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Jimena Rodríguez Carreño (editora) Animales no humanos entre animales humanos —4— Primera edición: 2012 © Jimena Rodríguez Carreño, 2012 © Plaza y Valdés Editores, 2012 DILEMATA. Ética, filosofía y asuntos públicos. Directores de la colección: Txetxu Ausín y Marcos de Miguel. Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o transformación de esta obra sin previa autorización escrita de los editores, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Plaza y Valdés, S. L. Calle Murcia, 2. Colonia de los Ángeles. 28223, Pozuelo de Alarcón. Madrid (España). : (34) 918625289 e-mail: madrid@plazayvaldes.com www.plazayvaldes.es Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73. Colonia San Rafael. 06470, México, D. F. (México). : (52) 5550972070 e-mail: editorial@plazayvaldes.com www.plazayvaldes.com.mx ISBN: 978-84-15271-15-4 e-ISBN: 978-84-16032-03-7 D. L.: M-37146-2011 Impresión: La biblioteca del laberinto, S. L. (bibliotecalaberinto@yahoo.es) Índice 0. INTRODUCCIÓN Txetxu Ausín y Jimena Rodríguez Carreño................... 7 1. MITOS SOBRE LA CAZA Priscilla Cohn ................................................................... 9 2. CULTURA Y CRUELDAD Paula Casal ........................................................................ 47 3. FRANCES POWER COBBE Y LA LUCHA CONTRA LA VI- VISECCIÓN COMO CAUSA FEMENINA EN LA INGLATE- RRA DEL SIGLO XIX Jimena Rodríguez Carreño .............................................. 85 4. LA RECETA MORAL DEL VEGETARIANISMO Pablo de Lora.................................................................... 117 5. ¿CÓMO INTEGRA LA GLOBALIZACIÓN A MI OTRO SIGNIFICATIVO? Asunción Herrera............................................................. 141 6. SENTADOS FRENTE AL ESPEJO LITERARIO: EL ALMA DE LOS ANIMALES EN UNAMUNO Y COETZEE Montserrat Escartín.......................................................... 155 7. TOMÁNDONOS EN SERIO LA CONSIDERACIÓN MORAL DE LOS ANIMALES: MÁS ALLÁ DEL ESPECISMO Y EL ECOLOGISMO Óscar Horta ...................................................................... 191 8. EL VALOR DE LA VIDA EN SINGER, NAGEL Y SCHWEITZER Walter Sánchez Suárez ..................................................... 227 ÍNDICE —6— 9. LOS FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LIBERACIÓN ANIMAL DE PETER SINGER Renzo Llorente ................................................................. 239 10. ¿QUÉ DECIMOS CUANDO DECIMOS QUE LOS ANIMA- LES TIENEN DERECHOS? Antoni Defez .................................................................... 265 11. DERECHOS Y DEBERES DE NUESTROS HERMANOS IN- FERIORES Lorenzo Peña.................................................................... 277 12. EVOLUCIÓN DEL MARCO JURÍDICO DE LA PROTEC- CIÓN ANIMAL DESDE 1929 HASTA 2010 José María Pérez Monguió............................................... 329 —7— 0 Introducción unque siempre ha sido una preocupación de los humanos su relación con la naturaleza y con los demás seres vivos, quizá sea este el momento en que la reflexión sobre nuestra comu- nidad con el resto de los animales y con el planeta se manifiesta más viva que nunca. Ahí están los interrogantes sobre el cambio climáti- co, la ecología, las fuentes de energía, el desarrollo humano, etc. En lo que respecta a los otros animales, la convivencia se da desde la alimentación hasta el ocio, pasando por la compañía, el entreteni- miento o la investigación. Y es que la cuestión de los animales, como titulaba Carruthers, es, sin duda, uno de los temas de nuestro tiem- po. Y supone un profundo replanteamiento del lugar de los huma- nos y de los demás animales en el planeta, no solo en términos filo- sóficos sino también cultural, social y vivencialmente. Esta multidimensionalidad de nuestra relación con los otros animales que conviven con nosotros es la que refleja este libro coral. Por un lado, contempla aspectos culturales y sociales, como son la caza, la crueldad en la cultura, la cuestión del vegetarianismo y los vínculos de la protección animal con los albores del feminismo. Por otro lado, pone en relación nuestro «yo» con ese «otro significati- vo» con el que compartimos destino, los animales no humanos, lo que se expresa desde la globalización hasta la literatura. Más aún, ello implica un profundo replanteamiento de la consideración moral de los otros animales y de lo que supone su interés, también, en no sufrir y en tener una vida que vaya bien, que sea agradable y pla- centera. Así se analizan los puntos de vista de Nagel, Schweitzer y A ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —8— Singer, a más de treinta y cinco años ya de la publicación del afama- do Animal Liberation, de este último pensador. Todo ello conduce, inevitablemente, a una reformulación de los conceptos de derechos y deberes, que ahora incluyen a los animales no humanos con los que convivimos y que ha dado lugar, especialmente en los últimos decenios, a una intensa producción legislativa sobre protección ani- mal, que también se recoge en esta obra. Este es el continuum del libro que tienen entre sus manos y que quiere reflejar ese otro continuum que, como han mostrado magis- tralmente la etología y otras ciencias, compartimos con los otros animales, prójimos y próximos, animales no humanos entre anima- les humanos. TXETXU AUSÍN Y JIMENA RODRÍGUEZ CARREÑO Asociación Inter-Universitaria para la Defensa de los Animales (AIUDA). —9— 1 Mitos sobre la caza1 Priscilla Cohn The Ferrater Mora Oxford Centre for Animal Ethics director@oxfordanimalethics.com 0. INTRODUCCIÓN esulta sorprendente la frecuencia con que se repiten ciertas ideas que tratan de justificar la caza recreativa y de mostrar que no es una actividad moralmente sospe- chosa. Tales argumentos son, en realidad, mitos que se repiten ensayo tras ensayo, libro tras libro, y que aparecen también en artículos de prensa supuestamente objetivos. Oímos decir una y otra vez que la caza recreativa es una parte básica de la natu- raleza humana, que no se reduce simplemente a matar anima- les, que es necesaria, y que disminuye el número de animales salvajes manteniéndolo dentro de los límites que la tierra pue- de soportar. Estas ideas, no siempre claramente definidas o explicadas, son como un racimo, en el que una de ellas se usa para corroborar otra. Estos mitos constituyen el mismo corazón del intento de justificar la caza. Tratan de mostrar que cazar no es ni un acto gratuito de crueldad ni una práctica sádica, y que los cazado- res no son crueles ni insensibles. Estos, a su vez, afirman que - - - - - - - - - - - - - - - - - - 1 Traducción de Jimena Rodríguez Carreño. R ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —10— cazar es una actividad socialmente aceptable que no solo aporta satisfacción y felicidad a quien la realiza, sino que tam- bién fomenta virtudes como la valentía, la disciplina, la pa- ciencia, el respeto y el autocontrol. Una vez mostrado que estas afirmaciones no son ciertas, los motivos para aceptar la caza como una práctica moralmente legítima desaparecen. 1. LA CAZA ES INHERENTE A LA NATURALEZA HUMANA Con frecuencia los escritores que intentan justificar la caza re- creativa o deportiva afirman que esta actividad constituye una parte ancestral y básica de la naturaleza humana. Una versión particular de tal aseveración mantiene que cazar es un instin- to. Esta idea se repite constantemente, pero el significado exacto de «instinto» varía de un autor a otro y, a menudo, no es ni consistente ni claro. En un artículo titulado «The Morality of Hunting», publi- cado en Environmental Ethics, Ann Causey examinó con su- mo detalle el concepto de caza como instinto.2 Causey explica que la caza, en tanto que instinto, no es ni buena ni mala, pues los instintos, al no ser objeto de elección, no caen dentro del reino del enjuiciamientomoral. El impulso de cazar puede ser visto como un rasgo original, esencial [...]. No es moralmente malo obtener satisfacción al ma- tar una pieza, tampoco moralmente bueno. Simplemente no es en absoluto una cuestión moral, pues el impulso mismo es un ins- tinto, y los instintos no admiten calificación moral, positiva o negativa. Así, el impulso de matar por deporte es amoral, ya que se encuentra fuera de la jurisdicción de la moralidad [...]. Nada que venga directamente por vía de la naturaleza es inherente- mente bueno o malo, y esto incluye aquellos rasgos de la especie - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2 Para un examen más extenso de algunas de sus afirmaciones, véase mi obra Ethics and Wildlife (1999). MITOS SOBRE LA CAZA —11— humana que no son fruto de nuestra elección deliberada y que no están sujetos a un control consciente [...]