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Jesus_Faria_Mi_línea_no_cambia,_es_hasta_la_muerte_Una_vida_de_lucha

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MI LÍNEA NO CAMBIA, 
ES HASTA LA MUERTE
Una vida de lucha por la liberación 
de la clase obrera
Jesús Faría
© Mi linea no cambia, es hasta la muerte. 1.ª edición, 2010.
© Mi linea no cambia, es hasta la muerte. 2.ª edición, 2014.
© Fondo Editorial de la Asamblea Nacional “Willian Lara”, 2014.
Junta directiva
Dip. Diosdado Cabello Rondón
Presidente
Dip. Elvis Amoroso
Primer vicepresidente
Dip. Tania Díaz
Segunda vicepresidenta
Fidel Vásquez
Secretario
Elvis Hidrobo
Subsecretario
Fundación Fondo Editorial de la Asamblea
Nacional “Willian Lara”
Presidente
Farith Fraija Norwood
Cuidado de la edición
Juaníbal Reyes 
Kattia Piñango Pinto
Corrección
Xoralys Alva
Diagramación
Armando Rodríguez Hernández
Depósito legal: N.º lf 308 2015 320 196
ISBN: 978-980-7603-28-7
Impreso en la República Bolivariana de Venezuela
Condensar en una obra las vivencias y 
escritos de los y las protagonistas de la 
historia y mantener vivo su legado es 
uno de los propósitos fundamentales 
de este Fondo Editorial. Para 
mantener vivo el espíritu libertario 
que ha hecho posible en alguna 
medida el avance hacia la construcción 
del Socialismo.En uno de sus textos, el 
escritor y dramaturgo alemán Bertolt 
Brecht decía: 
Hay hombres que luchan un día y son 
buenos. Hay otros que luchan un año y 
son mejores. Hay quienes luchan muchos 
años, y son muy buenos. Pero hay los 
que luchan toda la vida, esos son los 
imprescindibles…
Esta colección rinde homenaje a los hom-
bres y mujeres que han ofrendado su vida 
por forjar un mundo mejor con sus ideas, 
sus escritos y sus luchas.
ÍNdicE
PRESENTAciÓN 9
PRÓLOGO 11
PREFAciO 17
cAPÍTULO i 
Mi iNFANciA 19
cAPÍTULO ii 
MiS PRiMEROS PASOS 
EN LOS cAMPOS PETROLEROS 43
cAPÍTULO iii 
iNGRESO A LOS SiNdicATOS 
Y AL PARTidO cOMUNiSTA 83
cAPÍTULO iV 
AL FRENTE dE LOS OBREROS 
PETROLEROS VENEZOLANOS 121
cAPÍTULO V 
GOLPES dE ESTAdO, cONSTiTUYENTE 
 Y HUELGA dE HAMBRE 167
cAPÍTULO Vi 
PRESO dEL iMPERiALiSMO 
 Y LAS TRANSNAciONALES PETROLERAS 205
cAPÍTULO Vii 
23 dE ENERO, AUGE dE MASAS 
Y LA LUcHA ARMAdA 235
cAPÍTULO Viii 
dEFENSA dEL PcV 
FRENTE A LA cORRiENTE PEQUEÑO-BURGUESA 285
cAPÍTULO iX 
EL LENiNiSMO Y LA LiBERAciÓN NAciONAL 325
cAPÍTULO X 
SE dEScOMPONE EL RÉGiMEN PUNTOFiJiSTA 347
cAPÍTULO Xi 
A PESAR dE TOdO, 
EL FUTURO dE LA HUMANidAd ES EL SOciALiSMO 363
cAPÍTULO Xii 
diScURSOS PRONUNciAdOS POR JESÚS FARÍA, 
SEcRETARiO GENERAL dEL PcV 375
cAPÍTULO Xii 
diScURSO PRONUNciAdO POR MiGUEL OTERO SiLVA
 EN LA cELEBRAciÓN dE LOS 
SETENTA AÑOS dE JESÚS FARÍA 421
ANEXOS 429
PRESENTAciÓN
Para quienes en plena juventud ya habían abrazado en la década de 
los cincuenta la causa de la justicia social, el nombre de Jesús Faría era 
símbolo de resistencia, de indoblegable y firme voluntad de militancia 
revolucionaria. Para Faría los calabozos de la dictadura perezjimenista 
no eran ni su primera ni su última prisión. Transcurrió poco tiempo y 
el gobierno betancourista lo despojaría de su condición de senador de la 
República, volviendo de nuevo al cautiverio en septiembre de 1963, para 
salir expulsado del país tres años después. ¿Qué delitos había cometido 
este hombre? Venir de las olvidadas soledades del campo venezolano de 
las primeras décadas del pasado siglo, empinarse sobre las condiciones 
de vida casi esclavistas que en ese entonces prevalecían, asomarse a la 
luz de la lectura a los veintisiete años de edad, unir a su vida laboral la 
lucha sindical solidaria y combativa, pero, por sobre todo, por iniciar un 
temprano e inacabado camino de ideales y práctica comunista que aún, 
ausente la presencia física, sigue corriendo paralelo con su memoria.
Los valores de la humildad, del empeño creador que busca prodigarse 
en los demás antes que en el éxito individualista del egoísmo excluyen-
te, del luchador social incesante, del internacionalista en su posición de 
irreductible antiimperialismo, son mensaje vivo en esta obra que sirve, 
además, de pregón a las conciencias puras que deben guiar las transfor-
maciones sociales. De Jesús Faría podemos decir, como don Pablo Neruda 
para Nazim Hikmet:
10
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
De tus prisiones que fueron como pozos sombríos, pozos de 
la crueldad, del error y del dolor te vi llegar y aceché en tus 
manos la huella del castigo, en tus ojos busqué la espina del 
odio, pero lo que traías era tu corazón radiante, tu corazón 
herido solo traía luz.
Estos versos de un poeta comunista, para otro también de militan-
cia comunista, existentes en el poema “Corona de invierno” para Nazim 
Hikmet, escrito a raíz de la muerte del poeta turco en el año 1963, se los 
cantamos a Jesús Faría, con quien no pudieron ni la prisión ni las ten-
taciones de la opulencia y cuyo “corazón radiante”, incansable, siempre 
estuvo al servicio de los derechos de los trabajadores de Venezuela y del 
mundo.
Clodosbaldo Russián uzCátegui
Contralor General de la República Bolivariana de Venezuela
11
PRÓLOGO
En un lenguaje directo y crudo, Jesús Faría relata la vida de un niño 
campesino, obrero petrolero, dirigente sindical y secretario general del 
Partido Comunista de Venezuela. Apenas la imagen de un paisaje visto 
de niño le arranca breves pinceladas líricas. No obstante, un profundo 
aliento humano recorre el texto, con reflejos, incluso, de ternura. Surgi-
do en la entraña de las clases explotadas venezolanas, analfabeta hasta 
los veintisiete años de edad, pudo leer en cinco idiomas: español, inglés, 
ruso, francés e italiano. Las obras fundamentales de Marx y Lenin, y los 
clásicos de la literatura universal, constituyeron el bagaje cultural que 
este hombre acumuló después de aprender las primeras letras.
La narración de su infancia campesina y sus años de trabajo en los 
campos petroleros al servicio de las grandes empresas trasnacionales, 
nos pinta el cuadro de la Venezuela esclava y feudal, país condenado por 
el latifundio y la explotación imperialista en estrecha alianza, y don-
de buena parte de sus habitantes vivía una existencia de miseria, difí-
cilmente imaginada de no ser contada con tanta veracidad por un ser 
humano que la experimentó en carne propia y no pretende otra cosa que 
transmitirla sin ánimo de hacer “literatura”, pese al talento de escritor 
que le reconocían personas con autoridad en la materia.
Digamos que describe los hechos con crudeza y ellos hablan con dra-
mática elocuencia. La realidad, siempre se ha dicho, es más rica que la 
ficción. Estamos en presencia de un testimonio desgarrador y, al mismo 
12
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
tiempo, lleno de confianza en la fuerza creadora que encierran las clases 
explotadas para construir un futuro luminoso: el socialismo.
La actuación inescrupulosa de las empresas imperialistas con la 
complicidad del gobierno, desde el presidente de la República hasta las 
autoridades del trabajo y los agentes policiales, queda patente en las con-
diciones infrahumanas a que estaban sometidos los trabajadores y en el 
incendio de Lagunillas, causado por el afán criminal de exprimir hasta 
la última gota de nuestro petróleo. El desprecio a nuestra patria se pone 
de relieve en la anécdota del gerente yanqui que en la celebración del 
4 de julio –nunca se celebraban los días patrios venezolanos– utiliza la 
bandera nacional para limpiarse las manos grasosas. La reacción de un 
capitán del Ejército venezolano resulta significativa.
La resistencia, primero individual, y luego sindicalmente organizada, 
demuestra la verdad marxista de que la clase obrera es la llamada a enca-
bezar el bloque histórico que vencerá la opresión imperialista y llevará 
a cabo la Revolución socialista. La repercusión de la huelga petrolera de 
1936-1937 movió la solidaridad de todo el país, la cual se puso de mani-
fiesto en el conmovedor gesto de las mujeres caraqueñas de tomar a su 
cargo los hijos de los obreros mientras duraba el conflicto. Jesús fue actor 
de primera línea en la lucha por preservar la unidad del movimiento sin-
dicalfrente a las maniobras del imperialismo y sus servidores criollos. 
La conciencia se formaba en el calor de la lucha y hacía que el ejemplo de 
los compañeros permitiera que aquellos que en los primeros momentos 
habían servido de esquiroles comprendieran la situación de su clase y 
se incorporaran decididamente. La lucha impone la unidad y este es un 
hecho que el obrero comprueba en la práctica. La huelga petrolera de 
1950, de la cual Jesús fue uno de sus principales dirigentes desde la clan-
destinidad, constituyó una extraordinaria jornada unitaria, antecedente 
de la unidad popular que derrocó la dictadura de Pérez Jiménez. En esa 
huelga la Seguridad Nacional localizó su escondite y en la cárcel pasó 
ocho años, hasta la caída del tirano. El imperialismo no permitía que 
este dirigente obrero comunista permaneciera en la trinchera de com-
bate. Por eso fue el preso político de mayor duración bajo aquel régimen.
En 1996 los comunistas caracterizamos la revolución venezolana 
como una revolución de liberación nacional en transición al socialismo. 
