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Lo cotidiano de una vida es insólito cuando es ajeno . Introducción —¿A dónde irás cuando mueras? Quiero ir contigo. —Hijo mío, cuando muera, mi cuerpo dejará de funcionar, no podré moverlo. Pero mi alma saldrá y se quedará a tu lado. Siempre voy a estar contigo. Estaré presente en forma de un recuerdo. Capítulo 1 —¡Estoy harta, papá! Nunca estás en casa, tengo que soportar a mi madre. Ella siempre bebe ante tu ausencia. Eres desalmado, no importan los lujos, no… ¡Siempre te encuentras ausente! —gritó desgarrada la joven que sostenía su celular y se mordía los labios. Estrelló su teléfono contra la pared cuando se dio cuenta de que su padre no tomó la llamada y tuvo que dejarle un mensaje al buzón. Se arrojó a su enorme cama y dio puñetazos en las almohadas. Al menos es lo que vi, porque tenía que llevarle el té a la princesa. Pobre Diana, encerrada en una jaula de oro y mentiras. Ella era una de las hijas de mi jefe, Burgos, un doctor consumido por su trabajo. Él no era tan malo, eso creía. Me dio trabajo en su casa cuando mi madre murió. También me permitía estudiar en el mismo colegio donde lo hacían sus dos hijas, las gemelas Diana y Dana. Teníamos un trato: en la escuela yo era un desconocido para ellas; en la mansión, uno más de los sirvientes. Me daría mucha pena que supieran de mi relación con ellas, y no porque fuera el sirviente, sino porque las hermanas estaban desquiciadas, abandonadas y con un sentido de la autodestrucción a su manera. A pesar de que ellas tenían dieciséis años, gustaban de drogarse, fumar, beber y mantener amoríos con hombres mayores que sólo las utilizaban. A mi ver, buscaban la figura paterna que no tenían. Cuando supe cómo era realmente una de las hijas de Burgos me encontraba en el colegio, era mi primer día. Después de llorar por mucho tiempo la muerte de mi madre, debía continuar con mi vida y los estudios. Estaba nervioso, nadie me hablaba, sentía mucha tensión en el ambiente y que descubrirían mi secreto, el de ser un sirviente apadrinado por la piedad de un gordo ricachón. En la hora de la colación y descanso, me alejé de mis compañeros, fui al agradable jardín del colegio a comer solo. Me senté en el césped, recargándome en un árbol frondoso. Sentí conectarme con la naturaleza y eso me dio la paz que necesitaba. Las nubes avanzaban lentamente por el cielo, el césped tenía un aroma húmedo y terroso. Las hojas del árbol se sacudían suave, como si danzaran junto al aire, ese aire que me acariciaba las mejillas y jugaba con mi cabello. Mientras comía, consumido en el silencio del exterior y el ruido de mis pensamientos, escuché algo proveniente de un aula vacía, me pareció en su momento que podía ser un fantasma. Lo ignoré y seguí comiendo, hasta que de nuevo el sonido llegó a mis oídos. La curiosidad comenzó a sacudirme mucho. Fue tanta, que sentí que tomó forma de un cuerpo humano. Entonces, me susurró delicadamente al oído para decirme: “Ve, ándale, investiga”. Abandoné mi lugar. De un salón abandonado y alejado de las demás aulas se escapaban ruidos extraños. Me acerqué corriendo. Pensé en fantasmas conversando. No pude creer en lo que vi, la escena fue demasiado para mí. Poseía atributos de irrealidad y se quedó varada en el tiempo de mis recuerdos. Diana era la encargada del ruido, jugueteaba y se besaba con el profesor de ciencias. Me miraron inmutados desde la ventana. Salí corriendo, pero igual me reconocieron y, claro, me amenazaron. Les dije que no me importaba lo que hacían y que no diría nada. Era un profesor casado y era infiel con una menor desquiciada. ¡Qué lío! Tenía un gran temor de que aquel par de locos me hicieran algo. Y ni cómo denunciar al profesor, se salía con la suya en el colegio por ser pariente del director. Mi trabajo era un tormento, pero como no tenía a nadie, no me quejaba. Por lo menos pude seguir estudiando. Aunque debía soportar y lidiar con muchas cosas; igual, al estar tan ocupado en mis labores le daba sentido a mi existencia. —¡Samuel, lárgate! —me gritó Diana después de lanzar su teléfono. Estaba tirada en la cama, con su maquillaje corrido de tanto llorar. —Sólo te traje el té que me pediste —le expliqué desganado. —Ah, sí, mi té verde para quemar grasa. Espera ahí, Samuel. Ya que estás aquí, ve a la farmacia, cómprame una prueba de embarazo —ordenó. Suspiré muy bajo. Me acerqué a Diana para que me diera el dinero de su pedido. No era la primera vez que me pedía comprar cosas de ese estilo. La primera vez fue un suero, una barra de chocolate y una caja de preservativos. Recuerdo que la cajera me miró extrañada, arqueando su ceja tatuada, cosa que entendí: era un crío. Me moría de pena, pero era el sirviente —al parecer— exclusivo de las gemelas, y conocía los secretos de ellas, sólo yo… Recuerdo que ese día me quité los lentes, peiné mi cabello rebelde con mucho gel y me cambié el traje a ropa casual, siempre hacía eso cuando iba a la farmacia. Nuevamente hice mi ritual de cambio y Dana, al verme cambiado, no tardó en encargarme cosas. —Huérfano —me llamó con fría entonación—. Ya que vas a la farmacia tráeme un paquete de toallas femeninas y una sopa instantánea. Hoy mi madre quiso cocinar, y ya sabes, siempre está ebria haciendo todo mal. — Dana torció la boca en una mueca y se rascó un glúteo. Ella se encontraba en la sala, vestida con un pijama con estampados de flores, yacía desparramada en el sillón, mirando absorta el enorme televisor. —Sí. No le dije nada más. Sabía que en la cocina había un cubículo exclusivo para la despensa, donde la comida instantánea no figuraba en lo absoluto, pero sí había alimentos en grandes cantidades. La familia incluso contaba con la ayuda de una cocinera, Dana pudo pedirle algo, pero como su madre estaba en la cocina, no quiso pasar por ahí. Ese día llegaría Burgos a cenar, o eso creían todos, menos Diana, que sabía que su papá no llegaría y olvidó decirle a su madre. Por eso le llamó enojada. Clara estaba en la cocina, intentaba hacer una buena cena para su amado esposo, al que engañaba con el chófer veinte años más joven que ella, pero bueno, Burgos se ausentaba mucho. Salí rumbo a la farmacia, el sol se despedía dejando destellos de su luz en las nubes y a la lejanía la noche reclamaba el escenario. A pie, la farmacia quedaba demasiado lejos. No sabía manejar, por lo que no podía llevarme ningún auto de la mansión. Caminé tranquilamente por el suburbio de ricachones estirados, salí de la privada y continué. Una hora en pie de ida y otra de regreso. Suspiré, me animé a continuar gracias a la compañía que me hacía el paisaje del cielo, por un breve tiempo se formó un arrebol que quitaba relevancia a los edificios de la zona. Así era mi día a día, extraño. Escondía los secretos de la familia de Burgos, soportaba a sus hijas y mujer, porque no tenía nada más. Capítulo 2 —¡Samuel! —gritó Diana, mientras tocaba la puerta de mi habitación. —¿Qué sucede, Diana? —pregunté tras abrir la puerta y salir adormilado. Eran las cinco de la mañana, tenía los párpados caídos y el cuerpo me pesaba. —Estoy embarazada —me soltó su secreto—. Necesito ir a abortar, pero nadie debe enterarse. Acompáñame. Incliné la cabeza y luego miré incrédulo por un momento a la pelirroja pecosa. Sí, había escuchado lo que dijo, pero mi cerebro no quiso entender del todo. —¡Samuel! Muévete ya. —Jaló la manga de mi pijama—. Una compañera me dijo de un lugar donde me pueden ayudar, vamos, no voy a ir sola. —¿Por qué no te acompaña el profesor? —le cuestioné irritado. Pensaba en dormir, no más. —¡No! ¿Eres tonto? Si sabe esto él… me va a dejar. Hay que movernos rápido, ya. No me pareció mala la idea de que ese abusivo la dejara. —Diana, aún está oscuro. Te acompaño después de clases. —Puse mala cara, no pude evitarlo, pero presté atención a los ojos llorosos de ella—. A ver, ¿estás cien por ciento segura? —Sí, la prueba salió positiva, mira. —Alzó su mano con la prueba de embarazo. —Ve a un hospital a que te realicen una prueba de sangre, a veces las pruebas caseras fallan.—Llevé mi mano a la cabeza, no podía creer que yo supiera más de esas cosas que Diana. —Vale —dijo y suspiró como si se liberara de un peso enorme—. Te haré caso porque tienes mejor promedio en el colegio. Por cierto, ahí llevas cigarros y me los pasas en el receso, el rector ya me revisa la mochila. Igual me ayudan abortar y quitarme tanto estrés de encima… —ordenó y se alejó de la puerta. Volví a mi cuarto, me pregunté qué había hecho de malo en la vida para terminar en una mansión de locos. Contemplé la pintura que estaba en el muro de mi cuarto, la que hice cuando mi madre aún vivía. Me daba paz verla. Era un bosque donde, en vez de troncos y arbustos, grandes tallos de girasoles coexistían con las nubes que surcaban el cielo, cubriendo los rayos del sol: era un bosque de gigantescos girasoles. Intenté volver a dormir, pero no pude, me dieron ganas de pintar. Hacía mucho que no practicaba. Saqué uno de mis lienzos blancos y lo coloqué en mi viejo caballete polvoriento. Pensé en qué pintar, quería hacer algo hermoso. Por un momento se me cruzó por la mente el rostro de Diana, pronto sería su cumpleaños. Diana y Dana eran lindas, sí, tanto como confundidas y perdidas que estaban. Sus cabellos eran rojos como el fuego, la piel nacarada estaba decorada con pecas, simulando una perla vieja, y sus ojos eran joyas de ámbar. Las gemelas tenían una sonrisa despreocupada y angelical. A pesar de todo lo malo que hacían, sus pecados aún no se proyectaban en su físico. Decidí hacer un retrato de las gemelas, de esa parte buena que olvidaron cuando crecieron. El tiempo pasó, y cuando me di cuenta ya era momento de hacer mis deberes. Creo que Burgos decidió que fuera el sirviente personal de sus hijas porque pensó que estaban muy solas y necesitaban de alguien igual de joven que ellas que las cuidara y acompañara. Yo ayudaba en la mansión y cumplía con todo capricho de las gemelas a cambio de vivir ahí y estudiar, así que no podía quejarme. Cuando