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Do_El_camino_japonés_de_la_felicidad_Junko_Takahashi_Takahashi,

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2
JUNKO TAKAHASHI
DŌ 
EL CAMINO JAPONÉS DE LA
FELICIDAD
3
Índice
Portada
Sinopsis
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1. KŌDŌ. LA FRAGANCIA COMO ARTE
CAPÍTULO 2. KADŌ. LA ESTÉTICA IMPERFECTA DE LAS
FLORES
CAPÍTULO 3. KYUDŌ. LA ESTÉTICA DE MU (LA NADA)
CAPÍTULO 4. SHODŌ. LA ESTÉTICA DE ESPACIOS
CAPÍTULO 5. SADŌ. LA ESTÉTICA DE LA SENCILLEZ Y LA
SERENIDAD
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
Notas
Créditos
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4
Tras el éxito nacional e internacional de su libro El método
japonés para vivir 100 años (traducido a más de once idiomas),
recorreremos, junto a Junko, un camino que nos llevará a
descubrir los secretos japoneses para llegar a la plenitud, la
armonía y la felicidad.
En japonés, dō significa «camino». Unido a otras palabras,
simboliza diferentes artes, disciplinas y deportes; pero no solo
eso: también refleja las maneras de vivir, sentir y actuar de los
japoneses.
A través del fascinante mundo del kōdō, el camino del incienso; el
kadō, el camino de las flores; el kyūdō, el camino del arco; el
shodō, el camino de la caligrafía, o el chadō, la ceremonia del té,
el lector podrá acercarse a la fascinante filosofía del país nipón,
basada en la estética, la ética y la sabiduría del ahora.
5
INTRODUCCIÓN
El camino de las artes tradicionales 
lleva a la paz interior.
—Hay que matarla —dijo mi madre.
Me acuerdo claramente de aquella noche, cuando yo tenía solo
siete años. Estábamos toda la familia en el salón y apareció una
pequeña araña. Mi padre siguió viendo la televisión
tranquilamente, pero mis dos hermanos pequeños estaban
asustados. Yo me quedé congelada, sin saber qué hacer.
Mi madre la mató de un golpe certero con un periódico. Aquella
diminuta araña, de apenas un centímetro, no era venenosa como
una tarántula. De hecho, lo que me asustó no fue el bicho, sino la
vehemencia de mi madre a la hora de condenarlo. ¿Por qué se
puso tan nerviosa como para matar a la pobre arañita?
Por una superstición.
En Japón hay un dicho: «La araña que aparece por la mañana
trae buena suerte, pero hay que matar a la que aparece por la
noche, aunque se parezca a tu padre, porque trae mala suerte».
Mi madre, después de acabar con ella, me lo enseñó.
Los japoneses tenemos muchas supersticiones, aunque no
todas son tan crueles como la de la araña. Por ejemplo, «el té de
la mañana evita la desgracia, así que, si se te olvida tomarlo,
vuelve a casa aunque estés muy lejos y tómatelo», «la familia
caerá en la pobreza si planta un níspero», «cuando te pica la
oreja derecha por la mañana y la izquierda por la noche, alguien
está hablando mal de ti», «si silbas por la noche atraerás
6
serpientes», «si un tallo de té verde flota vertical en un té es señal
de buena suerte», «cuando estornudas, alguien está hablando de
ti», etcétera.
Desde luego, estos dichos no son ninguna ciencia. Sin
embargo, como la mayoría de estas supersticiones tratan sobre la
suerte, nos afectan psicológicamente, aunque no nos las creamos
a pies juntillas. No creo que una araña que aparece en mi casa
por la noche vaya a traerme mala suerte, así que no la mato...,
pero, aun así, me siento mal cuando encuentro una.
Cuando pienso por qué hay tantas supersticiones y por qué la
gente deja que le afecten, llego a la conclusión de que todos
perseguimos la felicidad y queremos evitar las desgracias tanto
como sea posible. Cada uno definimos nuestra propia felicidad,
pero el deseo de alcanzar la paz interior es algo, en mayor o
menor grado, común a todos nosotros. Hay muchas formas de
conseguirla: a través de la meditación, practicando deporte,
viajando, abstrayéndonos en las cosas que disfrutamos y,
también, mediante las artes tradicionales japonesas, que ofrecen
un camino para llegar a la paz interior.
El objetivo principal de los seres humanos es la
felicidad.
Muchas de estas artes tienen el ideograma dō, que significa
‘camino’, en sus nombres. Entre ellas destaca el budō (artes
marciales), que incluye el kendō (esgrima japonesa), el judō
(combate sin arma), el iaidō (técnica de envainar y desenvainar la
espada o katana), el aikidō (que mezcla el judō y el kendō) y el
kyudō (tiro con arco japonés), así como otras artes, por ejemplo,
el shodō (caligrafía), el kadō (arreglo de las flores o ikebana) y el
sadō (ceremonia del té).
Como dō, estas artes tradicionales se entienden como un
recorrido en una materia que se debe aprender hasta llegar a un
nivel más alto. El aprendizaje, en realidad, nunca termina, así que
7
estas artes no sirven solo para aprender su técnica, sino también
para desarrollar la personalidad del que las practica.
Por esta característica de dō, en ocasiones hay personas que
inventan palabras incluyendo en ellas este concepto para aludir a
su trayectoria profesional o su veteranía en una materia. Por
ejemplo, una persona que hace y vende tofu dirá que sigue el
tofu-dō; un artista que se dedica a la fotografía (shashin) hablará
del shashin-dō; y los actores se referirán al yakusha-dō.
Las artes marciales y las artes tradicionales que incluyen el
término dō en sus nombres tienen una fuerte influencia del
budismo zen, que frecuentemente se considera una religión
práctica, pues enseña a encontrar la iluminación espiritual a
través de la experiencia, más que de la teoría. A veces, se dice
que vivir en sí mismo es una ascesis, y todos los actos, incluso
los cotidianos como comer, limpiar, caminar, sentarse o dormir,
son oportunidades de encontrar tu verdadero yo, la verdad
absoluta, y por eso hay reglas estoicas para llevarlos a cabo.
Aun así, originalmente estas artes —salvo el aikidō, que nació
en el siglo XX— se llamaban de otra manera: kenjutsu, jujutsu,
kyujutsu... El término jutsu significa ‘técnica’, pues antaño las
artes marciales no eran más que las técnicas que los bushis o
samuráis, la caballería japonesa, utilizaban en batalla.
Desde que el gobierno de los samuráis sustituyó a la Corte
Imperial en el siglo XII, Japón fue gobernado por estos durante
más de seiscientos años. Por su parte, el budismo zen, que llegó
a este país desde China en el siglo XIII, consiguió apoyos entre
los samuráis —frente a otros sectores convencionales del
budismo, practicados por la familia imperial y los aristócratas— y
se difundió a los ciudadanos. De esta forma, el zen influyó en la
cultura y la filosofía que se desarrollaron durante ese periodo.
Puede resultar extraño que una religión que, supuestamente,
es misericordiosa y cuyo objetivo es salvar almas estuviera
apoyada por los samuráis, que vivían en circunstancias
sangrientas. Un filósofo y erudito budista, Daisetz Teitaro Suzuki
(1870-1966), que dio a conocer el budismo a Occidente en el
siglo XX, explicó la razón de esta relación:
[...] el zen los ha apoyado [a los samuráis] de dos formas, moral y
filosóficamente. Moralmente, porque el zen es una religión que
8
enseña a no mirar atrás una vez que el curso de las cosas está
decidido; filosóficamente, porque trata la vida y la muerte con
indiferencia [...]. En segundo lugar, la disciplina zen es simple,
directa, es una disciplina de confianza en sí mismo y también de
negación de sí; su tendencia ascética se conjuga con el espíritu
del combatiente [...]. Un buen guerrero es generalmente un
asceta o estoico, lo que significa que tiene una voluntad de hierro.
Esto, cuando es necesario, puede proporcionarlo elzen.[1]
Por su parte, el monje budista zen y diseñador de jardines
Shunmyō Masuno explicó que los samuráis, en la era de los
Estados guerreros (siglos XV-XVI), se veían en una situación en la
que sus vidas estaban pendientes de un hilo y no podían confiar
en nadie, ni siquiera en su familia, y hallaron en el zen una
manera de mantener la calma.
El zen enseña la importancia de vivir no en el
pasado ni en el futuro, sino en el presente.
En el siglo XVII, la sociedad japonesa vivía un tiempo más
estable y pacífico. Los samuráis seguían practicando las artes
marciales, pero, al no haber oportunidades para utilizarlas en
batalla, exploraron más los elementos de la filosofía zen —como
la cortesía, la honestidad, la modestia y la simplicidad— que
había en ellas para desarrollar la capacidad mental o la
personalidad de quien las practicaba.
El sistema social de Japón cambió completamente a finales del
siglo XIX. Con el fin del feudalismo y la introducción de la
civilización occidental, los samuráis desaparecieron y se prohibió
llevar espadas. Todo ello generó la idea de que había que
despreciar las culturas tradicionales que los guerreros habían
practicado hasta entonces.
Los interesados en estas artes, para conservarlas, empezaron
a enfatizar los beneficios mentales que se podían conseguir a
través de ellas. Fue entonces cuando las técnicas marciales y las
9
artes tradicionales se convirtieron en un dō, un camino para
formar la personalidad de sus practicantes a través de unos altos
valores morales y de la cortesía. El kadō y el sadō, que habían
sido reservados para los hombres, abrieron sus puertas a las
mujeres y, al mismo tiempo, se empezaron a enseñar artes
marciales en los colegios.
Tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno,
bajo el control de los poderes aliados, prohibió enseñar los budō
como el kendō, el judō o el kyudō en las escuelas o fuera de
ellas, ya que consideraban que estas prácticas habían contribuido
al militarismo del país que los llevó a la guerra. Cuando Japón
recuperó la soberanía en 1952, se levantó la prohibición y,
aunque hoy en día las artes marciales son fundamentalmente un
deporte, siguen enseñando los principios morales y corteses. Un
ejemplo de ello es que, en las artes marciales, para mostrar
respeto al contrincante, está prohibido que los practicantes
muestren la alegría de la victoria justo después de un combate.
* * *
En cuanto a las artes tradicionales, la mayoría de ellas tienen
su origen en China. En su desarrollo en Japón siguieron su propia
evolución, en la que no se puede negar la influencia del budismo.
