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Facies Domini 3 (2011), 129-166
La Iglesia como signo de Jesucristo
Francisco Conesa
Enviado: enero de 2011
Versión definitiva: enero de 2011
RESUMEN: Ante el descrédito de la Iglesia en los ámbitos públicos y la incomodidad con que 
muchos cristianos viven su pertenencia a la Iglesia, es necesario recuperar la categoría 
de «signo» aplicada a la Iglesia. La Iglesia como signo se contempla aquí en la triple 
perspectiva de Misterio, Comunión y Misión: tras explicar qué significa que la Iglesia 
es sacramento de Cristo (misterio), se extraen consecuencias de cómo afecta su condi-
ción de signo al ser de la Iglesia (comunión) y a su hacer (misión).
PALABRAS CLAVE: Eclesiología fundamental, Significatividad, Martirio
The Church as a sign of Jesus Christ
ABSTRACT: In view of the discredit of the Church in the public field and the discomfort with 
which many Christians live their membership of the Church, it is necessary to recover 
the «sign» category as applied to the Church. The Church as a sign is referred here 
in the triple perspective of Mystery, Communion and Mission: after explaining the 
meaning of the Church being the sacrament of Christ (mystery), consequences of how 
its sign condition affects the Church membership (Communion) and the mission are 
drawn. 
KEYWORDS: Fundamental Ecclesiology, Significance, Martyrdom
Nuestra época se caracteriza por un creciente descrédito de la Iglesia 
en los ámbitos públicos, unida a una fuerte desafección a la misma vivida 
por muchos cristianos, que no se sienten identificados con ella. En este con-
texto, ¿podemos seguir sosteniendo que la Iglesia es signo de la revelación? 
¿No aparece muchas veces como signo de contradicción más que de credi-
bilidad? La teología fundamental debe tomar en serio estos interrogantes y 
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reflexionar sobre la significatividad de la Iglesia, con el fin, por una parte, 
de ayudar al creyente a realizar el acto de fe en plena libertad y racionalidad 
y, por otra, para facilitar al no creyente la comprensión de la Iglesia y el 
acercamiento a su realidad.
El Concilio Vaticano I aplicó a la Iglesia el texto de Is 11,12 procla-
mando que era por sí misma como un «signo levantado en medio de las 
naciones» (signum levatum in nationes: DH 3014). El segundo Concilio 
Vaticano, por su parte, profundizó en este carácter sacramental de la Iglesia 
poniendo de relieve especialmente su vinculación con el misterio de Cristo. 
Siguiendo este camino, propongo en el presente escrito centrar la mirada 
en la vinculación de la Iglesia con Jesucristo, para, desde esta perspectiva, 
comprender mejor a la Iglesia como signo1. 
La cuestión clave reside, como expondré, en comprender que la 
Iglesia existe precisamente para ser signo de Cristo, que sólo puede ser en-
tendida en referencia a Cristo. La Iglesia encuentra su propia identidad y 
misión en el espejo del rostro de Jesucristo. En consecuencia, tanto su ser 
como su hacer tienen como meta reflejar la «facies Domini». La reflexión 
sobre la Iglesia como motivo de credibilidad tiene que partir de la misma 
naturaleza de la Iglesia, la cual se entiende sólo en referencia al misterio 
de Cristo. Por ello, en la medida en que la Iglesia sea reflejo del signo que 
es Jesucristo, será también para todos los hombres señal que hace creíble 
la automanifestación de Dios en Jesucristo. Después de tratar brevemente 
el problema de credibilidad de la Iglesia, centraré la exposición en lo que 
significa ser sacramento de Cristo (misterio) y cómo esto afecta al ser de la 
Iglesia (comunión) y a su hacer (misión).
I. LA CRISIS DE CREDIBILIDAD DE LA IGLESIA
Antes de afrontar la exposición del tema, conviene decir una palabra 
sobre la crisis de credibilidad de la Iglesia. La palabra y la realidad de la 
Iglesia han caído en descrédito. Parece, incluso, que se ha tocado fondo en 
este tema. Cualquier publicación crítica contra la Iglesia encuentra un am-
plio mercado interesado en la misma, aunque carezca del más mínimo rigor 
1 Las presentes reflexiones se inscriben en lo que clásicamente se denomina «via empirica», 
la cual «parte de la consideración de la Iglesia tal como hoy existe y vive para mostrar su credi-
bilidad» S. PIE-NINOT, «Vía empírica», en: R. LATOURELLE – R. FISICHELLA – S. PIÉ-NINOT (ed.), 
Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid 1992, 661. Acentúo los aspectos cristo-
lógicos, porque considero que ayudan a comprender mejor a la Iglesia como signo.
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histórico. Para muchos es muy difícil ver la acción de Dios en la Iglesia y por 
medio de la Iglesia. La globalización facilita que se conozcan y difundan con 
facilidad los escándalos que personas de la Iglesia protagonizan, restando 
credibilidad a toda la institución.
Las razones por las que se cuestiona la legitimidad de la Iglesia son 
muy diversas y no podemos detenernos en su análisis. La Reforma negó a la 
Iglesia católica su cualidad de «cristiana». Más tarde, las corrientes deístas 
y racionalistas de la Ilustración establecieron que la religión era asunto pri-
vado mientras que la corriente anticlerical burguesa impulsó un alejamiento 
de la Iglesia. El ateísmo prometeico del siglo XIX contrapuso la Iglesia tanto 
a la libertad y dignidad humanas como al progreso social. En nuestros días 
se sospecha que la Iglesia ha ocupado el lugar de Cristo y ha traicionado su 
herencia, de tal manera que la Iglesia estaría condenada a traicionar siem-
pre el cristianismo resultando ser, por tanto, una institución profundamente 
anti-cristiana2.
A propósito de los casos de abusos de menores por parte de clérigos, 
ha dicho Benedicto XVI que «han oscurecido la luz del Evangelio como no 
lo habían logrado ni siquiera siglos de persecución» y ha hablado de «heri-
das infligidas al cuerpo de Cristo»3. La conmoción es tal que, llega a decir, 
«de este modo, la fe en cuanto tal pierde credibilidad, la Iglesia no puede 
presentarse más de forma creíble como mensajera del Señor»4. El rostro de 
la Iglesia aparece cubierto de polvo y su vestido desgarrado5.
Además, por parte de muchos cristianos se da sólo una identidad par-
cial con la Iglesia. Se produce una escisión entre ser cristiano y ser miembro 
de la Iglesia y, por consiguiente, entre el yo como sujeto de fe y la Iglesia 
como sujeto distinto6. Las dificultades racionales respecto a las doctrinas, 
las divergencias en temas morales o el antitestimonio de muchos creyentes 
pueden provocar que muchos cristianos intenten prescindir de la mediación 
eclesial en su fe. Las encuestas sociológicas muestran que gran parte de 
2 Como explica Werbick, si en la polémica tardo-medieval contra la Iglesia dominó el tema 
del Anticristo (presente también en Lutero) en nuestros días la sospecha principal es de traición 
al mensaje de Cristo. Cf. J. WERBICK, Essere responsabili della fede. Una teologia fondamentale, 
Queriniana, Brescia 2002, 783-819.
3 BENEDICTO XVI, Carta a los católicos de Irlanda (19/03/10).
4 BENEDICTO XVI, Luz del mundo. Una conversación con Peter Seewald, Herder, Barcelona 
2010, 38. 
5 Cf. BENEDICTO XVI, Discurso a los miembros de la curia romana (20/12/2010).
6 Cf. H. WALDENFELS, Teología fundamental contextual, Sígueme, Salamanca 1994, 431.
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los católicos manifiestan creer poco o nada en la Iglesia. Otros cristianos, 
sin rechazar explícitamente a la Iglesia, la miran con desdén y desinterés y, 
muchas veces, con ojos críticos y de sospecha. Existe un enfriamiento en la 
relación entre el creyente y la Iglesia. Esto es considerado por algunos cris-
tianos como un progreso, un paso a la edad adulta que implica el abandono 
de la obediencia pasiva y la adopción de una mirada crítica.
En definitiva, nuestros contemporáneos piden a la Iglesia signos para 
creer en ella. Le preguntan, como a Jesús: «¿Qué señales haces para que 
creamos?» (Jn 6, 30).
II. LA IGLESIA, ICONO DE CRISTOLa Iglesia sólo puede ser entendida en relación a Cristo. La Iglesia 
tiene su razón de ser en ser signo, icono, imagen y parábola de Cristo. 
No existe por sí misma ni para sí misma. La Iglesia sólo puede resultar 
creíble y convincente por lo que la justifica. Es creíble en tanto en cuanto 
refleja a Cristo, siendo su «trasparencia», haciéndole presente para nuestros 
contemporáneos. Preguntaba Juan Pablo II al comienzo del milenio: «¿No 
es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de 
la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones 
del nuevo milenio?»7. En efecto, la Iglesia no tiene otro tesoro más que 
Jesucristo (cf. Hch 3, 5).
1. El carácter sacramental de la Iglesia
La misma constitución que comienza proclamando a Cristo como luz 
de los pueblos, afirma que la Iglesia «es en Cristo como un sacramento» 
(LG 1)8. El concepto de «sacramentum» (y su correspondiente griego «mys-
térion») que usa el Concilio evoca el uso de esta palabra en la eclesiología 
patrística, recuperado por la teología actual. La Iglesia es «sacramentum» 
(es decir, «sacrum signum») originario, signo de Cristo a lo largo del espacio 
y del tiempo. Como comunidad fundada por Cristo y querida por Él, la Igle-
sia prolonga a lo largo del tiempo ese sacramento original que es Jesucristo 
7 JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 16; cf. Enc. Redemptor Hominis, 10.
8 Este concepto aparece también en Const. Sacrosanctum Concilium, 5: «Pues del costado 
de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera». Y también en 
LG 8, 9c y 48.
