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Joseph Ratzinger 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Mirar a Cristo 
 
Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor 
Indice 
Prologo............................................................................................4 
Fe.....................................................................................................6 
1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre
....................................................................................................7 
2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?.........................10 
3. Conocimiento natural de Dios ..............................................20 
4. La fe «sobrenatural» y sus razones.......................................25 
5. Desarrollos del principio fundamental .................................28 
a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los 
santos. ..................................................................................28 
b. Verificación de la fe en la vida ........................................30 
c. Yo, tú y nosotros en la fe..................................................32 
Esperanza .....................................................................................36 
1. Optimismo moderno y esperanza cristiana...........................36 
2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza 
cristiana ....................................................................................44 
a. El profeta Jeremías ...........................................................45 
b. El Apocalipsis de San Juan ..............................................47 
c. El Sermón de la montaña..................................................49 
3. Buenaventura y Tomás de Aquino acerca de la esperanza 
cristiana ....................................................................................57 
Esperanza y Amor .......................................................................61 
1. Esperanza y amor en el espejo de sus contrarios .................61 
a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la pereza del 
corazón (acidia)....................................................................62 
b. Las hijas de la acidia ........................................................67 
c. Modalidad de la auto glorificación: el pelagianismo 
burgués y el pelagianismo de los piadosos...........................71 
d. Miedo, esperanza, amor ...................................................72 
2. Acerca de la esencia del amor ..............................................77 
a. El amor como un sí...........................................................78 
b. Amor y verdad, amor y cruz ............................................80 
c. ¿Qué es el amor de sí mismo?..........................................85 
3. Esencia y vía del ágape ........................................................88 
4. Del Sermón de la montaña....................................................91 
Epílogo Dos Homilías sobre fe y amor .......................................95 
I: «¿Que tengo que hacer para heredar vida eterna?» (Homilía 
sobre Lc 10, 25-37)...................................................................96 
II: La mirada pura y el buen camino (Homilía de la festividad 
de San Enrique, emperador) ...................................................101 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
DaDaDaDatos editoriales:tos editoriales:tos editoriales:tos editoriales: 
Auf Christus schauen 
© 1989 Editoriale Jaca Book, Milano 
Traducción del texto italiano al español por Xavier Serra. 
© by EDICEP 
PRINTED IN SPAIN I.S.B.N.: 84 - 7050 - 198 - 4 Dep. Legal V152-
1990 
IMPRIME GRÁFICAS GUADA 
Prologo 
Cuando en el verano de 1986 Monseñor Luigi 
Giussani, fundador de «Comunión y Liberación», me invitó a 
dirigir unos ejercicios espirituales a sacerdotes de su 
movimiento en Collevalenza, acababa de llegar a mi 
despacho el volumen en el que Josef Pieper había recogido y 
publicado de nuevo sus tratados sobre «Amar, esperar, 
creer», publicados originariamente en 1935, 1962 y 1971. 
Esta circunstancia me indujo a afrontar, durante los ejercicios 
espirituales, las tres «virtudes teologales», sirviéndome de las 
meditaciones filosóficas de Pieper como si fuera un libro de 
texto. Así se explica el hecho de que, sobre todo en el 
capítulo tercero, la línea de fondo de mi pensamiento siga la 
exposición de Pieper, a la que por otra parte debo una serie 
de preciosas citas de Tomás de Aquino. Mi aportación 
personal ha sido la de ampliar sobre el plano teológico y 
espiritual la exposición filosófica de Pieper, que por otra 
parte ya se proyectaba en un horizonte cristiano. 
Al principio dudé en su publicación, conforme me 
solicitaban los participantes en los ejercicios de Collevalenza. 
Pero cuando, dos años después, examiné de nuevo el 
manuscrito, me pareció que la unión entre filosofía, teología 
y espiritualidad podía ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de 
vista. Para la traducción en alemán elaboré de nuevo los 
textos, pero no quise eliminar su carácter de exposición oral y 
conscientemente dejé intactas las alusiones al motivo original 
de los ejercicios. 
Había que mantener el calor real de las expresiones y 
al mismo tiempo abrir espirales para nuevas 
concretizaciones. Para enriquecer un poco las afirmaciones 
sobre el amor, quizás excesivamente fragmentarias, añadí 
para la publicación dos homilías predicadas en el verano de 
1988 en Chile. Espero que este pequeño volumen, así como 
los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como 
nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales, en las 
que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose 
así en una existencia totalmente humana. 
 
Roma, miércoles de Ceniza de 1989 
José cardenal Ratzinger 
Fe 
Las reflexiones contenidas en este libro no son 
únicamente consideraciones teóricas, sino que quieren ser 
una invitación a unos «ejercicios espirituales». Sólo se puede 
«ejercitar» aquello que de alguna forma ya se posee; el 
ejercicio presupone un fundamento ya dado. Únicamente con 
el ejercicio hago mía aquella cualidad que estoy ejercitando, 
de modo que pueda disponer de ella y volverla fructífera. Un 
pianista debe ejercitarse en su arte, y si no, lo pierde. Un 
deportista debe «entrenarse», porque sólo así estará en plena 
forma. Si me rompo una pierna, debo ejercitar el órgano que 
está en vías de curación, para que aprenda de nuevo a 
sostenerme. Y así en todas las cosas. ¿Qué debemos 
«ejercitar» en estos días? Los «ejercicios» son una iniciación 
a la existencia cristiana. Pero, puesto que la existencia 
cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la 
existencia humana vivida tal y como se debe, se podría 
afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. 
Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana. 
Aquí se impone de inmediato una visión panorámica 
sobre nuestra vida cotidiana. Existe en nuestra sociedad 
contemporánea un sistema altamente desarrollado de 
formación profesional, que ha conducido al máximo nivel la 
posibilidad del dominio del hombre sobre todas las cosas. El 
poder del hombre, en el sentido de dominio del mundo, ha 
alcanzado proporciones casi vertiginosas. En el «hacer» 
somos grandes, grandísimos, pero en el ser, en el arte del 
existir las cosas son bien distintas. Sabemos muy bien qué se 
puede «hacer» con las cosas y con los hombres, pero qué son 
las cosas, qué es el hombre, eso ya es otra cuestión. En estos 
días trataremos precisamente acerca de este arte perdido, el 
arte de saber vivir. Nos encontramos en la misma situación 
de aquel que ha sufrido diversas fracturas en la pierna: 
debemos volver a aprender a «andar» en la fe, haciendo uso 
de nuestras internas energías. Las conferencias sólo podrán 
ser una especie de arranque, un primer empuje hacia el 
íntimo compromiso personal y comunitario, que es lo 
verdaderamente importante, si queremos que nuestros 
«ejercicios» den su fruto adecuado.La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana. 
En el acto de fe se expresa la estructura esencial del 
cristianismo, su respuesta a la pregunta de cómo es posible 
llegar a la meta en el arte de la existencia humana. Hay otras 
respuestas, por supuesto, pero no todas las religiones son 
«fe». El budismo, en su forma clásica, por ejemplo, no 
considera este acto de autotrascendencia, de encuentro con el 
Otro Absoluto: Dios que me habla y me invita al amor. Sin 
embargo es característico del budismo un acto de radical 
interiorización: no salir de sí mismo (ex-ire) sino entrar más 
adentro; este proceso es el que debe conducir a la liberación 
del yugo de la individualidad, del peso de ser persona, al 
retorno a la identidad común de todo ser. Y esto, en 
comparación con nuestra experiencia existencial, se puede 
definir como no ser, como nada, si queremos expresar toda su 
alteridad1. 
1. Fe en la vida cotidiana como actitud 
fundamental del hombre 
Pero aquí no queremos entrar en esa discusión, aunque 
muchas de las cosas que diremos en estas conversaciones 
 