El desarrollo de las fuerzas productivas hace necesario en esta etapa el 
13
Jesús Faría
concurso de diversos modos de producción: capitalismo de Estado, capi-
talismo privado y modo de producción socialista. Las fuerzas motrices 
que impulsan ese desarrollo son la clase obrera, el campesinado, las cla-
ses medias y sectores de la burguesía. En todo bloque histórico hay una 
clase social que ejerce la hegemonía y nosotros hemos considerado que 
en la Venezuela de nuestros días no hay ninguna otra que no sea la clase 
obrera capaz de encabezar el bloque necesario del proceso revolucionario 
que estamos viviendo. La clase obrera, en consecuencia, tiene a su cargo 
el principal papel y de allí la necesidad de abordar con criterio riguroso 
y de principio los problemas que ella confronta. En primer lugar, el de 
su unidad, que ha sido el blanco favorito de los ataques imperialistas. 
De la misma manera que los esfuerzos del imperio han estado dirigidos 
a dividir el movimiento sindical, la lucha de la clase obrera requiere una 
unidad férrea. Esta verdad elemental encuentra escollos porque la ideo-
logía del enemigo de clase penetra las filas proletarias y hace olvidar las 
formidables jornadas de los obreros en nuestra historia. Esta es la impor-
tancia del vívido relato que nos ofrece este libro. Otro problema es el de 
las cooperativas como empresas que constituyen el modo socialista de 
producción y que la Constitución Bolivariana y el Gobierno promueven 
con mucho vigor, pero que confrontan, como todo lo que empieza, dificul-
tades de diversa índole.
La burguesía no ha sido capaz de unir a nuestro pueblo para cum-
plir la misión de realizarnos como nación. Por el contrario, asesinado el 
Mariscal Sucre y muerto El Libertador, esa burguesía ha sido aliada de 
los imperios para sojuzgarnos, dividirnos y mantenernos separados de 
nuestros pueblos hermanos. Los sectores y personalidades que, dentro 
de esa clase, han sostenido actitudes patrióticas dignas, son aislados o, 
como en los casos de Cipriano Castro y Medina Angarita, derrocados. 
Históricamente, pues, esta clase social, en más de siglo y medio, no ha 
querido o no ha podido realizar un proyecto de desarrollo independien-
te. Está demostrada su incapacidad económica, social y política para tal 
fin y, por eso, la clase obrera tiene que tomar la bandera de la liberación 
nacional y social.
El imperialismo maneja cuantiosos recursos para dividir a los desta-
camentos revolucionarios y encuentra aliados en las propias filas de los 
que dirigen contingentes populares. Rómulo Betancourt, en una sucia 
14
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
maniobra que arrastró al general Medina Angarita, divide la central de 
trabajadores en 1943 para unirse con militares reaccionarios en un gol-
pe de Estado propugnado por el imperialismo norteamericano contra el 
mismo Medina Angarita. Después, tras un largo período de duro comba-
te contra la dictadura del que había sido su socio en el golpe de Estado, 
se logra la unidad y, nuevamente, Betancourt, desde el gobierno, apela al 
crimen y la cárcel, divide la clase obrera y consuma la traición al movi-
miento popular que hizo posible el 23 de enero de 1958; con el único pro-
pósito de implementar la política que necesitaba el imperialismo.
Este siempre ha sabido que la división de la clase obrera es condición 
de la opresión de nuestro pueblo.
La construcción del Partido Comunista es un capítulo esencial del 
relato. Su ingreso al partido y las vicisitudes posteriores son como 
la culminación lógica de la vida de quien, nacido en la mayor miseria, 
compartido injusticias con sus compañeros de los campos petroleros, 
hermanado con ellos en la rebeldía, adquirido conciencia de clase en la 
lucha y organizado sindicatos, termina en el partido de los proletarios del 
mundo. Su recorrido por Venezuela, sus viajes al exterior, las cárceles, 
las luchas fraccionales, las derrotas, los triunfos del movimiento popular, 
éxitos y fracasos templaron el alma de este proletario que permaneció 
fiel a su clase hasta la muerte. Y más allá de la muerte. Esta publicación 
póstuma es un valioso aporte a las luchas actuales porque la vida de los 
revolucionarios consecuentes se proyecta a través del tiempo.
El autor evoca la amarga experiencia de las luchas fraccionales del 
Partido Comunista. Ellas dejan huellas que trascienden por los años. 
Unos permanecen en el movimiento revolucionario, aunque a veces en 
otras toldas; otros abandonan para siempre la lucha y, algunos termi-
nan como traidores a su clase y a su pueblo. Estos últimos, por supuesto, 
llevaban en su seno el germen de la traición. Las contradicciones son la 
base de la dialéctica y la experiencia enseña que para afrontarlas correc-
tamente se requiere elevar el nivel moral, político e ideológico de los 
militantes.
En la etapa crucial que está transitando el pueblo venezolano, la vida de 
Jesús Faría es una magnífica lección sobre el papel que debe jugar la clase 
obrera en la Revolución Bolivariana, la cual estremece hasta sus cimientos 
nuestra sociedad y se proyecta a escala mundial como alternativa frente al 
15
Jesús Faría
imperialismo. La hora reclama la solidaridad del internacionalismo pro-
letario y solo una clase obrera unida y organizada puede convocarlo con 
eficacia. Es una exigencia de la brillante política nacional e internacional 
que lideriza el presidente Chávez.
En este ensayo autobiográfico se nos está diciendo que la clase obrera, 
en sus inicios extraordinariamente difíciles, supo estar a la altura de los 
desafíos, porque la lucha es su eterna compañera. Hoy, cuando contamos 
con un Gobierno que no vacila en su enfrentamiento al imperialismo y en 
su decisión de estar al servicio de las clases excluidas, la Fuerza Armada 
ocupa puestos de vanguardia, la Federación Sindical Mundial llama a la 
unidad obrera en todas sus instancias y las masas populares constituyen 
la principal fuerza protagónica del proceso revolucionario; ha llegado la 
hora decisiva de la clase obrera venezolana, cuyo ejemplo se proyectará al 
proletariado de todos los países. ¡Arriba parias de la tierra!
El libro se expresa por sí mismo y los revolucionarios sabremos extraer 
las conclusiones pertinentes. Sus páginas arrojan ricas enseñanzas 
para quienes hemos tenido la fortuna de vivir los días de la Revolución 
Bolivariana.
RobeRto HeRnández WoHnsiedleR 
Caracas, 2 de octubre de 2006
17
PREFAciO
Me asomo al mundo de los libros con la esperanza de ser útil a los 
obreros y campesinos, para lo cual nunca es tarde y todo apunte tiene 
algún interés.
Las páginas de este libro describen hechos verídicos. En ellas trato de 
relatar los sufrimientos de los niños campesinos más pobres hace seten-
ta años, cuando tantos morían prematuramente. Es la autobiografía de 
quien fuera niño campesino, joven obrero y ha sido comunista durante 
más de cincuenta años.
Hay hechos que para describirlosse necesita haberlos padecido y saber 
escribir, dos requisitos que no coinciden en personas de mi generación.
Para los lectores, cuya edad y origen social le otorgan la ventaja de 
ignorar cosas tan ingratas, este libro tampoco carece de interés, porque 
una cosa es presentir o describir la miseria, y otra muy distinta, y terri-
ble, es padecerla día tras día, como un náufrago que bracea en un mar 
sin orillas.
La vida de los niños sin leche ni pan es una pesadilla ¡Que no olviden 
los hijos sin padres cuánto luchó la madre soltera para criarlos!
En la primera parte de este libro no se narra la realidad con toda su 
crudeza. Y, sin embargo, parte de su contenido parece increíble.
En la parte referida a mis inicios en el movimiento sindical y en la 
vida del Partido Comunista relato un conjunto de sucesos que tuvieron 
lugar en una Venezuela totalmente diferente a la actual. Esas vivencias y 
18
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
mi incursión en esa escuela de dignidad y ética que es el Partido Comu-
nista, me permitieron involucrarme como protagonista cada vez más 
consciente en la lucha de la clase obrera venezolana de la primera mitad 
del siglo XX.
Escribo relatos después de pensarlo un largo rato y, sobre todo, por-
que personas a quienes debo agradecer lo mucho que hicieron por mi 
libertad durante mis largas pasantías por las cárceles venezolanas, y por 
mi vida, me lo han pedido una y otra vez. Muchos de ellos forman una 
sociedad unida, culta y laboriosa que nunca conocieron aquella vida de 
los niños venezolanos de comienzos del siglo XX.
Ellos, mis entrañables amigos de sociedades felices, ignoran el horror 
de una infancia sin leche ni pan, para hablar solo de lo más elemental de 
la vida humana.
Y para aquellos, cuyo origen social es el mismo que el mío y comien-
zan a abrirse paso en ese crisol que son las luchas sociales en defensa 
de sus hermanos de clase, las experiencias narradas en este libro quizás 
puedan despertar algún interés.
cAPÍTULO i
Mi iNFANciA
21
Mis padres
Yo nací cuando el cometa, junio de 1910. Sin embargo, las noches 
blancas del cometa Halley no penetraron las tinieblas que envolvían a 
quienes nos movíamos donde yo me movía.
Quienes nacían en la Venezuela de 1910 se metían en una peligrosa 
aventura al “pisar” tierra. De inmediato eran cercados por implacables 
enemigos: hambre, paludismo, ignorancia...
Estuve a punto de nacer en el monte. Solo apretando el paso pudo la 
parturienta llegar hasta la choza, cuando ya el heredero tocaba la puerta. 
A los recién nacidos le “curaban” el ombligo con sebo de chivo y los faja-
ban con una tira cualquiera.
Mi madre trajo al mundo seis hijos y, además, crió dos ajenos. Me 
contaron que nací robusto, pero al faltar la maravillosa leche materna 
apareció el hambre y, con ella, el raquitismo.
Mi madre se llamó María Fulgencia, hija de un “coronel” de guerrillas, 
Ricardo Faría, y de Isabel Faría de Faría.
Mi madre era una mulatica de suave cabellera. Conocía el alfabeto y 
casi nunca se enfermaba. Tenía una ilimitada capacidad para el trabajo. 
Valerosa, tierna y severa a un mismo tiempo. Era ella la mejor vestida de 
la familia, porque tenía que “salir” al pueblo para vender los chinchorros 
y los cueros de chivos, así como a comprar maíz, café, quinina y “dulce” 
(papelón).
22
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Era una mujer de escondida ternura. Cuando uno caía enfermo, ella 
cambiaba por completo, inclusive, usaba un lenguaje cadencioso que se 
convertía en una medicina. Nos dormía con sus caricias.
Durante el día solía verse obligada a castigarnos, pero al llegar la 
noche, aunque nos acostábamos “con las gallinas”, de todos modos nos 
sentábamos en el suelo a rezar, momento que aprovechaba para apode-
rarme de un lado del maternal regazo. Este era un espacio que nos dispu-
tábamos, porque no cabíamos todos. ¡Nada igual a ese “laíto”!
Nos obligaba a rezar, pero en los primeros años las oraciones produ-
cen un sueño profundo y reparador. Cuando el rosario promediaba, no 
quedaba un solo muchacho despierto, por lo cual recibíamos reproches.