Los que empezaron a hacer arreglos florales fueron, sin ir más
lejos, los monjes budistas, mientras que los fundadores de la
ceremonia del té también aprendieron en los templos las bases
del zen para aplicarlas en las formalidades y el protocolo que
sigue al servir una taza de té. Los creadores de estas artes
equiparaban así la práctica del zen a la del kadō o el sadō.
Bajo la fuerte influencia del zen, los japoneses
encontraron la belleza en la imperfección y la
simplicidad.
10
La estética que pervive en la actualidad, basada en la
imperfección y la simplicidad, no coincide en apariencia con las
características de los propios japoneses, a los que se nos
considera extremadamente perfeccionistas. Por ejemplo, solemos
ser muy puntuales —de hecho, los trenes de Japón son
conocidos en todo el mundo por su exactitud— e incluso alguna
empresa de transportes ha pedido perdón públicamente porque
un tren suyo ha salido veinte segundos antes del horario
programado.
Shunmyō Masuno afirma que esta estética imperfecta floreció
gracias a la introducción del zen. Para sustentar este hecho, me
explicó los siete elementos estéticos del zen, que fueron definidos
por el especialista en budismo y gran pensador Shin’ichi
Hisamatsu (1889-1980).
1. LA ASIMETRÍA
Según Masuno, en el zen se considera que la simetría es la
perfección, y solo las cosas terminadas son perfectas. Cuando un
objeto es simétrico, o sea, perfecto, ya no tiene posibilidad de
cambiar ni evolucionar. Si no está perfecto, en cambio, sí puede
cambiar y adaptarse en la imaginación del que lo observa. Al
mirar un objeto imperfecto, podemos imaginar la intención o los
sentimientos de su creador y, de esta forma, encontrar la
humanidad que encierra la obra y que refleja la pasión, la agonía,
la lucha, la inquietud o el placer del artista.
La imperfección es la belleza 
capaz de superar la perfección. 
SHUNMYŌ MASUNO
Recuerdo una anécdota de Sen no Rikyū (1522-1591), quien
perfeccionó la ceremonia del té, y su maestro Jōō Takeno. Jōō
11
encontró en una tienda un florero con dos asas que le gustó
mucho, pero, como no tenía tiempo, no pudo comprarlo en ese
momento. Al día siguiente, envió a alguien a comprarlo, pero ya
se había vendido. Un día después, Rikyū invitó a su maestro a
una ceremonia del té en su residencia porque quería mostrarle un
bonito florero que había conseguido. Desde luego, no sabía que
su maestro también quería adquirirlo. Le mostró el florero a Jōō,
que se sorprendió al ver que este tenía entonces una sola asa.
Cuando lo vio, Jōō alabó a Rikyū por haberlo roto, pues eso lo
hacía más hermoso que cuando era simétrico.
2. LA SIMPLICIDAD
La palabra más simbólica en el budismo zen es simplicidad. En
los jardines zen no hay ninguna decoración, sino que más bien se
elimina todo lo innecesario y se utilizan los materiales de la forma
más eficiente posible. Masuno puso como ejemplo el templo
Ryōan-ji, en Kioto, conocido por su jardín de roca, uno de los
mejores ejemplos de karesansui (‘paisaje seco’) construido en el
siglo XV. El jardín de Ryōan-ji tiene solo quince piedras en medio
de una superficie rectangular recubierta de guijarros blancos
rastrillados de forma ordenada. Le dije que es mi jardín favorito,
aunque resulta difícil explicar por qué me gusta. Es simple y
limpio, pero me calma.
Entonces el monje me habló del furyūmonji, que es la esencia
de la enseñanza zen y significa que lo más importante no se
puede enseñar con palabras. El jardín de Ryōan-ji tampoco las
necesita, lo importante es lo que sientes al contemplarlo.
3. LO MARCHITO
La belleza no está solo en la vitalidad de la plena juventud, sino
también en la imagen agostada de la belleza tras haber luchado
contra las adversidades a lo largo de su vida. También nos
12
enseña la mutabilidad de este mundo: nada puede permanecer
en el mismo estado eternamente.
En el arreglo floral, en ocasiones se utilizan plantas marchitas
para mostrar la belleza del paso del tiempo, algo que no se puede
expresar cuando están en plena flor.
4. LA NATURALIDAD
El zen nos enseña a ver las cosas tal y como son. La belleza
existe donde no hay intención. En el arreglo de flores, por
ejemplo, se usan hojas secas y carcomidas por los insectos
porque son naturales.
Como diseñador de jardines, el monje Masuno emplea los
materiales tal cual y no intenta cambiar las formas a su voluntad.
Si el terreno tiene una vertiente, diseña un jardín específico para
él; y si un árbol está torcido, no piensa en cortarlo o reajustarlo,
sino en cómo hacerlo brillar en la posición en la que está.
La creación de un jardín zen es un proceso para
alejarme de mí mismo y dejar la mente en
blanco. Los materiales y yo, en conjunto,
formamos el jardín y el resultado expresa lo que
es mi mente vacía, sin mí. 
SHUNMYŌ MASUNO
5. VIVIR CON LA MENTE LIBRE
Existen muchas reglas y formalidades que, en ocasiones, nos
atan, pero el zen nos enseña que debemos librarnos de esta
obsesión por lo mundano. Masuno me explicó este concepto de
una forma más sencilla: si uno intenta hacer algo bien para
13
ganarse elogios, vacila y se atormenta por hacerlo lo mejor
posible. En ese acto ya hay una intención y, por tanto, no hay
belleza.
Mientras escuchaba la explicación del monje, me surgió una
duda. Como estoy aprendiendo el arte de la caligrafía, unas
veces escribo bien, pero otras no lo consigo. Estoy convencida de
que depende de mi condición mental.Cuando estoy alegre,
escribo las letras grandes y de manera correcta, pero cuando
tengo algún problema que me atormenta, se trasluce en mi
caligrafía. Le pregunté a Masuno si esto significaba que estaba
obsesionada conmigo misma, o sea, con mi ego. Él me respondió
que no era una obsesión, sino algo natural, y muy humano, que
nuestra condición mental quede reflejada en nuestras obras.
6. EL MISTERIO Y LA PROFUNDIDAD
No debemos mostrar la belleza sin más, sino dejar espacio a la
imaginación. En las artes japonesas, se pone especial
importancia en los espacios porque se entiende que también
forman parte de las obras de caligrafía o de los arreglos florales,
por eso los calígrafos calculan bien el hueco para escribir las
letras. En el arte japonés del arreglo floral se pone un gran
esmero en la presentación y en lo que la rodea, dejando mucho
espacio entre las flores, y eso es lo que lo diferencia tanto de su
versión occidental. De la misma manera, en los teatros kabuki y
noh —ambos declarados Patrimonio Cultural Intangible por la
Unesco— hay momentos «en blanco», durante los cuales los
actores están inmóviles y en silencio absoluto unos segundos.
Masuno opina que estos espacios y momentos en blanco
expresan las cosas que las letras, las flores y los movimientos no
pueden expresar.
Al hablar del concepto de la belleza, Shukō Murata —el
fundador de la ceremonia del té— dijo: «Prefiero la luna que
aparece entre las nubes». Con esta sencilla frase quiso transmitir
que la luna escondida entre las nubes tiene más encanto que la
que es perfecta y brilla en un cielo despejado.
14
7. LA SERENIDAD
El monje Shunmyō Masuno proclama que la serenidad es la
tranquilidad de la mente. Es decir, no significa ‘completo silencio’.
En realidad, durante los procesos de ascesis pueden oírse
sonidos como el canto de los pájaros o el correr del agua de un
río, pero los monjes budistas sienten serenidad incluso en estas
circunstancias.
En las artes tradicionales japonesas, generalmente se requiere
la quietud. Especialmente en la ceremonia del té, donde se
convierte en uno de los elementos para crear un ambiente
agradable. Aun así, no se permanece en completo silencio, sino
que todo está pensado para que quienes asisten a ella puedan
disfrutar de sonidos delicados pero agradables, provenientes del
borboteo del agua en la tetera o bien del shishiodoshi, un sencillo
mecanismo —frecuente en muchos jardines— hecho con una
caña de bambú que, al llenarse de agua, se balancea y golpea un
cuenco de roca, tras lo cual regresa a su posición original. Esta
serenidad tranquiliza y permite agudizar los sentidos para captar
todos los encantos del momento.
* * *
Teniendo en cuenta la esencia de la estética japonesa, he
decidido comprobar cómo se puede conseguir la paz interior
practicando estas artes tradicionales. Excepto el shodō, que llevo
practicando algunos años para mejorar mi escritura, nunca he
aprendido ninguna de estas artes precisamente porque son dō y
me parecían demasiado duras y estrictas. Pensaba que el sadō y
el kadō eran demasiado serios, pero ahora me arrepiento de no
haberme fijado antes en ellos, porque son mi propia cultura.
Ahora, me ilusiona descubrir qué voy a encontrar en ellos.
La cultura japonesa y las artes dō se han
transmitido durante cientos de años y a través
de numerosas generaciones.
15
16
CAPÍTULO 1 
KŌDŌ 
LA FRAGANCIA COMO ARTE
Al hablar con personas relacionadas con el kōdō, muchas de ellas
coincidieron en esta frase: «Japón es el único país del mundo que
ha sublimado las fragancias en arte». Y he comprobado que es
cierto.
Puesto que kō significa ‘fragancia o incienso’, el kōdō es,
literalmente, ‘el camino de la fragancia’. La ceremonia del
incienso se considera uno de los tres refinamientos de las artes
tradicionales japonesas, junto con el sadō (o chadō), la ceremonia
del té, y el kadō, el arreglo floral. Todos ellos se desarrollaron casi
al mismo tiempo, alrededor del siglo XIV.
El kōdō es un auténtico arte que consiste en refinar la
capacidad del que lo practica para apreciar la fragancia de
diferentes maderas aromáticas. En ocasiones, incluso se compite
para ver quién puede distinguir más fragancias, cuya
identificación está después relacionada con la literatura y los
poemas clásicos.
17
El arte del incienso está estrechamente
relacionado con la cultura tradicional japonesa.