ellas salían de fiesta me la pasaba bien, nadie me molestaba y me daba tiempo para leer, estudiar, practicar y pintar. Me di un baño y atendí mi higiene, cambié mi pijama por el uniforme de la escuela y limpié los lentes. Me vi tentado a observarme de más en el espejo. Desde el día que murió mi madre evitaba hacerlo. Yo mismo me recordaba a ella. Mi madre era un ángel, una musa y enfermera. Trabajó en el mismo hospital que Burgos. La recordaba con mucho cariño: con su larga melena castaña ondulada, su rostro pacífico de mejillas rosadas y los labios carmesí en forma de flor. Recordé las arrugas en la comisura de sus labios por tanto sonreír. Y los ojos, era lo que más me gustaba. Siempre que los miraba me perdía en un cielo despejado. Poseía una mirada amorosa. Cuando ella me miraba tenía la sensación de que lo hacía un bondadoso Dios y no una humana. Su cuello me recordaba al de un cisne, y su figura era esbelta, sumamente delicada. Era demasiado alta, así lo creía, desde mi mirada de niño. Mi cabello era revoltoso como el de ella, copié de sus ojos, aunque tenía que usar lentes para poder ver bien. Sólo el color de mi cabello era diferente: negro. Supuse que lo saqué de mi padre, al que no conocía. Cuando terminé de alistarme fui a la cocina, recogí la bandeja de comida que dejó la cocinera para las gemelas, subí desganado y, tomándome mi tiempo con las enormes escaleras principales, me dirigí a la habitación de las hermanas. Toqué la puerta, anuncié mi llegada y después la abrí, dejé la bandeja en la mesa de la habitación. Ellas aún dormían, consumidas en su quimera, Dana roncaba y Diana abrazaba las almohadas. Recorrí las cortinas y las llamé con una suave voz. —Samuel, no molestes. Estoy muy cruda y cansada, me duelen las rodillas y piernas. Hoy no voy —aseguró Dana adormilada. —Casi… —bostezó Diana— no dormí de la preocupación. No iré, dile a mi mamá que amanecí resfriada. Ninguna de las dos se levantó de su cómoda cama. Salí de la habitación y fui a la de Clara para justificar la ausencia de sus hijas en el colegio. Toqué la puerta tres veces, como ella ordenó a la servidumbre hacerlo. No respondió, así que me alejé de la puerta y fui solo al colegio. Para ese tiempo no tenía amistades, y no quería tenerlas, no deseaba que supieran mi secreto y me molestaran por ello. La mayoría de los estudiantes eran de familias acaudaladas, por lo tanto, casi todos eran malcriados. Se sentían intocables. Gran parte de ellos molestaban a quienes creían inferiores, ni hablar del tono de voz con el que se dirigían a los demás, sumamente engreído. No me tenían en su foco de mira, bueno por mí, ya que me la pasaba leyendo y me escondía en la biblioteca o en el jardín. No obstante, el maestro de ciencias sí me tenía en su radar, en especial desde que lo descubrí cariñoso con Diana. —Samuel, tus padres no han venido a ninguna junta —comentó el profesor cuando sonó la campana y los estudiantes comenzaban a salir. Quedé inmutado en mi pupitre, pensando en qué responder. —Profesor, mis padres están muy ocupados —le respondí en tono confidencial. Me sentí nervioso, el director sabía mi situación y no dudaba que el profesor le sacó la verdad. —Entiendo —dijo con un tono medio burlón—. Pero deben cuidar de su hijo, te tienen muy abandonado, pareces huérfano —dijo con una sonrisa ancha y muy extraña, las arrugas de su frente se marcaron. Me pregunté qué le miró Diana, era un hombre de treinta y tantos años, común. Nada resaltaba en él. Tal vez su barba de candado y ojos marrones. Solía vestir trajes azules y era muy estricto al dar clases. Lo más llamativo en él era su anillo de bodas, y su vozarrón. —Sí, profesor. El salón se había quedado vacío de un momento a otro, me sentí aún más nervioso y el corazón me dio un vuelco. —Tu secreto está a salvo, Samuel. Únicamente no hables de más… — susurró—. Nos vamos a llevar bien, ya verás. —Se levantó de la silla del escritorio y caminó a mi pupitre. No era la primera vez que me amenazaba, me quedó claro que él no se sentía conforme con la primera amenaza que me dio hace tiempo atrás, y por eso me buscó debilidades. Supuse que tal vez fue Diana quien le contó de mi secreto. El profesor era un hombre que se hacía muchas ideas, por decir… algo como telarañas mentales, realmente temía que su esposa y el colegio se enteraran de su aventura. —No pienso decirle nada a nadie, ya le había dicho la primera vez. — Bajé la cabeza, me sentí intimidado—. Diana decide qué hacer con su vida, no es mi asunto —dije molesto. —Muy bien, qué obediente eres. Anda, ve, es el receso. Por cierto, ¿por qué no asistió a clases? —No sé. —Dejé mi lugar y salí sin decir nada más. Intentaba mantenerme alejado de las gemelas durante el periodo escolar, que sólo fueran parte de mi trabajo secreto y nada más, pero era inevitable, me vi rodeado de las situaciones más extrañas por ellas. El profesor me buscó a la hora de la salida, me entregó una carta para Diana, con eso de que lanzó el celular con todas sus fuerzas contra una pared nadie se podía comunicar con ella. Tomé la carta y regresé a la mansión. En cuanto crucé la puerta principal fui rápido al entregarle la carta a Diana, ella estaba muy calmada, yacía en la alfombra rosa y esponjada de su habitación. —¿Y esto? Ay, Samuel, no me gustan los niños que aún huelen a leche materna y usan lentes, no me des cartas de amor —dijo, y volvió su mirada a la revista de moda que leía. —No es mía, es del profesor. —No pude evitar rodar los ojos y yo odiaba rodar los ojos, hasta la expresión. —Lo hubieras dicho antes. —Tomó la carta y la abrió desesperada. —Bueno, he cumplido. —Abrí la puerta y salí de la habitación que olía a marihuana mezclada con tabaco y alcohol. Diana pegó un grito de felicidad y salió de la habitación. Terminó chocando conmigo para luego empujarme a un lado. —¡Quítate de mi camino! —gritó eufórica. —¿Por qué la prisa? —cuestioné irritado. — ¡Qué te importa! Ahí le dices a mi mamá que me quedé estudiando en la casa de mi amiga. —¿Diana, no me dijiste que estabas embarazada?No creo que sea buena idea que sigas viéndote con él. —¿Te pedí tu opinión? No te metas en mis asuntos. Eres un sirviente, nada más. —Torció la boca—. Si pregunta mi mamá le dices lo que te dije. —Diana salió corriendo, como si un tesoro la esperara. Cuando regresaba a mi habitación me topé con Dana en el camino. Tenía ojeras, estaba pálida como un fantasma y parecía que se desvanecería en cualquier momento. Temí que entrara una ventisca y se la llevara lejos. —Dile a la cocinera que me prepare un sándwich —ordenó con una voz lejana. Fui a la cocina y no encontré a la cocinera, así que terminé preparando el sándwich como a ella le gustaba y solía pedirlo. Dana estaba a dieta a pesar de estar pegada a los huesos. En la cocina me encontró Clara, entró buscando vino. —Sam, ahí estás. Chiquito, tiempo que no te veía —habló con un tono de voz exagerado y meloso—. Casi no veo a nadie, ni a mi marido y menos a mis hijas. —Dana pidió un sándwich… —le platiqué. Me dio lástima, estaba borracha, ojerosa y desaliñada. Solía andar en pantuflas, vestida con batas de seda con un llamativo estampado, su rojo cabello lo domaba recogiéndolo en un chongo flojo. Definitivamente sus hijas eran un reflejo de ella. —Se lo llevo yo, así aprovecho para platicar con ella y ver si sabe algo de su padre. Gracias, Samuel. —Tomó el plato con el sándwich y salió de la cocina. Clara era la única que me agradecía por mi trabajo hecho en la mansión. Aquella noche Burgos llegó de sorpresa y buscó convivir con su familia. Sin embargo, Diana no estaba en casa. Me preguntaron dónde se encontraba, les dije que estudiando en la casa de una de sus compañeras. Les mentí, no podía decirles que en ese momento se revolcaba en un hotel con uno de sus maestros. Burgos sonrió feliz, creía que sus hijas estudiaban mucho. Creía tener una familia perfecta. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ¿cierto? No pude pintar aquel día, la musa de la inspiración me abandonó, sólo pensaba en la familia de Burgos. Estaban mal, muy mal, y no quería que se destruyeran. Sin embargo, no poseía un remedio mágico para evitarlo. Capítulo 3 Las semanas pasaron, Diana me dijo que no estaba embarazada y se enojó conmigo por la falla de la prueba de embarazo, como si yo la hubiera fabricado. Recuerdo que ese día me regañó a gritos, estaba enojada por otra cosa en especial, pero se desquitó conmigo con la excusa de la prueba. No le hice mucho caso, grave error no hacerle caso a la princesa Diana. Cuando regresé del colegio y fui a mi cuarto, me encontré con mis pinturas manchadas, mis dibujos regados por el suelo y pisoteados y a Diana encima de mi cama con un pincel en mano, sonriente y victoriosa por hacer sus fechorías. —¡Por eso no haces bien tu trabajo! Pierdes el tiempo haciendo estos horribles dibujos y pinturas —gritó y por error manchó su uniforme con el pincel que llevaba. —¿Por qué? ¿Qué te hice? —Me hinqué en el suelo para recuperar mis dibujos pisoteados y manchados. Estaba triste, demasiado, se nublaron mis ojos con las lágrimas contenidas. Levanté el dibujo de mi gato, el que desapareció antes de mudarme, el retrato de mi madre y también el de las flores que tenía y cuidaba junto con ella en el jardín de la casa donde vivíamos. —Hiciste que me preocupara. —Dejó la cama y me retó con su mirada. —Yo no fabriqué la prueba de embarazo, no me culpes. —Intenté contener más las lágrimas. Me costó demasiado: mis dibujos estaban tan dañados, los que me recordaba mi pasado feliz. Mordí mis labios, enfocando mi tristeza en dolor. —No te quiero ver dibujando y pintando. Ocúpate de tu trabajo, mocoso gorrón. ¡Mi papá te da un techo, comida y te paga el colegio! Y así le agradeces, perdiendo el tiempo en tonterías. —Diana, te equivocas, el arte no es ninguna tontería, nos conecta con lo hermoso… —le respondí. Contuve el deseo de soltar palabras hirientes. —Es para hippies desobligados. —Torció la boca hasta formar una mueca y descubrió la pintura que se ocultaba bajo