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TeologiaDeLosTresDiasElMisterioPascual-HansUsVonBalthasar

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HANS URS VON BALTHASAR
Teología de los tres días
El misterio pascual
encuentro'γτ 
ediciones lJ-
Título original 
Theologie der drei Tage
© 1990
Johannes Verlag, Einsiedeln, Freiburg 
© 2000
Ediciones Encuentro, S.A.
Traducción 
José Pedro Tosaus
Diseño de la colección: E. Rebull
Queda rigurosamente prohibida, sin la automación escrita 
de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones estable­
cidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta 
obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la 
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de 
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
ara cualquier información sobre las obras publicadas o en programa 
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: 
Redacción de Ediciones Encuentro 
Cedaceros, 3-2° - 28014 Madrid - Tel. 91 532 26 07
Sobre la nueva edición
En 1968 escribió el autor sobre esta obra: «En Cristo, Dios ha 
actuado sobre el mundo de manera insuperablemente concreta. La 
teología, que quiere reflexionar sobre esta actuación, debe ser, por 
consiguiente, lo más concreta posible. Así, no debe comprometer­
se enseguida con categorías generales como ‘reconciliación’, 
‘redención’ y ‘justificación’, sino ante todo intentar considerar dete­
nidamente la crucifixión, el estar muerto y la resurrección de Jesús. 
En la historia de la teología, no obstante, se abre una fisura entre 
la competente teología de escuela, que permanece de modo pre­
dominante en lo abstracto, y una teología espiritual, que contem­
pla con piedad, que acompaña las estaciones del vía crucis, pero 
a menudo se atasca en lo emocional y por eso no es tenida en 
cuenta por la teología ‘científica’».
La presente reedición recoge el texto sin modificaciones 
—según la separata publicada en 1969—, tal como apareció a la 
luz con el título «Mysterium Paschale* en la obra colectiva Mys­
terium Salutis, t. III/2, Benziger Verlag, Einsiedeln 1970, pp. 133- 
326 [trad, esp.: «El Misterio Pascual», en Mysterium Salutis, t. Ill, 
Madrid 1971, ρρ. 666-814]. Únicamente se ha dado a las notas 
numeración nueva por capítulos, y en las obras propias del autor 
se han señalado las nuevas ediciones. En lugar de los textos de 
las obras de Henri de Lubac citados aún en 1969 según las edi­
ciones francesas, se han indicado las traducciones alemanas apa­
recidas entre tanto. No se han modificado los lugares donde el 
autor hace referencia a otros trabajos contenidos en el mismo 
tomo de Mysterium Salutis Cp. ej. p. 102 y p. 222).
...inferno profundior, 
quia transcendendo subvehit» 
Gregorio I
ÍNDICE
I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN 13
1. Orientación de la encamación a la Pasión 14
2. La confirmación de la Escritura 15
3. La confirmación de la Tradición 20
4. La kénosis y la nueva imagen de Dios 22
5. Nuestro tema en la literatura espiritual 33
II. LA MUERTE DE DIOS COMO FUENTE DE SALVACIÓN,
REVELACIÓN Y TEOLOGÍA 45
1. El hiato . . 45
2. La «palabra de la cruz« y su lógica 48
3. Cruz y filosofía . 51
4. El puente sobre el hiato . 58
5- Aproximación experiencial al hiato 62
6. Cruz y teología 68
III. EL CAMINO HACIA LA CRUZ (VIERNES SANTO) 77
1. La vida de Jesús, orientada hacia la cruz 77
a. Existencia en la kénosis como obediencia hasta
la muerte de cruz . . . 77
b. Existencia consciente de la hora que llega 79
c. ¿Existencia como anticipación de la Pasión? 81
d. Existencia que arrastra 82
2. Eucaristía 83
a. Entrega espontánea ante la Pasión 83
b. Pan y vino: banquete y sacrificio 84
c. Comunión 86
3. El Huerto de los olivos 86
a. El aislamiento 86
b. La entrada del pecado 87
c. Reducción a la obediencia . 90
4. Entregado 92
5. Proceso y condena 96
a. Cristianos, judíos y paganos como sujetos
de la condena 97
b. La actitud de la Iglesia 99
c. La actitud de Jesús 101
6. Crucifixión 102
a. La cruz como juicio 102
b. Palabras desde la cruz 107
c. Los acontecimientos de la cruz 109
7. Cruz e Iglesia 111
a. El corazón abierto 111
b. Iglesia surgida de la cruz 112
c. Co-crucificada 115
8. Cruz y Trinidad 116
IV. LA IDA A LOS MUERTOS (SÁBADO SANTO) 129
1. Reflexión metodológica previa 129
2. El Nuevo Testamento 133
3. Solidaridad en la muerte 139
a. El seol 139
b. Como estado 141
c. Solidaridad . . 142
d. Carácter indefinible del estado de seol 143
4. El estar muerto del Hijo de Dios . 145
a. Experiencia de la muerte segunda 146
b. Experiencia del pecado como ta l. 149
c. Acontecimiento trinitario 150
5. La salvación en el abismo 152
a. El «purgatorio» . 153
b. La «desatadura de los lazos» 154
V. LA IDA AL PADRE (DOMINGO DE PASCUA) 163
1. La afirmación teológica fundamental 164
a. El carácter único de la afirmación 164
b. La forma trinitaria de la afirmación 174
c. El testimonio del Resucitado sobre sí mismo 186
2. Sobre la situación exegética 192
a. La aporía y los intentos de solución 192
b. Opciones de la exegesis 201
3. El despliegue plástico de los aspectos teológicos 208
a. Necesidad de la ilustración 208
b. El acontecimiento de la resurrección 210
c. El estado del Resucitado 212
d. Fundación de la Iglesia . 215
e. Existencia en el mysterium paschale 222
ABREVIATURAS 241
BIBLIOGRAFÍA 245
I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN
«Debemos considerar ahora el problema y el dogma que tan a 
menudo se han pasado en silencio, pero que precisamente por 
eso quiero examinar yo con mayor empeño: esta sangre de Dios 
derramada por nosotros, sangre preciosa y gloriosa: ...¿por qué y 
para qué se pagó tal precio?»1. Es la cuestión del sentido de la 
Pasión: ¿es inevitable tras la encamación? ¿No es al menos (como 
dicen los escotistas), respecto al objetivo principal —la glorifica­
ción del Padre a través del Hijo que lo recapitula todo en sí (Ef
1,10)—, algo sobreañadido y accidental? Pero si la Pasión es el 
centro de todo, y con ello también la encamación se convierte en 
camino hacia esa meta, ¿no resulta entonces la autoglorificación 
de Dios en el mundo dependiente del pecado del hombre, no se 
convierte Dios en un medio para alcanzar los fines de la creación? 
Evitando todo intento superficial de armonización2, hemos de 
mostrar a continuación cómo el hecho de centrar la encamación 
en la Pasión lleva ambas consideraciones a una congruencia 
plena y exuberante: al servir y lavar los pies a su criatura, Dios 
se revela hasta en lo más propio de su divinidad y manifiesta su 
gloria suprema.