. Por supuesto, nada de esto debiera tomarse para dar a entender que el acto de cazar es en sí mismo amoral (Causey 1989, p. 338). Tales afirmaciones podrían llevarnos a creer que Causey está comparando el impulso de cazar con el acto de la caza. Sin embargo, encontramos aquí dos problemas. Primero de todo, quienes condenan la caza podrían estar perfectamente de acuerdo en que los «impulsos» no deben ser ni elogiados ni condenados mientras no se lleven a término. Lo que critican es la transformación de esos impulsos en ac- ción, en la matanza de un animal. El segundo problema es que el concepto de instinto de Causey no encaja en la definición. La palabra «instinto» fue originalmente usada como término científico para referirse a «una pulsión para ejecutar alguna función biológica, como la migración o la reproducción; un patrón de acción de especie estereotipado; un mecanismo genéticamente determinado y controlado de manera endógena subyacente al comporta- miento característico de la especie» (Immelman y Beer, 1989, pp. 151-152). Según explican estas definiciones, un instinto no puede ser separado de la conducta, pues o bien impulsa o subyace a la conducta, o bien es él mismo la conducta. Un ejemplo muy conocido de comportamiento que en el pasado se pensó instintivo se refiere al pichón recién nacido de la gaviota argéntea (Larus argentatus) y a los polluelos de la gaviota guanaguanare (Larus atricilla). Estos pichones pi- cotean el pico de uno de sus padres buscando alimento. Dicha conducta fue considerada en su día como invariable y este- reotipada, rasgos ambos vistos como característicos del ins- tinto. Se ha descubierto, sin embargo, que este comporta- miento no solo varía de pichón a pichón en varios sentidos, sino que cambia a medida que los polluelos aprenden. Ahora se considera «engañoso» (McFarland, 1987, p. 310) contem- ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —12— plar tal conducta como instintiva. De hecho, los científicos ya no usan más el término «instinto» por la dificultad que supo- ne distinguir entre este y ciertos aspectos del conocimiento (Hale y Margham, 1991, p. 303) Las dificultades aumentan para Causey al no ser consis- tente con su aseveración de que el instinto de caza es simple- mente un impulso de cazar. Afirma que «la razón puede do- minar el instinto de caza en un individuo»; de este modo, que uno cace o no es algo que está sujeto al control consciente y es precisamente este control lo que permite la crítica moral. Así, según indican sus propias palabras, Causey ha sacado la caza del reino de lo no moral y la ha colocado dentro del reino de la moralidad, donde puede ser juzgada. Tampoco ayuda en su argumentación la afirmación de que está usando el término «instinto» según una interpretación menos precisa pero más común. La palabra «instinto» en su uso cotidiano, si significa algo, se refiere a una conducta inva- riable, inherente y similar al reflejo. Aunque estas característi- cas no son aplicables a muchas clases de conducta humana, también los humanos tenemos reacciones reflejas, como el re- flejo rotular. No tiene mucho sentido tratar de argüir que ac- tividades humanas como la caza, en las que participa una mi- noría que no deja de disminuir y que varían de una persona a otra, son instintos, ya que está claro que la caza ni es invaria- ble, ni es una conducta similar al reflejo. Ortega y Gasset también califica la caza como instinto, aunque no intenta mostrar su moralidad, simplemente la ex- plica. Habla del «instinto predatorio que como rudimento per- vive en el hombre actual» (Ortega y Gasset, 1968, pp. 113-114). Afirma que es un «humildísimo reflejo, fósil residuo de un instinto que el hombre conserva de cuando era aún pura fiera» (p. 116). Este es el instinto que da cuenta de la caza hoy en día, un instinto que «está montado en el organismo del hom- bre cientos de miles de años antes de que la historia comenza- se». Para apoyar su argumento, Ortega cuenta la historia re- MITOS SOBRE LA CAZA —13— latada por un cazador sobre varios hombres que están viajan- do en coche hacia una reserva de caza. De repente ven dos lo- bos cruzando la carretera, paran el coche y agarran sus rifles. El autor explica que los hombres ven a los lobos como piezas, esto es, como animales para cazar. Según afirma, que los caza- dores vean a los lobos de este modo es fruto del «reflejo» cau- sado por los animales mismos. Sostiene que los lobos «se sienten ellos mismos como presas posibles, y modelan toda su existencia en el sentido de esta condición» (pp. 114-115). Or- tega continúa diciendo: «No es el hombre quien inventa dar a esos lobos el papel de presas posibles. Es el animal, en este ca- so los lobos mismos, quienes reclaman que se les considere así; de suerte que no reaccionar con un intento predatorio se- ría lo antinatural» (p. 114). Para «culpar a la víctima», esto es, para sostener que los lo- bos mismos provocan la respuesta predatoria humana de in- tentar apresarlos, Ortega afirma ahora saber cómo se sienten los lobos. Son, dice, criaturas dotadas con maravillosas capa- cidades de evasión, hasta el punto de ser esencialmente «lo que se escapa». Para el filósofo, «la única respuesta adecuada a un ser que vive obseso en evitar su captura es intentar apode- rarse de él» (p. 115). Cabe aquí sugerir que si la descripción de Ortega fuera acertada, además de ser un cazador, sería también, cuando menos, un violador, pues por qué tendría que ser un lobo que huye la única criatura que despertara este rudimentario ins- tinto. Muchas mujeres también se sienten presas posibles, y a menudo lo son. ¿Pero se quiere realmente afirmar que este temor femenino justifica que se actúe como si las mujeres fue- ran presas o que la única respuesta natural ante él es la de un depredador? De una u otra manera, se dice constantemente que la caza es inherente a la naturaleza humana. Por ejemplo, en su libro In Defense of Hunting, James Swan afirma: «El instinto de caza se engendra en los huesos y la sangre de al menos la ma- ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —14— yoría de nosotros y es uno de los elementos fundamentales de la naturaleza humana» (Swan, 1995, p. 176). Para Swan, la caza no es un instinto en el sentido de que sea inevitable, ve claramente que se trata de una cuestión de elec- ción. Sostiene que «[...] nosotros ejercemos más elección y con- trol sobre nuestros instintos que otros animales» (p. 120). Así, a diferencia de Causey, Swan señala que la caza no está fuera del reino de la moralidad. Los instintos pueden proporcionar satis- facción y sentido de pertenencia. «Los instintos —explica— son la fuerza impulsora para satisfacer nuestras necesidades fisioló- gicas» (p. 144). Aquí Swan parece estar refiriéndose a nuestra necesidad de alimentación; ignora el hecho de que la carne no satisface forzosamente tal requerimiento. El autor ve la caza como un bien porque no solo propor- ciona la satisfacción de nuestras necesidades fisiológicas, sino también psicológicas. En este sentido afirma: «La vida sin caza es posible. En un futuro próximo, seremos capaces de dejar de practicar el acto físico del sexo para lareproducción y de re- emplazarlo por bancos de esperma, fecundación in vitro y úteros de alquiler. Un mundo sin caza o sin sexo es posible, y aparentemente más seguro, pero ¿es deseable?» (pp. 16-17). La respuesta obvia para Swan es que no. Llega incluso a decir que «tratar de desviarnos de nuestra naturaleza instintiva [la caza] es una causa esencial de enfermedad mental» (p. 175). El autor corrobora esta opinión a partir de hipótesis psicológicas más que de argumentos deductivos. En su libro Bloodties: Nature, Culture and the Hunt, Ted Kerasote hace la misma clase de aseveración. Como contesta- ción a la crítica de la caza afirma: «La respuesta del cazador [es] que la caza, junto con la procreación, es la expresión más antigua de nuestra naturaleza genética [...]» (Kerasote, 1994, p. xvii; la cursiva es mía). Este autor se pregunta si sería posi- ble idear un test «que pudiese localizar la compulsión ances- tral de cazar en las espirales de mi ADN» (p. 221). Claramen- te, Kerasote, como Swan, ve la caza como algo bueno que nos MITOS SOBRE LA CAZA —15— permite «unirnos» con los animales, con la naturaleza. La «re- compensa» de la caza, dice, es que: «me une a esos lugares y animales que amo, pidiéndome poseer lo que cada uno de no- sotros deberíamos poseer de algún modo personal, el dolor que mueve el mundo» (p. 240). Obviamente, si Kerasote piensa que el dolor mueve el mundo, tiene una Weltanschauung que no había explicado. ¿Por qué querría uno unirse al dolor que mueve el mundo antes que a la alegría que hay en él, incluso si esa alegría es es- casa? Resulta difícil comprender cómo estos autores piensan que podemos creer que la caza es una parte básica o funda- mental de la naturaleza humana, puesto que, si así fuera, ca- bría esperar que todo —o casi todo— el mundo cazara. Si la caza forma parte de nuestra naturaleza humana esencial, ¿por qué solo un pequeño porcentaje de la población caza? Si es inherente a la naturaleza humana, ¿por qué no se manifiesta de una manera más general? Sabemos que un número cada vez menor de personas practica la caza. ¿Ha cambiado la na- turaleza humana o está cambiando ahora? Además, si esta ac- tividad fuera parte de nuestra naturaleza, nuestra naturaleza humana común, tendría que ser más o menos igual, fuese cual fuese el lugar y el momento en que tuviese lugar, cosa que tampoco es cierta. Ortega ofrece una descripción y análisis de la caza que elu- de al menos algunas de mis críticas. Afirma que los humanos tienen una doble naturaleza, por lo que es razonable que no todo el mundo cace. A este respecto sostiene: Ahora bien, aquella caza primigenia no fue puro invento del hombre primigenio. Este lo había recibido, heredado del animal primate en que la peculiaridad humana brotó. No se olvide que el hombre ha sido una fiera. Testimonio irrecusable de ello son sus colmillos y ca- ninos de carnívoro. Verdad es que también había sido vegetaria- no, como el óvido, según lo atestiguan sus molares. El hombre, ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —16— en efecto, reúne las dos condiciones extremas del mamífero y por eso se pasa la vida dudando entre ser una oveja y ser un tigre (Ortega y Gasset, 1968, p. 98). Lo primero es que los humanos no tienen realmente los colmillos de un carnívoro. No estoy segura de si el comenta- rio de Ortega en el pasaje citado arriba sobre los colmillos y caninos de los carnívoros se refiere a un ancestro o al hombre mismo, pero, en cualquiera de los dos casos, la observación no está basada en evidencia alguna, puesto que ninguno de los cráneos fósiles que se han encontrado muestra colmillos de carnívoro o