «signo de contradicción», pues el anuncio de la cruz de Cristo es siempre escándalo y necedad para el hombre (cf. 1 Cor 1, 18.23). 29 C. IZQUIERDO, Teología fundamental, Eunsa, Pamplona 20093, 547. 143 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo III. EL SIGNO DE CRISTO EN LA IGLESIA-COMUNIÓN La Iglesia será signo en tanto en cuanto en su ser y en su hacer remita a Cristo. La Iglesia es signo re-enviando a Jesucristo, remitiendo al Maestro. Ser signo no es para la Iglesia algo marginal ni es consecuente al ser, sino que brota de su misma identidad. Vamos a fijarnos, primeramente, en el ser de la Iglesia, como misterio de comunión y en las propiedades que explicitan este ser. 1. Las propiedades de la Iglesia, misterio de comunión El misterio más profundo de la Iglesia es koinonía-comunión. La co- munión encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. Esta comunión tiene dos dimensiones: horizontal (comunión con Dios) y vertical (comunión entre los hombres)30. La comunión se refiere, en primer término a Dios. Según la célebre expresión de san Cipriano, recogida en el Concilio, la Iglesia es «un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»31. La rea- lidad teologal y última de la Iglesia es la unidad con Dios. Se trata –explicaba Juan Pablo II– fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir, edifica la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia32. La comunión con Dios da origen a la comunidad de creyentes, «co- munidad de fe, esperanza y amor» (LG 8). La Iglesia es comunidad de personas, que forman «un pueblo reunido en virtud de la unión del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo» (LG 4). Esta comunión eclesial está enriquecida por unos dones de la Trini- dad. Se les denomina «propiedades» de la Iglesia en el sentido aristotélico de determinaciones que, siendo distintas de la esencia, derivan necesariamente 30 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio (28/05/98). 31 S. CIPRIANO, De Orat. Dom., 23 (PL 4, 553). Cf. LG 4. 32 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles Laici, 18. En esta afirmación recogía una proposición del Sínodo de los Obispos. Cf. JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 42. 144 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa de ella33. Son –explica el Catecismo– «rasgos esenciales de la Iglesia y su misión»34. Nos ayudan a acercarnos más a la esencia de la Iglesia. Ya enume- radas en el siglo IV y recogidas en el Credo del año 381, la unidad, santidad, apostolicidad y catolicidad son propiedades definitorias de la Iglesia. La tradición apologética, desde el siglo XVI, entendió estas propieda- des como «notas» o «marcas» que sirven para distinguir la verdadera Iglesia de Cristo. Sin embargo, como ha señalado la teología contemporánea, es preferible abandonar posturas polémicas y comprenderlas como «propie- dades» que explicitan el ser de la Iglesia y, por ello, la hacen reconocible35. Cada una expresa un aspecto determinado del misterio de la Iglesia. Se trata de propiedades íntimamente conectadas, de manera que no se puede dar una sin las otras. El Concilio Vaticano II afirmó esta relación en conexión con la actividad misionera: «Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve» (AG 6). La apologética clásica y la eclesiología han estudiado ampliamente las notas. A nosotros nos interesan en cuanto que ayudan a explicitar y reconocer el signo que es la Iglesia; son «signos» que explicitan el ser de la Iglesia como «universale salutis sacramentum» (LG 48). Como señala A. Dulles, estos atributos «están relacionados intrínsecamente con la idea de la Iglesia como sacramento»36.Cada propiedad da a conocer la Iglesia desde una perspectiva y revela la unidad de la Iglesia con el misterio de Cristo. El tratamiento que aquí hacemos de las notas no las considera como atributos gloriosos de la Iglesia sino como especificaciones de su ser, que nos ayudan a comprender el signo. Para la Iglesia, ser sacramento de Cristo es crecer en unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Para comprender adecuadamente las notas hemos de tener presente lo que hemos dicho del carácter sacramental de la Iglesia y de modo particu- lar: a) Que sólo se entienden correctamente cuando se las comprende como 33 Cf. M. SEMERARO, Misterio, comunión y misión. Manual de eclesiología, Secretariado Trinitario, Salamanca 2004, 131. 34 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, § 811. 35 Así las presenta Y. M. CONGAR, «Propiedades esenciales de la Iglesia» en: J. FEINER – M. LÖHRER (ed.), Mysterium Salutis, IV/1, Cristiandad, Madrid 19842, 371-609: «son idénticas con la esencia misma de la Iglesia, de la cual se distinguen sólo por el análisis» (376). 36 A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», 385. 145 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo un don; son dadas y a la vez por realizar. b) Que se dan en la Iglesia de una manera parcial y limitada; de manera que, al mismo tiempo que expresan una realidad, señalan también una meta que alcanzar. 