Yo escapaba de las cuerizas maternas, corriendo por los tunales y 
barranqueras. Luego daba vuelta en torno a la casa, bajo un sol inclemente.
Mamá juró no seguir pariendo hijos para que se murieran de mengua. 
Esto significaba renunciar a los hombres a temprana edad, porque no 
había manera de evitarlos cuando se tenía hombre. Pero María Fulgencia 
era una mujer de carácter firme. No trajo más hijos al mundo.
Mamá era una trabajadora insigne y nos asignaba obligaciones a 
todos. Mi padre, aunque soy hijo natural tengo padre, se llamó Reinaldo 
Oberto, hombre rico e influyente. Perdía casi siempre en el juego y gana-
ba en el amor, como le ocurre a menudo a quien tiene dinero. Persona 
jovial a quien tampoco le faltaban enemigos.
Era un hombre de averías. Ganaba pleitos por terrenos, aguas y pas-
teaderos. Quienes le robaban animales iban a parar a la cárcel o al servi-
cio militar, porque don Reinaldo era hombre con influencias dimanantes 
de su poder económico. 
Le tendieron emboscadas, pero desde lejos, porque andaba bien 
armado. Buen tirador y con buena arma, era temido por quienes lo odia-
ban. En una de esas emboscadas salió sin un rasguño y puso en fuga a 
quienes le habían disparado sus escopetas desde una distancia demasia-
do prudencial.
Dejó cerca de veinticinco hijos en unas diez mujeres. Sin embargo, era 
soltero y vivía solo, con hijos, sobrinos y peones.
A las madres de sus hijos las dividía entre preferidas y no preferidas. 
Las primeras recibían atención económica, las últimas puro amor e hijos.
23
Jesús Faría
Las primeras imágenes de mis padres se remontan a lo que llamamos 
tierna infancia. Yo tendría dos años, cuando mi madre quedó embarazada 
de Goyita, la última hija. Resolvieron mudarme para El Hato, residencia 
de don Reinaldo, para que no me embuchara “mamando leche maluca”.
San José del Hato
Mamá recaló por El Hato muy barrigona –la niña nació en septiem-
bre de 1912– y papá, pasando la mano por el vientre de mi madre me 
preguntó:
—¿Qué tiene aquí tu mama? (no se decía mamá).
—Comía –respondí.
El viejo soltó la risa y repitió: “Comía”.
En El Hato –un lindo lugar para la época– conseguí una furiosa manta 
de piojos y fui víctima del turbulento carácter de mis parientes paternos.
Me salvé por mal enterrado.
Rodeado de personas implacables que me azotaban con todo tipo de 
crueldades, tuve la fortuna de encontrarme con Ramona Faría, una her-
mana de mi padre que la tenían allá como esclava. Era fuerte y tierna. Me 
defendía y acariciaba.
Cuando me azotaban –y lo hacían varias veces por día–, Ramona me 
consolaba dulcemente.
—No llorés mi negrito, que te ponés feo –y me cubría de besos.
Me convertí en una sombra de aquella muchacha. A sus cuidados le 
debo la vida. Era un amor que aumentó hasta su muerte.
Era una mujer de frondosa cabellera negra, de piernas poderosas y 
senos firmes. Había un contraste entre su poderío físico y su ternura en 
el trato.
Otra sierva lo era una chavalita regordeta, piojosa, blanca y mugrien-
ta. Decían que era mi hermana y otros que era mi sobrina. Sobrina o her-
mana, éramos uña y carne. La acompañaba cuando la enviaban a recoger 
tococoros (leñitos de cardones secos), así como para otros menesteres.
Mi parientica me aventajaba en edad y en saber. Trabajaba duro y 
¡cuántas cosas había visto a tan temprana edad! Algunas las ensayaba 
conmigo en un vano empeño. Cuando me resistía, ella me cuereaba dul-
cemente con un ramito:
24
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
—¿No querés? ¿No querés?
Yo era una criatura montaraz por completo, un caso digno de estudio 
para un psicólogo infantil.
Una vez llegó a El Hato una hermanita mía desconocida. Estaba tan 
engalanada con lacitos de vivos colores en el pelo, que era como una 
rosa entreabierta. Verla y correr por la otra puerta fue una misma cosa. 
¿Cómo explicar esta emoción? No era miedo ni falta de curiosidad.Era 
la expresión de un niño montuno, que vivía aislado, embrutecido por las 
crueldades y por el terror psicológico de los adultos.
Si quienes se ocupan de levantar y educar a los niños recordaran sus 
emociones de la infancia, serían maestros formidables.
El Hato era un bello lugar. Todo lo rico es bonito, se decía, con una 
sombra de duda en el tono. Había un estanque que aguantaba todo el 
verano, cardonales y cañadas de fresca sombra. Miles de chivos y una 
masa de cabritos rocheleando. Habría sido tan feliz si me hubieran dicho 
que uno de aquellos animalitos juguetones era mío, pero en la mentali-
dad feudal no había sitio para la psicología infantil.
Durante el tiempo que viví en El Hato no veía muy a menudo a mi 
padre, pero sí recuerdo que cuando regresaba le preguntaba si me había 
traído la “franelita” que me había ofrecido. 
Siempre se le olvidó.
Y aunque me dio “zapatero” –jamás me regaló ni un maravedí– yo lo 
quería mucho. 
¡A qué niño no le va gustar tener papa! (Tampoco se decía papá).
No sé por qué recuerdo estas cosas; supongo que será porque son un 
ejemplo negativo de efectos permanentes. El niño no examina estas mez-
quindades, no puede hacerlo.
Más adelante llega a comprender, pero no sabe explicarse, por qué hay 
personas buenas y de las otras; gentes que nos consuelan y otras que nos 
azotan. Uno ríe o llora, según el caso, pasan los decenios y estos sucesos 
de la primera infancia no se borran.
Una tarde se apareció mamá con el hijo mayor. Había parido y estaba 
radiante. Llevó la criatura.
Llevaron un burro para traerme al hogar materno.
Cuando María Fulgencia me vio piojoso y hambriento, estalló furiosa.
Por la noche Ramona le contó el resto.
25
Jesús Faría
Al amanecer tomamos el camino, oeste franco, rumbo a San Pedro.
En Guayabo nos esperaba Mercedes, la madre de Ramona. Allí se 
habló mal de mi padre y de toda su parentela.
San Pedro, el hogar materno
San Pedro era una casa plantada en medio de una solitaria llanura, 
cerca del mar. Habiendo como había tierras fértiles y siendo como eran 
tan pocos los venezolanos, nuestro hogar estaba totalmente aislado, 
como si de huir de los pueblecitos se tratara.
No había forma de saber, ¿por qué no se dispersaban hasta otros luga-
res donde hubiera agua y se pudiera sembrar unas matas de maíz?
Se decía que “...allá adentro...” –en la montaña– daba mucha calentu-
ra y la gente se moría. Eso era cierto, pero acá afuera, en la orilla del mar, 
también teníamos paludismo y faltaba la quinina.
No sé cómo fue a dar mamá en un lugar como este, a San Pedro, a esta 
solitaria casita, sin vecinos en kilómetros a la redonda.
A decir de los que sabían –eran pocos los que sabían y estos sabían 
poco–, allí uno se salvaba “porque Dios es más grande que la misma 
Iglesia...”.
—¿Por qué, si Dios es tan grande y poderoso, dejaba morir a tantos 
niños? –se preguntaba. 
—Es que Dios los necesita allá, para su coro de angelitos... –afirmaban 
con resignada ignorancia.
De cualquier manera, en la noche llegamos a San Pedro. Abuela, her-
manos y primos salieron en masa y a toda carrera a nuestro encuentro. 
Me asusté y eché a correr, pero María Altagracia me penqueó fácilmente, 
me tomó en sus brazos y me cubrió de cariños.
Era la segunda vez que le huía a la gente.
Aquella masa familiar hablaba toda al mismo tiempo. Pedían bendi-
ciones y me obligaban a que las pidiera.
Yo estaba asombrado ante tanta familiaridad. En El Hato, donde yo 
había abierto los ojos, las relaciones humanas eran distintas.
Por momentos, era yo el mimado del hogar.
Se notaba como un sentimiento de culpa en los comentarios que se 
hacían por haberme llevado a los predios de mi padre.
26
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Al parecer, era época de prosperidad en San Pedro, porque en la noche 
hubo abundante mazamorra con leche de cabra.
Me atiborré demasiado. Hasta el extremo de que no me podía endere-
zar, lo cual era comentado entre risas por mis coetáneos.
Al día siguiente, mi madre partió en busca de un vecino, quien trajo 
sus tijeras y me cortó el pelo, en medio de comentarios cada vez que los 
piojos caían partidos.
La familia era numerosa: la abuela, la tía y sus tres hijos, un nieto de 
mi tía, mi madre y cinco de sus hijos. La otra, Luisa, había muerto.
Aparecí ubicado con la abuela y con María Altagracia.
La primera me salvó de frecuentes castigos maternos. La última tenía 
el timón de la cocina en sus firmes manos.
Me adapté a la nueva vida. Aprendí los nombres de mis parientes, de 
los perros y de las cabras. Había algunas gallinas y gatos.
Los útiles de nuestro hogar eran unos chinchorros viejos, rotos y 
mugrientos. No había sillas, ni mesa, ni espejo. Una tinaja para el agua 
de beber y otra para la cocina. Una olla y los cántaros de barro. Dos pie-
dras de moler, una para el maíz y otra para el café. La primera tenía dos 
“manos”, una para quebrar el grano y la otra para “pasar” la masa, por-
que la arepa debía ser hecha con masa “chirita”. ¿La vajilla? Totumas. No 
había platos ni tazas.
La casa de bahareque tenía huecos en las paredes y en el techo. Las 
culebras entraban por la noche a nuestra choza y las mataban con valero-
sa audacia a la luz de una mecha de sebo.
Aunque no participaba aún en estos menesteres, me vi envuelto en 
otro lío, del cual salí malparado: por las mañanitas descargaba la vejiga 
en un hueco de la pared. Un día me “despertó” un rasguño en “la paloma” 
(no sé por qué le decían así). Cuando vi que lo había producido un ciem-
piés que emergía de su inundado cubil, corrí dando alaridos.
No hubo “picadura”. Calmaron mis nervios y se hicieron comentarios 
chistosos a cuenta mía, lo cual no me hacía gracia.
A partir de aquella fecha me ausentaba para hacer mis necesidades 
a prudente distancia de dormitorios y criaderos de arañas, tuqueques, 
lagartijas, ciempiés y otras sabandijas.
Nuestra familia, además de generosa, era unida, alegre y muy religio-
sa. Todos trabajaban en algo. Nadie se quedaba sin rezar al caer la noche.