A fin de poder percibir en esta introducción el papel central 
del triduum mortis para la teología entera, vamos a abarcar con 
la mirada, desde una altura todavía abstracta, la totalidad de la 
economía de la salvación (1); después vamos a interrogar a la 
Escritura (2) y la Tradición (3), para concluir con el problema de 
la kénosis (4), en la cual la encamación misma adquiere ya carác­
ter «pasional·.
1. Orientación de la encarnación a la Pasión
a. La imagen del hombre que nos presenta la revelación es radi­
calmente distinta del concepto de «animal rationale, mortale» que 
sugiere el empirismo. De hecho3, es «predestinado» y escogido 
«antes de la fundación del mundo» con la plenitud «de bendición 
celestial» para ser «santo e inmaculado» ante su creador (Ef 1,3-5), 
ciertamente «en el amado», en el Hijo, es decir, «en su sangre» 
(w. 6-7); de esa manera, todo el orden del pecado y la redención 
aparece en este pasaje abarcado e integrado, y esta primera idea 
del hombre está ya determinada por lo económico-trinitario. Sin 
duda, «el hombre» no es a los ojos de Dios «el primer hombre, 
Adán, un alma viviente», sin referencia al segundo, «el Espíritu dis­
pensador de vida* (1 Cor 15,45); pero la muerte, que entró en el 
mundo «por el pecado» (Rm 5,12), parte por la mitad el ser del 
hombre tal como Dios lo concibe: no hay filosofía ni religión capaz 
de completar el fragmento, la vida terrena que corre hacia la muer­
te, hasta constituir un todo con sentido4; no hay ninguna capaz de 
hallar más allá de la muerte la pieza que lo complete («inmortali­
dad del alma», «transmigración de las almas» o lo que sea):la ima­
gen rota por la mitad sólo puede ser restaurada desde Dios, por el 
«segundo Adán del cielo». El centro de esta acción restauradora es 
necesariamente el lugar mismo de la rotura: muerte, Hades, perdi­
ción en la lejanía de Dios. Un «sitio», por tanto, que se encuentra 
en el borde o fuera de la antropología corriente y al que tampoco 
apunta el adagio filosófico «Vivir es aprender a morir».
b. Desde el tema del «hombre mortal», a lo sumo se puede apor­
tar a nuestro planteamiento esto: que quien vive con vistas al «acto 
de la muerte» es siempre libre para imprimir al conjunto de su exis­
tencia este o aquel sentido global, sentido que, por tanto, perma­
nece in suspenso mientras el hombre vive. No pretendo afirmar 
con esto que, en el arrebatador acto de la muerte, el hombre sea 
por sí mismo capaz de dar a su existencia aquel sentido trascen­
dente que Dios previo para ella. Lo que quiero decir es que el sen­
tido de la vida terrena permanece, mientras ésta dura, indeciso y 
oculto; que sólo el muerto recibe en el juicio de Dios su orienta­
ción definitiva. Por eso tampoco el rescate del hombre por Cristo 
puede ser llevado a cabo definitivamente en el acto de la encar­
nación (entendido en sentido estricto), ni en la continuidad de la 
vida mortal, sino en el hiato de la muerte.
c. Consideremos eso mismo desde la perspectiva de Dios: si 
Dios quería hacer «desde dentro» la «experiencia» (πβιράζειν, cf. 
Hb 2,18; 4,15)5 de ser hombre6 para «desde dentro« levantar y sal­
var al hombre, debía poner el acento decisivo en el lugar en el 
que éste, pecador y mortal, se encuentra «al final» —perdido en 
la muerte sin por eso encontrar a Dios, hundido en el abismo de 
la tristeza, pobreza y oscuridad, en la «fosa»7, sin saber salir de ahí 
por sus propias fuerzas, para, en la experiencia de «estar acaba­
do», atar los cabos sueltos de la idea del hombre—: en la identi­
dad del Crucificado y el Resucitado.
d. Sólo cuando Dios mismo se ha procurado esta experiencia 
última de su mundo —que en la libertad humana tiene la posi­
bilidad de negar la obediencia a Dios y, con ello, de perder a 
Dios—, deja de ser mero juez de sus criaturas desde fuera y 
desde arriba; debido a su experiencia del mundo desde dentro, 
en cuanto humanado que conoce experimentalmente todas las 
dimensiones del ser mundano (hasta el abismo del infierno), se 
convierte en norma para el hombre: en cuanto el Padre (como 
creador) entrega al Hijo (como redentor) «todo el juicio» (Jn 5,22; 
cf. Hen 51), que desde ahora consiste en que «viene acompaña­
do de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por 
él harán duelo todas las razas de la tierra... Yo soy el Alfa y la 
Omega... Aquel que (como Traspasado) es, que era y que va a 
venir» (Ap 1,7-8; Jn 19,37; Za 12,10-14). Por tanto, la cruz (Mt
24,30), o mejor, el Crucificado, es el punto de referencia de toda 
existencia humana personal y social: en cuanto juicio último y 
redención «como por fuego» (1 Cor 3,15). Habrá que mostrar que 
en todo ello se cumple la «profecía» fundamental de la Antigua 
Alianza. Pero ante todo hay que decir, resumiendo estos cuatro 
primeros puntos, que en este acontecimiento no sólo llega el 
mundo a su meta por medio de Dios («soteriología»), sino que 
Dios mismo con ocasión de la perdición del mundo alcanza su 
más propia revelación y glorificación («teología», «doxología»).
2. La confirmación de la Escritura
El hecho de que los evangelios son «historias de la Pasión con 
una introducción amplia» (M. Kahler) es evidente, tanto por su 
estructura interna, como por su posición en el contexto de la
predicación de la Iglesia primitiva: las primeras predicaciones 
apostólicas fundamentalmente hablan sólo del morir y resucitar 
de Cristo; se pueden remitir para ello a una palabra del Señor: 
«Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre 
los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la con­
versión para perdón de los pecados a todas las naciones, empe­
zando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Le 
24,46-48). Los discípulos lo testimonian contando lo que han 
vivido y respondiendo de ello con su persona. Pablo seguirá esta 
línea exactamente, y los evangelistas la confirmarán con su expo­
sición. Pero, según muestra el pasaje que acabamos de citar, 
todos ellos aducen primeramente como prueba el Antiguo 
Testamento.
a. «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras,... 
fue sepultado y... resucitó al tercer día, según las Escrituras (1 Cor 
15,3s.; cf. Hch 26,22s.): Pablo transmite esta frase como «tradición». 
