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Animales no humanos entre anima - Rodriguez Carreno, Jimena;

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Jimena Rodríguez Carreño
(editora)
Animales no humanos
entre animales
humanos
—4—
Primera edición: 2012
© Jimena Rodríguez Carreño, 2012
© Plaza y Valdés Editores, 2012
DILEMATA. Ética, filosofía y asuntos públicos.
Directores de la colección: Txetxu Ausín y Marcos de Miguel.
Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores.
Queda prohibida cualquier forma de reproducción o transformación de esta
obra sin previa autorización escrita de los editores, salvo excepción prevista
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www.plazayvaldes.com.mx
ISBN: 978-84-15271-15-4 e-ISBN: 978-84-16032-03-7
D. L.: M-37146-2011
Impresión: La biblioteca del laberinto, S. L. (bibliotecalaberinto@yahoo.es)
Índice
0. INTRODUCCIÓN
Txetxu Ausín y Jimena Rodríguez Carreño................... 7
1. MITOS SOBRE LA CAZA
Priscilla Cohn ................................................................... 9
2. CULTURA Y CRUELDAD
Paula Casal ........................................................................ 47
3. FRANCES POWER COBBE Y LA LUCHA CONTRA LA VI-
VISECCIÓN COMO CAUSA FEMENINA EN LA INGLATE-
RRA DEL SIGLO XIX
Jimena Rodríguez Carreño .............................................. 85
4. LA RECETA MORAL DEL VEGETARIANISMO
Pablo de Lora.................................................................... 117
5. ¿CÓMO INTEGRA LA GLOBALIZACIÓN A MI OTRO
SIGNIFICATIVO?
Asunción Herrera............................................................. 141
6. SENTADOS FRENTE AL ESPEJO LITERARIO: EL ALMA DE
LOS ANIMALES EN UNAMUNO Y COETZEE
Montserrat Escartín.......................................................... 155
7. TOMÁNDONOS EN SERIO LA CONSIDERACIÓN MORAL
DE LOS ANIMALES: MÁS ALLÁ DEL ESPECISMO Y EL
ECOLOGISMO
Óscar Horta ...................................................................... 191
8. EL VALOR DE LA VIDA EN SINGER, NAGEL Y
SCHWEITZER
Walter Sánchez Suárez ..................................................... 227
ÍNDICE
—6—
9. LOS FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LIBERACIÓN
ANIMAL DE PETER SINGER
Renzo Llorente ................................................................. 239
10. ¿QUÉ DECIMOS CUANDO DECIMOS QUE LOS ANIMA-
LES TIENEN DERECHOS?
Antoni Defez .................................................................... 265
11. DERECHOS Y DEBERES DE NUESTROS HERMANOS IN-
FERIORES
Lorenzo Peña.................................................................... 277
12. EVOLUCIÓN DEL MARCO JURÍDICO DE LA PROTEC-
CIÓN ANIMAL DESDE 1929 HASTA 2010
José María Pérez Monguió............................................... 329
—7—
0
Introducción
unque siempre ha sido una preocupación de los humanos su
relación con la naturaleza y con los demás seres vivos, quizá
sea este el momento en que la reflexión sobre nuestra comu-
nidad con el resto de los animales y con el planeta se manifiesta más
viva que nunca. Ahí están los interrogantes sobre el cambio climáti-
co, la ecología, las fuentes de energía, el desarrollo humano, etc.
En lo que respecta a los otros animales, la convivencia se da desde la
alimentación hasta el ocio, pasando por la compañía, el entreteni-
miento o la investigación. Y es que la cuestión de los animales, como
titulaba Carruthers, es, sin duda, uno de los temas de nuestro tiem-
po. Y supone un profundo replanteamiento del lugar de los huma-
nos y de los demás animales en el planeta, no solo en términos filo-
sóficos sino también cultural, social y vivencialmente.
Esta multidimensionalidad de nuestra relación con los otros
animales que conviven con nosotros es la que refleja este libro coral.
Por un lado, contempla aspectos culturales y sociales, como son la
caza, la crueldad en la cultura, la cuestión del vegetarianismo y los
vínculos de la protección animal con los albores del feminismo. Por
otro lado, pone en relación nuestro «yo» con ese «otro significati-
vo» con el que compartimos destino, los animales no humanos, lo
que se expresa desde la globalización hasta la literatura. Más aún,
ello implica un profundo replanteamiento de la consideración moral
de los otros animales y de lo que supone su interés, también, en no
sufrir y en tener una vida que vaya bien, que sea agradable y pla-
centera. Así se analizan los puntos de vista de Nagel, Schweitzer y
A
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—8—
Singer, a más de treinta y cinco años ya de la publicación del afama-
do Animal Liberation, de este último pensador. Todo ello conduce,
inevitablemente, a una reformulación de los conceptos de derechos
y deberes, que ahora incluyen a los animales no humanos con los
que convivimos y que ha dado lugar, especialmente en los últimos
decenios, a una intensa producción legislativa sobre protección ani-
mal, que también se recoge en esta obra.
Este es el continuum del libro que tienen entre sus manos y que
quiere reflejar ese otro continuum que, como han mostrado magis-
tralmente la etología y otras ciencias, compartimos con los otros
animales, prójimos y próximos, animales no humanos entre anima-
les humanos.
TXETXU AUSÍN Y JIMENA RODRÍGUEZ CARREÑO
Asociación Inter-Universitaria para la Defensa
 de los Animales (AIUDA).
—9—
1
Mitos sobre la caza1
Priscilla Cohn
The Ferrater Mora
Oxford Centre for Animal Ethics
director@oxfordanimalethics.com
0. INTRODUCCIÓN
esulta sorprendente la frecuencia con que se repiten
ciertas ideas que tratan de justificar la caza recreativa y
de mostrar que no es una actividad moralmente sospe-
chosa. Tales argumentos son, en realidad, mitos que se repiten
ensayo tras ensayo, libro tras libro, y que aparecen también en
artículos de prensa supuestamente objetivos. Oímos decir una
y otra vez que la caza recreativa es una parte básica de la natu-
raleza humana, que no se reduce simplemente a matar anima-
les, que es necesaria, y que disminuye el número de animales
salvajes manteniéndolo dentro de los límites que la tierra pue-
de soportar. Estas ideas, no siempre claramente definidas o
explicadas, son como un racimo, en el que una de ellas se usa
para corroborar otra.
Estos mitos constituyen el mismo corazón del intento de
justificar la caza. Tratan de mostrar que cazar no es ni un acto
gratuito de crueldad ni una práctica sádica, y que los cazado-
res no son crueles ni insensibles. Estos, a su vez, afirman que
- - - - - - - - - - - - - - - - - -
1 Traducción de Jimena Rodríguez Carreño.
R
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—10—
cazar es una actividad socialmente aceptable que no solo
aporta satisfacción y felicidad a quien la realiza, sino que tam-
bién fomenta virtudes como la valentía, la disciplina, la pa-
ciencia, el respeto y el autocontrol. Una vez mostrado que
estas afirmaciones no son ciertas, los motivos para aceptar la
caza como una práctica moralmente legítima desaparecen.
1. LA CAZA ES INHERENTE A LA NATURALEZA HUMANA
Con frecuencia los escritores que intentan justificar la caza re-
creativa o deportiva afirman que esta actividad constituye una
parte ancestral y básica de la naturaleza humana. Una versión
particular de tal aseveración mantiene que cazar es un instin-
to. Esta idea se repite constantemente, pero el significado
exacto de «instinto» varía de un autor a otro y, a menudo, no
es ni consistente ni claro.
En un artículo titulado «The Morality of Hunting», publi-
cado en Environmental Ethics, Ann Causey examinó con su-
mo detalle el concepto de caza como instinto.2 Causey explica
que la caza, en tanto que instinto, no es ni buena ni mala, pues
los instintos, al no ser objeto de elección, no caen dentro del
reino del enjuiciamientomoral.
El impulso de cazar puede ser visto como un rasgo original,
esencial [...]. No es moralmente malo obtener satisfacción al ma-
tar una pieza, tampoco moralmente bueno. Simplemente no es en
absoluto una cuestión moral, pues el impulso mismo es un ins-
tinto, y los instintos no admiten calificación moral, positiva o
negativa. Así, el impulso de matar por deporte es amoral, ya que
se encuentra fuera de la jurisdicción de la moralidad [...]. Nada
que venga directamente por vía de la naturaleza es inherente-
mente bueno o malo, y esto incluye aquellos rasgos de la especie
- - - - - - - - - - - - - - - - - -
2 Para un examen más extenso de algunas de sus afirmaciones, véase mi
obra Ethics and Wildlife (1999).
MITOS SOBRE LA CAZA
—11—
humana que no son fruto de nuestra elección deliberada y que no
están sujetos a un control consciente [...]. Por supuesto, nada de
esto debiera tomarse para dar a entender que el acto de cazar es
en sí mismo amoral (Causey 1989, p. 338).
Tales afirmaciones podrían llevarnos a creer que Causey
está comparando el impulso de cazar con el acto de la caza.
Sin embargo, encontramos aquí dos problemas.
Primero de todo, quienes condenan la caza podrían estar
perfectamente de acuerdo en que los «impulsos» no deben ser
ni elogiados ni condenados mientras no se lleven a término.
Lo que critican es la transformación de esos impulsos en ac-
ción, en la matanza de un animal.
El segundo problema es que el concepto de instinto de
Causey no encaja en la definición. La palabra «instinto» fue
originalmente usada como término científico para referirse a
«una pulsión para ejecutar alguna función biológica, como la
migración o la reproducción; un patrón de acción de especie
estereotipado; un mecanismo genéticamente determinado y
controlado de manera endógena subyacente al comporta-
miento característico de la especie» (Immelman y Beer, 1989,
pp. 151-152). Según explican estas definiciones, un instinto no
puede ser separado de la conducta, pues o bien impulsa o
subyace a la conducta, o bien es él mismo la conducta.