1 Cfr. a este respecto en la colección Die Religionen der 
Menschheit, de Chr. M. Schröder, el vol. 13: Die Religionen 
Indiens III, de A. Bareau, W. Schubring, Chr. von Fürer-
Haimendorf, Stuttgart 1964; para la relación entre 
cristianismo y budismo, así como bibliografía sobre el tema, 
v. H. Bürkle, Einfährung in die Theologie der Religonen, 
Darmstadt 1977, pp. 63-92. 
pueden servir perfectamente como respuesta a ciertas 
cuestiones que pudieran resultar. Lo que nos importa ahora es 
simplemente aprender lo mejor posible el acto fundamental 
de la existencia cristiana, el acto de la fe. Si nos introducimos 
por esta vía, surge súbitamente un impedimento. Advertimos, 
por decirlo así, una de aquellas íntimas rupturas nuestras, que 
bloquean nuestro movimiento en el campo de la fe. La 
pregunta es: ¿la fe es una actitud digna de un hombre 
moderno y maduro? «Creer» parece algo provisional, 
transitorio; se desearía más bien salir de esa situación, 
aunque con frecuencia —precisamente como actitud 
transitoria— es inevitable: nadie puede saber realmente y 
dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa 
nuestra vida en una civilización técnica. Muchísimas cosas 
—la mayoría— debemos aceptarlas con confianza en la 
«ciencia», y tanto más teniendo en cuenta que dicha 
confianza aparece suficientemente confirmada por la 
experiencia común. 
Durante todo el día todos nosotros utilizamos 
productos de la técnica, cuyos fundamentos científicos nos 
resultan desconocidos: ¿quién va a calcular y verificar la 
estática de los rascacielos? ¿Y el funcionamiento del 
ascensor? ¿Y el campo de la electricidad y de la electrónica, 
de los que nos servimos cada día? O bien, lo que aún resulta 
más grave, ¿quién va a comprobar la fiabilidad de la 
composición de un producto farmacéutico? Podríamos 
continuar por mucho tiempo. Efectivamente vivimos dentro 
de una red de no conocimientos, de los que sin embargo nos 
fiamos a causa de experiencias generalmente positivas. 
«Creemos» que todo es suficientemente justo, y con esta «fe» 
tenemos parte en el producto del saber de otros. 
Pero, ¿qué clase de fe es ésta, que practicamos 
normalmente sin darnos cuenta y que está en la base de 
nuestra vida diaria? Intentemos no comenzar con una 
definición, sino que veamos lo que se puede establecer 
rápidamente. Saltan a la vista dos aspectos opuestos de esta 
especie de «fe». En primer lugar podemos establecer que tal 
fe es indispensable para nuestra vida. Porque de lo contrario 
no funcionaría nada: cada uno tendría que empezar desde el 
principio. Esta reflexión es válida también en un sentido más 
profundo: la vida humana sería imposible si no hubiera 
confianza en el otro y en los otros, puesto que uno no puede 
fiarse únicamente en su propia experiencia, en sus propios 
conocimientos. Este es el aspecto positivo de esa fe. Pero por 
otra parte resulta al mismo tiempo expresión de una 
ignorancia y, en ese sentido, tiene un aspecto secundario: 
conocer sería mejor. De hecho muchos pueden confiar en 
todo el mecanismo de un mundo tan técnico, únicamente 
porque algunos estudiaron un sector particular y lo conocen 
con exactitud. En este sentido existe el deseo de pasar, en la 
medida de lo posible, de la fe al conocer, y en todo caso a un 
conocer justo y significativo, al menos en el campo de la 
técnica. Aún estamos muy lejos de la zona de la religión y 
nos movemos todavía en el espacio del dominio de la vida 
puramente intramundana, cotidiana, sin embargo hemos 
alcanzado logros e intuiciones importantes para el fenómeno 
de la vida religiosa, y que por supuesto deseamos precisar 
expresamente. Decíamos que en el cuadro de la «fe de cada 
día» (así queremos llamarla) se deben distinguir dos 
aspectos: por una parte el carácter de la insuficiencia, de la 
provisionalidad; estamos ante un estadio incipiente del saber, 
del que se intenta salir, si es posible. Pero junto a este aspecto 
hay algo más: una «fe» de este tipo es confianza recíproca, 
participación común en la comprensión y en el dominio de 
este mundo; este aspecto en general es esencial para la 
formación de la vida humana. Una sociedad sin confianza no 
puede vivir. Las palabras pronunciadas por Tomás de 
Aquino, aunque dichas a otro nivel, tienen aquí total validez: 
la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del 
hombre2. Los distintos niveles no dejan de tener alguna 
relación entre sí. 
Hasta ahora hemos elaborado una «estructura 
axiológica» de la fe natural; hemos visto que dicha fe es un 
valor ciertamente menor respecto al «conocer», pero que 
resulta fundamental para la existencia humana y constituye 
un valor sin el que una sociedad no podría subsistir. Además 
ahora podemos elencar asimismo los elementos individuales 
que pertenecen a esta fe (la «estructura de su acto»). Son tres. 
Esa fe refiere siempre a alguien que «conoce»: presupone el 
conocimiento real de personas cualificadas y dignas de 
confianza. Se añade, como segundo elemento, la confianza de 
«muchos» que en el uso cotidiano de las cosas se basan en la 
solidez del saber que hay dentro de ellas. Y finalmente, como 
tercer elemento, se debe hacer mención de una cierta 
verificación del saber en la experiencia de cada día. Que la 
corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré 
demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de 
mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no 
sea uno de los que «conocen», no obro con una «fe» 
totalmente pura, carente de todo tipo de confirmación. 
2. ¿Supone el agnosticismo una vía de 
salida? 
Esta reflexión nos hace ver distintos pasos abiertos 
hacia la fe religiosa y evidentes semejanzas en su estructura. 
Pero si ahora intentamos el paso, el camino se verá 
rápidamente bloqueado por una objeción grave e importante, 
que más o menos se podría formular así: puede ocurrir que en 
la vida social del hombre sea imposible que cada uno pueda 
 
2 S. Theol. II—II q. 10 a. 1 ad 1; cfr. J. Pieper, Lieben, hoffen, 
glauben, München 1986, pp. 315 y 376. 
«conocer» todo lo que sea útil y necesario en la vida y que 
nuestro actuar se deba basar necesariamente sobre la «fe» en 
el «conocer» de los otros. Pero estamos en el campo del saber 
humano, que en principio todos podrían alcanzar. Por el 
contrario, con la fe en la revelación, superamos los confines 
del conocer propiamente humano. Incluso si la existencia de 
Dios pudiera convertirse de alguna forma en un «conocer», la 
revelación y sus contenidos permanecerían siempre y para 
todos en el terreno de la fe, algo que está más allá de cuanto 
sea accesible a nuestro conocer. Aquí no hay referencia 
alguna al conocer especializado de unos cuantos en quienes 
poder confiar y que conocen de forma inmediata en base a 
sus propias investigaciones. Nos encontramos una vezmás 
ante la siguiente cuestión: ¿esta especie de fe es conciliable 
con la moderna conciencia crítica? ¿No sería más conforme 
al hombre de nuestro tiempo abstenerse del juicio sobre esta 
materia y esperar el momento en el que la ciencia pueda dar 
respuestas definitivas, incluso para este tipo de cuestiones? 
La actitud que se expresa en tales cuestiones corresponde 
indudablemente a la conciencia media de un universitario de 
hoy día. La honestidad en el pensamiento y la humildad ante 
lo desconocido parecen aconsejar el agnosticismo, mientras 
que el ateísmo declarado pretende saber demasiado y lleva 
consigo claramente un elemento dogmático. Nadie puede 
afirmar que «sabe», en sentido estricto, que Dios no existe. 
Se puede trabajar con la hipótesis de que Dios no exista e 
intentar, a partir de aquí, explicar el universo. Las ciencias 
naturales modernas parten fundamentalmente de este 
presupuesto. Pero si el método respeta sus propios límites, 
aparece claro que no se puede superar el campo de lo 
hipotético y que incluso una explicación atea del universo, 
coherente en apariencia, no conduce a una certeza científica 
de la no existencia de Dios. Nadie puede afirmar 
experimentalmente la totalidad del ser y de sus condiciones. 
En este punto simplemente alcanzamos los límites de la 
«condition humaine», de la posibilidad cognoscitiva humana 
en cuanto tal, y no sólo en relación con sus condiciones 
presentes, sino esencialmente, de manera insuperable. Por su 
propia naturaleza la cuestión de Dios no puede reducirse a los 
confines de la investigación científica, en el sentido estricto 
del término. En este sentido la declaración de «ateísmo 
científico» es una pretensión insensata, ayer, hoy y mañana. 
Pero se impone el problema de saber si la cuestión de Dios 
no supera los límites de la posibilidad humana, y en este 
sentido el agnosticismo parece que sea la única actitud justa 
del hombre real, leal, incluso «pío», en el sentido más 
profundo de la palabra; reconocimiento de que nuestro 
campo visual tiene unos límites y de que no podemos llegar a 
lo inaccesible. La nueva religiosidad del pensamiento ¿no 
debiera quizás dejar de lado lo inescrutable y contentarse con 
lo que se nos ha dado? 
Quien intente responder a esta cuestión, propia de un 
auténtico creyente, debe actuar sin precipitación. En efecto, 
ante esta forma de humildad y de religiosidad, se impone 
rápidamente una objeción: la sed de lo infinito pertenece a la 
misma naturaleza del hombre, más aún en su misma esencia. 
Su límite es únicamente lo ilimitado, y los confines de la 
ciencia no pueden cambiarse, en principio, con los confines 
de nuestra propia existencia. Esto supondría una 
incomprensión total tanto de la ciencia como del hombre. 
Donde la ciencia alce la pretensión de agotar los límites del 
conocimiento humano, estaría transpasando los confines de 
lo propiamente científico. Todo esto me parece verdad, pero, 
como acabo de decir, resulta una respuesta demasiado 
precipitada. Más bien deberíamos examinar con paciencia la 
importancia de la hipótesis del agnosticismo, para verificar si 
resulta consistente no sólo desde el punto de vista científico, 
sino en la misma vida humana. La pregunta que se le hace al 
agnosticismo suena más o menos así: ¿Su pretensión es 
realmente posible? ¿Acaso podemos, como hombres, dejar 
simplemente de lado la cuestión sobre Dios, es decir la 
cuestión acerca de nuestro origen, de nuestro destino final, de 
nuestro propio ser? ¿Podemos vivir de una forma puramente 
hipotética, «como si Dios no existiese», aunque pudiera 
existir? La cuestión de Dios no es para el hombre un 
problema teórico, como por ejemplo la pregunta sobre si en 
el sistema periódico de los elementos puede haber otros 
elementos desconocidos, o cosas por el estilo. Al contrario, la 
pregunta sobre Dios es una cuestión eminentemente práctica, 
que tiene consecuencias en todos los campos de nuestra vida. 
Si yo, por tanto, en teoría opto por el agnosticismo, en la 
práctica debo decidirme entre dos posibilidades: vivir como 
si Dios no existiera, o bien vivir como si Dios existiera y 
como si Él fuese la realidad normativa para mi vida. Si elijo 
la primero, prácticamente he adoptado una postura atea y 
además he puesto como base de toda mi vida una hipótesis 
que podría resultar falsa. Si me decido por la segunda 
posibilidad, me muevo en el campo de una fe puramente 
subjetiva, y enseguida me acuerdo de Pascal, cuya batalla 
filosófica al inicio de la edad moderna se movía enteramente 
en torno a esta constelación especulativa. Pero puesto que al 
fin comprendió que la cuestión no podía resolverse de hecho 
en el pensamiento puro, él mismo recomendó a los 
agnósticos intentar la segunda elección y vivir como si Dios 
existiera. En el transcurso del experimento (y sólo en él) se 
llegaría a la conclusión de haber elegido justamente3. En todo 
caso la solución agnóstica no resiste un examen más atento. 
Como pura teoría parece muy brillante, pero el agnosticismo 
 
3 Pensées 451, 4, en la edición de J. Chevalier para la 
Bibliotèque de la Pléiade, Paris 1954, pp. 1215s.; cfr. R. 
Guardini, Christliches Bewusstsein. Versuche über Pascal, 
München 19502, pp. 199-246. 
es por su propia naturaleza algo más que una teoría: está en 
juego la práctica de la vida. Y cuando se intenta «practicarlo» 
en su verdadera dimensión, desaparece como pompa de 
jabón; se deshace, porque no se puede huir ante la elección 
que el agnosticismo quisiera evitar. Frente a la cuestión de 
Dios no hay neutralidad posible para el hombre. Este puede 
únicamente decir sí o no, y además con todas las 
consecuencias hasta en los sucesos más ínfimos de la vida 
diaria. 
 