Así mismo, según 1 P 1,11, los profetas en general se dedicaron a 
investigar con antelación, en el «Espíritu de Cristo», «los sufrimien­
tos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían». Pruebas 
escriturísticas de la muerte y resurrección las aduce ya Pedro en 
su predicación de pentecostés (Hch 2,25ss.34ss.), y, según su pre­
dicación en el Templo (Hch 3,18.22s.), Dios dio cumplimiento al 
sufrimiento del Mesías junto con su resurrección, anunciados de 
antemano «por boca de todos los profetas». Ciertamente, se nece­
sita la perspectiva del cumplimiento para ver tal convergencia de 
toda la existencia «tipológica» de Israel en el triduum mortis, cier­
tamente, dicha convergencia no se puede deducir de textos ais­
lados como Is 53, Os 6,2, Jon 2,1 y los Salmos 16 y 110, pero, 
pese a todo, se puede demostrar estrictamente: desde la orienta­
ción global del pueblo hacia una meta trascendente, desde la teo­
logía del sacrificio (Rm 4,25; Hb), sobre todo desde la teología 
del mediador vicario entre Dios y los hombres, que, desde el 
Moisés del Deuteronomio (1,37; 3,26; 4,21) hasta el «siervo de 
Dios», pasando por Oseas, Jeremías y Ezequiel, irá mostrando 
cada vez más los rasgos del mediador entre Dios y el pueblo, 
entre cielo y tierra, que carga con toda culpa y con ello restable­
ce la alianza. Desde luego, si el punto de convergencia no vinie­
ra dado desde Dios —en la Nueva Alianza—, no se podría dedu­
cir sólo de la Antigua Alianza; pero precisamente lo inaprensible 
de su trascendencia y la incompatibilidad humana de los símbo­
los y teologúmenos que la sustentan constituyen una prueba 
negativa de que las afirmaciones positivas neotestamentarias son 
correctas8.
b) Es conocido el hecho de que, para Pablo, predicación del 
Evangelio y predicación de la cruz de Jesucristo (que se demues­
tra salvifica mediante su resurrección) coinciden (cf. 1 Cor 1,17)9. 
En Corinto no quiere saber otra cosa que la cruz de Cristo (1 Cor 
1,23; 2,2); ante los gálatas no quiere gloriarse en otra cosa que en 
la cruz (Ga 6,14). Ésta constituye el centro de la historia de la sal­
vación, pues en ella se cumple toda promesa, y sobre ella se hace 
pedazos toda ley con su carácter de maldición (Rm 4); es el cen­
tro de la historia de salvación porque lo reconcilia todo en el 
cuerpo crucificado, superando las categorías de «elegidos* y «no 
elegidos- (Ef 2,14ss.); es el centro de toda la creación y predesti­
nación, pues «antes de la fundación del mundo» nosotros fuimos 
destinados de antemano en la sangre de Cristo a ser hijos de Dios 
(Ef l,4ss.). Pablo mismo sólo quiere prestar el servicio de la pre­
dicación a la reconciliación universal de Dios en la cruz de Jesús 
(2 Cor 5,18), pero con ello no pretende anunciar un hecho his­
tórico entre otros, sino el cambio radical efectuado en la cruz y 
la resurrección, y la «nueva creación» de todas las cosas —«pasó 
lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17)— ; por consiguiente, la ver­
dad más honda de la historia. Dicha verdad resulta un escándalo 
para los judíos, una locura para los paganos, porque parece 
hablar de «debilidad y locura de Dios», pero precisamente por eso 
está dotada de una fuerza absoluta capaz de provocar la crisis, la 
juzgadora distinción y separación, que en la cruz manifiesta toda 
la «fuerza de Dios» (1 Cor 1,18.24). Esta fuerza es tan grande, que, 
paradójicamente, puede recoger y rescatarprecisamente en su 
ruina (Rm 11,26) al Israel que ha tropezado en la piedra angular 
(Rm 9,30ss.). La existencia cristiana es «reflejo» de la forma de 
Cristo: si uno murió por todos, todos murieron en principio (2 
Cor 5,14); la fe tiene que ratificarlo (Rm 6,3ss.), la existencia tiene 
que manifestarlo (2 Cor 4,10); y, si esta muerte tuvo lugar por 
amor «a mí» (Ga 2,20), mi respuesta debe ser una «fe» de total 
entrega a este destino divino, y el escándalo y las persecuciones 
se convierten en timbres de gloria del cristiano (Ga 5,11; 6,12-14).
c. Los sinópticos cuentan toda la historia previa a la Pasión a 
la doble luz de la cruz y la resurrección de Jesús. La cruz no es 
en ellos «un acontecimiento aislado,... sino el acontecimiento al
que va encaminada la historia de su vida y por el cual otros acon­
tecimientos reciben su sentido»10. El continuo resplandor de la luz 
de la resurrección en la historia de la vida hace que las sombras 
de la cruz parezcan aún más tenebrosas: en ninguna parte tiene 
esta luz un efecto que apunte al docetismo. La vida de Jesús está 
bajo el 8el, el imperativo del «sufrir mucho» (Me 8,31 par; Le 
17,25; 22,37; 24,7.26.44). A ello tiende su actitud de servicio: sien­
do así que él tenía el derecho a actuar como señor, su servicio va 
hasta la entrega de la vida como rescate por muchos (Me 10,45). 
A ello tiende la tentación, que no concluyó con la del desierto 
(Le 4,13), y que la carta a los Hebreos ve juntamente con todo el 
sufrimiento de su vida (2,18; 4,15), el «suspirar» de Jesús por la 
generación con la que debe vivir (Me 8,12) y que le parece «inso­
portable» (Me 9,19). Tan pronto como da signos suficientes de su 
misión divina, plantea la cuestión de la confesión, e, inmediata­
mente después, el tiempo restante hasta la Pasión queda jalona­
do por los anuncios de su padecer (Mc 8,31s.; 9,30s.; 10,32s.). Los 
discípulos responden al primero deliberando sobre «qué era eso 
de ‘resucitar de entre los muertos’» (9,10); la segunda vez, con 
incomprensión y temor a preguntar (9,32); la tercera, cuando 
Jesús «con voluntad decidida» (Le 9,51) les precede en el camino 
hacia Jerusalén, «estaban sorprendidos y los que le seguían tenían 
miedo» (Me 10,32). Cuando habla del seguimiento, menciona la 
cruz como forma fundamental y quintaesencia de la abnegación 
(Mc 8,34s.), como «beber la copa» o «ser bautizados con el bau­
tismo» (10,38). Él mismo desea ardientemente este final (Le 
12,50), lo mismo que desea ardientemente la cena en que final­
mente puede repartir su carne sacrificada y su sangre derramada 
(Le 22,15). Pese al imperativo divino que determina su camino, 
todo sucede en perfecta libertad, con disposición soberana de sí 
mismo. Sabe lo que hace cuando provoca a sus adversarios (que 
ya muy pronto buscan «cómo eliminarle», Me 3,6): lo hace que­
brantando la costumbre sabática, distinguiendo entre lo original 
y lo añadido en la Ley, finalmente poniéndose por encima de la 
entera potestad de la Ley, cuyo único intérprete auténtico es él 
(Mt 5,21ss.). Su autoridad es poder sobre todo imperio hostil a 
Dios: él es «el más fuerte», numerosos milagros demuestran esta 
exousía, pero él paga tal autoridad con su fuerza (Me 5,30 par), 
conforme al paulino «cuando soy débil, entonces es cuando soy 
fuerte» (2 Cor 12,10). Si en Lucas se habla de la Pasión durante la
transfiguración (Le 9,31), en Marcos, inmediatamente después: en 
ese pasaje se dice del precursor Juan-Elías que (Herodes-Jezabel) 
hicieron con él lo que quisieron; lo mismo le pasará al Hijo del 
hombre (Mc 9,12s.): el precedente es tal en el martirio.