Un ejemplo muy conocido de comportamiento que en el
pasado se pensó instintivo se refiere al pichón recién nacido
de la gaviota argéntea (Larus argentatus) y a los polluelos de
la gaviota guanaguanare (Larus atricilla). Estos pichones pi-
cotean el pico de uno de sus padres buscando alimento. Dicha
conducta fue considerada en su día como invariable y este-
reotipada, rasgos ambos vistos como característicos del ins-
tinto. Se ha descubierto, sin embargo, que este comporta-
miento no solo varía de pichón a pichón en varios sentidos,
sino que cambia a medida que los polluelos aprenden. Ahora
se considera «engañoso» (McFarland, 1987, p. 310) contem-
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—12—
plar tal conducta como instintiva. De hecho, los científicos ya
no usan más el término «instinto» por la dificultad que supo-
ne distinguir entre este y ciertos aspectos del conocimiento
(Hale y Margham, 1991, p. 303)
Las dificultades aumentan para Causey al no ser consis-
tente con su aseveración de que el instinto de caza es simple-
mente un impulso de cazar. Afirma que «la razón puede do-
minar el instinto de caza en un individuo»; de este modo, que
uno cace o no es algo que está sujeto al control consciente y es
precisamente este control lo que permite la crítica moral. Así,
según indican sus propias palabras, Causey ha sacado la caza
del reino de lo no moral y la ha colocado dentro del reino de
la moralidad, donde puede ser juzgada.
Tampoco ayuda en su argumentación la afirmación de que
está usando el término «instinto» según una interpretación
menos precisa pero más común. La palabra «instinto» en su
uso cotidiano, si significa algo, se refiere a una conducta inva-
riable, inherente y similar al reflejo. Aunque estas característi-
cas no son aplicables a muchas clases de conducta humana,
también los humanos tenemos reacciones reflejas, como el re-
flejo rotular. No tiene mucho sentido tratar de argüir que ac-
tividades humanas como la caza, en las que participa una mi-
noría que no deja de disminuir y que varían de una persona a
otra, son instintos, ya que está claro que la caza ni es invaria-
ble, ni es una conducta similar al reflejo.
Ortega y Gasset también califica la caza como instinto,
aunque no intenta mostrar su moralidad, simplemente la ex-
plica. Habla del «instinto predatorio que como rudimento per-
vive en el hombre actual» (Ortega y Gasset, 1968, pp. 113-114).
Afirma que es un «humildísimo reflejo, fósil residuo de un
instinto que el hombre conserva de cuando era aún pura fiera»
(p. 116). Este es el instinto que da cuenta de la caza hoy en
día, un instinto que «está montado en el organismo del hom-
bre cientos de miles de años antes de que la historia comenza-
se». Para apoyar su argumento, Ortega cuenta la historia re-
MITOS SOBRE LA CAZA
—13—
latada por un cazador sobre varios hombres que están viajan-
do en coche hacia una reserva de caza. De repente ven dos lo-
bos cruzando la carretera, paran el coche y agarran sus rifles.
El autor explica que los hombres ven a los lobos como piezas,
esto es, como animales para cazar. Según afirma, que los caza-
dores vean a los lobos de este modo es fruto del «reflejo» cau-
sado por los animales mismos. Sostiene que los lobos «se
sienten ellos mismos como presas posibles, y modelan toda su
existencia en el sentido de esta condición» (pp. 114-115). Or-
tega continúa diciendo: «No es el hombre quien inventa dar a
esos lobos el papel de presas posibles. Es el animal, en este ca-
so los lobos mismos, quienes reclaman que se les considere
así; de suerte que no reaccionar con un intento predatorio se-
ría lo antinatural» (p. 114).
Para «culpar a la víctima», esto es, para sostener que los lo-
bos mismos provocan la respuesta predatoria humana de in-
tentar apresarlos, Ortega afirma ahora saber cómo se sienten
los lobos. Son, dice, criaturas dotadas con maravillosas capa-
cidades de evasión, hasta el punto de ser esencialmente «lo
que se escapa». Para el filósofo, «la única respuesta adecuada a
un ser que vive obseso en evitar su captura es intentar apode-
rarse de él» (p. 115).
Cabe aquí sugerir que si la descripción de Ortega fuera
acertada, además de ser un cazador, sería también, cuando
menos, un violador, pues por qué tendría que ser un lobo que
huye la única criatura que despertara este rudimentario ins-
tinto. Muchas mujeres también se sienten presas posibles, y a
menudo lo son. ¿Pero se quiere realmente afirmar que este
temor femenino justifica que se actúe como si las mujeres fue-
ran presas o que la única respuesta natural ante él es la de un
depredador?
De una u otra manera, se dice constantemente que la caza
es inherente a la naturaleza humana. Por ejemplo, en su libro
In Defense of Hunting, James Swan afirma: «El instinto de
caza se engendra en los huesos y la sangre de al menos la ma-
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—14—
yoría de nosotros y es uno de los elementos fundamentales de
la naturaleza humana» (Swan, 1995, p. 176).
Para Swan, la caza no es un instinto en el sentido de que sea
inevitable, ve claramente que se trata de una cuestión de elec-
ción. Sostiene que «[...] nosotros ejercemos más elección y con-
trol sobre nuestros instintos que otros animales» (p. 120). Así, a
diferencia de Causey, Swan señala que la caza no está fuera del
reino de la moralidad. Los instintos pueden proporcionar satis-
facción y sentido de pertenencia. «Los instintos —explica— son
la fuerza impulsora para satisfacer nuestras necesidades fisioló-
gicas» (p. 144). Aquí Swan parece estar refiriéndose a nuestra
necesidad de alimentación; ignora el hecho de que la carne no
satisface forzosamente tal requerimiento.
El autor ve la caza como un bien porque no solo propor-
ciona la satisfacción de nuestras necesidades fisiológicas, sino
también psicológicas. En este sentido afirma: «La vida sin caza
es posible. En un futuro próximo, seremos capaces de dejar de
practicar el acto físico del sexo para lareproducción y de re-
emplazarlo por bancos de esperma, fecundación in vitro y
úteros de alquiler. Un mundo sin caza o sin sexo es posible, y
aparentemente más seguro, pero ¿es deseable?» (pp. 16-17).
La respuesta obvia para Swan es que no. Llega incluso a decir
que «tratar de desviarnos de nuestra naturaleza instintiva [la
caza] es una causa esencial de enfermedad mental» (p. 175). El
autor corrobora esta opinión a partir de hipótesis psicológicas
más que de argumentos deductivos.
En su libro Bloodties: Nature, Culture and the Hunt, Ted
Kerasote hace la misma clase de aseveración. Como contesta-
ción a la crítica de la caza afirma: «La respuesta del cazador
[es] que la caza, junto con la procreación, es la expresión más
antigua de nuestra naturaleza genética [...]» (Kerasote, 1994,
p. xvii; la cursiva es mía). Este autor se pregunta si sería posi-
ble idear un test «que pudiese localizar la compulsión ances-
tral de cazar en las espirales de mi ADN» (p. 221). Claramen-
te, Kerasote, como Swan, ve la caza como algo bueno que nos
MITOS SOBRE LA CAZA
—15—
permite «unirnos» con los animales, con la naturaleza. La «re-
compensa» de la caza, dice, es que: «me une a esos lugares y
animales que amo, pidiéndome poseer lo que cada uno de no-
sotros deberíamos poseer de algún modo personal, el dolor
que mueve el mundo» (p. 240).
Obviamente, si Kerasote piensa que el dolor mueve el
mundo, tiene una Weltanschauung que no había explicado.
¿Por qué querría uno unirse al dolor que mueve el mundo
antes que a la alegría que hay en él, incluso si esa alegría es es-
casa?
Resulta difícil comprender cómo estos autores piensan
que podemos creer que la caza es una parte básica o funda-
mental de la naturaleza humana, puesto que, si así fuera, ca-
bría esperar que todo —o casi todo— el mundo cazara. Si la
caza forma parte de nuestra naturaleza humana esencial, ¿por
qué solo un pequeño porcentaje de la población caza? Si es
inherente a la naturaleza humana, ¿por qué no se manifiesta
de una manera más general? Sabemos que un número cada
vez menor de personas practica la caza. ¿Ha cambiado la na-
turaleza humana o está cambiando ahora? Además, si esta ac-
tividad fuera parte de nuestra naturaleza, nuestra naturaleza
humana común, tendría que ser más o menos igual, fuese cual
fuese el lugar y el momento en que tuviese lugar, cosa que
tampoco es cierta.
Ortega ofrece una descripción y análisis de la caza que elu-
de al menos algunas de mis críticas. Afirma que los humanos
tienen una doble naturaleza, por lo que es razonable que no
todo el mundo cace. A este respecto sostiene:
Ahora bien, aquella caza primigenia no fue puro invento del
hombre primigenio.
Este lo había recibido, heredado del animal primate en que la
peculiaridad humana brotó. No se olvide que el hombre ha sido
una fiera. Testimonio irrecusable de ello son sus colmillos y ca-
ninos de carnívoro. Verdad es que también había sido vegetaria-
no, como el óvido, según lo atestiguan sus molares. El hombre,
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—16—
en efecto, reúne las dos condiciones extremas del mamífero y por
eso se pasa la vida dudando entre ser una oveja y ser un tigre
(Ortega y Gasset, 1968, p. 98).
