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HANS URS VON BALTHASAR Teología de los tres días El misterio pascual encuentro'γτ ediciones lJ- Título original Theologie der drei Tage © 1990 Johannes Verlag, Einsiedeln, Freiburg © 2000 Ediciones Encuentro, S.A. Traducción José Pedro Tosaus Diseño de la colección: E. Rebull Queda rigurosamente prohibida, sin la automación escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones estable cidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. ara cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Cedaceros, 3-2° - 28014 Madrid - Tel. 91 532 26 07 Sobre la nueva edición En 1968 escribió el autor sobre esta obra: «En Cristo, Dios ha actuado sobre el mundo de manera insuperablemente concreta. La teología, que quiere reflexionar sobre esta actuación, debe ser, por consiguiente, lo más concreta posible. Así, no debe comprometer se enseguida con categorías generales como ‘reconciliación’, ‘redención’ y ‘justificación’, sino ante todo intentar considerar dete nidamente la crucifixión, el estar muerto y la resurrección de Jesús. En la historia de la teología, no obstante, se abre una fisura entre la competente teología de escuela, que permanece de modo pre dominante en lo abstracto, y una teología espiritual, que contem pla con piedad, que acompaña las estaciones del vía crucis, pero a menudo se atasca en lo emocional y por eso no es tenida en cuenta por la teología ‘científica’». La presente reedición recoge el texto sin modificaciones —según la separata publicada en 1969—, tal como apareció a la luz con el título «Mysterium Paschale* en la obra colectiva Mys terium Salutis, t. III/2, Benziger Verlag, Einsiedeln 1970, pp. 133- 326 [trad, esp.: «El Misterio Pascual», en Mysterium Salutis, t. Ill, Madrid 1971, ρρ. 666-814]. Únicamente se ha dado a las notas numeración nueva por capítulos, y en las obras propias del autor se han señalado las nuevas ediciones. En lugar de los textos de las obras de Henri de Lubac citados aún en 1969 según las edi ciones francesas, se han indicado las traducciones alemanas apa recidas entre tanto. No se han modificado los lugares donde el autor hace referencia a otros trabajos contenidos en el mismo tomo de Mysterium Salutis Cp. ej. p. 102 y p. 222). ...inferno profundior, quia transcendendo subvehit» Gregorio I ÍNDICE I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN 13 1. Orientación de la encamación a la Pasión 14 2. La confirmación de la Escritura 15 3. La confirmación de la Tradición 20 4. La kénosis y la nueva imagen de Dios 22 5. Nuestro tema en la literatura espiritual 33 II. LA MUERTE DE DIOS COMO FUENTE DE SALVACIÓN, REVELACIÓN Y TEOLOGÍA 45 1. El hiato . . 45 2. La «palabra de la cruz« y su lógica 48 3. Cruz y filosofía . 51 4. El puente sobre el hiato . 58 5- Aproximación experiencial al hiato 62 6. Cruz y teología 68 III. EL CAMINO HACIA LA CRUZ (VIERNES SANTO) 77 1. La vida de Jesús, orientada hacia la cruz 77 a. Existencia en la kénosis como obediencia hasta la muerte de cruz . . . 77 b. Existencia consciente de la hora que llega 79 c. ¿Existencia como anticipación de la Pasión? 81 d. Existencia que arrastra 82 2. Eucaristía 83 a. Entrega espontánea ante la Pasión 83 b. Pan y vino: banquete y sacrificio 84 c. Comunión 86 3. El Huerto de los olivos 86 a. El aislamiento 86 b. La entrada del pecado 87 c. Reducción a la obediencia . 90 4. Entregado 92 5. Proceso y condena 96 a. Cristianos, judíos y paganos como sujetos de la condena 97 b. La actitud de la Iglesia 99 c. La actitud de Jesús 101 6. Crucifixión 102 a. La cruz como juicio 102 b. Palabras desde la cruz 107 c. Los acontecimientos de la cruz 109 7. Cruz e Iglesia 111 a. El corazón abierto 111 b. Iglesia surgida de la cruz 112 c. Co-crucificada 115 8. Cruz y Trinidad 116 IV. LA IDA A LOS MUERTOS (SÁBADO SANTO) 129 1. Reflexión metodológica previa 129 2. El Nuevo Testamento 133 3. Solidaridad en la muerte 139 a. El seol 139 b. Como estado 141 c. Solidaridad . . 142 d. Carácter indefinible del estado de seol 143 4. El estar muerto del Hijo de Dios . 145 a. Experiencia de la muerte segunda 146 b. Experiencia del pecado como ta l. 149 c. Acontecimiento trinitario 150 5. La salvación en el abismo 152 a. El «purgatorio» . 153 b. La «desatadura de los lazos» 154 V. LA IDA AL PADRE (DOMINGO DE PASCUA) 163 1. La afirmación teológica fundamental 164 a. El carácter único de la afirmación 164 b. La forma trinitaria de la afirmación 174 c. El testimonio del Resucitado sobre sí mismo 186 2. Sobre la situación exegética 192 a. La aporía y los intentos de solución 192 b. Opciones de la exegesis 201 3. El despliegue plástico de los aspectos teológicos 208 a. Necesidad de la ilustración 208 b. El acontecimiento de la resurrección 210 c. El estado del Resucitado 212 d. Fundación de la Iglesia . 215 e. Existencia en el mysterium paschale 222 ABREVIATURAS 241 BIBLIOGRAFÍA 245 I. ENCARNACIÓN Y PASIÓN «Debemos considerar ahora el problema y el dogma que tan a menudo se han pasado en silencio, pero que precisamente por eso quiero examinar yo con mayor empeño: esta sangre de Dios derramada por nosotros, sangre preciosa y gloriosa: ...¿por qué y para qué se pagó tal precio?»1. Es la cuestión del sentido de la Pasión: ¿es inevitable tras la encamación? ¿No es al menos (como dicen los escotistas), respecto al objetivo principal —la glorifica ción del Padre a través del Hijo que lo recapitula todo en sí (Ef 1,10)—, algo sobreañadido y accidental? Pero si la Pasión es el centro de todo, y con ello también la encamación se convierte en camino hacia esa meta, ¿no resulta entonces la autoglorificación de Dios en el mundo dependiente del pecado del hombre, no se convierte Dios en un medio para alcanzar los fines de la creación? Evitando todo intento superficial de armonización2, hemos de mostrar a continuación cómo el hecho de centrar la encamación en la Pasión lleva ambas consideraciones a una congruencia plena y exuberante: al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela hasta en lo más propio de su divinidad y manifiesta su gloria suprema. A fin de poder percibir en esta introducción el papel central del triduum mortis para la teología entera, vamos a abarcar con la mirada, desde una altura todavía abstracta, la totalidad de la economía de la salvación (1); después vamos a interrogar a la Escritura (2) y la Tradición (3), para concluir con el problema de la kénosis (4), en la cual la encamación misma adquiere ya carác ter «pasional·. 1. Orientación de la encarnación a la Pasión a. La imagen del hombre que nos presenta la revelación es radi calmente distinta del concepto de «animal rationale, mortale» que sugiere el empirismo. De hecho3, es «predestinado» y escogido «antes de la fundación del mundo» con la plenitud «de bendición celestial» para ser «santo e inmaculado» ante su creador (Ef 1,3-5), ciertamente «en el amado», en el Hijo, es decir, «en su sangre» (w. 6-7); de esa manera, todo el orden del pecado y la redención aparece en este pasaje abarcado e integrado, y esta primera idea del hombre está ya determinada por lo económico-trinitario. Sin duda, «el hombre» no es a los ojos de Dios «el primer hombre, Adán, un alma viviente», sin referencia al segundo, «el Espíritu dis pensador de vida* (1 Cor 15,45); pero la muerte, que entró en el mundo «por el pecado» (Rm 5,12), parte por la mitad el ser del hombre tal como Dios lo concibe: no hay filosofía ni religión capaz de completar el fragmento, la vida terrena que corre hacia la muer te, hasta constituir un todo con sentido4; no hay ninguna capaz de hallar más allá de la muerte la pieza que lo complete («inmortali dad del alma», «transmigración de las almas» o lo que sea):la ima gen rota por la mitad sólo puede ser restaurada desde Dios, por el «segundo Adán del cielo». El centro de esta acción restauradora es necesariamente el lugar mismo de la rotura: muerte, Hades, perdi ción en la lejanía de Dios. Un «sitio», por tanto, que se encuentra en el borde o fuera de la antropología corriente y al que tampoco apunta el adagio filosófico «Vivir es aprender a morir». b. Desde el tema del «hombre mortal», a lo sumo se puede apor tar a nuestro planteamiento esto: que quien vive con vistas al «acto de la muerte» es siempre libre para imprimir al conjunto de su exis tencia este o aquel sentido global, sentido que, por tanto, perma nece in suspenso mientras el