Intermedio: la locura del inteligente y las condiciones de 
la verdadera sabiduría 
En este momento quisiera interrumpir por un instante 
nuestra reflexión, quizás un poco abstracta, e insertar una 
parábola bíblica; después volveremos al hilo de nuestro 
pensamiento. Pienso en la historia contada por Jesús, que 
leemos en Lucas 12, 16-21: «Las tierras de un hombre rico 
dieron una gran cosecha. Él estuvo echando cálculos: "¿Qué 
hago? No tengo dónde almacenarla". Y entonces se dijo: Voy 
a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros 
más grandes y almacenaré allí el grano y las demás 
provisiones. Luego podré decirme: "Amigo, tienes muchos 
bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe 
y date la buena vida". Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche 
te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para 
quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y 
para Dios no es rico». 
El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente: 
conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades 
del mercado; tiene en consideración los factores de 
inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento 
humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da 
la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola, 
podríamos decir que este hombre era, con seguridad, 
demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido 
como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre 
así no se ocupa de cosas inciertas, como la existencia de un 
Dios. Él trata con asuntos seguros, calculables. Por eso 
incluso la finalidad de su vida es muy intramundana, 
tangible: el bienestar y la felicidad del bienestar. Pero resulta 
que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios 
le habla y le manifiesta un suceso que había excluido 
totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y 
poco importante: lo que le sucederá a su alma cuando se 
encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos. 
«Esta noche te van a reclamar la vida». El hombre, que todos 
conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los 
ojos de Dios: «Insensato», le dice, y frente a lo 
verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos 
extrañamente necio y cortode vista, porque en esos cálculos 
había olvidado lo auténtico: que su alma deseaba algo más 
que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar 
frente a Dios. Este inteligente necio me parece una imagen 
muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna. 
Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de 
modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos 
es maravillosa. Frente a todos los horrores de nuestro tiempo 
se consolida cada vez más la opinión de que estamos 
próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor 
número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva 
fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que 
todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en 
este aparente acercamiento a la autoredención de la 
humanidad irrumpen las siniestras explosiones desde lo más 
profundo del alma insaciada y oprimida que nos dicen: 
Insensato, te has olvidado de ti mismo, de tu alma y de su sed 
incolmable., de su deseo de Dios. El agnosticismo de nuestro 
tiempo, en apariencia tan razonable, que deja que Dios sea 
Dios para hacer del hombre simplemente un hombre, denota 
una idiotez de miope. Pero la finalidad de nuestros ejercicios 
debiera consistir en escuchar las palabras que Dios nos 
dirige, en percibir el grito de nuestra alma y redescubrir, en 
su profundidad, el misterio de Dios. 
Detengámonos un instante ante las perspectivas que se 
abren en esta reflexión, antes de volver a tomar el hilo de 
nuestros pensamientos precedentes. El proyectarse del 
hombre en Dios, la búsqueda y la vía hacia el fundamento 
creador de todas las cosas, es algo muy distinto del 
pensamiento «precrítico» o no crítico. Por el contrario, la 
negación de la cuestión de Dios, la renuncia a tan elevada 
apertura del hombre, es un acto de oclusión, es un olvidar el 
íntimo grito de nuestro ser. En este contexto Josef Pieper ha 
citado palabras de Hesíodo tomadas del cardenal Newman, 
en las que se expresa con inimitable elegancia y precisión 
esta problemática: «El ser sabio con la cabeza de otro... es 
por supuesto más pequeño que nuestro propio saber, pero 
tiene infinitamente más peso que el estéril orgullo de quien 
no realiza la independencia del que sabe y al mismo tiempo 
desprecia la dependencia del creyente»4. En la misma 
dirección va un razonamiento del mismo Newman sobre la 
relación fundamental del hombre hacia la verdad. Con 
demasiada frecuencia los hombres se inclinan —así razona el 
gran filósofo de las religiones— a quedarse tranquilos y 
esperar a ver si llegan a su casa pruebas de la realidad de la 
revelación, como si fueran árbitros y no personas que lo 
necesiten. «Han decidido examinar al Omnipotente de una 
manera neutral y objetiva, con plena imparcialidad, con la 
 
4 Pieper, op. cit., pp. 292 y 372 con referencia a Newman, 
Philosophie des Glaubens (traducción de Th. Haecker, 
München 1921), p. 292 y Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1, 2; 
1095b. 
cabeza clara». Pero el hombre, que cree que así se convierte 
en señor de la verdad, se engaña. La verdad se cierra a estas 
personas, y se abre únicamente a quien se le acerca con 
respeto y humildad reverente5- 
«Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los 
humildes». Nos vienen a la memoria las palabras del 
Magnificat. Y quizás sea ésta precisamente la perspectiva que 
nos acerca más a su comprensión, ya que en él no se 
presupone la idea de la lucha de clases, sino que se expresa el 
estupor de un hombre tocado por Dios. Resalta en un primer 
plano algo fundamental. No se trata de cambios políticos, no 
al menos en un primer lugar; se trata de la dignidad del 
hombre, de su perdición y de su salvación. El hombre que se 
hace señor de la verdad y la deja después de lado, cuando no 
se deja dominar, coloca el poder por encima de la verdad. Su 
norma se convierte en el poder. Pero precisamente así se 
pierde a sí mismo: el trono sobre el que se sitúa es un trono 
falso; su presunta ascensión al trono es ya, en realidad, una 
caída. 
Pero quizás todo esto tenga un sonido demasiado 
apocalíptico, demasiado teológico. Sin embargo resulta más 
concreto si miramos por la vía del pensamiento en la edad 
moderna. La ciencia de la naturaleza, en sentido moderno, se 
inicia cuando el hombre —como dijo Galileo— mediante el 
experimento tortura, si es preciso, a la naturaleza, y así le 
arranca los secretos que ella no quiere mostrar 
voluntariamente. De esta forma se ha llevado a la luz 
indudablemente algo importante y útil para todos. Hemos 
aprendido así todo lo que se puede hacer a la naturaleza6. La 
importancia de este conocer y del poder alcanzado de esta 
 
5 Pieper, op. cit., p. 318; Newman, Grammar of Assent, 
London 1892, p. 425s. 
6 Cfr. mi discurso a la universidad de Salzburgo: 
Konsequenzen des Schöpfungglaubens, Salzburg 1980. 
forma no debe ser atenuada. Sólo que, si únicamente 
valoramos esta forma de pensar, el trono del dominio sobre la 
naturaleza sobre el que nos asentamos, se ha construido sobre 
la nada; inevitablemente caerá arrastrándonos consigo a 
nosotros mismos y a nuestro mundo. Poder hacer es una cosa, 
poder ser es otra bien distinta. El poder hacer no sirve para 
nada si no sabemos para qué hemos de utilizarlo, si no nos 
interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la 
verdad de las cosas. El aislamiento del conocer de dominio es 
aquel trono del orgullo, cuya caída sigue inevitablemente a la 
falta de terreno bajo los pies. Si valoramos únicamente aquel 
conocer que, en último término, se expresa mediante un 
poder hacer, entonces somos necios miopes que construimos 
sobre un fundamento inexistente. Hemos ensalzado el 
«poder» como norma única y así hemos traicionado nuestra 
auténtica vocación: la verdad. La sabiduría del orgullo se 
convierte en locura banal. A una mentalidad «crítica», con la 
que el hombre critica todo excepto a sí mismo, 
contraponemos la apertura hacia el infinito, la vigilancia y la 
sensibilidad para la totalidad del ser, y una humildad de 
pensamiento preparada siempre a inclinarse ante la majestad 
de la verdad, ante la que no somos jueces sino pobres 
mendicantes. La verdad sólo se muestra al corazón vigilante 
y humilde. Si es verdad que los grandes resultados de la 
ciencia se abren únicamente al trabajo intenso, vigilante y 
paciente, siempre preparado a una corrección y a un 
aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más 
dignas exigen una gran constancia y humildad en la escucha. 
«Y ensalzó a los humildes». No se trata de un slogan de lucha 
de clases, ni siquiera es un moralismo primitivo. Estamos 
frente a primeras actitudes del hombre como tal. La dignidad 
de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza 
del hombre, se abre únicamente a la percepción humilde, que 
no se descorazona ante negativa alguna, ni se desvía por los 
aplausos o por las contradicciones, ni siquiera por los deseos 
y los asuntos del propio corazón. Esta apertura hacia el 
infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la 
credulidad; exige por el contrario la autocrítica más 
consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma 
limitación del empírico, cuando el hombre hace de su 
voluntad de dominio el último criterio del conocimiento. 
Estas son, pues, las actitudes que debemos contraponer 
ante un agnosticismo contento de sí mismo, porque solo estas 
corresponden a la ineludibilidad de la cuestión de Dios: 
vigilancia ante las más profundas dimensiones de lo real; 
pregunta acerca de la totalidad de nuestra existencia humana 
y en general acerca de la realidad; humildad ante la grandeza 
de la verdad y disponibilidad para dejarnos purificar por ella. 
Más adelante se demostrará que debemos dejar espacio para 
otro factor, del que, hasta el momento, no hemos hablado: lo 
mismo que cuando en las cosas empíricas iniciamos con un 
poco de fe y tenemos necesidad deltestimonio de quien ya 
conoce para llegar nosotros mismos a conocer, así también en 
este sector de nuestro conocer, al mismo tiempo difícil y 
decisivo, es necesaria la disponibilidad para escuchar a los 
grandes testigos de la verdad, los testigos de Dios; es 
necesario dejarnos conducir por ellos, a fin de alcanzar la vía 
del conocimiento. Además, como toda ciencia y todo arte, se 
exige constancia y ejercicio en el caminar hacia Dios. Los 
órganos de la verdad pueden debilitarse hasta la ceguera y 
sordera total. Ya Pío XII tuvo unas palabras de advertencia 
ante la pérdida del sentimiento de Dios, y el papa actual ha 
repetido este pensamiento7. En este contexto, los Padres de la 
 
