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56 | casa del tiempo
Las pasiones del alma
Jaime Augusto Shelley
Retrato de René Descartes (Imagen: DEA / G. DAGLI ORTI/De Agostini/Getty Images)
antes y después del Hubble | 57
Así llama René Descartes a su opúsculo, un texto interesante y por demás cu-
rioso, si lo contrastamos con el grueso de su obra. ¿Qué impulsa a este pensador a 
tratar de desenmarañar el comportamiento del hombre, su intento de encontrar el 
lugar donde se ubica el alma, los reinos del bien y del mal?
Cuenta él mismo que tuvo tres sueños sucesivos que lo impulsaron a empren-
der tal faena. Sueños, expresiones del inconsciente, iluminaciones, llámense como 
se guste, son los que guían sus pasos en el proceso que desarrolla para alcanzar su 
propósito, que avala con estudios de fisiología (no necesariamente suyos) en los 
que se descubre la ramazón de terminales nerviosas que unen los lóbulos derecho 
e izquierdo del cerebro (lo que en nuestros tiempos se reconoce como la manera en 
que la parte instintiva y la racional se entrelazan y permiten al individuo actuar 
equilibradamente) y que, a su entender, es donde reside el alma.
Nada mal para la ciencia de aquellos días. Ahora sabemos que esa interconexión 
tarda en construirse y varía en cada sujeto, puede lograrse a los veinte o hasta los 
treinta años, de ahí los comportamientos violentos, airados —muchas veces incom-
prensibles— de los adolescentes, quienes reaccionan instintivamente a los estímulos 
externos, en forma espontánea, sin mediar análisis alguno.
Las preguntas a responder son: ¿Qué cosa son las pasiones del alma? ¿Cómo se 
diferencian de las pasiones físicas y cuáles serían sus bondades?
En el año de 1628, durante su residencia en París, Descartes frecuenta el círculo 
de amigos conocido como Los Libertinos, donde —es obvio— se propician, promue-
ven y realizan fiestas, bacanales, orgías de todo tipo e intensidad, esas que son las 
que permiten a ciertas personas alcanzar estados de exaltación y que sean avalados 
por una aceptación colectiva. 
Sus referentes históricos son múltiples, desde la antigüedad clásica. Y nunca han 
dejado de existir. Su forma moderna más común son los carnavales, cuya permisi-
vidad colectiva suele ir acompañada de máscaras y disfraces. Al día siguiente de las 
festividades, se vuelve a la normalidad, las formas corteses, en suma, a la hipocresía 
del estatus clasista y explotador de siempre.
Volviendo a nuestra historia, algo desagradable debió suceder en alguna de 
esas celebraciones, algunas de las cuales se llevaban a cabo en su casa; el caso es que 
se ve envuelto en algún lío o disputa que lo lleva a enfrentar un duelo, tras el cual 
comenta: “no he hallado una mujer cuya belleza pueda compararse con la verdad.”
Desgraciadamente, no tenemos más testimonios ni datos que nos permitan 
adentrarnos en la psique de este extraordinario personaje del pensamiento humano. 
Sólo deducciones, adivinanzas. ¿Hay en el fondo de todo esto un profundo resenti-
miento amoroso? ¿Una frustración carnal o de pérdida afectiva que lo sobrepasan 
y hunden en la desesperación?
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Descartes abandona París y recluye en Holanda, 
que en esa época debió ser extremadamente tranquila 
y aburrida.
Su maravilloso espíritu lleno de curiosidad meto-
dológica, nos lleva, en este texto, de la mano y nos hace 
partícipes de su indagación. Para ello, nos informa de 
los principios más elementales de la estructura del cuer - 
po humano, las funciones de cada miembro del cuerpo, 
sus órganos y la relación entre unos y otros. Señala, 
también, las funciones diferenciadas de los sentidos y del 
alma en las acciones que llevamos a cabo en las distintas 
circunstancias del quehacer cotidiano.
Art. 26 Las imaginaciones que dependen exclusi-
vamente del movimiento fortuito de los espíritus 
pueden ser pasiones tan verdaderas como las per-
cepciones que dependen de los nervios.
Falta señalar aquí que las mismas cosas que el 
alma percibe por medio de los nervios también 
pueden ser representadas por la circulación fortuita 
de los espíritus, sin otra diferencia que la debida al 
hecho de que las impresiones que llegan al cerebro 
a través de los nervios suelen ser más vivas y más 
expresivas que las que en él provocan los espíritus. 
Eso es lo que me ha hecho decir en el art. 21 que 
estas últimas son como la sombra y la pintura de 
las otras. Hay que señalar también que a veces su-
cede que esta pintura es tan parecida a la cosa que 
representa que nos podemos engañar en cuanto a las 
percepciones que se refieren a los objetos exteriores 
o a las que se refieren a algunas partes de nuestro 
cuerpo, pero no nos podemos engañar en cuanto 
a las pasiones, porque están tan próximas y tan en 
la entraña de nuestra alma que resulta imposible 
que ésta las sienta sin que sean realmente tal como 
las siente. Así, frecuentemente, cuando se duerme 
e incluso a veces estando despierto, imaginamos 
con tanta fuerza ciertas cosas que uno cree verlas 
delante de él o sentirlas en su cuerpo, aunque no 
sea así en absoluto; pero, aun dormidos y soñando, 
no podríamos sentirnos tristes o emocionados por 
alguna otra pasión sin que sea muy evidente que el 
alma tiene en sí dicha pasión.
Cualquiera que desee acercarse al proceso de la crea-
ción, sea ésta artística o científica, encontrará que lo 
antes expuesto se ajusta —ya sin velos de misterio que 
lo arropen— a la experiencia que impulsa al acto bajo 
el influjo impostergable de plasmar tal momento que 
proviene quién sabe de dónde. 
Descartes es invitado por la reina Cristina de Sue-
cia (caso por demás extraño el de un monarca que desea 
aprender y educarse llevando a su Corte en Estocolmo 
las cabezas más preclaras de su tiempo para recibir de 
forma directa el conocimiento). Y estando allí sucede 
lo imprevisible, muere en la noche del 10 de febrero 
de 1650 en circunstancias misteriosas. 
Se ha llegado a la conclusión —algunos estudio-
sos así lo afirman— que fue envenenado sin aportar 
mayores datos, sin una explicación más detallada que 
propusiera sospechosos, razones, rivalidades cortesanas. 
Las Pasiones del Alma es un texto que me atrajo, 
allá por el año de 1973 al verlo entre las novedades de 
una pequeña librería a la que acudía a la hora de la 
comida. Me sedujo el título; al momento ni siquiera 
le presté atención al autor (algo parecido me sucedió 
con La Destrucción o el Amor, libro de poemas de Vicente 
Aleixandre. Sólo que, en ese caso, el título resultó mejor 
que su contenido).
Leerlo fue un hallazgo que disfruté inmensamente. 
Mucho lo recomiendo a las mentes curiosas e inquisiti-
vas que saben que si fue escrito ayer o en el siglo xvii, 
no importa. Seguirá siempre vivo, presente.

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