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mismo. En ella el hombre tiene la posibilidad de encontrar a Jesucristo, de 
conocerle y amarle.
La teología, apoyándose en el testimonio de los Padres, destaca que 
Jesucristo es el sacramento originario y primordial. Jesucristo es el signo por 
excelencia. En una de sus cartas, dice san Agustín: «El sacramento de Dios 
no es nada ni nadie, sino Cristo»9. El verdadero sacramentum-mysterion es 
Cristo, el cual manifiesta y realiza en y a través de su humanidad el desig-
nio salvador de Dios. Junto a ello, los testimonios patrísticos nos invitan 
también a comprender a la Iglesia como «icono de Cristo» (san Atanasio)10. 
Por su parte, San Gregorio de Nisa dice que «quien contempla a la Iglesia 
no vislumbra otra cosa que Cristo»11. Y san Cipriano proclamaba que «la 
Iglesia es el indisoluble sacramento de la unidad»12. La Iglesia participa del 
carácter sacramental de Cristo porque por ella sigue realizándose el misterio 
de Cristo en la historia. 
Otra imagen de notable resonancia en la patrística y la liturgia para 
referirse a la Iglesia es la de mysterium lunae, «misterio de la luna»13. Con 
ella se expresa la idea de que la Iglesia no ilumina por sí sino por Cristo, que 
es la luz. La Iglesia tan sólo es «luz de luz». Como la luna en medio de la 
noche, así ilumina la Iglesia con la luz recibida por ella. Al mismo tiempo, la 
luz de la Iglesia, como la de la luna, es una luz lánguida y amortiguada, que 
pasa por diversas fases a lo largo de su vida. Su fuerza y seguridad está en 
permanecer siempre orientada al centro luminoso, que es Cristo.
Así, con la imagen de «signo» o «sacramento» se acentúa la dependencia 
total de la Iglesia respecto de Cristo. Ser signo quiere decir que no está per-
mitido a la Iglesia señalarse a sí misma, no puede ocuparse sólo en su propia 
imagen14. La Iglesia debe descentrarse respecto de sí misma para centrarse en 
Jesucristo y reflejar la gloria de su santo rostro. Y aparece como creíble ante 
los hombres sólo cuando en sus hechos y actitudes, en sus intereses y objetivos 
aparece ante los hombres como voz de Cristo, trasparencia suya.
9 Ep. 187, 11 (PL 33, 485). Cf. A. FERRÁNDIZ GARCÍA, «El significado simbólico-sacramental 
del Mysterion de Cristo. Un análisis bíblico-patrístico», Facies Domini 2 (2010) 119-144.
10 Cf. Contra Arr II, 80 (PG 26, 316); De inc. et contra arian. 12 (PG 26, 1004).
11 In Cant. hom, 13 (PG 44, 1048).
12 Epist. 69, 6 citado en LG 9 y De cath. Ecc. Unitate, 7 y Epist. 66, 8, citados por SC 26.
13 El estudio clásico fue realizado por H. RAHNER, «Mysterium lunae», en: Symbole der Kir-
che. Die Ekklesiologie der Vater, II, O. Müller, Salzburgo 1964, 89-173. Cf. H. DE LUBAC, Para-
doja y misterio de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 2002, 42-43. Es un tema recordado por Juan 
Pablo II en Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 54.
14 Cf. J. J. ALEMANY, «La Iglesia, lugar y signo de la revelación», en: C. IZQUIERDO (ed.), Teo-
logía fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Desclée, Bilbao 1999, 376-377.
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Es importante advertir que ser signo es un don para la Iglesia antes que 
una responsabilidad. La Iglesia es signo de Cristo por voluntad del mismo 
Cristo y por designio de Dios. La Iglesia es un misterio que hunde sus raíces 
en el misterio mismo de Dios. Con la noción de sacramento acentuamos, 
por ello, la acción de Dios. Ser signo de Cristo no es consecuencia de la 
iniciativa libre de los creyentes, sino obra de Dios15. Por esto, la actitud 
primera es de gratitud al Padre. Ahora bien, para los cristianos este don se 
convierte en misión, en una tarea que debemos desarrollar.
En diversos textos, el Concilio precisa que la Iglesia es sacramento 
«de salvación» (LG 48, 59; AG 1.5; GS 45), indicando con ello que su fina-
lidad no es otra que la de actualizar sacramentalmente la acción salvadora 
de Dios en Jesucristo. En el signo finito y limitado de la Iglesia, Dios ofrece 
al hombre la salvación obrada en el misterio pascual. La Iglesia es signo 
universalmente presente de la salvación y del amor incondicional de Dios. 
Ella hace que la salvación de Cristo esté presente y sea efectiva. Pero ella no 
es nunca la meta ni la salvación; todo en su ser y actuar apunta a la salvación 
realizada en Jesucristo. Para el mundo la Iglesia es «signo de la salvación» 
(Latourelle), «signo del Reino de Dios» (Kehl, Pottmeyer), «signo de la ac-
ción del Espíritu Santo» o «signo de la revelación».
2. Cómo se realiza esta realidad sacramental 
Tenemos que avanzar y preguntarnos, cómo se realiza en concreto 
este carácter sacramental de la Iglesia. Con este fin, vamos a fijarnos en al-
gunas características que nos permiten comprender el signo que es la Iglesia.
2.1. La presencia de lo institucional-visible
Es elemento esencial de la noción de sacramento ser un signo visible 
que, en cuanto tal, remite y se refiere a una realidad interior, de gracia. La 
teología medieval fue distinguiendo entre el sacramento como signo y la 
realidad o misterio significadas. Cuando afirmamos que la Iglesia es «sa-
cramento», decimos que es signo visible de la gracia invisible, es decir, que 
en una institución histórica se realiza la realidad divina oculta. La noción 
de sacramentalidad, como subraya Pié-Ninot, tiene importancia teológico-
15 Cf. A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», en: R. LATOURELLE - G. O’COLLINS 
(ed.), Problemas y perspectivas de Teología Fundamental, Sígueme, Salamanca 1982, 384s. 
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hermenéutica, «pues expresa que la realidad interior y más profunda del 
Dios trascendente se sirve como medio de la realidad exterior»16.
La Iglesia como sacramento tiene, consiguientemente, una doble di-
mensión, divino y humana, místico-espiritual y social-jerárquica. Este doble 
elemento da lugar, en expresión de LG 8, a «una sola realidad compleja». 
La Iglesia tiene una realidad visible, pero no se agota en su visibilidad, sino 
que, desde su ser, remite a lo invisible. La Iglesia como institución social 
está al servicio de Cristo. Como explicó el Concilio, «el organismo social de 
la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo» (LG 8).
Estas dos dimensiones se reclaman mutuamente y, por ello, no se 
pueden identificarsimplemente (comprensión de la Iglesia como reino 
de Dios ya realizado) ni tampoco disociar (falsos espiritualismos). No se 
puede absolutizar lo institucional-visible en la Iglesia, porque tiene sólo un 
valor mediador; pero tampoco se puede minimizar este aspecto pues de ello 
depende el ser sacramental de la Iglesia. La dimensión espiritual y la visible 
se reclaman como la realidad interna del sacramento (res sacramenti) pide 
la figura simbólica externa (sacramentum tantum). 
Un intento de explicación de la presencia de lo institucional proviene 
de la comparación entre el cuerpo de la Iglesia, que es asumido por Cristo 
mediante el Espíritu Santo, y el cuerpo que el Verbo encarnado asumió 
de María. Ya Möhler usó esta analogía cristológica que, no obstante, tiene 
importantes límites, puesto que lo humano en la Iglesia no es divinizado de 
ninguna manera. Por ello, de manera prudente, dice la Constitución Lumen 
Gentium que a la Iglesia «por una notable analogía se la compara al misterio 
del Verbo encarnado» (LG 8), llevando cuidado de no abusar de esta ima-
gen. El sentido que se quiere expresar es que la Iglesia es instrumento del 
Espíritu para la salvación de los que creen.
La realidad humana «desvela» al mismo tiempo que «vela» el misterio 
de Dios. Así sucede con la carne de Cristo, ser humano miembro del pueblo 
judío, y también con la realidad humana de la Iglesia, comunidad llena de 
seres humanos, frágiles y pecadores. El reto de la fe reside en aceptar esta 
realidad humana, la «carne de pecado» asumida por Cristo y la carne de la 
Iglesia, que es su cuerpo.
16 S. PIE-NINOT, Eclesiología. La sacramentalidad de la comunidad cristiana, Sígueme, Sa-
lamanca 2007, 189.
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La Iglesia vive en los hombres, con sus debilidades y grandezas y ella 
misma es por sí misma débil. Explicaba J. Ratzinger:
La Iglesia vive por medio de los hombres en el tiempo y en el mundo 
presente y, a pesar del misterio divino que lleva dentro de sí, vive de 
manera verdaderamente humana. Hasta la institución como institu-
ción conlleva la carga de lo humano; también la institución conlleva 
la inquietante arbitrariedad de lo humano para poder ser piedra de 
tropiezo. ¿Quién no lo sabe? Y, sin embargo, y precisamente así la 
Iglesia es santa, la pecadora, testimonio y realidad de la gracia de Dios 
que por nada puede ser vencida, de su misericordia siempre mayor, 
que nos ama en medio de nuestra indignidad. Precisamente en su fla-
queza es y será siempre la Iglesia Evangelio de Dios, buena nueva de 
la salvación divina, que trasciende todo nuestro entender y esperar17.
