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Joseph Ratzinger Mirar a Cristo Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor Indice Prologo............................................................................................4 Fe.....................................................................................................6 1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre ....................................................................................................7 2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?.........................10 3. Conocimiento natural de Dios ..............................................20 4. La fe «sobrenatural» y sus razones.......................................25 5. Desarrollos del principio fundamental .................................28 a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los santos. ..................................................................................28 b. Verificación de la fe en la vida ........................................30 c. Yo, tú y nosotros en la fe..................................................32 Esperanza .....................................................................................36 1. Optimismo moderno y esperanza cristiana...........................36 2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza cristiana ....................................................................................44 a. El profeta Jeremías ...........................................................45 b. El Apocalipsis de San Juan ..............................................47 c. El Sermón de la montaña..................................................49 3. Buenaventura y Tomás de Aquino acerca de la esperanza cristiana ....................................................................................57 Esperanza y Amor .......................................................................61 1. Esperanza y amor en el espejo de sus contrarios .................61 a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la pereza del corazón (acidia)....................................................................62 b. Las hijas de la acidia ........................................................67 c. Modalidad de la auto glorificación: el pelagianismo burgués y el pelagianismo de los piadosos...........................71 d. Miedo, esperanza, amor ...................................................72 2. Acerca de la esencia del amor ..............................................77 a. El amor como un sí...........................................................78 b. Amor y verdad, amor y cruz ............................................80 c. ¿Qué es el amor de sí mismo?..........................................85 3. Esencia y vía del ágape ........................................................88 4. Del Sermón de la montaña....................................................91 Epílogo Dos Homilías sobre fe y amor .......................................95 I: «¿Que tengo que hacer para heredar vida eterna?» (Homilía sobre Lc 10, 25-37)...................................................................96 II: La mirada pura y el buen camino (Homilía de la festividad de San Enrique, emperador) ...................................................101 DaDaDaDatos editoriales:tos editoriales:tos editoriales:tos editoriales: Auf Christus schauen © 1989 Editoriale Jaca Book, Milano Traducción del texto italiano al español por Xavier Serra. © by EDICEP PRINTED IN SPAIN I.S.B.N.: 84 - 7050 - 198 - 4 Dep. Legal V152- 1990 IMPRIME GRÁFICAS GUADA Prologo Cuando en el verano de 1986 Monseñor Luigi Giussani, fundador de «Comunión y Liberación», me invitó a dirigir unos ejercicios espirituales a sacerdotes de su movimiento en Collevalenza, acababa de llegar a mi despacho el volumen en el que Josef Pieper había recogido y publicado de nuevo sus tratados sobre «Amar, esperar, creer», publicados originariamente en 1935, 1962 y 1971. Esta circunstancia me indujo a afrontar, durante los ejercicios espirituales, las tres «virtudes teologales», sirviéndome de las meditaciones filosóficas de Pieper como si fuera un libro de texto. Así se explica el hecho de que, sobre todo en el capítulo tercero, la línea de fondo de mi pensamiento siga la exposición de Pieper, a la que por otra parte debo una serie de preciosas citas de Tomás de Aquino. Mi aportación personal ha sido la de ampliar sobre el plano teológico y espiritual la exposición filosófica de Pieper, que por otra parte ya se proyectaba en un horizonte cristiano. Al principio dudé en su publicación, conforme me solicitaban los participantes en los ejercicios de Collevalenza. Pero cuando, dos años después, examiné de nuevo el manuscrito, me pareció que la unión entre filosofía, teología y espiritualidad podía ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de vista. Para la traducción en alemán elaboré de nuevo los textos, pero no quise eliminar su carácter de exposición oral y conscientemente dejé intactas las alusiones al motivo original de los ejercicios. Había que mantener el calor real de las expresiones y al mismo tiempo abrir espirales para nuevas concretizaciones. Para enriquecer un poco las afirmaciones sobre el amor, quizás excesivamente fragmentarias, añadí para la publicación dos homilías predicadas en el verano de 1988 en Chile. Espero que este pequeño volumen, así como los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales, en las que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose así en una existencia totalmente humana. Roma, miércoles de Ceniza de 1989 José cardenal Ratzinger Fe Las reflexiones contenidas en este libro no son únicamente consideraciones teóricas, sino que quieren ser una invitación a unos «ejercicios espirituales». Sólo se puede «ejercitar» aquello que de alguna forma ya se posee; el ejercicio presupone un fundamento ya dado. Únicamente con el ejercicio hago mía aquella cualidad que estoy ejercitando, de modo que pueda disponer de ella y volverla fructífera. Un pianista debe ejercitarse en su arte, y si no, lo pierde. Un deportista debe «entrenarse», porque sólo así estará en plena forma. Si me rompo una pierna, debo ejercitar el órgano que está en vías de curación, para que aprenda de nuevo a sostenerme. Y así en todas las cosas. ¿Qué debemos «ejercitar» en estos días? Los «ejercicios» son una iniciación a la existencia cristiana. Pero, puesto que la existencia cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la existencia humana vivida tal y como se debe, se podría afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana. Aquí se impone de inmediato una visión panorámica sobre nuestra vida cotidiana. Existe en nuestra sociedad contemporánea un sistema altamente desarrollado de formación profesional, que ha conducido al máximo nivel la posibilidad del dominio del hombre sobre todas las cosas. El poder del hombre, en el sentido de dominio del mundo, ha alcanzado proporciones casi vertiginosas. En el «hacer» somos grandes, grandísimos, pero en el ser, en el arte del existir las cosas son bien distintas. Sabemos muy bien qué se puede «hacer» con las cosas y con los hombres, pero qué son las cosas, qué es el hombre, eso ya es otra cuestión. En estos días trataremos precisamente acerca de este arte perdido, el arte de saber vivir. Nos encontramos en la misma situación de aquel que ha sufrido diversas fracturas en la pierna: debemos volver a aprender a «andar» en la fe, haciendo uso de nuestras internas energías. Las conferencias sólo podrán ser una especie de arranque, un primer empuje hacia el íntimo compromiso personal y comunitario, que es lo verdaderamente importante, si queremos que nuestros «ejercicios» den su fruto adecuado.La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana. En el acto de fe se expresa la estructura esencial del cristianismo, su respuesta a la pregunta de cómo es posible llegar a la meta en el arte de la existencia humana. Hay otras respuestas, por supuesto, pero no todas las religiones son «fe». El budismo, en su forma clásica, por ejemplo, no considera este acto de autotrascendencia, de encuentro con el Otro Absoluto: Dios que me habla y me invita al amor. Sin embargo es característico del budismo un acto de radical interiorización: no salir de sí mismo (ex-ire) sino entrar más adentro; este proceso es el que debe conducir a la liberación del yugo de la individualidad, del peso de ser persona, al retorno a la identidad común de todo ser. Y esto, en comparación con nuestra experiencia existencial, se puede definir como no ser, como nada, si queremos expresar toda su alteridad1. 