27
Jesús Faría
Mi madre amamantó tres niños de una familia acomodada, cuyo hato, 
Santa Inés, distaba una media legua de nuestro hogar.
La niña que alimentó se salvó. Los otros dos murieron. A estos varon-
citos no los salvó ni la rica leche de María Fulgencia.
Se podría concluir que si los hijos de los ricos morían a edad tempra-
na, ¿qué no ocurriría con los hijos de los pobres? Sin embargo, en nuestro 
caso no fue así.
¿Por dónde nacen los niños?
El sustento del hogar era mi madre. Cuidaba un rebaño que tenía unas 
doscientas cabezas. Esto lo hacía “al tercio”, es decir, de cada tres crías 
una era para la terciante, pero después de reponer las pérdidas por peste, 
mordeduras de culebras, robo o cualquier otra razón.
Las pérdidas a reponer eran siempre superiores a la parte que nos 
correspondía, lo cual iba acumulando una deuda, dando origen a reyer-
tas entre amo y sierva.
Apagado el eco de los gritos paternos y la humedad del llanto mater-
no, el ama de casa reincidía en sus rubieras contra la propiedad feudal, 
confiando en que Dios mandaría lluvia y las cabras darían hasta seis 
crías por año –puros sueños.
Cuando el hambre apretaba –y lo hacía a menudo y más de la cuenta–, 
mi madre decía en alta voz, segura de que nadie la oía:
—No sea pendejo, don Reinaldo, no voy a dejar morir de hambre a 
tantos muchachos... –y mataba otro animal, a sabiendas de que no sería 
posible reponerlo el día de la partición. 
Creo que don Reinaldo en el fondo toleraba lo que presentía, pero 
amarraba la cara para evitar que el rebaño fuera aniquilado en menos 
tiempo.
En cuanto a los niños, su trabajo consistía en jardear las cabritas, 
recoger leña y cuidar las cabras que eran dejadas en el corral para parir. 
Cuando parían, el cabrito caía a tierra y le suspendíamos el rabo para ver 
si era hembra o macho. En seguida íbamos con el parte…
Sabíamos que día iban a parir, lo cual parecía natural, pero no lo es 
tanto para quien no sea criador desde su infancia.
Julio,mi sobrino un año mayor que yo, encabezaba la brigada des-
tinada a espantar zamuros, chiriguares y gavilanes, de modo que no 
28
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
aprovecharan el momento del parto para matar los cabritos antes de 
caer al suelo, lesionando inclusive a la cabra indefensa. Éramos eficientes 
patrulleros.
Y, por cierto, aprendimos ciertos procesos en la escuela de la vida, los 
cuales nos llevaron a discutir sobre las vías que usaban las mujeres para 
traer al mundo sus criaturas.
Un día fuimos a preguntarle a la abuela si nacíamos por la boca o por 
otro hueco del organismo, pero lo hicimos en forma tan directa, que tuvi-
mos que huir para no ser alcanzados por la furia de nuestras hermanas.
Si las madres solteras tienen problemas con los hijos varones estando 
chiquitos, estos problemas se agravan a medida que uno va creciendo, 
porque hay consejos que los hombres suelen transmitir mejor.
Afortunadamente, cerca de nuestra casa, en Las Huertas, vivía un 
matrimonio y mi madre pasó a ser la partera de esta vecina, cuyo esposo 
era como un padre bondadoso conmigo. Me enseñó lo poco que uno nece-
sita que le enseñen para establecer relaciones con las mujeres.
Todos teníamos alguna experiencia, según lo que habíamos visto en 
los animales, que no era poco. Pero siempre se necesitan consejos para 
completar un aprendizaje que, en muchos casos, tiene que esperar años 
para ser puesto en práctica. En muchos casos, las mujeres aprenden 
estas cosas desde temprana edad y la transmiten a su compañero con la 
suficiente discreción, para no herir el orgullo del ser más vanidoso del 
planeta.
Tomado de la mano de mis mayores, me fui internando en los desha-
bitados arrabales de San Pedro.
Por las tardes, después de jardear las cabritas, apartábamos las 
madres de los hijos para robarles la leche al día siguiente. Prácticamente 
matábamos de hambre a los cabritos, sin el menor cargo de conciencia.
Cerca de nuestro hogar pasaba una quebrada rumbo al mar. En sus 
orillas crecían árboles frutales. Entre estos tenía un valor alimenticio 
especial el taque, una variante de corozo, que es fruta por fuera y rico 
pan por dentro.
Los chivos los tragaban y por las noches los rumian. Ya pelado el coro-
zo, era abandonado y procedíamos a recogerlo para cocinarlo y extraerle 
la almendra.
29
Jesús Faría
Por nuestra cuenta recogíamos la cosecha, consumíamos la parte car-
nosa y luego lo convertíamos en pan.
Aparte de este fruto de poder alimenticio, había caujaros y otras fru-
tas menuditas de rico sabor, incluyendo las guayabitas, muy solicitadas 
también por las culebras. Aprendimos a encontrar huevos de daras, una 
especie de alcaraván.
Así pues, éramos una familia de recolectores y criadores de un men-
guante rebaño de cabras. Además, éramos incipientes cazadores de igua-
nas y conejos.
En particular, los niños debían traer algo del monte.
Mis primeras salidas en compañía de mamá fueron para Paiguara, 
Santa Inés y Arroyo Hondo. Santa Inés era el hato de mi padrino, un viejo 
que echó la bendición sin mirarme. 
Él estaba acostado en su chinchorro. Tenía algo sobre los ojos y un 
trapo en sus manos que le atraía la atención.
—Son anteojos y está leyendo –me explicó mi madre.
No me pasó por la mente que algún día yo también podría leer y tener 
anteojos.
El agua, la sal y la alimentación
Las familias vecinas nos daban agua para hacer la comida, cuando el 
pozo de San Pedro se secaba. ¡Pero qué agua, señores!
Aquellos pozos tenían toda clase de excrementos y animales muertos, 
los cuales eran devorados por los zamuros en la misma orilla.
Como si fuera poco toda esta inmundicia, las primeras lluvias arras-
traban toda la boñiga de los alrededores y la depositaban en el lecho de 
los estanques, en el cual se movían los “guasarapos”. Nadie soñaba con 
hervir aquel barro líquido que nos apagaba la sed.
No me pregunten cómo podían sobrevivir las personas que consu-
mían semejante veneno, porque no lo sé. Más aún, si no lo hubiera vivido 
y me lo contaran, creería que la cosa era menos grave. Sin embargo, no 
hay exageración en este caso.
Aquel lodo, mil veces contaminado, habría vacunado a sus usuarios, 
porque nadie se enfermaba por consumirla.
María Fulgencia, cuando estaba muy espesa el agua, solía cortarla con 
cal o con baba de cardón.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Cada uno metía la totuma en la tinaja, bebía y dejaba las cosas de ese 
tamaño. Esto incluía a la abuelita, que estaba tuberculosa desahuciada.
Además del agua, la sal era también fundamental para nuestra sub-
sistencia. Había una pequeña salina, pero nadie tomaba esa sal porque 
era del Gobierno.
A veces recalaban los celadores, hombres malvados con enormes fusi-
les, quienes insultaban y hasta golpeaban a las mujeres, a la vez que rom-
pían los útiles de fabricar sal. 
Ante esa situación, preferían recoger salitre, filtrarlo y luego hervir 
aquel líquido amarillento, del cual se obtenía una sal morena como el 
azúcar moscabada.
Cuando llovía –casi nunca– había leche en los corrales y los animales 
engordaban porque, además del agua, encontraban pastos. Durante esos 
escasos días de lluvia solía haber carne de lechón caprino para los her-
vidos o, como le decíamos, “sancochos”. Estos eran de agua, carne y sal, 
con unas hojas de cebolla, todo ello acompañado de arepa.
A veces teníamos carne sin arepa y, otras veces, arepa sin carne. Sin 
embargo, la mayoría de los días no había carne ni arepa.
Pero las lluvias también traían “plaga”, mosquitos. Y estos, a su vez, 
traían calenturas, fiebres palúdicas. Había fiebres diarias, con frío o sin 
frío, las había tercianas y ocasionales. 
Las fiebres con frío nos dejaban temblando. Quedábamos pálidos y 
débiles. Enfermos de verdad. En San Pedro no se conocían los plátanos ni 
la yuca ni el ñame, para no hablar del trigo, arroz, papas y otros alimen-
tos por el estilo. No sabíamos qué era el chocolate ni el azúcar.
Se hacían solo dos comidas: almuerzo y cena. Por desayuno se daba 
café con leche para los adultos y guarapo para los niños. A veces no había 
ni guarapo.
Para la cena había mazamorra, un atol de maíz, cuyo espesor depen-
día de la situación de abundancia o escasez reinante, con un puntico 
de sal y algo de leche. Sin embargo, muchas veces nos acostábamos sin 
comer nada.
Cuando amanecía y mi hermana mayor no iba a “prender candela”, 
significaba que estábamos “ruche”.
Nuestra casa era una escuela de trabajo y religión. Desde temprana 
edad aprendíamos a dar gracias a Dios por su infinita bondad. Vivíamos 
31
Jesús Faría
en un medio físico donde apenas se mantienen en pie dispersos árboles 
heroicos. A orillas del mar los cujíes se apoyan en los médanos y la arena 
se apoya en los cujíes. Juntos crecen y se defienden mutuamente.
El renglón de las proteínas venía del corral y de la caza. Teníamos dos 
perras y un perro para cazar iguanas y conejos.
A las perras les matábamos los hijos al mismo nacer, no había con 
qué mantener más animales. Mi sobrino Julio y yo éramos cazadores a la 
edad de seis años, hábiles para enlazar las iguanas y para levantar cone-
jos o para descubrir dónde estaban enhuecados.
A veces, cuando el hambre era más fuerte que la disciplina, la primera 
pieza que caía era disputada ferozmente entre muchachos y perros. Si se 
trataba de un conejo, nos conformábamos con una pierna, pero a veces 
teníamos que aceptar la derrota total.
Había mujeres tan buenas cazadoras, que atrapaban las iguanas en el 
aire, aunque la iguana foetea duro con el rabo.
El conejo, en veloz carrera, pierde un tiempo precioso cuando se 
detiene a oír el silbido del cazador.
Al parecer se imagina que todo lo que silba es gavilán. Los gavilanes 
se organizan en gavillas para caerles a los conejos y a estos no les queda 
otro camino que enhuecarse, si encuentran cerca algún refugio.
Por aquellos lugares, algunos árboles crecen casi tendidos sobre el 
suelo, dominados por los alisios. Cuando se secan, los troncos huecos 
parecencañones apuntando hacia el oeste. En estos tubos de madera 
suelen encaramarse los conejos durante el día, mientras afuera les mon-
tan guardia las aves de rapiña.