Al tratar del aspecto institucional-visible de la Iglesia conviene evitar 
varios peligros. El primero consiste en hipostasiar la Iglesia como si fuera 
una realidad que no pertenece a este mundo. Es fácil construir una ima-
gen romántica de la Iglesia y atribuirle cualidades, olvidando que es una 
comunidad de personas, que el cuerpo de Cristo son los creyentes, que la 
visibilización y presencia de Cristo son sus seguidores. 
Otro peligro es identificar la Iglesia sólo con unas instituciones, es-
tructuras, ritos y normas, como si fuera una organización que pudiera existir 
al margen de las personas. O, simplemente, identificarla con los clérigos o 
con la jerarquía. De nuevo hay que insistir en que son todos los cristianos 
en su vida personal los que constituyen el signo de Cristo en una ciudad, 
en un lugar concreto. La Iglesia no es un ente abstracto, sino una realidad 
hecha de personas, comunidades, instituciones, actuaciones, etc. Es preciso, 
como insiste Eloy Bueno, comprender siempre la Iglesia como una realidad 
personal, como comunidad de discípulos18.
Una tercera tentación es sacralizar indiscriminadamente lo 
institucional, convirtiéndolo en algo intocable. Lo institucional es necesario 
para que la comunidad actúe en el mundo. Pero puede ser también un lastre 
a medida que la comunidad crece y se hace más compleja. Es preciso, por 
ello, distinguir los aspectos institucionales que provienen del mismo Cristo 
(como el ministerio apostólico y los sacramentos) y aquellos que se han 
desarrollado en la historia.
17 J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, 290.
18 Cf. E. BUENO DE LA FUENTE, La dignidad de creer, BAC, Madrid 2005, 209-229.
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2.2. Un signo en crecimiento
La Iglesia vive y se desarrolla en la historia; existe en crecimiento, 
hasta llegar a la «plenitud de Cristo» (Ef 4, 13). Ahora bien, en cuanto que 
se realiza en la historia de los hombres, la Iglesia «lleva en sus sacramentos 
e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que 
pasa» (LG 48). Mientras peregrina por este mundo, es un signo perfectible, 
marcado por la deficiencia. Por ello, la Iglesia comprende personas o 
instituciones que pueden ser infieles a su misión. Y, en consecuencia, puede 
aparecer ante el mundo como una institución que se afana por el poder, 
que actúa con prepotencia o que tiene miedo a la vida. La vida de la Iglesia 
está muchas veces «afectada por síntomas preocupantes de mundanización, 
pérdida de la fe primigenia y connivencia con la lógica del mundo (…) 
Nuestras comunidades eclesiales tienen que forcejear con debilidades, 
fatigas y contradicciones»19. Como demuestra su historia, la Iglesia ha 
experimentado en su vida progresos y retrocesos. Cualquier elemento se 
dará en ella siempre de manera imperfecta.
La sacramentalidad es propia de la condición peregrinante de la Igle-
sia. Ser signo de Cristo es un don que ella ha recibido, pero también una 
tarea en la que debe esforzarse cada día. Podemos esperar que la Iglesia sea, 
cada día, un signo más claro de Cristo, pero no se puede pensar que un día 
será signo perfecto de salvación, pues ello supondría escapar a su condición 
humana e histórica.
La Iglesia es una comunidad siempre en camino. «La esencia de la 
Iglesia –dice Rahner– es la peregrinación hacia el futuro pendiente»20. Hasta 
que llegue la Parusía, la Iglesia vive bajo el signo de la provisionalidad; es 
«ya» lo que está llamada a ser, pero «todavía no» en plenitud. Está siempre 
en tensión hacia la meta y tiene que vivir referida al Reino de Dios. 
Como pueblo en peregrinación hacia la meta final, la Iglesia debe 
esforzarse continuamente por ser fiel a su naturaleza y misión y responder 
adecuadamente a los dones recibidos. La Iglesia «no llegará a su plenitud 
sino en la gloria celestial» (LG 48). El discernimiento último sólo se dará en 
la cosecha escatológica del final de los tiempos (cf. Mt 13,30). 
19 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in Europa, 23.
20 K. RAHNER, «Iglesia y parusía de Cristo», en: Escritos de Teología VI, Taurus, Madrid 1969, 341.
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2.3. La necesidad de renovación continua
Para cumplir con su misión de ser signo de Cristo, la Iglesia debe 
renovarse de una manera continua. Ser signo de Cristo significa volver a Él 
constantemente, acrecentar la comunión con Él, en la vida de oración, en 
la vida sacramental, en las actitudes fundamentales que nacen de la fe, la 
esperanza y el amor para, de esta manera, ir reflejando la gloria del Señor 
y transformándose en su imagen por la acción del Espíritu Santo (cf. 2 Co 
3,18). Significa también permanecer a la escucha de la voz de Cristo, que 
le invita a la conversión. «La Iglesia tiene que someterse constantemente al 
juicio de la palabra de Dios y vivir su dimensión humana en una actitud de 
purificación»21. Sólo el contacto con la revelación, de la que es portadora, 
puede revitalizar la vida de la Iglesia. La Iglesia crece de una manera especial 
como signo de Cristo en la Eucaristía, que hace de ella Cuerpo de Cristo. 
El Concilio Vaticano II invitó en diversas ocasiones a la renovación. 
A propósito de la actividad ecuménica, dice Lumen Gentium que «la madre 
Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, yexhorta a todos sus hijos 
a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con 
mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia» (LG 15). Se invita, pues, a 
la renovación constante «ut signum Christi super faciem Ecclesiae clarius 
effulgeat». En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se reconoce con 
franqueza y claridad la presencia de deficiencias en la Iglesia: «Aunque la 
Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel 
de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, 
sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, 
fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. 
Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da 
entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros 
a quienes está confiado el Evangelio» (GS 43). Y concluye invitando a 
reconocer los defectos de la Iglesia y combatirlos con valentía «para que no 
vayan en detrimento de la difusión del Evangelio», citando el texto de LG 
15, en el que se invita a la purificación y renovación. También en el decreto 
de ecumenismo se señala la necesidad de una «perenne renovación»: 
«Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la 
que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre 
necesidad» (UR 6). La conversión eclesial es, pues, el instrumento para que 
aparezca más claramente el signo mismo de Cristo. Por ello, la conversión 
21 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in Europa, 23.
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La Iglesia como signo de Jesucristo
personal y comunitaria es la exigencia primera y más urgente de la Iglesia 
en todos los tiempos.
Puesto que la esencia de la Iglesia reside en ser en Cristo y desde Cristo, 
la reforma de la misma no consiste sino en dirigirla más hacia Jesucristo, en 
lograr que mediante la conversión personal refleje con más claridad el rostro 
de Cristo. «La reformatio –escribía Joseph Ratzinger–, la que es necesaria en 
todo momento, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo 
“nuestra” Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que 
prescindamos constantemente de nuestras propias construcciones de apoyo 
a favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la 
irrupción de la pura libertad»22. Explica entonces que la reforma consiste 
sobre todo en quitar lo que molesta, para que salga a la luz la figura preciosa 
escondida detrás de las escorias. Esta «ablatio» permite que se haga visible 
en ella el rostro de su Esposo, el Señor vivo. En definitiva, la verdadera 
reforma consiste en que la Iglesia sea más divina, es decir, más vinculada 
a su Señor. «Lo que necesitamos no es una Iglesia más humana, sino una 
Iglesia más divina; sólo entonces será también verdaderamente humana»23.
La renovación de la Iglesia es, además, obra de Cristo, quien actúa 
en nosotros la santificación por medio del Espíritu. Es Él quien ofrece 
los medios de gracia para llevar a cabo la regeneración constante de los 
creyentes. La Iglesia cumple su función de signo, cuando conduce a los 
cristianos, mediante la oración y los sacramentos, al contacto personal y 
transformador con la gracia de Cristo.
Hay que tener en cuenta que la debilidad de la Iglesia es para el cris-
tiano un hecho de fe. La Iglesia se realiza siempre en la fragilidad y debilidad 
humanas, aunque a veces sus miembros tengan la tentación de la arrogancia 
y actúen con prepotencia. Confesamos la debilidad no apoyados en la expe-
riencia de los pecados de los miembros de la Iglesia, sino en el hecho de que 
su propio ser fundante implica la fragilidad y la tensión entre el pecado y la 
gracia. En efecto, la redención obrada por Cristo, su Esposo, sólo se realiza 
con la colaboración del hombre, lo que implica una tensión existencial entre 
debilidad y fuerza, derrota y gloria. En su mismo punto de partida, desde 
su misma fundación, la Iglesia testimonia la fuerza del Espíritu en la debi-
lidad. «Has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio 
testimonio», dice el prefacio de los mártires. La afirmación de la debilidad 
22 J. RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Madrid 1992, 84.
23 Ibidem, 87.
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de la Iglesia no es, pues, la consecuencia sacada a posteriori a la vista de la 
conducta de los cristianos, sino que es el punto de partida.
La insistencia en la necesidad de renovación no debe hacernos perder 
la perspectiva, pensando que la Iglesia sería signo sólo en la medida en 
que los creyentes se convirtieran. La Iglesia es sacramento de Cristo por 
voluntad divina y no por la decisión de un grupo de creyentes. Aunque, 
ciertamente, el querer de Dios se hace patente con más claridad cuando 
los creyentes se dejan transformar por su gracia, Cristo sigue haciéndose 
presente mediante la Iglesia, a pesar de las debilidades humanas.
Aun teniendo en cuenta las numerosas infidelidades de los cristianos, 
la Iglesia no cesa de ser y sentirse signo de salvación y de mantenerse como 
fiel esposa del Señor, combatiendo su propia conversión con tesón para que 
estas debilidades no empañen el rostro de Cristo que ella debe reflejar.