1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre Pero aquí no queremos entrar en esa discusión, aunque muchas de las cosas que diremos en estas conversaciones 1 Cfr. a este respecto en la colección Die Religionen der Menschheit, de Chr. M. Schröder, el vol. 13: Die Religionen Indiens III, de A. Bareau, W. Schubring, Chr. von Fürer- Haimendorf, Stuttgart 1964; para la relación entre cristianismo y budismo, así como bibliografía sobre el tema, v. H. Bürkle, Einfährung in die Theologie der Religonen, Darmstadt 1977, pp. 63-92. pueden servir perfectamente como respuesta a ciertas cuestiones que pudieran resultar. Lo que nos importa ahora es simplemente aprender lo mejor posible el acto fundamental de la existencia cristiana, el acto de la fe. Si nos introducimos por esta vía, surge súbitamente un impedimento. Advertimos, por decirlo así, una de aquellas íntimas rupturas nuestras, que bloquean nuestro movimiento en el campo de la fe. La pregunta es: ¿la fe es una actitud digna de un hombre moderno y maduro? «Creer» parece algo provisional, transitorio; se desearía más bien salir de esa situación, aunque con frecuencia —precisamente como actitud transitoria— es inevitable: nadie puede saber realmente y dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa nuestra vida en una civilización técnica. Muchísimas cosas —la mayoría— debemos aceptarlas con confianza en la «ciencia», y tanto más teniendo en cuenta que dicha confianza aparece suficientemente confirmada por la experiencia común. Durante todo el día todos nosotros utilizamos productos de la técnica, cuyos fundamentos científicos nos resultan desconocidos: ¿quién va a calcular y verificar la estática de los rascacielos? ¿Y el funcionamiento del ascensor? ¿Y el campo de la electricidad y de la electrónica, de los que nos servimos cada día? O bien, lo que aún resulta más grave, ¿quién va a comprobar la fiabilidad de la composición de un producto farmacéutico? Podríamos continuar por mucho tiempo. Efectivamente vivimos dentro de una red de no conocimientos, de los que sin embargo nos fiamos a causa de experiencias generalmente positivas. «Creemos» que todo es suficientemente justo, y con esta «fe» tenemos parte en el producto del saber de otros. Pero, ¿qué clase de fe es ésta, que practicamos normalmente sin darnos cuenta y que está en la base de nuestra vida diaria? Intentemos no comenzar con una definición, sino que veamos lo que se puede establecer rápidamente. Saltan a la vista dos aspectos opuestos de esta especie de «fe». En primer lugar podemos establecer que tal fe es indispensable para nuestra vida. Porque de lo contrario no funcionaría nada: cada uno tendría que empezar desde el principio. Esta reflexión es válida también en un sentido más profundo: la vida humana sería imposible si no hubiera confianza en el otro y en los otros, puesto que uno no puede fiarse únicamente en su propia experiencia, en sus propios conocimientos. Este es el aspecto positivo de esa fe. Pero por otra parte resulta al mismo tiempo expresión de una ignorancia y, en ese sentido, tiene un aspecto secundario: conocer sería mejor. De hecho muchos pueden confiar en todo el mecanismo de un mundo tan técnico, únicamente porque algunos estudiaron un sector particular y lo conocen con exactitud. En este sentido existe el deseo de pasar, en la medida de lo posible, de la fe al conocer, y en todo caso a un conocer justo y significativo, al menos en el campo de la técnica. Aún estamos muy lejos de la zona de la religión y nos movemos todavía en el espacio del dominio de la vida puramente intramundana, cotidiana, sin embargo hemos alcanzado logros e intuiciones importantes para el fenómeno de la vida religiosa, y que por supuesto deseamos precisar expresamente. Decíamos que en el cuadro de la «fe de cada día» (así queremos llamarla) se deben distinguir dos aspectos: por una parte el carácter de la insuficiencia, de la provisionalidad; estamos ante un estadio incipiente del saber, del que se intenta salir, si es posible. Pero junto a este aspecto hay algo más: una «fe» de este tipo es confianza recíproca, participación común en la comprensión y en el dominio de este mundo; este aspecto en general es esencial para la formación de la vida humana. Una sociedad sin confianza no puede vivir. Las palabras pronunciadas por Tomás de Aquino, aunque dichas a otro nivel, tienen aquí total validez: la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre2. Los distintos niveles no dejan de tener alguna relación entre sí. Hasta ahora hemos elaborado una «estructura axiológica» de la fe natural; hemos visto que dicha fe es un valor ciertamente menor respecto al «conocer», pero que resulta fundamental para la existencia humana y constituye un valor sin el que una sociedad no podría subsistir. Además ahora podemos elencar asimismo los elementos individuales que pertenecen a esta fe (la «estructura de su acto»). Son tres. Esa fe refiere siempre a alguien que «conoce»: presupone el conocimiento real de personas cualificadas y dignas de confianza. Se añade, como segundo elemento, la confianza de «muchos» que en el uso cotidiano de las cosas se basan en la solidez del saber que hay dentro de ellas. Y finalmente, como tercer elemento, se debe hacer mención de una cierta verificación del saber en la experiencia de cada día. Que la corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no sea uno de los que «conocen», no obro con una «fe» totalmente pura, carente de todo tipo de confirmación. 2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida? Esta reflexión nos hace ver distintos pasos abiertos hacia la fe religiosa y evidentes semejanzas en su estructura. Pero si ahora intentamos el paso, el camino se verá rápidamente bloqueado por una objeción grave e importante, que más o menos se podría formular así: puede ocurrir que en la vida social del hombre sea imposible que cada uno pueda 2 S. Theol. II—II q. 10 a. 1 ad 1; cfr. J. Pieper, Lieben, hoffen, glauben, München 1986, pp. 315 y 376. «conocer» todo lo que sea útil y necesario en la vida y que nuestro actuar se deba basar necesariamente sobre la «fe» en el «conocer» de los otros. Pero estamos en el campo del saber humano, que en principio todos podrían alcanzar. Por el contrario, con la fe en la revelación, superamos los confines del conocer propiamente humano. Incluso si la existencia de Dios pudiera convertirse de alguna forma en un «conocer», la revelación y sus contenidos permanecerían siempre y para todos en el terreno de la fe, algo que está más allá de cuanto sea accesible a nuestro conocer. Aquí no hay referencia alguna al conocer especializado de unos cuantos en quienes poder confiar y que conocen de forma inmediata en base a sus propias investigaciones. Nos encontramos una vezmás ante la siguiente cuestión: ¿esta especie de fe es conciliable con la moderna conciencia crítica? ¿No sería más conforme al hombre de nuestro tiempo abstenerse del juicio sobre esta materia y esperar el momento en el que la ciencia pueda dar respuestas definitivas, incluso para este tipo de cuestiones? La actitud que se expresa en tales cuestiones corresponde indudablemente a la conciencia media de un universitario de hoy día. La honestidad en el pensamiento y la humildad ante lo desconocido parecen aconsejar el agnosticismo, mientras que el ateísmo declarado pretende saber demasiado y lleva consigo claramente un elemento dogmático. Nadie puede afirmar que «sabe», en sentido estricto, que Dios no existe. Se puede trabajar con la hipótesis de que Dios no exista e intentar, a partir de aquí, explicar el universo. Las ciencias naturales modernas parten fundamentalmente de este presupuesto. Pero si el método respeta sus propios límites, aparece claro que no se puede superar el campo de lo hipotético y que incluso una explicación atea del universo, coherente en apariencia, no conduce a una certeza científica de la no existencia de Dios. Nadie puede afirmar experimentalmente la totalidad del ser y de sus condiciones. En este punto simplemente alcanzamos los límites de la «condition humaine», de la posibilidad cognoscitiva humana en cuanto tal, y no sólo en relación con sus condiciones presentes, sino esencialmente, de manera insuperable. Por su propia naturaleza la cuestión de Dios no puede reducirse a los confines de la investigación científica, en el sentido estricto del término. En este sentido la declaración de «ateísmo científico» es una pretensión insensata, ayer, hoy y mañana. Pero se impone el problema de saber si la cuestión de Dios no supera los límites de la posibilidad humana, y en este sentido el agnosticismo parece que sea la única actitud justa del hombre real, leal, incluso «pío», en el sentido más profundo de la palabra; reconocimiento de que nuestro campo visual tiene unos límites y de que no podemos llegar a lo inaccesible. La nueva religiosidad del pensamiento ¿no debiera quizás dejar de lado lo inescrutable y contentarse con lo que se nos ha dado? Quien intente responder a esta cuestión, propia de un auténtico creyente, debe actuar sin precipitación. En efecto, ante esta forma de humildad y de religiosidad, se impone rápidamente una objeción: la sed de lo infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún en su misma esencia. Su límite es únicamente lo ilimitado, y los confines de la ciencia no pueden cambiarse, en principio, con los confines de nuestra propia existencia. Esto supondría una incomprensión total tanto de la ciencia como del hombre. Donde la ciencia alce la pretensión de agotar los límites del conocimiento humano, estaría transpasando los confines de lo propiamente científico. Todo esto me parece verdad, pero, como acabo de decir, resulta una respuesta demasiado precipitada. Más bien deberíamos examinar con paciencia la importancia de la hipótesis del agnosticismo, para verificar si resulta consistente no sólo desde el punto de vista científico, sino en la misma vida humana. La pregunta que se le hace al agnosticismo suena más o menos así: ¿Su pretensión es realmente posible? ¿Acaso podemos, como hombres, dejar simplemente de lado la cuestión sobre Dios, es decir la cuestión acerca de nuestro origen, de nuestro destino final, de nuestro propio ser? ¿Podemos vivir de una forma puramente hipotética, «como si Dios no existiese», aunque pudiera existir? La cuestión de Dios no es para el hombre un problema teórico, como por ejemplo la pregunta sobre si en el sistema