Comparado con los otros dos artes tradicionales, el kōdō es el
más ambiguo, ya que tiene que ver con los aromas, que son
invisibles, sensuales y personales. Sin embargo, esta disciplina
es un camino para encontrar la iluminación a través de las
fragancias. Y, para conseguir llegar a ese momento de calma y
casi revelación, hay que dedicarse completamente a ellas sin
ninguna distracción.
ASUNTO DE ESTADO
El Ministerio de Medio Ambiente japonés ha
seleccionado cien «escenarios olfativos», entre los que
están aquellas regiones y pueblos con aromas
específicos que los caracterizan —como, por ejemplo,
las aguas termales, las bodegas de sake, un campo de
lavandas, la fabricación de medicinas chinas y otros
muchos—, para preservar estos enclaves tradicionales y
los olores que se asocian a ellos.
Los aromas, en general, están afianzados en una parte muy
profunda de nuestras vidas. Un olor puede hacernos recordar
escenas nostálgicas o personas a las que echamos de menos.
Puede tranquilizarnos, animarnos o incluso incomodarnos. Esto
es porque, según explica la ciencia, el olfato es el único sentido
que envía señales directamente al hipocampo, la región del
cerebro donde almacenamos nuestros recuerdos. Por esta razón,
los aromas están tan unidos a lo que recordamos.
Como las buenas fragancias tienen el enorme potencial de
relajar a las personas, la terapia aromática resulta muy efectiva
18
para conseguir tranquilidad y concentración.
LA TRANQUILIDAD A TRAVÉS DEL INCIENSO
El origen del uso de inciensos en Japón se remonta a la llegada
del budismo desde China en el siglo VI, y los primeros en usarse
fueron mezclas de madera de agar, sándalo, árbol del clavo,
cúrcuma, borneol con polvillos secos de ciprés y anís estrellado
japonés. Este tipo de incienso se utilizaba para los rituales
religiosos solemnes y para purificar los templos, así como para
ofrendarlo a las divinidades y a los difuntos.
El incienso es uno de los tres artículos imprescindibles en los
rituales budistas, junto a la flor y la vela, y simbolizan las
enseñanzas de Buda. El incienso es el más importante y se
coloca en el centro del altar. Se considera que, al ascender a los
cielos, el humo conduce a escuchar a Buda y, de esta forma, sus
enseñanzas llegan a todos por igual a través del buen aroma. La
flor muestra la misericordia de Buda, que insta a vivir
apaciblemente, mientras que la vela representa su sabiduría, que
ilumina a las personas para salvarlas de la oscuridad de sus
sufrimientos y deseos mundanos.
LAS DIEZ VIRTUDES DEL INCIENSO
En el siglo XI el poeta y calígrafo chino Huan Tingjian
describió, en las Diez virtudes del incienso, la eficacia de
este preciado elemento:
1. Agudiza los sentidos.
2. Purifica el cuerpo y el espíritu.
3. Elimina la impureza.
4. Quita el sueño.
5. Alivia la soledad.
6. Tranquiliza en los momentos de estrés.
19
7. No es desagradable aunque esté en abundancia.
8. Es suficiente incluso en cantidades pequeñas.
9. No se pudre aun después de mucho tiempo.
10. Su uso habitual no es dañino.
¿DE DÓNDE VIENEN LAS MADERAS
AROMÁTICAS?
En el kōdō se usan únicamente kōboku. Estas maderas
aromáticas no son originarias de Japón, sino de los países del
Sudeste Asiático. Un kōboku es, específicamente, madera de
agar, un duramen —la parte interna de un tronco compuesta por
células muertas— resinoso a causa de una herida o de una
infección por microbios. Al fermentar y madurar cuando el árbol
muere, las partes dañadas del duramen producen resinas. Estas
maderas quedan enterradas durante mucho tiempo, en ocasiones
incluso más de cien años. Por tanto, las maderas kōboku no
pueden producirse artificialmente, sinoque se forman de manera
natural y por pura casualidad, de ahí que sean muy valiosas.
En sí mismas, las maderas kōboku no son más
que simples fragmentos de árbol seco. Salvo
que se trate de una madera de excepcional
calidad, nadie puede llegar a imaginarse, solo
observándolas, su increíble aroma. Para que
despidan su fragancia, hay que calentarlas.
El nombre agar procede del sánscrito agaru, que significa
‘pesado’, ‘hundirse en el agua’. Tal y como este término indica, las
maderas que se hunden completamente en el agua, por contener
20
más resinas y pesar más, son las que se consideran de mayor
calidad.
Según el libro histórico más antiguo de Japón, Nihonshoki, una
de estas maderas fue arrastrada por el oleaje hasta la playa de la
isla Awaji en el año 595, durante el reinado de la emperatriz
Suiko. Los pescadores de la isla Awaji que encontraron la madera
no tenían ni idea de lo que era realmente, así que la echaron a
una hoguera para calentarse. Entonces, de repente, la madera
despidió un exquisito e inefable aroma. Los pescadores se
sorprendieron y pensaron que tenían entre manos algo muy
valioso, así que obsequiaron el pedazo de madera a la
emperatriz. A partir de ese momento, las maderas aromáticas
estuvieron bajo el control de la Corte Imperial y, más tarde, su uso
se extendió a los aristócratas.
En la época Heian (794-1185), cuando el poder de la familia
imperial y de los aristócratas estaba en su apogeo, comenzó a
florecer una cultura japonesa propia, pues la nobleza se alejó
cada vez más de todo lo que había asimilado de la cultura china.
Fue entonces cuando el uso del incienso se convirtió en una de
las artes tradicionales y comenzó a separarse de la religión.
Desde China se introdujo un nuevo tipo de incienso, llamado
nerikō, que consistía en amasar polvo de diferentes variedades
de maderas fragantes y hierbas aromáticas, junto con miel, algas,
carbón y sal, para formar bolitas que luego se quemaban. El
nerikō fue utilizado por los aristócratas en su vida cotidiana para
aromatizar sus casas, sus vestidos, sus cabellos. Y es que,
antiguamente, las mujeres japonesas tenían cabellos tan largos
que podían llegar a los dos metros de longitud. Como no podían
lavarse el pelo muy a menudo —se ha llegado a decir que lo
hacían una o dos veces al año— y solían llevarlo lacio y suelto —
o con una sencilla cinta para recogerlo elegantemente—,
quemaban incienso en la cabecera de sus camas para aromatizar
sus cabellos y, al mismo tiempo, evitar que su cuero cabelludo
sufriera. Lo usaban también en su ropa, para protegerla de
microbios y moho porque, además de oler bien, el incienso tiene
propiedades antisépticas. La aristocracia japonesa llegó a tener
sus propias recetas de nerikō, y los nobles competían entre sí
para ver quién podía crear el incienso más fragante. Estas
21
escenas eran frecuentes en la literatura de la época, como La
historia de Genji, escrita hacia el año 1000 por la novelista
Murasaki Shikibu, que describe la vida de los aristócratas a través
de los amores, la política, la prosperidad y la decadencia del
protagonista, Hikaru Genji.
En la época de los samuráis (siglos XII-XIX), estos también
empezaron a disfrutar de la cultura y, por supuesto, de los
inciensos. Pero como carecían de las recetas para preparar el
nerikō que usaban los aristócratas y, según señalan algunos
estudiosos, también del tiempo y la predisposición para mezclar y
machacar miles de veces los materiales aromáticos necesarios,
quemaban solo maderas kōboku.
Hoy en día, hay sesenta y una maderas aromáticas que se
consideran las mejores según las directrices del kōdō actual.
Entre ellas se incluye la famosa Ranjatai, considerada la mejor de
todas. Es uno de los tesoros nacionales de Japón y se exhibe al
público en raras ocasiones. Es tan especial que, para demostrarle
respeto, los practicantes del kōdō no encienden otras maderas
kōboku cuando queman una astilla de Ranjatai. De hecho, los
poderosos de cada época, principalmente los generales, cortaban
esta madera poco a poco, escribiendo sus nombres en tiras de
papel y poniéndolos en las partes que cortaban.
Se clasificaron las maderas, se crearon los utensilios, se
formaron los protocolos... y, finalmente, nació el kōdō.
MADERAS Y SABORES
En el siglo XV, durante el periodo Muromachi (1336-
1573), el aristócrata e intelectual Sanetaka Sanjōnishi y
el samurái Sōshin Shino establecieron la clasificación de
las maderas aromáticas por orden del shōgun—un título
comparable al de general—Yoshimasa Ashikaga.
Ordenaron las maderas aromáticas en seis grupos,
mayoritariamente según su lugar de origen:
22
• Kyara (Vietnam),
• Rakoku (Tailandia/Myanmar),
• Manaban (sudoeste de India),
• Manaka (Malasia),
• Sasora (desconocido),
• Sumotara (Indonesia).
Y en cinco sabores básicos, comparados con diversos
frutos o elementos, que no eran totalmente equivalentes
a los que podemos pensar hoy en día:
LAS ESCUELAS DE KŌDŌ
De acuerdo con sus protocolos, hay dos escuelas diferentes: la
Oie (Oie-ryū), fundada por Sanetaka Sanjōnishi, que se
caracteriza por su elegancia heredada de la aristocracia; y la
Shino (Shino-ryū), instaurada por Sōshin Shino, cuyo estilo,
propio de los samuráis, está marcado por la simplicidad y la
disciplina.
En el kōdō se usa la palabra escuchar —en lugar de oler—
para definir la acción de percibir un aroma, porque no se reduce
al sentido del olfato, sino que consiste en acercar la mente a la
fragancia y abrirnos al mundo misterioso de aromas en el que nos
introduce y que nos lleva, amablemente, a extender los límites de
nuestra imaginación. El arte de escuchar el aroma de los
inciensos se llama monkō.
Si escuchamos un único incienso con 
la calma necesaria para apreciar sus 
características, disfrutaremos los delicados 
cambios de la fragancia, concentrándonos 
en ella, en lo que nos rodea, y alejándonos 
23
de nuestro ego para entregarnos 
completamente.
En la ceremonia takitsugikō, el anfitrión entretiene a sus
invitados con un incienso, y ellos proceden a quemar otros que
han traído consigo y que pueden equilibrarse bien con el anterior.
Para que los inciensos se sucedan los unos a los otros de forma
armoniosa, los invitados deben conocer previamente el tema de
la ceremonia y cómo seleccionar los inciensos con el nombre y el
aroma adecuados.