2.4. Icono humilde y paradójico de Cristo
La luz del rostro de Cristo se refleja en la Iglesia, a pesar de sus límites 
y sombras. Es icono de Cristo pero bajo el signo de la humildad y la kénosis. 
Junto a la grandeza que proviene de Dios, encontramos en ella todas las 
contradicciones y miserias de los hombres.
No debe extrañar que algunos autores presenten a la Iglesia como un 
signo paradójico24. De Lubac subraya que la Iglesia es una realidad com-
pleja y expone tres grandes paradojas: procede de Dios y está formada por 
hombres; es visible e invisible; es terrena e histórica y, a la vez, escatológica 
y eterna. Prosiguiendo esta reflexión, Latourelle propuso la paradoja como 
camino que puede conducir a comprender el «misterio» de la Iglesia. La 
Iglesia es signo, entre paradojas y tensiones, «un signo enigmático, cuya 
clave hay que descubrir»25. Latourelle se detiene en tres grandes paradojas: 
la unidad, la perennidad y la santidad, y explica: «El signo de la Iglesia es 
más ambiguo que el de Cristo. Porque, si la Iglesia es santa en su institución 
y en cierto número de sus miembros, contiene, entre otros muchos, signos 
de debilidad y de pecado. Su unidad tiene que ser constantemente protegida 
24 Es clásico el estudio de H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia. Pié-Ninot se refiere 
a Tertuliano, Nicolás de Cusa, Pascal, Kierkegaard o P. Tillich como autores que han seguido 
el método de la paradoja, cf. S. PIÉ-NINOT, La Teología Fundamental, Secretariado Trinitario, 
Salamanca 20097, 647-650.
25 R. LATOURELLE, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Sígueme, Salamanca 1971, 158.
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y reconquistada. Su catolicidad está siempre por hacer. Su estabilidad se ve 
amenazada. La Iglesia está tejida de paradojas»26. 
Al sostener que la Iglesia es signo paradójico de Cristo no entendemos 
la paradoja como algo contradictorio, sino como algo misterioso. Se trata 
de un signo enigmático cuya clave hay que descubrir. La paradoja invita a la 
interrogación y pretende suscitar la búsqueda.
A esto se une la índole escatológica de la Iglesia, subrayada por 
el Concilio Vaticano II. La Iglesia está en camino, en espera de su 
cumplimiento. Este recuerdo de la patria le enseña a relativizarse. Por estar 
«in via», la Iglesia está siempre llamada a una renovación constante. «La 
Iglesia descubre que no es un absoluto, sino un instrumento; no un fin, sino 
un medio; no “domina”, sino “ancilla”, pobre y servidora»27. 
3. Un signo que hay que descifrar
El signo de la Iglesia no se impone de manera obligatoria sino que es 
una invitación a creer, que ayuda también a confirmar la fe.Como signo, 
constituye una llamada existencial a creer, que ayuda a apoyar la libre deci-
sión de la fe. Un signo no es una premisa de un silogismo sino una llamada; 
no tiene carácter demostrativo sino que es una invitación a ver más allá, 
desvelando su densidad de significado y su capacidad de ir más allá de sí 
mismo. Indica una presencia, que hay que reconocer. Como escribió De 
Lubac, «la Iglesia oculta su gloria bajo un vestido oscuro; de este modo lle-
va consigo la contradicción y se necesita una mirada penetrante para saber 
descubrir la belleza de su rostro»28.
Capta de manera muy distinta el signo quien ama a la Iglesia –porque 
se siente en su seno– y quien la mira con curiosidad o con indiferencia y 
quien la observa con prevención. En este sentido no pasa algo muy distinto 
con la Iglesia de lo que sucede respecto de Cristo. La actitud del corazón es 
decisiva. La percepción del signo depende en gran parte de las disposiciones 
morales de cada persona ante Dios; es necesa ria la «humildad de corazón» 
(cf. Mt 11,29). Como escribe César Izquierdo, «si ante cualquier signo de 
gracia las disposiciones del sujeto adquieren una importancia decisiva de 
cara a valorarlo como tal, en el caso de la Iglesia esas disposiciones son par-
26 Ibidem, 69.
27 B. FORTE, La Iglesia, icono de la Trinidad, Sígueme, Salamanca 1992, 86.
28 H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, 55.
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ticularmente importantes. Los mismos fenómenos serán valorados de forma 
distinta y aun opuesta dependiendo de las diversas concepciones de la vida y 
de la apertura mayor o menor a una posible acción de Dios en la historia»29.
Todos sabemos que es importante la perspectiva con la que nos acer-
camos a una realidad, pues muchas veces vemos sólo lo que queremos ver. 
Con frecuencia la acciones de la Iglesia o de los Pontífices se interpretan de 
manera sesgada o miope, porque no son contempladas con mirada limpia, 
sino cargada de prejuicios. No debe extrañarnos puesto que también las 
acciones de Cristo fueron interpretadas por algunos como manifestaciones 
del poder de Satanás (cf. Mc 3, 22-27). El hombre puede cerrar los ojos y 
no querer leer el signo. Al menos, es necesaria una actitud de búsqueda, de 
estar en camino, de querer encontrar algo.
Para entender un signo se precisa también la capacidad de pensar 
simbólicamente. Mientras que el pensamiento técnico tiende a instrumen-
talizar, el pensamiento sacramental contempla la realidad, pero advierte en 
ella algo más profundo que lo que aparece en la superficie.
Es también importante realizar el esfuerzo por conocer en integridad 
el signo. Muchas personas se quedan sólo en lo superficial y anecdótico, sólo 
contemplan desde el exterior, sin captar la verdadera vida de la Iglesia. Tam-
poco se alcanza una visión correcta si se miran sólo los elementos aislados y 
no se mira la Iglesia en su conjunto.
Comprender a la Iglesia como sacramento significa percibir que ella 
remite más allá de sí misma, al misterio de Cristo. Por eso, el carácter de sig-
no se capta plenamente sólo desde la fe. Para comprender a la Iglesia como 
signo del misterio es preciso vivir en el misterio. Percibir el signo exige la 
conversión. Podemos estar ciegos ante una realidad que exige de nosotros 
capacidad de trascendencia.
Por ello, para captar plenamente a la Iglesia como signo de Cristo es 
preciso el influjo iluminador de la gracia, que ayuda a descifrar el signo y 
ver su relación con la salvación. La gracia abre nuestro espíritu para com-
prender el signo y nos da fuerza también para vivir en coherencia con lo que 
hemos captado.
Finalmente, hay que tener en cuenta que la Iglesia, como el mismo 
Cristo, siempre será «signo de contradicción», pues el anuncio de la cruz de 
Cristo es siempre escándalo y necedad para el hombre (cf. 1 Cor 1, 18.23).
29 C. IZQUIERDO, Teología fundamental, Eunsa, Pamplona 20093, 547.
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III. EL SIGNO DE CRISTO EN LA IGLESIA-COMUNIÓN
La Iglesia será signo en tanto en cuanto en su ser y en su hacer remita 
a Cristo. La Iglesia es signo re-enviando a Jesucristo, remitiendo al Maestro. 
Ser signo no es para la Iglesia algo marginal ni es consecuente al ser, sino 
que brota de su misma identidad. Vamos a fijarnos, primeramente, en el ser 
de la Iglesia, como misterio de comunión y en las propiedades que explicitan 
este ser.
1. Las propiedades de la Iglesia, misterio de comunión
El misterio más profundo de la Iglesia es koinonía-comunión. La co-
munión encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. 
Esta comunión tiene dos dimensiones: horizontal (comunión con Dios) y 
vertical (comunión entre los hombres)30. 
La comunión se refiere, en primer término a Dios. Según la célebre 
expresión de san Cipriano, recogida en el Concilio, la Iglesia es «un pueblo 
congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»31. La rea-
lidad teologal y última de la Iglesia es la unidad con Dios.
Se trata –explicaba Juan Pablo II– fundamentalmente de la comunión 
con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión 
tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es 
la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía 
es fuente y culmen de toda la vida cristiana. La comunión del cuerpo 
eucarístico de Cristo significa y produce, es decir, edifica la íntima 
comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia32. 
La comunión con Dios da origen a la comunidad de creyentes, «co-
munidad de fe, esperanza y amor» (LG 8). La Iglesia es comunidad de 
personas, que forman «un pueblo reunido en virtud de la unión del Padre y 
el Hijo y el Espíritu Santo» (LG 4).
Esta comunión eclesial está enriquecida por unos dones de la Trini-
dad. Se les denomina «propiedades» de la Iglesia en el sentido aristotélico de 
determinaciones que, siendo distintas de la esencia, derivan necesariamente 
30 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio (28/05/98).
31 S. CIPRIANO, De Orat. Dom., 23 (PL 4, 553). Cf. LG 4.
32 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles Laici, 18. En esta afirmación recogía una proposición 
del Sínodo de los Obispos. Cf. JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 42.
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de ella33. Son –explica el Catecismo– «rasgos esenciales de la Iglesia y su 
misión»34. Nos ayudan a acercarnos más a la esencia de la Iglesia. Ya enume-
radas en el siglo IV y recogidas en el Credo del año 381, la unidad, santidad, 
apostolicidad y catolicidad son propiedades definitorias de la Iglesia.
La tradición apologética, desde el siglo XVI, entendió estas propieda-
des como «notas» o «marcas» que sirven para distinguir la verdadera Iglesia 
de Cristo. Sin embargo, como ha señalado la teología contemporánea, es 
preferible abandonar posturas polémicas y comprenderlas como «propie-
dades» que explicitan el ser de la Iglesia y, por ello, la hacen reconocible35. 