También el evangelio de Ju an está dominado por el «es preci­
so» (3,14; 20,9; cf. 12,34), que al mismo tiempo es soberana liber­
tad (Jn 10,18; 14,31b; 18,11). Pero en este caso, camino y meta 
(ésta como paso al Padre en la unidad de muerte y resurrección) 
están tan integrados, que el sufrimiento (18,4-8) se interpreta 
como autoconsagración de Jesús por los hombres que Dios le ha 
dado (17,19) y como prueba del más alto amor por los amigos 
(15,10). Este amor exige como contrapartida, no sólo la misma 
«entrega por los hermanos» (1 Jn 3,169, sino, por decirlo así, el 
alegre dejarse atraer del Señor amado a la muerte que le lleva de 
vuelta al Padre (Jn 14,28). Pero la sombra que la cruz proyecta 
ante él es tan pesada, que Jesús ya antes «derrama lágrimas» y «se 
turba» (ll,33ss.); en su turbación quisiera huir de la «hora», y sin 
embargo persevera (12,27-28). «Hacerse carne», lo mismo que «no 
ser recibido» (1,14.11), es de antemano «ser triturado» (6,54.56), 
morir y desaparecer en la tierra (12,24), ser «elevado» en la muer­
te-resurrección como la serpiente, en la cual se reúne y mata todo 
veneno (3,14), como el uno que de buen grado se sacrifica por 
los muchos —por más de los que los asesinos creen— (ll,50ss.), 
como pan de vida que desaparece en las fauces del traidor 
(13,26), como luz que brilla en la tiniebla que no la recibe y por 
esa razón le echa mano (1,5). Y eso tan esencialmente, que el jui­
cio subsistente que es él no juzga (12,47; 3,17), sino que a través 
de su existencia como amor se produce una inexorable escisión 
y crisis: aceptación o rechazo (3,19s.), tanto más radical, cuanto 
más hondamente se ha desvelado la palabra del amor: el amor 
sin motivo corresponde al odio sin motivo (15,22ss.). Los cristia­
nos habrán de vérselas con la misma oposición (15,18s.; l6,l^í). 
Del prólogo parte una línea que va hasta el lavatorio de los pies 
—el gesto que compendia la especial unidad joánica de inexora­
bilidad y ternura, de innegable autoabajamiento y elevadora puri­
ficación— y, pasando por él, llega hasta la gran oración de des­
pedida —en que a la «hora» de la cruz entrega todo al Padre—, y 
hasta la escena de Tiberíades, en la cual la Iglesia ministerial es 
colocada bajo la ley del mayor amor, y por tanto del seguimien­
to hasta la cruz.
El Nuevo Testamento en su conjunto converge hacia la cruz y 
la resurrección. Desde ellas, y a su luz, también la Antigua 
Alianza se convierte a su vez en un único preludio orientado al 
triduum mortis, que es a la vez centro y fin de los caminos de 
Dios.
3- La confirmación de la Tradición
Desde luego, no hay ningún principio teológico en el que 
Oriente concuerde tanto con Occidente, como en el de que la 
encarnación tuvo lugar para la redención de la humanidad en la 
cruz. Oriente —únicamente de él nos ocupamos aquí—, no sólo 
ha profesado de forma constante una profunda devoción a la 
cruz11, sino que ha enmarcado y sostenido siempre en el contex­
to de la economía global de la obra divina de la redención una 
teoría que le es propia: la asunción de un individuo de entre la 
masa entera de la humanidad (entendida como una especie de 
universale concretum) afecta y santifica a ésta en su conjunto. 
«Asumir al hombre» significa precisamente asumir su destino con­
creto junto con el sufrimiento, la muerte y el infierno en solida­
ridad con todos los hombres. Oigamos a los Padres mismos...
Tertuliano: «Christus mori missus nasci quoque necessario 
habuit ut mori posset»12. Atanasio: «El Logos, que en sí no podia 
morir, asumió un cuerpo que podía morir, para ofrecerlo por todos 
como propio»13. «El Logos impasible cargó con un cuerpo..., para 
asumir en sí lo nuestro y ofrecerlo como sacrificio..., para que el 
hombre entero obtenga la salvación»14. Gregorio de Nisa: «Si le pre­
guntamos al misterio, más bien dirá que su muerte no fue conse­
cuencia de su nacimiento, sino que asumió el nacimiento para 
poder morir»15. Siguiendo la tradición de Ireneo, insiste Hipólito en 
que Cristo hubo de asumir la misma materia de que que estamos 
formados nosotros; de'otro modo no habría podido exigir de noso­
tros cosas que él mismo no había hecho. «Pero para hacerse igual 
a nosotros tomó sobre sí lo penoso, quiso pasar hambre y sed, dor­
mir, no resistir al sufrimiento, obedecer a la muerte, resucitar visi­
blemente. En todo ello ofreció su propia humanidad como sacrifi­cio de primicias»16. Para Gregorio Nacianceno, la humanación es 
asunción de la maldición de la humanidad, y sólo asumiendo todas 
las partes del hombre afectadas por la muerte —cuerpo, alma,
espíritu—, podía él, como fermento en la masa, santificarlas 
todas17. Crisóstomo no dice otra cosa18. Para Cirilo de Alejandría, 
Cristo se hizo por nosotros «maldición», al asumir un cuerpo para 
el rescate de los hombres19. Dios previo en la creación la reden­
ción realizada a través de Cristo20. De los griegos, esta idea pasa a 
la teología latina. León Magno: «In nostra descendit, ut non solum 
substantiam, sed etiam conditionem naturae peccatricis assume­
ret»21. «Nec alia fuit Dei Filio causa nascendi quam ut cruci possit 
affigi»22. Hilario: «En (todo) lo demás se muestra ya la disposición 
de la voluntad paterna: la virgen, el nacimiento, el cuerpo. Y des­
pués: la cruz, la muerte, el mundo inferior: nuestra salvación»23. No 
otra cosa dice Ambrosio24. Para Máximo el Confesor, la secuencia 
de humanación, cruz, resurrección, ofrece al que cree y reflexiona 
teológicamente una visión cada vez más profunda de la creación 
del mundo: «El misterio de la humanación de la Palabra contiene 
la explicación en compendio de todos los enigmas y figuras de la 
Escritura, así como el sentido de todas las criaturas sensibles y espi­
rituales. Pero quien conoce el misterio de la cruz y de la sepultu­
ra, conoce las verdaderas razones (logoi) de todas esas" cosas; 
quien, finalmente, se adentra en la fuerza escondida de la resu­
rrección, experimenta la meta final, por la cual Dios lo creó todo 
desde el principio»25. Nicolás Cabasilas ofrece la razón soteriológi- 
ca de este paso: «Puesto que los hombres se distinguen de Dios en 
tres maneras: por su naturaleza, por su pecado y por su muerte, el 
redentor hizo que lo encontraran sin obstáculos y se unieran inme­
diatamente con él. Para ello eliminó una tras otra todas esas resis­
tencias: la primera, participando de la naturaleza humana; la 
segunda, muriendo en la cruz; y finalmente, el último muro de 
división, cuando al resucitar desterró completamente de nuestra 
naturaleza la tiranía de la muerte»26.