una manta, la que yacía en el viejo caballete. Los ojos de Diana se iluminaron cuando miró su retrato, guardó silencio y contempló la pintura. El tiempo se detuvo para ella, quedó perdida en la imagen incompleta. Cuando el viento entró por la ventana y sacudió las cortinas, los rayos del sol se filtraron en el cuarto, iluminando el triste rostro de Diana. Recogí todos los dibujos. Muchos estaban irreconocibles, el corazón se me hizo pequeño… mi pasado se había perdido. Alcé mis lentes y limpié las lágrimas que se escaparon con la manga del uniforme antes de que Diana se diera cuenta de mi estado emocional. —El profesor —habló de nuevo— me dijo que ya no quiere nada conmigo. Le dije que estaba embarazada. En ese momento no me entregaban los resultados de sangre, así que pensé que tal vez… —Negó con la cabeza—. Pero no, lo único que salió de su boca fue que le preocupaba que tú supieras de lo nuestro. —Intentó justificar el caos que hizo en mi habitación. No pude responderle, dejé los dibujos en el escritorio y salí de mi habitación. No me interesaban sus justificaciones, tampoco escucharla. Se había metido con lo que más quería. Corrí al salón que funcionaba como bodega y me escondí. Sabía que nadie me encontraría. El lugar era inmenso y antiguo, no entendía por qué estaba ahí y qué función cumplió en el pasado. Había diversos muebles cubiertos con mantas blancas y polvo, simulaban ser fantasmas del lugar. Demasiados espejos decoraban los descarapelados muros, al igual que pinturas y fotografías de la época victoriana. Muchos candelabros de diferentes materiales y tamaños estaban colgados, cumpliendo la función de acumular telarañas. El tiempo parecía no pasar por el lugar. Al igual que los dueños actuales de la mansión; era un espacio perdido. Pero justo por ello era mi lugar favorito para ocultarme cuando la tristeza me dominaba. Colgado en la pared había una enorme pintura de una dama y su hija, la niña estaba sentada en las piernas de su madre y la adulta en una pequeña silla junto a una mesa de té. Alimentaban con migajas de pan a un pavorreal y aves del jardín. La pintura me daba paz. Me imaginaba ahí adentro, disfrutando una taza de té mientras miraba cómo alimentaban a las aves. También me gustaba ver las flores de la pintura: lilas, rosas, orquídeas y más. Era un hermoso jardín iluminado por un sol cariñoso. Sin embargo, en aquella ocasión, sentí envidia de la niña al verla junto a su madre, una hermosa mujer amorosa de cálida sonrisa. Esa noche no pude contener el llanto, deseaba estar muerto al igual que mi madre, enterrado junto con ella. Me pregunté tantas veces por qué murió, por qué terminé puesto en repudio y abandonado por los demás. Lloré en silencio mientras miraba el pasado cubierto de polvo. Cuando me cansé de sentir tristeza regresé a mi cuarto. Mis dibujos y la pintura a medio acabar ya no estaban. No había terminado de darle color a Dana, sólo a Diana. Igual me alegré de que se llevara la pintura, ya no quería continuarla. Diana, a pesar de ser hermosa físicamente, era horrible por dentro. Antes de irse a un viaje largo de conferencias donde impartiría cursos en diferentes lugares del mundo, Burgos habló conmigo, parecía preocupado por mí. También pidió que estuviera al pendiente de sus hijas. Me dijo que, si se sentían solas, jugara con ellas. Claro, él no sabía cómo eran ellas realmente, ya no jugaban como niñas. Frente a su padre eran dos angelitos incapaces de matar una mosca. Le dije que sí y él me sonrió aliviado. Me hubiera gustado decirle la verdad, pero eso no solucionaba nada, él siempre estaba tan ocupado, consumido en su trabajo. Yo a veces olvidaba cómo era, su ausencia sólo me hacía tenerlo en mente como una gran sombra de voz robusta. Capítulo 4 El cumpleaños de las hermanas llegó, pero Burgos seguía en su viaje de conferencias y cursos. No estaba para celebrar con su familia. No importaban los lujos, ni la elegancia de la mansión, había tristeza en el ambiente, demasiada. Dana y Diana estaban con su madre en el largocomedor de cristal, vestidas con sus mejores ropas. Un gran pastel se apreciaba en el centro de la mesa, esperaban a los invitados. El timbre sonó repetidas veces, mismas en las que me encargué de abrir la puerta y hacer pasar a los recién llegados. Me tocó ayudar en la cocina, repartir canapés y bebidas en bandejas. Los invitados engreídos conversaban jactándose de sus logros, sobre viajes y bienes adquiridos. Diana tenía la cara larga y no dejaba de revisar su celular, seguro que sólo le interesaba recibir mensajes del profesor. Dana comía lentamente un canapé a pequeñas mordidas, su enfermedad no la dejaba disfrutar de la buena comida. Clara bebía lentamente sorbos de su copa mientras platicaba con los invitados. No tardé en ser el tema de conversación, por mi edad y estar trabajando de sirviente. Clara comentó que su esposo hacía labor social cuidando a un huérfano como yo. Estaba acostumbrado a escuchar lo mismo: Burgos generoso, yo huérfano. La fiesta se me hizo eterna y aburrida, para mí, eran diferentes. En el pasado celebraba con mi madre. Únicamente éramos nosotros dos. Ella cocinaba mi comida favorita y horneaba el pastel. ¿Lo mejor de todo? Tocaba el violín para mí. En su niñez fue a clases de música y arte hasta convertirse en adulta, amaba la música. Sin embargo, terminó estudiando para ser enfermera cuando mis abuelos enfermaron de cáncer, ella quería cuidarlos y por eso abandonó su gran pasión. Mi madre, con mucho cariño y paciencia, me enseñó todo lo que sabía, para mí, ella era una musa. Tal vez por eso murió tan joven: para ir al cielo de las musas y seguir haciendo lo que más le apasionaba. La fiesta terminó, pero las hermanas se veían lejos de estar felices. Abrieron desganadas sus regalos en la sala de estar, eran cosas que no necesitaban y tampoco querían. Clara se tambaleaba de un lado a otro mientras les pasaba las bolsas de regalos a sus hijas. No soltaba la copa de vino, me pidió seguido que la rellenara. —¡Qué bonito vestido de diseñador te dieron! —dijo Clara arrastrando las palabras. —¿Por qué papá habrá tenido que hacer su viaje en estas fechas? — preguntó Diana triste, ignorando los regalos. —No sé, ya ves que él vive para trabajar y no trabaja para vivir. Dana, querida, no has comido de tu pastel. Es de moras, tu favorito —dijo la madre, afligida. —No tengo hambre, es más, ya me voy a dormir —avisó y abandonó la sala de estar. Dana realmente no se fue a dormir, en cambio, se encaminó a la cocina y salió por la puerta trasera, una fiesta con su novio y amigos la esperaba. Ella sabía que su madre borracha no la buscaría. Diana se quedó abriendo los regalos y su madre no tardó en caer rendida en uno de los sillones floreados. Me quedé limpiando y ordenando con los demás sirvientes, no dejaban de hablar sobre la fiesta y exagerar lo obvio. Cuando terminé de ayudar, pasé de nuevo a la sala de estar, Diana estaba llorando en silencio, encima de sus regalos. Me pareció sumamente triste la escena. Fui a mi habitación, me deslicé debajo de la cama y saqué el viejo estuche empolvado, dentro estaba el violín de mi madre, su posesión más amada. Sentía tanta lástima por Diana que no pude evitar romperme la promesa de jamás volver a tocarlo. Afiné el violín, le sacudí el polvo, puse brea a las cerdas del arco y coloqué el soporte. Salí al jardín, me paré cerca de donde se encontraba la ventana de la sala de estar, la que daba vista a las aromáticas rosas carmesí. El viento anunció una lluvia cercana, olía a petricor. Los faroles del jardín crearon un escenario perfecto para el momento, la luz tenue era ideal para un concierto. Respiré hondo, tomé postura y, sin dudar más, con el corazón agitado volví al pasado. Apenado inicié con Csárdás de Vittorio Monti, recordé cuando mi madre tocaba exactamente la misma pieza y me enseñó. Eran tiempos tan felices. Me sentí sumamente alegre por volver a tocar el violín y recordar el pasado que tanto amaba. Olvidé por un momento que tocaba para alegrar la fiesta terminada de cumpleaños, me entregué por completo a los recuerdos. Diana abrió la ventana y me miró desde la distancia, no me di cuenta de ello hasta que paré de tocar. Ella brincó por la ventana y se acercó a mí con una exquisita sonrisa plasmada. —¿Estás enamorado de mí? Eres muy, pero muy raro —soltó con una dulce entonación. —Claro que no, simplemente estoy practicando. —Fruncí el ceño y le desvié la mirada. —¿Y qué hay de la pintura? Me pintaste, alguien enamorado haría algo así. —Te equivocas, los gestos amables no son precisamente de amor. Pensaba darles la pintura como regalo de cumpleaños, pero no pude terminarla. —No quería que la pintaras a ella… Es perfecta únicamente conmigo, por eso la confisqué —confesó y calló por un momento—. ¿Por qué tocas el violín de manera tan envidiable? ¿En serio tienes quince años? —cuestionó apenada de sus palabras. En la cabeza de Diana algo crujió, un engranaje comenzó a andar, comprendió que su vida no la estaba llevando de la mejor manera. —Mi madre me enseñó, ella lo hacía mejor —confesé—. Cada cumpleaños mío tocaba el violín, como un pequeño concierto, desde que era un bebé sin uso de razón. —Qué envidia. —Tomó asiento en el pasto y luego se dejó caer. Noté que los ojos de Diana estaban rojizos por el llanto, el ámbar de su mirada se opacó. Volví a tocar el violín. Diana enfocó la vista al cielo mientras se dejaba envolver por el sonido. —Escuchar el violín me hace sentir melancolía —confesó. Dejó su lugar en el césped y se acercó a mí—. Enséñame a tocarlo, quiero aprender — pidió como si fuera una chiquilla. Me pareció que era un capricho del momento, pero era más acertado que dedicara su tiempo a tocar algún instrumento en lugar de estar ilusionada con el profesor. Bajé el violín, mi tesoro, y lo compartí con Diana. —Sabía que mi esposo no iba a traer cualquier mocoso vulgar a esta casa —habló Clara con la voz desvanecida. Escuchó todo el tiempo, en su ebriedad, las melodías de mi violín. —¡Mamá! Me gusta. Es como cuando