Cada una expresa un aspecto determinado del misterio de la Iglesia. Se trata 
de propiedades íntimamente conectadas, de manera que no se puede dar 
una sin las otras. El Concilio Vaticano II afirmó esta relación en conexión 
con la actividad misionera: «Así es manifiesto que la actividad misional fluye 
íntimamente de la naturaleza de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya 
unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, 
cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y 
promueve» (AG 6).
La apologética clásica y la eclesiología han estudiado ampliamente 
las notas. A nosotros nos interesan en cuanto que ayudan a explicitar y 
reconocer el signo que es la Iglesia; son «signos» que explicitan el ser de la 
Iglesia como «universale salutis sacramentum» (LG 48). Como señala A. 
Dulles, estos atributos «están relacionados intrínsecamente con la idea de la 
Iglesia como sacramento»36.Cada propiedad da a conocer la Iglesia desde 
una perspectiva y revela la unidad de la Iglesia con el misterio de Cristo. El 
tratamiento que aquí hacemos de las notas no las considera como atributos 
gloriosos de la Iglesia sino como especificaciones de su ser, que nos ayudan 
a comprender el signo. Para la Iglesia, ser sacramento de Cristo es crecer en 
unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.
Para comprender adecuadamente las notas hemos de tener presente 
lo que hemos dicho del carácter sacramental de la Iglesia y de modo particu-
lar: a) Que sólo se entienden correctamente cuando se las comprende como 
33 Cf. M. SEMERARO, Misterio, comunión y misión. Manual de eclesiología, Secretariado 
Trinitario, Salamanca 2004, 131.
34 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, § 811.
35 Así las presenta Y. M. CONGAR, «Propiedades esenciales de la Iglesia» en: J. FEINER – M. 
LÖHRER (ed.), Mysterium Salutis, IV/1, Cristiandad, Madrid 19842, 371-609: «son idénticas con 
la esencia misma de la Iglesia, de la cual se distinguen sólo por el análisis» (376).
36 A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», 385.
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un don; son dadas y a la vez por realizar. b) Que se dan en la Iglesia de una 
manera parcial y limitada; de manera que, al mismo tiempo que expresan 
una realidad, señalan también una meta que alcanzar.
2. El signo de la unidad
Para ser signo eficaz de Cristo, la Iglesia es y debe ser una. Según la 
tradición teológica, la unidad en la Iglesia tiene dos aspectos: unicidad y 
consistencia interior. En el primer sentido se subraya que no existen más 
iglesias fundadas por Cristo y en el segundo que constituye un organismo 
unido en sí mismo. Pues bien, en ambos sentidos la unidad es un don del 
Dios trinitario. Hay una única Iglesia, porque hay un solo redentor y pastor, 
Cristo, que la ha constituido en misterio de salvación. Hay unidad interna, 
porque todos invocamos al mismo Padre, en el único Espíritu y formamos 
parte del Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, la Trinidad santa es el modelo 
de unidad para la Iglesia, de acuerdo con la plegaria del Señor: «Que todos 
sean uno como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn 17, 21).
a) El Símbolo de la fe profesa que hay «una sola Iglesia católica y 
apostólica». Hay un solo Cristo y uno solo es su cuerpo, la Iglesia. Esta única 
Iglesia de Cristo –según fórmula feliz del Concilio Vaticano II– «subsiste en 
la Iglesia Católica» (LG 8). De esta manera se expresa que la plenitud de la 
Iglesia de Cristo se da sólo en la Iglesia Católica, aunque se pueden reco-
nocer «fuera de su estructura muchos elementos de santificación y verdad». 
Como especificó Juan Pablo II «fuera de la comunidad católica no existe el 
vacío eclesial»37.
Por esta razón, la división entre los cristianos, es un hecho doloroso y 
un grave escándalo, que resta significación a la imagen de la Iglesia católica 
para los no católicos y ante el mundo entero. El Concilio Vaticano II juzga 
este hecho con las siguientes palabras: «Tal división contradice abiertamen-
te la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima 
causa de la predicación del Evangelio a toda criatura» (UR 1). Se trata de 
un grave antitestimonio, que daña a la misma Iglesia como signo de Cristo. 
«La división entre los cristianos –explica Dulles– aunque no llega a destruir 
la unidad de la Iglesia de Cristo, disminuye la manifestación sacramental de 
esa unidad y, por consiguiente, impide la vida de gracia»38. Por el contrario, 
37 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint, 13.
38 A. DULLES, «La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe», 388.
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la confesión de una misma fe y la celebración del mismo culto hará que la 
Iglesia sea signo elevado: «Así, la Iglesia, único rebaño de Dios como un 
lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a 
todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celes-
tial» (UR 2).
Se entiende el carácter urgente desarrollar un verdadero ecumenis-
mo, el cual tiene diversas dimensiones. Supone superar el desconocimiento 
y las incomprensiones heredadas del pasado39. Exige también, fomentar el 
diálogo que facilite el encuentro y conocimiento. Pero el camino ecuménico 
hacia la unidad pide, sobre todo, conversión interior para que nuestra mira-
da a los demás se produzca a la luz de la fe. 
Acerca de esta propiedad de la Iglesia podemos recordar lo que ya 
hemos dicho de la sacramentalidad de la Iglesia: que tiene un carácter esca-
tológico. La unidad es ya un don dado por Cristo a la Iglesia, pero que está 
continuamente amenazado por el pecado de los hombres. La comunión, 
dada de antemano a la Iglesia, debe hacerse visible en la historia «para que 
el mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17, 23). 
b) La unidad interna de la Iglesia es descrita en el libro de Hechos 
cuando se dice que los discípulos «se mostraban asiduos a la enseñanza 
de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la 
oración» (Hech 2, 42). Aparecen aquí los elementos fundamentales que ga-
rantizan la unidad interna: la fe, el culto y los sacramentos y la vida social. 
La Iglesia es designada con razón como «congregatio fidelium», es decir, 
comunidad de personas unidas por la fe, es decir, adheridas a una misma 
persona, Cristo, y una misma verdad, el Evangelio. Esta fe es profesada en 
la celebración de los sacramentos y, particularmente la Eucaristía, principio 
de unidad de la Iglesia. Y se refleja en la vida de la comunidad, sustentada 
por la caridad. El principio que une es el amor, comunicado por el Espíritu 
Santo, y que hace tener «un solo corazón y una sola alma» (Hech 4, 32). 
La caridad es la que lleva a la perfección la unidad entre los cristianos. La 
autoridad apostólica y las que derivan de ella, tienen como fin promover y 
regular la vida de comunión de los fieles.
39 El Concilio reconoce que la división surgió «a veces no sin culpa de los hombres de una y 
otra parte» (UR 3). «Los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones an-
cestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los 
otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco 
agravan estas situaciones» JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint, 2.
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También la Iglesia puede y debe crecer en su unidad interna. En este 
sentido Juan Pablo II presentó como reto para el tercer milenio «hacer de la 
Iglesia la casa y la escuela de comunión»40, promoviendo una espiritualidad 
de comunión; valorando y desarrollando todos los instrumentos de comu-
nión; cultivando y ampliando los espacios de comunión dentro de la Iglesia.
La Iglesia se enfrenta siempre con el reto de crecer en la comunión. La 
sinodalidad –caminar juntos, realizar el camino en común– es una actitud 
que visibiliza la comunión y unidad de la Iglesia. «Quererse Iglesia, amar la 
Iglesia, y hacer que la Iglesia sea comunidad habitable, acogedora, atracti-
va, donde uno se sienta escuchado, respetado, personalmente reconciliado 
en la caridad»41. Ella es comunidad de reconciliación, que debe invertir la 
división fruto del pecado. Así se expresa en la Plegaria II para las Misas por 
diversas necesidades: «Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de 
amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un 
motivo para seguir esperando».
Todo ello conscientes de que la unidad de la Iglesia es obra de Dios. 
Él es quien reúne a los hombres de pueblos diversos en una sola asamblea 
y edifica mediante el Espíritu Santo el cuerpo de Cristo. El otorga también 
a la Iglesia su forma específica de unidad, que es unidad en la diversidad.
En definitiva, la Iglesia será un signo más patente de Cristo en la me-
dida en que crezca en el don de la unidad, recibidode su Señor, superando 
las divisiones entre los cristianos y aumentando el espíritu de comunión 
entre todos.
3. El signo de la santidad
El atributo más antiguo que se aplica a la Iglesia es la santidad, testi-
moniado ya en el siglo II. Para comprenderlo, es oportuno tener en cuenta 
que, ante todo, la santidad es un don (santidad «de» la Iglesia), al cual la 
Iglesia se esfuerza por responder a lo largo de la historia (santidad «en» la 
Iglesia)42.
40 JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo Millenio Ineunte, 43.
41 B. FORTE, ¿Dónde va el cristianismo?, Palabra, Madrid 2001, 132.
42 Se puede encontrar esta distinción en CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 2. Cf. M. 
SALIS-AMARAL, Concittadini dei santi e familiari di Dio: Studio storico-teologico sulla santità del-
la Chiesa, EDUSC, Roma 2009. Este autor propone superar la habitual distinción entre santidad 
objetiva y santidad subjetiva y hablar en términos de don-respuesta (cf. especialmente 333-338). 
Cf. también A. AMATO, «La Chiesa santa, madre di figli peccatori», en G. COFFELE (ed.), Dilexit 
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3.1. La santidad «de» la Iglesia
La Iglesia es santa «en Dios». Todo lo que puede ser llamado «santo» 
en la Iglesia procede de su relación con Dios. El Nuevo Testamento ex-
presa esta relación con los términos «elección», «vocación», «pertenencia», 
«consagración» y con las imágenes de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo 
y Templo del Espíritu Santo. La llamada del Padre, la obra redentora de 
Jesucristo y la presencia permanente del Espíritu Santo hacen a la Iglesia 
«santa». El Concilio Vaticano II ha subrayado fuertemente este carácter de 
la Iglesia como don de la Trinidad: «Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el 
Padre y el Espíritu llamamos “el solo Santo”, amó a la Iglesia como a su 
esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), 
la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del 
Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39).