periódico de los elementos puede haber otros elementos desconocidos, o cosas por el estilo. Al contrario, la pregunta sobre Dios es una cuestión eminentemente práctica, que tiene consecuencias en todos los campos de nuestra vida. Si yo, por tanto, en teoría opto por el agnosticismo, en la práctica debo decidirme entre dos posibilidades: vivir como si Dios no existiera, o bien vivir como si Dios existiera y como si Él fuese la realidad normativa para mi vida. Si elijo la primero, prácticamente he adoptado una postura atea y además he puesto como base de toda mi vida una hipótesis que podría resultar falsa. Si me decido por la segunda posibilidad, me muevo en el campo de una fe puramente subjetiva, y enseguida me acuerdo de Pascal, cuya batalla filosófica al inicio de la edad moderna se movía enteramente en torno a esta constelación especulativa. Pero puesto que al fin comprendió que la cuestión no podía resolverse de hecho en el pensamiento puro, él mismo recomendó a los agnósticos intentar la segunda elección y vivir como si Dios existiera. En el transcurso del experimento (y sólo en él) se llegaría a la conclusión de haber elegido justamente3. En todo caso la solución agnóstica no resiste un examen más atento. Como pura teoría parece muy brillante, pero el agnosticismo 3 Pensées 451, 4, en la edición de J. Chevalier para la Bibliotèque de la Pléiade, Paris 1954, pp. 1215s.; cfr. R. Guardini, Christliches Bewusstsein. Versuche über Pascal, München 19502, pp. 199-246. es por su propia naturaleza algo más que una teoría: está en juego la práctica de la vida. Y cuando se intenta «practicarlo» en su verdadera dimensión, desaparece como pompa de jabón; se deshace, porque no se puede huir ante la elección que el agnosticismo quisiera evitar. Frente a la cuestión de Dios no hay neutralidad posible para el hombre. Este puede únicamente decir sí o no, y además con todas las consecuencias hasta en los sucesos más ínfimos de la vida diaria. Intermedio: la locura del inteligente y las condiciones de la verdadera sabiduría En este momento quisiera interrumpir por un instante nuestra reflexión, quizás un poco abstracta, e insertar una parábola bíblica; después volveremos al hilo de nuestro pensamiento. Pienso en la historia contada por Jesús, que leemos en Lucas 12, 16-21: «Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. Él estuvo echando cálculos: "¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla". Y entonces se dijo: Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: "Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida". Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico». El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente: conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola, podríamos decir que este hombre era, con seguridad, demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre así no se ocupa de cosas inciertas, como la existencia de un Dios. Él trata con asuntos seguros, calculables. Por eso incluso la finalidad de su vida es muy intramundana, tangible: el bienestar y la felicidad del bienestar. Pero resulta que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios le habla y le manifiesta un suceso que había excluido totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y poco importante: lo que le sucederá a su alma cuando se encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos. «Esta noche te van a reclamar la vida». El hombre, que todos conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los ojos de Dios: «Insensato», le dice, y frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y cortode vista, porque en esos cálculos había olvidado lo auténtico: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios. Este inteligente necio me parece una imagen muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna. Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos es maravillosa. Frente a todos los horrores de nuestro tiempo se consolida cada vez más la opinión de que estamos próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en este aparente acercamiento a la autoredención de la humanidad irrumpen las siniestras explosiones desde lo más profundo del alma insaciada y oprimida que nos dicen: Insensato, te has olvidado de ti mismo, de tu alma y de su sed incolmable., de su deseo de Dios. El agnosticismo de nuestro tiempo, en apariencia tan razonable, que deja que Dios sea Dios para hacer del hombre simplemente un hombre, denota una idiotez de miope. Pero la finalidad de nuestros ejercicios debiera consistir en escuchar las palabras que Dios nos dirige, en percibir el grito de nuestra alma y redescubrir, en su profundidad, el misterio de Dios. Detengámonos un instante ante las perspectivas que se abren en esta reflexión, antes de volver a tomar el hilo de nuestros pensamientos precedentes. El proyectarse del hombre en Dios, la búsqueda y la vía hacia el fundamento creador de todas las cosas, es algo muy distinto del pensamiento «precrítico» o no crítico. Por el contrario, la negación de la cuestión de Dios, la renuncia a tan elevada apertura del hombre, es un acto de oclusión, es un olvidar el íntimo grito de nuestro ser. En este contexto Josef Pieper ha citado palabras de Hesíodo tomadas del cardenal Newman, en las que se expresa con inimitable elegancia y precisión esta problemática: «El ser sabio con la cabeza de otro... es por supuesto más pequeño que nuestro propio saber, pero tiene infinitamente más peso que el estéril orgullo de quien no realiza la independencia del que sabe y al mismo tiempo desprecia la dependencia del creyente»4. En la misma dirección va un razonamiento del mismo Newman sobre la relación fundamental del hombre hacia la verdad. Con demasiada frecuencia los hombres se inclinan —así razona el gran filósofo de las religiones— a quedarse tranquilos y esperar a ver si llegan a su casa pruebas de la realidad de la revelación, como si fueran árbitros y no personas que lo necesiten. «Han decidido examinar al Omnipotente de una manera neutral y objetiva, con plena imparcialidad, con la 4 Pieper, op. cit., pp. 292 y 372 con referencia a Newman, Philosophie des Glaubens (traducción de Th. Haecker, München 1921), p. 292 y Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1, 2; 1095b. cabeza clara». Pero el hombre, que cree que así se convierte en señor de la verdad, se engaña. La verdad se cierra a estas personas, y se abre únicamente a quien se le acerca con respeto y humildad reverente5- «Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes». Nos vienen a la memoria las palabras del Magnificat. Y quizás sea ésta precisamente la perspectiva que nos acerca más a su comprensión, ya que en él no se presupone la idea de la lucha de clases, sino que se expresa el estupor de un hombre tocado por Dios. Resalta en un primer plano algo fundamental. No se trata de cambios políticos, no al menos en un primer lugar; se trata de la dignidad del hombre, de su perdición y de su salvación. El hombre que se hace señor de la verdad y la deja después de lado, cuando no se deja dominar, coloca el poder por encima de la verdad. Su norma se convierte en el poder. Pero precisamente así se pierde a sí mismo: el trono sobre el que se sitúa es un trono falso; su presunta ascensión al trono es ya, en realidad, una caída. Pero quizás todo esto tenga un sonido demasiado apocalíptico, demasiado teológico. Sin embargo resulta más concreto si miramos por la vía del pensamiento en la edad moderna. La ciencia de la naturaleza, en sentido moderno, se inicia cuando el hombre —como dijo Galileo— mediante el experimento tortura, si es preciso, a la naturaleza, y así le arranca los secretos que ella no quiere mostrar voluntariamente. De esta forma se ha llevado a la luz indudablemente algo importante y útil para todos. Hemos aprendido así todo lo que se puede hacer a la naturaleza6. La importancia de este conocer y del poder alcanzado de esta 5 Pieper, op. cit., p. 318; Newman, Grammar of Assent, London 1892, p. 425s. 6 Cfr. mi discurso a la universidad de Salzburgo: Konsequenzen des Schöpfungglaubens, Salzburg 1980. forma no debe ser atenuada. Sólo que, si únicamente valoramos esta forma de pensar, el trono del dominio sobre la naturaleza sobre el que nos asentamos, se ha construido sobre la nada; inevitablemente caerá arrastrándonos consigo a nosotros mismos y a nuestro mundo. Poder hacer es una cosa, poder ser es otra bien distinta. El poder hacer no sirve para nada si no sabemos para qué hemos de utilizarlo, si no nos interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la verdad de las cosas. El aislamiento del conocer de dominio es aquel trono del orgullo, cuya caída sigue inevitablemente a la falta de terreno bajo los pies. Si valoramos únicamente aquel conocer que, en último término, se expresa mediante un poder hacer, entonces somos necios miopes que construimos sobre un fundamento inexistente. Hemos ensalzado el «poder» como norma única y así hemos traicionado nuestra auténtica vocación: la verdad. La sabiduría del orgullo se convierte en locura banal. A una mentalidad «crítica», con la que el hombre critica todo excepto a sí mismo, contraponemos la apertura hacia el infinito, la vigilancia y la sensibilidad para la totalidad del ser, y una humildad de pensamiento preparada siempre a inclinarse ante la majestad de la verdad, ante la que no somos jueces sino pobres mendicantes. La verdad sólo se muestra al corazón vigilante y humilde. Si es verdad que los grandes resultados de la ciencia se abren únicamente al trabajo intenso, vigilante