caninos que se parezcan en algo a los de un de- predador. Los caninos de un depredador son mucho más lar- gos que los otros dientes y, además, hay un espacio en la mandíbula opuesta a ellos en el que encajan, de manera que el depredador puede cerrar su boca. Ni los humanos ni ninguno de los grandes simios tienen ese espacio. La descripción de Ortega da lugar, sin embargo, a otras cuestiones: no está claro de qué está hablando cuando dice que el hombre primitivo heredó la caza de un primate. El primate que fue ancestro común tanto de los primates huma- nos como de los no humanos es generalmente considerado un vegetariano semejante al simio. Aunque sabemos, por ejem- plo, que a los chimpancés les gusta cazar monos, la carne es una porción pequeña de su dieta, del mismo modo que cazar no es una actividad importante que les lleve la mayor parte de su tiempo. En realidad, es un poco extraño que Ortega afirme que ca- zar es algo heredado, puesto que la expresión más famosa de su filosofía es «yo soy yo y mis circunstancias», con la que pretende mostrar que «la vida humana no solo no es una cosa, mas ni siquiera es un “ser” [...], está inclusive desprovista de “naturaleza” [...] es algo que tenemos que hacer —o hacer- nos— incesantemente». Para Ortega, somos seres libres en el sentido más radical, pues nos sentimos fatalmente forzados a MITOS SOBRE LA CAZA —17— ejercer nuestra libertad. El hombre está obligado a ser libre (Ferrater, 1973, pp. 94-104). Las personas que cazan no lo hacen porque nuestra natu- raleza misma demande que cacemos, no lo hacen porque la caza sea un rasgo humano básico o inherente, sino porque nuestra cultura ofrece la oportunidad de cazar. La caza está concienzudamente ritualizada y gobernada por la cultura. Es la cultura la que decreta quién caza, qué y cómo se caza, cuándo y dónde tiene lugar la caza. En muchos casos, estas reglas y normas están reflejadas en leyes. Nosotros somos li- bres para aprovechar o no esa oportunidad que nos ofrece la cultura. Pero supongamos por un momento que estamos de acuer- do en que la caza es esencial a la naturaleza humana. ¿Qué muestra esto? No prueba que la caza deportiva sea moral- mente elogiable, ni siquiera que la condena moral esté fuera de lugar. Estos escritores simplemente asumen que si algo forma parte de la naturaleza humana, no se puede criticar. Se trata de una idea sospechosa, pues podría argüirse también que la na- turaleza humana es egoísta, intolerante, etc., características estas que son comúnmente condenadas. Los rasgos no se con- ciben como buenos simplemente porque sean considerados naturales o innatos. Es más, estas suelen ser precisamente las características contra las que luchamos en un esfuerzo por ser morales. Además, incluso si admitiéramos que la caza es parte esen- cial de la naturaleza humana, calificándola como un tipo de demanda biológica, todavía sería posible rechazarla, pues esto es precisamente lo que los seres humanos hacen en ocasiones. Reprimen sus impulsos biológicos en nombre de posibles ac- ciones que tienen algún fin en sí mismas, por ejemplo, en nombre del conocimiento por el conocimiento mismo. Fe- rrater habla de la represión y sublimación de los impulsos biológicos y señala que sin cierta transformación de estos no habría posibilidad de un mundo objetivo; solo habría lo que ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —18— podemos llamar un mundo biológico-subjetivo: el mundo de la especie (Ferrater, 1962, pp. 162-164). 2. LA CAZA ES UNA TRADICIÓN ANCESTRAL Para corroborar su afirmación de que la caza forma parte de la naturaleza humana, muchos autores destacan la larga historia de esta actividad, asegurando que se remonta a la prehistoria de la humanidad. Algunos incluso sostienen que la caza fue el acicate para nuestro desarrollo evolutivo desde los protohu- manos hasta el moderno Homo sapiens. Causey repite con aprobación el comentario de Roger Caras, el antiguo presi- dente de la ASPCA (American Society for the Protection of Cruelty against Animals), de que «el hombre no dio origen a la caza, sino que más bien se originó porque sus predecesores habían aprendido a cazar» (Causey, 1989, pp. 336-337). Swan se refiere a la caza como «un continuo de experiencia humana que lleva vigente millones de años» (Swan, 1995, p. 2). Sostie- ne que «instintivamente, somos cazadores y lo hemos sido desde los díasde la Garganta de Olduvai, hace 4 o 5 millones de años» (p. 177). Incluso Charles List, en un artículo titulado «On the Moral Distinctiveness of Sport Hunting», publicado en Environmental Ethics en 2004, afirma: «Se acepte o no la “hipótesis de la caza”, que asegura que dicha actividad es cau- salmente responsable de la manera como los humanos se desa- rrollaron, es innegable que los humanos han ejercido la caza durante todas las fases del cambio social y del desarrollo evo- lutivo como una forma de proveerse de alimento» (p. 158; la cursiva es mía). Hipótesis de la caza fue el nombre dado al paradigma inte- lectual dominante que daba cuenta de los orígenes del ser hu- mano durante los primeros años de la paleoantropología y la paleoarqueología (Lewin, 1989, p. 100). Cuando en 1924 Ra- ymond Dart descubrió el primer fósil de australopiteco, co- MITOS SOBRE LA CAZA —19— nocido como el Niño de Taung, estaba convencido de que esta criatura primitiva parecida al simio era un ancestro hu- mano que caminaba erguido. En su ensayo «The Predatory Transition from Ape to Man» escribió: [...] los predecesores del hombre difieren de los actuales simios en ser asesinos empedernidos; criaturas carnívoras que se apode- raban de presas vivas por la violencia, las golpeaban hasta la muerte, destrozaban sus cuerpos, los desmembraban parte por parte, saciando su sed con la sangre caliente de sus víctimas y de- vorando con gula la amoratada y palpitante carne (citado por Leakey y Lewin, 1978, p. 260). Dart basó sus ideas en las marcas que vio en cráneos fosili- zados de babuinos y de homínidos primitivos, las cuales le llevaron a creer que los primeros protohumanos fueron caní- bales y carnívoros (pp. 260-261). Las ideas de Dart se hicieron conocidas, pero no fueron ampliamente aceptadas hasta que se popularizaron gracias a una serie de libros escritos por Robert Ardrey. En 1961, la obra de Ardrey African Genesis extendió la idea del simio ase- sino al público general y se convirtió en un best seller. Le si- guió The Territorial Imperative en 1966, Social Contract en 1970 y Hunting Hypothesis en 1976. En el último, Ardrey afirmaba que «el hombre es un depredador cuyo instinto na- tural es matar con un arma» (citado por Leakey y Lewin, 1978, p. 262) y que «el hombre es hombre, y no chimpancé, porque durante millones y millones de años matamos para vi- vir» (citado por Leakey y Lewin, 1993, p. 183). No es sor- prendente entonces que en un encuentro científico que tuvo lugar en Chicago en 1956, la caza fuera identificada como el acicate que llevó a aquellas primitivas criaturas semejantes a los simios a evolucionar hasta convertirse en los modernos humanos. Estas reflexiones concernientes a la naturaleza predadora del hombre y a la idea de que la caza permitió a los protohu- ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —20— manos desarrollar una postura erguida y un cerebro grande, se repiten en muchos escritores contemporáneos que justifican la caza. El problema es que los científicos han encontrado prue- bas que muestran que estas ideas, tan elaboradas y en las que tantos creyeron sinceramente en los sesenta y setenta, no son válidas. Dart, por ejemplo, piensa erróneamente que estos protohumanos tenían «armas» que, en realidad, no poseían. Durante años se han publicado libros y artículos que cues- tionan la creencia de la caza primitiva, pero Swan, en su libro aparecido en 1995, todavía cita la obra de Ardrey The Hun- ting Hypothesis, publicada unos diecinueve años antes, en 1976. En 1969, George Schaller y Gordon Lowthar realizaron un «experimento», si se puede llamar así, en el que trataban de comprobar si serían capaces de obtener suficiente comida para sobrevivir con el carroñeo antes que con la caza. En 1978, Glynn Isaac cuestionó la idea del hombre cazador señalando que era difícil saber si la carne de los huesos que se habían en- contrado provenía del carroñeo o de la caza. «Por el momento —dijo—, parece menos razonable asumir que los protohuma- nos, armados de manera primitiva, si es que estaban armados, fueran cazadores especialmente eficaces» (Lewin, 1989, p. 101). En el mismo año, Leakey afirmó: «En la larga carrera evoluti- va de la humanidad, los alimentos vegetales han sido los pri- marios, el gran tamaño de nuestros molares y su esmalte ex- cepcionalmente grueso nos lo indican» (Leakey y Lewin, 1978, p. 134). Lewis Binford fue incluso más lejos al plantear que «entre 100.000 y 35.000 años atrás aparece el tenue atisbo de un estilo de vida cazador» (citado por Leakey y Lewin, 1993, p. 188). En 1979, tres grupos diferentes de investigadores descubrie- ron que algunos huesos fósiles tenían tanto marcas de cortes hechos con herramientas de piedra (herramientas fabricadas por el hombre), como marcas de dientes hechas por depreda- dores. En general hay acuerdo en que cuando la marca del corte hecha con la herramienta de piedra está sobre la marca MITOS SOBRE LA CAZA —21— de los dientes, el hueso es fruto del carroñeo a un carnívoro (p. 192). El «hombre carroñero» no suena tan bien como el «intrépido hombre cazador». Actualmente, la mayoría de los científicos rechaza la creen- cia de que la caza fuera el motor que estimuló la evolución humana, pero los escritores que intentan justificarla se resisten a aceptar esta idea. Si Binford está en lo cierto, la caza podría tener una historia de tan solo 35.000 