hombre vive. No pretendo afirmar con esto que, en el arrebatador acto de la muerte, el hombre sea por sí mismo capaz de dar a su existencia aquel sentido trascen dente que Dios previo para ella. Lo que quiero decir es que el sen tido de la vida terrena permanece, mientras ésta dura, indeciso y oculto; que sólo el muerto recibe en el juicio de Dios su orienta ción definitiva. Por eso tampoco el rescate del hombre por Cristo puede ser llevado a cabo definitivamente en el acto de la encar nación (entendido en sentido estricto), ni en la continuidad de la vida mortal, sino en el hiato de la muerte. c. Consideremos eso mismo desde la perspectiva de Dios: si Dios quería hacer «desde dentro» la «experiencia» (πβιράζειν, cf. Hb 2,18; 4,15)5 de ser hombre6 para «desde dentro« levantar y sal var al hombre, debía poner el acento decisivo en el lugar en el que éste, pecador y mortal, se encuentra «al final» —perdido en la muerte sin por eso encontrar a Dios, hundido en el abismo de la tristeza, pobreza y oscuridad, en la «fosa»7, sin saber salir de ahí por sus propias fuerzas, para, en la experiencia de «estar acaba do», atar los cabos sueltos de la idea del hombre—: en la identi dad del Crucificado y el Resucitado. d. Sólo cuando Dios mismo se ha procurado esta experiencia última de su mundo —que en la libertad humana tiene la posi bilidad de negar la obediencia a Dios y, con ello, de perder a Dios—, deja de ser mero juez de sus criaturas desde fuera y desde arriba; debido a su experiencia del mundo desde dentro, en cuanto humanado que conoce experimentalmente todas las dimensiones del ser mundano (hasta el abismo del infierno), se convierte en norma para el hombre: en cuanto el Padre (como creador) entrega al Hijo (como redentor) «todo el juicio» (Jn 5,22; cf. Hen 51), que desde ahora consiste en que «viene acompaña do de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra... Yo soy el Alfa y la Omega... Aquel que (como Traspasado) es, que era y que va a venir» (Ap 1,7-8; Jn 19,37; Za 12,10-14). Por tanto, la cruz (Mt 24,30), o mejor, el Crucificado, es el punto de referencia de toda existencia humana personal y social: en cuanto juicio último y redención «como por fuego» (1 Cor 3,15). Habrá que mostrar que en todo ello se cumple la «profecía» fundamental de la Antigua Alianza. Pero ante todo hay que decir, resumiendo estos cuatro primeros puntos, que en este acontecimiento no sólo llega el mundo a su meta por medio de Dios («soteriología»), sino que Dios mismo con ocasión de la perdición del mundo alcanza su más propia revelación y glorificación («teología», «doxología»). 2. La confirmación de la Escritura El hecho de que los evangelios son «historias de la Pasión con una introducción amplia» (M. Kahler) es evidente, tanto por su estructura interna, como por su posición en el contexto de la predicación de la Iglesia primitiva: las primeras predicaciones apostólicas fundamentalmente hablan sólo del morir y resucitar de Cristo; se pueden remitir para ello a una palabra del Señor: «Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la con versión para perdón de los pecados a todas las naciones, empe zando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Le 24,46-48). Los discípulos lo testimonian contando lo que han vivido y respondiendo de ello con su persona. Pablo seguirá esta línea exactamente, y los evangelistas la confirmarán con su expo sición. Pero, según muestra el pasaje que acabamos de citar, todos ellos aducen primeramente como prueba el Antiguo Testamento. a. «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras,... fue sepultado y... resucitó al tercer día, según las Escrituras (1 Cor 15,3s.; cf. Hch 26,22s.): Pablo transmite esta frase como «tradición». Así mismo, según 1 P 1,11, los profetas en general se dedicaron a investigar con antelación, en el «Espíritu de Cristo», «los sufrimien tos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían». Pruebas escriturísticas de la muerte y resurrección las aduce ya Pedro en su predicación de pentecostés (Hch 2,25ss.34ss.), y, según su pre dicación en el Templo (Hch 3,18.22s.), Dios dio cumplimiento al sufrimiento del Mesías junto con su resurrección, anunciados de antemano «por boca de todos los profetas». Ciertamente, se nece sita la perspectiva del cumplimiento para ver tal convergencia de toda la existencia «tipológica» de Israel en el triduum mortis, cier tamente, dicha convergencia no se puede deducir de textos ais lados como Is 53, Os 6,2, Jon 2,1 y los Salmos 16 y 110, pero, pese a todo, se puede demostrar estrictamente: desde la orienta ción global del pueblo hacia una meta trascendente, desde la teo logía del sacrificio (Rm 4,25; Hb), sobre todo desde la teología del mediador vicario entre Dios y los hombres, que, desde el Moisés del Deuteronomio (1,37; 3,26; 4,21) hasta el «siervo de Dios», pasando por Oseas, Jeremías y Ezequiel, irá mostrando cada vez más los rasgos del mediador entre Dios y el pueblo, entre cielo y tierra, que carga con toda culpa y con ello restable ce la alianza. Desde luego, si el punto de convergencia no vinie ra dado desde Dios —en la Nueva Alianza—, no se podría dedu cir sólo de la Antigua Alianza; pero precisamente lo inaprensible de su trascendencia y la incompatibilidad humana de los símbo los y teologúmenos que la sustentan constituyen una prueba negativa de que las afirmaciones positivas neotestamentarias son correctas8. b) Es conocido el hecho de que, para Pablo, predicación del Evangelio y predicación de la cruz de Jesucristo (que se demues tra salvifica mediante su resurrección) coinciden (cf. 1 Cor 1,17)9. En Corinto no quiere saber otra cosa que la cruz de Cristo (1 Cor 1,23; 2,2); ante los gálatas no quiere gloriarse en otra cosa que en la cruz (Ga 6,14). Ésta constituye el centro de la historia de la sal vación, pues en ella se cumple toda promesa, y sobre ella se hace pedazos toda ley con su carácter de maldición (Rm 4); es el cen tro de la historia de salvación porque lo reconcilia todo en el cuerpo crucificado, superando las categorías de «elegidos* y «no elegidos- (Ef 2,14ss.); es el centro de toda la creación y predesti nación, pues «antes de la fundación del mundo» nosotros fuimos destinados de antemano en la sangre de Cristo a ser hijos de Dios (Ef l,4ss.). Pablo mismo sólo quiere prestar el servicio de la pre dicación a la reconciliación universal de Dios en la cruz de Jesús (2 Cor 5,18), pero con ello no pretende anunciar un hecho his tórico entre otros, sino el cambio radical efectuado en la cruz y la resurrección, y la «nueva creación» de todas las cosas —«pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17)— ; por consiguiente, la ver dad más honda de la historia. Dicha verdad resulta un escándalo para los judíos, una locura para los paganos, porque parece hablar de «debilidad y locura de Dios», pero precisamente por eso está dotada de una fuerza absoluta capaz de provocar la crisis, la juzgadora distinción y separación, que en la cruz manifiesta toda la «fuerza de Dios» (1 Cor 1,18.24). Esta fuerza es tan grande, que, paradójicamente, puede recoger y rescatarprecisamente en su ruina (Rm 11,26) al Israel que ha tropezado en la piedra angular (Rm 9,30ss.). La existencia cristiana es «reflejo» de la forma de Cristo: si uno murió por todos, todos murieron en principio (2 Cor 5,14); la fe tiene que ratificarlo (Rm 6,3ss.), la existencia tiene que manifestarlo (2 Cor 4,10); y, si esta muerte tuvo lugar por amor «a mí» (Ga 2,20), mi respuesta debe ser una «fe» de total entrega a este destino divino, y el escándalo y las persecuciones se convierten en timbres de gloria del cristiano (Ga 5,11; 6,12-14). c. Los sinópticos cuentan toda la historia previa a la Pasión a la doble luz de la cruz y la resurrección de Jesús. La cruz no es en ellos «un acontecimiento aislado,... sino el acontecimiento al que va encaminada la historia de su vida y por el cual otros acon tecimientos reciben su sentido»10. El continuo resplandor de la luz de la resurrección en la historia de la vida hace que las sombras de la cruz parezcan aún más tenebrosas: en ninguna parte tiene esta luz un efecto que apunte al docetismo. La vida de Jesús está bajo el 8el, el imperativo del «sufrir mucho» (Me 8,31 par; Le 17,25; 22,37; 24,7.26.44). A ello tiende su actitud de servicio: sien do así que él tenía el derecho a actuar como señor, su servicio va hasta la