El kumikō es un juego que consiste en escuchar diferentes
tipos de aromas y competir para ver quién puede averiguar el
orden en el que han aparecido. Se basa en obras de la literatura
clásica japonesa, desde novelas a poemas. Hay más de
doscientos tipos de kumikō, y se siguen inventando otros nuevos
hoy en día. Es una buena forma de que, en las clases, los
alumnos puedan escuchar diferentes maderas para aprenderlas.
EL KUMIKŌ DEL OTOÑO
El kumikō, llamado nezame-kō (nezame significa
‘despertar’), se reserva para el otoño, cuando las noches
son largas y frías y a veces nos cuesta dormir. En primer
lugar, se preparan cuatro maderas distintas. Si las
acertamos todas, tendremos un «buen despertar»; con
tres, un «despertar del alba», parecido al que se tiene al
madrugar demasiado; con dos, el «despertar de un
viaje», como cuando dormimos mal porque extrañamos
nuestra cama; con solamente una, un «despertar en las
primeras horas de la noche». Si no acertamos ni una
sola, el resultado será «sueño», equivalente a una larga
y desesperante noche de insomnio.
24
Uno de los kumikō más famosos es el Genji-kō, inspirado en La
historia de Genji. Se preparan cinco lotes con cinco paquetes
cada uno. Cada paquete contiene un pedazo de madera
aromática, por lo que hay veinticinco posibilidades. Se queman
solo cinco paquetes al azar y los participantes intentan distinguir
las fragancias.
Al principio, los invitados trazan cinco líneas verticales en un
papel que se les ha dado. Las líneas diferenciarán en qué orden
se queman las maderas, de derecha a izquierda. Al escuchar los
aromas, se conectan las líneas si se cree que son las mismas
fragancias. Por ejemplo, si los aromas segundo y cuarto nos
parecenidénticos, conectamos esas líneas. Como hay cincuenta
y dos combinaciones posibles, y La historia de Genji consta de
cincuenta y cuatro capítulos, cada una de ellas se relaciona con
un capítulo de esta obra, salvo el primero y el último. Estas
cincuenta y dos combinaciones se representan en el Genjikō-no-
zu (‘diagrama de Genji-kō’), un esquema que hoy en día se
reproduce en diseños para kimonos, papeles de regalo y muchos
otros artículos.
Los participantes buscan en el Genjikō-no-zu el capítulo que
corresponde a su respuesta y escriben el nombre. En algunos
casos, también escriben el poema que protagoniza ese capítulo.
En el caso del ejemplo anterior, la segunda y la cuarta línea
conectadas corresponden al capítulo veintisiete, titulado
«Kagaribi» (término que significa ‘hoguera’). Este capítulo está
basado en un poema que escribe Genji, y en el que describe su
amor como el humo de una hoguera que nunca se extingue.
De esta manera, a través de la ceremonia del incienso, quienes
participan en ella aprecian las maderas aromáticas y, al mismo
tiempo, aprenden historia, literatura y poesía.
Como las maderas aromáticas son caras y difíciles de
conseguir, el kōdō es la menos practicada de las artes
tradicionales japonesas. Además, tiene cierta fama de ser difícil,
ya que requiere conocimientos de literatura clásica y la capacidad
de escribir poemas. No obstante, en Tokio asistí a clases de kōdō
en centros de ambas escuelas, la Oie-ryū y la Shino-ryū, para
saber exactamente en qué consiste este arte y qué diferencias
hay entre ambas.
25
OIE-RYŪ
—Aquí podemos practicar el kōdō en la sala donde la mismísima
maestra Kagetsu Yamamoto escuchaba los inciensos —dijo
orgullosamente la profesora de la clase de Oie-ryū, Yoko Obata.
Me explicó que el edificio en el que nos encontrábamos había
sido la residencia de una gran maestra que contribuyó al
desarrollo del kōdō tras la Segunda Guerra Mundial. Kagetsu
Yamamoto restauró el arte del incienso, que había decaído
durante el periodo Meiji (1868-1912), cuando la civilización
occidental llegó al país y se cambió completamente el sistema
social, y como consecuencia de las sucesivas guerras. De hecho,
la decadencia de la aristocrática escuela Oie-ryū que ella se
dedicó a rescatar había empezado mucho antes. Cuando los
samuráis empezaron a acumular poder, los aristócratas sufrieron
estrecheces económicas y no se pudieron permitir seguir
disfrutando de las costosas maderas fragantes. Así, la escuela
Oie-ryū pendió de un hilo largo tiempo.
En clase estábamos unas diez personas, entre ellas un
hombre, y la mayoría vestidas con el kimono tradicional. La
ceremonia del incienso se celebró en una sala de estilo japonés
con tatamis, las típicas esterillas gruesas de paja cubiertas con un
tejido de juncos. En una caligrafía colgante se leía un proverbio
chino: «Una piedra preciosa no tiene ni una pequeña mancha»,
que habla figuradamente de la perfección a la que todos debemos
aspirar.
Aunque puede haberlas, en esta ocasión la sala no estaba
adornada con flores. Según la profesora, conviene evitar las
flores más aromáticas, como las orquídeas, el ciruelo japonés y
los crisantemos, porque pueden interferir a la hora de escuchar el
incienso. De hecho, está estrictamente prohibido llevar perfume o
ropa de cuero, y tampoco se pueden comer alimentos fuertes
como ajo, jengibre, cebolla, cilantro y cítricos antes de la clase.
También hay que quitarse los accesorios —relojes de pulsera,
anillos o pendientes— para no dañar los quemadores de
porcelana.
26
AROMA DE KYARA
Por su gran trabajo, la maestra Kagetsu Yamamoto ha
inspirado la novela Kyara-no-kaori (Aroma de Kyara),
publicada en 1981 por la escritora Tomiko Miyao (1926-
2014). Narra la vida de esta mujer que se dedicó al
renacimiento del kōdō de la escuela Oie-ryū superando
muchas desgracias, como la muerte de su familia y la
traición de las personas en las que confiaba. De hecho,
no pocas personas me han dicho que han decidido
aprender kōdō después de haber leído este libro.
Conocía las normas. Había estudiado algunos libros antes de
asistir a la clase, así que tuve mucho cuidado en no emplear
demasiado champú o crema corporal para no molestar a los
demás participantes. Antes de entrar, todos nos lavamos las
manos con agua sin jabón y nos enjuagamos la boca para
purificarnos.
27
Quemador de incienso con un kōboku (madera aromática) en una placa de
mica.
Aunque mi idea inicial era dedicarme a observar y tomar
algunas fotografías, la profesora Obata, amablemente, me invitó a
participar en la clase.
—Es mejor que participe usted para entender bien el kōdō. Hay
cosas que, si no las practica, no comprenderá del todo. No se
preocupe por los protocolos —me dijo la profesora—,
simplemente disfrute de los aromas.
Se lo agradecí. Había querido participar desde el principio, pero
no estaba segura de que fueran a permitírmelo. Entré en la sala
siguiendo a los alumnos. Antes de empezar, la profesora explicó
que la clase del día se dedicaría al tōzakō, un tipo de kumikō, en
el que utilizaríamos la forma poética tanka, que consta de 31
sílabas repartidas en cinco versos según el esquema 5-7-5-7-7.
Además, ya que tōza significa ‘en un instante’, hay que componer
el poema sobre la marcha.
Para comenzar, se comunica el tema del día. El nuestro fue To-
Shi-Tsu-Ki-Wo, que literalmente significa ‘en los años y meses’ y
28
se puede traducir como ‘el paso del tiempo’. Pero, en realidad, el
significado no importa. Los caracteres sirven tan solo para
representar el orden en el que nos referiremos a los aromas. Es
decir, para indicar el primer incienso, diremos To en vez de decir
uno; para el segundo, Shi; y así sucesivamente.
Por ejemplo, si escucho los cinco inciensos y pienso que
salieron en el orden 5-1-3-4-2, debo contestar Wo-To-Tsu-Ki-Shi y
componer un poema empezando con estas letras y las medidas
del tanka:
Wo... → 5 sílabas
To... → 7 sílabas
Tsu... → 5 sílabas
Ki... → 7 sílabas
Shi... → 7 sílabas
El tōzakō es doblemente difícil porque no solo tienes que
identificar los aromas, sino además escribir un poema en muy
poco tiempo. Como no tengo facilidad para la poesía, entré en
pánico, pero la profesora me eximió de escribir el poema.
En la sala, del tamaño de ocho tatamis, había alfombras
rectangulares rojas para sentarse. Me indicaron que me colocara
frente a la profesora, y me senté derecha en la alfombra roja,
sobre los talones. Esta forma de sentarse se llama seiza, y es
muy formal. Aunque los tatamis son suaves comparados con las
tarimas, sentarse en seiza acaba siendo muy duro porque hay
que doblar las rodillas completamente, con lo que todo el cuerpo
reposa sobre las piernas, que acaban quedándose entumecidas,
especialmente ahora que la gente ya no está acostumbrada a
esta postura, pues, aunque muchas casas tienen suelos de
tarima, por la influencia de la cultura occidental se usan más las
sillas. Como no soy una excepción, me preocupó cuánto tiempo
podría aguantar en esa posición.
Enfrente de cada alumno había un papel washi —hecho con
fibras de plantas y fabricado manualmente— de unos quince
centímetros. Cada uno de nosotros debíamos escribir nuestro
nombre en la cara exterior y las respuestas en la interior. Al lado
29
del papel, había un conjunto de materiales para escribir con tinta
china, un gotero de agua y un pincel fino.
La anfitriona, un papel en el que varios alumnos se van
turnando, tenía frente a sí un papel dorado bordeado con
ilustraciones recargadas, así como diversos utensilios que nunca
había visto, como varillas para mover las brasas, una pluma como
escobilla para limpiar las cenizas, palillos de ébano para coger la
madera aromática, pinzas de metal para sujetar la placa de mica
y una espátula en forma de abanico cerrado que se usa para
apretar suavemente las cenizas y que formen un cono en la taza
del quemador.
Como en el sadō —la ceremonia del té—, en el kōdō también
hay ciertos protocolos para llevarlo a cabo y cada movimiento
está establecido. Este tipo de ritual se denomina temae,pero
como normalmente se le añade el prefijo honorífico o-, suele
hablarse del o-temae. Por cierto, el kōdō y el sadō
frecuentemente se practican juntos. En la ceremonia del té, se
introduce un kōboku o un nerikō en el horno que se utiliza para
calentar el agua, y algunas veces incluso se juega al kumikō.