2. El signo de la unidad Para ser signo eficaz de Cristo, la Iglesia es y debe ser una. Según la tradición teológica, la unidad en la Iglesia tiene dos aspectos: unicidad y consistencia interior. En el primer sentido se subraya que no existen más iglesias fundadas por Cristo y en el segundo que constituye un organismo unido en sí mismo. Pues bien, en ambos sentidos la unidad es un don del Dios trinitario. Hay una única Iglesia, porque hay un solo redentor y pastor, Cristo, que la ha constituido en misterio de salvación. Hay unidad interna, porque todos invocamos al mismo Padre, en el único Espíritu y formamos parte del Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, la Trinidad santa es el modelo de unidad para la Iglesia, de acuerdo con la plegaria del Señor: «Que todos sean uno como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn 17, 21). a) El Símbolo de la fe profesa que hay «una sola Iglesia católica y apostólica». Hay un solo Cristo y uno solo es su cuerpo, la Iglesia. Esta única Iglesia de Cristo –según fórmula feliz del Concilio Vaticano II– «subsiste en la Iglesia Católica» (LG 8). De esta manera se expresa que la plenitud de la Iglesia de Cristo se da sólo en la Iglesia Católica, aunque se pueden reco- nocer «fuera de su estructura muchos elementos de santificación y verdad». Como especificó Juan Pablo II «fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial»37. Por esta razón, la división entre los cristianos, es un hecho doloroso y un grave escándalo, que resta significación a la imagen de la Iglesia católica para los no católicos y ante el mundo entero. El Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes palabras: «Tal división contradice abiertamen- te la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación del Evangelio a toda criatura» (UR 1). Se trata de un grave antitestimonio, que daña a la misma Iglesia como signo de Cristo. «La división entre los cristianos –explica Dulles– aunque no llega a destruir la unidad de la Iglesia de Cristo, disminuye la manifestación sacramental de esa unidad y, por consiguiente, impide la vida de gracia»38. Por el contrario, 37 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint, 13. 38 A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», 388. 146 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa la confesión de una misma fe y la celebración del mismo culto hará que la Iglesia sea signo elevado: «Así, la Iglesia, único rebaño de Dios como un lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celes- tial» (UR 2). Se entiende el carácter urgente desarrollar un verdadero ecumenis- mo, el cual tiene diversas dimensiones. Supone superar el desconocimiento y las incomprensiones heredadas del pasado39. Exige también, fomentar el diálogo que facilite el encuentro y conocimiento. Pero el camino ecuménico hacia la unidad pide, sobre todo, conversión interior para que nuestra mira- da a los demás se produzca a la luz de la fe. Acerca de esta propiedad de la Iglesia podemos recordar lo que ya hemos dicho de la sacramentalidad de la Iglesia: que tiene un carácter esca- tológico. La unidad es ya un don dado por Cristo a la Iglesia, pero que está continuamente amenazado por el pecado de los hombres. La comunión, dada de antemano a la Iglesia, debe hacerse visible en la historia «para que el mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17, 23). b) La unidad interna de la Iglesia es descrita en el libro de Hechos cuando se dice que los discípulos «se mostraban asiduos a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración» (Hech 2, 42). Aparecen aquí los elementos fundamentales que ga- rantizan la unidad interna: la fe, el culto y los sacramentos y la vida social. La Iglesia es designada con razón como «congregatio fidelium», es decir, comunidad de personas unidas por la fe, es decir, adheridas a una misma persona, Cristo, y una misma verdad, el Evangelio. Esta fe es profesada en la celebración de los sacramentos y, particularmente la Eucaristía, principio de unidad de la Iglesia. Y se refleja en la vida de la comunidad, sustentada por la caridad. El principio que une es el amor, comunicado por el Espíritu Santo, y que hace tener «un solo corazón y una sola alma» (Hech 4, 32). La caridad es la que lleva a la perfección la unidad entre los cristianos. La autoridad apostólica y las que derivan de ella, tienen como fin promover y regular la vida de comunión de los fieles. 39 El Concilio reconoce que la división surgió «a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte» (UR 3). «Los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones an- cestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones» JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint, 2. 