7 Según Pío XII «el pecado del siglo es la pérdida del sentido 
del pecado»: Discursos y radiomensajes VII (1946), p. 288. 
El Papa Juan Pablo II en Dominum et vivificantem II, 6, 46 
añade: «esta pérdida acompaña al mismo tiempo a la 
"pérdida del sentido de Dios"» 
Iglesia han apelado frecuentemente a las palabras de Cristo: 
«Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 
5,8). El corazón «limpio» es el corazón abierto y humilde. El 
corazón impuro es, por el contrario, el corazón presuntuoso y 
cerrado, completamente lleno de sí mismo, incapaz de dar un 
lugar a la majestad de la verdad, que pide respeto y, al fin, 
adoración. 
Resumamos brevemente —antes de volver a tomar el 
hilo de las precedentes reflexiones— los resultados que se 
originan de este intermedio antropológico. Hemos dicho que 
la cuestión de Dios es ineludible, que no nos podemos 
abstener de ella. Para acercarnos a tal cuestión son 
indispensables algunas virtudes fundamentales, que son, por 
así decirlo, sus presupuestos metodológicos: la escucha del 
mensaje que proviene de nuestra existencia y del mundo en 
su totalidad; la atención respecto al conocimiento y a la 
experiencia religiosa de la humanidad; el empeño decidido y 
constante de nuestro tiempo y de nuestra fuerza interior ante 
una cuestión que concierne a cada uno de nosotros 
personalmente. 
3. Conocimiento natural de Dios 
Pero ahora se nos plantea la pregunta: ¿existe una 
respuesta a la cuestión? Si sí, ¿qué tipo de certeza podemos 
esperar? El apóstol Pablo en su carta a los Romanos se 
planteó exactamente la misma problemática. Y respondió con 
una reflexión filosófica, que se apoya en la historia de las 
religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de la 
época, se encontraba ante una decadencia moral, que tenía su 
raíz en la pérdida total de las tradiciones, en la desaparición 
de aquella íntima evidencia, fruto de los usos y costumbres, 
que en otro tiempo le llegaba al hombre. No se comprende 
nada por sí mismo, todo es posible, nada es imposible. En 
este punto sólo cuentan el yo y el momento. Las religiones 
tradicionales son únicamente cómodas fachadas, sin 
interioridad; lo que queda es un puro cinismo. 
La respuesta del apóstol a este cinismo moral y 
metafísico de una sociedad decadente, dominada únicamente 
por la ley del dominio, es sorprendente. Afirma que dicha 
sociedad, en realidad, conocía mucho y bien acerca de Dios: 
«Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: 
Dios mismo se lo ha puesto delante» (Rm 1,19). Y 
fundamenta así dicha afirmación: «Desde que el mundo es 
mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su 
divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus 
obras» (1,20). Pablo saca de aquí sus propias conclusiones: 
«de modo que no tienen disculpa» (1,20). La verdad les 
resultaría accesible, pero no la quieren, rechazan las 
exigencias que la misma verdad les reclamaría. El apóstol 
habla de que «reprimen con injusticias la verdad» (1,18). El 
hombre se opone a la verdad que exige de él sometimiento en 
la forma de alabanzas y gracias a Dios (1,21). La decadencia 
moral de la sociedad es para Pablo únicamente la 
consecuencia lógica y el reflejo exacto de este 
comportamiento; cuando el hombre coloca su voluntad, su 
soberbia y su comodidad por encima de la pretensión de 
verdad, al final todo queda trastornado. Ya no se adora a 
Dios, a quien le pertenece la adoración; se adoran las 
imágenes, la apariencia, la opinión que se impone, que 
adquiere dominio sobre el hombre. Esta inversión general se 
extiende a todos los campos de la vida. Lo antinatural se 
convierte en lo normal; el hombre que vive en contra de la 
verdad, vive también en contra de la naturaleza. Su capacidad 
de inventiva ya no sirve para el bien, se convierte en 
genialidad y finura para el mal. La relación entre hombre y 
mujer, entre padres e hijos se deshace, y así se cierran las 
fuentes de la vida. Ya no domina la vida, sino la muerte, se 
establece una civilización de la muerte (Rm 1,21-32). 
Pablo ha delineado en este lugar una imagen de la 
decadencia, cuya actualidad afecta de forma increíble al 
lector de hoy. Pero el apóstol no se contenta con una 
descripción, como está de moda en estos tiempos: hoy existe 
un perverso género de moralismo, que se complace en 
detenerse en lo negativo, al mismo tiempo que lo condena. El 
análisis de Pablo, por el contrario, conduce a un diagnóstico 
y se convierte así en una llamada moral: al inicio de todo está 
la negación de la verdad en favor de la comodidad, o 
podemos decir, de la utilidad. El punto de partida es la 
oposición a la evidencia del creador puesta en el hombre, del 
creador que se le presenta y le habla. El ateísmo, o incluso el 
agnosticismo vivido de forma atea, no es para Pablo una 
postura sin culpa. Se basa, para él, en una resistencia contra 
un conocimiento, que en realidad es accesible al hombre, 
pero cuyas condiciones rechaza. El hombre no está 
condenado a la ignorancia con respecto a Dios. Le puede 
«ver» si escucha la voz de la propia naturaleza, la voz de la 
creación, y se deja guiar por esta voz. Pablo no conoce el 
ateísmo puramente ideal. 
¿Qué debemos decir? El apóstol alude aquí, 
evidentemente, a la contradicción entre filosofía y religión en 
el mundo antiguo. La filosofía griega estaba muy avanzada, 
hasta el punto que había llegado al conocimiento del único 
fundamento espiritual del mundo, el que merece el nombre 
de Dios, aunque hubiera llegado de forma contradictoria y, en 
algún punto particular, insuficiente. Pero su empuje crítico-
religioso se detuvo pronto y se abandonó, a pesar de este 
carácter fundamental, a la justificación del culto de los dioses 
y a la adoración del poder del Estado. El «ahogar a la 
verdad» fue un hecho manifiesto8. En esa determinada 
 
8 W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker, 
Stuttgart 1953 (tr. it. Teologia dei primi pensatori greci, La 
Nuova Italia, Firenze 1984) ha delineado el tremendo drama 
situación histórica, de la que Pablo se distancia, su 
diagnóstico está muy bien fundamentado. Pero sus 
afirmaciones ¿tienen valor también más allá de aquella 
determinada situación histórica? Los particulares deberían 
adaptarse, pero en el fondo Pablo describe no solamente un 
sector cualquiera de la historia, sino la perenne situación de 
la humanidad, del hombre ante Dios. La historia de las 
religiones anda al paso de la historia de la humanidad. Por 
cuanto podemos observar, no ha existido un tiempo en el que 
la cuestión ante el Otro Absoluto, ante lo Divino, haya 
permanecido extraña al hombre. Siempre ha existido un saber 
acerca de Dios. Y por todas partes, en la historia de las 
religiones, encontramos de formas distintas la extraña ruptura 
entre el conocimiento del único Dios y la entrega a otras 
potencias, que se consideran más peligrosas, más próximas, y 
por tanto más importantes para el hombre, que el misterioso y 
lejano Dios. Toda la historia de la humanidad está señalada 
por este singular dilema entre la calma pretendida, no 
violenta, de la verdad, y la presión de la utilidad, de la 
necesidad de pactar con las potencias que caracterizan la vida 
cotidiana.Y siempre aparece esta victoria de lo útil frente a 
la verdad, aunque nunca la huella de la verdad y su propio 
poder se pierdan por completo; más aún continúan viviendo 
de forma con frecuencia sorprendente, como en una jungla 
llena de plantas venenosas. 
Y esto ¿continúa siendo válido hoy en día, en una 
civilización completamente sin religión, en una cultura de la 
 
del ascenso y caida de la filosofia presocràtica, que después 
de la ruptura de Parménides y Jenófanes llega finalmente 
con Demócrito a derivar la religión de una ficción política 
consciente. «Dios es el "como si" que sirve para llenar los 
vacíos de la organización del sistema político dominante» (p. 
214). Para tiempos sucesivos podríamos referirnos a mi libro 
Casa y pueblo de Dios en san Agustín, Milán 1978, pp. 265-
279. 
racionalidad y de su gestión técnica? Creo que sí. Ya que hoy 
la cuestión del hombre va más allá del campo de la 
racionalidad técnica. También hoy nos preguntamos no 
solamente: ¿qué puedo hacer?, sino también: ¿qué debo hacer 
y quién soy yo? Existen, por supuesto, sistemas 
evolucionistas que elevan a evidencia racional la no 
existencia de Dios y quieren demostrar que la verdad es 
precisamente que no existe ningún Dios. Pero el carácter 
mitológico de semejantes proyectos totalizadores de la 
comprensión es evidente en los puntos esenciales. Las 
desmesuradas lagunas de nuestro saber vienen superadas por 
elementos de apoyo mitológicos, cuya racionalidad aparente 
no puede deslumbrar seriamente a nadie9. Es evidente que la 
racionalidad del mundo no puede explicarse partiendo de la 
irracionalidad. Y así el Logos al principio de todas las cosas 
 