años, ni siquiera un par- padeo en términos de evolución, pero quienes intentan defen- derla insisten todavía en que, en realidad, tiene una historia de un millón de años. Los escritos acerca del concepto del carroñeo continúan. James O’Connell, por ejemplo, no solo afirma que los hom- bres primitivos ahuyentaban a los depredadores de sus presas y rescataban la carne, sino que además plantea la hipótesis de que tal suministro pudo haber sido insuficiente para mantener a los miembros de la tribu, de los que se sabe que, a diferencia de los simios, compartían la comida (citado por Holmes, 2003). O’Connell cree que la organización social de los hu- manos primitivos se asemejaba a la de tantas sociedades con- temporáneas de cazadores recolectores, idea que ha sido tam- bién cuestionada. En tales sociedades son las mujeres y los niños quienes diariamente recogen y recolectan la mayor parte de los alimentos que les permiten sobrevivir. La caza puede ser importante en muchas de ellas, los cazadores reci- ben muchos elogios cuando vuelven con carne de una cacería de varios días, pero esta supone un placer más que la fuente primaria de alimento. Podríamos plantearnos el porqué de este gran elogio de la carne, que constituye tan solo un pe- queño porcentaje de la dieta, o de esta alabanza a los cazado- res varones que la procuran, antes que a las mujeres y los ni- ños que suministran la mayor parte del alimento para la tribu, pero estas son cuestiones para un ensayo diferente. En su obra recientemente publicada Man the Hunted: Primates, Predators and Human Evolution, Donna Hart y ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —22— Robert Wald Sussman rechazan la hipótesis del hombre pri- mitivo como cazador. Estos autores sostienen que el hombre primitivo, como otros primates, evolucionó como cazado, no como cazador. Centrando su estudio fundamentalmente en el Australopithecus afarensis, Sussman y Hart afirman que este carecía de los dientes y el tracto digestivo necesarios para «procesar una dieta de carne». También señalan que el fuego controlado que podría haber hecho la carne digerible no se encuentra en los registros fósiles. Lo mismo cabe decir res- pecto de las armas o herramientas que habrían permitido a estos ancestros primitivos matar animales grandes. Hart y Sussman explican que la conducta humana evolucionó porque los humanos eran presas. La vida en sociedad proporciona protección, por lo que tiene valor de supervivencia para los animales que pueden convertirse en presa, y es una respuesta común frente a la presión predadora. Puede decirse entonces que, al menos por el momento, la hipótesisde la caza, que reivindica esta actividad como la que promovió la evolución de la humanidad, ha sido rechazada por la inmensa mayoría de los científicos que se dedican a la prehistoria humana. Es un mito. Supongamos, sin embargo, que estos científicos están equivocados y que la caza es tan antigua como algunos autores pretendían hacernos creer. ¿Qué diría esto sobre cómo debemos juzgar moralmente la caza deportiva? Asumiendo que los protohumanos se dedica- ran a cazar para sobrevivir, este mero hecho no sería suficiente para mostrar que la caza deportiva tenga que ser moralmente aprobada en el siglo XX o XXI. Es cierto que las tradiciones ancestrales parecen con fre- cuencia valiosas y dignas de ser preservadas, pero que una tra- dición sea antigua no supone que sea buena o moral. La escla- vitud, la tortura, la guerra y la violación de las mujeres del enemigo tienen una larga tradición, al menos tan larga como la historia escrita y quizá mucho más, pero este hecho no nos permite proclamar que tales costumbres deban mantenerse o MITOS SOBRE LA CAZA —23— que sean morales. Si la caza fue en otros tiempos necesaria pa- ra la supervivencia humana, ahora no lo es y, de hecho, esta tradición está desapareciendo rápidamente, lo que constituye un ejemplo más de la flexibilidad de la conducta humana. 3. LOS HUMANOS SON DEPREDADORES NATURALES; LA CAZA ES DEPREDACIÓN Al intentar justificar la caza, muchos autores comparan a los cazadores humanos con depredadores. Pero hacer esto supone que ignoremos unos cuantos hechos. Charles List es uno de los autores que ven esta semejanza. Afirma que «un bien ob- tenido por la caza es alimento» y, a ese respecto, continúa di- ciendo que «la caza entre los humanos tiene al menos esto en común con la depredación carnívora que tiene lugar entre los animales» (List, 2004, p. 158). ¿Quiere decir List que, por ejemplo, un humano que mata un ciervo se asemeja a un lobo que hace lo mismo en que am- bos están obteniendo alimento? Al hacer esta afirmación pasa por alto un factor muy importante: a saber, que el lobo tiene que matar para sobrevivir, mientras que el humano no. Los humanos comemos carne por varias razones: nos gusta su sa- bor, estamos acostumbrados a hacerlo, es cómodo, etc., pero nosotros no pereceríamos si no lo hiciéramos. De hecho, si nos abstuviésemos de ello, tendríamos el colesterol más bajo y probablemente estaríamos más sanos. En resumen, el depre- dador biológico mata para sobrevivir, por necesidad, mientras que los humanos elegimos matar animales para comerlos. Comer carne es para los humanos una cuestión de elección. Las diferencias entre el verdadero depredador y el humano actuando como tal son mucho mayores que las semejanzas. Esta comparación resulta, cuando menos, forzada. Además, la necesidad del depredador de cazar y matar conlleva que no hagamos un juicio moral de esta conducta —no condenamos ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —24— la matanza porque es, por así decirlo, en defensa propia—, pe- ro, puesto que dicha necesidad no se aplica a la caza y matan- za que hacen los humanos para conseguir alimento, el enjui- ciamiento moral en este caso no está fuera de lugar. Desde el punto de vista biológico, el ser humano no es un depredador. Los auténticos depredadores, esto es, los anima- les que son depredadores desde una perspectiva biológica o fi- siológica, tienen que tener un arma, o varias, con la que matar a sus presas. Esto es así al margen de si el animal es un mamí- fero, un ave rapaz, un pez o un insecto. Estas «armas» adop- tan formas muy diferentes, como dientes grandes, agudos y cortantes, picos afilados capaces de rasgar, zarpas o garras, aguijones paralizantes o venenosos, etc. El cuerpo del depre- dador tiene que ser capaz de atrapar y retener, matar y devo- rar a su presa. Los humanos no poseemos semejantes armas. Nuestros dientes son demasiado pequeños, en vez de fuertes zarpas para agarrar a nuestras presas, tenemos solo unas ma- nos vulnerables, etc. Además, nuestra saliva es diferente de la de otros depredadores mamíferos y el hecho de que tengamos unos intestinos tan largos supone que la carne esté dentro de nuestro cuerpo largo tiempo, exponiéndonos a peligros que no experimentan los mamíferos depredadores, con los intesti- nos cortos que los caracterizan. Física o biológicamente, no satisfacemos los requerimientos básicos de un depredador; desde un punto de vista biológico o fisiológico, no somos de- predadores. Asimismo, los primates no humanos, nuestros parientes mamíferos más cercanos, son en su mayor parte vegetarianos, no depredadores. Aunque se han visto algunos chimpancés cazando y comiendo monos, esta no es su dieta fundamental. A lo sumo, algunos científicos clasificarían a ciertos primates, como los chimpancés, como omnívoros. Se podría afirmar, sin embargo, que los humanos somos depredadores culturales. Sería difícil negar esta aseveración, pues aunque las armas no son una parte de nuestro cuerpo, MITOS SOBRE LA CAZA —25— hemos usado nuestro cerebro para producirlas. Desde este punto de vista, podría concluirse que los humanos son los más grandes depredadores del mundo. No obstante, la producción de esas armas mortales no es una herencia biológica inevitable, sino más bien una elección consciente que hemos hecho. Si efectivamente somos depredadores culturales, esta depreda- ción está abierta al elogio o al reproche; no es algo neutral, pues podemos elegir usar nuestro cerebro para propósitos diferentes, no tenemos por qué crear armas mortales. La moral no conde- na al depredador que actúa invariablemente por las exigencias de su fisiología, pero la depredación cultural no es necesaria, pues implica una elección, y las elecciones pueden ser condena- das. En resumen, la idea de que la caza en los humanos es como la depredación en los animales salvajes es un mito. 4. EXCURSUS Hasta el momento he citado a autores que están tratando ex- plícitamente de justificar la caza. Pasemos ahora a discutir un artículo muy reciente (26 de marzo de 2006), el editorial del New York Times Magazine, de alguien que no es necesaria- mente un apologista de la caza. Este artículo es un pasaje de un libro de Michael Pollan titulado The Modern Hunter- Gatherer, de próxima aparición. Si examinamos lo que dice Pollan, vemos que aunque po- damos pensar que el uso de palabras como «instinto», «evolu- ción», «auténtico» o «natural» en referencia a la caza es algo anticuado o que se encuentra solo en escritos apasionados en defensa de dicha actividad, este no es el caso. Tales palabras y los conceptos que expresan han sido ampliamente aceptados, incluso por pensadores inteligentes y perspicaces que no están intentando expresamente defender la caza. El New York Times Magazine describe el artículo de Po- llan de la siguiente manera: «Buscando una mejor compren- ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —26— sión de su lugar en la naturaleza y en la cadena alimenticia, el autor se adentra con un rifle en los bosques de California» (p. 38; la cursiva es mía). Hablando acerca de su acentuada con- ciencia respecto del entorno en su primera