147 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo También la Iglesia puede y debe crecer en su unidad interna. En este sentido Juan Pablo II presentó como reto para el tercer milenio «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de comunión»40, promoviendo una espiritualidad de comunión; valorando y desarrollando todos los instrumentos de comu- nión; cultivando y ampliando los espacios de comunión dentro de la Iglesia. La Iglesia se enfrenta siempre con el reto de crecer en la comunión. La sinodalidad –caminar juntos, realizar el camino en común– es una actitud que visibiliza la comunión y unidad de la Iglesia. «Quererse Iglesia, amar la Iglesia, y hacer que la Iglesia sea comunidad habitable, acogedora, atracti- va, donde uno se sienta escuchado, respetado, personalmente reconciliado en la caridad»41. Ella es comunidad de reconciliación, que debe invertir la división fruto del pecado. Así se expresa en la Plegaria II para las Misas por diversas necesidades: «Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando». Todo ello conscientes de que la unidad de la Iglesia es obra de Dios. Él es quien reúne a los hombres de pueblos diversos en una sola asamblea y edifica mediante el Espíritu Santo el cuerpo de Cristo. El otorga también a la Iglesia su forma específica de unidad, que es unidad en la diversidad. En definitiva, la Iglesia será un signo más patente de Cristo en la me- dida en que crezca en el don de la unidad, recibidode su Señor, superando las divisiones entre los cristianos y aumentando el espíritu de comunión entre todos. 3. El signo de la santidad El atributo más antiguo que se aplica a la Iglesia es la santidad, testi- moniado ya en el siglo II. Para comprenderlo, es oportuno tener en cuenta que, ante todo, la santidad es un don (santidad «de» la Iglesia), al cual la Iglesia se esfuerza por responder a lo largo de la historia (santidad «en» la Iglesia)42. 40 JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 43. 41 B. FORTE, ¿Dónde va el cristianismo?, Palabra, Madrid 2001, 132. 42 Se puede encontrar esta distinción en CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 2. Cf. M. SALIS-AMARAL, Concittadini dei santi e familiari di Dio: Studio storico-teologico sulla santità del- la Chiesa, EDUSC, Roma 2009. Este autor propone superar la habitual distinción entre santidad objetiva y santidad subjetiva y hablar en términos de don-respuesta (cf. especialmente 333-338). Cf. también A. AMATO, «La Chiesa santa, madre di figli peccatori», en G. COFFELE (ed.), Dilexit 148 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa 3.1. La santidad «de» la Iglesia La Iglesia es santa «en Dios». Todo lo que puede ser llamado «santo» en la Iglesia procede de su relación con Dios. El Nuevo Testamento ex- presa esta relación con los términos «elección», «vocación», «pertenencia», «consagración» y con las imágenes de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. La llamada del Padre, la obra redentora de Jesucristo y la presencia permanente del Espíritu Santo hacen a la Iglesia «santa». El Concilio Vaticano II ha subrayado fuertemente este carácter de la Iglesia como don de la Trinidad: «Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos “el solo Santo”, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). En este sentido, la santidad es una característica de la Iglesia, que es anterior a cualquier mérito y no depende de la respuesta que dan los cre- yentes. Es un misterio de gracia, que garantiza la continuidad de la misión del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al mismo tiempo, sirve de estímulo y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. Esta santidad de la Iglesia entera resplandece tanto en sus miembros como en sus instituciones. Para el Nuevo Testamento, los miembros de la Iglesia son «santos» (Rom 8,27; Ef 6,18). Han sido santificados por la lla- mada del Padre (santos por vocación: Rom 1,7; 1 Cor 1,2), la obra de Cristo y la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo se invita a «permanecer en la santidad» (1 Tes 4,7) pues la misma no tiene un carácter estático, sino que se va realizando por la permanencia de los fieles en los dones recibidos. También la santidad de la Iglesia se concreta en diversas acciones san- tificadoras, las «res sancta». El primer lugar lo ocupan los sacramentos, que hacen presente a Cristo por la fuerza del Espíritu. Ligados a los sacramentos está el ministerio ordenado. Junto a ellos, las otras acciones litúrgicas que santifican las personas, los espacios o el tiempo. Finalmente, la doctrina transmitida, especialmente la Escritura «santa». Todas estas realidades, que derivan de la Trinidad santa, dan razón de la santidad de la Iglesia y son medios para santificar a los creyentes. Ecclesiam, LAS, Roma 1999, 425-445; J. SARAIVA-MARTINS, La Iglesia en los albores del tercer milenio, BAC, Madrid 2003 (cap. 5: una Iglesia santa y madre de santos). 149 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo La santidad pertenece, por tanto, de manera constitutiva a la natura- leza misma de la Iglesia. Es un don y una vocación, por lo que no depende de la suma de la santidad de cada uno de los miembros de la Iglesia. 