era más niña y todos íbamos al teatro, quiero aprender a tocar el violín. ¿Me pagas las clases? —preguntó Diana emocionada con el instrumento en manos. —Lo que quiera mi princesa. La fiesta tuvo un final feliz aquel día, aunque no para todos. Mientras estaba en el jardín con Clara y Diana, Dana se encontraba en el departamento de su novio, festejando su cumpleaños a su manera, con bebidas alcohólicas y excesos. Supimos después lo que pasó en el departamento, cómo se aprovecharon los amigos de su novio y él. El video de aquello circuló por el colegio, después fotografías sacadas del video decoraban los muros de los baños. El director intentó buscar a los culpables, se armó un alboroto. Lo que más me preocupó fue el estado de Dana, en las fotos se apreciaba su cuerpo demacrado con la piel casi pegada a los huesos. Capítulo 5 Dana dejó de ir al colegio, Clara la dio de baja, pensó en internarla para tratar su trastorno, también en mandarla al extranjero, pero al final se exilió en la mansión. Terrible error. Dana necesitaba atención, había sido abusada y tenía trastornos alimenticios. Todo empeoró cuando la obligaban a comer, como respuesta ella vomitaba a escondidas. No tardó en trastornarse más: cortaduras verticales aparecieron en sus delicados brazos. Clara deseaba ocultar eso, mantener una apariencia falsa en la sociedad, pero ni podía con su alcoholismo, menos con su hija enferma. Diana no intervino, estaba apenada y enojada por la actitud de su gemela. Claro, por ser similares, molestaron a Diana en el colegio. Clara llamaba de manera insistente por teléfono a su esposo, pero él no respondía las llamadas. Desapareció en su viaje de conferencias médicas. Mi tarea era llevarle la comida a Dana a su habitación y asegurarme de que comiera todo. Después de que regresé del colegio, la cocinera me recordó aquella orden, no me dio tiempo ni de cambiarme el uniforme. Fui a la habitación con la bandeja en manos. Desde que Dana fue dada de baja en el colegio, pidió una habitaciónsola para ella. Ya no quería convivir con su hermana. Toqué la puerta, Dana me corrió a la primera, pero estaba obligado a darle la comida. Sentí por un momento que me hacían responsable de ella, al sirviente de quince años. Entré al cuarto, estaba totalmente oscuro, las cortinas no dejaban pasar lo poco que quedaba del sol. Prendí la luz y vi que el lugar era un desastre. Había ropa tirada por todos lados, sábanas y basura. Me sentí en un manicomio abandonado. —¿Dana? Dana, tienes que comer —le dije al verla tumbada en la cama con una expresión cadavérica en su tierno rostro. —Lárgate, déjame en paz —ordenó con una voz débil carente de ilusión por la vida. —Debes comer, ya sabes lo que ha dicho tu madre. Hoy han cocinado algo muy rico. Limpiaré tu cuarto mientras comes. —Dejé la bandeja en una mesa. Recorrí las cortinas y Dana pegó un grito al momento en que la luz del día se pasó a la habitación. Se levantó de la cama enojada y me retó con la mirada. Sus cabellos rojizos estaban grifos, su piel sumamente pálida, tanto, que me pareció que era gris. Dana llevaba puesto un pijama de gatos estampados, sucia y arrugada, olía a sudor. —¿Sabes? Hace mucho había un loco que comenzó solamente a beber agua, estaba enfermo, yo diría que obsesionado con el agua. Su cuerpo estaba flácido y él muy débil. Un día salió al corral de los cerdos para alimentarlos, en su debilidad cayó en el lodo y fue devorado por los cerdos —le conté. —¿Y qué hay con eso? —Torció la boca y cruzó sus brazos. —Es triste, pudo haber muerto de otra manera, pudo haber hecho mucho con su vida, pero se encapsuló en su enfermedad y su vida terminó de una manera insólita. Es recordado por morir devorado por los cerdos, no por más. —Levanté la ropa del suelo. —No me gustó tu cuento, es horrible. —Bueno, la vida está compuesta de buenos y malos momentos, pasa igual con los cuentos. Los humanos siempre han buscado respuestas sobre la existencia humana, ¿cuál es el propósito de nuestra vida? —Seguía ordenando la habitación mientras hablaba—. Nadie lo sabe con exactitud, algunos aseguran que venimos a ser felices y disfrutar de los bienes terrenales. Otras personas dicen que crueles dioses atraparon nuestras almas libres en vasijas emocionales y que, al parecer, disfrutan de observarnos. Se regocijan con nuestro dolor. Otras personas cuentan que la vida sólo es una etapa y al morir, si fuimos buenos, vamos al cielo con nuestro creador. Algunos pocos dicen que somos capricho de nuestros propios deseos, el deseo de existir y tener vida. Bueno, y la más sonada, es que somos producto de la evolución. Me gusta creer que existimos porque tenemos un objetivo y venimos a dar algo en este mundo, como una clase de ofrenda que justifique nuestra existencia —conté sin dejar de ordenar. Dana se quedó en silencio, fue a la mesa y levantó la tapa de la bandeja. —Eres extraño, Samuel. Quedaste huérfano, terminaste como sirviente y aun así mantienes un buen humor. —Mi madre me dejó muchas cosas buenas y me enseñó que la vida es hermosa. Nosotros no somos nada a comparación del basto e infinito universo, aun así, dentro de nosotros hay un universo, en nuestras cabezas. —Sí, claro, lo que tú digas. Es fácil para ti, tu vida no está arruinada, no tienes una madre alcohólica y un padre ausente. No sé por qué mis padres decidieron tener hijas, ni les importamos. —Tomó el cuernito de mantequilla recién horneado y lo sumergió en la crema de champiñones. —Es fácil culpar a los demás de nuestras malas decisiones. —Me quedé pensativo un momento—. Identidad, eso te falta. —Dejé la ropa sucia en el canasto y me fui a tender la cama. —¿A qué te refieres, Samuel? —Llevó otro bocado de pan a su boca. —Tu identidad. En estos momentos sólo es castigo, representa reproche hacia tus padres. Necesitas descubrir quién eres, qué te gusta, qué te define. Diana comenzó a ir a clases de violín, tal vez necesites eso, ir a clases de algo que te guste y recrearte. Así comenzarás a trabajar tu identidad real. Tu vida simplemente giraba en el colegio, tu exnovio y tus amistades, ellos te traicionaron porque vieron debilidad en ti y ausencia de una identidad. Eso hacen los aprovechados, buscan personas débiles para utilizarlas. Dana no me despegó la mirada, a pesar de que solamente ordenaba su habitación y no hacía nada interesante. —¿Me estás diciendo que soy débil? —preguntó extremadamente calmada. —Sí, todos somos débiles, pero hay cosas que nos hacen fuertes. Bueno, ya terminé, siento si me meto demasiado, pero, como soy humano, soy empático y no me gusta verte consumida. Dana, la vida es bonita, enfoca bien la mirada. —Abrí la puerta y me dispuse a salir. —Samuel, quédate un poco más. Necesito que… sacudas el polvo — pidió. Sabía que Dana se sentía sola y necesitaba hablar con alguien. Desde el día que dejó el colegio, Clara la regañaba a gritos y Diana le reclamaba seguido. —Está bien… ¿En dónde sacudo? —pregunté y me alejé de la puerta. —¿Ya olvidó el colegio mi video? —me preguntó con un tono de voz triste. —Sí, ahora el tema de conversación es otro, sólo duró una semana el mitote. El director se encargó de encubrir, según él, tan terrible rumor que desprestigia la escuela. —Ya veo… —Soltó la cuchara de la crema y bajó la mirada. —Hace poco leí un buen libro, trataba de una chica escritora que viajaba por un mundo hermoso habitado por extraños entes. Te lo prestaré — cambié el tema. —No me gusta leer, Samuel. Ya tengo suficiente con las tareas que nos daban a leer en clases. —No es lo mismo leer por gusto que por obligación. ¿Dónde debo sacudir el polvo? —volví a preguntar. —Ve por el libro —ordenó. Dana estaba sola, muy sola, había tocado fondo en su soledad y de alguna manera buscaba salvarse. Salí de su habitación y fui a la mía, estaba lejos, en la otra ala de la mansión. Era el único sirviente que vivía en la mansión, por lo tanto, me dieron un cuarto alejado de todos, donde estaban las habitaciones para los invitados y las abandonadas con el tiempo. Tomé varios de mis libros, no sólo el que le prometí. Cuando regresé al cuarto de Dana, me percaté de algo que me dio alegría: ella había comido un poco más de lo normal. —¿Y tú dónde comes, Samuel? —preguntó apenada por algún motivo. —En la cocina, donde comen los demás trabajadores de la casa. El chófer siempre cuenta sus anécdotas, es divertido. ¿Por qué? —Eres como nuestro sirviente de compañía, ¿no? Papá dijo que podíamos jugar contigo… Recordé cuando llegué a la mansión de la mano de Burgos, él se encargó del funeral de mi madre y de todo. Me ayudó mucho, yo no sabía qué hacer. Burgos no podía seguir ayudándome, sabía que terminaría en un orfanato de mala muerte, el que tenía mala fama de traficar con los huérfanos. Me ofreció empleo en su mansión al imaginar a dónde podría ir a parar. Me dijo que sus hijas eran muy solitarias y ausentes de todo, pero buenas, y que al tener un compañero educado como yo les haría bien. No me negué, tenía mucho miedo, no sabía qué iba a ser de mí y no quería perder a la única persona que conocía: Burgos. Él fue un buen amigo de mi madre, solía verlo seguido con ella. Bueno, después de todo, trabajaban juntos. —Sí, algo así, ¿por qué? —Hubo un silencio largo en el cuarto—. En la antigüedad —hablé rompiendo el silencio— algunas jóvenes tenían damas de compañía, era normal, antes. —Dejé los libros en la blanca mesa donde había comido Dana. —Quiero que comas conmigo de ahora en adelante. Es aburrido comer sola, me enfoco en la comida cuando estoy sola y me da algo, pero… tú cuentas historias, me diviertes y entretienes, eres como mi bufón —soltó una risilla de manera cruel. —Después del colegio vendré a comer contigo. —Salí de la habitación con la bandeja. Comencé a ir a la habitación de Dana a la hora de la comida. Ella me hacía preguntas de la escuela y si sabía algo de su exnovio. Él estudiaba el tercer y último grado de bachillerato, Dana y Diana en el segundo y yo en el primero. Solía cambiarle el tema contándole a Dana cosas de libros y lo queaprendía en