9 Piénsese por ejemplo en la estructura lógica de las 
siguientes proposiciones en J. Monod, Il caso e la necessità, 
Milano 1970, p. 105: «La desaparición de los vertebrados 
tetrápodos... se debe a que un pez primitivo "eligió" ir a 
explorar la tierra, sobre la que era incapaz de moverse si no 
era a saltos y de mala forma, creando así, como 
consecuencia de una modificación del comportamiento, la 
presión selectiva gracias a la cual se habrían desarrollado los 
miembros articulados robustos de los tetrápodos. Entre los 
descendientes de este audaz explorador, de este Magallanes 
de la evolución, algunos pueden correr a una velocidad 
superior a los 70 km. por hora...» Resulta difícil ver, en estas 
formulaciones que caracterizan todo el capítulo sobre la 
evolución, algo más que la autoironía del científico, 
convencido de lo absurdo de su construcción, pero que la 
debe mantener basándose en sus decisiones metodológicas. 
Es en especial evidente el elemento mítico en R. Dawkins, 
Das egoistische Gen, Berlin 1978; cfr. también P. Koslowski, 
Evolutionstheorie als Soziologie und Bioökonomie. Eine Kritik 
ihres Totalitätauspruchs, en R. Spaeman, R. Low, P. 
Koslowski, Evolutionismus und Christentum, Civitas 
Resultate vol. 9, Weinheim 1986, pp. 29-56. 
resulta, hoy como entonces, la mejor hipótesis. Es verdad que 
exige de nosotros una renuncia a expresiones de dominio y 
un intento de escucha humilde. La evidencia tranquila de 
Dios no ha quedado eliminada aún en nuestros días, pero 
tiene en contra la influencia que el poder y la utilidad ejercen 
sobre nosotros. Así la situación está hoy fundamentalmente 
caracterizada por la misma tensión entre dos tendencias 
opuestas que atraviesan toda la historia: la íntima apertura del 
alma humana hacia Dios, por una parte, y la atracción más 
fuerte de la necesidad y de la experiencia inmediata, por otra. 
El hombre está en medio de estas dos fuerzas divergentes. No 
se libera de Dios, pero no tiene tampoco la fuerza para 
abrirse un camino hacia él; por sí mismo no puede crearse un 
puente que se convierta en una relación concreta con este 
Dios. Podemos decir, con Tomás, que la incredulidad no es 
natural en el hombre, pero hay que añadir al mismo tiempo, 
que el hombre no puede iluminar completamente el extraño 
crepúsculo sobre la cuestión de lo Eterno, de forma que Dios 
debe tomar la iniciativa de salirle al encuentro, debe hablarle, 
y así tendrá lugar una verdadera relación con Él10. 
4. La fe «sobrenatural» y sus razones 
¿Y todo esto cómo ocurre? Esta pregunta nos lleva de 
nuevo a nuestras iniciales consideraciones sobre la estructura 
de la fe. La respuesta suena así: La palabra de Dios llega a 
nosotros mediante hombres que la han escuchado; mediante 
hombres para quienes Dios se ha convertido en una 
 
10 Esta es exactamente la doctrina del Vaticano I sobre el 
conocimiento humano de Dios. Cfr. sobre todo el capítulo 
segundo de la constitución Dei Filius, Denzinger—
Schonmetzer 3004—3007; cfr. en el volumen De doctrina 
Concila Vaticani Primi, Libreria Editrice Vaticana 1969, las 
aportaciones de R. Aubert (pp. 46-121) y de G. Paradis (pp. 
221-282). 
experiencia concreta y que, por decirlo así, le conocen de 
primera mano. Para comprender esto debemos reflexionar 
acerca de la estructura del conocer y del creer elaborada al 
principio. Dijimos que de la fe forman parte por un lado el 
aspecto del saber no autosuficiente, pero por otro lado 
también el elemento de la confianza recíproca, mediante la 
cual el saber del otro se convierte en mi propio saber. El 
elemento de la confianza comporta, por tanto, consigo mismo 
el factor de la participación: con mi confianza me hago 
partícipe del conocer del otro. Aquí reside, por así decirlo, el 
aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie lo sabe todo, pero 
en conjunto sabemos lo necesario; la fe forma una red de 
recíproca dependencia, de personas que se sostienen y que 
vienen sostenidas por otras. Esta estructura antropológica de 
fondo viene de nuestra relación con Dios; más aún adquiere 
así su forma primordial y el centro que la unifica. También 
nuestro conocimiento de Dios se funda sobre esta 
reciprocidad, sobre una confianza que se convierte en 
participación y que después se verifica en cada momento de 
la experiencia. También la relación con Dios es al mismo 
tiempo y sobre todo una relación humana; se fundamente en 
una comunión de los hombres, más aún, la comunión en la 
relación con Dios transmite por principio la posibilidad más 
profunda de comunicación humana, que más allá de la 
utilidad alcanza el fondo de la persona misma. 
Verdaderamente, a fin de que yo pueda recibir como 
mío este conocimiento del otro en esa comunión y pueda 
probarlo en mi propia vida, yo mismo debo estar abierto a 
Dios. Sólo si en mí mismo está ese órgano de recepción, el 
sonido del Eterno podrá llegar a mí a través de los otros. En 
este sentido el con-saber acerca de Dios mediante los otros es 
más personal que el con-saber con el técnico, con el 
especialista. El conocimiento de Dios postula una vigilancia 
interna, una interiorización, un corazón abierto, que se hace 
consciente personalmente en la acogida silenciosa de su 
inmediatez con el creador. Pero al mismo tiempo es verdad 
que Dios no se abre al yo aislado y que excluye al individuo 
encerrado en sí mismo. La relación con Dios está unida a la 
relación, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas. 
En este punto se abre un paso inesperado. La «fe 
natural» por la que nos fiamos de los resultados que nosotros 
mismos no podemos examinar, encuentra su justificación —
así lo dijimos— en el conocimiento de las personas 
individuales que conocen el tema y lo han experimentado. 
Una fe similar es fe, de acuerdo, pero está reclamando un 
«ver» que el otro posee. En un primer encuentro con la 
cuestión religiosa nos pareció que precisamente este 
elemento decisivo faltaba en la fe religiosa, sobrenatural: 
aquí parece que no esté aquel que «ve», sino que todos 
parecen ser solamente creyentes, y esto nos aparece como un 
punto problemático de la fe religiosa. Pero ahora debemos 
decir que las cosas noocurren así. También en la fe 
sobrenatural son muchos los que viven de pocos, y pocos los 
que viven para muchos. También en el campo de Dios no 
todos somos ciegos, que caminan tanteando por la oscuridad. 
También aquí hay personas a quienes les ha sido dado el 
«ver»: «Abrahán... gozaba esperando ver este día mío, y 
cuánto se alegró al verlo!», dice Jesús hablando del 
antepasado de Israel (Jn 8,56). En medio de la historia él 
mismo está como el gran vidente, y todas sus palabras brotan 
de esta inmediatez con el Padre. Y esto vale para todos 
nosotros: «Quien me ve a mí, está viendo al Padre» (Jn 14,9). 
La fe cristiana es, en su esencia, participación en la 
visión de Jesús, mediada por su palabra, que es la expresión 
auténtica de su visión. La visión de Jesús es el punto de 
referencia de nuestra fe, su anclaje más concreto. 
5. Desarrollos del principio fundamental 
Esta expresión del principio incluye una serie de 
conocimientos, que desearía desarrollar brevemente. 
a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús 
y de los santos. 
Jesús, que conoce a Dios de primera mano y le ve, es 
por tanto el mediador entre Dios y el hombre. Su visión 
humana de la realidad divina es la fuente de luz para todos. 
Pero tampoco Jesús se puede considerar aisladamente, no se 
le puede apartar a un lejano pasado histórico. Ya hemos 
hablado de Abrahán; ahora debemos añadir algo: la luz de 
Jesús se refleja en los santos e irradia de nuevo desde ellos. 
Pero «santos» no son únicamente las personas que ya han 
sido canonizadas. Siempre hay santos ocultos, que en 
comunión con Jesús reciben un rayo de su esplendor, una 
experiencia concreta y real de Dios. Quizás, para precisar 
más, podemos tomar una extraña expresión que el Antiguo 
Testamento utiliza en relación con la historia de Moisés: si 
los santos no pueden ver plenamente a Dios cara a cara, al 
menos pueden verlo «de espaldas» (Ex 33,23)11. Y así como 
brillaba el rostro de Moisés después de este encuentro con 
 