3.2. La santidad «en» la Iglesia Ahora bien, el don de la santidad se realiza «en» la Iglesia, compuesta por hombres y mujeres que se esfuerzan por ser fieles a ese don. Conviene prestar atención a ello, pues una separación excesiva de la santidad de la Iglesia respecto de sus miembros, convertiría a la Iglesia en un ente ideal y abstracto. El don de la santidad «de» la Iglesia se convierte en una tarea «en» la Iglesia. Por esta razón, todos los bautizados están llamados a la santidad. La santidad es una invitación y llamada constante para todo hombre: «Convie- ne que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios» (LG 40); «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad» (LG 39). Puesto que la persona tiene que contribuir con su libertad al don de la gracia de Dios, existe la posibilidad de responder en mayor o menor gra- do a la exigencia de santidad. Quienes responden con plenitud (los santos) hacen visible y enriquecen la santidad de la Iglesia, mientras que el pecado oscurece su rostro y frena su acción en el mundo. a) El signo de la santidad en la Iglesia se manifiesta visiblemente en la vida de los santos: «En ellos, Dios mismo nos habla y nos ofrece su signo de ese Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan grande nube de testigos que nos cubre (cf. Hb 12,1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio» (LG 50). Los santos –no sólo los canonizados– son signos de la vitalidad de la Iglesia. Son luz para la Iglesia y para el mundo, que hacen creíble la fe cristiana porque han hecho resplandecer la luz de Cristo. «Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero»43. La santidad de vida se realiza en todos los lugares y tiempos, de manera que los santos no escapan de los condicionantes de su tiempo. La santidad 43 CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 2. 150 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa se manifiesta también en personas de nuestro tiempo que, formando parte de la Iglesia, viven santamente. Ciertamente esta santidad de quienes están «in via» no se da de modo unívoco, sino en grados y formas diversas44. Aún así, constituye un signo muy claro de la presencia de Dios en la Iglesia. b) Pero la Iglesia es comunidad de hombres, lo que comporta, como hemos dicho, fragilidad, limitación y posibilidad de pecado. Debemos con- siderar tanto el pecado actual de los miembros de la Iglesia como el pecado histórico, es decir, los errores históricos que la Iglesia ha cometido. Frente a la tentación de formar una comunidad exclusivamente de santos, de hombres puros e inocentes, la Iglesia constantemente ha soste- nido que los pecadores pertenecen a la Iglesia45. A pesar de que puedan emborronar la imagen de Cristo que la Iglesia tiene el deber de reflejar, la Iglesia no ha expulsado nunca de su seno al pecador, consciente de que es voluntad de su Señor el estar constituida por hombres de carne y hueso, li- bres y responsables, y que no será perfecta hasta el día definitivo, en el cual resplandecerá santa e inmaculada ante Dios. La presencia de hombres pecadores en el seno de la Iglesia es, por otra parte, llamada a la renovación constante, a la penitencia y purificación. Comenta el Concilio: «la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecado- res, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Como vemos, el Concilio expresa esta paradoja cuando usa la fórmula «Ecclesia sancta simul et sem- per purificanda» (LG 8), la cual no debe ser entendida en el sentido de que pueda llamarse «pecadora» a la misma Iglesia, sino en el sentido de que tiene en su seno a los pecadores46. La santidad de la Iglesia es constitutiva y verdadera «pero imperfecta» (LG 48) y, por ello, necesita siempre de pu- rificación (cf. LG 8). 44 Cf. C. IZQUIERDO, Teología fundamental,Eunsa, Pamplona 20093, 552s. Para este autor la credibilidad de la Iglesia está ligada especialmente a la santidad. Cf. también M. GELABERT, La revelación. Acontecimiento fundamental, contextual y creíble, San Esteban-Edibesa, Salamanca- Madrid 2009, 233-235. 45 En la época moderna, el Concilio de Constanza condenó los errores de Juan Huss, que limitaba la pertenencia a la Iglesia sólo a los «predestinados» y los Papas Clemente XI (1713; DS 2474) y Pío VI (1794; DS 2615) condenaron errores semejantes sostenidos por los jansenistas de Quesnel y el sínodo de Pistoia. 46 Cf. P. O’CALLAGHAN, «The Holiness of the Church in Lumen Gentium», The Thomist 54 (1988) 673-701. 151 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo Se da en la Iglesia constantemente una tensión entre lo que la Iglesia es y lo que quiere ser, entre la santidad y la debilidad, que le hace expe- rimentar la necesidad continua de ser redimida. La Iglesia está llamada constantemente a pasar de la existencia mundana a la novedad del Espíritu, a vivir la Pascua del Señor. Por eso pide al Señor que su mirada se fije sobre su fe y no sobre los pecados de los individuos: «¡No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia!». Así como la santidad de sus miembros, es un bien para toda la Iglesia, el pecado de otros pesa también sobre toda ella. Por eso algunos Padres di- cen con claridad: «Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta en una herida de la Iglesia»47. Las expresiones «casta meretrix» y «ecclesia peccatrix»48, que aparecen a veces en algunos Padres ponen de relieve la presencia del pecador en la Iglesia. Al mismo tiempo, subrayan también que todo en ella procede de la gracia. Ratzinger entiende la presencia de deficiencia y pecado desde el hecho de que la Iglesia procede de la gracia de Dios: «Por eso, por venir la Iglesia de la gracia, entra también en su ser que los hombres que la forman