cacería, Pollan dice que quizá su experiencia «constituye precisamente el tipo de adaptación que la selección natural favorecería en la evolución de una criatura que sobreviviera por la caza» (p. 41; la cursiva es mía). Acercándose a Ortega, al que posteriormente cita, escribe Pollan: «Buscando su presa, el cazador se vuelve instintiva- mente similar al animal, esforzándose por hacerse menos visi- ble, menos audible, por estar más alerta». Entonces, dejando ver la complejidad de su pensamiento, continúa: Un momento. ¿He escrito yo realmente este último párrafo? ¿Sin ironía? Esto resulta embarazoso. ¿De verdad estoy escribiendo sobre el «instinto» del cazador, sugiriendo que la caza representa alguna suerte de encuentro primordial entre dos tipos de animales, uno de los cuales soy yo? Esto parece un poco excesivo. Reconoz- co esta clase de prosa: pornografía del cazador. Y siempreque la he leído, en Hemingway y Ortega y Gasset y todos esos escritores de la América salvaje, barbudos y endurecidos, que aún suspiran por el Pleistoceno, he puesto los ojos en blanco. Nunca he podido soportar el deleite en el primitivismo, la sed de sangre apenas disi- mulada, la idea completamente machista de que el más auténtico encuentro con la naturaleza es el que llega a través de la mira de un rifle y termina con un mamífero grande muerto en el suelo. Una matanza que, según nos han hecho creer, constituye un gesto de respeto. Así es para Ortega y Gasset, el filósofo español, quien es- cribe en Sobre la caza que «el mayor y más moral homenaje que podemos tributar en ciertas ocasiones a ciertos animales [...] es matarlos...». Por favor... (p. 40 la cursiva es mía). Pollan comenta entonces que «esta acalorada prosa carente de ironía» puede ser el mejor lenguaje para describir la expe- riencia de la caza o puede ser, y esta es la opinión que él pare- MITOS SOBRE LA CAZA —27— ce apoyar, que algunas experiencias sean muy «diferentes des- de dentro que desde fuera» (p. 40). El autor se refiere expre- samente a la afirmación de Ortega de que el animal que caza- mos saca el animal que hay en nosotros, pero después lo caracteriza como «atavismo puro y simple», mientras que al mismo tiempo hace notar que Ortega usa la palabra «auténti- co». Pollan continúa diciendo: «[...] me sentí como si de algún modo hubiese entrado en la naturaleza por una puerta nueva. Por una vez no era un espectador, sino que participaba ple- namente en la vida del bosque». Tales ideas, señala el autor, son «para mí mucho menos disparatadas después de haber estado en el bosque aquella primera mañana [...]» (p. 42; la cursiva es mía). Pollan relata que tras matar a un cerdo salvaje experimentó «orgullo», así como «gratitud», y que se sintió «inequívoca- mente feliz», sin ningún «remordimiento» o siquiera senti- mientos «ambivalentes», aunque había esperado sentir estas últimas emociones. Pronto, sin embargo, cuando estaban pre- parando el cerdo, aparecieron sentimientos de «asco» y «re- pugnancia». Pollan se pregunta: «¿Y si una vez hecho el cerdo no pudiera comerme esa carne? Su muerte entonces habrá si- do vana, un desperdicio» (p. 71). Sin duda, tales comentarios tienen sentido para Pollan, pues está escribiendo sobre comi- da, de dónde viene esta, cómo se cría el ganado, etc., pero se encuentra estancado en su universo antropocéntrico. La muerte del cerdo está justificada si él se lo come y es un des- perdicio si no lo hace. Su frívolo placer de comer algo que no tenga «código de barras» justifica para Pollan la muerte del cerdo, «aun cuando sabe perfectamente que no necesita comer carne para sobrevivir». Él «come carne» y matar está justifica- do por motivo de su elección. ¿Por qué habría de ser legítima una elección humana de hacer algo que resulta en el dolor, sufrimiento y muerte de otro ser vivo muy desarrollado sobre la base de una preferencia de gusto, sobre la base de una prefe- rencia por comer carne? ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —28— El artículo termina con la descripción de la satisfacción de Pollan al invitar a sus amigos y cocinar la «comida perfecta», que incluye el cerdo al que había disparado, que tenía un «dulzor de almendras cuyo sabor nada tenía que ver con el del cerdo comprado en el supermercado». El autor añade: «Yo conocía el verdadero coste de esa comida, el sacrificio preciso de tiempo, energía y vida que había implicado. Quizá esta sea la comida perfecta: una que ha sido pagada en su totalidad, que no deja dudas pendientes» (p. 71). Esta es, una vez más, aunque más hábilmente expresada, la vieja idea que repiten los cazadores a menudo, según la cual uno debe conocer de dónde viene su comida, lo que conlleva ser cazador. Nunca queda del todo claro por qué es esto tan importante. ¿Supone en cierto modo algún tipo de hipocresía comer la carne de un animal sacrificado fuera de nuestra vista? ¿Acaso piensan los cazadores que la hipocresía es el único o el principal elemento que se ha de tener en cuenta en una discu- sión sobre la ética del comer carne? Lo que se echa también en falta en ese artículo es la refle- xión de que el cazador retorna a la naturaleza solo si el hom- bre es verdaderamente un depredador, como Ortega parecía creer. Si el hombre no es un depredador, entonces que uno mate su propio alimento no es algo natural, sino justo lo con- trario. No sé si es realmente adecuado calificar el artículo de Po- llan como una defensa de la caza, pero, desde luego, no es una condena. Es digno de resaltarse que aún en el año 2006 un profesor de universidad con experiencia en literatura y perio- dismo ambiental piense que vale la pena citar a Ortega, hablar de instintos, y más que insinuar que hay algo auténtico en matar uno su propio alimento, «haciéndose cargo de la ma- tanza que conlleva comer carne. Yo quería, por una vez en mi vida, pagar el precio kármico completo de una comida» (p. 41). ¿Ahora está hablando de karma? Como el mismo Pollan dice, ¡por favor! MITOS SOBRE LA CAZA —29— 5. LA CAZA ES NECESARIA Sabiendo que la caza deportiva es una cuestión de elección y que, como tal, está abierta a la crítica moral, muchos apolo- gistas de la caza tratan de mostrar que es necesaria. Estos ar- gumentos adoptan diferentes formas. Numerosos escritores afirman que la caza es necesaria porque los humanos tenemos que comer, pero ahora sabemos, si no lo sabíamos antes, que no tenemos por qué comer carne. Swan, por ejemplo, sostiene que «el hombre ha sido un depredador natural durante cientos de miles de años y tiene tanto derecho como cualquier otro depredador a cazar para alimentarse» (Swan 1995, p. 166). Es un poco confuso, sin embargo, encontrar esta afirmación en un libro que justifica la caza por deporte, en la que la carne no siempre se consume. La aseveración «tenemos que comer» no justifica ciertamente la caza en busca de trofeos. La prensa popular repite la idea de que la caza deportiva es necesaria porque sin ella estaríamos desbordados por la canti- dad de animales. Se dice que sin dicha actividad las poblaciones de animales se dispararían, estaríamos hasta el cuello de ciervos, gansos o lo que fuera. Estos animales, se afirma, destruirían su hábitat, los bosques y todo lo demás, creando una especie de páramo donde nada crecería. Se repite constantemente que, puesto que hemos acabado con la mayoría de los depredadores, debemos ahora controlar ciertas especies o, de lo contrario, causarán un daño irreparable. Este argumento es especialmente manifiesto en las discusiones acerca de los ciervos, una «pieza de caza» muy común. Los periódicos de Pennsylvania hablan una y otra vez de «crecientes manadas de ciervos». Leemos en ellos que el problema de la «superpoblación» existe porque hemos terminado con los lobos, osos y gatos salvajes que de- bieran «controlar naturalmente» las poblaciones de ciervos, conteniéndolas. «Continuará habiendo superpoblación de cier- vos», se afirma, «a menos que los humanos intervengamos y tomemos el lugar de los depredadores que hemos eliminado». ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —30— Así pues, el argumento sostiene que, puesto que los huma- nos hemos alterado ya el mundo natural, no podemos cruzar- nos de brazos y no hacer nada, a menos que queramos una mayor degradación de nuestro medio ambiente. La caza de- portiva es el único camino para «disminuir la población» o para que el número de ciervos decrezca. De esto se sigue que, puesto que la caza es necesaria para nuestra propia autodefen- sa, debiera ser consentida, no condenada. Este argumento «desde la necesidad» es falaz por muchas razones. Como mucho, los depredadores pueden impedir que la población de una presa alcance un número máximo de indivi- duos, pero no la controlan. Lo contrario sí es cierto, el núme- ro de presas controla el de depredadores. En un contexto na- tural, el descenso de depredadores puede conducir a un incremento en la cantidad de presas, perono es así necesaria- mente. Si la presión predadora disminuye, el número de pre- sas puede crecer temporalmente, pero poco después la cifra de depredadores se incrementará también. Esto tiene sentido, pues las presas son alimento para el depredador y el alimento es el principal factor influyente en el número de animales que nacen o que pueden sobrevivir. Si los depredadores mataran demasiadas presas, o todas ellas, empezarían a pasar hambre y a morir. Es difícil ver cómo tal conducta podría haber evolu- cionado alguna vez, ya que llevaría a la desaparición tanto del depredador como de la presa. Nada de esto debiera sorpren- dernos, pues suele haber una especie de balance entre depre- dadores y presas, una relación que ha evolucionado durante millones de años. Los científicos son muy cautelosos cuando al hablar de, por ejemplo, el efecto que los