entrega de la vida como rescate por muchos (Me 10,45). A ello tiende la tentación, que no concluyó con la del desierto (Le 4,13), y que la carta a los Hebreos ve juntamente con todo el sufrimiento de su vida (2,18; 4,15), el «suspirar» de Jesús por la generación con la que debe vivir (Me 8,12) y que le parece «inso portable» (Me 9,19). Tan pronto como da signos suficientes de su misión divina, plantea la cuestión de la confesión, e, inmediata mente después, el tiempo restante hasta la Pasión queda jalona do por los anuncios de su padecer (Mc 8,31s.; 9,30s.; 10,32s.). Los discípulos responden al primero deliberando sobre «qué era eso de ‘resucitar de entre los muertos’» (9,10); la segunda vez, con incomprensión y temor a preguntar (9,32); la tercera, cuando Jesús «con voluntad decidida» (Le 9,51) les precede en el camino hacia Jerusalén, «estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo» (Me 10,32). Cuando habla del seguimiento, menciona la cruz como forma fundamental y quintaesencia de la abnegación (Mc 8,34s.), como «beber la copa» o «ser bautizados con el bau tismo» (10,38). Él mismo desea ardientemente este final (Le 12,50), lo mismo que desea ardientemente la cena en que final mente puede repartir su carne sacrificada y su sangre derramada (Le 22,15). Pese al imperativo divino que determina su camino, todo sucede en perfecta libertad, con disposición soberana de sí mismo. Sabe lo que hace cuando provoca a sus adversarios (que ya muy pronto buscan «cómo eliminarle», Me 3,6): lo hace que brantando la costumbre sabática, distinguiendo entre lo original y lo añadido en la Ley, finalmente poniéndose por encima de la entera potestad de la Ley, cuyo único intérprete auténtico es él (Mt 5,21ss.). Su autoridad es poder sobre todo imperio hostil a Dios: él es «el más fuerte», numerosos milagros demuestran esta exousía, pero él paga tal autoridad con su fuerza (Me 5,30 par), conforme al paulino «cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). Si en Lucas se habla de la Pasión durante la transfiguración (Le 9,31), en Marcos, inmediatamente después: en ese pasaje se dice del precursor Juan-Elías que (Herodes-Jezabel) hicieron con él lo que quisieron; lo mismo le pasará al Hijo del hombre (Mc 9,12s.): el precedente es tal en el martirio. También el evangelio de Ju an está dominado por el «es preci so» (3,14; 20,9; cf. 12,34), que al mismo tiempo es soberana liber tad (Jn 10,18; 14,31b; 18,11). Pero en este caso, camino y meta (ésta como paso al Padre en la unidad de muerte y resurrección) están tan integrados, que el sufrimiento (18,4-8) se interpreta como autoconsagración de Jesús por los hombres que Dios le ha dado (17,19) y como prueba del más alto amor por los amigos (15,10). Este amor exige como contrapartida, no sólo la misma «entrega por los hermanos» (1 Jn 3,169, sino, por decirlo así, el alegre dejarse atraer del Señor amado a la muerte que le lleva de vuelta al Padre (Jn 14,28). Pero la sombra que la cruz proyecta ante él es tan pesada, que Jesús ya antes «derrama lágrimas» y «se turba» (ll,33ss.); en su turbación quisiera huir de la «hora», y sin embargo persevera (12,27-28). «Hacerse carne», lo mismo que «no ser recibido» (1,14.11), es de antemano «ser triturado» (6,54.56), morir y desaparecer en la tierra (12,24), ser «elevado» en la muer te-resurrección como la serpiente, en la cual se reúne y mata todo veneno (3,14), como el uno que de buen grado se sacrifica por los muchos —por más de los que los asesinos creen— (ll,50ss.), como pan de vida que desaparece en las fauces del traidor (13,26), como luz que brilla en la tiniebla que no la recibe y por esa razón le echa mano (1,5). Y eso tan esencialmente, que el jui cio subsistente que es él no juzga (12,47; 3,17), sino que a través de su existencia como amor se produce una inexorable escisión y crisis: aceptación o rechazo (3,19s.), tanto más radical, cuanto más hondamente se ha desvelado la palabra del amor: el amor sin motivo corresponde al odio sin motivo (15,22ss.). Los cristia nos habrán de vérselas con la misma oposición (15,18s.; l6,l^í). Del prólogo parte una línea que va hasta el lavatorio de los pies —el gesto que compendia la especial unidad joánica de inexora bilidad y ternura, de innegable autoabajamiento y elevadora puri ficación— y, pasando por él, llega hasta la gran oración de des pedida —en que a la «hora» de la cruz entrega todo al Padre—, y hasta la escena de Tiberíades, en la cual la Iglesia ministerial es colocada bajo la ley del mayor amor, y por tanto del seguimien to hasta la cruz. El Nuevo Testamento en su conjunto converge hacia la cruz y la resurrección. Desde ellas, y a su luz, también la Antigua Alianza se convierte a su vez en un único preludio orientado al triduum mortis, que es a la vez centro y fin de los caminos de Dios. 3- La confirmación de la Tradición Desde luego, no hay ningún principio teológico en el que Oriente concuerde tanto con Occidente, como en el de que la encarnación tuvo lugar para la redención de la humanidad en la cruz. Oriente —únicamente de él nos ocupamos aquí—, no sólo ha profesado de forma constante una profunda devoción a la cruz11, sino que ha enmarcado y sostenido siempre en el contex to de la economía global de la obra divina de la redención una teoría que le es propia: la asunción de un individuo de entre la masa entera de la humanidad (entendida como una especie de universale concretum) afecta y santifica a ésta en su conjunto. «Asumir al hombre» significa precisamente asumir su destino con creto junto con el sufrimiento, la muerte y el infierno en solida ridad con todos los hombres. Oigamos a los Padres mismos... Tertuliano: «Christus mori missus nasci quoque necessario habuit ut mori posset»12. Atanasio: «El Logos, que en sí no podia morir, asumió un cuerpo que podía morir, para ofrecerlo por todos como propio»13. «El Logos impasible cargó con un cuerpo..., para asumir en sí lo nuestro y ofrecerlo como sacrificio..., para que el hombre entero obtenga la salvación»14. Gregorio de Nisa: «Si le pre guntamos al misterio, más bien dirá que su muerte no fue conse cuencia de su nacimiento, sino que asumió el nacimiento para poder morir»15. Siguiendo la tradición de Ireneo, insiste Hipólito en que Cristo hubo de asumir la misma materia de que que estamos formados nosotros; de'otro modo no habría podido exigir de noso tros cosas que él mismo no había hecho. «Pero para hacerse igual a nosotros tomó sobre sí lo penoso, quiso pasar hambre y sed, dor mir, no resistir al sufrimiento, obedecer a la muerte, resucitar visi blemente. En todo ello ofreció su propia humanidad como sacrificio de primicias»16. Para Gregorio Nacianceno, la humanación es asunción de la maldición de la humanidad, y sólo asumiendo todas las partes del hombre afectadas por la muerte —cuerpo, alma, espíritu—, podía él, como fermento en la masa, santificarlas todas17. Crisóstomo no dice otra cosa18. Para Cirilo de Alejandría, Cristo se hizo por nosotros «maldición», al asumir un cuerpo para el rescate de los hombres19. Dios previo en la creación la reden ción realizada a través de Cristo20. De los griegos, esta idea pasa a la teología latina. León Magno: «In nostra descendit, ut non solum substantiam, sed etiam conditionem naturae peccatricis assume ret»21. «Nec alia fuit Dei Filio causa nascendi quam ut cruci possit affigi»22. Hilario: «En (todo) lo demás se muestra ya la disposición de la voluntad paterna: la virgen, el nacimiento, el cuerpo. Y des pués: la cruz, la muerte, el mundo inferior: nuestra salvación»23. No otra cosa dice Ambrosio24. Para Máximo el Confesor, la secuencia de humanación, cruz, resurrección, ofrece al que cree y reflexiona teológicamente una visión cada vez más profunda de la creación del mundo: «El misterio de la humanación de la Palabra contiene la explicación en compendio de todos los enigmas y figuras de la Escritura, así como el sentido de todas las criaturas sensibles y espi rituales. Pero quien conoce el misterio de la cruz y de la sepultu ra, conoce las verdaderas razones (logoi) de todas esas" cosas; quien, finalmente, se adentra en la fuerza escondida de la resu rrección, experimenta la meta final, por la cual Dios lo creó todo desde el principio»25. Nicolás Cabasilas ofrece la razón soteriológi- ca de este paso: «Puesto que los hombres se distinguen de Dios en tres maneras: por su naturaleza, por su pecado y por su