En este sentido, la santidad es una característica de la Iglesia, que es 
anterior a cualquier mérito y no depende de la respuesta que dan los cre-
yentes. Es un misterio de gracia, que garantiza la continuidad de la misión 
del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al mismo tiempo, sirve de 
estímulo y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal.
Esta santidad de la Iglesia entera resplandece tanto en sus miembros 
como en sus instituciones. Para el Nuevo Testamento, los miembros de la 
Iglesia son «santos» (Rom 8,27; Ef 6,18). Han sido santificados por la lla-
mada del Padre (santos por vocación: Rom 1,7; 1 Cor 1,2), la obra de Cristo 
y la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo se invita a «permanecer en 
la santidad» (1 Tes 4,7) pues la misma no tiene un carácter estático, sino 
que se va realizando por la permanencia de los fieles en los dones recibidos.
También la santidad de la Iglesia se concreta en diversas acciones san-
tificadoras, las «res sancta». El primer lugar lo ocupan los sacramentos, que 
hacen presente a Cristo por la fuerza del Espíritu. Ligados a los sacramentos 
está el ministerio ordenado. Junto a ellos, las otras acciones litúrgicas que 
santifican las personas, los espacios o el tiempo. Finalmente, la doctrina 
transmitida, especialmente la Escritura «santa». Todas estas realidades, que 
derivan de la Trinidad santa, dan razón de la santidad de la Iglesia y son 
medios para santificar a los creyentes.
Ecclesiam, LAS, Roma 1999, 425-445; J. SARAIVA-MARTINS, La Iglesia en los albores del tercer 
milenio, BAC, Madrid 2003 (cap. 5: una Iglesia santa y madre de santos).
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La santidad pertenece, por tanto, de manera constitutiva a la natura-
leza misma de la Iglesia. Es un don y una vocación, por lo que no depende 
de la suma de la santidad de cada uno de los miembros de la Iglesia.
3.2. La santidad «en» la Iglesia
Ahora bien, el don de la santidad se realiza «en» la Iglesia, compuesta 
por hombres y mujeres que se esfuerzan por ser fieles a ese don. Conviene 
prestar atención a ello, pues una separación excesiva de la santidad de la 
Iglesia respecto de sus miembros, convertiría a la Iglesia en un ente ideal 
y abstracto. El don de la santidad «de» la Iglesia se convierte en una tarea 
«en» la Iglesia. 
Por esta razón, todos los bautizados están llamados a la santidad. La 
santidad es una invitación y llamada constante para todo hombre: «Convie-
ne que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su 
vida, con la ayuda de Dios» (LG 40); «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a 
la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad» (LG 39).
Puesto que la persona tiene que contribuir con su libertad al don de 
la gracia de Dios, existe la posibilidad de responder en mayor o menor gra-
do a la exigencia de santidad. Quienes responden con plenitud (los santos) 
hacen visible y enriquecen la santidad de la Iglesia, mientras que el pecado 
oscurece su rostro y frena su acción en el mundo.
a) El signo de la santidad en la Iglesia se manifiesta visiblemente en la 
vida de los santos: «En ellos, Dios mismo nos habla y nos ofrece su signo de 
ese Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan grande 
nube de testigos que nos cubre (cf. Hb 12,1) y con tan gran testimonio de la 
verdad del Evangelio» (LG 50). 
Los santos –no sólo los canonizados– son signos de la vitalidad de 
la Iglesia. Son luz para la Iglesia y para el mundo, que hacen creíble la 
fe cristiana porque han hecho resplandecer la luz de Cristo. «Los santos 
constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en medio de 
su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero»43. 
La santidad de vida se realiza en todos los lugares y tiempos, de manera 
que los santos no escapan de los condicionantes de su tiempo. La santidad 
43 CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 2.
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se manifiesta también en personas de nuestro tiempo que, formando parte 
de la Iglesia, viven santamente. Ciertamente esta santidad de quienes están 
«in via» no se da de modo unívoco, sino en grados y formas diversas44. Aún 
así, constituye un signo muy claro de la presencia de Dios en la Iglesia.
b) Pero la Iglesia es comunidad de hombres, lo que comporta, como 
hemos dicho, fragilidad, limitación y posibilidad de pecado. Debemos con-
siderar tanto el pecado actual de los miembros de la Iglesia como el pecado 
histórico, es decir, los errores históricos que la Iglesia ha cometido.
Frente a la tentación de formar una comunidad exclusivamente de 
santos, de hombres puros e inocentes, la Iglesia constantemente ha soste-
nido que los pecadores pertenecen a la Iglesia45. A pesar de que puedan 
emborronar la imagen de Cristo que la Iglesia tiene el deber de reflejar, la 
Iglesia no ha expulsado nunca de su seno al pecador, consciente de que es 
voluntad de su Señor el estar constituida por hombres de carne y hueso, li-
bres y responsables, y que no será perfecta hasta el día definitivo, en el cual 
resplandecerá santa e inmaculada ante Dios.
La presencia de hombres pecadores en el seno de la Iglesia es, por 
otra parte, llamada a la renovación constante, a la penitencia y purificación. 
Comenta el Concilio: «la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecado-
res, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca 
sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Como vemos, el Concilio 
expresa esta paradoja cuando usa la fórmula «Ecclesia sancta simul et sem-
per purificanda» (LG 8), la cual no debe ser entendida en el sentido de que 
pueda llamarse «pecadora» a la misma Iglesia, sino en el sentido de que 
tiene en su seno a los pecadores46. La santidad de la Iglesia es constitutiva 
y verdadera «pero imperfecta» (LG 48) y, por ello, necesita siempre de pu-
rificación (cf. LG 8). 
44 Cf. C. IZQUIERDO, Teología fundamental,Eunsa, Pamplona 20093, 552s. Para este autor 
la credibilidad de la Iglesia está ligada especialmente a la santidad. Cf. también M. GELABERT, La 
revelación. Acontecimiento fundamental, contextual y creíble, San Esteban-Edibesa, Salamanca-
Madrid 2009, 233-235.
45 En la época moderna, el Concilio de Constanza condenó los errores de Juan Huss, que 
limitaba la pertenencia a la Iglesia sólo a los «predestinados» y los Papas Clemente XI (1713; DS 
2474) y Pío VI (1794; DS 2615) condenaron errores semejantes sostenidos por los jansenistas de 
Quesnel y el sínodo de Pistoia.
46 Cf. P. O’CALLAGHAN, «The Holiness of the Church in Lumen Gentium», The Thomist 54 
(1988) 673-701.
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Se da en la Iglesia constantemente una tensión entre lo que la Iglesia 
es y lo que quiere ser, entre la santidad y la debilidad, que le hace expe-
rimentar la necesidad continua de ser redimida. La Iglesia está llamada 
constantemente a pasar de la existencia mundana a la novedad del Espíritu, 
a vivir la Pascua del Señor. Por eso pide al Señor que su mirada se fije sobre 
su fe y no sobre los pecados de los individuos: «¡No mires nuestros pecados, 
sino la fe de tu Iglesia!».
Así como la santidad de sus miembros, es un bien para toda la Iglesia, 
el pecado de otros pesa también sobre toda ella. Por eso algunos Padres di-
cen con claridad: «Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta 
en una herida de la Iglesia»47. Las expresiones «casta meretrix» y «ecclesia 
peccatrix»48, que aparecen a veces en algunos Padres ponen de relieve la 
presencia del pecador en la Iglesia. Al mismo tiempo, subrayan también 
que todo en ella procede de la gracia. Ratzinger entiende la presencia de 
deficiencia y pecado desde el hecho de que la Iglesia procede de la gracia 
de Dios: «Por eso, por venir la Iglesia de la gracia, entra también en su ser 
que los hombres que la forman sean pecadores». Por esto, la expresión «cas-
ta-meretrix» designa una permanente tensión existencial en la Iglesia. «La 
Iglesia vive perpetuamente del perdón, que la transforma de ramera en es-
posa; la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios 
llama continuamente de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres»49. 
El pecado oscurece la luz de Cristo que brilla en la Iglesia y favorece 
que los no creyentes sólo adviertan los errores y faltas de la misma, encon-
trando así una justificación para su incredulidad. Ahora bien, los pecados de 
sus hijos no destruyen la santidad de la Iglesia, el don irrevocable de Dios. 
Por ser la santidad algo constitutivo, la Iglesia mantiene en la historia la 
capacidad perenne de santificar a sus hijos pecadores. 
Por otra parte, la Iglesia nunca ha excluido de su seno a los pecadores, 
lo cual es un signo de su maternidad. Aunque el bautizado se separe de ella 
con el corazón, podrá siempre volver a ella, porque la Iglesia le sigue aman-
do. Esta acogida de los pecadores es signo de la misericordia entrañable 
47 SAN AMBROSIO, De virginitate 8, 48 (PL 16, 278D).
48 La expresión «casta meretrix» es usada sólo por san Ambrosio a propósito de Rahab, la 
prostituta de Jericó (In Lucam 3, 23). La expresión «Ecclesia peccatrix» es rara en los Padres. 
Aparece en S. HILARIO, Trac. de Mysteriis, II, 9 (CSEL 65, 35). Son clásicos los estudios de H. 