y paciente, siempre preparado a una corrección y a un aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más dignas exigen una gran constancia y humildad en la escucha. «Y ensalzó a los humildes». No se trata de un slogan de lucha de clases, ni siquiera es un moralismo primitivo. Estamos frente a primeras actitudes del hombre como tal. La dignidad de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza del hombre, se abre únicamente a la percepción humilde, que no se descorazona ante negativa alguna, ni se desvía por los aplausos o por las contradicciones, ni siquiera por los deseos y los asuntos del propio corazón. Esta apertura hacia el infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la credulidad; exige por el contrario la autocrítica más consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma limitación del empírico, cuando el hombre hace de su voluntad de dominio el último criterio del conocimiento. Estas son, pues, las actitudes que debemos contraponer ante un agnosticismo contento de sí mismo, porque solo estas corresponden a la ineludibilidad de la cuestión de Dios: vigilancia ante las más profundas dimensiones de lo real; pregunta acerca de la totalidad de nuestra existencia humana y en general acerca de la realidad; humildad ante la grandeza de la verdad y disponibilidad para dejarnos purificar por ella. Más adelante se demostrará que debemos dejar espacio para otro factor, del que, hasta el momento, no hemos hablado: lo mismo que cuando en las cosas empíricas iniciamos con un poco de fe y tenemos necesidad deltestimonio de quien ya conoce para llegar nosotros mismos a conocer, así también en este sector de nuestro conocer, al mismo tiempo difícil y decisivo, es necesaria la disponibilidad para escuchar a los grandes testigos de la verdad, los testigos de Dios; es necesario dejarnos conducir por ellos, a fin de alcanzar la vía del conocimiento. Además, como toda ciencia y todo arte, se exige constancia y ejercicio en el caminar hacia Dios. Los órganos de la verdad pueden debilitarse hasta la ceguera y sordera total. Ya Pío XII tuvo unas palabras de advertencia ante la pérdida del sentimiento de Dios, y el papa actual ha repetido este pensamiento7. En este contexto, los Padres de la 7 Según Pío XII «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado»: Discursos y radiomensajes VII (1946), p. 288. El Papa Juan Pablo II en Dominum et vivificantem II, 6, 46 añade: «esta pérdida acompaña al mismo tiempo a la "pérdida del sentido de Dios"» Iglesia han apelado frecuentemente a las palabras de Cristo: «Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). El corazón «limpio» es el corazón abierto y humilde. El corazón impuro es, por el contrario, el corazón presuntuoso y cerrado, completamente lleno de sí mismo, incapaz de dar un lugar a la majestad de la verdad, que pide respeto y, al fin, adoración. Resumamos brevemente —antes de volver a tomar el hilo de las precedentes reflexiones— los resultados que se originan de este intermedio antropológico. Hemos dicho que la cuestión de Dios es ineludible, que no nos podemos abstener de ella. Para acercarnos a tal cuestión son indispensables algunas virtudes fundamentales, que son, por así decirlo, sus presupuestos metodológicos: la escucha del mensaje que proviene de nuestra existencia y del mundo en su totalidad; la atención respecto al conocimiento y a la experiencia religiosa de la humanidad; el empeño decidido y constante de nuestro tiempo y de nuestra fuerza interior ante una cuestión que concierne a cada uno de nosotros personalmente. 3. Conocimiento natural de Dios Pero ahora se nos plantea la pregunta: ¿existe una respuesta a la cuestión? Si sí, ¿qué tipo de certeza podemos esperar? El apóstol Pablo en su carta a los Romanos se planteó exactamente la misma problemática. Y respondió con una reflexión filosófica, que se apoya en la historia de las religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de la época, se encontraba ante una decadencia moral, que tenía su raíz en la pérdida total de las tradiciones, en la desaparición de aquella íntima evidencia, fruto de los usos y costumbres, que en otro tiempo le llegaba al hombre. No se comprende nada por sí mismo, todo es posible, nada es imposible. En este punto sólo cuentan el yo y el momento. Las religiones tradicionales son únicamente cómodas fachadas, sin interioridad; lo que queda es un puro cinismo. La respuesta del apóstol a este cinismo moral y metafísico de una sociedad decadente, dominada únicamente por la ley del dominio, es sorprendente. Afirma que dicha sociedad, en realidad, conocía mucho y bien acerca de Dios: «Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante» (Rm 1,19). Y fundamenta así dicha afirmación: «Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras» (1,20). Pablo saca de aquí sus propias conclusiones: «de modo que no tienen disculpa» (1,20). La verdad les resultaría accesible, pero no la quieren, rechazan las exigencias que la misma verdad les reclamaría. El apóstol habla de que «reprimen con injusticias la verdad» (1,18). El hombre se opone a la verdad que exige de él sometimiento en la forma de alabanzas y gracias a Dios (1,21). La decadencia moral de la sociedad es para Pablo únicamente la consecuencia lógica y el reflejo exacto de este comportamiento; cuando el hombre coloca su voluntad, su soberbia y su comodidad por encima de la pretensión de verdad, al final todo queda trastornado. Ya no se adora a Dios, a quien le pertenece la adoración; se adoran las imágenes, la apariencia, la opinión que se impone, que adquiere dominio sobre el hombre. Esta inversión general se extiende a todos los campos de la vida. Lo antinatural se convierte en lo normal; el hombre que vive en contra de la verdad, vive también en contra de la naturaleza. Su capacidad de inventiva ya no sirve para el bien, se convierte en genialidad y finura para el mal. La relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos se deshace, y así se cierran las fuentes de la vida. Ya no domina la vida, sino la muerte, se establece una civilización de la muerte (Rm 1,21-32). Pablo ha delineado en este lugar una imagen de la decadencia, cuya actualidad afecta de forma increíble al lector de hoy. Pero el apóstol no se contenta con una descripción, como está de moda en estos tiempos: hoy existe un perverso género de moralismo, que se complace en detenerse en lo negativo, al mismo tiempo que lo condena. El análisis de Pablo, por el contrario, conduce a un diagnóstico y se convierte así en una llamada moral: al inicio de todo está la negación de la verdad en favor de la comodidad, o podemos decir, de la utilidad. El punto de partida es la oposición a la evidencia del creador puesta en el hombre, del creador que se le presenta y le habla. El ateísmo, o incluso el agnosticismo vivido de forma atea, no es para Pablo una postura sin culpa. Se basa, para él, en una resistencia contra un conocimiento, que en realidad es accesible al hombre, pero cuyas condiciones rechaza. El hombre no está condenado a la ignorancia con respecto a Dios. Le puede «ver» si escucha la voz de la propia naturaleza, la voz de la creación, y se deja guiar por esta voz. Pablo no conoce el ateísmo puramente ideal. ¿Qué debemos decir? El apóstol alude aquí, evidentemente, a la contradicción entre filosofía y religión en el mundo antiguo. La filosofía griega estaba muy avanzada, hasta el punto que había llegado al conocimiento del único fundamento espiritual del mundo, el que merece el nombre de Dios, aunque hubiera llegado de forma contradictoria y, en algún punto particular, insuficiente. Pero su empuje crítico- religioso se detuvo pronto y se abandonó, a pesar de este carácter fundamental, a la justificación del culto de los dioses y a la adoración del poder del Estado. El «ahogar a la verdad» fue un hecho manifiesto8. En esa determinada 8 W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker, Stuttgart 1953 (tr. it. Teologia dei primi pensatori greci, La Nuova Italia, Firenze 1984) ha delineado el tremendo drama situación histórica, de la que Pablo se distancia, su diagnóstico está muy bien fundamentado. Pero sus afirmaciones ¿tienen valor también más allá de aquella determinada situación histórica? Los particulares deberían adaptarse, pero en el fondo Pablo describe no solamente un sector cualquiera de la historia, sino la perenne situación de la humanidad, del hombre ante Dios. La historia de las religiones anda al paso de la historia de la humanidad. Por cuanto podemos observar, no ha existido un tiempo en el que la cuestión ante el Otro Absoluto, ante lo Divino, haya permanecido extraña al hombre. Siempre ha existido un saber acerca de Dios. Y por todas partes, en la historia de las religiones, encontramos de formas distintas la extraña ruptura entre el conocimiento del único Dios y la entrega a otras potencias, que se consideran más peligrosas, más próximas, y por tanto más importantes para el hombre, que el misterioso y lejano Dios. Toda la historia de la humanidad está señalada por este singular dilema entre la calma pretendida, no violenta, de la verdad, y la presión de la utilidad, de la necesidad de pactar con las potencias que caracterizan la vida cotidiana.Y siempre aparece esta victoria de lo útil frente a la verdad, aunque nunca la huella de la verdad y su propio poder se pierdan por completo; más aún continúan viviendo de forma con frecuencia sorprendente, como en una jungla llena de plantas venenosas. Y esto ¿continúa siendo válido hoy en día, en una civilización