La anfitriona ejecutaba el o-temae utilizando el utensilio
apropiado para cada movimiento. Lo hacía con tal precisión que
parecía que se trataba de una intervención quirúrgica. El trabajo
de la anfitriona consiste en preparar la ceniza, colocar un
pedacito de kōboku encima de la placa de mica y pasar el
quemador a los invitados. Lo más importante es conseguir la
temperatura adecuada para que el aroma emane correctamente.
Para calentar la madera, se pone una bola de carbón en la
ceniza. Si la enterramos demasiado, no calentará bien, y si la
dejamos demasiado en la superficie, la madera arderá. Cada
madera tiene una temperatura ideal a la que debe calentarse para
que despida mejor su aroma.
30
Ritual de una clase de Oie-ryu.
Cuando todo estuvo preparado, la anfitriona empezó a pasar
los quemadores para que el resto de los alumnos escuchase las
fragancias y las recordara.
Me llegó el primer quemador. La persona de mi izquierda lo
puso en el suelo entre ella y yo. Antes de cogerlo, tuve que hacer
una reverencia a la persona de mi derecha. El gesto era una
forma de demostrar respeto y decir sin palabras: «Con su
permiso, voy a escucharlo antes que usted».
Los quemadores nunca se pasan directamente de mano a
mano. Siempre se colocan en el suelo para evitar que se caigan.
Si la madera o la placa de mica cayeran en la ceniza, el
quemador tendría que volver al anfitrión para que este lo
arreglara de nuevo. Los invitados no deben tocarlo.
Imitando a los demás, hice una reverencia a la persona que
estaba a mi derecha y cogí el quemador con mi mano derecha.
Estaba suavemente templado. Lo puse en la palma de mi mano
izquierda y le di dos vueltas de noventa grados en dirección
contraria a las agujas del reloj para poner la taza frente a mí. A
continuación, poniendo los codos en punta, elevé el quemador
31
hasta mi nariz. Me sentí muy solemne al hacer esos gestos.
Sabía que estaba formando parte de una ceremonia ancestral
que había pasado de generación en generación gracias al
respeto y a la dedicación de todos nuestros antepasados.
El quemador, con forma de taza, estaba decorado con
ostentosos dibujos en laca dorada. Por dentro, la ceniza estaba
dispuesta formando una pequeña montaña. Me sorprendió mucho
el tamaño de la madera aromática que vi por primera vez en mi
vida. Encima de toda esa ceniza, un pequeñísimo pedazo de
madera descansaba sobre la placa de mica. Aunque no era ni la
mitad de la uña de mi meñique, el kōdō nos enseña que basta
con un fragmento como «un pelo de la cola de un caballo o la
pata de un mosquito». Ese pequeño trocito de madera despedía
una fragancia sutil pero firme.
Tapé el quemador con la palma de mi mano derecha y escuché
el aroma que salía del espacio entre mis dedos índice y pulgar.
Inspiré profundamente, cerré los ojos para concentrarme, desvié
la cara a la derecha y espiré. A cada invitado se le permite
escuchar el quemador tres veces, así que repetí el mismo gesto
dos veces más para intentar recordar bien el aroma. La sala
estaba en completo silencio. Me concentré todo lo que pude y
sentí que los sonidos del mundo exterior, el paso de los trenes, el
tráfico y el ruido de las obras de construcción, se alejaban de mí
gradualmente.
La madera olía como el sol de invierno, dulce. 
En mi mente vi una escena teñida del suave 
color anaranjado del ocaso en un campo abierto 
por el que corría la brisa.
El segundo aroma se parecía mucho al primero. Pero, aunque
era más débil, también me resultó más pesado, robusto. Pensé
inmediatamente en algo tan antiguo, sólido y tosco como la tierra.
Pero no estaba convencida. Como el aroma era muy débil, quería
32
despejar la mente para escucharlo bien, pero una vez visualicé la
imagen de la tierra seca, ya no pude quitármela de la cabeza.
El tercero fue claramente distinto. Era refrescante y me recordó
el incienso de los templos budistas. Olía como un templo bajo un
cielo abierto y despejado.
El cuarto fue el que más me gustó. Tenía un aroma complejo,
natural, una mezcla de flores y bosque, es decir, tenía una
fragancia elegante y refrescante. Sentí, por primera vez, que
quería estar dentro de un aroma.
Para cuando terminé de escuchar estas cuatro maderas, los
pies me dolían y empecé a moverme un poco para encontrar una
postura más cómoda. Como hasta ese momento había estado
muy concentrada en escuchar los aromas, no me había dado
cuenta. La persona que había sentada a mi izquierda se dio
cuenta de mi incomodidad y me susurró —porque no está
permitido hablar durante la ceremonia— que podía relajar mi
postura si había terminado de escuchar los aromas de prueba.
Agradecida, ajusté mis piernas hacia la derecha, quitándoles mi
peso de encima. El resto de la clase mantuvo la postura.
Mientras la anfitriona preparaba los quemadores para la versión
definitiva, los invitados prepararon la tinta en las placas de piedra
que tenían delante echando un poco de agua y frotando la barra
de tinta china en ella. Escribieron sus nombres en el papel. A
pesar de que llevo tres años asistiendo a clases de caligrafía, no
pude escribir bien mi nombre con un pincel tan diminuto. Mis
caracteres parecían los de un niño pequeño. Tenía que agarrar el
papel y escribir apoyándome en mi propia mano, mientras que en
las clases siempre utilizábamos un escritorio. Me avergonzó no
escribir bien mi propio nombre, mientras que los demás
plasmaban en el papel bellas letras sin apenas esfuerzo.
Después hicimos la versión definitiva. La anfitriona nos pasó los
quemadores en un orden diferente e incluyó uno que no
habíamos escuchado la primera vez. Fue más difícil que en la
prueba porque las fragancias eran más débiles. Escribí los
caracteres en el orden que creía correcto a la par que los
restantes invitados escribían sus poemas. Cuando terminé, doblé
el papel y lo puse sobre una bandeja que pasamos entre todos.
33
Clase de Oie-ryu.
Este era el papel con las respuestas de todos.
34
Cuando se juntaron los papeles de todos, la escribiente —otro
papel en el que se turnan los alumnos— copió las respuestas en
un papel más grande y, al final, anunció cuántos habíamos
acertado cada uno. Yo acerté solamente dos. Confieso ahora que,
antes de participar en la clase, confiaba en acertar más aromas
porque creo que mi olfato es bastante bueno. Pero fue mucho
más difícil de lo que me imaginaba.
La ganadora fue Sanae, un ama de casa de unos sesenta años
que ha practicado el kōdō durante más de veinte. Acude a clase
desde otra prefectura y tarda cinco horas en ir y volver.
Todos los alumnos la felicitaron y la profesora le entregó su
premio: el papel en el que estaban escritas todas las respuestas y
los poemas de los participantes, un bello documento con una
filigrana que representaba una pagoda.
Para terminar la ceremonia, la anfitriona declaró
solemnemente:
—Se ha llenado la fragancia.
Con esta frase queda clausurada la ceremonia en la escuela
Oie-ryū, y significa que el aroma ha llenado no solo la sala, sino
también el corazón de todos los presentes. Tras esta declaración,
la anfitriona y la escribiente salieron de la sala seguidas del resto
de los asistentes.
Sentía la mente fresca y despejada, como si acabara de
terminar de hacer ejercicio, solo que mi cuerpo no estaba
cansado. Pensé que tal vez esto se debía a que mediante la
concentración había conseguido beneficios parecidos a los de la
meditación. Al fin y al cabo, en ambos casos logramos cierta
serenidad y tranquilidad después.
La experiencia entera me pareció un sueño por
las fragancias, el ambiente, los utensilios, la
calma del ritual y el silencio reinante.
35
Todo fue tan sereno y elegante que me olvidé de que seguía en
el centro de Tokio. Y sin embargo, a pesar de la calma que me
envolvía,era perfectamente consciente de que el kōdō es un arte
complejo que requiere amplios y profundos conocimientos
culturales, sobre todo de literatura clásica. De hecho, la ganadora
del día, Sanae, me contó que también estaba apuntada a clases
de caligrafía, poesía y ceremonia del té.
—Todavía soy una principiante —me dijo Sanae—. El kōdō es
un arte sintético y difícil, pero tengo suerte de poder escuchar
tantas variedades de inciensos. Si solo se tratara de diferenciar
aromas, cualquier perro lo haría mejor que yo porque tienen un
olfato mucho más desarrollado que el mío; pero lo interesante del
kōdō es que podemos expresar escenas de la literatura clásica
con la ayuda de los inciensos. Aun así —reconoció con modestia
—, me motiva mucho acertar y ganar de vez en cuando.
La profesora Obata me explicó que el kōdō es una expresión
de algo invisible y sensual.
—No se puede practicar la ceremonia del incienso con
perfumes porque son demasiado fuertes y no se puede
diferenciar con facilidad las partes que los componen —explicó la
profesora.
Le confesé a la profesora que practicar el kōdō me había
cohibido un poco porque carecía de los conocimientos culturales
necesarios, pero que aun así la experiencia había sido inolvidable
y muy agradable. La profesora sonrió y me explicó que ese día
jugaron al tōzakō porque era la última clase del año y querían
hacer algo especial. Normalmente hacían actividades mucho más
sencillas. De hecho, daba clases a niños de primaria y, con ellos,
utilizan nombres de peces o pájaros para distinguir los aromas; y
con los extranjeros recurren a las obras de Shakespeare. De esta
forma, la ceremonia del incienso puede adaptarse a aquellos que
quieran practicarla.
LA LUZ ESCONDIDA EN TU INTERIOR
36
La profesora Yoko Obata me explicó cómo la hacía
sentirse el kōdō: «Las fragancias son abstractas y
personales, así que dependen mucho de cómo las
percibe cada uno. Si nos aferramos o nos
obsesionamos, no podremos apreciarlas bien. Según mi
propia experiencia, solo cuando dejo la mente en
blanco, sin pensar en nada, sin distraerme, el aroma
entra en mi cuerpo y siento cómo me unifico con ella y
llego, en ocasiones, a intuir una especie de iluminación
que está escondida dentro de mí. No me ocurre con
frecuencia, pero es la razón por la que nunca he querido
dejarlo».