lobos, osos, pumas y otros de- predadores podrían tener en el número de ciervos, dicen que no es posible hacer generalizaciones. Por ejemplo, una mana- da de ciervos que se viera fuertemente afectada por los pará- sitos podría sucumbir a los depredadores mucho más fácil- mente que otra que no sufriera lo mismo. De manera similar, MITOS SOBRE LA CAZA —31— una manada de ciervos que pasara un invierno duro, con fuertes nevadas, podría sufrir grandes pérdidas a causa de los lobos. Son muchas las condiciones que pueden influir en los efectos de la depredación. La creencia de que los depredado- res controlan la cantidad de presas y la mantienen baja se apo- ya en casos en los que la presa no es un animal autóctono. Con frecuencia, no se conocen los efectos precisos de la de- predación. Lo que está claro, y se ha sabido durante años, es que la población de la presa no se dispara necesariamente ante la ausencia de depredadores, puesto que hay muchos de los que pueden denominarse «factores intrínsecos» o «mecanis- mos de autorregulación» que la limitan o estabilizan. Incluso en ausencia de depredadores, el número de presas está limitado por factores como la cantidad de alimento dis- ponible. Sencillamente, no es cierto que los depredadores sean necesarios para evitar que las poblaciones de presas se expan- dan hasta el infinito y, por tanto, tampoco lo es que habiendo acabado con los depredadores, debamos ahora tomar su lugar. De este modo, el argumento que intenta probar que la caza es necesaria falla, pues muestra falta de comprensión del papel de la depredación e ignorancia o carencia de atención en lo que se refiere a los mecanismos de autorregulación que limitan las poblaciones de animales. La necesidad de la caza es un mito. Es necesario también darse cuenta de que probablemente los humanos no podrían, aunque quisieran, reproducir el pa- pel que desempeñan los depredadores naturales, biológicos. Los depredadores tienden a mantener las manadas de presas sanas eliminando a los enfermos, heridos, desnutridos, etc. Aunque nadie negaría que algunas veces matan animales sanos y maduros, estos no son su principal recurso de alimentación. Los depredadores, incluso los oportunistas, matan ante todo a los enfermos, a los muy viejos y a los muy jóvenes. Los datos han mostrado repetidamente la certeza de esta afirmación. Los enfermos, viejos y muy jóvenes son precisamente los animales que los cazadores humanos intentan evitar, pero incluso si no ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —32— lo hicieran, tampoco serían capaces de discernir qué animal tiene una leve anormalidad en su modo de caminar debido a la artritis o cuál tiene hábitos alimenticios peculiares derivados de una anormalidad dental, pues, según muchos científicos, carecen del criterio necesario. Schaller, en su estudio sobre los leones, sostiene que «los depredadores eliminan a los enfer- mos y a los viejos, mantienen las manadas sanas y en alerta». Poseen un «discernimiento que no puede ser igualado por el hombre; los depredadores son los mejores administradores de la vida salvaje» (Schaller, 1972, p. 407). En un entorno natural sobrevive, la mayor parte de las veces, el más apto. Lo contra- rio cabe decir respecto de la mayoría de los entornos de caza, puesto que los cazadores buscan trofeos, animales grandes y sanos, y no animales de muy corta edad o enfermos. En ocasiones, el mito de la necesidad de la caza se expresa afirmando que debemos matar al animal no ya para prevenir el daño ecológico, sino por su propio bien, para que no sufra a causa de la superpoblación y a la larga muera de hambre. Este razonamiento pretende hacernos creer que es más humano matar a un animal que dejarlo morir de hambre. El cazador que repite este argumento se muestra a sí mismo como una persona preocupada por el bienestar de los animales. La figura del cazador preocupado por el bienestar de los animales, que los mata para salvarlos del sufrimiento o de la muerte por inanición, conlleva el mito de que los animales solo mueren de hambre cuando hay demasiados, sea cual sea el significado que pueda tener la expresión «demasiados». Pe- ro en realidad la caza no evita que los animales mueran de hambre. Por ejemplo, en un invierno severo pueden morir ciervos aunque haya solo unos pocos. Se sabe además que es- tos animales mueren de hambre aun con alimentos cerca cuando la nieve es muy abundante. Los cervatillos nacidos muy entrado el año pueden no llegar a ganar nunca el sufi- ciente peso para sobrevivir un invierno, sin importar cuánto alimento haya disponible. Persigan o no los cazadores la ma- MITOS SOBRE LA CAZA —33— nada, estos cervatillos morirán. De manera similar, si los ani- males adultos son constantemente acosados por los cazadores, es posible que agoten sus reservas de grasa y mueran de ham- bre durante un invierno intenso. En este caso, la caza podría causar muertes por inanición antes que prevenirlas. Con frecuencia, el cazador preocupado por el bienestar de los animales argumenta que es más humano ser alcanzado por una bala o una flecha con punta de navaja y tener una muerte rápida, que morir de hambre lentamente. Sería interesante sa- ber cómo sopesa el sufrimiento del animal y llega a la conclu- sión de que la muerte por inanición causa mayores padeci- mientos. Esta creencia descansa en el mito de que un animal cazado muere rápidamente e ignora el hecho de que a menudo los animales resultan heridos. Si comparamos el sufrimiento de un animal herido por una bala o una flecha con punta de navaja (diseñada para abrirse camino entre tendones, carne y nervios), un animal lisiado, que muere desangrado o que ago- niza durante días a causa de una infección, con el de un animal que muere de hambre, no parece tan claro que la muerte por inanición sea el peor destino. No importa quién recoja los datos, los cazadores siempre afirman que las cifras de animales heridos son mucho más bajas que las que se publican. No ad- miten que hieren a aves que nunca recogen, que disparan a animales que huyen para morir en algún lugar escondido, pe- ro no hay más que leer una revista de caza para ver cómo se enseña a los cazadores de ciervos, por ejemplo, a seguir el rastro de sangre que deja un animal herido. Efectivamente, sa- biendo qué buscar, el cazador puede a menudo determinar la seriedad de la herida del animal, qué parte de su cuerpo o qué órgano interno fue alcanzado por la bala o la flecha y, así, lo lejos que podría haber llegado. ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —34— 6. LA CAZA DEPORTIVA REDUCE EL NÚMERO DE ANIMALES Nada parecería más de sentido común que pensar que la caza recreativa reduce el número de animales. Por cada animal que un cazador mata, hay un animal menos, por lo que la cantidad total disminuye. ¿Cómo podría alguien discutir esto? Nadie pondría en duda este mito a menos que supiera algo sobre las dinámicas de población de animales. Hablemos ahora del ciervo, la pieza de caza más popular en los Estados Unidos. Si se matan o se eliminan muchos cier- vos en una manada mientras el suministro de alimentos se mantiene constante, los animales tenderán a reproducirse más, pues habráuna mayor cantidad de alimento para cada indivi- duo, factor muy importante en la reproducción. Las hembras tendrán dos crías en vez de una en cada parto, o tres en vez de dos, y se reproducirán a una edad más temprana. Este incre- mento de la reproducción tiene, por supuesto, unos límites fi- siológicos. Dicho aumento tiene sentido en tanto que meca- nismo evolutivo que aseguraría la supervivencia de la especie en el caso de que ocurriera una catástrofe natural. Las agencias de caza calculan cuántos animales o, más precisamente, cuán- tos animales machos y hembras pueden eliminarse sin que disminuya la población total. Aprovechan estos mecanismos naturales determinando no solo la cantidad de animales que se pueden «recolectar», sino también la duración de la tempora- da de caza, el momento en que se pueden cazar, etc. La mayoría de los cazadores de, por ejemplo, Pennsylva- nia, así como de otros lugares, no quiere disparar a las hem- bras, prefiere matar ciervos machos, pues muchos de ellos buscan un trofeo. Esta preferencia ha significado que en Pennsylvania solo el 3% de los ciervos machos alcancen la completa madurez (cinco años de edad). También ha conlle- vado que, con la eliminación anual de machos, la proporción natural aproximada de 50% machos y 50% hembras se haya visto alterada. Los cálculos de estas proporciones oscilan entre MITOS SOBRE LA CAZA —35— 5 y 20 hembras por macho. Tras unas cuantas temporadas de caza ocurre, entonces, que el 70, el 80 o incluso el 90% de los ciervos pueden estar reproduciéndose, en vez de la cifra más normal del 50%, aproximadamente. Así, pueden matarse mu- chos ciervos cada año sin que mengüe la población total. Curiosamente, serán esos mismos mecanismos los que li- miten el tamaño de una manada en los momentos en que la comida sea escasa o la densidad de población alta. El número de partos múltiples decrecerá, la edad a la que se da la primera reproducción podrá retrasarse dos y hasta tres años y las hembras concebirán posiblemente solo cada dos años en vez de cada año, ya que, después de las exigencias que conlleva la reproducción, no habrán sido capaces de recuperar las condi- ciones (o el peso) necesarias para concebir. Hay incluso indi- cios de que «no solo pueden no alcanzar el peso mínimo nor- malmente requerido para la ovulación, sino que además, en poblaciones de alta densidad, este mínimo puede ser superior» (Albon et al., citado por Putman, 1988, p. 113). La mortalidad también varía en las manadas con una alta densidad de población. En ellas los neonatos tienen una tasa de mortalidad alta. En un determinado