Cuando veíamos gavilanes en gavilla, buscábamos en aquellos lugares 
y con los perros les robábamos la presa.
En estos menesteres andábamos una tarde, Julio por un lado y por 
el otro yo, cuando vi las patas traseras de un conejo en el hueco de un 
cují seco. Aquí debe haber varios, pensé. Para este no alcanzó el espacio. 
Tomé con las manos las dos patas y tiré con todas mis fuerzas, que no eran 
muchas. Pero el conejo se “agarraba” en forma inexplicable con las patas 
delanteras. De todos modos, el conejo cedía aunque por centímetros.
Pesaba más de la cuenta. Por fin, después de la parte trasera del cone-
jo apareció una enorme tragavenados, que por aquellos lugares eran 
“tragacabritos”.
32
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
El conejito, huyendo de los gavilanes entró de cabeza en las fauces de 
otro enemigo. “Así le convendría...”.
Asustado y veloz como otra liebre, corrí a reunirme con Julio y pro-
puse regresar.
Como cuento de cazador no está mal, pero la verdad no es cuento. 
Quizás fue la única vez cuando hubo una disputa entre un niño y una 
tragavenados por un conejo. Y perdió el hijo del hombre.
Mi abuelita
Mi abuelita vivía con “una mano adelante y la otra atrás”, casi desnu-
da, medio cubierta con harapos. Fue una niña rica que aprendió a leer, 
cuyo tutor, después de robarle parte de la herencia, la casó con Ricardo 
Faría, un coronel de la época.
Doña Isabel Faría de Faría tenía en la cabeza la historia de la Guerra 
de los Cinco Años. 
Recuerdo algo de sus conversaciones con las pocas visitas sobre la 
Federación y libertad de imprenta, así como los nombres de Zamora, 
Colina, Guzmán, Bruzual, Riera y muchos otros caudillos de la Guerra 
Federal.
Era como todas las abuelas del mundo.
Cuando huía por cualquier travesura, la abuela se preocupaba y salía 
a buscarme.
Me convertí en inseparable compañero en sus viajes al mar. Me decía 
que los baños de mar eran medicinales para los “picados”.
Al parecer, no se sospechaba que la tuberculosis era contagiosa, por-
que yo comía las sobras de la abuela y nadie me lo reprochó nunca.
En la solitaria orilla de limpias, tibias y finas arenas de aquel mar 
había miles de conchas y caracoles menuditos, de bellos colores. Corrían 
cangrejos y en una laguneta saltaban peces. Durante la luna nueva apa-
recían minas de “habladores” chipichipes. Volaban garzas y, a veces, ban-
dadas de patos cucharos, de color rosado. Teníamos a la mano alimentos 
marinos y casi nos moríamos de hambre.
Me llamaba la atención la imagen desnuda de la abuela con su aterra-
dora debilidad. Parecía que sería derrumbada por la brisa.
33
Jesús Faría
Las visitas
Solo muy de tiempo en tiempo recalaba alguien por San Pedro. Decían 
que les gustaba hablar con María Fulgencia porque “conversa sabroso”... 
Además, la abuela, liberal de “uña en el rabo”, contaba y nunca terminaba 
sobre la Guerra de los Cinco Años.
Cuando ladraban los perros era porque alguien se acercaba. Ense-
guida nos escondíamos, porque estábamos desnudos o con harapos las 
muchachas. Los niños asomábamos la cabeza poco a poco. Una vez le 
hice morisquetas a un visitante y este me denunció:
—Mire, señora María, que el parientico me está “pelando los dientes”.
A raíz de ese episodio, María Fulgencia empezó a sacarme cuando 
tenía que visitar a los vecinos más cercanos.
—Debía ir aprendiendo el camino –decía.
Los de Paiguara eran ricos. Del fundador de este se decía que sabía 
tanto que hasta en papeles en blanco leía.
Una tarde llegamos mientras jugaban dominó. La partida se desbara-
tó para atender a mamá.
En un descuido me robé tres piedras. No sabía de qué se trataba. Las 
mantuve escondidas y solía escaparme para jugar con ellas. Cuando 
vinieron los interrogatorios, tuve que enterrarlas para siempre.
Julio, mi primo, era considerado un palo de hombre en comparación 
con mi inutilidad. Cuando aprendimos los caminos, nos enviaban a los 
hatos vecinos para hacer los mandados.
Nuestro primer viaje fue a Santa Inés, a la casa de mi “hermana de 
leche”. A punto de emprender el retorno nos dijeron:
—Esperen el almuerzo.
—No, ya nos vamos.
Entonces nos regalaron arepa embadurnada de nata. Pero como per-
manecíamos allí nos preguntaron:
—¿Por qué no se van?
—Porque vamos a esperar el almuerzo...
El primer obrero petrolero de la familia
Fue Valmore el primer obrero petrolero de la familia Faría. Este hecho 
cambió nuestro futuro. El hermano mayor ganaba dinero antes del chorro 
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
del Barroso N.º 2. Ahora mamá tenía crédito y había quinina para todos. 
Esto era importante, porque si las fiebres no se “cortan” oportunamente, 
la gente se muere.
Desde San Pedro hasta la Rosa de Cabimas había aproximadamen-
te doscientos kilómetros, los cuales en verano se podían hacer en cinco 
jornadas a pie. Mamá viajó varias veces. Allá vendía a mejor precio los 
chinchorros y traía dinero que Valmore le daba para el hogar.
En la temporada de lluvias era mejor no viajar porque los ríos y que-
bradas crecidas impedían el paso durante días.
Como bastimento llevábamos unas arepas y nada más. Por equipaje, 
una muda de recambio y un chinchorro en una capotera.
Tras dos o tres semanas de haber partido, regresaba con dinero; unos 
cinco pesos, plátanos, panelas y café, así como algunos remedios.
Además, nos contaba las hazañas del muchacho convertido ya en un 
hombre fuerte, los problemas de la gente de las minas...
Ahora había quien se atreviera a fiarle a María Fulgencia algo de café 
y maíz, cuentas que no pasaban de dos pesos en varios pedidos.
En 1916 nos atrapó una peste, la cual, sumada al paludismo que nos 
causaba fiebres con frío ponía en peligro mortal a la pequeña colectividad.
Escaseaba la quinina y las pocas papeletas que se nos ofrecían tenía-
mos que pagarlas en plata.
¡Qué maravillosa medicina es la quinina! Aquel polvo blanco diluido 
en agua, de amargura casi intolerable, “cortaba” de un tajo las calentu-
ras. Años más tarde, la trasegamos, pero ya en cápsulas amarillentas.
Mamá y mis hermanos eran valerosos. Esos largos viajes por senderos 
de cabras, por campos deshabitados, eran peligrosos. Vivir como vivían, 
era un peligro grande.
Las culebras
Cuando salían para el monte mataban cuanta culebra descubrían, 
grande o pequeña. Se decía que en el cielo le anotan a uno “cien días de 
indulgencias” por cada culebra que se mata.
Deberían pagar más por algunos ejemplares. En todo caso, de acuer-
do con la cantidad de culebras muertas por mí, debí haber acumulado 
importantes dividendos de este celestial negocio.
35
Jesús Faría
Matar culebras es un deporte peligroso.
¡Qué ternancadas tiran!
La picada de una venenosa significaba la muerte, pues los “remedios” 
contra las picaduras de culebras no surtían ningún efecto: chupadas, ora-
ciones, tabaco, promesas a los santos, amarrarle una cabuya al paciente 
para que el veneno no se le “regara” en el cuerpo, etcétera. Aun así, yo 
mataba hasta tragavenados. La mejor manera de entrarle a estas es por la 
cabeza. El resto del cuerpo lo endurecen como los boxeadores.
Aunque la tragavenados no es venenosa, se defiende y ataca a su 
manera. No tiene miedo.
Una vez, ya hombre, le disparé a la cabeza y fallé el disparo, aunque la 
bala dio cerca y parece que le echó tierra en la cara.
El “saruro” se volteó y vino a mi encuentro, lento, señorial y valiente. 
La dejé viva.
Uno de mis hermanos vio que su hijita de meses tenía una “rabose-
co” agarrada por el cuello. Con su filoso cuchillo le voló la cabeza a la 
culebrita.
Fue una medida de emergencia, pero muy peligrosa porque una cabe-
za así cortada ha podido “volar” y pegarse en el pellejo de la criatura.
Como toda mi familia, fui un buen matador de culebras, tanto de 
las “raboseco”, corales y otras del mismo peso, como de las poderosas 
macaurel y cascabel. Yojugaba con las culebras pequeñas después de 
quebrarles la columna. Las sacaba para un clarito del camino y luego les 
escupía la cara con saliva de tabaco.
Después las mataba y seguía mi camino.
Oía decir que en Perijá, zona culebrosa del Zulia, los macheteros de 
las haciendas disparan salivazos de tabaco a medida que avanza el corte, 
para que el olor ponga en fuga a las serpientes.
En esta región zuliana vivía la terrible “boquidorada”, una culebra 
que tiene los labios pintados.
Una vez un peón sujetó con una horqueta la culebra y esta se vol-
teó, clavó los colmillos a la madera tierna y allí mismo apareció una veta 
amarilla que se extendió en la corteza.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
La mudanza a las huertas
Don Reinaldo cumplió su promesa y vendió el rebaño de San Pedro. 
Este hecho precipitó la mudanza: “No hay mal que por bien no venga...”. 
Era preciso emigrar.
Valmore reunió dieciséis pesos para comprar una “casa” en Las Huertas, 
cerca del pueblo, donde había vecinos y estábamos a cinco kilómetros de 
la iglesia y del cementerio.
La “nueva casa” era una media agua con una estrecha puerta y un 
hueco por ventana, más la cocina sin paredes y una enramada.
Eulogio Nava, uno de los siervos de papá, nos ayudó a mudarnos. 
Teníamos unas quince cabras y las míseras pertenencias. El viaje de cer-
ca de veinticinco kilómetros tenía que ser lento, pues cuando se viaja con 
chivos, la manera de llegar es no apurar el rebaño.
Eulogio era mi “viejo” amigo de cuando el destete. Le decía “compa-
dre” a todos los hombres y “comadre” a todas las mujeres. Era un hom-
bre bondadoso y trabajador, cargado de hijos grandes, siervos como él 
mismo.
Cuando me cansé, me cargó en “chuco” y me igualaba en el trato. 
Había llovido y la rala vegetación estaba verde. Había frescura. Desde la 
vereda se veían rojos cardenales, agresivos turpiales, gonzalitos, chuchu-
ves, sanantonitos, carpinteros, chiritas y otros conocidos nuestros.