Lo primero es que los humanos no tienen realmente los
colmillos de un carnívoro. No estoy segura de si el comenta-
rio de Ortega en el pasaje citado arriba sobre los colmillos y
caninos de los carnívoros se refiere a un ancestro o al hombre
mismo, pero, en cualquiera de los dos casos, la observación no
está basada en evidencia alguna, puesto que ninguno de los
cráneos fósiles que se han encontrado muestra colmillos de
carnívoro o caninos que se parezcan en algo a los de un de-
predador. Los caninos de un depredador son mucho más lar-
gos que los otros dientes y, además, hay un espacio en la
mandíbula opuesta a ellos en el que encajan, de manera que el
depredador puede cerrar su boca. Ni los humanos ni ninguno
de los grandes simios tienen ese espacio.
La descripción de Ortega da lugar, sin embargo, a otras
cuestiones: no está claro de qué está hablando cuando dice
que el hombre primitivo heredó la caza de un primate. El
primate que fue ancestro común tanto de los primates huma-
nos como de los no humanos es generalmente considerado un
vegetariano semejante al simio. Aunque sabemos, por ejem-
plo, que a los chimpancés les gusta cazar monos, la carne es
una porción pequeña de su dieta, del mismo modo que cazar
no es una actividad importante que les lleve la mayor parte de
su tiempo.
En realidad, es un poco extraño que Ortega afirme que ca-
zar es algo heredado, puesto que la expresión más famosa de
su filosofía es «yo soy yo y mis circunstancias», con la que
pretende mostrar que «la vida humana no solo no es una cosa,
mas ni siquiera es un “ser” [...], está inclusive desprovista de
“naturaleza” [...] es algo que tenemos que hacer —o hacer-
nos— incesantemente». Para Ortega, somos seres libres en el
sentido más radical, pues nos sentimos fatalmente forzados a
MITOS SOBRE LA CAZA
—17—
ejercer nuestra libertad. El hombre está obligado a ser libre
(Ferrater, 1973, pp. 94-104).
Las personas que cazan no lo hacen porque nuestra natu-
raleza misma demande que cacemos, no lo hacen porque la
caza sea un rasgo humano básico o inherente, sino porque
nuestra cultura ofrece la oportunidad de cazar. La caza está
concienzudamente ritualizada y gobernada por la cultura. Es
la cultura la que decreta quién caza, qué y cómo se caza,
cuándo y dónde tiene lugar la caza. En muchos casos, estas
reglas y normas están reflejadas en leyes. Nosotros somos li-
bres para aprovechar o no esa oportunidad que nos ofrece la
cultura.
Pero supongamos por un momento que estamos de acuer-
do en que la caza es esencial a la naturaleza humana. ¿Qué
muestra esto? No prueba que la caza deportiva sea moral-
mente elogiable, ni siquiera que la condena moral esté fuera de
lugar. Estos escritores simplemente asumen que si algo forma
parte de la naturaleza humana, no se puede criticar. Se trata de
una idea sospechosa, pues podría argüirse también que la na-
turaleza humana es egoísta, intolerante, etc., características
estas que son comúnmente condenadas. Los rasgos no se con-
ciben como buenos simplemente porque sean considerados
naturales o innatos. Es más, estas suelen ser precisamente las
características contra las que luchamos en un esfuerzo por ser
morales.
Además, incluso si admitiéramos que la caza es parte esen-
cial de la naturaleza humana, calificándola como un tipo de
demanda biológica, todavía sería posible rechazarla, pues esto
es precisamente lo que los seres humanos hacen en ocasiones.
Reprimen sus impulsos biológicos en nombre de posibles ac-
ciones que tienen algún fin en sí mismas, por ejemplo, en
nombre del conocimiento por el conocimiento mismo. Fe-
rrater habla de la represión y sublimación de los impulsos
biológicos y señala que sin cierta transformación de estos no
habría posibilidad de un mundo objetivo; solo habría lo que
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—18—
podemos llamar un mundo biológico-subjetivo: el mundo de
la especie (Ferrater, 1962, pp. 162-164).
2. LA CAZA ES UNA TRADICIÓN ANCESTRAL
Para corroborar su afirmación de que la caza forma parte de la
naturaleza humana, muchos autores destacan la larga historia
de esta actividad, asegurando que se remonta a la prehistoria
de la humanidad. Algunos incluso sostienen que la caza fue el
acicate para nuestro desarrollo evolutivo desde los protohu-
manos hasta el moderno Homo sapiens. Causey repite con
aprobación el comentario de Roger Caras, el antiguo presi-
dente de la ASPCA (American Society for the Protection of
Cruelty against Animals), de que «el hombre no dio origen a
la caza, sino que más bien se originó porque sus predecesores
habían aprendido a cazar» (Causey, 1989, pp. 336-337). Swan
se refiere a la caza como «un continuo de experiencia humana
que lleva vigente millones de años» (Swan, 1995, p. 2). Sostie-
ne que «instintivamente, somos cazadores y lo hemos sido
desde los díasde la Garganta de Olduvai, hace 4 o 5 millones
de años» (p. 177). Incluso Charles List, en un artículo titulado
«On the Moral Distinctiveness of Sport Hunting», publicado
en Environmental Ethics en 2004, afirma: «Se acepte o no la
“hipótesis de la caza”, que asegura que dicha actividad es cau-
salmente responsable de la manera como los humanos se desa-
rrollaron, es innegable que los humanos han ejercido la caza
durante todas las fases del cambio social y del desarrollo evo-
lutivo como una forma de proveerse de alimento» (p. 158; la
cursiva es mía).
Hipótesis de la caza fue el nombre dado al paradigma inte-
lectual dominante que daba cuenta de los orígenes del ser hu-
mano durante los primeros años de la paleoantropología y la
paleoarqueología (Lewin, 1989, p. 100). Cuando en 1924 Ra-
ymond Dart descubrió el primer fósil de australopiteco, co-
MITOS SOBRE LA CAZA
—19—
nocido como el Niño de Taung, estaba convencido de que
esta criatura primitiva parecida al simio era un ancestro hu-
mano que caminaba erguido. En su ensayo «The Predatory
Transition from Ape to Man» escribió:
[...] los predecesores del hombre difieren de los actuales simios
en ser asesinos empedernidos; criaturas carnívoras que se apode-
raban de presas vivas por la violencia, las golpeaban hasta la
muerte, destrozaban sus cuerpos, los desmembraban parte por
parte, saciando su sed con la sangre caliente de sus víctimas y de-
vorando con gula la amoratada y palpitante carne (citado por
Leakey y Lewin, 1978, p. 260).
Dart basó sus ideas en las marcas que vio en cráneos fosili-
zados de babuinos y de homínidos primitivos, las cuales le
llevaron a creer que los primeros protohumanos fueron caní-
bales y carnívoros (pp. 260-261).
Las ideas de Dart se hicieron conocidas, pero no fueron
ampliamente aceptadas hasta que se popularizaron gracias a
una serie de libros escritos por Robert Ardrey. En 1961, la
obra de Ardrey African Genesis extendió la idea del simio ase-
sino al público general y se convirtió en un best seller. Le si-
guió The Territorial Imperative en 1966, Social Contract en
1970 y Hunting Hypothesis en 1976. En el último, Ardrey
afirmaba que «el hombre es un depredador cuyo instinto na-
tural es matar con un arma» (citado por Leakey y Lewin,
1978, p. 262) y que «el hombre es hombre, y no chimpancé,
porque durante millones y millones de años matamos para vi-
vir» (citado por Leakey y Lewin, 1993, p. 183). No es sor-
prendente entonces que en un encuentro científico que tuvo
lugar en Chicago en 1956, la caza fuera identificada como el
acicate que llevó a aquellas primitivas criaturas semejantes a
los simios a evolucionar hasta convertirse en los modernos
humanos.
Estas reflexiones concernientes a la naturaleza predadora
del hombre y a la idea de que la caza permitió a los protohu-
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—20—
manos desarrollar una postura erguida y un cerebro grande, se
repiten en muchos escritores contemporáneos que justifican la
caza. El problema es que los científicos han encontrado prue-
bas que muestran que estas ideas, tan elaboradas y en las que
tantos creyeron sinceramente en los sesenta y setenta, no son
válidas. Dart, por ejemplo, piensa erróneamente que estos
protohumanos tenían «armas» que, en realidad, no poseían.
Durante años se han publicado libros y artículos que cues-
tionan la creencia de la caza primitiva, pero Swan, en su libro
aparecido en 1995, todavía cita la obra de Ardrey The Hun-
ting Hypothesis, publicada unos diecinueve años antes, en
1976. En 1969, George Schaller y Gordon Lowthar realizaron
un «experimento», si se puede llamar así, en el que trataban de
comprobar si serían capaces de obtener suficiente comida para
sobrevivir con el carroñeo antes que con la caza. En 1978,
Glynn Isaac cuestionó la idea del hombre cazador señalando
que era difícil saber si la carne de los huesos que se habían en-
contrado provenía del carroñeo o de la caza. «Por el momento
—dijo—, parece menos razonable asumir que los protohuma-
nos, armados de manera primitiva, si es que estaban armados,
fueran cazadores especialmente eficaces» (Lewin, 1989, p. 101).
En el mismo año, Leakey afirmó: «En la larga carrera evoluti-
va de la humanidad, los alimentos vegetales han sido los pri-
marios, el gran tamaño de nuestros molares y su esmalte ex-
cepcionalmente grueso nos lo indican» (Leakey y Lewin, 1978,
p. 134).
Lewis Binford fue incluso más lejos al plantear que «entre
100.000 y 35.000 años atrás aparece el tenue atisbo de un estilo
de vida cazador» (citado por Leakey y Lewin, 1993, p. 188).
En 1979, tres grupos diferentes de investigadores descubrie-
ron que algunos huesos fósiles tenían tanto marcas de cortes
hechos con herramientas de piedra (herramientas fabricadas
por el hombre), como marcas de dientes hechas por depreda-
dores. En general hay acuerdo en que cuando la marca del
corte hecha con la herramienta de piedra está sobre la marca
MITOS SOBRE LA CAZA
—21—
de los dientes, el hueso es fruto del carroñeo a un carnívoro
(p. 192). El «hombre carroñero» no suena tan bien como el
«intrépido hombre cazador».