clases. Con el pasar del tiempo ella leía los libros que le prestaba y sacaba temas de conversación de estos. No tardó en volver a salir de su habitación para ir a librerías y comprar compulsivamente. No me molestaba su nueva compulsión porque me prestaba libros y ella se distraía leyendo. Me llegó a confesar que le daba hambre cuando comía acompañada y estaba feliz, así que comencé a cenar con ella. Asunto que levantó sospechas en Clara, pasaba más tiempo con Dana que Diana. Un día, Clara me encontró en las escaleras, estaba algo ebria. Llevaba puesta su típica bata floral roja y los cabellos despeinados, recogidos en un chongo flojo. Me miró firme con sus ojos de ámbar: era una mirada retadora, típica de una persona ebria. —Te gusta mi Dana, ¿no? —preguntó antes de subir el último escalón. —No, no pienso de esa manera, ella me pidió… —Nada de negarlo, pasas mucho tiempo con ella. Más vale que no, porque son de clases sociales muy diferentes y jamás podrán estar juntos. Ella se va a casar con un muchacho de buena familia, ¿entiendes? — preguntó con el ceño fruncido. —Sí, lo entiendo. —Ándale, mocoso. —Siguió su camino. Me quedé pensativo, todas las familias acaudaladas de la ciudad llegaron a saber de Dana y el video. Me daba coraje el tema, todo se quedó impune, nadie demandó a los encargados de aprovecharse de Dana. Claro, eran riquillos intocables, al igual que su exnovio. Diana, al sentirse sola, no tardó en unirse al club de la lectura y a la hora de comer en la habitación de Dana. Solía hablar sobre sus clases de música y su progreso. Ocasionalmente comentaba que seguía estando un poco triste, al parecer ella se encontraba profundamente enamorada del profesor, pero él no tenía ganas de regresar. Dana mejoró con el tiempo, creí que logró escapar de la negatividad y encontró su propia identidad en los libros. No estaba curada del todo, pero su vida había adquirido un rumbo nuevo. Comenzó a aventurarse, salió un poco más de su encierro y probó cosas nuevas inducidas por lo que leía: su enfermedad perdió poder en ella. Capítulo 6 En mi cumpleaños número dieciséis me enfermé. Ardía en fiebre y no pude hacer nada especial para celebrar. Era otro cumpleaños que estaba sin mi madre. La melancolía me acosó y se implantó en mi alma, algo que me hizo caer más preso de la enfermedad. No paré de recordar el pasado mientras temblaba de frío debajo de las sábanas. Los demás sirvientes le informaron a Clara sobre mi salud y me dieron el día libre. Para mi sorpresa, Clara no tardó en aparecer en mi habitación. Y para sorprenderme aún más, no estaba ebria. —Ay, Sam, lo que me faltaba, que te enfermaras. Tú cuidas a las niñas, no puedes enfermarte —habló con su típico tono de voz meloso y exagerado. —Lo siento, sólo es una ligera fiebre. Si necesita algo, puedo hacerlo. — Me incorporé en la cama. —No, chiquito, cómo crees, si aún eres un niño. —Recargó su mano en mi hombro—. Me parte el corazón saber lo solo que estás. Pienso en mi Dana y Diana, vivo por ellas, ganas no me han dado de colgarme —dijo y quitó de mí su mirada afligida—. Cuando te veo solo sin tu mami, me da tanta tristeza. Lástima era algo que no necesitaba, pero Clara no pensó mucho en lo que me decía o cómo me miraba, hablaba sin parar. Me pareció que realmente quería decir otra cosa. —Estoy bien —dije a secas. —Me alegro. —Clara bajó la cabeza, me quitó la mano de encima y dio una vuelta por mi habitación. Escuché sus pasos al par de mis latidos lentos. Analizó mis libros apilados en el escritorio y algunas pinturas que sobrevivieron al robo de Diana, ya que antes se encontraban escondidas en el armario. Al final, se enfocó por completo en la fotografía que se encontraba en la cómoda cerca de una lámpara. Era una fotografía de mi madre y yo. Clara levantó el marco y miró fijamente a la mujer que sonreía y tenía en brazos a su pequeño hijo. —Qué guapa era tu madre, parecía un ángel, de seguro enamoraba a quien sea fácilmente —dijo—. Te pareces a ella, eso me preocupa. Últimamente mis hijas pasan mucho tiempo contigo. Cuando Clara dijo aquello, supuse por dónde iba, le preocupaba demasiado que me relacionara de más con las gemelas. Lo que no sabía ella era que no me gustaban sus hijas en lo mínimo. Las conocía, estaban desquiciadas, eran viciosas y caprichosas. Convivía con ellas porque era mi trabajo, también porque me daban un poco de lástima. A pesar de tener a sus padres, ellas estaban mal, muy mal. Nadie realmente las escuchaba y fueron utilizadas por estar tan vulnerables. —Creo que sí —respondí pensativo. —Samuel, te voy a hablar con honestidad. —Tomó asiento en la esquina de la cama y con su mano recorrió a un lado de su hombro su largo cabello rojizo—. Eres un joven educado, parece que vienes de una buena familia, heredaste mucho de tu linda madre. Mis niñas, sobre todo Dana, están muy frágiles desde la mentira editada del video, no quiero que te aproveches de eso. —No era mentira editada lo del video de Dana, pero Clara así quiso verlo—. Conozco a los hombres —prosiguió—, por muy lindos y educados que parezcan, buscan por dónde metérsele a la mujer. Estás creciendo, y yo creo que tu madre nunca te dio esta charla. Yo te acepté en la casa porque mi marido me insistió mucho, me pareció buena idea que alguien me ayudara con las niñas, pero ellas ya no son unas niñas. Samuel —hizo mucho énfasis en mi nombre—, yo quiero que tú me jures, por tu vida, que no te vas a aprovechar de mis niñas, que no las vas a enamorar. Yo voy a confiar en ti y dejaré de verte como un empleado más de la mansión, más bien como mi confidente, mi mano derecha. —Clara, yo te juro que no voy a aprovecharme de nadie. De verdad, no pienso en esas cosas y no estoy interesado. —Intenté mantener una expresión seria al momento de hablar. —Ay, Sam. Ojalá ellas no se ilusionen contigo, voy a tener que hablarles. Diana se ha interesado mucho por sus clases de música desde que te vio tocar con el violín y Dana ahora se la vive pegada a los libros, hasta comenzó a escribir. Les has hecho mucho bien y yo te reconozco eso. Voy a necesitar que cuides más de ellas, así que vamos, ambos iremos al doctor. —Dejó de golpe la cama. Terminé saliendo con Clara, su chófer personal nos llevó a un hospital privado. Clara se había arreglado, algo raro en ella, llevaba un vestido negro floral que hacía resaltar su inmaculada piel y sus rojizos cabellos. Se puso tanto perfume que me mareó durante el viaje. A diferencia de Clara, yo no iba nada arreglado, un gran abrigo negro y una gruesa bufanda me mantenían alejado de los escalofríos. En el hospital me hicieron una revisión y me dieron antibióticos, al parecer una infección en mi garganta era la encargada de hacerme sentir tan mal. Clara también pasó a consulta, la esperé en la sala. Me pregunté qué mal tenía, aparte de su problema de alcoholismo. Cuando salió de la consulta me miró fijamente por un momento. —¿Por qué no me dijiste que hoy era tu cumpleaños? El doctor te pidió tu fecha de nacimiento. Me comentó que cuando se enferman los niños, suelen crecer, un mito entre doctores. Vamos, Sam. ¿Cómo te la vas a pasar así en tu cumpleaños? Cuando salimos del hospital, Clara le ordenó al chófer que nos llevara a un restaurante que ella solía frecuentar cuando tenía citas con Burgos. Era un lugar para personas acaudaladas, hasta me sentí mal por ir en fachas y enfermo a un lugar tan elegante. A la lejanía un pianista de traje blanco y rostro de vela derretida se encargaba de ambientar el lugar, al par del sonido de los cubiertos de los consumidores al rozar con la fina vajilla. Los candelabros del techo en forma de flor ofrecían una tenue iluminación amarillenta, ideal para hablar y no mirar. Comí con Clara mientras ella me hablaba de la mansión. Al ser hija única, la herencia que le dejó su padre antes de morir pasó a ser suya a totalidad. Su padre era extranjero, pero se enamoró de la antigua mansión y la compró con la finalidad de usarla en vacaciones con su familia, aunque también pensóen convertirla en un negocio de eventos sociales. Cuando murió, Clara se mudó a la mansión, estaba muy conservada y restaurada por su padre. Dio inicio con el negocio que él tenía planeado, y así fue por años, hasta que se casó con Burgos y tuvo a las gemelas. Clara me contó que le hizo mal dejar su trabajo, le apasionaba mucho realizar eventos y más los que tenían una temática antigua. Las mujeres vestían ropas del rococó y se hacían bailes con orquesta. Imaginé con facilidad todo lo que Clara me platicó sobre su antiguo trabajo, lo hizo con una armoniosa voz, y sus ojos de ámbar brillaron como joyas recién pulidas al mencionar sus ilusiones. —¿Por qué no vuelve hacerlo? —le pregunté. —Quisiera, pero no he tenido ánimos, y ahora menos podré, estoy embarazada —reveló entusiasmada. Dejé la taza de té que había ordenado para acompañar la comida. No supe qué decirle, Clara era una mujer de casi cuarenta años y mantenía una relación apasionada con su chófer. Pensé si el hijo era de Burgos o del amante. Después de un silencio incómodo, apenado la felicité y le deseé lo mejor. Cuando regresé a la mansión, la noche ya estaba puesta. Clara hizo de mi triste día algo más feliz. Entré a mi habitación y cuando prendí la luz me encontré con una carta en mi escritorio, estaba en un sobre rojo vibrante. Rompí el sello con forma de mariposa, era de cera blanca y dorada. Mientras abría el sobre me pregunté quién la habría dejado. Me quedé confundido cuando leí la breve carta que decía: Querido Samuel La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo. Ten en cuenta que te estoy observando. Feliz cumpleaños. La piel se me erizó y un escalofrío recorrió mi cuerpo, uno similar a cuando la muerte te abraza. La carta no tenía nombre y no estaba escrita a mano, eran recortes de letras del periódico. Supuse que era una broma, tenía qué, y suponerlo me ayudó a quitarme la mala vibra. Para ese momento ya me sentía mejor, y como era una ocasión especial, intenté revivir el pasado. Saqué el violín de su estuche. Cuando