momento se pensó que esto se debía a que las madres no eran capaces de conseguir el alimento necesario que les permitiera producir suficiente leche para sus vástagos, pero las investigaciones han mostrado que en manadas con una población muy densa las madres desnu- tridas tampoco atienden bien a sus cervatillos, lo que conlleva un incremento en la mortalidad de las crías (Langenau y Lerg, citado por Putman, 1988, p. 113). Por otro lado, un alto por- centaje de cervatillos puede no ser capaz de ganar el peso ne- cesario para sobrevivir al primer invierno. En este tipo de manadas hay, además, otros cambios de conducta que pueden afectar a la supervivencia. En general, la agresión aumenta. La competencia entre los machos puede ser tan intensa que no todas las hembras consigan reproducirse. De manera similar, es posible que se persiga a las hembras su- ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —36— bordinadas y se les impida reproducirse. Las hembras subor- dinadas con cervatillos pueden experimentar amenazas cre- cientes que inhiban su capacidad para amamantar a las crías o cuidarlas adecuadamente, con el resultado de un incremento en la mortalidad de los cervatillos. El tamaño de la población está también influido por la in- migración y la emigración, que son, a su vez, provocadas por la densidad poblacional. En manadas con una alta densidad crece la emigración. Si generalizamos estos «mecanismos intrínsecos», llegamos a la conclusión de que con un buen suministro de alimento o una baja densidad de población en la manada, la reproducción se incrementará y la mortalidad decrecerá, lo que significa que la manada aumentará. En una manada de alta densidad pobla- cional, por el contrario, habrá una mayor competición por el alimento, la reproducción decrecerá y la mortalidad aumenta- rá, lo que supone que la manada disminuirá de tamaño. Estos mecanismos explican cómo una manada de ciervos puede estabilizarse por sí misma incluso en ausencia de depre- dadores. Cuando cada temporada los cazadores persiguen las manadas y eliminan (matan) a los individuos, la densidad de población se reduce y la reproducción sube hasta sus niveles más altos. Esto muestra cómo es posible que se elimine medio millón de ciervos cada año en Pennsylvania sin una disminu- ción de la población total, la cual, según se estima, está entre el millón y el millón y medio de animales. La caza deportiva, tal y como se practica en los Estados Unidos, no reduce el núme- ro de animales; tampoco lo pretende. En general, las agencias de caza no quieren reducir la can- tidad de animales disponibles para la caza. Entienden que su función es estar al servicio de los cazadores y consideran por ello que su papel consiste en ofrecer oportunidades para ca- zar, no en intentar disminuir el número de animales. Sus pro- pios intereses están también basados en los cazadores, puesto que son ellos los que compran las licencias y es con el dinero MITOS SOBRE LA CAZA —37— obtenido en dicha venta con el que se pagan los salarios de quienes trabajan en estos negocios. (Las agencias de caza en los Estados Unidos también reciben dinero de los impuestos que gravan artículos de caza, municiones, etc. Este dinero es recaudado por el Gobierno Federal y devuelto después a los diferentes estados bajo los términos de la ley Robertson- Pittman.) Con el fin de proporcionar oportunidades a los ca- zadores, las agencias deben mantener una cantidad suficiente de animales, de tal modo que aquellos puedan encontrar algo a lo que disparar. Deben, por tanto, asegurarse de que hay animales disponibles cada año. Los administradores de la caza admiten que esta actividad es como cortar el césped, es algo que debe hacerse todos los años, proporcionando oportuni- dades inagotables para los cazadores. En Pennsylvania, en los cien años que van aproximada- mente de 1903 a 2003, la población de ciervos pasó de no existir a contar con más de un millón de animales. Los ciervos se introdujeron en este estado para el disfrute de los cazado- res. Este incremento de la población tuvo lugar a pesar de que el número de animales muertos aumentaba casi cada año. De hecho, las poblaciones de ciervos en Pennsylvania y Michigan se mantienen en niveles anormalmente altos porque ha habido un esfuerzo coordinado para manipular el entorno con el fin de incrementar la reproducción. Por ley, la Pennsylvania Game Commission debe gastar un determinado porcentaje de cada dólar que se haya obtenido con la venta de licencias de caza de ciervos en la mejora del hábitat. En Pennsylvania esto se hace talando bosques, lo que proporciona brotes nuevos, el alimento ideal para el ciervo. Con un suministro fijo de ali- mento los animales se reproducen hasta el máximo y los caza- dores de la siguiente temporada tienen garantizada una buena cantidad de animales. Los cazadores no quieren que se reduz- ca el número de ciervos, pues esto haría la caza más difícil y sería por tanto menos probable que volvieran a casa con una res. ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —38— Nada de lo que he dicho debería entenderse como la afir- mación de que la caza no puede reducir el número de anima- les. De hecho, tenemos muchos ejemplos que muestran cómo la caza comercial ha disminuido notablemente las cantidades de animales e incluso ha conducido algunas especies a la ex- tinción. La paloma migratoria es un ejemplo muy conocido, al igual que elbúfalo (bisonte) del Parque Nacional de Ye- llowstone, cuya población pasó de contar con millones de animales a quedar reducida a menos de un centenar. 7. CAZAR NO ES SIMPLEMENTE MATAR Casi todos los apologistas de la caza reconocen que esta acti- vidad conlleva necesariamente matar, de lo contrario, dicen, no sería caza, pero insisten en que no es lo fundamental. Así pues, según afirman, matar no es el fin o el objetivo de la caza. Ortega señala que matar no es el propósito de la caza de- portiva y que no es siquiera una parte esencial, aunque la muerte del animal sí es el objetivo de lo que denomina caza utilitaria, comúnmente llamada caza de subsistencia (Ortega y Gasset, 1968, pp. 40-41). En un pasaje muy citado afirma: Al deportista no le interesa la muerte de la pieza, no es eso lo que se propone. Lo que le interesa es todo lo que antes ha tenido que ha- cer para lograrla; esto es, cazar [...]. La muerte es esencial porque sin ella no hay auténtica cacería: la occisión del bicho es el término natural de esta y su finalidad: la de la caza en su mismidad, no la del cazador. Este la procura porque es el signo que da realidad a todo proceso venatorio, nada más. En suma, que no se caza para matar, sino, al revés, se mata para haber cazado [...]. Lo que [el cazador] busca es ganársela [la caza], vencer con su propio esfuerzo y des- treza al bruto arisco, con todos los aditamentos que esto lleva a la zaga: la inmersión en la campiña, la salubridad del ejercicio, la dis- tracción de los trabajos, etc. (pp. 93-94; la cursiva es mía). MITOS SOBRE LA CAZA —39— Para Ortega, cazar es un modo de evasión del mundo pre- sente y cotidiano. Es una manera de deshacerse, por un corto espacio de tiempo, de los problemas y obligaciones del pre- sente movidos por una especie de nostalgia por nuestro estado ancestral, por un pasado que hemos dejado atrás. Todas las culturas, afirma el filósofo, comparten este sueño de una anti- gua «edad de oro». El pasado lejano aparece como una época más sencilla y tranquila, como una «isla encantada». El hom- bre desea volver a lo que Ortega denomina «hombre natural», que es el del Paleolítico (pp. 108-110). El «garbo y delicia» de la caza están enraizados precisamente en el deseo del hombre de retornar a su ancestral proximidad con los animales, vege- tales y minerales, en suma, con la Naturaleza (p. 104). Ortega admite que si pudiéramos regresar a ese estado primigenio no seríamos realmente felices, que la caza es una «vuelta artificiosa» y un «gigantesco anacronismo». Reconoce también que esta actividad requiere artificios como el estable- cimiento de cotos y temporadas de caza. Sin embargo, el filó- sofo insiste en que «cuando [...] el hombre de hoy se pone a cazar, eso que hace [...] es, esencialmente, lo mismo que hacía el paleolítico». Aunque las armas han cambiado y el papel de la caza es diferente, ya que para el hombre primitivo era el centro de su vida, mientras que para el cazador moderno es una suspensión temporal de su vida como hombre del siglo XX o XXI, «el cazador», dice Ortega, «es, a la vez, el hombre de hoy y el de hace diez mil años» (p. 112). Podría argumentarse que las diferencias entre el cazador del Paleolítico y el actual, que Ortega reconoce que son «deci- sivas», cambian la naturaleza completa de la caza. Si el cazador del Paleolítico mata para comer, si su supervivencia depende del alimento que obtiene gracias a la caza, su actitud será muy diferente de la de alguien atraído por el deseo de escapar de las presiones de la vida moderna. Para el cazador primitivo, la ca- za es esencial para sobrevivir; para el moderno, es simple- mente una diversión. Esta es precisamente la distinción que ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —40— había hecho Ortega entre caza de subsistencia y caza deporti- va. El filósofo había proclamado que en la caza de subsistencia interesaba la matanza del animal, mientras que en la deportiva no. De este modo, su afirmación de que el hombre prehistóri- co y el contemporáneo son el mismo parece inconsistente. Aunque Ortega insista en que esta diversión moderna que llamamos caza es algo a lo que se dedican muchos hombres, si bien solo por un corto espacio de tiempo, y aunque esta activi- dad conlleve sacrificios, peligros y esfuerzo físico (cabe pre- guntarse no obstante qué peligros y sacrificios