SHINO-RYŪ
El Shino-ryū refleja los modales disciplinados, la simplicidad y el
rigor de la cultura samurái. Tiene fama de ser un ritual con gestos
hermosos y pone especial énfasis en las formas porque valora el
control y la disciplina como medios para sublimar el espíritu de
una persona.
Otra peculiaridad del Shino-ryū es que nunca ha dejado de
practicarse, sino que se ha transmitido durante quinientos años
sin interrupción desde que la fundara Sōshin Shino, al contrario
que el Oie-ryū, recuperado en el siglo XX.
El sistema que asegura la protección de las tradiciones y las
disciplinas japonesas se basa en la figura del iemoto. El linaje de
una familia hereda la posición de máxima autoridad de la escuela
o arte, y la persona que está a su frente es su maestro principal.
Su principal cometido es preservar la identidad y la pureza de las
enseñanzas.
El iemoto, generalmente el padre, o el cabeza de familia,
transmite la técnica y los secretos del arte a uno solo de sus hijos
varones. En caso de no tener, adopta uno o lo sucede el marido
de su hija. Últimamente esta tendencia se ha modernizado y ya
existen iemoto femeninas en algunas artes.
37
Los trabajos principales de un iemoto de cualquier arte es dar
licencias, castigar o expulsar a discípulos, y asegurar la pureza
de las técnicas utilizadas.
El joven maestro Sohitsu Hachiya.
En cuanto a la escuela Shino-ryū, después de la tercera
generación de la familia Shino, el título pasó a la familia Hachiya.
En nuestros días, el encargado de salvaguardar esta escuela de
la ceremonia del incienso es el vigésimo iemoto, Sogen Hachiya.
El próximo maestro, Sohitsu Hachiya, nacido en 1975, ha sido
educado desde su nacimiento para ser un buen iemoto de Shino-
ryū.
—Desde que era tan solo un bebé de unos meses, me
rodearon las maderas aromáticas de Kyara, las de mejor calidad.
Escuchando a mi padre y a mi abuelo aprendí mucho —me contó
el próximo iemoto—, aunque mi educación empezó cuando me
apunté a las clases de kōdō de mi abuelo en primaria.
Según Sohitsu Hachiya, hay que tener mucha experiencia para
ser un gran maestro y no es suficiente solo con aprender los
ejercicios del kōdō. De hecho, su padre, el actual iemoto, estudia
poemas, caligrafía y literatura clásica desde el alba hasta el
anochecer, incluso ahora que ya tiene setenta y nueve años.
38
Sohitsu ha practicado la caligrafía y la ceremonia del té desde
pequeño, pero también ha tenido tiempo de jugar al fútbol, trepar
a los árboles y pasar tiempo fuera de casa, sintiendo la tierra bajo
los pies y desarrollando la sensibilidad necesaria para ser un
buen iemoto. El joven maestro me explicó con entusiasmo la
importancia de tener experiencias propias, y que los
conocimientos conseguidos únicamente a través del estudio no
bastan.
El joven maestro Sohitsu me permitió observar la clase que
impartió en Tokio. Había once alumnos en total: diez mujeres
ataviadas con kimono y un joven vestido con ropa de calle. Antes
de empezar la clase, todas las alumnas se pusieron en fila
atendiendo al orden en el que habían llegado, pero le pidieron al
joven Hiroyuki que se pusiera el primero. Me pareció raro porque
había llegado casi el último, así que pregunté a la señora que
tenía al lado.
El iemoto, mi padre, dice que se necesitarían
tres vidas para entender la quintaesencia del
kōdō. Este es el testimonio del mismísimo gran
maestro. Es un gran trabajo y soy consciente de
la responsabilidad de haber nacido en esta
familia. 
SOHITSU HACHIYA
—En Shino-ryū, el hombre es el invitado principal. En la clase,
el joven maestro es siempre el invitado principal, y los demás
hombres lo siguen antes de las mujeres —me explicó
amablemente la señora, con una sonrisa apacible.
Me sorprendió que todavía existiera este tipo de machismo tan
evidente en el siglo XXI. Sé que Japón está atrasado, comparado
con muchos países europeos, en cuanto a la participación de las
mujeres en la sociedad, pero es una situación que se intenta
39
cambiar. Cuando le pregunté a Sohitsu sobre esto, él sonrió
incómodo y asintió con la cabeza, como queriendo decir que
entendía mi reproche.
—Me doy cuenta de que no es adecuado hoy en día, pero es
un gesto que conservamos desde el origen de la cultura samurái.
Aun así, si hubiera una mujer de alto rango, ella se sentaría antes
que los hombres.
Clase de Shino-ryū.
Entraron en la sala uno a uno. Antes de entrar, cada persona
se sentaba en seiza en la entrada, colocaba un pequeño abanico
cerrado delante de sus rodillas y hacía una reverencia. El
abanico, de unos quince centímetros, se utiliza también en la
ceremonia del té y otras artes tradicionales. No se emplea para
darse aire, sino para separar el espacio entre una persona y otra
y, de esta forma, mostrar respeto al otro, en este caso a la
anfitriona y al resto de los invitados que ya han entrado.
Yo lo observaba todo desde el pasillo. Cuando todos estuvieron
sentados, el joven maestro, vestido con una hakama —una
especie de falda pantalón para kimono—, entró y se sentó en la
40
posición del invitado principal, a la izquierda de la anfitriona.
Encontré algunas diferencias entre esta ceremonia y la de la
escuela Oie-ryū, como las posiciones —las de la anfitriona, el
escribiente y el invitado principal son distintas— y el uso de
utensilios menos pomposos. Por ejemplo, en el Oie-ryū la caja
para guardar los utensilios y los quemadores está decorada con
dibujos en laca dorada, mientras que en el Shino-ryū se usa una
caja de madera de morera y los quemadores son de porcelana
verdeceledón.
La primera mitad de la clase consistió en aprender el ritual para
colocar las cenizas y meter la bola de carbón dentro. Después,
colocaron la placa de mica sobre lamontaña de ceniza y pusieron
un pedazo de madera aromática encima. Había un quemador de
incienso para cada dos personas, y uno de los miembros de cada
pareja se encarga de preparar el quemador siguiendo las
cuidadosas instrucciones del maestro.
Para meter el carbón de bola, los hombres y las mujeres siguen
rituales distintos. Después de introducir el carbón, se rastrilla y
acumula la ceniza para formar la montaña. Según Sohitsu les
explicó, este simple acto es muy complicado, y normalmente el
alumno tarda unos tres años en aprender a hacerlo bien.
Después de haber consolidado las cenizas apretándolas
suavemente con una espátula, limpian las que se han quedado
en el borde del quemador con una pluma de pájaro. Por
supuesto, incluso para esto hay un ritual ceremonioso: se coge la
pluma con la mano izquierda, se pasa a la mano derecha, se
pone la pluma hacia abajo, se introduce la punta en el punto del
quemador donde estarían las seis en un reloj y, manteniendo la
pluma quieta ahí, se mueve el quemador con la mano izquierda
en el sentido contrario a las agujas. Así se limpia el interior del
quemador y, después, el borde.
El último paso para prepararlo todo es dibujar cincuenta líneas
con una varilla en la montaña de ceniza. Al final, marcaron una
línea más gruesa, indicando la parte por la que se escuchará el
incienso.
Entre los alumnos, los que practicaban estaban muy
concentrados en dibujar las líneas. Es una tarea muy difícil
porque el quemador es muy pequeño: tiene un diámetro de solo
41
unos siete centímetros, así que es complicado hacer cincuenta
líneas iguales en un espacio tan reducido. La sala estaba en
completo silencio, tanto que vacilé al disparar la cámara de fotos.
—Vuestra precisión y el aspecto de la ceniza son un reflejo de
vuestro corazón —dijo el maestro rompiendo el silencio.
A algunos se les escaparon risas o suspiros. La mayoría de los
alumnos no estaban muy satisfechos con sus líneas.
Con aquello, todo estaba preparado para la auténtica
protagonista de la ceremonia: la madera aromática. El joven
maestro miró las cenizas de los alumnos y bromeó diciendo que
tal vez la madera no quisiera actuar sobre esos escenarios tan
caóticos que le habían preparado.
La segunda parte de la clase fue el kumikō. Aquí también
encontré pocas diferencias con la escuela Oie-ryū. Aun así, me
pareció que se exigía una mayor precisión en los movimientos.
Además, atan las bolsitas en las que guardan las maderas y las
placas de mica con nudos distintos dependiendo del mes en el
que se está.
Como he mencionado antes, el Shino-ryū es conocido por su
rigor y sus modales disciplinados. Según el joven maestro, todo
está fijado detalladamente: desde el número de pasos que deben
darse y la posición de los pies hasta en qué costura del tatami
hay que colocar los utensilios.
—Sí, todo está predeterminado —me confirmó Sohitsu—, pero
no debe hacerse de forma mecánica. Si fuera solo cuestión de
cálculo, los robots podrían hacerlo mejor que nosotros. Sin
embargo, no existe la belleza donde no hay corazón.
LA BÚSQUEDA DEL CONOCIMIENTO
Los gestos y la postura de la persona que practica la
ceremonia del incienso en la escuela Shino-ryū reflejan
su estado mental. Por eso el kōdō se considera casi
como un entrenamiento espiritual a través del cual los
participantes pueden hallar cierta paz y tranquilidad. Por
42
esta razón, los iemoto estudian durante un tiempo en
templos budistas. El vigésimo maestro, Sogen Hachiya,
define el kōdō como la búsqueda del conocimiento de la
iluminación por medio del incienso.
En el kumikō existe cierta distracción respecto a los objetivos
fundamentales de la ceremonia, ya que los participantes quieren
acertar y se concentran en la madera aromática. Escuchar el
incienso para clasificarlo, que es un trabajo muy importante para
un iemoto, es algo distinto y lo hace sin distracciones, llegando a
una especie de experiencia casi religiosa que no puede
apreciarse jugando al kumikō, dijo Sogen Hachiya en una
entrevista.[2]
Aunque no tengo idea de cómo es la sensación de estar en esa
fase tan espiritual, sí entiendo el sentimiento tan refrescante de
serenidad que puede envolverte, incluso aunque experimentes el
kōdō por primera vez. Me recordaba las palabras de Masaaki
Mitsui, el secretario general de la Fundación de Inciensos de
Japón, quien se ha dedicado al kōdō desde que dejó su trabajo
en un banco tras jubilarse hace unos quince años.