11 Cfr. en la Vita Moysis de Gregorio de Niza el magnífico 
estudio que hace sobre este texto, que culminan en la 
proposición: «a quien pregunta por la vida eterna, él (el 
Señor) le responde...: "¡Ven, sígueme!" (Le 18,22). Pero 
quien sigue mira la espalda de aquel que camina delante. 
Entonces Moisés, que deseaba ver a Dios, aprendió la forma 
de verle: seguir a Dios hacia donde Él guía, es ver a Dios» 
(PG 44, 408 D). Esta exposición tuvo después diversas 
variantes en las tradiciones espirituales; cfr. para el 
medioevo por ejemplo Guillermo de Saint-Thierry, De 
Contemplando Deo, 3, en la edición alemana de H. U. von 
Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln 1981, p. 
101. 
Dios, así irradia la luz de Jesús en la vida de hombres 
semejantes. 
Santo Tomás de Aquino basándose en un análisis 
similar ha desarrollado así el carácter de ciencia de la 
teología. Recuerda que (según Aristóteles) todas las ciencias 
se refieren una a otra en un sistema de fundamentación y 
dependencia recíproca. Ninguna fundamenta y refleja la 
totalidad, todas, de alguna forma, presuponen fundamentos 
anteriores de otras ciencias. Solo una ciencia —según 
Aristóteles— llega al fundamento verdadero y propio de todo 
conocimiento humano; por eso él la llama «filosofía 
primera». Todas las otras presuponen al menos esta reflexión 
de base y son por tanto «ciencias subalternas»; ciencias 
subalternas construidas sobre otra u otras. En esta teoría 
general de la ciencia Tomás introduce su explicación de la 
teología. Él dice que también la teología es, en este sentido, 
una «ciencia subalterna», porque no «ve» o «demuestra» sus 
fundamentos últimos. Es, por decirlo así, dependiente del 
saber de los santos, de sus visiones. Estas visiones son el 
punto de referencia del pensamiento teológico, punto que 
garantiza su justicia. El trabajo de los teólogos es, en este 
sentido, siempre «secundario», relativo a la experiencia real 
de los santos. Sin este punto de referencia, sin este íntimo 
anclaje en experiencias similares, perdería su carácter de 
realidad. Esta es la humildad que se les pide a los teólogos... 
La teología se convierte así en un puro juego intelectual y 
pierde incluso su carácter de ciencia si no tiene el realismo de 
los santos, sin su contacto con la realidad12. 
 
12 Sobre el concepto de teología de Santo Tomás, cfr. P. 
Wyser, Theologie ais Wissenschaft, Salzburg-Leipzig 1938; 
A. Patfoort, St. Thomas d'Aquin. Les clefs d'une théologie, 
FAC-éditions 1983. Cfr. sobre el problema objetivo mi trabajo 
Theologie und Kirche, en «Internat. kath. Zeitschrift», 15 
(1986), pp. 515-533. 
b. Verificación de la fe en la vida 
Si confiamos en la visión de Jesús y creemos en sus 
palabras, no nos encontraremos, por supuesto, en plena 
oscuridad. El mensaje de Jesús responde a una escucha 
íntima de nuestro corazón; corresponde a una luz interna de 
nuestro ser que mira a la verdad de Dios. Es cierto que somos 
creyentes de «segunda mano». Pero Santo Tomás de Aquino 
caracteriza justamente la fe como un proceso, un camino 
interior cuando dice: «La luz de la fe nos conduce a la 
visión»13. Juan alude varias veces en su Evangelio, por 
ejemplo en la historia de Jesús con la samaritana, a este 
proceso. La mujer cuenta lo que le ha sucedido con Jesús y 
cómo ha reconocido en él al Mesías, al Salvador que abre el 
camino hacia Dios y que consecuentemente introduce en su 
conocimiento vivificador. Y precisamente que esta mujer 
diga todo esto es lo que hace estar atentos a sus 
conciudadanos; creen a Jesús «a causa de la mujer», creen de 
segunda mano. Pero precisamente por esto invitan a Jesús a 
que se quede con ellos y les hable. Al final pueden decir a la 
mujer: ya no creemos por tus palabras, sino que ahora 
sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo 
(Jn 4,42). En el encuentro vivo la fe se ha convertido en 
conocimiento, en «saber». A decir verdad, sería una ilusión si 
nos representáramos la vida de la fe simplemente como un 
camino rectilíneo de progreso. Puesto que la fe está ligada 
estrechamente a nuestra vida, con todos sus altos y sus bajos, 
hay siempre pasos hacia atrás que obligan a comenzar de 
nuevo. Toda etapa en la vida debe encontrar su propia 
madurez, y ello pasa siempre por una recaída en la inmadurez 
correspondiente. Y sin embargo podemos igualmente afirmar 
que en la vida de la fe crece también una cierta evidencia de 
 
13 «Lumen fidei facit videre ea quae creduntur.» S. Theol., II—
II q. 1, a. 4 ad 3; Pieper, op. cit., p. 374. 
esta fe. Su realidad nos alcanza, y la experiencia de una vida 
vivida en la fe nos asegura que de hecho Jesús es el Salvador 
del mundo. En este punto el segundo aspecto, del que 
hablábamos, se une al primero. En el Nuevo Testamento la 
palabra «santo» indicaba a los cristianos en general, los 
cuales, tampoco entonces, tenían todas las cualidades que se 
exigen a un santo canonizado. Pero con esta denominación se 
pretendía significar que todos estaban llamados, por su 
experiencia del Señor resucitado, a ser para los otros un 
punto de referencia, que pudiera ponerlos en contacto con la 
visión del Dios viviente propia de Jesús. Y eso es válido 
también para hoy. Un creyente, que se deja formar y conducir 
en la fe de la Iglesia, debiera ser, con todas sus debilidades y 
dificultades, una ventana a la luz del Dios vivo, y si 
verdaderamente cree, lo es sin duda alguna. Contra las 
fuerzas que sofocan la verdad, contra este muro de prejuicios 
que bloquea en nosotros la mirada de Dios, el creyente 
debiera ser una fuerza antagonista. Una fe aún en sus inicios 
debiera poder apoyarse en él. Como la samaritana se 
convierte en una invitación a Jesús, así la fe de los creyentes 
es por esencia un punto de referencia para la búsqueda de 
Dios en la oscuridad de un mundo tan hostil al mismo Dios. 
En este contexto es interesanterecordar que la Iglesia 
antigua, después del tiempo de los apóstoles, desarrolló como 
Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, no 
tenía estrategia alguna para el anuncio de la fe a los paganos, 
y sin embargo ese tiempo fue un período de gran éxito 
misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo 
no fue el resultado de una actividad planificada, sino el fruto 
de la prueba de la fe en el mundo como se podía ver en la 
vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La 
invitación real de experiencia a experiencia, y no otra cosa, 
fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la 
antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a 
la participación en esta vida, en la que descubría la verdad 
con la que la misma vida se nutre. Y al contrario, la apostasía 
de la edad moderna se funda en la caída de la verificación de 
la fe en la vida de los cristianos. En esto se demuestra la gran 
responsabilidad de los cristianos hoy día. Debieran ser puntos 
de referencia de la fe como personas que «saben» de Dios, 
demostrar en su vida la fe como verdad, a fin de convertirse 
así en indicadores del camino que recorren los otros. La 
nueva evangelización, que tanta falta nos hace hoy, no la 
realizamos con teorías astutamente pensadas: la catastrófica 
falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado 
evidente. Solo la relación entre una verdad consecuente 
consigo misma y la garantía en la vida de esta verdad, puede 
hacer brilla aquella evidencia de la fe esperada por el corazón 
humano; solo a través de esta puerta entrará el Espíritu en el 
mundo. 
c. Yo, tú y nosotros en la fe 
La mediación a través de Jesús y de los santos 
desemboca finalmente en una tercera reflexión. El acto de fe 
es un acto profundamente personal, ansiado en la más íntima 
profundidad del yo humano. Pero precisamente porque es 
totalmente personal, es también un acto de comunicación. El 
yo en su esencia más profunda se refiere al tú, y viceversa: la 
relación real, que se convierte en «comunión», puede nacer 
únicamente en la profundidad de la persona. El acto de fe, 
hemos dicho, es participación en la visión de Jesús, un 
apoyarse en Jesús; Juan, que se apoya en el corazón de Jesús, 
es un símbolo de todo cuanto la fe significa14. La fe y 
 
14 Entre Jn 1,18 ( «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo 
único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha 
explicado.») y Jn 13, 25 ( «Entonces él [el discípulo 
predilecto] apoyándose sin más en el pecho de Jesús, le 
comunión con Jesús es asimismo liberación de la represión 
que se opone a la verdad, liberación de mi yo de un cerrarse 
en sí mismo a una respuesta al Padre, en el sí del amor, el sí 
hacia el ser, el sí que significa nuestra redención y que vence 
al «mundo». 
La fe es, correspondientemente y desde su más íntima 
esencia, un «co-existir», fuera de aquel aislamiento de mi yo, 
que era su enfermedad. El acto de fe es apertura a la 
inmensidad, ruptura de las barreras de mi subjetividad —lo 
que Pablo describe con las palabras: «Ya no vivo yo, vive en 
mí Cristo» (Gal 2 , 2 0 )15. E l yo liberado, se encuentra en 
un yo mayor, nuevo. Pablo define como «volver a nacer» este 
proceso de disolución del primer yo y de su nuevo despertar 
en un yo mayor. Es este nuevo yo, hacia el que la fe me 
libera, me encuentro unido no sólo con Jesús, sino con todos 
aquellos que han recorrido el mismo camino. En otras 
palabras: la fe es necesariamente fe eclesial. Vive y se mueve 
en el nosotros de la Iglesia, unida con el yo común de 
Jesucristo. En este nuevo sujeto se rompe el muro entre yo y 
el otro; el muro que divide mi subjetividad de la objetividad 
del mundo y que me lo hace inaccesible, el muro entre mí y 
la profundidad del ser. En este nuevo sujeto yo estoy al 
mismo tiempo con Jesús, y todas las experiencias de la 
 