Atrás quedaba San Pedro con sus huecos en el techo y las paredes, 
asediado por culebras y sabandijas.
Nosotros avanzábamos “pa’ arriba” y “pa’ dentro”, es decir, hacia el 
sureste franco. “Pa’ afuera” era con dirección al mar. “Pa’ dentro”, la 
montaña. Con la tardecita llegamos a Las Huertas.
Los vecinos eran una familia acomodada la una y pobre la otra. Aque-
lla tenía tres hijos y esta cuatro. Entre los niños vecinos había uno de mi 
edad. Era un chavalo fuerte y con iniciativa.
A poca distancia vivían parientes nuestros. Ahora la vida cobraba un 
ritmo inusitado. Juana, la vecina pobre, a quien le habían reclutado el 
“marido”, era estupenda cazadora.
Madrugaban ella y mamá para unas cañadas lejanas y regresaban 
cargadas de iguanas gordas.
¡Qué banquetes de huevos de iguana!
37
Jesús Faría
Al poco tiempo regresó Valmore. Era un joven fuerte y rochelero. Tra-
jo dinero y ropa nueva. Las vecinas, y aquellas que no lo eran, se pren-
daron del minero. Una tuvo una niña que era el retrato de mi hermano. 
La madre de la criatura decía que sería por el odio que ella le tenía a ese 
muchacho...
¡Qué suerte tiene Valmorito!, decían los amigos. Claro que tenía suer-
te y no les faltaba tampoco a las damas. Al parecer se juntaban el hambre 
con las ganas de comer...
Nuestras parientes pasaban días hablando con mamá. Cuando por fin 
se marchaban, íbamos con ellas hasta el río, donde se producía la ame-
nazadora despedida:
—Bueno, comadrita, adiós, ahora sí; otro día hablaremos con más calma...
Pronto me aprendí los nuevos caminos. Ahora Julio estaba en el Zulia 
y Víctor era muy pequeño todavía. Yo era el hombre de la casa. No había 
resultado tan inútil como se temía. Yo hacía mandados para mamá y a 
veces para mi vecino rico, quien me pagaba a razón de un real por cin-
co kilómetros. Si eran viajes más cortos me daban solo un pedacito de 
papelón.
Ya en Las Huertas, mi primera salida fue para El Hato. Fui con Juana, 
mujer fuerte, risueña y maliciosa. Cuando mamá no estaba presente, le 
contaba picantes cuentos de “marío y mujer” a mis hermanas.
Por el camino había lefarias, semerucos y semillas de laguadries. Las 
cañadas y quiricias tenían agua bastante limpia, aunque siempre con 
guasarapos.
Se veían rebaños y Juana las identificaba:
—Esa, zarcillo, horqueta y bocao por dentro, es de tu papa...
Cuando llegamos a El Hato pedí la bendición y un papelón. Al verme, 
mis viejos amigos rieron y me dijeron que ya era un hombre.
Muertos y espantos
Los cuentos de muertos y espantos hacían estragos en nuestras men-
tes. La verdad es que con una carga de superstición tan pesada, no era 
mucho lo que se podía esperar de nosotros. 
Sin embargo, Valmore no conoció el miedo. Había hombres que se ate-
rraban de ver lo que Valmore hacía: se burlaba de los espantos, desafiaba 
al diablo y hacía todo aquello que, según la leyenda, no se debería hacer. 
38
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Esta conducta valerosa del joven minero le creó una extendida fama y le 
abría el corazón –y no solo el corazón– de las damas.
En cambio, yo era miedoso y, con todo eso, tenía que hacer lo que fue-
ra menester. Si hacer tantas tareas es siempre ingrato, hacerlas con tanto 
miedo lo es más todavía.
Una madrugada tuve que pasar por el “llanito”, en cuyo centro estaba 
un árbol donde, según la conseja, se había ahorcado un “padre”.
Serían las tres de la mañana cuando pasé por debajo del prestigioso 
árbol. En aquel momento y lugar, oí un quejido que me heló la sangre, 
pero no me paralizó las piernas.
Menos mal, corrí despavorido.
De regreso, ya a pleno sol, me detuve en el lugar del espanto y obser-
vé. Cada vez que los ramos se mecían con el empuje de la brisa, se oía el 
tétrico ruido.
Resultó que dos brazos del árbol, de tanto rozarse, se habían produ-
cido muescas mutuamente. Y era de aquí, de donde partían los fúnebres 
“quejidos”.
Otra noche oscura oí muy cerca de la vereda un ruido fuerte y “extra-
ño”. Esta vez no corrí sino que busqué. Se trataba de un pollino.
A partir de estas experiencias seguía con miedo, pero ahora no corría 
sino que me cercioraba primero.
Una tarde ocurrió algo que nos metió a todos “las cabras en el corral”. 
Oíamos un ruido, cada vez más cercano.
La abuela decía que era “San Jerónimo con su trompeta” que venía a 
recoger sus criaturas en víspera del “acabo e’ mundo”. Yo imploraba que 
me rezaran, pero la abuela no estaba para rezos en aquel momento.
El origen de ese terror tan escalofriante resultó ser el primer tractor 
que pasaba por el camino real a unos cuantos kilómetros de Las Huertas. 
No lo vimos, pero escucharlo fue suficiente para llenarnos de terror.
Supongo que debido a la actividad guerrillera –Venezuela vivió un 
siglo enguerrillada–, quienes las tenían, enterraban sus monedas de oro 
y plata, así como otros objetos metálicos de valor.
Cuando al morir alguien dejaba tesoros enterrados, su alma en pena 
retornaba a este mundo a implorar que los sacaran para poder entrar al 
cielo, nos decían.
39
Jesús Faría
Gente cuentera decía haber hablado con ánimas en pena. Se decía que 
los muertos ponían condiciones para entregar sus morocotas. La verdad 
es que alguna plata y algo de oro se recuperaba en esos entierros.
Se decía que donde había “entierros” se veía una “luz” por la noche. 
O, al revés, que donde se veía una “luz” era porque había plata enterrada. 
Sin embargo, en las noches tropicales uno suele ver “luces” que no son 
tales. Los hombres de pelo en pecho, como mi hermano mayor, veían 
algo que les parecía una luz y se les iban encima. Sin embargo, cuando se 
acercaban al objeto luminoso, este desaparecía.
Viaje a la montaña
Cuando ya tenía unos once años, se me ofreció la oportunidad de 
hacer un viaje a Socopo, un lugar detrás de aquel cerro azul con un cúmu-
lo de nubes en la testa.
Partimos con tres burros “vacíos”. La primera noche dormimos en El 
Bozugo y la segunda en Las Baitoítas. Al tercer día por la tarde, llegamos 
a nuestro destino. Socopo era la hacienda que administraba nuestroveci-
no y yo iba con el hijo de este, quien ya conocía el camino.
Un viaje fascinante. Uno ve cómo cambia el paisaje a medida que pone 
tierra de por medio. Aparecen cambios paulatinos, pero sostenidos. La 
brisa pierde fuerza y por fin se queda enredada en la vegetación, cada 
vez más fuerte y variada. Los cardones se tornan más jugosos y las espi-
nas de estos menos secas. Hay más nubes. Empiezan las suaves colinas, 
cuestecitas, “peñas”, “piedras” y cerros. Ahora no hay bisures raquíticos y 
menudos, sino lagartos que parecen iguanas. Los pájaros son otros, más 
robustos. Se encuentran menos culebras y son distintas. Llueve a menu-
do. El clima ahora es menos caliente y llega a ser fresco.
En Socopo molían caña y “sacaban” papelón; cosechaban cambures, 
yuca, maíz, frijoles y otros frutos de la tierra. Había abundante agua 
corriente, clara, dulce y fresca.
¡Aquello sí que era vivir bien!
Entre los arrieros, los había de gran fama por su forma de amarrar y 
guaralear las cargas. Un tal Aregue era famoso porque nunca se le ladea-
ba una carga.
En nuestro camino había pasos malos, además de los ríos y quebra-
das: la cuesta de Bariro, la cuesta del Maíz, La Piedra; esta última era 
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
un paso por donde solo podía pasar un burro. Era un trecho corto, pero 
peligroso.
Se pedía posada y esta era concedida. Consistía en permitir que uno 
colgara su chinchorro entre dos árboles, cerca de la casa. Cada uno comía 
según fuera el bastimento que le habían preparado.
En las posadas de los arrieros solían encontrarse los que subían vacíos 
y los que bajaban cargados. A veces jugaban pequeñas sumas a los dados.
Por la noche cada arriero tenía bajo el chinchorro un tizón para encen-
der el tabaco o el cachimbo que a menudo se le apagaba. Alguno rompía 
el silencio con un comentario fugaz. Si tenía éxito, seguían los cuentos 
de mujeres y hombres, temas preferidos en todas las edades, épocas y 
lugares.
Otros temas eran los “muertos”, la cacería, los gallos y las peleas entre 
los hombres. En los lances personales siempre la exageración subía las 
acciones del cuentero.
Por el camino de Socopo me llamó la atención la cantidad de tumbas 
que lo jalonaban. Cuando un arriero moría –y morían a menudo, al pare-
cer–, nadie se ocupaba de enterrarlo, sino que se cubría el cadáver con 
piedras y madera a un lado del camino.
Algunos de estos muertos “hacían milagros” y tenían clientela. Les 
ponían velas y hasta les dejaban lochas en efectivo, pero como nunca 
falta gente confianzuda, el primero que veía dinero por allí lo tomaba en 
calidad de préstamo que nunca pagaba.
Los peones de la hacienda, por su parte, hablaban mal del “amo”. Me 
asombré cuando oí decir a uno:
—Un machetazo en la nuca es lo que le hace falta a ese hijo de la 
comesebo...
Los peones estaban endeudados y no podían abandonar el trabajo 
hasta que no pagaran la deuda, pero nunca la pagarían, tenían que huir. 
Sin embargo, eran largos los brazos del patrón.
—A don fulano se le “juyó” un peón y lo encontraron trabajando en 
otra hacienda –contaban–. Allí lo amarró el comisario y se lo entregó 
a su amo. Este lo arrebiató a la cola del caballo y picó espuelas. El peón 
trotó hasta que le alcanzaron las fuerzas, luego fue arrastrado. Cuando el 
amo vio que no resollaba, cortó la soga y siguió camino.
41
Jesús Faría
Eran muy contadas las personas que sabían leer por estos “retires”. 
En general, la gente se reía de los pocos que conocían las letras.
—¿Qué opina usted, que sabe leel..? –decían en tono zumbón, a otro 
que no conocía ni la o por lo redonda.
Vendedor de patillas
Valmore hizo un contrato para vender patillas de Pozón Salado en 
Dabajuro. Eran unas siete leguas de ida y vuelta. A veces vendíamos al 
por mayor, pero otras veces bajábamos nuestra dulce carga a la sombra 
de unos matapalos y luego salía yo por esas calles gritando: 
—¡Patillas!