Actualmente, la mayoría de los científicos rechaza la creen-
cia de que la caza fuera el motor que estimuló la evolución
humana, pero los escritores que intentan justificarla se resisten
a aceptar esta idea. Si Binford está en lo cierto, la caza podría
tener una historia de tan solo 35.000 años, ni siquiera un par-
padeo en términos de evolución, pero quienes intentan defen-
derla insisten todavía en que, en realidad, tiene una historia de
un millón de años.
Los escritos acerca del concepto del carroñeo continúan.
James O’Connell, por ejemplo, no solo afirma que los hom-
bres primitivos ahuyentaban a los depredadores de sus presas
y rescataban la carne, sino que además plantea la hipótesis de
que tal suministro pudo haber sido insuficiente para mantener
a los miembros de la tribu, de los que se sabe que, a diferencia
de los simios, compartían la comida (citado por Holmes,
2003). O’Connell cree que la organización social de los hu-
manos primitivos se asemejaba a la de tantas sociedades con-
temporáneas de cazadores recolectores, idea que ha sido tam-
bién cuestionada. En tales sociedades son las mujeres y los
niños quienes diariamente recogen y recolectan la mayor
parte de los alimentos que les permiten sobrevivir. La caza
puede ser importante en muchas de ellas, los cazadores reci-
ben muchos elogios cuando vuelven con carne de una cacería
de varios días, pero esta supone un placer más que la fuente
primaria de alimento. Podríamos plantearnos el porqué de
este gran elogio de la carne, que constituye tan solo un pe-
queño porcentaje de la dieta, o de esta alabanza a los cazado-
res varones que la procuran, antes que a las mujeres y los ni-
ños que suministran la mayor parte del alimento para la tribu,
pero estas son cuestiones para un ensayo diferente.
En su obra recientemente publicada Man the Hunted:
Primates, Predators and Human Evolution, Donna Hart y
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—22—
Robert Wald Sussman rechazan la hipótesis del hombre pri-
mitivo como cazador. Estos autores sostienen que el hombre
primitivo, como otros primates, evolucionó como cazado, no
como cazador. Centrando su estudio fundamentalmente en el
Australopithecus afarensis, Sussman y Hart afirman que este
carecía de los dientes y el tracto digestivo necesarios para
«procesar una dieta de carne». También señalan que el fuego
controlado que podría haber hecho la carne digerible no se
encuentra en los registros fósiles. Lo mismo cabe decir res-
pecto de las armas o herramientas que habrían permitido a
estos ancestros primitivos matar animales grandes. Hart y
Sussman explican que la conducta humana evolucionó porque
los humanos eran presas. La vida en sociedad proporciona
protección, por lo que tiene valor de supervivencia para los
animales que pueden convertirse en presa, y es una respuesta
común frente a la presión predadora.
Puede decirse entonces que, al menos por el momento, la
hipótesisde la caza, que reivindica esta actividad como la que
promovió la evolución de la humanidad, ha sido rechazada
por la inmensa mayoría de los científicos que se dedican a la
prehistoria humana. Es un mito. Supongamos, sin embargo,
que estos científicos están equivocados y que la caza es tan
antigua como algunos autores pretendían hacernos creer.
¿Qué diría esto sobre cómo debemos juzgar moralmente la
caza deportiva? Asumiendo que los protohumanos se dedica-
ran a cazar para sobrevivir, este mero hecho no sería suficiente
para mostrar que la caza deportiva tenga que ser moralmente
aprobada en el siglo XX o XXI.
Es cierto que las tradiciones ancestrales parecen con fre-
cuencia valiosas y dignas de ser preservadas, pero que una tra-
dición sea antigua no supone que sea buena o moral. La escla-
vitud, la tortura, la guerra y la violación de las mujeres del
enemigo tienen una larga tradición, al menos tan larga como la
historia escrita y quizá mucho más, pero este hecho no nos
permite proclamar que tales costumbres deban mantenerse o
MITOS SOBRE LA CAZA
—23—
que sean morales. Si la caza fue en otros tiempos necesaria pa-
ra la supervivencia humana, ahora no lo es y, de hecho, esta
tradición está desapareciendo rápidamente, lo que constituye
un ejemplo más de la flexibilidad de la conducta humana.
3. LOS HUMANOS SON DEPREDADORES NATURALES;
LA CAZA ES DEPREDACIÓN
Al intentar justificar la caza, muchos autores comparan a los
cazadores humanos con depredadores. Pero hacer esto supone
que ignoremos unos cuantos hechos. Charles List es uno de
los autores que ven esta semejanza. Afirma que «un bien ob-
tenido por la caza es alimento» y, a ese respecto, continúa di-
ciendo que «la caza entre los humanos tiene al menos esto en
común con la depredación carnívora que tiene lugar entre los
animales» (List, 2004, p. 158).
¿Quiere decir List que, por ejemplo, un humano que mata
un ciervo se asemeja a un lobo que hace lo mismo en que am-
bos están obteniendo alimento? Al hacer esta afirmación pasa
por alto un factor muy importante: a saber, que el lobo tiene
que matar para sobrevivir, mientras que el humano no. Los
humanos comemos carne por varias razones: nos gusta su sa-
bor, estamos acostumbrados a hacerlo, es cómodo, etc., pero
nosotros no pereceríamos si no lo hiciéramos. De hecho, si
nos abstuviésemos de ello, tendríamos el colesterol más bajo y
probablemente estaríamos más sanos. En resumen, el depre-
dador biológico mata para sobrevivir, por necesidad, mientras
que los humanos elegimos matar animales para comerlos.
Comer carne es para los humanos una cuestión de elección.
Las diferencias entre el verdadero depredador y el humano
actuando como tal son mucho mayores que las semejanzas.
Esta comparación resulta, cuando menos, forzada. Además, la
necesidad del depredador de cazar y matar conlleva que no
hagamos un juicio moral de esta conducta —no condenamos
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—24—
la matanza porque es, por así decirlo, en defensa propia—, pe-
ro, puesto que dicha necesidad no se aplica a la caza y matan-
za que hacen los humanos para conseguir alimento, el enjui-
ciamiento moral en este caso no está fuera de lugar.
Desde el punto de vista biológico, el ser humano no es un
depredador. Los auténticos depredadores, esto es, los anima-
les que son depredadores desde una perspectiva biológica o fi-
siológica, tienen que tener un arma, o varias, con la que matar
a sus presas. Esto es así al margen de si el animal es un mamí-
fero, un ave rapaz, un pez o un insecto. Estas «armas» adop-
tan formas muy diferentes, como dientes grandes, agudos y
cortantes, picos afilados capaces de rasgar, zarpas o garras,
aguijones paralizantes o venenosos, etc. El cuerpo del depre-
dador tiene que ser capaz de atrapar y retener, matar y devo-
rar a su presa. Los humanos no poseemos semejantes armas.
Nuestros dientes son demasiado pequeños, en vez de fuertes
zarpas para agarrar a nuestras presas, tenemos solo unas ma-
nos vulnerables, etc. Además, nuestra saliva es diferente de la
de otros depredadores mamíferos y el hecho de que tengamos
unos intestinos tan largos supone que la carne esté dentro de
nuestro cuerpo largo tiempo, exponiéndonos a peligros que
no experimentan los mamíferos depredadores, con los intesti-
nos cortos que los caracterizan. Física o biológicamente, no
satisfacemos los requerimientos básicos de un depredador;
desde un punto de vista biológico o fisiológico, no somos de-
predadores.
Asimismo, los primates no humanos, nuestros parientes
mamíferos más cercanos, son en su mayor parte vegetarianos,
no depredadores. Aunque se han visto algunos chimpancés
cazando y comiendo monos, esta no es su dieta fundamental.
A lo sumo, algunos científicos clasificarían a ciertos primates,
como los chimpancés, como omnívoros.
Se podría afirmar, sin embargo, que los humanos somos
depredadores culturales. Sería difícil negar esta aseveración,
pues aunque las armas no son una parte de nuestro cuerpo,
MITOS SOBRE LA CAZA
—25—
hemos usado nuestro cerebro para producirlas. Desde este
punto de vista, podría concluirse que los humanos son los más
grandes depredadores del mundo. No obstante, la producción
de esas armas mortales no es una herencia biológica inevitable,
sino más bien una elección consciente que hemos hecho. Si
efectivamente somos depredadores culturales, esta depreda-
ción está abierta al elogio o al reproche; no es algo neutral, pues
podemos elegir usar nuestro cerebro para propósitos diferentes,
no tenemos por qué crear armas mortales. La moral no conde-
na al depredador que actúa invariablemente por las exigencias
de su fisiología, pero la depredación cultural no es necesaria,
pues implica una elección, y las elecciones pueden ser condena-
das. En resumen, la idea de que la caza en los humanos es como
la depredación en los animales salvajes es un mito.
4. EXCURSUS
Hasta el momento he citado a autores que están tratando ex-
plícitamente de justificar la caza. Pasemos ahora a discutir un
artículo muy reciente (26 de marzo de 2006), el editorial del
New York Times Magazine, de alguien que no es necesaria-
mente un apologista de la caza. Este artículo es un pasaje de
un libro de Michael Pollan titulado The Modern Hunter-
Gatherer, de próxima aparición.
Si examinamos lo que dice Pollan, vemos que aunque po-
damos pensar que el uso de palabras como «instinto», «evolu-
ción», «auténtico» o «natural» en referencia a la caza es algo
anticuado o que se encuentra solo en escritos apasionados en
defensa de dicha actividad, este no es el caso. Tales palabras y
los conceptos que expresan han sido ampliamente aceptados,
incluso por pensadores inteligentes y perspicaces que no están
intentando expresamente defender la caza.