sean pecadores». Por esto, la expresión «cas- ta-meretrix» designa una permanente tensión existencial en la Iglesia. «La Iglesia vive perpetuamente del perdón, que la transforma de ramera en es- posa; la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama continuamente de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres»49. El pecado oscurece la luz de Cristo que brilla en la Iglesia y favorece que los no creyentes sólo adviertan los errores y faltas de la misma, encon- trando así una justificación para su incredulidad. Ahora bien, los pecados de sus hijos no destruyen la santidad de la Iglesia, el don irrevocable de Dios. Por ser la santidad algo constitutivo, la Iglesia mantiene en la historia la capacidad perenne de santificar a sus hijos pecadores. Por otra parte, la Iglesia nunca ha excluido de su seno a los pecadores, lo cual es un signo de su maternidad. Aunque el bautizado se separe de ella con el corazón, podrá siempre volver a ella, porque la Iglesia le sigue aman- do. Esta acogida de los pecadores es signo de la misericordia entrañable 47 SAN AMBROSIO, De virginitate 8, 48 (PL 16, 278D). 48 La expresión «casta meretrix» es usada sólo por san Ambrosio a propósito de Rahab, la prostituta de Jericó (In Lucam 3, 23). La expresión «Ecclesia peccatrix» es rara en los Padres. Aparece en S. HILARIO, Trac. de Mysteriis, II, 9 (CSEL 65, 35). Son clásicos los estudios de H. U. VON BALTHASAR, «Casta Meretrix», en: Sponsa Verbi, Encuentro-Cristiandad, Madrid 2001, 197-290 y J. DANIÉLOU, «Rahab, figure de l’Êglise», Irenikon 22 (1949) 26-45. 49 J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, 282. 152 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa del Padre. Escribía certeramente J. L. Martín Descalzo: «Amo también a la Iglesia porque es imperfecta. No es que me gusten las imperfecciones de la Iglesia, es que pienso que son ellas hace tiempo que me habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está formada por gentes, como tú y como yo»50. Aún no ha llegado el tiempo de la siega; trigo y cizaña conviven hasta el momento final (cf. Mt 13,24-30). Los gestos de misericordia con los pecadores, de esperanza irrevocable en la capacidad de las personas, son signos en un mundo roto y deseoso de reconciliación. Pero el hecho de acoger en su seno a quien no está convertido del todo afecta a su credibilidad. Se podría decir que el «carácter cristiano» de la Iglesia es puesto en peligro por el hecho de acoger en su seno al pecador. «La Iglesia, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer, continuando amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos»51. c) Errores históricos, purificación de la memoria y petición de perdón. Con ocasión del Jubileo del año 2000, Juan Pablo II promovió una «purifi- cación de la memoria» de la Iglesia, invitando a los cristianos a ponerse de rodillas ante Dios y pedirle perdón, asumiendo las deficiencias por ellos co- metidas52. La Iglesia es invitada, de esta manera, a una renovación continua y conversión constante, sin miedo a reconocer las culpas del pasado y las equivocaciones, donde las haya habido. De todos es sabido cómo oscurece la credibilidad de la Iglesia la presencia del mal y el pecado: persecucio- nes de herejes, guerras de religión, luchas fratricidas, pecados de personas singulares y de grupos, miserias morales y espirituales de los pastores. Re- conocer con honestidad los errores de la Iglesia en su historia, aceptar sus zonas oscuras y pedir perdón dice más a favor de la credibilidad de la Iglesia que una apologética a toda costa. 50 J. L. MARTIN DESCALZO, Razones para el amor, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 199217, cap. 58. 51 CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 4. 52 La Comisión Teológica Internacional ofreció una reflexión teológica sobre las condiciones de posibilidad de estos actos de purificación de la memoria en el documento Memoria y recon- ciliación (2000). 153 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo Cottier explica que la purificación de la memoria consiste en estable- cer una nueva relación con el hecho histórico, cuyo recuerdo pesa sobre la conciencia: cosas que en el pasado se percibían como tolerables o se favore- cían, se ven ahora claramente como no coherentes con el Espíritu Santo53. Esta conciencia es fruto de la lectura que la Iglesia hace de su propia historia a la luz de la fe y con la guía del Espíritu. Los actos de «purificación de la memoria» contribuyen a la perenne reforma del pueblo de Dios y, además, «podrán hacer crecer la credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia a la verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación»54. Aunque su finalidad principal no sea apo- logética, tienen un valor apologético, pues el reconocimiento de la verdad ayuda a reforzar la credibilidad de la Iglesia. La Iglesia no tiene miedo a afrontar sus culpas, cuando se da cuenta de sus errores. Se ha hablado a este propósito de la «apologética del perdón». Si abandonamos actitudes altivas y nos reconocemos Iglesia peregrinante, que conoce el arrepentimiento, la Iglesia podrá alcanzar una nueva credibilidad. «La verdad de la Iglesia brilla también cuando ésta se confiesa pecadora y necesitada de perdón»55. d) Finalmente, debemos decir que, aunque «en» la Iglesia encontra- mos santidad y pecado, la convicción cristiana es que la santidad es más fuerte que el pecado. La comisión teológica internacional lo expone con claridad: Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una es- pecie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiacióndel bien, incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce existencial- mente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el camino de la penitencia y de la novedad de vida56. 