U. VON BALTHASAR, «Casta Meretrix», en: Sponsa Verbi, Encuentro-Cristiandad, Madrid 2001, 
197-290 y J. DANIÉLOU, «Rahab, figure de l’Êglise», Irenikon 22 (1949) 26-45.
49 J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, 282.
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del Padre. Escribía certeramente J. L. Martín Descalzo: «Amo también a la 
Iglesia porque es imperfecta. No es que me gusten las imperfecciones de la 
Iglesia, es que pienso que son ellas hace tiempo que me habrían tenido que 
expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está 
formada por gentes, como tú y como yo»50. Aún no ha llegado el tiempo de 
la siega; trigo y cizaña conviven hasta el momento final (cf. Mt 13,24-30). 
Los gestos de misericordia con los pecadores, de esperanza irrevocable en 
la capacidad de las personas, son signos en un mundo roto y deseoso de 
reconciliación.
Pero el hecho de acoger en su seno a quien no está convertido del 
todo afecta a su credibilidad. Se podría decir que el «carácter cristiano» de 
la Iglesia es puesto en peligro por el hecho de acoger en su seno al pecador. 
«La Iglesia, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por 
el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer, continuando amándolos 
siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido 
por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de 
dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por 
las traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos»51.
c) Errores históricos, purificación de la memoria y petición de perdón. 
Con ocasión del Jubileo del año 2000, Juan Pablo II promovió una «purifi-
cación de la memoria» de la Iglesia, invitando a los cristianos a ponerse de 
rodillas ante Dios y pedirle perdón, asumiendo las deficiencias por ellos co-
metidas52. La Iglesia es invitada, de esta manera, a una renovación continua 
y conversión constante, sin miedo a reconocer las culpas del pasado y las 
equivocaciones, donde las haya habido. De todos es sabido cómo oscurece 
la credibilidad de la Iglesia la presencia del mal y el pecado: persecucio-
nes de herejes, guerras de religión, luchas fratricidas, pecados de personas 
singulares y de grupos, miserias morales y espirituales de los pastores. Re-
conocer con honestidad los errores de la Iglesia en su historia, aceptar sus 
zonas oscuras y pedir perdón dice más a favor de la credibilidad de la Iglesia 
que una apologética a toda costa. 
50 J. L. MARTIN DESCALZO, Razones para el amor, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 
199217, cap. 58.
51 CTI, Memoria y reconciliación (2000), III, 4.
52 La Comisión Teológica Internacional ofreció una reflexión teológica sobre las condiciones 
de posibilidad de estos actos de purificación de la memoria en el documento Memoria y recon-
ciliación (2000).
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La Iglesia como signo de Jesucristo
Cottier explica que la purificación de la memoria consiste en estable-
cer una nueva relación con el hecho histórico, cuyo recuerdo pesa sobre la 
conciencia: cosas que en el pasado se percibían como tolerables o se favore-
cían, se ven ahora claramente como no coherentes con el Espíritu Santo53. 
Esta conciencia es fruto de la lectura que la Iglesia hace de su propia historia 
a la luz de la fe y con la guía del Espíritu.
Los actos de «purificación de la memoria» contribuyen a la perenne 
reforma del pueblo de Dios y, además, «podrán hacer crecer la credibilidad 
del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia a la verdad y tienden a frutos 
efectivos de reconciliación»54. Aunque su finalidad principal no sea apo-
logética, tienen un valor apologético, pues el reconocimiento de la verdad 
ayuda a reforzar la credibilidad de la Iglesia. La Iglesia no tiene miedo a 
afrontar sus culpas, cuando se da cuenta de sus errores. Se ha hablado a este 
propósito de la «apologética del perdón». Si abandonamos actitudes altivas 
y nos reconocemos Iglesia peregrinante, que conoce el arrepentimiento, la 
Iglesia podrá alcanzar una nueva credibilidad. «La verdad de la Iglesia brilla 
también cuando ésta se confiesa pecadora y necesitada de perdón»55.
d) Finalmente, debemos decir que, aunque «en» la Iglesia encontra-
mos santidad y pecado, la convicción cristiana es que la santidad es más 
fuerte que el pecado. La comisión teológica internacional lo expone con 
claridad:
Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una es-
pecie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá 
vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiacióndel bien, incluso 
el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce existencial-
mente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y 
advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto 
sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el 
peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el 
camino de la penitencia y de la novedad de vida56.
53 G. COTTIER, Memoria e pentimento. Il rapporto fra Chiesa santa e cristiani peccatori, San 
Paolo, Cinisello Balsamo 2000, 65.
54 CTI, Memoria y reconciliación (2000), VI, 3, a.
55 F. MARTÍNEZ DÍEZ, Teología fundamental. Dar razón de la fe cristiana, San Esteban-Edibe-
sa, Salamanca-Madrid 1997, 154.
56 CTI, Memoria y reconciliación (2000), VI, 3, 4.
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4. El signo de la catolicidad
Aunque el símbolo de Nicea no menciona esta propiedad, muy pronto 
(s. IV) se incorporó la catolicidad al mismo como objeto de fe. La Iglesia 
sacramento de Cristo tiene que ser católica. Para comprender el sentido de 
esta propiedad de la Iglesia, nos remitimos a la Constitución Dogmática 
sobre la Iglesia:
Este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y 
todos los tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, 
que creó en el principio una sola naturaleza humana y determinó con-
gregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn 
11,52). Para ello envió Dios a su Hijo a quien constituyó heredero 
universal (cf. Hebr 1,2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote 
nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. 
Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que 
es para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los creyentes, prin-
cipio de asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la 
unión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech 2,42) (LG 13).
El texto subraya en primer lugar el origen trinitario de la Iglesia, que-
rida por Dios como ministra de la universal recapitulación de la humanidad 
bajo Cristo en la unidad del Espíritu57. A continuación se refiere a dos sen-
tidos básicos de la expresión: catolicidad como totalidad universal (aspecto 
cuantitativo) y catolicidad como verdad y autenticidad (aspecto cualitativo). 
En el mismo n. 13 aparece más adelante un tercer sentido: catolicidad como 
unidad en la diversidad (aspecto intensivo).
a) Catolicidad como extensión. Una primera manera de entender la 
catolicidad es la universal extensión geográfica de la Iglesia. Explica san 
Agustín que es católico «quod per totum orbem terrarum diffunditur»58. El 
Concilio habla de la congregación de todos los hijos dispersos. 
En este sentido, la catolicidad está en conexión con la capacidad de 
anunciar el evangelio a todas las gentes. El don de la catolicidad se convier-
te, pues, en la tarea de la «misionariedad», es decir, de llevar a Cristo a todos 
los hombres. La Iglesia «se esfuerza enérgica y constantemente por llevar a 
toda la humanidad las riquezas de Cristo» (LG 13). El anuncio del Evange-
lio ha sido una prioridad para la Iglesia de todos los tiempos.
57 Cf. comentario en M. SEMERARO, Misterio, comunión y misión. Manual de eclesiología, 
Secretariado Trinitario, Salamanca 2004, 143-159.
58 S. AGUSTÍN, Epist. 52, 1 (PL 33, 194).
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La Iglesia como signo de Jesucristo
La Iglesia ha sido proyectada para todas las razas, pueblos y culturas. 
Es signo expresivo de su catolicidad la apertura a todos, la capacidad de 
acogida de todas las personas en la fe cristiana. Recordemos que el Vati-
cano I presentaba como signo de credibilidad la «admirable propagación» 
de la fe. También expresa su catolicidad la capacidad de enraizarse en las 
diversas culturas humanas (capacidad de inculturación), asumiendo los 
problemas y esperanzas de los hombres. Hay otro aspecto importante de la 
catolicidad: el evangelio no sólo llega a todos los hombres, sino a todo el 
hombre, es decir, a todo su ser histórico, cultural y social. La catolicidad 
abarca por tanto, también la cultura, la técnica, el arte, la ciencia, el pro-
greso: «No hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el 
corazón de la Iglesia» (GS 1).
b) Catolicidad como integridad. Es el sentido cualitativo y significa 
que la Iglesia enseña todas las doctrinas necesarias para la salvación. Católi-
ca es la Iglesia que transmite íntegra la doctrina apostólica. Esta concepción 
de la catolicidad se fue extendiendo a lo largo del siglo II frente a los grupos 
heréticos y cismáticos. S. Cirilo de Jerusalén, frente a la transmisión parcial 
que hacen los herejes, destaca este elemento cuando explica que la Iglesia se 
llama católica «porque de modo universal y sin defecto enseña todas las ver-
dades de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de cosas visibles o 
invisibles, de las celestiales o terrenas»59.
c) Un último aspecto es la catolicidad como unidad en la diversidad. 
Podríamos hablar de aspecto intensivo de la catolicidad. Aparece expresado 
en el tercer párrafo de LG 13, que habla de la diversidad interna de la Iglesia 
en razón de los distintos modos de vida que hay dentro de ella y de la varie-
dad de Iglesias particulares.
Es expresión de la catolicidad «los diversos órdenes» de personas que 
integran la Iglesia, la «diversidad» tanto en los oficios como en los estados 
de vida. La Iglesia no es uniforme. Hay una rica diversidad en su interior: 
diversidad de carismas, ministerios y formas de vida. Señala el Catecismo: 
«Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su 
Cuerpo sirven a su unidad y a su misión»60.
59 S. CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, 18, 23 ss. (PG 33, 1043 ss)
60 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 873.
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Y es también signo de la catolicidad la diversidad de iglesias particu-
lares «que gozan de tradiciones propias» (LG 13). La diversidad de ritos, 
liturgia y patrimonio espiritual enriquecen a la Iglesia. A propósito de las 
Iglesias y ritos orientales explica el Concilio que «su variedad en la Iglesia no 
sólo no daña a su unidad, sino que más bien la explicita» (OE 2).