El New York Times Magazine describe el artículo de Po-
llan de la siguiente manera: «Buscando una mejor compren-
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—26—
sión de su lugar en la naturaleza y en la cadena alimenticia, el
autor se adentra con un rifle en los bosques de California» (p.
38; la cursiva es mía). Hablando acerca de su acentuada con-
ciencia respecto del entorno en su primera cacería, Pollan dice
que quizá su experiencia «constituye precisamente el tipo de
adaptación que la selección natural favorecería en la evolución
de una criatura que sobreviviera por la caza» (p. 41; la cursiva
es mía).
Acercándose a Ortega, al que posteriormente cita, escribe
Pollan: «Buscando su presa, el cazador se vuelve instintiva-
mente similar al animal, esforzándose por hacerse menos visi-
ble, menos audible, por estar más alerta». Entonces, dejando
ver la complejidad de su pensamiento, continúa:
Un momento. ¿He escrito yo realmente este último párrafo? ¿Sin
ironía? Esto resulta embarazoso. ¿De verdad estoy escribiendo
sobre el «instinto» del cazador, sugiriendo que la caza representa
alguna suerte de encuentro primordial entre dos tipos de animales,
uno de los cuales soy yo? Esto parece un poco excesivo. Reconoz-
co esta clase de prosa: pornografía del cazador. Y siempreque la
he leído, en Hemingway y Ortega y Gasset y todos esos escritores
de la América salvaje, barbudos y endurecidos, que aún suspiran
por el Pleistoceno, he puesto los ojos en blanco. Nunca he podido
soportar el deleite en el primitivismo, la sed de sangre apenas disi-
mulada, la idea completamente machista de que el más auténtico
encuentro con la naturaleza es el que llega a través de la mira de un
rifle y termina con un mamífero grande muerto en el suelo. Una
matanza que, según nos han hecho creer, constituye un gesto de
respeto. Así es para Ortega y Gasset, el filósofo español, quien es-
cribe en Sobre la caza que «el mayor y más moral homenaje que
podemos tributar en ciertas ocasiones a ciertos animales [...] es
matarlos...». Por favor... (p. 40 la cursiva es mía).
Pollan comenta entonces que «esta acalorada prosa carente
de ironía» puede ser el mejor lenguaje para describir la expe-
riencia de la caza o puede ser, y esta es la opinión que él pare-
MITOS SOBRE LA CAZA
—27—
ce apoyar, que algunas experiencias sean muy «diferentes des-
de dentro que desde fuera» (p. 40). El autor se refiere expre-
samente a la afirmación de Ortega de que el animal que caza-
mos saca el animal que hay en nosotros, pero después lo
caracteriza como «atavismo puro y simple», mientras que al
mismo tiempo hace notar que Ortega usa la palabra «auténti-
co». Pollan continúa diciendo: «[...] me sentí como si de algún
modo hubiese entrado en la naturaleza por una puerta nueva.
Por una vez no era un espectador, sino que participaba ple-
namente en la vida del bosque».
Tales ideas, señala el autor, son «para mí mucho menos
disparatadas después de haber estado en el bosque aquella
primera mañana [...]» (p. 42; la cursiva es mía).
Pollan relata que tras matar a un cerdo salvaje experimentó
«orgullo», así como «gratitud», y que se sintió «inequívoca-
mente feliz», sin ningún «remordimiento» o siquiera senti-
mientos «ambivalentes», aunque había esperado sentir estas
últimas emociones. Pronto, sin embargo, cuando estaban pre-
parando el cerdo, aparecieron sentimientos de «asco» y «re-
pugnancia». Pollan se pregunta: «¿Y si una vez hecho el cerdo
no pudiera comerme esa carne? Su muerte entonces habrá si-
do vana, un desperdicio» (p. 71). Sin duda, tales comentarios
tienen sentido para Pollan, pues está escribiendo sobre comi-
da, de dónde viene esta, cómo se cría el ganado, etc., pero se
encuentra estancado en su universo antropocéntrico. La
muerte del cerdo está justificada si él se lo come y es un des-
perdicio si no lo hace. Su frívolo placer de comer algo que no
tenga «código de barras» justifica para Pollan la muerte del
cerdo, «aun cuando sabe perfectamente que no necesita comer
carne para sobrevivir». Él «come carne» y matar está justifica-
do por motivo de su elección. ¿Por qué habría de ser legítima
una elección humana de hacer algo que resulta en el dolor,
sufrimiento y muerte de otro ser vivo muy desarrollado sobre
la base de una preferencia de gusto, sobre la base de una prefe-
rencia por comer carne?
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—28—
El artículo termina con la descripción de la satisfacción de
Pollan al invitar a sus amigos y cocinar la «comida perfecta»,
que incluye el cerdo al que había disparado, que tenía un
«dulzor de almendras cuyo sabor nada tenía que ver con el del
cerdo comprado en el supermercado». El autor añade: «Yo
conocía el verdadero coste de esa comida, el sacrificio preciso
de tiempo, energía y vida que había implicado. Quizá esta sea
la comida perfecta: una que ha sido pagada en su totalidad,
que no deja dudas pendientes» (p. 71).
Esta es, una vez más, aunque más hábilmente expresada, la
vieja idea que repiten los cazadores a menudo, según la cual
uno debe conocer de dónde viene su comida, lo que conlleva
ser cazador. Nunca queda del todo claro por qué es esto tan
importante. ¿Supone en cierto modo algún tipo de hipocresía
comer la carne de un animal sacrificado fuera de nuestra vista?
¿Acaso piensan los cazadores que la hipocresía es el único o el
principal elemento que se ha de tener en cuenta en una discu-
sión sobre la ética del comer carne?
Lo que se echa también en falta en ese artículo es la refle-
xión de que el cazador retorna a la naturaleza solo si el hom-
bre es verdaderamente un depredador, como Ortega parecía
creer. Si el hombre no es un depredador, entonces que uno
mate su propio alimento no es algo natural, sino justo lo con-
trario.
No sé si es realmente adecuado calificar el artículo de Po-
llan como una defensa de la caza, pero, desde luego, no es una
condena. Es digno de resaltarse que aún en el año 2006 un
profesor de universidad con experiencia en literatura y perio-
dismo ambiental piense que vale la pena citar a Ortega, hablar
de instintos, y más que insinuar que hay algo auténtico en
matar uno su propio alimento, «haciéndose cargo de la ma-
tanza que conlleva comer carne. Yo quería, por una vez en mi
vida, pagar el precio kármico completo de una comida» (p.
41). ¿Ahora está hablando de karma? Como el mismo Pollan
dice, ¡por favor!
MITOS SOBRE LA CAZA
—29—
5. LA CAZA ES NECESARIA
Sabiendo que la caza deportiva es una cuestión de elección y
que, como tal, está abierta a la crítica moral, muchos apolo-
gistas de la caza tratan de mostrar que es necesaria. Estos ar-
gumentos adoptan diferentes formas. Numerosos escritores
afirman que la caza es necesaria porque los humanos tenemos
que comer, pero ahora sabemos, si no lo sabíamos antes, que
no tenemos por qué comer carne. Swan, por ejemplo, sostiene
que «el hombre ha sido un depredador natural durante cientos
de miles de años y tiene tanto derecho como cualquier otro
depredador a cazar para alimentarse» (Swan 1995, p. 166). Es
un poco confuso, sin embargo, encontrar esta afirmación en
un libro que justifica la caza por deporte, en la que la carne no
siempre se consume. La aseveración «tenemos que comer» no
justifica ciertamente la caza en busca de trofeos.
La prensa popular repite la idea de que la caza deportiva es
necesaria porque sin ella estaríamos desbordados por la canti-
dad de animales. Se dice que sin dicha actividad las poblaciones
de animales se dispararían, estaríamos hasta el cuello de ciervos,
gansos o lo que fuera. Estos animales, se afirma, destruirían su
hábitat, los bosques y todo lo demás, creando una especie de
páramo donde nada crecería. Se repite constantemente que,
puesto que hemos acabado con la mayoría de los depredadores,
debemos ahora controlar ciertas especies o, de lo contrario,
causarán un daño irreparable. Este argumento es especialmente
manifiesto en las discusiones acerca de los ciervos, una «pieza
de caza» muy común. Los periódicos de Pennsylvania hablan
una y otra vez de «crecientes manadas de ciervos». Leemos en
ellos que el problema de la «superpoblación» existe porque
hemos terminado con los lobos, osos y gatos salvajes que de-
bieran «controlar naturalmente» las poblaciones de ciervos,
conteniéndolas. «Continuará habiendo superpoblación de cier-
vos», se afirma, «a menos que los humanos intervengamos y
tomemos el lugar de los depredadores que hemos eliminado».
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—30—
Así pues, el argumento sostiene que, puesto que los huma-
nos hemos alterado ya el mundo natural, no podemos cruzar-
nos de brazos y no hacer nada, a menos que queramos una
mayor degradación de nuestro medio ambiente. La caza de-
portiva es el único camino para «disminuir la población» o
para que el número de ciervos decrezca. De esto se sigue que,
puesto que la caza es necesaria para nuestra propia autodefen-
sa, debiera ser consentida, no condenada. Este argumento
«desde la necesidad» es falaz por muchas razones.
Como mucho, los depredadores pueden impedir que la
población de una presa alcance un número máximo de indivi-
duos, pero no la controlan. Lo contrario sí es cierto, el núme-
ro de presas controla el de depredadores. En un contexto na-
tural, el descenso de depredadores puede conducir a un
incremento en la cantidad de presas, perono es así necesaria-
mente. Si la presión predadora disminuye, el número de pre-
sas puede crecer temporalmente, pero poco después la cifra de
depredadores se incrementará también. Esto tiene sentido,
pues las presas son alimento para el depredador y el alimento
es el principal factor influyente en el número de animales que
nacen o que pueden sobrevivir. Si los depredadores mataran
demasiadas presas, o todas ellas, empezarían a pasar hambre y
a morir. Es difícil ver cómo tal conducta podría haber evolu-
cionado alguna vez, ya que llevaría a la desaparición tanto del
depredador como de la presa. Nada de esto debiera sorpren-
dernos, pues suele haber una especie de balance entre depre-
dadores y presas, una relación que ha evolucionado durante
millones de años.
