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Juliaca a la altura del cielo 
LISBETH PEVES* 
Aún no era clara para mí la diferencia entre ciudad, departamento o provincia. Cómo podría serlo si 
apenas reconocía en mi mapa tricolor a las famosas Costa, Sierra y Selva. Sin embargo, ya resonaba en 
mis oídos —y era parte de mi lacónico vocabulario— la palabra «Juliaca». Para mí, Juliaca no era ni 
ciudad, ni departamento, ni provincia, ni pueblo, ni distrito, ni barrio; tan solo era el lugar que acogía 
unas cuantas veces al año a mi Papi Raúl, mi buen abuelo. ¿Para qué? No lo sabía. Pero, por entonces, 
esperaba con ansias su retorno: una vuelta cargada de queso, dulces y chompas de alpaca. 
Mi abuelo no viajaba a Juliaca por turismo o placer; era, en realidad, la ruta que le permitía vender 
los instrumentos musicales que aquí, en Lima, permanecían en el taller sin posibles compradores. Es 
que mi Papi poseía el arte para fabricar trompetas, bajos y trombones, esos instrumentos que en época 
de Fiestas Patrias se lucían en las marchas escolares y hasta en los desfiles militares. 
Pero no siempre el trabajo hacía retumbar las habitaciones del taller. A veces se silenciaban. Era 
entonces que, tras envolver bien los instrumentos y enviarlos por una agencia, mi abuelo se embarcaba 
hacia Juliaca, donde los recibía. Lo que seguía era cuestión de perseverancia, afabilidad y pactos. 
Años más tarde, cuando dejé de pensar en los viajes a Juliaca de don Raulito Trujillo como dos 
puntos aislados llamados partida y llegada, escudriñé en aquel tramo que los unía: qué hacía mi abuelo 
en Juliaca, por qué Juliaca, cómo es Juliaca. 
Juliaca es la capital de la provincia andina de San Román, ubicada en el departamento de Puno. Fue 
nombrada como ciudad en 1908, tras ser creada en la administración de Simón Bolívar, el Libertador, 
hacia 1826. Está situada estratégicamente para fundamentar su principal actividad económica en el 
comercio, pues es el camino obligado de todo aquel que, por vía terrestre, se dirija hacia Cusco, 
Arequipa, Lima, Puno y Bolivia. A lo largo de todo el año, grandes ferias se realizan en Juliaca a la espera 
de heterogéneos compradores, y lo son en la medida en que esta ciudad tiene de todo para todos. 
Para eso mi abuelo llegaba a sus tierras: para venderles a los comerciantes de esos mercados los 
instrumentos musicales que luego serían parte de orquestas y bandas que tocaban durante las fiestas 
patronales. También tenía algunos viejos clientes que exportaban hacia Bolivia y zonas aledañas; eran 
ellos los que muchas veces —aun sin estar plenamente convencidos— cedían ante la dulce mirada del 
buen señor Raúl, que proponía entregar la mercadería y que luego se le fuese pagando a plazos. «Vas a 
ver que van a salir», me cuenta mamá que le decía a mi angustiada abuela antes de partir. 
Si quiero y añoro a Juliaca sin haberla visitado es porque me acerca al recuerdo de mi amado abuelo, 
que, en honor a su trabajo, partió —y no precisamente a Juliaca— un viernes 28 de julio de 1995, 
antaño época de intensa labor. Además, ocurrió en una fría mañana, como rememorando su estancia en 
medio de la meseta altiplánica, resistiendo el tiránico invierno de Juliaca y los fuertes vientos que 
acarician y golpean (depende) la mayor parte de los meses. No en vano se le denomina «La ciudad de 
los vientos». 
Escuché decir que también se le llama «Ciudad Calcetera», debido a que muchos de sus pobladores 
se entregan a la fabricación de calcetas o calcetines, chompas, ponchos, bufandas, gorros y guantes de 
lana de alpaca u oveja, imprescindibles para mantener el cuerpo caliente. Bueno, aunque para 
calentarse también es menester probar el chairo, que es un caldo preparado a base de chuño molido, 
carne de cordero y diversas verduras; un plato que mi abuelo debió probar más de una vez. 
En la bella Juliaca recae todo el mercado de la Región Puno, además de contar con casi todos los 
medios de comunicación. Tiene servicio de trenes y buses, y es reconocida por el Aeropuerto 
Internacional Inca Manco Cápac, que tiene la pista de aterrizaje más larga de todo Latinoamérica. 