estaba afinando las cuerdas, una se rompió, recordé que en una parte del estuche había cuerdas de repuesto. Cuando abrí el compartimento me encontré con una carta vieja escrita por mi madre que decía: Hay vida dentro de mí, y amo saber que nuestro amor trasmutó en esta vida. Sin embargo, nuestro amor no debe destruir la vida hecha que tienes. Entiéndeme, por eso me alejo de ti. No quiero que abandones tu vida, no quiero que dañes a tu familia. Yo cuidaré sola de nuestro amor, lo haré con mucho cariño. No seré la causa que arrastrará infelicidad en tu hogar. Entiendo que era un pecado para ti, un momento de escape de tu realidad. Lo llamaré Samuel, será un niño. Me invadió la curiosidad de saber quién era mi padre y por qué mi madre se alejó de él. Capítulo 7 Diana dejó el violín, dijo que no era lo suyo. Sin embargo, no abandonó la música. Terminó siendo fiel a la guitarra. Ella dedicaba demasiado tiempo a practicar, más que al colegio, se desvelaba noches enteras aprendiendo a dominarla. También le gustaba componer y cantar. Un día, mientras ordenaba su cuarto, la escuché cantar una de sus composiciones. Me sorprendió que no le diera pena mi presencia para cantar, y más me sorprendió lo bien que lo hacía, realmente tenía talento. Desde el sillón aterciopelado de su habitación, cerca de la ventana que daba vista al jardín, Diana terminó de escribir la letra de su canción, tomó la guitarra oscura y comenzó a practicar. Su canción decía: Nos decimos adiós, hemos crecido y la vida nos cambió. Todo parece diferente, ahora tiene un color distinto a lo que veo. Abrí los ojos y conocí un maravilloso mundo, estoy despierta, en una realidad donde mi corazón se emociona sin necesidad de tu amor. Nos decimos adiós, hemos crecido y la vida nos cambió. No es definitivo, desde mi corazón te voy a recordar, hasta el final de mis tiempos. Adiós, adiós, adiós, he crecido y he cambiado. Dejé de tender la cama para observar de manera discreta a Diana. Movió ágilmente sus dedos entre las cuerdas, arpegió de manera armoniosa. Me pareció que se encontró a sí misma. Era un momento donde sólo importaba el interior, mientras que el exterior perdía relevancia. Fue como ver el nacimiento de Venus. Diana parecía una musa con la guitarra entre sus brazos, algunos mechones de su rojizo cabello le cubrían el brazo, haciéndole resaltar su piel delicada, la que parecía de leche. En su rostro había una paz envidiable. Mantenía los ojos cerrados, concentrada en su interior. El sol que se filtró por la ventana acariciaba su rostro. Los rayos del sol parecieron ser los dedos escuálidos de algún dios tocando a su amada creación. Las pecas de su rostro eran como estrellas en un universo blanco. Vestía una bata floral negra que le cubría hasta las rodillas. No pude evitar analizarla y grabarme aquel momento en mi memoria, porque me inspiró para hacer una nueva pintura. Era una imagen poderosa. Tomé una fotografía mental y volví a mis deberes. —¡Diana! Te pusiste mi blusa —increpó Dana luego de entrar a la habitación e interrumpirla. —¿Y qué hay con eso? —Diana dejó la guitarra. —La aflojaste, mira, estás muy gorda. —Dana levantó la tela colgada de la blusa. —No estoy gorda, simplemente no me mato a dietas y tengo más pecho que tú. —¡Me sorprende que estés tan gorda! Si te la vives encima del profesor de ciencias —gritó molesta Dana. —¡Mira quién habla! La que grabaron en una porno. Dana se lanzó sobre su hermana, le jaló el cabello y le atinó algunos puñetazos. Diana se defendió cubriéndose con los brazos. No tardé en intervenir, no era la primera vez que peleaban así, solían hacerlo seguido y después se contentaban. Tomé los brazos de Dana para que dejara de golpear. —¡Por lo menos no me meto con gente casada! —gritó eufórica Dana. —Por tu culpa nadie me habla en el colegio, se burlan de mí y murmuran en mis espaldas. ¡Somos gemelas, pedazo de idiota! —Diana se levantó del suelo, empuñó su mano y con todas sus fuerzas soltó un golpe. Dana se movió a un lado y me llegó la ira de Diana en el rostro, mis lentes salieron disparados al suelo. —¡Ya le pegaste al nuevo favorito de mamá, nos va a regañar! —gritó Dana. Llevé mi mano a la mejilla, me dolió bastante el golpe. —¡No es mi culpa! Tú te moviste. —Diana cruzó sus brazos e hizo un puchero. Me incliné, recogí mis lentes y salí de la habitación, la pelea de las gemelas me incomodó demasiado, sin mencionar que me tocó un golpe increíble. Fui a la cocina por hielo. Suspiré fuertemente al ponerme la bolsa de hielos, apenas era mediodía de un sábado y ya tenía que lidiar con las gemelas. Salí por la puerta trasera de la cocina y tomé asiento en la pequeña barda de los rosales. Analicé el jardín, y como el jardinero le daba mantenimiento con la cortadora de césped, olía a recién cortado. Algunos pétalos secos de rosas volaron a mis pies, cuando me dispuse a tomar uno, las gemelas aparecieron detrás de mí. —Siempre estás en las nubes, Samuel. Vamos, iremos de compras — reveló Dana. —No sé manejar, no las puedo llevar. —No queremos que nos lleves, queremos que nos acompañes —aclaró Dana. Me sorprendió demasiado, no había salido en público junto a ellas. —Mi mamá quiere que nos acompañes, porque ella no puede ir y últimamente está de loca paranoica desde el video de Dana y el embarazo —Diana reveló el motivo. Cruzó sus brazos y torció la boca. Sin poder objetar, terminé acompañando a las gemelas al centro comercial, algo que no me daba gusto, no me llamaba mucho la atención y me traía recuerdos tristes. Antes solía ir con mi madre de compras, después bebíamos un café y conversábamos juntos. El centro comercial estaba atestado de personas, Dana y Diana entraron a muchísimas tiendas y demoraron lo que me pareció una eternidad en probarse ropa. Cansado y aburrido, las esperé fuera de la tienda, sentado en las bancas cercanas a un enorme estanque artificial de peces carpa. Les quité la mirada de encima por un momento y observé los peces nadar, algunos se escondíanentre los papiros y lirios acuáticos. Ver aquello me trajo paz, cuando volví la mirada a la tienda de ropa, observé a las gemelas riendo y platicando; la pelea había quedado en el pasado, menos por el golpe que recibí. Después de las compras, las gemelas decidieron pasar a una de las cafeterías del centro comercial, no pude evitar ponerme serio y un tanto pensativo con la decisión de ellas. El pasado me consumió por un momento. Dana y Diana no tardaron en prender un cigarro, decidieron beber café en la terraza para poder fumar. —Dana, cuéntame, ¿qué pasó con tu novio? —preguntó Diana después de que se retiró la mesera. —Últimamente me ha estado buscando, intenta justificarse, dice que no fue quien grabó y compartió el video. —Inhaló de su cigarro—. Me manda muchos mensajes. —Exhaló el humo y puso una expresión seria—. Me da demasiada tristeza que no se hubiera hecho nada al respecto… La mejor solución fue que yo dejara el colegio. —No vas a volver con él, ¿verdad? Después de todo lo que hizo… No, hermanita. Todo lo malo que te pasa es por su culpa. —Claro que no lo haré. El lunes inicio en otra escuela, mamá ya me inscribió, es una pública, donde nadie me conoce. Tendré que soportar mocosos piojosos. Ni Samuel encaja en la escuela pública. —Dana enfocó su mirada en mí, después de varios segundos de observación, estiró su mano y tocó mi mejilla, la que golpeó Diana—. ¿Te duele? Mamá nos pidió que fuéramos más gentiles contigo. Se me ocurren dos cosas: sabes un secreto de ella o ya te echó ojo como al chófer. —No sé nada —desvié la mirada, me incomodó la penetrante expresión de Dana. —Yo digo que le echó ojo, Samuel ya dio el estirón. Hasta la voz le cambió —dijo Diana y soltó una risilla. —Ay, Diana, a mi mamá los menores y a ti los mayores. Hablando de eso… —Dana clavó la mirada en el interior de la cafetería—, mira quién está dentro. El mundo es muy pequeño. ¿Es mi imaginación, o es el profesor y su esposa? Diana giró rápidamente su cabeza, observó a la pareja que se encontraba dentro de la cafetería disfrutando de una rebanada de pastel y café. Efectivamente, el mundo era muy pequeño y aquella pareja era el profesor de ciencias y su esposa. Ambos sonreían y conversaban, parecían la típica pareja de enamorados que salen a tomar café juntos. La esposa del profesor era más joven que él, poseía rasgos delicados y una larga cabellera ondulada, su porte era elegante y usaba ropa lujosa. Diana no le quitó la mirada de encima, sus ojos de ámbar se opacaron por la tristeza. Seguramente el profesor sintió la penetrante mirada de Diana, giró su cabeza y echó un vistazo por un breve tiempo. —Vámonos… —pidió desanimada Diana. —Ya nos arruinó la alegría este tipejo. —Dana frunció el ceño y lanzó desde su lugar una mirada desafiante al profesor. El fin de semana acabó en un suspiro. Diana se la pasó deprimida, encerrada en su habitación, fumando y comiendo helado de chocolate. El lunes llegó y Dana inició en su nueva escuela. Yo me fui al colegio. Eran las doce del mediodía y la campana del receso sonó, me paré con prisas de mi lugar antes que mis compañeros lo hicieran, por eso me sentaba al frente, para salir primero. Me fui al jardín, a mi árbol favorito, daban hermosas flores lilas. El césped estaba tapizado de pétalos lilas, en el aire había un aroma a polen agradable. De un momento a otro el profesor de ciencias se acercó a mí, llevaba en manos una carta y su rostro poseía una mirada intimidante. —Diana no vino y tampoco me contesta el teléfono. Dale esto —ordenó con un tono de voz enojado. Hastiado, recibí la carta, él se alejó sin decir más. Tomé la manzana que tenía para comer en el almuerzo, estaba dispuesto a darle una mordida, pero la carta me dio curiosidad, demasiada; quería saber qué decía. Pensé en abrirla, leer y después quemarla, no dársela a Diana. Dejé la manzana para comenzar a leer, pero, cuando estuve a punto de abrirla, apareció una sombra obstruyéndome la luz del sol. Se trataba de un compañero de mi clase. —Samuel, me ha costado mucho encontrarte —reveló con