Estos pasajes muestran, en primer lugar, que la humanación 
está ordenada en definitiva a la cruz; acaban así con un mito 
difundido en los libros de teología, el de que en la teología grie­
ga, al contrario que en la latina, la «redención» tuvo lugar funda­
mentalmente en el acto de la humanación, respecto a la cual la 
cruz sólo sería una especie de epifenómeno; con ello contradicen 
también el mito moderno (que pretende apoyarse en aquel otro 
que acabamos de mencionar) de que el cristianismo es ante todo 
«encamacionismo», enraizamiento en el mundo (profano), y no un 
morir a este mundo27.
Pero estos pasajes muestran en segundo lugar, y en un plano 
más profundo, que quien, dice humanación dice ya cruz. Por dos 
razones: porque el Hijo de Dios asume la naturaleza humana en 
su estado caído, por tanto con el gusano que en ella habitaba de 
la mortalidad, la fragilidad, la alienación y la muerte, tal como 
entró en el mundo por el pecado. Así Agustín: «Ex quo esse inci­
pit in hoc corpore, in morte est. An potius et in vita et in morte 
simul est»28. Por eso puede Bernardo aventurar esta afirmación: 
«Fortasse crux ipsa nos sumus, cui Christus memoratur infixus... 
‘Infixus sum in limo profundi’ (Ps 28,3): quoniam de limo plas­
mati sumus. Sed tunc quidem limus paradisi fuimus, nunc vero 
limus profundi: barro y fango del abismo»29. La segunda razón 
estriba, no en la condición del hombre asumido, sino en la del 
Logos que asume: hacerse hombre es para él ya, en un sentido 
muy oculto pero muy real, abajamiento; incluso, como dicen 
algunos, abajamiento más profundo que el camino mismo hasta 
la cruz. Con ello se plantea una nueva cuestión de la Pasiología: 
no ya la (horizontal) entre pesebre y cruz, sino la vertical entre 
cielo y pesebre: la cuestión de la kénosis.
tfA 4. La kénosis y la nueva imagen de Dios
La doctrina de la kénosis50 es tan difícil, desde el punto de 
vista de la exégesis51, la historia de la Tradición52 y el dogma55, 
que aquí sólo podemos tratarla de modo somero, únicamente en 
la medida en que resulta indispensable para nuestro tema. La afir­
mación principal del antiquísimo himno de Flp 2, prepaulino y 
completado por Pablo, es: «El cual (el antecedente es ‘Cristo’), 
siendo de condición divina, no codició (o: no consideró como 
presa codiciable, como un privilegio que se debía mantener a 
toda costa) el ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo 
tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y 
apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, 
haciéndose obediente hasta la muerte», y Pablo añade: «y una 
muerte de cruz». Después el himno continúa: «Por eso Dios lo 
exaltó (sobremanera: ύπερ-) y le otorgó el Nombre que está sobre 
todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble 
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confie­
se que Cristo Jesús es el Señor (.Kyrios) para gloria de Dios
Padre». Puede considerarse probado que el sujeto que «se vacía», 
al tomar la condición de esclavo, no es el Cristo ya humanado, 
sino el supracósmico que es de condición divina; además, que en 
esta primera kénosis está ya contemplada la segunda: también 
como hombre, no codiciar la misma (ομοίωμα y σχήμα son más 
o menos sinónimos de μορφή) condición que la de los demás, 
sino abajarse en la obediencia aún más profundamente: hasta la 
muerte de cruz. Si la afirmación fundamental atañe al Logos pre­
cósmico, άρπαγμά? (referido a la condición divina), no remite a 
algo que se alcanza violenta o indebidamente, sino a una «cosa 
preciosa que se ha de conservar a toda costa, aun cuando se 
posea legítimamente»: tal cosa no puede ser otra que la (condi­
ción de) gloria (expresada en la última frase en relación con el 
Padre), que se abandona en la kénosis. Ahora bien, es muy cier­
to que, como dice E. Käsemann34, no se debe sobrecargar el texto 
proyectando sobre él la interpretación de la doctrina dogmática 
: de las dos naturalezas, sino más bien ver en él sólo «la sucesión 
j de distintas fases en la continuidad de un único drama de salva- 
j ción», y así hablar con P. Henry de «conditions» (en lugar de natu- 
¡ ralezas) del sujeto. No obstante, la cuestión sigue en pie: si se 
quiere entender cristianamente esto (quizás en su origen un 
«esquema mítico») y nos vemos obligados por ello a explicarlo en 
I el horizonte de la cristología, y por tanto de la doctrina de la 
i Trinidad, se debe admitir un «acontecer» en el Dios supracósmico 
I e «inmutable»; y dicho acontecer, que se describe con las palabras 
I «vaciamiento» (anonadamiento) y «abajamiento», es un «abandono» 
i de la «semejanza divina» (ίσα θεω), en lo que atañe a la preciosa 
1 posesión de la «gloria».
El verdadero problema permaneció oculto mucho tiempo, 
mientras con los arríanos se negó la igualdad de esencia del Hijo 
con el Padre (daba igual que άρπαγμά? se interpretara como res 
rapienda o rapta), o con los gnósticos se hizo al Logos asumir 
sólo un cuerpo aparente (lo cual excluía una kénosis), o con 
Nestorio se puso el acento en el «ascenso» de un hombre a la dig­
nidad de Hombre-Dios: así sólo entraba en acción la segunda 
parte del himno. En su lucha contra este triple frente herético, a 
la ortodoxia le correspondió, junto con la ventaja de tomar el 
texto literalmente, toda la dificultad de su explicación. Había que 
atravesar un desfiladero: por un lado, no defender la inmutabili­
dad de Dios hasta el punto de afirmar que en el Logos precós­
mico, que procedió a la humanación, no aconteció nada real; por 
Qtrp lado, no dejar que ese acontecimiento real degenerara en 
(teopasqüismo?5.