completamente sin religión, en una cultura de la del ascenso y caida de la filosofia presocràtica, que después de la ruptura de Parménides y Jenófanes llega finalmente con Demócrito a derivar la religión de una ficción política consciente. «Dios es el "como si" que sirve para llenar los vacíos de la organización del sistema político dominante» (p. 214). Para tiempos sucesivos podríamos referirnos a mi libro Casa y pueblo de Dios en san Agustín, Milán 1978, pp. 265- 279. racionalidad y de su gestión técnica? Creo que sí. Ya que hoy la cuestión del hombre va más allá del campo de la racionalidad técnica. También hoy nos preguntamos no solamente: ¿qué puedo hacer?, sino también: ¿qué debo hacer y quién soy yo? Existen, por supuesto, sistemas evolucionistas que elevan a evidencia racional la no existencia de Dios y quieren demostrar que la verdad es precisamente que no existe ningún Dios. Pero el carácter mitológico de semejantes proyectos totalizadores de la comprensión es evidente en los puntos esenciales. Las desmesuradas lagunas de nuestro saber vienen superadas por elementos de apoyo mitológicos, cuya racionalidad aparente no puede deslumbrar seriamente a nadie9. Es evidente que la racionalidad del mundo no puede explicarse partiendo de la irracionalidad. Y así el Logos al principio de todas las cosas 9 Piénsese por ejemplo en la estructura lógica de las siguientes proposiciones en J. Monod, Il caso e la necessità, Milano 1970, p. 105: «La desaparición de los vertebrados tetrápodos... se debe a que un pez primitivo "eligió" ir a explorar la tierra, sobre la que era incapaz de moverse si no era a saltos y de mala forma, creando así, como consecuencia de una modificación del comportamiento, la presión selectiva gracias a la cual se habrían desarrollado los miembros articulados robustos de los tetrápodos. Entre los descendientes de este audaz explorador, de este Magallanes de la evolución, algunos pueden correr a una velocidad superior a los 70 km. por hora...» Resulta difícil ver, en estas formulaciones que caracterizan todo el capítulo sobre la evolución, algo más que la autoironía del científico, convencido de lo absurdo de su construcción, pero que la debe mantener basándose en sus decisiones metodológicas. Es en especial evidente el elemento mítico en R. Dawkins, Das egoistische Gen, Berlin 1978; cfr. también P. Koslowski, Evolutionstheorie als Soziologie und Bioökonomie. Eine Kritik ihres Totalitätauspruchs, en R. Spaeman, R. Low, P. Koslowski, Evolutionismus und Christentum, Civitas Resultate vol. 9, Weinheim 1986, pp. 29-56. resulta, hoy como entonces, la mejor hipótesis. Es verdad que exige de nosotros una renuncia a expresiones de dominio y un intento de escucha humilde. La evidencia tranquila de Dios no ha quedado eliminada aún en nuestros días, pero tiene en contra la influencia que el poder y la utilidad ejercen sobre nosotros. Así la situación está hoy fundamentalmente caracterizada por la misma tensión entre dos tendencias opuestas que atraviesan toda la historia: la íntima apertura del alma humana hacia Dios, por una parte, y la atracción más fuerte de la necesidad y de la experiencia inmediata, por otra. El hombre está en medio de estas dos fuerzas divergentes. No se libera de Dios, pero no tiene tampoco la fuerza para abrirse un camino hacia él; por sí mismo no puede crearse un puente que se convierta en una relación concreta con este Dios. Podemos decir, con Tomás, que la incredulidad no es natural en el hombre, pero hay que añadir al mismo tiempo, que el hombre no puede iluminar completamente el extraño crepúsculo sobre la cuestión de lo Eterno, de forma que Dios debe tomar la iniciativa de salirle al encuentro, debe hablarle, y así tendrá lugar una verdadera relación con Él10. 4. La fe «sobrenatural» y sus razones ¿Y todo esto cómo ocurre? Esta pregunta nos lleva de nuevo a nuestras iniciales consideraciones sobre la estructura de la fe. La respuesta suena así: La palabra de Dios llega a nosotros mediante hombres que la han escuchado; mediante hombres para quienes Dios se ha convertido en una 10 Esta es exactamente la doctrina del Vaticano I sobre el conocimiento humano de Dios. Cfr. sobre todo el capítulo segundo de la constitución Dei Filius, Denzinger— Schonmetzer 3004—3007; cfr. en el volumen De doctrina Concila Vaticani Primi, Libreria Editrice Vaticana 1969, las aportaciones de R. Aubert (pp. 46-121) y de G. Paradis (pp. 221-282). experiencia concreta y que, por decirlo así, le conocen de primera mano. Para comprender esto debemos reflexionar acerca de la estructura del conocer y del creer elaborada al principio. Dijimos que de la fe forman parte por un lado el aspecto del saber no autosuficiente, pero por otro lado también el elemento de la confianza recíproca, mediante la cual el saber del otro se convierte en mi propio saber. El elemento de la confianza comporta, por tanto, consigo mismo el factor de la participación: con mi confianza me hago partícipe del conocer del otro. Aquí reside, por así decirlo, el aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie lo sabe todo, pero en conjunto sabemos lo necesario; la fe forma una red de recíproca dependencia, de personas que se sostienen y que vienen sostenidas por otras. Esta estructura antropológica de fondo viene de nuestra relación con Dios; más aún adquiere así su forma primordial y el centro que la unifica. También nuestro conocimiento de Dios se funda sobre esta reciprocidad, sobre una confianza que se convierte en participación y que después se verifica en cada momento de la experiencia. También la relación con Dios es al mismo tiempo y sobre todo una relación humana; se fundamente en una comunión de los hombres, más aún, la comunión en la relación con Dios transmite por principio la posibilidad más profunda de comunicación humana, que más allá de la utilidad alcanza el fondo de la persona misma. Verdaderamente, a fin de que yo pueda recibir como mío este conocimiento del otro en esa comunión y pueda probarlo en mi propia vida, yo mismo debo estar abierto a Dios. Sólo si en mí mismo está ese órgano de recepción, el sonido del Eterno podrá llegar a mí a través de los otros. En este sentido el con-saber acerca de Dios mediante los otros es más personal que el con-saber con el técnico, con el especialista. El conocimiento de Dios postula una vigilancia interna, una interiorización, un corazón abierto, que se hace consciente personalmente en la acogida silenciosa de su inmediatez con el creador. Pero al mismo tiempo es verdad que Dios no se abre al yo aislado y que excluye al individuo encerrado en sí mismo. La relación con Dios está unida a la relación, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas. En este punto se abre un paso inesperado. La «fe natural» por la que nos fiamos de los resultados que nosotros mismos no podemos examinar, encuentra su justificación — así lo dijimos— en el conocimiento de las personas individuales que conocen el tema y lo han experimentado. Una fe similar es fe, de acuerdo, pero está reclamando un «ver» que el otro posee. En un primer encuentro con la cuestión religiosa nos pareció que precisamente este elemento decisivo faltaba en la fe religiosa, sobrenatural: aquí parece que no esté aquel que «ve», sino que todos parecen ser solamente creyentes, y esto nos aparece como un punto problemático de la fe religiosa. Pero ahora debemos decir que las cosas noocurren así. También en la fe sobrenatural son muchos los que viven de pocos, y pocos los que viven para muchos. También en el campo de Dios no todos somos ciegos, que caminan tanteando por la oscuridad. También aquí hay personas a quienes les ha sido dado el «ver»: «Abrahán... gozaba esperando ver este día mío, y cuánto se alegró al verlo!», dice Jesús hablando del antepasado de Israel (Jn 8,56). En medio de la historia él mismo está como el gran vidente, y todas sus palabras brotan de esta inmediatez con el Padre. Y esto vale para todos nosotros: «Quien me ve a mí, está viendo al Padre» (Jn 14,9). La fe cristiana es, en su esencia, participación en la visión de Jesús, mediada por su palabra, que es la expresión auténtica de su visión. La visión de Jesús es el punto de referencia de nuestra fe, su anclaje más concreto. 