un tono de voz alegre. —¿Necesitas algo? —Doblé la carta y la guardé en el bolsillo de mi saco. —Sí, hablar, siempre sales corriendo y te alejas de todos. No tienes amigos y al parecer al profesor de ciencias le agradas. —Tomó asiento cerca de mí y abrió su lonchera. Antoni era mi compañero de clases que se sentaba lejos de la pizarra y parecía ausente de todo. Era un chico extraño, pero sonreía de manera despreocupada y honesta, su sonrisa trasmitía confianza. Era un poco más bajo que yo, por media cabeza, su cabello era rubio como los girasoles y sus ojos enormes parecían dos escarabajos verdes, sus largas pestañas negras simulaban ser las patas. Siempre tenía el rostro sonrojado, hablaba en voz baja y era muy delicado. Me parecía que Antoni era un ser andrógino. Lo analicé un momento, pensé que se podría quemar fácilmente: su piel blanca parecía que jamás fue tocada por los rayos del sol. También pensé que, si le caían gotas de lluvia, se desvanecería, y si soplaba fuerte el viento, saldría volando. Antoni de verdad era un joven delicado en todos los sentidos. —No tengo mucho que decir —le dije en un intento de cortar conversación. —Yo sí, te he estado observando desde el primer día que entraste al colegio. Hoy llegaste con un moretón ligero en la mejilla. ¿Te golpean en tu casa? —preguntó y llevó a su boca una galleta de chispas de chocolate. —No, nada de eso, fue un accidente —justifiqué. —Oh, ya veo. —Masticó delicadamente—. Es que eres tan retraído que pensé que en casa te maltrataban. Me alegro de que no sea así. —Esbozó una sonrisa plena y dejó a la vista sus dientes manchados de chocolate. —No tengo mucho que decir. —Yo creo que sí tienes mucho que contar, sólo que nadie te ha preguntado sobre algo, lo que sea. ¿Qué te gusta hacer en tus ratos libres? —Leer —respondí cohibido. —A mí también me gusta leer —dijo emocionado—. ¿Qué más? —Practicar con mi violín. —¡Te gusta la música! Excelente, mi madre es pianista, pero a mí no se me da mucho. No pude quitarme de encima a Antoni, me hacía tantas preguntas que me fue imposible ignorarlo, desde ese día me siguió en los recesos y se juntó conmigo. Después se cambió de lugar, sentándose en el pupitre que estaba junto a mí. Antoni era una persona agradable, siempre tenía temas de conversación, solía sacarme mucha platica. A su lado me sentía cómodo, como en casa. Debido a la confianza que él me otorgaba, creí conocerlo de años atrás, era una agradable sensación. Fue el primer amigo que hice en el colegio. Compartíamos muchos gustos similares y con el pasar del tiempo le agarré cariño, su compañía se hizo indispensable para mí. Sobre la carta, bueno, nunca se la di a Diana, pero tampoco me atreví a leerla, simplemente la tiré a la basura. No quería que ese hombre degenerado con compromiso siguiera molestándola. Capítulo 8 La época de lluvias estaba en su apogeo, todos los días estuvieron nublados y plomizos. Solía pasar las noches contemplando la lluvia caer desde la ventana de mi cuarto, sumergido en mis pensamientos. A veces me llegaba el melodioso cántico de Diana con su guitarra, solía componer canciones de rupturas. Por otro lado, Dana se perdía en los libros. Su mundo cambió gracias a estos. Comenzó a ganar peso y las cortadas en sus muñecas fueron disminuyendo y cicatrizando. En algunos días tenía crisis, no lo había superado del todo, pero leer y escribir le salvó la vida. Dana encontró una manera de expresar su dolor creando y no destruyéndose. De Burgos no había ni una sombra. Su viaje de conferencias se alargó demasiado. Clara la pasaba mal con su embarazo, muy mal, no podía beber y tenía muchos malestares propios de su estado. Aburrido de ver la lluvia, estudié partituras y practiqué en el violín, expandiendo la dominación de más piezas musicales. Mientras practicaba concentrado, Diana entró en mi habitación, Antoni la había contactado por mensajes de su celular para buscarme. —Antoni de tu clase me pregunta si te conozco. —Alzósu reciente adquisición, su nuevo teléfono y me mostró el mensaje. —Qué raro, no le hablé de ustedes. ¿Cómo habrá conseguido tu número? —No leí el mensaje y no solté el violín. —De seguro alguien nos vio juntos. ¿Qué le digo? —preguntó un tanto inquieta. Diana estaba en pijamas, tenía su largo cabello recogido en dos trenzas. Me pareció que estaba algo nerviosa. —No sé, me da igual. —Le responderé que no te conozco ni me interesa hacerlo. Samuel, ya consíguete un celular, pareces salido de una cueva, todo primitivo —regañó. —Mucha información en un celular, además, no tengo a nadie con quién comunicarme. Recordé que mi madre solía enviarme mensajes de texto antes de que saliera de la escuela para recogerme, siempre me preguntaba dónde estaba y qué hacía. El día que ella murió dejé de utilizar el celular. Como nadie me llamaba, no le encontré uso. Un trueno cayó cerca de la mansión, Diana pegó un grito y la luz se fue. La oscuridad en mi habitación fue velozmente derrotada por la iluminación del celular de Diana. —Ay, no, se fue la luz. Esta casa vieja de por sí me da miedo… La otra vez estaba fumando marihuana y pude ver cómo un fantasma me acosaba con la mirada. Se parecía a ti. Desde ese día no volví a fumar… marihuana —platicó afligida. —Pronto regresará la luz, creo. —Dejé mi violín en la cama y salí de la habitación. Diana se fue detrás de mí, alumbrando el camino con la linterna de su celular. —Samuel, el profesor de ciencias ya no le da clases a mi grupo, pasé a otro semestre y su materia ya no la llevaré. ¿Por casualidad él no te ha hablado de mí? —preguntó curiosa. —No —mentí, recordé la carta que no le di. —Me olvidó… tan fácil, de seguro ya está detrás de otra estudiante. — Cruzó sus brazos y caminó lentamente. —Eso no lo sé, Diana. Él está casado y tiene una familia, sólo juega con las estudiantes que se dejan. Subí un peldaño de las escaleras. Mi intención era dejar a Diana en su habitación, ya que ella era muy miedosa. —Él me dijo que tenía problemas con su esposa, hasta me comentó que la dejaría y cuando yo tuviera edad… —calló de repente y dejó de subir los escalones—. Mentiroso, en la cafetería, él estaba tan feliz —dijo con un tono de voz amargo. —Diana, está claro que te mintió para aprovecharse de ti. —Me gustaba su suave cabello, enterrar mis dedos, acariciar su piel y sentir sus fuertes brazos protegerme. Me gustaban tantas cosas de él… lo extraño, más en estas noches, frías y oscuras. Él me abrazaba en la oscuridad y me decía que no le temiera. La oscuridad me recuerda a él — Diana platicó con mucha confianza. —Te recomiendo que no asocies personas con cosas y eventos —le sugerí desganado. —Cuando miro el jardín de noche, me acuerdo de ti —reveló y volvió a subir escalones—. Estabas ahí, firme, con un violín en manos, entregándote a él. El viento soplaba de manera armoniosa y arrastraba consigo el aroma de las rosas, fue muy emotivo todo. Ese día me inspiraste y no lo olvidaré. —No fui yo, fue el violín —dije apenado—. En general, el arte y la música inspiran, es su propósito principal, según yo. —Retomé la subida de los peldaños. Las escaleras eran largas, me parecieron infinitas en la oscuridad. —Mamá habló con nosotras, nos dijo que te tratáramos mejor. Y nos hizo jurar que no te veríamos como un posible candidato —confesó. —Conmigo también habló de lo mismo —dije. —¿No sientes nada por nosotras? —preguntó muy seria, sin dejar de ver el camino. —Son como las hermanas molestas que no tuvo mi madre. —No pude evitar sonreír. —¿Te gusta alguien del colegio? —Preguntas mucho. —Dejé de avanzar—. Diana, no tengo cabeza para esas cosas. No sé si te has dado cuenta, pero apenas tengo tiempo para estudiar, practicar o pintar. Además, no tengo nada. No tengo familia, no tengo hogar, no tengo ningún futuro que ofrecerle a alguien, sería tonto de mi parte intentar enamorarme y formalizar algo, cuando ni yo mismo soy algo definido. Y menos hablar de nuestras edades, no estamos para eso, aún no —dije casi regañando. —Lo siento, no pensé en eso —comentó en voz baja—. Pero… para enamorarte no necesitas ser alguien en la vida, tampoco un adulto, a veces sólo es pasión y buscar dar afecto y cariño… Ja, sí, y recibirlo. —No me gusta utilizar a las personas —expresé firmemente. —Eso no es utilizar, es algo mutuo. —Diana subió escalones hasta estar en el mismo peldaño que yo—. Es algo que das y recibes, no es que seas como el profesor, que hagas promesas falsas y utilices a tus estudiantes para obtener placer. Das y recibes amor, afecto, cariño, comprensión… Entonces, al escuchar a Diana, supe que ella era una persona muy llegada a los sentimientos, detrás de su faceta de vicios, había una persona débil buscando amor. —Entiendo, pero mi respuesta sigue siendo la misma. —Eres muy frío, Samuel, demasiado. —Dejó de subir escalones. Me quedé callado y continué subiendo. Diana no sabía que yo temía hacerme ilusiones con los demás, a crear lazos irrompibles. La muerte de mi madre me había marcado más de lo que creí. Temía querer a alguien y saber que esa persona moriría algún día. Me pareció que Diana se quedó triste. Pensando en cómo decir las cosas que creía, giré sobre mí cuando llegué al último escalón. Miré a Diana donde estaba parada con el celular en manos, le confesé la verdad: mi temor. La marca que dejó la muerte de mi madre en mí, la que no me permitía encariñarme con la vida. Los ojos de Diana brillaron intensamente, fueron una luz más en la oscuridad. Intentó decirme algo, pero la luz regresó y nos encontramos con Dana, que estaba detrás de un pilar de los escalones. Escuchó todo. —¡Ah! Creí que eran fantasmas, ya estaba lista para atacarlos. —Dana sostenía una zapatilla de tacón alto como arma. —¿Fumaste marihuana, hermana? —preguntó Diana en un tono burlón. Capítulo 9 —Me encanta mirar el cielo, las nubes se mueven tan, pero tan despacio. Muchas personas son como las nubes, acumulan tanto sin decirlo y al final explotan en una tormenta —platicó Antoni melancólico. Era la hora del receso en el colegio, Antoni yacía en mi regazo, mirando