Los científicos son muy cautelosos cuando al hablar de,
por ejemplo, el efecto que los lobos, osos, pumas y otros de-
predadores podrían tener en el número de ciervos, dicen que
no es posible hacer generalizaciones. Por ejemplo, una mana-
da de ciervos que se viera fuertemente afectada por los pará-
sitos podría sucumbir a los depredadores mucho más fácil-
mente que otra que no sufriera lo mismo. De manera similar,
MITOS SOBRE LA CAZA
—31—
una manada de ciervos que pasara un invierno duro, con
fuertes nevadas, podría sufrir grandes pérdidas a causa de los
lobos. Son muchas las condiciones que pueden influir en los
efectos de la depredación. La creencia de que los depredado-
res controlan la cantidad de presas y la mantienen baja se apo-
ya en casos en los que la presa no es un animal autóctono.
Con frecuencia, no se conocen los efectos precisos de la de-
predación. Lo que está claro, y se ha sabido durante años, es
que la población de la presa no se dispara necesariamente ante
la ausencia de depredadores, puesto que hay muchos de los
que pueden denominarse «factores intrínsecos» o «mecanis-
mos de autorregulación» que la limitan o estabilizan.
Incluso en ausencia de depredadores, el número de presas
está limitado por factores como la cantidad de alimento dis-
ponible. Sencillamente, no es cierto que los depredadores sean
necesarios para evitar que las poblaciones de presas se expan-
dan hasta el infinito y, por tanto, tampoco lo es que habiendo
acabado con los depredadores, debamos ahora tomar su lugar.
De este modo, el argumento que intenta probar que la caza es
necesaria falla, pues muestra falta de comprensión del papel de
la depredación e ignorancia o carencia de atención en lo que se
refiere a los mecanismos de autorregulación que limitan las
poblaciones de animales. La necesidad de la caza es un mito.
Es necesario también darse cuenta de que probablemente
los humanos no podrían, aunque quisieran, reproducir el pa-
pel que desempeñan los depredadores naturales, biológicos.
Los depredadores tienden a mantener las manadas de presas
sanas eliminando a los enfermos, heridos, desnutridos, etc.
Aunque nadie negaría que algunas veces matan animales sanos
y maduros, estos no son su principal recurso de alimentación.
Los depredadores, incluso los oportunistas, matan ante todo a
los enfermos, a los muy viejos y a los muy jóvenes. Los datos
han mostrado repetidamente la certeza de esta afirmación. Los
enfermos, viejos y muy jóvenes son precisamente los animales
que los cazadores humanos intentan evitar, pero incluso si no
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—32—
lo hicieran, tampoco serían capaces de discernir qué animal
tiene una leve anormalidad en su modo de caminar debido a la
artritis o cuál tiene hábitos alimenticios peculiares derivados
de una anormalidad dental, pues, según muchos científicos,
carecen del criterio necesario. Schaller, en su estudio sobre los
leones, sostiene que «los depredadores eliminan a los enfer-
mos y a los viejos, mantienen las manadas sanas y en alerta».
Poseen un «discernimiento que no puede ser igualado por el
hombre; los depredadores son los mejores administradores de
la vida salvaje» (Schaller, 1972, p. 407). En un entorno natural
sobrevive, la mayor parte de las veces, el más apto. Lo contra-
rio cabe decir respecto de la mayoría de los entornos de caza,
puesto que los cazadores buscan trofeos, animales grandes y
sanos, y no animales de muy corta edad o enfermos.
En ocasiones, el mito de la necesidad de la caza se expresa
afirmando que debemos matar al animal no ya para prevenir
el daño ecológico, sino por su propio bien, para que no sufra a
causa de la superpoblación y a la larga muera de hambre. Este
razonamiento pretende hacernos creer que es más humano
matar a un animal que dejarlo morir de hambre. El cazador
que repite este argumento se muestra a sí mismo como una
persona preocupada por el bienestar de los animales.
La figura del cazador preocupado por el bienestar de los
animales, que los mata para salvarlos del sufrimiento o de la
muerte por inanición, conlleva el mito de que los animales
solo mueren de hambre cuando hay demasiados, sea cual sea
el significado que pueda tener la expresión «demasiados». Pe-
ro en realidad la caza no evita que los animales mueran de
hambre. Por ejemplo, en un invierno severo pueden morir
ciervos aunque haya solo unos pocos. Se sabe además que es-
tos animales mueren de hambre aun con alimentos cerca
cuando la nieve es muy abundante. Los cervatillos nacidos
muy entrado el año pueden no llegar a ganar nunca el sufi-
ciente peso para sobrevivir un invierno, sin importar cuánto
alimento haya disponible. Persigan o no los cazadores la ma-
MITOS SOBRE LA CAZA
—33—
nada, estos cervatillos morirán. De manera similar, si los ani-
males adultos son constantemente acosados por los cazadores,
es posible que agoten sus reservas de grasa y mueran de ham-
bre durante un invierno intenso. En este caso, la caza podría
causar muertes por inanición antes que prevenirlas.
Con frecuencia, el cazador preocupado por el bienestar de
los animales argumenta que es más humano ser alcanzado por
una bala o una flecha con punta de navaja y tener una muerte
rápida, que morir de hambre lentamente. Sería interesante sa-
ber cómo sopesa el sufrimiento del animal y llega a la conclu-
sión de que la muerte por inanición causa mayores padeci-
mientos. Esta creencia descansa en el mito de que un animal
cazado muere rápidamente e ignora el hecho de que a menudo
los animales resultan heridos. Si comparamos el sufrimiento
de un animal herido por una bala o una flecha con punta de
navaja (diseñada para abrirse camino entre tendones, carne y
nervios), un animal lisiado, que muere desangrado o que ago-
niza durante días a causa de una infección, con el de un animal
que muere de hambre, no parece tan claro que la muerte por
inanición sea el peor destino. No importa quién recoja los
datos, los cazadores siempre afirman que las cifras de animales
heridos son mucho más bajas que las que se publican. No ad-
miten que hieren a aves que nunca recogen, que disparan a
animales que huyen para morir en algún lugar escondido, pe-
ro no hay más que leer una revista de caza para ver cómo se
enseña a los cazadores de ciervos, por ejemplo, a seguir el
rastro de sangre que deja un animal herido. Efectivamente, sa-
biendo qué buscar, el cazador puede a menudo determinar la
seriedad de la herida del animal, qué parte de su cuerpo o qué
órgano interno fue alcanzado por la bala o la flecha y, así, lo
lejos que podría haber llegado.
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—34—
6. LA CAZA DEPORTIVA REDUCE EL NÚMERO DE ANIMALES
Nada parecería más de sentido común que pensar que la caza
recreativa reduce el número de animales. Por cada animal que
un cazador mata, hay un animal menos, por lo que la cantidad
total disminuye. ¿Cómo podría alguien discutir esto? Nadie
pondría en duda este mito a menos que supiera algo sobre las
dinámicas de población de animales.
Hablemos ahora del ciervo, la pieza de caza más popular
en los Estados Unidos. Si se matan o se eliminan muchos cier-
vos en una manada mientras el suministro de alimentos se
mantiene constante, los animales tenderán a reproducirse más,
pues habráuna mayor cantidad de alimento para cada indivi-
duo, factor muy importante en la reproducción. Las hembras
tendrán dos crías en vez de una en cada parto, o tres en vez de
dos, y se reproducirán a una edad más temprana. Este incre-
mento de la reproducción tiene, por supuesto, unos límites fi-
siológicos. Dicho aumento tiene sentido en tanto que meca-
nismo evolutivo que aseguraría la supervivencia de la especie
en el caso de que ocurriera una catástrofe natural. Las agencias
de caza calculan cuántos animales o, más precisamente, cuán-
tos animales machos y hembras pueden eliminarse sin que
disminuya la población total. Aprovechan estos mecanismos
naturales determinando no solo la cantidad de animales que se
pueden «recolectar», sino también la duración de la tempora-
da de caza, el momento en que se pueden cazar, etc.
La mayoría de los cazadores de, por ejemplo, Pennsylva-
nia, así como de otros lugares, no quiere disparar a las hem-
bras, prefiere matar ciervos machos, pues muchos de ellos
buscan un trofeo. Esta preferencia ha significado que en
Pennsylvania solo el 3% de los ciervos machos alcancen la
completa madurez (cinco años de edad). También ha conlle-
vado que, con la eliminación anual de machos, la proporción
natural aproximada de 50% machos y 50% hembras se haya
visto alterada. Los cálculos de estas proporciones oscilan entre
MITOS SOBRE LA CAZA
—35—
5 y 20 hembras por macho. Tras unas cuantas temporadas de
caza ocurre, entonces, que el 70, el 80 o incluso el 90% de los
ciervos pueden estar reproduciéndose, en vez de la cifra más
normal del 50%, aproximadamente. Así, pueden matarse mu-
chos ciervos cada año sin que mengüe la población total.
Curiosamente, serán esos mismos mecanismos los que li-
miten el tamaño de una manada en los momentos en que la
comida sea escasa o la densidad de población alta. El número
de partos múltiples decrecerá, la edad a la que se da la primera
reproducción podrá retrasarse dos y hasta tres años y las
hembras concebirán posiblemente solo cada dos años en vez
de cada año, ya que, después de las exigencias que conlleva la
reproducción, no habrán sido capaces de recuperar las condi-
ciones (o el peso) necesarias para concebir. Hay incluso indi-
cios de que «no solo pueden no alcanzar el peso mínimo nor-
malmente requerido para la ovulación, sino que además, en
poblaciones de alta densidad, este mínimo puede ser superior»
(Albon et al., citado por Putman, 1988, p. 113).