«¡Cuánto has crecido Juliaca!», diría hoy mi Papi Raúl, y seguro que ni don Simón Bolívar imaginó el 
ingenio de los juliaqueños para aprovechar, con piel de acero y ánimo de guerra, sus condiciones 
geográficas y su espíritu. 
Pero hay más en Juliaca: hay fe y tradiciones. 
Su patrona es la Virgen de la Candelaria, a quien le deben la creación de la famosa diablada. Atraída 
por su origen, por ser la danza que corona sus principales festividades, solicité el relato de esa historia 
a una juliaqueña de corazón nacida en Lima, cuyos padres hicieron de ella una fiel amante de esa tierra. 
La leyenda comienza con la muerte del «Chiru-chiru», un vago llamado así por su larga y sucia 
cabellera, igual a la del pájaro que lleva ese nombre. Un día, tras haber recibido una fuerte golpiza de un 
empleado, cuya furia despertó al burlarse de él tirando piedras en su casa, apareció muerto en su 
guarida con los brazos extendidos en forma de cruz. Frente al cuerpo inerte, estaba pintada en el muro 
una bella mujer cargando a un niño en brazos: era la Virgen de la Candelaria. De acuerdo con la historia, 
había socorrido al «Chiru-chiru» hasta llevarlo a buen resguardo, donde finalmente halló la muerte. De 
ahí nace la promesa de rendirle culto a la Virgen de la Candelaria y adoptarla como patrona, y de 
ofrecerle rituales y homenajes como símbolo de devoción y respeto. Una de las formas de demostrar su 
fervor fue precisamente la creación de «la diablada», que hace alusión al «tío», como llamaban al diablo, 
personificado por grandes máscaras con cuernos, ojos saltones y gesto siniestro. Esta danza, en tanto 
rito, tendría doble beneficio, pues se creía también que Satanás se paseaba por los socavones y 
mantenía en constante peligro a los mineros. Con la romería anual en honor a la Virgen de la Candelaria 
—es decir, la diablada— buscaban enojar al diablo y alejar sus castigos. 
Claro que la narrada es tan solo una de las tantas versiones que circulan de pueblo en pueblo. Unas 
son más realistas y otras más fantasiosas, pero todas están unidas por decantar a la misma figura 
religiosa y la misma fe hacia ella. 
A propósito, mi abuelo también tenía su propia interpretación de cada historia y hasta del cuento 
más clásico. No olvidaré, por ejemplo, que gracias a él conocí a unos «Tres chanchitos» más reales, más 
amigos, como lo éramos mi hermano y yo al escucharlo contar la historia: «Habiéndoles advertido Don 
Chancho de los peligros que encontrarían si cruzaban la valla del patio, entró a la casa y dejó jugando a 
los tres chanchitos al fútbol. La diversión era “redonda”, por algo eran chanchitos, hasta que, de 
repente, uno de ellos da un mal pase y lanza la bola fuera de la cerca del patio. Fue entonces que el lobo 
asomó su feo, peludo y grotesco rostro, y tomando entre sus manos la pelota de los tres chanchitos los 
invitó a recogerla. Como no eran tontos y Don Chancho los había alertado ya, corrieron presurosos a 
avisarle a su papá que el lobo quería comérselos. Entonces, Don Chancho, cogiendo el fierro que usaba 
para trancar la puerta, se acercó furibundo al lobo y le dijo: “Oye, lobo jijunagranputa, ¿cómo te atreves 
a molestar a mis hijos?”, y golpeándolo con furia le rompió el hocico. Gracias a eso, jamás volvió a 
molestar a los tres chanchitos». 
Como era lógico, al principio reclamamos las casitas de paja, de madera y ladrillo, pero nos fuimos 
encandilando poco a poco con la historia del abuelo. Su versión jamás nos dejó una huella de violencia o 
majadería, si eso pensaban, como mi madre al oír la versión de don Raúl. Y he de confesar, también, que 
aun tratando de conservar las clásicas expresiones de mi abuelo al narrar «Los tres chanchitos», mucho 
de su esencia se me ha escapado de las manos. Quizá se me escurra también entre los dedos Juliaca, 
pero cuando la visite trataré de aprehenderla tan fuerte que podré ofrecerla limpia, fiel y genuina a mis 
recuerdos,para que acompañen a los que de ella formó mi abuelo aun sin conocerla. 
* Estudiante de periodismo de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación 
de la PUCP.

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