Era un trabajo duro. Las llevaba en una mochila, con el precio escrito 
sobre la corteza: Cada rayita, una locha.
Eran un fruto exquisito de la alta orilla del río. Rojas y dulces. Pero 
eran solo para vender. Se me hacía la boca agua cuando mis clientes las 
partían delante de mí.
No solo era un peón sin salario, sino que mi hermano, siguiendo la 
costumbre local, me azotaba cuando había motivo y cuando no lo había 
también. Una vez me lanzó sobre un tunero. Tuve fiebre y tuyido por unos 
días.
Mamá tuvo un altercado serio con mi hermano por esta agresión. Sin 
embargo, nuestro hermano mayor fue buen hijo cuando más lo necesitó 
mamá.
Era un joven amistoso con la gente de otras familias. Con sus her-
manos fue duro. Era muy fuerte, en contraste conmigo que era débil. 
Esa razón bastaba para que, al contar mis fracasos, concluyera que no 
serviría para nada.
Era evidente que como peón no le daba a mi hermano ni por los tobi-
llos. Además, yo era enfermizo y raquítico.
La abuela murió y mis dos hermanas mayores y Valmore ya eran inde-
pendientes. Con mamá quedábamos Víctor, Goyita y yo.
Era necesario acelerar mi desarrollo.
cAPÍTULO ii
MiS PRiMEROS PASOS EN LOS cAMPOS PETROLEROS
45
En las tinieblas del “gomecismo”
Con mi partida me iniciaba en una vida de independencia de mis seres 
más queridos y cercanos. Me adentraba también en un mundo de tinie-
blas tejido por una feroz tiranía medieval, que mantenía al pueblo vene-
zolano en el más absoluto oscurantismo.
Para esa época (década de los treinta), la población de Venezuela, casi 
tres millones de habitantes, vivía en su inmensa mayoría en los campos, 
muy dispersada, y pasaba por una dolorosa etapa de ignorancia casi total 
de los acontecimientos nacionales e internacionales, salvo reducidos gru-
pos elitescos de Caracas y otras pocas ciudades.
Los obreros industriales éramos pocos y, en lo fundamental, está-
bamos confinados en los campos petroleros, en los puertos, pequeñas 
industrias (zapateros, albañiles, tranviarios, ferroviarios, panaderos, 
empleados de comercios, peones de haciendas agropecuarias, entre 
otros).
En las haciendas de café, cacao, caña de azúcar, maíz y de otros pro-
ductos, las condiciones de vida eran peores que en los campos petroleros.
En el campo, el analfabetismo pasaba del 90%. El pago del mísero jor-
nal se efectuaba en “fichas” que solo tenían valor en la oscura bodega del 
patrón, donde se ponían a la venta ocho o diez artículos (café, papelón, 
maíz, sal, alpargatas, aguardiente, liencillo y quinina) a precios abusivos.
46
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
La peonada vivía endeudada y las deudas pasaban de padres a hijos. El 
pueblo ignorante y hambriento vivía bajo el signo del terror impuesto por 
los agentes de La Sagrada, policía política del régimen de Juan Vicente 
Gómez.
A la juventud masculina se le cazaba literalmente, como en los tiem-
pos de la esclavitud, para enviarla fuertemente amarrada a servir en el 
Ejército. Pero una vez ingresados en esta institución, eran utilizados 
como soldados-peones en las haciendas de los gobernantes. A quienes 
huían del “servicio” se les mataba mediante horrendas torturas en pre-
sencia de sus compañeros de tropa, empleando el terror como forma de 
imponer la “disciplina”.
Aquellos jóvenes reclutados casi nunca regresaban a sus hogares, por-
que morían de paludismo o de otras enfermedades, aparte de que no se 
producían licenciamientos.
A los obreros petroleros, contra los cuales se ejercía un severo control 
–además, eran una verdadera mina de oro para los gobernantes locales–, 
se les reclutaba y luego se les concedía el “perdón” a cambio de una multa 
equivalente al salario de una quincena de trabajo.
Los jefes policiales ofrecían premios especiales en metálico a los esbi-
rros por cada obrero que fuera capturado la noche del día de pago. Acu-
sado de “ebrio y escandaloso” –acusación cínica y totalmente falsa– era 
obligado a pagar una crecida multa de treinta bolívares, equivalente a 
seis días de trabajo.
Si el obrero se resistía a pagar tan injusta sanción, erasometido a 
públicas vejaciones: barrer las calles y la plaza pública con un cartel 
pegado a sus espaldas, donde se hacía ver que era un maleante peligroso 
y, además, enemigo del Gobierno.
Los salarios de los obreros petroleros, cinco bolívares por día, eran 
los más altos del país. Se cobraba por quincenas. No se trabajaba los 
domingos y el único día del año que era pagado sin trabajarlo, era el día 4 
de julio por ser fiesta nacional de los norteamericanos.
El día 5 de julio, día nacional de los venezolanos, había que traba-
jar. Quien no lo hiciera, perdía su empleo o no cobraba el salario del día 
anterior.
La jornada diaria de trabajo era interminable, hasta que el capataz se 
cansaba de ver trabajar a sus peones. El trabajo durante horas nocturnas, 
47
Jesús Faría
horas extras, se pagaba como si fuera diurno y a menudo no lo pagaban, 
porque –según decían– el listero no había podido comprobar si habían 
realizado el trabajo.
Como se debe suponer, no existía Ley del Trabajo ni habíamos oído 
hablar de que en otros países la hubiera. No había ni horario fijo ni 
empleo seguro. Solo después de terminar la agotadora jornada diaria se 
podía decir que habíamos ganado el salario. No sabíamos nada de parti-
dos políticos ni de libertades ni de prensa libre ni de derechos de ninguna 
naturaleza.
En materia de gremios, había dos o tres sociedades de auxilio mutuo. 
En estas, los miembros pagaban una cuota mensual y cuando alguno 
moría, la sociedad ayudaba para los gastos de enterramiento.
Era todo. Y parecía mucho para quienes nada teníamos.
Las compañías petroleras (Lago Petroleum Company, Venezuela Oil 
Concesions, Gulf Oil Company y la British Oil Field) eran presentadas 
como benefactores. Los superintendentes y demás funcionarios de las 
transnacionales gozaban de fueros y privilegios especiales.
A menudo, los capataces extranjeros insultaban a los peones y hasta 
les propinaban golpizas a trabajadores “nativos”, en particular a los vene-
zolanos negros.
Al tirano J. V. Gómez –llamado “El Benemérito”– se le endiosaba, lo 
mismo que a su camarilla de ladrones y desalmados asesinos a sueldo de 
los patronos imperialistas.
Por aquellos años se hacía sentir una terrible hambruna. Miles de 
hombres sin empleos deambulaban hambrientos por los campamentos y 
lugares vecinos. Años después pudimos leer que el mundo entero estuvo 
conmovido por una aguda recesión económica (1929-1933) y que el mun-
do del capital estuvo largo tiempo con el agua al cuello.
Aquella vida estaba plagada de explotación, sufrimientos, enfermeda-
des. Sin un día de felicidad ni de paz.
He narrado una parte de aquella terrible realidad para que se tenga 
una idea sobre las condiciones que me esperaban –como al resto de mis 
compatriotas– en la búsqueda de mis primeros empleos y que reinaban 
cuando nacieron las primeras células comunistas.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Primera partida
Cuando cumplí trece años partí en busca de empleo mejor remunera-
do. Me fui para El Mene de Mauroa. Allí trabajaba Valmore como obrero 
en la herrería, un trabajo fuerte para hombres fuertes, pero por un sala-
rio miserable.
Mi primer empleo como muchacho concertado en una “fonda” no lo 
aguanté. Eran dieciseis horas de trabajo rudo. Treinta días al mes por 
veintiocho bolívares.
Pasé a otra fonda donde era más tolerable la jornada: cortar leña, aca-
rrear agua, pilar maíz y molerlo, hacer mandados y recibir regaños a toda 
hora. El “sueldo” mensual era el mismo y las comidas eran los “retallo-
nes” (las sobras).
Ahora mi hermano tenía una mejor posición para conmigo. Me ayu-
daba a pilar el maíz y, a veces, a molerlo. Supongo que este cambio se 
debía a la cercanía de la sirvienta, una morena muy sucia, pero joven y de 
caderas bien fabricadas.
Aquí caí gravemente enfermo. Mamá vino a buscarme y no la recono-
cí, estaba que “volaba” de la calentura. Me preguntó algo y le respondía 
sobre otro particular. Me vio por primera vez un médico. Era extranjero 
y me recetó unas “píldoras” muy buenas. Me trasladé al hogar materno. 
Pronto me recuperé y volví a mi trabajo.
Dejé esta patrona y fui con una familia muy buena. Aquí ganaba solo 
quince bolívares por mes y las comidas, pero me trataban muy bien. 
Aparte de que el trabajo era poco y suave. Me quedaba tiempo para ven-
der leña y agua y completar los treinta bolívares por mes.
Mis nuevos patronos eran un matrimonio con un hijo. Gente bonda-
dosa. Me sentía en un ambiente familiar sin amenazas, ni cuerizas. Allí 
hacía todo bien y con prontitud.
Cuando terminaba mi trabajo me “redondeaba” con venta de leña y 
agua. Aunque la leña se vendía poco, el agua sí era “pan caliente”, era 
muy escasa. El precio de una lata de agua –unos quince litros– era una 
locha. Yo tenía mis clientes fijos y otros ocasionales.
Años después, cuando ya era dirigente sindical y senador de la República, 
mis viejos clientes comentaban mi pasado y expresaban su alegría por los 
progresos que había logrado un muchacho del pueblo. Y a la casa de mis 
antiguos patronos llegaba como a la mía propia.
49
Jesús Faría
La British
No sé cuándo fue exactamente que llegó a El Mene esta encomendera 
de la Corona británica. Pero debió ser después del ascenso de Gómez al 
poder, en los años en los que don Reinaldo compró y vendió los terrenos 
de Hombre Pintado, cerca de El Mene. Le decían así a estas tierras por-
que en una peña había pintada la figura de un hombre.
Gómez y sus latifundistas se oponían a los salarios que esos hombres 
rubios, a quienes nuestros campesinos llamaban “animales coloraos”, 
pagaban a los obreros petroleros.
En realidad, sin llegar a ser dignos eran un poco más altos que los 
salarios que pagaban en las haciendas. A raíz de ello, Gómez llegó a fijar 
el salario en cuatro bolívares sin “pira”. Se le decía pira a toda clase de 
frijoles y, por extensión, a las tres comidas del peón.
La British consiguió poco petróleo, pero de una calidad muy fina. 