preguntó: Señor ¿quién es?») me parece que no obstante la 
diferencia de terminología (kólpos en 1,18; stézos en 13,25) y 
de planos, subsiste un cierto paralelismo: en la intimidad de 
Jesús con el Padre corresponde la cercanía amorosa del 
discípulo con Jesús; conforme a la participación de Jesús en 
el conocimiento del Padre, también el discípulo adquiere una 
parte en el conocimiento de Jesús. 
15 Cfr. mi trabajo sobre teología e iglesia citado en la nota 12, 
especialmente la p. 518s.; es muy útil R. Guardini, Das 
Chrisíusbild der paulinischen und johanneischen Schriften, 
Würzburg 19612, pp. 72-84. 
Iglesia me pertenecen también a mí, se han convertido en 
mías16. 
Naturalmente este renacer no se realiza en un 
momento, sino que atraviesa todo el camino de mi vida. Pero 
resulta esencial el hecho de que no puedo construir mi fe 
personal en un diálogo privado con Jesús. La fe o vive en este 
nosotros, o no vive. Fe y vida, verdad y vida, yo y nosotros 
no son separables, y sólo en el contexto de la comunión de 
vida en el nosotros de los creyentes, en el nosotros de la 
Iglesia, la fe desarrolla su lógica, su forma orgánica. 
Aquí puede surgir una pregunta: ¿dónde encuentro la 
Iglesia? ¿Dónde se hace visible para mi, como es en realidad, 
más allá de su doctrina ministerial y de su orden 
sacramental? Esta pregunta puede convertirse en una 
verdadera necesidad. Ysin embargo hoy se ofrecen junto a la 
parroquia, como espacio normal de la experiencia de fe, otras 
comunidades formadas recientemente, que nacen 
precisamente de esta comunión de la fe y le confieren de 
nuevo la frescura de una experiencia inmediata. Comunión y 
Liberación es uno de estos lugares de experiencia de Iglesia y 
de acceso a la comunión con Jesús, a la participación de su 
visión. Para que un movimiento de este tipo permanezca sano 
y verdaderamente fecundo, es importante mantener en su 
justo equilibrio dos aspectos. Por una parte una conducta 
similar debe ser realmente católica, es decir, llevar en sí 
misma la vida y la fe de todos los lugares y de todos los 
tiempos. Si no hunde sus raíces en este fundamento común, 
se convierte en sectorial e insensata. Pero por otra parte la 
Iglesia universal se hace abstracta e irreal si no se representa 
viva aquí y ahora, en este lugar y en este tiempo, en una 
comunidad concreta. De esta forma la vocación de 
movimientos semejantes, en las «comunidades» particulares, 
 
16 Cfr. las hermosas afirmaciones de R. Guardini, Die Kirche 
des Herrn, Würzburg 1965, pp. 59-70. 
de la clase que sean, es la de vivir una verdadera y profunda 
catolicidad, incluso renunciando a lo propio, si es necesario. 
Entonces se convierten en fecundas, porque sólo entonces 
son ellas mismas Iglesia: lugar donde la fe nace y lugar del 
renacer de la verdad. 
Esperanza 
1. Optimismo moderno y esperanza 
cristiana 
En la primera mitad de los años setenta, un amigo de 
nuestro grupo hizo un viaje a Holanda. Allí la Iglesia siempre 
estaba dando que hablar, vista por unos como la imagen y la 
esperanza de una Iglesia mejor para el mañana y por otros 
como un síntoma de decadencia, lógica consecuencia de la 
actitud asumida. Con cierta curiosidad esperábamos el relato 
que nuestro amigo hiciera a su vuelta. Como era un hombre 
leal y un preciso observador, nos habló de todos los 
fenómenos de descomposición de los que ya habíamos oído 
algo: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin vocaciones, 
sacerdotes y religiosos que en grupo dan la espalda a su 
propia vocación, desaparición de la confesión, dramática 
caída de la frecuencia en la práctica dominical, etc., etc. Por 
supuesto nos describió también las experiencias y novedades, 
que no podían, a decir verdad, cambiar ninguno de los signos 
de decadencia, más bien la confirmaban. La verdadera 
sorpresa del relato fue, sin embargo, la valoración final: a 
pesar de todo, una Iglesia grande, porque en ninguna parte se 
observaba pesimismo, todos ibanal encuentro del futuro 
llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general 
hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era 
suficiente para compensar todo lo negativo. 
Yo hice mis reflexiones particulares en silencio. ¿Qué 
se habría dicho de un hombre de negocios que escribe 
siempre cifras en rojo, pero que en lugar de reconocer sus 
pérdidas, de buscar las razones y de oponerse con valentía, se 
presenta ante sus acreedores únicamente con optimismo? 
¿Qué habría que pensar de la exaltación de un optimismo, 
simplemente contrario a la realidad? Intenté llegar al fondo 
de la cuestión y examiné diversas hipótesis. El optimismo 
podía ser sencillamente una cobertura, detrás de la que se 
escondiera precisamente la desesperación, intentando 
superarla de esa forma. Pero podía tratarse de algo peor: este 
optimismo metódico venía producido por quienes deseaban la 
destrucción de la vieja Iglesia y, con la excusa de reforma, 
querían construir una Iglesia completamente distinta, a su 
gusto, pero que no podían empezarla para no descubrir 
demasiado pronto sus intencione. Entonces el optimismo 
público era una especie de tranquilizante para los fieles, con 
el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente 
en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre 
ella. El fenómeno del optimismo tendría por tanto dos caras: 
por una parte supondría la felicidad de la confianza, aunque 
más bien la ceguera de los fieles, que se dejan calmar con 
buenas palabras; por otra existiría una estrategia consciente 
para un cambio en la Iglesia, en la que ninguna otra voluntad 
superior —voluntad de Dios— nos molestara, inquietando 
nuestras conciencias, y nuestra propia voluntad tendría la 
última palabra. El optimismo sería finalmente la forma de 
liberarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios 
vivo sobre nuestra vida. Este optimismo del orgullo, de la 
apostasía, se habría servido del optimismo ingenuo, más aún, 
lo habría alimentado, como si este optimismo no fuera sino 
esperanza cierta del cristiano, la divina virtud de la 
esperanza, cuando en realidad era una parodia de la fe y de la 
esperanza. 
Reflexioné igualmente sobre otra hipótesis. Era posible 
que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de 
la perenne fe liberal en el progreso: el sustituto burgués de la 
esperanza perdida de la fe. Llegué incluso a concluir que 
todos estos componentes trabajaban conjuntamente, sin que 
se pudiera fácilmente decidir cuál de ellos, cuando y dónde 
predominaba sobre los otros. 
Poco después mi trabajo me llevó a ocuparme del 
pensamiento de Ernst Bloch, para quien el «principio de la 
esperanza» es la figura especulativa central. Según Bloch, la 
esperanza es la ontología de lo aún no existente. Una filosofía 
justa no debe pensar en estudiar lo que es (habría sido 
conservadurismo o reacción), sino a preparar lo que aún no 
es, ya que lo que es, es digno de perecer; el mundo 
verdaderamente digno de ser vivido todavía debe ser 
construido. La tarea del hombre creativo es por tanto la de 
crear el mundo justo que aún no existe; para esta tarea tan 
elevada la filosofía debe desempeñar una función decisiva: se 
convierte en el laboratorio de la esperanza, en la anticipación 
del mundo del mañana en el pensamiento, en la anticipación 
de un mundo razonable y humano, que no se ha formado por 
casualidad, sino pensado y realizado por medio de nuestra 
razón. Teniendo como telón de fondo estas experiencias, lo 
que me sorprendió fue el uso del término «optimismo» en 
este contexto. Para Bloch (y para algunos teólogos que le 
siguen) el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la 
historia, y por tanto es necesario, en una persona que quiera 
servir a la liberación, para la evocación revolucionaria del 
mundo nuevo y del hombre nuevo1. La esperanza es por tanto 
 
1 Cfr. F. Hartl, Der Begriff des Chöpferische. 
Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz 
von Baader, Frankfurt a. M. 1979; G. Gutierrez, Theologie 
der Befreiung, München-Mainz 1982®, especialmente pp. 
200-207 (tr. it., Teología della Liberazione, Queriniana, 
Brescia). Análisis interesantes sobre la oposición entre 
optimismo y esperanza en J. Pieper, Uber das Ende der Zeit, 
München 19803, cfr. por ejemplo la página 85s., donde 
Pieper cita la tesis de J. Burckhardt, según la cual en toda 
Europa occidental subsiste el conflicto entre la 
Weltanschauung surgida de la Revolución francesa y la 
Iglesia, precisamente la Iglesia católica; conflicto que 
Burckhardt ve entre el optimismo y el pesimismo. A este 
respecto afirma Pieper: "De alguna forma puede ser verdad 
la virtud de una ontología de lucha, la fuerza dinámica de la 
marcha hacia la utopía. 
Mientras leía a Bloch pensaba que el «optimismo» es 
la virtud teológica de un Dios nuevo y de una nueva religión, 
la virtud de la historia divinizada, de una «historia» de Dios, 
del gran Dios de las ideologías modernas y de sus promesas. 
Esta promesa es la utopía, que debe realizarse por medio de 
la «revolución», que por su parte representa una especie de 
divinidad mítica, por así decirlo, una «hija de Dios» en 
relación con el Dios-Padre «Historia». En el sistema cristiano 
de las virtudes la desesperación, es decir la oposición radical 
contra la fe y la esperanza, se califica como pecado contra el 
Espíritu, porque excluye su poder de curar y de perdonar, y 
se niega por tanto a la redención2. En la nueva religión el 
«pesimismo» es el pecado de todos los pecados, y la duda 
ante el optimismo, ante el progreso y la utopía, es un asalto 
frontal al espíritu de la edad moderna, es el ataque a su credo 
fundamental sobre el que se fundamenta su seguridad, que 
por otra parte está continuamente amenazada por la debilidad 
de aquella divinidad ilusoria que es la historia. 
Todo esto me vino a la mente de nuevo cuando saltó el 
debate sobre mi libro Rapporto sulla fede, publicado en 
1985. El grito de oposición que se levantó contra este libro 
sin pretensiones, culminaba con una acusación: es un libro 
pesimista. En algún lugar se intentó incluso prohibir la venta, 
porque una herejía de este calibre sencillamente no podía ser 
 