En definitiva, la Iglesia muestra su catolicidad por su capacidad de 
anunciar la Buena Noticia a todos los hombres y a todo el hombre, por su 
fidelidad a la palabra recibida y por su vivencia de la unidad en el respeto de 
la diversidad que el Espíritu ha sembrado en ella. Así va manifestando que 
es Iglesia católica, hasta que alcance su plenitud en la escatología.
5. El signo de la apostolicidad
El signo hace creíble a la Iglesia por su vinculación con la comunidad 
apostólica. La apostolicidad indica que la Iglesia está fundada sobre los 
apóstoles. Este fundamento se puede entender en un triple sentido, según 
se explica en la tradición teológica, que el Catecismo resume: «apostolicitas 
originis», «apostolicitas fidei» y «apostolicitas successionis»61.
a) En primer lugar se refiere al origen apostólico. El mandato 
misionero de anunciar la Buena Nueva es recibido por los Apóstoles, que 
se convierten en fundamento (secundario) de la Iglesia, «siendo la piedra 
angular el mismo Cristo Jesús» (Ef 2, 30). Lo que interesa subrayar es que 
toda la Iglesia tiene como origen a los Apóstoles. La comunicación que 
Dios realiza de sí mismo se cumple, desde Pentecostés, a través de la misión 
apostólica: Dios se comunica a los hombres por medio de hombres, lo que 
implica el aspecto visible y social de la Iglesia.
b) La Iglesia es apostólica, en segundo lugar, por enseñar y transmitir 
la doctrina de los Apóstoles. Este segundo sentido se manifiesta cuando sigue 
predicando el Evangelio y congregando a los creyentes, cuando mantiene la 
integridad de la fe apostólica y cuando decide vivir bajo la norma de la 
Iglesia apostólica. 
En primer lugar, la Iglesia entera debe continuar la misión apostólica 
(aspecto misionero). Esta misión es responsabilidadde todos sus miem-
61 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 857. Cf. Y. M. CONGAR, «Propiedades esenciales de 
la Iglesia», 547-582.
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La Iglesia como signo de Jesucristo
bros, tanto de los ministros ordenados como de los laicos. «Toda la Iglesia 
es apostólica, –explica el Catecismo– en cuanto que ella es “enviada” al 
mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes mane-
ras, tienen parte en ese envío»62. Es importante subrayar la importancia del 
apostolado de los laicos. El Concilio indica que «la Iglesia no está verdade-
ramente fundada, ni vive plenamente, ni es signo perfecto de Cristo entre las 
gentes, mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente 
dicho» (AG 21). Subrayo la idea de que la Iglesia no es un «perfectum sig-
num Christi» mientras no cuente con los laicos. En cambio, como se dice al 
final de este mismo texto, cuando la jerarquía y el laicado trabajan cada uno 
desde sus propias responsabilidades se ofrece un luminoso signo de salva-
ción (AG 21: «lucidum signum salutis»).
En segundo lugar, la apostolicidad consiste en seguir confesando la fe 
de los apóstoles (aspecto doctrinal), manteniendo la integridad del Evange-
lio recibido. Todo lo que creemos en la Iglesia procede de la fe apostólica; la 
fe profesada en el Credo es fe apostólica. 
La Comisión teológica advierte también un tercer sentido de la apos-
tolicidad que consiste en que la Iglesia «está decidida a vivir bajo la norma 
de la Iglesia primitiva»63. Es el aspecto existencial. El estilo de vida de la 
Iglesia apostólica tiene valor normativo para la Iglesia de todos los tiempos.
c) El tercer aspecto es la apostolicidad del ministerio: permanencia del 
oficio apostólico mediante la sucesión (el ministerio). La misión apostólica 
corresponde a toda la Iglesia, pero el ministerio de los Apóstoles encuentra 
su continuidad exclusivamente en sus sucesores, los Obispos, con la ayuda 
de los presbíteros y diáconos. En Lumen Gentium se enseña que «los 
Obispos han sucedido por institución divina a los Apóstoles como pastores 
de la Iglesia» (LG 20) ya que la misión que Cristo confió a los Apóstoles 
ha de durar hasta el fin de los siglos. Los presbíteros, como «cooperadores 
del Orden episcopal» (PO 2; cf. LG 28) contribuyen también a cumplir la 
misión apostólica confiada por Cristo64.
62 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA § 863.
63 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostó-
lica (1973), n. 1, 1.
64 Escribe san Juan de Ávila: «El sacerdote, como dice Orígenes, es la faz de la Iglesia, y como 
en la faz resplandece la hermosura de todo el cuerpo, así la clerecía ha de ser la principal hermo-
sura de toda la Iglesia» S. JUAN DE ÁVILA, «Tratado del sacerdocio», 11, en: Escritos sacerdotales, 
BAC, Madrid 1969, 148.
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Los documentos del Nuevo Testamento muestran que ya en los 
comienzos de la Iglesia y durante la vida de los Apóstoles, los dirigentes de las 
comunidades participan de la autoridad de los Apóstoles. Progresivamente 
«lo que los Apóstoles significaron para las comunidades en la época de la 
fundación de la Iglesia, fue reconocido como esencial para la estructura 
de la Iglesia o para las comunidades particulares por la reflexión de los 
comienzos del tiempo postapostólico. El principio de la apostolicidad de la 
Iglesia, adquirido en esa reflexión, acarreó el reconocimiento del ministerio 
de enseñanza y de dirección como una institución proveniente de Cristo a 
través y por medio de los Apóstoles»65. 
Este punto fue objeto de confrontación con la Reforma pues mientras 
ella sostenía como criterio de apostolicidad la predicación y la vida, la Iglesia 
católica sostuvo que esto resultaba imposible sin la garantía del ministerio. 
La apostolicidad de la doctrina y la del ministerio están vinculadas. La 
doctrina apostólica se transmite mediante la sucesión en el ministerio.
Todos los aspectos de la apostolicidad que hemos señalado contribuyen 
a hacer de la Iglesia signo creíble de Cristo. Como, por el contrario, la 
carencia de ellos oscurece la imagen de Cristo que la Iglesia debe reflejar. 
Cuando decrece el impulso apostólico y el laicado deja de sentirse implicado 
en el anuncio del Evangelio o cuando los Obispos o presbíteros bien enseñan 
doctrinas erróneas o bien provocan escándalo con su conducta, es toda la 
Iglesia la que aparece ante los hombres más alejada de su Maestro.
IV. EL SIGNO DE CRISTO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Los dones que la Iglesia recibe, son para la misión. La Iglesia no exis-
te para sí, sino para los otros; por su propia naturaleza no es una realidad 
cerrada en sí misma sino llamada a la misión. Su ser misterio de comu-
nión tiene como meta la misión, de manera que la comunión esencialmente 
se configura como comunión misionera. «La comunión y la misión están 
profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, 
hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la 
misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión»66. 
65 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostó-
lica (1973), n. 3.
66 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles Laici, 32.
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La Iglesia como signo de Jesucristo
Las obras de la Iglesia muestran su ser sacramental y tienen, por con-
siguiente, la función de presentar ante los hombres el verdadero rostro de 
Cristo. Esta misión corresponde a toda la Iglesia –sacerdotes y laicos– y 
abarca todas las acciones de la misma. Sobre la base del triple oficio del Me-
sías, se fundamenta el triple oficio del pueblo mesiánico. Todos los fieles son 
incorporados a Cristo por el bautismo y «hechos partícipes, a su modo, de 
la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (LG 31). Vamos a fijarnos 
cómo realizando estas acciones la comunidad cristiana va remitiendo a Cris-
to. Forte lo ha resumido de manera espléndida: «En el estupor de la escucha 
y de la alabanza, en el servicio de la caridad, en el anuncio de la Palabra, 
en la celebración de los sacramentos, la comunidad sabe que es deber suyo 
dejarse poseer cada vez más por su Esposo»67.
1. El anuncio de Jesucristo (martyría)
La Iglesia es signo de Cristo, en primer lugar, por el anuncio y testi-
monio de su persona y mensaje, cuando realiza la «traditio et memoria Iesu 
Christi». El anuncio de Jesucristo tiene lugar tanto por la predicación públi-
ca del Evangelio como por el testimonio personal de cada uno de los fieles. 
Se trata de dos aspectos íntimamente relacionados. El testimonio es indis-
pensable, pero no basta por sí solo: es preciso «el anuncio claro e inequívoco 
sobre Jesús el Señor»68. Por otra parte, el anuncio de la verdad salvadora 
se vuelve estéril si no va acompañado del testimonio de esta verdad con la 
propia vida. Ambas tareas atañen a toda la Iglesia y a cada uno de los fieles.
a) El anuncio explícito de Jesucristo. La primera misión de la Iglesia 
es anunciar a Jesús de Nazaret como Buena Nueva para este mundo. Es un 
anuncio que debe realizar con fidelidad, pues la Iglesia no proclama «su» 
propio evangelio, sus ideas o su experiencia, sino lo que ha recibido. Como 
servidora de la Palabra, la primera tarea será escucharla con atención para 
así transmitirla fielmente.
La Iglesia debe esforzarse también para que el anuncio de Jesucristo 
sea una realidad creíble para los hombres. Un aspecto muy importante es 
mostrar la coherencia interna del mensaje de Cristo y su armonía con la 
razón humana. Se trata de hacer ver la razonabilidad de la fe y, particu-
67 B. FORTE, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002, 101.
68 PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii Nuntiandi, 22.
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F. Conesa
larmente, su permanente capacidad de diálogo con la ciencia experimental 
y la cultura contemporáneas. También contribuye a la credibilidad de la 
doctrina

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