La mortalidad también varía en las manadas con una alta
densidad de población. En ellas los neonatos tienen una tasa
de mortalidad alta. En un determinado momento se pensó que
esto se debía a que las madres no eran capaces de conseguir el
alimento necesario que les permitiera producir suficiente leche
para sus vástagos, pero las investigaciones han mostrado que
en manadas con una población muy densa las madres desnu-
tridas tampoco atienden bien a sus cervatillos, lo que conlleva
un incremento en la mortalidad de las crías (Langenau y Lerg,
citado por Putman, 1988, p. 113). Por otro lado, un alto por-
centaje de cervatillos puede no ser capaz de ganar el peso ne-
cesario para sobrevivir al primer invierno.
En este tipo de manadas hay, además, otros cambios de
conducta que pueden afectar a la supervivencia. En general, la
agresión aumenta. La competencia entre los machos puede ser
tan intensa que no todas las hembras consigan reproducirse.
De manera similar, es posible que se persiga a las hembras su-
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—36—
bordinadas y se les impida reproducirse. Las hembras subor-
dinadas con cervatillos pueden experimentar amenazas cre-
cientes que inhiban su capacidad para amamantar a las crías o
cuidarlas adecuadamente, con el resultado de un incremento
en la mortalidad de los cervatillos.
El tamaño de la población está también influido por la in-
migración y la emigración, que son, a su vez, provocadas por
la densidad poblacional. En manadas con una alta densidad
crece la emigración.
Si generalizamos estos «mecanismos intrínsecos», llegamos
a la conclusión de que con un buen suministro de alimento o
una baja densidad de población en la manada, la reproducción
se incrementará y la mortalidad decrecerá, lo que significa que
la manada aumentará. En una manada de alta densidad pobla-
cional, por el contrario, habrá una mayor competición por el
alimento, la reproducción decrecerá y la mortalidad aumenta-
rá, lo que supone que la manada disminuirá de tamaño.
Estos mecanismos explican cómo una manada de ciervos
puede estabilizarse por sí misma incluso en ausencia de depre-
dadores. Cuando cada temporada los cazadores persiguen las
manadas y eliminan (matan) a los individuos, la densidad de
población se reduce y la reproducción sube hasta sus niveles
más altos. Esto muestra cómo es posible que se elimine medio
millón de ciervos cada año en Pennsylvania sin una disminu-
ción de la población total, la cual, según se estima, está entre el
millón y el millón y medio de animales. La caza deportiva, tal
y como se practica en los Estados Unidos, no reduce el núme-
ro de animales; tampoco lo pretende.
En general, las agencias de caza no quieren reducir la can-
tidad de animales disponibles para la caza. Entienden que su
función es estar al servicio de los cazadores y consideran por
ello que su papel consiste en ofrecer oportunidades para ca-
zar, no en intentar disminuir el número de animales. Sus pro-
pios intereses están también basados en los cazadores, puesto
que son ellos los que compran las licencias y es con el dinero
MITOS SOBRE LA CAZA
—37—
obtenido en dicha venta con el que se pagan los salarios de
quienes trabajan en estos negocios. (Las agencias de caza en
los Estados Unidos también reciben dinero de los impuestos
que gravan artículos de caza, municiones, etc. Este dinero es
recaudado por el Gobierno Federal y devuelto después a los
diferentes estados bajo los términos de la ley Robertson-
Pittman.) Con el fin de proporcionar oportunidades a los ca-
zadores, las agencias deben mantener una cantidad suficiente
de animales, de tal modo que aquellos puedan encontrar algo
a lo que disparar. Deben, por tanto, asegurarse de que hay
animales disponibles cada año. Los administradores de la caza
admiten que esta actividad es como cortar el césped, es algo
que debe hacerse todos los años, proporcionando oportuni-
dades inagotables para los cazadores.
En Pennsylvania, en los cien años que van aproximada-
mente de 1903 a 2003, la población de ciervos pasó de no
existir a contar con más de un millón de animales. Los ciervos
se introdujeron en este estado para el disfrute de los cazado-
res. Este incremento de la población tuvo lugar a pesar de que
el número de animales muertos aumentaba casi cada año. De
hecho, las poblaciones de ciervos en Pennsylvania y Michigan
se mantienen en niveles anormalmente altos porque ha habido
un esfuerzo coordinado para manipular el entorno con el fin
de incrementar la reproducción. Por ley, la Pennsylvania
Game Commission debe gastar un determinado porcentaje de
cada dólar que se haya obtenido con la venta de licencias de
caza de ciervos en la mejora del hábitat. En Pennsylvania esto
se hace talando bosques, lo que proporciona brotes nuevos, el
alimento ideal para el ciervo. Con un suministro fijo de ali-
mento los animales se reproducen hasta el máximo y los caza-
dores de la siguiente temporada tienen garantizada una buena
cantidad de animales. Los cazadores no quieren que se reduz-
ca el número de ciervos, pues esto haría la caza más difícil y
sería por tanto menos probable que volvieran a casa con una
res.
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—38—
Nada de lo que he dicho debería entenderse como la afir-
mación de que la caza no puede reducir el número de anima-
les. De hecho, tenemos muchos ejemplos que muestran cómo
la caza comercial ha disminuido notablemente las cantidades
de animales e incluso ha conducido algunas especies a la ex-
tinción. La paloma migratoria es un ejemplo muy conocido, al
igual que elbúfalo (bisonte) del Parque Nacional de Ye-
llowstone, cuya población pasó de contar con millones de
animales a quedar reducida a menos de un centenar.
7. CAZAR NO ES SIMPLEMENTE MATAR
Casi todos los apologistas de la caza reconocen que esta acti-
vidad conlleva necesariamente matar, de lo contrario, dicen,
no sería caza, pero insisten en que no es lo fundamental. Así
pues, según afirman, matar no es el fin o el objetivo de la caza.
Ortega señala que matar no es el propósito de la caza de-
portiva y que no es siquiera una parte esencial, aunque la
muerte del animal sí es el objetivo de lo que denomina caza
utilitaria, comúnmente llamada caza de subsistencia (Ortega y
Gasset, 1968, pp. 40-41). En un pasaje muy citado afirma:
Al deportista no le interesa la muerte de la pieza, no es eso lo que se
propone. Lo que le interesa es todo lo que antes ha tenido que ha-
cer para lograrla; esto es, cazar [...]. La muerte es esencial porque
sin ella no hay auténtica cacería: la occisión del bicho es el término
natural de esta y su finalidad: la de la caza en su mismidad, no la del
cazador. Este la procura porque es el signo que da realidad a todo
proceso venatorio, nada más. En suma, que no se caza para matar,
sino, al revés, se mata para haber cazado [...]. Lo que [el cazador]
busca es ganársela [la caza], vencer con su propio esfuerzo y des-
treza al bruto arisco, con todos los aditamentos que esto lleva a la
zaga: la inmersión en la campiña, la salubridad del ejercicio, la dis-
tracción de los trabajos, etc. (pp. 93-94; la cursiva es mía).
MITOS SOBRE LA CAZA
—39—
Para Ortega, cazar es un modo de evasión del mundo pre-
sente y cotidiano. Es una manera de deshacerse, por un corto
espacio de tiempo, de los problemas y obligaciones del pre-
sente movidos por una especie de nostalgia por nuestro estado
ancestral, por un pasado que hemos dejado atrás. Todas las
culturas, afirma el filósofo, comparten este sueño de una anti-
gua «edad de oro». El pasado lejano aparece como una época
más sencilla y tranquila, como una «isla encantada». El hom-
bre desea volver a lo que Ortega denomina «hombre natural»,
que es el del Paleolítico (pp. 108-110). El «garbo y delicia» de
la caza están enraizados precisamente en el deseo del hombre
de retornar a su ancestral proximidad con los animales, vege-
tales y minerales, en suma, con la Naturaleza (p. 104).
Ortega admite que si pudiéramos regresar a ese estado
primigenio no seríamos realmente felices, que la caza es una
«vuelta artificiosa» y un «gigantesco anacronismo». Reconoce
también que esta actividad requiere artificios como el estable-
cimiento de cotos y temporadas de caza. Sin embargo, el filó-
sofo insiste en que «cuando [...] el hombre de hoy se pone a
cazar, eso que hace [...] es, esencialmente, lo mismo que hacía
el paleolítico». Aunque las armas han cambiado y el papel de
la caza es diferente, ya que para el hombre primitivo era el
centro de su vida, mientras que para el cazador moderno es
una suspensión temporal de su vida como hombre del siglo
XX o XXI, «el cazador», dice Ortega, «es, a la vez, el hombre
de hoy y el de hace diez mil años» (p. 112).
Podría argumentarse que las diferencias entre el cazador
del Paleolítico y el actual, que Ortega reconoce que son «deci-
sivas», cambian la naturaleza completa de la caza. Si el cazador
del Paleolítico mata para comer, si su supervivencia depende
del alimento que obtiene gracias a la caza, su actitud será muy
diferente de la de alguien atraído por el deseo de escapar de las
presiones de la vida moderna. Para el cazador primitivo, la ca-
za es esencial para sobrevivir; para el moderno, es simple-
mente una diversión. Esta es precisamente la distinción que
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—40—
había hecho Ortega entre caza de subsistencia y caza deporti-
va. El filósofo había proclamado que en la caza de subsistencia
interesaba la matanza del animal, mientras que en la deportiva
no. De este modo, su afirmación de que el hombre prehistóri-
co y el contemporáneo son el mismo parece inconsistente.