^'A4a-orfodoxia se le ofreció una primera idea fundamental que 
pudo ser utilizada por Atanasio contra Arrio y Apolinar, por 
Cirilo contra Nestorio, por León contra Eutiques: la decisión de 
Dios de hacer que el Logosse hiciera hombre significa para éste 
una verdadera humillación y abajamiento, tanto más, cuanto que 
la condición histórica en que se encontraba la humanidad peca­
dora estaba ya desde siempre patente. Atanasio establece el 
movimiento fundamental de lo acontecido en Cristo: descenso, 
no ascenso; cita Flp 2 y prosigue: «¿Qué podría ser más lumino­
so y convincente que estas palabras? Por tanto, no pasó de 
menos a más, sino que, siendo Dios, tomó la condición de escla­
vo, y con ello no fue a más, sino que se rebajó». Era más bien el 
hombre el que necesitaba elevación «a causa de la bajeza de la 
carne y de la muerte». El Logos, que no necesitaba de ninguna 
elevación, tomó esta condición y «por nosotros padeció como 
hombre la muerte en su carne, para así ofrecerse en la muerte al 
Padre por nosotros» y levantarnos consigo hasta la altura que a 
él le corresponde desde la eternidad30. Aquí estriba también el 
principal punto fuerte de Cirilo contra una cristología nestoriana 
que hoy nosotros calificaríamos de «antropología dinámico-tras- 
cendental»: Cirilo no piensa desde la estructura «abierta», que se 
trasciende, del hombre, sino desde la renuncia a sí mismo de 
Dios y desde su amor descendenté37. La humanacjóarae-es-para 
Dios un «incremento», sino un vaciagiiento38. Según Cirilo, cier­
tamente la humanación no'mócíIFica nada en la condición divina 
(y por tanto tampoco en la gloria) del Logos eterno; pero, vista 
precósmicamente, es un acto completamente libre en el cual él 
acepta los límites (μέτρον aparece una y otra vez) y la άδοξία39 
de la naturaleza humana, lo cual supone «un vaciamiento de la 
plenitud» y un «abajamiento de lo elevado»40. La misma preocu­
pación por conectar la integridad y la impasibilidad de la divini­
dad con la promoción del hombre a través de la asunción humi­
llante («divinitatem usque ad humana submisit») de la «conditio 
naturae peccatricis»41, caracteriza a León Magno. En la línea de lo 
que aquí queremos destacar sobre todo, dice Hilario de la huma- 
nación (y no explícitamente de la cruz): «Su bajeza es nuestra 
nobleza, su debilidad es nuestra honra»42, y habla de la «debili­
dad del abajamiento asumido», de la »disminución de la fuerza 
indescriptible hasta la paciente aceptación del cuerpo»43. Luis de 
Granada dirá en esta línea que la humanación es para Dios más
I humillante que la cruz44. Con un abajamiento, dice Agustín,
. comienza la humanación45.
’ Pero, ¿es esta afirmación intrínsecamente compatible con 
aquélla sobre la inmutabilidad de. Dios —y por consiguiente tam­
bién con la de la gloria del Hijo junto a Dios Padre—? Si volve­
mos la vista sobre el himno de Flp 2 desde la cristología madura 
de Éfeso y Calcedonia, y lo hacemos con la voluntad de no vio­
lentar la fuerza «dogmática» de su testimonio, no podremos 
menos de captar en su lenguaje arcaico, que balbucea el miste­
rio, un algo más que las fórmulas así fijadas de la inmutabilidad 
de Dios no dejan que se haga realmente tangible; se siente ese 
resto al que intentan llegar los kenóticos alemanes, ingleses, 
rusos, de los siglos XIX y XX.
Pero además tenemos también los esfuerzos casi sobrehuma­
nos de Hilario por expresar íntegramente el misterio de la kéno- 
sis, esfuerzos que, si no nos satisfacen plenamente, tal vez nos 
pongan, no obstante, sobre la pista correcta. Para Hilario, todo 
se produce en virtud de la soberana libertad divina (y, por tanto, 
de su imperio y majestad), en cuyo poder está «despojarse por 
obediencia en la (posible) asunción de la condición de esclavo, 
y despojarse de la condición de Dios»46: por consiguiente, per­
maneciendo en sí (pues todo sucede por el poder de su sobera­
nía), abandonarse (en su condición gloriosa). Si ambas formas 
(μορφαί) fueran sencillamente compatibles (como pensaban los 
tres grandes doctores antes mencionados), en Dios no acontece­
ría nada en realidad. Desde luego, el sujeto permanece el 
mismo: «Non alius est in forma servi quam qui in forma Dei est», 
pero es inevitable un cambio de estado: «Cum accipere formam 
servi nisi per evacuationem suam (!) non potuerit qui manebat 
(¡ύπαρχων!) in Dei forma, non conveniente sibi formae utriusque 
concursu»47 Se produce una duplicidad que sólo se elimina 
mediante la elevación de la condición de esclavo a la condición 
gloriosa del Kyrios48. En medio de ambas se encuentra la «vacui­
tatis dispensatio»49, que no modifica (non demutatus) al Hijo de 
Dios, sino que significa un ocultarse dentro de sí mismo ( intra 
se latens), un «vaciarse en el interior de su potestad» ( intra suam 
ipse vacuefactus potestatem)9*, por tanto sin pérdida de su libre
poder divino (cum virtutis potestas etiam in evacuandi se potes­
tate permaneat)^.
A estas afirmaciones les falta simplemente una dimensión: la 
trinitaria, es decir, la de las personas como procesiones, relacio­
nes y misiones. Es la dimensión que aparece como neotestamen- 
taria en el himno de Flp 2, sin todavía poseer otro material con­
ceptual para la expresión de sí, que el aplicado al concepto 
veterotestamentario de Dios. El acento recae, pues, sobre la afir­
mación: «Aun siendo de condición divina» (dicho dogmáticamen­
te: aun participando όμοουσίω? de la esencia divina), «creyó él 
que no debía aferrarse a ella como a una posesión propia pre­
ciosa e inalienable»: si este aferrar podía ser una propiedad fun­
damental del Dios veterotestamentario, que no comparte ni 
puede compartir con nadie más su honor y gloria, que se contra­
diría a sí mismo si renunciara a ellos, dicha propiedad no sirve 
ya para caracterizar a «Jesucristo» en cuanto sujeto precósmico, y 
por tanto divino. Él se puede permitir, por decirlo así, renunciar 
a su gloria; es tan divinamente libre, que puede atarse en la obe­
diencia de esclavo. En esta separación de ambas imágenes de 
Dios, el Hijo que se despoja queda contrapuesto por un momen­
to al Dios Padre dibujado todavía de algún modo con colores 
veterotestamentarios (Flp 2,11); pero la reflexión teológica conci­
lia pronto esta contraposición: es el Padre mismo quien no «cree 
que deba aferrarse» a su Hijo, sino que lo «entrega» ( tradere. Jn 
19,11; Rm 4,25; 8,32; dare: Jn 3,16; 6,32, etc.), y el Espíritu es defi­
nido continuamente como el «don», de ambos.
No se trata, por tanto, de una especie de tentación «mítica», 
precósmica, del Hijo (como hombre primordial), que le induzca 
a apoderarse inmediatamente de la gloria suprema sin humana- 
ción. Tampoco tenemos aquí un paralelo con Adán, quien, deso­
yendo el mandato de Dios que le exigía obediencia, «arrebató» la 
manzana52. El tema en cuestión es más bien, al menos soterrada- 
mente, el viraje decisivo en la visión de Dios: éste no es princi­
palmente «poder absoluto», sino absoluto «amóñfsu soEeraníano 
se manifiesta aférfándose arlonjrcrpio, sino entregándolo: de esa 
manera, dicha sob'éráñíá" se extiende más allá, de la contraposi­
ción ultramundana:enixe poder e impotencia. Él despöjämlento 
de Dios (en la humanación) tiene su posibilidad óntica en la eter­
na condición despojada de Dios, en su entrega tripersonal. 
Partiendo de ella, tampoco la persona creada se ha de definir ya
principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro­
fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan­
za de Dios), su definición será «vuelta a sí (reflexio completa) 
desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde 
sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos 
«pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir 
que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como 
si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera 
integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos. 
Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que 
intento decir más bien es que —como Hilario intentó demostrar 
a su manera— el «poder» divino está constituido de tal manera, 
que puede disponer en sí mismo el espacio para un despoja- 
miento de sí, como es la humanación yla cruz, y puede perse­
verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición 
de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu­
ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la 
«maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 806).
Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor­
dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura 
y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo­
queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos 
(la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de 
la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad 
de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de 
que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la 
gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y 
se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de 
que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi­
do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en 
su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda­
vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad 
de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S. 
Víctor.
Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles 
del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la 
frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de 
Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la 
imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la 
muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi-
principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro­
fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan­
za de Dios), su definición será «vuelta a sí ( reflexio completa) 
desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde 
sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos 
«pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir 
que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como 
si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera 
integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos. 
Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que 
intento decir más bien es que — como Hilario intentó demostrar 
a sü manera— el «poder» divino está constituido de tal manera, 
que puede disponer en sí mismo el espacio para un despoja- 
miento de sí, como es la humanación y la cruz, y puede perse­
verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición 
de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu­
ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la 
«maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 80ό).
Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor­
dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura 
y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo­
queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos 
(la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de 
la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad 
de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de 
que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la 
gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y 
se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de 
que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi­
do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en 
su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda­
vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad 
de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S. 
Víctor.
Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles 
del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la 
frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de 
Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la 
imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la 
muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi-
derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie­
ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo«53. O la 
del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de 
que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la 
adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo­
nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande«54. Cirilo 
llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso­
tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de 
alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la 
TrénosisT apoyándose en pasajes así, como revelación de toda la 
Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa­
rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue, 
en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la 
creación del hombre57.
Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar­
nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación 
existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma­
nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e 
Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria­
mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial 
durante el «tiempo* de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu 
Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado 
también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten­
taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri­
mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570). 
Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi­
na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par­
ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para 
Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)* y «actual­
mente (en cuanto al uso: χρήσις)* nada más que allí donde la voluntad 
de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio 
tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omni- 
presenda, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo 
oculta (κρύφια) según la economía. La escuela de Gießen sigue a 
Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la 
communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha 
a éste haber caído en el «extra calvinisticum*, según el cual, induso 
durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra car- 
nein) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana-
derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie­
ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo»53. O la 
del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de 
que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la 
adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo­
nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande»54. Cirilo 
llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso­
tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de 
alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la 
Icénosls^poyandbse en pasajes ”así7como revelación de toda la 
Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa­
rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue, 
en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la 
creación del hombre57.
Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar­
nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación 
existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma­
nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e 
Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria­
mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial 
durante el «tiempo»de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu 
Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado 
también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten­
taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri­
mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570). 
Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi­
na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par­
ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para 
Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)» y «actual­
mente (en cuanto al uso: χρήσις)» nada más que allí donde la voluntad 
de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio 
tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omni­
presencia, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo 
oculta (κρύψι?) según la economía. La escuela de Gießen sigue a 
Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la 
communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha 
a éste haber caído en el «extra calvinisticum», según el cual, incluso 
durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra car- 
není) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana-
ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre 
otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de 
un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute­
ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo 
consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven 
lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las 
categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las 
propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y 
sitúan la humanación dentro de su marco.
Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel, 
para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace 
finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el 
punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado, 
sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino·*, 
como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades 
«relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo­
tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro­
piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado 
que esta autorxestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y 
es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será 
más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en 
una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se 
sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se 
convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge 
y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam­
bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter­
na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del 
mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver­
dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de 
Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras­
cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el 
horizonte veterotestamentario.
Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el 
idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la 
teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci­
tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la 
evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial 
es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el 
realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por 
la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri-
ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre 
otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de 
un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute­
ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo 
consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven 
lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las 
categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las 
propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y 
sitúan la humanación dentro de su marco.
Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel, 
para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace 
finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el 
punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado, 
sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino-, 
como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades 
«relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo­
tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro­
piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado 
que esta autorrestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y 
es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será 
más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en 
una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se 
sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se 
convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge 
y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam­
bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter­
na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del 
mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver­
dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de 
Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras­
cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el 
horizonte veterotestamentario.
Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el 
idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la 
teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci­
tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la 
evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial 
es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el 
realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por 
la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri­
ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de 
la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí­
rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no 
puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea­
ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción- de Dios, pero pre­
cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvela- 
miento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se 
encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la 
renuncia es la prueba suprema del amor-. Así piensa Gore61, al que 
sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos 
débiles de Gore, intenta conciliarias categorías ónticas tradicionales con 
las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas 
y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien­
cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra: 
no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe 
la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter­
no con el Padre y con el mundo que no esté condicionadapor la auto- 
limitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie­
rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del 
mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su 
único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del 
misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era 
imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña­
dido·* a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa­
mente άρπαγμό?, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia 
—especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer·» punto que per­
mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se 
debe mantener la paradoja de que en la humanidad sin mengua se nos 
hace presente todo el poder y la gloria de Dios.
Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar 
desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus­
tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna 'natu­
raleza divina’, reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que 
Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea­
liza en la flaqueza’ (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo 
como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono­
cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios. 
La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo 
entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma­
nece Dios plenamente·· (P. Althaus, «Kénosis-, en RGG III, pp. 1245s.).
ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de 
la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí­
rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no 
puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea­
ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción» de Dios, pero pre­
cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvela- 
miento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se 
encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la 
renuncia es la prueba suprema del amor*. Así piensa Gore61, al que 
sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos 
débiles de Gore, intenta conciliar las categorías ónticas tradicionales con 
las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas 
y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien­
cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra: 
no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe 
la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter­
no con el Padre y con el mundo que no esté condicionada por la auto- 
limitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie­
rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del 
mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su 
único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del 
misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era 
imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña­
dido» a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa­
mente άρπαγμά^, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia 
—especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer» punto que per­
mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se 
debe mantener la paradoja de que en la humanidad sin mengua se nos 
hace presente todo el poder y la gloria de Dios.
Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar 
desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus­
tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna ‘natu­
raleza divina', reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que 
Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea­
liza en la flaqueza' (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo 
como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono­
cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios. 
La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo 
entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma­
nece Dios plenamente» (P. Althaus, «Kénosis», en RGG III, pp. 1245s.).
Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo 
unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de 
Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí 
tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico—, 
sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y 
crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una 
«concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como 
«pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su 
potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la 
cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen­
de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64. 
Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que 
la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la 
bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de 
su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de 
Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá­
culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza... 
La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande­
za no se ve con ello rebajada»65.
Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos 
inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la 
humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada 
como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad 
de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante 
el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma­
na66. Dicha verdad atañe ·αΙ Cordero degollado desde la creación 
del mundo· (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente 
dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de 
manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del 
Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó­
rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en 
numerosos pasajes; pero .dicho degollamiento indica, no obstan­
te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no 
sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación 
de un «estado (ßtai) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del 
Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación, 
y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con 
razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo­
gía rusa67 —aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelia- 
nas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de
Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo 
unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de 
Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí 
tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico—, 
sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y 
crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una 
«concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como 
«pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su 
potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la 
cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen­
de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64. 
Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que 
la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la 
bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de 
su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de 
Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá­
culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza...La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande­
za no se ve con ello rebajada»65.
Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos 
inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la 
humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada 
como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad 
de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante 
el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma­
na66. Dicha verdad atañe *a l Cordero degollado desde la creación 
del mundo» (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente 
dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de 
manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del 
Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó­
rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en 
numerosos pasajes; pero dicho degollamiento indica, no obstan­
te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no 
sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación 
de un «estado (état) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del 
Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación, 
y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con 
razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo­
gía rusa67 —aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelia- 
nas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de
Λ
Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea 
central —desplegada en muchas facetas—, que antes hemos 
puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la 
«abnegación» de las personas (como puras relaciones) en la vida 
intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental 
que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la 
eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con 
la libertad del hombre), y en su previsión del pecado «incluye 
también· la cruz (como fundamento de la creación): «La cruz de 
Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70. 
Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora 
comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la 
voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa­
rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo 
están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre 
como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica 
sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para 
la «Trinidad económica», que según Bulgakov se debe distinguir 
de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec­
tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre 
contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso 
de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue 
siendo decisión libérrima suya.
El teólogo congregacíonalista más importante, P. T. Forsyth, 
puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro 
—que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto 
crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El 
«sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo, 
y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del 
mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos 
que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión 
divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de 
antemano sobre lá tierra. Su obediencia como hombre fue sólo 
un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse 
hombre»74. El anglicano 'William Temple explicará esto en su 
Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien­
to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera 
inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien 
que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada 
de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la
Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea 
central —desplegada en muchas facetas—, que antes hemos 
puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la 
-abnegación» de las personas (como puras relaciones) -en la vida 
. intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental 
que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la 
i eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con 
j la libertad del hombre), y en su previsión del pecado -incluye 
¡ también· la cru2 (como fundamento de la creación): «La cruz de 
¡Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70. 
Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora 
comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la 
voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa­
rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo 
están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre 
como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica 
sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para 
la «Trinidad económica·, que según Bulgakov se debe distinguir 
de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec­
tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre 
contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso 
de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue 
siendo decisión libérrima suya.
El teólogo congregacionalista más importante, P. T. Forsyth, 
puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro 
—que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto 
crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El 
«sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo, 
y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del 
mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos 
que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión 
divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de 
antemano sobre la tierra. Su obediencia como hombre fue sólo 
un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse 
hombre*74. El anglicano William Temple explicará esto en su 
A Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien­
to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera 
inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien 
que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada 
de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la
jado . ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través 
de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo 
i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás 
. Padre está exento de πάθος-··?76 ¿Y qué significa el 
are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspec- 
áel sacrificio del Gólgota, tal como lo encama el 
:maménté degollado, que eternamente se sienta junto 
e en él trono del que salen los «relámpagos y fragor y 
la gloria (Ap 4,5)?^
5- Nuestro tema en la literatura espiritual
tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el 
los infiemos y la resurrección». En contraste con la 
>logía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos 
como «redención», «justificación», etc., esta teología 
• objeto principal la concretísima realidad personal del 
os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a 
•s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por 
planteamiento abstracto pasó a primer término fueron 
heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo 
masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo 
iocios), por más que el objeto intencionalmente últi- 
uchas conceptuales siguió siendo siempre la persona 
î Cristo en su función (primaria) de redentor y (secun- 
îvelador. Pero para que, junto a esta dogmática conci- 
»cuela, entrara en acción el aspecto personal teológi- 
rimario, era preciso una y otra vez una reacción que 
una teología implícita de los grandes santos y de su 
con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse 
iosfelizmente en una teología explícita de la Pasión. 
Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la 
usión de la teología «científica» con la que en un sen- 
tiente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta 
preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exis- 
ne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto 
de redención.
debe reparar en que el punto de partida y modelo de 
gía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una
jado». ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través 
de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo 
i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás 
! Padre está exento de πάθος·»?76 ¿Y qué significa el 
are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspec- 
del sacrificio del Gólgota, tal como lo encarna el 
ariamente degollado, que eternamente se sienta junto 
e en el trono del que salen los «relámpagos y fragor y 
la gloria (Ap 4,5)?77
5- Nuestro tema en la literatura espiritual
tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el 
los infiernos y la resurrección». En contraste con la 
xlogía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos 
como «redención», «justificación», etc., esta teología 
i objeto principal la concretísima realidad personal del 
os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a 
s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por 
planteamiento abstracto pasó a primer término fueron 
heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo 
masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo 
i ocios), por más que el objeto intencionalmente últi- 
uchas conceptuales siguió siendo siempre la persona 
: Cristo en su función (primaria) de redentor y (secun- 
;velador. Pero para que, junto a esta dogmática conci- 
»cuela, entrara en acción el aspecto personal teológi- 
rimario, era preciso una y otra vez una reacción que 
una teología implícita de los grandes santos y de su 
con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse 
los felizmente en una teología explícita de la Pasión. 
Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la 
usión de la teología «científica» con la que en un sen- 
nente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta 
preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exis- 
ne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto 
de redención.
debe reparar en que el punto de partida y modelo de 
jía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una
completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o 
mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones profé- 
ticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del 
mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neo- 
testamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi­
cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me 
amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello 
dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm 
8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera 
cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola 
cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi 
terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los 
sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo 
lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra 
como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso 
acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel­
ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en 
Clemente de Roma.
Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por 
otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que 
«polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló­
gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa­
rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar 
de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi­
rectamente en Francisco y en la mística renana78.
Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de 
nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his­
toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda 
convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad» 
con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia 
más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas 
tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen­
te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus 
introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres­
pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo, 
hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando 
hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín 
tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y 
bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (.Conf. VII, 
18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43),
completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o 
mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones profé- 
ticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del 
mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neo- 
testamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi­
cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me 
amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello 
dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm 
8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera 
cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola 
cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi 
terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los 
sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo 
lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra 
como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso 
acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel­
ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en 
Clemente de Roma.
Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por 
otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que 
«polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló­
gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa­
rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar 
de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi­
rectamente en Francisco y en la mística renana78.
Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de 
nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his­
toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda 
convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad» 
con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia 
más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas 
tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen­
te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus 
introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres­
pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo, 
hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando 
hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín 
tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y 
bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (Conf. VII, 
18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43),
y todo el resplandor del mundo redimido brota de la «raíz 
sedienta» del Dios sufriente82. De ahí saca la Alta Edad Media su 
«teología afectiva», desde luego atravesada por las oleadas siem­
pre nuevas de teología areopagítica-apofática, que no es en sen­
tido propio teología de la Pasión. Rara vez confluyen armónica­
mente am bas’ Corrientes83, ni siquiera en Buenaventura. La 
contenida teología de la Pasión de Benito queda indirectamente 
manifiesta en sus «Grados de la humildad», se muestra con cier­
ta novedad en las asombrosas oraciones de Anselmo sobre la 
Pasión, y después en la mística

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