—Vivía en un mundo en el que solo contemplaba los negocios,
los beneficios y los rendimientos. Después de empezar a
practicar el kōdō, me he dado cuenta de que mi vida antes era
muy pequeña, mientras que el mundo que me ha abierto este arte
es infinito.
EN MEMORIA DE KICHIJOTEN
A comienzos de 2019, tuve la oportunidad de asistir a la
ceremonia de incienso y té en memoria de la diosa Kichijoten. Se
celebra en el templo budista Yakushi-ji, que desde hace más de
mil trescientos años se erige en la ciudad de Nara. Este bello
monumento histórico —declarado Patrimonio de la Humanidad
por la Unesco— acoge actualmente la sede de la Fundación de
Inciensos de Japón.
43
Kichijoten —llamada Sri-mahādevī en sánscrito— es la diosa
de la fortuna, la belleza y la buena cosecha. Además, también es
la protectora de las artes, por lo que los aprendices de cualquiera
de ellas la invocan para progresar en su aprendizaje. El templo
Yakushi-ji está consagrado a la diosa y, en su honor, celebra esa
ceremonia el último día del rito budista, que dura dos semanas.
Llegué al templo media hora antes de que comenzara la
recepción, pero ya estaba lleno de participantes. Según el
organizador, asistirían trescientas cincuenta personas en total. La
mayor parte eran mujeres mayores de sesenta años, pero
también había gente más joven, tanto hombres como mujeres.
Muchos de ellos estaban vestidos con kimonos adornados con los
diseños ceremoniales. Allá donde mirara, veía escenas
espléndidas y solemnes.
Los participantes se dividieron en grupos de cincuenta
personas y fueron a salas con tatamis para celebrar la ceremonia
del incienso. Una vez allí, se sentaron en seiza frente a la
anfitriona y la escribiente, que tenían un biombo dorado a sus
espaldas. En la pared opuesta de la sala, habían colgado una
pintura del monte Fuji, considerado un buen augurio, para
celebrar el año nuevo. En general la sala era sencilla, muy limpia
y sin muchos adornos, y el aire olía fresco, a sagrado. Y todos los
colores, como el rojo de la alfombra, el dorado del biombo, el
blanco de la puerta corrediza enrejada con papel y los tenues
tonos de los kimonos, se coordinaban muy bien y resaltaban la
alegría del acto.
Me sentí cohibida por aquel ambiente solemne y por no vestir el
kimono, pero, sobre todo, porque no era aprendiz del kōdō. O lo
era, pero todo lo que podía serlo después de asistir tan solo a un
par de clases. Así que me senté al final de la línea tímidamente.
Enfrente de cada persona habían dispuesto el programa de la
ceremonia de incienso del día, en el que se mencionaban los
tipos de inciensos que se iban a presentar y los materiales que se
utilizarían. Al ver los utensilios para la caligrafía, me puse un poco
más nerviosa porque recordé lo mal que había escrito mi nombre
en la clase de Oie-ryū.
Antes de comenzar la ceremonia, el iemoto de Oie-ryū, Gyosui
Sanjonishi, preguntó a los asistentes si tenían algún conocimiento
44
del kōdō. Las respuestas revelaron que era la primera experiencia
para una tercera parte de ellos. Me sentí aliviada de no ser la más
novata.
El maestro explicó brevemente las reglas del kumikō.
Escucharíamos tres tipos de inciensos: matsu (el pino), take (el
bambú) y ume (el ciruelo). Después, se pasaría un incienso y los
participantes intentarían adivinar cuál era. Pero también incluirían
otro, que no se habría pasado antes para probar, denominado i-
no-hatsuharu, ‘el año nuevo del año del jabalí’, pues el año 2019
se dedica al jabalí en la astrología china.
Empezamos la ceremonia de incienso bajo un ambiente que
parecía felicitarnos el año nuevo. Mientrasel maestro explicaba
las reglas del juego, la anfitriona hacía el o-temae, el ritual para
preparar el quemador, con movimientos fluidos y elegantes.
Cuando estuvo lista, empezó a pasar quemadores de incienso
con sus cenizas rayadas y su pedacito de madera aromática.
INCIENSOS PARA LA FELICIDAD
Los nombres de los inciensos matsu, take y ume (o sho,
chiku y bai en su pronunciación china) conmemoran
acontecimientos felices porque son plantas que
sobreviven al frío invernal. El pino es el símbolo de la
longevidad, porque es perenne y se considera un árbol
sagrado; el bambú simboliza la prosperidad, pues crece
rápido y es difícil de quebrar; y el ciruelo representa la
nobleza y la salud, ya que florece y huele bien en
invierno y señala la llegada de una temprana primavera.
Nos pasamos tres quemadores para identificar los aromas.
Cuando me llegó el primer quemador, el de pino, lo sujeté en la
palma izquierda, lo tapé con la mano derecha, cerré los ojos, me
concentré y escuché. El aroma era muy débil, tal vez porque unas
veinticinco personas lo habían escuchado antes que yo, pero olía
vagamente a algo dulce y un poco leñoso. Me trajo a la mente la
45
imagen de un ermitaño con el cabello blanco y una larga barba
blanca que vive en un valle de rocas.
El segundo incienso, el de bambú, tenía un aroma más
refrescante y olía como a hierba verde. Visualicé una vasta
llanura en la que soplaba el viento. Era muy distinto del primero.
Sin embargo, el último era muy débil y difícil de distinguir. Me
parecía igual al primero. Pero tenía que ser diferente. Intenté
concentrarme más y finalmente capté un aroma dulce, poco
refinado, como un campo de tierra tosca que contrastaba con la
elegancia que muestran los ciruelos.
Cuando todos los participantes terminaron de probar los tres
inciensos, nos repartieron tiras de papel doblado verticalmente en
cuatro. Frotamos la barra para hacer tinta china y escribimos
nuestros nombres en la tira de papel.
Entonces se pasaron los quemadores para jugar de verdad.
Cerré los ojos e intenté conseguir la máxima concentración. A
pesar de mi esfuerzo, se me pasaban por la cabeza algunas
ideas que me distraían. Me decía «seguro que este es i-no-
hatsuharu porque, al fin y al cabo, esta ceremonia es para
celebrar el año nuevo», pero, acto seguido, pensaba que «en
realidad podría ser cualquiera de los otros tres».
La fragancia del incienso era muy débil. Tenía un olor dulce tan
tenue que pensé que me lo podía estar imaginando. Era
evidentemente distinto del bambú, pero no podía afirmar si era
uno de los otros dos o el que no habíamos probado.
Repetí los mismos gestos tres veces: cerré los ojos, me
concentré, aspiré, giré la cara a la derecha y espiré. Aun así, no
conseguí captar ni una imagen.
Sin saber claramente la respuesta, escribí pino en mi papel y lo
puse en la bandeja que había traído un ayudante del organizador
de aquel encuentro. La escribiente pasó todas nuestras
respuestas a las hojas grandes. Finalmente, la anfitriona anunció
la respuesta correcta: se trataba del i-no-hatsuharu, el incienso
desconocido.
Solo tres personas acertaron, y cada una de ellas recibió una
hoja grande de la escribiente como premio. Se elevaron voces en
las que se entremezclaban la alegría, la admiración por los
46
ganadores, suspiros de desilusión y risas, pero todos los
presentes teníamos la cara radiante.
Reflexioné sobre mi postura y concluí que estuve muy
distraída. Tenía demasiadas ganas de acertar y no escuché bien
el incienso. Es decir, mi corazón no estaba totalmente dedicado al
kōboku y, por eso, había mucho ruido en mi cabeza.
De repente, escuché la voz de la anfitriona:
—Se llenó el incienso.
47
CAPÍTULO 2 
KADŌ 
LA ESTÉTICA IMPERFECTA
DE LAS FLORES
Cuando empecé, no podía imaginar que el kadō —el arte
tradicional del arreglo floral, más conocido como ikebana— iba a
engancharme tanto.
Han pasado más de seis meses desde que comencé a
aprender ikebana. Hoy en día, si paso dos semanas sin ir a clase,
me siento inquieta, casi como si fuera una adicta. El momento en
el que me enfrento en silencio a las flores, pensando solo en ellas
para decidir cómo colocarlas, es como agua para mi corazón,
reseco debido al estrés del día a día. Ahora entiendo por qué se
considera que el ikebana es un remedio terapéutico e incluso,
últimamente, un tratamiento psicológico.
Últimamente, el ikebana está llamando la atención como
tratamiento psicológico. Se le llama terapia de ikebana. Según
Eiko Hamasaki, la subdirectora de la Sociedad de Terapia de
Ikebana, este tratamiento es efectivo no solo para los ancianos
con demencia, sino también para los familiares que los cuidan
porque mitiga su estrés; y para niños, porque aumenta su
48
autoestima, ya que las flores les transmiten seguridad, esperanza
y cariño.
Así son las tijeras que se utilizan en el ikebana.
Esta terapia ha sido probada en más de treinta mil personas y
se han verificado muchos efectos positivos. Por ejemplo,
practicando el ikebana, una anciana que se quejaba de la espalda
y siempre estaba de mal humor se olvidó del dolor y dejó de estar
enfadada; y un anciano violento consiguió calmarse. La
subdirectora Hamasaki, que es psicóloga y la maestra de la
escuela Honnōji de kadō, considera que el uso de las tijeras y la
concentración a la hora de colocar las flores o de fijarse en su
aroma y su apariencia estimulan el cerebro.
DEJAR VIVIR A LAS FLORES
49
La palabra ikebana está formada, en japonés, por los
ideogramas ikeru —‘dar vida’, con el sentido de
«arreglar algo para que siga vivo»— y hana
(pronunciado bana), ‘flor’. En japonés no se utilizan las
palabras meter o colocar para referirse al arreglo floral,
sino que nos referimos a este arte como dejar vivir a las
flores. En el ikebana se ve a las flores como a seres
vivos, más que como a objetos materiales, y su ciclo
vital se compara con la vida humana. Un humano
empieza como un bebé, crece hasta la edad adulta,
envejece y muere; una flor comienza su vida como un
brote, florece, se marchita y muere. De esta manera,
este arte tradicional muestra el principio de mutabilidad
del mundo del que habla el budismo: nada permanece
eternamente.