5. Desarrollos del principio fundamental Esta expresión del principio incluye una serie de conocimientos, que desearía desarrollar brevemente. a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los santos. Jesús, que conoce a Dios de primera mano y le ve, es por tanto el mediador entre Dios y el hombre. Su visión humana de la realidad divina es la fuente de luz para todos. Pero tampoco Jesús se puede considerar aisladamente, no se le puede apartar a un lejano pasado histórico. Ya hemos hablado de Abrahán; ahora debemos añadir algo: la luz de Jesús se refleja en los santos e irradia de nuevo desde ellos. Pero «santos» no son únicamente las personas que ya han sido canonizadas. Siempre hay santos ocultos, que en comunión con Jesús reciben un rayo de su esplendor, una experiencia concreta y real de Dios. Quizás, para precisar más, podemos tomar una extraña expresión que el Antiguo Testamento utiliza en relación con la historia de Moisés: si los santos no pueden ver plenamente a Dios cara a cara, al menos pueden verlo «de espaldas» (Ex 33,23)11. Y así como brillaba el rostro de Moisés después de este encuentro con 11 Cfr. en la Vita Moysis de Gregorio de Niza el magnífico estudio que hace sobre este texto, que culminan en la proposición: «a quien pregunta por la vida eterna, él (el Señor) le responde...: "¡Ven, sígueme!" (Le 18,22). Pero quien sigue mira la espalda de aquel que camina delante. Entonces Moisés, que deseaba ver a Dios, aprendió la forma de verle: seguir a Dios hacia donde Él guía, es ver a Dios» (PG 44, 408 D). Esta exposición tuvo después diversas variantes en las tradiciones espirituales; cfr. para el medioevo por ejemplo Guillermo de Saint-Thierry, De Contemplando Deo, 3, en la edición alemana de H. U. von Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln 1981, p. 101. Dios, así irradia la luz de Jesús en la vida de hombres semejantes. Santo Tomás de Aquino basándose en un análisis similar ha desarrollado así el carácter de ciencia de la teología. Recuerda que (según Aristóteles) todas las ciencias se refieren una a otra en un sistema de fundamentación y dependencia recíproca. Ninguna fundamenta y refleja la totalidad, todas, de alguna forma, presuponen fundamentos anteriores de otras ciencias. Solo una ciencia —según Aristóteles— llega al fundamento verdadero y propio de todo conocimiento humano; por eso él la llama «filosofía primera». Todas las otras presuponen al menos esta reflexión de base y son por tanto «ciencias subalternas»; ciencias subalternas construidas sobre otra u otras. En esta teoría general de la ciencia Tomás introduce su explicación de la teología. Él dice que también la teología es, en este sentido, una «ciencia subalterna», porque no «ve» o «demuestra» sus fundamentos últimos. Es, por decirlo así, dependiente del saber de los santos, de sus visiones. Estas visiones son el punto de referencia del pensamiento teológico, punto que garantiza su justicia. El trabajo de los teólogos es, en este sentido, siempre «secundario», relativo a la experiencia real de los santos. Sin este punto de referencia, sin este íntimo anclaje en experiencias similares, perdería su carácter de realidad. Esta es la humildad que se les pide a los teólogos... La teología se convierte así en un puro juego intelectual y pierde incluso su carácter de ciencia si no tiene el realismo de los santos, sin su contacto con la realidad12. 12 Sobre el concepto de teología de Santo Tomás, cfr. P. Wyser, Theologie ais Wissenschaft, Salzburg-Leipzig 1938; A. Patfoort, St. Thomas d'Aquin. Les clefs d'une théologie, FAC-éditions 1983. Cfr. sobre el problema objetivo mi trabajo Theologie und Kirche, en «Internat. kath. Zeitschrift», 15 (1986), pp. 515-533. b. Verificación de la fe en la vida Si confiamos en la visión de Jesús y creemos en sus palabras, no nos encontraremos, por supuesto, en plena oscuridad. El mensaje de Jesús responde a una escucha íntima de nuestro corazón; corresponde a una luz interna de nuestro ser que mira a la verdad de Dios. Es cierto que somos creyentes de «segunda mano». Pero Santo Tomás de Aquino caracteriza justamente la fe como un proceso, un camino interior cuando dice: «La luz de la fe nos conduce a la visión»13. Juan alude varias veces en su Evangelio, por ejemplo en la historia de Jesús con la samaritana, a este proceso. La mujer cuenta lo que le ha sucedido con Jesús y cómo ha reconocido en él al Mesías, al Salvador que abre el camino hacia Dios y que consecuentemente introduce en su conocimiento vivificador. Y precisamente que esta mujer diga todo esto es lo que hace estar atentos a sus conciudadanos; creen a Jesús «a causa de la mujer», creen de segunda mano. Pero precisamente por esto invitan a Jesús a que se quede con ellos y les hable. Al final pueden decir a la mujer: ya no creemos por tus palabras, sino que ahora sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42). En el encuentro vivo la fe se ha convertido en conocimiento, en «saber». A decir verdad, sería una ilusión si nos representáramos la vida de la fe simplemente como un camino rectilíneo de progreso. Puesto que la fe está ligada estrechamente a nuestra vida, con todos sus altos y sus bajos, hay siempre pasos hacia atrás que obligan a comenzar de nuevo. Toda etapa en la vida debe encontrar su propia madurez, y ello pasa siempre por una recaída en la inmadurez correspondiente. Y sin embargo podemos igualmente afirmar que en la vida de la fe crece también una cierta evidencia de 13 «Lumen fidei facit videre ea quae creduntur.» S. Theol., II— II q. 1, a. 4 ad 3; Pieper, op. cit., p. 374. esta fe. Su realidad nos alcanza, y la experiencia de una vida vivida en la fe nos asegura que de hecho Jesús es el Salvador del mundo. En este punto el segundo aspecto, del que hablábamos, se une al primero. En el Nuevo Testamento la palabra «santo» indicaba a los cristianos en general, los cuales, tampoco entonces, tenían todas las cualidades que se exigen a un santo canonizado. Pero con esta denominación se pretendía significar que todos estaban llamados, por su experiencia del Señor resucitado, a ser para los otros un punto de referencia, que pudiera ponerlos en contacto con la visión del Dios viviente propia de Jesús. Y eso es válido también para hoy. Un creyente, que se deja formar y conducir en la fe de la Iglesia, debiera ser, con todas sus debilidades y dificultades, una ventana a la luz del Dios vivo, y si verdaderamente cree, lo es sin duda alguna. Contra las fuerzas que sofocan la verdad, contra este muro de prejuicios que bloquea en nosotros la mirada de Dios, el creyente debiera ser una fuerza antagonista. Una fe aún en sus inicios debiera poder apoyarse en él. Como la samaritana se convierte en una invitación a Jesús, así la fe de los creyentes es por esencia un punto de referencia para la búsqueda de Dios en la oscuridad de un mundo tan hostil al mismo Dios. En este contexto es interesanterecordar que la Iglesia antigua, después del tiempo de los apóstoles, desarrolló como Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, no tenía estrategia alguna para el anuncio de la fe a los paganos, y sin embargo ese tiempo fue un período de gran éxito misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado de una actividad planificada, sino el fruto de la prueba de la fe en el mundo como se podía ver en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación real de experiencia a experiencia, y no otra cosa, fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a la participación en esta vida, en la que descubría la verdad con la que la misma vida se nutre. Y al contrario, la apostasía de la edad moderna se funda en la caída de la verificación de la fe en la vida de los cristianos. En esto se demuestra la gran responsabilidad de los cristianos hoy día. Debieran ser puntos de referencia de la fe como personas que «saben» de Dios, demostrar en su vida la fe como verdad, a fin de convertirse así en indicadores del camino que recorren los otros. La nueva evangelización, que tanta falta nos hace hoy, no la realizamos con teorías astutamente pensadas: la catastrófica falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado evidente. Solo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y la garantía en la vida de esta verdad, puede hacer brilla aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; solo a través de esta puerta entrará el Espíritu en el mundo. c. Yo, tú y nosotros en la fe La mediación a través de Jesús y de los santos desemboca finalmente en una tercera reflexión. El acto de fe es un acto profundamente personal, ansiado en la más íntima profundidad del yo humano. Pero precisamente porque es totalmente personal, es también un acto de comunicación. El yo en su esencia más profunda se refiere al tú, y viceversa: la relación real, que se convierte en «comunión», puede nacer únicamente en la profundidad de la persona. El acto de fe, hemos dicho, es participación en la visión de Jesús, un apoyarse en Jesús; Juan, que se apoya en el corazón de Jesús, es un símbolo de todo cuanto la fe significa14. La fe y 14 Entre Jn 1,18 ( «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado.») y Jn 13, 25 ( «Entonces él [el discípulo predilecto] apoyándose sin más en el pecho de Jesús, le comunión con Jesús es asimismo liberación de la represión que se opone a la verdad, liberación de mi yo de un cerrarse en sí mismo a una respuesta al Padre, en el sí del amor, el sí hacia el ser, el sí que significa nuestra redención y que vence al «mundo». La fe es, correspondientemente y desde su más íntima esencia, un «co-existir», fuera de aquel aislamiento de mi yo, que era su enfermedad. El acto de fe es apertura a la inmensidad, ruptura de las barreras de mi subjetividad —lo que Pablo describe con las palabras: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gal 2 , 2 0 )15. E l yo liberado, se encuentra en un yo mayor, nuevo. Pablo define como «volver a nacer» este proceso de disolución del primer yo y de su nuevo despertar en un yo mayor. Es este nuevo yo, hacia el que la fe me libera, me encuentro unido no sólo con Jesús, sino con todos aquellos que han recorrido el mismo camino. En otras palabras: la fe es necesariamente fe eclesial. Vive y se mueve en el nosotros de la Iglesia, unida con el yo común de Jesucristo. En este nuevo sujeto se rompe el muro entre yo y el otro; el muro que divide mi subjetividad de la objetividad del mundo y que me lo hace inaccesible, el muro entre mí y la profundidad del ser. En este nuevo sujeto yo estoy al mismo tiempo con Jesús, y todas las experiencias de la preguntó: Señor ¿quién es?») me parece que no obstante la diferencia de terminología (kólpos en 1,18; stézos en 13,25) y de planos, subsiste un cierto paralelismo: en la intimidad de Jesús con el Padre corresponde la cercanía amorosa del discípulo con Jesús; conforme a la participación de Jesús en el conocimiento del Padre, también el discípulo adquiere una parte en el conocimiento de Jesús. 