son esos exac- tamente), aun así, diversión no es lo mismo que necesidad (p. 16). Además, significara lo que significara la caza para el hom- bre primitivo, el peligro era real porque no disponía de las ar- mas que tenemos ahora. Las dos experiencias son completa- mente distintas, al igual que lo son los dos cazadores. Aun cuando la pieza sea del mismo tamaño, el hombre del Paleolíti- co, que cazaba con piedras y armas rudimentarias, hacía frente a un tipo de peligro completamente desconocido incluso para un cazador actual que se dedique a la caza mayor en África o la India, con su rifle de alta potencia y sus balas especiales. La idea de que el cazador caza para evadirse del mundo moderno y para ser uno con la naturaleza puede muy bien re- flejar lo que este quiere hacer y lo que piensa o imagina que está haciendo, lo cual no significa, sin embargo, que sea eso lo que esté ocurriendo realmente. Todo esto es parte del mito de que el hombre moderno puede retornar al hombre del Paleo- lítico, de que a pesar de su rifle o su arco de alta tecnología, su flecha con punta de navaja, su ropa de camuflaje, su asiento para árboles [tree stand] y del uso de olores artificiales para atraer a los animales o para ocultar el suyo propio, puede asumir el personaje de su antiguo ancestro. El cazador mo- derno tiene que fingir que su vida está amenazada, que está cazando un animal fiero y que las posibilidades a su favor son limitadas, pero nada de esto es verdad. La mayoría de los ac- cidentes de caza hoy en día se producen porque los cazadores MITOS SOBRE LA CAZA —41— se caen del asiento para árboles o porque se disparan unos a otros o incluso a sí mismos por error. No se oye hablar de muchos accidentes en los que la presa haya matado al cazador. Ortega mantenía que el animal tenía que tener algo así como una «persecución justa», condición que veía esencial en la caza moderna. Sin embargo, en general, el animal tiene muy pocas oportunidades de salvarse o ninguna, a no ser que el cazador cometa errores muy grandes. Ortega podría estar en lo cierto cuando dice que la caza conlleva el deseo de retornar a un mundo más sencillo, a un mundo en el que nos sintamos parte de la naturaleza. El anhelo de sentirnos menos alienados puede ser uno de los motivos que lleva a algunas personas a cazar. En Pennsylvania hay quienes afirman incluso que se sienten más cercanos no solo a la naturaleza, sino también a Dios. No obstante, la ma- yor parte de nuestra tradición occidental, partiendo de la idea de que solo los humanos estamos «hechos a imagen y seme- janza de Dios», lo que nos distingue de los otros habitantes de la tierra, ha sido un esfuerzo por concebirnos como seres ale- jados de la naturaleza y superiores a ella. El ser humano de hoy no puede olvidar cómo hemos usado nuestro cerebro, de- sarrollado la ciencia y transformado el mundo. Ahora, el hombre moderno, vestido de camuflaje, rociado en aromas que ocultan el suyo propio, empleando otros para atraer a los animales que pretende matar, mirando a través de prismáticos de alta tecnología y usando armas sofisticadas, intenta con- vencerse a sí mismo de que se está volviendo uno con la natu- raleza. Creer esto es creer un mito. 8. LA CAZA ENSEÑA VIRTUDES COMO EL VALOR, EL CONTROL DE UNO MISMO Y LA PACIENCIA Los cazadores afirman que cazar enseña y desarrolla virtudes como el valor, la paciencia y el control de uno mismo. Pero ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —42— las descripciones que ellos mismos hacen de la caza ponen en duda tal afirmación. Swan, por ejemplo, habla de la pasión como opuesta a la racionalidad, diciendo que «es por las pasiones como las per- sonasalcanzan sus más altos potenciales como seres huma- nos» (p. 128). El autor está de acuerdo con la idea de Yung se- gún la cual «la bondad que está basada casi por entero en el intelecto y en los libros y no está vinculada también a nuestra naturaleza interior, se vuelve en última instancia destructiva» (la cursiva es mía). Para explicar nuestra naturaleza interior, Swan cita a Marie-Louise von Frantz, quien afirmó: Vivir significa asesinar desde la mañana hasta la noche, comemos plantas y animales [...]. [...] las plantas sufren, [...] así que los ve- getarianos no pueden tener la ilusión de que no participan en la rueda de la destrucción. Somos asesinos y no podemos vivir sin asesinar. La naturaleza en su conjunto está basada en el asesinato [...]. La destrucción y el deseo de vivir están estrechamente co- nectados (p. 132). ¿Fomenta semejante visión el autocontrol, la compasión y la empatía? ¿No da más bien razones para la violencia? Si no podemos vivir sin asesinar, ¿por qué siquiera intentarlo? ¿Cómo describe Ortega la experiencia máxima, la excita- ción de la caza, llamada por unos «buck fever» y por otros sed de sangre? La sangre, para Ortega, es una parte esencial de la caza. Cuando se derrama, puesto que es el líquido que lleva y sim- boliza la vida, «se produce una contracción de asco y de te- rror», pero esta es solo la primera impresión. «Si fluye abun- dantemente [...] embriaga, exalta, frenetiza al animal y al hombre». El filósofo sostiene que «la sangre tiene un poder orgiástico sin par». A este respecto, menciona las corridas de toros y los antiguos juegos romanos: «la sangre de los gladia- dores, de las fieras, del toro opera como droga estupefaciente» (p. 87). MITOS SOBRE LA CAZA —43— Sin duda, Ortega sabía que San Agustín decía algo parecido en sus Confesiones, en las que escribió sobre los juegos roma- nos. Agustín relató la historia de un estudiante suyo, más tar- de convertido en obispo, que acompañó a unos amigos a los combates de gladiadores. Describió el anfiteatro como invadi- do por «deleites crudelísimos». Entretanto, su joven amigo cerraba los ojos resuelto a ignorar los «males» que estaban te- niendo lugar. De repente la multitud clamó y el joven abrió sus ojos para ver lo que estaba ocurriendo. «Porque luego que vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la cruel- dad, pues no los apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo se iba delei- tando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan san- griento deleite [...]. Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó consigo la loca afición que le estimulase a volver» (VI, p. 8). Quizá tanto Ortega como Agustín estén en lo cierto cuan- do hablan de la excitación y la embriaguez que provoca la sangre. Ortega lo ve simplemente como parte de la caza, Agustín como un tipo de enfermedad. Incluso Pollan escribe sobre «la embriaguez dionisíaca, la sed de sangre que, según Ortega, se apodera en ocasiones del cazador» (Pollan, 2006, p. 68). Tales descripciones no muestran que se desarrolle el valor, la paciencia o el control de uno mismo. De hecho, el auto- control parece estar completamente ausente. Más bien, la caza y los deportes sangrientos alejan la sensibilidad y la empatía y fomentan la violencia, la falta de control y la indulgencia hacia uno mismo. Si la sangre de la caza y de la corrida de toros ac- túa como una «droga estupefaciente» y «embriaga y freneti- za», ¿no es esta razón suficiente para evitar tales experiencias y condenarlas moralmente? ¿No es este un precio un poco alto para una diversión, para evadirse del mundo o para comer carne no envuelta en plástico y no marcada con un código de barras? ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS —44— 9. CONCLUSIÓN En las páginas anteriores he intentado mostrar que las justifi- caciones de la caza mencionadas a lo largo de este artículo son mitos y que, por lo tanto, no muestran por sí mismas que esta actividad sea inmune a la condena moral. Hay muchas y muy buenas razones para condenar la caza, pero esto es tema para otro artículo. Solo mencionaría de pa- sada que la caza: 1) conlleva un desperdicio completamente innecesario y gratuito de vida sensible; 2) altera el medioam- biente de múltiples maneras; 3) presenta e institucionaliza la violencia como un pasatiempo y un modo de resolver pro- blemas; y 4) convierte la visión común del dominio sobre los animales en una dominación despiadada. En realidad, la caza se puede condenar sobre la base de dos principios ampliamente aceptados y elementales: Principio 1: Está mal causar un sufrimiento significativo a se- res sensibles excepto cuando es por el propio interés indivi- dual del animal o por algún propósito moral esencial. Principio 2: Está mal causar un sufrimiento significativo a seres sensibles con el propósito de procurar entreteni- miento o diversión. BIBLIOGRAFÍA CAUSEY, Ann S. (1989): «On the morality of hunting», Envi- ronmental Ethics, 11, 4, pp. 327-343. COHN, Priscilla (1999): «Exploding the Hunting Myths», en Ethics and Wildlife. Lewiston: The Edwin Mellen Press, pp. 101-141. FERRATER MORA, José (1962): El ser y la muerte. Madrid: Aguilar. — (1973): Ortega y Gasset. Etapas de una Filosofía. Barcelo- na: Seix Barral. MITOS SOBRE LA CAZA —45— HALE, W. G. y MARGHAM, J. Philip (1991): «Innate Behavior», «Instinct», «Instinctive Behavior», en The Harper Collins Dictionary of Biology. Nueva York: Harper Collins. HOLMES, Bob (2003) [En línea]: «Man’s Early Hunting Role in Doubt», New Scientist, January 6, http://www.newscien- tist.com/article/dn3222-mans-early-unting-role-in-doubt.html [consultado: 18 de noviembre de 2010]. 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INTRODUCCIÓN lgunas personas creen que hay que mantener la libertad de culto y conservar las tradiciones culturales a toda costa, incluso cuando se trata de prácticas que causan serios daños a otros, que no han hecho nada para merecer el sufrimiento al que son sometidos. Suponen que los valores que invocan —ya sean la libertad, la diversidad
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