Aunque Ortega insista en que esta diversión moderna que
llamamos caza es algo a lo que se dedican muchos hombres, si
bien solo por un corto espacio de tiempo, y aunque esta activi-
dad conlleve sacrificios, peligros y esfuerzo físico (cabe pre-
guntarse no obstante qué peligros y sacrificios son esos exac-
tamente), aun así, diversión no es lo mismo que necesidad (p.
16). Además, significara lo que significara la caza para el hom-
bre primitivo, el peligro era real porque no disponía de las ar-
mas que tenemos ahora. Las dos experiencias son completa-
mente distintas, al igual que lo son los dos cazadores. Aun
cuando la pieza sea del mismo tamaño, el hombre del Paleolíti-
co, que cazaba con piedras y armas rudimentarias, hacía frente
a un tipo de peligro completamente desconocido incluso para
un cazador actual que se dedique a la caza mayor en África o la
India, con su rifle de alta potencia y sus balas especiales.
La idea de que el cazador caza para evadirse del mundo
moderno y para ser uno con la naturaleza puede muy bien re-
flejar lo que este quiere hacer y lo que piensa o imagina que
está haciendo, lo cual no significa, sin embargo, que sea eso lo
que esté ocurriendo realmente. Todo esto es parte del mito de
que el hombre moderno puede retornar al hombre del Paleo-
lítico, de que a pesar de su rifle o su arco de alta tecnología, su
flecha con punta de navaja, su ropa de camuflaje, su asiento
para árboles [tree stand] y del uso de olores artificiales para
atraer a los animales o para ocultar el suyo propio, puede
asumir el personaje de su antiguo ancestro. El cazador mo-
derno tiene que fingir que su vida está amenazada, que está
cazando un animal fiero y que las posibilidades a su favor son
limitadas, pero nada de esto es verdad. La mayoría de los ac-
cidentes de caza hoy en día se producen porque los cazadores
MITOS SOBRE LA CAZA
—41—
se caen del asiento para árboles o porque se disparan unos a
otros o incluso a sí mismos por error. No se oye hablar de
muchos accidentes en los que la presa haya matado al cazador.
Ortega mantenía que el animal tenía que tener algo así como
una «persecución justa», condición que veía esencial en la caza
moderna. Sin embargo, en general, el animal tiene muy pocas
oportunidades de salvarse o ninguna, a no ser que el cazador
cometa errores muy grandes.
Ortega podría estar en lo cierto cuando dice que la caza
conlleva el deseo de retornar a un mundo más sencillo, a un
mundo en el que nos sintamos parte de la naturaleza. El
anhelo de sentirnos menos alienados puede ser uno de los
motivos que lleva a algunas personas a cazar. En Pennsylvania
hay quienes afirman incluso que se sienten más cercanos no
solo a la naturaleza, sino también a Dios. No obstante, la ma-
yor parte de nuestra tradición occidental, partiendo de la idea
de que solo los humanos estamos «hechos a imagen y seme-
janza de Dios», lo que nos distingue de los otros habitantes de
la tierra, ha sido un esfuerzo por concebirnos como seres ale-
jados de la naturaleza y superiores a ella. El ser humano de
hoy no puede olvidar cómo hemos usado nuestro cerebro, de-
sarrollado la ciencia y transformado el mundo. Ahora, el
hombre moderno, vestido de camuflaje, rociado en aromas
que ocultan el suyo propio, empleando otros para atraer a los
animales que pretende matar, mirando a través de prismáticos
de alta tecnología y usando armas sofisticadas, intenta con-
vencerse a sí mismo de que se está volviendo uno con la natu-
raleza. Creer esto es creer un mito.
8. LA CAZA ENSEÑA VIRTUDES COMO EL VALOR,
EL CONTROL DE UNO MISMO Y LA PACIENCIA
Los cazadores afirman que cazar enseña y desarrolla virtudes
como el valor, la paciencia y el control de uno mismo. Pero
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
—42—
las descripciones que ellos mismos hacen de la caza ponen en
duda tal afirmación.
Swan, por ejemplo, habla de la pasión como opuesta a la
racionalidad, diciendo que «es por las pasiones como las per-
sonasalcanzan sus más altos potenciales como seres huma-
nos» (p. 128). El autor está de acuerdo con la idea de Yung se-
gún la cual «la bondad que está basada casi por entero en el
intelecto y en los libros y no está vinculada también a nuestra
naturaleza interior, se vuelve en última instancia destructiva»
(la cursiva es mía). Para explicar nuestra naturaleza interior,
Swan cita a Marie-Louise von Frantz, quien afirmó:
Vivir significa asesinar desde la mañana hasta la noche, comemos
plantas y animales [...]. [...] las plantas sufren, [...] así que los ve-
getarianos no pueden tener la ilusión de que no participan en la
rueda de la destrucción. Somos asesinos y no podemos vivir sin
asesinar. La naturaleza en su conjunto está basada en el asesinato
[...]. La destrucción y el deseo de vivir están estrechamente co-
nectados (p. 132).
¿Fomenta semejante visión el autocontrol, la compasión y
la empatía? ¿No da más bien razones para la violencia? Si no
podemos vivir sin asesinar, ¿por qué siquiera intentarlo?
¿Cómo describe Ortega la experiencia máxima, la excita-
ción de la caza, llamada por unos «buck fever» y por otros sed
de sangre?
La sangre, para Ortega, es una parte esencial de la caza.
Cuando se derrama, puesto que es el líquido que lleva y sim-
boliza la vida, «se produce una contracción de asco y de te-
rror», pero esta es solo la primera impresión. «Si fluye abun-
dantemente [...] embriaga, exalta, frenetiza al animal y al
hombre». El filósofo sostiene que «la sangre tiene un poder
orgiástico sin par». A este respecto, menciona las corridas de
toros y los antiguos juegos romanos: «la sangre de los gladia-
dores, de las fieras, del toro opera como droga estupefaciente»
(p. 87).
MITOS SOBRE LA CAZA
—43—
Sin duda, Ortega sabía que San Agustín decía algo parecido
en sus Confesiones, en las que escribió sobre los juegos roma-
nos. Agustín relató la historia de un estudiante suyo, más tar-
de convertido en obispo, que acompañó a unos amigos a los
combates de gladiadores. Describió el anfiteatro como invadi-
do por «deleites crudelísimos». Entretanto, su joven amigo
cerraba los ojos resuelto a ignorar los «males» que estaban te-
niendo lugar. De repente la multitud clamó y el joven abrió
sus ojos para ver lo que estaba ocurriendo. «Porque luego que
vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la cruel-
dad, pues no los apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la
vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo se iba delei-
tando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan san-
griento deleite [...]. Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó
consigo la loca afición que le estimulase a volver» (VI, p. 8).
Quizá tanto Ortega como Agustín estén en lo cierto cuan-
do hablan de la excitación y la embriaguez que provoca la
sangre. Ortega lo ve simplemente como parte de la caza,
Agustín como un tipo de enfermedad. Incluso Pollan escribe
sobre «la embriaguez dionisíaca, la sed de sangre que, según
Ortega, se apodera en ocasiones del cazador» (Pollan, 2006, p.
68).
Tales descripciones no muestran que se desarrolle el valor,
la paciencia o el control de uno mismo. De hecho, el auto-
control parece estar completamente ausente. Más bien, la caza
y los deportes sangrientos alejan la sensibilidad y la empatía y
fomentan la violencia, la falta de control y la indulgencia hacia
uno mismo. Si la sangre de la caza y de la corrida de toros ac-
túa como una «droga estupefaciente» y «embriaga y freneti-
za», ¿no es esta razón suficiente para evitar tales experiencias
y condenarlas moralmente? ¿No es este un precio un poco
alto para una diversión, para evadirse del mundo o para comer
carne no envuelta en plástico y no marcada con un código de
barras?
ANIMALES NO HUMANOS ENTRE ANIMALES HUMANOS
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9. CONCLUSIÓN
En las páginas anteriores he intentado mostrar que las justifi-
caciones de la caza mencionadas a lo largo de este artículo son
mitos y que, por lo tanto, no muestran por sí mismas que esta
actividad sea inmune a la condena moral.
Hay muchas y muy buenas razones para condenar la caza,
pero esto es tema para otro artículo. Solo mencionaría de pa-
sada que la caza: 1) conlleva un desperdicio completamente
innecesario y gratuito de vida sensible; 2) altera el medioam-
biente de múltiples maneras; 3) presenta e institucionaliza la
violencia como un pasatiempo y un modo de resolver pro-
blemas; y 4) convierte la visión común del dominio sobre los
animales en una dominación despiadada.
En realidad, la caza se puede condenar sobre la base de dos
principios ampliamente aceptados y elementales:
Principio 1: Está mal causar un sufrimiento significativo a se-
res sensibles excepto cuando es por el propio interés indivi-
dual del animal o por algún propósito moral esencial.
Principio 2: Está mal causar un sufrimiento significativo a
seres sensibles con el propósito de procurar entreteni-
miento o diversión.
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2
Cultura y crueldad
Paula Casal
Institució Catalana de Reçerca i Estudis Avançats
Universitat Pompeu Fabra
Departament de Dret
paula.casal@upf.edu
The reason for legal intervention in favour of children ap-
ply, no less strongly to the case of [...] animals. It is by the
grossest misunderstanding of the principles of liberty, that
the infliction of exemplary punishment on ruffianism prac-
tised towards these defenceless creatures, has been treated
as a meddling by government with things beyond its
province; an interference with domestic life. The domestic
life of domestic tyrants is one of the things which it is the
most imperative on the law to interfere with.
JOHN STUART MILL (1848)
0. INTRODUCCIÓN
lgunas personas creen que hay que mantener la libertad
de culto y conservar las tradiciones culturales a toda
costa, incluso cuando se trata de prácticas que causan
serios daños a otros, que no han hecho nada para merecer el
sufrimiento al que son sometidos. Suponen que los valores
que invocan —ya sean la libertad, la diversidad

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