53 G. COTTIER, Memoria e pentimento. Il rapporto fra Chiesa santa e cristiani peccatori, San Paolo, Cinisello Balsamo 2000, 65. 54 CTI, Memoria y reconciliación (2000), VI, 3, a. 55 F. MARTÍNEZ DÍEZ, Teología fundamental. Dar razón de la fe cristiana, San Esteban-Edibe- sa, Salamanca-Madrid 1997, 154. 56 CTI, Memoria y reconciliación (2000), VI, 3, 4. 154 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa 4. El signo de la catolicidad Aunque el símbolo de Nicea no menciona esta propiedad, muy pronto (s. IV) se incorporó la catolicidad al mismo como objeto de fe. La Iglesia sacramento de Cristo tiene que ser católica. Para comprender el sentido de esta propiedad de la Iglesia, nos remitimos a la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: Este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana y determinó con- gregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn 11,52). Para ello envió Dios a su Hijo a quien constituyó heredero universal (cf. Hebr 1,2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los creyentes, prin- cipio de asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech 2,42) (LG 13). El texto subraya en primer lugar el origen trinitario de la Iglesia, que- rida por Dios como ministra de la universal recapitulación de la humanidad bajo Cristo en la unidad del Espíritu57. A continuación se refiere a dos sen- tidos básicos de la expresión: catolicidad como totalidad universal (aspecto cuantitativo) y catolicidad como verdad y autenticidad (aspecto cualitativo). En el mismo n. 13 aparece más adelante un tercer sentido: catolicidad como unidad en la diversidad (aspecto intensivo). a) Catolicidad como extensión. Una primera manera de entender la catolicidad es la universal extensión geográfica de la Iglesia. Explica san Agustín que es católico «quod per totum orbem terrarum diffunditur»58. El Concilio habla de la congregación de todos los hijos dispersos. En este sentido, la catolicidad está en conexión con la capacidad de anunciar el evangelio a todas las gentes. El don de la catolicidad se convier- te, pues, en la tarea de la «misionariedad», es decir, de llevar a Cristo a todos los hombres. La Iglesia «se esfuerza enérgica y constantemente por llevar a toda la humanidad las riquezas de Cristo» (LG 13). El anuncio del Evange- lio ha sido una prioridad para la Iglesia de todos los tiempos. 57 Cf. comentario en M. SEMERARO, Misterio, comunión y misión. Manual de eclesiología, Secretariado Trinitario, Salamanca 2004, 143-159. 58 S. AGUSTÍN, Epist. 52, 1 (PL 33, 194). 155 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo La Iglesia ha sido proyectada para todas las razas, pueblos y culturas. Es signo expresivo de su catolicidad la apertura a todos, la capacidad de acogida de todas las personas en la fe cristiana. Recordemos que el Vati- cano I presentaba como signo de credibilidad la «admirable propagación» de la fe. También expresa su catolicidad la capacidad de enraizarse en las diversas culturas humanas (capacidad de inculturación), asumiendo los problemas y esperanzas de los hombres. Hay otro aspecto importante de la catolicidad: el evangelio no sólo llega a todos los hombres, sino a todo el hombre, es decir, a todo su ser histórico, cultural y social. La catolicidad abarca por tanto, también la cultura, la técnica, el arte, la ciencia, el pro- greso: «No hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de la Iglesia» (GS 1). b) Catolicidad como integridad. Es el sentido cualitativo y significa que la Iglesia enseña todas las doctrinas necesarias para la salvación. Católi- ca es la Iglesia que transmite íntegra la doctrina apostólica. Esta concepción de la catolicidad se fue extendiendo a lo largo del siglo II frente a los grupos heréticos y cismáticos. S. Cirilo de Jerusalén, frente a la transmisión parcial que hacen los herejes, destaca este elemento cuando explica que la Iglesia se llama católica «porque de modo universal y sin defecto enseña todas las ver- dades de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de cosas visibles o invisibles, de las celestiales o terrenas»59. c) Un último aspecto es la catolicidad como unidad en la diversidad. Podríamos hablar de aspecto intensivo de la catolicidad. Aparece expresado en el tercer párrafo de LG 13, que habla de la diversidad interna de la Iglesia en razón de los distintos modos de vida que hay dentro de ella y de la varie- dad de Iglesias particulares. Es expresión de la catolicidad «los diversos órdenes» de personas que integran la Iglesia, la «diversidad» tanto en los oficios como en los estados de vida. La Iglesia no es uniforme. Hay una rica diversidad en su interior: diversidad de carismas, ministerios y formas de vida. Señala el Catecismo: «Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión»60. 