Me gustan las flores. Me alegran con su hermosa apariencia y
su fragancia; me acompañan y me consuelan cuando estoy triste.
Pero, hasta ahora, no me había interesado por nada que tuviera
que ver con el ikebana porque, durante mucho tiempo, fue
considerado un aprendizaje para las mujeres antes del
matrimonio. De hecho, este tipo de enseñanza se llama
hanayome shugyou, es decir, ‘adiestramiento de la novia’.
Junto con la cocina, la limpieza y la ceremonia del té, muchas
mujeres aprendían el ikebana como parte de su preparación para
convertirse en buenas amas de casa. Es difícil encontrar alguna
mujer a mi alrededor que no sepa ikebana. Estoy convencida de
que mi rechazo hacia él estaba basado en que creía que su
aprendizaje estaba destinado a formar amas de casa, todo lo
contrario de la profesional que yo quería ser.
Aunque, afortunadamente, esa denominación ha caído en
desuso en el Japón actual —donde los trabajos domésticos ya no
son solo cosa de mujeres—, nunca se me había pasado por la
cabeza instruirme en el ikebana. Aún lo asociaba a la imagen de
una mujer dócil. Sin embargo, mi opinión cambió completamente
cuando leí una entrevista a Senkō Ikenobō, futura iemoto de la
familia Ikenobō, fundadora de la escuela de arreglo floral.
50
El ikebana se expresa mediante la vida de las
flores, y quienes lo practican son conscientes en
todo momento de la vida y de la muerte. Por
ello, fortalece la capacidad de conectar a las
personas entre sí.[3]
MAESTROS DEL IKEBANA
Senkō Ikenobō (cuyo nombre de pila es Yuki, aunque
use su nombre budista) es la cabeza de la
cuadragésima sexta generación de la familia Ikenobō.
Cuando llegue el momento, se convertirá en la primera
mujer iemoto —o maestra principal— de esta escuela
del kadō en sus casi seiscientos años de historia.
Por tradición, el iemoto de Ikenobō es el monje principal
del temploChoho-ji, construido en el año 587 en Kioto y
más conocido como Rokkaku-dō por la forma hexagonal
del templo (rokkaku significa ‘hexágono’). En su origen,
el apellido Ikenobō proviene de un monje que vivía en
una cabaña (bō) situada junto al estanque (ike) del
templo.
El iemoto de esta familia siempre lleva en su nombre la
letra Sen, como el actual maestro de la cuadragésima
quinta generación, Sen’ei Ikenobō. Algunos nombres se
han repetido y, por ejemplo, la maestra designada es la
cuarta persona que se llama Senkō.
Lo que decía me impresionó e hizo que abriera los ojos. Nunca
había pensado que el ikebana tuviera una filosofía tan profunda y,
gracias a aquella entrevista, descubrí que no se trataba solo de
realizar arreglos florales.
51
LAS DIVINIDADES QUE HABITAN EN LOS
ÁRBOLES
Desde tiempos inmemoriales, existía en Japón un tipo de
animismo que profesaba la creencia de que las divinidades se
encontraban en los árboles, especialmente en los de hoja
perenne y puntiaguda. Esta creencia se mantiene todavía hoy en
día: en los santuarios sintoístas hay árboles sagrados, los go-
shinboku, término que puede traducirse como ‘árbol divino’; en los
rituales religiosos se usan ramas de sakaki (Cleyera japonica); se
colocan kadomatsu, pinos y bambús ornamentales en el portal
para recibir al dios del Año Nuevo; y se utilizan ramas de
melocotonero, acebo o cálamo aromático como decoración en los
festivales de las distintas estaciones para alejar a los espíritus
malignos.
En la actualidad, la gente disfruta de las fiestas bajo los
cerezos en flor comiendo, bebiendo y emborrachándose. Pero
muchas personas desconocen el origen de esta costumbre, que
era un ritual religioso para pedir una buena cosecha, pues se
pensaba que el dios del arroz bajaba a los cerezos. Se dice que
esta costumbre de ver las plantas como representantes de
espíritus divinos ha cambiado la visión que los japoneses tienen
de ellas, y que por eso las relacionan con el ciclo de la vida
humana a través del ikebana.
La costumbre de arreglar las flores se introdujo
con la llegada del budismo en el siglo VI.
Las flores son, junto al incienso y las velas, uno de los tres
artículos presentes en cualquier ritual del budismo. Aunque
inicialmente decoraban solo los espacios religiosos, con el paso
del tiempo los aristócratas empezaron a utilizarlas en sus
residencias y, más tarde, los samuráis las incorporaron también a
su vida diaria.
52
En el siglo XIV, el aprecio por las flores estaba muy arraigado
entre unos y otros. Incluso realizaban unas celebraciones, las
tōka, literalmente ‘combates florales’, en las que competían con
flores y floreros que importaban de China. En aquel momento,
quienes se encargaban de las flores para las casas de personas
de alcurnia 
—como el emperador, los generales y otros señores feudales—
eran los monjes budistas. El estilo de sus arreglos era muy rígido,
se consideraba formal y se utilizaba especialmente para las
grandes ocasiones, como el día en el que las tropas marchaban a
la batalla o cuando se celebraba la mayoría de edad de un hijo.
Entre esos monjes artistas destacó especialmente Senkei
Ikenobō, del templo budista Choho-ji, cuyas composiciones le
valieron fama de gran maestro en la segunda mitad del siglo XV.
Senkei definió, gradualmente, las reglas y formas de arreglar las
flores. Su descendiente, Senno, estableció el kadō a mediados
del siglo XVI. Con el nacimiento del kadō, el arreglo floral pasó de
mero adorno a convertirse en un arte filosófico.
Desde entonces, los samuráis y comerciantes adinerados
aprendieron el ikebana y este se convirtió en una cultura refinada
para hombres. Sin embargo, hacia la mitad del siglo XIX, la
Restauración Meiji cambió completamente el sistema social con
la introducción de la cultura de Occidente. Los samuráis
desaparecieron y se empezó a menospreciar la cultura
tradicional, de manera que el mundo del ikebana decayó durante
algún tiempo.
53
Profesor Manabu Noda.
UN ARTE PARA LAS MUJERES
En el siglo XX nacieron nuevas escuelas de ikebana, con nuevos
estilos influidos por los arreglos occidentales, lo que atrajo a
nuevos practicantes, sobre todo mujeres. Desde ese momento se
convirtió en un arte principalmente femenino que, hasta hace
poco, cualquier buena esposa debía aprender antes de casarse.
Hoy, son muchos los iemoto varones, no solo de Ikenobō, sino
de otras escuelas de ikebana. También me sorprendió que la
mayoría de los profesores del Instituto Central de Formación de
Ikenobō, donde se estudian los niveles superiores, fueran
hombres. Uno de ellos, Manabu Noda, de sesenta años, me
explicó que él mismo pensaba que el ikebana era para las
mujeres, aunque su abuelo y su padre ya fueron profesores de
este arte.
—Cuando era pequeño, en el colegio no quería revelar cuál era
la ocupación de mi padre —me dijo mostrándose un poco
54
avergonzado—, así que decía que tenía una floristería en vez de
decir que era profesor de ikebana.
El profesor Noda jugaba al fútbol americano y al béisbol cuando
era estudiante, y quería ser profesor de inglés. Pero como su tía
vivía enfrente de su escuela de secundaria, empezó a aprender
ikebana y le gustó. También su experiencia de estudiar en
Estados Unidos le ayudó a observar la cultura japonesa desde
fuera. Y todo ello lo llevó a seguir el mismo camino que su padre.
—Al final, cogí las tijeras en vez del bate de béisbol —comentó
con una sonrisa.
LAS ESCUELAS DE IKEBANA
Debido a que Ikenobō estableció el kadō, frecuentemente se dice
que la historia del ikebana es la historia de Ikenobō. Aun así,
durante los últimos cinco siglos se han creado y ramificado otras
escuelas, y en el presente ya hay más de trescientas. De hecho,
las practicantes del ikebana a quienes pregunté por sus escuelas
acudían todas a una distinta. No obstante, las mayores son
Ikenobō, Sogetsu-ryū y Ohara-ryū (el sufijo -ryū, que significa
‘escuela’, no se adjunta a la primera por ser la que dio origen al
kadō, y se le llama iemoto del kadō, que significa ‘la cabeza del
ikebana’).
Cada escuela tiene su propio estilo y color, las variedades son
ilimitadas, y muchas de ellas se reconocen por su estilo solo con
ver las composiciones florales:
• La escuela Sogetsu-ryū. Fundada por Sōfu Teshigawara
(1900-1979), un artista de vanguardia de principios del
siglo XX, tiene un estilo libre, desligado de las formas
tradicionales y que se describe como un arte plástica,
porque sus obras no solo incluyen flores, sino también
otros objetos como papeles y metales. En ocasiones, sus
arreglos se exhiben en escenarios al aire libre e incluso en
lugares sin agua.
• La escuela Ohara-ryū. Fue establecida en el siglo XIX por
Unshin Ohara, discípulo de Ikenobō e inventor del estilo
55
moribana, representativo de la escuela, en el que las flores
se apilan en un recipiente poco profundo.
• La escuela Enshu-ryū. La inició Enshū Kobori, un maestro
de la ceremonia del té, y el estilo por el que se la conoce
resalta la belleza de las curvas dinámicas, fluidas y
elegantes. Se requiere una técnica especial para torcer las
ramas de esta forma, y su atractivo llamó mucho la
atención en la Europa del siglo XIX.
• La escuela Misho-ryū. Surgida a finales del siglo XVIII, su
estilo es la fusión de la filosofía oriental con la teoría
geométrica. Arregla las flores en forma de triángulo
isósceles, mostrando el cielo, la persona y la tierra dentro
del triángulo.
LOS TRES PODERES DEL UNIVERSO
Para casi todas las escuelas, la colocación de las flores se basa
en la combinación del cielo, la tierra y el ser humano según el yin
y el yang, los conceptos taoístas que representan la dualidad de
toda la creación del universo, como la mujer y el hombre, la
oscuridad y la luz, la fuerza centrífuga y la centrípeta... En el
kadō, el yin es la parte de las plantas que está a la sombra,
mientras que el yang es la que está al sol.
Esta idea quiere decir que el cielo, la tierra y el ser humano son
los tres poderes del universo. La armonía de todos ellos supone
el cuidado del mundo natural,

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