calificar como optimismo la Weltanschauung de 1789 
(Burckhardt ve el optimismo en el "sentido de conquista" y 
"sentido de poder"); si bien presumiblemente un análisis más 
profundo debiera llegar a la desesperación como base que 
hiciera posible este optimismo". 
2 Cfr. la encíclica sobre el Espíritu Santo del papa Juan Pablo 
II: «La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste 
precisamente en el rechazo radical de la aceptación del 
perdón» (II, 6, 46). 
tolerada. Los detentadores del poder de la opinión pusieron el 
libro en el índice. La nueva inquisición hizo sentir su fuerza. 
Se demostró una vez más que no existe peor pecado contra el 
espíritu de la época que convertirse en rey de una falta de 
optimismo. La cuestión no era: ¿es verdad o no lo que se 
afirma?, ¿los diagnósticos son justos o no? Pude constatar 
que nadie se preocupaba en formular tales cuestiones fuera de 
moda. El criterio era muy simple: o hay optimismo o no, y 
frente a este criterio mi libro era, sin duda, una frustración. 
La discusión, encendida artificialmente, sobre el uso de la 
palabra «restauración», que no tenía nada que ver con lo que 
se decía en el libro, era solamente una parte del debate sobre 
el optimismo: parecía ponerse en cuestión el dogma del 
progreso. Con cólera, que sólo un sacrilegio puede evocar, se 
atacaba a esta supuesta negación del Dios Historia y de su 
promesa. Pensé en un paralelo en el campo teológico. El 
profetismo ha sido visto por muchos unido por una parte a la 
«crítica» (revolución), por otra al «optimismo», y de esta 
forma se ha convertido en el criterio central de la distinción 
entre verdadera y falsa teología. 
¿Por qué digo todoesto? Creo que es posible 
comprender la verdadera esencia de la esperanza cristiana y 
revivirla, únicamente si se mira a la cara a las imitaciones 
deformadoras que intentan insinuarse por todas partes. La 
grandeza y la razón de la esperanza cristiana vienen a la luz 
sólo cuando nos liberamos del falso esplendor de sus 
imitaciones profanas. 
Antes de iniciar la reflexión positiva sobre la esencia 
de la esperanza cristiana, me parece importante precisar y 
completar los resultados que hemos alcanzado hasta el 
momento. Habíamos dicho que existe hoy un optimismo 
ideológico que se podría definir como un acto de fe 
fundamental en las ideologías modernas. Añado ahora tres 
elementos importantes: 
1. El optimismo ideológico, este sustituto de la 
esperanza cristiana, debe ser distinto de un optimismo de 
temperamento y de disposición. Este es sencillamente una 
cualidad natural psicológica que puede ir unida a la esperanza 
cristiana, lo mismo que al optimismo ideológico, pero que de 
por si no coincide con ninguno de los dos. El optimismo de 
temperamento es algo hermoso y útil ante la angustia de la 
vida: ¿quién no se regocija ante la alegría y confianza que 
irradia de una persona? ¿Quién no lo desearía para sí mismo? 
Como todas las disposiciones naturales, un optimismo de este 
tipo es sobre todo una cualidad moralmente neutra; como 
todas las disposiciones debe ser desarrollado y cultivado para 
formar positivamente la fisonomía moral de una persona. 
Ahora bien, puede crecer mediante la esperanza cristiana y 
convertirse en algo más puro y profundo; al contrario, en una 
existencia vacía y falsa puede decaer y convertirse en pura 
fachada. Es importante para nuestra reflexión no confundirlo 
con el optimismo ideológico, pero también es importante no 
identificarlo con la esperanza cristiana, que (como ya se ha 
dicho) puede crecer sobre él, pero que como virtud teológica 
es una cualidad humana de otro nivel, mucho más profundo e 
importante. 
2. El optimismo ideológico puede sostenerse en una 
base liberal o marxista. En el primer caso es fiel al progreso 
mediante la evolución y mediante el desarrollo de la historia 
humana guiada científicamente. En el segundo es fiel al 
movimiento dialéctico de la historia, al progreso mediante la 
lucha de clases y la revolución. La divergencia entre estas 
dos corrientes fundamentales del pensamiento moderno son 
manifiestas; ambas se pueden fragmentar en múltiples 
variantes sobre el modelo de fondo: «herejías» que 
descienden del mismo tronco. Sin embargo, las oposiciones, 
visibles sobre todo en el campo político, no deben desviar 
nuestra atención de la profunda unidad última del 
pensamiento que actúa en ellas. Esa especie de optimismo es 
una secularización de la esperanza cristiana; se fundamenta, 
en último término, en el paso del Dios trascendente al Dios 
Historia. Aquí reside el profundo irracionalismo de esta vía, 
frente a toda su aparente racionalidad, que es sólo superficial. 
3. Finalmente debemos prestar atención a la estructura 
diversa del acto del «optimismo» y de «esperanza» para tener 
a la vista su esencia relativa. La finalidad del optimismo es la 
utopía del mundo, definitivamente y para siempre libre y 
feliz; la sociedad perfecta, en la que la historia alcanza su 
meta y manifiesta su divinidad. La meta próxima, que nos 
garantiza, por decirlo así, la seguridad del lejano fin, es el 
éxito de nuestro poder hacer. El fin de la esperanza cristiana 
es el reino de Dios, es decir la unión de hombre y mundo con 
Dios mediante un acto del divino poder y amor. La finalidad 
próxima, que nos indica el camino y nos confirma la justicia 
del gran fin, es la presencia continua de este amor y de este 
poder que nos acompaña en nuestra actividad y nos socorre 
allí donde llegan nuestras posibilidades al límite. La 
justificación íntima del «optimismo» es la lógica de la 
historia que anda su camino moviéndose inevitablemente 
hacia su último fin; la justificación de la esperanza cristiana 
es la encarnación del Verbo y del Amor de Dios en 
Jesucristo. 
Intentemos ahora acercar al lenguaje y a las reflexiones 
de nuestra vida cotidiana lo que hasta ahora se ha dicho en 
terminología más bien filosófica y teológica. Podemos decir: 
la finalidad de las ideologías es, en último término, el éxito, 
la realización de nuestros propios planes y deseos. Nuestro 
hacer y poder, en los que confiamos plenamente, son 
conscientes de ser conducidos y confirmados por una 
irracional tendencia evolutiva de fondo. La dinámica del 
progreso hace que todo sea justo: así me lo dijo hace poco 
tiempo un físico que se considera importante, cuando yo me 
atreví a expresar mis dudas acerca de algunas técnicas 
modernas en relación con el desarrollo de la vida humana 
sobre el nacimiento. La finalidad de la esperanza cristiana es, 
sin embargo, un don, el don del amor, que nos viene dado 
más allá de nuestras posibilidades operativas; tenemos la 
esperanza de que existe este don, que no podemos forzar, 
pero que es la cosa más esencial para el hombre que, 
consecuentemente, no espera ante el vacío con su hambre 
infinita; y la garantía es la intervención del amor de Dios en 
la historia, y de forma especial en la figura de Jesucristo, 
mediante el cual nos viene al encuentro el amor divino en 
persona. 
Todo esto significa que el producto esperado del 
optimismo lo debemos realizar nosotros mismos y tener 
confianza en que el curso, en sí ciego, de la evolución 
desemboque al final, en unión con nuestro propio hacer, en 
un justo fin. La promesa de la esperanza es un don que en 
cierto modo ya se nos ha dado y que esperamos de aquel que 
es el único que nos lo puede regalar: de aquel Dios que ya ha 
construido su tienda en la historia por medio de Jesús. 
Además todo esto significa lo siguiente: en el primer caso no 
hay nada que esperar en realidad; lo que esperamos debemos 
hacerlo nosotros mismos y no se nos da nada más allá de 
nuestro propio poder; en el segundo caso existe una 
esperanza real más allá de nuestras posibilidades, esperanza 
en el amor ilimitado, que al mismo tiempo es poder3. 
El optimismo ideológico es en realidad una pura 
fachada de un mundo sin. esperanza, un mundo que con esta 
fachada ilusoria quiere esconder su propia desesperación. 
Sólo así se explica la desmesurada e irracional angustia, el 
miedo traumático y violento que irrumpe, cuando un 
accidente en el desarrollo técnico o económico plantea dudas 
 
3 Cfr. mi trabajo Gottes Kraft, unsere Hoffnung, en 
«Klerusblatt» 67 (1987), pp. 342-347. 
sobre el dogma del progreso. El terror y la actitud violenta de 
una angustia, recíprocamente fomentada, que hemos vivido 
después de lo de Chernobyl, tenía en sí algo de irracional y 
de espectral, comprensible únicamente si detrás hay algo más 
profundo que no un suceso desafortunado, pero, a pesar de su 
importancia, limitado. La violencia de esta explosión de 
angustia es una especie de autodefensa contra la duda que 
puede amenazar la fe en una sociedad futura perfecta, ya que 
el hombre está por esencia dirigido al futuro. No podría vivir 
si este elemento de fondo de su ser quedara eliminado. 
En este momento debemos situar también el problema 
de la muerte. El optimismo ideológico es un intento de 
olvidar la muerte con el continuo discurrir de una historia 
dirigida hacia la sociedad perfecta. Aquí se olvida hablar de 
lo auténtico y al hombre se le calma con una mentira; ocurre 
siempre que la misma muerte se aproxima. En cambio la 
esperanza en la fe se abre hacia un verdadero futuro, más allá 
de la muerte, y solamente así el progreso se convierte en un 
futuro para nosotros, para mí, para todos. 
2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la 
esencia de la esperanza cristiana 
Para comprender desde dentro la esencia de la 
esperanza cristiana recurrimos al lugar donde 
fundamentalmente se manifiesta: la Biblia. No se trata de una 
búsqueda sistemática de sus afirmaciones

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