59 S. CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, 18, 23 ss. (PG 33, 1043 ss) 60 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 873. 156 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa Y es también signo de la catolicidad la diversidad de iglesias particu- lares «que gozan de tradiciones propias» (LG 13). La diversidad de ritos, liturgia y patrimonio espiritual enriquecen a la Iglesia. A propósito de las Iglesias y ritos orientales explica el Concilio que «su variedad en la Iglesia no sólo no daña a su unidad, sino que más bien la explicita» (OE 2). En definitiva, la Iglesia muestra su catolicidad por su capacidad de anunciar la Buena Noticia a todos los hombres y a todo el hombre, por su fidelidad a la palabra recibida y por su vivencia de la unidad en el respeto de la diversidad que el Espíritu ha sembrado en ella. Así va manifestando que es Iglesia católica, hasta que alcance su plenitud en la escatología. 5. El signo de la apostolicidad El signo hace creíble a la Iglesia por su vinculación con la comunidad apostólica. La apostolicidad indica que la Iglesia está fundada sobre los apóstoles. Este fundamento se puede entender en un triple sentido, según se explica en la tradición teológica, que el Catecismo resume: «apostolicitas originis», «apostolicitas fidei» y «apostolicitas successionis»61. a) En primer lugar se refiere al origen apostólico. El mandato misionero de anunciar la Buena Nueva es recibido por los Apóstoles, que se convierten en fundamento (secundario) de la Iglesia, «siendo la piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Ef 2, 30). Lo que interesa subrayar es que toda la Iglesia tiene como origen a los Apóstoles. La comunicación que Dios realiza de sí mismo se cumple, desde Pentecostés, a través de la misión apostólica: Dios se comunica a los hombres por medio de hombres, lo que implica el aspecto visible y social de la Iglesia. b) La Iglesia es apostólica, en segundo lugar, por enseñar y transmitir la doctrina de los Apóstoles. Este segundo sentido se manifiesta cuando sigue predicando el Evangelio y congregando a los creyentes, cuando mantiene la integridad de la fe apostólica y cuando decide vivir bajo la norma de la Iglesia apostólica. En primer lugar, la Iglesia entera debe continuar la misión apostólica (aspecto misionero). Esta misión es responsabilidadde todos sus miem- 61 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 857. Cf. Y. M. CONGAR, «Propiedades esenciales de la Iglesia», 547-582. 157 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo bros, tanto de los ministros ordenados como de los laicos. «Toda la Iglesia es apostólica, –explica el Catecismo– en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes mane- ras, tienen parte en ese envío»62. Es importante subrayar la importancia del apostolado de los laicos. El Concilio indica que «la Iglesia no está verdade- ramente fundada, ni vive plenamente, ni es signo perfecto de Cristo entre las gentes, mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente dicho» (AG 21). Subrayo la idea de que la Iglesia no es un «perfectum sig- num Christi» mientras no cuente con los laicos. En cambio, como se dice al final de este mismo texto, cuando la jerarquía y el laicado trabajan cada uno desde sus propias responsabilidades se ofrece un luminoso signo de salva- ción (AG 21: «lucidum signum salutis»). En segundo lugar, la apostolicidad consiste en seguir confesando la fe de los apóstoles (aspecto doctrinal), manteniendo la integridad del Evange- lio recibido. Todo lo que creemos en la Iglesia procede de la fe apostólica; la fe profesada en el Credo es fe apostólica. La Comisión teológica advierte también un tercer sentido de la apos- tolicidad que consiste en que la Iglesia «está decidida a vivir bajo la norma de la Iglesia primitiva»63. Es el aspecto existencial. El estilo de vida de la Iglesia apostólica tiene valor normativo para la Iglesia de todos los tiempos. c) El tercer aspecto es la apostolicidad del ministerio: permanencia del oficio apostólico mediante la sucesión (el ministerio). La misión apostólica corresponde a toda la Iglesia, pero el ministerio de los Apóstoles encuentra su continuidad exclusivamente en sus sucesores, los Obispos, con la ayuda de los presbíteros y diáconos. En Lumen Gentium se enseña que «los Obispos han sucedido por institución divina a los Apóstoles como pastores de la Iglesia» (LG 20) ya que la misión que Cristo confió a los Apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos. Los presbíteros, como «cooperadores del Orden episcopal» (PO 2; cf. LG 28) contribuyen también a cumplir la misión apostólica confiada por Cristo64. 62 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 863. 63 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostó- lica (1973), n. 1, 1. 