Liviano, de un color negro verdoso. La gente lo recogía en botellas para 
prender candela y para medicina contra algunos males. Las calderas tra-
bajaban con leña, la cual compraba la compañía por “tramos”, cada uno 
por cuatro bolívares. Había que echar hacha durante todo un día para 
entregar un “tramo”.
De todas las empresas petroleras, incluidas las contratistas, ninguna 
era tan odiada como la British, no solo por los obreros sino por toda la 
población.
En El Mene había tenido lugar una poblada antiimperialista en 1922, 
quizás la primera que se realizó en Venezuela. Los trabajadores y la 
población toda tomaron presos a los “jurungos” (ingleses) más odiados y 
los encerraron en estrechos calabozos.
Por la noche querían matarlos a machete. Por fin llegó una embajada 
de “jefes grandes”, quienes negociaron con los amotinados, entregaron 
algunas reivindicaciones y de esta manera lograron la libertad de los 
asustados súbditos británicos, quienes se evaporaron. 
Esta victoria de la clase obrera contra el imperialismo inglés, cuando 
casi no había prensa en Venezuela, y la que existía no registraba estos 
acontecimientos, es poco conocida por nuestro pueblo.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
El Mene de Mauroa
Este lugar, que un cura bautizó como San Antonio del Mene, era un 
lugar bonito. De día la temperatura rondaba los 33 ºC, pero refrescaba 
por las madrugadas. Llovía bastante.
Situado entre bajas colinas y entre los ríos Matícora y Mauroa, más 
cerca de Maracaibo que de Coro. Aunque pertenece a Falcón, sus rela-
ciones eran con La Estacada, a orillas del lago de Seda, ese que por su 
belleza dejó sorprendido a Alonso de Ojeda en su llegada a estas tierras.
Cuando llegué a este lugar me sentí maravillado. Lo que más me 
asombraba era la cantidad de gente, negocios, garitos, galleras que había. 
Salía un tractor cuando entraba yo, lo cual me empujó hacia el monte más 
de la cuenta, provocando una risita burlona de mi madre. 
Tractores nunca había visto antes, aunque los automóviles yalos 
conocía. Un día en Borojó vi el primero y estuve a punto de regresarme 
corriendo, pero Brígido Matos, muchacho como yo y buen amigo, me aga-
rró a tiempo y me dijo riendo:
—No corrás, pendejo, esos bichos no hacen ná...
Pagaban los días quince y treinta de cada mes. Por las noches había 
muchas grescas y hasta muertos. Yo recogía botellas vacías y las vendía. 
Era una “entrada” adicional que me permitía probar cosas de ensueño, 
tales como los cepillados, conservitas de leche y de coco.
Me gustaban mucho las peleas de gallos y cada vez que podía le “echa-
ba” un mediecito al gallo más bonito. Una vez me acerqué a unos hom-
bres que preparaban su gallo para la pelea y uno de ellos me dijo: 
—Catire, vos debes ser jugador, como tu papa. ¿A cuál vas?
—Me gusta el otro.
—¿Por qué?
—Porque es más bonito.
—Todo lo bonito es falso –me advirtió.
Y al comenzar la pelea “mi” gallo cayó fulminado.
En El Mene había fomentado la prostitución. Había asesinatos a gra-
nel. Una vez, un mister encontró a su querida con un joven obrero. Lo 
pateó. El joven se armó y mató al inglés.
Ofrecieron una recompensa gorda y apresaron al fugitivo, pero la 
recompensa se la apropiaron las autoridades. Al soplón lo amenazaron 
por “encubridor”.
51
Jesús Faría
Había tres o cuatro policías y estos desaparecían cuando surgían las 
riñas. Así, los asesinos casi siempre se pintaban.
En estos casos, comúnmente enterraban a las víctimas con los pies 
amarrados, para que el criminal no pudiera ir muy lejos sin ser capturado.
En El Mene la jornada era de unas diez horas por día. Los capataces 
“cuidaban” su empleo obligando a trabajar más de la cuenta.
Entre los obreros se notaba una marcada diferencia entre zulianos y 
corianos. Más despiertos los zulianos. En cambio, los corianos, temibles 
peleadores fuera del trabajo, a veces toleraban más de la cuenta los des-
manes de los caporales.
Estoy hablando de 1924, cuando tenía catorce años.
Por aquella fecha, mamá se había mudado para El Mene, donde tenía 
una fonda para tres clientes. Además lavaba ropa. 
Los trabajadores mejor pagados eran los remachadores, quienes 
hacían su trabajo a mandarriazos, construyendo depósitos para petróleo.
El chorro de petróleo
Los petroleros angloholandeses encontraron El Dorado en La Rosa, 
a unos cinco kilómetros de Cabimas. El Barroso N.º 2 reventó el día 14 
de diciembre de 1922 con una producción calculada en cien mil barriles 
por día.
Durante diez días se inundó una enorme superficie. Se tiraron muros 
de baja altura a toda prisa y se aprovecharon los desniveles del terreno. 
Como por obra de magia apareció empleo para todo el que quisiera traba-
jar. A las familias que vivían por allí cerca se les alimentaba con galletas, 
sardinas, quesos y otras cosas enlatadas, a la vez que se les prohibía en 
forma terminante prender candela.
Cuando El Barroso N.º 2 se trancó por su propia cuenta, dejaba sobre 
una extensa superficie un lago de casi un millón de barriles de petróleo. 
Se abría de par en par una nueva etapa en el desarrollo del país. El nom-
bre de Venezuela sonaba ahora en las oficinas de Londres, Nueva York y 
otras capitales.
Ignorábamos tales acontecimientos. Nuestro mundo era El Mene y 
Borojó.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Yo trabajaba y jugaba “chavalo”, juego este muy perseguido por los 
policías, pues se quería obligar a que jugáramos en los garitos del régi-
men y en ninguna otra parte.
Había muchas mesas de juego: con dados, barajas, ruletas, etcétera. 
Había el “monti dao” para mucha plata y lo había para pobres. Y había 
juegos especiales para los místeres.
Una noche llegamos un grupo de aguadores a un “monti dao”. Juga-
mos uno o dos reales y perdimos como de costumbre. Sin embargo, uno 
de nosotros, espantosamente sucio y harapiento, muchacho de pocos 
amigos, se “durmió” en las suertes como unas diez veces. 
¡Había empezado con un real y desbancado a la casa!
Fueron a traer nuevos capitales y siguió ganando. Oro y plata llenaban 
sus bolsillos, el sombrero, sus dos manos y tenía montones sobre la mesa. 
Veíamos en silencio, asombrados. Uno le dijo que se “levantara” y este le 
soltó una palabrota. Siguió jugando y a la hora no tenía ni un solo bolívar.
Como en los cuentos, había sido rico por un rato y había vuelto a su 
antigua pobreza. Al día siguiente seguía su venta de agua a locha la lata.
Por cierto, que en aquellos tiempos y lugares circulaban pocos los 
billetes de bancos. Había muchos bodegueros que no los aceptaban o los 
aceptaban con descuentos del 10%: un billete de veinte reales por diecio-
cho. No era mal negocio.
Los precursores
El pozo Zumaque N.° 1, en Mene Grande, había dado producción 
comercial. Unos 250 barriles por día en 1914. También estaba el Toldo 
N.º 1, en El Cubo, el cual reventó el 27 de agosto de 1915.
Para 1924 llegaban noticias de los trabajos en La Rosa. “Allá pagan 
mejor”, decían. Ahora mucha gente pasaba de largo, rumbo a La Rosa.
Algunas cosas habían cambiado. Cuando yo era muy niño, veía pasar 
masas de campesinos arreados por capataces con destino a Bobures. Los 
París –o Parises, como diría Cervantes–, dueños del Central Venezuela, 
necesitaban mano de obra y mandaban a buscarla a Falcón.
Sin embargo, las enfermedades abundaban, sobre todo el paludismo, 
que ocasionaba la muerte de muchos de estos trabajadores. A raíz de ello, 
muchas veces les daban plata adelantada a los trabajadores, quienes lue-
go tomaban su capotera para nunca más volver. 
53
Jesús Faría
Estos antiguos capataces ahora eran caporales de la VOC, una empre-
sa angloholandesa, quienes buscaban personal para los rudos trabajos.
La Rosa era otro lindo lugar de nuestra patria, ubicado en la orilla alta 
del fabuloso lago marabino. Por allí se veía durante las oscuras noches el 
relámpago del Catatumbo, un hermoso fenómeno natural inextinguible, 
orgullo de la humanidad.
Una noche apareció un intenso crepúsculo en la parte baja. Nadie 
sabía qué sería aquel poderoso reflejo.
Después llegaron las noticias. Había estallado un poderoso incendio a 
orillas del lago. Se decía que la candela se metería hasta las entrañas de 
la tierra detrás de los gases y el petróleo, luego haría estallar el globo y 
se acabaría el mundo, como castigo porque ahora la gente no iba a misa...
Había pánico en muchos corazones ingenuos, incluido el mío.
La Rosa
Por fin partimos rumbo al Zulia. Valmore era baquiano de esos cami-
nos. Yo iba por primera vez. Capotera terciada y a pie. Buenos caminan-
tes, pero como en todo, Valmore me superaba ampliamente.
Por allá lejos nos alcanzó un camión vacío y el chofer nos ofreció un 
empujoncito. Subí asustado, pues nunca había viajado en automóvil.
El chofer me vio con la capotera terciada y me dijo en tono zumbón:
—Paisano, quítese la capotera que el camión se la lleva...
En La Cataneja nos bajamos. Por allí se entraba para Santa Rosa, un 
hato de don Evaristo, amigo de Valmore.
Ahora yo conocía tierras zulianas y había viajado en camión.
¡Cómo iban cambiando mis horizontes!
Don Evaristo fue en sus mocedades el hombre más forzudo de nues-
tros pueblos. Había levantado en vilo al general León Faría durante una 
gresca.
Sabía muchos cuentos y era un hábil jugador de palo. Nos recibió con 
amabilidad y nos dio posada.
Al día siguiente, seguimos camino para La Rita, a donde llegamos al 
mediodía. Pedimos agua para tomar y nos la dieron del lago, salobre. En 
La Rita había aljibes, pero a unos corianos no nos iban a dar agua dulce.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
El lago mismo me pareció descolorido, comparado con el mar Caribe. 
Sin embargo, el muelle y los veleros me llamaron la atención. Tratamos 
en vano de viajar en el vaporcito hasta Cabimas.
Seguimos a pie con el sol por la espalda: Puerto Escondido, Mene de 
las Múcuras y La Misión, bordeando el lago.
En Ambrosio –ya entrada la noche y cansados– tomamos puestos en 
un automóvil hasta La Rosa.
Don Víctor –hombre de negocios que le guardaba el dinero a los obre-

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