15 Cfr. mi trabajo sobre teología e iglesia citado en la nota 12, especialmente la p. 518s.; es muy útil R. Guardini, Das Chrisíusbild der paulinischen und johanneischen Schriften, Würzburg 19612, pp. 72-84. Iglesia me pertenecen también a mí, se han convertido en mías16. Naturalmente este renacer no se realiza en un momento, sino que atraviesa todo el camino de mi vida. Pero resulta esencial el hecho de que no puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús. La fe o vive en este nosotros, o no vive. Fe y vida, verdad y vida, yo y nosotros no son separables, y sólo en el contexto de la comunión de vida en el nosotros de los creyentes, en el nosotros de la Iglesia, la fe desarrolla su lógica, su forma orgánica. Aquí puede surgir una pregunta: ¿dónde encuentro la Iglesia? ¿Dónde se hace visible para mi, como es en realidad, más allá de su doctrina ministerial y de su orden sacramental? Esta pregunta puede convertirse en una verdadera necesidad. Ysin embargo hoy se ofrecen junto a la parroquia, como espacio normal de la experiencia de fe, otras comunidades formadas recientemente, que nacen precisamente de esta comunión de la fe y le confieren de nuevo la frescura de una experiencia inmediata. Comunión y Liberación es uno de estos lugares de experiencia de Iglesia y de acceso a la comunión con Jesús, a la participación de su visión. Para que un movimiento de este tipo permanezca sano y verdaderamente fecundo, es importante mantener en su justo equilibrio dos aspectos. Por una parte una conducta similar debe ser realmente católica, es decir, llevar en sí misma la vida y la fe de todos los lugares y de todos los tiempos. Si no hunde sus raíces en este fundamento común, se convierte en sectorial e insensata. Pero por otra parte la Iglesia universal se hace abstracta e irreal si no se representa viva aquí y ahora, en este lugar y en este tiempo, en una comunidad concreta. De esta forma la vocación de movimientos semejantes, en las «comunidades» particulares, 16 Cfr. las hermosas afirmaciones de R. Guardini, Die Kirche des Herrn, Würzburg 1965, pp. 59-70. de la clase que sean, es la de vivir una verdadera y profunda catolicidad, incluso renunciando a lo propio, si es necesario. Entonces se convierten en fecundas, porque sólo entonces son ellas mismas Iglesia: lugar donde la fe nace y lugar del renacer de la verdad. Esperanza 1. Optimismo moderno y esperanza cristiana En la primera mitad de los años setenta, un amigo de nuestro grupo hizo un viaje a Holanda. Allí la Iglesia siempre estaba dando que hablar, vista por unos como la imagen y la esperanza de una Iglesia mejor para el mañana y por otros como un síntoma de decadencia, lógica consecuencia de la actitud asumida. Con cierta curiosidad esperábamos el relato que nuestro amigo hiciera a su vuelta. Como era un hombre leal y un preciso observador, nos habló de todos los fenómenos de descomposición de los que ya habíamos oído algo: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin vocaciones, sacerdotes y religiosos que en grupo dan la espalda a su propia vocación, desaparición de la confesión, dramática caída de la frecuencia en la práctica dominical, etc., etc. Por supuesto nos describió también las experiencias y novedades, que no podían, a decir verdad, cambiar ninguno de los signos de decadencia, más bien la confirmaban. La verdadera sorpresa del relato fue, sin embargo, la valoración final: a pesar de todo, una Iglesia grande, porque en ninguna parte se observaba pesimismo, todos ibanal encuentro del futuro llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era suficiente para compensar todo lo negativo. Yo hice mis reflexiones particulares en silencio. ¿Qué se habría dicho de un hombre de negocios que escribe siempre cifras en rojo, pero que en lugar de reconocer sus pérdidas, de buscar las razones y de oponerse con valentía, se presenta ante sus acreedores únicamente con optimismo? ¿Qué habría que pensar de la exaltación de un optimismo, simplemente contrario a la realidad? Intenté llegar al fondo de la cuestión y examiné diversas hipótesis. El optimismo podía ser sencillamente una cobertura, detrás de la que se escondiera precisamente la desesperación, intentando superarla de esa forma. Pero podía tratarse de algo peor: este optimismo metódico venía producido por quienes deseaban la destrucción de la vieja Iglesia y, con la excusa de reforma, querían construir una Iglesia completamente distinta, a su gusto, pero que no podían empezarla para no descubrir demasiado pronto sus intencione. Entonces el optimismo público era una especie de tranquilizante para los fieles, con el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre ella. El fenómeno del optimismo tendría por tanto dos caras: por una parte supondría la felicidad de la confianza, aunque más bien la ceguera de los fieles, que se dejan calmar con buenas palabras; por otra existiría una estrategia consciente para un cambio en la Iglesia, en la que ninguna otra voluntad superior —voluntad de Dios— nos molestara, inquietando nuestras conciencias, y nuestra propia voluntad tendría la última palabra. El optimismo sería finalmente la forma de liberarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios vivo sobre nuestra vida. Este optimismo del orgullo, de la apostasía, se habría servido del optimismo ingenuo, más aún, lo habría alimentado, como si este optimismo no fuera sino esperanza cierta del cristiano, la divina virtud de la esperanza, cuando en realidad era una parodia de la fe y de la esperanza. Reflexioné igualmente sobre otra hipótesis. Era posible que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de la perenne fe liberal en el progreso: el sustituto burgués de la esperanza perdida de la fe. Llegué incluso a concluir que todos estos componentes trabajaban conjuntamente, sin que se pudiera fácilmente decidir cuál de ellos, cuando y dónde predominaba sobre los otros. Poco después mi trabajo me llevó a ocuparme del pensamiento de Ernst Bloch, para quien el «principio de la esperanza» es la figura especulativa central. Según Bloch, la esperanza es la ontología de lo aún no existente. Una filosofía justa no debe pensar en estudiar lo que es (habría sido conservadurismo o reacción), sino a preparar lo que aún no es, ya que lo que es, es digno de perecer; el mundo verdaderamente digno de ser vivido todavía debe ser construido. La tarea del hombre creativo es por tanto la de crear el mundo justo que aún no existe; para esta tarea tan elevada la filosofía debe desempeñar una función decisiva: se convierte en el laboratorio de la esperanza, en la anticipación del mundo del mañana en el pensamiento, en la anticipación de un mundo razonable y humano, que no se ha formado por casualidad, sino pensado y realizado por medio de nuestra razón. Teniendo como telón de fondo estas experiencias, lo que me sorprendió fue el uso del término «optimismo» en este contexto. Para Bloch (y para algunos teólogos que le siguen) el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la historia, y por tanto es necesario, en una persona que quiera servir a la liberación, para la evocación revolucionaria del mundo nuevo y del hombre nuevo1. La esperanza es por tanto 1 Cfr. F. Hartl, Der Begriff des Chöpferische. Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz von Baader, Frankfurt a. M. 1979; G. Gutierrez, Theologie der Befreiung, München-Mainz 1982®, especialmente pp. 200-207 (tr. it., Teología della Liberazione, Queriniana, Brescia). Análisis interesantes sobre la oposición entre optimismo y esperanza en J. Pieper, Uber das Ende der Zeit, München 19803, cfr. por ejemplo la página 85s., donde Pieper cita la tesis de J. Burckhardt, según la cual en toda Europa occidental subsiste el conflicto entre la Weltanschauung surgida de la Revolución francesa y la Iglesia, precisamente la Iglesia católica; conflicto que Burckhardt ve entre el optimismo y el pesimismo. A este respecto afirma Pieper: "De alguna forma puede ser verdad la virtud de una ontología de lucha, la fuerza dinámica de la marcha hacia la utopía. Mientras leía a Bloch pensaba que el «optimismo» es la virtud teológica de un Dios nuevo y de una nueva religión, la virtud de la historia divinizada, de una «historia» de Dios, del gran Dios de las ideologías modernas y de sus promesas. Esta promesa es la utopía, que debe realizarse por medio de la «revolución», que por su parte representa una especie de divinidad mítica, por así decirlo, una «hija de Dios» en relación con el Dios-Padre «Historia». En el sistema cristiano de las virtudes la desesperación, es decir la oposición radical contra la fe y la esperanza, se califica como pecado contra el Espíritu, porque excluye su poder de curar y de perdonar, y se niega por tanto a la redención2. En la nueva religión el «pesimismo» es el pecado de todos los pecados, y la duda ante el optimismo, ante el progreso y la utopía, es un asalto frontal al espíritu de la edad moderna, es el ataque a su credo fundamental sobre el que se fundamenta su seguridad, que por otra parte está continuamente amenazada por la debilidad de aquella divinidad ilusoria que es la historia. Todo esto me vino a la mente de nuevo cuando saltó el debate sobre mi libro Rapporto sulla fede, publicado en 1985. El grito de oposición que se levantó contra este libro sin pretensiones, culminaba con una acusación: es un libro pesimista. En algún lugar se intentó incluso prohibir la venta, porque una herejía de este calibre sencillamente no podía ser calificar como optimismo la Weltanschauung de 1789 (Burckhardt ve el optimismo en el "sentido de conquista" y "sentido de poder"); si bien presumiblemente un análisis más profundo debiera llegar a la desesperación como base que hiciera posible este optimismo". 