64 Escribe san Juan de Ávila: «El sacerdote, como dice Orígenes, es la faz de la Iglesia, y como en la faz resplandece la hermosura de todo el cuerpo, así la clerecía ha de ser la principal hermo- sura de toda la Iglesia» S. JUAN DE ÁVILA, «Tratado del sacerdocio», 11, en: Escritos sacerdotales, BAC, Madrid 1969, 148. 158 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa Los documentos del Nuevo Testamento muestran que ya en los comienzos de la Iglesia y durante la vida de los Apóstoles, los dirigentes de las comunidades participan de la autoridad de los Apóstoles. Progresivamente «lo que los Apóstoles significaron para las comunidades en la época de la fundación de la Iglesia, fue reconocido como esencial para la estructura de la Iglesia o para las comunidades particulares por la reflexión de los comienzos del tiempo postapostólico. El principio de la apostolicidad de la Iglesia, adquirido en esa reflexión, acarreó el reconocimiento del ministerio de enseñanza y de dirección como una institución proveniente de Cristo a través y por medio de los Apóstoles»65. Este punto fue objeto de confrontación con la Reforma pues mientras ella sostenía como criterio de apostolicidad la predicación y la vida, la Iglesia católica sostuvo que esto resultaba imposible sin la garantía del ministerio. La apostolicidad de la doctrina y la del ministerio están vinculadas. La doctrina apostólica se transmite mediante la sucesión en el ministerio. Todos los aspectos de la apostolicidad que hemos señalado contribuyen a hacer de la Iglesia signo creíble de Cristo. Como, por el contrario, la carencia de ellos oscurece la imagen de Cristo que la Iglesia debe reflejar. Cuando decrece el impulso apostólico y el laicado deja de sentirse implicado en el anuncio del Evangelio o cuando los Obispos o presbíteros bien enseñan doctrinas erróneas o bien provocan escándalo con su conducta, es toda la Iglesia la que aparece ante los hombres más alejada de su Maestro. IV. EL SIGNO DE CRISTO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA Los dones que la Iglesia recibe, son para la misión. La Iglesia no exis- te para sí, sino para los otros; por su propia naturaleza no es una realidad cerrada en sí misma sino llamada a la misión. Su ser misterio de comu- nión tiene como meta la misión, de manera que la comunión esencialmente se configura como comunión misionera. «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión»66. 65 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostó- lica (1973), n. 3. 66 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles Laici, 32. 159 Facies Domini 3 (2011), 129-166 La Iglesia como signo de Jesucristo Las obras de la Iglesia muestran su ser sacramental y tienen, por con- siguiente, la función de presentar ante los hombres el verdadero rostro de Cristo. Esta misión corresponde a toda la Iglesia –sacerdotes y laicos– y abarca todas las acciones de la misma. Sobre la base del triple oficio del Me- sías, se fundamenta el triple oficio del pueblo mesiánico. Todos los fieles son incorporados a Cristo por el bautismo y «hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (LG 31). Vamos a fijarnos cómo realizando estas acciones la comunidad cristiana va remitiendo a Cris- to. Forte lo ha resumido de manera espléndida: «En el estupor de la escucha y de la alabanza, en el servicio de la caridad, en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los sacramentos, la comunidad sabe que es deber suyo dejarse poseer cada vez más por su Esposo»67. 1. El anuncio de Jesucristo (martyría) La Iglesia es signo de Cristo, en primer lugar, por el anuncio y testi- monio de su persona y mensaje, cuando realiza la «traditio et memoria Iesu Christi». El anuncio de Jesucristo tiene lugar tanto por la predicación públi- ca del Evangelio como por el testimonio personal de cada uno de los fieles. Se trata de dos aspectos íntimamente relacionados. El testimonio es indis- pensable, pero no basta por sí solo: es preciso «el anuncio claro e inequívoco sobre Jesús el Señor»68. Por otra parte, el anuncio de la verdad salvadora se vuelve estéril si no va acompañado del testimonio de esta verdad con la propia vida. Ambas tareas atañen a toda la Iglesia y a cada uno de los fieles. a) El anuncio explícito de Jesucristo. La primera misión de la Iglesia es anunciar a Jesús de Nazaret como Buena Nueva para este mundo. Es un anuncio que debe realizar con fidelidad, pues la Iglesia no proclama «su» propio evangelio, sus ideas o su experiencia, sino lo que ha recibido. Como servidora de la Palabra, la primera tarea será escucharla con atención para así transmitirla fielmente. La Iglesia debe esforzarse también para que el anuncio de Jesucristo sea una realidad creíble para los hombres. Un aspecto muy importante es mostrar la coherencia interna del mensaje de Cristo y su armonía con la razón humana. Se trata de hacer ver la razonabilidad de la fe y, particu- 67 B. FORTE, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002, 101. 68 PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii Nuntiandi, 22. 160 Facies Domini 3 (2011), 129-166 F. Conesa larmente, su permanente capacidad de diálogo con la ciencia experimental y la cultura contemporáneas. También contribuye a la credibilidad de la doctrina
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