muerte, el redentor hizo que lo encontraran sin obstáculos y se unieran inme diatamente con él. Para ello eliminó una tras otra todas esas resis tencias: la primera, participando de la naturaleza humana; la segunda, muriendo en la cruz; y finalmente, el último muro de división, cuando al resucitar desterró completamente de nuestra naturaleza la tiranía de la muerte»26. Estos pasajes muestran, en primer lugar, que la humanación está ordenada en definitiva a la cruz; acaban así con un mito difundido en los libros de teología, el de que en la teología grie ga, al contrario que en la latina, la «redención» tuvo lugar funda mentalmente en el acto de la humanación, respecto a la cual la cruz sólo sería una especie de epifenómeno; con ello contradicen también el mito moderno (que pretende apoyarse en aquel otro que acabamos de mencionar) de que el cristianismo es ante todo «encamacionismo», enraizamiento en el mundo (profano), y no un morir a este mundo27. Pero estos pasajes muestran en segundo lugar, y en un plano más profundo, que quien, dice humanación dice ya cruz. Por dos razones: porque el Hijo de Dios asume la naturaleza humana en su estado caído, por tanto con el gusano que en ella habitaba de la mortalidad, la fragilidad, la alienación y la muerte, tal como entró en el mundo por el pecado. Así Agustín: «Ex quo esse inci pit in hoc corpore, in morte est. An potius et in vita et in morte simul est»28. Por eso puede Bernardo aventurar esta afirmación: «Fortasse crux ipsa nos sumus, cui Christus memoratur infixus... ‘Infixus sum in limo profundi’ (Ps 28,3): quoniam de limo plas mati sumus. Sed tunc quidem limus paradisi fuimus, nunc vero limus profundi: barro y fango del abismo»29. La segunda razón estriba, no en la condición del hombre asumido, sino en la del Logos que asume: hacerse hombre es para él ya, en un sentido muy oculto pero muy real, abajamiento; incluso, como dicen algunos, abajamiento más profundo que el camino mismo hasta la cruz. Con ello se plantea una nueva cuestión de la Pasiología: no ya la (horizontal) entre pesebre y cruz, sino la vertical entre cielo y pesebre: la cuestión de la kénosis. tfA 4. La kénosis y la nueva imagen de Dios La doctrina de la kénosis50 es tan difícil, desde el punto de vista de la exégesis51, la historia de la Tradición52 y el dogma55, que aquí sólo podemos tratarla de modo somero, únicamente en la medida en que resulta indispensable para nuestro tema. La afir mación principal del antiquísimo himno de Flp 2, prepaulino y completado por Pablo, es: «El cual (el antecedente es ‘Cristo’), siendo de condición divina, no codició (o: no consideró como presa codiciable, como un privilegio que se debía mantener a toda costa) el ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte», y Pablo añade: «y una muerte de cruz». Después el himno continúa: «Por eso Dios lo exaltó (sobremanera: ύπερ-) y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confie se que Cristo Jesús es el Señor (.Kyrios) para gloria de Dios Padre». Puede considerarse probado que el sujeto que «se vacía», al tomar la condición de esclavo, no es el Cristo ya humanado, sino el supracósmico que es de condición divina; además, que en esta primera kénosis está ya contemplada la segunda: también como hombre, no codiciar la misma (ομοίωμα y σχήμα son más o menos sinónimos de μορφή) condición que la de los demás, sino abajarse en la obediencia aún más profundamente: hasta la muerte de cruz. Si la afirmación fundamental atañe al Logos pre cósmico, άρπαγμά? (referido a la condición divina), no remite a algo que se alcanza violenta o indebidamente, sino a una «cosa preciosa que se ha de conservar a toda costa, aun cuando se posea legítimamente»: tal cosa no puede ser otra que la (condi ción de) gloria (expresada en la última frase en relación con el Padre), que se abandona en la kénosis. Ahora bien, es muy cier to que, como dice E. Käsemann34, no se debe sobrecargar el texto proyectando sobre él la interpretación de la doctrina dogmática : de las dos naturalezas, sino más bien ver en él sólo «la sucesión j de distintas fases en la continuidad de un único drama de salva- j ción», y así hablar con P. Henry de «conditions» (en lugar de natu- ¡ ralezas) del sujeto. No obstante, la cuestión sigue en pie: si se quiere entender cristianamente esto (quizás en su origen un «esquema mítico») y nos vemos obligados por ello a explicarlo en I el horizonte de la cristología, y por tanto de la doctrina de la i Trinidad, se debe admitir un «acontecer» en el Dios supracósmico I e «inmutable»; y dicho acontecer, que se describe con las palabras I «vaciamiento» (anonadamiento) y «abajamiento», es un «abandono» i de la «semejanza divina» (ίσα θεω), en lo que atañe a la preciosa 1 posesión de la «gloria». El verdadero problema permaneció oculto mucho tiempo, mientras con los arríanos se negó la igualdad de esencia del Hijo con el Padre (daba igual que άρπαγμά? se interpretara como res rapienda o rapta), o con los gnósticos se hizo al Logos asumir sólo un cuerpo aparente (lo cual excluía una kénosis), o con Nestorio se puso el acento en el «ascenso» de un hombre a la dig nidad de Hombre-Dios: así sólo entraba en acción la segunda parte del himno. En su lucha contra este triple frente herético, a la ortodoxia le correspondió, junto con la ventaja de tomar el texto literalmente, toda la dificultad de su explicación. Había que atravesar un desfiladero: por un lado, no defender la inmutabili dad de Dios hasta el punto de afirmar que en el Logos precós mico, que procedió a la humanación, no aconteció nada real; por Qtrp lado, no dejar que ese acontecimiento real degenerara en (teopasqüismo?5. ^'A4a-orfodoxia se le ofreció una primera idea fundamental que pudo ser utilizada por Atanasio contra Arrio y Apolinar, por Cirilo contra Nestorio, por León contra Eutiques: la decisión de Dios de hacer que el Logosse hiciera hombre significa para éste una verdadera humillación y abajamiento, tanto más, cuanto que la condición histórica en que se encontraba la humanidad peca dora estaba ya desde siempre patente. Atanasio establece el movimiento fundamental de lo acontecido en Cristo: descenso, no ascenso; cita Flp 2 y prosigue: «¿Qué podría ser más lumino so y convincente que estas palabras? Por tanto, no pasó de menos a más, sino que, siendo Dios, tomó la condición de escla vo, y con ello no fue a más, sino que se rebajó». Era más bien el hombre el que necesitaba elevación «a causa de la bajeza de la carne y de la muerte». El Logos, que no necesitaba de ninguna elevación, tomó esta condición y «por nosotros padeció como hombre la muerte en su carne, para así ofrecerse en la muerte al Padre por nosotros» y levantarnos consigo hasta la altura que a él le corresponde desde la eternidad30. Aquí estriba también el principal punto fuerte de Cirilo contra una cristología nestoriana que hoy nosotros calificaríamos de «antropología dinámico-tras- cendental»: Cirilo no piensa desde la estructura «abierta», que se trasciende, del hombre, sino desde la renuncia a sí mismo de Dios y desde su amor descendenté37. La humanacjóarae-es-para Dios un «incremento», sino un vaciagiiento38. Según Cirilo, cier tamente la humanación no'mócíIFica nada en la condición divina (y por tanto tampoco en la gloria) del Logos eterno; pero, vista precósmicamente, es un acto completamente libre en el cual él acepta los límites (μέτρον aparece una y otra vez) y la άδοξία39 de la naturaleza humana, lo cual supone «un vaciamiento de la plenitud» y un «abajamiento de lo elevado»40. La misma preocu pación por conectar la integridad y la impasibilidad de la divini dad con la promoción del hombre a través de la asunción humi llante («divinitatem usque ad humana submisit») de la «conditio naturae peccatricis»41, caracteriza a León Magno. En la línea de lo que aquí queremos destacar sobre todo, dice Hilario de la huma- nación (y no explícitamente de la cruz): «Su bajeza es nuestra nobleza, su debilidad es nuestra honra»42, y habla de la «debili dad del abajamiento asumido», de la »disminución de la fuerza indescriptible hasta la paciente aceptación del cuerpo»43. Luis de Granada dirá en esta línea que la humanación es para Dios más I humillante que la cruz44. Con un abajamiento, dice Agustín, . comienza la humanación45. ’ Pero, ¿es esta afirmación intrínsecamente compatible con aquélla sobre la inmutabilidad de. Dios —y por