2 Cfr. la encíclica sobre el Espíritu Santo del papa Juan Pablo II: «La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de la aceptación del perdón» (II, 6, 46). tolerada. Los detentadores del poder de la opinión pusieron el libro en el índice. La nueva inquisición hizo sentir su fuerza. Se demostró una vez más que no existe peor pecado contra el espíritu de la época que convertirse en rey de una falta de optimismo. La cuestión no era: ¿es verdad o no lo que se afirma?, ¿los diagnósticos son justos o no? Pude constatar que nadie se preocupaba en formular tales cuestiones fuera de moda. El criterio era muy simple: o hay optimismo o no, y frente a este criterio mi libro era, sin duda, una frustración. La discusión, encendida artificialmente, sobre el uso de la palabra «restauración», que no tenía nada que ver con lo que se decía en el libro, era solamente una parte del debate sobre el optimismo: parecía ponerse en cuestión el dogma del progreso. Con cólera, que sólo un sacrilegio puede evocar, se atacaba a esta supuesta negación del Dios Historia y de su promesa. Pensé en un paralelo en el campo teológico. El profetismo ha sido visto por muchos unido por una parte a la «crítica» (revolución), por otra al «optimismo», y de esta forma se ha convertido en el criterio central de la distinción entre verdadera y falsa teología. ¿Por qué digo todoesto? Creo que es posible comprender la verdadera esencia de la esperanza cristiana y revivirla, únicamente si se mira a la cara a las imitaciones deformadoras que intentan insinuarse por todas partes. La grandeza y la razón de la esperanza cristiana vienen a la luz sólo cuando nos liberamos del falso esplendor de sus imitaciones profanas. Antes de iniciar la reflexión positiva sobre la esencia de la esperanza cristiana, me parece importante precisar y completar los resultados que hemos alcanzado hasta el momento. Habíamos dicho que existe hoy un optimismo ideológico que se podría definir como un acto de fe fundamental en las ideologías modernas. Añado ahora tres elementos importantes: 1. El optimismo ideológico, este sustituto de la esperanza cristiana, debe ser distinto de un optimismo de temperamento y de disposición. Este es sencillamente una cualidad natural psicológica que puede ir unida a la esperanza cristiana, lo mismo que al optimismo ideológico, pero que de por si no coincide con ninguno de los dos. El optimismo de temperamento es algo hermoso y útil ante la angustia de la vida: ¿quién no se regocija ante la alegría y confianza que irradia de una persona? ¿Quién no lo desearía para sí mismo? Como todas las disposiciones naturales, un optimismo de este tipo es sobre todo una cualidad moralmente neutra; como todas las disposiciones debe ser desarrollado y cultivado para formar positivamente la fisonomía moral de una persona. Ahora bien, puede crecer mediante la esperanza cristiana y convertirse en algo más puro y profundo; al contrario, en una existencia vacía y falsa puede decaer y convertirse en pura fachada. Es importante para nuestra reflexión no confundirlo con el optimismo ideológico, pero también es importante no identificarlo con la esperanza cristiana, que (como ya se ha dicho) puede crecer sobre él, pero que como virtud teológica es una cualidad humana de otro nivel, mucho más profundo e importante. 2. El optimismo ideológico puede sostenerse en una base liberal o marxista. En el primer caso es fiel al progreso mediante la evolución y mediante el desarrollo de la historia humana guiada científicamente. En el segundo es fiel al movimiento dialéctico de la historia, al progreso mediante la lucha de clases y la revolución. La divergencia entre estas dos corrientes fundamentales del pensamiento moderno son manifiestas; ambas se pueden fragmentar en múltiples variantes sobre el modelo de fondo: «herejías» que descienden del mismo tronco. Sin embargo, las oposiciones, visibles sobre todo en el campo político, no deben desviar nuestra atención de la profunda unidad última del pensamiento que actúa en ellas. Esa especie de optimismo es una secularización de la esperanza cristiana; se fundamenta, en último término, en el paso del Dios trascendente al Dios Historia. Aquí reside el profundo irracionalismo de esta vía, frente a toda su aparente racionalidad, que es sólo superficial. 3. Finalmente debemos prestar atención a la estructura diversa del acto del «optimismo» y de «esperanza» para tener a la vista su esencia relativa. La finalidad del optimismo es la utopía del mundo, definitivamente y para siempre libre y feliz; la sociedad perfecta, en la que la historia alcanza su meta y manifiesta su divinidad. La meta próxima, que nos garantiza, por decirlo así, la seguridad del lejano fin, es el éxito de nuestro poder hacer. El fin de la esperanza cristiana es el reino de Dios, es decir la unión de hombre y mundo con Dios mediante un acto del divino poder y amor. La finalidad próxima, que nos indica el camino y nos confirma la justicia del gran fin, es la presencia continua de este amor y de este poder que nos acompaña en nuestra actividad y nos socorre allí donde llegan nuestras posibilidades al límite. La justificación íntima del «optimismo» es la lógica de la historia que anda su camino moviéndose inevitablemente hacia su último fin; la justificación de la esperanza cristiana es la encarnación del Verbo y del Amor de Dios en Jesucristo. Intentemos ahora acercar al lenguaje y a las reflexiones de nuestra vida cotidiana lo que hasta ahora se ha dicho en terminología más bien filosófica y teológica. Podemos decir: la finalidad de las ideologías es, en último término, el éxito, la realización de nuestros propios planes y deseos. Nuestro hacer y poder, en los que confiamos plenamente, son conscientes de ser conducidos y confirmados por una irracional tendencia evolutiva de fondo. La dinámica del progreso hace que todo sea justo: así me lo dijo hace poco tiempo un físico que se considera importante, cuando yo me atreví a expresar mis dudas acerca de algunas técnicas modernas en relación con el desarrollo de la vida humana sobre el nacimiento. La finalidad de la esperanza cristiana es, sin embargo, un don, el don del amor, que nos viene dado más allá de nuestras posibilidades operativas; tenemos la esperanza de que existe este don, que no podemos forzar, pero que es la cosa más esencial para el hombre que, consecuentemente, no espera ante el vacío con su hambre infinita; y la garantía es la intervención del amor de Dios en la historia, y de forma especial en la figura de Jesucristo, mediante el cual nos viene al encuentro el amor divino en persona. Todo esto significa que el producto esperado del optimismo lo debemos realizar nosotros mismos y tener confianza en que el curso, en sí ciego, de la evolución desemboque al final, en unión con nuestro propio hacer, en un justo fin. La promesa de la esperanza es un don que en cierto modo ya se nos ha dado y que esperamos de aquel que es el único que nos lo puede regalar: de aquel Dios que ya ha construido su tienda en la historia por medio de Jesús. Además todo esto significa lo siguiente: en el primer caso no hay nada que esperar en realidad; lo que esperamos debemos hacerlo nosotros mismos y no se nos da nada más allá de nuestro propio poder; en el segundo caso existe una esperanza real más allá de nuestras posibilidades, esperanza en el amor ilimitado, que al mismo tiempo es poder3. El optimismo ideológico es en realidad una pura fachada de un mundo sin. esperanza, un mundo que con esta fachada ilusoria quiere esconder su propia desesperación. Sólo así se explica la desmesurada e irracional angustia, el miedo traumático y violento que irrumpe, cuando un accidente en el desarrollo técnico o económico plantea dudas 3 Cfr. mi trabajo Gottes Kraft, unsere Hoffnung, en «Klerusblatt» 67 (1987), pp. 342-347. sobre el dogma del progreso. El terror y la actitud violenta de una angustia, recíprocamente fomentada, que hemos vivido después de lo de Chernobyl, tenía en sí algo de irracional y de espectral, comprensible únicamente si detrás hay algo más profundo que no un suceso desafortunado, pero, a pesar de su importancia, limitado. La violencia de esta explosión de angustia es una especie de autodefensa contra la duda que puede amenazar la fe en una sociedad futura perfecta, ya que el hombre está por esencia dirigido al futuro. No podría vivir si este elemento de fondo de su ser quedara eliminado. En este momento debemos situar también el problema de la muerte. El optimismo ideológico es un intento de olvidar la muerte con el continuo discurrir de una historia dirigida hacia la sociedad perfecta. Aquí se olvida hablar de lo auténtico y al hombre se le calma con una mentira; ocurre siempre que la misma muerte se aproxima. En cambio la esperanza en la fe se abre hacia un verdadero futuro, más allá de la muerte, y solamente así el progreso se convierte en un futuro para nosotros, para mí, para todos. 2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza cristiana Para comprender desde dentro la esencia de la esperanza cristiana recurrimos al lugar donde fundamentalmente se manifiesta: la Biblia. No se trata de una búsqueda sistemática de sus afirmaciones
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