las nubes mientras comía pequeñas zanahorias. Él solía tomarse muchas confianzas e invadir mi espacio personal, pero así era, muy franco en lo que quería hacer. Pocas cosas le daban pena. Descansábamos en el jardín, debajo del mismo árbol de flores lilas. Ya no quedaba nada de las flores, sólo unas pocas hojas secas adornaban las ramas del árbol. —Tú estás lejos de eso, casi siempre dices todo, hay días que no te pausas —comenté risueño. Bajé la mirada y observé el cabello extendido como abanico de Antoni, su pelo rubio y ondulado cubría parte de mi uniforme oscuro. Me pareció que era el estereotipo de un príncipe. —Es que no me quiero guardar nada, tengo tanto que decir que a veces me atasco, mis ideas se obstruyen unas con las otras. Samuel, tú eres muy callado, ¿te pasó algo malo en tu pasado? —cuestionó. —De todo, así es la vida —respondí a secas. —Aún no me tienes confianza, somos amigos de meses y no eres capaz de hablar mucho de ti. —Antoni frunció el ceño y cruzó sus brazos. —Vale, tienes razón. Hay tanta confianza que hasta te echas encima de mí —dije y suspiré—. Soy huérfano, trabajo en una antigua mansión y los dueños me dejan estudiar en este colegio. —¡Eso es terrible! —Antoni se incorporó de golpe, sujetó mis hombros y me clavó la mirada. —Es mejor que estar en un orfanato. Me tratan bien, casi como miembro de la familia. Mi mirada no pudo encontrar la de Antoni, la desvié, era demasiada pesada y cargada de energía. —¡Sam! —Antoni en ese momento se abrazó fuerte a mí—. Yo te ayudaré en todo lo que me pidas y necesites. Si te llegan a tratar mal puedes venir a vivir conmigo. —Apretó sus brazos, sentí su mejilla con la mía, también pude oler su escandaloso perfume—. Antoni quiere mucho a Samuel, jamás lo va a dejar solo —dijo con un tono de voz mimado. —Exageras. —Lo alejé de mi cuerpo. Antoni de verdad era muy expresivo, demasiado sentimental y cursi. Sin embargo, eso no me desagradaba,me hacía sentirme como en una casa cálida. —Un poco, más contigo. ¿Vendrás a mi cumpleaños? La fiesta será el viernes en la noche, quiero que lleves tu violín y toques. Te puedes quedar a dormir. Di que sí, vamos. Mi madre invita a muchas personas, pero no a mis amistades, porque tú eres el único —pidió y sonrió—. Dime que sí, anda, Sam —insistió con una dulcificada voz. —Sí, en la noche, pero dudo poderme quedar, los fines de semana los tengo muy ocupados. —Pensé en Dana y Diana jalándome de un lugar a otro, pidiéndome que les ayude con tareas y más. Mi amistad con Antoni era un tanto extraña, me agradaba demasiado para admitirlo, me confundía sus acciones, no sabía bien qué pensar sobre él. Antoni hablaba de manera delicada, sus ademanes y forma de ser eran similares a los de una chica. Sin embargo, aquello no me molestaba en lo absoluto, me parecía que él era muy auténtico en su manera de ser y no se contenía. Exteriorizaba su interior fácilmente. Me costó demasiado obtener permiso de Clara, ya tenía siete meses de embarazo y todo le preocupaba de manera sobre exagerada. Clara me pidió que alguien me acompañara, me sugirió Dana, Diana, o las dos. Y esa fue la condición, podía ir a la fiesta si alguien iba conmigo. Me sentí tonto en pedirle permiso, pero ella me insistió en que hiciera eso siempre que saliera y en su estado delicado no quise negarme a sus peticiones, menos preocuparla. Debido a que necesitaba permiso de Clara para salir, mis salidas a la farmacia ya no fueron posibles. Igual, Dana y Diana pararon de hacerme encargos extraños, la vida amorosa de ellas estaba muerta. En la escuela pública Dana no encontraba a su chico ideal, tampoco lo buscaba y Diana no dejaba de pensar en el profesor. Al final decidí invitar a Diana, ya que ella tocaba la guitarra y supuse que le podría divertir la idea de tocar un poco en la fiesta. A Dana no le gustaba mucho salir, prefería leer y escribir; la descarté a la primera. Me sentí mal, pero fui realista. Diana disfrutaba de las fiestas más que Dana, comía y hablaba demasiado, a diferencia de Dana, que parecía pasarla muy mal. Tal vez las fiestas le recordaban el día de su cumpleaños, cuando fue abusada. El viernes por la noche Diana se puso uno de sus mejores vestidos, negro y ceñido a su cuerpo desarrollado, más de lo normal para su edad. Soltó su largo cabello rojizo y pintó sus labios del mismo color que su pelo. Me pareció un poco provocativa su vestimenta, pero cuando ella sonreía parecía una musa y no otra cosa. Yo opté por un traje negro común sin relevancia alguna. Cuando llegamos al hogar de Antoni, bajamos del automóvil con los estuches de los instrumentos. Las miradas de muchos «caballeros» se dirigieron a Diana. Ella caminó pavoneándose hasta el interior de la casa blanca. Con cada paso hacía un ruido seco y llamativo con sus tacones. El hogar donde habitaba Antoni era grande y todos sus acabados se veían minimalistas, a diferencia de la mansión, que se mantenía congelada en el tiempo con sus viejos candelabros que se movían por cuenta propia. Ni hablar de las hermosas pinturas, donde, a veces, en las noches más oscuras, cobraban vida las personas pintadas y con sus ojos de óleo observaban y juzgaban todo lo que pasaba por ahí. La casa de Antoni no era así, no había cuadros en las blancas paredes, la mayoría de los muebles eran igualmente blancos y lo más relevante eran los jarrones —también blancos— con rosas rojas. Todas las personas invitadas asistieron con vestimentas elegantes y algunos de manera extravagante. Había varios mozos ofreciendo bocadillos y bebidas en bandejas. No tardó en aparecer la madre de Antoni, una mujer divorciada de carácter pacífico y expresión de muñeca antigua que poseía una elegancia innata un tanto intimidante. Llevaba su rubio cabello recogido en un chongo alto, vestía ropa carmesí y caminaba con mucho porte en sus altos tacones oscuros. Nos dio la bienvenida con una compasiva mirada esmeralda, igual que la de su hijo. —Debes ser Samuel, Antoni me habla mucho de ti, como no tienes idea. —Esbozó una delicada y dulce sonrisa acogedora—. Gracias por venir, él te quiere mucho —reveló—. De verdad eres más guapo de lo que te describió mi hijo —comentó cuando terminó de observarme de pies a cabeza. —Gracias por invitarme —dije apenado y sumiso, me intimidó su presencia y el peso de su mirada. —¿Y tu acompañante quién es? —preguntó con una voz delicada y envolvente. —Perdón, ella es Diana, una amiga. —Mucho gusto, qué linda casa. —Diana estiró su mano. —Diana, qué hermoso nombre, soy Ángela. —Tomó la mano de Diana—. Están en su casa, disfruten de la fiesta. —Sonrió y se fue a saludar a los demás invitados. Caminamos hasta el salón principal de la casa, un tanto incómodos nos sentamos en el gran sillón blanco. Pasó un mozo con bandejas de comida y bebida, Diana tomó canapés y una copa de vino, yo tomé agua con hielo. Me sentía nervioso, muchos de los invitados eran desconocidos y muchos le clavaban la mirada a Diana. A mí también, por ser su acompañante. —La mamá de tu amigo es divina, casi se te cae la baba —dijo y soltó una risita—. Te sonrojaste como un tomate —comentó en burlas. —No, claro que no. Sólo me sorprendió… —me defendí apenado. —Sí, sí, claro, como tú digas. —Sonrió maliciosa y bebió un trago de la copa. El tiempo pasó y Antoni no aparecía, me escudaba de la soledad con la compañía de Diana. Sentí su hombro con el mío y percibí su suave perfume. Era evidente que ambos nos sentíamos incómodos en la fiesta, no dejábamos el sillón que era nuestra guarida. Ángela ordenó a los mozos que pararan la música e invitó a Diana tocar algo con su guitarra. Diana, domando sus nervios, tomó lugar frente a un micrófono, piano y asiento, sacó de su estuche su guitarra y sin miedo inició con Fur Elise de Beethoven. Su interpretación no fue muy pulcra, sus dedos se movieron ágilmente sin dudar, pero cometió algunos errores. Diana se entregó al momento y todos los invitados dirigieron sus miradas a ella, a la musa de vestido negro y largo cabello rojo. Antoni apareció cuando escuchó la guitarra, llevaba puesto un traje azul satinado, el cabello rubio iba bien controlado con gel y sujeto en una coleta. Estaba asombrado, sus ojos brillaron de manera intensa, me sonrió por un momento y volvió enfocar su mirada en Diana, la observó con una melancólica mirada que no entendí. Después de tocar Fur Elise, tocó Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Los invitados guardaron silencio, y cuando Diana terminó en Invierno, todos aplaudieron. La madre de Antoni se acercó a mí y me preguntó cuál pensaba tocar para ser mi acompañante, ella tocaba el piano. «Clair de Lune será la entrada», dije. Suspiré nervioso. No imaginé que habría tantos invitados, saqué el violín de su estuche, me acerqué a Ángela para asegurarme de que estuviera todo en orden y después tomé postura. Ella tomó asiento y levantó la tapa de su blanco piano. Los nervios se hicieron más fuertes. No obstante, cerré los ojos y me imaginé estar solo. En aquella oscuridad de la soledad en la que me sometí, entró el sonido del piano armonizando con el sonido del violín. No pude evitar recordar cuando practicaba con mi madre la misma pieza, me abrazó la melancolía y me dejé envolver por los recuerdos. Reviví a mi madre en mis pensamientos, todos los momentos que practicábamos juntos, en especial cuando ella sonreía feliz por tocar el violín. De alguna manera, ella estaba viva en mi interior, en mis recuerdos y en mis acciones, más cuando tocaba su instrumento. Más recuerdos se detonaron: cuando ella me leía, me hablaba, me llevaba de la mano y muchos más. Mi madre era demasiado perfecta para ser real y vivir en un mundo tan cruel. Tal vez por eso no pudo permanecer mucho en la tierra de los vivos. Cuando terminé de tocar, Antoni se abalanzó hacia mí, abrazándome con fuerza, no me dio la oportunidad de tocar más. —Gracias, mi padre tocaba en conjunto con mi madre la misma pieza, me hiciste recordarlo con alegría. Gracias, Sam. —Antoni me dio un beso
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