consiguiente tam bién con la de la gloria del Hijo junto a Dios Padre—? Si volve mos la vista sobre el himno de Flp 2 desde la cristología madura de Éfeso y Calcedonia, y lo hacemos con la voluntad de no vio lentar la fuerza «dogmática» de su testimonio, no podremos menos de captar en su lenguaje arcaico, que balbucea el miste rio, un algo más que las fórmulas así fijadas de la inmutabilidad de Dios no dejan que se haga realmente tangible; se siente ese resto al que intentan llegar los kenóticos alemanes, ingleses, rusos, de los siglos XIX y XX. Pero además tenemos también los esfuerzos casi sobrehuma nos de Hilario por expresar íntegramente el misterio de la kéno- sis, esfuerzos que, si no nos satisfacen plenamente, tal vez nos pongan, no obstante, sobre la pista correcta. Para Hilario, todo se produce en virtud de la soberana libertad divina (y, por tanto, de su imperio y majestad), en cuyo poder está «despojarse por obediencia en la (posible) asunción de la condición de esclavo, y despojarse de la condición de Dios»46: por consiguiente, per maneciendo en sí (pues todo sucede por el poder de su sobera nía), abandonarse (en su condición gloriosa). Si ambas formas (μορφαί) fueran sencillamente compatibles (como pensaban los tres grandes doctores antes mencionados), en Dios no acontece ría nada en realidad. Desde luego, el sujeto permanece el mismo: «Non alius est in forma servi quam qui in forma Dei est», pero es inevitable un cambio de estado: «Cum accipere formam servi nisi per evacuationem suam (!) non potuerit qui manebat (¡ύπαρχων!) in Dei forma, non conveniente sibi formae utriusque concursu»47 Se produce una duplicidad que sólo se elimina mediante la elevación de la condición de esclavo a la condición gloriosa del Kyrios48. En medio de ambas se encuentra la «vacui tatis dispensatio»49, que no modifica (non demutatus) al Hijo de Dios, sino que significa un ocultarse dentro de sí mismo ( intra se latens), un «vaciarse en el interior de su potestad» ( intra suam ipse vacuefactus potestatem)9*, por tanto sin pérdida de su libre poder divino (cum virtutis potestas etiam in evacuandi se potes tate permaneat)^. A estas afirmaciones les falta simplemente una dimensión: la trinitaria, es decir, la de las personas como procesiones, relacio nes y misiones. Es la dimensión que aparece como neotestamen- taria en el himno de Flp 2, sin todavía poseer otro material con ceptual para la expresión de sí, que el aplicado al concepto veterotestamentario de Dios. El acento recae, pues, sobre la afir mación: «Aun siendo de condición divina» (dicho dogmáticamen te: aun participando όμοουσίω? de la esencia divina), «creyó él que no debía aferrarse a ella como a una posesión propia pre ciosa e inalienable»: si este aferrar podía ser una propiedad fun damental del Dios veterotestamentario, que no comparte ni puede compartir con nadie más su honor y gloria, que se contra diría a sí mismo si renunciara a ellos, dicha propiedad no sirve ya para caracterizar a «Jesucristo» en cuanto sujeto precósmico, y por tanto divino. Él se puede permitir, por decirlo así, renunciar a su gloria; es tan divinamente libre, que puede atarse en la obe diencia de esclavo. En esta separación de ambas imágenes de Dios, el Hijo que se despoja queda contrapuesto por un momen to al Dios Padre dibujado todavía de algún modo con colores veterotestamentarios (Flp 2,11); pero la reflexión teológica conci lia pronto esta contraposición: es el Padre mismo quien no «cree que deba aferrarse» a su Hijo, sino que lo «entrega» ( tradere. Jn 19,11; Rm 4,25; 8,32; dare: Jn 3,16; 6,32, etc.), y el Espíritu es defi nido continuamente como el «don», de ambos. No se trata, por tanto, de una especie de tentación «mítica», precósmica, del Hijo (como hombre primordial), que le induzca a apoderarse inmediatamente de la gloria suprema sin humana- ción. Tampoco tenemos aquí un paralelo con Adán, quien, deso yendo el mandato de Dios que le exigía obediencia, «arrebató» la manzana52. El tema en cuestión es más bien, al menos soterrada- mente, el viraje decisivo en la visión de Dios: éste no es princi palmente «poder absoluto», sino absoluto «amóñfsu soEeraníano se manifiesta aférfándose arlonjrcrpio, sino entregándolo: de esa manera, dicha sob'éráñíá" se extiende más allá, de la contraposi ción ultramundana:enixe poder e impotencia. Él despöjämlento de Dios (en la humanación) tiene su posibilidad óntica en la eter na condición despojada de Dios, en su entrega tripersonal. Partiendo de ella, tampoco la persona creada se ha de definir ya principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan za de Dios), su definición será «vuelta a sí (reflexio completa) desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos «pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos. Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que intento decir más bien es que —como Hilario intentó demostrar a su manera— el «poder» divino está constituido de tal manera, que puede disponer en sí mismo el espacio para un despoja- miento de sí, como es la humanación yla cruz, y puede perse verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la «maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 806). Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos (la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S. Víctor. Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi- principalmente como «subsistencia en sí»; en un plano más pro fundo (en el caso de que haya sido creada a imagen y semejan za de Dios), su definición será «vuelta a sí ( reflexio completa) desde la condición despojada desde siempre» y «elevación desde sí como interioridad que se entrega y expresa». Los conceptos «pobreza» y «riqueza» se hacen dialécticos. Esto no quiere decir que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) «kenótica», como si el fundamento divino que hace posible la kénosis se pudiera integrar con ésta bajo un único concepto que abarque ambos. Por ahí van algunos errores de los nuevos kenóticos. Lo que intento decir más bien es que — como Hilario intentó demostrar a sü manera— el «poder» divino está constituido de tal manera, que puede disponer en sí mismo el espacio para un despoja- miento de sí, como es la humanación y la cruz, y puede perse verar en dicho despojamiento hasta el extremo. Entre condición de Dios y condición de esclavo domina la analogía de las natu ralezas en la identidad de la persona, conforme a aquello de la «maior dissimilitudo in tanta similitudine» (DS 80ό). Sólo partiendo de aquí queda el camino expedito para abor dar especulativamente dos principios enunciados en la Escritura y en la Tradición patrística, pero cuya comprensión quedó blo queada, en cierto modo, por los posicionamientos antiheréticos (la no modificación de la condición divina, y por consiguiente de la gloria, del Hijo incluso durante su kénosis, y la inmutabilidad de la divinidad en general). Por un lado, la afirmación joánica de que en la extrema condición de esclavo, en la cruz, aparece la gloria del Hijo, en cuanto en ese momento su amor ha llegado y se ha revelado hasta el fin (divino). Por otro, la afirmación de que, en la humanación del Hijo, el Dios trino no sólo ha acudi do en ayuda del mundo, sino que se ha revelado a sí mismo en su más profunda peculiaridad. Desde luego, este principio toda vía no se evidenciará plenamente con la doctrina de la Trinidad de los Padres y de Agustín, sino sólo en la de Ricardo de S. Víctor. Sólo desde este punto de vista resultan también comprensibles del todo algunas afirmaciones de los Padres. Así, por ejemplo, la frase de Orígenes: «Hay que atreverse a decir que la bondad de Cristo aparece mayor, más divina y verdaderamente según la imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz, más que si él hubiera consi- derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo«53. O la del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande«54. Cirilo llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la TrénosisT apoyándose en pasajes así, como revelación de toda la Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue, en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la creación del hombre57. Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial durante el «tiempo* de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570). Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)* y «actual mente (en cuanto al uso: χρήσις)* nada más que allí donde la voluntad de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omni- presenda, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo oculta (κρύφια) según la economía. La escuela de Gießen sigue a Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha a éste haber caído en el «extra calvinisticum*, según el cual, induso durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra car- nein) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana- derado por un bien irrenunciable el ser igual a Dios, y se hubie ra negado a hacerse esclavo por la salvación del mundo»53. O la del Crisóstomo: «Nada hay, pues, tan sublime, como el hecho de que la sangre de Dios sea derramada por nosotros. Y más que la adopción como hijos, más que todo lo demás, es que no perdo nara a su propio Hijo... Esto es con mucho lo más grande»54. Cirilo llega a hablar en una ocasión de una felix culpa, no por noso tros, sino por el Hijo de Dios, pues ella le dio la oportunidad de alcanzar con su abajamiento nueva gloria55. Lossky explica la Icénosls^poyandbse en pasajes ”así7como revelación de toda la Trinidad56. Por eso se puede entender que de vez en cuando apa rezca, vacilante o confusa, la idea de que el Hijo humanado fue, en cuanto redentor, el modelo que tuvo presente el creador en la creación del hombre57. Si se considera seriamente lo dicho, el acontecimiento de la encar nación de la segunda persona de Dios no deja de afectar a la relación existente entre las personas divinas. El lenguaje y el pensamiento huma nos fracasan ante este misterio: que las relaciones eternas entre Padre e Hijo tengan su clímax, en un sentido que se ha de considerar seria mente, en las relaciones entre el hombre Jesús y su Padre celestial durante el «tiempo»de la peregrinación terrena de Cristo; que el Espíritu Santo viva entre ellos y, en cuanto procede del Hijo, se vea afectado también por la condición humana de éste. Ésta es la cuestión que inten taron abordar a su manera los kenóticos de la Edad Moderna. En pri mer lugar, los luteranos Chemnitz (1522-1586) y Brentz (1499-1570). Ambos admitían una communicatio idiomatum entre la naturaleza divi na y la humana de Cristo, en el sentido de que la humanidad debía par ticipar de la omnipotencia y omnipresencia de la divinidad; para Chemnitz, sólo «potencialmente (en cuanto a la posesión)» y «actual mente (en cuanto al uso: χρήσις)» nada más que allí donde la voluntad de Cristo lo permite (eucaristía); para Brentz, el estado de exinanitio tiene siempre la misma extensión que el de exaltatio, pero esa omni presencia, con cuyo uso cuenta siempre Cristo, permanece a menudo oculta (κρύψι?) según la economía. La escuela de Gießen sigue a Chemnitz; la de Tubinga, a Brentz, quien desarrolló más seriamente la communicatio idiomatum luterana. Al mismo tiempo, Gießen reprocha a éste haber caído en el «extra calvinisticum», según el cual, incluso durante la peregrinación terrena y muerte de Jesús, el Logos (extra car- není) no deja de regir el mundo; por consiguiente, realiza la humana- ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y sitúan la humanación dentro de su marco. Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel, para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado, sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino·*, como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades «relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado que esta autorxestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el horizonte veterotestamentario. Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri- ción y la muerte, en cierto modo, como si fuera un asunto más entre otros —opinión que de forma consecuente debió de ser también la de un Agustín58 y un Tomás59—. La problemática de ambas escuelas lute ranas no toca el problema de la kénosis directamente, porque ante todo consideran la existencia de lo limitado en lo ilimitado, aun cuando ven lo segundo seriamente afectado por lo primero. Además les faltan las categorías que hemos destacado de la personalidad divina: tratan las propiedades divinas al modo veterotestamentario, podríamos decir, y sitúan la humanación dentro de su marco. Los kenóticos alemanes del siglo XIX60 escriben después de Hegel, para quien el Sujeto absoluto, para hacerse concreto y para sí, se hace finito en la Naturaleza y la Historia universal. Así, para estos teólogos el punto de vista es el contrario: sujeto de la kénosis no es el humanado, sino el que se humana. Se trata de una «autorrestricción de lo divino-, como dice Thomasius. Según él, el Hijo renuncia a las propiedades «relativas* de la divinidad relacionadas con el mundo, como la omnipo tencia, la omnisciencia, la omnipresencia, etc., para mantener las pro piedades inmanentes a Dios, como la verdad, la santidad, el amor. Dado que esta autorrestricción de la divinidad acontece en absoluta libertad y es obra del amor, no elimina la condición divina de Dios. Frank será más radical al decir que la conciencia del Hijo eterno se despotencia en una autoconciencia finita, pero de manera que el Hijo humanado se sabe Hijo de Dios. La condición del hombre de imagen viva de Dios se convierte en el recipiente de un contenido divino que en él se recoge y limita. Gess va aún más lejos: el Logos que se humana renuncia tam bién a las propiedades inmanentes de Dios y a su autoconciencia eter na. En este sistema, el Logos acaba por perderse dentro del proceso del mundo, y la Trinidad llega a ser sólo a través de la economía. Es ver dad que Thomasius se mantiene todavía cerca de las intuiciones de Hilario, pero, con su distinción entre propiedades inmanentes y tras cendentes —que es en sí inviable—, es incapaz de superar realmente el horizonte veterotestamentario. Si el kenotismo alemán fue manifiestamente desencadenado por el idealismo especulativo, la «marejada kenótica* (Ramsey) producida en la teología anglicana entre 1890 y 1910 también fue indirectamente susci tada (a través de la influencia de T. H. Green) por Hegel y la idea de la evolución cósmica que culmina en Cristo. Sin embargo, en lo esencial es un intento independiente de conciliar la cristología patrística con el realismo terreno del hombre Jesús de Nazaret puesto de manifiesto por la investigación de los evangelios. El punto débil de esta escuela estri ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción- de Dios, pero pre cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvela- miento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la renuncia es la prueba suprema del amor-. Así piensa Gore61, al que sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos débiles de Gore, intenta conciliarias categorías ónticas tradicionales con las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra: no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter no con el Padre y con el mundo que no esté condicionadapor la auto- limitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña dido·* a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa mente άρπαγμό?, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia —especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer·» punto que per mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se debe mantener la paradoja de que en la humanidad sin mengua se nos hace presente todo el poder y la gloria de Dios. Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna 'natu raleza divina’, reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea liza en la flaqueza’ (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios. La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma nece Dios plenamente·· (P. Althaus, «Kénosis-, en RGG III, pp. 1245s.). ba en que, mientras que el idealismo especulativo une el problema de la persona con el de la conciencia, aquélla pone el acento en lo empí rico de la autoconciencia de Jesús, que, en cuanto humano-histórica, no puede dejar de ser limitada. También para Charles Gore es ya la crea ción, y todavía más la humanación, «autorrestricción» de Dios, pero pre cisamente de ese modo ésta se convierte en el auténtico autodesvela- miento de Dios. Pues un puro «poder físico hace que el sujeto se encuentre con su simple ‘autoafirmacióri y poderío; en cambio, la renuncia es la prueba suprema del amor*. Así piensa Gore61, al que sigue Frank Weston en The One Christ (1907). Critica éste los puntos débiles de Gore, intenta conciliar las categorías ónticas tradicionales con las idealistas de la autoconciencia, admitiendo en Cristo dos naturalezas y dos facultades cognoscitivas y volitivas, pero sólo una autoconcien cia, en la cual de hecho una facultad queda codeterminada por la otra: no hay ninguna acción ni pasión del humanado en la que no participe la naturaleza divina; pero tampoco hay ninguna relación del Hijo eter no con el Padre y con el mundo que no esté condicionada por la auto- limitación del hombre Jesús. Desde esa única conciencia es, en la tie rra, el hombre restringido y obediente; en el cielo, el dominador del mundo. No obstante, estas especulaciones llevan a perder el camino; su único mérito es ponernos más claramente ante los ojos la hondura del misterio de la kénosis. Lo mismo que en la antigua teología óntica era imposible hacer creíble la humanación como un «elemento nuevo aña dido» a la inmutable naturaleza divina (pues la kénosis no es precisa mente άρπαγμά^, no es ganancia), tampoco la teología de la conciencia —especulativa o empírica— consigue llegar a un «tercer» punto que per mita dominar la confluencia de la conciencia divina y la humana. Se debe mantener la paradoja de que en la humanidad sin mengua se nos hace presente todo el poder y la gloria de Dios. Hay que dar la razón a P. Althaus: «La cristología se debe pensar desde la cruz: en la completa impotencia del Crucificado, en su angus tia de muerte, de la que rio se puede mantener al margen ninguna ‘natu raleza divina', reina en toda su integridad la divinidad de Dios. Lo que Pablo aplica como palabra del Señor a su propia vida: ‘La fuerza se rea liza en la flaqueza' (2 Cor 12,9), lo reconocemos en la fe en Jesucristo como una ley de la vida divina misma. Desde luego, con este recono cimiento se quiebra la antigua concepción de la inmutabilidad de Dios. La cristología debe tomar en serio que es Dios mismo quien en el Hijo entra realmente en el sufrimiento, y que precisamente allí es y perma nece Dios plenamente» (P. Althaus, «Kénosis», en RGG III, pp. 1245s.). Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico—, sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una «concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como «pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64. Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza... La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande za no se ve con ello rebajada»65. Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma na66. Dicha verdad atañe ·αΙ Cordero degollado desde la creación del mundo· (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en numerosos pasajes; pero .dicho degollamiento indica, no obstan te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación de un «estado (ßtai) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación, y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo gía rusa67 —aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelia- nas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de Por tanto, se debe coincidir con aquellos Padres que, no sólo unen la kénosis —como autorrestricción y autorrenuncia de Dios— con la libertad divina —contra toda idea de que aquí tiene lugar un proceso gnóstico-natural o hegeliano-lógico—, sino que también ven brillar en la impotencia del humanado y crucificado la omnipotencia de Dios. Se puede hablar de una «concentración» del Hijo realizada libremente62 para, como «pequeñísimo grano de mostaza», superarlo todo en virtud de su potencia interior63. Por eso, en lo tocante al sufrimiento de la cruz, Hilario puede subrayar la libertad divina, de la que depen de la condición de esclavo, hasta casi el límite del docetismo64. Finalmente, Gregorio de Nisa puede decir: «En el hecho de que la naturaleza todopoderosa fuera capaz de descender hasta la bajeza del hombre, se encuentra una prueba mucho más clara de su poder, que en la grandeza de sus milagros... El descenso de Dios es cierto exceso de poder, para el cual no representa obstá culo alguno ni siquiera lo que parece contrario a su naturaleza...La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo la grande za no se ve con ello rebajada»65. Hay una verdad teológica que media entre los dos extremos inviables: por un lado, una «inmutabilidad de Dios» tal, que la humanación se vacía de contenido pasando a ser considerada como un «ingrediente» exterior; por otro lado, una «mutabilidad de Dios» tal, que la autoconciencia divina del Hijo se ve durante el tiempo de la humanación «enajenada» en una conciencia huma na66. Dicha verdad atañe *a l Cordero degollado desde la creación del mundo» (Ap 13,8; cf. 5,6.9.12). En ella se cruzan claramente dos líneas: el «degollamiento» no se entiende en modo alguno de manera gnóstica, como un sacrificio celestial independiente del Gólgota, sino que es el aspecto de eternidad del sacrificio histó rico y cruento de la cruz (Ap 5,12), como lo presupone Pablo en numerosos pasajes; pero dicho degollamiento indica, no obstan te, una circunstancia supratemporal permanente del «Cordero», no sólo, como explica la escuela francesa, en cuanto prolongación de un «estado (état) sacrificial» del Resucitado, sino un estado del Hijo que coincide en su extensión con el conjunto de la creación, y por consiguiente afecta de alguna manera a su ser divino. Con razón ha puesto en el centro este aspecto la más reciente teolo gía rusa67 —aun cuando no sin tentaciones gnósticas y hegelia- nas68—. Tal vez sea posible69 despojar la visión fundamental de Λ Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea central —desplegada en muchas facetas—, que antes hemos puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la «abnegación» de las personas (como puras relaciones) en la vida intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con la libertad del hombre), y en su previsión del pecado «incluye también· la cruz (como fundamento de la creación): «La cruz de Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70. Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para la «Trinidad económica», que según Bulgakov se debe distinguir de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue siendo decisión libérrima suya. El teólogo congregacíonalista más importante, P. T. Forsyth, puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro —que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El «sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo, y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de antemano sobre lá tierra. Su obediencia como hombre fue sólo un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse hombre»74. El anglicano 'William Temple explicará esto en su Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la Bulgakov de sus presupuestos sofiológicos y retener esa idea central —desplegada en muchas facetas—, que antes hemos puesto en el centro: el presupuesto último de la kénosis es la -abnegación» de las personas (como puras relaciones) -en la vida . intratrinitaria del amor. Después hay una kénosis fundamental que se da con la creación como tal, porque Dios asume desde la i eternidad la responsabilidad de su éxito (contando también con j la libertad del hombre), y en su previsión del pecado -incluye ¡ también· la cru2 (como fundamento de la creación): «La cruz de ¡Cristo está inscrita en el mundo creado desde su fundación»70. Finalmente, en el mundo real del pecado, «su Pasión redentora comienza al mismo tiempo que su humanación»71, y, dado que la voluntad que quiere la kénosis redentora es la voluntad insepa rablemente trina, según Bulgakov, Dios Padre y el Espíritu Santo están también muy seriamente implicados en la kénosis: el Padre como el que envía y abandona72, el Espíritu como el que unifica sólo mediante la separación y la ausencia73. Todo esto vale para la «Trinidad económica·, que según Bulgakov se debe distinguir de la «inmanente»; pero se aprecia cómo (adoptando la perspec tiva de Schelling y Hegel) la económica está «ya desde siempre contenida» en la inmanente, de manera tan clara, que el proceso de creación y experiencia del mundo por parte de Dios sigue siendo decisión libérrima suya. El teólogo congregacionalista más importante, P. T. Forsyth, puso a su manera el sacrificio celeste del Cordero en el centro —que une mundo y Dios—; lo llama deliberadamente el «acto crucial», en el cual creación y redención se cruzan y unen. El «sacrificio [de Cristo] comenzó antes de que él viniera al mundo, y su cruz fue la del ‘Cordero degollado antes de la creación del mundo’. Hay allá arriba un Calvario del que partió todo. Por lejos que fuera la obediencia de Cristo, no tendría ninguna dimensión divina, ni podría forzarnos a la obediencia, si no se levantara de antemano sobre la tierra. Su obediencia como hombre fue sólo un aspecto de esa suprema obediencia que lo movió a hacerse hombre*74. El anglicano William Temple explicará esto en su A Christus Veritas (1924), diciendo que la cruz «es el descubrimien to de un misterio de la vida divina misma»75; no es que Dios fuera inmediatamente el sujeto de nuestro sufrimiento, sino más bien que al creador y redentor no le resulta extraño ni exterior nada de lo que sucede en su creación, de la cual responde y por la jado . ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás . Padre está exento de πάθος-··?76 ¿Y qué significa el are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspec- áel sacrificio del Gólgota, tal como lo encama el :maménté degollado, que eternamente se sienta junto e en él trono del que salen los «relámpagos y fragor y la gloria (Ap 4,5)?^ 5- Nuestro tema en la literatura espiritual tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el los infiemos y la resurrección». En contraste con la >logía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos como «redención», «justificación», etc., esta teología • objeto principal la concretísima realidad personal del os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a •s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por planteamiento abstracto pasó a primer término fueron heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo iocios), por más que el objeto intencionalmente últi- uchas conceptuales siguió siendo siempre la persona î Cristo en su función (primaria) de redentor y (secun- îvelador. Pero para que, junto a esta dogmática conci- »cuela, entrara en acción el aspecto personal teológi- rimario, era preciso una y otra vez una reacción que una teología implícita de los grandes santos y de su con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse iosfelizmente en una teología explícita de la Pasión. Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la usión de la teología «científica» con la que en un sen- tiente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exis- ne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto de redención. debe reparar en que el punto de partida y modelo de gía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una jado». ¿No intentó ya Orígenes abrirse camino a través de la pura apatheia de Dios, cuando él, ante el Hijo i la cruz, se creyó en la obligación de decir: «Quizás ! Padre está exento de πάθος·»?76 ¿Y qué significa el are tuum» del canon romano de la Misa, sino el aspec- del sacrificio del Gólgota, tal como lo encarna el ariamente degollado, que eternamente se sienta junto e en el trono del que salen los «relámpagos y fragor y la gloria (Ap 4,5)?77 5- Nuestro tema en la literatura espiritual tuación trataremos de una «teología de la Pasión, el los infiernos y la resurrección». En contraste con la xlogía de escuela, que incluye en sus títulos conceptos como «redención», «justificación», etc., esta teología i objeto principal la concretísima realidad personal del os que sufre «por mí», «por nosotros», que desciende a s y resucita. No hay duda alguna de que la razón por planteamiento abstracto pasó a primer término fueron heresiológicas de los primeros siglos (desde Ireneo masceno y la escolástica, pasando por Atanasio, Cirilo i ocios), por más que el objeto intencionalmente últi- uchas conceptuales siguió siendo siempre la persona : Cristo en su función (primaria) de redentor y (secun- ;velador. Pero para que, junto a esta dogmática conci- »cuela, entrara en acción el aspecto personal teológi- rimario, era preciso una y otra vez una reacción que una teología implícita de los grandes santos y de su con Cristo, y en consecuencia intentara transformarse los felizmente en una teología explícita de la Pasión. Media y la Edad Moderna, nunca se logró del todo la usión de la teología «científica» con la que en un sen- nente despectivo se llama teología «afectiva». Hoy, ésta preciada que nunca; tampoco el planteamiento «exis- ne en el horizonte ante todo a Cristo, sino al sujeto de redención. debe reparar en que el punto de partida y modelo de jía, la Sagrada Escritura, ofrece el prototipo de una completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones profé- ticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neo- testamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm 8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en Clemente de Roma. Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que «polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi rectamente en Francisco y en la mística renana78. Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad» con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo, hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (.Conf. VII, 18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43), completa identidad entre planteamiento concreto y abstracto (o mejor: universal); y ello, tanto en las decisivas situaciones profé- ticas de la Antigua Alianza (salvación y juicio, situación del mediador, etc.), como en todas las facetas de la pasiología neo- testamentaria: para Pablo, toda la comprensión de la fe, la justifi cación y la santificación se enraíza en el «Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20), y que con ello dio la prueba trinitaria del amor que se entrega del Padre (Rm 8,32), del amor derramado del Espíritu (Rm 5,5). Para la entera cristología de Juan, persona y función son esencialmente una sola cosa, y el amor de Dios se concreta con una exclusividad casi terrible en la persona y obra de Cristo (1 Jn 4,2.9-10, etc.). De los sinópticos se puede decir lo mismo: todos los «títulos» de Cristo lo señalan como la única persona en la cual Dios se muestra como el redentor del mundo. La misma unidad, con un intenso acento afectivo, se encuentra en Ignacio de Antioquía y, envuel ta en lenguaje helenístico, pero claramente reconocible, en Clemente de Roma. Con los apologistas por un lado, e Ireneo y Tertuliano por otro, comienza un discurso abstracto «diplomático» al tiempo que «polémico», que se mantiene a lo laigo de los documentos teoló gicos y conciliares de la época de los Padres. En Orígenes apa rece un nuevo tono personal y afectivo: su comentario al Cantar de los Cantares influye directamente en Beda y Bernardo, e indi rectamente en Francisco y en la mística renana78. Pero, ante todo, una teología de la Pasión parte siempre de nuevo de las figuras de los grandes santos fundadores de la his toria de la Iglesia, cuyo carisma consistió en dejar a un lado toda convención y volver a zambullirse en una «contemporaneidad» con el Evangelio, para legar a sus hijos e hijas su experiencia más personal. Basta una relación de nombres: las famosísimas tentaciones demoníacas de Antonio son, sin duda, primariamen te experiencias de la Pasión79; las reglas de san Basilio y sus introducciones respiran el espíritu de la cruz80. Sobre la corres pondiente teología espiritual de Oriente, desde Evagrio y Nilo, hasta Máximo y Simeón, trataremos especialmente cuando hablemos del abandono de Dios81. La conversión de Agustín tiene lugar en dos etapas: primero se convierte al Dios único y bueno (de Plotino); después, al débil Dios crucificado (Conf. VII, 18), pues sólo en el Crucificado se hace concreto Dios (X, 43), y todo el resplandor del mundo redimido brota de la «raíz sedienta» del Dios sufriente82. De ahí saca la Alta Edad Media su «teología afectiva», desde luego atravesada por las oleadas siem pre nuevas de teología areopagítica-apofática, que no es en sen tido propio teología de la Pasión. Rara vez confluyen armónica mente am bas’ Corrientes83, ni siquiera en Buenaventura. La contenida teología de la Pasión de Benito queda indirectamente manifiesta en sus «Grados de la humildad», se muestra con cier ta novedad en las asombrosas oraciones de Anselmo sobre la Pasión, y después en la mística
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